Publicado en
noviembre 17, 2013
El ave mutilada, insistía mi hijo, merecía una oportunidad de luchar.
Por Penny Porter.
EL HALCÓN parecía suspendido en el cielo por hilos invisibles, con las alas extendidas e inmóviles. Era un espectáculo mágico... pero un disparo proveniente del coche que venía detrás de nosotros rompió el encanto.
El sobresalto me hizo perder el control de mi camioneta, que derrapó hacia el borde de la carretera hasta detenerse a unos cuantos centímetros de una cerca de alambre de púas. El corazón me latía con fuerza cuando pasó aquel automóvil. Por la ventanilla asomaba el acerado cañón de un rifle. Nunca olvidaré la expresión jubilosa del muchacho que tiró del gatillo.
—¡Qué susto! —dijo Scott, mi hijo de 14 años, que iba sentado a mi lado. Luego, su rostro se ensombreció—. ¡Le dio al halcón!
De camino a nuestro rancho por la carretera interestatal número 10 de Arizona, habíamos estado admirando un magnífico par de halcones de cola roja que volaban a poca altura sobre el desierto de Sonora. Las hermosas aves daban volteretas y bajaban en picada como si cada una hubiera sido la imagen de la otra, reflejada en un espejo. De pronto, una de ellas cambió de dirección, se elevó y se quedó suspendida un instante sobre la carreterá. Fue entonces cuando el disparo convirtió el jugueteo aéreo en una explosión de plumas.
Horrorizados, vimos al halcón precipitarse en espiral delante de un camión. Se oyó un rechinido de frenos, pero era demasiado tarde. El vehículo lo golpeó y lo lanzó a la línea divisoria de la autopista.
Scott y yo corrimos hasta donde había caído. Por su tamaño pequeño, pensamos que debía de ser macho. Yacía patas arriba sobre una de sus alas, que estaba destrozada y doblada. Tenía abierto el poderoso pico, y sus ojos redondos y amarillos reflejaban dolor y miedo. Había perdido las uñas de la pata izquierda, y sólo le quedaba una pluma del hermoso y reluciente abanico rojo que había sido su cola.
—Debemos hacer algo, mamá. —Sí —murmuré—. Hay que llevarlo a casa.
Cuando Scott quiso agarrarlo, el aterrorizado halcón se defendió con la única arma que le quedaba: el pico, curvo y punzante como un picahielo. Scott lo envolvió con su chaqueta y lo llevó a la camioneta. Desde el cielo se escuchó el agudo y lastimero chillido del otro halcón.
—¿Qué va a hacer ese ahora, mamá? —preguntó mi hijo.
—No lo sé —contesté—. Tengo entendido que forman pareja de por vida.
EN EL RANCHO, nos enfrentamos al primero de varios problemas: controlar al halcón sin salir lastimados, pues se resistía. Usando guantes de soldador, lo acomodamos en un embalaje dentro del cual habíamos puesto paja, y que luego tapamos con listones de madera.
Una vez que tuvimos al ave inmóvil, le quitamos las astillas de hueso del ala destrozada y tratamos de doblarla en el sitio donde había estado la principal articulación. Se doblaba sólo a medias. A pesar del dolor, el halcón no se movió. Como única señal de vida, ocasionalmente abría el tercer párpado y mostraba sus ojos llenos de temor.
No sabiendo qué más debía hacer, telefoneé al Museo del Desierto de Arizona-Sonora.
—Entiendo que sus intenciones son buenas —dijo el encargado—, pero la eutanasia es la solución más caritativa.
—¿Matarlo? —pregunté, al tiempo que acariciaba al ave de color castaño rojizo, que estaba en la caja.
—Nunca volverá a volar con un ala tan lastimada —prosiguió—. Y, aunque pudiera hacerlo, se moriría de hambre. Los halcones necesitan sus garras, además del pico, para despedazar su presa.
Al cortar la comunicación, pensé que aquel hombre tenía razón.
—¡Pero el halcón ni siquiera ha tenido la oportunidad de luchar! —protestó Scott.
¿Luchar para qué?, me pregunté. ¿Para esconderse en una jaula? ¿Para nunca volver a volar?
Con la fe ciega de la juventud, Scott tomó la decisión.
—Tal vez, por obra de un milagro vuele de nuevo —me dijo—. ¿No crees que vale la pena intentarlo?
Empezó así una vigilia que duró varias semanas. En ese lapso, el ave nunca se movió, ni comió, ni tomó agua. Le dábamos agua por el pico con una jeringa, pero la desdichada criatura permanecía inmóvil, apenas respirando. Una mañana amaneció con los ojos cerrados.
—¡Mamá, está... muerto! —gritó Scott.
—Hay que darle un poco de whisky —dije.
Era algo que ya habíamos hecho para obligar a respirar a algún animal. Le abrimos el pico y le vaciamos una cucharada. En seguida abrió los ojos y metió la cabeza en un recipiente de agua que tenía ahí, en la caja.
—¡Mira, está bebiendo! —dijo mi hijo, con los ojos arrasados.
Al anochecer, el halcón ya había comido varias tiras de carne que espolvoreamos con arena para facilitarle la digestión. Y al día siguiente Scott lo sacó de la caja e hizo que se posara con la garra sana sobre un leño de la chimenea. El ave batalló un poco hasta que logró aferrarse. Y cuando mi hijo dejó de sujetarla, extendió lentamente el ala buena hasta ponerla en posición de vuelo. La otra permaneció rígida, pegada a su cuerpo como un boomerang. Contuvimos la respiración hasta que el animal se irguió.
Observaba cada uno de nuestros movimientos, pero su mirada ya no reflejaba temor. Iba a vivir, mas ¿aprendería a confiar en nosotros?
CON EL PERMISO de Scott, su hermanita Becky, de tres años, bautizó a nuestro huésped con el nombre de Hawkins. Lo pusimos en una perrera de malla de alambre grueso, de tres metros de altura y abierta por arriba, para que estuviera a salvo de linces, coyotes, mapaches y lobos. En una esquina atravesamos una rama de árbol que quedó a diez centímetros del suelo. El ave se posaba en ella día y noche, y contemplaba el cielo. Observaba, escuchaba, esperaba.
Con el tiempo, la confianza que depositó Hawkins en nosotros se convirtió en afecto. Nos encantaba agasajarlo con salchichón y tiras de carne seca de vaca remojadas en agua azucarada. Su pico, capaz de reventarle el cráneo a una rata, adquirió la delicadeza de una mariposa. Becky ya no se ponía guantes para darle de comer.
Nos encariñamos con él. Le hablábamos y acariciábamos su satinado plumaje. Habíamos salvado y domesticado una criatura salvaje. Pero, ¿y después? ¿No debíamos devolverla al cielo? ¿A su mundo?
Scott seguramente se hacía las mismas preguntas cuando llevaba a su mascota posada en su brazo, como un orgulloso halconero. Un día colocó la percha más arriba de la cabeza del ave.
—Si trata de trepar, va a ponerse fuerte —dijo.
Ante el cambio de altura, Hawkins examinó la vara desde todos los ángulos. Saltó... y falló. Cayó en el suelo de cemento y siseó lastimeramente. Lo intentó una y otra vez con el mismo resultado. Cuando creímos que se había dado por vencido, se lanzó hacia arriba, se sujetó a la percha primero con el pico y luego con la garra, y por último impulsó su cuerpo, hasta que se posó muy erguido en la rama.
Cada semana, Scott colocaba la rama un poco más arriba. Así, Hawkins, lleno de orgullo, logró alcanzar una altura de 1.20 metros. Pero ese fue el límite; no pudo saltar más alto.
La primavera trajo consigo un clima templado y muchos pájaros: palomas, codornices, correcaminos y reyezuelos. Pensamos que Hawkins disfrutaría de los trinos y los gorjeos. Sin embargo, se veía triste.
UNA MAÑANA lo encontramos en su percha, con el ala sana extendida y la otra temblando de impotencia. Todo el día se quedó allí, dando chillidos que partían el alma. Por fin vimos qué lo inquietaba: sobre su jaula revoloteaba otro halcón de cola roja.
¿Será su compañera?. me pregunté. ¿Cómo es posible? Estábamos por lo menos a 48 kilómetros de donde habíamos encontrado a Hawkins; fuera de la zona habitual de los halcones. ¿Su pareja lo había seguido? ¿O era que, por algún don de la naturaleza, simplemente sabía dónde estaba?
A la mañana siguiente, Hawkins se había ido.
Empezamos a atormentarnos con preguntas. ¿Cómo se salió? La única posibilidad era que hubiera trepado por la malla de alambre con ayuda de su pico y su garra buena, y que al llegar arriba, a tres metros de altura, se hubiera dejado caer.
¿Cómo iba a sobrevivir? No podía cazar. Le había resultado casi imposible sostenerse sobre su percha y al mismo tiempo sostener una tira de carne con la garra. Nuestro halcón inválido sería una presa fácil. Estábamos consternados.
Sin embargo, una semana después ahí estaba Hawkins, posado sobre una pila de leños junto a la puerta de la cocina. Sus ojos despedían un brillo que yo nunca les había visto, y tenía el pico abierto.
—¡Quiere comer! —grité.
Le arrebató a Scott un paquete de salchichón que de inmediato devoró. Después saltó al suelo torpemente. Lo vimos cruzar el campo medio volando y medio corriendo. Con un ala daba enérgicos aletazos, pero la otra era un lastre. Su compañera iba y venía delante de él, riñéndolo y silbando para animarlo, hasta que llegó al refugio temporal que le ofrecía un mezquital.
Hawkins regresó por alimento toda la primavera. Pero un día, en vez de tomar la comida, retrocedió y chilló. Luego nos amenazó con el pico. El halcón que durante casi un año había confiado en nosotros tenía miedo. Comprendí que estaba listo para regresar a su hábitat.
PASÓ EL TIEMPO. De vez en cuando veíamos un solitario halcón de cola roja planeando sóbre nuestros campos. En esos momentos el corazón me daba un vuelco. ¿Había sobrevivido Hawkins? De no ser así, ¿había valido la pena salvarle la vida?
Nueve años más tarde, cuando Scott tenía 23, se encontró a un amigo que había vivido cerca de nuestro rancho.
—No me vas a creer —dijo el amigo—, pero creo que vi a tu halcón posado sobre un viejo roble, cerca de la torrentera. Se veía lastimado y tenía un ala rota, como Hawkins.
—Tienes que ir a ver si es él, mamá —insistió Scott.
Al día siguiente me dirigí al norte por un camino de tierra que se convirtió en un sinuoso sendero de ganado y acabó por borrarse. Cuando un mezquital me cerró el paso, continué a pie. Finalmente llegué a un claro en aquel laberinto, y a la torrentera arenosa. Era el paraíso de las lagartijas, los sapos, las tarántulas y las serpientes; es decir, el terreno de caza ideal para un halcón.
Busqué durante muchas horas, y no di con Hawkins. Pensé que había sido exagerado mi optimismo al creer que lo encontraría. Empezaba a refrescar la tarde cuando sentí que me observaban. De pronto vi delante de mí un gran halcón hembra de cola roja. Estaba perfectamente mimetizado en el follaje otoñal de un mezquite, a menos de cinco metros de distancia.
¿Sería esa magnífica criatura la compañera de Hawkins? Deseé fervientemente creer que lo era, para decirle a Scott que había visto al ave que cuidaba de nuestro halcón, le procuraba alimento y lo mantenía a salvo. Pero, ¿cómo estar segura?
Entonces lo vi.
En una rama, a la oscura sombra de la otra ave, que era de mayor tamaño, estaba posado un pequeño y vapuleado halcón. Alcancé a distinguir el ala torcida, la orgullosa cabeza calva y la garra marchita, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Fue un momento mágico: tiempo de reflexionar sobre el poder de la esperanza. Tiempo de bendecir a un muchacho que tuvo fe.
Sola en ese lugar agreste, comprendí que hay una fuerza que auxilia a quienes creen. Había sido testigo de un pequeño milagro.
—Hawkins —susurré, deseando acariciar el raído plumaje pero atreviéndome sólo a caminar a su alrededor—. ¿De veras eres tú?
Obtuve la respuesta cuando los amarillos ojos siguieron mis pasos hasta que la cabeza giró 180 grados, y el halcón me miró de espaldas. Los últimos rayos del sol danzaban sobre su única pluma roja.
Entonces, por fin, estuve segura. Y lo mejor de todo era que también mi hijo podría estar seguro. Sí, había valido la pena.
ILUSTRACIÓN: JEFFREY TERRISON