INOLVIDABLE FUNDADOR DE PAKISTÁN
Publicado en
marzo 24, 2013
SHAISTA IKRAMULLAH, de 76 años, fue miembro de la Asamblea Constituyente de Pakistán de 1947 a 1954, y embajadora de su país ante el gobierno de Marruecos de 1964 a 1967.
Ilustración: Alan Phillips
Era el "Gran Líder" , reverenciado por millones de indios musulmanes; el padre de Pakistán; un hombre honesto a rajatabla e infaliblemente sabio.
Por Shaista Ikramullah (según lo relató a Ashok Mahadevan).
MI GOBIERNO me había invitado a representar a la India en una conferencia internacional de paz en San Francisco, California, pero el líder de nuestro partido político me indicaba que no debía ir. Alegaba que nuestro partido, la Liga Musulmana Panindia, se había comprometido a no colaborar con los gobernantes británicos de la India; como miembro disciplinado de la Liga, yo no podía formar parte de una delegación gubernamental.
A mí me atraía la idea de asistir, así que pregunté:
—¿No podría ir y abstenerme de hablar de política?
—¿Y de qué hablarías? —objetó, cortante, Mohammed Alí Jinnah—. ¿Del clima? —la expresión de su rostro se suavizó—. Sé que el viaje te ilusiona mucho, pero está en juego un principio. Te prometo que algún día acudirás a una conferencia internacional, representando a tu país con honor.
Esa entrevista tuvo lugar en 1945, pero incluso hoy me conmueve por lo maravillosa que fue. Ahí estaba Mohammed Alí Jinnah, el fundador de Pakistán y el Quaid-i-Azam (Gran Líder) al que veneraban decenas de millones de musulmanes, tomándose la molestia de enseñar a una de sus más jóvenes partidarias la valiosa lección de que un compromiso exige siempre disciplina y sacrificio.
E1 Quaid no exteriorizaba esta amabilidad con todos. Era un hombre tímido y, como la mayoría de las personas serias, rara vez sonreía. Debido a su imponente intelecto y sus maneras reservadas, mucha gente se sentía intimidada en su presencia. Gran parte de los viejos militantes de la Liga Musulmana no se atrevían a ir a verlo sin concertar antes una cita. Pero a sus seguidores jóvenes el Quaid los trataba con extraordinaria amabilidad y paciencia. A menudo, ansiosa por comprender su punto de vista acerca de un asunto complejo y controvertido, yo me presentaba ante él de improviso, y nunca me reprendió por ello.
En cierta ocasión, cuando supo que Mohammed Noman, secretario de la Federación Panindia de Estudiantes Musulmanes, podía imitarlo bien, el Quaid mandó llamarlo. "Muéstrame tu acto", le ordenó. Avergonzado, Noman representó su número. Al terminar este, el Quaid le dijo sonriendo: "Muy bien". Luego le dio su sombrero de astracán y su monóculo. "Llévatelos", le aconsejó. "Con ellos, tu acto parecerá más auténtico".
Yo sentía una gran seguridad cuando estaba con el Quaid, porque él se hallaba firmemente convencido de la validez de sus creencias. En un hombre menos íntegro e inteligente, esa seguridad en sí mismo habría parecido engreimiento. Pero en él resultaba confortante. Una tenía la plena certeza de que, mientras él nos guiara, la cultura y los derechos políticos de los musulmanes indios se hallarían a salvo. Por ello, no tenía nada de extraño que su carisma atrajera a la política a tantos jóvenes musulmanes. De no haberlo conocido, dudo que yo, esposa de un burócrata de carrera y acostumbrada a una vida de privilegios, me hubiera unido a la lucha por la libertad.
NACIDO el 25 de diciembre de 1876, Mohammed Alí Jinnahbhai (nombre que después acortaría para dejarlo en Jinnah) fue el hijo mayor de un acomodado mercader de Karachi. Para desesperación de su padre, Mohammed faltaba mucho a clases cuando era chico, porque prefería estudiar en casa a su propio ritmo.
Luego de un tiempo, su padre lo colocó de aprendiz en una firma comercial londinense. Su madre accedió con la condición de que Mohammed se desposara antes de partir. Así pues, en 1892, aquel muchacho de 16 años tuvo un matrimonio arreglado, "probablemente la única decisión importante de su vida que permitió que otros tomaran por é1", ha escrito su hermana, Fátima Jinnah.
No mucho después de llegar a Londres, Mohammed cambió el comercio por el derecho. Quería una profesión que intelectualmente fuera un reto y a través de la cual pudiera acceder a la vida pública. Furioso, su padre le ordenó regresar de inmediato a casa. Pero no sirvió de nada, pues le había dado dinero suficiente para mantenerse durante tres años.
Mientras vivió en Londres, Mohammed asistió a los debates de la Cámara de los Comunes, y los políticos liberales influyeron profundamente en él. También se enamoró del teatro, al grado que hasta el fin de sus días sintió devoción por Shakespeare. En realidad, el Quaid perteneció a esa generación de indios que, tras estudiar en Inglaterra, adoptaba de corazón la forma británica de hacer las cosas. Con sus trajes de corte elegante y el monóculo en el ojo derecho, hasta parecía un aristócrata inglés. Era, asimismo, un occidental en muchas de sus actitudes: era esclavo de la puntualidad y escrupuloso en materia de negocios.
En julio de 1896, después de residir tres años y medio en Inglaterra, Mohammed volvió a Karachi. Su retorno fue triste. En su ausencia, su madre y su esposa habían fallecido, y el negocio de la familia se hallaba al borde de la bancarrota. Aunque dos firmas de abogados de Karachi quisieron contratarlo, el joven prefirió buscar fortuna en Bombay.
Una vez establecido en su profesión, el señor Jinnah comenzó a tomar parte activa en la política. Por extraño que parezca, se afilió en 1906 al Partido del Congreso Nacional, de mayoría hindú, y se convirtió en entusiasta defensor de la unidad entre hindúes y musulmanes. Si ambas comunidades se dieran la mano, argumentaba, se podría ejercer una mayor presión para que los británicos se retiraran de la India. Pero poco a poco, después de sufrir muchos rechazos por parte del Congreso, llegó a la conclusión de que los musulmanes nunca estarían representados con justicia en una India dominada por los hindúes. En consecuencia, empezó a preconizar la formación de un nuevo estado, Pakistán, compuesto por las provincias de mayoría musulmana de la India.
En tanto que se acentuaba la división entre ambas comunidades, el Quaid chocó repetidas veces con Mohandas Karamchand Gandhi. A simple vista, tenían mucho en común: su lengua materna era el gujarati y ambos habían estudiado leyes en Londres. Sin embargo, por temperamento, el Quaid era todo lógica y razón, mientras que Gandhi obedecía mucho a su intuición o "voz interior", como él decía. En cierta ocasión, cuando el Quaid acusó al Mahatma de no cumplir con su palabra, Gandhi le replicó que su "luz interior" le había ordenado cambiar de parecer. "¡Al diablo con su luz interior!", exclamó airado Jinnah. "¿Por qué no puede reconocer que cometió un error?"
Los dos hombres seguían también tácticas políticas diferentes. El Quaid sostenía que el cambio había que lograrlo paso a paso y con orden. Acertó al predecir que el arma de Gandhi, la desobediencia civil de las masas, iba a agudizar la violencia y a aumentar la amargura. Durante el periodo de sesiones del Congreso, en 1920, cuando el partido adoptó por mayoría absoluta la línea de Gandhi, el Quaid se opuso enérgicamente. "Tu camino es erróneo", le dijo a Gandhi. "El camino constitucional es el correcto".
Con frecuencia, el Quaid reprobaba abiertamente el uso arbitrario del poder por parte del gobierno, señalando que con las detenciones preventivas, la censura política y la disolución de las reuniones pacíficas se estaban violando los derechos por los que los mismos británicos habían luchado en la Primera Guerra Mundial. Criticaba a las autoridades aun cuando los objetos de la represión fueran sus oponentes políticos.
Si bien representaba los derechos y las libertades del pueblo musulmán, nunca fingió ser un creyente ortodoxo. En una ocasión en que una multitud lo vitoreó como tal, él replicó: "No soy su líder religioso, sino su líder político". De hecho, había trasgredido los convencionalismos de nuestra religión al enviar a su hermana a un internado católico —los musulmanes respetables de la época educaban a sus niñas en casa— y más tarde al alentarla a estudiar odontología. Fue también gracias principalmente a su apoyo por lo que tantas mujeres musulmanas, como yo, llegaron a participar activamente en política.
Ciertamente, los fundamentalistas religiosos no simpatizaban mucho con el Quaid; en cambio, las masas musulmanas lo adoraban. Decenas de miles de personas pobres y analfabetas se apiñaban en sus mítines y lo saludaban con los ensordecedores gritos de "Allah-o-Akbar" (Dios es grande) y "Quaid-i-Azam Zindabad" (Larga vida al gran líder). Como no dominaba el idioma urdu, solía dirigirse al público en inglés. Sin embargo, a pesar de no comprender ni una palabra, la inmensa muchedumbre escuchaba su voz clara y mesurada con arrebatada atención.
Aunque la ascendencia que el Quaid tenía sobre las masas le daba gran poder, nunca abusó de su posición. En una sesión que celebró la Liga en Allahabad en 1942, se propuso que él fuera el único representante de la Liga Musulmana facultado para negociar con el gobierno británico y con plenos poderes para tomar decisiones acerca del futuro de la nación musulmana. De inmediato, el maulana Hasrat Mohani, líder disidente de la Liga Musulmana, protestó: "El Quaid no es un dictador", gritó. "No debemos darle semejante autoridad".
Se armó un tremendo barullo, y el Quaid apareció de pronto al micrófono, llamando al orden. "El Maulana tiene todo el derecho de expresar sus opiniones", intervino. "Y ustedes podrán hacer lo mismo a la hora de votar". La propuesta fue aprobada por mayoría absoluta, aunque en realidad el Quaid nunca actuó sin el asentimiento del Consejo de la Liga Musulmana.
Para el Quaid, una diferencia franca de opinión era una cosa, y otra, totalmente distinta, una grosería deliberada. Poco después de su segundo matrimonio, celebrado en 1918, él y su esposa, Ruttie, fueron invitados a cenar por el gobernador de Bombay, lord Willingdon. Ruttie Jinnah llevaba un vestido de escote bajo, y ya en la mesa, lady Willingdon pidió mordazmente un chal para la señora Jinnah, "por si tenía frío". El Quaid se levantó de un salto. "Cuando la señora Jinnah tenga frío, lo dirá y pedirá ella misma un chal", replicó, y abandonó el edificio acompañado de su esposa. No volvió a pisar la residencia del gobernador hasta que los Willingdon se marcharon de allí.
Tras la muerte de Ruttie, ocurrida en 1929, Fátima Jinnah se hizo cargo de la casa de su hermano y permaneció siempre a su lado en las cruciales batallas políticas de los dos decenios siguientes. En 1936, el Quaid fue invitado a presidir la Liga Musulmana. Su objetivo consistía en unir a los musulmanes para que, cuando por fin los británicos cedieran el poder, no fueran a apabullarlos políticamente los hindúes, mucho más numerosos que ellos. Se trataba de una empresa formidable, pues sus correligionarios eran pobres y se hallaban desorganizados. El Quaid resumió el problema cuando se le preguntó por qué se desvelaba mucho más que Mahatma Gandhi. "El señor Gandhi", contestó, "puede dormir porque su pueblo está despierto; yo tengo que seguir despierto porque mi pueblo está dormido". A raíz de ganar la Liga Musulmana menos de la cuarta parte de los escaños para los musulmanes en las elecciones provinciales de 1937, el Quaid inició una campaña de reclutamiento político masivo. En tres años, el número de miembros de la Liga se elevó de unos pocos miles a casi 1 millón.
En octubre de 1940 traté por primera vez al Quaid. Mi padre, entonces consejero del gobierno británico, esperaba lograr algún entendimiento entre este último y la Liga Musulmana, y sugirió que lo acompañara yo a su reunión con el Quaid. Accedí con cierta renuencia, pues había oído decir que Jinnah era arrogante, y yo temía un desaire.
¡Qué equivocada estaba! El Quaid y su hermana, Fátima, eran tan cordiales y amables, que sin darme cuenta empecé a acosarlo a preguntas. Él las fue contestando una por una, pacientemente, mientras yo lo escuchaba fascinada. Esa experiencia me impresionó a tal grado, que cuando Fátima me preguntó días después si deseaba ayudarla a fundar la Federación de Mujeres Estudiantes Musulmanas, acepté en el acto.
En las elecciones de 1945-1946, la Liga ganó casi el 85 por ciento de los escaños de las provincias musulmanas, prueba arrolladora de que la generalidad de los musulmanes de la India apoyaba la creación de Pakistán. Fue una victoria trascendental, pero apenas sospechaba yo las enormes dificultades personales contra las que el Quaid había estado luchando. Desde principios de los cuarentas, su salud se había ido quebrantando; en junio de 1946, los rayos X dejaron ver que padecía una tuberculosis avanzada. El diagnóstico se guardó en absoluto secreto porque, si los líderes del Congreso se hubieran enterado de que el Quaid se estaba muriendo, seguramente habrían adoptado tácticas moratorias durante las negociaciones finales con los británicos. Sin él, los dirigentes de la Liga hubieran sucumbido tal vez a la presión de los ingleses, y Pakistán no habría nacido.
Por desgracia, no pude estar en Karachi en ese gran día, el 14 de agosto de 1947. Llegué a Pakistán a mediados de septiembre y unos días después me reuní con el Quaid, quien ya desempeñaba el cargo de gobernador general. Se hallaba bajo una terrible presión. La secesión había desatado una gran masacre, y Pakistán, cuya economía estaba totalmente trastornada, había sido invadido, además, por millones de refugiados musulmanes procedentes de la India. El Quaid me preguntó cómo me sentía.
—Echo de menos el paisaje urbano de Delhi —repliqué.
Se quedó callado un instante y luego comentó:
—Te entiendo, pero ¿hubieras renunciado al espíritu por conservar las piedras y los monumentos?
En agosto de 1948 me nombraron delegada a una conferencia de las Naciones Unidas en París. El Quaid cumplía así la promesa que me había hecho en 1945. Nunca tuve la oportunidad de preguntarle qué le había parecido mi desempeño en las Naciones Unidas. El 12 de septiembre, encontrándome yo en Londres, recibí la noticia de que el Quaid había fallecido en Karachi el día anterior. Sus últimas palabras fueron las dos por las que había vivido siempre: "Alá... Pakistán".
El Quaid solía decir que había forjado una nación a partir de un bochinche. Hoy, viendo todas nuestras riñas internas, pienso a veces que hemos vuelto a convertirnos en un bochinche. Desde luego, no esperamos que surja otro líder como el Quaid; pero al menos somos una nación libre, y con el ejemplo de ese hombre podemos construir un Pakistán digno de él.