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noviembre 17, 2013
Corrí por el andén, junto al último vagón, gritando el nombre de mi padre. Avancé al vagón siguiente y volví a gritar su nombre, su número. Nadie respondió. Comencé a gritar a voz en cuello: '¡Mi padre, el número 410! ¿Está entre ustedes?'
El segundo vagón. El tercero. El cuarto. Mi padre no apareció. El maquinista respondió a una señal del conductor y el tren se sacudió. Los guardias nazis comenzaron a apartar por la fuerza a los niños que intentaban robarse un último abrazo.
De nuevo grité: '¡Papá, papá!' El movimiento del tren me hacía sentir que corría hacia atrás . El quinto vagón, el sexto...
Entonces un brazo intentó hacer una señal, y apareció un rostro angustiado: el de mi padre. 'Espera, papá! ¡Espera! ¡No te vayas!', imploré. El tren no se detuvo.
La despedida de Nina Markovna y su padre fue una de muchas separaciones desgarradoras. En estas memorias Nina refiere las calamidades que su familia —y sus compatriotas— tuvieron que soportar durante una de las épocas más terribles de la historia. Su crónica es también la de la nación rusa, atrapada en el conflicto entre dos monstruosos tiranos, Adolfo Hitler y José Stalin. Es un relato trágico, de tribulaciones y quebrantos, pero también es fuente de inspiración, pues habla del amor y la supervivencia.
Por Nina Markovna.
EL RUIDO del automóvil llegó como rugido de trueno a mi cerebro adormilado. En nuestra aldea —Dulovo, a casi 100 kilómetros de Moscú— nadie tenía coche propio. Sólo podía tratarse de un "cuervo negro", el largo vehículo oficial que servía para transportar a los ciudadanos detenidos a los sótanos de la NKVD, la policía secreta estalinista. Era el 9 de marzo de 1938, a eso de la medianoche, cuando el auto, haciendo ruido, se detuvo frente a nuestra casa.
Mi padre saltó de la cama y comenzó a vestirse. Tenía al alcance de su mano una silla con su ropa más abrigadora: un chaquetón acolchado, un par de pantalones de trabajo grises, un gorro de piel, guantes, una bufanda de lana... todo listo para una emergencia. Al ver a nuestro padre ponerse esa ropa, mi hermano Slava y yo empezamos a temblar. El rostro de mi madre estaba deformado por la angustia.
—¡Mi esposo, mi querido esposo! —repetía con ese canturreo frecuente en la mujer rusa cuando se enfrenta a una gran desgracia—. Marcos, esposo mío, cuídate. Procura volver a nosotros. Marcos, querido Marcos...
Mi padre se vistió de prisa. La nariz se le veía más grande y afilada. Sus ojos, normalmente del color de las cerezas muy maduras, en esos momentos se veían casi negros: hoscos y muy tristes.
Se oyeron pisadas de gruesas botas de cuero, que hacían crujir la nieve de la acera.
—¡Abran! ¡NKVD!
La andanada de puntapiés y puñetazos hizo que se estremeciera el sólido portón.
Papá atrajo hacia sí a mi madre y, estrechándola contra su pecho, repitió una y otra vez, como si quisiera convencerse a sí mismo:
—¡Sobreviviré! ¡Sobreviviré! No me dejaré vencer. —Intentó sonreír, y añadió—: Tampoco tú permitas que te venzan, Natasha. Hazlo por los niños.
Se reanudaron los golpes en la puerta. Papá nos estrechó con fuerza a Slava y a mí. En seguida, descorrió el cerrojo para enfrentarse a los agentes. En una mano llevaba un bulto y en la otra su pasaporte, documento que los ciudadanos soviéticos debían entregar en caso de arresto.
Dos policías entraron en la casa. Dieron un manotazo al pasaporte y ladraron:
—¡Al demonio con su pasaporte! Lo que necesitamos es un martillo para reparar el auto.
Mi padre siguió clavado donde estaba, sin entender, como si le hablaran en otro idioma. Uno de los hombres le dio un puñetazo en la quijada y bramó:
—¡Un martillo!
Por fin papá se dio cuenta de que no venían a apresarlo. Se dirigió rápidamente al rincón donde guardaba sus herramientas y regresó con un martillo. Sin decir más, los intrusos se retiraron.
Los cuatro miembros de la familia nos quedamos abrazados en el vano de la puerta, sin creer que ya podíamos cerrarla. Al cabo de un interminable martilleo y de muchas maldiciones, oímos que el motor empezaba a ronronear; luego, con gran estrépito, desapareció el temible cuervo negro a toda velocidad. Sólo entonces nos brotaron las lágrimas.
Dormimos muy poco, y amanecimos pálidos y asustados. Una ola de terror recorría el país y, aunque habíamos salido bien librados esa noche, sabíamos que de nuevo golpearían a nuestra puerta.
ESCAPE AL SUR
ESA MISMA NOCHE, la policía secreta aprehendió a mi tío Vania, que padecía de tuberculosis. Tiempo después llegó un aviso oficial donde se indicaba que ya había sido sentenciado y no tendría derecho a recibir visitas, correspondencia ni paquetes. Para un ciudadano soviético, ese aviso significaba que la persona había dejado de existir. Noche tras noche veíamos al cuervo negro visitar la casa de algún otro aldeano. El 27 de marzo un auto se detuvo frente a la casa de la derecha, la de la izquierda y la de enfrente. Ninguno de los aprehendidos era miembro del partido. Tampoco mis padres lo eran.
Una noche durante la cena, a principios de abril, mamá dijo sin dirigirse a nadie en especial:
—En mi oficina ya quedó otra silla vacía. Miro los lugares que se van desocupando y me dan ganas de volar a otra parte. ¡A cualquier parte! ¡Lo único que importa es estar lejos de ellos!
Fue entonces cuando mis padres decidieron que debíamos tratar de escapar. Podíamos ir a Feodosia, en Crimea, a orillas del mar Negro, donde viejos amigos nos ayudarían a establecernos, y donde estaríamos lejos de Moscú. El traslado requeriría de esfuerzos hercúleos, porque un ciudadano soviético no tenía derecho de cambiar su lugar de residencia sin autorización. Quizá un médico de Dulovo, Moisey Grigorevich, nos extendería un certificado médico que justificara nuestro traslado al Sur.
Papá era nuestra única esperanza. Aunque medía 1.90 metros, pesaba sólo 70 kilos. Y como su hermano había padecido de tuberculosis, podría aducirse que él también estaba en peligro de contraer la mortal enfermedad. Muchos creían que había familias propensas a ese mal.
Pidió un día de licencia en su trabajo para someterse a un reconocimiento médico en un dispensario. Yo lo acompañé, deseosa de ayudar en algo.
Pasamos tres horas esperando a que lo llamaran. El médico, que conocía a la familia desde hacía años, al fin nos invitó a pasar y, después de inspeccionar el pasillo, cerró tras de sí la puerta.
—Me enteré de lo que le pasó a su hermano —dijo—. ¡Qué pena! Es una verdadera tragedia que no se permita a un enfermo morir en su casa.
Con voz tensa, ahogada, mi padre repuso:
—¿Y si hubieran confundido los nombres de pila y fuera yo, el sano, a quien querían aprehender? Me atormenta pensarlo. Por eso vine a verlo —continuó—. Vania fue el primero. ¿Seré yo el próximo? Necesito que me dé usted un certificado que me permita trasladarme al Sur, escapar.
En la pieza contigua se oyó el fuerte ruido de un balde que alguien apoyó en el piso. Un sirviente hacía el aseo del suelo.
El médico se llevó el índice a los labios y señaló con la mirada el delgado muro que separaba las habitaciones. Ayudó a papá a quitarse la camisa. Le auscultó la espalda y el pecho, y escuchó los latidos de su corazón.
—Está demasiado delgado, Marcos —dijo—. Esto es para preocuparse porque su familia es propensa a la tuberculosis.
Hablaba en voz más alta, como si se dirigiera no sólo a mi padre sino a alguien que estuviera más allá de su campo visual.
—Tiene razón, Marcos. El clima cálido podría ser un escape, en cierto sentido. Lo echaremos de menos, pero necesitamos ciudadanos sanos y productivos. Me parece que el clima de Crimea será benéfico para usted. Su estado de salud exige que le dé un certificado. Váyase al Sur. —Luego, en un tono tan bajo que apenas se pudo oír lo que decía, añadió—: Y quédese allá.
"VIAJARAN COMO GITANOS"
DEJAMOS ATRÁS el frío y gris Dulovo, y al cabo de dos días de viaje comenzamos a sentir el benigno clima de Crimea. El pródigo mar Negro hervía de peces, y en las playas abundaban las piedrecillas y las conchas brillantes.
—¡Feodosia! —gritó mi madre con alegría—. ¡Llegamos! ¡Pronto, Marcos! Niños, ya saben lo que tienen que acarrear. Yo me encargo del samovar. Recojan los colchones de pluma.
El tren se detuvo con una ligera sacudida. Slava y yo saltamos al andén para recoger al vuelo los pequeños objetos que mamá nos arrojaba por la ventanilla. Los milicianos apremiaban a los recién llegados a despejar el andén. Uno le gritó ami padre:
—¡Saca tus trastos de aquí! Nada de amontonamiento y desorden en la estación. ¡Muévanse!
Iba a dar un puntapié al samovar, pero mi madre lo recogió a tiempo. Alzamos nuestros bultos y salimos.
La calle principal de Feodosia estaba bordeada, en ambos lados, por álamos centenarios que daban sombra a las bancas. Ya acomodados en una, mi padre miró hacia el cielo azul, limpio y luminoso, y dijo en tono de dicha: "Me podría quedar aquí para siempre". Y yo también, pensé, pero a condición de que por arte de magia la banca se trasformara en una cabaña para los cuatro.
Una mujer de mediana edad nos vendió unas gordas semillas de girasol y, mientras las comíamos, una gitana adivina, de cara muy arrugada, se acercó a nosotros. Vestía varias capas de faldas y llevaba sarta tras sarta de cuentas multicolores, además de unos largos pendientes. De pie frente a nosotros, tomó la mano de mi madre y, después de echarle un rápido vistazo a la palma, pronosticó con voz autoritaria:
—Señora, ¿cree que va a ser feliz aquí? —Mi madre asintió con un movimiento de cabeza, y la gitana farfulló—: Pues no, señora. No tendrá felicidad. Habrá muchas dificultades. Perderá a su marido.
La vieja, con los ojos muy abiertos, miró a mi madre, y reiteró:
—Gran desventura. Para usted y para él. —Después, mirándonos a Slava y a mí, repitió—: Desventura para todos ustedes.
Mi padre se levantó de un salto de la banca, y dijo, encolerizado:
—Deja de graznar, vieja bruja. No te bastó con amedrentar a mi esposa; ahora también quieres enredar a los chicos. ¡Vete!
Mamá, en voz baja pero tensa, dijo a la gitana:
—Basta, basta. —Luego se volvió a papá y susurró—: Más detenciones; aquí también.
Esas palabras no eran para los oídos de la gitana, pero esta las pescó e inmediatamente intervino:
—Detenciones, no... Viajarán de aquí para allá, como nosotros los gitanos... Correrán, correrán, sin saber nada de él —señaló a mi padre con su dedo moreno.
A pesar de las inútiles protestas de mamá, papá ahuyentó a la vieja, no sin antes darle un rublo.
—¡Vete, mentirosa! ¡Ni una palabra buena ha salido de tu boca! La gitana tomó la moneda y canturreó en tono desafiante:
—Ya lo verán. No les he dicho mentiras.
OLOR A SANGRE
Nos FUIMOS a vivir a la casa de unos amigos, en el número 7 de la calle Karl Marx, y Slava y yo nos inscribimos en la escuela local. Maya, una chica de cabello color de ceniza que conocí el día en que llegamos, no fue sólo mi condiscípula, sino también mi compañera de pupitre. Era de origen judío y, como sus padres estaban divorciados, vivía con su madre y con su abuela. Pronto nos hicimos buenas amigas.
Slava, Maya y yo ingresamos por obligación en el grupo juvenil del Partido Comunista, los Pioneros. Llevábamos al cuello un pañuelo rojo de algodón, y estos trapos lacios y arrugados nos identificaban como exploradores del futuro. Después de clases pasábamos horas enteras en mítines políticos, y los lemas del partido —"¡Muera la individualidad! ¡Viva el colectivismo!"— siempre estaban en nuestros labios. En la escuela se nos ponía de ejemplo a un pionero; un muchacho sumamente escrupuloso. Se llamaba Pavlik Morozov y era un héroe para todos los niños de la Unión Soviética. No había cuento de hadas que conociéramos tan bien como su historia.
Durante la hambruna que sobrevino a raíz de la colectivización agraria, a principios del decenio de 1930, muchos agricultores se negaron a desprenderse de lo que les pertenecía. El padre de Pavlik fue uno de ellos. En vez de entregar todo al gobierno, comenzó a esconder sus papas para alimentar a su esposa, que estaba embarazada, y a su hijo. Cuando Pavlik se dio cuenta, acudió ante los representantes del partido, denunció a su padre e indicó dónde estaban ocultas las papas.
Al padre lo fusilaron como enemigo del pueblo soviético. Pavlik era un héroe para los funcionarios del partido, pero los aldeanos veían en él a un traidor. Una noche muy oscura, campesinos deseosos de tomar venganza lo mataron a palos.
Pavlik se convirtió en mártir del Estado soviético. En su honor se rebautizaron escuelas, calles, aldeas, y en Moscú se le erigió una estatua. Por mucho que me esforzaba, no podía entender cómo Pavlik Morozov había sido capaz de denunciar a su padre. Y sin embargo, en cierta ocasión, allá en Dulovo, casi había seguido su ejemplo.
Era la época en que nuestros gobernantes se declaraban antihitlerianos. Un día, mi maestra de lengua rusa nos instruía —éramos 40 los alumnos a su cargo— sobre las atrocidades del Führer alemán.
—Muchachos: ¡los alemanes se están muriendo de hambre! Ya ni siquiera recuerdan el sabor del azúcar. La Alemania nazi es tan mala como la vieja Rusia, donde sólo los zares y los parásitos de la nobleza podían comer azúcar.
Esa noche en casa, mientras chupaba despreocupadamente un trozo de azúcar, me acordé de pronto de lo que nos habían dicho en la escuela y exclamé:
—¡Mamá! De ahora en adelante te voy a dar parte de mi ración de azúcar.
Mamá, que despejaba la mesa, se conmovió. No era fácil conseguir azúcar y, además, era cara: el kilo costaba cinco rublos.
—¿Por qué quieres hacer eso, Nina? —preguntó.
Yo repetí puntualmente lo que la maestra nos había dicho. Mamá sonrió y movió la cabeza.
—¿Escaso el azúcar? ¡Pero qué tontería! —exclamó—. Abundaba tanto que me propuse comer menos para no engordar. Era muchísimo más barato en aquellos tiempos. ¡Vaya profesores!
Yo tenía sólo nueve años, y me quedé desconcertada, pues hasta entonces había confiado en mis padres tanto como en mis maestros. Dormí mal esa noche, y por la mañana decidí confrontar a la maestra para que se aclarara ese evidente malentendido. Levanté la mano en clase, y dije valerosamente:
—Usted nos contó ayer del azúcar en la Rusia de antes. ¿Se acuerda? Pues mi mamá se rió.
—¿Por qué?
Recordando la risa de mi madre cuando dijo que no quería "perder la línea", yo también solté una risita y proseguí con gran aplomo:
—Dijo que había tanto azúcar que temía comer más de la cuenta y engordar.
La maestra no rió conmigo. Ordenó a la clase leer un texto en absoluto silencio, y salió del salón durante unos minutos.
En esos minutos quedó sellado el destino de mi madre. Casi en el mismo instante en que la maestra regresó al aula, un agente de la NKVD se plantó frente al escritorio de mamá, en la fábrica donde ella trabajaba, y le ordenó en voz baja: "Na dopros" (al interrogatorio), dos palabras que hacían sudar frío a un ciudadano soviético. "Na dopros" fácilmente podía ser el primer paso en la marcha de la muerte hacia los campos de trabajos forzados.
Mi madre no regresó del trabajo a la hora de costumbre, las 5 de la tarde. Una de sus compañeras de oficina vino a casa e informó a mi padre que se la habían llevado. Pasaron horas de paralizante espera. Mamá volvió muy tarde, cuando ya Slava y yo estábamos acostados. La oímos hablar en voz baja con mi padre durante varios minutos. Terminó con estas palabras:
—¡Inocentes criaturas! ¡Son tan confiadas!
Con eso, corrió a mi cama y, tomándome la cara entre las manos, me besó ceremoniosa y solemnemente. Advertí algo raro en su rostro. Tenía la boca hinchada. Y ese olor penetrante y dulzón... a sangre. Aparté suavemente su rostro del mío para verla mejor. En lugar de la hilera de dientes blanquísimos que había visto apenas esa mañana, ahora se abría un espacio negro ante mis ojos.
—Mamá —musité—, ¿qué pasó con tus dientes? ¡Y te está sangrando la boca!
—No es nada, Nina —comenzó a decir, pero luego, ya sin fuerzas para aparentar valor, exclamó:
—¡Dopros! No les cuentes nada a tus maestros, pequeña. ¡Absolutamente nada!
Ni Slava ni yo volvimos a confiar en los profesores. Movidos por el instinto de conservación, nos volvimos reservados. No sentíamos indignación contra la maestra. Al fin y al cabo, su deber no era sólo enseñarnos a leer y escribir, sino moldearnos a imagen y semejanza de Pavlik Morozov.
UNA ORACION EN PRIVADO
DESPUÉS DE LA FIRMA del histórico "pacto de amistad" con los nazis, en agosto de 1939, los periódicos y cinematógrafos de la Unión Soviética comenzaron de pronto a presentar imágenes de un benévolo Führer besando a adorables niños alemanes. Rápidamente se publicaron nuevos textos escolares para reemplazar las imágenes desfavorables de Hitler y del nazismo. Se nos enseñó a imitar el saludo nazi, "el de los senadores de la antigua Roma", según declaró la maestra.
Gracias al pacto con la Alemania nazi, el Ejército Rojo pudo invadir Polonia Oriental y plantar su bota en Finlandia, donde se topó con tan formidable resistencia que hubo de conformarse con pequeñas victorias y retirarse. De ahí pasó a privar de su independencia nacional a Lituania, Letonia y Estonia, y extendió sus alas sobre Besarabia. El gobierno nos metió en la cabeza que "la unión del comunismo y el nazismo" trasformaría el mundo en un sentido positivo.
Para nosotros, el pacto sólo significó una tremenda escasez de alimentos, a la que hicimos frente hurgando entre desechos hasta donde nos fue posible. Pasamos sosegadamente el verano de 1940. Maya prosiguió con gran energía sus estudios de piano, y la aceptaron en el conservatorio local. Yo comencé a sobresalir en el ballet. Para ambas, la música era un recurso que nos permitía evadirnos de nosotras mismas... escapar.
Nada lograba arrebatarme el entusiasmo por la danza; ni siquiera saber que probablemente jamás tendría acceso a una gran escuela de ballet. Se me dijo que ninguna de ellas aceptaba muchachas que midieran más de 1.65 metros; yo, a los 13 años de edad, medía 1.70, y seguía creciendo.
El 21 de junio de 1941, mis padres y Slava me acompañaron a la estación para tomar el tren que me llevaría a una población cercana, donde intervendría en una función. Me habían escogido para participar en la Olimpiada de Ballet de Crimea, interpretando un papel masculino. Nos sentamos en una banca; la gitana llena de arrugas que habíamos visto cuando acabábamos de llegar a Feodosia recorría el bulevar en busca de clientela.
Mamá señaló hacia donde estaba la adivina, se rió con ganas, como desafiándola, y exclamó:
—¡Gitana! Nada, absolutamente nada de lo que me pronosticaste hace tres años se ha cumplido. ¡Gracias al Cielo!
La deslenguada gitana siguió de frente, murmurando:
—Habrá lágrimas. Un mar de lágrimas, un océano de lágrimas para todos nosotros.
A la mañana siguiente, durante el ensayo, los bailarines esperábamos nuestro turno de actuar. De pronto, la voz temblorosa de un hombre aterrado resonó en los altavoces. ¿Qué decía? ¿Nuestro país había sido atacado? ¿Por los alemanes?
La invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler, la Operación Barbarroja, había comenzado. Se canceló la Olimpiada y se nos ordenó empacar inmediatamente. Cuando llegué a Feodosia, Slava me esperaba en la estación:
—Mamá está preocupadísima por papá —me dijo—. Lo llamarán a filas... quizá lo maten.
—Pero, ¿cómo van a aceptar a papá? Ya tiene 48 años.
Pero Slava no podía desechar esa posibilidad.
—Además —añadió—, el año próximo yo cumpliré 16. Si la guerra se prolonga, también me llamarán.
El significado de la palabra guerra comenzó a entrar lentamente en mi cerebro, hasta ese momento libre de otra preocupación que no fuera el desencanto por la cancelación del concurso.
Al día siguiente del ataque a nuestras fronteras, en las cercas de Feodosia se pegaron carteles donde se anunciaba la confiscación de todos los radiotrasmisores. A los pocos días, en otros carteles se exigió la entrega de espadas, rifles de caza, máquinas de escribir, prismáticos y bicicletas.
Al principio, las cosas se presentaron mal para el Kremlin. Al cabo de seis meses, más de 3 millones de soldados del Ejército Rojo estaban en poder de los alemanes. Los soviéticos se rendían por millares. Encolerizado, el Kremlin instituyó graves medidas; concedió a los comisarios y al personal de la NKVD la facultad irrestricta de fusilar por deserción a cualquier soldado a quien sorprendieran desarmado. También los parientes del militar podían recibir castigo por la conducta antipatriótica de este.
El 18 de agosto fue la fecha en que la guerra comenzó para nuestra familia. Reclutaron a mi padre. En su pasaporte —válido sólo para viajar dentro de la Unión Soviética— se indicaba que padecía de un mal cardiaco. Estábamos seguros de que lo eximirían del servicio militar, pero no fue así.
Al día siguiente, mi madre sacó una escobetilla de varas suaves, una barra de jabón, un par de bañeras de hojalata, y dijo:
—Ven acá, esposo. Te ayudaré a bañarte y a estregarte la espalda, para que vayas limpio.
Tomó una sábana y la colgó del tendedero, con lo que formó una especie de tienda de campaña en el patio. Cuando quise llevar más agua caliente a ese pequeño recinto, Slava me detuvo, siseando:
—¡Muchacha tonta! Déjalos solos. Necesitan intimidad. Se están despidiendo, ¿no te das cuenta? ¡Y quién sabe por cuánto tiempo!
Hubo un rato de silencio después del chapaleo, el estregamiento y el enjuague. Luego fue desapareciendo del tendedero la ropa de papá, recién remendada. Hasta la ventana llegó la voz suave y acariciadora de mi padre:
—Mi pobre Natasha, dejarte así, con los chicos...
La voz se le quebró a causa de las lágrimas.
Mi madre, hablando con gran dulzura, empezó entonces a pronunciar palabras que yo jamás había oído..., ¿palabras de una oración? "Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea Tu nombre..." La voz de barítono de mi padre se le unió: "...Y perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores..."
—¡Slava! —exclamé—. ¡Están rezando!
Mi hermano, a manera de respuesta, se unió a nuestros padres: "...no nos dejes caer en tentación, mas líbranos de mal".
FALSA AUROA
EN NUESTRA pequeña ciudad reinaba la conmoción. Al acercarse las tropas alemanas, los miembros del partido y sus familiares se marcharon de Feodosia. También nuestros vecinos judíos —sobre todo los afiliados al partido— comenzaron a irse. Se quedaron alrededor de 1000 judíos; entre ellos, mi amiga Maya.
Nuestras tropas no tardaron en irse, y por el camino sólo se veían pasar, a toda velocidad, camiones llenos de agentes de la NKVD y de comisarios en plena retirada. Al ver que se iban, los habitantes de Feodosia comenzaron a salir de sus casas, extrañamente animados. "Demos una buena jabonadura a las losas del patio", propuso alguien. Otro se puso a lavar ventanas, y de muchos apartamentos salía el aroma de pan que se cocía en el horno. Era una vieja costumbre eslava recibir con pan y sal a los forasteros.
Mi madre sacó harina y levadura, y me dijo:
—Nina, prepara la masa para el pan... Tengo un terrible dolor de cabeza y veo lucecitas... sobre todo con el ojo derecho.
Mamá padecía de inexplicables jaquecas, pero no se preocupaba pues los médicos le habían dicho que se debían a la menopausia.
Mientras yo amasaba con todas mis fuerzas, mamá me observaba. Luego dijo, como con un poco de vergüenza:
—Nina, eres bonita y muy alta. Pareces de 18 años.
Yo seguí amasando.
—Los alemanes... son soldados que están lejos de sus mujeres. ¡Quién sabe cómo se porten!
Se fijó en mis senos, deseosos de proclamar mi adolescencia, y habló sin ambages:
—Tenemos que aplanarte el pecho —dijo, pero se detuvo al oír mi quejido—. ¡Oh, está bien! Pero, por favor, ponte mi blusa marrón. Es de corte muy amplio. Además, tus faldas son terriblemente cortas: muestran demasiado. En cambio, esta falda mía... tómala y úsala.
Hice lo que mamá me mandó, y al día siguiente salí con ella a la calle. Hombres y mujeres esperaban, hombro con hombro. La gente comenzó a gritar: "¡Ya vienen los alemanes!" Unos lloraban, saltaban, reían, todo a la vez. "¡Gracias a Dios llegan nuestros libertadores!" Algunos cayeron de rodillas en las banquetas, en las calles, y por primera vez en muchos años se pusieron a rezar abiertamente, sin temor. Y ahora, ¿qué hago?, pensé. ¿Me hinco? ¿Doy gracias?
En ese momento Slava me tomó de un brazo. Había estado sentado en nuestro porche, enfurruñado. Cuando vio que estaba a punto de arrodillarme, de un salto se puso a mi lado para impedirlo.
—¡No seas tonta! —me dijo al oído, y me llevó a los escalones del porche—. ¿Te acuerdas, hermana, de cómo hablaba de la Revolución nuestro vecino? ¿De cómo había esperado que en Rusia hubiera un cambio? Nada de zares, sino una democracia. Nos dijo: "Era una falsa aurora". La Revolución no liberó a nadie. —¿Y eso qué?
—Que los alemanes tampoco son nuestros libertadores. Sólo traen otra falsa aurora.
Vi los rostros de nuestros vecinos. Todos se veían eufóricos, llenos de esperanza. Más que responder, espeté estas palabras a Slava:
—Siempre serás un pesimista.
Entonces oí que mi madre y Maya gritaban:
—¡Nina! ¡Ven, corre! Ya se acercan los alemanes. Podemos verlos.
Los habitantes de Feodosia llevaron sus pequeñas bandejas con pan y sal a los soldados que entraban marchando. Algunas personas mayores hicieron una reverencia y dijeron, a la antigua usanza eslava:
—¡Bienvenidos a la madre Rusia, en el nombre del Señor!
Los alemanes se instalaron en Feodosia. Reclutaron a las personas que hablaban bien el alemán para que desempeñaran labores de oficina o trabajaran de intérpretes. Las mezquitas se limpiaron, purificaron y reabrieron. Otro tanto ocurrió con los templos cristianos.
Apareció una multitud de costureras; los carpinteros iban de puerta en puerta ofreciendo sus servicios; los zapateros eran recibidos en todas las casas con gritos de júbilo. Esos oficios habían estado prohibidos, excepto bajo supervisión estatal. También los judíos se anunciaron como profesores de alemán y de música. Algunos se registraron con las autoridades alemanas como experimentados relojeros o zapateros remendones. Los sastres ofrecieron sus servicios de remiendo o compostura de uniformes de la Wehrmacht.
REUNION
TRES SEMANAS de ocupación alemana transcurrieron sin incidentes. Llegó el 20 de noviembre, un día fresco y vigorizante. Una vecina gritó a todo pulmón desde el patio contiguo:
—¡Mujeres! Cientos de nuestros hombres están en la, plaza, cerca del bazar. ¡Son prisioneros de guerra!
La plaza hervía de hombres. La recorrimos toda, fijándonos en todos los que se parecían a papá, y preguntando una y otra vez si alguien lo conocía. En eso, uno de ellos, que parecía dormitar, se espabiló e intentó ponerse en pie. Tenía herida la mano izquierda; los dedos oscuros y gruesos, como salchichas, asomaban por la parte inferior de una venda de color gris carbón. A duras penas se puso en pie y dio unos pasos hacia mí.
Parecía tener unos 60 años; le cubría la cara una barba gris y enmarañada. Los alemanes le habían prendido un número en el pecho. Era el prisionero 410.
La postura de aquel hombre denotaba un agotamiento total; dijérase que su cintura ya no tenía fuerzas para mantenerlo erguido. Se tomó la mano izquierda, la herida, con la derecha, como si en esa forma lograra mitigar el dolor. Siguió acercándose a mí; parecía que tenía la intención de mendigar un pedazo de pan.
Abrió desmesuradamente los ojos, grandes y oscuros. En ellos había alegría, dolor y lágrimas. Ese color de ojos tan especial... ¡como el de las cerezas muy maduras! ¿Había en el mundo alguien más que tuviera los ojos de mi padre?
—¡Mamá! —grité con desesperación—. ¡Ven, ven!
Y sin dejar de sacudir la cabeza con incredulidad, me quedé allí, tiesa, hasta que una voz suave y familiar, una voz que no había cambiado nada, llegó a mis oídos, a mis sentidos.
—¡Nina, soy yo! —dijo mi padre, al tiempo que extendía los brazos para abrazarme.
—¡Papá! ¡Mi papá! —sollocé en su pecho.
Mamá corrió hacia nosotros, abriéndose paso con dificultad entre la multitud.
—¡Marcos, mi Marcos querido! —exclamó.
Le acarició el extenuado rostro y le tomó la mano izquierda, como queriendo compartir su dolor.
—La gitana. ¿Te acuerdas de la gitana, Marcos? ¡Se equivocó! ¡Tenía tanto miedo de perderte!
Y ahí estuvimos un buen rato, rodeados de centenares de desconocidos, abrazándonos y llorando, envidiados por todos.
COMO COPO DE NIEVE
Los ALEMANES comenzaron a sufrir graves privaciones. Hitler había planeado terminar la Operación Barbarroja antes del invierno, pero el destino dispuso otra cosa. El otoño, con sus lluvias que calan hasta los huesos y sus océanos de lodo, costó la vida de millares de caballos y detuvo el avance de interminables columnas de tanques y camiones.
Luego vino un invierno que, se aseguraba, iba a ser el más riguroso de que se tenía memoria. Cuando los alemanes ya estaban cerca de Moscú, el desastroso estado de las carreteras ocasionó que se les interrumpiera parcialmente el suministro de alimentos, por lo que algunos soldados, presas del hambre, se vieron forzados a comerse los caballos. La carne helada y cruda les causó serios trastornos estomacales y violentos vómitos. Para fines de diciembre ya sumaban 800,000 las bajas alemanas de la blitzkrieg.
Mientras tanto, el poder de las temidas tropas de las S.S. estaba llegando a Feodosia, a la calle Karl Marx, a nuestro patio.
La mañana del 1 de diciembre encontramos un cartel pegado en nuestra entrada, donde se anunciaba que los judíos contaban con 72 horas para presentarse en la plaza con el fin de que se les "reubicara". Se les pedía que llevaran sólo "sus bienes personales más valiosos". Corría el rumor de que los judíos de Feodosia serían enviados a Palestina.
Tres días después, en el apartamento de Maya, abrumada por la tristeza que me causaba nuestra separación, la miraba con su abrigo blanco de piel de conejo, sus botas altas de cuero blanco y tocada con una boina blanca coquetamente ladeada. Sentí envidia, incluso un poco de resentimiento.
—Ya estás lista para viajar, para salir a ver mundo. ¡Verás tantas cosas! —dije, mirando fijamente los ojos radiantes de mi amiga.
—¡Sí, sí; es como una aventura: —contestó, y de pronto, como si algo la golpeara desde dentro, dejó de sonreír y, asiéndome una mano, dijo—: ¿Y si... y si...?
—¿Qué cosa? —exclamé, ya sin sombra de envidia.
—Y si los alemanes decidieran matarnos...
Todos los que se hallaban en la habitación guardaron silencio. Entonces dijo mi madre, con voz convincente y tranquilizadora:
—Maya, hija, piensa. ¿Por qué razón querría alguien causarte a ti el menor daño?
Luego la abrazó y le acarició las gruesas trenzas, recién lavadas.
Instantes después de que mi madre dijo esas palabras irrumpieron dos hombres de las S.S.
—Judíos, fuera! Es hora de partir.
Todos nos besamos. Mamá repitió con voz entrecortada:
—¡Feliz viaje! ¡Que Dios las bendiga siempre!
Y distraídamente bendijo con la señal de la cruz a tres de las judías, como ordena la costumbre ortodoxa cuando la gente se despide.
—Que Dios las bendiga a ustedes también —dijo la abuela de Maya, al tiempo que nos abrazaba y besaba a mi madre y a mí.
—¡Escriban, escriban! —grité.
Me alejé corriendo del patio y salí a la calle. En ese momento Maya doblaba la esquina; daba un brazo a su madre y en el otro llevaba un bulto.
Un copo de nieve: esa es mi última impresión de mi mejor amiga. De blanco de la cabeza a los pies, frágil, vulnerable, como si se estuviera derritiendo...
Pronto los judíos desplazados llenaron la carretera. No iban aprisa; caminaban acompasadamente, con guardias de las S.S. a ambos lados de la hilera. Todos vestían sus mejores ropas, como si se tratara de un festejo. Algunas mujeres llevaban abrigos de visón o de caracul negro, y sombreros y manguitos que hacían juego.
Allí iba mi adorado profesor de matemáticas, de quien creía estar locamente enamorada. Y el médico, con su maletín por todo equipaje. Los seguimos con la mirada hasta que se perdieron de vista.
Me senté luego en los escalones del porche, con los ojos clavados en el apartamento de Maya, en la puerta y en la ventana, ya entabladas diagonalmente. Comenzaba a oscurecer. De pronto llegó hasta nuestro patio el sonido ininterrumpido de las ametralladoras, amortiguado por la distancia.
—De nuevo los partisanos —dijo mamá, angustiada.
—No. Esos disparos son casi incesantes —observó mi padre, y le susurró algo a mi madre, creyendo que yo no lo oiría—. Nuestros amigos... Ojalá que no los estén matando.
Pero eso era exactamente lo que estaba ocurriendo.
En la plaza aguardaban unos camiones, supuestamente para transportar al puerto a los que se marchaban. En vez de ello, llevaron a las 917 personas a un lugar de las afueras de la ciudad, rodeado de profundas trincheras antitanques. Se ordenó a los judíos que pusieran en el suelo sus bultos, se desvistieran y entregaran todas sus alhajas. A los niños los llevaron a camiones marcados con la insignia de la Cruz Roja, donde aguardaban miembros del personal médico de las S.S. Les ajustaron mascarillas de éter, y así, rápida y silenciosamente, murieron sin alarmar a los padres con sus gritos.
Alinearon a los demás judíos de cara a las trincheras y entonces... el fuego ininterrumpido de las ametralladoras... llegó a nuestro patio, a los escalones del porche donde yo estaba sentada, ya no amortiguado por la distancia, sino estallando en mi vida, en mi memoria, con una fuerza atronadora y ensordecedora que jamás lograría acallar.
MASCARADA
7 DE DICIEMBRE DE 1941: día en que los japoneses atacaron la base naval estadounidense de Pearl Harbor, en Hawai. Fecha trágica para Estados Unidos; para mí, un día tedioso, insulso. Esos sucesos, que tenían lugar tan lejos de Feodosia, iban a tener una importancia suprema en mi destino, pero no ese día.
Ese mismo mes, los alemanes ordenaron a mi padre y a otros prisioneros de guerra que se presentaran en la estación ferroviaria: los iban a sacar de Feodosia. Si tan sólo hubiera sido más joven. Si tan sólo ya hubiera sanado su mano. Corrí y corrí por el andén, gritando: "¡Papá, papá!" Una mano esbozó un ademán de despedida, y vi el rostro angustiado de mi padre. En la puerta del séptimo vagón se oyó su voz ronca, quebrada:
—¡Nina, Nina! ¡Adiós!
—¡Aguarda, padre! ¡No te vayas! —ordené, supliqué al tren que se detuviera.
Entre tanto, buques de guerra soviéticos que transportaban fuerzas invasoras se acercaron furtiva y lentamente a nuestras costas. Pocos días después de que arrancaron a mi padre de nuestro lado, comenzaron a caer en Feodosia proyectiles explosivos que nos obligaban a buscar refugio debajo de las camas. Uno de los barcos logró centrar la puntería en los tanques de almacenamiento de gasolina, y una gran parte de la ciudad se incendió.
Cada edificio, cada tramo de escalera, cada centímetro de Feodosia cayó en feroz combate. Algunos soldados alemanes en retirada llegaban a parapetarse tras la verja de nuestra casa, con granadas o ametralladoras, en espera del avance enemigo. Momentos después perdían la vida en un intercambio de fuego graneado. A ambos lados de la verja había hileras de muertos y heridos.
A las 11 de la mañana, la calle Karl Marx parecía haberse limpiado de alemanes. Momentos después, un grupo de soldados soviéticos pasó por encima de los cuerpos hacinados. Uno de los "cadáveres" —el último alemán con vida— arrojó una granada hacia el centro del grupo.
Uno de los soviéticos, atento a todo, sin perder la calma atrapó en el aire la granada y se la lanzó de vuelta al alemán, arrojándose al suelo en busca de protección. El cuerpo del germano voló en pedazos, la cabeza casi cercenada, el abdomen desgarrado; la mano derecha, arrancada a la altura de la muñeca por la fuerza de la explosión, voló y quedó atrapada en la maraña de cables telegráficos, donde permaneció semanas, como guante espectral que se hubiera puesto a secar en un tendedero.
Siguió un breve periodo de calma, antes de la nueva oleada de soldados. Nos apresuramos a concluir los preparativos de supervivencia que habíamos empezado con anterioridad. Mi madre no ocultaba sus temores. Decía que era absurdo arriesgarse. Se sabía que los soldados violaban hasta a las mujeres mayores cuando retomaban ciudades y pueblos. Mamá se puso un vestido viejo, bastante feo, y con las tijeras grandes comenzó a trasquilar su abundante y ondulada cabellera; en muchos puntos llegó hasta el cuero cabelludo. Cuando fue mi turno, trató de aplanarme los senos y me enfundó en una falda tan larga como fea. Con todo, a primera vista, aún parecía tener 17 años, aunque ni siquiera hubiera cumplido 14.
Abrazándome protectoramente, como si quisiera ocultarme del mundo, mi madre me dijo:
—Nina, ¿te acuerdas de la pobre Lida, tu amiga, allá en Dulovo, y de su hermana Katya? Murieron de tuberculosis. ¿Recuerdas el aspecto de Katya? Pálida, con los labios amoratados y manchas rojas en las mejillas..., con fiebre. Esos soldados borrachos le tienen más miedo a la tuberculosis que a las balas.
Lo que siguió fue toda una mascarada. Me transformé en una joven consumida por la tuberculosis y encadenada a su cama. Una sábana, colgada a manera de cortina, supuestamente protegía a los demás habitantes de la casa de los gérmenes infecciosos. Tenía yo un pañuelo manchado de sangre, y en la sábana que me cubría, cerca de la cara, había muchísimos rastros de sangre..., sangre que Slava donó después de hacerse con todo cuidado un corte en la pierna con la navaja de afeitar de mi padre. Tampoco faltaron las grandes ojeras ni las desiguales manchas rojas en las mejillas, logradas con la ayuda del jugo de un betabel rallado, diluido en agua.
Cerca del mediodía, ya borrachos, aparecieron en nuestro patio los soldados del Ejército Rojo; se dividieron en varios grupos y entraron en tropel en los apartamentos. En el nuestro irrumpieron tres. El primero señaló hacia mi rincón, pero antes de que pudiera arrancar la sábana mamá dijo tristemente:
—¡Pobre muchacha! Se está muriendo de tuberculosis. Ya no falta mucho...
El soldado apartó la sábana y se quedó viendo la cama.
Yo, con los ojos entrecerrados, escondiendo tras los párpados todo mi temor y toda mi indignación, dirigí la mirada a un punto más allá del desconfiado intruso. Me acordé del aspecto de la hermana de Lida en su lecho de muerte y, moviendo apenas los labios, dije:
—Mamá... tengo sed.
De pronto, el soldado me escupió y salió con prisa del apartamento, seguido de sus camaradas.
Mamá se arrodilló junto a mi cama y oró, llorando de gratitud, mientras Slava repetía y repetía:
—¡Malditos! ¡Malditos!
Yo también rezaba, aunque con cierta vergüenza, porque mientras daba gracias por haber salido bien librada, seguramente violaban a otra mujer. Esa "otra mujer" resultó ser mi joven vecina, Nadia, cuyos gritos se oyeron en todo el edificio.
EN MARCHA
AL CABO de tres semanas de turbulencia, el Ejército Rojo se marchó y los alemanes volvieron a ocupar Feodosia. El 1 de mayo de 1942 pegaron otro cartel en nuestra cerca, en el cual se convocaba a todos los varones sanos, de entre 15 y 50 años de edad, a inscribirse para ir a trabajar a Alemania. Después de la guerra, si así lo deseaban, podrían regresar. Los alemanes esperaban completar una cuota de 1000 individuos para el primer envío. Se registraron 3000.
A los pocos días de la aparición de esos carteles, nuestra amiga Tania, enfermera, tomaba el té con nosotros cuando mamá comenzó a quejarse:
—Tania, querida, ¿podrías conseguirme algo para estos dolores de cabeza? Cada vez son más frecuentes. Y esas lucecitas... Siento que me estoy quedando ciega.
Con ademán resuelto, Tania puso el vaso en la mesa y dijo:
—No te asustes, Natalia, pero creo que, en efecto, estás perdiendo la vista. Presentas los síntomas del glaucoma. ¿Por qué no se inscriben los tres para ir a Alemania? Allá sí te atenderían los ojos. No lo pospongas. Un día puedes despertar completamente ciega.
—¿Y Marcos? —sollozó mi madre—. Puede regresar el día menos pensado.
Tania abrazó a mamá.
—¿Para encontrarse con que tiene que mantener a una esposa ciega? —dijo—. También mi marido está en el frente; sé cómo te sientes. Si Marcos regresa, yo estaré aquí. Nos enviarás tu dirección, y en poco tiempo estaremos todos en contacto.
Como avergonzada delante de esta mujer, menor que ella, cuya vida de familia también había sido destruida por la guerra, mamá se puso de pie con decisión y aseguró que al día siguiente los tres nos inscribiríamos para ir a Alemania.
Salimos el 25 de mayo en un tren que constaba de 33 vagones para transportar ganado. El suelo estaba cubierto de paja y, junto a la puerta, un cubo sirvió de retrete durante todo el viaje. Después de salir de Feodosia, cruzamos muy lentamente Polonia, Yugoslavia, Austria y Checoslovaquia. A los 15 días de viaje nos detuvimos en un bello sitio montañoso. Los guardias fueron de vagón en vagón, descorriendo los cerrojos de la puertas y gritando:
—¡Bajen del tren! ¡Ya llegaron!
Estábamos en el pueblo bávaro de Marktredwitz, cerca de la frontera checoslovaca. Tras estirar las piernas y sacar nuestros bultos de los vagones, por primera vez pisamos suelo alemán y descubrimos sin tardanza que, como Ostarbeiter (obreros del este), seríamos poco más que esclavos, sin ningún derecho. El cartel que tanto prometía en Feodosia resultó un engaño.
No obstante, nuestro primer patrón, en una fábrica de porcelana ubicada cerca de Marktredwitz, se encargó de los trámites para que operaran a mamá. A los tres nos enviaron a Riga, en Letonia, donde había nacido mi madre, porque los médicos alemanes no podían atender a una Ost. Poco tiempo después de la operación, nos pusieron de nuevo en un tren, y salimos de Riga con rumbo desconocido.
En el vagón, del otro lado del pasillo, estaba sentada una pareja madura, con una joven más o menos de la edad de Slava. Se llamaba Zenia. Sus padres, Raisa Mijailovna y Boris Fiodorovich, eran profesores en una escuela de enseñanza media de Leningrado. Los habían expulsado de Riga cuando expiraron los pases que les permitían visitar a sus parientes.
A los dos días de viaje, el tren se detuvo. Abrí la ventanilla y me esforcé por leer el nombre de la población. Estábamos en Polonia, en un lugar llamado Lódz. "Aquí hay fábricas de hilados y tejidos", nos informó Boris Fiodorovich. Echamos un vistazo y observamos que las fábricas, antes propiedad de familias judías, al parecer habían sido abandonadas por sus dueños.
TESOROS
A MI MADRE, debido a su glaucoma, se le permitió quedarse en el campamento trabajando en la cocina y limpiando los dormitorios. A Slava y a Boris Fiodorovich los enviaron a una fábrica donde se procesaban pieles de conejo para forrar uniformes, guantes, gorros y otras prendas. A Raisa Mijailovna, a Zenia y a mí nos enviaron a un edificio de ladrillo de dos pisos, una antigua planta textil convertida en depósito de ropa usada. Zenia y yo no cabíamos de asombro al ver aquellas enormes galerías repletas de miles y miles de prendas colgadas con pulcritud. Camisas, vestidos, blusas, chaquetas, las pieles más finas, los terciopelos más suaves. ¿De dónde habría venido esa ropa? ¿Quién la habría usado?, nos preguntábamos.
—¡Muchachas, basta de curiosear! ¡Ya cierren la boca!
Nuestra supervisora palmoteó varias veces para sacarnos de nuestro estupor.
—Soy Frau Emma, su supervisora principal. Ustedes son de Letonia..., bálticas —añadió.
Al parecer, por ser letonas, y no rusas, se nos asignarían tareas "preferentes". Repararíamos la ropa, según se fuera necesitando.
—Como ninguna sabe coser, las dejaré descoser algunas prendas, como esta falda. —Arrojó a Zenia una falda con varios agujeros—. Tira del hilo donde están las costuras y vuelve a doblar la tela con cuidado. Sacaremos una falda para niña o algo así.
A mí me arrojó una prenda de aspecto detestable para que la descosiera. A Raisa Mijailovna la pusieron a hacer dobladillos.
Semana tras semana, durante todo el día, me pasaba el tiempo con la cabeza inclinada, tirando del hilo de las costuras de la ropa usada. Seguía preguntándome de dónde vendrían todas esas prendas, hasta que un día una costurera polaca, quizá porque empezaba a confiar en nosotras después de tantas semanas de trabajar juntas, nos dijo al oído que los cargamentos nuevos venían de "Oswiecim", pueblo al que los alemanes llamaban Auschwitz. El nombre no significó nada para mí, pero la costurera polaca se llevó el dedo índice a los labios, como para ordenarnos que guardáramos silencio.
Me puse a trabajar en la costura lateral de un jubón bastante feo, rasgándola sin mucha prisa en dirección de la axila. Sentí que mis dedos tocaban algo que me pareció fuera de lo común. ¿Un mensaje? Iba a llamar a Frau Emma cuando entre mis dedos se abrió, en forma de abanico, un papel verdoso. Leí unas palabras escritas en caracteres latinos: THE UNITED STATES OF AMERICA (Estados Unidos de América), y de cada esquina parecía desprenderse el número 100. ¡Un billete de 100 dólares!
Seguí trabajando. Estaba tan emocionada que me sudaban las manos. De nuevo palpé algo grueso en la costura y apareció otro número 100. ¡Santo Dios! Para entonces, Raisa Mijailovna ya había notado la excitación de mi rostro, reveladora de que algo fuera de lo común ocurría de nuestro lado de la mesa. Zenia se inclinó y masculló sólo una palabra:"Klad" (tesoro). Raisa Mijailovna comprendió al instante de qué se trataba. Había rumores persistentes de que de cuando en cuando aparecían entre las costuras monedas de oro, relojes y alhajas. Quien había usado aquel jubón había tenido buenas razones para esconder su tesoro.
Al notar mi turbación, Raisa Mijailovna propuso en voz alta a las costureras:
—¡Muchachas! ¿Qué les parece si cantamos una canción para Frau Emma?
Mientras el coro entretenía a nuestra supervisora con una vehemente balada, seguí deshaciendo la costura. ¡Otro billete de 100 dólares! Luego, dos de diez y tres de cinco.
Mamá utilizó algunos dólares para sobornar al guardia y obtener información sobre mi padre. Aunque fuera para saber si estaba vivo... o aunque fuera para saber si estaba muerto. ¡Sólo para saber!
LA TIERRA SE HUNDE
EN ABRIL, mes en que cumplí 16 años, nos trasladaron a un campo ubicado en Crawinkel, donde trabajábamos 10 horas diarias, y a veces también los domingos. Los días se sucedían, horriblemente monótonos. El total aislamiento de las barracas nos pesaba aún más que la suciedad o la pestilencia de la sopa de col; más que los cobertores infestados de piojos o los cubos del retrete. Todos perdíamos peso, exhaustos por el esfuerzo físico al que sometíamos a nuestros organismos. Pero no era eso lo único que estaba afectando nuestra salud. Crawinkel era una fábrica de municiones. Armábamos objetos que parecían granadas. Un buen día se corrió la voz: "¡Estamos haciendo bombas para los malditos cohetes V-1!"
Con el paso del tiempo, la salud de Slava se deterioraba. Cada vez se sentía más débil y fatigado. Apenas le quedaban fuerzas por la noche para llegar a tirarse en su camastro. Un día, de camino al trabajo, me dijo:
—Hermana, me siento mareado, como si la tierra se hundiera bajo mis pies.
Inmediatamente lo tomé de un brazo, y Zenia lo asió del otro lado. Después, en la mesa de trabajo, cambié de sitio con mi hermano, y pinté los anillos que se usarían en las bombas de forma de granada, inhalando las pestilentes emanaciones. Momentos antes del silbatazo del mediodía, Slava se fue de lado y se cayó de su banco. El guardia corrió hacia nosotros, gritando:
—¡Vuelvan al trabajo!
—Mi hermano se encuentra mal —repuse—. Permítame sacarlo al aire fresco.
Quise arrastrar a Slava hacia la puerta, pero el guardia levantó su garrote de caucho y me golpeó. Luego comenzó a azotar a Slava en el cuello y en la cabeza.
—¡Déjelo! —grité.
Slava levantó ambas manos para protegerse la cabeza, pero no logró esquivar los golpes. Estaba a punto de desmayarse, y el vigilante, enloquecido, no cesaba de golpearlo.
Horrorizada de dejar a mi hermano en el suelo, con los ojos cerrados y bañado en sangre, corrí a la oficina del coronel, nuestro supervisor.
—¡Señor coronel! —grité, sollo, zando—. ¡El guardia está golpeando a mi hermano!
—Aquí están prohibidos los castigos corporales —dijo el coronel—. Lleven inmediatamente al muchacho a ver al médico.
Slava se quedó toda la tarde acostado en la sala de espera.
—Debería descansar —opinó el médico—, pero no estoy autorizado para dar a un Ost una licencia por más de dos semanas.
Unos días después vino un guardia por mi madre. En cuanto ella puso un pie en la oficina del coronel, este le entregó un certificado en el que destacaba la palabra "Ohrdruf".
—Señor coronel, ¿debe ser enviado mi hijo a Ohrdruf, al campo de concentración? Eso será la muerte para mi muchacho enfermo.
Mi madre estaba aterrada. El coronel, callado e inmóvil, parecía no querer involucrarse en el torbellino interno de esta mujer rusa medio ciega que estaba a punto de perder a su hijo.
Luego, dándole la espalda, le dijo en voz baja:
—La guerra está por terminar. Y pronto. Me ordenaron enviar a 30 personas a la ciudad de Triptis. Entre ellas irán ustedes tres.
Mamá escuchó sin hacer ningún comentario, y sin comprender qué tenía que ver eso con la suerte de Slava. Al fin dijo:
—¿Y si las fábricas de municiones de Triptis necesitan trabajadores? Mi hijo no va a poder...
Inclinándose sobre su escritorio, el coronel dijo en tono confidencial:
—En Triptis no hay industria militar. Les daré documentos provisionales, donde se asentará que son bálticos. Puede ir con ustedes una familia más, de la misma barraca. Y que Dios los acompañe.
UNA AURORA DE VERDAD
A PRINCIPIOS de febrero de 1945 iba a celebrarse en Yalta una importantísima conferencia entre los tres Aliados, en la que se decidiría nuestro destino. ¿Nuestro destino? ¿Determinado por tres desconocidos? ¿Quién garantizaría nuestra libertad si volvíamos con Stalin? Al concluir la conferencia de Yalta, los Aliados comenzaron a bombardear Alemania como nunca antes.
Iban a dar las 2 de la mañana del 14 de febrero cuando la alarma de las sirenas nos llamó a los refugios antiaéreos. Hacia el noreste, el horizonte se tiñó de color de rosa. ¿El alba? Por mi adormilado cerebro cruzó ese pensamiento. Pero el Sol no sale a las 2 de la mañana, ¿o sí?
Boris Fiodorovich, quien había venido con nosotros a Triptis, se quedó unos momentos en los escalones del refugio, y luego dijo en voz baja:
—Alguien oyó la noticia de que bombardearon Dresde. Es increíble ese resplandor. Son más de 150 kilómetros desde aquí. ¿Cómo es posible que nos llegue esa luz de Dresde?
Y Slava, casi hablando para sí mismo, comentó:
—Si se trata de Dresde, debe de ser un verdadero infierno allí ahora.
Y lo era. Se informó que el bombardeo cobró más de 100,000 vidas.
Poco después hubo noticias de que los estadounidenses no se hallaban lejos de Triptis. La primavera cubría las praderas con una nueva alfombra verde. Abril llegaba lleno de promesas. Dos semanas después, la voz grave de Boris, con la sonoridad de una gran campana parroquial, anunció:
—¡Ya están aquí los norteamericanos! ¡Asómense a verlos!
Me quedé mirando con los ojos bien abiertos la carretera llena de soldados, unos a pie, otros en tanques, en jeeps, en motocicletas. Para nosotros, esa mañana de domingo —15 de abril de 1945— marcó la fecha de la liberación. Todos corrimos a la carretera, gritando las únicas palabras en inglés que muchos de nosotros conocíamos:
—¡Norteamericanos! ¡Amigos nuestros! ¡Gracias a Dios! ¡Nuestros libertadores!
El rostro se les iluminó con sonrisas, y nos enviaron besos desde lejos.
—¡Hola, Russkis! ¡Eh, hola! La guerra, —nos respondían a coro, riendo.
Pensé en aquel día de noviembre de 1941, en Feodosia. Recordé las palabras proféticas de Slava, cuando insistió en que los nazis no eran verdaderos libertadores; en que prometían una falsa aurora. Esta vez Slava iba apoyado en el brazo de mi madre: un chico pálido y enfermizo de 18 años, para quien aquella aurora verdaderamente resultó falsa. Se volvió hacia mí y, como si adivinara mis pensamientos, dijo:
—La aurora de hoy, hermana, es real. Es la verdadera liberación.
Los norteamericanos llevaron hasta nuestro campamento cobertores, sábanas y toallas. Llegaron médicos y enfermeras. Se distribuyeron medicamentos y vitaminas. Todos los días se servía un estofado espeso, y no faltaban la leche, los huevos ni las grasas para los niños.
Nos sonreía el porvenir. Nadie en los campamentos planeaba volver a la Unión Soviética. No éramos holgazanes, sino gente deseosa de ganarse la vida con su esfuerzo, que sólo pedía la oportunidad de permanecer en un territorio libre para demostrar su valía. ¡Qué suerte verdaderamente maravillosa haber caído en manos de los norteamericanos! Bien lo sabíamos todos.
Un día, a principios de junio, un militar norteamericano de alto rango llegó a nuestro campamento y nos pidió que nos reuniéramos en la cafetería para darnos noticias importantes. Lo acompañaba un sargento que serviría de intérprete. Se llamaba Julius y tenía veintitantos años.
—¡Amigos! —anunció el oficial—. Mañana llegarán a este campamento funcionarios soviéticos. Les preguntarán a ustedes cómo se llaman, dónde nacieron y dónde vivían antes de venir a Alemania. Entrevistarán a cada uno de ustedes, y procederán a repatriarlos a su país de origen.
Con voz enardecida, dominados por el terror, gritamos:
—¡No regresaremos! ¡Tendrán que llevarnos encadenados, porque no iremos por nuestra voluntad!
El estadounidense se mostró muy ofendido.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Son delincuentes o algo así? ¿Temen un castigo por crímenes de guerra?
La voz indignada de Boris dominó el recinto:
—¡Nosotros no somos criminales, pero Stalin sí!
Una ovación ensordecedora le respondió.
Entonces llegó a mis oídos la voz que mejor conocía en el mundo:
—¡Señor oficial norteamericano: no nos haga volver, se lo suplico!
Mi madre, a los pies del oficial, le abrazaba las piernas:
—¡No nos obligue a regresar! ¡Nos está condenando a muerte!
—¡Por el amor de Dios, no sea tan melodramática! —Y dirigiéndose a Julius, dijo—: Póngala de pie.
El sargento se acercó a mi madre, y yo corrí hacia ellos. Mientras el intérprete la ayudaba a levantarse, su mirada se cruzó con la mía y vi en ella una expresión de dolor. Julius comprendía.
Nos envolvió a todos una profunda tristeza. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Para salir del campamento hacía falta un pase extendido por los norteamericanos, y nadie iba a estar dispuesto a proporcionárnoslo porque Estados Unidos estaba obligado a entregarnos a los soviéticos.
Cierta noche Julius vino a vernos. El joven en verdad estaba deseoso de entender.
—Nina, ¿por qué teme tanto tu gente volver a su tierra? ¿Tan mala era la situación?
¿Cómo explicar a un norteamericano lo mala que era? ¿Cómo hablarle del hambre, de la brutalidad, del siempre constante terror de las autoridades, del aislamiento forzoso del resto del mundo?
A la mañana siguiente volvió a reunirse conmigo.
—Hay varios sobrevivientes judíos en Triptis —dijo—. Van a regresar a su antiguo hogar, en Renania. Ahora mismo están reparando un camión viejo que los sacará de aquí. Habrá algunos asientos disponibles. Ustedes podrían ir con ellos a Maguncia o a Francfort.
Me entregó unos pases que había expedido sin autorización. Tomó mi rostro entre sus manos, me besó con ternura y regresó a toda prisa a su jeep.
Sollozando en silencio, repetí el adiós ruso: "Proshchai. Proshchai, Julius". ¡Adiós! Perdona y sé perdonado. Jamás podré olvidarte.
UNA COPA REBOSANTE
MILLONES de nuestros compatriotas iban a ser devueltos por la fuerza a la Unión Soviética. Nosotros, sentados en un camión, nos aferrábamos a la esperanza de escapar de ese triste destino. Estábamos a unos 300 kilómetros de Triptis.
El conductor del camión se detuvo en una estación ferroviaria y nos preguntó:
—¿Quieren bajar aquí? —señaló hacia un puente en mal estado que atravesaba el Rin—. ¡Allá! ¿Ven? Maguncia se encuentra del otro lado del río.
Inseguros y aterrorizados por los acuerdos de Yalta, se nos ocurrió que el río podría representar una barrera adicional en caso de que el Ejército Rojo decidiera invadir esta región de Alemania.
—Sin embargo —añadió el conductor—, debo hacerles una advertencia. Oí decir que Maguncia será entregada a los franceses, pero que de este lado del río todo quedará en manos de Estados Unidos.
—¿Los franceses? —preguntamos con ansiedad—. ¿Estuvieron en Yalta?
— No... no creo —repuso el chofer, desconcertado por la pregunta.
Para nosotros, fue una señal de la Providencia. Si los franceses no habían participado en la conferencia, entonces no se habían comprometido con Stalin a devolvernos por la fuerza a la Unión Soviética.
—¡A la estación de Maguncia! —decidimos.
Pero la verdad era que los franceses firmaron por separado un convenio con Stalin para entregarnos. Las autoridades iniciaron una cacería de ciudadanos soviéticos. El 8 de junio de 1946, un jeep con dos rusos, a quienes acompañaba un oficial francés, se detuvo frente al edificio donde nos alojábamos.
A mamá le temblaban las manos incontrolablemente, y su cara adquirió un tono ceniciento:
—No querrán llevarse a Slava —dijo—, y yo soy letona. ¿Pero tú?
Llamaron a la puerta. Corrí a meterme en un ropero con espejo; lo cerré bien y me quedé inmóvil, con las rodillas clavadas en el mentón. La voz del francés cortó como un latigazo el silencio de la habitación. En mal alemán le dijo a mi madre:
—Madame, usted, dos hijos, regresar a Unión Soviética. ¡Órdenes!
—¿Por qué? —preguntó mamá con serenidad y firmeza—. Yo no soy soviética. Lea aquí —mostró al funcionario su acta de nacimiento y señaló la palabra "Riga"—. Nací Riga, no en la Unión Soviética.
El francés dirigió la mirada a la luna del ropero, y mamá comprendió que todos estábamos en peligro mortal. Una vez más el oficial miró a mi madre, interrogándola en silencio. Y los ojos de ella buscaron penetrar en los de él, abrirse paso hasta su conciencia, implorarle, exigirle, avergonzarlo: Sea usted humano, no nos delate.
El oficial caminó hacia el ropero; yo me tapé las orejas con las palmas para no oír sus pasos. La puerta se cerró aún más. Apoyando los codos en el espejo, colocó la orden de repatriación sobre la puerta del ropero y escribió, con deliberada lentitud: "NO IRÁN A LA UNIÓN SOVIÉTICA. LETONES".
Y así fue como sobrevivimos. Conseguí empleo de cajera en un club de la Cruz Roja. Se acercaba el último día del año y metí en mi maleta algunas rosquillas, bizcochos y salchichas que los norteamericanos habían desechado. Un soldado estadounidense, de nombre Henry, se ofreció a llevarme a casa en su jeep.
Cuando entró en nuestra buhardilla, Henry comentó, con voz que denotaba conmiseración:
—¡Debe de ser durísimo vivir en tanta pobreza!
Pero, ¿vivíamos realmente en la pobreza? En la Unión Soviética, aquella diminuta habitación habría parecido un cuerno de la abundancia.
En esa época, Rusia —aun cuando había ganado la guerra— experimentaba una hambruna en todo su territorio. Stalin apretó las tuercas que se habían aflojado durante la contienda; desarraigó pueblos, centralizó aún más la agricultura, llenó a reventar los gulag. La palabra Rusia volvió a ser una especie de maldición. El poder de Stalin no reconocía límites.
Pero mi amigo Henry nos compadecía a mi familia y a mí, que gozábamos del ambiente tibio y acogedor de aquella habitación, con su mesa dispuesta con té caliente, terrones de azúcar y un cuenco de vidrio rebosante de rosquillas. Levantando mi taza de té, la hice chocar con la de mi madre y la de Slava, y propuse un brindis:
—¡Por nuestra supervivencia!
También Henry levantó su taza:
—Me uno al brindis. Después de todo, sobrevivieron a la guerra, y sobrevivieron a los nazis.
—¡Y también a Yalta! —añadí. —¿Yalta? —preguntó Henry, sin comprender.
¡Cuántos de mis compatriotas que no lograron evadir la repatriación habrían comprendido este brindis! Entre ellos, Zenia, Raisa y Boris. Los pocos afortunados que logramos sobrevivir a Yalta teníamos cuanto necesitábamos. En palabras del Salmo 23:5, "nuestra copa rebosaba".
HENRY no comprendió las consecuencias de largo alcance que tuvo Yalta, pero otro joven militar estadounidense sí pudo entenderlas. Entró en el club de la Cruz Roja, y también en mi vida. Al poco tiempo de casada, crucé el Atlántico para dar a luz a un nuevo norteamericano, hijo de ese joven.
Quizá mi relato sirva algún día de puente de entendimiento que una a dos grandes pueblos: el ruso, mis antepasados, y el estadounidense, mis descendientes. Si no hubiera podido librarme de la repatriación forzosa, mis descendientes habrían nacido, como yo, en la Unión Soviética. Habrían estado condenados a pasar por todo lo que yo pasé durante mi infancia.
Quiera la vida que sepan de mi odisea, de los caminos que tuve que recorrer antes que el destino me trajera al país señalado para que fuera su tierra natal.
LA MADRE de Nina Markovna vivió en Estados Unidos hasta su muerte, a la edad de 90 años. Slava está hospitalizado en Alemania, donde aún sufre las consecuencias de los malos tratos que recibió durante la guerra. La familia jamás volvió a recibir noticias del padre. "No hay día", dice Nina, "en que no piense en aquel hombre bueno que pasó por tan terribles sufrimientos a manos de los déspotas comunistas y nazis, al igual que millones de otros seres humanos. Nunca dejará mi alma de llorar por mi padre".
CONDENSADO DE "NINA'S JOURNEY'', © 1989 POR NINA MARKOVNA, PUBLICADO POR REGNERY GATEWAY, DE WASHINGTON, D. C. ILUSTRACIONES: JAMES NOEL SMITH.