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marzo 17, 2013
Un porteño trasplantado rinde un afectuoso homenaje a su ciudad natal.
Por Eduardo Fuss, según lo relató a Susan Hazen-Hammond.
LLEVABA 13 AÑOS viviendo lejos de mi ciudad natal, Buenos Aires. Tan atareado estaba labrándome una vida nueva en Estados Unidos como pintor y fotógrafo, que nunca había vuelto. Un buen día le envié un telegrama a mis padres: "Preparen ravioles. Vuelvo a casa". Y tomé el avión.
Amanecía esa mañana de julio de 1976 cuando la aeronave se aproximó a la llana ciudad portuaria desde el noreste. Bajo nuestros pies, el Gran Buenos Aires —la zona suburbana de la capital— se extendía como abanico a lo largo de la margen del río de la Plata, estuario que se encuentra a unos 270 kilómetros del océano Atlántico. El sol se reflejaba en sus aguas lodosas confiriéndoles el tono plateado que da nombre al río, e iluminaba desde el fondo los altos edificios del centro con un resplandor semejante a un halo. Más allá del río, hacia el oeste y el sur, se alzaban las blancas paredes y los tejados planos de los barrios obreros, como Villa Ballester, donde crecí.
Inesperadamente, la nostalgia —que ni siquiera sabía yo que tenía— me hizo un enorme nudo en la garganta. En torno mío se dejaban escuchar los acentos sibilantes del castellano de Argentina, mientras los porteños (nativos de Buenos Aires) se apiñaban contra las ventanillas del avión para saborear la alegría del regreso a casa.
En el aeropuerto de Ezeiza me aguardaban mi hermana Nelly, mi padre, mi amiga de la infancia Trudy y su esposo, Delfo, todos los cuales agitaban los brazos y gritaban mi nombre. En el camino a casa, Trudy y Delfo iban delante de nosotros en su automóvil. De buenas a primeras se orillaron y nos hicieron señas de que nos detuviéramos a su lado. Trudy sacó el brazo por la ventanilla del coche y me ofreció un mate —el té amargo que constituye nuestra bebida nacional— que había preparado con agua caliente que llevaba en un termo. "Para que te sientas en casa", me dijo mi amiga con una sonrisa.
Nos detuvimos frente a la casa de ladrillos y yeso blanco donde transcurrió mi niñez. Mi madre, una mujer menuda y sonriente, con el cabello teñido de color castaño, salió corriendo a recibirme. "No llores, no llores", me pidió con su acento polaco, pero cuando la abracé ella también lloraba. Nos sentamos todos en torno de la mesa del comedor, y los vecinos acudieron a saludarme. Mi madre entraba y salía de la cocina, donde preparaba los ravioles que yo le había pedido.
—¿Cómo lo encuentras todo, hijo? —preguntó mi padre, resplandeciente de felicidad.
—Nada ha cambiado —dije—. Todo sigue tal como lo recuerdo.
Estatua del general José de San Martín, "El Libertador", en la plaza que lleva su nombre. Foto del fondo: La Casa Rosada, vista desde la Plaza de Mayo.
Un torrente de remembranzas me inundó. Evoqué esos fines de semana tan especiales, cuando mi padre decidía que era buen momento para un asado o una parrillada; el sofocante calor de enero y el frío de julio, cuando en el patio trasero se formaba una capa de hielo en el enorme tonel de roble donde mi madre recolectaba agua de lluvia para lavarnos el cabello; y las voces de los vendedores de periódicos que gritaban: "Diar-i-o, di-ar-i-o". Y recordé a mi padre cantando tangos en el baño mientras se afeitaba. Así aprendí de niño lo que significaba ser hombre en Argentina: un hombre se afeita y canta tangos.
Esas melodías tan argentinas constituyeron el telón de fondo de mi juventud: Cuando caminaba por las calles, siempre había en alguna parte un radio que reproducía un tango lastimero dando a la vida un aire festivo. Sin proponérnoslo, aprendimos de memoria las canciones más populares: La Cumparsita; Adiós, muchachos; Cuesta abajo. Y, en particular, ese clásico que tanta nostalgia despierta: Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver...
Ese día de 1976 en que regresé a mi país comencé mi viaje de redescubrimiento por "mi Buenos Aires querido". Mi larga estancia en el extranjero me había enseñado a apreciar la belleza y los placeres de la vida porteña: la libertad de pasear sin riesgo por las calles, incluso a medianoche; el ritmo lento de la vida y las tardes perezosas y despreocupadas en los cafés (muy raras entre los habitantes de otras ciudades), mis viejos amigos y la sensación de tener una gran familia en el antiguo barrio.
Dicen que los argentinos somos italianos que hablamos castellano, quisiéramos ser franceses y nos creemos ingleses. Unos 12 millones de personas —más de un tercio de los casi 33 millones de habitantes del país— residen en la capital y el Gran Buenos Aires. Alrededor del 90 por ciento de ellos descienden de europeos. Los primeros contrabandistas-comerciantes llegaron de Holanda, Dinamarca, Inglaterra, Francia, Portugal, España y otras regiones de Europa, lo cual dio a Buenos Aires un sabor multicultural muy peculiar.
El peregrinaje de mi familia comenzó en 1929, cuando mi padre salió de su Polonia natal y vino a Argentina porque este país tenía fama de ser el segundo productor mundial de carne de res. "Con tanto ganado", decía, "al menos nunca faltará qué comer". Esa prosperidad ganadera de los años veintes atrajo asimismo a parte de mi familia materna, también polaca.
Cuando yo era chico, todos los niños del barrio teníamos padres o abuelos inmigrantes. Yo era Edzo, el polaquito. Mis compañeros de juego españolizaron mi nombre y me llamaban Eyu. Mientras remontábamos barriletes caseros, jugábamos á las bolitas (canicas) u observábamos las idas y venidas de los vendedores, charlábamos en castellano. En casa, en cambio, cada quien hablaba la lengua familiar. Ahora bien, todos aprendimos algunas palabras de los idiomas de los demás. Así, cuando mi madre me llamaba en voz alta en polaco: "Edzo. chodz tutaj" , mis amigos sabían que era hora de que yo volviera a casa.
Se calcula que cuatro de cada diez porteños son de origen italiano, y esa influencia se refleja en nuestro amor por la pasta, en la manera en que gesticulamos al hablar y, quizá, en nuestra irascibilidad. Pero esa influencia es más palpable en nuestra lengua. Le llamamos castellano, aunque los extranjeros dicen que hablamos el español con una entonación tan italiana que frecuentemente los confunde.
También París fue fuente de inspiración. A fines del siglo XIX, los porteños visitaban a menudo la capital francesa, y absorbieron todo, lo mismo las costumbres sociales que las tendencias arquitectónicas y el gusto por la ropa fina y las bellas artes. El Teatro Colón, que no tiene nada que envidiar a los mejores del mundo, se construyó en el primer decenio de este siglo de acuerdo con los estilos francés, griego y del renacimiento italiano, y contribuyó a que se le llamara a Buenos Aires "el París de América Latina".
No menos notable fue la influencia británica. En mi infancia todavía se acostumbraba hacer una pausa al caer la tarde para tomar la merienda, un tentempié a base de pastelillos a la manera de la hora del té inglesa. Se me vienen a la memoria los buzones cilíndricos rojos sobre el bordillo de la acera, tan similares a los londinenses, y la vestimenta tradicional del porteño, que reflejaba los gustos y los estilos de la era eduardiana. Sin ir más lejos, a los ingleses les debemos nuestro sistema ferroviario y nuestra afición al polo.
Vista de la calle Caminito, del famoso barrio de La Boca.
Por internacional que haya sido mi barrio, mucho antes de asistir a la escuela aprendí la historia del país adoptivo de mi familia. Una de las principales plazas del centro de Buenos Aires me recordaba constantemente al general José de San Martín, artífice de la independencia argentina. En 1817, este prócer, en su campaña para liberar a Chile, cruzó los Andes a la cabeza de su ejército y derrotó a las tropas españolas, lo cual le valió que lo compararan con Aníbal y Napoleón. En cierta ocasión, cuando tenía yo más o menos cuatro años, mi tío Pedro me llevó a la plaza. Mientras contemplaba la estatua ecuestre del general San Martín, "El Libertador", me sentí henchido de respeto y orgullo.
Un invierno, poco antes de cumplir diez años, anuncié a mis padres en castellano: "Ya no voy a hablar más en polaco; sólo en castellano. Y no me llamo Edzo, sino Eduardo". Desde entonces, aunque mis padres seguían conversando en polaco entre sí, el idioma de casa fue el castellano, y yo me consideré cabalmente argentino. Sin embargo, en mi juventud empecé a experimentar una creciente inquietud: Un día llegó carta de una tía mía radicada en Port Chester, Nueva York, en que me invitaba a irme a vivir con ella; yo me despedí de mi familia y, a los 24 años, partí para emprender una vida nueva.
Después de mi visita de 1976 transcurrieron 11 años antes de que volviera otra vez. En esa época radicaba yo en Santa Fe, Nuevo México, donde el ritmo de vida de la comunidad hispana me recordaba a mi patria. En 1987 nos ofrecieron a mi compañera, Susan, y a mí, un trabajo de dos semanas en Buenos Aires, y al año siguiente, por otro encargo, pasamos casi dos meses en Argentina. Para mí fue una oportunidad de redescubrir mi ciudad y otras partes del país, y de mostrarle a Susan los lugares que hacen de Buenos Aires un sitio tan especial.
Como en décadas anteriores, los peatones deambulaban por la calle Florida, donde abundan elegantes tiendas y cafés. A nuestro alrededor oíamos hablar francés, italiano, inglés, alemán y japonés. No se trataba de nuevas oleadas de inmigrantes, sino de turistas extranjeros, que ahora suman casi 3 millones por año. En el laberinto de comercios que parten de la calle admiramos los productos regionales de las provincias del interior: cuencos de ónix de San Luis; chales tejidos a mano de Catamarca; cerámica indígena de Jujuy...
En la calle Lavalle, varios restaurantes como La Estancia despiden aromas deliciosos. Allí se asan cabritos enteros y cuartos traseros de res en parrillas de metal colocadas sobre un fogón circular. El calor de las brasas del quebracho llega hasta la calle. Un día, en mi restaurante favorito, El Palacio de la Papa Frita, Susan y yo ordenamos el menú con el que yo había soñado desde mi visita de 1976: bife de chorizo a caballo (un bistec con un huevo frito encima), papas soufflées (papas fritas infladas), y flan con crema.
Le mostré a Susan la Plaza de Mayo, de casi 18,000 metros cuadrados, lugar donde fue trazada en 1580 la plaza original de la ciudad por el español Juan de Garay. En su extremo este se levanta la Casa Rosada, el palacio presidencial que se construyó a principios del decenio de 1880. Caminamos por la avenida Nueve de Julio, llamada así para conmemorar el día de nuestra independencia. Los 130 metros que hay de acera a acera en esta calle hacen de ella una de las más anchas del mundo. Y en la Plaza de la República nos detuvimos frente a la imagen más fotografiada de la urbe: el Obelisco, monumento blanco de cuatro caras y 67 metros de altura, que constituye el símbolo visual de Buenos Aires en todo el mundo.
Pero lo que más me interesaba enseñarle a Susan era el barrio de San Telmo, con sus balcones de hierro forjado, sus plazuelas ocultas, sus paredes revocadas de blanco, sus ventanas de postigos y sus patios salpicados de flores, ahora remozados. También pude mostrarle la extraordinaria cortesía de que son capaces los porteños. Acababa yo de encuadrar en el visor de mi cámara un elegante edificio de apartamentos de estilo parisiense, en el mismo San Telmo, cuando un automóvil se estacionó en el espacio que había frente a mí. Pero entonces el conductor me vio y se dio cuenta de que iba a echar a perder mi fotografía. Con una sonrisa y un saludo volvió a arrancar su automóvil, renunciando al único espacio libre para estacionarse que había a la vista.
Asado típico
También visitamos La Boca, en cuyas tabernas y burdeles del muelle se dice que nació el tango. La calle más famosa del barrio, un corto paso peatonal llamado "Caminito" en honor de un conocido tango, constituye una gran mancha de color en una ciudad en su mayor parte blanca y de tonos pastel. Aquí se puede ver una casa roja de tres pisos con un balcón de color naranja brillante, situada junto a un edificio verde de persianas rojas. Un poco más allá se ve una vivienda amarilla cuyas ventanas tienen el marco de color azul intenso.
Concluido nuestro trabajo, Susan y yo regresamos a Santa Fe. Pero en mi memoria sigo escuchando la melodiosa voz de los vendedores de periódicos: "Di-ar-i-o, di-ar-i-o". Si cierro los ojos, vuelvo a degustar los ravioles de mi madre y el asado de mi padre. Sobre todo, veo a una mujer menuda de amplio delantal, parada junto a la puerta de una casita blanca, y la oigo llamar en polaco: "Edzo, chodí zutaj" (Edzo, ven a casa).
FOTOS: EDUARDO FUSS