Publicado en
octubre 27, 2013
Correspondiente a la edición de Agosto de 1993
Por Jorge Davila Vasquez.
EN EL PRINCIPIO ERA...
Nació, dicen los libros de historia de la literatura, en el castillo de Miromesnil, en Normadía, en 1850. Pero, en realidad, como la naturaleza es exigente, su madre alumbró -en expresión de gente bien educada- en una casita que la familia -honorables salchicheros- tenía cerca de la mansión ya mencionada, antes de que se la alquilara para tal ocasión.
Su hogar era el ejemplo del perfecto desastre burgués, disimulado por el arribismo y la buena apariencia. Papá Gustave de Maupassant era un tipo elegante, mundano, pero botarate, y muy pronto salió del panorama de la vida del pequeño Guy, para no volverse a ver más que una vez en la vida.
Mamá, Laure de Maupassant, era hermana del poeta Alfred Le Poittevin en el que algunos -en especial ella- habían puesto muchas esperanzas, pero quien finalmente ocupó un insignificante lugar en la lírica francesa. Amiga de infancia de Flaubert, el maestro de Guy en las lides literarias, puso en su hijo gran empeño: quería que fuese un escritor famoso más que otra cosa cualquiera en el mundo.
Con esa ligereza que parece tenían sus contemporáneos para jugar con las cosas serias, atribuyeron su filiación al bueno de Flaubert -que en carta a Laure afirmaba que la paternidad del espíritu es tan o más importante que la carnal-, su amigo, consejero y quien le ayudó a transformarse en el mayor cuentista de Francia. Años después habrían de adjudicarle, a su turno, al propio Guy, hijos, uno, dos, tres...
Tuvo un solo hermano, muerto pocos años antes que él y a quien amaba intensamente. Pero la última vez que lo vio fue en un sanatorio de París, al que lo condujo, por su propio bien, a traición. "Tú eres el único loco de la familia", le gritó el pobre hombre, mientras le ponían la camisa de fuerza. Sería ese un mal recuerdo difícil de llevar para quien ya empezaba a resbalar en su propio abismo.
LAS DAMAS, LAS OTRAS, TODAS
Su vida estuvo signada por la mujer. Es más, las mujeres lo fueron todo en su existencia. Por ello creó su obra, como diría otro grande de las letras francesas, a la sombra de las muchachas floridas.
Hubo innúmeras y de todas clases, pero .ninguna le duró lo suficiente como para que en el momento de dolor estuviese a su lado. El único que le acompañó hasta el fin fue un sirviente, que él consideraba fidelísimo, y que lo traicionó de la manera más vil reportando a los periódicos sobre el avance de su irreversible locura, apenas se desató ésta.
Algunas de sus mujeres no eran más que campesinas olvidadas al paso y recreadas al calor del recuerdo. Otras, muchas, mujeres de la calle, de esas que se compartían incansablemente con él. De varias, quizás porque eran capaces, en medio de su fugacidad, de ser eternas, hizo retratos que permanecen, como el de las putitas de la Casa Tellier, tan maravillosamente recreadas por Max Ophuls en su filme clásico, El placer, ¿Quién podría olvidar la escena de la primera comunión, en la que todas, desde la madame, encarnada por la inmortal Madeleine Renaud, hasta la más esplendorosa pupila, a la que daba vida Danielle Darrieux, lloran conmovidas en la iglesia del pueblo, mientras toda la concurrencia les sigue en su emoción? O la pintura de su inolvidable Bola de Sebo, que se sacrifica por quienes viajan con ella, entregando su cuerpo al enemigo prusiano, para que luego sus compañeros de viaje, con una desvergüenza burguesa repugnante, se avergüencen de ella.
Y estaban las mujeres de mundo, aquellas cuyos retratos más cabales nos dejó en su mejor novela, Bel Ami: la Forestier, la Marelle o las Walter, nacidas para vivir entre los grandes de este mundo, enredadas en la maraña de la política, el lujo y la intriga de salón, sacándole el jugo a la existencia. Ambiciosas, faltas de escrúpulos, sedientas de poder, capaces de jugar con todo y con todos, para salirse con la suya. El guiño final de Madame de Marelle a su amante, Du Roy-Bel Ami -aquel con quien, flaubertianamente, Maupassant decía identificarse- el día de su boda con Suzanne Walter, parece contener la clave del juego del poder y el placer: lo que importa es conquistar el mundo, y si para ello hay que cuidar la imagen y hacer una unión de conveniencia, que más da.
LO CONOCERÉIS POR SUS OBRAS
El cuento moderno ha tenido varios padres, pero parece que los dos definitivos son Poe y Maupassant. El conjunto de la obra de éste, sus relatos magníficos en los que destellan como joyas sus novelitas y alguna que otra novela -Bel-Ami y Fuerte como la muerte, sobre todo-, bastan para considerarlo un narrador genial, dotado de un sentido de penetración psicológica y de percepción de lo humano, excepcionales. El desfile de inolvidables personajes pintados con acierto único, seres que van en su realismo desde lo pueblerino hasta los desgarramientos de la decadencia aristocrática, nos lo muestran en toda su estatura.
Antes del despeñamiento definitivo de su razón, ciertos rasgos de oscuridad dejaban entrever la catástrofe, y se revelaron en cuentos insólitos, tocados por lo misterioso, como el magnífico ¿Quién sabe? y el siniestro El Horla, en los que, más allá de la ficción, se percibe un universo terrible y extraño, que iba copándolo.
El 6 de junio de 1893, hace ya un siglo, la vida del toro normando, que más que un escritor mundano parecía un batelero pintado por Renoir, se extinguió, pero casi dos años antes él había entrado en la tiniebla de la locura y la muerte para no retornar más.