EL ARTE DE CONTAR CUENTOS
Publicado en
noviembre 03, 2013
A los niños, muy pocas cosas les gustan tanto como las aventuras de la imaginación.
Por April Hersey.
ERA NAVIDAD, y yo estaba con mi hija y mis tres nietos en una cabaña de madera, en Geelong, Australia. De pronto se desencadenó una tempestad y se apagaron las luces. Como los niños tenían miedo, los reunimos en la estancia, iluminada por los relámpagos. Los más pequeños no dejaban de sollozar, así que nos juntamos alrededor del pálido resplandor de una vela, y empecé a contar un cuento.
"Había una vez una casa vieja, muy parecida a esta. Una noche, la víspera de Navidad, se oyó un gran ruido en el techo..."
Entonces le pregunté al mayor de los chiquillos:
—¿Sabes qué pasó?
El ya conocía el juego, e inmediatamente continuó:
—Los niños corrieron al ático y se llevaron una gran sorpresa: encontraron un hipopótamo pequeño, sentado entre un montón de libros.
La tempestad continuaba con toda su furia, y nosotros seguíamos en nuestro apretado círculo. Hacíamos por turnos aportaciones a la historia del hipopótamo, el cual había sido robado de un zoológico. Los niños más pequeños inventaban detalles de loca imaginación, y los adultos condujimos el relato a lo largo de la hora que duró el apagón, hasta que el hipopótamo llegó al Polo Norte para sacar el trineo de Santa Claus de la nieve, porque se había atascado.
A los niños, pocas cosas les gustan tanto como un cuento. Y a los adultos pocas cosas nos proporcionan mayor satisfacción que contarlos. No digo leerlos, sino contarlos. Muchos replicarían: "¿Contar un cuento? ¡Yo no sirvo para eso!" Y, ¿por qué no? Todos relatamos anécdotas a nuestros amigos: "Hay un tipo en la oficina que no para de chismorrear. Siempre anda propalando los escándalos de última hora. El otro día..."
De ahí al mundo de la imaginación no hay más que un paso: "Había en la escuela una niña llamada Georgina, que contaba cosas de sus compañeras. Una vez..."
Empezar: este es el primero y el único obstáculo. Curiosamente, la timidez es muchas veces lo que impide a los padres soltarse; también, el temor de no poder terminar. Lo más sencillo es comenzar con anécdotas de la propia infancia, o con cuentos que nos referían nuestros padres. Esto entraña una magia especial, pues nos remite a un mundo inocente, nos ayuda a olvidar los problemas cotidianos y nos permite ver la vida desde otra perspectiva.
En mi familia se ha transmitido la leyenda de unos dulces fabulosos, las palmetas irisadas. Existían, aseguraba mi abuela, en un pueblecito de cierto país antiguo, al igual que las tiras de regaliz, los bastones búlgaros, cuajados de almendra, y unos caramelos enormes de anís que tardaba uno todo el día en chupar. Las palmetas irisadas eran tan largas como el brazo de un niño, y planas, así que servían para que los chicos se dieran palmetazos unos a otros. Además, eran de muchos colores y sabores y venían envueltas en un papel fino y policromo, como el arco iris. Yo les conté a mis hijos la historia de las palmetas irisadas, y ahora ellos la cuentan a los suyos.
"¿Cómo era todo cuando ustedes eran chicos?" Esa pregunta puede acercar como pocas a padres e hijos. Hay que dejar que el pensamiento derive hacia aquellos juguetes que tanto quisimos; hacia nuestros juegos, aventuras y desencantos. Y hay que llevar a nuestros hijos a ese ámbito.
Una vez superada la tensión inicial, la imaginación vuela en verdad: lo mismo cruza bosques transportada por briosos corceles, que se remonta a la Luna. Con un relato muy imaginativo es fácil mantener atentos a los niños. Cuando el interés decae se puede introducir un elemento inesperado: "Entonces Marion vio un pie enorme. ¡El gigante venía bajando de la montaña!" Si sigue teniendo dificultades para darle acción al relato, recurra a la ayuda de los chicos. Pregúnteles, por ejemplo: "Y ¿qué creen que hicieron?"
La participación de los oyentes puede aprovecharse a fin de hacer una narración colectiva: alguien la comienza y procura que cobre impulso, y luego interviene otra persona. Es preciso establecer reglas para saber quién sigue; puede ser por edades, o por orden alfabético. En mi familia está prohibido matar a los personajes principales si no hay por ahí algún sortilegio o alguna poción mágica que los resucite.
A Karen Blixen, autora del famoso relato Out of Africa ("Lejos del frica"), le gustaba improvisar cuentos. En fiestas, comidas campestres y paseos por bosques, sus acompañantes se dejaban atrapar por las fascinantes y laberínticas narraciones que entretejía. Al permitir que su imaginación se extraviara y llegara a veces al absurdo, aquella mujer ponía a trabajar instintivamente su hemisferio cerebral creativo; es decir, el derecho.
Haga usted la prueba. Permita que su imaginación se explaye; de seguro lo sorprenderán los resultados. Quizá dé algunos traspiés o se meta en un callejón sin salida, pero nada de eso importará. Nadie lo estará poniendo a prueba, ni lo atrapará un corrector de estilo, ni lo demandarán por haber distorsionado los hechos. Si de pronto siente que se queda atascado, mire a su alrededor. Un árbol en flor, un perro o una palabra pueden sugerirle una nueva vereda. Y, si nada de eso le sirve, simplemente deténgase... y continúe al otro día.
Los relatos ejercen más influencia que los sermones y las amenazas. Por eso los pedagogos echan mano de mil anécdotas. Cierta vez visité a unos amigos cuya hijita recurría todos los días, a la hora del desayuno, al consabido "me siento mal", para no ir a la escuela. Sus padres temían que se tratara de algún problema serio, pero el pediatra les aseguraba que la salud de la niña era excelente.
Cuando llegó mi turno de llevarla a acostarse, hice la prueba con una variante de la fábula de Esopo sobre el muchacho que gritaba: "¡Ahí viene el lobo!" Le hablé a la niña de Ana, una chiquilla que, como no le gustaba ir a la escuela, todas las mañanas se hacía la enferma. Mi pequeña oyente me miró al principio con desconfianza, pero el relato acabó por cautivarla. Un día, Ana sufrió en su escuela un dolor de estómago sumamente fuerte. Por desgracia, la maestra no se lo creyó, después de tantas veces que aquella mentirosilla había simulado estar mala. No le creyó nadie, hasta que Ana se desmayó en plena clase. Terminé con estas palabras: "Nunca jamás volvió Ana a decir que estaba enferma sin que fuera cierto". La pequeñina se quedó dormida. A la mañana siguiente, en la mesa, me miró con aire pensativo y empezó a comerse su cereal. Por primera vez en varias semanas, se fue a la escuela sin quejarse.
También con los niños aburridos, los cuentos obran prodigios. En un largo viaje en autobús, una de mis nietas iba sentada junto a mí, cerca del conductor, y. estaba muy irritable. De buenas a primeras me arrojó a la cara las palabras "llave de agua" para ver si yo era capaz de contarle un cuento en torno a eso. Sin saber adónde me dirigía, principié: "Había una vez una vieja llave de agua. Era de bronce, y se encontraba en el baño de una casa abandonada. En otra época había sido una llave magnífica, reluciente. La doncellita de la casa tenía que limpiarla todos los días, hasta que veía su rostro reflejado en ella: Pero había pasado el tiempo, y la llave se veía opaca y manchada de verde..."
Sobre la marcha, el relato fue tomando forma. Vi aquel viejo y sombrío baño, con su bañera desportillada y sucia. Oí los marros de los albañiles que se acercaban para demoler la casa. Describí la enorme llave de tuercas asida por la mano velluda del hombre que desmontó la llave de agua, la cual terminó en un depósito de chatarra.
Después de dejar aquel objeto a la intemperie mucho tiempo, introduje en la narración a una joven pareja y a su hijito. Ellos encontraron la llave, se la llevaron a su casa y la pulieron hasta que vieron reflejados en ella sus rostros felices. Y cuando redecoraron su baño, la hermosa llave de bronce se convirtió en el adorno más importante. Tanto les gustaba a sus nuevos dueños, que escogieron todo lo demás para que hiciera juego con ella.
Cuando terminé el cuento, la chiquilla no estaba ya malhumorada ni aburrida; estaba muy a gusto, recargada contra mí. Para mi sorpresa, otros pasajeros me habían escuchado. El chofer se volvió y me dijo:
—¡Debería publicarlo!
Los niños son seres efímeros. En un abrir y cerrar de ojos crecen y se van. Hoy en la noche, cuando los suyos estén acostados, olvídese del noticiario de la televisión; siempre podrá verlo, y siempre recibirá de él un montón de tristes noticias. Olvídese de la ropa que haya que planchar: esos quehaceres nunca se acaban. Tome asiento, acérquese a la fresca y curiosa mente de sus pequeños y libérese de las cosas cotidianas que no está en su mano cambiar. Pasee por ese mundo de ensueño que alguna vez fue suyo.
ILUSTRACIONES: JANET JONES