Publicado en
octubre 27, 2013
Vanessa Easter y Katrina Whetstone. Foto: © Nancy Pierce
La niñita tenía una sola oportunidad de que se le practicara un trasplante de médula ósea para salvarle la vida. Pero en el último minuto se hizo un aterrador descubrimiento.
Por Katie McCabe.
En su reportaje especial "Ventana de esperanza", publicado en abril de 1993, Selecciones cuenta la historia de JoAnne Johnson, mujer de raza negra que murió de leucemia después de buscar en vano un donador de médula ósea que fuera compatible con ella. El legado de JoAnne pervivió en los millares de hombres y mujeres que en nombre suyo fueron reclutados para el registro de donadores de médula. Estos donadores representaron una nueva esperanza para otros afro-norteamericanos enfermos de cáncer, como Katrina Whetstone, de 14 años, cuya propia búsqueda de un donador se relató como epílogo a la historia de JoAnne.
Como en el Programa de Donadores de Médula ósea se exige un estricto anonimato, ni la familia de Katrina ni el Reader's Digest conocían la identidad de la benefactora de la chiquilla. Sólo hubo una nota, sin firmar, que la donadora envió junto con la médula ósea. La nota se publicó en "Ventana de Esperanza". He aquí la segunda mitad de esta extraordinaria historia.
ES NORMAL que tengas miedo —le dijo el doctor Ronnie Neuberg a Katrina Whetstone, que lo miraba silenciosa desde su cama en el Centro de Cancerología del Hospital Richland Memorial, en Columbia, Carolina del Sur—. Tienes una enfermedad causada por unas células malignas que te han aparecido en la sangre, Katrina. Se llama leucemia.
Katrina observó los rostros de sus padres, que estaban de pie junto a su cama. Era una tarde de julio de 1988. Carolyn y James Whetstone se veían aterrados. Hacía apenas una semana que habían llevado al médico a su pequeña de ojos brillantes, después de que ella se descubrió un quiste en el cuello. Resultó ser benigno, pero los análisis de sangre revelaron que la cantidad de glóbulos blancos era 30 veces mayor que la normal.
—Uno se puede morir de leucemia, ¿verdad? —le preguntó Katrina en voz baja al doctor Neuberg.
—A veces, pero con la que tienes tú pasará mucho tiempo antes de que te sientas mal. De todas maneras empezaremos de inmediato a darte medicinas que destruyan esas células malignas.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que mi hija se ponga realmente mal? —preguntó Carolyn.
—Unos tres años. Tal vez hasta más.
—¿Y qué ocurrirá entonces?
—Lo mejor para Katrina sería reemplazarle la médula ósea por tejido sano, pero tiene que ser de un donador cuyos antígenos sanguíneos sean compatibles con los de ella. Si en la familia no encontramos al donador que necesitamos, lo buscaremos en el registro. Vayamos paso por paso.
El primero fue muy corto. Ningún pariente cercano de Katrina tenía todos sus antígenos leucocíticos humanos: las proteínas del sistema inmunitario que reconocen y rechazan el tejido extraño.
El doctor Neuberg no se anduvo con rodeos cuando habló con los Whetstone sobre la búsqueda de un donador.
—Las personas suelen encontrar a los donadores compatibles con ellas dentro de su propio grupo étnico. Sólo un pequeño porcentaje de la reserva de donadores son negros. Me apena decirles que las probabilidades de hallar al nuestro son muy remotas.
Lo que ni siquiera el doctor Neuberg sabía cuando envió la solicitud de búsqueda al Centro de Investigación Contra el Cáncer Fred Hutchinson, de Seattle, era que uno de los antígenos de Katrina se encuentra casi exclusivamente en personas de raza negra. Dado que los negros representaban menos del cinco por Ciento de los donadores registrados,las probabilidades de Katrina eran mucho menos que remotas.
En la iglesia bautista de la Dulce Esperanza, en Chester, Carolina del Sur, a donde su familia había asistido desde hacía varias generaciones, Katrina estaba sentada junto al altar, rodeada de feligreses que oraban por que se presentara alguien que pudiera salvarle la vida. Como cada domingo desde hacía dos años, Katrina veía aquellos rostros familiares y trataba de imaginar al hombre o a la mujer que, en algún lugar del ancho mundo, tuviera sangre más parecida a la suya que la de su propia familia.
Otro verano llegó y se fue. El miedo comenzó a adueñarse de ella. Regresó al hospital, a la sección reservada para los niños cancerosos, y se enteró de la muerte de algunos de los chicos con los que había jugado hacía un año. Cada dos meses sus padres recibían la misma carta: "Lamentamos informarle que no hemos encontrado un donador idóneo..."
ATARDECÍA el 7 de enero de 1990. Unos 650 kilómetros al norte de Chester, decenas de personas habían acudido a la cripta de la iglesia bautista de la calle Alfred, en Alexandria, Virginia, para que se les tomaran muestras sanguíneas a fin de saber si podían ser donadores. Entre ellos estaban Vanessa Easter y su esposo Robert. La televisión y los periódicos locales habían hecho un llamado solicitando donadores de médula para JoAnne Johnson, estudiante universitaria negra que estaba muriendo de leucemia.
Una sensación de certidumbre se había apoderado de Vanessa desde el momento en que entró en la iglesia. Se acercó a una mesa y se enrolló la manga para que le tomaran la muestra. Un rato después, la mujer no podía sacudirse la certeza de que el asunto no iba a concluir ahí.
Pero por el momento, Vanessa y Robert Easter tenían otras cosas en qué pensar. "¡Este año tendremos un bebé!", se habían prometido. Ambos iban a cumplir 35 años, eran de familias muy unidas y querían tener hijos.
ESE OTOÑO, Vanessa descubrió con gran alegría que estaba embarazada. Empero, no bien habían empezado ella y Robert a celebrar y a hacer planes, Vanessa tuvo un aborto. Los esposos lloraron la pérdida durante varios meses. Pero al llegar la primavera empezaron a pensar en intentarlo de nuevo.
EL 26 DE MARZO, Vanessa Easter recibió en su oficina una llamada telefónica. La voz era femenina y fue directamente al grano:
—¿Recuerda que le tomamos una muestra sanguínea para saber si podía donar médula ósea, señora Easter? Se ha determinado que es usted parcialmente compatible con un paciente que necesita un trasplante.
Mientras la mujer le explicaba las dos siguientes etapas de las pruebas, Vanessa recordó la tristeza que le había dado la noticia de que JoAnne Johnson había muerto por falta de un donador idóneo. Sin vacilar, concertó una cita para los análisis que seguirían.
—Definitivamente, soy una mujer sana —dijo al especialista de los Institutos Nacionales de Salud (INS) que le extrajo la sangre que se necesitaba para el estudio de la reacción degenerativa, la segunda fase en el proceso de comparación de antígenos—. Y tengo la seguridad de no estar embarazada, aunque me encantaría. Mi esposo y yo queremos volver a intentarlo pronto.
—Siga adelante con sus planes, señora Easter —le aconsejó el especialista—. Las probabilidades de que sea usted compatible en esta etapa son de sólo una en 5000.
Tal vez sea así, pensó Vanessa, pero sé que soy la donadora.
No le extrañó recibir, al cabo de 12 días, una llamada telefónica de los INS para confirmarle que era compatible en la etapa de reacción degenerativa. Sería necesario someterla a una última serie de análisis.
—Hasta el momento, lo único que sabemos es que, teóricamente, usted es la donadora idónea —dijo el especialista a Vanessa mientras le extraía sangre para efectuar la prueba del cultivo de leucocitos combinados—. Conoceremos los resultados en tres meses.
—¿Tres meses? —exclamó Vanessa. Ella sabía que los INS no permiten las aspiraciones de médula espinal a embarazadas, pues el procedimiento requiere anestesia y por ello supone un peligro para el feto. La llegada del bebé que ella deseaba con tanto fervor seguía aplazándose.
—Sé que usted desea tener familia, señora Easter. Pero para estar seguros de que es realmente compatible con el paciente, tenemos que saber cómo reaccionan su sangre y la de él tras haber "vivido juntas" en un tubo de ensayo durante determinado tiempo. En esta etapa, ya podemos decirle la edad y el sexo del paciente. Es una niña y tiene 11 años.
¡Una niña!, exclamó Vanessa para sí. La hijita de alguien.
—¿Desearía usted pensar esto un poco más?
Vanessa negó con la cabeza.
—Aún no soy madre —dijo—, pero perdí un bebé hace ocho meses. Si puedo salvar a la hija de otra persona, estoy obligada a hacerlo.
Marcó en su calendario el día primero de julio. En esa fecha habrían transcurrido los tres meses.
—Yo te apoyaré en todo lo que decidas —le dijo su esposo.
Cuando Vanessa por fin recibió la llamada telefónica, el corazón le latía con tal fuerza que no podía pronunciar palabra.
—Es usted perfectamente compatible con la paciente —le anunció Robyn Ashton, el representante de donadores de los INS—. Pensamos efectuar el trasplante a principios de octubre. Tenemos que programar su reconocimiento médico...
—¡Señor, ten piedad de mí! Tengo que llamar a mi marido —alcanzó a decir Vanessa antes de romper a llorar.
TAMBIÉN LLORÓ Carolyn Whetstone. Ella y Katrina estaban en la sala de espera del consultorio del doctor Neuberg aguardando a que les surtieran una receta, cuando el médico las hizo pasar de nuevo.
—Ya han encontrado al donador perfecto —les anunció con una amplia sonrisa.
Carolyn dio un grito de gozo y empezó a llorar de alivio. Katrina sólo esbozaba una sonrisa pero luego, cuando su madre abrazó al "doctor Ron", comenzó a reír a carcajadas.
El médico se volvió entonces hacia Katrina.
—¿Sabes por qué nos reímos?
—Sí —dijo feliz la niña—. Es porque me voy a curar.
—Así es. Pero primero te vas a sentir muy mal; mucho peor que antes.
Con gran tacto, el doctor Neuberg le explicó el tratamiento de radiaciones a que debía someterla para poderle quitar la médula enferma; y le explicó también que, después del trasplante, tendría que seguir un régimen de drogas contra el rechazo, además de esteroides.
La niña guardó silencio unos instantes; luego lo miró a los ojos y dijo:
—Estoy lista.
NADA de lo que le dijo el doctor Neuberg preparó a Katrina para lo que le esperaba en el hospital de Seattle siete días antes del trasplante. Vomitando por la quimioterapia y con las mucosas llagadas por la radiación, yacía en una habitación esterilizada. Tenía la boca tan hinchada que no podía abrirla.
"No sé si voy a poder", le escribió a su madre en un cuaderno que tenía junto a la cama.
—Tú eres mucho más valiente que yo, hija mía —le respondió Carolyn.
Les informaron que el recuento de glóbulos blancos de Katrina iba en aumento otra vez y que la chica se estaba debilitando. Si el donador anónimo no hubiera solicitado que se adelantara la fecha del trasplante de octubre a agosto, Katrina habría estado mucho peor y el régimen de drogas anterior al trasplante hubiera sido mucho más duro. Carolyn miró a su doliente hija y se preguntó cómo podría estar "peor".
Cuando la sesión final de radioterapia eliminó el último vestigio de la médula de Katrina el 26 de agosto de 1991, un temor aún más profundo empezó a apoderarse de los Whetstone. ¿Qué clase de persona es el donador?, se preguntaban. ¿Y si se arrepiente ahora?, se angustiaba Carolyn. Sabía que no se puede vivir mucho tiempo sin médula ósea. La madrugada del martes 27 de agosto, Carolyn estaba sentada junto a su hija, completamente despierta y tratando de no pensar en lo impensable.
EN SU HABITACIÓN del Hospital de la Universidad de Georgetown, Vanessa Easter tranquilizó a su esposo. Faltaban sólo 45 minutos para que la sometieran al proceso de recolección de médula.
—Estaré en casa mañana temprano —confortó a Robert—. Y esa pobre niña podrá…
Vanessa se interrumpió bruscamente. El doctor Thomas Spitzer, director del programa de trasplantes de médula ósea del hospital, entró en la habitación.
—¿Ya le informaron de los resultados de su prueba de embarazo?
—¿Qué prueba de embarazo?
Contrariado, el doctor Spitzer le explicó que el doctor Emanuel Cirenza, el médico adjunto, había ordenado, como una medida más de precaución, que se efectuara una prueba de embarazo con la muestra de sangre que le habían tomado al ingresar en el hospital.
—El resultado fue positivo.
Se hizo un silencio total. Vanessa y Robert se miraban moviendo la cabeza, seguros de haber tomado todas las precauciones para evitar la concepción.
—Es imposible que yo esté embarazada —insistía Vanessa cuando entró el doctor Cirenza.
—Repetiremos la prueba por si hubo algún error —dijo Cirenza—, pero no sabremos los nuevos resultados hasta mañana. Por el momento, tenemos que dar por sentado que usted está embarazada.
Durante 15 minutos llenos de tensión, los médicos explicaron la situación a la pareja: la anestesia implicaba cierto peligro para el feto. En cambio, la aspiración de un litro y medio de médula suponía un riesgo mínimo. Sin embargo, ninguna mujer embarazada había sido jamás donadora de médula ósea.
—Vanessa, no está usted obligada a seguir adelante —le dijo el doctor Cirenza—. Yo no puedo garantizarle la seguridad de su bebé. Lo único de lo que no cabe duda es la suerte de la enferma si en menos de 24 horas no se efectúa el trasplante. Ella morirá.
—Entonces, no tengo alternativa —dijo Vanessa.
Luego miró a su esposo y a los médicos, y declaró:
—Estoy lista.
UN LITRO y medio de médula ósea extraída a Vanessa Easter llegó puntualmente a la habitación de Katrina Whetstone la tarde del 27 de agosto de 1991. La médula, que contenía células "de generación", vulnerables y decisivas para el desarrollo de tejido nuevo en el organismo de la niña, había sido enviada por avión desde Washington, D. C. Una enfermera conectó la sonda por la que, durante un lapso de diez horas, la médula donada entraría en el torrente sanguíneo de Katrina.
Los 18 días que transcurrieron antes de que los médicos detectaran las primeras señales de que la médula había prendido fueron interminables para los Whetstone. Y aún faltaban 82 días para que se cumplieran los 100 que debían pasar antes de que Katrina pudiera volver a su casa. Mientras tanto, los padres de la chica, tensos, estaban pendientes de los síntomas de rechazo.
El 7 de diciembre Katrina regresó a su casa, ya sin rastro de cáncer.
LOS WHETSTONE nada sabían de la difícil decisión que Vanessa Easter había tenido que tomar aquella mañana del 27 de agosto, ni de su alivio al resultar negativa la segunda prueba de embarazo, ni de su júbilo cuando por fin, en octubre, quedó encinta.
"No sabemos nada de la donadora, salvo que es de raza negra y tiene 36 años de edad", dijo Carolyn al Reader's Digest en enero de 1992, cuando se le entrevistó para el reportaje "Ventana de Esperanza". "Pero debe de ser una mujer muy especial, dada la nota que nos envió junto con su donación".
Me siento muy afortunada de poder hacer esto por ustedes, decía la nota. Desde el primer piquete para sacarme sangre, supe que no vacilaría en hacer cualquier esfuerzo con tal de salvar una vida. Por ello doy gracias a Dios y a, Jesucristo. Y, como dice la Biblia, en la Epístola a los Romanos: "Así que, en cuanto a mí, pronta estoy..."
VANESSA EASTER amamantaba a su hijo recién nacido, Ryan Edward, cuando leyó esas palabras en el Digest el 24 de julio de 1992.
—¡Yo escribí eso! —le dijo a su madre, que estaba de visita.
Madre e hija miraron con detenimiento la fotografía de Katrina Whetstone que acompañaba el artículo. La niña por la que Vanessa se había preocupado durante casi un año tenía nombre.
—¡Dios mío! ¡Mamá, tengo que conocerla!
Ese deseo se cumplió el fin de semana del 3 de abril, en lo que todos calificaron de "reunión familiar". Los adultos lloraron, los niños se emocionaron y hubo muchos regalos. Katrina y Vanessa hablaron del futuro que les aguardaba; de las estupendas notas escolares que obtenía Katrina; de sus sueños de estudiar leyes.
Al acercarse a su fin aquella celebración, los Easter, los Whetstone ysus amigos acudieron al sitio donde tantas veces se había hablado del caso de Katrina: la centenaria iglesia que llevaba el nombre de Dulce Esperanza. La iglesita blanca estallaba de alegría. Entonces, el esposo de Vanessa, ministro bautista, se puso de pie para pronunciar el sermón que se le había invitado a dar. Se hizo el silencio entre los concurrentes.
"Sin saberlo nosotros, nuestras vidas se iban entrelazando", les dijo el reverendo Robert Easter. "Katrina, mi esposa y nuestras respectivas familias estábamos destinados a unirnos de una manera que no hubiéramos podido prever".
Los rayos de sol se filtraban por los vitrales y proyectaban colores en la iglesia de la Dulce Esperanza. Nadie dudaba de que estaba escrito que aquel día llegaría.