Publicado en
diciembre 09, 2012
Traducción: Vicente Campos
Editorial: MINOTAURO
Año de publicación: 2003
ISBN: 9788445074671
I
Cuando Danny Dalehouse fue a Sofía no sabía que la ciudad iba a ser la primera etapa de un viaje mucho más largo, ni tampoco que allí conocería a algunos de sus futuros compañeros. Jamás había oído hablar del inmenso punto de destino, que tenía el poco atractivo nombre de N—OA Besbes Geminorurn 8426, ni tampoco de las personas con las que se iba a encontrar. Se llamaban Nan Dimitrova, y capitán Marge Menninger. El motivo de la visita era la Décima Asamblea General de la Conferencia Mundial sobre Exobiología. Ninguno de ellos se lo estaba pasando mal. Era primavera y por un instante el mundo entero parecía florecer hacia una vida dulce y amable.
En la sesión de apertura, celebrada en el Gran Salón de la Ciencia y la Cultura, había tres mil personas, entre ellas tantos políticos que los quinientos o seiscientos científicos que participarían activamente en la asamblea tuvieron problemas para encontrar sitio. Incluso los traductores tenían que compartir las cabinas. El apuesto y canoso Carl Sagan, que conservaba el aspecto de un vivaz octogenario y no aparentaba la increíble edad que en realidad tenía, pronunciaba las palabras de apertura. Se dirigía en silla de ruedas hacia la tribuna cuando Dan Dalehouse se acomodó con dificultades en un asiento al fondo del salón. Era la primera vez que Dalehouse estaba en Bulgaria. Le habían atraído los parques soleados y se había prometido hacer una visita al museo de iconos centenarios que se encontraba bajo la catedral de San Esteban, a sólo unas manzanas. Pero no quería perderse a Sagan, y la primera sesión plenaria era una conferencia informativa sobre informes tactran. Desconocía por completo parte de ese material. Pensaba que probablemente fuera obra de Sagan. Aunque sólo ocupara el cargo de presidente adjunto honorario, Sagan había pasado el programa íntegro por su filtro de tonterías. Sin duda, merecería la pena oír cuanto hubiera superado esa criba. El científico habló breve y animadamente y se alejó en su silla en medio de la ovación de los asistentes puestos en pie.
Como el orador principal de la apertura había sido norteamericano, el presidente de la sesión informativa de transmisor taquión tenía que proceder de uno de los otros dos bloques. Era una cuestión de etiqueta internacional. Se trataba de un inglés del grupo de Cambridge de Fred Hoyle. Algunos dignatarios del Bloque de Combustible se quedaron a escucharlo por solidaridad, pero la mayoría de los demás políticos abandonó el salón todo lo discretamente que pudo y Dalehouse pudo sentarse algunas filas más adelante, en el pasillo central.
Se dispuso a aguantar los comentarios de presentación del presidente, adormecido por el aroma de flores que entraba por las ventanas abiertas: en Bulgaria el aire acondicionado se utilizaba todavía menos que en Estados Unidos. Dado que había escuchado a los representantes de Alimentos y Combustible, el protocolo exigía que el siguiente espacio fuera para el bloque de Población. Fue un paquistaní el que leyó la primera ponencia, titulada «Informes sobre signos de vida en cuerpos que orbitan Alfa Draconis, Procyon, 17Kappa y el objeto semiestelar de Kung».
Dalehouse estaba medio adormecido, pero cuando oyó el título por los auriculares, se irguió.
—Nunca había oído hablar de esas estrellas —le comentó a su vecina de asiento—, ¿quién es ese tipo?
Ella señaló el programa y el nombre: Doctor Ahmed Dulla, Universidad Zulfikar Ali Bhutto, Hvderabad. Al inclinarse, Dalehouse descubrió que el aroma a flores no procedía de las ventanas sino de su vecina y la miró con más atención. Rubia, un poco robusta pero con una cara bonita, seria y amable. Resultaba difícil adivinar su edad, pero debía de rondar la que tenía él, treinta y tantos. Desde que se divorció, Dalehouse era más consciente de la sexualidad de sus colegas femeninas y de las mujeres que conocía de manera casual, pero también se había vuelto más cauto. Sonrió con gratitud y se volvió a recostar en la butaca para atender a la ponencia.
La primera parte no era muy interesante. Los informes sobre la sonda enviada a Alfa Draconis ya se habían publicado.
No le interesaba demasiado escuchar de nuevo las mediciones fotométricas que establecían la presencia de vida «vegetal» fotosintética en una atmósfera reducida. Había numerosos planetas como ése por ahí que ya se habían explorado y de los que habían informado las sondas taquión con sus cargas de instrumentos, sondas que no abultaban más que un pomelo pero que, milagrosamente, eran capaces de recorrer distancias interestelares en una semana. El paquistaní parecía empeñado en repetir cada palabra de cada uno de los informes, sin olvidarse de comentar el número de otros planetas con atmósfera reducida ya descubiertos y el, según parecía, escaso nivel de la vida evolucionada que habitaba en ellos. La sonda Procyon había perdido su guía y sus informes eran, en el mejor de los casos, ambiguos. Afortunadamente, Dulla no se extendió en los detalles del instrumental. Los datos acerca de 17Kappa Irsdi sonaban mejor —presentaban una atmósfera de oxígeno, al menos, aunque la marcada variación de temperaturas era un mal indicador y los signos de vida, poco precisos—, pero el premio gordo llegó al final de la ponencia.
El objeto semiestelar Kung no era mucho mayor que un planeta. En comparación con las estrellas, resultaba diminuto, apenas lo bastante voluminoso para fundir núcleos e irradiar calor, pero tenía un planeta propio que parecía divertido. Era caluroso, húmedo y de aire denso, pero con la presión parcial de oxígeno casi correcta para resultar apropiado para la vida, incluida la de un grupo de exploración humano, si alguien estaba dispuesto a aportar los recursos económicos para intentarlo. Y los indicadores eran de primera clase: dióxido de carbono, vestigios —sólo vestigios— de metano, buena fotometría... Los únicos parámetros que le faltaban para ser casi igual que Miami Beach eran longitudes de onda de radio.
El paquistaní procedió a explicar cómo la antena parabólica fija de radio de Nagchhu Dzong, en las colinas de Thanglha, había descubierto la estrella Kung, y que el descubrimiento había sido una consecuencia directa de la sabiduría y el ejemplo del difunto presidente Mao. Eso de por sí no era muy interesante, salvo para los demás miembros del Bloque de Población, que mostraban su acuerdo asintiendo con seriedad, pero el planeta parecía bastante raro. La intérprete tenía problemas para seguir el ritmo del paquistaní v, en todo caso, lo que explicaba tampoco pertenecía a la esfera de interés de Dalehouse, aunque llegó a entender que el estudio biótico sólo había abarcado una parte de un hemisferio. ¡Qué curioso! Y no era él el único fascinado. Miró a la fila de los intérpretes, cada uno encerrado en su cabina de cristal individual como cortaúñas y peines de bolsillo detrás de las ventanillas de una máquina expendedora. Cada cabina tenía sus correspondientes cortinas escarlata colgadas, recogidas con una banda dorada, todo muy eslavo y fuera de lugar. Detrás de ellas los intérpretes, con sus cascos de comunicación compactos, parecían astronautas. Uno de ellos era una joven de cara dulce y franca que se inclinaba hacia delante para mirar fijamente al orador, con una expresión que tanto podría ser de incredulidad como de arrebato. No movía los labios; parecía demasiado extasiada para trabajar.
Dalehouse le pidió un bolígrafo a su vecina y escribió una nota en el margen de su programa: lnvstgr Estr Kung, posbl. El paquistaní no había mencionado el nombre del planeta. Todavía no lo tenía, aunque algunos de los Poblas se habían referido a él casi con reverencia corno Hijo de Kung. Con el tiempo, recibiría otras denominaciones incluso peores.
¿Qué puede decirse de alguien como Danny Dalehouse? Escuela primaria, instituto, facultad, posgrado. Consiguió su lustroso título de Doctor a los veintiséis, pero los empleos escaseaban. Pudo impartir un curso de primero de biología durante un año, el siguiente lo pasó becado en Tiblisi y después dedicó otro año largo a estudios de posdoctorado, de manera que tenía más de treinta cuando lo contrataron en el nuevo departamento de exobiología de la Universidad Estatal Michigan. Su matrimonio, que había sobrevivido a un año de dieta únicamente a base de queso y vino blanco en la Georgia soviética, se deshizo en East Lansing. Si se lo contemplaba con una mirada comprensiva podría considerárselo de estatura mediana —un metro setenta con los zapatos puestos— y delgado. Tampoco era especialmente atractivo, pero sí inteligente. Lo bastante inteligente para convertirse, en los tres años que llevaba en la Universidad de Michigan, en uno de los principales expertos del Bloque de Alimentos en la lectura de la telemetría de una sonda de transmisor taquión y en la traducción acertada de los datos. Ello le permitía precisar cuánta vida representaban los indicadores e incluso de qué tipos de vida se trataba. Aunque también fue lo bastante inteligente para comprender que a un analista de telemetría cuya capacidad gozaba de reconocimiento a escala nacional lo considerarían demasiado valioso en el puesto que ocupaba para que se arriesgaran a perderlo en una expedición tripulada a uno de aquellos mundos fascinantes y remotos. Así que dejó de afinar sus habilidades en la interpretación de datos y desarrolló otras pericias como la escalada, el vuelo sin motor y las carreras de larga distancia. Nunca se sabía qué tipo de cualidades atléticas se necesitarían si se tenía la fortuna de ser una de las pocas decenas de elegidos que cada año eran lanzados a otra estrella.
El que estuviera divorciado suponía probablemente un valor añadido. A un hombre que careciera de mucha vida familiar se lo consideraría más capaz de concentrarse en la misión que a otro que se pasara el día pensando en su esposa e hijo a cincuenta años luz de distancia. Dalehouse no había querido que Polly se marchara. Pero, cuando ella hizo las maletas y se fue, él se dio cuenta en seguida de que el divorcio no era tan terrible.
Esa noche, en el bar Aperitif, volvió a encontrarse con la mujer rubia. Dalehouse había acudido al bar a escuchar la conferencia de prensa de los personajes que llenan los titulares, pero la multitud en aquel extremo de la barra era muy densa, y casi todos los que la formaban parecían ser periodistas de verdad a quienes no se creía con derecho a apartar a empujones. Entre sus cabezas y las cámaras alcanzaba a ver de vez en cuando a Sagan y a Iosif Shklovskii sentados juntos en sus sillas al fondo del estrecho salón, mientras les hacían fotos y se intercambiaban comentarios sonrientes y una máscara de oxígeno. Se dirigieron hacia los ascensores y la mayor parte de la multitud los siguió. Dalehouse optó por tornarse una copa y echó una mirada por el bar.
La rubia estaba con dos hombres pequeños, morenos y sonrientes tomando whisky; no, se fijó mejor: ella bebía whisky; ellos, zumo de naranja.
Los hombres se levantaron y le desearon buenas noches y Dalehouse, que seguía buscando un sitio para sentarse, aprovechó la oportunidad.
—¿Le importa que me siente? Soy Danny Dalehouse, de la Universidad de Michigan.
—Marge Menninger —respondió ella, y no, no le molestó lo más mínimo que se sentara.
Tampoco le importó que la invitara a otro scotch, ni devolverle la invitación seguidamente, ni dar un paseo bajo la gruesa luna primaveral búlgara, ni acompañarlo a su habitación para descorchar una botella de vino búlgaro; así que, en conjunto, el día que Danny Dalehouse oyó hablar por primera vez de la estrella de Kung fue una jornada muy completa y placentera para él.
El día siguiente no fue tan bueno. Y eso que empezó bastante bien, a primera hora de la mañana. Se despertaron uno en brazos del otro e hicieron una vez más el amor sin cambiar de postura. Era demasiado temprano para encontrar algo que comer, así que compartieron lo que quedaba de la botella de vino mientras se duchaban y vestían. Luego decidieron salir a dar un paseo.
Por la noche había llovido un poco. Las calles estaban húmedas pero el aire era caluroso y, bajo el delicado resplandor rosado de la salida del sol, los edificios amarillos de María Teresa habían adquirido un tono melocotón cálido y agradable.
—Lo próximo que quiero hacer —comentó un jovial Dalehouse mientras deslizaba el brazo alrededor de la cintura de Marge— es echarle un vistazo a la estrella de Kung.
Ella lo miró con un interés distinto.
—¿Dispones de medios para hacerlo?
—Bueno... —respondió con menos ímpetu—, no. No, supongo que no. La universidad lanzó cuatro tactranes el año pasado, pero nunca hemos conseguimos subvención para enviar una sonda tripulada.
Ella golpeó suavemente con la cabeza el hombro de Dalehouse.
—Eres más listo de lo que pareces.
—¿Qué?
—No causas muy buena impresión de buenas a primeras, Danny, muchacho, pero sabes qué estás haciendo en cada momento, ¿verdad que sí? Como anoche. Aquellos dos árabes no sabían cómo conquistarme y entonces entraste tú tranquilamente.
—No tengo muy claro de qué me estás hablando.
—Ah, ¿no?
—No, de verdad que no. —Pero ella no parecía dispuesta a aclarárselo, así que él volvió a lo que en realidad le interesaba—. Ese planeta parece magnífico, Margie. ¡Tal vez incluso haya industria! ¿Entendiste esa parte? Vestigios de monóxido de carbono y ozono.
—No había señales de radio —objetó ella pensativa.
—No. Pero eso no prueba nada. Tampoco habrían captado señales de radio de la Tierra hace doscientos años, pero aquí había una civilización.
Ella frunció los labios pero no respondió. A Dalehouse le dio la impresión de que le inquietaba algo, tal vez alguna de esas cosas de mujeres cuya comprensión siempre se le había escapado. Buscó a su alrededor algo que distrajera a Margie y comentó:
—Eh, mira esos tipos.
Paseaban por delante del Mausoleo Dimitrov. Pese a la hora y a que no había ningún otro ser humano a la vista, los dos guardias de honor permanecían completamente inmóviles con sus uniformes de comedia musical antigua, en los que no se agitaba ni la punta de las largas plumas onduladas.
Margie miró hacia allí, pero, fuera lo que fuese lo que ocupara sus pensamientos, desde luego no parecía que se tratara de turismo.
—Sería un viaje de, al menos, dos años —dijo ella—. ¿De verdad te gustaría ir?
—Esto... me parece que me he perdido, Margie —dijo él interpretando mal el comentario.
—Oh, basta de rollos. Si tuvieras los recursos necesarios, ¿irías? —replicó ella con impaciencia.
—Ponme a prueba.
—Ese paqui estaba visiblemente encantado consigo mismo. Es probable que ya lo tenga todo preparado con el Heredero de Mao para que los Poblas envíen una sonda tripulada.
—Bueno, por mí no hay ningún problema. No quiero ir por razones políticas. Me da igual qué país encuentre por primera vez alienígenas civilizados; lo único que deseo es estar presente.
—Pues a mí no me da igual. —Ella se soltó de él para encender un cigarrillo.
Dalehouse se paró y observó cómo Margie ahuecaba las manos alrededor del mechero para proteger la llama de la suave brisa matutina. Habían bebido mucho y no habían dormido demasiado. Como consecuencia, él sentía cierta debilidad, pero a Marge Menninger no parecía haberle afectado en lo más mínimo. Esa era la primera vez que se había acostado con una mujer sin el intercambio previo de varios capítulos de autobiografía. Sólo la conocía a través de sus sentidos, no tenía ni idea de qué pensaba.
La otra preocupación de Dalehouse en esos momentos era que tenía que leer una ponencia en la sesión de las 10.00 horas —«Estudios preliminares sobre un primer contacto con sensibles subtecnológicos»— y quería un poco de tiempo para añadir algunos comentarios sobre el planeta de la estrella de Kung.
Lanzó una mirada furtiva a su reloj: las 7.30; tenía tiempo de sobra. La ciudad seguía tranquila. En alguna parte oyó, sin llegar a verlo, el primer tranvía de la mañana. A lo lejos, en la misma calle, atisbó dos guardias urbanos que caminaban cogidos de la mano, con la porra oscilando en la mano exterior de cada uno de ellos. Era como si en Sofía no estuviera sucediendo nada más. Le recordó a su propio pueblo en East Lansing, a la misma prometedora hora del día y en la misma época del año, cuando la universidad funcionaba a medio gas durante las clases de verano, y también a las mañanas apacibles en que caminaba o iba en bicicleta a su despacho para disfrutar de esa tranquilidad. Y, por supuesto, desde su divorcio, para salir de su casa vacía.
Claro que, se recordó, Sofía no se parecía en nada a East Lansing: llana y urbana, poco tenía que ver con su pueblo, montañoso y escalonado en niveles de mil metros cuadrados de superficie.
Marge Menninger no se parecía en nada a la ausente Polly, que era morena, diminuta, lista y se aburría en seguida. ¿Cómo era exactamente Marge Menninger? Dalehouse no acababa de decidirse del todo. Marge parecía ser personas distintas. El día anterior, en el Gran Salón de la Ciencia y la Cultura había sido una colega académica más; anoche, lo que a todo joven norteamericano le gustaría encontrarse en la cama. Pero ¿quién era esta mañana? Ya no paseaban asidos de la cintura. Marge iba a un metro de distancia, un poco adelantada, moviéndose ligera, fumando con intensidad y mirando fijamente hacia delante.
Pareció haber tomado una decisión y lo miró:
—Universidad Estatal de Michigan, Instituto de Biología Extrasolar. Daniel Dalehouse, licenciado en letras, máster en ciencias, doctor. Me parece que no te dije que vi unas pruebas de tu ponencia antes de salir de Washington.
—Ah, ¿sí? —Estaba asombrado.
—Una ponencia interesante que hace que me incline a pensar que hablas en serio cuando dices que quieres ir. Danny, chico, tal vez podría ayudarte.
—Ayudarme, ¿cómo?
—Con dinero, querido. Eso es todo lo que tengo que ofrecer. Y me parece que puedo darte algo. Por si no te habías fijado en mi tarjeta de identificación cuando me estabas quitando la ropa, así me gano la vida. Trabajo en la COIDEE.
—Alabada sea la Comisión de la que manan todas las bendiciones —dijo Danny con fervor; eran las subvenciones anuales de la Comisión para la Investigación y Desarrollo de la Exploración Espacial las que mantenían al Instituto de Dalehouse—. ¿Cómo es posible que no te haya visto nunca cuando voy a Washington con mi platillo para recoger limosnas?
—Sólo llevo en la Comisión desde febrero. Soy vicesecretaria para Nuevos Proyectos. El cargo no existía hasta principios de año y me lo agencié. Antes me dedicaba a enseñar la misma especialidad en mi alma máter... entre otros temas; no teníamos lo que podría considerarse un departamento extrasolar. Es una universidad pequeña y pasa una mala racha incluso desde antes de que me licenciara. Y, bien, ¿qué me dices?
—¿Qué te digo de qué?
—¿Estabas hablando por hablar? ¿O de verdad quieres una subvención para un viaje tripulado a la estrella de Kung?
—¡Claro que sí! Dios, claro que quiero.
Ella le tomó la mano con una de las suyas y se la palmeó con la otra.
—Pues puedes considerarlo arreglado. Vaya, ¿qué es eso?
—Pero...
—He dicho que está arreglado. —Ya no lo miraba, algo le había llamado la atención. Habían llegado a un parque muy extenso y, a su derecha, un paseo conducía a un monumento. Flanqueando la entrada al paseo había dos grupos heroicos esculpidos en bronce.
Dalehouse la siguió hacia las estatuas, tan aturdido como resacoso: todavía no lo había asimilado.
— Supongo que tengo que enviar una propuesta —dijo vacilante.
— Más te vale. Mándame un borrador antes de transmitir la propuesta por los canales pertinentes. —Estaba examinando las estatuas de bronce—. ¡Fíjate en esto!
Dalehouse las inspeccionó sin interés.
— Es un monumento a los caídos —comentó—, soldados y campesinos.
— Sin duda, pero no es muy antigua. Ese soldado lleva una metralleta... y uno va en una motocicleta. Y, mira, algunos de los soldados son mujeres.
Se inclinó y examinó los rótulos en caracteres cirílicos.
—Mierda. No sé lo que dice. Pero supongo que se trata de los trabajadores y campesinos dando la bienvenida a los libertadores, ¿no? Debe de ser de la última de las grandes, de la segunda guerra mundial. Veamos, estamos en Bulgaria, de manera que debe de ser el Ejército Rojo echando a los alemanes y esos de ahí son los búlgaros que les dan flores, sentidos apretones de manos de solidaridad fraternal y vasos de agua clara de manantial. ¡Vaya! Dios, Danny, mis dos abuelos lucharon en esa guerra, y también una de mis abuelas. Dos en un bando, uno en el otro.
Dalehouse la miró entre divertido y enternecido, aunque sin acabar de entenderla del todo: resultaba extraño encontrar a alguien que se interesara tanto por el trabajoso combate de infantería en esos tiempos, cuando todo el mundo estaba convencido de que la guerra era un precio demasiado alto para cualquier nación que quisiera sobrevivir.
— ¿Y tu otra abuela? ¿Era prófuga o algo así?
Ella levantó la mirada hacia él durante un instante.
— Murió en los bombardeos —dijo—. Eh, esto es divertido. Desde luego, las estatuas destilaban todo el aire militar que pudiera desear un aficionado a los temas bélicos. Cada una de las figuras expresaba coraje, alegría y resolución con la rotundidad del estilo del realismo socialista. Las habían esculpido para que encajaran en bloques oblongos de cuatro lados, con todas las figuras entrelazadas para que cupieran; recordaba bastante a una lata de sardinas congeladas, retorcidas unas alrededor de otras. Según comprobó Dalehouse, el interés de Margie por la escultura estaba a su vez atrayendo el de otros: unos gendarmes habían llegado al final de su ronda y, de vuelta, pasaban cerca de ellos, observándolos con miradas benignas.
—¿Qué tienen de tan divertido los soldados? —preguntó Dalehouse.
— Son mi profesión, querido Dan. ¿No lo sabías? Marjorie Mande Menninger, capitán, Estados Unidos, última promoción de West Point o, como digo a veces, última promoción de la prácticamente ultimada West Point. Deberías verme de uniforme.
Encendió otro cigarrillo y cuando se lo pasó para que le diera una calada, él se dio cuenta de que no había estado fumando tabaco. Ella retuvo el humo y luego lo exhaló en una larga columna.
—Ah, aquéllos sí eran buenos tiempos —dijo como en un sueño contemplando las estatuas—. Mira a ese soldado que sostiene al bebé. ¿Sabes lo que le está diciendo al otro? «Adelante, Iván, yo sostendré al niño mientras tú violas a su madre. Luego me tocará a mí.»
Dalehouse se rio. Margie, animada, prosiguió:
—Y ese jovencito está diciendo: « ¿Chocolate? ¿Cigarrillos rusos? Eh, soldado del glorioso Ejército Rojo, ¿te gusta mi hermana?». Y la soldado que le está quitando las flores a la mujer dice: «Vaya, camarada, ¿así que robando productos agrícolas de los parques del pueblo? No te quepa la menor duda de que te espera un largo período en los campos de trabajo». Cuando los soviéticos llegaron aquí, los alemanes ya estaban acabados, pero...
— Margie —dijo Dalehouse.
—... aun así debió de ser bastante emocionante...
—¡Eh, Margie! Vámonos —dijo él con nerviosismo. Se había dado cuenta de que los gendarmes habían dejado de sonreír y recordó, un poco tarde, que todos los policías municipales habían recibido clases de idiomas para la conferencia.
II
No era necesario detallar lo que podría decirse sobre Ana Dimitrova porque se hacía evidente en el primer encuentro: era una joven alegre y dulce, con capacidad para amar. A veces padecía la espantosa tensión producida por los dolores de cabeza que suele sufrir la gente cuyo cuerpo calloso ha sido cortado, y en esas ocasiones se desorientaba, se volvía irritable, el dolor casi la hacía vomitar. Pero procuraba pasar esos momentos en privado siempre que le era posible.
Se levantó temprano y entró con sigilo en la cocina para preparar té con sus propias manos. ¡Nada de basura en polvo para Ahmed! Cuando se lo llevó, él abrió aquellas largas pestañas que la dejaban sin aliento y le sonrió arrugando los ojos castaño oscuro.
— Eres demasiado bueno conmigo, Nan —dijo en urdú. Ella dejó la taza al lado de Ahrned y se inclinó para acariciarle la mejilla con la suya. Ahmed no era partidario de los besos, salvo en circunstancias que, aunque a ella le encantaban, no entraban en sus planes para ese momento.
— Vistámonos rápido —propuso Ana—, quiero enseñarte mi bonito monstruo.
—¿Monstruo?
—Ya lo verás. —Se soltó de su abrazo y se retiró a la ducha, donde dejó que el agua caliente cayera sobre sus sienes durante largo rato. El casco compacto a menudo le causaba dolores de cabeza, y no quería padecerlo ese día.
Más tarde, mientras se secaba el largo cabello castaño, Ahmed entró sigilosamente v le pasó los dedos por la estrecha cicatriz del cuero cabelludo.
—Querida Nan —dijo—, tantos problemas para aprender urdú. A mí no me costó nada.
Ella se apoyó en Ahmed un instante, luego se envolvió en la toalla y lo regañó amablemente:
—Ahora no hay tiempo para esto si queremos ver al monstruo con la luz del amanecer. Además, no me escindieron el cerebro para aprender lenguas, sólo para poder traducirlas mejor.
—Nosotros jamás haríamos algo así en Pakistán —dijo él, pero Ana sabía que el comentario sólo pretendía ser cariñoso.
Al otro lado de la puerta del baño, mientras lo escuchaba chillar y gruñir bajo el agua fría, Nan pensó en serio sobre Ahmed. Ella era una persona práctica. Estaba dispuesta a sacrificar un bien material por un principio o un sentimiento, pero prefería saber claramente qué estaba en juego, porque en el juego de su amor con Ahmed, los riesgos eran muy elevados. Bulgaria, como la Unión Soviética, se encontraba entre las naciones exportadoras de alimentos más tolerantes con los habitantes de los países del Bloque de Población, pero las directrices de la política internacional seguían siendo muy claras. Sólo podrían verse muy de cuando en cuando y con dificultades, a menos que el uno o el otro renunciaran a su ciudadanía. Ella sabía que en ningún caso sería Ahmed.
¿Hasta qué extremo quería llevar su relación con este encantador paquistaní? ¿Podría compartir su vida en las ciudades atestadas y lentas del Bloque de Población? Las había visto. Eran bastante acogedoras. Pero..., una dieta básicamente de cereales, una carencia casi total de electrodomésticos personales, la tendencia a la introversión de las personas del Bloque de Población..., ¿era eso lo que quería? Agradables de visitar, amables y pintorescas durante un día, un mes, pero... ¿para el resto de su vida?
Se vistió rápidamente sin decidirse; con una parte de su mente concentrada en lo que estaba haciendo y la otra revisando sus planes para esa jornada de trabajo en la conferencia, no quedaba sitio para Ahmed. Hizo la cama mientras se vestía, guardó los platos y vasos fregados y, casi tirando de él, lo hizo salir por la puerta.
El cielo era de un color rosáceo brillante, pero el sol sólo empezaba a asomar; tenían tiempo si se daban prisa. Lo hizo bajar por la escalera, sin esperar el diminuto y estrafalario ascensor, salieron al patio y luego se alejaron a paso rápido de la universidad hacia un cruce de dos bulevares. Al llegar, ella se detuvo y se dio la vuelta.
—Ahí está, ¿lo ves?
Ahmed entrecerró los ojos bajo la luz del amanecer.
—Veo la catedral —refunfuñó.
—Sí, eso es. ¿Y el monstruo?
—¿Monstruo? ¿Está en la catedral?
—El monstruo es la catedral.
—¿San Esteban es un monstruo?... ¡Oh! Sí, me parece que ya lo distingo. Aquellas ventanas de ahí arriba, ¿son los ojos? Y esas otras alineadas debajo, son los dientes.
—Nos está sonriendo, ¿lo ves? Y ahí están las orejas y la nariz. Ahmed ya no miraba a la catedral, sino a ella.
—Eres una chica extraña. Me pregunto qué tipo de paquistaní serías.
Nan contuvo el aliento.
—¡No! Es demasiado. No me hables así. —Lo tomó del brazo—. Por favor, paseemos sin hablan.
—No he desayunado nada, Ana.
—Tenemos tiempo de sobra. —Ella lo condujo a través del jardín hacia la universidad, y de ahí hacia el gran parque. Se rio—. ¿Me has perdonado ya por traducirte tan mal al búlgaro?
—Ni me habría enterado de lo mal que lo hiciste si no me lo hubieras contado tú.
—Pues lo hice bastante mal, Ahmed. Me quedé mirándote fijamente mientras hablabas de esa estrella de Kung y me olvidé de traducir.
La miró con cautela.
—¿Sabes? —dijo—, el Heredero de Mao está personalmente interesado en ese planeta. Fue él quien eligió el nombre para ese objeto cuasiestelar. Estaba presente en el Observatorio cuando se descubrió. Creo...
—¿Qué crees, Ahmed?
—Creo que van a suceder cosas emocionantes —comentó enigmático.
Ella se rio y levantó la mano para acariciarle la mejilla.
—Ana —dijo él, deteniéndose en el centro del bulevar—, escúchame: no es imposible, y lo sabes. Incluso si tuviera que estar fuera durante un tiempo, después, para ti y para mí no sería imposible.
—Por favor, querido Ahmed...
—¡No es imposible! Sé que Pakistán es un país pobre —añadió con amargura, inconsciente de que estaban en medio de la calle—. No tenemos alimentos que exportar, como vosotros y los norteamericanos, y tampoco tenemos petróleo como los Estados de Oriente Medio y los ingleses, así que nos unimos con los países que quedan.
—Respeto mucho Pakistán.
—Eras una niña cuando estuviste allí —dijo él con rudeza—, pero pese a todo no es imposible ser feliz, incluso en el Bloque de Población.
Se acercaba un trolebús, tres largos vagones casi silenciosos sobre ruedas de llantas de goma. Nan tiró de él para apartarlo, alegrándose de poder cambiar de tema.
Lo difícil de las conferencias internacionales, pensó, era que se conoce a adversarios políticos y a veces no parecen tales adversarios. Ella no había buscado esta relación con alguien del otro bando. Por descontado, no quería los inconvenientes y el dolor que producía. Sabía bien cuáles eran los riesgos que conllevaba. Como traductora, con dominio pleno de cuatro idiomas y conocimiento parcial de otra media docena, había recorrido el mundo entero, sobre todo el interior del Bloque de Alimentos, claro, pero sólo eso incluía ya Moscú y Kansas City, Río y Ottawa. Había conocido desertores de los otros bloques. A una joven galesa en Sidney, a dos o tres japoneses en la facultad, a sus propios vecinos en Sofía. Todos se esforzaban cuanto podían por pertenecer a su nuevo país, pero nunca dejaban de ser distintos.
Sin embargo, tanto la mañana como Ahmed eran demasiado hermosos para esos pensamientos infelices. Esa parte de su mente, la que soñaba despierta y se preocupaba, pasó en ese momento de la preocupación al ensueño; la otra parte, la que percibía e interpretaba, había estado fijándose en algunos hechos que sucedían al otro lado del bulevar y que ahora le llamaron la atención.
—Fíjate —dijo aferrándose a una excusa para distraer a Ahmed de lo único que le preocupaba—, ¿qué está pasando allí? —Se encontraban en el Paseo de la Liberación. La mujer rubia que había visto en una de las recepciones discutía con dos milicianos. Uno de ellos la había cogido del brazo. El otro estaba manoseando su porra y hablando con gesto grave a un hombre de aspecto juvenil con aspecto de profesor universitario, también de la conferencia.
Sin mostrar interés, Ahmed comentó:
—Norteamericanos y búlgaros. Que los Gordos resuelvan sus problemas entre ellos.
—¡No, por favor! —se empeñó Nan—, tengo que ver si puedo ayudar.
Pero, a la larga, lo único que consiguió Nan Dimitrova fue que la detuvieran también a ella.
Fue culpa de la americana. Hasta un americano debería haberse dado cuenta de lo inoportuno de contar chistes patrioteros y sucios sobre el Ejército Rojo lo bastante cerca de la policía de la mayoría de los países rusófilos para que pudieran oírlo. Y, si no lo sabía, al menos debería haberse dado cuenta de lo inoportuno de empeñarse en que se respetara su derecho a que se informara del incidente al embajador norteamericano. Hasta ese momento, los milicianos sólo buscaban un modo conveniente de poner fin a la reprimenda y marcharse. A partir de entonces, se convirtió en una cuestión de política internacional.
Lo único bueno del incidente fue que Ahmed no se vio implicado. Nan hizo que se fuera y él se marchó de buena gana, divertido incluso. Los demás, los dos norteamericanos y la propia Nan, acabaron en el Palacio de justicia Popular. Como era domingo por la mañana, tuvieron que permanecer sentados durante horas en los bancos de madera pelada de la sala de interrogatorios hasta que se pudo encontrar a un magistrado.
No se les acercó nadie. A nadie le habría importado, de eso Nan estaba segura, si hubieran aceptado la invitación de la puerta abierta y se hubieran escapado sigilosamente. Pero no quería hacerlo sola. Los norteamericanos no estaban dispuestos a correr el riesgo: la mujer porque, según parecía, creía que era una cuestión de principios, y el hombre, a todas luces, porque la mujer no se movía de allí. Nan los miró con desagrado, sobre todo a la rubia teñida, a la que por lo menos le sobraban cinco kilos, aun cuando se trataba de una ciudadana del
Bloque de Alimentos. No se puede elegir a los propios aliados, pensó. El hombre parecía buena persona, aunque no demasiado exigente sobre con quién compartía sus jueguecitos sexuales. Con todo, a medida que transcurrían las horas y los milicianos les llevaron cruasanes y té fuerte, el confinamiento los fue aproximando. Charlaron animadamente, hasta que por fin llegó el Magistrado del Pueblo, se negó con brusquedad a escuchar ni una palabra de tratados ni embajadores, les recomendó que en el futuro utilizaran el sentido común que Dios les había dado y los buenos modales que sin duda sus madres les habrían enseñado y los dejó irse.
A esas alturas, ya se habían perdido la sesión de la conferencia de las diez de la mañana. Y, lo que era casi peor, se habían perdido las comidas especiales dispuestas para los delegados. Dado que era una mañana de domingo de primavera, todos los restaurantes de Sofía estaban repletos con bodas privadas y ninguno de ellos pudo comer nada.
Esa fue la primera vez que se encontraron los tres; la segunda sería mucho más tarde, y muy, muy lejos.
Danny Dalehouse descubrió que un colega había leído su ponencia por él, de manera que perderse la sesión matinal resultó que no fue un completo desastre, es más, parecía que había producido un número increíble de beneficios. Margie era lo bastante lista para darse cuenta de que se había comportado como una boba, pero tenía un ego demasiado desarrollado para reconocerlo. Por más en serio que hubiera hablado sobre la subvención mientras paseaban por el bulevar cargados de; vino, marihuana y rosas, tras el incidente estaba demasiado compungida para recordar su promesa.
Dalehouse pasó todo el trayecto de vuelta a casa de la conferencia en el valvajet sentado con su cuaderno apoyado en las rodillas, esbozando una propuesta hasta que llegó la hora de acostarse en su litera. Al amanecer se encontraban sobre la península blanca y marrón de Labrador, y el jet se movía más despacio a través del frío aire nocturno. Dalehouse desayunó solo, con la única compañía de una somnolienta azafata de la TWA que le preparó los huevos revueltos y le sirvió el café. Mientras, contemplaba las nubes de las que el valvajet entraba y salía como en una montaña rusa preguntándose cómo sería el planeta de la estrella de Kung.
III
El día después del regreso de Marge Menninger a su despacho en Washington, recibió el borrador de propuesta de Dalehouse. Para entonces ya había iniciado el proceso de subvención.
Se había marchado temprano de la conferencia para poder tomar un vuelo en un hidrojet de la NASA, un viaje caro e incómodo, pero rápido, que la llevó de vuelta a su apartamento en Houston. Desde allí había llamado al subsecretario de Estado adjunto para Asuntos Culturales. Ya no eran horas de trabajo, pero pudo ponerse en contacto con él sin dificultades. Marge mantenía muy buenas relaciones con el subsecretario adjunto. Era su hija. Una vez le hubo contado que había tenido un agradable viaje, fue directamente al grano:
—Papá, necesito una subvención para un vuelo interestelar tripulado.
Siguió un breve silencio. Luego él preguntó:
—¿Por qué?
Marge se rascó debajo del ombligo pensando en todas las razones que podría haberle dado. ¿Para el progreso del conocimiento humano? ¿Para el potencial beneficio económico que pudiera obtener Estados Unidos y el resto de los productores de alimentos? ¿Por la promesa que le había hecho a Danny Dalehouse? Todas esas razones eran importantes para unos u otros y, algunas, para ella misma; pero a su padre le dio la única razón que contaba:
—Porque, si no lo hacemos nosotros, lo harán los hijos de perra de los paquis.
—¿Solos? —Marge pudo captar la nota de escepticismo incluso a tres mil kilómetros de distancia.
—Los chinos se encargarán de la parte técnica. Ellos también están metidos.
—Sabes lo que va a costar eso. —No era una pregunta: ambos conocían bien la respuesta. Transportar de un sistema solar a otro aunque sólo fuera una cápsula de mensajes tactran costaba un par de millones de dólares, y eso que sólo pesaba unos kilos. Marge estaba pensando en, al menos, diez personas con su equipo correspondiente: sabía que estaba pidiendo miles de millones de dólares.
—Mucho —respondió—, pero lo vale.
Su padre se rio entre dientes con admiración.
—Siempre has resultado una niña muy cara, Margie. ¿Cómo vas a conseguir que lo apruebe la Comisión Conjunta?
—Creo que puedo. Deja que yo me preocupe de eso.
—Hum... Bien, yo te ayudaré desde aquí. ¿Qué quieres de mí en concreto ahora mismo?
Marge dudó. Era una conexión telefónica abierta, así que eligió las palabras con cuidado.
—Le pedí al paqui una copia de su informe completo. Por supuesto, hasta que pueda echarle mano estoy en una situación un poco desventajosa.
—Claro —coincidió su padre—, ¿algo más?
—No hay mucho que pueda hacer hasta que lea el informe íntegro.
—Lo entiendo. Bueno, ¿y qué más me cuentas? ¿Qué te parecieron nuestros valerosos aliados búlgaros?
Marge se rio.
—Supongo que ya te has enterado de que me detuvieron.
—Lo único que me sorprende es que no suceda con más frecuencia. Eres tina persona muy difícil, cariño, y eso no lo heredaste de mi rama de la familia.
—Le contaré a mamá lo que has dicho —le prometió, y colgó. Cuando llegó a Washington ya había recibido, por una línea privada, una copia microfilmada del informe íntegro del paquistaní, ya traducido para ella. Lo repasó a conciencia, tomando notas. Luego lo dejó a un lado y se recostó en la silla.
El cabrón del paqui había ocultado mucho. En su informe privado, el triple de grueso que el que había leído en Sofía, había un inventario de formas de vida más importantes. No había mencionado nada de eso en la conferencia. Al menos, tres de las especies parecían poseer alguna clase de organización social: un tipo de artrópodo; una especie que construía galerías subterráneas, de sangre caliente v pelaje suave, v una especie de ave, no, de ave no, se corrigió. Se pasaban la mayor parte de su vida en el aire pero no habían desarrollado alas. Eran globomotrices, no pájaros.
¡Tres especies sociales! Al menos una de ellas podría ser lo bastante inteligente para ser civilizada.
Eso le hizo recordar a Danny Dalehouse, su ponencia sobre el primer contacto con formas de vida sensibles de nivel subtecnológico, y su borrador de propuesta. Volvió a leer la cantidad final de la propuesta y sonrió.
El joven Danny no tenía ningún complejo para pedir lo que quería. La cantidad final ascendía a diecisiete mil millones de dólares.
Diecisiete mil millones de dólares, reflexionó, equivalía aproximadamente al valor estimado de la Isla de Manhattan..., al PNB de unas veinte o treinta naciones del mundo..., a dos meses del déficit de combustible de Estados Unidos en la balanza de pagos. Era mucho dinero.
Metió los documentos y las notas que había tomado en una carpeta de color rojo chillón que llevaba el sello de ALTO SECRETO y la guardó bajo llave. Entonces se puso en marcha para darle a Danny Dalehouse lo que quería.
Habría mucho que contar sobre Marge Menninger, y lo más importante era que siempre sabía lo que quería. Quería muchas cosas y cosas, además, muy distintas. Sus motivaciones estaban clara y jerárquicamente organizadas en su mente. Era probable que consiguiera el tercero o cuarto de sus objetivos en esa lista, por orden de prioridad. El segundo era prácticamente seguro, pero el primero era inevitable.
Una semana más tarde, tenía ya la propuesta definitiva de Dalehouse y una cita para declarar ante la Comisión Conjunta del Senado y el Congreso para el Desarrollo Espacial. Marge aprovechó bien esa semana, primero para decirle a Dalehouse (por teléfono y luego en detalle por fax) cómo cambiar su propuesta para maximizar las posibilidades de que la aprobaran, y a continuación para llenar las escasas lagunas en sus conocimientos de lo que le iban a requerir.
Para lanzar una cápsula transmisora o un cargamento de seres humanos de una estrella a otra, primero hay que ponerlos en órbita.
El transporte taquión es un paradigma de elegancia tecnológica. Una vez se ha elevado la cápsula al estado de carga apropiado se vuelve obediente a las leyes taquiónicas. Se desplaza con facilidad a velocidades mayores que la luz, cubriendo distancias interestelares hasta cualquier punto de la galaxia en cuestión de días. En ese proceso consume una cantidad asombrosamente pequeña de energía. La paradoja del taquión es que exige más energía para ir lento que para ir rápido.
Poner la cápsula en estado de carga es la fase más difícil. Para ello se necesita una plataforma de lanzamiento bastante voluminosa, que es cara y, más aún, pesada.
Colocar la plataforma en órbita no es una acción nada elegante, sino que requiere fuerza bruta. Tienen que consumirse cien kilos de combustible por cada gramo lanzado al estado de taquión, y el combustible es combustible. Se puede quemar petróleo, o algo que se haya creado utilizando petróleo, pongamos hidrógeno y oxígeno líquidos. De un modo o de otro, tenían que consumirse más de medio millón de toneladas métricas de petróleo para poner a diez personas y el equipo mínimo requerido de camino a la estrella de Kung.
¡Medio millón de toneladas métricas!
No se trataba sólo del valor del dólar. Se trataba de cuatro superpetroleros llenos de combustible que tenían que proceder de una de las naciones exportadoras de petróleo que estaban empezando a dar muestras de querer hacer notar de nuevo su poder.
Las conferencias CIP ínterbloques sobre Cuotas de Importaciones y Precios no favorecían demasiado a los países exportadores de alimentos. Si Marge no conseguía cerrar bien la expedición, con el combustible necesario almacenado en los grandes depósitos de Galveston o Bayonne, los precios en alza del combustible dispararían los costes incluso muy por encima de los cálculos de Danny Dalehouse.
Cuando hubo transferido todas las cifras del documento a buen seguro, dentro de su cabeza, Marge cerró su escritorio en el despacho de Washington bajo llave. Se dirigió a la Sala de Audiencias 201 en el antiguo edificio de Oficinas Rayburn, sabedora de que el trabajo que tenía por delante estaba hecho a su medida.
Los obstáculos habrían disuadido a cualquier otro, pero ella no aceptaba la disuasión. Su disciplinada mente diseccionó el problema inmediato en las partes que lo componían y centró su atención en el ataque de cada una de ellas. El problema con la Comisión Conjunta se dividía sin dificultades en cuatro elementos: el presidente, el líder de la minoría, el asesor principal de la Comisión y el senador Lenz. Preparó estrategias para cada uno.
El líder de la minoría era amigo de su padre, y podía dejarlo sin temor en sus manos.
El presidente de la Comisión tenía la ambición de serlo también del país. Era probable que causara problemas cada vez que viera una ocasión de conseguir publicidad. La manera de tratar con él era no hacerse notar demasiado y darle la menor oportunidad posible de que pudiera aprovechar el tema en su campaña política. Después de realizar el juramento y una vez leída la declaración que llevaba preparada, él fue el primero en interrogarla.
Presidente: Bien, señora, no me cabe duda de que sus motivos sean de lo más respetables, pero ¿tiene la menor idea de lo mucho que estamos trabajando aquí, en el Capitolio, para controlar el déficit?
Capitán Menninger: La tengo, señor senador.
Presidente: ¿Y aun así confía en que le demos sabe Dios cuántos miles de millones de dólares para este proyecto?
¡Era un comienzo prometedor! No había dicho: «este atolondrado proyecto» ni «este derroche descabellado».
Capitán Menninger: No «confío», senador, sino que tengo esa esperanza. Espero que la Comisión apruebe la propuesta porque, en mi opinión, es una inversión que recuperaremos multiplicada, durante muchos años.
Presidente: No podernos gastar el dinero de los contribuyentes en esperanzas.
Capitán Menninger: Lo sé y lo tengo en cuenta. No son esperanzas lo que estos pidiendo que compartan conmigo, sino una opinión plenamente justificada. Una opinión que no es sólo mía, sino que sostienen también los expertos mejor informados acerca de este tema.
Presidente: Hum. Bien, hay muchas peticiones valiosas que se basan en juicios muy sensatos. No podemos subvencionarlas todas.
Capitán Menninger: Lo entiendo perfectamente, senador. No estaría aquí si no tuviera una confianza plena en su sentido de la justicia y en su competencia.
Presidente: Bien, ¿alguno de mis distinguidos colegas tiene preguntas para esta declarante?
Las tenían, pero se trataba en su mayoría de cuestiones superficiales. Los miembros importantes de la Comisión, como el senador Lenz y el líder de la minoría, se reservaron para otra ocasión; a los miembros menos significados les preocupaba sobre todo que quedara constancia de su propia posición.
El asesor principal era un problema más delicado. Era inteligente. Además, se dedicaba exclusivamente a hacer que sus jefes quedaran bien evitando que la Comisión Conjunta se metiera en problemas. La esperanza de Margie radicaba en conseguir que decir que sí pareciera menos problemático que decir que no.
Sr. Gianpaolo: Ha mencionado los beneficios que obtendríamos de una inversión parecida. ¿Se refería a dinero en efectivo o más bien a algo más abstracto, como conocimientos o ventajas indeterminadas?
Capitán Menninger: Oh, a ambos, señor Gianpaolo.
Sr: Gianpaolo: ¿De verdad, señora Menninger? ¿Beneficios en dólares?
Capitán Menninger: Basándome en experiencias anteriores y en lo que ya se sabe sobre este planeta, sí. Sin duda.
Sr. Gianpaolo: ¿Podría darnos una idea de a cuánto ascenderían esos beneficios?
Capitán Menninger: En términos generales, sí, señor Gianpaolo. Los informes tactran indican la existencia de materias primas y la presencia de vida inteligente: como mínimo, una certeza casi absoluta de la primera y una gran posibilidad de la segunda. Por supuesto, se trata sólo de informes obtenidos mediante instrumentos.
Sr. Gianpaolo: Los que, según tengo entendido, están sometidos a interpretaciones contradictorias.
Capitán Menninger: Exacto, señor Gianpaolo, y precisamente por eso es necesario enviar allí una expedición tripulada. La única razón de ser de la expedición es descubrir lo que no podemos averiguar de otra forma. Si supiéramos qué nos íbamos a encontrar, no tendríamos que enviarla. Pero, además, hay otro tipo de beneficio que me parece incluso más importante. Lo denomino «liderazgo».
Señor Gianpaolo: ¿Liderazgo?
Capitán Menninger: Todas las naciones exportadoras de alimentos del mundo libre nos miran buscando ese liderazgo, señor Gianpaolo. No creo que ninguno de nosotros quiera decepcionarlas. Ésta es una de esas oportunidades que sólo se tienen una vez en la vida. Con toda honestidad, estoy aquí porque me siento incapaz de asumir la responsabilidad de dejarla pasar. En última instancia, es la ardua responsabilidad que le compete a esta Comisión.
Dado que nada se iba a decidir en sesión pública, Marge estaba convencida de que habría tiempo para hacer que los miembros de la Comisión entendieran que la mejor manera de que esa responsabilidad fuera menos «ardua» era concediéndole el dinero.
Si Marge Menninger hubiera podido hacer lo que quería, la declaración habría terminado ahí. Pero era Gianpaolo el que orquestaba el acto, y era demasiado astuto para darlo por finalizado como ella hubiera preferido. Gianpaolo desactivó parte del impacto dramático que había conseguido Marge extrayéndole una larga y tediosa serie de datos técnicos:
—Sí, señor Gianpaolo, por lo que sé, la gravedad de la superficie es 0,76 veces la de la Tierra, v su presión atmosférica alrededor de treinta por ciento más elevada, pero el nivel de oxígeno es aproximadamente el mismo.
Gianpaolo leyó las notas de Marge sobre el «efecto semiinvernadero» y le preguntó qué querían decir los comentarios que alguien había apuntado sobre «la inagotable reserva de gasificación exterior de la cara fría del planeta, pues el calor interior evapora los volátiles». La metió, v se metió él mismo, en una enrevesada discusión sobre si el nombre de la estrella de la que estaban hablando era en realidad Besbes Geminorum 8326 o Besbes Geminorum 8426, de acuerdo con el Nuevo Catálogo General del OAO —según parecía se le habían dado ambos nombres porque un mecanógrafo había cometido un error—, hasta que el presidente empezó a mostrarse inquieto. En ese momento, satisfecho de que el público estuviera más que adormilado, Gianpaolo solicitó un aplazamiento de diez minutos y volvió al ataque.
Sr. Gianpaolo: Capitán Menninger, estoy convencido de que conoce el coste de un lanzamiento de una nave espacial transportada por taquión. Primero...
Capitán Menninger: Sí, señor, creo que lo sé.
Sr. Gianpaolo: Primero tenemos el gasto ingente de lanzar el vehículo. El coste de tan sólo ese lanzamiento, según tengo entendido, ronda los seis mil millones de dólares.
Capitán Menninger: Sí, señor. Sin embargo, como anunció el vicepresidente en el mensaje a la Décima Asamblea General de la Conferencia Mundial de Exobiología, ya disponemos de ese vehículo de lanzamiento. Puede utilizarse en un gran número de misiones.
Sr. Gianpaolo: Pero, como también anunció el vicepresidente, el vehículo en cuestión tiene la agenda de lanzamientos completa. Y el tiempo necesario para la preparación de un lanzamiento es de treinta días.
Capitán Menninger: Sí, señor.
Sr. Gianpaolo: Y aunque lo sabe, según su programa, se requerirá un lanzamiento a ese..., ¿cómo se llama el planeta? Capitán Menninger: De momento se refieren a él como «Hijo de Kung», señor, pero esa denominación todavía no es oficial. Si: Gianpaolo: Eso espero. Bien, decía que usted quiere un lanzamiento cada diez días.
Capitán Menninger: Sí, señor. Suministros esenciales.
Sr. Gianpaolo: Algo que implicaría la anulación de la misión de prospección minera a Procyon TV. No me cabe duda de que está al tanto de que se ha descubierto que ese planeta tiene un núcleo muy denso, lo que indica un gran potencial de uranio y otros fisibles para nuestras centrales energéticas.
Los británicos habían enviado aquella sonda. Con meticulosidad, habían anunciado que, según los acuerdos internacionales vigentes, divulgarían las mediciones telemétricas.
Toda aquella información era de dominio público. Gianpaolo se limitaba a recordarla.
Capitán Menninger: Sí, señor. Por supuesto, esa operación resultaría secundaria, si se considera la inversión necesaria para explotar y refinar el uranio y trasladarlo luego aquí. El planeta de Besbes Geminorum tiene un potencial mucho mayor, como va he declarado.
Sr. Gianpaolo: Sí, capitán Menninger, nos ha puesto al tanto de nuestras opiniones.
Todo aquello no eran más que tonterías. Lo que los británicos no habían hecho público, pero que sabían tanto Marge como Gianpaolo de una anterior reunión informativa, era que sus contadores de escintilación no habían encontrado radiación de ionización digna de tal nombre en la atmósfera más bien inhóspita de Procyon IV. Era posible que hubiera uranio pero, en ese caso, debía de estar a miles de metros de profundidad. Marge también estaba al corriente, aunque esa información concreta era privada.
Cuando acabó la declaración, Marge se daba por satisfecha con que las cosas fueran encaminadas en la dirección correcta.
Pero el problema que suponía el senador Lenz seguía vigente. Tenía mucho más poder en la Comisión, y en el Senado en general, que cualquier otro, el presidente incluido. Debía abordarlo de manera individual y en privado, y Marge había hecho sus propios planes.
Reservó su vuelo de regreso a Houston dando un rodeo, vía Denver. Su padre la llevó en su propio coche al aeropuerto Dulles. Bueno, en realidad no era suyo, pertenecía a un organismo gubernamental. Pero, bien mirado, también pertenecía al organismo el propio Godfrey Menninger. El coche era a la vez una ventaja inherente a la categoría de su cargo v una necesidad indispensable para lo que hacía en el organismo; dos veces al día, otros funcionarios lo revisaban con artilugios electrónicos para comprobar que no le habían puesto micrófonos ni bombas.
God Menninger le comentó a su hija:
—Lo hiciste bastante bien en la audiencia.—Gracias, papá. Y gracias también por el informe del paqui.
—¿Encontraste lo que necesitabas?
—Ajá. ¿Hablarás con el líder de la minoría por mí? —Ya lo he hecho, cariño.
—.Y
—Oh, ningún problema por su parte. Si consigues convencer a Gus Lenz, creo que tendrás a la Comisión en el bolsillo. Lenz no habló mucho en la audiencia.
—No esperaba que lo hiciera.
Su padre aguardó alguna explicación más, pero como Marge no dijo nada, tampoco insistió.
—Estamos haciendo un seguimiento a tu amigo paquistaní —le explicó—. Se encuentra en una reunión en K'ushui en la que participa gente con mucho poder.
—¿K'ushui? ¿Y qué coño es K'ushui?
—Bueno —dijo el padre—, me gustaría responderte algo más de lo que sé. Es un lugar de la provincia de Sianking. No tenemos, ¿cómo decirlo?... informes muy detallados todavía, pero no está lejos de Lop Nor, ni tampoco demasiado lejos de la gran antena parabólica de radio, a lo que hay que añadir que el Heredero de Mao lo visitó cinco o seis veces el año pasado.
—Todo parece indicar que van a ponerse en movimiento.
—Yo también lo creo. Analicé tus cálculos, y la mejor interpretación es que el Heredero de Mao está empezando a hacer lo que tú quieres que hagamos nosotros.
—¡Mierda!
—No hay por qué preocuparse —dijo su padre—, se lo conté, en el más estricto secreto, al líder de la minoría. Y no me cabe la menor duda de que él se lo contará a Gianpaolo. Así que, mira, te vendrá bien.
—¡Quería ser la primera!
—Los primeros no son siempre los que se llevan la mejor tajada, cariño. ¿Cuántos descubrieron Norteamérica antes de que los ingleses se la metieran en el bolsillo? Da igual, cuéntame qué tiene de tan interesante ese planeta.
Margie miró por la ventanilla a los edificios de muchos pisos de las zonas residenciales de Virginia, zigurats que se alzaban rehuyendo la exposición al sur con las fachadas cubiertas de los cuadrados de textura negra como el carbón de los paneles solares de calefacción.
—Estaba todo en el informe de Ahmed Dulla, papá.
—No lo leí.
—Una lástima. Bien, una estrella pequeña con un montón de planetas insignificantes y uno grande, de aproximadamente el tamaño de la Tierra. Una gravedad un poco más baja; el aire un poco más denso. Un montón de bienes raíces, papá. Y apesta a vida.
—Hemos encontrado vida otras veces.
—¡Musgos y medusas! Seres de cristal que, si quieres, puedes denominar vivos. Pero esto es distinto. Se trata de una biota que tal vez sea tan variada como la nuestra, puede que incluso de una civilización. Y el planeta es interesante también en otro sentido. No rota, quiero decir que no rota con respecto a su estrella primaria, igual que la Luna no rota en relación con la Tierra, de manera que la cara iluminada tiene un sol en el firmamento todo el tiempo...
El padre lo escuchaba con tranquilidad, rascándose el abdomen justo por debajo del ombligo mientras la hija se extendía sobre los detalles del planeta. Cuando ella hizo una pausa para recuperar el aliento, la interrumpió:
—Un momento, cariño. —Se inclinó hacia delante para encender la radio; incluso en un vehículo que era sometido a sistemáticas revisiones contra escuchas, God Menninger prefería no correr riesgos. Por encima del tañido de guitarras sintéticas añadió—: Hay otra información que debes conocer. Los países productores de petróleo están manteniendo conversaciones para una subida del sesenta por ciento.
—¡Por dios, papá! ¡No volveré a tomar otro trago de whisky escocés!
—No, esta vez no son los británicos. Son lo chinos, por extraño que parezca.
—Pero ¡si son exportadores de población!
—Son exportadores de lo que les salga de las narices —la corrigió su padre—. La única razón por la que están en el Bloque de Población es que allí pueden tener más fuerza. El Heredero de Mao va a la suya. Esta vez ha dado a entender a los Grasis que China iba a elevar sus precios de manera unilateral, con independencia de lo que decidiera el bloque. Y eso era lo que necesitaban los halcones de Caracas y Edimburgo. Los saudíes también estaban a favor, faltaba más. Quieren sacarle todo el provecho posible al petróleo que les quede. Los indonesios y los demás países pequeños sólo tienen que limitarse a seguir a los grandullones. —hizo una pausa y se quedó pensativo—. De manera que te has presentado con una factura de medio millón de toneladas de petróleo en un momento un tanto complicado.
—Ya veo, papá. ¿Qué vamos a hacer? No me refiero a mi proyecto, sino al país.
—Lo que no vamos a hacer —respondió él con gesto adusto—es subir los precios de los cereales. No podemos. El comodín del Heredero de Mao es que la subida de precios sólo se aplicará a las exportaciones, y considera todas las ventas dentro del Bloque de Población como ventas internas. Así pues, vende barato a los Poblas, lo que significa que éstos consiguen cuanto necesitan para irrigación y fertilización a precios de ganga. Si incrementamos el coste del cereal, lo único que conseguiremos será que dejar de importar les merezca la pena dentro de tres o cuatro años. En nuestro país podríamos, tal vez, resistirlo, pero los soviéticos, los indochinos, los búlgaros, los brasileños y los demás latinos no podrían. Sus economías se arruinarían. El bloque se rompería. Sin duda, ésa es la intención del Heredero de Mao.
Llevó el coche hasta el aparcamiento de estancias breves del aeropuerto de Dulles. Antes de apagar la radio, añadió:
—No sucederá, creo, hasta dentro de un par de meses. Así que más vale que pongas en marcha tu proyecto tan deprisa como puedas.
Marge salió a la atmósfera nocturna, húmeda y calurosa de Virginia. Los lomos jorobados de los valvajets de embarque se cernían sobre el seto que bordeaba el aparcamiento. Oían el ruido de dos de ellos calentando motores y el sonido más suave de la aceleración de otro que despegaba.
Marge siguió a su padre, que le tomó la maleta y se encaminó hacia la terminal.
—Papá —le preguntó—, ¿puedo hablarle al senador de..., de eso?
—¡Dios mío, no! Y no se trata de que él no lo sepa ya, sino de que se supone que tú no debes saberlo.
De forma sorprendente, Marge se rio.
—Bueno, de todas maneras lo iba a plantear de otro modo. Eh, espera, papá. No voy a tomar el vuelo de Houston.
—Ah, ¿no?
—Pues no. Vuelvo a casa por una ruta distinta.
Menninger se despidió de su hija con un beso en el mostrador de facturación para el valvajet de Denver. Observó cómo desaparecía por la puerta del túnel con una mezcla de admiración y pena. Había estado pensando en preguntarle cómo se proponía manejar al senador, pero no tuvo que hacerlo. Lenz también iba en ese vuelo.
Dado que era un vuelo nocturno, el jet permaneció detenido durante veinte minutos de precalentamiento antes de despegar. Los pasajeros tenían que estar a bordo y las azafatas correteaban arriba y abajo con tapones para los oídos y miradas comprensivas. La mejor fuente de calor que existe es un turborreactor. Los motores que impulsarían al avión por el aire durante el vuelo estaban ahora girando hacia dentro y las pantallas con forma de caparazón desviaban la ráfaga para derramar incontables miles de BTU en la sección de elevación con forma de bivalvo.
Marge aprovechó ese rato para lavarse la cara, peinarse y cambiar de maquillaje. Había visto cómo el senador subía a bordo. Había sopesado la posibilidad de cambiar el uniforme por algo más femenino y al final la había desechado. No hacía falta. Tampoco era aconsejable: podría haber dado la impresión de un gesto calculado, y Marge calculaba cuidadosamente la mejor forma de evitar parecer calculadora.
El estruendo de los reactores de calentamiento a potencia máxima se detuvo y todos se abrocharon los cinturones para el despegue. Ese era un sonido más suave. El valvajet avanzó dando unos cuantos saltos y se elevó bruscamente.
En cuanto alcanzaron la altitud de crucero, Marge salió de su cubículo y pidió una copa en el salón delantero de primera clase. Al cabo de un par de minutos, el senador Lenz estaba en pie ante ella, sonriéndole.
Adrian Lenz tenía una antigüedad de dos legislaturas y dos días en el Senado; un gobernador amigo suyo lo había designado para ocupar una vacante de cuarenta y ocho horas sólo por la jerarquía superior que le daría sobre los demás senadores elegidos el mismo año. Aun así, no había superado en mucho los cuarenta. Y parecía todavía más joven. Se había divorciado dos veces: los votantes de Colorado se reían de la invariable mala suerte de su senador, aunque lo reelegían sin demasiado revuelo. Podría haber presidido su propia comisión, pero había preferido pertenecer a comisiones más interesantes y conspicuas. Tarde o temprano, «Gus» Lenz sería presidente de Estados Unidos, y todo el mundo lo sabía.
—Marge —le dijo—, estaba seguro de que éste iba a ser un vuelo muy agradable, pero hasta este momento no sabía por qué. Margie dio unas palmadas al asiento vecino.
— ¿Vas a darme mis diecisiete mil millones? —le preguntó. Lenz se rio.
No pierdes el tiempo, Margie.
—No tengo tiempo que perder. Los Poblas van a ir a ese planeta si nosotros no vamos. Probablemente vayan de todos modos. Es una carrera.
El senador frunció el ceño e hizo un gesto hacia la azafata: menuda v morena, vestía el uniforme de la United Air Lines como si fuera un sari. Citando les hubieron servido las bebidas, dijo:
—He escuchado tu declaración, Margie. Me pareció muy buena, pero no sé si vale diecisiete mil millones.
—En la declaración complementaria había algún material que quizá no hayas tenido ocasión de leer. ¿Reparaste en la parte que explica que el planeta tiene su propio sol?
— No estoy seguro.
— Es un sol pequeño, pero no muy distante. Emite casi toda su radiación en las longitudes de onda más bajas. No hay demasiada luz visible, pero sí muchísimo calor. Y el planeta no gira en relación a ese sol, así que siempre está ahí colgado.
— ¿Y?
—Y energía, senador. ¡Energía solar! ¡Barata!
—No acabo de entender del todo a qué te refieres. ¿Me estás diciendo que ese objeto subestelar es más caluroso que nuestro sol?
— No, ni de lejos, pero está mucho más cerca. Y lo importante es que no se mueve. ¿Cuál es el gran problema de la energía solar en nuestro planeta? Que el sol no permanece quieto. Se desplaza por todo el firmamento, y la mitad del tiempo ni siquiera está en el cielo porque es de noche, así que ilumina el otro lado de la Tierra. Fíjate en esta aeronave. Tuvimos que precalentarla durante casi media hora para que el gas hiera lo bastante ligero y pudiera elevarse porque ya ha oscurecido. En la cara del planeta que da al sol, la única cara que a mí me interesa, Gus, nunca es de noche.
Lenz asintió y dio un sorbo a su bebida, esperando más información.
—Nunca se hace la oscuridad. No existe el invierno. El sol permanece inmóvil, así que no tienes que hacer que tus Fresnels sean móviles. Y, lo que es casi igual de importante, el clima no es ningún problema. Ya sabes cuál es el rendimiento de nuestras instalaciones de energía solar. Sin contar a los valvajets durante el día (porque pasan sobre las nubes buena parte del tiempo) perdemos hasta el veinticinco por ciento del tiempo operativo posible porque las nubes impiden el paso de la luz del sol.
Lenz parecía perplejo.
—¿Es que ese planeta no tiene nubes?
—Oh, claro que tiene, pero da igual. La radiación es casi toda calor y las atraviesa sin dificultades. Imagínatelo. Aquí perdemos la mitad del tiempo de generación de energía solar por la noche y otro considerable porcentaje durante el crepúsculo y el alba, porque el sol está tan bajo que no produce demasiada energía, a lo que hay que añadir un sesenta por ciento adicional a lo largo del año porque es invierno y otro veinticinco por ciento porque las nubes cubren el cielo. Lo sumas todo y con suerte llegamos a una utilización del diez por ciento de la energía. En ese planeta, una instalación más barata puede llegar a un aprovechamiento muy cercano al ciento por ciento.
Lenz se quedó pensando un instante.
—Parece interesante —dijo con cautela, e hizo un gesto para que le volvieran a llenar la copa.
Margie dejó que se fuera haciendo una idea más definida por sí solo. Tarde o temprano se le ocurriría plantearse de qué les serviría a los votantes del estado de Colorado, en la Tierra, una energía que se encontraba a varios cientos de años luz. Ella va tenía preparada también la respuesta a esa pregunta, pero prefería esperar a que el senador se la formulara.
Sin embargo, la pregunta que finalmente le hizo Lenz la pilló desprevenida:
—Margie, ¿qué tienes contra los paquis?
—¿Contra los paquis? Vaya, nada, de verdad.
—Pues pareces tomarte muy en serio la competición con ese Ahmed.
—No es nada personal, Gus. Tampoco es que me vuelvan loca, pero he mantenido relaciones amistosas con algunos. Tenía un ordenanza paqui cuando enseñaba en West Point. Un buen chico. Me planchaba la ropa y nunca me molestaba cuando no quería verlo.
—Hablas de él como si fuera un electrodoméstico que mereciera la pena —comentó Lenz.
—Sí, sí. Ya te entiendo. —Pensó un momento antes de proseguir—. Pero no se trata de eso. No estoy contra Ahmed porque sea paqui. Estoy contra los paquis porque están en el otro bando. No puedo evitarlo, senador. Defiendo a mi equipo.
—¿Y quién es tu equipo, Margie? ¿El Bloque de Alimentos? ¿Estados Unidos? ¿Tal vez sólo las oficiales femeninas del ejército norteamericano?
Ella se rio relajadamente.
—Todos ellos y en ese orden —reconoció.
—Margie —dijo el senador en tono serio—, ahora sólo estamos charlando mientras tomamos unas copas. No querría ponerme demasiado trascendente.
—¿Por qué no, Gus? Pide un par más y vayamos al grano. El obedeció. Mientras esperaban las bebidas, comentó: —Eres una buena chica, Margie, pero con un poco de mala idea. Es una lástima que fueras a West Point.
—Te equivocas, Gus. La pena es que tan pocos jóvenes norteamericanos tengan ahora esa oportunidad.
El senador negó con la cabeza.
—Yo voté a favor de la reducción de las academias militares y del presupuesto militar.
—Lo sé. El peor voto de toda tu vida.
—No. No había elección. La guerra es algo que ya no podemos permitirnos, Margie. ¿Es que no lo entiendes? ¡Hasta Pakistán podría borrarnos del mapa! Por no mencionar a chinos, turcos, polacos y el resto del Bloque de Población. Y menos aún a los británicos, los saudíes o los venezolanos. No podemos asumir el riesgo de luchar contra nadie, v nadie puede asumir tampoco ese riesgo contra nosotros. Y todos lo sabemos. No son nuestros enemigos...
—Pero compiten con nosotros, senador —dijo la capitán Menninger irguiéndose en su asiento con brusquedad para hablar con mayor precisión—; compiten económica y políticamente, por activa o por pasiva. Recuerda a Clausewitz: la guerra es la continuación lógica de la política. Admito —se apresuró a añadir— que no podemos llegar tan lejos. No querernos volar ese planeta. Te entiendo perfectamente. Es como aquel famoso dicho de (¿cómo se llamaba aquel astronauta ruso?, uno de hace muchos años) Sevastianov, me parece: «Cuando estaba en el espacio vi lo diminuta que era la Tierra y me di cuenta de lo importante que era para todos nosotros aprender a vivir juntos en ella». Bien, estoy completamente de acuerdo con él, Gus. Pero aprender a convivir no significa que algunos no puedan vivir mejor que otros. ¡Es ley de vida! Los del Bloque de Combustible no paran de subir sus precios. Y los de Población siempre están exigiendo más dinero por los trabajadores que exportan, amenazando con retenerlos en sus países si no se satisfacen sus demandas, ¿y quién haría de ordenanzas y azafatas si no vienen? Y nosotros competimos con ellos. Pues bien, Gus, cuando compito, compito a fondo. ¡Juego para ganar! El planeta de la estrella de Kung es algo que quiero ganar. Creo que ese planeta tiene cosas que valen la pena. Y las quiero para nosotros, un nosotros que se define como el Bloque de Alimentos, Estados Unidos, el estado de Texas, la ciudad de Houston y todas las demás subdivisiones que has mencionado o quieras mencionar, incluidas, si quieres, las ex profesoras rubias de West Point, en orden descendente de tamaño de la comunidad a la que representar. Cualquiera que sea la comunidad de la que te apetezca hablar, si pertenezco a ella quiero que sea la primera, la mejor y la que tenga más éxito. Me parece que a eso le llamamos patriotismo, senador. Y dudo de verdad que quieras acabar con él.
La miró con expresión pensativa por encima de las nuevas bebidas v levantó su copa:
—Por ti, Margie. Eres una auténtica mujer de acero. Ella se rio.
—Muy bien —dijo en tono más suave—. Brindaré por eso. Pero ¿qué me dices de mi presupuesto?
Lenz apuró su copa y la dejó sobre la mesa.
—Para bien o para mal, formamos parte de una comunidad económica, y eso es ley de vida para ti, capitán Margie Menninger. No puedes venderme este proyecto como una empresa de Estados Unidos. Podrías, quizá, si lo plantearas como un acuerdo de cooperación para el Bloque de Alimentos.
—¡Mierda, Gus! ¡Si vamos a ser nosotros los que lo pagaremos todo!
—Alrededor de un noventa por ciento, sí, en efecto, es posible.
—Entonces, ¿por qué no nos encargamos de todo y nos quedamos con todo?
—Porque —replicó con paciencia— yo no votaré a favor. ¿Qué me dices?
Margie permaneció en silencio un instante, sopesando sus prioridades. Se encogió de hombros.
—Pues te digo que muy bien —respondió—. No me importa si incluimos a algunos asiáticos. Tal vez dos o tres canadienses. Un brasileño. Incluso algún búlgaro. De hecho, había una búlgara en la convención...
Se contuvo. A media frase se le ocurrió que en cierto sentido le debía a aquella Nan Cómosellame una especie de favor; pero a la vez recordó que aquella joven búlgara había mostrado una intimidad excesiva con el paqui que más le preocupaba.
—No —dijo—, pensándolo mejor, no estoy segura de querer a ningún búlgaro. Para serte sincera, es una potencia demasiado minúscula para que nos suponga ningún problema. Aunque tal vez sí tengamos que aceptar a uno o dos soviéticos. Si enviamos a diez personas, y si al menos seis de ellas son auténticos ciudadanos estadounidenses made in America, puedo asumir llevar a unos pocos del resto del bloque.
—Hum... —Lenz se quedó mirándola con expresión pensativa por un instante, removiéndose ligeramente en su asiento al ritmo del suave cabeceo del valvajet, que subía y bajaba a través del firmamento nocturno—. Bien —dijo por fin—, va veremos. —Le sonrió—. ¿Qué vamos a hacer con esta noche que nos ha regalado Dios, Margie? Es demasiado tarde para pensar mucho, y demasiado temprano para dormir. ¿Quieres ver un rato las estrellas?
—Eso es precisamente lo que quiero —respondió ella acabándose lo que le quedaba de la copa y levantándose. Salieron del salón casi vacío, se dirigieron a la sección delantera de observación y se apoyaron en la barandilla acolchada. El valvajet descendía en picado pero con suavidad sobre las colinas onduladas de Virginia Occidental. Ante ellos, Venus seguía a la luna creciente hacia el horizonte. Al cabo de un rato, Lenz la rodeó con el brazo.
—Sólo estoy comprobando —le dijo— la vieja resistencia femenina.
Margie se apoyó en él de bastante buena gana. Lenz no era un hombre corpulento, ni tampoco especialmente atractivo, pero despedía calor, tenía músculos y el brazo que la rodeaba la hacía sentir bien. Había maneras mucho más desagradables de presionar para buscar votos que ésta, reflexionó mientras volvía la cara hacia la del senador.
Lenz cedió. La comisión en pleno aprobó el proyecto y, dos o tres meses más tarde, una calurosa tarde de Georgia, a Margie le hicieron abandonar su compañía para recibir una llamada telefónica de alta prioridad. No se había bañado desde hacía tres días, las maniobras estivales se realizaban en las condiciones más parecidas a las reales que eran posibles. Ella estaba sudando, sucia, tanto de pintura de camuflaje como de barro de Georgia, y se daba cuenta de que olía. Además, su compañía estaba a punto de tomar una colina que ella misma había descubierto y atacado, de manera que cuando llegó al teléfono no estaba de muy buen humor.
—Capitán Menninger —gruñó al aparato—, ¡y más vale que lo que tenga que decirme sea importante!
La voz de su padre rio en su oído.
—Tú me dirás —le respondió animadamente—, el presidente acaba de firmar tu proyecto hace diez minutos.
Marge se hundió en la inmaculada silla del sargento primero, sin hacer caso de las miradas del suboficial.
—Por Dios, papá—dijo—, ¡eso es magnífico! —Miró fijamente las paredes de la caravana de mando sin verlas, calculando si era más importante volver a las maniobras para tomar aquella colina con el resto de los soldados de fin de semana o seguir al teléfono para que Danny Dalehouse se pusiera manos a la obra—. ¿Qué? —Acababa de darse cuenta de que su padre seguía hablando.
—He dicho que tenía más noticias, y no tan buenas. Tu amigo paqui.
—¿Qué le pasa?
—¿Te acuerdas de aquellas, digamos... vacaciones que iba a tomarse? Las empezó la semana pasada.
IV
El piloto se llamaba Vissarion Ilyich Kappelyushnikov. Era bajo y moreno, en la mejor tradición de los cosmonautas, y en su árbol genealógico había muchos más antepasados tártaros de lo que su nombre indicaba. El ecoingeniero de la expedición también era ciudadano soviético, pero rubio y alto como un cosaco; se llamaba Pete Krivitin. El comandante nominal de la expedición era un norteamericano, Alex Woodring, y ya estaban enzarzados en una discusión. Alex intentaba mediar entre los dos rusos, con la ayuda de Harriet Santori, la traductora. Lo cierto es que no era de mucha ayuda, aunque el comandante tampoco conseguía poner paz. Kappelyushnikov quería aterrizar y acabar de una vez. Krivitin quería echar un vistazo más a los informes de la sonda antes de dar el visto bueno a un emplazamiento para el aterrizaje. Harriet quería que todos se comportaran como adultos responsables, por el amor de Dios. El problema de Woodring radicaba en que, hasta que aterrizaran, el capitán de la nave era Kappelyushnikov y su autoridad, por tanto, era simplemente potencial. Ya llevaban así más de una hora.
Danny Dalehouse reprimió el deseo de volver a intervenir. Aflojó las correas de su sillón de desaceleración y miró por la portilla. Ahí estaba el planeta, llenando la ventanilla. A menos de cien mil kilómetros, ya no parecía «lejos», sino que empezaba a estar «ahí abajo». Así que bajemos de una vez, pensó con irritación. Esa gente no parecía darse cuenta de que estaba fastidiando su expedición personal, de que ninguno de ellos habría estado ahí si él no hubiera convencido a aquella militar norteamericana rubia para que la autorizara.
Una voz le dijo al oído:
—¿Crees que llegaremos alguna vez?
Danny se echó hacia atrás. La mujer que estaba a su lado era Sparky Cerbo, la persona más simpática de la expedición pero, después de diecinueve días compartiendo menos de veinte metros cúbicos de espacio, todos empezaban a estar con los nervios a flor de piel. La discusión que tenía lugar a su lado no facilitaba las cosas.
—No parece gran cosa, ¿verdad? —insistió Sparky, a todas luces haciendo un esfuerzo. Dalehouse se obligó a contestarle. No era culpa de la mujer que él estuviera harto de oírla, verla y olerla, y además, tenía razón. Hijo de Kung no se parecía nada a un planeta como es debido. Danny sabía qué aspecto se suponía que debían tener los planetas. Algunos eran rojos e inhóspitos, como Marte. Con más frecuencia eran blancos o estaban moteados de blanco, como todos los demás, desde Venus a los gigantes gaseosos, pero éste ni siquiera se esforzaba en parecerse a esos cánones.
No era tanto culpa del propio planeta cuanto de Kung que, como estrella, era sencillamente una incapaz. Si Hijo de Kung hubiera estado en órbita alrededor del Sol de la Tierra, habría mostrado mejor aspecto. Tenía una estructura muy similar a la de la Tierra. Lo que le faltaba era una luz solar decente. Kung resplandecía, pero no con mucha más intensidad que la luna terrestre durante un eclipse lunar total. La única luz que proyectaba sobre Hijo de Kung era de un tono rojo sangre y, visto desde la órbita, el planeta parecía una herida abierta.
La existencia de un límite nítido habría ayudado un poco, pero la luz de Kung era tan tenue que no había una división clara entre las caras «diurna» y «nocturna», sólo una borrosa transición de lo oscuro a lo más oscuro. Krivitin les había asegurado que una vez hubieran aterrizado y sus ojos se hubieran acostumbrado a la penumbra, podrían ver razonablemente bien. Desde el espacio, parecía dudoso. Y por esto, pensó Danny, he dejado un empleo estupendo en la Universidad de Michigan.
El griterío en ruso subió hasta alcanzar el clímax y se acalló de golpe. Krivitin, sonriendo con tanta tranquilidad como si el enfrentamiento a gritos no hubiera sido más que una amigable charla sobre el tiempo, rodeó con dificultades la maquinaria amarrada y engastada en el centro del cubículo principal y los miró.
—Sara, querida —dijo en su inglés perfecto—, quieren que te presentes delante. Y más vale que también vayas tú, Daniel.
—¿Vamos a aterrizar? —preguntó Sparky.
—¡Por supuesto que no! Cappy ha entendido por fin la necesidad de otra órbita.
Mierda —dijo Sparky, cuyo incontrolable deseo de complacer a todos también había acabado por desmoronarse. Dalehouse compartía los sentimientos de la traductora: otra órbita significaba prácticamente un día más, sin que él tuviera otra cosa que hacer más que procurar no estorbar.
—Sí, estoy de acuerdo —dijo Krivitin—, pero Alex quiere que intentes interceptar otra vez las señales de los Poblas.
Harriet se quejó, pero Dalehouse dejó de prestarles atención. Se quitó de encima las correas y tomó con cansancio las cintas de grabaciones de datos que había puesto aparte durante la desaceleración.
Las enchufó, se colocó el auricular y tocó el interruptor. Escuchó el leve siseo de la cinta, algún clic o un chirrido ocasional y un gemido distante y triste. Eran los sonidos captados por el vehículo autónomo de recogida de muestras. Su misión principal consistía en conseguir muestras biológicas y analizarlas en los laboratorios que llevaba integrados; pero sus micrófonos habían recogido sonidos que no procedían del mismo vehículo. Dalehouse ya los había escuchado cincuenta veces. Al cabo de un rato, se encogió de hombros, paró la cinta e introdujo otra en el aparato.
Esta vez los sonidos eran más altos y claros, mucho más definidos. Esa cinta procedía de otro vehículo autónomo, un flotador con fuerza de sustentación neutral, dotado de una pequeña reserva de energía para impulsarse y un localizador de dióxido de carbono; como un mosquito hembra que buscara un bocado de sangre para fertilizar sus huevos, estaba preparado para ir a la deriva hasta que diera con un rastro de CO2, que luego seguiría hasta encontrar la presa. Si daba con ella, sencillamente permanecía flotando cerca mientras escuchara sonidos que después transmitía. Pero ¡menudos sonidos! A veces, restallaban como un coro de gaitas; otras, como unos adolescentes en una competición de crujidos de huesos. Dalehouse había hecho los gráficos de las frecuencias, desde muy por debajo de la gama audible para el hombre hasta más agudas que el chillido de un murciélago, y había identificado al menos veinte fonemas. No se trataba de cantos de pájaros. Era un lenguaje, estaba seguro.
El calor de la estrella le daba de pleno en la piel descubierta y se volvió hacia la portilla. Kung había entrado en el campo de visión y parecía una calabaza de Halloween de piel fina, con las brasas de Hades dentro de su superficie moteada. Entrecerró los ojos y corrió una persiana de densidad neutra sobre la portilla; no era peligroso mirar a la estrella, pero se corría el riesgo de sufrir quemaduras en la retina si se la observaba fijamente demasiado tiempo.
Con aquel calor empezó a sentirse adormecido. ¿Por qué no?, pensó apagando la grabadora de golpe. Se echó hacia atrás, cerró los ojos y empezaba ya a dormirse cuando oyó que gritaban su nombre:
—¡Dalehouse! ¡Krivitin! ¡DiPaolo! Que se presente aquí todo el mundo.
Se removió para despertarse del todo, echó de menos una taza de café y se impulsó hacia el área de trabajo. Alex Woodring dijo:
—Más vale que todos veáis esto. Los Poblas han enviado otro informe y Harriet nos lo ha grabado.
Dalehouse se acercó con dificultad para tener una mejor visión de la pantalla de vídeo en el momento en que ésta parpadeaba y se iluminaba. Apareció una planta, de color rojo oxidado, que recordaba a un helecho, con frutos que parecían frambuesas colgando de sus frondas.
—Pasa la cinta, Harriet —dijo Woodring con impaciencia. Las imágenes saltaron, parpadearon y finalmente se detuvieron en la pantalla.
Al principio, Dalehouse creyó que se trataba de la imagen de otra flor klongiana, posiblemente una planta carnosa del desierto, con gotas rojas y amarillas que rezumaban lo que supuso era una especie de sabia... Pero luego se movió.
—Dios santo —susurró alguien. Dalehouse sintió que algo le subía por la garganta.
—¿Qué es eso?
—Creo que era un ratón blanco —dijo Morrissey, el biólogo.
—¿Qué ha pasado?
—Eso —dijo el biólogo, con tono sombrío, pero con un matiz de satisfacción profesional—es lo que todavía no sé. Los Poblas transmiten sus informes de voz codificados.
—¡Se supone que deben compartir la información! —soltó Dalehouse.
—Bien, tal vez lo hagan. Doy por sentado que el Heredero de Mao hará que su delegación en la Unesco entregue un informe, y en cuanto lo manden a Nueva York, sin duda Houston nos enviará una copia. Pero todo eso tardará, creo. Sin embargo, la imagen hablaba por sí misma. Si os paráis a pensarlo, no nos hace falta saber nada más: Klong no es tan hospitalario como nos gustaría. —Vaciló un instante y luego prosiguió—: No creo que sea una enfermedad infecciosa. Más bien parece una reacción alérgica. En cualquier caso, me cuesta mucho imaginarme un microorganismo alienígena que se adapte tan rápido a la química de nuestro cuerpo. Sospecho que nosotros somos tan venenosos para ellos como ellos para nosotros, así que, como primera medida de precaución, no comeremos ni beberemos nada más que nuestras propias provisiones precintadas y agua destilada.
— ¿Quieres decir que vamos a aterrizar de todos modos? —preguntó la ingeniera electrónica canadiense con incredulidad. El capitán Kappelyushnikov gruñó.
— ¡Da!—asintió con energía y luego le habló en voz baja a la intérprete que dijo con suavidad:
—Dice que hemos venido hasta aquí para eso. Dice que tomará todas las precauciones. Dice que en la próxima órbita aterrizaremos.
Dalehouse pasó las extrañas canciones de la sonda mosquito unas cuantas veces, pero el equipo que necesitaba para realizar un análisis mínimamente serio había sido almacenado y carecía de sentido montarlo otra vez. Así que no le quedaba más remedio que matar el tiempo. Somnoliento, miró al planeta y se empezó a quedar dormido preguntándose cómo llamarlo. Hijo de Kung, Niño de Kung, Pequeño Kung —«Klong, Hijo de Kung» era el nombre que le habían dado los norteamericanos—, pero cualquiera de ellos resultaba inquietante. Cuando se despertó, le dieron un tubo de espesa gelatina con la que se tendría que embadurnar.
—Quítate la ropa y cúbrete con esto de arriba abajo; tal vez te proteja de algún tipo de hiedra venenosa o lo que sea que haya ahí fuera, hasta que lo descubramos.
Luego se volvió a vestir y esperó. La ingeniera electrónica se había concentrado en escuchar cualquier transmisión que se produjera en el planeta y estaba señalando con precisión las fuentes sobre un mapa de likris de la superficie soleada de Klong.
—Parece que hay dos estaciones emitiendo —comentó Dalehouse.
—Sí. Debe de tratarse del campamento base y, supongo, de alguna expedición que ha salido. Ahí está la base de los Po—bias... —Tocó un punto sobre el mar purpúreo, en una orilla de una bahía de cien kilómetros—, y ahí está la otra estación. —Señaló al otro lado de la bahía—. Sabemos que ésa es su base; la fotografiamos la última vez que pasamos por encima. No es gran cosa. Yo diría que todavía no han acabado de instalarse. Esa señal está en código de impulsos, probablemente datos de ciencia básica de camino a su nave en órbita para la transmisión taquión a casa.
—¿Qué hay al otro lado de la bahía?
—Tampoco gran cosa. Una especie de nido de algunos de los artrópodos, pero ellos no tienen radio. —Se quitó el auricular de la sien y se lo pasó a Dalehouse—. Escucha esta señal.
Dalehouse se colocó el auricular. El sonido era un pitido de dos tonos entrecortado, que se repetía quejumbrosamente una y otra vez.
—Suena triste —dijo.
La mujer asintió.
—Creo que es una señal de socorro —comentó frunciendo el ceño—, pero no parece que la estén respondiendo.
V
¿Qué puede decirse de un ser como Sharn-igon que le haga parecer real y ofrezca de él una imagen clara? Tal vez podríamos abordar la cuestión de manera indirecta, como sigue.
Imagínese a un hombre amable y alegre, el tipo de persona que lleva a los niños a pescar, baila la polca, lee poesía isabelina y sabe por qué Tebaldi fue la mejor Mimí de la historia.
¿Es ése Sharn-igon?
No. Se trata sólo de una analogía. Suponga que seguidamente pasamos a preguntar si ha conocido a ese hombre. Usted vacila, repasando rápidamente los encuentros casuales de su vida. No, dice, con un dedo delante de la nariz, me parece que no, nunca he conocido a nadie así.
Y suponga que entonces le decirnos: ¡Claro que sí! Lo conoció el jueves de la semana pasada. Él conducía el autobús A—37 que usted tomó para ir de la estación al Edificio del Gobierno, y llegó tarde a su cita con el inspector de Hacienda porque ese hombre no le quiso cambiar un billete de cinco dólares.
¿Qué diría entonces? Tal vez algo así como: ¡Dios, es verdad! ¡Recuerdo perfectamente ese incidente! Pero el tipo no era un simpático bailarín de danzas tradicionales, sino un conductor de autobús.
Algo parecido le pasaría también con Sharn-igon. Es bastante fácil imaginarse que se lo encuentra (siempre y cuando no nos preocupe cómo ha llegado usted allí). Realicemos el experimento mental necesario para ver qué sucedería. Imagine que, de algún modo, se encuentra fuera del tiempo y el espacio, como un dios de H. G. Wells contemplando el universo desde una nube. Mete el dedo en lo infinitesimal, toca el planeta de Sharn-igon y lo descubre. Lo examina de arriba abajo.
— ¿Qué es lo que ve?
Podríamos intentar describírselo diciendo que Sharn-igonera conservador en lo político, de arraigadas convicciones morales y decente hasta la médula. Podríamos intentar que lo comprendiera diciendo que él (¿como qué conocido suyo?) gritaba por dentro con un dolor inconsolable.
—Pero ¿sería usted capaz de ver todo eso?
—O, más bien, nada más echarle una ojeada, se quedaría boquiabierto, retiraría su dedo asqueado y diría:
— ¡Dios, amigo! Eso no es una persona. ¡Es una criatura alienígena! Vive (¿vivió? ¿vivirá?) a mil años luz de distancia, en un planeta que gira alrededor de una estrella que no he visto jamás. Y, además, tiene un aspecto espeluznante. Si tuviera que decir qué parece, mirándolo con los mejores ojos que pudiera, diría que se asemeja a medio cangrejo parcialmente aplastado.
—Y, por supuesto, usted tendría razón...
El modo en que Sharn-igon se veía a sí mismo era, claro, muy distinto.
Para empezar, no se trata de una invención instantánea para que usted la contemple. Es una persona. Tiene relaciones con otras personas. Vive en una sociedad. Su existencia se desarrolla (¿se desarrollaba?) en y a través de una densa red de tradiciones, leyes, costumbres y usos populares. No se parecía a ningún otro krinpit (como su pueblo se denominaba a sí mismo), por más indistinguibles y similares que nos parezcan a nosotros. Él era Sharn-igon.
Por ejemplo, era la época del Corro del Saludo, pero Sharn-igon la aborrecía. Para él, era la parte más solitaria y funesta del ciclo de su especie. Le desagradaba el bullicio, se tomaba a mal el sentimiento hipócrita y fingido. Las tiendas y burdeles estaban atestados pues todo el mundo intentaba comprar regalos y quedarse embarazado, pero en la vida de Sharn-igon todo aquello no era más que una farsa sin sentido porque estaba solo.
Si usted le hubiera preguntado, Sharn-igon le habría contado que siempre había aborrecido el Corro del Saludo, al menos, desde su muda definitiva. (Cuando era una cría que empezaba a agitarse en la retícula de su madre—masculina, le encantaba, como es natural. A todas las crías les gustaba. El Corro del Saludo era para los niños.) Pero no era cierto del todo. El ciclo anterior, su esposa—masculina, Cheee-pruitt, y él habían tenido un Saludo muy animado.
Cheee-pruitt se había ido. Sharn-igon hizo gestos hacia su biombo, casi tropezándose con un fantasma incomestible que estaba tumbado ante él. No hubo ninguna reacción. Vaciló. Algo —tal vez el fantasma— estaba diciendo su nombre, pero eso era ridículo. Tras un instante de indecisión, se abrió paso rápidamente entre el atestado sendero hacia —llamémoslo bar— para mascar un par de bocados rápidos.
Observe con atención a Sharn-igon mascando hebras de helecho alucinógeno, apretujado bajo dos o tres clientes alrededor del krinpit que amasaba y dispensaba el producto. Tenía una figura elegante: una anchura viril —por lo menos dos metros de borde a borde— y era agradablemente esbelto, con no más de cuarenta centímetros hasta la punta superior de su caparazón. A pesar de su humor, resultaba atractivo para todo tipo de machos y hembras sin pareja. Estaba sano, era joven, potente sexualmente y tenía éxito en la profesión que había elegido.
Bueno, no es exactamente así porque en su actividad hay una paradoja. La profesión de Sharn-igon era una especie de trabajo social. Cuanto mayor éxito lograra, cuanto más satisficiera las necesidades de su propio ego, peor era su sociedad. Los krinpit recurrían a personas como Sharn-igon sólo cuando tenían problemas. Los krinpit eran socialmente interdependientes hasta un extremo que no suele darse en una cultura tecnológica de la Tierra. Tal vez podríamos encontrar ese tipo de clan tan unido entre los esquimales o los bosquimanos, sociedades en las que cada miembro de la comunidad tenía que poder depender de los demás, o todos morirían. Por esa razón, Sharn-igon era más feliz cuanto menos requirieran sus servicios. El Corro del Saludo estaba produciendo la cosecha habitual de egos heridos, fruto de la soledad en medio de la alegría festiva de los demás. Estaba más ocupado que nunca y, por tanto, también era más desdichado.
Póngase en pie sobre su nube y contemple a Sharn-igon desde las alturas. Sin duda para usted tiene una apariencia extraña y, es verdad, puede que hasta repulsiva. Su caparazón con forma de creciente está salpicado de lo que parecen velas marinas quitinosas. Algunas alcanzan unos centímetros de alto, otras son mucho más pequeñas; y a su alrededor corren, chasqueando y raspando, lo que parecen piojos. De hecho no lo son, ni siquiera se trata de parásitos, salvo en el sentido en que un feto es un parásito de su madre: son las crías. Sharn-igon no es el único krinpit del bar que lleva crías. Del centenar de individuos que hay en el local, ocho o diez se hallan en la etapa de macho criador. A veces, una de las pequeñas y huidizas criaturas se cae o, sin querer, se la lleva el caparazón de otro krinpit cuando se frotan entre ellos. Los pequeños se percatan inmediatamente de lo sucedido y se ponen frenéticos intentando volver a su sitio.
Los extremos del caparazón de Sharn-igon son de quitina plisada, articulados con cartílago. Esa parte siempre está en movimiento, expandiéndose como los pliegues de un acordeón, inclinándose o desplegándose como un abanico. Sharn-igon se desplaza por el atestado suelo de tierra o sobre los cuerpos de otros krinpit (en el agradable ambiente del bar a nadie le importa que le pasen por encima) apoyándose sobre una docena de patas de articulación doble.
Después de tomar tres bocados rápidos, sintiéndose mejor, salió del bar y avanzó sigilosamente por el sendero de césped, sin prisas, sin haber pensado en dirigirse a ningún sitio en particular. A cada lado del sendero se levantan lo que podríamos tomar por unos biombos japoneses bastante ajados. No tienen ningún ornamentó, pero están ensamblados y plegados y son de todos los tamaños. Esas pantallas delimitan los hogares y los espacios comerciales, algunos de los cuales están atestados de krinpit, como el bar, y otros casi vacíos. Los biombos también están tachonados con las diminutas protuberancias con forma de vela, pero carecen de otra ornamentación. Lo primero que salta a la vista es que carecen de colores. Los krinpit no captan el color y, bajo la luz crepuscular y de tono rojo sangre de la estrella de Kung, tampoco usted diferenciaría demasiados colores al principio, incluso si los hubiera.
Ése es el aspecto que un entorno similar tendría para usted, con su visión humana. ¿Qué apariencia tendría para los ojos de los krinpit? Es irrelevante: se trata de una pregunta sin sentido porque los krinpit no tienen ojos. Poseen receptores fotosensibles sobre los caparazones, pero carecen de lentes, de retina, de mosaico de células sensibles que puedan analizar una imagen y traducirla en información.
Si el escenario es oscuro, también es ruidoso. Todos los krinpit repetían atronadora y continuamente su nombre, bueno el «nombre» en el sentido de que el nombre de la esposa de Franklin Roosevelt era Eleanor. El nombre no era una convención arbitraria, sino el sonido que hacía cada krinpit. Era el sonido lo que los guiaba, lo que palpaba el mundo a su alrededor y les devolvía la información necesaria a sus cerebros ágiles y competentes. Los impulsos de sonar que emitían, para leer los ecos, eran sus «nombres». Cada uno de ellos era distinto, y todos los krinpit los emitían continuamente mientras vivían. Su aparato auditivo principal era la superficie inferior del vientre, tirante como un tambor. Utilizaban un sistema parecido al de los delfines, que les permitía emitir una notable gama de sonidos vocálicos. Las «rodillas» de las patas de doble articulación podían puntuar los sonidos vocálicos con «consonantes» vibrantes. Cada vez que se desplazaban, caminaban rodeados de música. No podían moverse en silencio.
Eran capaces de controlar los sonidos concretos que producían; en realidad, poseían un lenguaje complejo y sofisticado.
Los sonidos que se convertían en sus señales de reconocimiento eran probablemente los que les resultaban más fáciles de emitir, pero podían producir casi cualquier otro sonido en la gama de frecuencia de su oído. En este sentido sus voces se parecían bastante a las humanas.
Así pues, allá a donde fuera Sharn-igon estaba siempre rodeado de su sonido: «Sharn», un ruido creciente y prolongado, como una sierra musical, sobre el que se solapaba un siseo blanco; e «igon», un redoble de tambor que repiqueteaba y bajaba de nuevo a la tónica. Y no era sólo Sharn-igon. Todos los krinpit producían continuamente sus nombres—sonidos básicos, cuando no emitían los de los demás. Y no sólo eran los krinpit. Su entorno les cantaba. Cada uno de sus recintos se distinguía de los demás con máquinas movidas por energía eólica que producían sonidos. Casi todas ellas tenían trinquetes, tubos que emitían zumbidos, bastidores que rugían o cuerdas arqueadas que clamaban a los vientos su propia señal de reconocimiento.
Para unos ojos humanos, Sharn-igon era un cangrejo torcido que se desplazaba rápidamente en medio de una ruidosa masa de otros cangrejos, sumidos en una infernal penumbra rojiza, con un no menos infernal sonido estruendoso que salía de todas partes.
Sharn-igon lo percibía de manera muy distinta. Paseaba sin propósito definido por una calle que conocía bien. La calle tenía un nombre, que se traduciría con bastante fidelidad como «Gran Vía Blanca».
En el cruce de la Gran Vía Blanca con el Rincón de los Reproductores, Sharn-igon entabló conversación con un conocido. — ¿Tienes idea del paradero de Cheee-pruitt?
—Negativo. Conjetura: es estadísticamente probable que esté en la zona del lago de la ciudad.
— ¿Por qué?
—Algunas personas heridas o enfermas. Muchos espectadores. Se ha informado de la presencia de varios fantasmas anómalos.
Sharn-igon agradeció la información y se volvió hacia el paseo del lago. Recordó que, hacía algún tiempo, parecía haber habido un fantasma cerca de la residencia de Cheee-pruitt, y era anómalo. Básicamente, había dos tipos de fantasmas. Los Fantasmas de Arriba eran muy comunes y fácilmente «visibles» (porque hacían mucho ruido), pero no devolvían ninguna señal de eco para poder hablar al sonar de un krinpit. Cuando podían atrapar a alguno resultaba un buen bocado. Los Fantasmas de Abajo, por su parte, eran casi invisibles. Muy raramente emitían sonidos reconocibles y no devolvían demasiado eco; sólo podían detectarlos cuando sus excavaciones subterráneas dañaban una estructura o una granja krinpit. También eran comestibles, y los cazaban sistemáticamente cuando tenían la suerte de dar con un nido de crías.
Pero ¿qué eran estos otros seres anómalos, que ni eran Fantasmas de Arriba ni de Abajo?
Sharn-igon recorrió apresuradamente el Rincón de los Reproductores hacia la Plaza de los Vendedores de Pescado y luego avanzó por el paseo del lago hacia la animada conmoción del Amarradero de Balsas. Había algo casi invisible meciéndose sobre el fondo del cadencioso oleaje de la bahía. Aunque los krinpit utilizaban el metal en contadas ocasiones, Sharn-igon reconoció al momento su brillantez; pero ese metal resplandeciente parecía flotar sobre algo tan blando e inmaterial que no devolvía un reflejo real a su auscultación. Sin embargo, la parte brillante no sólo reflejaba los sonidos de Sharn-igon con una potencia casi cegadora, sino que generaba su propio sonido: un débil gemido agudo y constante, un crujido de arena seca irregular. Sharn-igon no supo identificar esos sonidos; pero claro, nunca había visto una cámara de televisión ni un repetidor de radio.
Detuvo a uno de los krinpit que se alejaba irritado del grupo y le preguntó qué pasaba.
—Algunos krinpit intentaron comerse el fantasma. Están heridos.
— ¿Los hirió el fantasma?
—Negativo. Después de comer, les hizo daño. Un fantasma sigue ahí. Avisa para que no coman.
Sharn-igon atendió a los sonidos que rebotaba el desconocido con más cautela.
— ¿Tú también has comido de los fantasmas?
—Muy poco. Yo también estoy mal.
Sharn-igon se tocó las mandíbulas y siguió su camino, preocupado por Cheee-pruitt. No lo había oído entre la multitud, pero el estruendo era cegador. Unos doscientos krinpit, al menos, raspaban y se deslizaban unos por encima de los caparazones de otros, arremolinados alrededor de la masa sanguinolenta de lo que había sido uno de los «fantasmas». Sharn-igon se detuvo y auscultó la zona, sin saber qué hacer.
Oyó su propio nombre a sus espaldas, mal pronunciado pero reconocible: Sharn-igon. Al girarse, su desarrollado sentido direccional del sonido identificó la fuente. El fantasma parecía haber pronunciado su nombre. Sharn-igon se le aproximó con cautela; no le gustaba su olor, no le gustaba su sonido amortiguado y sombrío, pero sentía curiosidad. Primero, pronunciaba su nombre: Sharn-igon. Y, entre las repeticiones... ¿qué decía? ¿Otro nombre? Con toda seguridad no un nombre krinpit, pero el fantasma lo repetía una y otra vez. Sonaba como OJ med dul LAJ.
En la otra orilla de la Bahía de la Revolución Cultural, a cincuenta kilómetros, Feng Hua-tse aclaró los cubos de miel en las aguas purpúreas y los llevó de vuelta al grupo de burbujas que conformaba el cuartel general del Bloque de Población. Desde la orilla no podía verse el vehículo de aterrizaje. Las protuberantes burbujas lo rodeaban y ocultaban. A través de las paredes transparentes de la más cercana (podían haberlas hecho opacas, pero el grupo había tomado la decisión de que la conservación de la energía era más importante que la intimidad) podía ver las sombras borrosas de las dos mujeres a las que se les había asignado la tarea de atender la enfermería. No se les había encargado esa función porque fueran mujeres, sino porque ellas mismas tendrían que haber estado en la cama. Apenas capaces de caminar, su estado aún les permitía cuidar más o menos de sí mismas y de los dos casos más graves, y no podían prescindir de ningún otro que lo hiciera por ellas.
Feng dejó los cubos limpios dentro de la burbuja de enfermería, lamentando el desperdicio del precioso estiércol, aunque fue él quien tomó la decisión de que los desechos de los enfermos se arrojaran a la bahía en lugar de utilizarlos para fertilizar el diminuto terreno que habían habilitado como jardín. Hasta que estuvieran seguros de qué había matado a un miembro de la expedición y había puesto a cuatro más en la lista de enfermos — ¡casi la mitad de sus efectivos aniquilados de un plumazo!—, Feng no correría riesgos de contaminación. Era una pena que su biólogo fuera el más grave de los enfermos: necesitaban sus conocimientos. Feng había sido biólogo aficionado de joven y proseguía con los experimentos con los animales, los informes tactran a Pekín y las revisiones de los enfermos cuatro veces al día.
Se detuvo en la sala de radio. La pantalla de vídeo que seguía al pequeño grupo que había cruzado la bahía continuaba mostrando la misma monótona escena. Según parecía, habían dejado la cámara en la balsa, y todo indicaba que ésta había navegando a la deriva llevada por las corrientes lentas y erráticas de la bahía, de manera que la cámara mostraba sólo ocasionalmente una delgada franja de la costa, a un cuarto de kilómetro. De vez en cuando se podía ver a uno de los artrópodos desplazándose deprisa por la orilla, así como vislumbrar sus edificaciones bajas y frágiles. Todavía no había visto a Ahmed Dulla ni al costarricense que lo acompañaba.
Fuera de la burbuja para el equipo de comunicaciones, los dos antillanos echaban tierra sin orden ni concierto dentro de cestas tejidas. Feng les habló con brusquedad y consiguió una efímera aceleración de su ritmo de trabajo. Ellos también estaban enfermos, pero todavía no se sabía a ciencia cierta si padecían el mismo trastorno que los demás. Aquí, pensó con amargura, los antillanos deberían sentirse como en casa. El calor y la humedad eran como los de la jungla. Lo peor era la iluminación, siempre el mismo rojo mortecino, sin alcanzar nunca el brillo suficiente para ver con claridad, ni tampoco oscurecerse nunca del todo. Feng tenía dolor de cabeza desde que habían llegado y, en su opinión, se debía sólo a la vista cansada. Él, al menos, no había probado la comida de Hijo de Kung. En eso había tenido más suerte, o había sido más listo, que los cuatro ingresados en la enfermería y el que había muerto, por no mencionar la docena de ratas y conejillos de Indias que utilizaron para probar las sustancias. Feng maldijo. ¿Por qué había permitido que ese narigudo montañés de Pakistán lo convenciera de que dividieran sus fuerzas? Claro que había pasado antes de que los otros cinco enfermaran rápidamente pero, aun así, había sido un error. Cuando volviera a Shensi, asumió Feng para sus adentros, le esperaba una larga jornada de autocrítica. Si es que volvía.
Levantó dos cestas de tierra en la percha que colgaba del hombro y se las llevó consigo a inspeccionar la presa. En ella radicaba su mayor esperanza. Cuando la acabaran, no les faltaría electricidad para dar energía a las lámparas ultravioleta, almacenadas todavía en la bodega del vehículo de aterrizaje, que transformarían los débiles y frágiles semilleros en resistentes cosechas de alimentos. ¡La tierra de este planeta no tenía nada malo! No importa cuántos enfermaran, incluso que murieran, él sabía que no se debía a la tierra; Feng la había desmenuzado entre el índice y el pulgar, la había olisqueado, había dado la vuelta a un palada y observado con asombro los seres diminutos que se arrastraban por ella y la habitaban. Se trataba de seres extraños, pero su presencia significaba que la tierra era fértil. Lo que le faltaba era una luz solar apropiada. Eso es lo que tendrían que proporcionarle ellos, y lo harían una vez construida la presa; y entonces, se juró Feng, producirían cosechas que serían la envidia de todas las granjas colectivas de la provincia de Shensi.
Cuando emprendió el camino de vuelta, empezaba a llover. Unas gotas cálidas, lentas y gruesas caían por la espalda de Feng bajo su chaqueta de algodón. Había otro aspecto positivo: la abundancia de agua, que no sólo era buena para las plantas, sino que evitaban el crecimiento de esporas. Feng albergaba muchas sospechas de que ellas fueran la causa de la enfermedad. Incluso a través de las nubes podía percibir el calor de Kung Fu-tze. No era visible, pero daba a las nubes el aspecto rojizo e irritado de un cielo sobre una lejana gran ciudad. Seguiría así hasta que la masa de aire que empujaba a las nubes se desplazara; entonces reaparecería esa brasa encendida y distante, y el cielo púrpura negruzco con sus estrellas.
Feng regresó al cuartel general por el sendero del bosque, revisando las trampas. En una de ellas había dos criaturas de varias patas, que recordaban a langostas terrestres. Una de ellas estaba muerta y la otra la devoraba. Feng las tiró a las dos y no volvió a colocar las trampas. No tenía sentido. Carecían de personal para ocuparse de más ejemplares de animales de los que ya tenían. Tres de los cepos habían saltado, pero estaban vacíos, y otro había desaparecido. Feng rezongó para sí, irritado. Era mucho lo que desconocían acerca de la fauna de este bosque de helechos. Para empezar, ¿qué había robado la trampa? Casi (odas las criaturas que habían visto eran artrópodos, tenían aspecto de insectos o de crustáceos, ninguno de mayor tamaño que la mano de un hombre. Sin duda existían animales mayores. Los seres sensibles del asentamiento de la otra orilla de la bahía, de una corpulencia equiparable a la de un humano, eran prueba de ello. Pero los animales salvajes, si existían, no se dejaban ver y, sin duda, había seres que vivían en aquellos helechos altos y leñosos. Podían oírlos, incluso vislumbrarlos de vez en cuando, pero ningún miembro de la expedición había podido capturar o ni siquiera fotografiar todavía a ninguno. Era evidente que si había criaturas pequeñas, también habría otras mayores que se las comieran, pero ¿dónde estaba n? ¿Y qué apariencia tenían? ¿Dientes de lobo, garras de felino, pinzas de cangrejo?... Feng se quitó esos pensamientos de la cabeza, no eran tranquilizadores. Sin duda, los humanos serían tan indigestos a la fauna local como ésta les había resultado a los hombres.
Sin embargo, tal vez no se dieran cuenta hasta que fuera tarde.
Empezaba a tener la impresión de que los humanos no iban a encontrar nada que comer en Klong. El biólogo se había limitado a tomar muestras de microorganismos de cada miembro del grupo y a cultivarlos en platillos de agar. Ya no era posible utilizar animales de laboratorio. Todos habían muerto. Y, uno por uno, él había ido probando cada pequeño y prometedor fragmento de planta o animal que le traían, dejando caer un caldo de su sustancia en el agar y, uno tras otro, destruyeron el círculo oscurecido de bacterias que crecían. Eran antibióticos perfectos salvo por un detalle: habrían matado al paciente mucho más rápido que cualquier enfermedad.
Pese a todo... Haz un corte circular en la corteza de los árboles. Déjalos morir. Irriga esos pastos anegados... Los árboles no parecían poseer una verdadera corteza. De hecho, en realidad no eran árboles. La tala y quema tal vez no funcionara aquí. ¡Pero algo tendría que funcionar! De un modo u otro, ¡los campos de Hijo de Kung florecerían!
Feng se dio cuenta de que lo estaban llamando.
Se dio la vuelta y se alejó del lugar donde había estado la trampa desaparecida corriendo de regreso a la colonia. A medida que se aproximaba a la playa y las frondas se aclaraban, vio a una de las enfermas que podían mantenerse en pie agitando los brazos nerviosa.
Feng llegó sin aliento.
— ¿Qué? ¿Qué? —refunfuñó.
— ¡Un mensaje de radio del narigudo! Es una señal de socorro, Hua-tse.
— ¡Vaya! ¿Qué decía?
—No decía nada, Hua-tse. Es la llamada de socorro automática. Intenté comunicarme con él, pero no hubo ninguna respuesta.
—Por supuesto —gruñó Feng, asiéndose las manos con rabia. Otra cosa que tendría que admitir ante la comuna. Dos miembros del grupo estaban en peligro, tal vez perdidos, porque él había sido tan insensato como para permitir que sus fuerzas se dividieran. Dos personas irreemplazables, un montañés y un hispano, eso sí, pero personas al fin y al cabo. Su ausencia sería muy grave, y no sólo la de las personas, también la de una de las tres cámaras de televisión. El repetidor de radio. El inapreciable plástico que habían empleado para confeccionar la cobertura del bote. Había sido un despilfarro excesivo. Ya habían malgastado gran cantidad de plástico en las burbujas para alojar a los enfermos, el equipo, sus escasas pertenencias. Eso también había sido una insensatez: el bosque de helechos constituía. una fuente ilimitada de tallos leñosos para las estructuras, de frondas para los techos y paredes. Con este calor húmedo no necesitaban más que eso, pero él, por debilidad, había permitido el hinchado de las cabañas burbuja en lugar de utilizar lo que la naturaleza les proporcionaba.
¿Podían construir otra barca? No estaba nada claro que quedara plástico suficiente para el casco y las velas y, cuando se hubiera acabado, ¿dónde iban a conseguir más? ¿Y a quién iba a enviar? De los once expedicionarios originales, uno estaba muerto, dos desaparecidos y cuatro enfermos. ¿No era una insensatez todavía mayor dividir más sus fuerzas para intentar reparar el daño que el primer error había causado? ¿Y qué podían hacer si construían una nueva barca y cruzaban la bahía? Lo que les hubiera pasado al montañés y al hispano podría también pasarle a quienquiera que siguiera sus pasos. Tenían muy pocas armas, sólo las que se habían llevado Dulla y el otro hombre en la primera expedición, y de poco les había servido...
— ¿Vamos a ir, Hua-tse?
La pregunta lo sobresalió.
— ¿Qué?
— ¿Vamos a intentar ayudar a nuestros camaradas? Feng se apretó las manos con más fuerza.
— ¿Con qué? —preguntó.
VI
En un planeta que no tiene noche, los días se hacen interminables, reflexionaba Danny Dalehouse a un metro de profundidad bajo la tierra klongiana y, al menos, con otro tanto por cavar. Sus músculos le decían que llevaba como mínimo ocho horas excavando esa letrina, pero el diminuto y desalentador escorial que se amontonaba a su lado contradecía esa sensación muscular y el rojizo resplandor que iluminaba a contraluz las nubes sobre su cabeza no le ofrecía ninguna referencia. No se había alistado para excavar letrinas, pero se tenía que hacer y él era, sin discusión posible, el miembro más prescindible del grupo para encargarse de esa tarea aunque, ¿por qué tenía que requerir tanto tiempo?
Sólo llevaban tres días en el planeta (no es que hubiera días, se trataba sólo de que las viejas costumbres tardaban en morir), y el placer ya estaba desapareciendo. Lo que no era manifiestamente desagradable, como excavar las letrinas, resultaba una pesadez. Lo que no era aburrido, daba miedo, como la terrible y violenta tormenta que se había llevado por los aires su primera tienda, tan sólo diez horas después del aterrizaje, o era irritantemente molesto, como la picazón de los sarpullidos que les habían salido a todos y los problemas estomacales que habían convertido las letrinas en algo vital. Y, para empeorarlo, parecía que tenían compañía. Kappelyushnikov maldijo en ruso para informar de que una tercera nave tractran había descendido de su estado de carga para orbitar Klong. Debía tratarse de Grasis, sin duda, lo que significaba que ahora todo el mundo estaba representado en Klong. ¿Qué había de todo aquello del pionero solitario?
La pala golpeó en una zona hueca. Danny perdió el equilibrio, giró y cayó en postura fetal en el interior del hoyo, con la cara casi dentro del agujero que se había abierto inesperadamente. Un olor frío y húmedo ascendía desde su interior. Le recordó a una bodega cerrada y a las jaulas de ratones domésticos, y oyó movimientos rápidos y furtivos.
¿Serpientes? Descartó la idea en cuanto se le ocurrió. Ese era un miedo terrenal, fuera de lugar en Klong. Se tratara de lo que se tratara, no sería extraño que fuera más letal que un nido de serpientes de cascabel. Salió de la zanja saltando con prudente rapidez y gritó:
— ¡Morrissey!
El biólogo estaba a sólo unos metros, guardando muestras de plantas encurtidas en conservantes dentro de bolsas de plástico herméticas.
— ¿Qué pasa?
—Le he dado a un agujero. Puede ser un túnel. ¿Quieres echarle un vistazo?
Morrissey paseó la mirada de la vaina de semillas purpúrea que sostenía en un fórceps a la zanja de Dalehouse, dudando. Luego dijo:
—Claro, pero primero tengo que almacenar esto. No excaves más hasta que haya acabado.
Era una orden muy agradable y Dalehouse la obedeció agradecido. Estaba acostumbrándose a recibir órdenes. Ni siquiera en sus funciones de cavador de letrinas se libraba de interrupciones constantes, cada vez que algún miembro momentáneamente más valioso dé la expedición necesitaba otro par de manos: Harriet para montar la radio, Morrissey para sellar sus bolsas con calor o Sparky Cerbo para que la ayudara a encontrar los tomates enlatados y los cuchillos de cocina que habían desaparecido durante la tormenta..., cualquiera. Ya había tenido que vaciar dos veces el retrete químico del vehículo de aterrizaje en un foso superficial y echarle encima tierra de Klong porque los demás miembros del equipo no podían esperar a que acabara la tarea que le estaban impidiendo concluir.
Era una lata. ¡Pero estaba en Hijo de Kung! Podía olfatear los extraños olores klongianos: canela, moho, vegetación recién cortada y algo que se parecía un poco al pastel de manzana de su madre, aunque ninguno de ellos era en realidad nada de eso. Podía contemplar el paisaje klongiano, mucho paisaje: una palabra cada vez.
Era lo que esperaba de una expedición de especialistas. Dalehouse no era cocinero, ni granjero, ni médico, ni operador de radio. Carecía de cualquiera de las habilidades hipertrofiadas que poseían todos los demás. Era el único generalista de la expedición, y así seguiría la situación hasta que establecieran contacto con los autóctonos y pudiera emplear las habilidades comunicativas que se le suponían. Mientras tanto, le tocaba el trabajo deslomante.
El piloto ruso, Kappelyushnikov, estaba gritando su nombre.
—Eh, Danny, ven a tomarte una copa. ¡Olvídate del sudor!
— ¿Por qué no? —A Danny le alegró ver que Cappy sostenía en alto un vaso que contenía un centímetro de agua y esbozaba una amplia sonrisa. Por fin había conseguido que el alambique funcionara. Dalehouse se tragó las escasas gotas y se secó primero los labios con gesto apreciativo y luego la frente mojada. Kappelyushnikov tenía mucha razón. En aquella atmósfera espesa y húmeda, los dos estaban cubiertos de sudor. El alambique funcionaba con una pequeña llama de un pulverizador de petróleo, lo que, en su situación, equivalía a quemar billetes de cien dólares para ponerlo en marcha. Más adelante lo llevarían a la orilla del lago y utilizarían energía solar, pero en ese momento necesitaban agua potable.
—Está buena, ¿verdad? —preguntó Kappelyushnikov—, ¿no te hace sentir débil, como si fuera una especie de veneno? Muy bien. Entonces llevémosle una copa a Gasha.
La intérprete se había concedido a sí misma el mando durante la fase de establecimiento del campamento y nadie se había opuesto: se pasaba horas pegada a la radio, intentando dar sentido a las comunicaciones, pero aseguraba que la otra mitad de su mente era capaz de controlar las tareas asignadas a cada uno. Tal vez tuviera razón, pensó Dalehouse. Era la persona menos agradable de la expedición, y a nadie le apetecía especialmente discutir con ella. Resultaba difícil imaginar a alguien con menos atractivo físico, con un pelo fibroso moreno y una permanente expresión de desilusión en el rostro. Aunque de mala gana, se mostró agradecida por el agua.
—Gracias por poner en marcha el alambique. Y la letrina también, por supuesto, Danny. Ahora, los dos podéis...
—Yo no he acabado —la corrigió Danny—. Jim quiere revisar primero un agujero. ¿Alguna noticia en la radio?
Harriet sonrió sin despegar los labios.
—Hemos recibido un mensaje de los Poblas.
— ¿Sobre ese tipo que está en apuros?
—Oh, no. Échale un vistazo. —Le pasó un rollo de fax:
Las Repúblicas Populares ofrecen su mano en señal de amistad a la segunda expedición llegada a Hijo de Kung. Mediante la cooperación pacífica conseguiremos un glorioso triunfo para toda la humanidad. Los invitamos a que se unan a nosotros en las celebraciones del mil quinientos aniversario de los escritos de Confucio, cuyo nombre recibe nuestra estrella.
Dalehouse se quedó atónito.
— ¿Ese aniversario no es una especie de vacaciones de invierno?
—Te veo muy bien informado, Dalehouse. Se celebra en diciembre. Nuestro instructor lo denominaba la respuesta confuciana a la Chanukkah, que es, como ya sabréis, la respuesta judía a las Navidades.
Dalehouse frunció el ceño, intentado recordar, algo que se le hacía cada vez más difícil.
—Pero si todavía no estamos ni en octubre.
—Me sorprende tu rapidez mental, Danny. Así que interprétalo, ¿quieres? —le pidió la intérprete.
—No sé. ¿Nos están diciendo algo así como que no nos molestéis durante un par de meses?
—Más bien algo así como que nos muramos —intervino el piloto.
—No lo creo. No están mostrándose poco amistosos —dijo Harriet, recuperando el fax y mirándolo con los ojos entrecerrados—; fijaos en que se refieren a Kung Fu—tze con la forma latinizada del nombre. Es un detalle bastante cortés por su parte. Aun así... —Frunció el ceño. Vistos con la mirada más compasiva, los ojos de Harriet eran ligeramente saltones, como los de un conejo, debido a las pesadas lentes de contacto que llevaba; y en ese momento sus labios se fruncían también como los de ese roedor—. Por otro lado, se han tomado la molestia de señalar que somos la segunda expedición.
—Con lo que quieren decir que ellos son la primera. Pero ¿qué importancia tiene? No pueden plantear reclamaciones territoriales por haber llegado aquí antes que nosotros, eso quedó especificado con detalle en los acuerdos de la ONU. Nadie tiene derecho a reclamar más que un círculo de cincuenta kilómetros alrededor de una base autosuficiente.
—Pero están insinuando que podrían hacerlo.
A Cappy le aburría tanto protocolo.
— ¿Alguna carta de amor de los Grasis, Gasha?
—Sólo una confirmación de que han recibido nuestro mensaje. Y ahora, esa letrina...
—En seguida, Harriet. ¿Qué pasa con el paqui que se ha perdido?
—Que sigue perdido. ¿Quieres escuchar las últimas cintas? —No esperó la respuesta, sabía cuál sería. Enchufó una bobina y la pasó. Era la señal de socorro automática de los Poblas; cada treinta segundos se oía un SOS codificado seguido de un pitido de cinco segundos para la localización. Entre las señales, el micrófono permanecía abierto, transmitiendo cuantos sonidos captara.
—He eliminado la mayor parte de la suciedad sonora. Esta es la voz del hombre.
Ni Dalehouse ni Kappelyushnikov incluían el dominio del urdú entre sus habilidades.
— ¿Qué dice? —preguntó el piloto.
—Simplemente pide ayuda. No está en buenas condiciones físicas. La mayor parte del tiempo no dice nada, y además tenemos esto.
Lo que surgió del reproductor de la cinta se parecía al chirrido de un grillo de tamaño increíble y bastante a un Festival de Año Nuevo chino en el que aborígenes australianos tocaran sus instrumentos nativos.
— ¿Qué demonios es eso? —preguntó Danny.
—Eso —dijo Harriet con suficiencia— también es un lenguaje. He estado estudiándolo y he podido diferenciar algunos conceptos clave. Tienen algún tipo de problema, no sé exactamente cuál.
—No tan grave como el del paqui —gruñó Kappelyushnikov—. Vamos, Danny, es hora de que volvamos a trabajar.
—Sí, esa letrina es...
— ¡No en la letrina! Hay otras cosas en la vida además de mierda, Gasha.
Ella se calló y le lanzó una mirada iracunda. Kappelyushnikov era casi tan prescindible como Danny Dalehouse, puede que hasta más. Una vez que la expedición estuviera bien instalada, las habilidades de Dalehouse entrarían en acción, o eso esperaban todos, para establecer contacto con la vida autóctona, pero la habilidad principal del piloto se limitaba a pilotar una nave espacial por placer. Si se lo presionaba, podía conducir un valvajet, una lancha rápida o una canoa. Y en Klong no había ninguno de esos vehículos.
En cambio, lo que sí tenía que siempre resultaba útil era iniciativa.
—Gasha, querida —la intentó engatusar—, no es posible. Tu querido Morrissey todavía tiene sus trampas para ratones en la zanja. Y, además, ahora que disponemos de agua, tengo que hacer Wasserstoff
—Hidrógeno —lo corrigió Harriet automáticamente—. ¿Hidrógeno? ¿Para qué demonios quieres hidrógeno?
—Así tendré un trabajo que hacer, querida Gasha: volar.
— ¿Vas a volar con hidrógeno?
—Tú sí que me entiendes, Gasha —respondió radiante el ruso, señalando hacia arriba—. Como ellos.
Danny miró hacia arriba y al momento corrió a la tienda para buscar el único par de prismáticos decente que quedaba, pues los otros dos pares también habían desaparecido después de la tormenta.
Allí estaban: la bandada de globonoides arrastrada por el viento, muy alto, cerca de las nubes. Se encontraban al menos a dos kilómetros, demasiado lejos para oír los sonidos de su canto, pero por los prismáticos los podía ver con bastante nitidez. En el firmamento purpúreo, resaltaban con sus colores brillantes verdes y amarillos. Dalehouse verificó que era cierto lo que le habían dicho: algunos eran luminosos, ¡como luciérnagas! Una tracería de venas se destacaba sobre la gran bolsa de gas de cinco metros de los más voluminosos y próximos a ellos, parpadeando con chispas bioluminiscentes que la recorrían.
—Maldita sea —gruñó—, ¿qué estás diciendo, Cappy? ¿Crees que puedes volar ahí arriba?
—Sin ningún problema, Danny —respondió el piloto con aire solemne—, sólo es cuestión de confeccionar burbujas y meterles Wasserstoff Entonces volamos.
—Hagamos un trato —dijo Dalehouse con seguridad—. Explícame qué hay que hacer y yo lo haré. Yo... ¡espera un momento! ¿Qué es eso?
El enjambre de globos se estaba dispersando y, tras ellos, atravesando la zona que abandonaban, llegaba otra cosa, algo que latía con un destello rítmico de luz.
Entonces también él escuchó el sonido.
— ¡Es un helicóptero! —gritó estupefacto.
El piloto del helicóptero era bajo, moreno e irlandés. No sólo era irlandés, sino un repatriado al Reino Unido tras once años en Houston, Texas. Morrissey y él congeniaron inmediatamente.
— ¿Te acuerdas de Bismark's?
— ¿Has estado alguna vez en La Carafe?
— ¿Que si he estado? ¡Si viví allí!
—Cuando se reunieron todos, el recién llegado dijo:
—Encantado de conoceros a todos. Me llamo Terry Boyne y os traigo saludos oficiales de nuestra expedición, es decir, de la Organización de las Naciones Exportadoras de Combustible, a la vuestras, es decir, a vosotros. Está bien lo que tenéis aquí —prosiguió mirando con admiración a su alrededor—. Nosotros estamos más abajo, hacia el polo de calor; para mí, habéis elegido un mejor emplazamiento. En el nuestro hay un viento increíble y, por si fuera poco, hace un calor abrasador, ¿qué os parece?
— ¿Y por qué lo elegisteis? —preguntó Morrissey.
—Oh —dijo Boyne—, hacemos lo que nos ordenan nuestros jefes, ¿vosotros no? Y lo que me han ordenado hoy es que me pase por aquí y haga una visita de buena vecindad.
Como era de esperar, Harriet intervino:
—En nombre de los Estados Exportadores de Alimentos aceptamos tus saludos y, por nuestra parte...
— ¿Quieres hacer el favor de callarte, Harriet? —retumbó Kappelyushnikov—. Nosotros no somos sólo una colonia más de Klong, Terry Boyne.
— ¿Qué es «Klong»?
—Así es como llamamos a este planeta —explicó Dalehouse.
—Hum... «Klong». A nosotros se nos ha dicho que lo llamemos «Jem», abreviatura de «Geminorum». Sabe Dios cómo lo llamarán los Poblas.
— ¿Los has ido a visitar?
Boyne carraspeó.
—Bueno, en realidad se trata más o menos de eso, no sé si me entendéis. ¿Habéis estado interceptando sus emisiones?
—Por supuesto. Y las vuestras.
—Bien, entonces habréis escuchado las señales de socorro del pobre tipo atrapado con esas bestias que nuestro intérprete dice que se autodenominan «krinpit». Los Poblas no responden. Nos ofrecimos a ayudarlos y nos mandaron a la mierda.
Morrissey miró a Harriet. La intérprete de los Grasis lo estaba haciendo mejor que ella.
—A nosotros nos ha pasado algo parecido, Terry —dijo—. Nos insinuaron que no éramos bien recibidos en su parte del mundo. Por descontado, no tienen ningún derecho a adoptar esa postura...
—... pero no queréis provocar ningún problema entre bloques —acabó Boyne la frase asintiendo—. Bien, por razones humanitarias... —Se atragantó y, antes de proseguir, dio un largo trago de la bebida que le había alcanzado Morrissey—. Mierda, seamos sinceros. Por curiosidad y sólo para ver qué está pasando (pero también por razones humanitarias) queremos ir hasta allí y rescatar al tipo. Obviamente, los Poblas no pueden. Suponemos que la razón por la que nos mantienen alejados tanto a vosotros como a nosotros es que no quieren que veamos lo apurada que es su situación. Vosotros no podéis... —Vaciló buscando las palabras con tacto—. Bueno, a todas luces sería más fácil que nosotros nos acercáramos con un helicóptero que vosotros enviarais una expedición por tierra. Estamos dispuestos a hacerlo, pero preferiríamos no ir solos, no sé si me entendéis.
—Creo que yo sí —dijo Harriet con tono despectivo—. Queréis que alguien comparta la responsabilidad.
—Queremos que sea una incuestionable misión de caridad interbloques —la corrigió Boyne—, de manera que estoy decidido a ir y sacar de allí a ese hombre ahora mismo, pero me gustaría que me acompañara uno de vosotros.
En ese momento ocho de los diez miembros de la expedición empezaron a hablar a la vez, hasta que Kappelyushnikov gritó: « ¡Voy yo!» y acalló a los demás. Harriet miró enfurecida al equipo y dijo enfurruñada:
—Pues ve, si quieres, aunque andamos muy escasos de personal...
Danny Dalehouse no esperó a que acabara:
— ¡Tienes toda la razón, Harriet! Y por eso debo ir yo. Podéis prescindir de mí, y además...
— ¡No! ¡De mí sí se puede prescindir, Danny! Y soy piloto...
—Lo siento, Cappy —dijo Danny con seguridad—, ya tenemos un piloto, el señor Boyne aquí presente, y además tienes que hacer tu Wasserstoff para que pueda volar cuando vuelva. Y, además, establecer contacto con los alienígenas es mi función básica, ¿no? Y —no esperó a que le respondieran— por si fuera poco, creo que conozco al tipo que está atrapado ahí, Ahmed Dulla. Ambos tuvimos problemas con la policía en Bulgaria hace un par de meses.
El lento guk, guk, guk se transformó en un frenético güicgüicgüicgüic cuando el piloto incrementó la velocidad de los rotores y el helicóptero se elevó con una sacudida del suelo y se dirigió hacia una nube. Danny se aferró al asiento, maravillándose del derroche de su tesoro del que hacía gala el Bloque de Combustible: cuatro toneladas contando sólo el helicóptero, transportadas por taquión desde la órbita de la Tierra con un coste en recursos que ni siquiera podía imaginar.
—No te mareas en las alturas, ¿verdad? —gritó Boyne por encima del ruido de las aspas. Danny negó con la cabeza, el piloto sonrió y ladeó los bordes de las aspas para que el helicóptero se inclinara hacia una masa de cúmulos a la que empezó a seguir. Para decepción de Danny, la bandada de globonoides no estaba a la vista, pero aun así había otras criaturas, grandes y pequeñas, en el aire, que se mantenían a cierta distancia. Dalehouse no podía verlas con claridad y sospechaba que ellas querían que fuera así, manteniéndose en los límites de su campo visual y desapareciendo entre las nubes en cuanto el helicóptero se acercaba. Pero... ¡y lo que veía abajo! El paisaje se extendía ante él para que lo disfrutara mientras el aparato avanzaba a sacudidas a menos de cincuenta metros por encima de la vegetación más alta. Bosquecillos de árboles que parecían bambú, matas de helechos de treinta metros de altura, marañas de vegetación que parecían un manglar, con veinte o más troncos que se unían para formar un único y enmarañado juego de la cuna vegetal. Veía pequeñas criaturas corriendo y saltando para ocultarse cuando ellos serpenteaban por encima, y colores de todo tipo. El invariable resplandor rojizo de la estrella enana suavizaba las piedras y el agua, pero los colores más brillantes no eran reflejos, sino incandescencia natural de hongos luminosos, colas de insectos luminiscentes o luces de las propias plantas.
Por supuesto, Dalehouse había estudiado los mapas de Klong, las fotografías orbitales proporcionadas por el radar de dispersión, pero ver el paisaje mientras lo sobrevolaban era algo muy distinto. Atrás, a uno o dos kilómetros por la costa habían dejado su propio campamento en una estrecha lengua de tierra que separaba la bahía del amplio océano (o lago). Estaba el propio lago (u océano), que se curvaba como una rodaja de sandía mordida y, bajo la luz de Kung, tenía casi el mismo color. Orilla arriba estaba el campamento de los
Poblas. Más allá, hacia la parte de Klong que se extendía justo por debajo de la estrella, donde la tierra era más seca y las temperaturas aún más elevadas, se levantaba el de los Grasis. Esas dos instalaciones, por supuesto, no estaban a la vista. El helicóptero giró por encima del agua. Boyne señaló y Dalehouse asintió: podía ver su destino, que empezaba a tomar forma a través de la neblina oscura, en la lejana orilla.
Dalehouse descubrió que Boyne no había sido sincero del todo. No había mencionado que éste no era su primer viaje a la comunidad krinpit. Había realizado al menos dos sobrevuelos antes, porque tenía fotografías de la zona. Sacó un fajo de fotos de un bolsillo elástico de la puerta del helicóptero, las revisó y le pasó una a Danny.
— ¡Allí, junto al borde del agua! —gritó. Señaló una figura hecha un ovillo a unos metros de la playa. Cerca estaba varada tina barca de plástico y a su alrededor había cobertizos y otras estructuras más misteriosas. También se veían algunas criaturas de aspecto muy desagradable que parecían cangrejos de bordes cuadrados: krinpit. Algunas de ellas estaban sospechosamente cerca de la figura acurrucada.
— ¿Vive todavía? —gritó Danny.
—No lo sé. Hace uno o dos días estaba vivo. Probablemente tenga bastante agua, pero a estas alturas debe de estar muerto de hambre y posiblemente enfermo.
Desde el aire, la población de krinpit parecía un corral, pues la mayoría de las estructuras eran únicamente paredes sin techo, como rediles de ganado. Las criaturas andaban por todas partes, según comprobó Danny, y se movían asombrosamente rápido, al menos si se las comparaba con la imagen de los crustáceos terrestres. No cabía duda de que eran conscientes de que el helicóptero se estaba acercando. Algunas se irguieron y encararon sus rostros ciegos hacia él, y un número inquietante de ellas parecía converger hacia la orilla.
—Tienen una pinta bastante espeluznante, ¿eh? —gritó Boyne.
—Escucha —dijo Danny—, ¿cómo vamos a sacar a Dulla de ahí? No sólo da escalofríos mirarlos, también parecen malos bichos.
—Sí. —Boyne bajó la ventanilla de su lado y se asomó, haciendo que el helicóptero girara. Negó con la cabeza y luego señaló—. ¿Es ése tu amigo?
La figura se había movido desde que le habían tomado la fotografía, ya no estaba a cubierto de uno de los cobertizos sino a unos metros, estirado en el suelo, boca abajo. Dulla no parecía muy vivo, aunque tampoco se podría asegurar que estuviera muerto.
Boyne frunció el ceño en gesto reflexivo, luego se volvió hacia Dalehouse.
—Abre esa caja que tienes entre los pies, haz el favor, y pásame un par de esas cosas.
Las «cosas» eran cilindros metálicos con un lazo de alambre en la punta. Boyne cogió media docena, tiró de los lazos y los arrojó cuidadosamente hacia los krinpit. Cuando los alcanzaron, despidieron un humo amarillo que formó una nube densa. Los krinpit se apartaron del humo tambaleándose, como si los hubiera desorientado.
—No es más que gas lacrimógeno —sonrió Boyne—. Lo aborrecen. —Miró hacia abajo. Casi todas las criaturas que habían convergido hacia el hombre postrado huían ahora. Todas salvo una.
Ésa estaba visiblemente afectada por el gas, pero no se alejaba del ser humano tendido boca abajo. Parecía dolorida. Se movía apresuradamente adelante y atrás, como si estuviera desgarrada entre dos imperativos contradictorios: huir, quedarse, tal vez luchar.
— ¿Qué vamos a hacer con ese cabrón? —se preguntó Boyne en voz alta, sobrevolando la escena. En ese momento la criatura se alejó lentamente y el piloto tomó la decisión. Descendió al espacio de suelo que se extendía entre el krinpit y el paquistaní inconsciente.
—Recógelo, Danny —gritó.
Danny abrió de golpe la puerta de su lado y saltó. Levantar al paquistaní le costó más de lo que había pensado. Dulla no pesaba mucho más de cincuenta kilos aquí, pero parecía tan flácido como la goma, y estaba inconsciente. Danny lo cogió por debajo de los brazos y, más que cargar con él, lo arrastró hasta el helicóptero, mientras Boyne maldecía con preocupación. Los rotores giraron y ya empezaban a elevarse cuando oyeron un crujido estrepitoso y frenético al otro lado. Doscientos kilos de krinpit adulto se lanzaron sobre la paleta de carga lateral. Boyne farfulló encolerizado y maniobró con los controles. El helicóptero se tambaleó y pareció a punto de volcarse a un costado. Al final el piloto lo enderezó y empezó a ascender y alejarse.
— ¿Qué vas a hacer, Boyne? —chilló Danny intentando meter dentro del aparato las piernas de Dulla para cerrar la puerta—. ¡No puedes dejar esa cosa ahí pegada!
— ¡Claro que puedo! —Boyne miró con preocupación las patas de articulaciones rígidas que intentaban desgarrar el plástico para alcanzarlo, elevó el helicóptero y voló por encima del agua—. ¡Siempre he querido una mascota! ¡Veamos si puedo llevarme este bicho a casa!
Cuando, entre maravillado y preocupado, volvió a su campamento, Dalehouse estaba agotado. Dio un rápido informe a los demás miembros de la expedición para sumirse al momento en un sueño sin sueños.
«Noche» era un concepto arbitrario en Klong. Cuando se despertó, el cielo era el mismo de siempre, con las mismas nubes y el rescoldo rojizo apagado de Kung colgado en el remoto centro del firmamento.
Volvió a dedicarse a las tareas habituales. Kappelyushnikov, o cualquier otro, había excavado un poco por él. Tuvo que trabajar menos de una hora, dedicándose básicamente a adecentar los bordes. Lo agradeció porque tenía más de una hora de reflexión por delante.
Tras rescatar al paquistaní, Boyne había seguido una ruta directa a su propio campo base. Ni siquiera había preguntado si Dulla estaba vivo; la espantosa y activa criatura que tenía a sólo unos centímetros de la oreja izquierda y las exigencias del pilotaje reclamaban toda su atención. Avisados por radio, los Grasis tenían redes preparadas. Habían atrapado y encerrado a la bestia antes de que ésta se diera cuenta de lo que ocurría. Luego, tomó una comida rápida mientras Dulla recibía un tipo de tratamiento médico de emergencia, que consistió básicamente en lavarlo un poco e introducirle algo de glucosa en el riego sanguíneo. Más tarde, sobre el suelo árido y caluroso del campamento de los Poblas, donde dejaron al enfermo, aceptaron un agradecimiento teñido de soberbia del chino al mando. Por último, Boyne llevó a Dalehouse a casa. En total, había estado fuera cinco o seis horas. Y cada segundo de esas horas, su mente había recibido una información u otra a la que darle vueltas.
Le dolía de verdad que los Grasis se hubieran quedado con el krinpit. Sin duda alguna, la criatura era inteligente. Si sus edificaciones no lo hubieran demostrado por sí solas, su tentativa metódica de perforar la pared exterior para introducirse en el helicóptero y su paciente aceptación del fracaso cuando vio que el plástico era demasiado duro revelaban que era capaz de pensar. Sólo había presentado una breve resistencia cuando los Grasis le echaron las redes encima, y luego permitió que lo introdujeran en una jaula con barrotes de acero. Únicamente cuando la puerta se hubo cerrado de golpe a sus espaldas, empezó a cortar con movimientos sistemáticos la red para liberar sus extremidades. Dalehouse había dedicado todo el tiempo que le quedó libre a observarlo e intentar dar sentido a los sonidos que producía. ¡Si hubiera aceptado la escisión del cerebro en algún momento de sus estudios! Sabía que Harriet o incluso aquella chica búlgara, Ana, habrían podido extraer algún tipo de patrón lingüístico, pero para él aquello no era más que ruido.
Además, estaba la maravilla del propio campamento de los Grasis. ¡Barrotes de acero! ¡Un helicóptero! ¡Literas con patas y muelles metálicos! Ni siquiera podía imaginarse qué derroche de combustible irreemplazable les había permitido lanzar todo ese material a una velocidad mayor a la de la luz a una órbita alrededor de Kung, y luego hacerlo descender intacto a la superficie del planeta. ¡Si hasta disponían de aire acondicionado! Cierto es que les hacía falta; tan cerca del polo de calor, la temperatura de superficie debía de superar con creces los cuarenta grados, pero nadie los había obligado a establecerse donde necesitarían la sangría permanente de acondicionadores de aire para sobrevivir.
Los Poblas eran todo lo contrario. Su campamento daba pena. El chino Cómo se Llame había puesto la mejor cara posible, pero era evidente que el regreso de Dulla significaba para él, sobre todo, otro herido al que atender, sin que le quedara casi nadie lo bastante sano para encargarse de los cuidados y, mucho menos, para hacer cualquier otra cosa. Con orgullo, había dado a entender a sus visitantes que había otra expedición en camino, «casi tan grande como la nuestra». Pero ¿cómo de grande?
Jim Morrissey interrumpió el hilo de sus pensamientos. El biólogo había estado fuera del campamento y no había oído el informe; ahora quería que se lo explicara todo de primera mano. Dalehouse lo complació y luego preguntó:
— ¿Atrapaste algo en tus ratoneras?
— ¿Qué? Ah. —Obviamente para Morrissey había pasado mucho tiempo—. No. Introduje una sonda atada a un alambre por el túnel, pero una y otra vez acababa topando con callejones sin salida. Sean quienes sean, son muy inteligentes. En cuanto irrumpes en su túnel, lo cierran.
— ¿Así que no tienes ningún animal que enviar a la Tierra?
— ¿Ningún animal? ¿Cómo se te ocurre, Danny? Tengo una casa de fieras completa. Ratas—cangrejo e insectos, bichos que vuelan y otros que se arrastran, quién sabe qué son. Creo que las ratas—cangrejo probablemente están emparentadas con los krinpit, pero no puede establecerse ningún parentesco con certeza hasta que se haya hecho el trabajo de paleontología y, Dios mío, ni siquiera he empezado con los estudios taxonómicos. Y plantas, bueno, plantas, por llamarlas de alguna manera. No tienen estomas ni células mesófilas, ¿no te parece increíble?
—Claro que me lo parece, Jim.
—No tengo ni idea de dónde se realiza el proceso de fotosíntesis —prosiguió Morrissey, maravillado—, pero es la misma magia de siempre. Producción de fécula gracias a la luz del sol o por lo que podría pasar por luz del sol: 6CO2 + 6H20 sigue produciendo C6H12O6 y algún oxígeno de sobra, tanto en la Tierra como en el cielo. O a la inversa.
— ¿Eso es fécula? —preguntó Dalehouse.
—No te quepa duda, pero ni se te ocurra comerlo. Y sigue poniéndote esa gelatina en la piel cada vez que lo necesites. Entre todas esas cosas hay algunas que acabarían contigo.
—Claro.
La atención de Dalehouse se dispersaba y apenas escuchaba mientras Morrissey catalogaba la vegetación que había identificado en Klong hasta el momento. Algo parecido a hierba cubría las llanuras, o plantas carnosas similares al bambú, con tallos huecos que servirían para estructuras. Bosques de plantas que parecían helechos, pero que daban frutos y tenían tallos leñosos. Algunos de ellos crecían juntos de numerosos troncos, como los mangles; otros se elevaban en solitario esplendor como las secuoyas. Había plantas trepadoras que parecían dar uvas, cuyas semillas de cáscara dura se dispersaban mediante los tractos digestivos de los animales. Algunas eran luminosas. Algunas, carnívoras, como el atrapamoscas de Venus. Otras...
—Esa fécula —lo interrumpió Dalehouse, recuperando su propio hilo de pensamiento—, ¿no la podemos comer? Quiero decir, ¿qué pasaría si le extraemos el veneno, cocinándola como a la tapioca?
—Danny, mantente dentro de los límites de lo que conoces.
—No, te lo digo en serio —insistió Dalehouse—. Hemos tenido que traer un montón de masa en forma de alimentos. ¿No podríamos intentarlo?
—No. Bueno, tal vez, en cierto sentido. Sólo se necesitan unas pocas de sus proteínas para provocar una reacción, pero no la sé manejar, así que más vale no experimentar. Acuérdate del ratón blanco de los Poblas.
—Si son plantas, ¿por qué no son verdes?
—Bueno, en realidad lo son, más o menos. Con esta luz parecen púrpuras porque Kung es muy rojo. Si las iluminas con una linterna, tienen una especie de color amarillo verdoso. Mira —prosiguió con seriedad—, no utilizan la clorofila habitual, ni siquiera un derivado de la porfirina. Parecen emplear un ion de magnesio...
—Más vale que acabe esta zanja de una vez —dijo Danny palmeándole el hombro al biólogo.
Estaba casi terminada. Recogió el retrete químico del vehículo de aterrizaje; lo ajustó sobre la ranura de la zanja y luego fue a informar a Harriet.
—Misión cumplida, cagadero norteamericano de primera preparado para su uso.
Harriet fue a inspeccionarlo y frunció los labios.
—Dalehouse, ¿crees que somos animales? ¿Es que no puedes cubrirlo con una tienda como mínimo? Y antes de que llueva, ¿te importaría? Maldita sea, Danny, ¿por qué tengo que decirles a todos lo que hay que hacer?
Levantó la tienda, pero la tormenta, cuando llegó, fue descomunal. Los relámpagos rayaron el cielo entero, de las nubes al suelo, de una punta a otra del horizonte. Kung quedó totalmente oculto, sin que se atisbara siquiera un leve resplandor que señalara en qué punto del cielo se encontraba, y la única luz procedía de los relámpagos. La primera baja fue el sistema de energía. La segunda, la tienda del retrete de Danny, que ráfagas de viento de ochenta kilómetros arrancaron y se llevaron por los aires. Cuando acabó, estaban empapados y abatidos, y todos se dispusieron a reconstruir una vez más el campamento. En East Lansing no había tormentas como las de Klong, y Danny tuvo un mal presentimiento al pensar en los años que le quedaban por delante en este traicionero planeta. Cuando se dio cuenta de que llevaba más de veinte horas sin dormir se dejó caer en la cama y soñó con una cálida mañana en Bulgaria acompañado de una preciosa rubia.
Cuando se despertó, Jim Morrissey lo estaba zarandeando. —Levántate. Me toca la cama.
En realidad ni siquiera era una cama, tan sólo un saco de dormir sobre tina colchoneta hinchable, pero al menos estaba seca y caliente. Dalehouse se la cedió a regañadientes.
— ¿Ha sobrevivido el campamento?
—Más o menos. Sin embargo, más vale que no te acerques a Harriet. Se ha perdido una de sus radios, y cree que todos los demás tenemos la culpa. —Cuando se hubo metido en la cama y estirado las piernas dentro del cálido interior, añadió—: Cappy quiere enseñarte algo.
Danny no se dio prisa en buscar al piloto; lo más probable, pensó, era que tuviera que doblar el espinazo en otro nuevo trabajo pendiente. Podía esperar a que comiera algo aunque, reflexionó mientras masticaba tenazmente el aporte garantizado diario de vitaminas y minerales esenciales (que parecía una galleta para perros), comer no era mucho más divertido que cavar letrinas.
Pero Kappelyushnikov no estaba pensando en eso.
—Durante un tiempo tú y yo no vamos a hacer más trabajos físicos, Danny —le dijo sonriendo—. He sido honrado con el nombramiento como meteorólogo jefe. Debo fabricar más Wasserstoff para vigilar los vientos, y tú me ayudarás.
— ¿Ha afectado mucho la tormenta a Harriet? —aventuró Dalehouse.
— ¿A Gasha? Sí, por eso quiere mejores previsiones meteorológicas, aunque lo que yo quiero son viajes exóticos a lugares remotos. Ya lo verás.
El alambique de Kappelyushnikov había sido reconvertido a la energía solar: un canal de agua salobre del lago corría entre aluminio que reflejaba los rayos ultravioleta, y el vapor quedaba atrapado en una sábana de plástico extendida por encima. Las gotas caían a un depósito, y parte del agua dulce se electrolizaba en hidrógeno y oxígeno. El colector de hidrógeno, un globo de plástico sin costuras, estaba conectado a un pequeño compresor que zumbaba a intervalos regulares para bombear el gas a un pesado cilindro metálico.
Kappelyushnikov comprobó el indicador de presión y asintió con seriedad.
—Está lleno. Ahora tienes que ir a pedirle prestado un teodolito a la jefa suprema, Gasha. No aceptes un no por respuesta; luego te enseñaré algo que te asombrará de verdad.
Por suerte para Dalehouse, Harriet no estaba cuando fue a buscar el teodolito, un pequeño telescopio que parecía una herramienta de topógrafo. Cuando volvió con él, Kappelyushnikov ya había llenado un globo de plástico con hidrógeno y estaba equilibrando con pericia su capacidad de elevación con un rublo de plata que hacía las veces de contrapeso.
—Mi moneda de la suerte —dijo como en un sueño—. Sí, estupendo, ¿tienes un lápiz?
— ¿Qué es un «lápiz»? Tengo un bolígrafo.
No te rías de los viejos valores soviéticos —respondió Kappelyushnikov con seriedad—. Cuando suelte el globo, no le quites ojo al reloj. Me avisas cada veinte segundos, yo te grito las lecturas y tú las anotas. ¿Has entendido? Muy bien, adelante.
El pequeño globo no salió disparado de entre los dedos de Dalehouse sino que se elevó poco a poco, meciéndose suavemente empujado por céfiros errabundos. En la calma que siguió a la tormenta, Dalehouse no había percibido un viento predominante claro y veía que el globo se movía errático. A cada control de tiempo, la lectura que daba Kappelyushnikov señalaba las indicaciones correctas de ascensión y declinación. Tras la séptima lectura, empezó a maldecir, y tras la novena se puso en pie con cara de pocos amigos.
— ¡No está bien! Con esta asquerosa luz del Hijo de Kung, no puedo ver. La próxima vez le ataremos una vela.
—Perfecto, pero ¿te importaría explicarme qué estamos haciendo?
— ¡Midiendo los vientos ahí arriba, querido Danny! ¿Te fijaste en cómo giraba el globo, en cómo retrocedía? Los vientos soplan en direcciones distintas a diferentes alturas. El globo los sigue. Nosotros seguimos al globo. Ahora reducimos las lecturas y pronto te abrumaré con todo lo que quieras saber y más sobre los patrones de los vientos klongianos.
Dalehouse entrecerró los ojos pensativamente mirando hacia el punto en que el globo había desaparecido en las tinieblas pardas.
— ¿Y cómo vamos a hacerlo?
—Oh, Danny, Danny. ¡Qué ignorantes sois los norteamericanos! Trigonometría simple. Tengo una visión correcta de la ascensión del globo a los veinte segundos, ¿de acuerdo? Por tanto, tengo un ángulo de un triángulo rectángulo. El segundo ángulo debe tener noventa grados, ¿lo entiendes? De otro modo no sería un triángulo rectángulo. Una sencilla sustracción de ciento ochenta grados me da el ángulo que falta, y así he descrito el triángulo perfectamente, salvo por la dimensión de los lados. Bien. Ahora añado la medida del primer lado, y una sencilla transformación...
— ¡Eh! No has medido nada. ¿De dónde sacas cuánto mide un lado?
—De la altitud del globo al cabo de veinte segundos por supuesto.
—Pero ¿cómo sabes...?
—Ah —dijo Kappelyushnikov con aire de suficiencia—, por eso es tan importante preocuparse de determinar bien el peso del globo. Con una capacidad de elevación fija, el globo asciende a una velocidad constante. La elevación es equivalente a un rublo de plata, así que cada veinte segundos asciende nueve metros setenta y tres centímetros. Ahora realizamos la misma operación aritmética para la declinación y hemos fijado la posición del globo en un espacio tridimensional. Ven, caminemos mientras hablamos. —Tomó las lecturas que había anotado Danny y las revisó frunciendo el ceño—. Qué letra más espantosa —se quejó—. Sin embargo, tal vez pueda entenderlas lo justo para introducirlas en el ordenador. Es una operación matemática muy fácil.
—Entonces, ¿para qué necesitas un ordenador?
—Oh, podría hacerlas yo mismo, pero el ordenador necesita práctica. Espera y verás, Danny.
Mientras el ruso murmuraba para sí sobre el teclado, Harriet asomó la cabeza en la tienda.
— ¿Qué estáis haciendo? —preguntó con brusquedad.
—Una importante investigación científica—dijo Kappelyushnikov a la ligera, sin levantar la mirada. Para sorpresa de Danny, la traductora no replicó. Parecía taciturna, confusa y desdichada, es decir, con un aspecto no muy distinto del habitual, pero su comportamiento normal era mucho más abrasivo que su conducta de ese momento. Entró silenciosamente en la tienda, se sentó y se puso a hojear sin energía sus notas de traducción.
— ¡Lo tengo! —gritó alegremente el piloto y pulsó una tecla. En el cristal líquido sobre el ordenador aparecieron dardos luminosos coloreados y a continuación se fue formando una trama de flechas de vientos—. Los colores del espectro —explicó Kappelyushnikov—. El rojo es la más baja y el verde hierba fresca la más alta. ¿Veis? A cincuenta metros, el viento se dirige a ciento cuarenta y cinco grados, a ocho kilómetros por hora. A cien metros, retrocede a noventa y cinco grados y va a quince kilómetros, y así sucesivamente. Un triunfo de la tecnología soviética.
Dalehouse asintió admirativamente.
—Todo eso está muy bien, pero ¿para qué nos sirve?
—Meteorología—sonrió Kappelyushnikov guiñando el ojo y haciendo un gesto con la cabeza hacia Harriet. La mujer levantó la mirada y le espetó:
—Corta ya, Vissarion. No estoy de humor para que te rías de mí. Explícale a Dalehouse tu verdadera razón.
El ruso pareció sorprendido, se quedó pensativo un instante y al final se encogió de hombros.
—Muy bien. Pobre norteamericano, pobre Danny, sin tus máquinas te ves impotente, pero yo no. ¡Soy piloto! No quiero ser una lombriz como una de esas criaturas sobre las que cagamos en tu letrina, Danny. Quiero algo para volar. No me van a dar combustible. No me van a dejar utilizar materiales estructurales para planear, algo que aquí sería muy fácil, salvo para despegar, porque hay mucho viento. Pero Gasha dice que no, así que, ¿qué puedo hacer? Levanto la vista y veo globonoides flotando por el cielo y me digo ¡yo también seré un globonoide! —Golpeó con el puño la parte superior del ordenador—. Tengo gas. Tengo información de los vientos en las alturas para navegar. Tengo el conocimiento práctico soviético. También cuento con la ventaja añadida de una gravedad baja y una elevada presión del aire, así que ahora confeccionaré un globo lo bastante grande para mí, y volveré a pilotar.
La oleada de entusiasmo contagió a Dalehouse.
—Eh, eso es magnífico, ¿funcionará?
— ¡Claro que funcionará!
—Podríamos utilizarlo para imitar a esos globonoides, acercarnos a ellos. Harriet, ¿lo has oído? Nos dará la oportunidad de intentar hablar con ellos.
—Sí, está muy bien —dijo ella. Dalehouse la miró con más atención. Harriet parecía más taciturna de lo normal, incluso para alguien como ella.
— ¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—He encontrado la radio —dijo.
— ¿La que se llevó la tormenta?
Harriet se rio, como un personaje de cómic que se carcajeara: Je, je, je.
—Hace falta ser completamente idiota para creerse eso. ¿Cómo se la iba a llevar? El maldito aparato pesa veinte kilos. Se me ocurrió que podría estar transmitiendo, así que escuché y, efectivamente, estaba transmitiendo. Probé un RDF, una búsqueda direccional, y obtuve una localización inmediatamente. Justo debajo —dijo mirándolos fijamente—. El maldito aparato está debajo de nosotros, bajo tierra.
Un minuto seguía siendo un minuto. Danny tuvo que asegurarse de ello porque había empezado a dudarlo. Según el reloj tenía cuarenta y dos pulsaciones por minuto. Era capaz de contener la respiración durante tres minutos, puede que incluso un poco más. El sistema contable de los espacios breves de tiempo no había cambiado de valores, pero 1.440 minutos ya no parecían equivaler a un día. A veces le daba la impresión de que había pasado un día entero, y el reloj le decía que sólo habían transcurrido seis o siete horas. Otras veces, se daba cuenta de repente de que estaba cansado y el reloj le informaba de que llevaba 30 horas sin dormir. Harriet había estado incordiándolos para que todos mantuvieran un horario regular, no porque pareciera necesario sino por una cuestión de orden. Fracasó. Al cabo de... ¿de cuánto?, ¿una semana?, dormían cuando querían, comían cada vez que tenían hambre y marcaban el paso del tiempo, si es que lo hacían, por los acontecimientos. La primera visita de acercamiento de los globonoides se produjo después de la gran tormenta y antes de que los Poblas recibieran el personal de refuerzo. El momento en que Kappelyushnikov trianguló la radio desaparecida para Harriet y descubrió que estaba, como poco, a veinte metros de profundidad, fue justo después de que enviaran sus primeros informes y remesas de muestras a la Tierra. Y el día que los globonoides los visitaron...
Eso fue algo totalmente diferente, el tipo de acontecimiento que lo cambia todo, que marca un antes y un después.
Dalehouse se despertó pensando en el cielo. Cumplió con sus tareas. Ayudó a Morrissey a revisar las trampas, preparó un guiso desecado para la comida y reparó una válvula en el compartimiento de la ducha junto al lago. A pesar de ello, durante todo ese tiempo sólo pensaba en los globos de Kappelyushnikov. Danny lo había disuadido de que confeccionara una gran bolsa única llena de hidrógeno: era demasiado voluminosa, demasiado torpe, demasiado difícil de confeccionar y, sobre todo, era demasiado probable que matara a su pasajero si algo le pinchaba la superficie y explotaba. Así que se habían dedicado a hinchar metódicamente un centenar de bolsas del tamaño de un globo meteorológico, y el ruso había tejido una red para contenerlas. La capacidad de ascensión total podía así ser la que quisieran. Todo lo que se necesitaba eran más globos: podían multiplicarlos para elevar el campamento entero si les apetecía. Si uno o dos explotaban, eso no implicaba un aeronauta muerto. El pasajero descendería razonablemente despacio... o, para ser más precisos, tenían la esperanza de que descendiera despacio. Podría resultar herido, pero al menos no quedaría aplastado sobre el paisaje klongiano.
Kappelyushnikov no permitía que Danny se ocupara de las últimas fases del inflado y atado de los globos.
—Es mi cuello el que está en juego, querido Danny, así que me corresponde asegurarme de que todo vaya bien. —Pero tardas demasiado. Déjame que te ayude.
—Nyet. Está muy claro —sonrió el piloto— que crees que muy pronto también volarás en mis globos. Es posible. Pero esta vez yo seré la única carga. Y, además, todavía tengo que acabar las pruebas de elevación estática. Hasta que lo haya hecho no volaré ni yo.
Dalehouse se alejó contrariado. Llevaba... ya no podía decir cuánto en Klong, un par de semanas, como mínimo, y el autor de «Estudios preliminares sobre un primer contacto con seres sensibles subtecnológicos» todavía no había contactado con su primer espécimen sensible. Oh, sí, los había visto. Había excavadores que construían madrigueras bajo sus pies, y estaba seguro que había vislumbrado algo cuando Morrissey hizo estallar una carga bajo un supuesto túnel. El krinpit había sido su compañero de viaje durante media hora, y los globonoides aparecían con frecuencia en el cielo, aunque raramente se acercaban. ¡Tres especies distintas que estudiar y con las que relacionarse! Y lo más productivo que había hecho desde que estaba en el planeta era cavar una letrina.
Se dirigió nervioso a la tienda de Harriet, con la esperanza de que ella hubiera dado un milagroso salto de gigante en la traducción de alguno de los lenguajes, si es que eran lenguajes. No estaba en la tienda, pero las cintas sí. Pasó las mejores una y otra vez, hasta que Kappelyushnikov entró, sudoroso y alegre.
—La prueba estática es positiva. Capacidad de elevación máxima. Ahora dejemos que ese follón repose un tiempo y luego comprobaremos las fugas. ¿Te gusta el concierto de los amigos aéreos?
—No es un concierto, es un lenguaje. Bueno, creo que es un lenguaje. No son cantos de pájaro sin sentido. Puede oírselos cantando con acordes y armonías. Es una escala cromática más que... ¿sabes algo de teoría musical?
— ¿Yo? Por favor, Danny, soy piloto, no un violinista melenudo.
—Bueno, da igual, el caso es que es cromática más que diatónica, pero las armonías están ahí, no muy distintas de las que podrías escuchar en, pongamos, Scriabin.
—Buen compositor —comentó el ruso con una sonrisa radiante—. Pero, dime: ¿por qué escuchas las cintas cuando tienes las criaturas reales ahí delante?
Sorprendido, Danny levantó la cabeza. Era verdad. Algunos de los sonidos que oía provenían de algún punto del exterior de la tienda.
—Además —prosiguió Kappelyushnikov con seriedad—, le estás quitando el pan de la boca a Gasha. Ella es la traductora, no tú, y es una dama muy difícil. Así que, vamos fuera a escuchar a tus amigos rosas y verdes.
Los globonoides nunca se habían acercado tanto, ni en tal número. El campamento entero los miraba en las alturas, eran cientos, tantos que se tapaban entre ellos y hasta ocultaban parte del cielo. El resplandor rojizo de Kung los atravesaba con su tenue brillo cuando pasaban por delante del disco, pero muchos de ellos resplandecían con su propia luz de luciérnaga que era, sobre todo, como había dicho Kappelyushnikov, rosa y verde claro. Su canto resonaba alto y nítido. Harriet ya estaba allí, con un micrófono extendido hacia ellos para captar cada nota, escuchando críticamente con expresión de aversión. Eso, al menos, no quería decir nada. Era su aspecto habitual.
— ¿Por qué se han acercado tanto? —preguntó Dalehouse, maravillado.
—Yo tampoco quiero quitarte el pan de la boca, querido Danny. Tú eres el experto. Pero creo que es posible que les guste lo que montamos para el piloto del helicóptero. —Kappelyushnikov señaló hacia la baliza estroboscópica que habían instalado sobre la torre.
—Hum... —Danny pensó un momento—. Lo comprobaremos, hazme un favor y tráeme uno de los focos portátiles. Los veremos mejor y puede que incluso se acerquen más.
— ¿Por qué no? —El ruso desapareció dentro de la tienda de suministros y volvió con el foco portátil en una mano y las baterías en la otra, maldiciendo mientras procuraba no tropezar con los cables. Lo manoseó con torpeza y su denso rayo blanco salió disparado hacia el horizonte y luego se elevó oscilando hacia los globonoides. Pareció que los excitaba. Los gorjeos, chillidos, flatulencias y zumbidos de chelo que emitían se multiplicaron en una lluvia de gráciles notas, y pareció que seguían al rayo.
— ¿Cómo lo hacen? —preguntó Harriet con irritación—. No tienen alas ni se ve nada que les permita volar.
—Igual que yo, querida Gasha —tronó el ruso—, suben y bajan, buscando una corriente de aire que les sea favorable. Toma, sostén el foco. ¡Tengo que observar a los expertos y aprender!
Los globonoides se acercaban cada vez más. Era evidente que la luz los atraía. Ahora que tenía la intensidad necesaria para que se vieran con nitidez los colores, la variedad de los dibujos era asombrosa. Había espiras que recordaban a nubes, Franjas de color uniforme; tramas sombreadas, dibujos deslumbrantes que se asemejaban a un camuflaje de la primera guerra mundial.
—Es curioso —dijo Dalehouse mirando atentamente al enjambre—, ¿por qué tienen todos esos colores cuando ni siquiera pueden verlos la mayor parte del tiempo?
—Que no pueden verlos es lo que tú te crees —dijo Kappelyushnikov—, esta luz color de zumo de remolacha es extraña para nosotros, sólo vemos el rojo. Pero para ellos tal vez sea... ¡Vaya, Morrissey! ¡Buen tiro!
Dalehouse saltó medio metro cuando la única escopeta que había en el campamento disparó justo a sus espaldas. Por encima de sus cabezas, uno de los globonoides caía en espiral hacia el suelo.
—Mío —gritó Kappelyushnikov, corriendo para interceptar la caída.
— ¿Qué coño has hecho? —estalló Dalehouse.
El biólogo se volvió hacia él con expresión de sorpresa y a la defensiva.
—He recogido un ejemplar —dijo.
Harriet se rio desagradablemente.
—Debería darte vergüenza, Morrissey. No tenías permiso de Dalehouse para cargarte a uno de sus amigos. Ése es el precio que tienes que pagar por ser especialista en este tipo de criaturas, te enamoras de tus sujetos.
—No seas bruja, Harriet. Mi trabajo ya es de por sí bastante difícil, esto lo hará imposible. Dispararles es un método infalible para alejarlos.
—Oh, claro, Dalehouse. Todos pueden ver que han salido aterrorizados en estampida, ¿verdad? —Levantó despreocupadamente la mano hacia la bandada, cuyos miembros seguían suspendidos en la luz, cantando mientras se elevaban encantados en las alturas.
Kappelyushnikov volvió con una bolsa elástica al hombro.
—Casi tuve que pelearme con uno de tus amigos krinpit para recuperarlo —refunfuñó—. Era un bicho grande y feo. No sé que habría hecho si se hubiera empeñado en disputarme la propiedad, pero se escabulló disparado.
—Por aquí no hay krinpit —dijo Harriet con brusquedad.
—Pues ahora sí los hay, Gasha. Pero da igual. Mira qué bonita es nuestra mascota.
La criatura no estaba muerta. Ni siquiera parecía herida o, al menos, no se veía sangre. Los perdigones tan sólo le habían agujereado la bolsa de gas. No paraba de mover la pequeña cara, que parecía el semblante de una garrapata congestionada, con unos inmensos ojos que los miraban. Emitía sonidos muy débiles, como jadeos.
—Repugnante —dijo Harriet retrocediendo—, ¿por qué no chilla?
—Si supiera la respuesta a preguntas como ésa —dijo Morrissey arrodillándose junto a la criatura para verla mejor—, no tendría que recoger ejemplares, ¿verdad que no? Pero, a ojo, diría que sí gritaría si el disparo no le hubiera dejado sin respiración. Creo que utiliza el hidrógeno para vocalizar. Sabe Dios qué respira. Puede que oxígeno, claro, pero... —Sacudió la cabeza y miró hacia arriba—. Tal vez tenga que capturar unos cuantos más.
— ¡No!
— ¡Por Dios, Dalehouse! ¿Sabes que Harriet no se equivoca contigo? Bueno..., ya sé. Al menos veamos hasta qué punto son fototrópicos. Alcánzame esas balas. —Kappelyushnikov le pasó el cinturón de plástico con munición y Morrissey rebuscó has—la que encontró una bengala.
— ¡Los vas a quemar vivos, Morrissey! ¡Lo que tienen en las bolsas es hidrógeno!
—Oh, vaya. —Pero el biólogo apuntó cuidadosamente a un lado de la bandada. Cada vez más criaturas entraban en el rayo de luz, que se había quedado fijo cuando Harriet había dejado el foco en el suelo, con la luz hacia arriba, y el disperso enjambre se iba contrayendo en una masa agrupada.
Cuando se disparó la bengala, la bandada entera pareció crisparse espasmódicamente como un único organismo. No se arremolinaron en torno a la luz. Se quedaron apiñados formando un apretado grupo elipsoidal a lo largo del eje del rayo de luz; pero su canto cambió hasta alcanzar un frenético crescendo, y pareció que reorganizaban metódicamente las posiciones de las criaturas dentro de la bandada. Los individuos más pequeños y de colores menos brillantes se desplazaron balanceándose hacia las zonas inferiores del grupo, y los más voluminosos y llamativos se elevaron hacia la parte alta. Dalehouse lo contemplaba fascinado, tan extasiado que no se dio cuenta de que tenía la cara empapada y pringosa hasta que Kappelyushnikov gruñó sorprendido.
— ¡Eh! ¿Está lloviendo?
Pero no era lluvia. Era un líquido que, al tocarles los labios, sabía dulce y picante a la vez, con un regusto que tenía algo de animal y fétido; caía como un suave rocío sobre sus caras vueltas hacia arriba y se les pegaba a la piel.
— ¡No traguéis nada! —gritó Morrissey con pánico tardío.
Algunos ya se estaban lamiendo los labios. Tampoco importaba, pensó Dalehouse, porque el líquido los cubría a todos de arriba abajo. Si era venenoso estaban acabados.
— ¡Idiotas! —aulló Harriet, pateando el suelo con rabia. Si nunca había sido atractiva, ahora parecía una auténtica bruja, con el rostro cetrino torcido en una mueca de asco y los dientes desiguales al descubierto—. Tenemos que quitarnos esto de encima. ¡Kappelyushnikov! Morrissey y tú traed ahora mismo cubos de agua.
—Da, Gasha —dijo el piloto como en un sueño.
— ¡Ahora! —chilló ella.
—Sí, claro, ahora mismo. —Se alejó lentamente unos pasos, luego se detuvo y miró por encima del hombro con coquetería—. Alyusha, querida, ¿quieres ayudarme a traer esa importante agua ahora mismo?
La navegante le sonrió tontamente. Le respondió en ruso, algo que hizo que Kappelyushnikov sonriera y Harriet maldijera.
— ¿Es que no os dais cuenta que estamos en peligro, patanes? —gritó, aferrando la mano de Dalehouse en gesto suplicante—. Tú, Danny, tú siempre has sido más amable conmigo que esos otros cabrones. Ayúdame a traer el agua.
Él le apretó también la mano y susurró:
—Demonios, sí, cariño, vayamos a buscar agua.
— ¡Danny! —Harriet ya no estaba irritada. Sonreía, dejando que él tirara de ella hacia la orilla del lago. Dalehouse se pasó la lengua por los labios una vez más. Fuera lo que fuese ese rocío, cuanto más lo probaba más le gustaba: no era dulce ni agrio, no se parecía a la fruta ni a la carne, ni a las flores. No sabía a nada que hubiera probado antes, pero era un sabor irresistible que quería seguir paladeando. Vio que Harriet se tocaba los labios con la lengua puntiaguda, y de repente le asaltó la necesidad de probar esa bruma klongiana en la boca de la traductora. Sintió que un calor húmedo le subía por dentro y la asió bruscamente por la cintura.
Se besaron con desesperación, arrancándose mutuamente la ropa.
Ni se les pasó por la cabeza ocultarse. No les importaba nada lo que los demás miembros de la expedición pudieran pensar de ellos, y a los demás les daba también igual lo que hicieran Harriet y Dalehouse. En parejas y grupos, la expedición entera acabó por el suelo en un arrebato copulatorio masivo, mientras por encima de ellos, los globonoides suspendidos en el aire seguían cantando y pasando por el haz de luz del reflector, y su suave llovizna caía sobre los seres humanos.
VII
Ana Dimitrova, sentada a una mesa junto a la ventana de una tetería griega en Glasgow, escribía aplicadamente su carta diaria a Ahmed. No enviaba todas las que redactaba, eso habría supuesto un derroche ridículo. Pero cada semana, cuando el domingo tocaba a su fin, las desplegaba sobre una mesa y copiaba los mejores fragmentos de cada una, texto suficiente para llenar cuatro puntos en una microficha. Siempre le faltaba espacio. Se inclinó hacia delante para que le diera de lleno el sol norteño, con el codo izquierdo apoyado en la mesa, junto a la taza de té fuerte y dulce que se enfriaba, y la cabeza descansando en la mano, ajena al ruido de los camiones y de los autobuses de dos pisos amarillos y verdes que pasaban por la calle Gallowgate al otro lado del cristal, y escribió:
«... parece que haya transcurrido mucho tiempo desde la última vez que te besé los párpados y me despedí de ti. Te echo de menos, querido Ahmed. ¡Este lugar es espantoso! Espantoso y extraño. Huele a petróleo y a motores de combustión interna, el hedor de un despilfarro perverso. Bien. Les quedan sólo cinco o diez años hasta que se les agote el petróleo del mar del Norte, entonces ya veremos.
»Los dolores de cabeza han sido muy fuertes; creo que se debe a que estos idiomas son muy ordinarios. Hablarlos me supone un auténtico dolor físico. Pero todo irá bien, mi querido Ahmed. Los dolores de cabeza pasan. El dolor de mi corazón perdura mucho más...».
— ¿Más té, señorita?
Las ásperas palabras en inglés retumbaron en el oído de Nan. Hizo una mueca y levantó la cabeza.
—No, gracias.
—Empezaremos a servir comidas dentro de nada, señorita. El cocinero dice que el souvlaki es muy sabroso hoy.
—No, no. Gracias. Tengo que regresar a mi hotel. —Se había demorado con la carta más de lo que debía, pensó con remordimientos, ahora tenía que apresurarse, y encima le había vuelto el dolor de cabeza. No se trataba sólo de que la camarera le hablara en inglés: era el modo en que lo hablaba, las bastas consonantes escocesas que zumbaban y vibraban en el oído. Aunque, la verdad, no importaba mucho qué idioma, al menos qué idioma no eslavo, oyera. Los dolores de cabeza eran cada vez más frecuentes y más intensos. Probablemente se debía a que se había convertido en una intérprete diplomática. El vocabulario científico internacional resultaba bastante fácil de traducir, pues muchas de las palabras tenían la misma raíz en todas las lenguas. En la diplomacia, en cambio, los riesgos eran mayores; los matices, más sutiles y peligrosos. La elección de un adjetivo no importaba nada al traducir un informe sobre polarimetría de rayos X, pero en un discurso sobre la ubicación de una petición de perforación en la cordillera Mesoatlántica podría significar la diferencia entre la guerra y la paz.
Nan pagó la cuenta y se escabulló con cautela por Gallowgate entre los imponentes autobuses que rodaban traviesos por el lado inesperado de la calle. El hedor a diesel la hizo toser, y la tos le provocó más dolor de cabeza.
Además, llegaba tarde. La tenían que recoger para llevarla al aeropuerto a la una, y ya eran las doce pasadas. Pasó virtuosamente por delante de las tiendas (¡tan brillantes y alegres!) sin pararse a mirar ni un solo escaparate. Aquí había ropa de moda que no se vería en Sofía hasta el año siguiente. Pero ¿por qué molestarse? Habría sido bonito comprar ropa nueva si pudiera lucirla para Ahmed. Estando él a tantos miles de millones de kilómetros, Nan se vestía con la ropa que le resultaba más fácil de poner y con la que era menos probable que llamara la atención. Las noches las pasaba sola siempre que podía, escuchando música y estudiando gramática. Su mayor placer era releer las escasas cartas que él le escribía como respuesta a la profusión de misivas que ella le enviaba, aunque no resultaban muy estimulantes. Por lo que contaba Ahmed, Hijo de Kung parecía un lugar lúgubre y horrible.
Atajó por una esquina del Green para caminar por la orilla del río hacia su hotel, con la esperanza de evitar el ruido y los invisibles, pero claramente perceptibles por el olor, gases de los tubos de escape de todos los vehículos. Fue en vano. Los camiones traqueteaban a lo largo del dique del río y la enlodada superficie del Clyde estaba atestada de petroleros y gabarras y arrugada por las estelas de los hidrodeslizadores. ¿Cómo podía vivir alguien en un sitio así? Todo aquello se podría haber evitado. Un poco de previsión. Un poco de planificación. ¿Por qué poner refinerías de petróleo en el centro de una ciudad? ¿Por qué ensuciar el río con desperdicios e inmundicia cuando podría haber sido un fresco oasis? ¿Por qué tener tanta prisa en bombear el petróleo desde el fondo del mar cuando podría haber proporcionado energía, incluso comida, durante cien generaciones más? Y, ya puestos, ¿por qué utilizar el petróleo para nada? —sobretodo en esas manadas y enjambres de coches y camiones— cuando la ciudad podría haberse construido y organizado alrededor de un servicio de transporte público, de energía eléctrica, o movido por el hidrógeno que Islandia, no muy lejos de allí, estaba tan ansiosa por vender.
Pero en Hijo de Kung...
En Hijo de Kung todo podría ser diferente. Deseaba estar allí. Con Ahmed. Y no sólo para estar con él, se dijo con testarudez, sino para formar parte de un nuevo mundo donde las cosas se podrían hacer como era debido. Donde se podrían evitar los errores cometidos en la Tierra. Donde sus hijos tendrían un futuro por delante.
Los hijos que tuviera con Ahmed, por supuesto. Nan sonrió para sí. Era una persona honesta consigo misma, y reconocía que Hijo de Kung le parecía tan prometedor sólo porque
Ahmed se encontraba allí. ¡Qué daría por no estar ella aquí! En las cartas que él escribía, se deslizaban entre líneas datos preocupantes. Muchos miembros de su expedición habían enfermado. Muchos habían muerto, ya en los primeros días —y sus únicas cartas eran de aquellos primeros días—. Bien, él mismo podría haber... No. No se dejaría llevar por ese pensamiento. Ya había demasiadas cosas por las que preocuparse. Por ejemplo, la fotografía que le había enviado Ahmed. Le había parecido inquietantemente delgado, pero lo que más le había llamado la atención era la mano que se apoyaba en su hombro. El dueño de la mano no aparecía en la foto, pero Nan estaba casi segura de que se trataba de una mano femenina. Y eso era todavía más preocupante.
— ¡Señorita Dimitrova! ¡Eh, aquí, Nan!
De repente se dio cuenta de que sus pasos la habían introducido en el vestíbulo del hotel, y de que la saludaba un hombre que le resultaba familiar. Moreno, bajo, rechoncho, de poco más de mediana edad, esbozaba una sonrisa de diplomático y vestía ropas de las que, incluso desde la otra punta de la inmensa sala antigua, a Nan no le cupo duda de que eran de lana auténtica, y puede que hasta de cachemir.
Él le proporcionó los datos que le faltaban.
—Soy Tam Gulsmit. ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en la recepción de la FAO el mes pasado. —Chasqueó los dedos para llamar a un botones—. Tus maletas ya están preparadas, pero, antes, ¿quieres asearte un poco? ¿Tienes tiempo para tomar algo?
Entonces lo recordó bien. En la recepción de la FAO se había mostrado muy insistente en sus atenciones hacia ella, hasta el punto de haberla esperado mientras iba al aseo y empeñarse en mantener en el vestíbulo una conversación personal que rozaba lo ofensivo. Ella le había aclarado que todo aquello era en vano. No se trataba sólo de estar enamorada de otra persona. Eso no le incumbía a Gulsmit; ella no tenía por qué explicarle sus motivos. Era una cuestión de moral socialista. Lo había dicho V. I. Lenin. El amor libre estaba muy bien, pero ¿quién iba a querer beber de un vaso que hubieran ensuciado con sus labios cuantos pasaban por delante? (Y aun así, recordó, las fuentes públicas de Moscú tenían de esos vasos colgados de cadenas, y, seguramente cada uno de ellos había sido manchado por mil Libios.) Que las potencias de Combustible hicieran lo que quisieran —intercambio de parejas, orgías de grupo, lo que les apeteciera—. Ella no estaba allí para emitir juicios, pero una joven socialista de Sofía ni siquiera fumaba por la calle, porque se le habían enseñado ciertos principios de comportamiento que no había olvidado con la edad.
—Sir Tam —empezó (recordó que él tenía uno de esos pintorescos títulos británicos en su nombre)—, es un placer verlo de nuevo, pero ahora mismo debo tomar un vuelo a Nueva York para asistir al debate de las Naciones Unidas. No tengo
—Tienes todo el tiempo del mundo, querida, para eso estoy yo aquí. ¡Chico!
El botones apareció, sin ninguna prisa, montado en su carretilla, y eso también era escandaloso: el único pequeño bolso de cremallera de Nan no necesitaba una máquina que tragaba petróleo para que la transportaran; en una ocasión, ella la había cargado un kilómetro entero.
Sir Tam se rio con indulgencia.
—¿No somos pintorescos? Esta inmensa vieja ruina llena de recovecos... Su gracia reside en su aire británico, ¿no te parece? Somos expertos en seguir apostando por un caballo perdedor mucho después de que cualquier otro apostante lo haya abandonado. ¡Por suerte, nos lo podemos permitir! Bien, ¿necesitas traer algo más?
—Pero, sir Tam, se lo digo en serio, me han enviado un coche para que me lleve al aeropuerto. Estará aquí en cualquier momento.
—En realidad ya ha llegado, querida. Soy yo. Nuestro gobierno me ha proporcionado un Concorde Tres, y yo viajo solo y aburrido. Cuando me enteré de que una amiga de God Menninger necesitaba que la llevaran, me tomé la libertad de venir a buscarte en persona. Te gustará. Hay mucho espacio y llegaremos a Nueva York en noventa minutos.
¡Escandaloso, vergonzoso! Por supuesto, los británicos podían permitirse cualquier cosa, con el océano de petróleo bajo el mar del Norte, y ya extendían sus tentáculos hasta la cordillera mesoatlántica. Pero desde el punto de vista moral, era totalmente incorrecto.
No pudo negarse. Sir Tam acalló todas sus objeciones, y antes de que supiera lo que estaba pasando, vio cómo una grúa la alzaba suavemente hasta introducirla en —¡Dios santo!—un hidrojet supersónico.
En cuanto se abrocharon los cinturones de los mullidos sillones de espuma con una licorera con fondo de succión y vasos ya dispuestos sobre una mesita situada entre ambos, la aeronave se elevó con toda su potencia. La aceleración daba miedo. Resultaba difícil de asimilar que la Tierra se alejara tan rápido de ellos. Por extraño que parezca, el ruido era, sin embargo, menos molesto de lo que Nan había esperado, mucho menos estridente que el rugido de calentamiento de un valvajet.
—Qué silencioso —dijo ella apartándose del brazo despreocupadamente amigable de sir Tam.
Él se rio.
—Vamos a cinco mil kilómetros por hora. Dejamos el sonido muy atrás. ¿Te gusta?
—Oh, sí —respondió Nan intentando evitar que le sirviera una copa. No lo consiguió.
—Pues tu voz más bien parece decir «oh, no».
—Bueno, quizá sea así. Es un derroche increíble de combustible, sir Tam.
—¡Si no quemamos combustible, querida! Sólo hidrógeno puro y oxígeno, tenemos que traerlos a los dos hasta aquí arriba. Ni un gramo de contaminación.
—Pero sí se consume petróleo, o algún otro combustible, para fabricar el hidrógeno. —Se preguntó si podría alargar la conversación sobre química de propulsión durante todo el viaje a través del Atlántico, concluyó que no, y cambió de tema—: Da miedo. No se ve nada por estas ventanas tan pequeñas.
—¿Y qué hay que ver? ¿Es que te gustan las nubes, querida?
—He sobrevolado los océanos muchas veces, sir Tam. Siempre hay algo. A veces icebergs. El mar. En un valvajet sientes la emoción del aterrizaje cuando te aproximas a Terranova o a Río o a la costa irlandesa. Pero a veinticinco mil metros de altura no hay nada.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo sir Tam desabrochándose el cinturón y acercándose a ella—. Si de mí de— vendiera no habría ni una sola ventana en el aparato.
Nan se humedeció apenas los labios con el whisky y contento animada:
—Pero todo esto es muy emocionante. ¿No podría enseñarme la aeronave?
—¿Enseñártela?
—Sí, por favor. Para mí todo esto es nuevo.
—¿Y qué hay que ver aquí dentro? —preguntó, pero se encogió de hombros—. Aunque, bien mirado, sí que quería enseñarte algunas cosas.
Nan se levantó de buena gana, contenta de quitarse la mano de Gulsmit de la rodilla. Los dolores de cabeza habían disminuido, tal. vez porque estaban respirando aire bastante puro en lugar del smog de Glasgow, pero estaba enfadada. Él había dejado claro desde el primer momento que eran los únicos pasajeros, en eso no la había engañado. Sin embargo, Nan había esperado al menos la compañía de las azafatas, y ellas, las tres, se habían retirado a sus exiguos cubículos en la popa del avión. El pequeño salón con paneles era un espacio mucho más íntimo de lo que a ella le habría gustado.
No obstante, lo peor estaba por llegar. Lo que había creído que era un cubículo de servicio resultó ser una diminuta suite dormitorio completa. Con —¿no era increíble?— una cama de agua. Más de una tonelada métrica de masa desperdiciada con inmoralidad. Y, con toda seguridad, para nada más que propósitos igual de inmorales.
—Y aquí —dijo sir Tam por encima del hombro de Nan— tenemos algo digno de estudio. Adelante, déjate llevar por tus impulsos. Pruébala.
—¡Ni por asomo! —Ella se apartó de aquella mano que la tocaba y, con toda seriedad, añadió—: Sir Tam, debo decirle que soy una persona comprometida. No es correcto por mi parte aceptar una situación como ésta.
—Qué anticuada.
—¡Sir Tam! —exclamó casi chillando y muy enfadada, no sólo con él sino también consigo misma. Si hubiera utilizado a tiempo un mínimo fragmento de su inteligencia se habría dado cuenta de que iba a pasar algo así y podría haberlo evitado. Una delicada indirecta de que ése no era el momento. Una sugerencia de que..., ¿de qué? De una enfermedad social, si no le quedaba más remedio. Cualquier cosa. Pero ahora estaba atrapada, con la cama de agua delante y aquel salido con glándulas detrás, que ya le pegaba los labios a la oreja, susurrándole como un zumbido de manera que el dolor de cabeza estalló de nuevo. Se agarró con desesperación a una última esperanza.
—Estábamos..., ¿estábamos hablando de Godfrey Menninger?
—¿Qué?
—Godfrey Menninger. El padre de mi buena amiga, la capitán Marge Menninger. Lo mencionó en el hotel.
Gulsmit se quedó en silencio durante un momento, sin soltarla pero sin acercársele más.
—¿Conoces bien a Godfrey Menninger?
—Sólo a través de su hija. En una ocasión pude evitar que ella acabara en prisión.
El brazo que la aferraba se aflojó un poco. Al cabo de un momento, le dio una amable palmada y se apartó.
—Tomemos algo —dijo y llamó a la azafata. Una sonrisa de diplomático sustituyó a la de sátiro que había esbozado hasta ese instante.
La conversación había vuelto al buen camino, de lo que Ana se sentía muy agradecida. Incluso pudo arreglárselas para regresar al pequeño cubículo con sillones y convencer a la azafata para que le trajera una buena taza de chai fuerte en lugar del whisky que sugirió Gulsmit. Parecía muy interesado en cada detalle del insignificante incidente de Margie Menninger. ¿Les habían tomado las huellas dactilares? ¿Era el tribunal del pueblo un tribunal con archivo y capacidad penal, fuera eso lo que fuera? ¿Había hablado Ana con alguien de la milicia sobre el incidente con posterioridad? Y, si lo hizo, ¿qué le habían dicho?
Parecían interesarle ese tipo de nimiedades, y a Nan no le molestaba ir hurgando en sus recuerdos mientras eso implicara que él mantuviera las manos quietas. Cuando ella se vació del todo, él se recostó en el sillón, acunando la nueva copa que le habían servido y mirando con los ojos entornados hacia el cielo azul muy oscuro y sin nubes.
—Muy interesante —dijo por fin—, esa pobre jovencita. La conozco desde que era muy pequeña. —A Nan ni se le había pasado por la cabeza que Margie Menninger hubiera sido nunca pequeña. Lo obvió, y sir Tam añadió—: Y el bueno de God. ¿Lo conoces desde hace mucho?
—No personalmente —dijo ella, evitando añadir la mentira al desliz de la falta de sinceridad—. Por supuesto, es un hombre de mucha importancia en cuestiones culturales. Yo también estoy muy preocupada por la cultura.
—La cultura —repitió sir Tam meditabundo. Parecía a punto de esbozar una sonrisa sincera, pero se las compuso para mantener la diplomática—. Eres un encanto, Nan —dijo, y agitó su reloj de pulsera para que los números rojos parpadearan—. Ah, casi hemos llegado —añadió, como si lo la mentara—, pero espero que me permitas acompañarte a tu hotel.
Durante todo el trayecto desde el aeropuerto no le había quitado las manos de encima. Lo único que se le ocurrió para librarse de él fue fingir tal agotamiento que pareciera que no pudiera permanecer despierta ni un minuto, aunque sólo era después de comer, hora de Nueva York. Luego se dio cuenta de que había fingido tan bien que se había convencido hasta a sí misma.
Así que se había ido a dormir. Y se despertó antes de medianoche, sin poder conciliar el sueño de nuevo. ¿Qué podía hacer con las once horas que faltaban para que comenzara la actividad matutina?
Escribirle una carta a Ahmed, cómo no. Y unas horas dedicadas a los verbos irregulares. Y alrededor de otra hora escuchando las cintas que acababa de grabar para comprobar su acento. Tras esa sesión nocturna acabó cansada y preocupada. Lo que más necesitaba en aquel momento era dar un paseo por Sofía, desde su piso a la universidad y aún más allá, hasta el aire fresco del parque, pero eso estaba a diez mil kilómetros. En Nueva York no se sale a pasear al aire fresco de la mañana. Así, se había presentado a su trabajo en la cabina de interpretación sintiéndose como si ya hubiera cumplido una dura jornada laboral, con la cabeza latiéndole y palpitándole a dos ritmos diferentes, uno en cada sien...
Se había despistado. Se obligó a concentrarse. Sir Tam es—taba pidiendo la palabra, y ella debía traducir al búlgaro lo que dijera.
Gulsmit tenía la cara violácea de tanto rubor, y gritaba. La mitad del cerebro de Nan se preguntaba a qué respondería esa actitud, mientras la otra mitad procesaba automáticamente las palabras. ¡Tanta pasión por un poco de pescado! Ni siquiera pescado; se trataba de una especie de crustáceo, ¿no? Para Nan, el «krill» era algo que las viejas abuelas campesinas echaban y removían en sus guisos para darles cuerpo. Se presentaba como una sustancia en polvo de color grisáceo blanquecino que se compraban en jarras que llevaban la etiqueta de «concentrado de proteínas de pescado». Uno sabía que era bueno para la salud, pero prefería no pensar en qué órganos y deshechos se habían triturado para hacerlo. En Bulgaria, tan bien surtida de alimentos, a nadie le decía gran cosa aquella sustancia.
Ibero sir Tam estaba exasperado. El Bloque de Combustible
La sesión matinal de la ONU fue agotadora. No le dio tiempo ni de comer decentemente porque tuvo que corregir las traducciones informáticas de lo que ya había traducido por la mañana antes de imprimirlas. Y la sesión vespertina fue una prolongada y sucia pelea.
El debate se centraba en los derechos de pesca del krill antártico. Como se trataba de alimento, los ánimos se encendieron. Y, dado que la tradición marina es un tema que ha interesado a la humanidad desde hace tanto tiempo como las costumbres culinarias, la traducción era muy difícil. No había ni un solo instante en que pudiera recuperar el aliento, ni palabras técnicas acuñadas hacía poco y comunes a la mayoría de los idiomas. Cada lengua había desarrollado sus propios términos para barcos, náutica y, sobre todo, para la comida, en el nacimiento mismo del idioma. Sólo se utilizaban tres de los idiomas de Nan: búlgaro, inglés y ruso. Los paquistaníes no participaban en el debate y había muchos otros que dominaban las lenguas románicas. De manera que había períodos prolongados en los que podía oír sin tener que hablar. Pero ni siquiera en esos momentos podía descansar: debía recordar cuantas palabras le fuera posible. Los delegados de la ONU tenían la desagradable costumbre de citarse extensamente unos a otros, a veces con aprobación, a veces con desdén, siempre con el riesgo de una desviación milimétrica en la cita que ella tenía que reflejar de manera precisa. Sus dolores de cabeza eran espantosos.
Ése era, claro, el precio que se pagaba por la escisión quirúrgica de los dos hemisferios cerebrales. Por no mencionar la sutura que volvía a unir las partes de cada hemisferio que impedían que uno tropezara con las cosas o cayera, ni las inyecciones de ADN que hinchaban el cuello y los ojos durante semanas y que en ocasiones causaban ataques que difícilmente se distinguían de la epilepsia. Eso había sido una sorpresa. No le habían hablado de aquellas reacciones cuando se inscribió para ser una traductora con el cerebro escindido, no le habían dicho ni una palabra. Uno no tenía ni idea de lo doloroso que iba a resultar hasta que ya se lo habían practicado.
Lo que empeoró todavía más el día entero fue su desesperada necesidad de dormir. Sir Tam la había seguido hasta la mismísima puerta e incluso había metido un pie dentro. Du— la necesitaba desesperadamente, exclamaba. ¡Debía conseguirla! ¡Y tenía derecho a ella, según todas las leyes de la humanidad civilizada! El Bloque de Combustible ya poseía las flotas de barcos factoría de altura que podían pescar con jábega en el frío océano Antártico. Citó Pacem in Maris y el tratado británico luso de 1242. Los diminutos cuerpos de las criaturas que constituían el krill, clamó, resultaban absolutamente esenciales para la agricultura británica, pues eran el mejor fertilizante para sus cosechas.
Ante esas palabras, el delegado uruguayo lo interrumpió gruñendo:
—¡Agricultura! Ustedes utilizan esta proteína esencial para alimentar animales.
—¡Por supuesto! —replicó sir Tam categórico—. No hemos sido agraciados con las ventajas que ha recibido su país, señor Corrubias. No tenemos llanuras inmensas en las que pueda pastar nuestro ganado. Para alimentarlos como es debido, tenemos que importar...
Alguien de la delegación norteamericana se rio en voz alta; no era una risa afable, y el uruguayo tamborileó en su mesa burlonamente.
—¿Seguro que alimentan al ganado, sir Gulsmit? Nosotros tenemos pruebas, obtenidas en su propio Ministerio de Sanidad, de que le dan el krill a sus gatos y periquitos. ¿Acaso luego hacen porciones de carne picada de gato? ¿O chuletas frescas de periquito?
Sir Tam lanzó una mirada dolida al presidente interino:
—Señoría, debo pedir que se respete mi turno de palabra.
El presidente era un enjuto ghanés que no había mirado a ningún orador ni una sola vez. Tampoco lo hizo en ese momento. Mantenía la vista fija en las cartas que iba firmando una por una a medida que su secretaria se las ponía delante. Dijo:
—Le rogaría al delegado de Uruguay que se guarde sus comentarios hasta que el delegado del Reino Unido haya concluido su intervención.
Sir Tam sonrió con cortesía.
—Gracias. En cualquier caso, ya casi he terminado. Por supuesto, una parte de nuestras importaciones de krill acaban como alimento para animales de compañía, otra parte como aditivos proteínicos para la justamente famosas ternera británica, y otra como fertilizantes para ayudarnos a cultivar las cosechas vitales que la naturaleza no nos daría por sí sola. ¿Es eso acaso un asunto que deba interesar a este organismo? Creo que no. Lo que nos ocupa aquí es el comportamiento de los Estados miembro en las relaciones internacionales. Nosotros no infringimos ningún tratado internacional al continuar la antigua tradición marítima británica, ni al pescar lo que está libre y a disposición de todos en aguas internacionales, ni, por supuesto, al hacer un uso apropiado de esas áreas pelágicas que, según los tratados existentes que han firmado libremente los Estados miembro, han sido reservadas para nosotros desde hace mucho. Pero ni siquiera ésa es la cuestión importante en la moción que tratamos hoy. Esa moción, les recuerdo, trata sólo de la propuesta para constituir un equipo de pacificación de las Naciones Unidas que supervise las pesquerías antárticas. «Pacificación», mis queridos colegas delegados. Un equipo para mantener la paz. Y por tanto nuestra posición está clara. No se necesita tal equipo. La paz se ha mantenido. No ha habido ningún incidente. Y con toda seguridad no habrá ninguno si de nosotros depende. Las Naciones Unidas tienen mejores cosas que hacer que buscar soluciones a problemas inexistentes.
Se sentó, arreglándoselas para hacerlo con una inclinación al presidente interino, una sonrisa irónica dirigida al uruguayo y, sí, ¡hasta un guiño a Nan, instalada arriba y al fondo, en la cabina de traducción! Ella agitó la cabeza incómoda ante aquella persona tan frívola. Pero tal vez fuera más serio de lo pie parecía, porque ya estaba escribiendo algo en un trozo de papel y haciendo señas a un ujier, mientras el ghanés acababa de firmar sus cartas, cerraba de golpe su carpeta, echaba ,un vistazo al reloj y, cuidando de no cruzar la mirada con el delegado uruguayo, decía:
—Me han informado de que la intervención del próximo delegado puede alargarse durante un tiempo considerable. Dado que son las cuatro, sugiero que hagamos un receso en el debate hasta mañana por la mañana a las diez.
Se oyó un murmullo en la sala. Nan se recostó durante un buen rato masajeándose las sienes antes de levantarse y decidirse a pensar qué iba a hacer durante la siguiente media hora: una comida rápida, un baño y luego un apetecible y largo sueño...
No. No podría ser. Al abrir la puerta de la cabina apareció corriendo el ujier que, sin aliento, le entregó la nota de sir Tam. Decía:
Absolutamente esencial que asista a la fiesta en el SVD, a la que tendré el placer de acompañarla.
Así que no hubo descanso. Podría haber rechazado la invitación. Pero sir Tam se había tomado la molestia de comentárselo al jefe de la delegación búlgara en las Naciones Unidas y, en cuanto llegó a su habitación, recibió una llamada del delegado que le insistió en que tenía que asistir.
Se bañó rápidamente, se vistió con lo que supuso sería un atuendo apropiado y recorrió a paso rápido la calle que iba de su hotel al enorme y pintoresco edificio oblongo, tan distinto a las recientes construcciones vecinas que le recordaban a fortalezas. La cabeza le palpitó durante todo el trayecto. Con poca confianza le dijo su nombre en voz baja al guardia que se encontraba en la puerta del Salón de Visitantes Distinguidos. El consultó una lista, sonrió gélidamente y la dejó pasar.
¡Menudo tumulto! ¡Cuánto humo y qué olores a comida y bebida! Y, claro, allí estaba sir Tam, con un minúsculo ramo de flores en una mano y la otra apoyada en el hombro de un hombre rechoncho, moreno y sonriente a quien Nan no reconoció al principio pero que, no tardó en advertirlo, era el uruguayo con quien sir Tam había estado intercambiando insultos hacía apenas una hora.
—¡Nan! ¡Eh, Nan! ¡Aquí! —Le hacía señas para que se acercara. No se le ocurrió ninguna razón para no hacerlo, pero, ya antes de aproximarse, supo que Gulsmit la iba a tocar otra vez. Y así fue. Las flores eran un ramo de violetas de Parma, escandalosamente fuera de temporada y, por supuesto, para ella. Gulsmit se empeñó en prender el ramillete a su recatado corpiño, dedicando a la tarea mucho más tiempo del que era necesario mientras los que formaban parte de su pequeño grupo de conversación simulaban alegremente no darse cuenta.
A Nan le irritó que el escocés pusiera en evidencia su intimidad de aquel modo, sobre todo en aquella atmósfera hiperactiva, en la que gente que había estado intercambiándose amenazas durante todo el día se reían, se mezclaban y bebían juntos. Y no sólo eso. Cada persona de aquel reducido grupo pertenecía a un bloque rival. ¿Qué diría el jefe de su propia delegación? Sir Tam y el saudí eran miembros del Bloque de Combustible. Los uruguayos, del de Población; así como las dos risueñas mujeres chinas con sus zapatos de tacones de aguja y chaquetas neo—Mao con brocados de seda e hilo de metal.
—Nunca adivinarías, Nan —sonrió maliciosamente sir Tam tras presentarla—, qué se guardan en la manga nuestros amigos para mañana. Cuéntaselo, Liao-tsen.
La mayor de las mujeres chinas le apoyó sonriente la mano sobre el brazo. Era obvio que había bebido mucho. Nan apenas podía entender sus consonantes, pero la china acertó a decir con la mínima claridad necesaria:
—La República Popular de Bengala presentará una proposición de urgencia. Una proposición muy interesante, señorita Dimitrova. Centrada por completo en «la presunta expedición multinacional de las Potencias Exportadoras de Alimentos» y sus «actos de violencia contra los nativos de Hijo de Kung».
—¿Violencia? ¿A qué se refiere? —preguntó Nan, sobresaltada y asustada de repente. Si había lucha en el Hijo de Kung..., si Ahmed se veía en medio de una guerra...
—Eso es lo gracioso, mi querida jovencita —se rio sir Tam entre dientes—; según parece, la pequeña tropa de God ha estado abatiendo inofensivos globonoides. Pero no te preocupes. No creo que aprueben la moción. No es una cuestión de bandos, ¿verdad que no, señor Corrubias?
El uruguayo se encogió de hombros.
—No se han producido consultas oficiales entre las Repúblicas Populares, eso es verdad.
—¿Y extraoficiales? —tanteó Gulsmit.
Corrubias miró a la china de más edad, que, con una inclinación de cabeza, le dio permiso, y dijo:
—Les puedo exponer mi opinión personal, que es que los actos de violencia de los que se nos ha informado no tienen micha importancia. ¿De verdad puede alguien preocuparse por unos fuegos fatuos que van flotando por ahí en el cielo?
—Por otro lado está la cuestión de la especie subterránea dijo la chica. Le dio otro sorbo a su bebida, lanzando una mirada alegremente misteriosa a sir Tam por encima de la copa, antes de seguir con toda tranquilidad—: Pero eso tampoco..., bueno se ha irrumpido en algunas madrigueras, nada más. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos estar seguros de que las criaturas que las habitan sean inteligentes? No pondríamos ninguna objeción, por ejemplo, a un granjero de Nebraska que reventara una topera al arar sus campos de cereales.
—También se podría hablar —dijo Ana con atrevimiento, sorprendiéndose a sí misma de la dureza de su voz— de la especie de crustáceos que ha sufrido algunas bajas. —Pero sir Tam la contuvo con una presión amable en el hombro. No se quejó. De repente había empezado a temer que fuera el grupo de Ahmed el que había causado esas víctimas, y ése era un tema sobre el que ella carecía de la mínima información.
—No sabéis cómo me gustaría veros pelear a muerte por la cuestión —dijo sir Tam entre risas para quitarle hierro a sus palabras. Sin embargo, Nan se preguntó si no lo diría en serio. Se preguntaba asimismo por qué se mostraba posesivo con ella de una manera tan premeditada y pública, poniéndole el brazo sobre el hombro, atento en todo momento a su copa y rellenándosela con algo de cada bandeja que pasaba cerca. Sin duda, todos aquellos extranjeros creerían que ya se habían acostado. Se ruborizó con sólo pensarlo. Ya habría sido terrible ser responsable de un desliz inmoral, como cualquier vulgar fulana, y que se hubiera sabido. Pero es que ¡no había hecho nada! La fama sin habérsela buscado..., ¡qué espantoso! ¿Por qué sir Tam se salía de su guion como delegado para dar esa impresión? ¿No sería acaso que la moral relajada de los miembros del Bloque de Combustible valoraba tanto el fingimiento de una aventura sexual como la propia aventura? ¿No estaría intentando alardear de potencia sexual? ¿Y entre qué tipo de personas se encontraba ella?
—Por favor, discúlpenme un momento —dijo mirando a su alrededor como si buscara el lavabo de señoras. Pero en cuanto se hubo alejado lo bastante de sir Tam, rodeó el salón de paneles blancos y se dirigió a las mesas donde se servía el bufet. Al menos, elevaría su nivel de azúcar en sangre. Tal vez eso aliviaría sus dolores de cabeza y el cansancio; luego ya pensaría en cómo liberarse de la presión de sir Tam.
La mesa habría parecido principesca incluso en Sofía. Pero ¿no eran los tibetanos los que daban esa fiesta? ¿Y porqué se sentían obligados a hacer una exhibición tan derrochadora de alimentos? Caviar que, con toda seguridad, no procedía del Himalaya; exquisitos helados de fruta que probablemente desconocían en los altos y despojados valles de su país; patés en sus cajas de madera originales traídos de Francia. Y, ¡qué barbaridad!, los centros de mesa eran réplicas talladas de las especies de Hijo de Kung. Un globonoide, de medio metro de grosor, ¡en mantequilla! Un crustáceo tallado en lo que parecía un sorbete de fresa. Una criatura alargada, que parecía una rata —¿sería un excavador?— ¡de foie gras! Allí mismo, a su lado, había un hombre de pelo cano y aire distinguido que le pedía a otro más joven de cabellos claros que le llenara un plato con la comida exhibida. Una cucharada del excavador, unas tajadas de algún tipo de carne, un cruasán, una cucharadita de globonoide para poner mantequilla en el panecillo. El hombre captó su mirada y le sonrió con afabilidad aunque sin hablar.
Todo era increíblemente ostentoso. Casi le quitó el apetito a Ana. Apartó la mirada de la comida y vio a sir Tam al otro lado de la sala. En un gesto extraño, él asintió como si la animara a algo y señaló a..., ¿a quién? ¿Al hombre de pelo cano que estaba a su lado?
Ella se fijó con más detenimiento. ¿Se conocían? No. Sin embargo, el rostro de aquel hombre le resultaba familiar, de una fotografía, pensó..., pero una fotografía que había significado algo para ella.
Nan se volvió para hablar con él, pero el hombre de cabello claro se interpuso entre ellos, con educación aunque como si estuviera preparado.... Preparado ¿para qué? ¿Es que creían que era una asesina?
Entonces recordó dónde había visto aquella cara. —Usted es el señor Godfrey Menninger —dijo.
Él adoptó una expresión de curiosidad.
—¿Sí?
—No nos conocemos, pero he visto su fotografía en un periódico. Aparecía junto a su hija. Soy Ana Dimitrova, y conocí a su hija hace unos meses en Sofía.
—¡Ah! ¡Claro que sí! El ángel salvador. Está bien, Teddy —le dijo al hombre Más joven, que retrocedió y empezó a recoger los cubiertos de la bandeja de Menninger—. No sabes cuánto me alegro de conocerte por fin, Ana. Margie anda por aquí, pero lejos de la comida, pobre. Tiene el metabolismo de su madre. No puede mirar siquiera a una exhibición de manjares como ésta sin engordar un kilo. Vamos a buscarla para que la saludes.
La capitán Menninger estaba dando sorbos a su agua Perrier mientras permitía que un agregado japonés cincuentón pensara que estaba haciendo avances con ella, cuando oyó la voz de su padre a sus espaldas.
—Margie, cariño, tengo una sorpresa para ti. ¿Te acuerdas de Ana Dimitrova?
—No. —Margie estudió a la mujer detenidamente, no como si fuera su rival sino como alguien que intentara hacerse una idea del terreno con un mapa. Entonces salió la ficha del archivo de su cerebro—. Sí —se corrigió—. La búlgara. Me alegro de verte otra vez.
No quería darle ninguna importancia a lo sucedido en Sofía, y pretendía que a la jovencita búlgara le quedara bien claro. Por otro lado, Margie tampoco tenía el menor deseo de convertirla en un enemigo. Podría llegar un momento en que la relación de la búlgara con aquel paqui —¿se llamaba Dulla?; sí, Ahmed Dulla, miembro de la expedición de los Poblas a Klong— podría serle de utilidad. Así que se volvió hacia el japonés y le dijo:
—Tetsu, quiero presentarte a Nan Dimitrova. Me prestó una gran ayuda en Bulgaria. Ya sabes lo estúpida que me pongo cuando hago bromas, no puedo mantener la boca cerrada; se me escapan cosas que me ponen en apuros muy incómodos. Y, claro, dije algo ridículamente espantoso. Un comentario político, ya sabes. Podría haber tenido consecuencias muy desagradables. Y entonces apareció Nan, una completa desconocida, una buena persona, y me sacó del embrollo. ¿Cómo está aquel joven encantador que te acompañaba, Nan?
—Ahmed está en Hijo de Kung —respondió Nan. No tenía ganas de ofender a nadie, pero tampoco tenía por qué aguantar las repugnantes y desdeñosas bromas de aquella rechoncha rubita.
—¡Está allí! Vaya, qué coincidencia. Te acuerdas del doctor Dalehouse, ¿verdad? También está en el planeta. Tal vez se encuentren. —Vio que el asistente de su padre acababa de comentarle algo y añadió—: Papá, pareces preocupado. ¿He dicho otra vez algo inconveniente?
Godfrey Menninger sonrió.
—Lo que me preocupa es que si te voy a tener que acercar a Boston, ya es hora de que nos pongamos en camino. ¿Recuerdas que tienes una cita en el MIT esta noche?
—Oh, por favor. Me había olvidado. —Era completamente falso. Margie no se había olvidado de la hora de su cita, que debía tener lugar la mañana siguiente; y no le cabía la menor duda de que su padre tampoco la había olvidado.
—Además —prosiguió Godfrey Menninger—, no tardarás en empezar a estornudar y rascarte si nos quedamos mucho más. ¿O es que también te has olvidado de que eres alérgica a las flores?
Margie jamás había sido alérgica a nada, pero dijo:
—Papá, no sé qué haría sin tus cuidados. Nan, lamento haberte podido dedicar tan poco tiempo, pero ha sido un placer volver a verte. Y Tetsu, no te sientas un extraño la próxima vez que vayas a Houston. Pásate a saludarme.
El japonés dijo algo entre dientes e hizo una inclinación. Aunque, pensó Margie, si a Tetsu le daba por presentarse algún día en Houston, siempre podía decir que estaba fuera de la ciudad. En realidad no le importaba. Había cumplido su objetivo. Pasada cierta edad, ni siquiera acostarse con un hombre otorgaba un control tan fuerte sobre sus emociones como el transmitir la impresión de que sin duda una se acostaría con él si alguna vez surgía la oportunidad.
Acomodada ya en el coche de su padre, con el asistente y guardaespaldas sentado delante, le preguntó:
—Bien, ¿me dirás ahora a qué viene todo esto?
—Tal vez tu pequeña amiga búlgara no sea tan de pueblo como parece. Teddy le hizo un barrido rutinario. Llevaba un micrófono en el ramillete.
—¿Ella? ¿Con un micrófono? ¡Eso es increíble!
Es un hecho —la corrigió su padre—. Tal vez se lo puso alguien de su delegación, ¿quién sabe? Esa fiesta estaba llena de tiburones. Podría haber sido cualquiera. Y, hablando de tiburones...
—... quieres saber de qué me he enterado. —Margie acabó la frase de su padre asintiendo, y le explicó lo que le había dicho el japonés sobre la resolución bengalí.
Él se recostó en el asiento.
—Vaya, se diría que es una simple Noche de Travesuras más de la ONU, como la víspera de Halloween. Tú me tiras el recipiente de basura, yo te echo un gato muerto en el tejado. ¿Van a apoyarla?
—No me lo dijo, papá. No parecía tomársela muy en serio. Su padre se rascó por debajo del ombligo con expresión pensativa.
—Con los Poblas nunca se sabe. El Heredero de Mao ha hecho una gran inversión en Klong. Los bengalíes no se meterían en nada sin el visto bueno previo de la Ciudad Prohibida.
A Margie se le erizó el vello de la nuca.
—¿Estás insinuando que debería preocuparme? No quiero que anulen mi misión.
—Oh, no. No hay la menor posibilidad, cariño. Relájate, anda. Te pareces mucho a tu madre. Nunca aprendió a adaptarse a las circunstancias. Cuando te secuestró la OLP, creí que iba a sufrir una depresión nerviosa.
—Estaba cagada de miedo, papá. Y tú nunca te inmutas. —Ni siquiera, pensó, cuando tu hija de cuatro años lloraba a gritos en la radio del reactor de pasajeros.
—Pero yo sabía que estarías bien, cariño. Lo sabía con toda seguridad.
—Bueno, no me apetece hablar de eso, mi querido amigo. —Margie cruzó las manos encima de su regazo y miró por la ventana. Entre el complejo de la ONU y el aeropuerto no había ni un solo edificio, ni una sola calle que Margie no hubiera visto una docena de veces. En realidad, no las estaba viendo en ese momento. Pero mirar todo aquello —los largos autobuses articulados que renqueaban por los carriles lentos, los vecinos que sacaban a pasear los perros, los escolares, las tiendas, los policías en sus triciclos, los vendedores de las aceras con sus joyas hechas a mano y sus ordenadores de bolsillo— la estimulaba y le ayudaba a aclarar sus ideas. Thomas Jefferson, al volver a Monticello en diligencia, debió de contemplar con la misma mirada distanciada de propietario a los esclavos que quitaban las malas hierbas de sus tierras de cultivo.
—Escúchame, papá —dijo lentamente—. Quiero reforzar nuestra misión. Ahora.
—¿Qué prisa hay?
—No lo sé, pero la hay. Quiero hacerlo antes de que los Poblas y los Grasis se nos adelanten o lleven a mucha de su gente a nuestro Hijo de Kung. Quiero que seamos los primeros y los más numerosos allí, porque quiero el planeta entero.
—Mierda, cariño, ¿es que en Point no te enseñaron nada sobre prioridades? Hay otros problemas, como la cuestión del krill y la Cordillera Mesoatlántica o la amenaza de los Grasis de subir otra vez los precios... ¿Tienes la menor idea de lo grave que es todo eso? Sólo tengo una agenda, y en la casilla de prioridades sólo hay espacio para un problema cada vez.
—No, papá, no quiero que me cuentes lo difícil que es la situación actual. ¿Es que no entiendes que te estoy hablando de un planeta entero?
—Claro que lo entiendo, pero...
—No, nada de peros. Me parece que no acabas de comprender lo que significa disponer de un planeta entero con el que hacer lo que quieras. Un planeta para nosotros, papá, todo para nosotros. Un planeta en el que empezar desde cero, para desarrollarlo de una manera metódica y sistemática. Encontrar todos los combustibles fósiles, explotarlos de un modo razonable. Ubicar las ciudades donde no destruyan la tierra cultivable. Plantar cultivos donde no arrasen el suelo. Desarrollar la industria donde sea más apropiado. Planificar la población. Dejarla crecer según las necesidades, pero no donde haya un exceso: personas sanas, fuertes, independientes. Norteamericanos, papá. Tal vez el planeta apeste ahora mismo, pero dale cien años y preferirás estar allí antes que aquí, te lo prometo. Y lo quiero.
Godfrey Menninger suspiró mirando con cariño y también admiración a la mayor y más problemática de sus hijos.
—Eres peor que tu madre —dijo compungido—. Bien, te he entendido. Los polacos nos deben una. Veré qué puedo hacer.
TorreTecDos,, cuya cubicación doblaba la de todos los viejos edificios de ladrillo juntos, se extendía sobre la orilla del río Charles. En la Torre Tecnológica Dos no había aulas, ni tampoco administración. Se dedicaba por entero a la investigación: desde el almacenamiento de información en ordenadores en los subsótanos hasta los experimentos sobre radiación solar que decoraban el tejado con platillos y pajaritas.
El Massachusetts Institute of Technology tenía una larga tradición de participación en la exploración espacial que se remontaba hasta cuando ésta ni siquiera existía o, al menos, no existía ninguna exploración que pasara a la página impresa. En fecha tan temprana como la década de 1950, se había impartido un curso de diseño cuyo programa giraba íntegramente alrededor de la creación de productos para exportar a los habitantes del tercer planeta de la estrella Arturo. El hecho de que no se conociera la existencia de ningún planeta de Arturo, por no mencionar a sus supuestos habitantes, no preocupó ni al profesor ni a los estudiantes, pues los miembros del Tech estaban acostumbrados a dejar volar la imaginación cuando se les solicitaba. En la comunidad de Cambridge que se movía alrededor del MIT, Harvard, los observatorios de Garden Street y todos los mundos maravillosos de la carretera 128 había habido diseñadores de naves interestelares antes de que el primer Sputnik entrara en órbita, anatomistas de extraterrestres cuando todavía no había ninguna prueba de vida en ningún punto del universo, aparte de la superficie de la Tierra, y especialistas en comunicaciones interplanetarias antes de que pudiera haber alguien al otro extremo de la línea. Margie Menninger había cursado allí un posgrado de seis meses, corriendo de un lado para otro entre el Tech y Harvard, y había tenido el acierto dé mantener vivos los contactos.
La mujer que Margie quería ver era una antigua presidenta de los MISFITS y por tanto habría sido uno de los poderes reales en el mundo del Tech aunque no hubiera tenido el título de decana adjunta de la Facultad. Había organizado un desayuno de trabajo a petición de Margie, al que atendiendo a su solicitud habían acudido cinco jefes de departamento.
Una vez sentados a la mesa, la decana los presentó a todos y dijo:
—Hazlo bien, Margie. A los jefes de departamento no les entusiasma levantarse tan temprano por la mañana. Margie probó los huevos revueltos.
—Con este desayuno, los entiendo —dijo dejando el tenedor sobre la mesa—. Permítanme que vaya directamente al grano. He traído unos diez minutos de holos que valen la pena de las criaturas autóctonas de Hijo de Kung, alias Klong. Se trata sólo de imágenes, no hay sonido. —Se inclinó hacia la mesa lateral, pulsó con fuerza un interruptor y la primera de las imágenes holográficas surgió condensándose en un resplandor rosáceo—. Probablemente ya hayan visto la mayor parte de este material —dijo—. Eso es un krinpit. Son una de las tres especies inteligentes o, al menos posiblemente inteligentes, de Klong, y la única de todas ellas que es urbana. En seguida verán algunos de sus edificios. Están descubiertos por arriba. A todas luces a los krinpit no les preocupa mucho el clima. Quién sabe para qué tienen edificios, pero el caso es que los tienen. En principio, parecería la raza con la que sería más fácil establecer relaciones comerciales de las tres, pero por desgracia los Poblas nos llevan ventaja. Aunque sin duda los alcanzaremos.
La jefa del profesorado de diseño era una joven negra y delgada que había limitado su desayuno a un zumo de naranja y café solo, y ya se lo había acabado.
—Alcanzarlos, ¿en qué, capitán Menninger? —le preguntó. Margie la evaluó y evitó el enfrentamiento.
—Para empezar, doctora Ravenel, me gustaría que su gente creara algunas mercancías para comerciar con las tres razas. Cualquier día de estos todas ellas serán nuestros clientes.
El economista apartó la mirada del holo de una barca krinpit para poner a prueba a Margie.
—Clientes implica comercio en dos sentidos. ¿Qué cree que esos, eh..., klongianos, van a tener para vendernos que merezca la pena la molestia de transportarlo todos esos años luz?
Margie sonrió.
—Creí que no me lo iban a preguntar. —Levantó un maletín que tenía en el suelo y lo abrió ante sí sobre la mesa, quitando el plato de huevos de en medio—. Hasta ahora —dijo— no hemos conseguido nada que pueda considerarse un objeto manufacturado. Pero miren esto. —Hizo circular entre los presentes varios cuadrados de unos diez centímetros de una sustancia transparente y elástica—. Éste es el material del que están hechas las bolsas de hidrógeno de los globonoides. Es un material muy especial; me refiero a que es capaz de contener H, gaseoso con menos de un uno por ciento de fugas en un período de veinticuatro horas. Podríamos suministrar bastante si hubiera un mercado especializado para él.
—¿No tiene que matar al globonoide para conseguirlo?
—Buena pregunta. —Margie hizo un gesto de asentimiento el economista, esbozando una falsa sonrisa—. No, es decir, hay otras especies con la misma estructura corporal, aunque esta muestra procede, según tengo entendido, de uno de los sensibles. ¿Qué me dicen del mercado? Si la memoria no me falla, los alemanes tuvieron que utilizar el segundo estómago del buey para construir el Hindenburg.
—Entiendo —dijo el economista con seriedad—, todo lo que tenemos que hacer es contactar con algunos constructores de zepelines. —Siguieron risas tontas de todos.
—No me cabe duda —replicó Margie con calma— de que se le ocurrirán ideas mejores que ésa. Oh, y se me olvidaba mencionar algo. He traído mi talonario de cheques. Hay una beca de la Fundación Nacional de la Ciencia para investigación y desarrollo que está aguardando que alguien la solicite. —Y también por ese regalo, papá, te doy las gracias, pensó.
El economista no había llegado a ser jefe de uno de los departamentos importantes de la universidad sin haber aprendido a reconocer cuándo era oportuno retirarse.
—No pretendía quitármela de encima, capitán Menninger. De hecho, se trata de un reto muy emocionante. ¿Qué más tiene para nosotros?
—Bien, tenemos varias muestras que todavía no han sido estudiadas en detalle. Para serles sincera, ni siquiera se supone que deberían estar aquí. En Camp Detrick todavía no saben que las hemos sacado de allí.
El grupo se estremeció. La decana intervino rápidamente:
—Margie, me parece que a todos nos ha venido la misma imagen a la cabeza cuando has mencionado Camp Detrick. ¿En todo esto hay algo relacionado con la guerra biológica?
—¡Por supuesto que no! No, créanme, no tiene absolutamente nada que ver. A veces no sigo los canales reglamentarios, lo reconozco, pero ¿qué creen que me harían si me salto las normas de seguridad en una cuestión como ésa?
—Entonces, ¿por qué Camp Detrick?
—Porque son organismos alienígenas —explicó Margie—. Salvo la muestra de tejido de globonoide verán que todo lo que traigo está en un recipiente de envoltura doble y precintado con calor. El exterior ha sido lavado con ácido y esterilizado con radiación ultravioleta. No, esperen... —añadió sonriendo. Todos los presentes en la mesa habían empezado a mirarse las puntas de los dedos, y hubo un movimiento perceptible de alejamiento de las muestras de tejido—, esas muestras de globonoide están bien. Las demás, quizá no tanto. Han sido revisadas muy minuciosamente. No parecen tener ningún patógeno ni sustancias alergénicas pero, por supuesto, tendría que manejarlas con cautela.
—Muchas gracias, capitán —dijo con frialdad la diseñadora—. ¿Cómo puede estar tan segura respecto a este tejido?
—Comí un poco hace tres días —repuso. Había conseguido la atención de todos y prosiguió—: Debo señalar que la beca incluye naturalmente cuanto necesiten para garantizar la manipulación segura. Bien, este grupo son muestras de plantas. Son fotosintéticas y su reacción principal se da en la escala de infrarrojos. ¿Interesante para ustedes, los agrónomos? Bien. Y lo de ahí se supone que son objetos artísticos. Esos son de los krinpit, los que parecen cucarachas aplastadas. Se supone que los objetos «cantan». Es decir, si eres un krinpit y los frotas en tu caparazón emiten unos sonidos curiosos. Si no posees un caparazón quitinoso, puedes utilizar una tarjeta de crédito.
La responsable de diseño tomó uno de los objetos con cautela, mirándolo a través del plástico transparente.
—¿Ha dicho que quería que desarrolláramos algún tipo de mercancía para comerciar?
—Eso dije. —Lo último que Margie sacó de su maletín fue un documento mimeografiado con una cubierta roja. Las palabras ALTO SECRETO estaban impresas llamativamente en la sobrecubierta—. Como pueden ver, se trata de un documento clasificado, pero no hay más motivo para tanto secreto que los típicos temores de los militares. Será entregado a la ONU dentro de unos diez días o, al menos, en buena parte. Es el informe más amplio que hemos podido preparar sobre las tres especies principales de Klong.
Los seis universitarios de la mesa hicieron gesto de quererlo a la vez, pero la jefa de diseño fue la más rápida.
—Hum... —dijo hojeándolo—, uno de mis estudiantes de pos—grado lo devoraría. ¿Puedo enseñárselo?
—Más que eso. Dejemos este ejemplar y las muestras con estos amigos y usted y yo vayamos a hablar con él.
Quince minutos después, Margie había conseguido librarse de la jefa de departamento y se había quedado a solas con un delgado y nervioso joven llamado Walter Pinson.
—¿Crees que podrás hacerlo? —preguntó Margie.
—¡Sí! Quiero decir que, bueno, es un trabajo importante... Margie apoyó la cabeza en el brazo del joven.
—Estoy convencida de que puedes, pero te agradecería mucho que me dijeras cómo planeas enfocarlo.
Pinson pensó un momento.
—Bien, lo primero es comprender cuáles son sus necesidades —propuso.
—¡Eso es fascinante! Debe de ser muy difícil. A mí no se me ocurriría por dónde empezar. Sin pensarlo mucho, diría que su principal necesidad, de todas las que puedan tener, es simplemente mantenerse vivos. Como verás, todo lo que hay en ese planeta pasa mucho tiempo intentando comerse a todo lo demás, incluidas las otras especies inteligentes.
—¿Canibalismo?
—Bueno, no creo que pueda llamarse así. Son especies distintas y hay muchas otras que intentan comerse a las inteligentes.
—Depredadores —dijo Pinson asintiendo—. En fin, ahí tenemos un punto de partida. Por ejemplo, para depredadores como los globonoides cualquier cosa que los incendiara ayudaría a proteger a los demás... pero, por supuesto —añadió frunciendo el ceño—, tendríamos que asegurarnos de que esas armas se utilizaran sólo para defender seres sensibles de formas de vida inferiores.
—¡Claro! —exclamó Margie, asombrada—. ¡No quisiéramos darles armas para que empezaran una guerra con ellas! —Se miró el reloj—. Tengo una idea, Walter. No he desayunado mucho, y se acerca la hora de comer. ¿Por qué no tomamos algo juntos? Conocía un sitio cuando era estudiante de posgrado. Era un viejo motel que olía a cerrado, pero la comida era buena..., si tienes tiempo, claro.
—Oh, tengo tiempo —dijo Pinson mirándola agradecido. —Está más allá de Harvard Square, pero deberíamos poder tomar un taxi. Y, por favor, permíteme..., dispongo de una cuenta de gastos y, después de todo, es dinero de vuestros impuestos. —Mientras se dirigían hacia el ascensor, una multitud de alumnos se encaminaba en masa hacia la sala de conferencias. Mirándolos, Margie preguntó—: ¿No conocerás por casualidad a un estudiante llamado Lloyd Wensley? Me parece que está en primero.
—No, creo que no. ¿Un amigo suyo?
—No exactamente... o, en cualquier caso, no desde que era un niño. Conocía a su familia. Bien, por lo que se refiere a esos, cómo llamarlos, utensilios para la autodefensa...
Varias agradables horas después, Margie se subía a un taxi delante del viejo motel. Si la comida no era tan buena como recordaba, las habitaciones todavía cumplían los niveles de calidad exigibles. Cuando se acercaban a Harvard Square tuvo un impulso.
—Baje por la avenida Mass. —le ordenó al conductor—, quiero dar un pequeño rodeo. —Unas manzanas más adelante, lo dirigió hacia una calle lateral y miró lo que la rodeaba.
Reconoció el vecindario. Ahí estaba el supermercado. Allí el Balneario Giordan y más allá, encima de la barbería —que ahora era una ferretería— estaba el piso de tres habitaciones que hacía esquina donde había vivido con Lloyd y Lloyd hijo durante los diez meses que duraron tanto su curso de estudios de posgrado como su matrimonio. Sustituir a la madre natural de un niño de seis años que había fallecido cuando el pequeño tenía tres había sido lo más cerca que Marge había estado jamás de la maternidad. Era, también, lo más cerca que había estado jamás de llevar una vida de esposa, y nunca volvería a pasar por ese trago. ¡El buen Lloyd! Tenía treinta años cuando ella tenía diecinueve, y era tan jodidamente cortés en el Club de Oficiales que no podías imaginar cómo se comportaba en la cama. Ni siquiera te hacías una idea si te acostabas con él una o dos veces, como Margie había tenido la prudencia de hacer. Con sólo mirar a la ventana de su antiguo dormitorio le dolió el cuello al recordar cómo Lloyd le aplastaba la cabeza en un rincón de la cama, medio asfixiada por las almohadas, para poder vaciarse tan deprisa como creyera oportuno y con la frecuencia que quisiera, cuando quisiera. A una escupidera no le pides permiso para escupir en ella, ni a una esposa para practicar el sexo. La escupidera no puede resistirse, no si la bloqueas en la posición correcta y, además, no grita. Tampoco la esposa, sobre todo con el hijastro de seis años adormilado al otro lado de la puerta.
Le pidió al taxista que siguiera adelante.
Habría sido agradable ver a Lloyd hijo, convertido ya en adulto, pero tal vez fuera mejor no hacerlo. Mejor que todo siguiera como estaba. No había visto a ninguno de los Lloyd desde que consiguiera la nulidad matrimonial, y era inútil tentar a la suerte. Había sido una experiencia espantosa, deshumanizadora para una joven; qué suerte había tenido, pensó Margie, de que no la hubiera marcado para siempre.
Cuando volvió a su hotel, tenía una cinta con un mensaje de su padre: «Oír y obedecer. Mira las noticias».
Encendió el televisor que tenía junto a la cama mientras hacía las maletas y buscó un canal que emitiera noticias las veinticuatro horas. Se vio recompensada con cinco minutos sobre los últimos escándalos políticos de corrupción en Boston y luego con una entrevista en profundidad con el nuevo bateador de los Red Sox. Pero al final emitieron un resumen de la principal noticia internacional del día:
«Esta mañana, en un paso inesperado en las Naciones Unidas, el principal delegado polaco, Wladislas Prczensky, anunció que su gobierno ha aceptado el desafío planteado por la resolución bengalí. Las potencias del Bloque de Alimentos han acordado enviar una comisión de investigación, dotada de amplios poderes, para averiguar los presuntos casos de trato brutal a las especies nativas en el planeta al que caprichosamente se denomina "Klong" o "Hijo de Kung". No habrá representantes de las principales potencias como Estados Unidos o la Unión Soviética en la comisión, que estará compuesta por funcionarios de fuerzas de pacificación de la propia Polonia, Brasil, Canadá, Argentina y Bulgaria».
VIII
Danny Dalehouse alargó el brazo para agarrar el teodolito, que se inclinaba a punto de caerse sobre el suelo blando. Morrissey sonrió y se disculpó.
—He debido de perder el equilibrio.
—O más bien vuelves a estar ciego —dijo Dalehouse. Estaba enfadado, y no sólo con Morrissey. En lo más profundo de su corazón sabía que la mayor parte de su rabia se debía al hecho de que Kappelyushnikov volaba y él no—. En cualquier caso —prosiguió— la has pifiado. La próxima vez, ¿por qué no te quedas en la tienda a dormir la mona?
Todos habían alucinado con la sustancia que los globonoides habían rociado sobre ellos y, todavía varios días después, de vez en cuando tenían fases recurrentes de lujuria y euforia. Las de Morrissey no sólo eran las más intensas, sino que Dalehouse estaba convencido de que el bioquímico seguía exponiéndose a la sustancia. Había descubierto que había algo en el semen o esperma de los globonoides machos que poseía potentes cualidades alucinógenas..., más todavía, se trataba del afrodisíaco definitivo, el que cantaban fábulas y leyendas, el que se había estado buscando desde hacía siglos. No era culpa de Morrissey que sus investigaciones lo expusieran de vez en cuando, pero no debería haberse empeñado en ayudarlo con las lecturas del teodolito.
Muy por encima de ellos, el racimo de globos amarillos brillantes de Kappelyushnikov daba vueltas mientras el piloto experimentaba para aprender a controlar la altitud y aprovechar los vientos a distintas alturas. Cuando los hubiera estudiado, tendrían una información básica que les permitiría surcar los cielos. Entonces le llegaría el turno a Dalehouse. Estaba harto de esperar.
—Cappy —le dijo a la radio—, hemos perdido las lecturas. Sería mejor que descendieras.
Harriet se acercaba a ellos cuando llegó la respuesta, en ruso, de Kappelyushnikov. Harriet la oyó y se estremeció irritada. Típico de ella. Se había comportado como una verdadera bruja con cuanto tuviera que ver con todo aquello, pensó Dalehouse. Cuando recuperaron la normalidad después del increíble primer viaje alucinógeno le espetó: « ¡Animal! ¿Es que no te das cuenta de que podrías haberme dejado embarazada?». A él ni se le había pasado por la cabeza preguntar ni a ella comentar nada al respecto en aquel momento. Era inútil recordarle que ella se había mostrado tan ansiosa como él. Harriet se había retirado al interior de su duro caparazón de solterona desafiante. Desde entonces se había comportado con diez veces más rigidez que antes, y había sido cincuenta veces más desagradable con cualquiera que hiciera comentarios sexuales en su presencia o, incluso, como con Kappelyushnikov en ese momento, simplemente utilizó tacos perfectamente justificables.
—Tengo algunas cintas nuevas para ti —dijo con desprecio Harriet.
—¿Algún progreso?
—Sin duda, se van haciendo progresos, Dalehouse. Tenemos una gramática definida. Informaré a todo el campamento después de la próxima comida. —Levantó la mirada hacia Cappy, que daba una última vuelta con sus globos mientras media docena de globonoides klongianos volaban a su alrededor, y se marchó.
Una gramática definida.
Bueno, era inútil intentar meterle prisa a Harriet. «Estudios preliminares sobre un primer contacto con seres sensibles subtecnológicos»... ¡Parecía tan remoto! Dalehouse hizo un recuento de sus logros. No eran imponentes. No habían establecido ningún contacto con los seres con aspecto de cangrejo llamados krinpit, ni con los excavadores de madrigueras. Los que parecían bolas de gas habían estado volando en las proximidades del campamento con mucha frecuencia desde el día que habían regado a la expedición con su fluido seminal, pero no se acercaban lo bastante para establecer el tipo de contacto que Danny Dalehouse quería. Se pasaban casi todo el tiempo balanceándose y oscilando bruscamente a cientos de metros de altura y sólo descendían un poco cuando la mayoría de los habitantes del campamento estaban fuera o durmiendo. Sin duda, eones de depredadores les habían enseñado a evitar a las criaturas terrestres lo cual le ponía las cosas difíciles a Danny.
Al menos, con los globonoides a la vista, los micrófonos direccionales habían podido captar muchos de sus diálogos estridentes y cantarines, si es que eran diálogos. Harriet dijo que había detectado una estructura, que no eran cantos de pájaros ni gritos de alarma. Dijo también que le enseñaría a hablar con ellos. Sin embargo, no siempre había que creer lo que decía Harriet, pensó Dalehouse. También pensaba que necesitaban otra traductora. La operación de escisión cerebral facilitaba el aprendizaje de idiomas, pero presentaba varios inconvenientes. A veces producía efectos secundarios de carácter físico, entre ellos un dolor persistente, y de vez en cuando provocaba cambios de personalidad. Además, no siempre funcionaba. Una persona que previamente no tuviera facilidad para los idiomas, saldría de la cirugía carente de ella. En el caso de Harriet, Danny tendía a creer que se daban los tres inconvenientes.
En todo caso, habían transmitido todas las cintas a la Tierra. Tarde o temprano, los grandes ordenadores semánticos de la John Hopkins y Texas A&M empezarían a trabajar en ellos y las habilidades de Harriet, o su carencia, dejarían de importar tanto.
Lo que Danny necesitaba, o al menos lo que quería con tanta desesperación que ya no podía aguantar más, era estar ahí arriba, en el cielo, cara a cara con uno de los globonoides, aprendiendo su idioma al viejo estilo pasado de moda. Todo lo demás era una solución de compromiso. Lo habían intentado todo con los medios de que disponían. Globos con instrumental que flotaban sueltos, con sensores programados que respondían a las señales de vida; trampas para los krinpit; micrófonos enterrados para los excavadores de madrigueras; micrófonos direccionales y cámaras con zoom para los bolas de gas. Tenían kilómetros de cintas, con imágenes y sonidos de todo tipo de criaturas que saltaban, se arrastraban y serpenteaban y, de todas esas incontables horas de grabación, apenas diez minutos servían para algo a Danny Dalehouse.
Con todo, habían logrado reunir un poco de información, la suficiente para redactar un par de informes para la Tierra. Más que suficiente, también, para sus celosos colegas de la Universidad de Michigan y el Doble A—L, que los leyeron concienzudamente una y otra vez. A pesar de ello, los datos de los que disponían no eran ni de lejos los necesarios para satisfacer a Danny. Estaban todavía en la fase de aprendizaje, si bien la mayor parte era aprendizaje negativo.
La primera víctima fue la bonita fábula de las tres razas inteligentes e independientes que vivirían en una especie de benéfica cooperación y armonía. No había cooperación. Al menos, no habían visto ningún signo de la misma, y sí muchos que indicaban lo contrario. Los excavadores subterráneos parecían no relacionarse jamás con los demás. Los globonoides y los krinpit sí mantenían contacto entre ellos, pero de ningún modo de una manera cooperativa o armónica. Los primeros, por lo que Danny había visto, nunca tocaban el suelo, al menos no de forma intencionada. Había, como mínimo, una docena de especies a las que les gustaba comer globonoides cuando los atrapaban: criaturas marrones de piel lisa y brillante que parecían murciélagos de alas romas, animales saltarines que parecían ranas, artrópodos más pequeños que los krinpit y también los propios krinpit. Si un bola de gas descendía lo bastante para quedar al alcance de cualquiera de esas criaturas podía darse por muerto, de manera que los globonoides realizaban todos los actos de su vida, de la puesta de huevos a la alimentación, en el aire, y su tumba definitiva era siempre el tracto digestivo de alguna de las especies terrestres: ¡qué destino tan vulgar para una especie tan hermosa!
Kappelyushnikov se acercaba, volando bajo y rápido, empujado por los vientos de poca altura. Tiró del cordón de abertura del globo a cinco metros y cayó como una piedra, liberándose de las correas de sujeción para caer a peso. Al tocar tierra rodó sobre sí mismo, luego se levantó, limpiándose ya la tierra, y corrió a atrapar el racimo de globos deshinchados que el viento alejaba.
Danny esbozó una mueca al pensar en el que sería su primer vuelo. La última fase del vuelo en globo iba a ser la más difícil. Se disponía a ayudar a Cappy a recoger la tela cuando un disparo de rifle que resonó cerca de su cabeza hizo que se agachara y maldijera.
Se dio la vuelta, furioso:
—¿Qué coño estás haciendo, Morrissey?
El biólogo se puso el rifle al hombro y saludó a uno de los globonoides que había estado flotando sobre ellos y ahora caía.
—Pues recogiendo otro ejemplar, Danny —dijo animadamente. Había calculado la altura y la dirección del viento con precisión, y la bolsa deshinchada fue a caer casi a sus pies—. Oh, mierda —dijo con indignación—, otra hembra.
—¿De verdad? —preguntó Danny mirando fijamente lo que parecía una inmensa erección—, ¿estás seguro?
—También me confundió a mí —sonrió Morrissey—. No, los que tienen polla no son los machos. Además, tampoco son pollas, quiero decir, no son penes. Estos tipos no hacen el amor como tú y como yo, Danny. Las hembras sueltan, por decirlo de alguna manera, los huevos para que floten en el aire, luego vienen los chicos y se la cascan encima.
—¿Cuándo descubriste todo eso? —Dalehouse estaba enfadado: la norma de la expedición era que todos los miembros compartieran sus descubrimientos con los demás en cuanto los hicieran.
—Cuando me estabas dando la lata por haber agarrado un ciego de cuidado —dijo Morrissey—. Creo que su reproducción está relacionada con el modo en que generan su hidrógeno. Las erupciones solares también parecen intervenir, de manera que cuando vieron nuestras luces creyeron que se trataba de una erupción y desovaron. Dio la casualidad de que estábamos debajo y nos rociaron con, eh, con...
—Ya sé con qué nos rociaron —dijo Dalehouse.
—¡Sí! ¿Sabes, Danny? Cuando estudié esta carrera, los profesores hacían que diseccionar especímenes pareciera algo bastante asqueroso, pero cada vez que me acerco a una de esas glándulas sexuales masculinas, me pongo. Me está empezando a gustar esta línea de investigación.
—¿Y tienes que matarlos a todos para investigar? A este paso ahuyentarás a toda la bandada, y ya me dirás entonces cómo voy a establecer contacto.
Morrissey sonrió. No dijo nada, se limitó a señalar hacia arriba. Para ser justo con el biólogo, Dalehouse tenía que admitir la razón que Morrissey no había explicitado. Fueran cuales fuesen las emociones que tuvieran los bolas de gas, el miedo no parecía ser una de ellas. Morrissey había abatido casi una docena de ejemplares pero, desde el primer contacto, el enjambre había permanecido casi siempre a la vista. Tal vez eran las luces lo que los atraía. En el permanente crepúsculo klongiano no existía nada que pudiera llamarse «día». El campamento había optado por crear uno, señalándolo con el encendido del conjunto completo de focos en un arbitrario «amanecer» y el apagado de los mismos doce horas de reloj después. Uno de los focos siempre permanecía encendido para alejar a los depredadores, se dijeron, pero la verdad es que lo que trataban de alejar era el miedo instintivo a la oscuridad.
Morrissey recogió la criatura. Todavía estaba viva. Sus rasgos arrugados se movían en silencio. Una vez caían, jamás emitían ningún sonido porque, según el biólogo, el hidrógeno que les daba voz se perdía cuando se les pinchaban las bolsas. A pesar de ello, no dejaban de intentarlo. El primero que habían abatido había sobrevivido más de cuarenta horas. Se había arrastrado por todo el campamento, llevando tras de sí su bolsa gris y arrugada, y dio la impresión de que había sufrido todo el tiempo. Dalehouse se había alegrado cuando por fin murió, y se alegró también en ese mismo instante cuando Morrissey metió al recién caído en una bolsa mortuoria para enviarla a la Tierra.
Kappelyushnikov se les acercó cojeando y frotándose las nalgas.
—El primer pionero del vuelo es siempre un mártir —se quejó—. Bien, Dalehouse, ¿quieres subir?
Una descarga eléctrica estremeció a Danny.
—¿Te refieres a ahora mismo?
—Claro, ¿por qué no? El viento no es malo. Subiremos en cuanto se hinchen dos globos.
La pequeña bomba tardaba más de lo que Dalehouse habría imaginado en hinchar dos conjuntos de globos lo bastante numerosos para llevar pasajeros humanos, pero había que tener en cuenta que la bomba era un compresor improvisado apresuradamente para que no soltara chispas y que perdía tanto gas como el que introducía en las bolsas. Dalehouse intentó comer, procuró echar una cabezada, interesarse en otros proyectos, pero volvía una y otra vez a mirar a los grupos atados de globos que se iban llenando silenciosamente de hidrógeno, constreñidos por la red de cuerdas que los rodeaban.
El clima había cambiado a peor. Las nubes cubrían el cielo de una punta a la otra del horizonte, a pesar de lo cual Kappelyushnikov mostraba un obstinado optimismo.
—Las nubes se irán. Estoy seguro de que los cielos se despejarán. —Cuando empezó a asomar el primer tono rosáceo en el cielo, dijo con resolución—: Ahora está bien. Sujétate con las correas, Danny.
Con desconfianza, Dalehouse se abrochó las correas. Era más alto que el ruso pero pesaba menos, y Kappelyushnikov refunfuñó para sí al tener que extraer el exceso de hidrógeno con la válvula.
—Si no lo extraigo —explicó— acabarías volviendo a East Lansing, estado de Michigan, ¡fiuuu! La próxima vez no desperdiciaremos tanto gas.
Las correas tenían un cierre de apertura rápida a la altura de los hombros que Dalehouse tocó para probarlo.
—¡No, no! —gritó Kappelyushnikov—. Si quieres tirar de la cuerda cuando estés a doscientos metros de altura, pues muy bien, ¡tira! Al fin y al cabo es tu cuello, pero no malgastes el gas para nada. —guio las manos de Danny hacia las dos cuerdas que importaban—. No es un valvajet, ¿lo entiendes? Es un globo de vuelo libre. El valvajet utiliza su capacidad de elevación para ahorrar combustible. Aquí no hay combustible, así que sólo queda el empuje ascendente, vas donde te lleve el viento. Si no te gusta la dirección, buscas otro viento. Viertes agua del lastre, subes. Viertes Wasserstoff, bajas.
Dalehouse se removió en el arnés. No se iba a parecer mucho a planear sobre la orilla oriental del lago Michigan, donde había un viento del oeste que ayudaba a superar los acantilados y mantenía el planeador en el aire durante horas, pero si el ruso era capaz de hacerlo, él también. Eso espero, añadió para sus adentros, y dijo:
—Muy bien, me parece que ya le he cogido el truco.
—Pues vámonos —gritó el ruso sonriendo mientras se ataba las correas. Se inclinó, recogió una piedra de buen tamaño y le hizo un gesto a Danny para que hiciera lo mismo. Los demás miembros de la expedición estaban un poco apartados, pero uno de ellos le alcanzó una piedra a Danny y, siguiendo las órdenes de Kappelyushnikov, desataron los globos.
Kappelyushnikov se acercó balanceándose hacia su compañero, como un submarinista que caminara sobre zancos por el fondo del mar. Se aproximó todo lo que pudo bajo la masa de globos y lo miró directamente a la cara.
—¿Estás bien? —Danny asintió—. ¡Pues suelta la piedra y nos vamos! —gritó Kappelyushnikov, que arrojó su propia piedra y empezó a flotar elevándose en diagonal.
Dalehouse respiró hondo y lo imitó sin apartar la mirada del ruso, que ya ascendía.
No pareció que sucediera nada. Danny no percibió ninguna aceleración, tan sólo le dio la impresión de que los pies se le habían entumecido de repente y no sentía presión en las plantas. Dado que tenía la mirada clavada en Kappelyushnikov, se olvidó de mirar hacia abajo hasta que estaba a cincuenta metros del suelo.
El viento los llevaba hacia el sur, a lo largo de la costa. Muy por encima de ellos y tierra adentro, sobre las colinas púrpuras que marcaban el límite del bosque de helechos, el disperso enjambre de globonoides pastaba en el aire, comiendo cualquier tipo de diminutos organismos que encontraban flotando en el cielo. Debajo y a sus espaldas, el campamento se empequeñecía. Danny ya estaba por encima del morro del cohete de regreso, el objeto más alto que podía avistar. A su izquierda quedaba el mar, con un par de islas entre las aguas fangosas, cubiertas de árboles de muchos troncos.
Desvió su atención de la contemplación del paisaje; Kappelyushnikov le estaba gritando.
—¿Qué? —bramó Dalehouse. La distancia entre ellos se había agrandado. Cappy se encontraba ahora cuarenta metros por encima y se movía hacia tierra adentro, situado evidentemente en una capa de aire distinta.
—¡Suelta... un poco... de agua! —gritó el ruso.
Dalehouse asintió y buscó a tientas la cuerda de la válvula. Tiró de ella con un leve toque. No sucedió nada.
Volvió a tirar, esta vez más fuerte. Medio litro de lastre salió del depósito, empapándole. Danny no se había dado cuenta de que el pasajero iba justo debajo del depósito del lastre y, jadeando, se juró que cambiaría ese elemento del diseño antes de volver a subir.
¡Estaba volando!
Lo hacía con dificultades, sin elegancia, ni siquiera con el torpe control que había aprendido Kappelyushnikov. Se pasó la primera hora persiguiendo a Cappy por el cielo. Era como una de esas atracciones de los parques en los que la chica y tú estáis en distintos círculos rotatorios y ninguno puede dar un paso a no ser que queráis saltar de un disco que gira a otro. Dalehouse no pudo atrapar al ruso, aunque éste hizo todo lo posible para que lo alcanzara. Esa primera vez le resultó imposible.
Pero... ¡volaba! Era su sueño desde niño, el sueño que todo el mundo ha tenido alguna vez, la conquista total del aire. Sin reactores. Sin alas. Sin motores. Nadar con soltura a través del océano atmosférico, sin más esfuerzo que el que requiere flotar en una bahía de agua salada.
Disfrutaba volando y, a medida que fue pasando el tiempo —no en el primer vuelo, ni en el décimo, pero las existencias de hidrógeno eran ilimitadas, aunque se tardaba en producirlo, así que hacía tantos vuelos como le era posible— empezó a adquirir cierto dominio.
El problema de alcanzar a los globonoides resultó no serlo en realidad.
No tenía que ir a buscarlos. Ellos eran mucho más diestros en el aire que él y se le acercaban, meciéndose a su alrededor como calabazas iluminadas con horrorosas caras de garrapata, mirándolo con curiosidad y cantando, cantando todo el tiempo, ¡oh, cómo cantaban!
Durante la semana siguiente, o lo que en Klong pasaba por ser una semana, Dalehouse pasó en el aire todo el tiempo que pudo. La vida del campamento siguió prácticamente sin él. Hasta Kappelyushnikov pasaba más tiempo en tierra que Danny. Ahí abajo no había nada que lo retuviera, y se sentía casi un extraño cuando aterrizaba, dormía, vaciaba la vejiga y los intestinos, comía, hinchaba los globos y volvía a elevarse. Cuando le exigió a Harriet más de lo que podía darle en las traducciones, ella le replicó con acritud. La comandante del campamento se quejó amargamente del desperdicio de energía en la generación de hidrógeno. Jim Morrissey le suplicó que le dedicara tiempo y lo ayudara a capturar y estudiar las otras especies. Hasta Cappy se mostraba resentido por el uso continuo que hacía de sus globos. A Danny le daban igual las recriminaciones. En los cielos de Klong se sentía vivo. Pasó de ser un inepto intruso a un diestro aeronauta; de un completo extraño a, casi, uno más del gran enjambre en movimiento. Empezó a poder intercambiar ideas —ideas rudimentarias, al menos— con algunos de los bolas de gas, sobre todo con uno de los más voluminosos —de dos metros de envergadura—, que tenía un dibujo sobre la piel que parecía una tela escocesa; Danny lo llamaba «Buen Príncipe Charlie», pues carecía de la menor idea de cómo se llamaba a sí mismo. Sí mismo, porque era macho. Danny empezó a considerarlo casi un amigo. Si no hubiera sido por sus necesidades físicas, y algún otro detalle, Dalehouse no se habría molestado en regresar al campo.
El otro detalle era Harriet.
No podía hacer nada sin su ayuda en la traducción, y ni siquiera ésta le bastaba. Estaba convencido de que gran parte de ella era errónea, aunque era lo único que tenía a mano en su esfuerzo para comunicarse con esas hermosas y monstruosas criaturas del aire. Expresaba su rabia contra la traductora al resto del campamento e insistía en que se transmitieran sus quejas a la Tierra; la insultaba hasta ponerla al borde de las lágrimas, que vidriaban unos ojos que, Dalehouse habría jurado, nunca habían conocido el llanto. A él no le bastaba... Sin embargo, viaje tras viaje, hora tras hora, empezó a establecer cierto tipo de comunicación.
Uno nunca sabe qué parte de lo que aprende le va a ser de utilidad. Aquellas largas clases sobre Chomsky y la gramática transformacional, las críticas de Lorenz y Dart, los semestres estudiando ritos territoriales y de apareamiento..., nada de eso parecía de gran ayuda en los cielos de Klong. Sin embargo, bendecía cada hora que había dedicado a planear y cada noche que había pasado con el cuarteto coral. El lenguaje de los globonoides era música. Ni siquiera el mandarín imponía tales exigencias en el tono y la tonalidad como estos cantos. Incluso antes de reconocer palabra alguna, Dalehouse empezó a participar en sus coros y ellos le respondieron con algo que, si no era exactamente una bienvenida, sí demostraba curiosidad. La gran criatura de tela escocesa aprendió incluso a cantar el nombre de Danny Dalehouse todo lo bien que podía esperarse de un mecanismo emisor de sonidos que no le servía para producir fonemas tan básicos como los fricativos.
Danny aprendió que algunos de aquellos cantos no diferían demasiado de los de los pájaros de la Tierra: había uno para la comida y varios para indicar peligro. Parecía haber tres tipos distintos de peligro: uno procedente del suelo y otros dos, evidentemente distintos, que provenían del aire. Uno de los términos de aviso parecía casi hawaiano, con sus fonemas líquidos y sus oclusiones glóticas. Servía para designar, o eso creía Dalehouse, a un tipo de globonoide salvaje, un tiburón del aire que parecía ser su enemigo natural más peligroso.
El otro término de aviso..., Dalehouse no estaba seguro y Harriet no le era de mucha ayuda, pero parecía estar relacionado con un peligro procedente de más arriba. No se trataba de un peligro normal, sino de ese tipo de riesgo viril que implicaba una grave amenaza, incluso la muerte, pero resultaba infinitamente atractivo por razones que a Dalehouse se le escapaban. Le dio vueltas a la cuestión durante horas, convirtiendo la existencia de Harriet en un infierno en vida, pero no aclararon nada. Sin embargo, se enviaron las cintas a la Tierra y empezaron a llegar las relaciones de sentido establecidas por los ordenadores y Harriet pudo construir frases para que él las dijera. Dalehouse cantó: «Soy amigo» y, encogiéndosele el corazón, el gran bola de gas sombreado al que llamaba Charlie le respondió con un canto completo:
—¡Tú eres, eres, eres amigo! —Y el coro entero se le unió.
El variable clima klongiano colaboró durante ocho días de calendario; luego empezaron a arreciar los vientos y aparecieron nubes.
Cuando sopló el viento, hasta los globonoides tuvieron problemas para permanecer juntos, y Danny Dalehouse se vio arrastrado por el cielo. Intentó mantenerse al alcance del campamento y, como él lo hacía, el enjambre entero también. Pese a su empeño, el grupo se iba desperdigando cada vez más. Cuando por fin decidió rendirse, Dalehouse emitió el canto de despedida y como respuesta escuchó el que parecía significar «peligro del cielo». Él lo repitió: parecía muy oportuno, teniendo en cuenta el clima. Entonces percibió un sonido grave de aleteo por debajo del estridente gemido de los vientos, el sonido de un helicóptero.
Dalehouse abandonó la bandada, se elevó lo necesario para encontrar un viento de regreso y maniobró con pericia descendiendo a través de brisas cruzadas hacia el campamento. Allí estaba, bajando por el vientre deshilachado de una nube: el helicóptero de los Grasis, con una Union Jack en el montante de cola. ¡Qué despilfarro de energía! No se lo enviaron esa gran masa mediante un transporte taquión, con un coste increíble, sino que también habían traído suficiente combustible para permitir que el piloto realizara viajes de placer. ¿Y qué llevaba colgando entre sus patines? ¡Otra máquina! ¡La sed de petróleo de los Grasis era insaciable!
Danny maldijo asqueado ante el despilfarro de los Grasis. Con sólo una fracción de las kilocalorías que desperdiciaban con ineficacia y descuido él habría podido disponer de un ordenador decente, Kappelyushnikov habría podido contar con su planeador desde tiempo atrás y Morrissey habría traído un motor fueraborda para su barca y conseguido una selección 1 casi completa de muestras marinas. Había algo que no funcionaba en un mundo que permitía que un puñado de naciones ' consumieran la energía tan irresponsablemente por el simple hecho de que estaban asentadas sobre los recursos. Cuando los hubieran agotado, serían tan pobres como los peruanos o los paquis, de eso no le cabía duda, aunque tampoco era ningún consuelo. La ruina de esos países sería también la del mundo entero...
O, al menos, la caída de aquel mundo. Tal vez podría buscarse alguna solución para éste que pasara por la planificación, la reflexión y la preparación. Habría que establecer un control de crecimiento, de manera que los escasos recursos no se vieran irrevocablemente perdidos por la insensatez; una división justa de las riquezas de Klong, de modo que ninguna nación ni ningún individuo pudiera enriquecerse a costa de esquilmar a los demás; una tentativa de asegurar la igualdad para todos...
El hilo de pensamiento de Dalehouse se interrumpió de golpe cuando se percató de que estaba soñando despierto. Los vientos lo habían alejado más de lo que quería, llevándolo casi hasta el mar. Soltó hidrógeno frenéticamente y, pese a caer rápido, poco le faltó para aterrizar en el lago. Se levantó y observó las bolsas desgarradas de los globos que se alejaban flotando en el agua fuera de su alcance. Cappy se pondría furioso.
Al menos, no tendría que cargarlas de vuelta en lo que preveía un largo regreso al campamento por la costa. Era un consuelo, pero no duró mucho. Antes de haber recorrido la mitad del trayecto empezó a llover.
Llovió. Y siguió lloviendo. No era una tormenta de vientos tan virulentos y feroces como la que se había abatido sobre ellos poco después del aterrizaje, pero se prolongó tediosa e irritantemente, más allá del punto en el que se la podía considerar un simple incidente, mucho más tiempo del que habría permitido tomársela como un molesto incordio. Parecía que todos habían sido sentenciados a soportar las gotas gruesas y grasientas que embarraban el suelo y convertían el campamento en un baño de vapor durante el resto de sus desdichadas vidas. No era posible volar en globo. En cualquier caso, tampoco había globonoides autóctonos a la vista a quienes seguir. Kappelyushnikov cosió e hinchó refunfuñando nuevos globos con la esperanza de que vinieran mejores tiempos. Harriet Santori echaba broncas a cuantos se le acercaban. Morrissey empaquetaba muestras en su tienda y leía una y otra vez misteriosos gráficos e imágenes, saliendo sólo para mirar con ira a la lluvia y sacudir la cabeza. Danny redactó largos mensajes tactran para la COIDEE y el Doble A—L, solicitando regalos para sus amigos, los bolas de gas. Krivitin y Sparky Cerbo elaboraron un especie de brebaje de brujas con bayas autóctonas y agarraron juntos una gran melopea. Se pusieron todavía peor cuando sus cuerpos tuvieron que defenderse de los indicios de proteínas klongianas alienígenas en el cráneo. Poco les faltó para morir y seguramente habrían sucumbido, estalló Alex Wood ring, sacudiendo la cabeza con rabia, si hubieran cometido una estupidez como ésa antes: la total vulnerabilidad del principio se había limitado a esas alturas a reacciones que ya no implicaban la muerte, sólo un sufrimiento prolongado. A Danny le correspondió la tarea de atenderlos y, tras la iracunda insistencia de Harriet, de empaquetar muestras de sus diversas y desagradables emisiones para que Jim Morrissey las analizara.
Morrissey estaba acurrucado leyendo sus imágenes y diagramas cuando entró Danny. Cuando éste le explicó qué debía hacer, se negó categóricamente.
—Caramba, Danny, no dispongo del equipo para ese tipo de trabajo. Tira las muestras por el cagadero, no las quiero para nada.
—Harriet dice que debemos averiguar lo grave que es el envenenamiento.
—Eso ya lo sabemos, hombre. Se han puesto muy enfermos, pero no se han muerto.
—Harriet dice que como mínimo podrías analizarlas.
—¿Para qué? No sabría qué buscar.
—Harriet dice...
—Que le den a Harriet. Perdona, Danny, no pretendía recordarte tus, eh, indiscreciones. En todo caso tengo algo mejor que hacer, ahora que empieza a dejar de llover.
—Todavía no ha parado, Jim.
—Pero cae cada vez menos. Cuando pare, Boyne va a volver a recoger la retroexcavadora que le pedí prestada. Quiero utilizarla antes.
—¿Para qué?
—Para desenterrar a algunos de nuestros amigos de manos largas —señaló hacia abajo, al suelo de la tienda—, los que robaron la radio de Harriet.
—Ya lo hemos intentado.
—Sí, es verdad. Y descubrimos que lo importante es la velocidad. Cierran los túneles más rápido de lo que creerías, así que tenemos que entrar, movernos y llegar a donde estén antes de que tengan ocasión de reaccionar. Si no lo hacemos así no tendremos ninguna oportunidad de pillarlos... a no ser —añadió distraídamente— que inundemos antes los túneles con cianuro. En ese caso sí podríamos tomárnoslo con calma.
—¿Es que sólo piensas en matar? —estalló Dalehouse.
—No, no. No lo estaba proponiendo, estaba excluyendo esa posibilidad. Sé que no te gusta aniquilar a nuestros hermanos alienígenas.
Dalehouse respiró hondo. Había conocido lo bastante a los globonoides para dejar de pensar en ellos como preparados químicos y había aprendido a considerarlos casi personas. Los excavadores subterráneos le eran todavía totalmente desconocidos y probablemente le resultaran bastante desagradables: cuando pensaba en ellos, le recordaban a termitas, gusanos y todo tipo de animales repelentes que se arrastraban, pero no estaba dispuesto al genocidio.
—¿Y qué estás sugiriendo? —preguntó.
—Le pedí una retroexcavadora prestada a Boyne. Quiero utilizarla antes de que se la lleve. La clave es que me parece que sé dónde excavar.
Reunió un montón de papeles sobre el mueble zapatero vertical que utilizaba como mesa y se los pasó a Danny. Las hojas de encima parecían un mapa, lo que para Dalehouse no significaba nada, pero debajo había un fajo de fotografías. Las reconoció: eran vistas aéreas de la zona que rodeaba el campamento. Algunas las había tomado él mismo, otras eran sin duda de Kappelyushnikov.
—Tienen algo raro —dijo—. Los colores son curiosos. ¿Por qué es azul esta parte?
—Es fotografía coloreada, Danny. Ese lote está hecho con infrarrojos; cuanto más azul la imagen, más calor despide la tierra. Aquí, ¿ves esta especie de rayas más claras? Son dos o tres grados más cálidas que lo que está al otro lado.
Dalehouse les dio la vuelta a las fotos y preguntó:
—¿Por qué?
—Bueno, veamos si lo averiguas igual que lo averigüé yo. Fíjate en la que hay debajo, en color normal. Cógela. Dale la vuelta de manera que tenga la misma dirección que la foto coloreada, ahí. ¿Ves esas matas de arbustos de color naranja? Parecen extenderse en líneas casi rectas. ¿Y esos otros de color rojo brillante? Son extensiones de las mismas líneas. Los arbustos son todos de la misma especie de planta; la diferencia es que los rojos brillantes están muertos. Bueno, ¿no te parece que las líneas claras en las fotografías coloreadas coinciden o n las líneas de arbustos en las de color normal? He introducido una sonda a lo largo de algunas de esas líneas, ¿y sabes qué he encontrado?
—¿Madrigueras? —aventuró Dalehouse.
—Qué listo eres —refunfuñó Morrissey—. Muy bien, demuéstrame que eres inteligente de verdad: ¿por qué están relacionadas esas plantas y marcas con las madrigueras?
Dalehouse dejó las fotografías pacientemente sobre la mesa.
—No lo sé, pero estoy convencido de que vas a explicármelo.
—Pues no. No te puedo dar una explicación con certeza, aunque sí puedo hacer una conjetura fundada. Diría que la excavación de los túneles causa algún tipo de cambio químico en la superficie. Tal vez extrae los nutrientes por lixiviación de manera selectiva, y puede que esas plantas sean las que mejor sobreviven en ese tipo de suelo. O tal vez los residuos de los excavadores las fertilizan, también de manera selectiva. Son conjeturas que proceden de analogías con lo que sucede en la Tierra: puedes detectar las toperas de ese modo. Las lombrices airean el suelo y hacen que las planas crezcan más. Éste tal vez sea un proceso completamente distinto, pero tiendo a pensar que la idea general es acertada.
Se recostó en la silla de campo plegable y contempló a Dalehouse con inquietud.
Dalehouse pensó un momento, escuchando el repiqueteo cada vez más espaciado de las gotas de lluvia sobre el techo de la tienda.
—Me dices más de lo que quiero saber, pero creo que entiendo por dónde vas. Quieres que te ayude a desenterrarlos. Pero ¿cómo vamos a cavar lo bastante rápido para lograrlo? Sobre todo teniendo en cuenta el tipo de barro que hay ahí fuera.
—Por eso le pedí prestada la retroexcavadora a Boyne. Ha estado en posición desde que empezó a llover. Creo que los excavadores perciben las vibraciones del suelo; quería que se acostumbraran a su presencia antes de que empezáramos.
—¿Le explicaste a Boyne para qué la querías? Tenía la impresión de que también ellos estaban excavando madrigueras.
—Yo también lo suponía, y por eso no se lo dije. Le conté que necesitábamos nuevas letrinas, y Dios sabe que las necesitamos. Tarde o temprano habrá que cavarlas. En cualquier caso, ahora está situada sobre la mata de arbustos con mejor aspecto, preparada para empezar. ¿Me ayudas?
Danny recordó con melancolía a sus amigos aéreos, mucho más atractivos que estas ratas o gusanos. Por el momento, sin embargo, estaban fuera de su alcance.
—Claro —dijo.
Morrissey sonrió, aliviado.
—Bien, hasta ahora te he explicado lo fácil. Ahora nos enfrentaremos a lo difícil: convencer a Harriet de que lo acepte.
Harriet se mostró tan implacable como era de prever.
—Doy por supuesto que en realidad no queréis decir —empezó— que pretendéis arrastrar a todo el mundo afuera bajo este aguacero sólo para cavar unos cuantos hoyos, ¿verdad?
—Vamos, Harriet —dijo Morrissey haciendo todo lo posible por contenerse—, si casi ha parado de llover.
—Aunque haya parado, hay mil cosas más importantes que hacer.
—Será divertido, Gasha —metió baza Kappelyushnikov—. Imagínate: cavar buscando madrigueras de zorros como los caballeros ingleses, esos terratenientes enriquecidos con el petróleo. Un deporte excelente.
—Y no se trata sólo de unos simples hoyos —añadió Morrissey—. Comprueba los gráficos 'sismológicos. Ahí abajo hay cosas muy grandes, cámaras de veinte metros de largo, puede que más. No sólo túneles, es posible que incluso ciudades.
Harriet replicó cortante:
—Morrissey, si te preguntas por qué ninguno de nosotros tiene la menor confianza en ti, ahí tienes la razón. Siempre dices la primera tontería que se te pasa por la cabeza. ¡Ciudades! Hay algunos gráficos que indican la existencia de pozos y cámaras, tal vez un poco mayores que los túneles que están justo bajo la superficie, en efecto, pero yo no los llamaría...
—Vale, vale. No son ciudades. Tal vez ni siquiera sean aldeas, pero algo son. Como poco, deben de ser cámaras de cría donde guardan a sus pequeños o almacenan su comida o, Dios, yo qué sé, tal vez es donde hacen actuaciones de ballet o juegan al bingo, ¿qué más da? Por el simple hecho de que son grandes, se sigue que seguramente son también más importantes. Es menos probable que les dé tiempo a sellarlos o, por lo menos, les resultará más difícil.
Miró a Alex Woodring, que tosió y dijo:
—A mí me parece razonable, Harriet. ¿No opinas lo mismo? Ella frunció los labios en gesto pensativo.
—¿Razonable? No, con toda seguridad no lo llamaría razonable. Por supuesto, tú eres el jefe, al menos nominalmente, y si a ti te parece sensato que incumplamos el...
—Pues sí, me parece una buena idea, Harriet —dijo Woodring con osadía.
—¿Eres tan amable de dejarme terminar lo que estaba diciendo, por favor? Estaba diciendo que si crees que debemos incumplir el acuerdo al que habíamos llegado todos de que las decisiones del grupo se tomarían por unanimidad y no por un voto de uno u otro que imponga su autoridad, entonces supongo que no tengo nada más que decir.
—Gasha, querida —dijo Kappelyushnikov con tono tranquilizador—, ¿quieres hacer el favor de callarte? Explícanos el plan, Jim.
—¡Faltaría más! Lo primero que haremos es abrir un agujero todo lo grande que podamos con la retroexcavadora. Todos estaremos ahí fuera, con palas, y saltaremos dentro. Lo que queremos es capturar ejemplares. Agarraremos lo que veamos. Debemos pillarlos por sorpresa y, además —añadió con cierta suficiencia—, dos de nosotros podemos llevar esto. —Sostuvo en alto su cámara—. Tiene unas buenas luces estroboscópicas brillantes. La idea me la dio Boyne cuando estábamos tomando una copa juntos; me parece que es lo que hacen ellos en el campamento Grasi. Entran con estos aparatos, en parte para hacer fotos y en parte para deslumbrar a las criaturas. Mientras estén momentáneamente cegadas podemos atraparlas con mayor facilidad.
—¿Momentáneamente, Jim? —intervino Dalehouse.
—Bueno —respondió Morrissey con reticencia—, de eso no estoy muy seguro. Probablemente tengan unos ojos muy delicados pero, demonios, Danny, para empezar ni siquiera sabemos si tienen ojos.
—Entonces, ¿cómo se van a quedar deslumbrados?
—Vale, ni idea. Pese a todo, es el modo en que quiero hacerlo. Llevaremos walkie-talkies. Si algo sale, eh, sale mal... —Dudó y volvió a empezar la frase—. Si os desorientáis o algo por el estilo, sólo tenéis que cavar hacia arriba. Deberíais poder hacerlo con las manos. Si no podéis, encendéis el walkie-talkie. Tal vez no sea posible mantener comunicación de voz bajo la superficie, pero por la radio que robaron sabemos que podemos localizar el sonido emisor, así que os radiolocalizaremos y os sacaremos. Eso, si algo sale mal.
Kappelyushnikov se inclinó hacia delante y le tapó la boca con la mano al bioquímico.
—Querido Jim —dijo—, por favor, no nos des más ánimos, porque si sigues hablando, todos nos negaremos a bajar. Hagámoslos de una vez y basta de charla.
Como era previsible, Harriet no participaba en la iniciativa y se empeñó en que como mínimo dos de los hombres se mantuvieran aparte, «por si tenemos que desenterrar a los héroes». Sparky Cerbo se ofreció voluntaria para entrar y Alicia Dair aseguró que sabía manejar la retroexcavadora mejor que nadie del campamento, de manera que ellas y media docena más, equipados con monos de trabajo, cascos con luz, gafas especiales y guantes estaban preparados para saltar cuando Morrissey indicó que empezara la excavación.
Tenía razón acerca del barro: no había, salvo alrededor de los caminos principales del campamento, por donde ellos habían pisoteado la superficie vegetal del suelo klongiano hasta matarla. A pesar de ello, la tierra estaba saturada de agua, y la retroexcavadora extrajo tanta humedad como tierra. No tardó ni un minuto en perforar el agujero.
Morrissey tragó saliva, se santiguó y saltó al hoyo. Alex Woodring lo siguió, y luego Danny, Kappelyushnikov, Di Paolo y Sparky Cerbo hicieron otro tanto.
El plan era dividirse por parejas, cada una de las cuales recorrería un túnel. El problema era que el plan se basaba en la suposición de que hubiera más de dos direcciones que tomar. No las había. El hoyo al que cayeron no tenía mucho más de un metro de amplitud. Olía a humedad... y terriblemente mal, pensó Danny, como una jaula de ratones sucia; no era más que túnel. Di Paolo saltó justo sobre el tobillo de Danny, y Sparky Cerbo, que venía detrás, le cayó en la espalda. Estaban todos enredados, maldiciendo y refunfuñando, y si había algún excavador a menos de un kilómetro de allí que no se hubiera enterado de que habían entrado debía de ser porque ya estaba muerto, pensó Danny.
—¡Dejad de joder con tanto movimiento! —chilló Morrissey por encima del hombro—. ¡Dalehouse! ¡Sparky! Seguidme.
Dalehouse consiguió darse la vuelta a tiempo para ver cómo las caderas y rodillas de Morrissey se alejaban, recortadas sobre el fondo del resplandor de su foco. La sección transversal del túnel era más ovalada que redonda, y más baja que ancha, de modo que era más difícil gatear que arrastrarse cuerpo a tierra apoyándose sobre codos y muslos.
—¿Ves algo? —gritó hacia delante.
—No. Calla y escucha. —La voz de Morrissey sonó amortiguada, pero Dalehouse la oyó con claridad. Más allá y por encima de ella, creyó oír también alguna otra cosa. ¿El qué? Era un sonido débil y difícil de identificar: chillidos y susurros como de ardilla, tal vez, y otros sonidos más numerosos y profundos que procedían de aún más lejos. Su propia respiración, el roce de su equipo, el ruido que hacían los demás... todo se confabulaba para ahogar aquellos otros sonidos, pero sin duda había algo.
Un destello brillante lo hizo parpadear. Le hizo daño en los ojos. Procedía de delante, de la luz estroboscópica de Morrissey. Todo lo que Dalehouse sacó en claro del destello fue el resplandor que se filtró hacia atrás, amortiguado por las toscas paredes de tierra, casi sin producir reflejo. En la otra dirección, la intensidad de la luz debió de ser deslumbrante. Ahora estaba convencido de que oía chillidos de ardilla, y parecían angustiados, como era de esperar, pensó Danny en un instante de comprensión hacia los excavadores. ¿Qué podría significar la luz para ellos, más que la irrupción de algún depredador en su madriguera y la muerte y destrucción consiguientes?
Tropezó con los pies de Morrissey y se detuvo. Por encima del hombro, el bioquímico gruñó:
—¡Los muy cabrones! Lo han bloqueado.
—¿El túnel?
—Dios, claro, qué va a ser, el túnel, y lo han sellado. ¿Cómo coño pueden hacerlo tan rápido?
Dalehouse sintió durante un momento un temor atávico. ¡Bloqueados! ¿Y en la otra dirección? Rodó para apoyarse en el costado, apagó la linterna y miró entre sus pies por el túnel. Más allá de la figura acurrucada de Sparky pudo ver, se convenció de que veía, el tranquilizador resplandor tenue y rojizo del cielo klongiano. Aun así sintió que le dolían y se le tensaban los músculos de la nuca, agarrotados por el antiguo horror humano a verse enterrado vivo, y de repente recordó que se habían encaminado en la dirección que pasaba bajo la retroexcavadora. ¿Y si el peso de la máquina aplastaba la tierra y los atrapaba allá abajo?
—Eh, Jim —gritó—, ¿qué piensas?, ¿retrocedemos hacia el granero o qué?
Siguió una pausa. Luego llegó la irritada respuesta.
—Será lo mejor, aquí no hacemos nada. Tal vez los demás hayan tenido más suerte en la otra dirección.
Cappy y sus acompañantes ya estaban afuera, y los ayudaron a salir cuando aparecieron en el hoyo. Sólo habían podido avanzar ocho o nueve metros por el túnel antes de que lo bloquearan; el grupo de Dalehouse había recorrido más del doble. Sin embargo, al final, el resultado había sido el mismo, reflexionó Danny. Era increíble que pudieran reaccionar tan rápido. Sin duda esa capacidad de reacción la habían desarrollado a lo largo de incontables milenios klongianos. Fuera como fuese, estaba claro que no iba a ser fácil capturar un ejemplar, y menos aún establecer contacto con esas criaturas. Danny recordó con añoranza a sus amigos aéreos, ¡cuánto más agradable era volar para relacionarse con ellos que arrastrarse por el barro como una serpiente!
Kappelyushnikov le sacudió la suciedad y luego, tomándolo con más calma, hizo otro tanto con Sparky Cerbo.
—Mi queridísima jovencita —dijo—, ¡estás espantosamente sucia! Vamos a darnos un baño al lago, olvidémonos de los problemas.
De buen humor, la chica se alejó de la mano del piloto.
—Antes, tal vez deberíamos ver qué quiere Harriet —sugirió. Y, cómo no, Harriet estaba a la entrada de la tienda principal, a cien metros, esperando visiblemente que acudieran a verla.
Mientras iban llegando uno por uno, los miraba de arriba abajo con repugnancia.
—Un fracaso total, ya veo —dijo asintiendo—. Era previsible.
—Harriet —empezó a decir Morrissey con tono agresivo. Ella levantó una mano.
—No importa. Tal vez os interese saber lo que ha sucedido mientras estabais fuera.
—¡Harriet, sólo hemos estado fuera veinte o treinta minutos! —estalló Morrissey.
—Da igual. Primero llegó una señal tactran. Vamos a recibir refuerzos, y también los Poblas. Segundo... —Se hizo a un lado para dejarlos entrar en la tienda. Los que se habían quedado estaban reunidos dentro con una expresión que a Dalehouse le pareció extrañamente satisfecha—. Tengo entendido que queríais un ejemplar de esas criaturas subterráneas, ¿me equivoco? Hemos encontrado una intentando robar nuestras provisiones. Por supuesto, todo habría sido más fácil si tantos de vosotros no hubierais estado perdiendo el tiempo en tonterías y nos hubierais ayudado cuando os necesitábamos...
Kappelyushnikov bramó:
—¡Gasha! ¿Quieres ir al grano de una vez? ¿Has capturado un ejemplar para nosotros?
—Desde luego —dijo Harriet—. Lo encerramos en una de las jaulas de Morrissey. Me arañó con saña, pero eso es lo que se puede esperar cuando...
No la dejaron acabar; todos estaban dentro y mirando fijamente.
El olor a rancio de la jaula de ratones era mil veces más intenso, tanto que casi hizo vomitar a Danny Dalehouse; pero ahí estaba la criatura. Tenía casi dos metros de largo, unos ojos diminutos engastados muy juntos encima del hocico, que cerraba con fuerza asustado. Estaba chillando pero en voz baja —Danny habría dicho que casi con pena—, para sí. Roía las barras metálicas de la jaula y, a la vez, escarbaba la cubierta de plástico del suelo con garras palmípedas. Estaba recubierto de una especie de vello o piel corta de color pardo; parecía poseer, como mínimo, seis pares de extremidades, todas rechonchas, con zarpas e increíblemente fuertes.
Fuera cual fuese la sustancia de la que estaban hechos sus dientes, eran duros. Una de las barras de la jaula estaba ya casi roída y sus chillidos de dolor no paraban.
IX
La mitad del enjambre la componían ahora crías, indefensas como volantones, diminutos globos que acababan de deshacerse de los hilos de seda que hacían las veces de paracaídas y luchaban valientemente por mantenerse a la altura de las grandes esferas adultas de cinco metros. En el coro ininterrumpido del enjambre, las voces de los volantones eran tan débiles y minúsculas como sus bolsas de gas. Su agudo piar sólo consumía la menor cantidad posible de hidrógeno para mantener el equilibrio entre su precaria capacidad de ascensión y las escasas gotas que llevaban en sus vejigas de lastre.
Charlie se desplazaba majestuosamente entre el enjambre, impulsando la inmensa mole de su cuerpo en gesto reprobatorio hacia un grupo de pequeños globos infantiles que cantaba contra la melodía del enjambre, girando los parches oculares para escudriñar los cielos en busca de ha'aye'i, escuchando los cantos de réplica con elogios y quejas de otros adultos y siempre, en todo momento, dirigiéndolos mientras cantaban. Había muchos elogios, y también muchas quejas. Los elogios los daba por supuestos. A las quejas les prestaba más atención, preparado para remediarlas o reprenderlas. Tres hembras cantaban con desesperación por unas crías que habían soltado sus colas de vuelo demasiado pronto o que no podían retener el hidrógeno y por tanto caían impotentes y lentamente hacia el voraz mundo de abajo. Otra entonaba un canto fúnebre de rabia y pena, culpando dé las crías deformes a las Personas del Sol Mediano.
Eso era cierto, y Charlie dirigió el canto del enjambre con una mezcla de comprensión y consejo:
—Nunca —Nunca, nunca, nunca, cantó el coro—, nunca jamás debemos procrear cerca de los Nuevos Soles.
Las hembras mostraron a coro su acuerdo, pero algunos machos cantaron en contrapunto:
Pero ¿cómo vamos a saber cuál es un auténtico Peligro del Cielo y cuál no? ¿Y dónde vamos a procrear? ¡Las Personas de los Tres Soles están por todas partes bajo nuestro aire!
El canto de respuesta de Charlie fue sereno:
—Preguntaré a mi amigo del Sol Mediano. Él sabrá. —Él sabrá, él sabrá, cantó a coro el enjambre.
Un macho planteó una pregunta terrible:
—Y cuando nos posea el arrebato de reproducirnos, ¿seremos capaces de acordarnos?
—Sí —cantó Charlie. Nos acordaremos porque debemos. —Debemos, debemos.
Eso debía haber zanjado el asunto. Pese a todo, el canto del enjambre no era tranquilo. Se oían murmullos de fondo que zumbaban discordantes bajo los temas dominantes. Hasta el canto del propio Charlie flaqueaba de vez en cuando y se repetía cuando debería haber estallado en nuevos temas triunfantes. Bajo la superficie de sus pensamientos conscientes se agitaban corrientes extrañas. No llegaban a la conciencia; si lo hubieran hecho, ninguna fuerza habría podido impedirle que las expresara en su canto, pero aun así ahí estaban. Preocupaciones. Dudas. Desconcierto. ¿Quiénes eran esas Personas de los Tres Soles? ¿De dónde venían? Parecían iguales, tan similares entre ellas como cualquier enjambre de globonoides. Sin embargo, el amigo de Charlie, Janny Jalehouse, le había explicado que no lo eran.
Primero habían llegado las Personas del Sol Pequeño. Al principio no les habían parecido más que un nuevo Peligro del Suelo, otra especie de criaturas devoradoras, aunque habían creado un diminuto sol nada más aparecer. Sin embargo, su campamento se encontraba en el límite de la zona de vuelo de Charlie y el enjambre no se había preocupado por esas Personas.
Luego llegó el grupo del amigo de Charlie y, casi al mismo tiempo, apareció el tercer grupo, las Personas del Gran Sol. ¡Esos eran temibles! Su sol siempre brillaba con intensidad, era más brillante que el Peligro del Cielo en todo su resplandor. Dado que uno de los instintos más profundos de Charlie le impulsaba a aparear el enjambre en dirección a una luz brillante, darse la vuelta y alejarse del Gran Sol supuso un auténtico sufrimiento. Ya habían estado a punto de quedarse atrapados en cada llegada de las Personas —de los tres grupos de Personas de los Soles— porque cada uno de ellos descendió atronando por el aire en una columna de fuego del Sol. A pesar de ello, ninguna había pasado lo bastante cerca de ellos para que el enjambre se reprodujera. Cuando da bandada se había acercado, las llamas ya habían desaparecido y las luces estaban oscurecidas. Más tarde, las Personas del Gran Sol habían enviado a uno de ellos al aire en aquel extraño artilugio que revoloteaba y vibraba; era más duro que el Peligro del Cielo ha'aye'i, y más letal incluso. Algo en aquella cosa arrastraba a los globonoides hacia sus garras giratorias, y más de una docena de miembros del enjambre de Charlie habían acabado desgarrados y habían caído, impotentes, desesperados y en silencio. Ahora evitaban aquella cosa, asustados y entristecidos. Ésos eran dos de los tres grupos de Nuevas Personas, ¡y tenían que evitarlos a ambos! A uno porque mataba y al otro porque no volaba —y no se habría distinguido de otro Peligro del Suelo cualquiera—, ni siquiera los habrían considerado Personas...
Si no hubiera sido por Janny Jalehouse.
Charlie cantó, con relación a su amigo, que había redimido a su especie entera. Janny Jalehouse y su acompañante esporádico, Jappy, ¡sí eran Personas! Volaban como vuelan las Personas, con la majestuosidad y la 'gracia del propio aire. Era una pena que incluso su Sol Mediano hubiera brillado como un verdadero Peligro del Cielo haciendo que la bandada se reprodujera en malas condiciones. Pero a Charlie no se le ocurría culpar a Dalehouse ni a Kappelyushnikov de la llama de Morrissey; en realidad, no pensaba en términos de culpa. Cuando Kung tenía erupciones, los globonoides se reproducían. No podían evitarlo ni lo intentaban tampoco. No habían desarrollado defensas contra una erupción luminosa falsa, pues carecían de la radiación actínica que los ayudaba a producir su hidrógeno y estimulaba su fertilidad. Nunca la habían necesitado... hasta ahora. No tenían modo de aprender a defenderse.
El enjambre flotaba hacia un cúmulo abultado; Charlie hinchó la bolsa de canto y atronó:
—Arriba juntos, hermanos. —Arriba juntos, arriba juntos, respondió el coro—. ¡Arriba juntos, hermanas y parejas! ¡Arriba juntos, jóvenes y viejos! ¡Atentos a los ha'aye'i en las sombras húmedas! ¡Reunid a los pequeños cerca de vosotros!
Todos los miembros del enjambre cantaban a voz en grito a medida que se iban apiñando y entraban en los bordes algodonosos de color rosáceo y rojizo de la nube. Apenas podían verse entre ellos más que como figuras fantasmagóricas, salvo a los machos más voluminosos y viejos, cuyas señales luminosas los hacían más visibles. Lo que sí oían eran sus cantos, y Charlie y los demás machos adultos patrullaban el perímetro del enjambre. Si había ha'aye'i ahí, los machos no tenían ninguna manera de defender al grupo, ni siquiera a sí mismos, pero podían cantar una señal de aviso, tras lo cual el enjambre se dispersaría en todas direcciones, de modo que sólo caerían los más lentos y débiles.
Esta vez tuvieron suerte. En la nube no había globos asesinos y el enjambre emergió intacto. Charlie entonó un atronador canto de agradecimiento cuando la bandada salió de nuevo en el aire despejado. Todos se le unieron. Los cúmulos se formaban encima de corrientes ascendentes de aire caliente, y los ha'aye'i solían buscarlos para reforzar su relativamente escasa capacidad de ascensión. Siempre había un precio que pagar: lo que los ha'aye'i ganaban en velocidad y control de su vuelo, por no mencionar sus garras y mandíbulas, lo pagaban con unas bolsas de ascensión de menor tamaño, de manera que a ellos mantenerse en el aire les suponía un esfuerzo continuo. Los ha'aye'i eran tiburones de las alturas. Nunca dormían, nunca dejaban de moverse y siempre estaban hambrientos.
El enjambre se dirigía flotando hacia el polo de calor. Charlie hacía rotar los parches oculares para captar las señales del movimiento del aire. Siempre sabía en qué dirección soplaba el viento en cada nivel: extraía la información de los movimientos de las nubecillas, del revoloteo durante la caída de la seda que soltaban las crías y, sobre todo, de una vida entera de experiencia, de manera que no le hacía falta pensar cómo aprovechar un viento favorable, sencillamente lo sabía con la misma certidumbre que cualquier neoyorquino que recorriera la Quinta Avenida sabe el número de la calle que va a cruzar a continuación. No quería alejarse demasiado de su amigo del Sol Mediano, a quien hacía bastante que no veía.
Avisó con un canto atronador al enjambre para que se elevara cien metros. Los demás machos continuaron su canto, y de todas las bolsas de gas, grandes y pequeñas, cayeron gotas de agua del lastre. Para los adultos, reemplazar esa agua no suponía ningún problema, pues de manera natural y automática recogían y tragaban las gotas de la neblina a su paso a través de la nube. Los más pequeños tenían que esforzarse más, pero liberaron con valentía dentro de sus bolsas el gas tragado y las hembras, siempre atentas, empujaron a golpecitos a los más pequeños para que subieran. El enjambre permaneció junto en la nueva altura mientras retrocedía en dirección al campa—tiento del Sol Mediano.
No había ningún ha'aye'i a la vista. Tenían mucha agua en la piel para lamerla y tragarla, en parte para almacenarla como lastre y en parte para disociarla en el oxígeno que metabolizaban y el hidrógeno que les permitía elevarse. Charlie estaba muy satisfecho. ¡Era un placer ser globonoide! Volvió a entonar el canto de agradecimiento.
Estaban acercándose a los límites de su territorio, y otro enjambre se balanceaba por encima de ellos, a unos kilómetros de distancia. Charlie lo observó sin preocuparse. Entre los enjambres no había rivalidad. A veces, dos bandadas flotaban la tina junto a la otra durante largos períodos, e incluso se fusionaban. En ocasiones, cuando había dos enjambres juntos, algunos individuos de uno se' sumaban al otro. Nadie le daba importancia. Desde el primer momento, los recién llegados eran miembros de pleno derecho de su nueva bandada y se unían a sus cantos. Pese a todo, lo más normal es que cada enjambre permaneciera dentro de los límites, sin especificar pero conocidos por todos, de su volumen de aire. Pastaban en los campos de polen de su hogar aéreo sin codiciar el de sus vecinos. Aunque tras media docena de reproducciones puede que no quedara ni un solo individuo del enjambre original, el grupo seguiría derivando tranquilamente sobre los mismos diez mil kilómetros cuadrados de tierra. Todas las zonas eran muy parecidas. Sobre cualquiera de esos kilómetros cuadrados nunca faltaba el aire que los alimentaba. Las nubes de polen los atravesaban a todos.
Aun así, algunas partes de ese espacio eran más atractivas que otras. La altiplanicie donde las Personas del Gran Sol habían construido sus caparazones brillantes y encendido sus poderosas lámparas había sido una de las zonas favoritas del enjambre, con un polen que flotaba desde las colinas en una agradable corriente y con muy pocos ha'aye'i. Charlie cantó apenado su pesar al recordarlo, ahora que tendrían que evitar esa zona por siempre jamás. Por el contrario, la bahía del lago—océano donde vivía Janny Jalehouse era un lugar que antes solían eludir. El agua que se evaporaba del mar formaba columnas de nubes ascendentes, lo que implicaba la presencia segura de globos asesinos en por lo menos la mitad de dichas columnas. Si algún miembro del enjambre hubiera cuestionado la decisión de Charlie de volver allí, habría sido razonable, en términos prácticos, hacerle caso. Sin embargo, en los términos en que vivían los propios globonoides, era casi imposible. Las decisiones del grupo no se cuestionaban jamás. Si un adulto mayor cantaba Hagamos esto, se hacía. Charlie era el mayor de todos los adultos, y por tanto su canto solía predominar, aunque no siempre. De vez en cuando, otro adulto cantaba una propuesta contraria diez minutos más tarde, pero si Charlie volvía a entonar la suya otros diez minutos después, no había queja. Cada uno de los demás adultos recogía y seguía el canto y el enjambre lo acataba.
También se tenía en cuenta que. Charlie había traído al grupo a su amigo del Sol Mediano, con sus asombrosos y fascinantes sonidos nuevos. ¡Era una Persona! Desconcertante, sí, pero no como esos comehierbas atados al suelo del Pequeño Sol o las extrañas criaturas del Gran Sol que sólo podían volar con la ayuda de máquinas asesinas. A medida que el enjambre se acercaba al campamento del Sol Mediano, todos los adultos giraron los cuerpos de manera que sus diminutos rostros, con sus rasgos de garrapatas congestionadas, miraron hacia abajo, anhelando descubrir a Janny o Jappy. Incluso los globitos se sumaron al feliz frenesí de la búsqueda. Cuando el primer individuo del enjambre atisbó a Danny elevándose para encontrarse con ellos, el canto de la bandada se volvió triunfante.
¡Qué aspecto más extraño tenía esta vez Janny Jalehouse! Su bolsa de elevación siempre había sido nudosa y poco elegante y carecía de la menor coloración presentable, pero ahora se había hinchado inmensamente y mostraba más bultos que nunca. Charlie no lo habría reconocido si hubiera habido más de uno como él con el que pudiera haberlo confundido, pero sin duda era Janny. El enjambre tragó hidrógeno y descendió para encontrarse con él, cantando el canto de bienvenida que Charlie había inventado para su amigo.
Dalehouse estaba casi tan contento de ver al enjambre de nuevo cómo éste de reencontrarse con él. ¡Había pasado mucho tiempo! Tras la tormenta, había llegado el período de la limpieza; y antes de que hubieran acabado, la segunda nave había salido del estado de carga taquión trayéndoles refuerzos y una considerable cantidad de equipo nuevo. Todo aquello era magnífico, pero darles la bienvenida e integrar todo lo nuevo en lo viejo había requerido su tiempo y, de hecho, algo más que tiempo. Entre lo que habían traído había regalos para los globonoides, y entregárselos significaba que se tenía que elevar más carga, lo que implicaba un racimo mayor de globos. Esto, a su vez, conllevaba la confección y el inflado de los mismos, así como el rediseño del sistema de lastre para equilibrar el conjunto. Danny no estaba muy convencido de que hubiera merecido la pena.
También había llegado medio kilo de microfichas del Doble A—L, y ésas sí que habían sido muy útiles. El del profesor D. Dalehouse era ahora un nombre inexcusable entre los xenobiólogos. Aparecía citado en todos los artículos, que habían dado mucho que pensar. Entre los especialistas de la Universidad de Michigan se había desatado una enconada polémica: ¿dónde entraba Darwin en la evolución de los globonoides? Cuando una hembra esparcía sus huevos filamentosos por el aire de Klong como si estallara una vaina de asclepias y todos los machos arrojaban esperma a la vez, ¿dónde quedaba la selección de los más aptos? ¿Qué tipo de premio a la fuerza, la agilidad, la inteligencia o el atractivo sexual haría que cada generación fuera de algún modo infinitesimalmente más «apta» que la precedente? ¿Cómo era posible la selección en una ontogenia donde todos los machos arrojaban a chorros todos sus genes sobre una nube de material genético mezclado de las hembras, con el viento haciendo de batidora y la suerte azarosa decidiendo quién engendraba a quién en quién? Los globonoides no tenían listas de Leporello. Cualquiera de ellos podría haber engendrado millones pero, si se daba el caso, nunca lo sabría.
Charlie podría haber resuelto el debate si le hubieran preguntado. Todos los globonoides alcanzaban la madurez sexual en cuanto podían soltar sus paracaídas de hilos de seda de araña y flotar libres. Sin embargo, no todos los globonoides tenían el mismo tamaño.
A mayor edad, más volumen. Y cuanto más voluminosos, más esperma o huevos arrojaban al estanque del acervo genético colectivo. Por el contrario, los seres humanos dejaban de intervenir en la evolución antes de que hubiera concluido la mitad de sus vidas. La sabiduría no se alcanza a los veinticinco. Cuando llega la edad en que hay una diferencia significativa entre un Da Vinci y un mastuerzo, han pasado los años de la reproducción. La selección ya no desempeña ningún papel, ni siquiera como resistencia a las enfermedades degenerativas de los ancianos, razón por la que a lo largo de dos millones de años la raza humana no se ha seleccionado contra el cáncer, la artritis ni la arteriosclerosis. Las calenturientas células jóvenes han sido disciplinadas por las presiones de cincuenta mil generaciones. Pasada la edad de reproducirse, la célula se queda sin programación. No sabe qué hacer a continuación y empieza a caerse a pedazos.
Con los globonoides era distinto. Los gigantes de la especie del tamaño de Charlie rociaban medio litro de fluido seminal sobre cada nube de huevos receptivos, mientras que los diminutos machos jóvenes del enjambre apenas si podían verter con esfuerzo una gota. Los Charlies habían demostrado su aptitud para la supervivencia con la más definitiva de las pruebas: habían sobrevivido.
Dalehouse estaba impaciente por aclarar cuestiones como ésa cuando llamó a Charlie y giró para encontrarse con él, e incluso más ansioso todavía por probar los nuevos elementos lingüísticos que habían generado para él los grandes ordenadores de la Tierra. Sin embargo, lo que más reclamaba su atención era el regalo que le habían enviado. De la misma manera que el canto de saludo del enjambre era una demostración de lo que los globonoides sabían hacer, el regalo también era un ejemplo de lo que la sociedad de Dalehouse hacía mejor. Se trataba de un arma.
No era un regalo completamente gratuito, reflexionó Dalehouse pero, bien pensado, todo tiene su precio. El canto de Charlie le cuesta parte de su reserva de gas de ascensión, al igual que los cantos que eran su vida tenían un precio para el enjambre. Si cantaban, emitían gas. Si emitían gas, perdían capacidad de ascensión. Si perdían mucha, tarde o temprano descenderían sin poder remediarlo hacia las bocas que los esperaban ansiosas sobre la superficie para devorarlos. O, lo que era casi peor, vivirían sobre el suelo, desamparados y sin voz, hasta que fueran capaces de acumular y disociar suficientes moléculas de agua para recargar sus reservas de hidrógeno... rápidamente, si es que Kung se mostraba clemente y brillaba para ellos, y angustiosamente despacio si no brillaba. Era un precio que pagaban con gusto. Vivir era cantar; y, en cualquier caso, permanecer callado significaba estar muerto. Era el precio que al final la mayoría de ellos acababa pagando por su vida.
El precio del regalo que traía Danny Dalehouse era la vida de los cinco globonoides que habían sido enviados a la Tierra en la cápsula de regreso.
Los diseñadores de Fort Detrick habían hecho un buen uso de aquellos ejemplares. Los dos que habían llegado muertos fueron diseccionados inmediatamente. Se los podría considerar los afortunados, puesto que los otros tres fueron estudiados in vivo. El más grande y fuerte de ellos sobrevivió dos semanas.
Los investigadores de Fort Detrick también pagaron su precio porque ocho de ellos contrajeron la urticaria klongiana, y uno tuvo la desgracia de que se le llenara el cráneo de fluido antigénico, de manera que durante lo que le quedara de vida no podría volver a agobiar a ningún sujeto experimental. Es más, tampoco podría sostener un tenedor por sí solo aunque, probablemente, a los globonoides que habían sido sus sujetos experimentales no les pareciera un castigo desproporcionado.
Danny Dalehouse se descolgó la carabina ligera que llevaba al hombro y practicó apuntando. La culata era de metal sinterizado; apenas pesaba un kilo, pero la mitad de ese peso se debía a las balas de alta velocidad. El diseño era malo. Estaba seguro de que el retroceso lo 1anzaría hasta la otra punta del cielo si disparaba y, en cualquier caso, ¿para qué servían las balas de alta velocidad? ¿Qué objetivo había en el aire klongiano cuya destrucción requiriera ese tipo de impacto? El mensaje que el grupo de refuerzo al que se denominaba comisión pacificadora de la ONU había traído de la Tierra era que debía llevarse, así que la llevaba.
Se la puso a la espalda y, con cierta incomodidad, se descolgó el regalo para Charlie del otro hombro. Bien, esto sí era pertinente. Alguien, en algún sitio, había comprendido lo que podía hacer el pueblo de Charlie y lo que necesitaba para protegerse de los depredadores. Pesaba aún menos que la carabina y no contenía ningún elemento de propulsión. Las garras de alguien como Charlie podían manejar la diminuta manivela que tensaba una cuerda elástica de larga duración. El gatillo estaba diseñado para que lo apretara un globonoide y disparaba un racimo de agujas diminutas o, en otra de sus posibilidades, una cápsula de algún tipo de fluido. Las agujas eran para los depredadores aéreos; el fluido, al menos eso se le dijo a Danny, podría utilizarse contra criaturas como las ratas—cangrejo en el caso de que un globonoide se viera obligado a descender y necesitara defenderse. Era una sustancia que incapacitaba sin matar.
La transmisión de cualquier fragmento de esa información a Charlie pondría a prueba todas las habilidades lingüísticas de Dalehouse, pero empezar era la manera de hacerlo. Sostuvo la ballesta en alto y cantó, cuidando de seguir las notas que le habían enseñado los ordenadores de Texas A & M:
—Te he traído un regalo.
Charlie respondió con un canto estruendoso. Dalehouse no pudo entender más que unas pocas frases, pero a todas luces se trataba de un mensaje de agradecimiento y una pregunta educada; y, en cualquier caso, la pequeña grabadora que llevaba en el cinturón lo estaba registrando todo para su posterior estudio. Danny pronunció la siguiente frase que le habían enseñado:
—Debes acompañarme a buscar un ha'aye'i.
Eso resultó difícil de cantar. El inglés no tiene oclusiones glóticas y la hora de práctica que Dalehouse les había dedica—do le había dejado la garganta dolorida. A pesar de todo, Charlie pareció entenderle porque el canto de agradecimiento se transformó en una débil melodía de preocupación. Danny se rio.
—No temas —cantó—, yo seré un ha'aye'i para el ha'ayel Los destruiremos con este regalo y el enjambre ya no tendrá que temerlos nunca más.
Siguió un canto de confusión; Charlie y toda la bandada repitieron una y otra vez las palabras «el enjambre». La parte más difícil todavía estaba por llegar.
—Debes abandonar el enjambre —cantó Dalehouse—. Ellos estarán a salvo. Volveremos, pero ahora tú y yo debemos volar a buscar un ha'aye'i.
Llevó su tiempo, pero el mensaje pareció ser finalmente comprendido. El que Charlie estuviera dispuesto a embarcarse en una aventura tan temible para él con Dalehouse daba la medida de la confianza de los globonoides en su amigo de La Fierra. Los miembros de la bandada nunca la abandonaban por su propia voluntad. Durante más de una hora, tras descender a una altura inferior separándose del grupo, el canto de Charlie fue quejumbroso y triste. No apareció ningún ha'aye'i. Dejaron el campamento del Bloque de Alimentos muy atrás, se desplazaron por la orilla del lago—mar y más tarde cruzaron un estrecho en las cercanías de la desastrada colonia de los Poblas. Dalehouse llevaba un tiempo preguntándose si los ordenadores de Texas le habían dado las palabras correctas que amar. De repente, el canto de Charlie adquirió un tono de temor real. Se habían sumergido muy por debajo de un banco de nubes, cúmulos de clima cálido que parecían globonoides hembras boca abajo, y desde uno de esos cúmulos la figura demostración de un asesino se abatió sobre ellos.
Danny sintió la nerviosa tentación de matar a este primer ejemplar con la carabina. Daba verdadero miedo ver cómo el ha'aye'i se inclinaba hacia ellos, pero quería hacerle una demostración del regalo a Charlie.
—¡Mira! —gritó asiendo con torpeza la empuñadura diseñada para las garras de un globonoide. Mientras percibía las vibraciones graves del canto de terror que murmuraba Charlie, en marcó la figura abultada del tiburón del aire en la mira de hilos cruzados adaptada para los parches oculares de los globonoides. Cuando el atacante estaba a veinte metros, apretó el gatillo.
Una docena de diminutas puntas metálicas salieron disparadas hacia el ha'aye'i, esparciéndose como el cono de fuego de un proyectil de escopeta. Con un disparo fue suficiente. La bolsa del tiburón se desgarró exhalando una nube húmeda. La criatura gritó una vez de dolor y sorpresa, y ya no le quedó más aire para gritar de nuevo. Cayó a su lado, con su espantosa carita retorcida, las garras cerrándose en vano hacia ellos, a unos metros de distancia.
Charlie emitió primero un alegre trino de sorpresa y luego un peán de victoria.
—¡Esto es algo magnífico de verdad, Janny Jalehouse! ¿Matarás a todos los ha'aye'i para nosotros?
—No, yo no, Charlie. ¡Lo harás tú solo! —Y allí mismo, suspendido en el aire, Danny le enseñó la ingeniosa pequeña manivela que hacía funcionar la cuerda elástica y la sencilla recámara en la que caía el racimo de agujas. Para tratarse de una criatura que jamás había utilizado herramientas, Charlie aprendió a dominar rápido la operación. Dalehouse hizo que disparara una salva de prueba a una nube y luego observó con paciencia cómo el globonoide enrollaba la manivela solo y volvía a cargar.
Ya no estaban solos del todo. El enjambre los había seguido por su cuenta y flotaba a medio kilómetro de distancia, con todos los parches oculares vueltos hacia ellos. Su lejano canto sonaba dulce y lastimero, como el de un cachorro solitario que suplicaba que lo dejaran jugar. No muy lejos, abajo, estaba el campamento de los Poblas, y Dalehouse pudo distinguir una o dos caras que miraban hacia arriba y los contemplaban con curiosidad. Que miren, pensó sinceramente, que vean, si es que no tenían nada mejor que hacer, cómo las Potencias Exportadoras de Alimentos ayudaban a las especies autóctonas de Klong. Sólo quedaba un puñado de miembros de la expedición original, y los refuerzos de los que tanto se jactaban no daban señales de vida.
Refuerzos. Al acordarse, Dalehouse empezó a transmitir el resto del mensaje que traía para Charlie.
—Este regalo —cantó— es para ti, pero tenemos que pedirte algo a cambio. ¿Qué regalo? —cantó Charlie con educación.
—No sé las palabras —cantó Danny—, pero pronto te lo diré. Mis compañeros de enjambre os piden que llevéis unos objetos pequeños a otros sitios. Algunos los dejaréis caer, otros los traeréis de vuelta. —Enseñarle a Charlie a apuntar las cámaras y los instrumentos de grabación de sonido iba a llevar toda una vida, pensó Dalehouse con desánimo; y ¿cómo iban a explicarle dónde dejar caer los racimos de sensores de trampas y los micrófonos sísmicos? Lo que en la Tierra podía parecer muy sencillo, en Klong se volvía algo muy distinto...
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —cantaron las voces distantes y frenéticas del enjambre.
Demasiado tarde, Danny miró a su alrededor. La velocidad del ha'aye'i los pilló desprevenidos. Venía por atrás y desde abajo, donde a Dalehouse no se le había ocurrido mirar. Charlie, que estaba concentrado acariciando su nuevo juguete y esforzándose por entender qué quería Dalehouse de él, se había descuidado.
Si no hubiera sido por el chillido lejano del enjambre, la criatura se los habría llevado por delante a ambos, pero Charlie se giró más rápido que Dalehouse y, antes de que Danny pudiera preparar la carabina, el globonoide había demostrado lo bien que había aprendido la lección abatiendo al asesino. El ha'aye'i cayó tan cerca de ellos que tanto Dalehouse como Charlie podían haber alargado el brazo y tocado sus largas y malignas garras.
—¡Muy bien! —gritó Dalehouse, y Charlie repitió extasiado:
—¡Bien hecho, bien hecho! ¡Qué regalo tan magnífico! —Se elevaron para reunirse con el enjambre...
Lanzas de fuego dorado se alzaron titubeantes hacia la bandada desde el campamento de los Poblas en el suelo.
—¡Dios mío! —gritó Danny—. ¡Esos idiotas están lanzando fuegos artificiales!
Los cohetes estallaron en una lluvia de chispas y a lo ancho de todo el enjambre los globonoides empezaron a prender en brillantes llamas de hidrógeno.
X
En los raros momentos que Dulla pasó despierto sólo era parcialmente consciente de lo que pasaba. Al principio había escuchado un reiterado guack, guack que no supo identificar y alguien, una persona que le resultó vagamente familiar, lo había arrastrado sin miramientos hacia lo que fuera que produjera los sonidos. Luego sintió dolor, mucho dolor. Más tarde se sucedieron largos períodos en los que la gente le hablaba o hablaba a su alrededor, pero no sentía el menor impulso de responder. Luego, en sus breves momentos de conciencia, fue descubriendo que ya no tenía dolor. El tratamiento que le habían aplicado los Grasis había sido desagradable, pero parecía haber funcionado. Estaba vivo, rehidratado. La hinchazón se había reducido. Ya no estaba ciego, sólo se sentía débil.
Cuando se despertó se dio cuenta de que no sólo estaba despierto, sino de que era capaz de mantener los ojos abiertos durante un rato; Feng Hua-tse estaba junto a su catre. El chino parecía muy cansado, pensó Dulla con cierto desprecio; tenía incluso peor aspecto que él mismo.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Feng con tristeza. Dulla lo pensó antes de responder:
—Sí. Creo que sí. ¿Qué ha pasado?
—Me alegro de que te encuentres mejor. Los narigudos te rescataron del pueblo de tus amigos escarabajos. Dijeron que sobrevivirías pero, la verdad, yo no lo creía. Ha pasado mucho tiempo. ¿Quieres comer algo?
—Sí..., no —se corrigió Dulla—. Quiero comer, pero no ahora mismo. Primero quiero ir al lavabo.
—¿Te ayudo?
—No, puedo solo.
—Eso también me alegra —dijo Feng, que había estado haciendo las funciones de enfermera que traía la cuña durante los largos días de convalecencia de Ahmed Dulla e incluso antes, durante más tiempo del que quería recordar. El paquistaní se levantó con dificultades del catre hinchable y se dirigió lentamente hacia la ranura de la zanja de la letrina.
Miró con expresión de desaprobación el estado del campamento. Uno de los ruidos que había oído se identificó por sí solo: se trataba un golpeteo ronco que resultó ser una rueda hidráulica, de manera que al menos habría energía. Pero ¿dónde estaban los focos que les habían prometido, las cosechas, las comodidades? ¿Dónde estaba toda la gente?
Feng lo había seguido y se quedó mirando tristemente a su alrededor mientras Dulla se aliviaba.
—¿Por qué te quedas ahí? —le espetó Dulla atándose el cordón del pijama, algo que le costó horrores—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha avanzado tan poco?
El jefe del campamento abrió las manos.
—¿Qué puedo decir? Éramos diez. Uno murió contigo, en esa aventura que te parecía tan necesaria. Otro murió aquí. Dos estaban tan enfermos que tuvimos que mandarlos de regreso a la Tierra... por cortesía de los Grasis: no quedaba nadie en condiciones de pilotar la cápsula de regreso. El italiano está dormido y las dos mujeres están recogiendo combustible.
—¡Recogiendo combustible! ¿Es que nos hemos convertido en campesinos, Feng?
El jefe suspiró.
—He hecho cuanto he podido —dijo; era una frase que se llevaba repitiendo una y otra vez para sus adentros desde hacía mucho tiempo—. La ayuda está en camino. El propio Heredero de Mao ha ordenado el envío de dos grandes naves, con material y personas, pronto...
—¡Pronto! Y hasta entonces, ¿qué? ¿No hacemos nada?
—Vuelve a la cama —le dijo Feng con cansancio—, me agotas, Dulla. Come algo si quieres, hay comida. Nos la dieron los Gordos, si no, no tendríamos nada.
—Y ahora somos mendigos —dijo con desprecio Dulla. Se tambaleó y se aferró al hombro de Feng—. ¿Me he pasado la vida estudiando y he recorrido todos esos años luz para esto?
¿He estado a punto de morir para esto? ¡Qué pandilla de estúpidos pareceremos cuando volvamos deshonrados a la Tierra!
Feng sacudió la cabeza con pesadez. Se quitó la mano del paquistaní del hombro y caminó en dirección al viento... hedía tanto que se notaba que hacía mucho que no se había lavado. No le hacía falta escuchar ningún comentario de Dulla. Ya lo sabía. Había aceptado la caridad de los Gordos porque, sin su comida, todos ellos habrían muerto de hambre; la de los Grasis para el rescate de Dulla y para el retorno a la Tierra de los miembros enfermos del grupo..., quienes sin duda ya estarían ahora contando a los auditores lo mal que Feng había dirigido la expedición. Ya habría carteles con caracteres enormes en K'ushiu informando de todo. Serían muy críticos con él. Cuando regresaran a la Tierra —si es que regresaban—, lo máximo a lo que podía aspirar era volver a ser un bioquímico de a pie junto al Río Amarillo.
Eso, por supuesto, sólo si se apiadaban de él hasta que llegaran las dos grandes naves...
¡Ah, cuando llegaran! Había repasado una y otra vez con ansiedad los mensajes tactran y las imágenes. La segunda nave no traería diez, ni quince, sino nada menos que treinta y cuatro personas. ¡Un agrónomo! Alguien que supiera llevar adelante los lastimosos esfuerzos iniciales de Feng: las setas que había sembrado, los plantones de trigo que con tanta paciencia había conseguido que retoñaran... los más aptos sobrevivirían y los más fuertes de entre sus descendientes florecerían. Llegarían también dos traductores más, ambos con escisión cerebral, uno de ellos experto piscicultor de litoral. El Gran Lago podría dar alimentos. Vendría también un médico..., no, se corrigió Feng, un cirujano muy experimentado, con fama mundial en el tratamiento de traumatismos. Cierto es que era un hombre de casi dos metros de altura y negro como el pelo de un bebé, según se veía en su fotografía, pero daba igual. Tres de los que vendrían habían realizado cursos intensivos de limnología y uno de ellos, que había sido oficial de los guardias rojos, tenía también tres años de experiencia como explorador, primero en el Gobi y más tarde en el Himalaya.
¡Y los bienes que traería la otra nave! Generadores fotovoltaicos, capaces de producir 230 voltios de corriente alterna en cantidades importantes; plástico para dar y tomar; herramientas para la exploración: hachas, machetes y unos rifles para la captura de ejemplares, así como para la «caza»; botes plegables; bicicletas con el cuadro de magnesio; un ordenador de doble seguridad, con al menos seis terminales de acceso remoto; equipo de radio; equipo de láser; comida; más comida, comida suficiente para todos, para muchos meses...
¡Parecía un sueño!
Lo que no era un sueño era que con toda probabilidad, Feng lo sabía, entre esas treinta y cuatro personas habría una que se le acercaría y le diría tranquilamente: « ¿Feng Hua-tse? Me ha enviado el Heredero de Mao para recibir su informe sobre por qué su dirección de este proyecto no ha estado a la altura esperada». Entonces llegaría el mal rato. No se aceptarían excusas. Al recién llegado no le interesarían los champiñones que se negaban a crecer ni los ejemplares de las especies que Feng en persona había mantenido vivos con grandes esfuerzos. Sólo le interesaría saber por qué habían muerto tres miembros de la expedición, otros dos habían tenido que ser devueltos a casa y diez personas habían conseguido tan pocos resultados.
Feng Hua-tse pensaba en todo eso, pero lo único que dijo fue:
—Vuelve a acostarte, Dulla, se me ha acabado la paciencia contigo.
Dulla no se acostó.
La rabia le había dado fuerzas y despertó al italiano.
—Vaya, ¿has vuelto a la vida? —dijo Spadetti bostezando y frotándose la incipiente barba negro azulada de la barbilla—. Pensábamos que no lo contarías —añadió alegremente—, estuve a punto de apostar la ración de un día a que morías. Me habría fastidiado mucho perder.
—He estado hablando con Feng, ¡menudo chapucero!
—No todo es culpa de Uazzi, Dulla. Nosotros llegamos los primeros. Cometimos los errores que se tienen que cometer para que los demás aprendan.
—¡Pues yo no quería ser profesor de los Gordos ni de los Crasis! No quería ni que aparecieran por aquí. Éste puede ser nuestro planeta, ¡podríamos darle la forma que quisiéramos!
—Sí —reconoció Spadetti—, yo también había pensado algo parecido. Pero, chi sa, ¿qué le vamos a hacer? Cada paso que dimos parecía correcto en el momento en que lo dimos. Incluso los tuyos, ese empeño de trabar amistad con los nativos...
—¡Esas bestias! Es imposible relacionarse con ellos.
—Oh, eso no es verdad, Dulla. Nuestros rivales lo han logrado. Los Gordos tienen globonoides que les llevan las cámaras por todo el planeta, o eso es lo que dicen sus informes tactran. Los Grasis están enseñando a sus topos y lombrices a excavar bajo nuestro campamento y escuchar cuanto decimos. Quizá nos estén espiando ahora mismo.
—¡Tonterías! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
—Sí, quizá sea estúpido, pero lo que te he explicado no es ninguna tontería —sonrió el italiano sin ofenderse por el comentario—. Tal vez lo he contado como un chiste, pero no estoy bromeando, créeme. Y nosotros ¿qué hemos conseguido? Seré más preciso, Dulla: ¿qué lograste tú mismo, salvo que muriera una persona, cuando visitaste a nuestros amigos frutidel—orare? Fracasamos. Ni más ni menos. —Bostezó y se rascó—. Ahora, Dulla, per favore, deja que me acabe de despertar solo, ¿quieres? La realidad que nos rodea no me hace tan feliz como para querer dejar mis sueños tan bruscamente.
—Pues sigue dándole al vino y sueña —dijo Dulla con frialdad.
—¡Oh, Dulla! Qué espléndida idea..., si tuviera un vino de verdad en vez de esta porquería...
—Cerdo —dijo Dulla, pero en voz baja para que Spadetti no tuviera que darse por enterado. Volvió a su catre y se sentó dejándose caer al borde, sin hacer caso a las imprecaciones que Spadetti soltaba en voz baja mientras tomaba el brebaje alcohólico que se había preparado. Tal vez lo mataría. ¿Por qué no? El olor que despedía hizo que a Dulla se le pasara el hambre, aunque sabía que debía comer; calculó que había perdido al menos diez kilos desde que habían aterrizado en Hijo de Kung, y no podía permitirse el lujo de perder mucho más. Se sentó respirando con dificultad, sorbiendo por una pajita de un frasco de agua sin gas tibia extraída del alambique. Al poco, notó que había una bolsa de plástico bajo la cama. Le dio la vuelta y cubrió el catre con un montón de diminutas fichas blancas impresas.
—Veo que has encontrado tus cartas de amor —dijo el italiano desde la otra punta de la tienda—. Desgraciadamente no sé leer tu lengua, pero la chica es muy bonita.
Dulla no le hizo caso. Reunió las fichas y se las llevó al cobertizo de la radio, donde estaba el único lector que funcionaba. Spadetti tenía razón; casi todas las fichas eran de la chica búlgara, y casi todas decían más o menos lo mismo. Lo echaba de menos, pensaba en él; buscaba consuelo para su soledad y su pena en el recuerdo de los días que habían pasado juntos en Sofía.
A pesar de ello, en las fotografías se veía a Ana en París, a Ana en Londres, a Ana en El Cairo, a Ana en Nueva York. Parecía estar viviendo una vida muy interesante sin él.
¡Países ricos! En el fondo, ¿no eran todos iguales tanto si su riqueza se debía al petróleo como si se debía a los alimentos? ¡ La riqueza era la riqueza! La distancia que lo separaba de los bien alimentados búlgaros era mayor que la que lo separaba de... incluso de los krinpit, pensó, y se dio cuenta casi al momento de que estaba siendo injusto. Nan no era así aunque, por otro lado, había tenido la ventaja de pasar gran parte de su infancia en Hyderabad.
Al alejarse del hedor del sucedáneo de vino que había preparado el italiano, Dulla se percató de que tenía hambre. Encontró cereales crujientes y se los comió mientras leía por encima las cartas de Ana y luego, con más atención, los sinópticos enviados desde la Tierra. Habían pasado muchas cosas desde que se había quedado inconsciente. Los Gordos habían recibido refuerzos: se los denominaba equipo pacificador de la ONU, pero ese título sólo engañaba a los más ingenuos. Los Grasis habían establecido un observatorio astronómico por satélite y estudiaban los cambios en la radiación de Kung. Tenían problemas con el satélite y los resultados eran confusos. Pese a ello, Dulla estudió los informes con fascinación y envidia. ¡Ese proyecto debía de haber sido suyo! Para eso lo habían formado durante aquellos largos años de estudios de posgrado. ¡Qué gasto inútil era su expedición! Contempló con repugnancia las enormes rajas de la tienda, los instrumentos tirados por todas partes que se oxidaban porque nadie los utilizaba. Había tanto por hacer... Tanto, que ni se le ocurría por dónde empezar, y así no podía hacer nada.
Oyó un alboroto fuera que le hizo levantar la mirada y fruncir el ceño. Feng y el italiano discutían, y al fondo se oía el graznido distante de una manada de globonoides. Si el Heredero de Mao hubiera sido un poco más generoso y Feng no hubiera sido tan estúpido, tal vez habrían contado con un helicóptero, como los Grasis, o con el ingenio necesario para confeccionar globos, como los Gordos, y él también habría podido volar con las bandadas. Esa oportunidad había pasado. Hasta los krinpit con quienes él, Ahmed Dulla, había decidido establecer contacto, le seguían resultando tan extraños como antes. ¡No era justo! Había asumido el riesgo. Recordaba perfectamente cómo se había sentido mientras yacía impotente entre la muchedumbre apiñada de criaturas curiosas que parecían cangrejos. Si no hubieran intentado comerse primero al otro hombre, sabía que él mismo habría acabado como almuerzo. Y todo aquel riesgo para nada. Feng había permitido que los Grasis le robaran el único krinpit con el que habían tenido la oportunidad de comunicarse.
Le llegaron sonidos nuevos de fuera de la tienda, sonidos silbantes que hicieron que se levantara y se asomara. Vio unas llamas que ascendían hacia el cielo y a Feng peleándose con el italiano, mientras una de las jamaicanas los insultaba con rabia.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Dulla.
El italiano se quitó a Feng de encima y se volvió hacia el paquistaní con expresión de arrepentimiento.
—Uazzi quería saludar a nuestros amigos —dijo mirando hacia arriba. Los cohetes habían alcanzado las alturas mortecinas de color granate oscuro y habían estallado, y a su alrededor se sucedían otras pequeñas explosiones: la lluvia de chispas había prendido en llamas a los globonoides—. Yo le ayudé a apuntar, pero puede..., puede que mi puntería no fuera muy buena —añadió.
—¡Idiota! —gritó Dulla casi saltando de ira—, ¡mira lo que has hecho!
—He quemado algunos bolas de gas, ¿y qué? —gruñó Spadetti.
—¡No sólo bolas de gas! Quítate la niebla de vino que te empaña los ojos y vuelve a mirar, ¡allí! ¿Es eso un globonoide? ¿No ves que hay un ser humano ahí arriba, preguntándose por qué hemos intentado matarlo, ansioso por regresar a su base con los Gordos o los Grasis e informar de que las Repúblicas Populares han declarado la guerra? ¡Otra pifia! Y una a la que quizá no sobrevivamos.
—Tranquilo, Duna —jadeó Feng—. No importa que los Gordos y los Grasis se irriten con nosotros. La ayuda está en camino.
—¡Eres tan estúpido como él! ¡A quién se le ocurre lanzar fuegos artificiales como una vulgar brigada campesina de una granja colectiva celebrando el cumplimiento de su cuota de repollos!
—Ojalá —dijo Feng— no te hubieran rescatado, Dulla. Discutíamos menos cuando estabas con los krinpit.
—Ojalá —replicó Dulla— el krinpit que intentó matarme fuera el jefe de nuestro campamento y no tú. Era menos repugnante y menos estúpido.
Ese krinpit estaba a muchos kilómetros de distancia y, en ese instante, casi tan irritado como Dulla. Las exasperantes tentativas de los Fantasmas Venenosos del campamento de Combustible de conversar con él, el hambre y, sobre todo, el continuo y cegador alboroto del campamento lo habían llevado casi al borde de la locura.
En el mundo de ruido intenso de los krinpit no había nunca un momento de silencio, aunque el nivel de sonido siempre era aceptable: sesenta o setenta decibelios la mayor parte del tiempo, salvo por el esporádico trueno de una tormenta. En cualquier caso, casi nunca superaba los setenta y cinco.
Para Sharn-igon, el campamento de Combustible era una tortura. A veces estaba silencioso y apagado, otras veces el ruido era cegadoramente estruendoso. La civilización de los krinpit carecía de motores de combustión interna que castigaran los nervios auditivos. Los Grasis los tenían a docenas. Sharn-igon ni se imaginaba cómo funcionaban ni para qué servían, pero ya era capaz de diferenciarlos cuando los ponían en marcha: el traqueteo agudo de la taladradora, el estruendo correoso del helicóptero, la vibración estridente de la sierra eléctrica, el resoplido continuo de la bomba de agua. Había llegado prácticamente ciego al campamento, porque la proximidad del turborreactor del helicóptero le había afectado el oído, del mismo modo que mirar fijamente a un sol despejado dañaría la visión humana; el eco de esa imagen perduró durante días, y todavía le distorsionaba las percepciones de manera exasperante. Nada más llegar, le habían encerrado entre barras de metal. Por más fuerte que royera y serrara, las barras de la jaula no cedían. En cuanto lograba hacer un arañazo, cambiaban el barrote. Los Fantasmas Venenosos le incordiaban continuamente, repitiendo su nombre y los sonidos que emitía de una manera extraña, que asustaba. Sharn-igon desconocía las grabaciones en cinta, y el oír sus propios sonidos era una experiencia tan aterradora como lo sería para un humano ver de repente su propia figura ante sí. Se había dado cuenta de que los Fantasmas Venenosos querían comunicarse con él y había entendido una mínima parte de lo que intentaban transmitirle, pero apenas les respondía. No tenía nada que decirles.
Casi se estaba muriendo de hambre. Sobrevivía, a duras penas, con lo poco que comía de lo que le ponían delante: sobre todo vegetales, de los cuales desdeñaba la mayoría, igual que un ser humano habría rechazado los cardos y la hierba. Su hambre se veía estimulada hasta casi enloquecerle porque podía oler la sabrosa proximidad de los Fantasmas de Abajo, encerrados cerca de él, e incluso de algún Fantasma de Arriba de vez en cuando. Los Fantasmas Venenosos nunca le dieron ninguno de ellos para comer. El estruendo cegador de ruido siempre estaba ahí, al igual que los no menos desagradables silencios cuando el campamento dormía y sólo le hacía compañía el débil eco que le llegaba de las tiendas y los cuerpos blandos. Los seres humanos, mal alimentados con pan y agua en una celda de aislamiento, con luces intensas que les impiden dormir, enloquecen; la situación en la que se encontraba Sharn-igon era equiparable.
Aun así, se aferraba a la cordura porque tenía un objetivo. Los Fantasmas Venenosos habían matado a Cheee-pruitt.
No había tenido tiempo para aprender a distinguir a un fantasma de otro y saber así cuál en concreto era el culpable, pero era un problema fácil de solucionar. Todos eran culpables. Incluso en su locura, para él no cabía duda de que lo que debía hacer era matar a muchos de ellos para que pagaran por su crimen; lo que no estaba tan claro era cómo iba a hacerlo. La quitina de la pinza y el filo del caparazón se habían quedado romos y doloridos de tanto frotarlos contra los barrotes, y los barrotes seguían ahí.
Cuando se acallaban todos los sonidos, charlaba con el Fantasma de Arriba, pegándose con ansia a los barrotes.
—¡Ojalá pudiera comerte —decía. Si no hubiera sido por los barrotes, el Fantasma de Arriba habría sido una presa fácil. Había perdido la mayor parte de su gas y se arrastraba por el suelo de una jaula como la suya. Su canto ya no era más que un lastimero susurro.
—No puedes alcanzarme —señaló—, a menos que mudes de caparazón, y en ese caso sería yo quien te comería. —Cada uno de ellos hablaba su propia lengua, pero, a lo largo de miles de generaciones, todas las especies de Klong habían llegado a comprender un poco los idiomas de los demás. Para los krinpit resultaba imposible no oír el canto constante de los Fantasmas de Arriba e incluso podían oír a los Fantasmas de Abajo charlando y silbando en sus túneles—. Me he comido a muchos de los tuyos, caparazón duro —silbó débilmente el Fantasma de Arriba—, los que más me gustan son las crías pegadas al dorso y los que mudan por primera vez.
La criatura estaba fanfarroneando, sin duda, pero a Sharn-igon no le costaba creer sus palabras. Los globonoides se alimentaban sobre todo de detritos aéreos, pero para que sus crías crecieran sanas necesitaban fuentes de proteínas más ricas de vez en cuando. Cuando estaban en período de cría, las hembras se dejaban caer como langostas sobre el suelo para llevarse cuanto pudieran encontrar. Los krinpit adultos con caparazón resultaban demasiado peligrosos, aunque durante la muda eran un bocado apetecible. La mejor presa era una nidada de Fantasmas de Abajo a la que hubieran sorprendido en una de sus incursiones para robar en la superficie... tanto para los krinpit como para los globonoides. El recuerdo hizo que las glándulas salivales de Sharn-igon se dispararan.
—Caparazón duro —susurró el Fantasma de Arriba—. Creo que me estoy muriendo. Cuando muera puedes comerme si quieres.
En un arranque de sinceridad, Sharn-igon se vio obligado a reconocer:
—Me parece que me vas a comer tú antes. —En ese momento percibió algo extraño. El Fantasma de Arriba ya no estaba en su jaula. Se arrastraba lentamente por el suelo—. ¿Cómo has podido escapar? —le preguntó.
—Tal vez porque me falta muy poco para morir —cantó el Fantasma de Arriba con voz débil—. Los Asesinos me agujerearon la bolsa para que se me escapara la vida, y luego intentaron cerrarla con algo que pegaba, colgaba y pinchaba. Ahora se ha aflojado y casi toda mi vida se ha derramado por el agujero, por eso he podido deslizarme entre los barrotes.
—¡Ojalá pudiera hacerlo yo!
—¿Por qué no abres la jaula? Tienes miembros duros. Los Asesinos meten una cosa dura en un punto de la jaula cuando quieren y se abre.
—¿De qué estás hablando? Me he desgastado el caparazón hasta hacerlo puré.
—No —suspiró el globonoide—. No es como tu caparazón. Espera, hay una junto a la puerta, te lo enseñaré.
El concepto que tenía Sharn-igon de llaves y cerraduras no se parecía demasiado al de los humanos, pero los krinpit también tenían métodos para atar una cosa a otra temporalmente. Sharn-igon castañeteó y raspó con febril impaciencia mientras el agonizante bola de gas se arrastraba lentamente hacia él, llevando algo brillante y duro en su boca sombría.
—¿Podrías meter esa cosa en su sitio en mi jaula? —le engatusó.
El Fantasma de Arriba cantó en voz baja para sí durante un instante. Luego dijo:
—Me comerás.
—Sí, te comeré, pero en cualquier caso te falta poco para morir —señaló Sharn-igon, y añadió con astucia—: Ahora cantas muy mal.
El globonoide silbó con tristeza pero sin articular ninguna palabra. Era cierto.
—Si metes la cosa dura en su sitio en mi jaula para que pueda salir —negoció Sharn-igon—, mataré a algunos de los Fantasmas Venenosos por ti. —Y añadió con sinceridad—: Pensaba hacerlo de todos modos, pues han matado a mi él—esposa.
—¿A cuántos? —preguntó el globonoide dudando.
—A tantos como pueda —dijo Sharn-igon—. Al menos a uno; no, a dos. Dos por ti y tantos como pueda por mí.
—Tres por mí. Los tres que vinieron aquí y me hicieron tanto daño.
—Muy bien, tres —gritó Sharn-igon—, ¡los que quieras! Pero abre de una vez, ¡antes de que vuelvan los Fantasmas Venenosos!
Horas después, casi al límite de sus fuerzas, Sharn-igon entraba tambaleándose en una población krinpit. No era la suya. Llevaba mucho tiempo viendo los sonidos de esa aldea en el horizonte, pero se sentía tan débil y dolorido que había tardado en recorrer la distancia más de lo que tardaría la más diminuta de las crías pegadas al dorso.
—Sharn-igon, Sharn-igon, Sharn-igon —gritó mientras se aproximaba a los krinpit desconocidos—. No soy de vuestra ciudad. ¡Sharn-igon, Sharn-igon!
Una hembra preñada pasó a su lado. Se movía despacio, porque le faltaba poco para cumplir, pero hizo caso omiso a su presencia.
Esa reacción no lo sorprendió. Era lo que esperaba. Cada tambaleante paso que daba hacia la población extraña le resultaba más difícil que el anterior, pero era un profesional de la empatía.
—Sharn-igon —gritó con valentía—. Aunque no soy de aquí quiero hablar con uno de vosotros.
Por supuesto, no hubo respuesta. No resultaría fácil establecer contacto. Cada población estaba no sólo geográfica sino también culturalmente aislada de las demás. No peleaban entre ellas pero tampoco se relacionaban. Si un grupo de krinpit de una población tropezaba por casualidad con un individuo o un grupo de otra, el trato era impersonal. Un krinpit podía apartar a empujones del camino a otro al que no conociera. Dos krinpit extraños podían coger cada uno un extremo de un árbol de varios troncos que les cerrara el paso. Ambos lo levantarían, pero ninguno le hablaría al otro.
Sin embargo, genéticamente las poblaciones no estaban aisladas. Las crías caían de los dorsos de sus padres cuando estaban maduras para caer, allá donde estuvieran. Si por casualidad se encontraban cerca de una población extraña, y si tenían la suerte de llegar a ella sin haberse convertido en alimento de un Fantasma de Abajo o cualquier otro depredador, las aceptaban con la misma buena disposición que a una autóctona. Entre los adultos, sin embargo, no ocurría lo mismo.
Por otro lado, los adultos tampoco se habían encontrado jamás en una situación como la de Sharn-igon, hasta ahora.
—Sharn-igon, Sharn-igon —repitió una y otra vez, y al final una madre macho se le acercó despacio. No le habló directamente, pero tampoco se apartó. Al desplazarse emitía en voz baja el sonido de su nombre: Tsharr-p'fleng.
—¿Has tenido un buen Corro de los Saludos, hermano desconocido? —preguntó educadamente Sharn-igon.
No hubo respuesta, pero el sonido del nombre del extraño se hizo un poquito más alto y confiado.
—No soy de aquí —admitió Sharn-igon—. Es muy desagradable para mí estar aquí, y sé que también es desagradable para vosotros. Sin embargo, tengo que hablaros.
Con nerviosismo, los otros krinpit rasparon y repitieron ruidosamente su nombre durante un momento, luego acertaron a hablar:
—¿Por qué estás aquí, Sharn-igon?
Se derrumbó sobre las rodillas de las patas delanteras.
—Tengo que comer algo —dijo. El globonoide era tan delgado y frágil que sólo le dio para media comida y, por supuesto, Sharn-igon había tenido el cuidado de no probar ni bocado de los Fantasmas Venenosos. No estaba seguro de haber conseguido matar a tres, pero sin duda sí a dos de ellos, y el tercero tardaría mucho en recuperarse. Así había cumplido con el globonoide, pero no con Cheee-pruitt.
Si Sharn-igon no hubiera sido un profesional de la empatía no habría podido saltar las barreras entre poblaciones. Aun así, le requirió mucho tiempo y toda su capacidad de persuasión. Al final, Tsharr-p'fleng le acompañó a un redil vivienda y atendió sus necesidades.
Sharn-igon devoró la rata—cangrejo que le trajeron mientras Tsharr-p'fleng se enzarzaba en una agitada conversación con los demás habitantes al otro lado de la pared. Luego entraron y se colocaron a su alrededor, escuchando cómo comía. Él no hizo caso de sus educados arañazos de curiosidad y preocupación hasta que hubo acabado con el último pedazo. Luego apartó el caparazón partido y habló.
—Los Fantasmas Venenosos mataron a mi él—esposa y no se lo comieron.
Los presentes emitieron un vacilante sonido de repugnancia.
—Me capturaron y me retuvieron en un lugar sin puertas. Me quitaron mis crías dorsales y se las llevaron. No creo que se las comieran, pero no he sabido más de ellas.
Se oyeron sonidos más brillantes, en los que se mezclaba la repugnancia con la rabia y la comprensión.
—Además, también han capturado Fantasmas de Arriba y Fantasmas de Abajo y muchas criaturas vivientes más pequeñas y no se han comido ninguna. Por eso maté a tres de los Fantasmas Venenosos. Quería matar más. ¿Sois amigos de los Fantasmas Venenosos?
La madre macho crujió y habló con desprecio:
—¡No! Sus amigos son los Fantasmas de Abajo.
Otro dijo:
—Los Fantasmas Venenosos tienen muchas maneras de matar. Nos han hablado en nuestra lengua y nos han dicho que nos andemos con cuidado con ellos porque, si no, acabarán con nosotros.
—¿Cuidado de qué? ¿Qué os han dicho que hagáis?
—Sólo que evitemos dañar a ninguno de ellos, porque si lo hiciéramos matarían a todo nuestro pueblo.
—Los Fantasmas Venenosos no dicen la verdad —exclamó Sharn-igon—. ¡Escuchadme! Dicen que vienen de otro mundo, de las estrellas del cielo. ¿Qué son esas estrellas?
—Dicen que son como el calor del cielo —susurró otro.
—Yo he sentido el calor del cielo, pero jamás he percibido ningún calor de esas otras estrellas. No he oído nunca nada de ellas. No importa lo alto que grite, no me devuelven ningún eco.
—Nosotros ya hemos comentado también todo eso —dijo Tsharr-p'fleng lentamente—, pero tenemos miedo de los Fantasmas Venenosos. Nos matarán a todos, y sin comernos.
—Nos matarán, es cierto —dijo Sharn-igon. Hizo una pausa. Luego prosiguió—: A no ser que nosotros lo hagamos antes, a no ser que todas nuestras poblaciones se abalancen juntas sobre ellos y los maten, sin comérselos.
XI
El cabello de Marge Menninger ya no era rubio. El nombre que constaba en su pasaporte no era Margie Menninger. Según sus órdenes de viaje, ahora era comandante e iba de camino a un nuevo destino; y aunque las órdenes autorizaban un retraso en la fecha de llegada, era improbable que el general que las había firmado hubiera pensado que pasaría esos días de más en París.
En la pequeña habitación de su hotel jugueteó con el supuesto cruasán y lo que se hacía pasar por zumo de naranja y telefoneó al conserje para ver si había llegado el mensaje que esperaba.
—Lo lamento, señorita Bernardi, pero no hay nada para usted —suspiró el conserje. Marge le dio otro bocado al cruasán y lo dejó. Francia formaba nominalmente parte del Bloque de Alimentos —por los pelos y gracias al reetiquetado de vino argelino destinado a la exportación—, pero lo que te daban para desayunar no daba fe de ello.
Estaba harta de esa habitación, de los restos de olores a khef y a las prácticas sexuales de los anteriores ocupantes. Quería salir, pero no podía. Mientras pasaba inquieta el rato en esa habitación, las naves de los Poblas habían entrado en fase de prelanzamiento, el entrenamiento de las tripulaciones de apoyo para la siguiente misión del Bloque de Alimentos renqueaba sin ella y sólo Dios sabía qué desastres estarían ocurriendo en Washington y la ONU.
Dejó el desayuno y se vistió rápido. Cuando bajó, como era de esperar, el mensaje ya estaba en la mesa del conserje, en un delgado trozo de papel azul:
La señorita Hester Bernardi será recogida a las 15.00 horas para su cita.
Era obvio que llevaba ahí desde hacía mucho. Margie no se molestó en reprender al conserje, ya se encargaría cuando llegara el momento de las propinas. Salió a la rue Caumartin, pensando en qué hacer a continuación. ¡Seis horas por delante! Por más vueltas que le daba no se le ocurría qué uso productivo podía darles.
Era un día cálido y lloviznaba. El hedor a gasolina impregnaba la atmósfera sobre la place de l'Opéra. Aunque fuera miembro del Bloque de Alimentos, Francia mantenía buenas relaciones con los árabes, tanto como los Poblas. Ésa era otra de las razones por la que no te podías fiar de los gabachos, pensó Margie con malestar. Uno de sus abuelos había entrado en esta ciudad vistiendo el uniforme gris de la Wehrmacht y el otro, unos años después, desde la dirección contraria, con el uniforme verde oliva norteamericano. Ambos le habían transmitido sus sentimientos hacia los franceses. Eran aliados inconstantes, sujetos indignos de confianza, y los pocos que alguna vez parecían tener algún sentido de Estado solían acabar con la cabeza rebanada por los muchos que carecían de ese sentido. Desde el punto de vista de Margie, los franceses no eran mejores que los ingleses, los españoles, los italianos, los portugueses, los asiáticos, los africanos, los latinos y, si lo pensaba un poco, tampoco que el 90 por ciento de los norteamericanos.
El problema al que debía enfrentarse de forma inmediata no era qué no funcionaba en la humanidad, sino qué podía hacer ese día. Sólo había una respuesta. Podía hacer aquello a lo que viene a París la mayoría de las norteamericanas: ir de compras. Y no sólo podía, sino que debía; era el mejor modo de no llamar la atención. Además, no sólo debía, también quería.
Uno de los secretos mejor guardados de Margie era que periódicamente sufría arrebatos de compra compulsiva: salía de un gran almacén para entrar en el de al lado, miraba precios de telas, se probaba vestidos, conjuntaba zapatos con trajes de noche... En su pequeño piso de Houston tenía dos armarios, además de la mitad del espacio de lo que se suponía era la habitación de invitados, atestados con sus compras. Las arrojaba desordenadas sobre los estantes o las empujaba debajo de la cama metidas todavía en las bolsas de los almacenes: jerséis que nunca se pondría, telas cosidas a medias para hacer cortinas que nunca colgaría. Su salón era espartano y su dormitorio siempre estaba inmaculado porque nunca sabía quién podía presentarse. En cambio, las otras habitaciones secretas formaban parte de la personalidad oculta de Margie Menninger. Nada de lo que compraba era muy caro, y no precisamente porque ahorrara. Tenía fondos reservados a su disposición y los precios nunca le importaron. Su gusto se centraba más en la cantidad que en la calidad. Cada cierto tiempo declaraba la guerra a la inundación de objetos y, durante una época, Cáritas y el Ejército de Salvación engordaban con lo que desechaba. Al cabo de una semana, el tesoro acumulado habría vuelto a aumentar.
Margie no se detenía en las tiendas para turistas que salpicaban los Campos Elíseos ni tampoco en las boutiques más apartadas. Sus gustos se inclinaban más bien hacia grandes almacenes como Printemps, Uniprix o las galerías Lafayette. El único inconveniente era que no podía comprar nada. No podía cargar con ninguna bolsa al sitio al que se dirigía y tampoco quería llamar la atención dejándola abandonada, así que se limitó a probarse ropa y a preguntar precios, y durante seis horas convirtió en un infierno la vida de una veintena de dependientas parisinas. Algo que no le supuso el menor cargo de conciencia.
El taxi la recogió en el hotel justo cuando el reloj marcaba las tres en punto. Margie había recuperado su buen humor. Se recostó en el duro asiento de cuero de atrás, preparada para lo que viniera.
El conductor se detuvo en la Place Vendóme el tiempo suficiente para que se subiera otro pasajero. Detrás de las gafas de sol de turista estaba el rostro de su padre, lo que no fue ninguna sorpresa para ella.
—Bonjour, cariño —dijo—, te he traído tu juguete.
Tomó la cámara que le ofrecía y la sopesó con mirada crítica. Era más pesada de lo que parecía; debería tener cuidado de no dejar que nadie la tocara.
—No intentes hacer fotos con ella —le dijo su padre— porque no funciona. Cuélgatela de la correa al cuello. Cuando llegues a tu destino —empujó la palanca del obturador y la cubierta protectora se abrió desvelando un objeto metálico de color apagado dentro—, le das esto a tu contacto junto con cien mil petrodólares. Están en la funda.
—Gracias, papá.
Se retorció en el asiento para mirarla.
—No le contarás a tu madre que te dejo hacer esto, ¿verdad que no?
—No, por Dios, tendría una hemorragia diarreica.
—Y no permitas que te atrapen —añadió como si se le acabara de ocurrir—. Tu contacto era uno de los mejores hombres de Tam Gulsmit, que se va a poner como una fiera cuando se entere de que lo hemos engañado. ¿Cómo van las cosas por Fort Detrick?
—Viento en popa, papá. Tú consígueme el transporte, yo enviaré gente de primera.
Él asintió.
—Tuvimos un pequeño golpe de suerte —le explicó—. Los Poblas dispararon a uno de nuestros chicos. No lo hirieron, pero es un bonito incidente.
—Por el amor de Dios, ¿y él no respondió al fuego?
— ¡Ése no dispara! Era tu viejo amigo de la cárcel, el de Bulgaria. Por lo que sé, no cree en el uso de la fuerza. En todo caso, hizo exactamente lo que yo le habría ordenado que hiciera. Salió pitando de allí e informó de lo sucedido a la fuerza de pacificación de la ONU. Tenía cintas y fotografías para probar cuanto decía. —Miró por la ventanilla. Habían cruzado el Sena. Ahora avanzaban lentamente entre el denso tráfico de un barrio de clase obrera—. Te bajas aquí. Nos vemos en Washington, cariño. Cuídate.
A la mañana siguiente, temprano, Margie estaba en Trieste. Ya no se llamaba Hester Bernardi, pero tampoco Marge Menninger. Era una adormilada ama de casa italosuiza que, vestida con un chándal, conducía hacia la frontera yugoslava un coche eléctrico Fiat de alquiler, junto con una multitud de madrugadores domingueros que buscaban las verduras baratas y las ofertas yugoslavas en utensilios de cocina. A diferencia de los demás, al llegar a Zagreb aparcó el coche y tomó un autobús para la capital.
Cuando entró en Belgrado, el objeto que le había dado su padre estaba al fondo de una bolsa de compras de plástico, debajo de un jersey viejo y un bolso ajado. Había dormido muy poco.
Margie no podría haber crecido en la casa de Godfrey Menninger sin aprender el sencillo lenguaje del espionaje. Ella era la única persona del mundo para quien su padre nunca había tenido secretos. Al principio, porque era demasiado pequeña para entender nada, de manera que él podía hablar libremente en su presencia. Luego, porque tenía que entenderlo. Cuando la OLP la secuestró, se había aterrorizado más de lo que un niño de cuatro años podría soportar, y las pacientes explicaciones de su padre fueron lo único que le permitieron dar sentido al terror. Y, por último, porque él confiaba plenamente en que ella comprendía, siempre, que las cosas absurdas y letales que hacía tenían una finalidad. Nunca se cuestionó si ella compartía esa finalidad, de manera que Marge se había criado en una atmósfera de liquidaciones, caídas, correos y agentes dobles, en el centro de una red que se extendía por todo el mundo.
Ahora, sin embargo, no se encontraba en el centro de la red. Estaba fuera, donde los riesgos eran inmensos y los castigos drásticos. Caminó a paso rápido por las bulliciosas calles, evitando las miradas. Las tiendas, no mayores que un armario, tenían las puertas abiertas y de ellas salían olores que se mezclaban: un aroma penetrante a carne asada de una sastrería (¿cuándo había comido por última vez?), el hedor intenso de unas axilas sucias de lo que parecía una boutique de bisutería... Cruzó una calle esquivando un tranvía y vio el despacho que buscaba. El rótulo rezaba «Electrotec München», y estaba encima de una tienda de jerséis donde unos hombres en camiseta, corpulentos y gordos, trabajaban en máquinas de coser de transmisión por correa.
Miró su reloj. Faltaba más de una hora antes de poder establecer el primer contacto. El hombre al que tenía que ver era un italiano bajo y delgado que vestiría una chaqueta deportiva de fútbol con el nombre del equipo de Skopje. Por supuesto, no había nadie con ese aspecto a la vista todavía, y ni siquiera estaba claro que el individuo fuera a presentarse a la primera cita, algo que su padre ya le había advertido.
Manzana abajo había un grupo de cobertizos techados que rodeaban un edificio de dos plantas con gablete que recordaba a una estación de tren secundaria de cualquier zona residencial de los alrededores de una ciudad americana. ¿Un mercado de granjeros? Parecía algo así. Margie se abrió paso entre una multitud de mujeres ataviadas con babushkas y otras con vestidos cortos, hombres con blusones azules que cargaban cajas de rosadas patatas nuevas sobre los hombros y otros con un niño cogido de cada mano que miraban atentos los mostradores de chocolatinas y gelatinas. Era una muchedumbre agradable y bulliciosa. Allí no llamaba la atención.
Sin embargo, tenía hambre.
Parecía ser la temporada de fresas. Margie compró medio kilo y un botellín de Pepsi, y encontró un sitio donde acomodarse sobre una balaustrada de piedra, junto a una maleta abierta llena de destornilladores y llaves de tubo recubiertas de aluminio. Lo que más le apetecía era una hamburguesa, pero por allí nadie parecía vender nada por el estilo. Los demás estaban comiendo fresas, y estaba convencida de que parecía uno más, quizá no igual, pero sí podía pasar por un ama de casa que se había detenido de camino a cualquier destino normal y corriente para darse un respiro.
A las dos en punto estaba de vuelta delante de Electrotek München y, como le habían dicho, se puso a examinar una guía de autobuses de Belgrado. No apareció ningún italiano delgado y bajo. En dos ocasiones captó fragmentos de palabras que parecían pronunciadas en inglés, pero cuando levantó la mirada y miró distraídamente en la dirección de la que procedían, no supo adivinar cuál de los transeúntes había hablado. Tiró la guía en la cloaca de una esquina y se alejó a pie, enfadada. La segunda cita no era hasta las diez en punto, en uno de los antiguos e inmensos hoteles de lujo, por Dios, ¿qué iba a hacer hasta entonces?
Tenía que seguir moviéndose. Resultaba difícil pasarse más de siete horas dando vueltas, por más Camparis con soda que te apetezca pararte a tomar. Por suerte, pasó por delante de un local que se autodenominaba, en caracteres cirílicos, Expres—Restoran, y cuando se dio cuenta de que era una cafetería, uno de sus problemas, como mínimo, se había resuelto. Señaló algo que parecía pollo asado, y seguramente lo era, y al menos se llenó el estómago con el pan y el puré de patatas que lo acompañaba. Lo que no sabía era cómo llenar el tiempo que le sobraba. Intentó pasarlo como pudo: dio un paseo por el jardín botánico, se dedicó a mirar escaparates por el bulevar Mariscal Tito durante un buen rato... y entonces empezó a llover. Se refugió en un Bioskop y vio una comedia checa con subtítulos en serbocroata hasta las nueve. El único inconveniente era mantenerse despierta. Cuando llegó al hotel se topó con un problema de verdad: Ghelizzi tampoco apareció por allí.
A esas alturas estaba casi mareada por el cansancio, tenía la ropa sudada y mojada por la lluvia y estaba convencida de que empezaba a oler mal. Su padre no había organizado muy bien estas citas, pensó con cierta amargura. Debería haber previsto que los camareros del bar del hotel se fijarían sin duda en una extranjera sucia y sudada entre todo aquel mármol y los tríos de cuerda. Si hubiera sido un hombre, no habría importado. Un hombre podría haber entrado a echar un vistazo a las prostitutas del hotel: la flaca rubia teñida que hacía solitarios junto a la chimenea, la regordeta de cabello pelirrojo chillón que había salido dos veces del salón en una hora, cada una con un hombre distinto, y que ya había vuelto, preparada para recibir al próximo cliente. Margie rechazó otro Campari y le pidió al camarero que le trajera un café turco. La próxima cita no era hasta la tarde siguiente, ¿dónde iba a dormir?
Las prostitutas tenían habitaciones. Si hubiera sido una de ellas...
La idea no la incomodaba en sentido moral, pero sólo tardó un segundo en descartarla por impracticable. Incluso si tu— viera una habitación, en cuanto mirara a cualquier varón solitario, los camareros seguramente la echarían para proteger el monopolio existente. Ya la estaban mirando con interés y empezaban a recoger los manteles de las mesas en el rincón más alejado del salón.
Margie recogió su café y se fue a la mesa de la rubia con mechas. Le habló en inglés, convencida de que en un hotel turístico las chicas dominarían las palabras necesarias de todas las lenguas importantes.
— ¿Cuánto por una noche? —le preguntó.
La rubia la miró escandalizada.
— ¿Para ti? ¡Qué asco! No podría hacerlo con una mujer.
—Cincuenta dinares.
—Cien.
—Muy bien, cien. Pero tengo gustos muy especiales, y tienes que hacer exactamente lo que te pida.
La rubia la miró con incredulidad, luego se encogió de hombros y llamó al camarero.
—Primero debes invitarme a un whisky escocés auténtico mientras me explicas esos gustos. Luego ya veremos.
Por la mañana Margie se despertó recuperada. Utilizó la diminuta ducha de la prostituta y le pagó con una sonrisa.
— ¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo la mujer contando el dinero.
—No puedo impedírtelo.
—Eso que me has pedido que te hiciera, masajearte el cuello cada vez que te despertabas hasta que te volvieras a quedar dormida, ¿de verdad te satisface tanto?
—No sabes hasta qué punto —respondió sonriendo Margie. Salió del hotel sin ocultarse, casi con ostentación, y saludó educadamente a los policías locales, que vestían uniformes grises holgados abiertos en el cuello y apoyaban las manos en pistolas metidas en fundas de cartón. Siguió por el bulevar y, unas manzanas más adelante, entró en el London Café. Allí, meciendo una cerveza en una de las mesas interiores, estaba el bajo y delgado italiano con una gorra del equipo de fútbol de Skopje.
Marge se sentó, pidió un café y fue al lavabo de señoras. Cuando volvió, el italiano se había ido. El bolso que había dejado en la silla parecía intacto, pero al palparlo se dio cuenta de que la cámara había desaparecido y en su lugar había una carpeta con una guía sobre el crucero en aerodeslizador a la Garganta de Hierro.
Volvió a cruzar la frontera desandando en el mismo orden sus pasos anteriores. Cuando llegó a Trieste y pudo recuperar la identidad de Hester Bernardi, la turista norteamericana, se había recuperado del todo. En el valvajet que la llevaba de regreso a París se encerró en el lavabo y estudió el contenido de la carpeta de viajes.
Se le escapaba cómo Ghelizzi había podido llegar a ser un hombre de confianza en el ejército de espías de sir Tam; no le había dado la impresión de que fuera el tipo de hombre en el que confiar, aunque había entregado la mercancía a su debido tiempo. El pequeño dispositivo estaba en camino y tenía en sus manos el archivo completo en microfichas de mensajes tactran secretos intercambiados entre la Tierra y el campamento del Bloque de Combustible en Klong. Su padre estaría muy orgulloso.
XII
Lo que Ana Dimitrova había visto de Estados Unidos era lo mismo que había visto de la mayor parte del mundo: aeropuertos, habitaciones de hotel, salas de reuniones, calles. Así pues, al principio miró a su alrededor con vivo interés mientras el autobús eléctrico avanzaba con un ruido estridente por la superautopista de ocho carriles hacia el lugar en el que le habían ordenado presentarse. Tanto espacio vacío, ¡y sin cultivar! Y, como contraste, tantos locales alineados uno detrás de otro cuando atravesaban las poblaciones: lugares para comer, para dormir, para beber, para comprar gasolina; ¡qué portentosos tragones debían de ser estos norteamericanos para que todos esos negocios prosperaran!
Más de la mitad de los viajeros del autobús eran norteamericanos, y todos ellos estaban muy ocupados, cómo no, tragando: varios fumaban haciendo caso omiso con total descaro de los rótulos que lo prohibían, una pareja mascaba chicle, tres pasajeros de los asientos de atrás se pasaban una botella oculta en una bolsa de papel de estraza. El sargento del ejército que le había ofrecido parte de una barra de chocolate, invitaba ahora a la agrónoma canadiense a unos caramelos duros y redondos con agujeros. Nan se estaba esforzando para que los demás le cayeran bien, porque probablemente vería a muchos de ellos durante el período de formación, pero no resultaba fácil. Uno tras otro, todos los norteamericanos le habían hecho propuestas amistosas que, en cuestión de segundos, se convertían en proposiciones sexuales. Incluso el coronel vietnamita, tan diminuto y delicado que al principio ella se había sentado a su lado tomándolo por una mujer, había empezado a hacer comentarios personales con su hermoso y agudo inglés. Hasta el momento había cambiado seis veces de asiento, y ahora se sentaba con gesto decidido mirando por la ventanilla hacia el exterior, aunque ya no veía nada; eran unos consumidores tan compulsivos que Nan pensó que parecían obligados a consumirla también a ella.
Acarició la diminuta microficha de Ahmed que llevaba en el fondo del bolsillo de la blusa. No tenía lector para leerla, pero tampoco lo necesitaba. Como siempre, se trataba de unas palabras formales, no muy gratificantes y extremadamente breves:
Mí querida Ana:
Te agradezco mucho las cartas que me has estado enviando y pienso en ti con frecuencia.
Con mucho afecto,
DULLA
Ahmed podría haberse gastado unos petrodólares más, pensó Nan resentida, y seguidamente, como hacía siempre, se regañó con dureza. Ahmed procedía de un país pobre. Incluso en ficha y por fax, el coste por centímetro cuadrado de una carta enviada desde el Hijo de Kung era elevadísimo. (Aunque en sus propias cartas ella había vertido dinero a raudales.) (Pero ella no era quién para juzgarle; ella no había vivido la experiencia de tener que contar cada céntimo para poder salir adelante.) (Sin embargo, no se trataba sólo del ahorro de espacio y dinero cuántas más cosas habría podido decirle si hubiera querido ¡con las mismas pocas palabras!—, era la manera de escatimar las emociones lo que en verdad le dolía.) Tras haberse sumido en la profundidad de sus sucesivos incisos mentales, Nan decidió dejar de pensar en Dulla y concentrarse en temas más provechosos, y entonces se dio cuenta de que el autobús se había detenido.
Tres norteamericanos uniformados habían subido por la puerta del conductor. Uno de ellos les hizo un gesto para que guardaran silencio y dijo:
—Bienvenidos a todos. Vamos a comprobar las tarjetas de identidad.
Estirando el cuello, Nan pudo ver una barricada en la que había otros dos soldados. No estaban alerta, pero observaban el autobús con cuidado; y se fijó en que lo que le había parecido un seto bien podado que se extendía a ambos lados de la barrera tenía alambre de espino dentro. Qué curioso. Estaban tratando aquel lugar como si fuera una especie de instalación militar en lugar de un centro para preparar científicos y personal de apoyo de una misión de paz a Hijo de Kung. Las costumbres de las grandes potencias le eran desconocidas. Cuando los policías militares se le acercaron, ella le dio el pasaporte y sonrió al negro alto que lo revisaba. El soldado le devolvió una mirada inexpresiva.
— ¿Nombre?
Por supuesto, el soldado tenía el nombre delante de las narices, junto a su pulgar.
—Ana Elena Dimitrova.
— ¿Lugar de nacimiento?
— ¿Que dónde he nacido? En Marek, Bulgaria. Es una ciudad al sur de Sofía, no muy lejos de la frontera con Yugoslavia.
—Ponga aquí el pulgar, por favor. —Ella apretó el dedo en la pequeña almohadilla húmeda que le acercó el soldado y luego lo puso sobre una tarjeta blanca cuadrada, que él metió en su pasaporte—. Le devolveremos más tarde la documentación —dijo, y luego con vacilaciones, añadió—: ¿Te gusta bailar? Esta noche toca un buen grupo en el club. Pregunta por mí si no me ves. Me llamo Leroy.
—Gracias, Leroy.
—Hasta luego, preciosa.
Le guiñó un ojo y siguió adelante. Ana encontró un pañuelo de papel y se limpió la tinta del pulgar sin salir de su asombro. Estos norteamericanos eran aún peores que sir Tam; y no sólo los norteamericanos, se corrigió al acordarse de las manos minúsculas y ágiles del coronel vietnamita. ¿Siempre sería así? ¿No empeoraría todavía más la situación cuando formara parte de la pequeña colonia de Hijo de Kung y todos vivieran apretados y aislados?
Pero, al menos, allí Ahmed no estaría muy lejos. En el campamento equivocado, sí. Aunque ya encontraría la manera de verlo. Con que le dejaran habitar el mismo planeta que él otra vez, ¡ya estarían juntos! Ese pensamiento hacía que mereciera la pena afrontar la dura prueba que tenía por delante.
Al final del (lía siguiente, estaba agotada. Les dieron órdenes acerca de la nueva ropa: «Aquí vestirán estos trajes de faena en todo momento, salvo cuando los instructores ordenen lo contrario».
Les explicaron también en qué consistiría su trabajo en los alojamientos: «Mantendrán la limpieza en todo momento. Sus pertenencias personales estarán guardadas en sus taquillas». Les facilitaron instrucciones preliminares: «Romperán filas a las 6.00 horas para desayunar. De las 7.00 a las 11.00 horas participarán en los cursos de reciclaje individuales de formación para la aplicación de sus habilidades especializadas en Klong. De las 12.00 a las 16.30 horas realizarán un curso para aprender las técnicas para sobrevivir en el entorno de Klong. De las 18.30 horas hasta que se apaguen las luces a las 22.00 horas podrán dedicarse a sus asuntos personales, salvo cuando se les requiera para participar en cursillos de reciclaje adicionales o para más instrucción de supervivencia. ¿Fines de semana? ¿Quién quiere información sobre los fines de semana? Ah, usted. Bien, aquí no hay fines de semana». Cuando acabó todo eso era ya casi medianoche, y Ana arrastró su maleta al diminuto y despojado dormitorio que le habían asignado, una habitación amueblada con frialdad, como la celda que se enseñaba al público en una cárcel de condado, y entonces descubrió que su compañero de habitación era el coronel vietnamita. Incluso ahí el rango tenía sus privilegios. Ana no estaba dispuesta a aceptarlo, así que volvió a la oficina de alojamientos, tuvo una acalorada discusión y cuando por fin pudo acostarse en un nuevo dormitorio con una' compañera de habitación eran cerca de las dos.
El desayuno era tan copioso que asustaba: huevos, salchichas, cereales y panes, jamón, mermeladas, mantequilla de cacahuete en latas de litro abiertas en cada mesa y, como postre, se pasaron una hora vacunándose. Ninguna de las inyecciones resultó dolorosa, pero por las sonrisas y las bromas de los médicos, Ana supo que dolerían más tarde. Luego formó con las otras dos docenas de miembros de su destacamento bajo un viento húmedo y frío, y los enviaron a sus diversos cursillos de reciclaje y formación para la aplicación de sus habilidades especializadas. La mujer canadiense y dos desconocidos también formaban parte del pequeño grupo de Ana y juntos ser—penetraron por las calles del campamento, dejaron atlas un campo de béisbol y una pista (le bolos y pasaron entre barracones militares y otros edilicios anónimos con guardias armados patrullando delante, hasta llegar a un descampado de medio kilómetro cuadrado. En el centro había una especie de gigantesca burbuja atada con forma de salchicha, de cincuenta metros de largo, unos guardias alrededor del perímetro y tres ante la entrada. Una valla rodeaba el conjunto y había más guardias en la puerta metálica; antes de que se les franqueara el paso tuvieron que pasar todos por el mismo tedioso trámite de control de las identificaciones.
A uno de los lados se alzaba una chimenea muy alta, unida a la tienda principal mediante un tubo de plástico flexible. La chimenea rugía. Aunque no salía humo, el resplandor que se veía en la punta dejaba bien claro que había gases muy calientes hirviendo que salían al aire desde dentro. No parecía servir para ninguna función que se le ocurriera a Ana. Pero, al pensarlo un poco, tampoco vio qué necesidad había de que todos los miembros permanentes del personal llevaran armas. ¿Contra quién se suponía que iban a utilizarlas? ¿Qué enemigo potencial podía amenazar una base de formación para una expedición científica que, después de todo, era en cierto sentido propiedad del mundo entero?
Cuando Ana atravesó por fin las puertas y dejó atrás a los guardias se encontró en un largo cobertizo sin paredes interiores, cubierto con el plástico blanco opaco de la burbuja. La atmósfera era húmeda y densa, cargada de extraños olores, y la iluminación tenía un tono rojizo sensual. Al principio pudo ver muy poco, pero era consciente de que había gente moviéndose entre hileras de lo que parecían unas burbujas transparentes más pequeñas. La iluminación, escasa, procedía de una línea de fluorescentes de gas, todos rojos.
El guía que la había llevado hasta ahí le estaba hablando:
— ¿Se encuentra bien?
—Sí, creo que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
—A veces, la gente no puede soportar el olor.
Olfateó con cautela: pimienta, especias y putrefacción de jungla.
—No, por mí está bien.
La canadiense comentó:
— Todo suena taro.
—Hay una presión positiva en el espacio del armazón exterior. Es posible que los oídos les piten un poco. Es decir, si hubiera una filtración de aire, todo entraría en lugar de salir y, por supuesto, el aire de esta cámara se incinera a mil quinientos grados a medida que se bombea hacia fuera, tal vez hayan visto la chimenea.
—Han corrido rumores de enfermedades peligrosas —aventuró Nan.
—No, no hay. Aunque, claro —prosiguió el guía con tono sombrío—, eso no quiere decir que uno no pueda morir aquí. En todo caso, se debe a las alergias, no a las enfermedades, y todos han recibido ya las vacunas oportunas. Dimitrova, usted va a lingüística. Venga conmigo, los demás quédense aquí hasta que vuelva.
La guio por aquella sala que parecía un invernadero, más allá de las burbujas de plástico. A medida que la visión se le iba acostumbrando a la oscuridad, Nan vio que cada una de las burbujas contenía alguna clase de espécimen, casi todas plantas, algunas inmensas. Una se alzaba hasta diez metros, casi hasta la parte superior del armazón. Parecía un racimo gigantesco de helechos, y Ana se maravilló del dinero que se habría gastado para transportar esa inmensa masa a través de tantos años luz. Aparte del rugido exterior del incinerador, los sonidos de las bombas y los ruidos que hacía la gente que estaba dentro, había otros que no sabía identificar: una especie de canto débil, quejumbroso y agudo, y ruidos de crujidos y traqueteos. Procedían del lugar al que se dirigían. El guía le dijo:
—Bienvenida a nuestro zoo.
Y entonces vio al globonoide.
Lo reconoció en seguida: ¡no podía haber otra criatura tan extraña como ésa en todo el universo! Parecía... herida. Estaba atada dentro de una jaula. Su gran burbuja latía, pero estaba casi flácida y caía sobre el suelo. Ana la miró fijamente, fascinada, y vio que le habían colocado con esmero un acoplamiento flexible de plástico en un agujero de la bolsa y el tubo de plástico iba a un cilindro de gas. Había una mujer en cuclillas con una grabadora junto al cilindro, ajustando la válvula del gas mientras escuchaba el canto quejumbroso del globonoide.
¡No era raro que la voz sonara tan débil! La criatura vivía con una fracción de la presión normal necesaria, insuficiente para volar, que sólo le permitía emitir un sollozante canto. La mujer levantó la mirada y dijo:
—¿Es usted Dimitrova? Soy Julia Arden, y ella... —señaló al globonoide— es Shirley. Ahora mismo está cantando sobre su infancia.
Ana le estrechó la mano con cortesía, sin apartar la mirada de la pequeña, triste y arrugada criatura. ¡Esos sonidos no parecían un lenguaje! No podía ni imaginarse cómo, por más veces que le dividieran el cerebro, iba a entenderlos, y mucho menos a traducirlos. Dijo con dudas:
—Haré cuanto pueda, señora Arden, pero ¿de verdad cree que puede enseñarme a hablar con eso?
—¿Yo? Tal vez no. Ayudaré, eso sí, y también los ordenadores, pero la que va a enseñarle es la propia Shirley. Le encanta cantar para nosotros. Pobrecita. No tiene mucho más que hacer con su tiempo, ¿verdad?
Nan miró un momento a la criatura y ya no pudo contenerse:
—No, ¡pero es una verdadera vergüenza! ¿Es que no ve que está sufriendo?
La otra mujer se encogió de hombros.
—¿Y qué quiere que haga yo? —le respondió con un tono más a la defensiva que hostil—. Desde luego, no creo que Shirley se ofreciera voluntaria para esta tarea, pero, créame, yo tampoco. Su trabajo es aprender su lengua, Dimitrova, así que empecemos.
—Pero ver sufrir a una criatura...
Julia Arden se rio, y luego negó con la cabeza.
—Querida, usted llegó anoche. Espere un día o dos y luego hábleme, si quiere, de sufrimiento.
De las 7.00 a las 11.00, Ana Dimitrova forzaba los músculos de su cerebro hasta que ya no podía más, y de las 12.00 a las 16.30, compensaba su dieta haciendo lo mismo con los de su cuerpo. Julia Arden tenía razón. Al cabo de cuarenta y ocho horas, Ana se había convertido en una experta en sufrimiento. Todas las mañanas se despertaba obnubilada por una brumosa neblina de intensa claridad que, bien lo sabía, no era más que un anticipo de la migraña. Cada noche se acostaba con tantos dolores, palpitaciones y magulladuras que tenía que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tragarse las píldoras que le habían dado. No podía permitirse el lujo de las pastillas; necesitaba que su mente estuviera alerta incluso cuando dormía, porque dormir era para Ana tan sólo otra manera de estudiar, con los cantos grabados de los globonoides susurrando bajo su almohada durante toda la noche.
Los dolores de cabeza eran los de siempre, y ya estaba acostumbrada. Pero eran peores los efectos que empezaban a producir las inyecciones. Tenía la piel cubierta de pequeñas ampollas y sarpullidos, algunos le picaban, otros eran blandos, y, otros resultaban dolorosos a todas horas. Y no era sólo la molestia del dolor. También le costaba respirar y tosía. Los ojos le lloraban sin parar, y soltaba agüilla por la nariz. No era la única: todos los miembros de su grupo sufrían el mismo tipo de reacción a las inyecciones para la alergia. Si esto era la profilaxis, ¿cómo sería la enfermedad? Pero luego vio los hologramas de los desafortunados Poblas que habían muerto por las reacciones antes de que se hubieran desarrollado las contramedidas, y eso le dejó perfectamente clara la diferencia entre profilaxis y realidad. Esa información no le dio ningún consuelo. ¡Era pavoroso! ¿Cómo le habría ido a Ahmed? No le había comentado nada al respecto en sus cartas, pero tal vez sólo porque se estaba haciendo el valiente.
Cada tarde, tanto si se sentía bien como si no, tenía que salir al campo de ejercicio y hacer flexiones y carreras de quinientos metros o de obstáculos, además de subir por la cuerda. Las manos se le pusieron en carne viva, luego le salieron ampollas y por fin se le encallecieron. Ni siquiera el mono había impedido que las rodillas le quedaran cubiertas de rasguños ensangrentados. A lo largo de sus brazos y piernas, allí donde no había granos o ampollas, había magulladuras.
Sin duda, se regañó, había una razón para todo aquello. Hijo de Kung no era una excursión con picnic; era un lugar repleto de peligros extraños y quizá letales. Aquellas medidas, por brutales que pudieran parecer, sólo eran para ayudarla a hacer frente y superar esos peligros. Aunque no se había presentado voluntaria para ese trabajo, tampoco lo había rechazado cuando se lo ofrecieron.
Y, por último, el argumento más poderoso de todos. Era el medio para llegar hasta Ahmed. Así que se esforzaba cuanto podía en todo momento y se sentía secretamente orgullosa de que algunos de los demás no lo hicieran tan bien como ella. El pequeño coronel vietnamita, Nguyen Dao Tree, se cayó una tarde en un montón de tierra desde las cuerdas anudadas y tuvieron que llevarlo al hospital. (Volvió al día siguiente, cojeando pero con buen talante.) Una mujer, ya mayor, quizá hasta con los cuarenta cumplidos, se cayó de bruces cuando subía una colina pedregosa; también se la llevaron, pero ella no regresó.
En un sitio así, se hacen amigos rápidamente. Aprendió a llamar «Guy» al coronel y a respetar su rapidez mental y su sentido del humor. Aprendió, también, a evitar quedarse a solas con él, o con el sargento, Sweggert; o, de hecho, con cualquiera de los hombres, pues todos parecían poseer unas reservas especiales de fuerzas cuando se encontraban en presencia de una mujer atractiva o de una menos agraciada. Su compañera de habitación, la cabo Elena Kristianides, no era precisamente bonita, pero más de una vez, cuando Nan volvía tambaleándose de agotamiento al dormitorio, se había encontrado la puerta cerrada y oído débiles gemidos y risitas dentro. Cuando la cabo reconocía más tarde lo que había pasado, Nan le respondía compasiva: «Por favor, no pasa nada, Kris, no me cuentes nada». Pero sí pasaba. ¡Ella necesitaba dormir! ¿Por qué no lo necesitaban también los demás?
A medida que los días daban paso a las semanas, la fatiga disminuyó, las magulladuras se curaron y las reacciones a los antihistamínicos decrecieron. Los dolores de cabeza siguieron igual, pero Nan estaba acostumbrada y aprendió a participar en la charla amistosa en el salón comedor. ¡No pasaba un día sin que escucharan todo tipo de historias, a cuál más descabellada! Iban a Hijo de Kung en un viaje sólo de ida y se esperaba que se reprodujeran y criaran a una nueva raza de humanos. No, no iban a Hijo de Kung sino a un nuevo planeta del que todavía no se había informado y al que ni siquiera se había dado nombre. No iban al espacio. Los iban a lanzar en paracaídas sobre la costa escocesa para requisar las refinerías de petróleo. Iban a ir a la Antártida, que se pretendía convertir en una nueva colonia del Bloque de Alimentos, pues se había descubierto un proceso para fundir el casquete glacial. Al principio, a Ana esas historias la asustaban. Luego la divirtieron y, al final, habían acabado por aburrirla; empezó a inventarse las suyas y descubrió que circulaban por el comedor tan rápido como las de los demás. Algunas de las que se contaban parecían ciertas, incluso algunas de las más espantosas: un inexplicable accidente en el espacio había destruido las naves de reaprovisionamiento de los Poblas y su satélite de tránsito. Esa noche llegó tarde a la cena para poder escuchar las noticias; como era de temer, la noticia se hizo oficial. ¡Qué espantoso! ¿Qué significaría para Ahmed? A continuación se informó de que las expediciones de los Bloques de Combustible y de Alimentos habían ofrecido ayuda a la de las Repúblicas Populares y, con el corazón latiéndole incontenible, corrió al comedor, pidió que le prestaran atención y propuso que todos firmaran una carta de condolencia y buenos deseos para sus colegas del Bloque de Población. Todas las caras se volvieron hacia ella. Se oyeron murmullos medio avergonzados, pero al final todos aceptaron que escribiera la carta y la firmaron. La tarde del día siguiente, su supervisor de formación incluso le concedió permiso para que saliera antes y llevara el documento al despacho del comandante del campamento. Él la escuchó con rostro inexpresivo, leyó la misiva tres veces y luego se comprometió a enviarla por los canales pertinentes. Esa noche, durante la cena, informó entusiasmada de lo que había sucedido, pero sus noticias quedaron ahogadas por otras. Había tres nuevas historias. La primera: que iba a llegar un numeroso grupo de aprendices al día siguiente. La segunda: que se había fijado una fecha para su vuelo a Hijo de Kung antes de tres semanas. Y la tercera, que contradecía las anteriores: que el proyecto entero estaba a punto de anularse.
¡Menudas historias! Nan se levantó irritada y golpeó con el tenedor la gruesa copa de loza.
—¿Cómo podéis creeros tantas tonterías? —preguntó—. ¿Cómo va a ser cierto todo a la vez? —Eran pocos los que le prestaban atención y sintió que le tiraban del codo.
Era el coronel que, como era habitual, se había sentado a la mesa apretujándose en el estrecho espacio que quedaba entre Ana y su compañera de habitación con la intención de probar suerte una vez más.
—Dulce y bella Ana —le dijo—, no te pongas en ridículo. Sé algo de esas historias, y todas son ciertas.
A la mañana siguiente se demostró que por lo menos una de las historias era cierta. Sesenta y cinco personas más llegaron a la base, y ¡Ana conocía a una de ellas! Era la mujer rubia, la hija de Godfrey Menninger.
Por supuesto, la llegada de este nuevo contingente lo puso todo patas arriba. Todas las asignaciones de alojamiento se cambiaron para hacer sitia los recién llegados... no, no sólo por esa razón, según comprobó Ana, porque la mayoría de los nuevos y bastantes de los antiguos fueron alojados en otros barracones, a medio kilómetro. Nan dejó de tener a la cabo del ejército norteamericano como compañera de habitación y al instante temió que le devolvieran al coronel Guy. No fue así. A él también lo enviaron a los otros barracones, y a Nan la instalaron con la canadiense cuya especialidad parecía ser el cultivo de alimentos en condiciones extrañas. Marge Menninger vio a Nan entre el numeroso grupo y la saludó con la mano desde lejos, pero no pudieron hablar —tampoco es que Ana tuviera ninguna razón particular para querer hablar con la norteamericana— y, con toda aquella confusión, llegó con casi una hora de retraso a su sesión matinal con el globonoide hembra.
La criatura había dejado de ser un ejemplar más para ella. Ahora era una amiga. Sus cantos habían penetrado profundamente en la mitad cognitiva del cerebro de Ana. El primer día había aprendido a entender unas frases simples; al cabo de una semana, a comunicar pensamientos abstractos; ahora ya casi dominaba la lengua. Ana nunca habría creído que tuviera una voz especialmente dotada para el canto, pero la globonoide no era crítica. Se pasaban horas y horas cantándose, y los cantos de Shirley eran cada vez más tristes, desesperados, y en ocasiones casi inconexos. Era, según le contó a Ana, la última superviviente de la docena larga de ejemplares de su especie que habían sido arrancados de Hijo de Kung y arrojados a ese lugar inhóspito. No esperaba vivir mucho más. Cantó sobre la dulzura del polen cálido en una nube húmeda, sobre la tristeza y el intenso escozor que sentían durante el rociado de los huevos, sobre la alegría compartida de la bandada cuando cantaba en coro. Le contó que nunca volvería a cantar en el enjambre por tres razones. Primero, porque con una voz tan lastimosamente áspera y débil —la bomba de gas sólo le permitía emitir sonidos titubeantes— no se habría atrevido. Además, no tenía la menor posibilidad de que la devolvieran a Hijo de Kung y sabía que la muerte se acercaba; en efecto, dos días después había muerto. Ana llegó al zoo y encontró la jaula vacía, y a Julia Arden supervisando la esterilización de la zona.
—No te pongas nerviosa —le aconsejó con tono brusco—, ya has aprendido todo lo que tenías que aprender.
—No lloro por el aprendizaje, sino porque he perdido a un ser querido.
—Dios, sal de aquí ahora mismo, Dimitrova. ¿Cómo habrán permitido que una boba como tú participe en este proyecto? Una mujer que llora la muerte de una bolsa de pedos y le envía cartas de amor a los Poblas... ¡aquí estás fuera de lugar!
Ana regresó a los barracones, se tumbó en el catre y lloró sin contener las lágrimas como no lo había hecho desde hacía meses... por Shirley, por Ahmed, por el mundo y por sí misma. «Fuera de lugar» describía con precisión sus sentimientos. ¿Cómo se había vuelto todo tan espantoso y complicado?
Esa tarde pasó verdaderos apuros en el campo de entrenamiento. El esfuerzo físico había dejado de suponer un problema, pero desde hacía unos días los «ejercicios» habían dado un nuevo giro. Todos los aprendices, tanto los de su destacamento original como los recién llegados, habían estado dedicándose menos a fortalecer los músculos y mejorar los reflejos que a aprender a manejar un equipo desconocido, al menos para Ana; se percató de que todos los nuevos y algunos de los antiguos habían tenido obviamente alguna experiencia con ese material. ¡Y vaya material! Pesadas mangueras que parecían cañones de agua, mochilas con depósitos y tubos que parecían lanzallamas, láseres e incluso lanzagranadas. ¿Para qué absurdo objetivo estaba pensado todo eso? Apretando los labios, Ana hacía lo que le mandaban. Una y otra vez se encontraba con dificultades para seguir los ejercicios y los demás tenían que sacarle las castañas del fuego. El coronel la salvó de incinerarse a sí misma con un lanzallamas y el sargento Sweggert tuvo que rescatarla cuando el retroceso de su cañón de agua la tumbó.
—No te molestes, por favor —dijo jadeando con rabia mientras se volvía a poner en pie y recuperaba una vez más la manguera—, estoy perfectamente.
—Ya lo creo —dijo él con tono amistoso—. Apóyate más en ella, cariño, ¿me oyes? No es cuestión de músculos sino de cerebro.
—A mí no me lo parece.
Él negó con la cabeza.
—¿Por qué te pones tan tensa, Annie?
——No me gusta que me entrenen para utilizar armas.
—¿Qué armas? —Le sonrió—. ¿No sabes que todo este material sólo se va a utilizar contra las alimañas? La coronel Menninger nos lo explicó todo. No queremos matar a ningún ser sensible, eso va contra la ley y, además, nos meteríamos en un follón de narices. A pesar de ello, debemos tener en cuenta que todas las especies inteligentes tienen parientes cercanos, ratas—cangrejo, tiburones del aire y unos bichos que excavan en la tierra, salen y te arrancan el culo. Vamos a utilizar este material contra ésos.
—Sea como sea —replicó Ana—, no necesito tu ayuda, sargento, ni siquiera si te creyera o creyera a tu coronel Menninger, y no es el caso.
—Sweggert miró más allá de Ana y frunció los labios.
—Hola, coronel —dijo—, precisamente estábamos hablando de usted.
—Eso me ha parecido —dijo la voz de Margie Menninger. Ana se dio la vuelta despacio, y allí estaba con un aspecto, se fijó Ana sin lamentarlo, bastante calamitoso. Algunas inyecciones no le habían sentado bien y tenía la cara cubierta de manchas color cereza, los ojos enrojecidos e inquietos y en el pelo se veían raíces oscuras—. Siga con lo que estaba haciendo, sargento —dijo—. Dimitrova, venga a verme a mi habitación después de comer.
Se dio la vuelta y levantó la voz.
—Muy bien, todos —gritó—. ¡Quiero esos culos al suelo! ¡Veamos si sabéis reptar!
Con rebeldía, Ana se dejó caer y practicó el método de arrastrarse por el suelo a campo abierto que le habían enseñado el día anterior. ¡Eran tácticas de infantería! ¡Qué absurdo para una expedición científica! Conservó cuidadosamente la rabia en su interior a lo largo de toda la tarde y toda la cena y la mantenía intacta cuando llamó a la puerta de Menninger en los barracones a medio camino de la otra punta de la base.
—Entre. —La teniente coronel Menninger estaba sentada ante una mesa, con una bandeja con la cena sin acabar apartada a un lado, vestía una bata vaporosa y tenía unas gafas de abuela sin montura apoyadas sobre la nariz. Levantó la vista de unos papeles que estaba leyendo y dijo—: Siéntate, Ana. ¿Fumas? ¿Quieres tomar algo?
Las llamas de ira del interior de Ana se consumieron solas, pero seguían preparadas para prender a la mínima provocación.
—No, gracias —dijo, como si fuera una respuesta en general, dirigida a todos.
Margie se levantó y se sirvió un trago corto de whisky. Habría preferido algo de marihuana, pero no tenía ganas de compartir un porro con esa búlgara. Bebió un centímetro de la parte superior de la bebida y dijo:
—Una pregunta personal: ¿qué tienes contra Sweggert? —No tengo nada contra el sargento Sweggert, sencillamente no me apetece hacer el amor con él.
—Pero ¿qué eres, Dimitrova, una dirigente del movimiento de liberación de la mujer? No tienes que tirártelo en el patio de armas. Déjale que te eche una mano cuando quiera.
—Coronel Menninger —dijo Ana pensando bien las palabras—, ¿me está ordenando que aliente sus proposiciones sexuales para poder superar la prueba de obstáculos más rápido?
—No te estoy ordenando que hagas gilipolleces, Dimitrova. ¿Qué te pasa? Sweggert se lanza sobre cualquier cosa que tenga un agujero. Es su naturaleza. También me aborda a mí. Podría haberlo metido en el penal de Leavenworth sólo por los sitios donde me ha puesto las manos en el campo de instrucción, pero no lo haré porque es un sol... porque en el fondo es una buena persona. Te ayudará si te dejas. Siempre le puedes mandar a la mierda más tarde.
—Eso me parece inmoral, coronel Menninger.
Margie se acabó la copa y se sirvió media más.
—No estás muy bien aquí, ¿me equivoco, Ana?
—No se equivoca, señora Menninger. Yo no pedí esta misión.
—Yo sí.
—Sí, sin duda, tal vez usted sí, pero yo...
—No, no me refiero a eso. Pedí participar en la misión, pero también solicité que participaras tú. Te elegí personalmente, Ana, y puedo asegurarte que tuvimos que hacer muchas veces la vista gorda para convencer a los búlgaros de que te soltaran. Te consideran una gran traductora. —Se bebió lo que le quedaba de la copa y se quitó las gafas—. Mira, Ana, te necesito. Este proyecto es muy importante para mí. Y debería serlo también para ti, si es que te queda una pizca de patriotismo en el cuerpo.
—¿Patriotismo?
—Llámalo lealtad, entonces —dijo Margie con impaciencia—; lealtad a nuestro bloque. Sé que somos de países distintos, pero defendemos lo mismo.
Aquella extraña norteamericana le hacía sentir a Ana más perpleja que irritada. Intentó ordenar sus sentimientos y expresarlos con precisión.
—Bulgaria es mi patria —empezó—. Y la amo. El Bloque de Alimentos..., eso es algo mucho más abstracto, señora Menninger. Comprendo que en un mundo en el que cohabitan doscientas naciones haya alianzas y que uno debe cumplir cierto tipo de obligaciones con sus aliados, o al menos debe tener cierto tipo de deferencias con ellos. Pero no puedo llamar a eso lealtad. No siento lealtad hacia el Bloque de Alimentos.
—¿Y hacia la especie humana en conjunto, querida? —dijo Margie—. ¿Es que no lo entiendes? Tú misma lo has dicho: un mundo de doscientas naciones. Sin embargo, ¡Klong puede ser un mundo de una única nación! Sin conflictos. Sin espías. Sin follones de capa y espada. ¿Quién colonizó América?
—¿Qué? —Ana tardó un instante en darse cuenta de que se suponía que debía responder a la pregunta—. Vaya... ¿los ingleses? ¿Y antes que ellos los holandeses?
—Y antes aún es posible que los italianos y los españoles, con Colón, y quien a ti te venga en gana: los vikingos, los polinesios, los chinos. ¿Quién sabe? Pero los que viven ahora en América son americanos, ni más ni menos. Y los que vivirán en Klong dentro de una o dos generaciones serán klongianos, ni más ni menos. O comoquiera que decidan llamarse. Una única raza de seres humanos. ¡En la que no importe su procedencia en la Tierra! Todos serán iguales, todos formarán parte del mismo maravilloso..., bien, sí, del mismo maravilloso sueño. No me importa llamarlo sueño. Pero tú y yo podemos convertirlo en realidad, Ana. Podemos aprender a vivir en Klong. Podemos construir un mundo sin fronteras nacionales y sin el tipo de competencia y codicia descabellada que han arruinado el nuestro. ¿Te haces una idea de lo que significa tener un nuevo mundo entero en el que poder empezar de cero?
Ana guardó silencio.
—Yo..., yo había pensado algo parecido —admitió.
—Claro que lo habías pensado. Y yo quiero hacerlo realidad. Quiero que este lanzamiento salga adelante. Quiero sentar las bases de una sociedad mundial que se fundamente en la planificación, la conservación y la cooperación. ¿Sabes cuánto estamos invirtiendo aquí? Cuatro naves, casi noventa personas, treinta y cinco toneladas de equipo. La invasión de Europa costó menos que este único lanzamiento y, créeme, todos cuantos tienen algo que ver con él se suben por las paredes. Es demasiado caro, irrita a los Poblas. Los Grasis subirán los precios. Necesitamos los recursos que vamos a emplear aquí para resolver los problemas de las ciudades. La mitad del Congreso quisiera suspender el proyecto mañana mismo...
—Hemos oído rumores —dijo Ana con cautela— de que podría cancelarse el lanzamiento.
Margie vaciló y una sombra le recorrió el rostro.
—No —la corrigió—, eso no sucederá, porque esto es demasiado importante. Por eso pedí que vinieras tú, Ana. Si podemos enviar a noventa personas, tienen que ser las mejores noventa que haya. Y tú eres la mejor traductora que he encontrado. —Extendió la mano y tocó la manga de Ana—. ¿Lo entiendes?
Ana se apartó en cuanto pudo para que su interlocutora no se sintiera ofendida, sin saber muy bien qué pensar.
—Sí, bueno —dijo de mala gana, y añadió—: Pero, por otro lado, no. Lo que dice es muy convincente, señora Menninger, pero ¿qué tiene eso que ver con el uso de lanzallamas y las demás armas? ¿Es que va a construir ese elegante mundo monolítico destruyendo a todos los demás seres?
—¡Claro que no, Ana! —gritó Margie, con tanto asombro y repulsión en la voz como le fue posible—, ¡te doy mi palabra! Siguió un momento de silencio.
—Ya veo —dijo Ana por fin—, me da su palabra.
—¿Qué más quieres que haga?
Ana le respondió con aire pensativo:
—Aquí tenemos muy poco contacto con el resto del mundo. Me gustaría tener la ocasión de hablar de esto con otras personas. ¿Qué le parece con la delegación de mi país en las Naciones Unidas?
—¿Por qué no? —exclamó Margie. Pareció pensarlo durante un minuto y luego asintió—. Te diré qué vamos a hacer. En cuanto acabe la formación, todos disfrutaremos de tres días libres. Yo voy a ir a Nueva York. Acompáñame. Comeremos algo decente, iremos a algunas fiestas y podrás discutir de todo con quien te apetezca. ¿De acuerdo?
Ana vaciló. Al fin, con reticencia, dijo:
—Muy bien, señora Menninger. Parece interesante. —Por muchas razones, a ella no se lo parecía tanto pero, como persona honesta, Ana tenía que reconocer que sonaba, al menos, justo.
—Muy bien, querida. Y ahora, si no te importa, llego tarde a una cita con un largo baño caliente.
Margie cerró la puerta tras la búlgara y preparó el baño ensimismada en sus pensamientos. Lo que la tonta de Ana no sabía es que iba a partir directa desde la plataforma de lanzamiento de Camp Detrick. La próxima oportunidad que tendría de hablar del tema con alguien ya sería en Klong, y lo que allí dijera le daba completamente igual a Margie.
Pero Ana Dimitrova era sólo un problema, y quizá el más sencillo de resolver. «Hemos oído rumores de que podría cancelarse el lanzamiento», había dicho, ¡y ciertamente era posible! Si Dimitrova había oído esos rumores, todos los conocían, y tal vez estuvieran a punto de convertirse en realidad.
Margie se concedió cinco minutos de placentero baño. Cuando salió de la bañera, se envolvió el cuerpo con una toalla, no por pudor sino por la repugnancia que le producía: las inyecciones le habían causado unos verdugones irritados y rojizos por toda la piel, y ni la pomada ni las píldoras aliviaban los picores. No quería que la vieran en ese estado. Y menos que nadie el senador. Era mala publicidad para la mercancía.
Mientras marcaba el número privado de Adrian Lenz se miró en el espejo, frunció el ceño, y cambió el aparato a modo de sólo voz.
—Hola, cariño —dijo en cuanto tuvo línea—, lamento que no haya imagen, pero en este sitio no cuentan con todas las modalidades de comunicación y, además —se rio entre dientes—, no llevo nada puesto.
Hola, Margie. —La voz del senador Lenz sonó neutral. Era el tipo de tono que uno utiliza con un cuñado o con el guardia de seguridad de un aeropuerto; venía a decir: admito que hay, una relación entre nosotros, pero no la lleves demasiado lejos—. Supongo que me llamas por el nuevo lanzamiento que has propuesto.
—¿Como que sólo «propuesto», Adrian? Si votaste a favor hace tres semanas.
—Conozco mi historial de votaciones, Margie.
—Claro que sí, Adrian. Escucha, no he llamado para discutir contigo.
—No, claro que no —respondió el senador—, me has llamado para que no me salga del guion. Estaba convencido de que llamarías. Casi sé de antemano lo que vas a decirme. Vas a explicarme que hemos hecho una inversión gigantesca en Klong y que si no la seguimos alimentando, es posible que todo se pierda por el desagüe.
Sí, algo así, senador —dijo Marge Menninger con reticencias.
—Estaba seguro. No sé si sabes que hemos escuchado ese tipo de argumentos antes. Cada vez que el Departamento de Defensa quiere algo que tiene un presupuesto exorbitante, empieza pidiendo una cantidad ínfima como «subvención para el estudio». Luego pide un poco más porque el estudio ha mostrado alguna idea prometedora. Luego otro poco más porque, vaya, senador, si hemos llegado hasta aquí, no deberíamos perder lo invertido. Y, al final, te encuentras con que tenemos algún nuevo estúpido misil o un sistema de defensa antibalístico o un bombardero nuclear, no porque lo quiera una persona con un mínimo de sensatez sino porque no hubo manera de detener esa dinámica. Bien, Margie, quizá éste sea el momento de detener el proyecto de Klong. Dentro de tres días se reúne la comisión. No sé qué votaré porque todavía no dispongo de toda la información. Pero no te voy a prometer nada.
Margie evitó que se le notara la decepción en la voz, pero no pudo hacer lo mismo con la rabia:
—Este proyecto significa mucho para mí, Adrian.
—¿Crees que no lo sé? Escucha, Margie, ésta es una línea abierta, pero pensaba que te interesaría saber algo. Tengo la primera edición de mañana del Herald, y sale una noticia de Peiping. Según «fuentes autorizadas», dice, los equipos de reparación del satélite tactran tienen pruebas concluyentes de que la explosión que destruyó el satélite y dos naves de transporte era de origen sospechoso.
—Veo las noticias, Adrian. Y ésa la he visto. Había otra noticia, también, que decía que se consideraba responsables de la explosión a elementos disidentes de dentro de las Repúblicas Populares.
El senador guardó silencio. Margie habría pagado por ver la expresión de su cara en ese instante incluso el precio de descubrir el lamentable estado de su propio rostro, y extendió la mano para restaurar el circuito de imagen de la llamada. Pero antes de que le diera tiempo, el senador dijo:
—Supongo que es lo que todos nosotros debemos decir en estas circunstancias, Margie. En una cosa sí coincido contigo: nos has metido en esto hasta el fondo.
Y entonces interrumpió la transmisión.
Margie permaneció sentada y reflexionando a la vez que se secaba el pelo durante los diez minutos siguientes, mientras no paraba de darle vueltas a la conversación. Luego descolgó el teléfono y marcó el número de la sala del cuerpo de guardia.
—Soy la coronel Menninger —dijo—, informe al oficial de instrucción de que no estaré presente en las formaciones de mañana y prepáreme un transporte para las ocho en punto. Tengo que ir a Nueva York.
—Sí, mi coronel —dijo el oficial de día. No le sorprendió. Ningún miembro del proyecto podía salir de la base y, según las órdenes, no había excepciones, pero él sabía quién había redactado esas reglas.
Margie estaba sentada con gesto impaciente en la sección del público de la sala del Consejo de Seguridad, esperando a que la llamaran. La delegación de Perú explicaba su reciente voto con mucho detalle, mientras los otros nueve miembros del Consejo aguardaban con diferentes grados de irritación a explicar las suyas. La cuestión parecía tener algo que ver con los límites territoriales de las flotas de pesca. En una situación normal, Margie habría prestado atención, pero su mente estaba en ese momento a muchos años luz, en Klong. Cuando la joven negra vino a buscarla para acompañarla a su cita, se olvidó de Perú antes de haber salido del auditorio.
La mujer la guio a una discreta sala con el rótulo «Sólo Personal Autorizado» y mantuvo la puerta abierta para que pasara sin entrar, ni siquiera mirar, ella misma.
—Hola, papá —dijo Margie en cuanto se cerró la puerta. Giró la mejilla para que se la besara. Su padre no la besó.
——¡Tienes un aspecto espantoso! —le dijo, con una voz inexpresiva y sin afecto—. ¿Qué coño les has estado enseñando a esos «colonos» tuyos?
La pilló con la guardia bajada; ésa no era ninguna de las preguntas que había esperado que le hiciera su padre, ni tampoco, menos aún, de lo que había venido a hablar. Sin embargo, respondió en seguida:
—Les he estado enseñando tácticas de supervivencia, exactamente lo que dije que les iba a enseñar.
—Échale un vistazo a esto —dijo él desplegando un fajo de fotografías en holoplano ante ella—. Son obras de arte de la colección privada del Heredero de Mao. Me costó mucho conseguirlas.
Margie sostuvo una en alto, moviéndola un poco para conseguir el efecto de movimiento en tres dimensiones.
—Me hace gorda —dijo con mirada crítica.
—Éstas proceden de la bolsa de un correo en Ottawa. Las reconocerás, supongo. Se ve a uno de tus chicos lanzando una granada, y un bonito disparo de un lanzallamas. También hay otra de una chica, no diré quién, clavándole algo que se parece mucho a una espada a algo que se parece mucho a un krinpit.
Oh, vaya, papá, eso no es una espada. Es sólo un cuchillo plano y afilado. La idea se me ocurrió al observar al jefe de cocina abriendo ostras en la marisquería Grand Central. El krinpit no es más que un muñeco de pruebas.
—¡Y una mierda, Margie! ¡Eso son técnicas de combate!
—Es supervivencia, papá —lo corrigió—. ¿Qué te parece? Los mayores y más desagradables peligros a los que se van a enfrentar nuestros chicos y chicas son los krinpit, los excavadores y los globonoides y, ¡oh, sí!, no nos olvidemos de los Grasis y los Poblas. No estoy defendiendo que se mate a nadie, papá, sólo estoy enseñándoles cómo comportarse si se encuentran en una situación así. —Se le ensombreció el rostro—. Da igual, me gustaría saber quién hizo esas fotos.
—Lo sabrás —le respondió taciturno—, pero no importa, éstas no son más que copias. Los Poblas tienen los originales y a estas alturas es probable que Tam Gulsmit tenga su propia serie. Los Poblas y los Grasis de Klong se van a enterar la semana que viene, como muy tarde; la expedición internacional de amistad se ha ido al garete. ¿Oíste el debate en el Consejo?
—¿Qué? Oh, claro..., un poco.
—Pues deberías haber prestado más atención. Perú acaba de ampliar sus límites marítimos hasta mil kilómetros. Margie entrecerró los ojos, perpleja.
—¿Qué tiene que ver eso con un posible enfrentamiento en Klong?
—Perú no se atrevería a hacer algo así sin contar con el respaldo de alguien. Nominalmente es un país miembro del Bloque de Alimentos, claro, por la pesca de anchoa, pero los peruanos no tienen donde caerse muertos cuando el pescado baja a las profundidades, así que intentan mantener buenas relaciones con los demás bloques.
—¿Con cuál?
Su padre entrecerró los ojos levantando la cabeza. No lo hizo porque corrieran el menor riesgo de que esa sala supersensible estuviera siendo espiada; fue sólo un gesto reflejo: no pronunciar el nombre del Heredero de Mao cuando no era necesario.
Margie se quedó callada un momento, mientras el clasificador de fichas de su cerebro ordenaba jerárquicamente las prioridades. Volvió a la Número Uno.
—Papá —dijo—, Perú puede meterse sus anchoas donde le quepa, y no me va a quitar el sueño saber que uno de los míos es un espía. Si se arma un escándalo por el entrenamiento de combate, da igual, sobreviviremos. Nada de todo eso va a tener la menor importancia dentro de dos o tres semanas, porque ya estaremos allí, y te he venido a ver para eso. Gus Lenz está echándose atrás. Necesito ayuda, papá. No dejes que anule la expedición.
Su padre se recostó en la silla. Margie no estaba acostumbrada a ver a Godfrey Menninger envejecido y con aspecto cansado, pero ahora lo parecía.
—Cariño —dijo despacio—, ¿tienes la menor idea de en qué problema nos hemos metido?
—Claro que la tengo, papá, pero...
—No, escúchame. No creo que la tengas. Hoy un petrolero ha embarrancado en la isla Catalina con seiscientas mil toneladas de petróleo que no van a llegar a Long Beach. En una situación normal, no importaría. El sur de California tiene abundantes reservas, pero esas reservas se han desviado a tu proyecto, de manera que ahora son escasas. A menos que pongan a flote ese petrolero en las próximas cuarenta y ocho horas, la ciudad de Los Angeles pasará el fin de semana sumida en un apagón. ¿Cómo crees que va a reaccionar la opinión pública?
—Bueno, claro, hay que contar con que cierta cantidad de mierda...
Su padre levantó la mano.
—¿Has leído la noticia que han publicado los periódicos esta mañana? Los Poblas saben que su satélite tactran fue destruido deliberadamente.
—¡No, no fue así! Fue un accidente. ¡Se suponía que la bomba inutilizaría sólo la nave de suministros!
—Un accidente ocurrido durante la comisión de un delito se convierte en parte del delito, Margie.
—Pero no pueden probar..., quiero decir que no hay en el mundo manera de que me lo carguen a mí, a menos... Miró a su padre. Éste negó con la cabeza.
—El italiano no va a contarles nada. Ya ha sido eliminado. El pobre Guido no vivió para gastarse sus cien mil petrodólares.
—Nos dio información a muy buen precio —dijo Margie—. Mira todo lo que sacasteis de sus microfichas. Tenéis la prueba de que los Grasis establecieron su base donde lo hicieron porque disponían de escáners sísmicos que mostraban petróleo bajo la superficie. Eso va contra los derechos que conceden los tratados en el planeta.
—No seas niña, Margie. ¿Qué tiene que ver esa «prueba» con esto? Sir Tam y los Viscosos no pueden probar que le diste la bomba a Ghelizzi, pero no les hace falta probarlo, les basta con saberlo, y lo saben. La reacción de Perú lo demuestra. Eso por no mencionar otras noticias menores de las que probablemente no te hayas enterado todavía, como que la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires ha sido bombardeada esta mañana. Yo diría que es un pequeño mensaje de advertencia de sir Tam o del Heredero de Mao. ¿Cuál crees que será el mensaje siguiente?
Margie se dio cuenta de que se había estado rascando las ampollas y se obligó a apartar la mano.
—Papá —dijo—, sabes que nadie puede hacer nada verdaderamente grave. El equilibrio de poderes lo impide.
—¡Te equivocas! El equilibrio de poderes se desmorona en cuanto alguien comete un error. Los Poblas cometieron uno cuando dispararon a nuestros globonoides en Klong. Yo cometí otro cuando te permití que llevaras aquella bomba a Belgrado. Ha llegado la hora de apagar las mechas, cariño.
Por primera vez en su vida adulta, Margie Menninger sintió miedo de verdad.
—¡Papá! ¿Estás diciendo que no me vas a ayudar con Lenz?
—Estoy diciéndote algo más, Margie. Estoy de acuerdo con él. Mañana voy a ver al presidente y le voy a pedir que anule el lanzamiento.
—¡Papá!
Él vaciló.
—Cariño, tal vez más adelante, cuando las cosas se hayan tranquilizado...
—¡Más adelante no servirá! ¿Es que crees que los Poblas no van a reforzarse en cuanto puedan colocar otro satélite ahí arriba? ¿Y los Grasis? Y...
—Está decidido, Margie.
Lo miró fijamente, horrorizada. Éste era el God Menninger que conocía toda la Agencia, y que ella raramente había visto. En ese momento no estaba mirando a su padre. Era un ser humano más implacable y resuelto de lo que ella misma jamás había sido, y con el soporte necesario para llevar sus decisiones a la práctica.
—No puedo hacer que cambies de opinión —le dijo. No era una pregunta, y él no le respondió.
—Bien —añadió Margie—, no hay ningún motivo para que me quede por aquí, ¿verdad? Adiós, papá. Cuídate. Ya nos veremos.
No volvió a mirarlo cuando se levantó, recogió su bolsa de cuero marrón de oficial, se puso la gorra y salió.
Si su padre era tan decidido como ella, la otra cara de la moneda era que ella lo era tanto como él. Se detuvo en la sala de espera y entró en una cabina telefónica pública para marcar un número local.
La mujer que respondió al otro lado de la línea era un ser humano asombrosamente atractivo, no un sex symbol, sino una obra de arte.
—Vaya, Marjorie —le dijo—, creía que estabas por ahí dedicada a misiones de espionaje para tu padre o algo así... ¡Marjorie! ¿Qué te ha pasado en la cara?
Marge se palpó la barbilla manchada.
—Ah, esto. Es sólo una reacción a unas inyecciones. ¿Puedo ir a verte?
—Claro, amor mío. ¿Ahora mismo?
—En este mismo instante, mamá. —Margie colgó el teléfono y se dirigió con paso rápido hacia los ascensores. Antes de entrar en ellos hizo una parada en los servicios de señoras para repasar su maquillaje.
La madre de Marge Menninger vivía, entre otros lugares, en la sección residencial de la torre de uno de los rascacielos más altos y caros de Nueva York. Era un edificio pasado de moda, construido cuando la energía era barata, en los tiempos en que ahorrar en aislamiento térmico y depender de entradas ingentes de BTU durante todo el invierno y de un aire acondicionado permanente durante todo el verano tenía sentido. Era uno de los pocos rascacielos que no había sido reconstruido, al menos en parte, cuando el precio del petróleo alcanzó los 300 petrodólares por barril. La reforma habría sido ruinosamente cara para la mayoría de los inquilinos, hasta para los más acaudalados. Los apartamentos de aquel edificio no eran más caros que cualquier otro piso situado en un buen barrio. Pero si uno tenía que preguntar a cuánto ascendían los costes de mantenimiento, es que no podía pagarlo. Alicia Howe y su marido actual no tenían necesidad de plantear ese tipo de preguntas.
El mayordomo le dio la bienvenida:
—Me alegro de verla, señorita Menninger. ¿Hará uso de su habitación esta vez?
—Me temo que no, Harvey. Sólo quiero hablar con mamá.
—Sí, señorita Margie. La está esperando.
—Al levantarse para que la besara, Alicia Howe dio un repaso rápido y minucioso a su hija. ¡Esas horrorosas manchas en la tez! La ropa era aceptable, para tratarse de un uniforme militar, claro, y, gracias al cielo, la niña había heredado el aspecto risueño y apuesto de su padre.
—Podrías perder un par de kilos, cariño.
—Lo haré, te lo prometo, mamá. Quiero pedirte un favor.
—Claro, cielo.
—Papá está poniendo algunos problemas a cierta cuestión, y necesito salir a la palestra. Quiero dar una conferencia de prensa.
El marido de Alicia Howe era un magnate de la televisión, con tres emisoras en ciudades importantes y grandes intereses en una docena de redes de satélite.
—Estoy convencida de que la gente de Harold puede echarte una mano —dijo despacio—. ¿Debería preguntarte de qué problema se trata?
—Mamá, ni siquiera deberías saber que hay un problema.
Su madre suspiró. Había aprendido a sobrellevar los asuntos extraoficiales de God Menninger mientras estuvieron casados, pero al divorciarse había albergado la esperanza de no tener que volver a pasar por aquello. Nunca hablaba con su marido. No es que no le gustara: en lo profundo de su corazón lo seguía considerando el hombre más interesante y, con mucha diferencia, también el más sexy del mundo, pero no podía soportar saber que cualquier pequeño desliz, cualquier comentario inoportuno de él a ella y de ella a otra persona, podría implicar consecuencias catastróficas para el mundo.
—Cariño, tengo que darle alguna razón a Harold.
—Oh, claro, mamá, pero no lo plantees como un problema. De lo que quiero hablar es de Klo..., de Jem. El planeta, Jem. Voy a ir allí, mamá.
—Sí, ya lo sé, me lo habías dicho. Tal vez dentro de uno o dos años, cuando las cosas se hayan calmado...
—Quiero calmarlas ahora, mamá. Quiero que Estados Unidos envíe fuerzas suficientes allá arriba para acondicionar el planeta y poder vivir en él, ponerlo en condiciones para que lo visites algún día, si te apetece. Y quiero hacerlo ahora. Se supone que tengo que partir dentro de dieciocho días.
—¡Margie! ¡Qué barbaridad!
—No te lo tomes así, por favor. Eso es lo que quiero.
Alicia Howe había sido incapaz de oponerse a ese argumento desde hacía más de doce años. No tenía la menor esperanza de poder enfrentarse a él ahora. La idea de ver a su hija lanzándose por el espacio hacia un lugar espantoso en el que la gente moría de manera repugnante la asustaba. Sin embargo, no podía negarse que Margie había demostrado una sobrada capacidad para cuidar de sí misma.
—Bien —dijo—, supongo que no puedo castigarte mandándote a tu habitación. De acuerdo. No me has dicho qué quieres que haga.
—Pídele a Harold que me ponga en contacto con uno de sus programas de noticias. El sabrá hacerlo mejor de lo que yo pueda decirle. Se están retirando de mi planeta, mamá, cortando la financiación, quejándose de los problemas. Quiero que la gente sepa lo importante que es, y quiero ser yo quien se lo explique —dijo y aplicando su sentido de la estrategia, añadió—: Papá me apoyaba en todo al principio, pero ahora ha cambiado de opinión. Quiere cancelar el proyecto.
——¿Me estás diciendo que quieres apretarle las clavijas a tu propio padre?
—Exactamente.
Alicia Howe sonrió. Esa parte seguro que le resultaba atractiva a su actual marido. Abrió las manos en gesto de resignación y se dirigió al teléfono.
—Le explicaré a Harold lo que quieres —dijo.
Ana Dimitrova estaba sentada con los ojos cerrados en una sala ancha y baja, con los codos apoyados sobre una mesa con forma de anillo, la cabeza entre las manos y con unos auriculares puestos. Movía los labios. Meneaba la cabeza de un lado a otro mientras intentaba seguir los ritmos del canto grabado del globonoide. Era muy difícil, en gran parte porque no era la voz de un globonoide la que emitía los sonidos, sino la de un krinpit. La cinta había sido grabada varias semanas antes, cuando el último krinpit superviviente de Detrick no tenía a nadie más con quien hablar que Shirley, la única globonoide que había sobrevivido.
Aunque ella, en realidad, no se llamaba Shirley. Su nombre, más bello, había sido Mo'ahi'i Ba'alu'i, que significaba algo así como Habitante de la Nube Dorada. Los chirridos y golpes de tímpanos del krinpit no forman con facilidad los sonidos del globonoide. Aun así, Shirley le había entendido..., no, se corrigió Ana, Mo'ahi'i Ba'alu'i lo había entendido. Ana estaba resuelta a entenderlo también, y por eso pasaba una y otra vez fragmentos de la cinta:
Ma'iya'a hi'i —estas criaturas no son como nosotros—, hu 'u ha'iye'i —son animales perversos.
Y la respuesta de Habitante de la Nube:
—Ni'u'a mali'i na'a hu'iha. —Han matado mi canción.
Ana se quitó los auriculares de las orejas y se frotó los ojos. Los dolores de cabeza eran muy intensos esa noche. ¡Y aquella espantosa sala! Veinte auriculares y paneles de control de cintas delante de veinte sillas idénticas de respaldo duro, todas dispuestas en círculo como un anillo. ¡Tan poco acogedora! ¡Tan antipática!
¿Antipática? Ana frunció los labios para sí. Sympathetic era uno de las palabras trampa del inglés; se parecía mucho a «simpático», sonaban casi igual, pero no significaban lo mismo, y era vergonzoso que una traductora de la experiencia de Ana cayera en el error de confundirlas. Ese error era la prueba de que estaba demasiado cansada para seguir trabajando, y con gesto resuelto apagó la cinta, colgó los auriculares en el gancho y se levantó para salir de la sala. Quería desear buenas noches cortésmente a los pocos participantes interesados de verdad en el proyecto que habían compartido su deseo de dedicar horas extras a la cinta, pero no quedaba nadie. Todos se habían ido mientras ella estaba concentrada.
¡Eran casi las once! Dentro de seis horas tendría que levantarse.
Mientras recorría con paso rápido las calles de la compañía hacia su habitación, Ana se detuvo a medio camino, cambió de dirección y entró en el salón de ocio. ¡Los dolores de cabeza eran espantosos! En la sala había una máquina expendedora de bebidas y a veces alguno de aquellos refrescos norteamericanos que contenían cafeína le constreñían los vasos sanguíneos y reducían las palpitaciones atronadoras de sus latidos durante el tiempo suficiente para que se pudiera quedar dormida.
Al introducir un dólar en la máquina, mientras esperaba a que se llenara el vaso, pensó que pasarse por el salón no había sido tan buena idea. ¡Que ensordecedor estruendo había allí dentro! Una docena de parejas bailaba frenéticamente al ritmo de un aparato estéreo en un rincón. En la otra punta, un oriental tocaba una guitarra y un grupo cantaba con él, contradiciendo sonoramente la música que salía del estéreo. Les daba igual. El resto del ruido procedía del rincón donde estaba el televisor: se oía un parloteo de voces emocionadas y risas, ¿qué podían estar mirando? Se acercó para ver la pantalla. Alguien sacaba una funda de almohada de una lavadora sónica y lanzaba exclamaciones arrebatadas sobre su brillo prístino. ¿Estaban los espectadores tan emocionados por un anuncio?
—Oh, Nan —gritó su compañera de habitación agitando el codo hacia ella—, te lo has perdido. Estuvo maravillosa.
—¿El qué? ¿Qué me he perdido? ¿Quién estuvo maravillosa?
—La teniente coronel Menninger. Estuvo estupenda de verdad. Mira —le confesó la mujer—, nunca me había caído muy bien, pero esta noche estuvo sencillamente espléndida. Apareció en las noticias de las seis. Se trataba sólo de una pequeña entrevista cara a cara, como un complemento a una noticia sobre Jem. No sé por qué la eligieron a ella, ¡pero me alegro! ¡Dijo cosas tan maravillosas! Dijo que Jem era una esperanza para todos los desdichados del mundo. Dijo que era un planeta en el que podían olvidarse todos los viejos odios. Un lugar —¿cómo lo dijo?—, ah, sí, un lugar donde cada niño podría elegir sus ideas y sus convicciones morales, ¡y disponer del espacio para vivir de acuerdo con ellas!
Ana tosió expulsando en una lluvia de rocío dentro de la mano ahuecada el trago de la coca—cola que se estaba bebiendo.
—¿La coronel Menninger dijo eso? —preguntó atragantada.
—Sí, sí, Nan, y lo dijo con bellas palabras. Nos conmovió a todos. Incluso tipos como Semental Sweggert y Nguyen el Sobón se conmovieron de verdad. Por una vez tenían las manos quietas. El locutor comentó algo sobre enviar tropas a Jem, y la coronel Menninger le dijo: «Yo soy militar. Todos los países tienen soldados como yo, y todos nosotros rezamos para que no tengamos nunca nada que hacer, pero en Jem podemos hacer algo útil. Algo por la paz, no para la destrucción. Por favor, permítannos hacerlo». ¿Qué?
Nan había estado murmurando para sí en búlgaro. —Nada, nada, sigue, por favor.
—Bien. Ahora mismo acaban de repetir fragmentos de su intervención en las últimas noticias, y dicen que la respuesta del público ha sido increíble. Han llegado telegramas y llamadas telefónicas a la Casa Blanca, a la ONU, a las emisoras... y no sé dónde más.
Ana se olvidó del dolor de cabeza.
—Tal vez haya sido injusta con la coronel Menninger. De verdad, estoy asombrada.
—¡Y yo! Me hizo sentir que lo que estamos haciendo aquí es algo bueno; ¡y todo el mundo habla de ello!
Era cierto. No sólo hablaban de ello en la sala de ocio de los barracones. Los teléfonos del senador Lenz no paraban de sonar: recibía llamadas de votantes apremiándole para que se asegurara de que los héroes de Jem tenían todo el apoyo necesario. Las redacciones de todo el país observaban el recuento electrónico de llamadas del público: ¡Jem, Jem! Las encuestas informaban de un interés público cada vez mayor. El teléfono de God Menninger sólo sonó una vez, pero la persona al otro lado de la línea era el presidente de Estados Unidos. Cuando colgó, el rostro de Menninger estaba tenso y sombrío, pero luego se relajó y esbozó una sonrisa. «Cariño —le dijo al espacio vacío—, tienes el alma negra como el carbón, pero haces que tu padre se sienta orgulloso de ti.»
XIII
Charlie y su bandada habían intentado seguir al pequeño biplano que resoplaba y se agitaba sobre el cielo de Jem. Su esfuerzo fue en vano. Los globonoides se elevaban, se dejaban caer, encontraban vientos que los empujaban hacia el polo de calor, pero nunca lo bastante rápido para alcanzar al avión. Charlie entonó un apenado canto de despedida por la radio mientras el grupo se daba la vuelta, y el sonido de su canto superó incluso la ruidosa vibración del pequeño motor dentro del avión.
—Hay demasiado ruido —gritó Kappelyushnikov alegremente al oído de Danny Dalehouse—, ¿quieres apagar la radio, por favor?
—Déjame que me despida antes. —Dalehouse cantó por la diminuta radio y luego la apagó. Muy atrás, medio kilómetro por encima de ellos, la bandada se meció como acuse de recibo. Dalehouse estiró el cuello para mirar adelante, pero el campamento de los Grasis todavía no estaba a la vista. Volaban en línea casi recta hacia el polo de calor —hacia el «sudeste», si se adopta la convención de considerar los polos de rotación norte y sur, por más irrelevante que fuera para brújulas y sextantes—, sobre un terreno ascendente casi todo el tiempo. ¡Qué estúpidos habían sido los Grasis al ubicar su campamento en la zona menos hospitalaria del planeta! Pero ¿quién sabía por qué hacían las cosas los Grasis?
Kappelyushnikov se inclinó hacia él y le dio una palmada en el hombro.
—¿Quieres vomitar? —le preguntó animadamente, señalando al lado de la cabina. Dalehouse negó con la cabeza—. Todo va bien —prosiguió Cappy—, un vuelo un poco movido, eso sí. Es que estamos enfrentándonos a los vientos y no haciendo el amor con ellos, como en un globo. ¡Tienes a un verdadero técnico de primera al mando de la aeronave!
—No me estoy quejando. —Lo cierto es que no tenía ningún motivo de queja. El biplano era una maravilla tecnológica en Klong, en Jem, como se suponía que debían llamar ahora al planeta, se recordó a sí mismo. Al menos, ¡estaban volando! Era difícil llegar al campamento Grasi de otro modo. En Jem no había coches porque no había carreteras. Sólo un vehículo oruga podía llegar a alguna parte, y ni siquiera los Grasis andaban sobrados de ellos. Dado que, con su incomprensible obstinación, los Grasis habían acampado a diez kilómetros de las aguas navegables más cercanas, los botes quedaban descartados. Volar era el único medio para llegar a esa pequeña cumbre que se suponía que iba a restablecer las relaciones amistosas de cuantos estaban en Jem. La otra opción consistía en caminar. Dalehouse dedicó un momento a compadecerse de los pobres, orgullosos y pedestres Poblas que sin duda avanzaban a pie en algún punto bajo ellos.
Visto de este modo, el simple hecho de volar ya era un triunfo, aunque hubiera preferido que Cappy no sacara el tema del mareo. No era tanto el movimiento lo que le molestaba como lo que habían estado comiendo. Con veintidós bocas más que alimentar, el viejo estilo de comidas preparadas de cualquier manera había pasado a mejor vida. Por desgracia, los recién llegados habían traído sus gustos, pero se habían olvidado de empaquetar a un chef que se los satisficiera. La comida era intragable. Nadie se atrevía a quejarse. El primero que hablara mal acabaría conviniéndose en el próximo cocinero.
Pese a todo, la comunidad crecía. ¡La tercera nave de re—aprovisionamiento había traído de todo! Ahora tenían ese pequeño aeroplano chisporroteante de dos alas, desmontado y plegado, con una pinta que daba risa, pero que se había revelado perfectamente útil porque, como era evidente, estaba volando. Asimismo, les habían suministrado las pequeñas máquinas con energía de plutonio y también instrumentos, entre ellos sensores para que Morrissey estudiara a los reptadores en sus túneles subterráneos, y radios que Dalehouse había entregado a Charlie. Tenían un nuevo satélite orbital Argus para fotografiar las nubes y ayudarlos a predecir el clima o, al menos, a intentar predecirlo con un poco más de precisión.
Incluso los había ayudado en sus tentativas de establecer contacto con las criaturas autóctonas, más o menos. Charlie estaba encantado con su ballesta y su radio. Jim Morrissey había adoptado otra táctica. Había utilizado la nueva perforadora mecánica para practicar tres agujeros muy separados a lo largo de una madriguera de reptadores. En los agujeros de los extremos introdujo cargas de explosivos poco potentes y, en el del medio, una manguera conectada con la salida de gas del pequeño motor de gasolina del taladro. Cuando hizo estallar las cargas, selló ambos extremos de la sección del túnel y el monóxido de carbono atrapó a cuatro de los excavadores antes de que pudieran escaparse cavando. Para entonces a Dalehouse ya no le servían para nada, claro, pero a Morrissey le dieron una gran alegría.
Nuevas maravillas estaban en camino. El tercer reaprovisionamiento había traído ocho toneladas métricas de equipo pero, según los mensajes tactran, el próximo traería cerca de cincuenta, además de puede que un centenar de personas. ¡Será como una ciudad! La convocatoria de la reunión en el campamento de Combustible no sólo había supuesto una agradable excursión por Jem para Dalehouse, sino también un respiro de la tediosa tarea que suponía levantar las tiendas para recibir a los refuerzos.
Lo que el tactran no explicaba era para qué se utilizarían los refuerzos. Sin duda, ahora necesitaban varios especialistas de los que carecían: un cocinero, un dentista, algunas mujeres más atractivas, una traductora mejor... Al acordarse, Dalehouse se recostó para ver cómo le iba a Harriet atrás.
La traductora iba incómodamente acurrucada en un espacio que no debía superar el metro cuadrado, un espacio, además, del que sobresalían pernos y palancas que debían de estar tatuando las caderas y las costillas de Harriet con una marca indeleble. Si hubiera sido cualquier otro, Dalehouse le habría hecho algún comentario amistoso y compasivo, pero no se le ocurría ninguno para Harriet. La traductora tenía los ojos cerrados. Su expresión daba muestras de resignación ante la patente injusticia de ser la más pequeña de los tres y, por tanto, el pasajero al que correspondía apretujarse en el diminuto compartimiento trasero.
—Nos acercamos —le gritó Kappelyushnikov al oído. Dalehouse se inclinó hacia delante y frotó el cristal, como si las tinieblas jemianas estuvieran dentro del aparato, en lugar de flotar a su alrededor. No se veían más que nubes marrones...
Entonces el reborde de blanco puro del polo de calor resplandeció por una grieta. Había algo más. Las mismas nubes se volvieron más brillantes. A medida que el biplano salía del túnel de la última masa nubosa, Dalehouse vio la causa de tanto brillo.
—¡Dios mío! —gritó Kappelyushnikov—, ¿es que no tienen vergüenza?
La luz era el campamento de los Viscosos. Destacaba en el horizonte como una hoguera, perforando las tinieblas marrones y apagadas de Jem con focos, ventanas iluminadas y, se maravilló Dalehouse, ¡hasta farolas en las calles! Ya no era el campamento provisional de una expedición. Era una pequeña ciudad.
El foco vertical se movió atravesando el biplano para hacerle saber que lo había visto y al momento se apartó cortésmente para no deslumbrarlos. Kappelyushnikov susurró algo inaudible por el micrófono de su radio, escuchó un momento y luego empezó a dar vueltas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dalehouse.
—No pasa nada, sólo que ya no tenemos prisa —dijo el piloto—. Los Poblas tardarán todavía más de una hora, así que estudiemos este milagro antes de aterrizar.
Poco le faltaba para ser un verdadero milagro. En el campamento Grasi había sólo unas cuarenta personas, pero parecía tener otras tantas construcciones. Se trataba de edificios, no de tiendas ni cabañas de plástico; ¿con qué los habían construido? ¡Menudos edificios! Algunos eran barracones, otros bungalows individuales. Uno recordaba más a una copia a escala uno diez de la Torre Eiffel que a cualquier estructura imaginable en la que se pudiera vivir o trabajar. Otro tenía más de veinticinco metros de largo. Y... ¿qué era aquel curioso cono bajo y redondeado con pétalos en la punta más lejana del campamento? Parecía construido con tiras curvadas de metal brillante dispuestas alrededor de un cilindro negro central. ¿Sería un generador de energía solar? Si lo era, ¡tenía casi un tamaño de megavatio! ¿Y aquella torre rechoncha con el abanico que rotaba horizontalmente? ¿No era la salida de gases de un acondicionador de aire?
Harriet se había despertado y se inclinaba hacia delante por encima del hombro de Dalehouse para mirar. Resopló irritada al oído de Danny cuando dijo con severidad:
—Eso es..., es un despilfarro lascivo.
—¡Oh, sí, querida Gasha! —gritó el piloto—. ¡Sería estupendo que también nosotros pudiéramos permitírnoslo!
Ahmed Dulla oyó un distante chisporroteo por encima de las vibraciones y los crujidos que producían sus acompañantes krinpit.
—Bájame. Espera. Intenta guardar silencio —dijo de mala manera en la mezcla de urdú y lengua de los krinpit que a veces les permitía comunicarse. Se bajó de la litera en la que lo estaban transportando y se subió al saliente de un multiárbol, apartando las frondas que despedían un resplandor rosáceo para otear el cielo. Una pequeña aeronave de dos alas descendía justo por debajo del nivel de las nubes—. Vaya. Llega otro triunfo de la tecnología —dijo.
El krinpit, Jorr-fteet, se irguió hacia atrás para estudiarlo con más atención, agitando las pinzas rechonchas.
—El sentido de lo que dices no está claro —dijo repiqueteando.
—No importa. Sigamos adelante. —Dulla no estaba de humor para una distendida charla con bichos hipertrofiados, por más útiles que le fueran—. Toma, lleva la litera y mi bolsa. Yo caminaré —le ordenó. Estaban ascendiendo desde el valle poco profundo del río, entre las últimas pendientes boscosas, hacia las altiplanicies secas. La vegetación pasaba de multiárboles y helechos a plantas carnosas con forma de barril y capullos luminosos de color rojo chillón. Dulla las miró con desagrado. Estudiar las plantas, encontrar nuevos productos, así es como mis padres se hicieron independientes de las máquinas del mundo exterior. Eso era lo que Feng Hua-Tse le había dicho que hiciera antes de salir; pero Dulla era astrofísico, no herborista ni curandero, y no tenía la menor intención de cumplir las instrucciones de aquel estúpido.
Ya no había vegetación entre él y el cielo y podía ver el pequeño biplano dando vueltas a lo lejos, hacia la brillante línea blanca del polo de calor. Bien. Los Grasis disponían de un helicóptero; los Gordos, de un avión, ¿y qué medio tenía el representante de las Repúblicas Populares para acudir a esta reunión? Una litera, transportada por animales que parecían crustáceos aplastados. Dulla estaba que echaba humo. Si Feng le hubiera hecho caso, habrían insistido en que la reunión de los tres grupos se celebrara en su propio campamento. Así se habrían librado de la humillación de presentarse en una camilla de plástico cargada por criaturas salidas de una absurda fábula infantil..., aunque no de la humillación de exhibir ante los Gordos y los Grasis las precariedades de su campamento. ¡Qué desastre! Todo era culpa de Feng o del Heredero de Mao: en primer lugar, la expedición tendría que haber sido aprovisionada y reforzada como era debido; pero si dejas un proyecto en manos de los chinos, ya se sabe, lo arruinarán utilizando sólo materiales de desecho.
Los krinpit se detuvieron sin previo aviso y Dulla, ensimismado en sus pensamientos, estuvo a punto de tropezar con ellos.
—¿Qué pasa? —se quejó—. ¿Por qué os paráis aquí? —Una cosa muy ruidosa se mueve rápido —repiqueteó Jorrnfteet.
—No oigo nada. —Ahora que lo habían sacado de su ensueño sí vio algo, una nube de polvo detrás de las colinas. Mientras miraba, una máquina superó la elevación y se dirigió hacia él. Estaba todavía a medio kilómetro, pero parecía un semioruga.
—Otro triunfo del despilfarro para llamar la atención —dijo con desprecio—. ¿Cómo se atreven a venir a buscarme, como si no fuera capaz de hacer el viaje solo? —Los krinpit repiquetearon con curiosidad y añadió—: Da igual. Bajad la litera. Llevaré la mochila yo mismo. Escondeos. No quiero que os vean los Grasis.
Esas palabras carecían de sentido para los krinpit. Un krinpit no podía esconderse de otro si estaban lo bastante cerca para oírse. Dulla se esforzó por explicárselo:
—Volved detrás de la colina. Los Gordos no os oirán. Yo regresaré en el espacio de tiempo que nos llevó subir desde el río. —Tampoco estaba seguro de que le hubieran entendido. Los krinpit tenían un sentido claro del tiempo, pero el vocabulario para señalar sus unidades no se traducía bien de un lenguaje, basado en un ciclo diurno, a otro, que había evolucionado en un planeta que carecía de puntos de referencia temporales identificables. Aun así, se alejaron tambaleándose obedientemente y Dulla se encaminó con paso firme hacia el vehículo que se aproximaba.
El conductor era kuwaití, traductor, según parecía, porque saludó a Dulla en un perfecto urdú.
—¿Quieres que te lleve? —gritó—. ¡Sube!
—Eres muy amable —sonrió Dulla—; y la verdad es que hoy hace un poco de calor para pasear. —No se trataba de un gesto amable, se dijo irritado para sí, ¡no era más que otra demostración de su detestable arrogancia! Ahmed Dulla estaba casi convencido de que era la única persona en Jem cuya lengua materna era el urdú, y ¡los Grasis se habían cuidado de enviar a alguien que pudiera hablar con él! ¡Como si él mismo no dominara otros cuatro idiomas!
Llegaría el día, se prometió a sí mismo, en que humillaría aquella ostentación digna de canallas. Recorrió en el vehículo las colinas salpicadas de barrancos hacia el campamento de los Grasis, charlando amigablemente con el kuwaití, haciendo educados comentarios sobre el espléndido aspecto del campamento, con el rostro sonriente y el corazón henchido de ira.
El anfitrión oficial de la reunión se llamaba Chesley Pontrefact. Había nacido en Londres pero sus raíces autóctonas no se remontaban muchas generaciones atrás. Tenía la tez de un moreno violáceo y el cabello de un blanco lana. Los mensajes tactran codificados le habían proporcionado a Dulla información abundante sobre los antecedentes de cada miembro de la expedición Grasi, así como de la de los Gordos, y por eso sabía que Pontrefact era mariscal de la fuerza aérea y ejercía el mando nominal de la expedición Grasi. Sabía, asimismo, que el poder real lo tenía una de las civiles de Arabia Saudí. Pontrefact iba y venía por la larga mesa de conferencias ( ¡de madera!, ¡transportada desde la Tierra!), ofreciendo bebidas y cigarrillos.
—Brandy, ¿verdad doctor Dalehouse? —inquirió atentamente—. ¿Y una coca—cola para usted, señor? Me temo que no tenemos zumo de naranja, pero al menos hay hielo. Nada, gracias —dijo Duna encolerizado para sus adentros. ¡Hielo!—. Sugeriría que empezáramos la reunión, si les parece oportuno.
—Por supuesto, doctor Dulla. —Pontrefact se dejó caer pesadamente en la cabecera de la mesa y miró con curiosidad a su alrededor—. ¿Les importa que presida la reunión, por cuestión de formas?
Dulla observó si alguno de los Gordos hacía gesto de oponerse, y habló una fracción de segundo antes que ellos.
—En absoluto, mariscal Pontrefact —dijo con tono afectuoso—, somos sus invitados. —Uno debería mostrar cortesía con sus invitados, ¿y qué era esta disposición de las sillas más que una ofensa deliberada? Pontrefact en la cabecera, dos de sus socios frente a él, además del traductor kuwaití 'y una mujer que no podía ser otra que la civil saudí que tomaba las decisiones. A un lado de la mesa estaban los tres Gordos: Dalehouse, el piloto ruso y su propia traductora; y, en el otro, él solo. ¿Cómo podían haber subrayado más intencionadamente que estaba solo y era insignificante? Con timidez, añadió—: Dado que todos estamos familiarizados, creo, con el inglés, tal vez podamos prescindir de los traductores. Un viejo dicho de mi pueblo dice que el éxito de una conferencia es inversamente proporcional al cuadrado del número de los participantes.
—Yo me quedaré —dijo la traductora de los Gordos rápidamente. Pontrefact levantó las cejas blancas pero no abrió la boca; Dulla se encogió educadamente de hombros y miró hacia la presidencia, esperando que empezara la reunión.
La saudí habló en voz baja al traductor durante un buen rato. Delante de Dulla, Dalehouse vaciló un momento y luego se levantó para tenderle la mano por encima de la mesa.
—Me alegro de verte en buen estado, Ahmed —dijo. Dulla apenas rozó la mano que se le ofrecía.
—Gracias —respondió, y de mala gana añadió—: Y gracias también por ayudar a devolverme a mi campamento. No he tenido ocasión de expresar mi gratitud desde entonces.
—Encantado de poder ayudar. En todo caso, me alegro de ver a alguien de tu expedición..., no vemos a muchos de los vuestros, ya sabes.
Dulla le lanzó una mirada enfurecida y comentó envarado:
—He hecho un largo camino para asistir a esta reunión, ¿no podemos empezar?
—Oh, mierda —dijo Pontrefact desde la cabecera de la mesa—. Veamos, amigos: el único motivo de esta reunión es procurar trabajar mejor juntos. Todos sabemos en qué caos han convertido nuestros líderes a la Tierra. ¿Por qué no intentamos hacerlo un poco mejor aquí?
—Por favor, limite sus observaciones a su propia gente —comentó Dulla alegremente. Era lo que había sospechado, los Grasis iban a dedicarse a insultar a todo el mundo, salvo a sí mismos. Le daba igual que ese antillano cuyo abuelo picaba billetes en el metro de Londres hiciera el ridículo si quería, pero que no ridiculizara a las Repúblicas Populares.
—Estoy hablando completamente en serio, Dulla. Lo hemos invitado porque es evidente que todos estamos trabajando en objetivos que se solapan. Su propio campamento tiene graves problemas, y todos lo sabemos. La gente de Alimentos y nosotros mismos estamos un poco mejor preparados, cierto, pero ustedes no tienen médico, ¿verdad, doctor Dalehouse? Por no mencionar unas cuantas cosas más. Y no se puede esperar que nosotros... Quiero decir que tampoco disponemos de recursos ilimitados. Según la resolución de la ONU, se supone que deberíamos cooperar y dividir las responsabilidades, en especial las científicas. Nosotros nos dedicamos a la geología, y no pueden decir que no hayamos jugado limpio. Hemos avanzado mucho.
—Eso es innegable —intervino Kappelyushnikov con moderación—, y debe de ser una pura coincidencia que la mayoría de ese trabajo se relacione directa o indirectamente con los fisionables y las cúpulas de sal.
—Es decir, con el petróleo —coincidió Dulla—. Sí, creo que todos somos conscientes de eso, mariscal Pontrefact.
—¡Qué detalle por parte de los Gordos y los Grasis empezar peleándose entre ellos a las primeras de cambio!
—Sea como fuere —prosiguió el presidente con obstinación—, el caso es que aquí hay mucho que hacer y nosotros no podemos ocuparnos de todo. La astronomía, por ejemplo. Hemos puesto en órbita un satélite observatorio pero, como estoy seguro de que ya saben, tiene fallos de funcionamiento. Permítanme que les enseñe algo. —Se levantó y se acercó a una pantalla de likris sobre la pared. Tras manipularla un momento, los cristales se desplegaron de golpe emitiendo una luz de color variable que mostraba una especie de gráfico—. Ya han visto nuestro generador solar. Este gráfico muestra la entrada de energía solar en el generador. Como ven, en la curva hay puntas. A ustedes tal vez no les parezcan significativas, pero nuestro generador es un instrumento de precisión. No va a poder trabajar como es debido si la constante solar no es, cómo decirlo, eso, constante.
Dulla, consumido por la envidia, contempló el gráfico. Al fin y al cabo, para eso estaba él aquí, porque era un especialista en estudios interestelares. Apenas escuchó lo que dijo Dalehouse:
—Si Kung está haciendo de las suyas, puede implicar algo más grave que unas oscilaciones en su suministro de energía. Pontrefact asintió.
—Por supuesto que puede. Hemos notificado todo esto a Herstmonceux—Greenwich con una copia de la cinta. Están bastante preocupados. Kung podría ser una estrella variable.
—Difícilmente —dijo Dulla con desdén—. Se sabe que es posible que se produzcan unas cuantas erupciones en cualquier estrella.
—Pero no se sabe cuántas ni de qué intensidad; y es ésa precisamente la información que necesitamos. Lo que, si se me permite, confiábamos saber por las investigaciones astronómicas que, se suponía, iba a realizar su expedición, doctor Dulla.
Dulla estalló:
—¡Esto es demasiado! ¿Cómo vamos a dedicarnos a la astrofísica cuando tenemos hambre? ¿Y de quién es la culpa?
—Desde luego, nuestra no, amigo —replicó Pontrefact con indignación.
—Pues alguien hizo estallar nuestras naves, amigo. ¡Alguien asesinó a treinta y cuatro ciudadanos de las Repúblicas Populares, amigo!
—Pero eso fue... —Pontrefact se calló a mitad de la frase. Hizo un esfuerzo visible por controlar su genio—. Sea como fuera —repitió—, el hecho incuestionable es que hay que hacer el trabajo y alguien debe encargarse de ello. Ustedes tienen los instrumentos, nosotros no, al menos no hasta que nos lleguen telescopios adecuados desde la Tierra. Nosotros, en cambio, disponemos de la mano de obra y ustedes, como es patente, no.
—Le ruego que me perdone. Permítame informarle de mi categoría académica. Soy director del Instituto de Planetología de la Universidad Zulkifar Alí Bhutto y tengo títulos en astrofísica de...
—Nadie está poniendo sus títulos en duda, mi querido amigo, sino su capacidad operativa. Permita que nuestro astrónomo lo acompañe. 0, mejor aún, deje que Boyne traiga por el aire su equipo hasta aquí, donde hay mejores condiciones...
—¡Ni hablar! ¡Ni hablar a ambas propuestas!
—No me parece que sea muy justo por su parte, ¿verdad que no? Nosotros hemos cooperado con ustedes proporcionándoles comida, por ejemplo...
—¡Menuda comida! Para su gente, no para la nuestra: todo harina, apenas nada de arroz.
Dalehouse intervino intentando apaciguar los ánimos:
—Nosotros os proporcionaremos algo de arroz, si eso es lo que queréis...
—¡Qué generoso por vuestra parte! —replicó Dulla con desdén.
—Mira, espera un momento, Dulla. Hemos hecho cuanto hemos podido por vosotros..., y tenemos un par de quejas, por si no lo sabes. ¿Qué hay del disparo que recibí?
Dulla hizo una mueca.
—Eso fue sólo un accidente causado por la estupidez de Hua-tse con los fuegos artificiales. Las Repúblicas Populares ya han presentado sus disculpas.
—¿A quién? ¿A los globonoides muertos?
—Sí —espetó, despectivo, Dulla exagerando su humildad—, por supuesto que sí, pedimos disculpas a vuestros íntimos amigos, los graciosos bolas de gas, y también a los suyos, señor, esas alimañas que excavan la tierra y que a ustedes les parecen tan útiles.
—Si se refiere a los reptadores —dijo Pontrefact, que perdía el dominio de su genio por momentos—, al menos no los empleamos como portadores de literas.
—¡No! ¡Los utilizan para explotar las riquezas minerales! ¿No es cierto que algunos de ellos han desarrollado enfermedades por la radiación?
—¡No, no lo es! Al menos, no aquí. Si es verdad que usarnos algunos ejemplares para que excavaran en otras zonas, y sí, encontraron cierta cantidad de radiación, pero debo decir que me duele la acusación de que estemos explotando a los nativos.
—Oh, estoy convencido de que le duele, mariscal Pontrefact, sobre todo teniendo en cuenta que sus propios ancestros deben de haber experimentado lo mismo pero desde el otro lado, por así decirlo.
—¡Mida sus palabras, Dulla! —Pontrefact se vio interrumpido por la mujer saudí, que dijo—: Creo que necesitamos un receso para comer. Tenemos mucho de que hablar y gritarnos los unos a los otros no servirá de nada. Propongámonos hacerlo mejor por la tarde.
La sesión vespertina, aunque más tranquila, no le pareció muy fructífera a Dalehouse.
—Al menos sacamos una comida decente —le dijo a Kappelyushnikov una vez habían salido del largo edificio donde se habían reunido.
—Pues a mí me ha dejado un mal sabor de boca —refunfuñó el ruso—. Oh, cuántas cosas buenas tienen por aquí; no hablo sólo de comida.
Eso no se podía discutir. Enfrente de la sala de reuniones estaban erigiendo otro edificio. Un volquete oruga depositó una palada de tierra en una tolva; el hombre que la manejaba empujó una palanca hacia delante, siguió un ruido estridente y agudo y, al cabo de un rato, los costados cayeron y el operario levantó un panel acabado de ladrillo. El truco radicaba en añadir un estabilizador a la tierra compactada.
—¿Habéis visto lo que hay en la colina? —preguntó Harriet sin poder ocultar su envidia. Sobre las pendientes que se extendían por encima de la colonia había hileras escalonadas de plantones verdes. ¡Verdes! ¡Los Grasis utilizaban filas de lámparas incandescentes de invernadero para cultivar alimentos terrestres!
—.Me hace sentir como cuando tenía diecisiete años —comentó Kappelyushnikov—. Joven piloto de aeroplanos, ganador de la Competición Nacional de Altura y Resistencia y recién salido de Nizhniy Tagil, paseando por Kalinin—Prospekt por primera vez en la vida y, ¡oh! Dios mío, ¡qué imponente era Moscú! Tranvías, rascacielos, librerías, restaurantes. —Señaló hacia la columna de plasma del generador solar, con su escarapela de reflectores alrededor—. Da miedo, queridos amigos. No es extraño que los Grasis nos convocaran aquí para leernos el orden del día, ¡tienen la fuerza para imponerlo! —Se encogió de hombros y luego, cuando doblaron la esquina de los barracones y vio la pequeña pista de aterrizaje, sonrió.
—¡Eh, Boyne! —gritó—, ¡ven a despedirte de tus primos del campo!
El piloto irlandés vaciló pero se acercó a ellos.
—Hola —dijo evasivo—, acabo de poner a nuestro amigo Duna en un jeep de vuelta a casa.
—No parecía estar de muy buen humor —observó Dalehouse.
El piloto sonrió.
—Yo diría que se sentía herido en sus sentimientos. No quería que viéramos que utilizaba a los krinpit como medio de transporte para llegar aquí. ¿No lo sabíais? Subieron por el río en barca, y luego los krips cargaron con él ocho o diez kilómetros hasta que lo recogimos.
Harriet comentó con mala intención:
—Tal vez hubiera estado de mejor humor si no te hubieras salido del guion para insultarlo, Dalehouse.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Creyó que te estabas riendo de que hayan sobrevivido tan pocos Poblas. Se le crispó toda la cara.
—Pues nada más lejos de mi intención —se quejó Dalehouse—. Es un cabrón muy susceptible.
—Olvídalo —le aconsejó Kappelyushnikov—; se ha hecho amigo íntimo de las cucarachas; que se preocupen ellas de sus sentimientos.
—Eso también me cuesta entenderlo. Los krinpit estuvieron a punto de matarlo.
—Entonces, ¿cómo es posible que se hayan convertido en porteadores nativos del sahib paquistaní cuando cruza atrevidamente la jungla?
—Eso te lo puedo explicar —dijo Boyne con tono sombrío—, aunque no pueda decir que me guste. ¿Te acuerdas de aquel primer krinpit que tu y yo trajimos aquí, Dalehouse, el que se llamaba a sí mismo Sharti-igon? Está furioso con todos los seres humanos. Según parece su novia, o creo que de hecho era un novio, murió a causa del primer contacto con los Poblas y quiere desquitarse. Lo que pasa es que su concepto de desquitarse parece concretarse en causar tantos problemas como pueda al mayor número de seres humanos posible. Ha provocado mucho alboroto entre los krips de por aquí. No podemos establecer ningún contacto con ellos. Me parece que cree que los Poblas ya están fastidiados, así que está dispuesto a ayudarlos para que fastidien a los demás. En mi opinión, todo esto no augura nada bueno para el futuro.
Boyne caminaba con ellos hacia la pista de aterrizaje, pero su actitud era reservada; no miraba a ninguno a los ojos, y sus palabras tenía más de monólogo que de conversación. Kappelyushnikov le dijo con tono apaciguador:
—Eh, Boyne, ¿estás cabreado por algo?
—¿Yo? ¿Por qué habría de estarlo? —Boyne siguió sin mirarlo. Kappelyushnikov se giró hacia los demás y miró al irlandés de nuevo.
—Eh, Boyne —intentó sonsacarle—, los dos somos miembros de la gran fraternidad interestelar de los pilotos, no deberíamos cabrearnos entre nosotros.
—Mira, no se trata de nada personal —dijo Boyne irritado—. Me han echado una bronca por dejaros la retroexcavadora, por no mencionar el haber hablado con vosotros más abiertamente de lo que se suponía sobre lo que estamos haciendo aquí.
—Todos estamos juntos en esto —intervino Dalehouse—. Es lo que Pontrefact dijo en la reunión. Se supone que debemos compartir la información.
—Oh, Ponty tiene toda la razón, pero se supone que la información debe compartirse en los dos sentidos. No parece que vosotros hayáis creído conveniente mencionar vuestras propias pequeñas hazañas, ¿verdad? Como el hecho de haber armado a los globonoides contra los krinpit.
—¡No lo hicimos! Ése es mi trabajo, Boyne. Sólo les hemos dado unas cuantas armas sencillas para que se protejan de los ha'ayei, eso es todo.
—Pues las han estado utilizando contra todo lo que pueden pillar. Y no quiero decir nada del asunto de la nave de aprovisionamiento Pobla.
—¡Eso fue un accidente! —exclamó Dalehouse.
—Sí, ya, seguro. Como es un accidente que vuestro avión... Vaciló y luego apretó la boca.
—Vamos, Boyne, ¿qué intentas decirnos? —preguntó Dalehouse.
Nada. Olvidadlo. —Boyne se volvió a mirar hacia el campamento y luego dijo rápidamente—: Mirad, esta conferencia de paz ha sido un fracaso, ¿no? No se ha aclarado nada y tal como van las cosas..., bueno, tengo un mal presentimiento. Los krips de por aquí llevan un tiempo gaseando de vez en cuando a nuestros reptadores en sus madrigueras..., eso es obra de los Poblas, supongo. La nave Pobla explota; vosotros decís que es un accidente, pero nuestro servicio de información dice: «CIA». Vosotros dais armas a los globobos y vuestro avión..., bueno, mierda, tío —dijo mirando con rabia a Kappelyushnikov—. Tengo ojos, ¿sabes? Así que ahora no estoy de humor para confesiones, ¿vale? Tal vez en otro momento. Ya nos veremos, y feliz vuelo de regreso. —Asintió con energía, les dio la espalda y volvió a la base Grasi.
Kappelyushnikov observó preocupado cómo se alejaba.
—Yo también tengo un mal presentimiento —dijo—, sobre el amigo y colega piloto Boyne, preguntas que me gustaría hacer, pero éste no es buen momento.
—A mí lo que me gustaría saber es para qué están utilizando a los reptadores —coincidió Dalehouse—. Y, sinceramente, esa historia de que seamos responsables del accidente de los Poblas está empezando a ponerme nervioso. ¿Creéis que hay alguna posibilidad de que sea cierta?
Cappy lo miró pensativo.
—Eres muy buena persona, Danny —le dijo con tristeza—, tal vez no te haces las preguntas suficientes. Por ejemplo: ¿no te preguntas por qué los Grasis tienen una pista de aterrizaje, cuando su aletohelicóptero puede aterrizar en cualquier sitio?
—No, no se me había ocurrido —reconoció Dalehouse.
—Pues a mí sí —dijo el ruso—; del mismo modo que también se le ocurrió a Boyne preguntarse qué pinta en nuestro avión esa extraña y pequeña escotilla en la que viajó la querida Gasha. Gasha y tú la miráis y decís: «Qué fastidio, no entiendo para qué sirve». Pero cuando un piloto la mira, sea Boyne o yo mismo, dice: «Vaya, qué raro que un avión diseñado para la exploración pacífica lleve incorporado un compartimiento para bombas».
Treinta metros por debajo de la pista de aterrizaje, Madre dr'Shee se despertó con el olor de cianuro en su hocico aplanado, demasiado débil para ser peligroso, demasiado fuerte para no tenerlo en cuenta. Los Demonios de Caparazón habían empezado otra vez.
Ladró perentoriamente llamando al miembro de la prole que estuviera de guardia. Resultó ser t'Weechr, el más pequeño de la carnada y al que los demás cargaban con las tareas menos atractivas; entre las que se contaba, se dio cuenta en ese momento, atender a las necesidades de la Madre cuando ésta se despertaba. Esta última carnada era sólo de siete crías, todos machos, y ninguna con el tamaño, la fuerza o la inteligencia de su padre. Eran unos tiempos inseguros e inquietantes y eso la enfurecía.
—Comida —ordenó con brusquedad— y bebida, y alguien que me cepille mientras espero.
Weechr dijo humildemente:
—Sólo estoy yo, Madre de la Prole. Traeré rápido la comida y la cepillaré mientras come.
—¿Por qué no hay nadie más?
—Los Nuevos Demonios están enseñando, Madre de la Prole. Han ordenado que todos estén presentes.
—Tssheee. —Si dr'Shee hubiera sido un ser humano, el sonido habría parecido un gruñido despectivo, que transcribiríamos como «puag» por comodidad. Pero en realidad estaba más inquieta que contrariada; cuando t'Weechr volvió no sólo le trajo tubérculos y un pequeño caparazón con agua, sino también hojas y frutas frescas de Arriba—. ¿Las has robado o te las han dado? —preguntó olfateándolos con suspicacia.
—Eran regalos de los Nuevos Demonios, Madre de la Prole —se disculpó el joven.
—Tssheee. —Sin embargo, eran sabrosos y ella tenía hambre. Cuando acabó, defecó cuidadosamente dentro del caparazón y t'Weechr la cerró.
—¿Tengo que hacer algún servicio más, Madre de la Prole? —preguntó lamiendo la última mecha de su pelaje para dejarla limpia.
—No. Vete. —El pequeño le rozó el hocico con el suyo y se alejó agitándose para llevar el paquete a las salas de descomposición. La siguiente progenie lo mezclaría con el cieno de plantación y con la mezcla cubrirían los techos de los túneles granja cuando prepararan las próximas cosechas. Para entonces el compuesto habría envejecido y sería de gran ayuda para el crecimiento de los tubérculos. Aunque fuera el más pequeño y débil de la carnada, t'Weechr era un buen chico. Dr'Shee lo echaría de menos cuando el grupo madurara y todos se desperdigaran, para lo cual no faltaba mucho. A cada despertar, notaba las ubres más pequeñas y duras. Los machos reproductores lo sabían y, cada vez que abandonaba el nido, se meneaban cerca de ella para tocarla, hocico con ano, comprobando cuánto faltaba para poder iniciar el cortejo. Ayer mismo, el macho de la cicatriz en la pata le había dicho medio en broma:
—¿Qué querrás la próxima vez, dr'Shee? ¿Un caparazón de krinpit? ¿Un Demonio Volador vivo? ¿La cabeza de un Nuevo Demonio?
—Tu cabeza —le había respondido ella, entre irritada y coqueta. Él había resoplado carcajeándose a través de los pliegues extendidos de su hocico y luego se había alejado reptando, pero volvería. No era una idea que le desagradara. La hermana de prole de dr'Shee se había apareado con él dos camadas antes y había tenido una buena progenie: ¡tres hembras! Su hermana le había contado que él era infatigable en el celo. Eso estaba bien. Un cortejo tenía que hacerse corno es debido, pero no podía evitar la esperanza de que fuera él el macho que colocara el mejor regalo ante ella.
Unas débiles y remotas vibraciones en la tierra hicieron que se le estremecieran los bigotes. Eran los Nuevos Demonios. Había pasado la época en que aquellos temblores sólo significaban una tormenta particularmente violenta Arriba o, tal vez, el estruendo de un multiárbol al caer. Ahora los Nuevos Demonios raspaban y movían montículos y grandes rocas a voluntad, y a los sentidos de dr'Shee les resultaba cada vez más difícil reconocer la tierra. Mientras se movía por la cámara, olisqueando y palpando para cerciorarse de que todo estaba en su sitio, se guiaba sobre todo por el tacto, el olfato y el gusto. A veces, sus machos habían colocado trozos de hongos y vegetación en las paredes del túnel, junto a las secreciones que Iris endurecían e impermeabilizaban, y de la descomposición de las plantas surgía cierto débil resplandor. Dr'Shee apreciaba la luz, pero no la necesitaba. Para su pueblo, los ojos eran casi una desventaja, sobre todo en sus infrecuentes incursiones a la superficie, cuando sólo las nubes más densas y las tormentas más fuertes atenuaban la luminosidad de Kung lo bastante para que ellos la pudieran soportar.
—Saludos, dr'Shee.
Olisqueó sobresaltada, y al momento reconoció a la hembra que estaba a la entrada de su cámara.
—¿Cómo estás, qr'Tshew? Pasa, pasa.
La otra hembra entró, y dr'Shee dijo en seguida: —Mandaré que traigan comida.
—Ya he comido —respondió qr'Tshew con educación—. Qué preciosos regalos de cortejo. —Acarició la colección de dr'Shee. Seis reproducciones, seis espléndidos regalos: un objeto duro robado a los Nuevos Demonios que nadie entendía; la pata de una rata—cangrejo, que había sido su primer regalo y el menos valioso, pero en cierto sentido el más satisfactorio de todos los que había recibido, incluso las garras de un globonoide. Todos habían sido robados de la Superficie, corriendo un gran riesgo, y se había pagado un alto precio para entregárselos. Pocos machos sobrevivían a más de dos o tres de aquellas enloquecidas correrías casi a ciegas para robar regalos de cortejo. Los enemigos estaban por todas partes.
Cumplido el protocolo, qr'Tshew fue al grano.
—El padre de mi última prole ha muerto por respirar aire malo —dijo—, y también tres crías de otras madres.
—Qué pena —se compadeció dr'Shee. Obviamente no se refería al macho; una vez éste conseguía reproducirse, dejaba de importarle lo más mínimo a la hembra con la que se había apareado, pero que murieran crías por el gas cianuro era otra cuestión.
—Me da miedo que nuestro modo de vida desaparezca —dijo qr'Tshew con cierta vergüenza—. Desde que llegaron los Nuevos Demonios, nuestras camadas no son como antes.
—Yo también k) he pensado —reconoció dr'Shee—, y he hablado de ello con mis hermanas.
—Y yo con las mías, y hemos pensado algo que queremos compartir. Los Nuevos Demonios les están enseñando cosas a nuestras crías. Dr'Shee, ¿no deberíamos nosotras, las madres, aprender lo que están aprendiendo nuestras camadas?
—¡Pero están aprendiendo a matar! ¡Tú y yo somos madres, qr'Tshew! —Dr'Shee estaba conmocionada.
—Los krinpit nos matan a nosotros, ¿no? Las proles de las galerías superiores han sellado los túneles de donde procede el aire malo, pero ¿no es verdad que los Demonios del Caparazón irrumpirán tarde o temprano y entrará más aire contaminado?
—Yo no puedo matar, salvo para comer, claro.
—Entonces, comámoslos, con caparazones y todo —dijo qr'Tshew con determinación—. Acércate, dr'Shee. Hay una historia... —vaciló—, no sé hasta qué punto es cierta. La contó un krinpit, pero también podría haberla contado un Demonio Volador. —Eso era un viejo dicho que significaba que algo era más que dudoso, pero dr'Shee se dio cuenta de que, en este caso, se trataba de la descripción de un hecho—. Este Demonio del Caparazón se burló de un miembro de la prole de mi hermana diciéndole que los Nuevos Demonios habían destruido una ciudad entera de nuestra raza. Dijo que creían que éramos alimañas y no descansarían hasta que hubiéramos desaparecido todos, por eso les habían dado el aire enrarecido a los krinpit.
—Pero los Nuevos Demonios están enseñando a nuestras camadas a matar krinpit.
—La siguiente parte de la historia es desconcertante, pero creo que es verdad. El Demonio del Caparazón dice que hay tres tipos de Nuevos Demonios. Uno de ellos destruyó nuestra ciudad, otro les dio el aire malo con el que nos hacen daño y el tercer tipo es el que enseña a nuestras camadas. Éstos han destruido Demonios Voladores y krinpit, además de personas de los otros dos tipos de su propia raza, pero no nos destruyen a nosotros.
Dr'Shee retorció su cuerpo largo y flexible presa del nerviosismo.
—¡Eso no es verdad! —gritó—. Han sacado a varias camadas de sus clases y se las han llevado a otro sitio, y sólo han vuelto unos cuantos. Han regresado débiles y lentas, ¡contando que sus hermanos de prole habían muerto!
—Mis hermanas y yo también lo hemos oído —coincidió r'Tshew.
—¡Tssheee! —Los pliegues con forma de pétalo del hocico de dr'Shee se ondularon con rabia—. Me parece —añadió tras un largo silencio— que la enseñanza de la muerte no es tan mala. Si llevamos la muerte a los krinpit, no podrán traernos unís aire malo. Si ayudamos a nuestros Nuevos Demonios a llevar la muerte a los demás de su especie, éstos no podrán ayudar a los krinpit ni a los Demonios Voladores contra nosotros.
—Yo he pensado lo mismo, dr'Shee.
—Se me ha ocurrido algo más, qr'Tshew. Cuando hayamos llevado la muerte a esos otros, tal vez podamos llevarla también a nuestros propios Nuevos Demonios.
—¡Entonces nuestras camadas volverán a ser nuestras, dr'Shee!
—Y nuestras madrigueras serán seguras y oscuras. No te vayas, qr'Tshew. ¡Llamaré a t'Weechr y empezará a darnos esas lecciones!
XIV
Incluso en las favorables condiciones de Jem, con el aire más denso y menor gravedad que en la Tierra, la ecuación que determinaba la capacidad de elevación era categórica. Danny Dalehouse podía transportar lo que quisiera, sólo tenía que añadir más globos a su racimo. Charlie no tenía esa posibilidad. Podía cargar lo que su naturaleza le permitía, hasta un límite. Llevar cualquiera de los regalos de Dalehouse implicaba sacrificar lastre y, por tanto, movilidad. Cargarlos todos era imposible. Cuando Dalehouse le reprendió por darle la ballesta a otro miembro de la bandada —¡en un momento en que parecía haber ha'aye'i por todas partes!—, Charlie cantó apaciguándolo:
—¡Debo conservar el aparato que habla al aire! No puedo cargarlos a los dos, no puedo con ellos.
—¿De qué te va a servir la radio si te mata un ha'aye 'i? —Charlie ni siquiera pareció entender la pregunta. La bandada y él estaban cantando una especie de rapsodia sobre el aparato que habla al aire y cómo enriqueció su coro, así que Dalehouse renunció. El que Charlie dispusiera de una radio era una ventaja, pero no en todos los sentidos. Significaba que Dalehouse podía mantenerse en contacto con la bandada desde el suelo mientras ésta permaneciera en la línea de visión o cerca, un hecho que no le había pasado por alto al mayor Santangelo, el nuevo comandante del campamento. A Dalehouse le resultaba cada vez más difícil justificar sus escapadas al aire; y, a la vez, también le resultaba cada vez menos interesante permanecer en la base. Santangelo había impuesto su mando en seguida. Lo había demostrado al enviar a Harriet y Alex Woodring de expedición para intentar entrar en contacto con una remota tribu de excavadores, con la esperanza de que no estuviera corrompida por la relación con los Grasis.
El campamento era dirigido según normas militares cada vez más estrictas.
Dalehouse interrumpió el canto del grupo.
—Debo regresar. Hoy llegan cuatro bandadas más de nuestro pueblo y quiero estar presente cuando aparezcan.
—Iremos contigo, iremos contigo...
—No, no vendréis —los contradijo—. Hay demasiados ha'aye'i cerca del campamento. —Eso era verdad y, también, una consecuencia de los «regalos». Desde que los Viscosos habían descubierto que los globonoides utilizaban los «instrumentos científicos» de Santangelo para vigilar lo que pasaba en su campamento, habían empezado a abatir cuantos se acercaban a menos de un kilómetro. Así pues, los globonoides empezaban a disminuir en algunas zonas y los depredadores estaban cada vez más hambrientos—. Volad por los Valles Húmedos —les ordenó—. Comprobad si vuestro pueblo está bien por allí.
—¡No hace falta! —cantó Charlie—. Mira las alas de tu amigo Jay que viene de allí ahora mismo. —A lo lejos, el pequeño biplano de Cappy, que volvía de visitar el puesto avanzado apareció por la orilla y empezaba a trazar círculos para aterrizar.
—Entonces, adiós —cantó Dalehouse. Descargó hidrógeno con pericia hasta descender al nivel de los vientos que soplaban hacia tierra, que lo llevaron de vuelta al campamento.
Se estaba convirtiendo en un buen piloto de globos, y bajó sonriente sobre el proyecto preferido del comandante, una pequeña fortificación de barro levantada en la orilla, hasta dejarse caer a tierra en el primer acantilado. Recogió los globos deshinchados, se colgó el hatillo suelto al hombro y se encaminó alegremente al cobertizo del hidrógeno.
Hasta ahí llegó su alegría. La mitad del campamento estaba congregada alrededor de Kappelyushnikov y Santangelo, colina arriba. Jim Morrissey y otra media docena se acercaban a él, con los rostros sombríos. Dalehouse agarró el brazo de Morrissey cuando pasaba a su lado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Morrissey se detuvo.
—Problemas, Danny. Ha pasado algo en el puesto avanzado. Harriet, Woodring y Dugachenko... han desaparecido. Cappy dice que el campamento está destrozado y no hay rastro de ellos.
—¿De Harriet tampoco?
—De nadie, maldita sea. Lo que sí hay es sangre y huellas de krinpit por todas partes. Vamos, tenemos que ir al castillo Santangelo... por si nos invaden por mar, supongo. En todo caso, más vale que vayas allá arriba y veas cuáles son tus órdenes.
¡Órdenes! ¡Qué típico de un oficial del ejército reaccionar de forma exagerada y empezar a dar órdenes a diestro y siniestro! Dalehouse esperó a que pasaran y se dirigió con paso beligerante hacia el grupo reunido en torno a Santangelo y el piloto. Alguien estaba diciendo:
—... no sabía que hubiera krinpit en los Valles Húmedos.
—Si vivieras en Beverly Hills tampoco sabrías que había serpientes de cascabel en California, pero si pasearas por las colinas de Hollywood te despellejarían vivo. Ya basta de discutir —dijo el mayor—. Los que tenéis puestos de defensa asignados, ocupadlos. Durante las próximas veinte horas van a llegar cuatro naves. Sería el momento perfecto para que cualquiera nos pillara desprevenidos, y no lo vamos a permitir. ¡En marcha!
Dalehouse, al que no habían destinado a ningún puesto de guardia, no estaba especialmente inquieto porque se lo asignaran. Cuando el grupo se dispersó, se apresuró a alejarse con los demás, rodeó los límites del campamento y se dirigió a la choza de comunicaciones.
Dentro, el equipo de guardia a cargo de las comunicaciones estaba observando en pantalla un despliegue de símbolos móviles que se desplazaban continuamente sobre una rejilla verde de coordenadas: eran las cuatro naves de reaprovisionamiento que ya estaban en órbita alrededor de Jem, realizando las últimas correcciones de rumbo antes de descender a la superficie. Dalehouse había esperado que Kappelyushnikov apareciera por allí, y así lo hizo poco después.
—Ah, Danny —dijo con tono lúgubre—, tienes el don de encontrar siempre el sitio más adecuado para molestar. Espera mientras compruebo si el gilipollas del controlador de tráfico se ha equivocado y ha colocado por casualidad las naves en la órbita correcta. —Miró la pantalla, gruñó al equipo de guardia, se encogió de hombros y volvió a prestar atención a Dalehouse—. Está siguiendo un rumbo —le informó—, la cuestión es: ¿es el rumbo correcto? Ya lo averiguaremos. ¡Pobre Gasha!
—¿Estás seguro de que ha muerto?
—No he visto el corpus delicti, por tanto, no puedo asegurarlo, pero había mucha sangre, dos litros como mínimo.
—Pero no viste los cadáveres.
—No, Danny, no los vi. Vi la sangre. Vi las tiendas hechas jirones tan finos que parecían encajes venecianos, ropa tirada por todas partes, y también comida, la radio aplastada, pequeñas huellas de bichos rayadas allá donde mirara. No había cadáveres, de manera que grité un poco, escuché, miré entre los arbustos. Luego volví aquí. Pobre Gasha, por no mencionar al pobre Alexei y al pobre Gregor.
Danny negó con la cabeza en gesto de incredulidad.
—Los krinpit son unas bestias muy ruidosas. No entiendo cómo pudieron asaltar el campamento por sorpresa, y si no los sorprendieron deberían de haber sido capaces de cuidar de sí mismos. Santangelo les hizo llevar armas.
Kappelyushnikov se encogió de hombros.
—Si quieres, te llevo en el avión y estudias la escena del crimen en persona. Perdona, pero la primera nave está a punto de salir de órbita y debo asegurarme de que el controlador mantenga el nivel de precisión personal requerida.
La mitad del personal de la primera nave era un grupo de combate, un hecho que antes habría supuesto una sorpresa muy desagradable para Dalehouse, pero que ahora no se lo parecía tanto. Mientras todavía estaba en órbita, se había informado por radio de la situación al coronel vietnamita que estaba al mando, de manera que el pelotón formó fuera de la nave en cuanto desembarcaron y al instante sacaron las armas y corrieron a reforzar a los guardias del perímetro. En la segunda nave los militares también eran mayoría, pero entre ellos Dalehouse reconoció un rostro. Tardó un instante en establecer la relación, pero luego no le cupo duda: era la chica búlgara que había intercedido por él y Marge Menninger en Sofía. La llamó y la saludó agitando la mano; ella pareció sorprendida, luego sonrió, de manera muy atractiva, pensó Dalehouse, y le gritó un saludo. Hasta ahí pudieron llegar. A esas alturas, el nuevo coronel ya había hablado con el mayor Santangelo y el campamento entero fue movilizado. El vietnamita —se llamaba Tree— requisó a Kappelyushnikov y al avión. Pasaron más de dos horas sobrevolando el campamento en círculos cada vez más amplios, primero a mucha altitud, luego casi rozando las copas de los árboles. Antes de volar había ordenado desmontar todas las tiendas. Cuando aterrizó el tercer cohete, volvían a estar montadas, ahora en hileras de a seis, en cuatro filas paralelas, en lo que se había convertido en la calle de una compañía militar. En cada esquina del campamento se excavaron zanjas, y de la tercera nave salieron ametralladoras y lanzallamas que se situaron en ellas. Los escasos no especialistas sin rango militar a los que no habían destinado a descargar, organizar las tiendas o excavar zanjas se encargaban de clavar estacas de acero en el suelo diez metros más allá de los límites del campamento. Entre el cargamento de la tercera nave había dos inmensas bobinas de alambre de púas que, cuando el último vehículo interestelar empezó a descender, ya había sido tendido a lo largo de las estacas.
Por una vez, cuando la cuarta nave se hizo visible muy por encima del lejano horizonte del lago—océano, los cielos de Jem se volvieron casi claros. Primero hubo un gran estallido de intensa luz, como la de un meteorito, a medida que los escudos de entrada ablativos absorbían lo peor de la energía excedente y la despedían en fragmentos incandescentes. Luego la propia nave quedó a la vista, descendiendo por un instante en caída libre. Una rápida llamarada del reactor realizó una corrección del rumbo. Al instante el disparador del paracaídas se liberó, tirando de los tres paracaídas principales tras él. La nave pareció quedar suspendida y casi inmóvil en el aire rojizo; pero lenta, muy lentamente, se fue haciendo más voluminosa hasta situarse casi encima de sus cabezas, a doscientos metros de altura. Soltaron los paracaídas y bajó sobre sus cegadores y ensordecedores cohetes hasta la playa.
Dalehouse hizo recuento y comprobó que había presenciado cinco de esos aterrizajes, sin contar el que él mismo había vivido. Observándolos, todos resultaban casi milagrosos y diferentes entre sí. Incluso las naves eran distintas. De las cuatro nuevas, sólo una tenía la forma alargada y plateada de la suya. Las otras tres eran conos dobles achaparrados que, al asentarse sobre las plataformas de aterrizaje medían tan sólo diez metros entre la punta y la parte inferior redondeada, aunque alcanzaban casi los veinte de ancho en el punto más amplio.
La primera persona que salió de la nave fue Marge Menninger.
No era ninguna sorpresa. Lo sorprendente era que no hubiera venido antes. Dalehouse se dio cuenta de que había estado esperando verla aparecer de cada nave que aterrizaba. Parecía cansada, desarreglada y agobiada, y obviamente había estado durmiendo con su uniforme de trabajo verde oliva durante toda la semana de la fase de tránsito. Aun así, a Dalehouse también le parecía que su aspecto era más que aceptable. Los miembros femeninos del grupo del Bloque de Alimentos no habían sido elegidos por su atractivo sexual. Aparte de algún raro y ocasional achuchón con alguien que no le atraía demasiado —impulsado unas veces porque hacía que uno de los globonoides liberara unas gotas de su zumo de la alegría, y otras sólo por aburrimiento—, la vida sexual de Dalehouse había sido escasa, triste y aburrida. Margie le hizo recordar tiempos mejores.
Margie también había progresado desde los tiempos de Sofía; las insignias de las solapas del cuello ya no eran las barras de capitán sino las águilas de coronel, y al hacerse a un lado para dejar desembarcar al resto de las tropas, el coronel Tree y el mayor Santangelo empezaron a darle informes rápidamente. Ella los escuchaba con atención, mientras sus ojos hacían inventario del campamento, del perímetro de defensa y del progreso del desembarco. Luego empezó a hablar con frases rápidas y cortas. Dalehouse no estaba lo bastante cerca para poder oír sus palabras, pero no cabía duda de que eran órdenes. Tree discutió algo. Con buen talante, Margie le puso el brazo alrededor del hombro mientras le respondía, y cuando el vietnamita se alejaba con cara de pocos amigos para hacer lo que le había ordenado, le dio unas palmadas en el trasero. Sin interrumpir la conversación, Santangelo y ella se dirigieron hacia el centro de mando. Dalehouse empezó a replantearse sus ideas sobre lo que podía esperar de su reencuentro con Margie Menninger.
Cuando se aproximaban al lugar donde se encontraba, ella lo vio y extendió los brazos:
—¡Eh, Dan! ¡Encantada de verte! —Lo besó con entusiasmo—. Tienes un aspecto estupendo o, como mínimo, todo lo estupendo que se puede tener con esta luz.
—Tú también —dijo él—. Mi enhorabuena.
—¿Por qué, por estar aquí? Ah, te refieres a las águilas. Bueno, tuvieron que dármelas para poder manejar a Guy Tree. Dimitrova debe de andar por ahí, ¿la has visto? Bien, si pudiéramos conseguir que el paqui nos hiciera una visita podríamos pasar un buen rato hablando de los viejos tiempos en la cárcel búlgara.
—Coronel Menninger...
—Muy bien, mayor, ya voy. No te preocupes, Dan. Tenemos mucho de que hablar.
Se quedó mirándola. En los viejos tiempos del Rotsy en la facultad, antes de que la abandonara cuando se hizo evidente que nadie tendría que volver a luchar nunca más en una guerra, los coroneles le habían parecido muy distintos. No se trataba de que ella fuera mujer y, además, una mujer bonita y joven. Los coroneles habían parecido tener algo más en la cabeza de lo que tenía Margie Menninger, sobre todo los que heredaban una situación como la de aquel momento, en la que habían estado muy cerca de pulsar el botón del pánico.
Un hombre fornido con uniforme de sargento le estaba hablando.
—¿Es usted el doctor Dalehouse? Tiene correo en la biblioteca.
—Oh, claro. Gracias. —Dalehouse tomó nota del hecho de que la expresión del sargento era a la vez sorprendida y un poco divertida, pero comprendió ambas reacciones.
—No está mal, la coronel —dijo con benevolencia. No esperó a que le respondiera.
La mayoría del «correo» era de la Universidad de Michigan y el Doble—A—L, pero una de las cartas fue una sorpresa. ¡De Polly! Le quedaba tan lejos y hacía tanto tiempo de aquello que Dalehouse casi había olvidado que había estado casado. No se le ocurría ninguna razón para que le escribiera. Casi todos los miembros de los dos primeros grupos habían recibido también correo, y los textos que habían leído en los visores eran deprimentes. Dalehouse se metió las fichas en el bolsillo y se dirigió al almacén privado de artículos útiles que tenía Kappelyushnikov en la cabaña de hidrógeno. El piloto hacía tiempo que había gorroneado cuanto había considerado esencial para vivir bien en Jem, y entre esos objetos estaba su propio lector de microfichas. Con curiosidad, Dalehouse colocó en su sitio la carta de su ex esposa.
Querido Daniel:
No sé si estás al corriente de que el abuelo Medway murió el verano pasado. Cuando se legalizó el testamento resultó que nos había legado la casa de Grand Haven a los dos. Supongo que no se preocupó de cambiar el testamento tras nuestro divorcio.
No es que valga mucho, pero sí tiene algo de valor. El abogado dice que está tasada en 43.500 dólares. Todo esto me resulta un poco incómodo. Tengo la sensación de que vas a decir que renuncias a tu parte. Bien, si es eso lo que quieres, te agradecería que firmaras un acta de cesión a mi favor y que la legalice un notario, ¿hay algún notario ahí? Si no, ¿me dirás qué quieres hacer?
Pese a todo, estamos bien, Daniel. Detroit sufrió otro apagón la semana pasada, los disturbios y saqueos fueron bastante graves y va a ser difícil hacer frente a los nuevos impuestos especiales de emergencia, por no mencionar los días sin calefacción, la suspensión de la televisión durante el día y las terribles noticias sobre la política internacional. La mayoría cree que todo se debe a lo que está pasando en el planeta en el que estás..., pero no es culpa tuya, ¿verdad que no? Te recuerdo con mucho afecto, Daniel, y espero que tú a mí también.
PAULINE
Sentado en el borde del catre de Kappelyushnikov, Dalehouse depositó el lector en el suelo con expresión pensativa. La casa de Grand Haven. En realidad no era más que un bungalow, con al menos cincuenta años de antigüedad y sólo parcialmente actualizado, pero Polly y él habían pasado allí la luna de miel, en un enero nevado, con un viento que soplaba día y noche desde el Lago Michigan sobre el acantilado. Claro que se podía quedar con la casa. Probablemente alguien del campamento podría legalizar una declaración de renuncia, dotarla, al menos, de los visos de legalidad para satisfacer a algún tribunal suplente del interior del país.
Se desperezó sobre el catre, pensando en su ex esposa y en la carta. Las noticias que llegaban de la Tierra no habían parecido ni muy interesantes ni muy relevantes, y Dalehouse se había pasado mucho más tiempo pensando en los globonoides y las complicaciones de la vida en Jem que en los breves párrafos que leía en el muro de noticias del campamento. Sin embargo, Polly había hecho que todo sonara grave. ¡Disturbios, saqueos, apagones, días sin calefacción! Decidió que hablaría con alguno de los recién llegados en cuanto dejaran de ir arriba y abajo y se instalaran. Con aquella chica búlgara, por ejemplo. Podía informarle sobre lo que estaba sucediendo en realidad en casa y, además, era una persona muy agradable. Se tumbó medio adormecido intentando decidir si era mejor hablar con ella en ese mismo momento o seguir disfrutando del espacio privado de Kappelyushnikov para pensar en sus cosas.
La decisión no la tomó él.
—Hola, doctor Dalehouse —lo saludó la voz de Ana Dimitrova—. El señor Kappelyushnikov me dijo que estaría aquí, aunque debo confesar que no estaba segura de que lo dijera en serio.
Dalehouse abrió los ojos y se incorporó mientras Cappy y la chica se agachaban para pasar por la entrada de la cabaña. La expresión del piloto evidenciaba que, pese a lo que le hubiera dicho a la traductora, esperaba no encontrar a nadie dentro, pero se recuperó de la decepción y dijo:
—Ah, Anyushka, debes aprender a confiar en mí. Aquí tienes una vieja amiga que viene a verte, Danny.
Dálehouse aceptó el apretón de manos formal que ella le ofreció. Tenía una bonita sonrisa, observó. Es más, si no hubiera llevado el pelo recatadamente recogido atrás y no evitara el maquillaje, habría sido bastante atractiva.
—Esperaba tener la oportunidad de hablar con usted, señorita Dimitrova.
—Ana, por favor. Unos antiguos compañeros de celda no deben ser tan formales.
—Pensándolo bien —intervino el piloto—, no debemos imponer nuestra presencia al querido Danny, que sin duda tiene hambre y debe ir inmediatamente al comedor o correrá el peligro de perderse una excelente comida de carne de perro con babas.
—Buen intento, Cappy —admitió Dalehouse—, pero no, no tengo hambre. ¿Cómo van las cosas por la Tierra, Ana? Acabo de oír algunas noticias poco tranquilizadoras.
La expresión de Ana se ensombreció.
—Si las noticias que ha oído eran de violencia y desastres, entonces sí, así es como están las cosas. Antes de que saliéramos los noticiarios de la televisión informaban de que se iba a imponer la ley marcial en Los Ángeles y también en varias ciudades de Europa. Un buque de la marina australiana se hundió cerca de la costa de Perú.
—Santo Dios.
—Oh, y hay mucho más, doctor Dalehouse..., Dan. Os hemos traído todos los periódicos recientes, así como cintas con los programas de televisión... es una biblioteca bastante amplia, según tengo entendido. Creo que son más de veinte mil libros en microfichas, traídas cumpliendo órdenes expresas de la coronel Menninger.
—¿Veinte mil libros? —Dalehouse negó con la cabeza—. Nunca la había tenido por una gran lectora.
Ana sonrió y se sentó en el suelo delante de él cruzando las piernas.
—Por favor, pongámonos cómodos. A mí también me asombra a veces la coronel Menninger. —Vaciló un momento y añadió—: Sin embargo, no siempre te puedes fiar de ella. Durante mucho tiempo esperé poder consultar con mi gobierno antes de venir, como ella me había prometido, pero no pude. A ninguno de nosotros se nos permitió abandonar el campamento hasta que nos llevaron en avión hasta la pista de lanzamiento. Tal vez no quería arriesgarse a exponernos a la inestable situación que nos habríamos encontrado.
—¿Tan mal están las cosas?
—Peor —gruñó Kappelyushnikov—. ¿Ves, Danny? Deberíamos sentirnos agradecidos por estar aquí, en un planeta seguro con las comodidades de un paraíso tropical como Jem, en el que sólo muy de vez en cuando un grupo aislado es aniquilado por cucarachas gigantes.
—Esa es otra —dijo Danny—, Marge Menninger no parece particularmente preocupada por la crisis de ayer.
—No hay motivos para preocuparse, querido Danny. El pequeño coronel vietnamita y yo hemos registrado minuciosamente cada centímetro en diez kilómetros a la redonda en todas direcciones, utilizando magnetómetro y escáners de infrarrojos, además de expertos ojos de piloto. No hay ningún objeto metálico mayor que una cesta de pan cerca, te lo aseguro, y tan sólo tres o cuatro criaturas mayores que una rata—cangrejo, así que duerme tranquilo esta noche. En tu propia cama —añadió con mordacidad, y no le hizo falta decir «y pronto».
Ana fue más rápida que él.
—Ése es un buen consejo, Cappy —dijo levantándose—, creo que yo misma lo seguiré.
—Te acompaño —tronó Kappelyushnikov—. No, no te molestes, Danny, ya veo que estás muy cansado.
Ana suspiró.
—Gospodin Kappelyushnikov —lo reprendió—, aparte del hecho de que estoy cansada y bastante desorientada por todas estas nuevas experiencias, tú y yo apenas nos conocemos. Espero que seamos amigos. Por favor, no me lo pongas difícil comportándote como un cosaco con una doncella campesina.
Primero Cappy pareció avergonzado, luego irritado, y al momento sonrió.
—Anyushka, eres una encantadora chica eslava. Sí, seremos amigos en seguida. Más adelante, tal vez algo más..., pero —añadió a la ligera—, sólo al apropiado estilo soviético, nada de caricias prematuras, ¿vale? Bien, ahora paseemos los tres por las agradables tinieblas jemianas hasta tu tienda.
Ana se rio y le dio una palmada en el hombro.
—¡Oso ruso! Vamos, entonces. —Ella salió primero y se detuvo un instante, contemplando el campamento cada vez más silencioso. Los focos que señalaban el «día» oficial ya estaban apagados, pero Kung se divisaba claro y rojizo en el cielo sobre sus cabezas—. No sé si podré acostumbrarme a un mundo donde nunca es de noche —se quejó.
—Es un grave inconveniente para ciertas actividades, en efecto —coincidió Kappelyushnikov. Subieron el acantilado y caminaron por él hacia la zona de tiendas de mujeres. Al borde de la sección, rodeada por una línea de cantos rodados en lugar de césped, había una tienda más grande que las otras. Delante ya habían colocado una piedra plana en la que con una plantilla se había escrito: Col. M. Menninger, Mando.
Margie se está poniendo cómoda —comentó Dalehouse. —Es un privilegio del rango —dijo Kappelyushnikov, pero estaba mirando a la playa, a las cuatro nuevas naves, una alta y delgada y las otras tres achaparradas, que descansaban sobre sus plataformas de aterrizaje.
—Es raro, ¿no? —dijo Dalehouse—. Esas tres no se parecen a las demás.
Cappy lo miró.
—Sí que eres observador, Danny —dijo en un tono extraño.
Muy bien, Cappy. ¿Cuál es el secreto?
—¿Secreto? Aun simple piloto no le cuentan secretos, pero tengo ojos y puedo hacer conjeturas.
—Vamos, Cappy. Tarde o temprano nos vas a contar tu conjetura, ¿por qué no lo haces ahora?
—Dos hipótesis, no una —le corrigió—. Primero, fíjate en la forma de las tres naves espaciales nuevas. Imagínatelas partidas por la mitad, formando dos pequeños conos independientes. A continuación imagínate a los seis conos resultantes colocados sobre sus bases alrededor del perímetro del campamento e intenta visualizar que esas largas y estrechas portillas totalmente innecesarias para la navegación por el espacio se abren. ¿Qué tenemos?
—Unos conos boca abajo con portillas largas y estrechas —aventuró Dalehouse.
—Sí, exacto. Sólo que cuando se instalan en un perímetro defensivo les damos otro nombre. Las llamamos «emplazamientos de ametralladoras». —Suspiró—. Creo que estamos ante un nuevo triunfo del diseño de la ingeniería multiuso, y no es casual que sea así.
—Resulta muy difícil de creer —objetó Ana—. Al fin y al cabo, somos un grupo de exploración pacífica, ¡no un ejército de invasión!
—Sí, eso también es exacto. Debe de ser una pura coincidencia que tantos miembros de un grupo de exploración pacífica sean también soldados.
Dalehouse y la chica se quedaron en silencio, estudiando las naves espaciales.
—Me gustaría no creerte —dijo Ana por fin—, pero tal vez...
—¡Espera un momento! —la interrumpió Dalehouse—. Esas tres naves..., ¡ninguna tiene etapa de regreso! ¡Por eso son tan bajas!
Kappelyushnikov asintió.
—Ésa es la segunda conjetura —añadió cansino—, sólo que no es una conjetura. Una biblioteca de veinte mil libros no es una lectura ligera para un fin de semana. Las naves espaciales que se separan para reconvertirse en fortificaciones no sirven para un viaje de ida y vuelta. Las naves no habilitadas con cápsula de retorno no son un accidente. La suma es evidente. Alguien ha pensado que muchos de nosotros no volveremos jamás a nuestro viejo y querido planeta Tierra.
Para Delahouse, poder subir al cielo jemiano al día siguiente fue una victoria, pero no sabía cuántas victorias más de ese tipo podría disfrutar. El día había comenzado de manera poco prometedora. En cuanto se encendieron las luces «matinales», había encontrado un breve memorándum en el banco de la parte interior de la puerta de la tienda que le informaba de que, desde las 8.00 horas del día estándar, debía considerarse bajo disciplina militar con el rango asimilado de capitán. De camino al desayuno se había cruzado con un ordenanza que llevaba dos bandejas cubiertas a la tienda de Margie. ¡Un ordenanza! Ni siquiera la difunta Harriet Santori había llegado tan lejos. Y de vuelta, al pasar de nuevo por delante de la tienda, había visto salir al coronel vietnamita.
No era asunto suyo a quién metiera Marge Menninger en su cama, y todo este pueril alboroto militarista no tenía nada que ver con sus objetivos en Jem. Pese a todo, lo cierto era que ese día Dalehouse no estaba disfrutando de su vuelo tanto como solía.
Para empezar, Charlie y su bandada no estaban a la vista..., en parte porque el mayor Santangelo se había empeñado en que sobrevolaran otras zonas de Jem para que les trajeran información pero, sobre todo, porque el propio Dalehouse era reacio a que estuvieran por allí, con tantos ha'aye'i agazapados en las nubes para abalanzarse sobre ellos. Había insistido en que permanecieran, al menos, a dos kilómetros del campamento Grasi; tal vez a esa distancia estarían a salvo. Mientras tanto, Dalehouse llevaba consigo la carabina ligera y esperaba cobrarse como mínimo un par de ha'aye'i antes de que Charlie volviera. En el campamento ya había un globonoide, medio mascota y medio convaleciente, esperando que la bolsa de gas desgarrada por un ha'aye'i se suturara lo bastante para poder volver a volar. Dalehouse no quería que Charlie acabara haciéndole compañía.
En un intento de parecer apetitoso, se deslizó por debajo un cúmulo—humilis. Era el tipo de nube que los tiburones del aire escogían para esconderse. Si había alguno allí, en ese momento no tenía hambre.
Soltó gas y se dejó caer alejándose de la nube cuando una corriente ascendente de aire empezaba a absorberlo hacia ella; si había algún ha'aye'i, prefería encontrárselo en el aire despejado, y no donde pudiera echársele encima antes de poder dispararle. Una corriente de vuelta lo empujó hacia el campamento y contempló, desde medio kilómetro de altura, la ajetreada escena. Unas veinte personas seguían descargando las nuevas naves. Otros limpiaban los alrededores de arbustos y árboles para ampliar el perímetro de la base y, más allá, hacia las colinas, en un prado natural de enredaderas espinosas, un diminuto tractor abría surcos. ¡Eso era nuevo! El tractor debió de salir de una de las naves, y los surcos eran la señal inequívoca de que alguien planeaba cultivar.
Era una decisión más que razonable, incluso una buena noticia; sin duda, podrían comer verdura fresca, y si los Grasis habían sido capaces, también lo serían los Gordos. Aun así, había algo en todo aquello que le inquietaba, algo que no acababa de definir, ¿tendría que ver con el hecho de utilizar soldados para cultivar? ¿Trabajos forzados en el campo?
Desechó la idea; estaba bajando demasiado.
Soltó un poco de lastre y el agua cayó sobre la tierra recién arada como una cortina de lluvia de juguete. Le rondaba la memoria algo que empezaba a resultarle molesto. Por alguna razón, le hacía recordar a su profesor de antropología de la facultad, un hombre amable y poco exigente que se parecía mucho a Alex Woodring...
A Alex Woodring, que ahora estaba muerto junto con Gasha y el cabo búlgaro que no había llegado a conocer bien.
Todos sus pensamientos resultaban deprimentes esa mañana. Sus reservas de hidrógeno y lastre estaban bajas, y evidentemente los ha'aye'i habían aprendido a distinguir entre un globonoide y un ser humano meciéndose bajo un racimo de bolsas atadas como una red. Ese día no se iban a dejar engañar. Con reticencias, giró sobre la playa, soltó gas y se dejó caer sobre los guijarros de arena.
Cuando hubo recogido y almacenado los globos deshinchados, vio que Margie Menninger se acercaba, acompañada de la sargento que era su ordenanza.
—Bonito vuelo, Danny —dijo—. Parece divertido. ¿Me llevarás algún día ahí arriba?
El la miró inmóvil por un instante. Seguía pareciendo muy atractiva, incluso bajo la luz pardusca de Kung, que le oscurecía los labios y ocultaba el dorado de su cabello. Llevaba un uniforme nuevo, muy ceñido, y el peinado corto le favorecía mucho cuando se movía.
—Cuando quieras, Marge. ¿O debo decir «coronel»? Se rio.
—Todos los nuevos oficiales sois iguales, tan preocupados por el rango. Ahora no estamos de servicio, Danny, así que soy Marge. Ya aprenderás.
—No estoy muy seguro de que quiera aprender a ser soldado.
—Oh, ya le cogerás el truco —le aseguró—. Tinka, toma nota. Vamos a dar un paseo, ¿te parece?
La sargento se les adelantó y se dirigió corriendo al vallado de alambre de púas. Los soldados que estaban en el foso de la esquina apartaron una sección de la alambrada para que los tres pudieran pasar; el sargento al mando del puesto saludó sin energía a Margie, que asintió complacida.
—Si alguien nadara en estas aguas —dijo—, ¿acabaría devorado por algo?
—Que sepamos, hasta ahora no. Nosotros lo hacemos a todas horas.
—Parece bastante tentador. ¿Quieres acompañarme? Dalehouse sacudió la cabeza, no para negar sino como gesto de sorpresa.
—Margie, eres especial. Creía que los coroneles tenían que estar ocupados siempre, sobre todo si pensaban que sus tropas necesitaban guardia armada y vallas de alambre de púas día y noche.
—Querido Danny —dijo ella de buen humor—, no hace mucho que soy coronel, pero he enseñado la teoría a un par de miles de novatos en Point. Creo que tengo un conocimiento bastante bueno de los principios básicos. Un coronel no tiene que hacer mucho, sólo encargarse de que los demás lo hagan todo, y esta mañana ya he dedicado a esa tarea cuatro preciosas horas de duro trabajo.
—Sí, ya vi salir de tu tienda al coronel Tree.
Ella lo miró pensativamente. No replicó nada y recuperó el hilo de lo que estaba diciendo:
—Por lo que se refiere a tu segundo comentario, la vigilancia del perímetro es simplemente un procedimiento operativo estándar a partir de ahora, pero hay patrullas en los bosques, reconocimiento aéreo cada hora y, además, Tinka es una experta muy capacitada en el uso de todo tipo de armas de mano. Me parece que no correrás peligro alguno.
—No estaba preocupado por mi seguridad personal.
—No, no lo estabas. Lo que te preocupaban eran las tropas a mi mando y en su nombre te agradezco la preocupación. —Sonrió y le palmeó el brazo—. Espera un momento. —Extrajo una cajetilla de cigarrillos del bolsillo, se acurrucó tras él para protegerse del viento y encendió uno con habilidad. Inhaló profundamente y extendió la mano, pasándole el canuto. Cuando exhaló, llamó a la sargento:
—¡Tinka!
—Mi coronel.
—Cuando limpie la próxima remesa de maría, guarde las semillas. Veremos si podemos cultivar aquí estas pequeñas cabronas.
—Sí, mi coronel.
Danny dio una larga calada, empezando a relajarse. En el peor de los casos, estar con Margie Menninger nunca era aburrido. Mientras exhalaba despacio la miró de arriba abajo con admiración. Ya se había acostumbrado al calor, a la baja gravedad que tanto desconcertaba al principio, al aire denso que había molestado a todos los demás durante semanas. Era una mujer muy especial.
Cuando hubieron acabado de pasarse el porro el uno al otro ya estaban fuera del alcance de la vista de la guardia del perímetro, donde la playa se ensanchaba bajo un alto y despojado acantilado. Margie se detuvo y miró a su alrededor.
—Parece un sitio tan bueno como cualquier otro —comentó—. Tinka, ocupe su puesto.
—Sí, mi coronel. —La sargento ascendió con agilidad por la pared del acantilado hasta arriba del todo y Margie se quitó el uniforme. No llevaba nada debajo.
—Si te quieres bañar, ven. Si no, quédate y ayuda a Tinka a vigilar. —Y se zambulló en el agua.
Fuera por la maría, por la compañía o por lo que fuese, lo cierto es que Dalehouse se sentía mejor que el resto del día. Se rio en voz alta, se quitó la ropa y se unió a Margie.
Diez minutos después, ambos estaban de vuelta sobre la playa, incómodamente tumbados sobre sus ropas, esperando a secarse.
—Uf—dijo Margie—, si alguna vez puedo prescindir de gente para formar un destacamento de castigo, me encargaré de que quiten estas piedras de la arena.
—Te acabas acostumbrando.
—Sólo si no tienes más remedio, Danny. Voy a hacer de esto un buen campamento, si puedo..., un lugar como es debido. Por ejemplo, ¿sabes qué vamos a hacer esta noche?
Giró la cabeza para mirarla.
—¿Qué?
—El primer baile oficial del campamento jemiano del Bloque de Exportación de Alimentos.
—¿Un baile?
Sonrió.
—¿Ves lo que pretendo? A esos cazurros que dirigían este campamento hasta ahora ni se les pasó por la cabeza, pero no tiene nada de especial: extiendes unas mantas sobre la arena, pones unas cintas en el reproductor y ya está. Fiesta especial del sábado noche: lo mejor que hay en el mundo para levantar la moral.
—Probablemente seas el mejor coronel del ejército de Estados Unidos para divertirse —comentó Dalehouse.
—Y para todo lo demás que implica ser coronel también, Danny. No lo olvides.
—Bien, no lo haré, Margie. Y lo creo, sólo que resulta un poco difícil tenerlo en cuenta en las, eh..., en las presentes circunstancias.
—Bueno, me pondré la ropa si eso te ayuda a concentrarte.
No he venido aquí sólo para jugar y divertirme. Quería hablar contigo.
—¿De qué?
—De todo lo que quieras contarme: cómo crees que van las cosas, qué no se está haciendo que debería hacerse, qué has aprendido al estar aquí que yo no sepa todavía...
Dalehouse se incorporó apoyándose en un codo para mirarla. Ella le devolvió la mirada con serenidad, rascándose el abdomen desnudo justo encima del vello púbico.
—Bueno —dijo—, supongo que has visto todos los informes sobre los contactos establecidos con las criaturas autóctonas.
—Los he memorizado, Danny. Incluso he visto algunos de los ejemplares en Detrick, pero no estaban en muy buenas condiciones, sobre todo el reptador.
—¿El excavador? No hemos tenido mucha suerte con ellos.
—La hemos cagado, diría yo.
—Bueno, sí, es así, pero sí conseguimos unos diez ejemplares, dos de ellos vivos. Morrissey tiene un informe completo que todavía no ha transmitido. Dice que son agricultores, agricultores subterráneos, lo que es una idea muy interesante. Plantan ciertos tipos de tubérculos en los techos de sus túneles. Morrissey pensaba hablar con el experto que se supone venía con vosotros..., no sé cómo se llama.
—¿Sondra Leckler? No ha venido, Danny. La taché de la lista.
—¿Por qué?
—Razones políticas. Es canadiense. —Lo miró pensativamente—. ¿Ese dato te dice algo?
—Nada en absoluto.
—No, claro, eso pensaba. Canadá votó a favor de la extensión a mil kilómetros de las aguas territoriales propuesta por Perú en la ONU. Eso es tontear públicamente con los Poblas, y todos saben que Canadá siente una predilección especial por los Grasis debido a sus malditas arenas bituminosas de Athabasca. En este momento, los canadienses son políticamente poco fiables. Había cuatro canadienses asignados para este viaje y me los cepillé a todos.
—Eso suena bastante paranoico —comentó Danny.
—No, realista. No tengo tiempo para enseñarte lo dura que es la vida, Danny. ¿Qué más me cuentas? Y no me refiero a los excavadores.
La miró pensativamente. Estaba tumbada boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, cómoda en su desnudez mientras entrecerraba los ojos hacia el resplandor rojizo de Kung. Para ser un chica un poco rechoncha, su cintura se curvaba bellamente en las caderas y sus pechos eran redondeados incluso tumbada sobre la espalda. Sin embargo, bajo aquel cabello rubio había un cerebro que Dalehouse no entendía del todo.
Se recostó y dijo:
—Bueno, están los globonoides. Es la especie que más conozco. Nuestra bandada habitual ha ido al polo de calor, pero hay otra sobre el agua. Son una especie territorial, pero...
—Estuviste en el campamento Grasi hace tiempo, ¿no?
—Sí. Cuando todavía manteníamos una relación lo bastante amistosa para hacernos visitas. ¿Es de eso de lo que quieres que te hable?
—Entre otras cosas.
—Muy bien. Disponen de un montón de material del que nosotros carecemos, Margie. —Le describió la máquina que fabricaba ladrillos, el generador de plasma, la granja, el aire acondicionado, el hielo.
—Suena bastante bien —comentó—. Nosotros también tendremos todo eso, Danny, te lo prometo. ¿Viste un avión y cuatro planeadores?
—No. Había una pista de aterrizaje..., Cappy lo comentó; si sólo disponían de un helicóptero, la pista carecía de sentido, pero no tenían ningún avión por entonces.
—Ahora sí. Pensaba que os habían colado un refuerzo que no visteis. ¿Sabías lo de la base en la Cara Oculta?
—¿La Cara Oculta? ¿Te refieres a la mitad oscura de Jem? ¿Qué demonios iba a buscar alguien allí?
—Eso es lo que tengo que averiguar. El caso es que tienen una base. ¿Por qué crees que permanecí cuatro vueltas más en órbita antes de descender? Me aseguré de trazar un mapa fotográfico e inspeccionar con radar todo lo que pude; conozco todos los satélites que hay alrededor de Jem, conozco todos los puntos de la superficie en los que se está utilizando energía, y no me gusta todo lo que he descubierto. La base de la Cara Oculta fue una auténtica sorpresa. ¿Viste algún niño en el campamento Grasi?
—¡Niños! Vaya, ¡no! ¿Por qué iban a...?
—Bien, creo que están instalando familias enteras en el planeta, Danny, lo que parece indicar que están pensando en algo más que en una expedición de exploración.
—¿Y cómo pudiste averiguar que tenían niños desde el espacio?
—De ningún modo, Danny. No he dicho que el reconocimiento orbital fuera el único medio de información que tengo sobre lo que está sucediendo en el campamento Grasi. Y otra cosa; no, dos. ¿Tienen un campo de béisbol?
—¿Béisbol? —Ahora se había incorporado y la miraba fijamente—. ¿Qué iban a hacer ellos con un campo de béisbol? De cricket, quizá, y sin duda de fútbol, pero...
—Es una suerte —dijo sin más explicación—. Última pregunta: ¿no tropezarías por casualidad con un tipo llamado Tamil?
—Me parece que no. —Dalehouse intentó recordar—. Espera un momento. ¿Un tipo bajo con la cabeza afeitada que juega al ajedrez?
—No lo sé. Es indonesio.
—Bueno, no estoy seguro, pero creo que había un petroquímico que se llamaba algo parecido. No hablé con él. No creo que hablara inglés.
—Es una pena. —Margie caviló un instante y luego se sentó poniéndose la mano sobre los ojos a modo de visera—. ¿Son esos que están ahí tus globonoides?
Cuando Dalehouse se volvió para mirar, Margie se levantó y dio unos pasos hacia la orilla. Danny no se fijó en el cielo, sino en ella. El pintor Hogarth había dicho que la línea más bella de la naturaleza era la curva de la espalda de una mujer, y Margie, cuya silueta se recortaba contra el cielo rojizo, era una hermosa figura de mujer. Con buen humor, Dalehouse se dio cuenta por los tirones que sentía en la ingle de que su interés estaba empezando a hacerse visible, pero sólo empezando. El estímulo era ese hermoso y recordado trasero; el inhibidor eran las cosas que decía. Tendría que dedicar un tiempo a pensar qué sentía en realidad por Margie Menninger.
Entonces elevó la mirada más allá de ella y se olvidó de los tirones de la ingle.
—¡Ahí arriba hay ha'aye'i! —exclamó con furia.
—¿Qué es eso?
—Son depredadores. Esa no es nuestra bandada habitual, sólo se ha acercado, probablemente atraída por las luces. ¡Esas nubes están llenas de ha'aye'i! —La bandada estaba a sólo unos cientos de metros de distancia, lo bastante cerca para que pudieran oírla, y cantaba muy alto. Más lejos, por encima de ellos, tres figuras más delgadas se disponían a abalanzarse sobre el enjambre.
—¿Eso es un como se llame? ¡Dios mío! ¿Lo de allí? Mira esa madre —gritó Marge cuando el primero de los tiburones del aire desgarraba con habilidad la bolsa de una enorme hembra, se deslizaba adelantándola, giraba y daba marcha atrás. Volvió diez metros más abajo para agarrar a la globonoide deshinchada cuando ya caía, emitiendo un ronco canto de muerte—. ¡Lo que acaba de hacer esa cosa es un jodido Immelmann! ¡Nadie lo había hecho desde la primera guerra mundial!
—¡Esto no es una actuación teatral, maldita sea! ¡Están muriendo! —Dos depredadores más habían atacado y otros tantos globonoides cayeron, playa abajo. Como mínimo no se trataba de la bandada de Charlie. Ninguna de las víctimas eran amigos suyos—. ¿Ves esa sustancia que sale de la hembra? —preguntó—. Esas cosas largas que parecen seda de telaraña son los huevos. Flotarán en el aire para siempre, pero no serán fertilizados porque ninguno de los machos ha...
—¡Que le den por culo a los huevos, colega, yo voy con el tiburón! ¡Qué espléndida máquina de matar! Mierda, Danny, ya veo por qué todo va tan mal por aquí. Habéis elegido a los aliados equivocados. ¡Debemos formar equipo con los tiburones!
Dalehouse estaba escandalizado.
—¡Son animales! ¡Ni siquiera son inteligentes!
—Quédate tú con los catedráticos —dijo—, que yo me quedaré con los cerebros de mosquito. ¿Cuánta inteligencia crees que necesitas para luchar?
—Los globonoides son nuestros amigos. Hemos conseguido que desempeñen labores de vigilancia para nosotros. Los ha'aye'i nunca lo harían. ¿Y ahora quieres que nos unamos a sus enemigos naturales?
—Bien, entiendo que pueda haber problemas. —Miró con melancolía a los ha'aye'i, que habían arrancado la bolsa, que no era comestible, y estaban dándose un festín con las partes blandas de su presa todavía viva—. Qué pena —dijo tomándolo con filosofía. Retrocedió hacia Danny sin dejar de contemplar el espectáculo y lo tomó de la mano—. ¿Estás totalmente seguro? ¿No hay manera de convencer a nuestras baratijas voladoras para que se lleven bien con los tiburones?
—¡De ninguna manera! Ni siquiera sería posible en el remoto caso de que de algún modo fueras capaz de conseguir comunicarte con los ha'aye'i y explicarles lo que quieres. Ni siquiera cantan, y ése es el único sentido de la vida para los globonoides. Nunca tratarían con criaturas que no cantaran.
—Ah. —Margie lo miró pensativa. Entonces le soltó la mano y volvió a sentarse, se echó hacia atrás apoyándose en los brazos y levantó la mirada hacia él—. Dime, Danny, ¿te gustaría hacerme cantar?
Él la miró fijamente. Vaya, ¡contemplar la masacre la había excitado!
Danny miró hacia la cima del acantilado, donde la nuca de la ordenanza permanecía inmóvil pero a la vista.
—Quizá sería mejor que volviéramos —dijo.
—¿Qué pasa, cariño? ¿No te gusta tener público? Tinka no nos molestará.
—Ella me da igual.
—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó Marge alegremente—. Eh, seguro que lo adivino: te ha molestado lo del coronel.
—¿Tree? No tiene nada que ver conmigo.
—Ja! Suéltalo, cariño. —Margie dio una palmada al suelo. Al cabo de un momento, él se sentó, pero no muy cerca—. Crees que me lo he estado montando con el viejo Nguyen el Sobón.
—No, no lo creo; lo sé.
—Supongamos que sea verdad, ¿y qué?
Es asunto tuyo —respondió él rápidamente—. No estoy diciendo que no lo sea. Tal vez tenga unas concepciones de cerdo machista, pero...
—Pero nada de tal vez. Vaya si las tienes, y de cojones, Danny. —Ahora sonreía pero sin afabilidad.
—Volvamos, coronel —dijo encogiéndose de hombros. —Quedémonos aquí. Tengo un rango superior al tuyo, y cuando un coronel utiliza el imperativo con un capitán, lo que le está diciendo es hazlo y hazlo ahora.
Dalehouse ya no sentía ningún tirón en la ingle; estaba irritado y, a la vez, divertido por su propia rabia.
—Aclaremos esto —dijo—. ¿Estás ordenándome que te folle?
—No. No en este momento, querido muchacho. —Sonrió—. Casi nunca ordeno a los oficiales que me follen, sólo a los reclutas, y muy raramente, porque no es conveniente para la disciplina.
—¿Me estás diciendo entonces que el coronel te ordenó que te lo follaras?
—Querido Danny —dijo con paciencia—, en primer lugar, no podría, tengo su mismo rango; en segundo lugar, no le haría falta. Follaría con Guy cuando él quisiera por cualquier razón. Él es, técnicamente, mi oficial superior y no quiero restregarle por la cara el hecho de que soy yo quien tiene el mando; porque serviría para que las cosas funcionaran con más fluidez en la misión; porque resulta interesante montárselo con alguien de la mitad de mi tamaño. Follaría con un krinpit si eso sirviera al esfuerzo bélico, aunque no sé cómo íbamos a criar a nuestros hijos. Sin embargo —añadió—, una chica también tiene derecho a cierta recreación no interesada y, Danny, guardo los mejores recuerdos de ti del año pasado en Bulgaria.
Totalmente relajada, revolvió entre la ropa que tenía a los pies y sacó otro porro.
Dalehouse observó cómo lo encendía. Tenía cada centímetro de piel bronceado, sin marcas de bikini, y con mucho mejor aspecto que el blanco de vientre de pescado que se te quedaba tras pasar un tiempo en Jem. Se rascó entre la arruga que ocultaba su ombligo y el claro vello púbico, exhaló con tranquilidad y le pasó el canuto. La cuestión era, admitió para sí, que él también tenía los mejores recuerdos de ella el año anterior en Bulgaria, y no parecía importar que también guardara algunos malos recuerdos.
—¿Sabes lo que me atrae de ti? —preguntó Dalehouse—. Me haces reír de mil maneras distintas. Inclínate hacia aquí, ¿quieres?
Cuando se hubieron consumido el uno al otro, se quedaron descansando un momento. Entonces Margie se puso en pie de un salto y corrió al agua otra vez. Dalehouse la siguió; se salpicaron y gritaron, y al salir Danny se asombró al descubrir que de repente ya no se sentía agotado. Margie gritó hacia el acantilado:
—¡Tinka! ¡Control de hora!
—¡Trece y veinte horas, mi coronel!
Margie se puso rápidamente el traje de trabajo y se inclinó para besar a Dalehouse mientras él se apoyaba sobre una pierna y metía la otra en el pantalón.
—Es hora de volver. Tengo una tarde muy ocupada antes del baile y, Danny, te agradecería que hicieras algo por mí.
—¿De qué se trata?
—Enséñale a Tinka a hacer eso de los globos esta tarde.
—¿Por qué?
—Quiero que me haga un recado. Es importante. Él lo pensó.
—Puedo darle las primeras nociones, pero no sé si puede aprenderlo todo en sólo unas horas.
—Aprende rápido, te lo aseguro. Vamos..., ¡te echo una carrera de vuelta!
Corrieron cien metros. Marge salió primero, pero para cuando el puesto avanzado estaba a la vista, Dalehouse la había alcanzado. Al adelantarla, ella extendió el brazo, le asió la mano y tiró de él para que fueran andando.
—Gracias por el ejercicio —dijo jadeando.
—¿Cuál de ellos: nadar, correr o follar?
—Todos, querido Danny. —Respiró hondo y entonces, justo antes de que pudieran oírlos los guardias del perímetro, lo detuvo—. Tengo que decirte una cosa.
—¿De qué se trata?
—Sólo quiero dejar las cosas claras. Follo con Nguyen Tree. Contigo estaba haciendo el amor.
Había doce hombres en el perímetro de guardia, dos en la enfermería, tres en la cabaña de comunicaciones y otros ocho en los servicios de vigilancia permanentes de veinticuatro horas; eso dejaba a más de ciento veinte personas libres en el campamento de Alimentos y casi todas estaban en el baile. Marge se felicitó para sí mientras se introducía en el corro que bailaba un baile tradicional llamado hora. Era un gran éxito. Cuando acabó la danza y el ritmo pasó a algo latino, se quitó de encima a los tres hombres que se le acercaron.
—En ésta tengo que sentarme para recuperar el aliento —dijo—. Después de la siguiente, haré un pequeño discurso. Luego será vuestro turno.
Se retiró detrás de la pequeña tribuna y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas respirando hondo. Los padres de Marge Menninger la habían dotado de buenos genes y ella se había encargado de cuidar la maquinaria; tras una larga jornada y una hora entera bailando, no estaba cansada y mantenía su capacidad de concentración intacta. El día no sólo había sido largo, sino también fructífero. Había logrado que el campamento superara los temores suscitados por la pérdida de tres de sus miembros, tratando el tema como si no importara. Luego había conseguido reunirlos con el baile. Había empezado el trabajo preparatorio para la pequeña misión de Tinka, organizado un eficaz perímetro de vigilancia, acabado la parte más dura de la descarga y almacenamiento del equipo y empezado otras seis tareas de la misma importancia. Además, se lo había montado con Dan Dalehouse, como había querido, pero haciendo que pareciera aceptable para él. Esta última era una cuestión personal, pero no baladí. Marge no desatendía nunca los planes a largo plazo y, como posible pareja futura permanente, si es que las parejas permanentes iban a ser el tipo de relación que se acabara imponiendo en Jem, Dalehouse era la mejor apuesta que había identificado hasta el momento.
Marge Menninger estaba convencida, desde hacía poco pero con absoluta certeza, de que ésta era la tarea para la que había nacido. Lo importante era hacerla del modo apropiado, es decir, a su modo, y tenía que organizarlo todo desde el primer día. No podía haber ninguna salida nula. Debía crear un campamento feliz... con mucho trabajo para que estuvieran todos ocupados y mucho tiempo para divertirse; un campamento productivo. Jem les pertenecía, a ella y a los suyos, y ahora lo tenían.
Mientras esperaba que acabara el chachachá pensó en el día siguiente. La nave Uno estaría ya vacía, y un equipo podría empezar a separar las dos mitades y colocarlas en posición en el perímetro. Podría informar a Dalehouse o Kappelyushnikov —¿a cuál de ellos?, al ruso, decidió— sobre la misión de Tinka o, al menos, darle los datos suficientes para que la acompañara durante parte del trayecto al campamento Grasi. Podía organizar un grupo de trabajo para que empezara a levantar postes para la parcela de la granja. Se reuniría con, y empezaría a conocer a, por lo menos seis miembros de la avanzadilla; dentro de dos semanas debería saber cuanto tenía que saber sobre todos los del campamento. Daría órdenes para nombrar a Guy Tree como su primer oficial y a Santangelo como segundo; a los demás los atendería más adelante, podría haber personas que todavía no conocía que deberían ocupar distintos cargos. Si las cosas iban bien, se concedería a sí misma un descanso de tres horas a mediodía e iría a pasear por los bosques, si es que podía llamarlos así. También tendría que ocuparse de ellos: talar algunos de aquellos helechos frondosos, vaciar algunas charcas para desecar aquella ciénaga anegada. Funcionaría, estaba segura. Lo único que necesitaban era un par de excavadoras, lo que le recordó que tenía que redactar un primer borrador de la lista de peticiones para el próximo cargamento que enviarían de la Tierra. Eso no podía esperar. Con todo el alboroto que estaban formando los civiles, Marge Menninger no estaba segura de cuántos envíos más habría. Ya sabía varias de las cosas que quería, pero a los más veteranos probablemente se les ocurrirían otras, así que tendría que hablar con algunos de ellos. Morrissey, Krivitin, Kappelyushnikov..., luego pondría al corriente a los demás.
El olor a maría que llegaba desde más allá de la tribuna le parecía agradable. Pensó en encender el pitillo antes de levantarse para hacer su discurso, era otra manera de mostrar su estilo personal. Había pasado menos de media hora desde que se fumara el último, y Marge conocía con exactitud su nivel de tolerancia y volver a fumar la confundiría.
El chachachá acabó y la chica encargada del reproductor miró a Margie y lo apagó. Marge asintió y subió a la tribuna.
El bullicio y las risas se fueron apagando a medida que los presentes, que superaban el centenar, se volvían hacia ella.
Margie les sonrió un instante, esperando a que se hiciera el silencio. Tenían el mismo aspecto que los novatos de West Point, el mismo que el público en la sala de audiencias del Senado, el mismo que todos los públicos ante los que había hablado. Marge sabía comunicarse con su público; siempre sabía cómo caerle bien, y por esa razón le gustaba. Dijo:
—Bienvenidos al Primer Baile de Noche del Sábado de la Expedición del Bloque de Alimentos. Soy la coronel Marjorie Menninger, de Estados Unidos, la comandante del campamento. Algunos de nosotros ya nos conocemos bastante bien. Los demás llegaremos a conocernos muy bien y muy pronto porque, como sin duda sabréis, tampoco es que tengamos muchas opciones, ¿verdad? Eso no me preocupa y espero que a vosotros tampoco. Somos un grupo selecto. —Dejó que su mirada paseara por el público, hasta el borde de la zona iluminada, donde dos soldados sostenían a otro mientras vomitaba, y añadió—: Aunque tal vez os cueste un poco reconocerlo al principio. —Se oyeron unas risas breves pero sinceras—. Así que empecemos a conocernos. ¿Guy? ¿Saint? ¿Dónde estáis? —Presentó a Tree y Santangelo cuando se adelantaron—. Ahora, Vince Cudahy... ¿estás por ahí? Vince es matemático, pero también es nuestro capellán. Enseñaba en Fordham, pero para los propósitos de esta misión ha aceptado ser capellán no confesional, de modo que si alguno de vosotros quiere casarse, Vince está autorizado. —Risitas—. Es un hombre chapado a la antigua, así que preferiría que los contrayentes fueran de sexos distintos. —Unas risas un poco más sonoras pero con una nota inquisitiva—. En caso de que lo hagáis —prosiguió— o, incluso si no, tenéis que conocer a Chiche Arkashvili. ¿Cheech? Ahí está, es nuestra oficial médica. Intentad no enfermar durante las próximas veinticuatro horas, porque todavía no ha acabado de instalarse. Cuando termine de hacerlo estará preparada para trabajar y, en casa, en
Ordjonikidze, era especialista en obstetricia. —Esta vez no hubo ninguna risa. Tampoco las había esperado. Les concedió un momento para que llegaran a la conclusión lógica y luego se aprovechó de la ventaja—. Como veis estamos planeando establecer una base permanente, y yo estoy resuelta a convertir esto en la mejor misión que se os haya encomendado nunca, de manera que muchos de vosotros querréis reengancharon y quedaros aquí. Si lo hacéis..., y si cualquiera de vosotros se toma en serio lo que acabo de decir y decide establecerse y formar una familia en Jem, os ofrezco un premio especial: mil petropavos para el primer bebé que nazca en nuestro campamento, siempre que le llaméis Marjorie, como yo. —Esperó un latido y añadió—: Dos mil si es un niño. —Obtuvo la risa que buscaba, y concluyó—: Ahora que siga el baile. —En cuanto empezó la música, saltó de la tarima, agarró al primer hombre que estaba a su alcance y los puso a bailar a todos.
Durante la siguiente media hora, Marge Menninger hizo de anfitriona, un trabajo que desempeñaba a la perfección. Bailó con los hombres que no bailaban demasiado, se encargó de que no parara la música, se aseguró de que no faltara bebida. Lo que quería era que todos lo pasaran bien. Al día siguiente ya tendrían tiempo de sobra para empezar a pensar en colonias permanentes y en las oportunidades que tendrían de alargar su estancia. Cuando la ocasión se lo permitiera, hablaría con las personas que habían sabido de antemano lo que acababa de decir y les preguntaría cómo creían que había ido. A ella le había parecido que bien. La hizo sentir a gusto y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la fiesta de verdad. Bebió con los bebedores, fumó con los porretas y bailó con todos. Ahora todo estaba bajo control. Cuando llegara la hora de acabar el baile, Tinka se lo haría saber y, mientras tanto, permanecería atenta a su coronel.
Al volver de la recién estrenada letrina, Marge se detuvo a disfrutar de la visión de su gente divirtiéndose. ¡Todo iba a salir bien! Formaban un buen grupo, habían sido seleccionados uno por uno, eran capaces y estaban bien entrenados. Independientemente de lo que le hubiera dicho a los demás, en un rincón secreto de su corazón Marge había albergado el pequeño pero inquietante temor de que su primer mando autónomo verdadero pudiera requerir cualidades que ella no sabía que necesitaba. Por el momento no había sido así. Por ahora, todo estaba saliendo exactamente como había planeado, según las prioridades que había establecido. Prioridad 1: salvaguardar la integridad de la unidad, y la había protegido. Los guardias del perímetro recorrían la zona en su patrulla habitual, un poco contrariados por haberse perdido el baile pero cumpliendo sus órdenes meticulosamente. Prioridad 2: cumplir la misión asignada. Eso estaba bien encarrilado. Prioridad 3: estaba supeditada a que se satisficieran las anteriores y consistía en hacer un campamento atareado y feliz. Eso también parecía estar saliendo bien.
Paseó por los alrededores de la zona de baile, saludando con la cabeza y sonriendo, todavía no preparada del todo para volver a la pista. Tinka apareció a su lado. En una mano llevaba la pequeña valija gubernamental, y la miró inquisitivamente. Marge negó con la cabeza. No necesitaba otro porro en ese momento. Se sentía feliz y relajada, aunque muy levemente mareada. Parte de esa sensación se debía al calor excesivo y a la peculiar inestabilidad que producía pesar sólo tres cuartas partes de lo que había pesado durante diez años. Además, también se sentía un poco nerviosa y, al revisar algunas fechas mentalmente, creyó adivinar por qué. Cuando se acercó a la oficial médica, le dijo al oído:
—¿Ha preparado ya los congeladores para el banco de esperma y óvulos, doctora? Creo que estoy preparándome para hacer una donación.
—Mañana por la tarde estarán preparados —le prometió Chiche Arkashvili— pero, visto cómo han estado perdiéndose entre los arbustos chicos y chicas, no sé si los necesitaremos.
—Más vale tenerlo y no necesitarlo que necesitarlo y no tenerlo. Si pudiera, yo... —Se calló.
—¿Qué haría, coronel?
—Olvídelo. No permita que la distraiga de otras cuestiones urgentes —dijo Marge con amabilidad, y vio cómo la doctora se dirigía a la letrina. Si pudiera, traería un surtido completo de esperma y óvulos congelados de la Tierra, porque cuanto mayor fuera el acervo genético con el que se empezara, mejores serían las posibilidades de tener una población sana y estable en dos o tres generaciones. No estaba dispuesta a incluir esa petición en su próxima carta a Santa Claus; ya tendría bastantes problemas con las mercancías que había resuelto solicitar y, a tantos años luz de distancia, su capacidad de convicción e influencia era limitada.
A unos metros, la búlgara tenía una especie de altercado con Semental Sweggert, el sargento que Marge había puesto al mando de la primera de las naves. En circunstancias normales no habría intervenido, pero quería algo de Dimitrova.
—Tinka —dijo en voz baja por encima del hombro.
—Mi coronel.
—Sígueme. —Marge se acercó a la pareja que discutía, que dejó de hacerlo al verla aproximarse—. Lamento interrumpir —dijo.
Dimitrova la miró con rabia. Irritable soldadita, pensó Marge, y le pasó por la cabeza que Ana Dimitrova podría haberle despertado otros sentimientos, pero ya no había nada que hacer. Descartó la idea.
—No ha interrumpido nada, coronel —dijo la chica—. El sargento quería enseñarme algo que yo no quería ver.
—No me cabe duda, cariño —sonrió Marge—. ¿Nos disculpará un momento, sargento? —Cuando ya no podía oírlas, preguntó:
—¿Qué tal es su indonesio, Dimitrova?
—¿Indonesio? Es una de mis cuatro lenguas secundarias, pero creo que podría traducir un documento apropiadamente.
—No quiero que traduzca ningún documento. Quiero saber cómo se dice: «Buenos días, ¿dónde está el campo de béisbol?».
—¿Qué?
—¡Mierda, señora! Sencillamente díganos cómo se dice. Ana vaciló y luego, con cierto desdén, dijo:
—Selamat pagi, dimana lapangan baseball?
—Hum... —Marge ensayó para sí un momento, mirando a Tinka. La ordenanza se encogió de hombros.
—Bien, pónmelo por escrito. Y ¿cómo se dice «Tienes un mapa»?
—Saudara punja peta?
—¿Lo has apuntado? —preguntó Marge mirando a la ordenanza—. ¿No estás segura? Muy bien. Dimitrova, vaya con Tinka a mi despacho y escríbaselo. Asegúrese de que lo entiende bien. —Por un instante creyó que la búlgara se negaría, pero la traductora asintió y las dos se fueron.
El sargento Sweggert seguía allí, a tres metros, observándola con interés. Margie se rio.
—¿Qué hace ahí, sargento, esperando para pedirme un baile? ¿O quiere enseñarme esa cosita que tenía tantas ganas de sacarle a Dimitrova?
—Mierda, coronel. Me ha malinterpretado por completo.
—Estoy segura de ello, Sweggert —le dijo de buen humor—; no es un mal tipo, pero va contra mi política, cómo decirlo..., confraternizar con los soldados. Salvo en caso de emergencia, por supuesto. Lo que tiene que enseñar ya está muy visto, eso se lo aseguro.
—¡No, coronel, no! Era algo educativo. Tienen un globonoide amaestrado aquí y es muy interesante.
—Ah, ¿sí? —Lo miró más de cerca, y por la manera en que se mantenía en pie y el modo en que la cabeza se le hundía entre los hombros, se dio cuenta de que el hombre iba bastante cargado de algo. Era un soldado del ejército regular y, tanto si decidían llamar a ese momento noche como si lo llamaban día, el hecho es que Kung hacía que pareciera que estaban en pleno día—. Echaré un vistazo —decidió. Lo siguió detrás de la tienda cocina, donde uno de los globonoides, colgado de una cuerda, cantaba para sí en voz baja y triste. Era mucho mayor que la hembra que había visto en Camp Detrick, pero obviamente tenía algún tipo de problema.
—¿Qué dice? —le preguntó al sargento.
Éste respondió con cara seria:
En realidad no lo sé, coronel. ¿Quiere sostenerlo en brazos un momento? Tire de la cuerda.
Margie se quedó mirándolo pensativamente, pero tenía razón, era interesante. Tiró de la cuerda.
—La maldita cosa es fuerte —se quejó—. ¡Eh, Sweggert! ¿Qué está haciendo?
Se había agachado y había sacado algo de debajo de una lona.
—Es sólo una lámpara estroboscópica, coronel.
—¿Y qué va a hacer con ella?
—Bueno —dijo con picardía—, no lo he visto nunca, pero los chicos dicen que si se deslumbra con un destello a uno de estos bichos sucede algo muy interesante.
Ella apartó la mirada del sargento y la fijó en la cara triste y arrugada del globonoide, pero al momento volvió a fijarla en el militar.
—Sargento —dijo con tono sombrío—, más vale que lo sea o le quemaré el culo. Encienda su jodida estroboscópica. —¿Es una orden, mi coronel?
—¡Enciéndala! —gruñó—. O...
Y la encendió.
XV
Tras solicitarlo durante cuatro días, a Ana por fin le concedieron permiso para utilizar la radio y realizar una llamada al campamento de Población. Cuando el encargado de comunicaciones le hizo señas de Adelante, se inclinó y habló en urdú por el micrófono.
—Soy Ana Dimitrova, llamo desde el campamento del Bloque de Exportadores de Alimentos. Quisiera hablar con Ahmed Dulla, por favor.
El operador de comunicaciones apagó el micrófono y dijo: —Ahora espera. El mensaje de respuesta suele tardar unos diez minutos.
—¿Mensaje? ¿No puedo hablar directamente con el doctor Dulla?
—No con los Poblas, querida. Nosotros transmitimos un mensaje y ellos una respuesta si les apetece.
—Sí que es raro. Bueno, gracias. Esperaré fuera. —Cuando salía añadió—: Por favor, avísame cuando llegue la respuesta. —Dalo por seguro, bonita.
Qué fastidio, pensó enfadada, sentada con las piernas cruzadas bajo el cálido resplandor de calentador eléctrico que despedía Kung en el cielo. Y ¡diez minutos! Había esperado mucho más de diez minutos para escuchar la voz de Ahmed. Al menos, su situación no debía de ser ya tan apurada como al principio había temido. Por el campamento corría el rumor de que las Repúblicas Populares, con esfuerzos sobrehumanos que apenas se podían imaginar, habían logrado restablecer la comunicación con su puesto avanzado en Jem. Había aterrizado una nave, una pequeña, sin duda, pero al menos ya no dependían de las demás colonias para su supervivencia. ¡Cómo debió de enfurecer esa situación a Dulla!
A su alrededor, el campamento estaba ajetreado. Se había despejado y sembrado casi una hectárea sobre las laderas altas y los puntales para los focos que harían crecer las semillas ya estaban colocados. La energía era la próxima tarea, y ya se habían puesto manos a la obra. El Bloque de Alimentos por fin tenía su propia planta de energía solar en fase de montaje, y mientras tanto había una planta termonuclear en funcionamiento. Era una instalación pequeña y cara, pero fiable.
Ana era la mejor de las traductoras de los tres campamentos y, desde la desaparición de Harriet Santori, la única que parecía capaz de captar la delicada estructura de un lenguaje que sólo se entendía parcialmente. Su krinpit era bastante imperfecto y había pocas ocasiones de practicarlo. Para estudiar la lengua de los excavadores había pasado mucho tiempo con James Morrissey, que parecía haberlos adoptado como razón personal de su existencia; esos esfuerzos, sin embargo, no habían dado muchos frutos. Los micrófonos que introducía tan cuidadosamente en los túneles recogían a veces un breve fragmento o dos de chillidos, gorjeos, sonidos amortiguados. Era evidente que los excavadores los detectaban y los evitaban inmediatamente, cuando no los robaban. En más de una ocasión, Morrissey había recogido una sonda y descubierto que habían desconectado limpiamente el cabezal.
En cambio, con los globonoides casi había llegado a hablar con soltura. Había trabajado en estrecha colaboración con el profesor Dalehouse, aunque hasta ahora sólo por radio; la fascinante pero temible perspectiva de elevarse con él bajo un racimo de bolsas de hidrógeno quedaba pospuesta para un indeterminado futuro. El piloto ruso, Kappelyushnikov, había despegado con la ordenanza de la coronel Menninger y un racimo de depósito de hidrógeno para alguna estúpida misión secreta, y a ella la habían apartado de la radio hasta nueva orden. Se le asignó trabajo administrativo en el minúsculo hospital, donde de hecho no había ningún papeleo que hacer, dado que todavía no había pacientes.
Pese a todo, le daba igual. Por más frustraciones y molestias que tuviera que soportar, ¿no estaba en Jem, a sólo unas decenas de kilómetros, como mucho, de Ahmed? A eso había que sumar la vertiginosa emoción de encontrarse en el propio Jem. ¡Estaba en otro planeta! ¡Orbitando otra estrella! ¡Tan lejos de casa que no podía ver el sol en el rojizo firmamento jemiano! Aún no se había atrevido a salir a la jungla (aunque otros sí lo habían hecho y habían vuelto sanos, salvos y emocionados por el extraño paisaje que habían visto). Ni siquiera se había bañado todavía en aquel gran lago, o mar, cercano y tentador: no se le había ocurrido traer un traje de baño, todavía no había encontrado un momento para confeccionarse uno y, desde luego, no pensaba imitar la costumbre de esos otros que jugueteaban sin nada puesto por la playa. Ahora mismo podía ver una pandilla salpicándose y gritando. Se suponía que deberían estar trabajando en los hidroaviones que se estaban montando en la orilla pero, por lo que veía, a Ana no le cabía duda de que en ese momento les interesaba mucho menos el transporte que el disfrute animal de la playa.
No se trataba, pensó siendo justa, de que eso fuera negativo en sí, ¿por qué no iban a hacerlo? A Ana no le molestaba que otras personas tuvieran diferentes categorías morales que ella, siempre que no intentaran imponérselas. Chapotear en el agua podía ser ciertamente muy divertido con ese calor bochornoso...
—¡Dimitrova! —Se puso en pie de un salto y corrió dentro a buscar su respuesta, que no fue otra que:
—Ahmed Dulla no está disponible en este momento. Se le hará llegar el mensaje.
Le respondieron en inglés y, además, en un inglés con mucho acento; el Heredero de Mao no se había tomado la molestia de enviar buenos traductores. Le dio las gracias al encargado de comunicaciones sin dejar entrever su decepción y se encaminó paseando hacia el perímetro. No estaba de servicio, había pasado la hora de comer y era demasiado temprano para acostarse, ¿qué iba a hacer ahora si no podía hacer lo que más deseaba?
¡Era una verdadera decepción! ¿Dónde podía estar Ahmed?
Se irritó al descubrir los primeros síntomas de otro dolor de cabeza. ¡Qué exasperante! Por alguna razón, no había tenido muchas jaquecas durante los primeros días que había pasado en Jem, tal vez porque todo resultaba tan emocionante e intenso que no tuvo tiempo para pensar en dolores de cabeza.
No quería uno ahora. Ana era una persona trabajadora por naturaleza, y se le ocurrió que el estar ociosa no iba a evitar el dolor, sino que más bien lo empeoraría. ¿Qué podía hacer? Si tuviera la ropa apropiada, qué agradable sería ayudar a los constructores de barcas en la playa o subir las laderas y echar una mano en el sembrado de plantas... pero no, en ese instante sólo estaban arando, y ella no sabía conducir un tractor. La planta de energía.
Tampoco tenía ni idea de su funcionamiento, claro, pero sí miembros fuertes y disposición a usar los músculos, ¿por qué no?
Por desgracia, al acercarse descubrió que uno de los suboficiales que trabajaba en el proyecto era el sargento Sweggert. Cambió de dirección y se alejó a paso ligero.
Había evitado a Sweggert desde aquella noche en que, con la ordenanza de la coronel, había descubierto a la comandante en jefe y al sargento en celo, al aire libre, a la vista de todos. Por supuesto, nadie más lo había visto. Nan se había dado la vuelta inmediatamente, sudando de vergüenza. Estaba claro que por allí no había nadie más, porque si hubiera habido alguien ahora sería la comidilla del campamento entero. Tinka no hablaría, Sweggert tal vez no se atrevería y la coronel... Bueno, Ana no se engañaba a sí misma pensando que entendía a la coronel. No había podido evitar a Marge Menninger, y no le había comentado nada del incidente. De hecho, no había dado la menor muestra de que hubiera sucedido. La americana teñida, ¡copulaba con un hombre cuyo nombre apenas conocía! No, eso no era cierto, sí se conocían, pero sin duda no socialmente. Oh, sí, claro que ella le echaría la culpa al efecto afrodisíaco de la... la neblina, se dijo, que el globonoide herido emitió. A esas alturas ya se había enterado de todo eso. Aun así, ¡qué espantosamente obsceno! y —¿qué palabra era la apropiada?— «chabacano».
Ana se encontró de repente en un puesto de guardia de la valla del perímetro, y al instante se le hizo evidente qué quería hacer.
—Voy a dar un paseo —le dijo al cabo al mando, que se encogió de hombros y observó imperturbable cómo Ana se metía entre las púas de la alambrada.
A los pocos pasos había perdido de vista el campamento.
Si no podía ver a Ahmed, al menos podía observar a Jem. Se abrió paso a través de la vegetación violeta y viscosa, que en esa zona parpadeaba con luces verde azuladas, y se detuvo a escuchar: percibió sonidos apenas audibles de roces entre la maleza, el crujido de las plantas agitadas por el viento. Le habían asegurado que ahí no había formas de vida que pudieran hacerle daño. Debido a la presencia del campamento no quedaban muchos animales. A algunos los habían espantado; a otros, envenenado. En los lugares donde los destacamentos encargados de la basura habían depositado los desechos del día enterrándolos en el bosque, los helechos se marchitaban y la cubierta de hierba silvestre se secaba. La bioquímica terrestre era tan hostil para la jemiana como a la inversa, pero los jemianos no tenían un Camp Detrick que les preparara pomadas e inyecciones contra la descomposición.
Pero lo que quedaba, ¡cuán fascinante y extraño! Bosques de plantas que parecían helechos, pero con tallos leñosos y que daban fruto. Plantas carnosas, que casi se confundían con el bambú: los tallos huecos servirían de buenos materiales estructurales y Ana, con su espíritu ahorrador, tomó nota mental para avisar a la coronel de que no siguiera desperdiciando el precioso hierro en estacas para las tiendas. Enredaderas que parecían parras, con semillas duras, sin duda destinadas a que se esparcieran en el excremento de pequeños animales (si es que alguno sobrevivía en esta parte del bosque). Había también plantas gigantes como mangles, llamadas «multiárboles», con una docena o más de troncos que se unían en la copa formando una bóveda ininterrumpida bajo la que ella se movía.
Se detuvo y miró a su alrededor. No se podía perder, se tranquilizó, siempre que mantuviera el agua, que despedía destellos rojizos, a la izquierda. Cuando quisiera podía descender hasta el agua y volver al campamento recorriendo la orilla.
Podía saltar con suma facilidad y ligereza por leños caídos y piedras, por lo que tampoco se iba a cansar. Si no le doliera tanto la cabeza sería un momento excelente para dar un paseo por la naturaleza, pensó mientras se retorcía para pasar entre los troncos de un multiárbol que resplandecía verde azulado con destellos de luciérnaga.
Ante ella se alzaban unos hongos protuberantes, de color rosa grisáceo y sin luz propia. Parecía un cerebro, pensó. De hecho, se parecía mucho al suyo. La escisión cerebral se le había practicado con anestesia local y ella había podido ver cada paso, parte en el espejo de arriba, parte en la pantalla de likris de circuito cerrado. Ese había sido el aspecto de su cerebro para ella: un organismo distante e insensible. Incluso cuando la afilada cuchilla con forma de gancho lo había partido con un movimiento suave le había resultado difícil relacionar la imagen con la insistente y agobiante presión que era lo único que sentía... Más tarde, cuando volvieron a conectarle algunos de los nervios necesarios, sintió de repente la realidad de la operación. Habría vomitado si no hubiera sido por la maternal burla del cirujano: «¡Una chica tan mayor y fuerte como tú!». Ella se había reído. «¡No, tonterías! No vomitarás.» Y Nan no había...
¿Qué era ese ruido?
Sonaba como unos palos que golpearan unos leños huecos a lo lejos, y alguien que gimiera. Era el tipo de sonido que había oído antes, en las cintas en Camp Detrick. Los crustáceos, ¡eso era!, pero tal vez no la especie social, tal vez se tratara de los salvajes y probablemente peligrosos seres de los que sólo había oído rumores...
La voz humana que escuchó a sus espaldas sonó muy seria. —¿Te parece sensato estar aquí sola, Ana?
¡En urdú! ¡Con aquel tono de severidad compasiva que había oído tantas veces! Antes de darse la vuelta sabía que era Ahmed.
Una hora más tarde, a un kilómetro de distancia, ella yacía en sus brazos, sin querer moverse para no despertarlo. El sonido del krinpit siempre era audible, a veces cerca, otras alejándose; sonrió para sí al pensar que la criatura seguramente había andado por allí mientras hacían el amor. Daba igual. No había hecho nada de lo que avergonzarse ni que tuviera que ocultar. No tenía nada que ver con lo de aquella norteamericana teñida, porque..., sí, claro, porque lo había hecho con Ahmed.
Él se movió, se dio la vuelta y se despertó.
—¡Ah, Ana! ¡Entonces no lo había soñado!
—No, Ahmed. —Ana vaciló y luego dijo en voz más baja—: Pero yo he tenido muchas veces este sueño... ¡No! Otra vez, no, por favor, no tan seguido, querido Ahmed..., oh, sí, cuando quieras, pero primero déjame mirarte. —Sacudió la cabeza y lo regañó—: ¡Qué delgado estás! ¿Has estado enfermo?
Los ojos negros como cuentas opacas la miraron inexpresivos.
—¿Enfermo? Sí, a veces, y a veces también he pasado hambre.
—¡Hambre! ¡Qué espantoso! Pero..., pero...
—Pero ¿por qué pasar hambre? Eso es fácil de responder. Porque tu gente derribó nuestras naves de transporte.
—¡Eso es imposible!
—No lo es —la contradijo—, porque sucedió. Comida para mucho tiempo, instrumentos científicos, dos naves... y treinta y cuatro seres humanos, Ana.
—Debió de ser un accidente.
—Eres una ingenua. —Se levantó con gesto enfadado y recogió su ropa—. No te culpo a ti, Ana, pero esos crímenes son un hecho, y tengo que responsabilizar a alguien. —Desapareció tras un multiárbol y, al cabo de un momento, ella oyó salpicar la orina contra el tronco.
También oyó algo más: la vibración y el gemido del krinpit que de nuevo se aproximaba. ¡Si hubiera podido dedicarles más tiempo a las cintas en Detrick! Aun así, pudo distinguir un patrón que se repetía una y otra vez: Sssharrn... seguido de dos notas rápidas, ay—gon.
—¿Ahmed? —lo llamó en voz baja.
Oyó la risa del paquistaní.
—Ah, Ana, ¿te asusta mi amigo? No nos hará daño, no somos comestibles para él.
—No sabía que tuvieras este tipo de amigos.
—Bueno, es posible que no los tenga. Es verdad, no somos amigos, pero como soy enemigo de sus enemigos, al menos somos aliados. Ven, Sharn-igon —dijo como un vecino que paseara a un cachorro—, y deja que te veamos.
Una gran criatura que parecía surgida de una pesadilla apareció por detrás de Ahmed moviéndose rápido y de lado, vibrando y gimiendo. Ana nunca había estado tan cerca de un krinpit adulto vivo, ni había reparado en su gran tamaño ni la potencia de sus sonidos. No tenía pinzas de cangrejo, sino extremidades articuladas que agitaba por encima de su cuerpo, dos de las cuales se estrechaban acabando en puntas curvadas como la garra de un gato, mientras que otras dos acababan en masas compactas como un puño quitinoso.
La criatura se quedó quieta, como si examinara a Nan. Los ojos negros como cuentas opacas la miraron inexpresivos.
—¿Enfermo? Sí, a veces, y a veces también he pasado hambre.
—¡Hambre! ¡Qué espantoso! Pero..., pero...
—Pero ¿por qué pasar hambre? Eso es fácil de responder. Porque tu gente derribó nuestras naves de transporte.
—¡Eso es imposible!
—No lo es —la contradijo—, porque sucedió. Comida para mucho tiempo, instrumentos científicos, dos naves... y treinta y cuatro seres humanos, Ana.
—Debió de ser un accidente.
—Eres una ingenua. —Se levantó con gesto enfadado y recogió su ropa—. No te culpo a ti, Ana, pero esos crímenes son un hecho, y tengo que responsabilizar a alguien. —Desapareció tras un multiárbol y, al cabo de un momento, ella oyó salpicar la orina contra el tronco.
También oyó algo más: la vibración y el gemido del krinpit que de nuevo se aproximaba. ¡Si hubiera podido dedicarles más tiempo a las cintas en Detrick! Aun así, pudo distinguir un patrón que se repetía una y otra vez: Sssharrn... seguido de dos notas rápidas, ay—gon.
—¿Ahmed? —lo llamó en voz baja.
Oyó la risa del paquistaní.
—Ah, Ana, ¿te asusta mi amigo? No nos hará daño, no somos comestibles para él.
—No sabía que tuvieras este tipo de amigos.
—Bueno, es posible que no los tenga. Es verdad, no somos amigos, pero como soy enemigo de sus enemigos, al menos somos aliados. Ven, Sharn-igon —dijo como un vecino que paseara a un cachorro—, y deja que te veamos.
Una gran criatura que parecía surgida de una pesadilla apareció por detrás de Ahmed moviéndose rápido y de lado, vibrando y gimiendo. Ana nunca había estado tan cerca de un krinpit adulto vivo, ni había reparado en su gran tamaño ni la potencia de sus sonidos. No tenía pinzas de cangrejo, sino extremidades articuladas que agitaba por encima de su cuerpo, dos de las cuales se estrechaban acabando en puntas curvadas como la garra de un gato, mientras que otras dos acababan en masas compactas como un puño quitinoso.
La criatura se quedó quieta, como si examinara a Nan, aun— que hasta donde ella podía ver, no tenía ojos. Entre los sonidos que emitía, ella reconoció ¡palabras en urdú! Sílaba tras sílaba, fue golpeteando y gruñendo una frase:
—¿Esta tiene que morir?
—¡No, no! —respondió Ahmed rápidamente—. Ella es.. —Vaciló, luego emitió unos sonidos en el lenguaje krinpit. Tal vez fue por el acento de Ahmed, pero Ana no pudo entender ni una palabra—. Le he dicho que eres mi él—esposa —le explicó.
—¿El—esposa?
—Tienen una vida sexual muy variada —dijo.
—Por favor, Ahmed, no estoy para charlitas de broma. El krinpit ha dicho «morir», ¿a qué se refería?
—Ingenua Ana —repitió Ahmed y la miró pensativamente. Luego se encogió de hombros. No le respondió, pero desenvolvió una hoja plana de color marrón rojizo que cubría un objeto. Era una hoja de metal plana, más ancha en la punta y con el filo afilado como una navaja. La empuñadura se ajustaba a la mano de un hombre y medía medio metro de punta a punta.
—¡Ahmed! ¿Es eso una espada?
—Un machete pero, tienes razón, también es una espada.
—Ahmed —dijo, y el corazón le latía con más fuerza que las pulsaciones que sentía en la cabeza—, hace unos días asesinaron a tres personas del Bloque de Alimentos. Había pensado que se trataba de un accidente, pero ahora no estoy tan segura. ¿Puedo preguntarte si sabes algo de lo que pasó?
—Pregunta lo que quieras, mujer.
—¡Pues explícamelo!
Él clavó el machete en el suelo húmedo.
—Muy bien, si lo quieres así, te lo diré. No. Yo no maté a esos Gordos. Pero sí, sé que murieron, y no lamento su pérdida. Espero que mueran muchos más, y si es necesario que mate yo mismo a unos cuantos, ¡no me temblará el pulso!
—Pero... pero... pero Ahmed —balbuceó apenas Ana—, querido y amable Ahmed, ¡eso es asesinato! Peor aún que asesinato, ¡es un acto de guerra! ¿Y si el Bloque de Alimentos contraataca? ¿Y si en nuestras patrias no lo interpretan como una simple pelea en un lugar remoto sino que también toman represalias unos contra otros? ¿Y si...?
—¡Acaba de una vez con tus hipótesis! —gritó—. ¿Qué van a hacer para responder? ¿Bombardear Pakistán? ¡Que lo hagan! Que destruyan Hyderabad y Multan, que bombardeen Karachi, que arrasen todas nuestras ciudades y quemen la costa entera. Tú has estado allí, Ana, ¿cuánto pueden destruir de Pakistán? ¿Qué bombas pueden penetrar en las montañas? La gente sobrevivirá. Las sanguijuelas que acuden en masa a las ciudades a mendigar, los parásitos del gobierno... sí, los intelectuales, los orgullosos chupasangres como tú y como yo, ¿qué me importa si mueren todos ellos? ¡La gente de los valles sobrevivirá!
Ella permanecía en silencio, asustada, buscando palabras que pudieran convencerlo de su locura sin encontrar ninguna.
—Ah —dijo Ahmed con asco—, ¿qué sentido tiene todo esto? No te enfades conmigo.
—¿Enfadarme? No es eso lo que siento —replicó Nan con tristeza.
—Entonces, ¿qué es? ¿Odio? ¿Miedo? Ana, ¿qué quieres que hagamos? ¿Dejar que nos maten de hambre? Sólo tenemos una pequeña nave para refugiarnos, ¿y qué tienen los Gordos y los Grasis? ¡Armadas enteras! Y si la lucha se propaga... —Vaciló y luego estalló—: ¡Que se peleen! Que todos los ricos se maten entre ellos, ¿a nosotros qué nos importa? Recuerda: de cada diez seres humanos de la Tierra, ¡seis son nuestros! Si hay guerra en nuestro planeta..., si sólo sobrevive un millón de personas, entonces seiscientos mil de los supervivientes serán ciudadanos de las Repúblicas Populares, y aquí...
Ella sacudió la cabeza, casi sin poder contener las lágrimas.
—¿Y aquí? ¿También el sesenta por ciento?
—No, más. En Hijo de Kung, si alguien sobrevive... será un ciento por ciento de los nuestros.
XVI
Llovía por todas partes. Unas nubes de tormenta se cernían sobre ellos y otras ya los habían dejado atrás y se dirigían hacia el polo de calor, donde la lluvia caía durante uno o dos kilómetros y se evaporaba, sin llegar a tocar el suelo caliente y salado. La bandada estaba desperdigada a lo largo de más de un kilómetro de cielo y se quejaba en acordes disonantes.
—Tened paciencia —regañó Charlie a sus congéneres—. Debemos quedarnos. Debemos quedarnos.
Y los demás repitieron:
—Debemos quedarnos. —Pero lo cantaron con desgana. A Charlie le daba igual: le había prometido a su amigo de dos piernas que permanecerían allí para observar ciertos acontecimientos extraños e incomprensibles, y la bandada haría lo que él había prometido.
Pese a todo, el desorden del enjambre le causaba cierto malestar, como un escozor o una quemadura del sol a un ser humano. El viento los empujaba hacia el lugar que se había comprometido a vigilar, el Campamento del Gran Sol. No era conveniente acercarse demasiado. Muchos miembros de su bandada, e incluso más de otras, habían sido pinchados o quemados por los misiles de larga distancia disparados desde ese campamento, de manera que tenía que evitar que el enjambre derivara hacia él, buscando todas las ráfagas de aire contrarias y, a la vez, esquivar cuanto le fuera posible las nubes de tormenta. Dalehouse le había dicho que sería difícil, pero también que era importante.
Charlie hizo rotar los parches oculares para abarcar todo el horizonte. Ni rastro del avión que le habían dicho que aparecería. Sí vio, en cambio, un flujo errabundo de vilano y de hilos de seda por las colinas de abajo. ¡Una contracorriente! Emitió el canto para congregar a la bandada y todos soltaron gas.
El enjambre lo siguió, descendiendo a un nivel en que el viento los alejó de la lluvia, hacia una zona donde probablemente podrían volver a ascender. Teniendo en cuenta las condiciones, lo siguieron sin demasiados problemas. Con pericia, los guio bajo la parte inferior de un cúmulo sin lluvia y se elevaron con la corriente ascendente.
El canto del enjambre se alegró. En las cimas de estas invisibles columnas de aire ascendente era donde se encontraba el mejor alimento: polen y cápsulas de mariposas—simiente, las minúsculas y blandas criaturas que ocupaban el mismo nicho ecológico que los insectos en la Tierra, partículas de sal seca que procedían de las pequeñas olas de mares rodeados de tierra, e incluso cosas más diminutas. Una bandada comiendo ofrecía un extraño espectáculo, con todas las aletas y volantes desplegados para atrapar cuanto las rozara. También corría peligro o, al menos, lo habría corrido antes. Era el momento preferido de los ha'aye'i para abalanzarse como cuchillos, cortando cuantas bolsas se cruzaran en su camino y arrancándoles la vida a las víctimas ante la mirada impotente de sus compañeros de bandada. Ahora, sin embargo, ya no eran impotentes. Charlie entonó el jactancioso canto que le había enseñado su gran amigo, Danny Dalehouse, que les había dado las armas de largo alcance que habían alejado a los ha'aye'i a cien nubes de distancia o, al menos, a veces los alejaba. Ahora todos los machos y algunas de las hembras de su bandada tenían armas, y los ha'aye'i habían acabado reconociendo el enjambre de Charlie y lo evitaban.
Aunque, la verdad, el grupo de Charlie tampoco resultaba tan atractivo para los depredadores como lo había sido en el pasado. ¡Quedaban tan pocos! Antes habían sido cientos, ahora poco más de una veintena.
Seguía sin verse ninguna aeronave en el horizonte, no sucedía nada en la altiplanicie del campamento del Gran Sol. Charlie se relajó y comió con su enjambre, y a medida que comía le fue embargando la melancolía. Varió el canto y la bandada entonó con él las tiernas canciones de infancia y alegría.
Hubo un tiempo en que Charlie fue una minúscula vaina apenas del tamaño de una pepita, que bombeaba con todas sus fuerzas para desplegar las arrugas de su pequeña bolsa de gas, atado todavía a la punta desigual de su cinta de vuelo y a los vientos que la empujaban hacia donde querían. Soplaban ráfagas. Los relámpagos restallaban en el aire a su alrededor. Como carecía de control sobre su altitud, unas veces se veía empujado a las cumbres de imponentes nubes de convección, donde el mortecino sol rojizo se abatía sobre su diminuto globo y las estrellas de verdad resplandecían visibles en el cielo oscuro, y otras caía tan abajo que rozaba las colinas y los árboles helechos, y unas criaturas peludas o con caparazón corrían tras él cuando giraba sin control sobre ellas. Ochenta de los cien congéneres de nidada murieron en aquel entonces, en uno u otro de aquellos peligros. Otros diez murieron casi en cuanto cayeron sus cintas de vuelo, cuando quedaron convertidos en apetitosos entrantes para los ha'aye'i o, a veces, también para los adultos hambrientos de proteínas de otra bandada con la que se topaban por casualidad o incluso de su propio enjambre. Muy pocos de cada cien sobrevivían y llegaban a reproducirse y, aun en ese supuesto, los ha'aye'i seguían ahí del mismo modo que las tormentas y la bestias que los intentaban atrapar desde el suelo.
A pesar de los peligros..., ¡qué podía compararse a ser globonoide! ¡Remontar el vuelo y cantar! Y, por encima de todo, compartir el canto coral tradicional de la bandada que los unía como si fueran un solo ser, desde la vaina más minúscula a los gigantes ancianos que perdían gas y hasta se atrevían a burlarse de los ha'aye'i. El canto de Charlie era triunfal y cuantos lo rodeaban dejaron de engullir con avidez para unirse a su canción armónica.
Con todo, Charlie no paraba de rotar los parches oculares hacia la altiplanicie, pero seguía sin haber ni rastro del avión ni del Nuevo Amigo que, según le habían dicho, se elevaría de aquel punto. Volaban con la nube, que los alejaba del campamento del Gran Sol.
Muchos de los miembros de la bandada ya habían saciado su apetito y entonaban en voz baja cantos íntimos de agradecimiento. Eran un magnífico grupo, aunque, pensó Charlie, poco numeroso.
Les cantó:
—¡Dejad de comer, dejad de comer! ¡Tenemos que irnos!
—¿Ir adónde, ir adónde? —refunfuñó el coro de los más lentos y los más hambrientos, y un canto individual se elevó por encima del resto, pero con debilidad:
—Tengo que comer más. Me muero. —Era la hembra anciana, Resplandor Rosa Azulado. La bolsa había sufrido graves daños cuando la mitad de la bandada se había prendido en llamas.
—Ahora no, ahora no —cantó Charlie con voz dominante—. ¡Seguidme! —E inició una nueva canción, el canto del deber que había aprendido de su amigo Danny Dalehouse. Ya no bastaba con flotar en el aire, cantar, rellenar las bolsas de hidrógeno y reproducirse. No, ahora también debían ocupar el puesto asignado y vigilar la altiplanicie. Tenían que evitar el Campamento del Gran Sol y guardarse de los ha'aye'i, y el enjambre debía mantenerse unido. ¡Eran tantos los nuevos deberes! Condujo al grupo guiando su lenta danza oscilante, que se entrecruzaba con los vientos.
Lo guio durante largo tiempo, vigilando sin cesar, como había prometido. Aun así, no fue él el primero en ver el objeto. Desde muy atrás, la anciana Resplandor Rosa Azulado cantó débilmente:
—Hay un nuevo Peligro del Cielo.
—¡Alcánzanos, alcánzanos! —le ordenó Charlie—. Tu canto es débil. —No lo dijo por falta de consideración hacia ella, sino sólo porque era verdad.
—Pierdo aire —se disculpó la anciana—. Está ahí, casi al alcance de los Peligros del Suelo, muy lejos.
Charlie giró los parches oculares y se elevó en otra corriente de aire. Allí estaba.
—Veo el Peligro del Cielo —cantó, y el resto de la bandada lo confirmó. No era un ha'aye'i. Era el objeto mecánico y duro del campamento del Sol Mediano, como le habían dicho. Dentro, lo sabía, iba el Otro Amigo que a veces volaba con Danny Dalehouse, y también el Nuevo Amigo que todavía no había visto.
Todo sucedió tal y como Danny Dalehouse le había dicho. El biplano, que volaba justo por encima de las copas de los árboles, descendió con viento favorable aterrizando sobre la seca altiplanicie, a una docena de kilómetros del campamento Grasi. Mientras el enjambre observaba, Kappelyushnikov y una hembra bajaron del avión y empezaron a hinchar una red de globos con aire que extraían de unos pequeños tanques.
Cuando el racimo de la Nueva Amiga se hubo inflado y ella se elevó suavemente del suelo, el avión volvió a despegar, dio la vuelta con rapidez y descendió por la pendiente hacia el remoto lago—océano. La Nueva Amiga se elevó aprovechando el viento favorable que llevaba hacia el polo y se deslizó en línea recta hacia el Campamento del Gran Sol.
Charlie no se atrevía a acercarse más, pero vio que ella soltaba aire a medida que se aproximaba a la base. Cayó en la maleza en algún punto cercano al campamento. Hasta ahí todo sucedió tal como le habían contado de antemano.
—Ya está —cantó Charlie, triunfal.
—¿Y ahora qué? —preguntó el enjambre, arremolinándose a su alrededor, mirando a la Nueva Amiga mientras caía.
—Le preguntaré al aire —cantó. Sus pequeñas patas de insecto tantearon con torpeza el interruptor del duro y brillante «aparato que habla al aire» que Danny le había dado. Cantó un saludo inquisitivo a su amigo.
Lo intentó dos veces, escuchando en los intervalos como Dalehouse le había enseñado. No hubo respuesta, sólo un desagradable sonido silbante de interferencias y tormentas remotas.
—Tenemos que acercarnos más al campamento del Sol Mediano —anunció—, el «aparato que habla al aire» no puede cantar desde tan lejos. —Sus experimentados ojos leyeron los signos de las nubes y las lejanas copas de los helechos del suelo, buscando las corrientes convenientes. Era una verdadera lástima que estos últimos días Dalehouse pudiera volar con la bandada sólo raramente a causa de los odiosos ha'aye'i de su propia especie, pero Charlie sabía que en cuanto divisara su campamento, el «aparato que habla al aire» le traería la canción de su amigo.
—¡Seguidme! —cantó. La bandada se congregó a su alrededor. Los catorce que componían el grupo se dejaron caer, atravesando la capa de una veloz masa nubosa de estratos, en la corriente de aire que retrocedía cerca de la superficie.
Cuando emergieron, la vieja Resplandor Rosa Azulado había desaparecido. Las filtraciones de su bolsa eran demasiado grandes y no le habían permitido seguir en el aire. También había desaparecido otra hembra, Chillido Estridente, que se había perdido de vista y cuyo canto ni siquiera era audible.
Cuando por fin se acercaron al Campamento del Sol Mediano y Charlie empezó a cantar por la radio a Dalehouse, sólo quedaban doce globonoides en la bandada.
Marge Menninger levantó la cabeza cuando Kappelyushnikov entró desde la habitación de la ordenanza y cerró el ala de la puerta del despacho privado de la coronel a sus espaldas.
—¿Alguna noticia? —preguntó ella.
—Danny ha tenido contacto por radio con los bolas de gas, sí. Se ha visto descender a su amiga cerca de los Grasis, todo en orden.
—¿Cuánto hace?
—Con los globonoides nunca se sabe, tal vez hace unas horas. En todo caso, no mucho después de que yo saliera de la escena del lanzamiento del espía.
—Muy bien. Gracias. —Después de que saliera, Marge se dispuso a llamar a la tienda de comunicaciones, pero cambió de opinión. Si los Grasis avisaran por radio de que habían rescatado a Tinka, que habría perdido el rumbo sin poder hacer nada, el operador de comunicaciones se lo haría saber, y no le habían avisado. Así pues, los Grasis llevaban el asunto en secreto y con astucia, ¿y qué hacía Tinka en su campamento? ¿Habrían averiguado que en realidad no estaba allí por accidente? ¿Podría ella...? ¿Iban ellos a...? ¿No era...? Las preguntas se multiplicaban hasta el infinito en la mente de Margie, y no había manera de darles respuesta. Uno podía perder la cabeza en esos pantanos de posibilidades y subjuntivos.
Ese no era el modo en que Marge Menninger regía su vida. Tomó una decisión. Dentro de una hora exacta, le ordenaría al operador de comunicaciones que radiara una pregunta a los Grasis, y hasta entonces se quitaría el asunto de la cabeza.
Mientras tanto, todavía faltaban cincuenta minutos para comer, ¿en qué podía emplear ese tiempo?
Las quince notas que se había apuntado en la hoja del calendario de esa jornada ya habían sido revisadas. Todos los proyectos en marcha avanzaban según lo previsto, o casi. Todo el mundo tenía tareas asignadas. La primera hectárea de trigo ya estaba plantada: dieciséis cepas diferentes compitiendo para ver cuál crecía mejor. Las defensas del perímetro estaban en orden. Las tres torretas seguían en la playa, preparadas para colocarlas donde fuera necesario cuando quisiera ampliar el campamento o establecer otro puesto. Miró al mapa de escala 1:1000, de dos metros de ancho y uno de alto, que cubría casi toda una pared de su despacho. ¡Impresionaba! Mostraba todos los accidentes geográficos en un kilómetro a la redonda, con el centro donde ella estaba sentada: siete arroyos o ríos, una docena de colinas, dos cabos, varias bahías. A pesar de ello, las cifras de las coordenadas no eran suficientes, necesitaban nombres. ¿Qué mejor manera de bautizar los accidentes que dejar que los miembros del campamento los eligieran? Organizaría un sorteo; cada ganador podría dar nombre a algo, y eso los entretendría. Llamó a su ordenanza provisional y le dictó un breve memorándum para el tablón de anuncios.
— Compruébelo con la sección de comunicaciones —acabó—, asegúrese de que hemos incluido en la lista todos los accidentes que merecen tener un nombre.
—A sus órdenes. Coronel, el sargento Sweggert quiere verla. Dice que no es urgente.
Marge escribió Sweggert en su calendario.
—Ya le diré algo. —Entonces se quitó también a Sweggert de la cabeza. Todavía no había decidido qué hacer con él. Tenía una amplia variedad de opciones, desde tomarse lo sucedido a broma hasta someterlo a un consejo de guerra por violación. Lo que decidiera dependería en gran medida de cómo se comportara Sweggert. Hasta ahora había tenido la precaución de no llamar mucho la atención cuando estaba cerca de ella.
Por otro lado, pensaba, su autoridad para someter a alguien a un consejo de guerra por el motivo que fuera dependía de la cadena de mando militar, que se extendía desde ella, a través de la comunicación tactran, hasta una autoridad superior en la Tierra. ¿Quién podía asegurar durante cuánto tiempo la iba a apoyar alguien en la Tierra? ¿Durante cuánto tiempo les importaría que la colonia sobreviviera o muriera? Las noticias de casa eran pésimas, tan malas que no las había transmitido de forma íntegra al campamento. El mensaje tactran que daba acuse de recibo de la lista de la compra que había enviado le había informado de que si llegaba a conseguir todo lo que pedía sería por los pelos. Además, las peticiones de posteriores suministros tras ese envío iban «a ser evaluadas en los términos de las condiciones existentes a la recepción de la solicitud».
Era lo que había esperado, pero daba que pensar.
Apuntó dos notas en su cuaderno para la tarde: Medic. — ¿El banco bien ? Alimento. — ¿Mantener previsión de seis meses? ¿Alargar hasta un año con racionamiento?
El hecho de que todos los agrónomos fueran canadienses supuso un verdadero inconveniente. Margie necesitaba ayuda de personas preparadas y en privado: de personas preparadas porque la vida o la muerte de la colonia iba a depender de cómo manejaran los cultivos, y en privado porque no quería que la colonia lo supiera todavía. Si conseguía todo lo que había pedido en su lista de la compra dispondrían de unas abundantes existencias de semillas, pero ¿quién sabía si eran las que crecerían mejor allí?
Más valía dejar de pensar en eso.
Quedaban cuarenta minutos.
Abrió con la llave el cajón privado de su mesa y encendió un canuto. Suponiendo que le entregaran todo lo solicitado, contaría con un margen bastante amplio para hacer frente a casi todo tipo de desastres, pensaba, y no tenía sentido preocuparse hasta que tuviera que hacerlo.
La lista del pedido incluía un buen número de artículos personales para la propia Margie: ropa, cosméticos, patrones de costura en microfichas. Esos patrones asegurarían una variedad suficiente de estilos para todos en el campamento, hombres o mujeres, por un largo tiempo, suponiendo que encontraran algún modo de producir telas con las que darles vida. Sería agradable tener ropa bonita. Ya empezaba a notar la ausencia de Sakowitz y Marks & Sparks, de Sears y Two Guys. Algún día, quién sabe... pensó dando una profunda calada. No, Sakowitz no, pero puede que algunas boutiques. A lo mejor algunos de los expedicionarios supieran coser o tuvieran conocimientos de confección, y tal vez había llegado el momento de empezar a buscarlos. Pasó unas cuantas hojas del calendario y anotó algo en una página en blanco. Aquella novata búlgara era el tipo de chica femenina a la que le gustaría coser, posiblemente tanto como a la propia Margie; la traductora había estado de bastante mal humor desde el largo paseo que diera por el campo, pero hacía su trabajo y podría necesitar algo que le ocupara los pensamientos. No parecía querer un hombre para eso, al menos había desanimado por completo a Guy Tree, Cappy y Sweggert... Sweggert.
—Jack, haga venir al sargento —gritó.
—Sí, mi coronel. Ha vuelto al perímetro, pero iré a buscarlo.
Al recostarse en la silla, mientras organizaba sus ideas sobre Sweggert, sonó el microteléfono manual: era el operador de comunicaciones.
—¿Coronel? Acabo de hablar con los Grasis sobre la cabo Pellatinka.
—No le dije que les preguntara.
—No, coronel, pero seguí enviando mensajes en la frecuencia de la cabo, como usted ordenó, y su operador de radio me respondió preguntando si la habíamos perdido. Le dije que no nos respondía y contestaron que enviarían un grupo a buscarla.
Margie se sentó y, pensativa, le dio una calada a su cigarrillo. Según los globonoides, era imposible que los Grasis la hubieran visto descender, de manera que ahora estaban mintiendo descaradamente.
El sargento Sweggert compartía varios rasgos con Marge Menninger. Uno de ellos era que estaba dispuesto a superar un montón de dificultades con tal de hacer las cosas bien, y si veía una oportunidad de mejora también estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para llevarla a la práctica. Cuando se dio cuenta de que cambiando el emplazamiento de la ametralladora Número Tres, desplazándola dos metros hacia el lago, ampliaría el campo de fuego, la cambió o más bien fue su pelotón quien lo hizo. El hecho de que supusiera cinco horas de arduo trabajo no influyó en su decisión. Él mismo echó una mano para colocar la HMG en su trípode y la giró para comprobar el campo de fuego.
—Vaya mierda —les dijo a sus hombres—, pero por ahora la dejaremos aquí. Volved a guardar las municiones.
Se agachó detrás del arma haciéndola girar todo lo que daba de sí. Era una acción que le resultaba placentera. Desde la orilla del lago, a la izquierda de su campo visual, hasta las primeras lindes del bosque de helechos, a la derecha, no había modo que ninguna criatura de tamaño apreciable pudiera acercarse sin convertirse en blanco fácil para el encargado de la ametralladora. Se colocaron y camuflaron las minas antipersona y las bombas de humo, y la radio detonador del puesto de mando se sintonizó con cada explosivo. Los focos estaban en su sitio, todos con redundancia cuádruple. Sólo una cuarta parte de ellos estaban encendidos todo el tiempo, barriendo toda el área alrededor del perímetro. Cada hora se apagaba el cuarto en cuestión y se encendía el siguiente, de manera que las posibles bombillas fundidas o deficiencias en el cableado se distribuyeran de manera equilibrada y pudieran arreglarse en la fase en que estaban apagados. Por supuesto, en caso de combate real, todos estarían encendidos. La mayoría serían inutilizados por los disparos, pero no lo bastante rápido para que alguien pudiera atravesar el perímetro, al menos no con vida.
Al salir del receptáculo abovedado de la ametralladora, tuvo que admitir que las probabilidades de que alguien intentara un ataque frontal directo eran muy reducidas. Un ataque desde el cielo parecía más probable, o tal vez fuego de cohetes a larga distancia, o puede que nada de eso. Si le hubiera preguntado qué opinaba, el sargento Sweggert habría dicho que toda esa instalación de armamento era una locura. ¿Con qué coño se suponía que iban a pelear en ese mundo de mierda que no tenía ni un miserable bar, ni una ciudad o, ni siquiera, por Dios, un árbol o un campo que merecieran ese nombre? Si le hubieran preguntado, eso sería lo que habría respondido, con total sinceridad, aunque eso no habría impedido que luchara por él.
Los globonoides seguían por los alrededores. Sweggert ni los miró directamente ni cambió de expresión; no era asunto de su pelotón lo que él estaba pensando, pero no paraba de maldecir para sus adentros. La coronel no le habría hecho esperar de este modo hacía tan sólo una semana. Si iba a empurarle, ¿por qué no lo hacía de una vez?...
—Gento —levantó la mirada—, le llaman de la oficina de la compañía. —Se dio la vuelta despreocupadamente y vio al cabo que le hacía gestos.
—Aggie, sustitúyeme —ordenó—. Si cuando vuelvo esa munición no está recargada id preparando el culo.
Caminó despacio hacia la tienda del cuartel general y entró. Marge Menninger estaba comiendo de una bandeja de rancho mientras leía en una pequeña pantalla de visionado. No levantó la vista.
—El perímetro tiene buen aspecto, Sweggert —dijo—; ¿ha vuelto a colocar la ametralladora en su sitio?
—Sí, mi coronel. ¿Coronel? Hay un puñado de globonoides alrededor y el que hemos estado utilizando está a punto de agotarse. Nos relevarán en un par de minutos. ¿Podemos conseguir una dosis de los nuevos?
Ella dejó la cuchara sobre la mesa y lo miró. Al cabo de un momento, dijo:
—¿Quiere decirme a quién se refiere exactamente con «podemos», soldado?
—Oh, no, mi coronel. —Dios, sí que estaba susceptible. El sargento sabía que podía tener problemas—. No me refería a nadie, mi coronel, sólo que el destacamento ha estado trabajando muy duro y necesitaba un pequeño descanso. Nosotros..., ellos, me refiero, acabarán dentro de una hora y el relevo ya estará en su puesto en cualquier caso.
Ella lo estudió un momento.
—Son las cuatro en punto, Sweggert. Sólo a la mitad del destacamento; mantenga sobrios a los demás.
—Por supuesto, mi coronel. Gracias, mi coronel. —Salió de allí tan rápido como pudo. Mierda, sabiendo cómo se sentía ella y todo lo demás, debería de haber tenido más cuidado. Y no es que la oficial no tuviera razón. Si él no hubiera estado borracho, no lo habría hecho. Aun sí, mereció la pena. Al recordar a la coronel, con la piel cubierta de la bruma líquida de los globonoides, se le endureció la entrepierna.
Cuando volvió junto al destacamento, miró a sus hombres con cierta desaprobación. La cabo Kristianides era delgado y unas patillas le recorrían las mejillas, pero era lo mejor que tenía a mano.
—Aggie, quédate con Peterson y otros cuatro, estáis de servicio hasta que aparezca el relevo. Kris, tú y los demás venid conmigo. Vamos a darnos un descanso de fluido seminal. Si alguno no quiere venir que llegue a un acuerdo con alguno de los que no se quieran quedar. Andando.
Los globonoides estaban ahora sobre el lago—océano, a medio kilómetro de distancia y volando bajo. Sweggert encabezó a la docena de soldados por el campamento hacia las tiendas vacías que se levantaban al final de la calle de la compañía; lo hacía al aire libre si no le quedaba más remedio, pero que le partiera un rayo si no aceptaba un poco de intimidad cuando podía conseguirla. Los globonoides atados, cuya recuperación era más improbable que nunca, habían sido trasladados hasta allí hacía unos días, junto con la luz estroboscópica.
Sweggert se detuvo y maldijo. Nan Dimitrova y Dalehouse estaban hablando con el globonoide y, a sólo unos metros, el piloto ruso, Kappelyushnikov, se quejaba de algo al coronel Tree. A la mierda la intimidad. No importaba, tenía permiso de la coronel Menninger, y era ella la que mandaba. Recuperó la lámpara estroboscópica y la apuntó hacia el enjambre que permanecía en el aire.
Como era previsible, Dalehouse reaccionó:
—¿Qué crees que estás haciendo, Sweggert?
Sweggert se tomó su tiempo para apuntar la luz y lanzar destellos para atraer a las criaturas antes de responder.
—Nos vamos a divertir un poco. La coronel dijo que por ella no había problema.
—¡Y un carajo! En todo caso...
—En todo caso —lo interrumpió Sweggert—, ¿por qué no lo va a comprobar con ella si no me cree? ¿Le importa apartarse un poco, señor? Se está interponiendo entre la luz y ellos.
Ana Dimitrova puso la mano sobre el brazo de Dalehouse para que no le respondiera.
—Para los globonoides no resulta nada divertido, sargento Sweggert. Experimentar el clímax sexual es muy doloroso y los debilita. Como puede ver, éste está muy afectado, podría morir.
—Menuda manera de irse al otro mundo, ¿verdad, Ana? —Sweggert sonrió—. Pídale explicaciones a la coronel, eh, ¡Dalehouse! ¿Qué está haciendo?
Dalehouse había encendido su radio y cantaba en voz baja por ella. El coronel Tree, que había empezado a prestar atención, se acercó al grupo, y Sweggert se volvió hacia él.
—¡Mi coronel! Tenemos permiso de la coronel Menninger para conseguir que los globonoides nos echen una dosis, ¡y este tío les está diciendo que se abran!
Tree se detuvo, con las manos a la espalda, y asintió con seriedad.
—Todo un dilema —dijo con su voz baja e infantil—, será interesante ver qué hacen.
Lo que estaban haciendo era desperdigarse por todo el cielo. Algunos se dejaban caer más abajo para aprovechar la brisa que soplaba hacia la costa, otros vacilaban. Cantaban en voz muy alta y discordante, y los sonidos llegaban débiles desde el cielo, apenas perceptibles a través de la radio que Dalehouse sostenía en la mano. Sweggert permanecía firme como una piedra, controlando la rabia que le iba creciendo por dentro. ¡Jodido vietcong! ¡Se suponía que cuando se contaba con el permiso del oficial al mando no hacía falta nada más! ¿Por qué no lo respaldaba Tree?
—Deme eso —bramó extendiendo la mano hacia la radio. La expresión de Dalehouse había cambiado.
—Espera —le espetó, y cantó una frase rápida por la radio. La respuesta llegó como una cascada de frases musicales; Dalehouse parecía anonadado y Ana Dimitrova se había quedado boquiabierta—. Tree —dijo—, según Charlie hay algunos krinpit playa abajo y se están comiendo a un par de humanos.
—Los krinpit no comen seres humanos —objetó el coronel Tree, y Sweggert saltó:
—No hay nadie por esa zona. Nadie ha salido del perímetro en todo el día.
Dalehouse repitió la pregunta por la radio y se encogió de hombros.
—Pues es lo que dice. Tal vez se equivoque sobre lo de que se los estén comiendo, supongo, porque no tienen un concepto muy claro de lo que significa matar, salvo para comer.
Sweggert bajó la lámpara.
—Será mejor que se lo digamos a la coronel.
—Eso es lo correcto —dijo el coronel Tree—. Encárguese usted, Dalehouse. Sargento, forme a su pelotón en la playa dentro de treinta segundos, equipo de combate completo. Vamos a ver qué está pasando.
Media hora después, Marge Menninger en persona, con treinta soldados de infantería armados tras ella, se encontró al primer grupo que volvía por la playa. No había bajas, al menos nadie del Bloque de Alimentos, pero traían a dos personas. Una venía en una especie de camilla confeccionada con dos chaquetas anudadas, a la otra la cargaba al hombro el sargento Sweggert, como si fuera un bombero. Las dos estaban muertas. Cuando Sweggert dejó el bulto en el suelo se hizo evidente por qué no había sido difícil cargar con él: le faltaban las dos piernas y también parte de la cabeza.
El otro cuerpo estaba menos mutilado, de manera que Marge Menninger lo reconoció en seguida.
Era Tinka.
Marge permaneció en pie paralizada mientras Sweggert le daba el informe. No había krinpit a la vista; se habían ido tan lejos que ni siquiera se los oía. Las dos personas ya habían muerto cuando llegaron ellos, pero no hacía mucho; los cuerpos todavía estaban calientes. El hombre llevaba un paquete en una envoltura impermeable dentro de la camisa. Margie lo recogió y lo abrió desgarrándolo. Eran microfichas, docenas de microfichas. Encontraron también su carné de identidad, que confirmaba que era el indonesio que Tinka había ido a contactar. Había asimismo un par de gafas de tamaño infantil, de cristal normal, sin graduar, ¿por qué? Y, puestos a preguntar, ¿cómo? ¿Los habían atrapado haciendo de espías y luego, de alguna manera, habían podido escapar? ¿Cómo habían recorrido la larga distancia que separaba el campamento de los Grasis de la playa en la que murieron?
Cuando llegaron a la base tenía la respuesta a parte de la pregunta, porque Dalehouse la informó de que los globonoides habían atisbado algo que parecían los restos de un bote de goma deshinchado en un punto más alejado de la playa. Marge hacía oscilar las diminutas gafas colgadas de su cinta elástica mientras escuchaba, asintiendo, tomándolo todo como información que procesar, sin estar preparada del todo para asimilar la muerte de Tinka como una penosa pérdida que le doliera.
Bajó la mirada a las gafas, ahora eran casi opacas.
—Esto es interesante —dijo con una voz que casi era normal—. Deben de ser de cristal fotosensible, como el de las gafas de sol para interior y exterior. —Miró hacia la mortecina brasa roja de Kung en el cielo—. La cuestión es: ¿para qué iba a quererlas nadie en Jem?
XVII
Siguiendo la costa, a seis kilómetros de donde había dado muerte a los Fantasmas Venenosos, Sharn-igon hizo una pausa en su huida para escarbar un foso poco profundo bajo un acantilado. Tenía que esconderse porque necesitaba descansar.
Excavar siempre había supuesto peligros para un krinpit a causa de los Fantasmas de Abajo, pero era improbable que anduvieran por allí. Se encontraba demasiado cerca del agua, y a ellos no les gustaba arriesgarse a que se les inundaran los túneles. La presencia del multiárbol sobre el acantilado que tenía encima era una buena señal: sus raíces no eran bocado de su gusto.
Mientras se instalaba dentro del agujero, Sharn-igon se preguntó qué habría sido de su aliado de combate, el Fantasma Venenoso Dulla. No sentía preocupación como la que se sentiría por un congénere, no tenía a Dulla por tal. Para él, Dulla era tan sólo un arma, una herramienta, un objeto sin esencia. Después de que ambos mataran a los Fantasmas Venenosos que Dulla llamaba «Grasis», habían huido y, por descontado, Dulla había escapado más rápido y más lejos. Sharn-igon no lo tomó como una traición. Si él hubiera sido el ágil y Dulla el lento, el krinpit sin duda habría hecho lo mismo. La utilidad de Dulla como herramienta radicaba en su velocidad y en el modo en que podía hablar con otros Fantasmas Venenosos haciéndolos dudar, vacilar, dándole así tiempo a Sharnigon para abalanzarse sobre ellos y matarlos. ¡Era tan fácil matar a los Fantasmas Venenosos! No requería más que unos cuantos tajos y un golpe con la pinza—maza. A veces llevaban armas, y Sharn-igon había aprendido a respetarlas, pero los dos de la playa sólo tenían una pequeña pistola de aire comprimido, que emitía un sonido brillante y cuyas diminutas balas rebotaban en su caparazón, y un objeto que dejó salir algo de un olor fétido y picante que lo hizo sentir raro e incómodo por un instante pero que no logró detener su ataque. A Fantasmas como ésos podía matarlos con su herramienta o sin ella; el Fantasma Venenoso Dulla.
Movió el caparazón adelante y atrás para introducirse más en el interior del foso y descansó, manteniendo los receptores auditivos alerta y enfocados hacia el agua y metiendo las antenas en el suelo para captar las posibles vibraciones de cualquier Fantasma de Abajo que se aproximara. Era a ellos a los que de verdad temía, mucho más que a cualquier peligro procedente del agua o de la playa.
Por supuesto, en circunstancias normales, un krinpit adulto con caparazón podía hacer frente sin problemas a una docena de Fantasmas de Abajo, siempre y cuando el krinpit se pudiera mantener en la superficie o lo más cerca de ella que pudiera. Al aire libre, los Fantasmas de Abajo parecían sordos, corrían casi al azar. Sin embargo, en ese momento sus circunstancias no eran las normales. Sharn-igon no sólo estaba agotado, además se sentía mal. Estaba irritado, tenso, hinchado, a punto, le habría dicho a su él—esposa (pero Cheee-pruitt llevaba meses muerto, su caparazón ya estaba seco), de estridular y salir de su caparazón. No le tocaba todavía, no cumplía hasta dentro de muchos meses, así que no podía tratarse de la tensión normal previa a la muda.
De golpe, se le soltó el esfínter. Regurgitó cuanto había comido expulsando una gran riada de carne de lombrices, trozos de quitina de rata—cangrejo, frutos, hongos y hojas semidigeridas.
Al vomitar se sintió debilitado, pero más tranquilo. Tras descansar un momento, cubrió bien la suciedad y empezó a limpiarse minuciosamente el caparazón. Sin duda, los Fantasmas Venenosos se estaban vengando por haberlos matado en la playa. Debían de ser los trozos de su carne todavía enganchados en las pinzas de Sharn-igon lo que le hacía sentir mal. Eso... y el malestar interior que se había apoderado de él desde que ellos llegaron a su ciudad y empezó la imparable sucesión de acontecimientos que le habían arrancado toda la alegría de vivir.
Los krinpit no lloraban. Carecían de lagrimales; carecían de ojos donde tener lagrimales. Sí podían sentir, en cambio, la emoción de la pena, y no tenían tabúes culturales para expresarla a su modo. Ese modo era el silencio. Un krinpit silencioso —o todo lo silencioso que una criatura como un krinpit podía llegar a estar— era un krinpit que lloraba.
Durante más de una hora, una vez hubo limpiado hasta la última partícula seca de sangre ajena de su tímpano, Sharnigon permaneció casi en silencio, salvo por un leve sonido producido al rozar la pinza contra el caparazón y algún esporádico gemido al respirar.
Sin quererlo, sonidos de épocas más felices volvieron como un eco a su memoria. Escuchó de nuevo a Cheee-pruitt y a la pequeña hembra — ¿cómo se llamaba?— a quien habían fecundado y que dio a luz a sus crías. Era una criatura dulce y encantadora. Casi tenía personalidad propia, además del agridulce atractivo de cualquier hembra apareada, con las crías creciendo y alimentándose en sus entrañas hasta que se las devoraron y murió, tras lo cual la camada se comió el caparazón y emergió al ruidoso y emocionante mundo de la espalda de su padre—esposa.
Todo eso había cambiado.
¡Y todo era culpa de los Fantasmas Venenosos! Desde que el primero de ellos había llegado y Cheee-pruitt, el querido y añorado Cheee-pruitt, había cometido la imprudencia de intentar comérselo, el mundo de Sharn-igon se había hecho pedazos. No había sido sólo por Cheee-pruitt, también por todo lo demás. Los krinpit que había movilizado contra los Fantasmas Venenosos que Dulla llamaba Grasis habían sido severamente castigados. Los miembros de su propia aldea habían sido atacados desde el aire como represalia y muchos de ellos murieron. ¿Y cuántos Fantasmas había podido matar él para vengarse? Muy pocos, casi ninguno. Los dos de la playa, el puñado que Dulla y él habían sorprendido en el puesto avanzado... ¡no bastaba! Todos los planes de Dulla habían acabado en poca cosa: los krinpit de la aldea más cercana a los Gordos habían titubeado y habían acabado echándose atrás, prometieron participar en un ataque pero incumplieron la promesa; mientras tanto, todo lo que habían podido hacer Dulla y él había sido merodear como ratas—cangrejo, buscando a alguien perdido a quien atacar sin encontrar a nadie hasta que salieron aquellos dos del barco hundido...
Oyó un sonido que procedía del agua.
Sharn-igon se quedó paralizado. No le era posible permanecer en completo silencio mientras respiraba, pero hizo cuanto pudo.
Escuchó desde la cueva superficial que había cavado y oyó un pequeño eco borroso, casi inaudible, que llegaba del agua. Era una barca de cuero y, en su interior, lo que parecía un Fantasma Venenoso.
¿Otro al que matar? Se estaba acercando. Sharn-igon se impulsó fuera de la cueva y se irguió hacia atrás para defenderse; entonces oyó que gritaban su propio nombre desde la playa:
—¡Sharn-igon!
A continuación reconoció aquellos bárbaros sonidos que eran el nombre del aliado de quien no se fiaba o del enemigo con quien había pactado una tregua:
—AH—med dul—LAH.
Corrió por la arena, con la intención de saludar a Dulla pero también, todavía, preparado para matar, mientras el humano gritaba y le rogaba:
—¡Deprisa! Los Gordos peinarán toda la costa, ¡debemos salir de aquí!
Con Sharn-igon a bordo, la barca se desplazaba lenta por el agua. No era fácil que se hundiera, pues el casco celular contenía demasiado aire. En cualquier caso, podía entrar mucha agua.
Al cruzar el Gran Charco solía inundarse y entonces ambos tenían que ponerse a chapotear y achicar manteniendo el ojo, o el oído, avizor ante la posible aparición de Fantasmas de Arriba hasta que podían reemprender la navegación. La pequeña vela los ayudaba cuando soplaba viento favorable, pero la barca carecía de quilla. Cuando cambiaba el viento, tenían que arriar la vela y remar. Parecía que nunca llegarían a su destino; Sharn-igon se sentía cada vez peor; y a cada palada o chapoteo se sucedían las amargas recriminaciones:
—Si no fuera por vosotros, mi él—esposa todavía estaría vivo. —Eres tonto, Sharn-igon. Intentó matarnos, no es culpa nuestra que eso le costara la vida.
—Atacasteis mi pueblo y destruisteis otro completamente, y yo mismo me siento enfermo.
—Habla de otra cosa, Sharn-igon. Habla de las promesas que hicieron tus krinpit de participar en el ataque a los Gordos, y cómo las incumplieron.
—Hablaré de mi pena y de mi rabia, Ahmed Dulla.
—¡Pues habla también de las mías! Nosotros también hemos sufrido luchando contigo contra nuestro enemigo común.
—¿Sufrido?
—¡Sí, sufrido! Antes de que se me estropeara la radio (de que me la destruyeras tú, ¡con tu torpeza!) ya no podía oír ninguna voz de mi campamento. Podrían estar muertos, ¡todos!
—¿Cuántos son todos, Ahmed Dulla?
—¡Una docena o más!
—Una docena o más de los vuestros han muerto. Y de los nuestros, ¿cuántos? Doscientas Personas, cuarenta hembras. Crías pegadas al dorso y pequeños...
Sharn-igon no se dio cuenta de la inmensidad de la tragedia hasta que hubieron cruzado el Gran Charco y se percató del silencio que procedía de su ciudad. ¡La ciudad no emitía ningún sonido! ¡Sólo había ecos! ¡Y qué ecos!
Antes, siempre que cruzaban el Gran Charco, la ciudad había aparecido ante ellos con su espléndido y bullicioso sonido, pero esta vez no. No oía nada. ¡Nada! Ningún zumbido de los machos inmaduros triturando la pesca en la orilla, ningún canto de los comedores de moho en la Gran Vía Blanca, ningún martilleo de estacas para construir nuevas empalizadas en la tierra compuesta sobre el cabo. Escuchó el eco de sus propios sonidos que volvían débiles y reconoció la silueta borrosa de las piedras del amarradero, unos cuantos cobertizos, una o dos barcas, algunas estructuras prácticamente destruidas, un montón de caparazones vacíos. Nada más.
La ciudad estaba muerta.
El Fantasma Venenoso, Dulla, murmuraba en voz baja su preocupación, y Sharn-igon apenas pudo entender las palabras:
—¡Otro ataque! La ciudad está vacía. Los Grasis deben de haber regresado para acabar la faena.
Sharn-igon no pudo responderle. El silencio lo abrumaba, un inmenso y doloroso silencio tan profundo que incluso el Fantasma Venenoso se volvió hacia él, asombrado.
—¿Estás enfermo? ¿Qué está pasando?
Con un gran esfuerzo, Sharn-igon pudo pronunciar las palabras rascándolas de su tímpano:
—Habéis matado a mi ciudad y a todos mis congéneres.
—¿Nosotros? ¡Nosotros no! No pueden haber sido las Repúblicas Populares, ya no tenemos fuerzas para eso. Debieron de ser los Grasis.
—¡De quienes te comprometiste a protegernos! —bramó Sharn-igon. Se levantó sobre las patas traseras para alzarse sobre Dulla y el Fantasma Venenoso se encogió asustado. Sharnigon no atacó. Se impulsó hacia delante, fuera de la barca, con un gran splash que levantó olas bailarinas. El agua no era profunda. Sharn-igon podía mantener algunas de las patas traseras en contacto con el fondo cenagoso mientras los poros de respiración necesarios quedaban por encima de la superficie para evitar que se ahogara. Subió rápido por la orilla, salpicando agua en una «V» de espuma.
A cada paso y a cada nuevo eco, la tragedia le sumía en el silencio. ¡Muertos! Todos muertos. Las calles vacías, salvo por los caparazones abandonados, ya secos. Las tiendas desatendidas. Las casas deshabitadas. Ni un macho vivo, ni una hembra, ni siquiera ningún pequeño que se arrastrara tembloroso.
Dulla avanzó pesadamente entre el hedor de los animales marinos muertos que flotaban en el agua, tirando de la barca y mirando a su alrededor.
—¡Qué espanto! —exclamó—. Ahora somos más hermanos que nunca, Sharn-igon.
—Todos mis hermanos están muertos.
—¿Qué? Bueno, sí, pero ahora debemos ser como hermanos, ¡para vengarnos! Debemos ser aliados contra los Grasis y los Gordos.
Sharn-igon se irguió sobre sus patas traseras, atrapando a Dulla contra la pared de un cobertizo en ruinas.
—Ahora necesito nuevos aliados, Ahmed Dulla —dijo rechinando mientras caía sobre él. En el último instante, Dulla se dio cuenta de lo que iba a pasar e intentó escapar. Era demasiado tarde; su rapidez no le bastó porque, aunque pudo esquivar las pinzas que intentaban asirlo, recibió de lleno un golpe del letal mazo de quitina que le rompió la cabeza.
Cuando estuvo seguro de que Dulla había muerto, Sharn—igon se alejó tambaleándose, avanzando a trompicones entre los caparazones secos que antes habían sido sus amigos, hasta apoyarse chirriando en la pared de una tienda que conocía.
La muerte de un Fantasma Venenoso más le produjo poca satisfacción. Ni siquiera lloraba ya la muerte de su ciudad. Le abrumaba un dolor más próximo. Le dolían las articulaciones, sentía el cuerpo hinchado, parecía que el caparazón le iba a reventar por las costuras. No era la época de muda, pero tampoco le cabía ya la menor duda: solo, en la tumba al aire libre que en tiempos había sido su hogar, sin nadie que cuidara de él mientras estuviera desamparado, estaba empezando a mudar.
XVIII
La una y treinta minutos. El mayor Santangelo, junto con el ingeniero—piloto que había pilotado la tercera nave, transmitió su informe.
—Algunas buenas noticias, Margie. Hay un afloramiento de carbón en las Colinas Inhóspitas, a dos kilómetros. Además, podemos quemar madera y biomasa, y Richy me dice que podríamos construir una caldera de vapor con chapas del vehículo de aterrizaje. Si llega su turbina eso significa que estaremos en condiciones de darle toda su potencia al generador, cincuenta kilovatios, sin agotar nuestras reservas de combustible.
—¿Cuándo?
Santangelo miró al ingeniero.
—¿Diez días? Pongamos dos semanas.
—Pongamos una semana —le espetó Margie—. ¿Qué hay del alcohol?
—Bueno, Morrissey tiene una especie de levadura, o algo parecido; en cualquier caso está consiguiendo que fermente. Mañana pasará la primera remesa por el alambique solar. Probablemente ya puede olerlo.
—Dios, más que eso, si casi lo puedo degustar. Necesito ese alcohol ya para que nos dure más el combustible del avión. —Le daré un toque de atención —le prometió Santangelo.
—Hágalo —dijo Margie. Cuando salieron, descolgó el microteléfono y llamó a la tienda de radio.
—¿Han dado ya alguna hora prevista de llegada?
—No, mi coronel. Siguen todavía en órbita, están calculando el descenso que menos energía les requiera. —Margie colgó. Al menos, la nave de reaprovisionamiento estaba en órbita alrededor de Jem y no a años luz. Sin embargo, ese último paso podía ser fatal. El capitán había informado por radio de que su reserva de maniobra era baja y esperaba la aproximación más favorable. ¡Eso podría suponer días! Peor aún, si en la Tierra la base de Cabo los había lanzado sin reservas abundantes de combustible, eso sólo podía significar que las cosas allí iban tremendamente mal, incluso peor de lo que los tactranes codificados de la Tierra habían indicado, y eso ya era pésimo.
Miró el reloj. La una cuarenta y cinco.
—Avisen a la doctora Arkashvili —pidió, y la médico llegó al momento, con una taza de café solo humeante.
—Suministros médicos, Margie. Dormir un poco más te vendría mejor.
Margie olió extasiada la taza de aluminio y dio un sorbo al líquido hirviente.
—Ojalá aterrizaran de una vez —dijo con preocupación. Entre los lujos de su lista de la compra había granos de café, o semillas, o lo que fuera necesario para que intentaran cultivar por sí mismos. De otro modo, tendrían que pasar los próximos dos años sin café. Seguramente los Grasis ya habrían plantado el suyo para hacer aquel repugnante líquido que servían en pequeñas ollas de cobre, pero no era probable que fueran a darles nada. Ahora ya no les facilitaban nada, ni siquiera información por radio; y los Poblas sencillamente no respondían.
Por lo menos, el campamento se mantenía saludable, según el informe de la doctora. Los antihistamínicos estaban respondiendo bien y no habían descubierto nada más en el medio ambiente jemiano que fuera perjudicial para los seres humanos. Unos cuantos dolores de cabeza, probablemente debidos al clima y al trastorno que producía un cambio a un día de veinticuatro horas, algún problema dental, un apéndice que reclamaba atención, una petición de vasectomía...
—No —dijo Margie con brusquedad—, no practiques ninguna vasectomía, ni tampoco laparoscopias.
La doctora la miró, pensativa.
—Te vas a encontrar con parte del personal preñado.
—Se supone que tú sabes cuidar de eso, ¿me equivoco? En cualquier caso, dales la píldora, diafragmas, condones..., cualquier cosa reversible o temporal. A mí me va estupendamente el DIU y siempre puedo quitármelo si quiero tener un bebé.
—¿Es lo que quieres?
—Es lo que todas las mujeres bien podríamos tener, Cheech.
Esto es una orden: todos los que sean capaces de procrear tienen que seguir siéndolo. ¿Cómo va el banco de bebés?
—De momento bien. Tengo veintiocho óvulos en bodega criónica y unas cien muestras de esperma.
—Bien, Cheech, pero no es suficiente. Quiero un ciento por ciento de resultados en este tema. Si le pasa algo a alguien, no permitiré que se pierdan sus genes, tanto si es hombre como si es mujer. No ocupan mucho espacio, ¿verdad que no? Entonces quiero, pongamos, cuatro muestras de cada y..., ¿por qué sonríes?
La doctora dijo:
—Bueno, es que un par de los óvulos resultaron estar prefertilizados. Están bien. Se conservarán en el frío indefinidamente, y en cuanto quieras reimplantarlos no tendremos que pasar por el fastidio de empezar de cero.
—Hum... —Margie se rascó pensativamente—. Casi lamento que hayas tomado esas muestras; podríamos empezar a tener niños en cualquier momento. ¿Quiénes eran? Vamos, Cheech, olvídate de la confidencialidad médica, soy tu oficial al mando.
—Bueno, uno era Ana Dimitrova.
—¡No me jodas! ¿De quién es el niño?
—Pregúntaselo a ella si te interesa, a mí no.
Marge sacudió la cabeza con asombro.
—Sería la última que hubiera imaginado —dijo—. ¿Y la otra...? ¡No, espera un momento! ¡No puedo ser yo! El DIU...
—El DIU no evita que el óvulo se fecunde, sólo impide que se desarrolle.
Margie se recostó en la silla y miró fijamente a la doctora. —Menuda estúpida estoy hecha —dijo.
Nguyen Dao Tree se presentó diez minutos tarde a su cita de las dos en punto, y llegó con los ojos somnolientos e irritable.
—Este día de veinticuatro horas que has impuesto no es nada cómodo, Margie —se quejó.
—No eres tú precisamente el que más razones tiene para despotricar, Guy. Yo misma opté por el turno de medianoche a ocho. Si te pasaras el tiempo de descanso durmiendo en vez de persiguiendo como un gato en celo a todas las mujeres del campamento...
—Por lo que a eso respecta, Margie —le replicó—, me sentía mucho mejor cuando tú y yo dormíamos en el mismo horario.
—Sí. Bien. Tal vez tengamos que hacer algo sobre ese particular, Guy, pero en este momento llegamos tarde a la inspección. —Se tragó lo que quedaba de café, frío pero todavía delicioso, y encabezó el grupo. Aparte de las inevitables quejas, el día dividido en tres turnos funcionaba bien. Entre las ventajas se contaban que el perímetro estaba bien vigilado, las hectáreas de terreno cultivadas aumentaban casi doscientos metros cuadrados cada día y el programa de formación que había organizado Santangelo en el que cada expedicionario enseñaba su especialidad a otro para que varias personas conocieran las habilidades de la comunidad (¿qué pasaría si muriera Chiche Arkashvili o el único agrónomo superviviente?) ya estaba en marcha. En cuanto a los problemas, la vigilancia aérea avisaba de que numerosos krinpit merodeaban por los bosques, el café no era el único alimento que empezaba a escasear y la nave de reaprovisionamiento todavía no especificaba la hora concreta en que aterrizaría.
Margie dedicaba una hora diaria a su inspección, y aprovechaba cada minuto disponible, nada de chorraditas militares de guante blanco. La inspección era basta y sucia; si todos estaban haciendo su trabajo y los trabajos avanzaban, punto. Durante el cerco de Bastogne, a su abuelo no le importaba que sus soldados estuvieran afeitados o no, sólo si sabían pelear. Margie conocía bien qué se necesitaba en una fortaleza asediada.
Ésa era su situación. Nadie había atacado el perímetro, ni siquiera un krinpit errante, pero estaban aislados en un mundo lleno de enemigos. A partir de la información de los satélites espías y los globonoides, de los códigos descifrados y de lo poco que podía sonsacarse de sus infrecuentes contactos por radio y, sobre todo, a partir de lo que contenía la bolsa del indonesio, Margie se había hecho una idea bastante precisa de lo que estaban tramando los Grasis o habían estado tramando, hasta hacía unas semanas. Habían ocupado el campamento de los Poblas, se habían incautado de personal y de una cantidad y variedad de equipos que la hacían babear de envidia. Ni siquiera la carta que había mandado a Santa Claus (que podía o no estar suspendida en órbita, esperando a descender por su chimenea) había sido tan codiciosa. Los Grasis, además, habían sometido a las especies autóctonas de su zona, aniquilando, según parecía, a todos los krinpit de los alrededores y abatiendo a todo globonoide que se acercara. Todo indicaba que habían domesticado a los excavadores. Los estaban utilizando para realizar exploraciones en busca de minerales porque, por lo que sabía, los Grasis se habían instalado sobre un Kuwait de petróleo y un Scranton de otros combustibles fósiles. Habían inventado una enzima, o tal vez se tratara de una hormona —la información no estaba muy clara— que quitaba de en medio a los krinpit, del mismo modo que el 2,4—D había arrasado las selvas de Vietnam, provocando que mudaran de caparazón. Habían conseguido algo de los reptadores que les permitía confeccionar materiales de construcción a partir de la tierra, de un modo similar a cómo los propios excavadores endurecían las superficies interiores de sus túneles. Habían... ¡Dios, qué no habían hecho! Si su padre la hubiera atendido como era debido y le hubiera dado el respaldo que le pedía, ¡con qué placer y competencia ella podría haber hecho lo mismo!
No se trataba de que lo hubiera hecho mal, pero Marge Menninger no podía soportar ser la segunda en nada y, en ese momento, los Grasis controlaban el planeta entero (con la salvedad de la docena de hectáreas en las que estaba establecida su colonia, todo lo demás era de ellos). Su avión recorría Jem a voluntad, según los satélites espías. En ese momento tenían tres colonias distintas, contando la que antes pertenecía a los probablemente ya difuntos Poblas. Y, aparte de las raras ocasiones en que se atrevía a enviar a Kappelyushnikov en un rápido vuelo de reconocimiento (¿qué podría hacer si su único y solitario avión sufriera un inexplicable «accidente?»), estaba a ciegas, con la excepción de lo que le pudieran contar los satélites y los pocos globonoides que quedaban vivos. Incluso había obligado a Danny Dalehouse a quedarse en tierra, no sólo por el riesgo que corría él mismo —que ya era una razón de por sí, pues en privado reconocía que no quería que lo mataran—, sino porque la electricidad que producía el hidrógeno era más útil para los focos, que servían para proteger el campamento y ayudaban a crecer las cosechas. Además, lo había convertido en aprendiz del agrónomo, junto con Morrissey y la chica búlgara... un momento, pensó: ¿Dalehouse y Dimitrova? Tal vez, pero no parecía probable. Se llevaban bien, pero no tanto como para eso. Aunque, si no él, ¿quién?
A propósito, pensó mirando a Guy Tree mientras charlaba de planes ante la eventualidad de un ataque importante de los krinpit, ¿quién era el padre de su propio hijo en potencia? ¿Dalehouse? ¿Tree? ¿Aquel cabrón de Sweggert, con sus trucos pueriles? Eran los candidatos más probables, pero ¿cuál de ellos?
En otros tiempos, una parte de Marge Menninger habría contemplado con sarcástico divertimento a esa otra parte de Marge Menninger que de verdad, ¡maldita sea!, quería conocer la respuesta. En ese momento, no tenía espacio mental libre para ese tipo de diversiones. La idea de mencionarle a Nguyen Tree que ambos podrían convertirse en padres con cierto retraso le pasó por la cabeza el tiempo necesario para descartarla. Contárselo supondría enfrentarse a una situación cómica, desde luego, pero también a complicaciones que no quería tener. Lo primero era lo primero.
—¿Hay algún arquero en el campamento? —preguntó. Tree se interrumpió en medio de la explicación de su propuesta de armar un par de canoas.
—¿Qué?
—Gente que sepa manejar el arco y la flecha, hombre. Debe de haber alguien. Me gustaría organizar un concurso, como parte del programa de deportes.
—Es muy probable, Marjorie, pero no creo que dispongamos de arcos y flechas.
—Si saben cómo dispararlas, sabrán como hacerlas, ¿no? O, en todo caso, la información estará en las microfichas. Pon eso en marcha, Guy, por favor. Daremos premios: café, cigarrillos, donaré una botella de scotch. —Mientras el vietnamita hablaba de cómo pensaba montar una ametralladora ligera en una canoa, a Marge se le había ocurrido que las existencias de municiones tampoco durarían para siempre, pero no estaba dispuesta a decírselo ni siquiera a su segundo.
Tree parecía perplejo, pero procedió a tomar nota en su cuaderno.
—Será una habilidad útil para la caza, supongo.
Margie asintió sin responder. ¿Cazar el qué? Todos los animales que habían visto sobre la superficie del planeta estaban lo bastante acorazados para tomarse a risa un arco casero, un notable error de la evolución en este planeta, de eso no le cabía duda. Sin embargo, no hizo ningún comentario.
Mientras inspeccionaban la planta energética, una mensajera de la cabaña de comunicaciones se acercó corriendo.
—La nave está de camino al planeta, coronel —le informó jadeando—. Ya han encendido la retropropulsión. Deberíamos verlos en un par de minutos.
—Gracias a Dios —dijo Margie—. Enciende el sistema de altavoces. Guy, prepara veinte soldados para la descarga. Avisa a la mayor Arkashvili que esté preparada en caso de aterrizaje de emergencia.
No hubo aterrizaje de emergencia, pero tampoco fue perfecto. El sistema de frenado se desplegó en toda su amplitud, la nave descendió girando en su racimo de tres paracaídas, que se desprendieron a tiempo, y luego se ayudó de sus cohetes. No llegó a la playa donde habían aterrizado las demás naves, se quedó a casi un kilómetro y cayó en la jungla sin que se la pudiera ver desde el campamento.
La buena noticia era que nadie resultó herido. Las quince personas a bordo llegaron al campamento por sus propios medios; doce de ellas eran mujeres jóvenes. Dios había escuchado las oraciones de Margie, como mínimo en este asunto. La mala noticia era que cuanto traía la nave tendría que ser trasladado a lo largo de ochocientos metros de terreno irregular, a través de la jungla y salvando media docena de barrancos. Daba igual. Los tenía ahí. A medida que Margie revisaba el inventario, empezó a relajarse. Todo estaba allí, hasta la última cosa que había pedido, algo más: semillas y herramientas de mano, armas y manuales de enseñanza. No era bastante, nunca era bastante, pero sí todo lo que había esperado.
La prioridad era llevar cuanto fuera transportable al interior del perímetro del campamento. Eso significaba organizar grupos de trabajo y guardias armados que los acompañaran. No se había avistado ningún kinprit cerca del punto de aterrizaje, pero los bosques estaban atestados de ellos. Margie no se relajó lo bastante para saludar a los recién llegados hasta que los primeros pelotones empezaron a volver desordenada— mente con cajas de alimentos y paquetes de microfichas, bicicletas plegadas y cajones de recambios electrónicos. Les dio la mano uno por uno, los llamó por su nombre y se los pasó a Santangelo para que les asignara alojamiento. Un mayor negro de poca estatura se quedó atrás.
—Tengo algo para usted, coronel —dijo palmeando un maletín portadocumentos—. En privado, si no le importa, coronel.
—Acompáñeme, Vandemeer; se llama así, ¿verdad? —Él asintió educadamente y la siguió a su despacho, donde colocó el maletín sobre la mesa.
—Aquí lo tiene, mi coronel —dijo abriéndolo.
No era un portadocumentos. Cuando hubo abierto todos los cierres, uno de los costados se despegó descubriendo un microprocesador con un panel de cristal líquido. El mayor tocó uno de los botones y el aparato se encendió, mostrando una hilera de símbolos escritos muy juntos.
—Aquí tiene el sistema de guía, mi coronel. Hay doce destructores de satélites en órbita, y éstos son los controles.
Margie lo acarició. Una cálida sensación nació en el fondo de su estómago y se difundió por todo su cuerpo, como una excitación casi sexual.
—¿Usted domina esto, Vandemeer? ¿Puede localizar los satélites de los Grasis?
—Sí, mi coronel. Hemos conseguido localización y seguimiento de cuatro de ellos, incluido su principal receptor tactran, así como los de los Poblas; tienen dos, pero no parecen estar activos. —Tecleó con pericia una combinación en el procesador y cambiaron colores y símbolos—. Las luces verdes son los nuestros. Las rojas, los de los Poblas, y las amarillas, los de los Viscosos. Las líneas todavía en blanco están en alerta. Si se acerca algo a menos de dos millones de kilómetros el sistema de orientación lo seguirá e identificará, y uno de estos pájaros libres fijará su seguimiento.
La sensación de calidez se propagaba por todo su cuerpo. Aquél había sido el objeto más importante de la carta de regalos navideños de Margie, y el que menos segura estaba de recibir. ¡Ahora los cabrones sobrevivían a su merced!
—Gracias, mayor —dijo—, quiero que me enseñe cómo utilizar este aparato, y en cuanto lo aprenda quiero que esté permanentemente en su posesión o en la mía, doce horas al día cada uno, hasta nueva orden.
—Sí, mi coronel —respondió él sin ninguna emoción—. Tengo algo que su padre me pidió que le entregara en persona.
Era una carta, no una microficha. Una carta de papel, en un sobre con su nombre escrito de puño y letra por Godfrey Menninger.
—Gracias, mayor —repitió—. Vaya a instalarse y llévese el controlador con usted. —Cuando el oficial se dio la vuelta, añadió—: ¿Mayor? ¿Las cosas van muy mal por casa?
Él se detuvo y la miró.
—Bastante mal —dijo—. Sí, así lo expresaría yo, coronel, bastante mal.
Margie sostuvo la carta durante un instante. Luego se la metió en el bolsillo y salió a ver cómo avanzaban los trabajos de descarga porque no estaba preparada del todo para leer las palabras sin censurar que le concretarían qué significaba «bastante mal».
Dejarla a un lado no le hizo olvidar que estaba ahí. No paró de manosearla mientras abroncaba al sargento Sweggert por acosar a dos de las recién llegadas cuando debería haber estado trasladando el cargamento. Cuando empezó una discusión sobre qué había pasado con una caja de linternas —«Mi coronel, las dejé en el suelo sólo un segundo, creía que se las habría llevado alguno de los otros»—, su mano volvió a la carta. Cuando la tienda comedor avisó para el desayuno, no pudo resistir más, se llevó la bandeja y la misiva a su despacho y la leyó mientras comía:
Marge, cariño:
Lo has conseguido todo, hasta la última petición de la lista, pero ya no queda nada en el lugar de donde ha salido. Los Grasis han ordenado que abandonemos nuestras plataformas de la cordillera mesoatlántica. Es un farol. Los estamos poniendo a prueba. Cada gota del combustible necesario para la propulsión de otras naves se ha confiscado para alimentar los misiles hasta que se echen atrás. Además, está también el asunto de Perú. Los Poblas han montado unas «elecciones» fraudulentas y no nos vamos a quedar con los brazos cruzados, de manera que estaremos en alerta militar total durante los próximos meses, tal vez más tiempo.
Estás sola, cariño. Esta situación se alargará al menos un año, puede que incluso más porque el presidente está amenazado por un proceso judicial para que dimita. Tal vez ocurra algo peor: la semana pasada dos tanques de la Guardia Nacional atentaron contra él. Le dije que tenía que declarar la ley marcial, mandar el Congreso a casa y tomar medidas enérgicas, pero es un político. Cree que puede capear la situación. Si lo hace, eso significa que se va a pasar el resto de su mandato intentando ganar puntos con los votantes, lo que implica recortar un montón de programas importantes.
Uno de ellos podría ser el tuyo, cariño.
No te diría esto si no supiera que puedes apañártelas y todo indica que, además, no te quedará otro remedio.
Eso era todo, ni siquiera iba firmada. Margie se sentó con la carta en las manos y al cabo de unos minutos se dio cuenta de que se había olvidado de acabar el desayuno.
Ya no le apetecía, pero tampoco iba a desperdiciar comida, sobre todo ahora. Se obligó a comerlo todo y hasta que no hubo acabado la última miga no se percató de que el sonido del campamento había cambiado. Algo iba mal.
Mientras el sargento Sweggert estaba comiendo oyó dos ruidos, pero no cercanos ni muy potentes. Parecían disparos. Nadie más en la tienda comedor dio la impresión de haber oído nada. Rebañó el plato de jamón enlatado y huevos deshidratados, recogió el gran trozo de pan y se dirigió hacia la entrada sin dejar de masticar.
Hubo un tercer disparo.
Esta vez no había confusión posible. Algún atontado hijo de puta estaba jugando con su arma. No le podía echar la culpa; si Sweggert hubiera tenido un krinpit en la mirilla de su arma también se habría sentido tentado a reventarlo, pero tres disparos era desperdiciar munición. Apresuró la marcha y se dirigió hacia el perímetro. Al dar la vuelta a la tienda de la cocina, vio a una docena de personas alrededor del puesto de guardia emplazado colina arriba, mirando hacia el sendero que llevaba al lugar donde había aterrizado la nave de reaprovisionamiento. Algunos más se dirigían ya hacia el puesto y cuando él llegó eran una veintena. Todos hablaban a la vez.
Los disparos procedían de la parte alejada del sendero. —¿Quién está ahí? —preguntó agarrando por el hombro a la cabo Kristianides.
—Aggie y dos soldados. Decidieron ir a por otra carga antes de correr a la cola de la comida. El teniente Macklin acaba de salir con una patrulla tras sus pasos.
—Pues sentaos y cerrad el pico hasta que vuelvan —ordenó Sweggert, pero no era una orden que quisiera aplicarse a sí mismo. No era propio de Aggie empezar a disparar por las buenas en la jungla. El grupo se iba haciendo más numeroso; el coronel Tree llegó corriendo, con su aspecto de pequeña muñeca de porcelana, seguido por media docena de hombres más del comedor, y por último la coronel. Diez personas hablaban a la vez, hasta que Margie gruñó:
—¡Descansen! Aquí viene Macklin, veamos qué cuenta.
Macklin no tenía nada que contar. Se acercó subiendo por la tierra aplastada en que se había convertido el sendero, con la carabina en posición de combate, mirando a ambos lados hacia la jungla. Al aproximarse, vieron también que los dos hombres que lo seguían cargaban con alguien, y el último soldado avanzaba de espaldas, llevando el arma en la misma posición que Macklin.
Lo que cargaban era un cadáver, el cuerpo de una mujer, pero no se podía afirmar nada más. Su rostro era irreconocible. Cuando la dejaron en el suelo se hizo patente que no sólo la habían atacado en la cara. Un brazo estaba desgarrado hasta el hombro y había un agujero de bala entre sus pechos.
—Krinpit —espetó el mayor Santangelo.
—Los krinpit no tienen armas —dijo la coronel Menninger con los labios apretados—. Tal vez fueran krinpit, pero no estaban solos. ¡Tree! Compruebe el perímetro. Quiero hombres armados en todos los puestos y personal de reserva en todos los puntos. Santangelo, convoque a los que no estén de servicio. Concédanos doscientos metros a Sweggert y a mí, luego síganos. Sweggert, escoja tres hombres, usted y yo vamos a acercarnos hasta allí.
—Sí, mi coronel. —Se dio la vuelta, le quitó el AGR, el arma de gas sin retroceso, a la cabo Kristianides y escogió a tres hombres de su pelotón al azar, mientras la coronel Menninger escuchaba el informe del teniente Macklin. Sólo había recorrido la mitad del sendero cuando encontró el cadáver y un par de cajas de suministros tiradas y saqueadas. No sabía dónde estaban los otros dos. Había regresado a buscar refuerzos. Marge Menninger no escuchó más. Se lo pasó al mayor Santangelo e hizo un gesto a Sweggert para ponerse en marcha.
A intervalos de veinte segundos, atravesaron uno tras otro el campo abierto que quedaba expuesto al fuego y se reunieron bajo el arco de un multiárbol. Mientras Sweggert esperaba a los demás, oyó las vibraciones y gemidos de algunas criaturas con caparazón, pero no muy cerca. El hombre que llegó a continuación también lo oyó, volvió la cara hacia Sweggert y articuló sin ruido la pregunta: ¿Krinpit? Sweggert asintió con gesto feroz e hizo señas imponiendo silencio. Cuando la coronel Menninger cruzó el campo abierto, corrió diez metros más allá de ellos, se apoyó en una rodilla, miró cautelosamente a su alrededor, levantó una mano y ordenó a los demás que avanzaran.
Jodida melenuda, pensó Sweggert. Era típico de aquella zorra escogerlo para algo así. Se la tenía jurada desde que se la había metido. Hizo una señal al resto de la patrulla para que fueran avanzando, uno por uno, dos a un lado del sendero y el tercero, con la coronel y él, al otro; cuando los demás acabaron la carrera esperó diez segundos y corrió él también hasta echarse cuerpo a tierra al lado de la coronel.
—Ahí es donde la pillaron —dijo jadeando mientras señalaba sendero adelante. Podían ver media caja de tubos fluorescentes aplastada y con el contenido esparcido por el suelo.
—¡Ya lo veo, sargento! Sigamos, no quiero que Santangelo me pise el culo.
—Sí, mi coronel. —Avanzó encorvado, serpenteando entre la maleza, y se dejó caer de nuevo. La lejana vibración del krinpit seguía siendo audible, pero no parecía más cercana. La patrulla avanzó a saltos por la jungla hasta que la masa de la nave de aprovisionamiento apareció ante ellos. El claro que se extendía ante la imponente mole presentaba huellas. Hizo un gesto con la mano para llamar la atención de la coronel Menninger y luego señaló a la copa de un multiárbol. Ella asintió, y cuando a Sweggert le llegó el turno de correr otra vez, se dirigió al tronco más próximo, se colgó el AGR al hombro y empezó a subir la maraña de vegetación. No se parecía mucho a subir a un árbol de verdad, esto era más fácil. Las ramas planas y arqueadas eran como una sucesión de escalones, y las hojas que caían como estalactitas colgando entre ellas servían de asideros.
Lo malo era que resultaba difícil ver a través de la maleza. Sweggert tuvo que cambiar dos veces de posición para poder tener una visión clara del cohete.
Finalmente pudo observar la base de la nave y, justo delante de ella, los cadáveres de los otros dos soldados. Habían sido brutalmente mutilados. No había rastro de ningún krinpit y los sonidos que había oído parecían haberse alejado todavía más.
El sargento Sweggert empezó a sentirse un poco mejor. ¿Por qué coño iban a asustarlo los krinpit? Eran unos bastardos ruidosos, era imposible que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de él sin oírlo. Y, en ese caso, el AGR daría cuenta de él. Por supuesto, conjeturó, tal vez no estuvieran solos. Quizá vinieran con un par de Grasis, pero ¿qué importaba eso? Los Grasis eran Grasis: latinos, árabes o ingleses, y todavía no había amanecido el día en que él temiera toparse con uno de ellos en el bosque. Se echó la gorra hacia atrás y se acomodó. Si aparecía algo en ese claro, lo reventaría, y mientras tanto iba a disfrutar del entretenido espectáculo de contemplar a Margie Menninger arrastrándose por el suelo, casi debajo de él. Al otro lado del sendero vio que alguien se movía, también silenciosamente; giró el AGR para captarlo en la mirilla pero cuando la figura se deslizó entre los arbustos comprobó que se trataba de uno de los soldados de su propia patrulla. Giró de nuevo el arma y la apuntó hacia Marge, desplazando los hilos cruzados de la mirilla desde la base de su cráneo hasta las caderas. Estaría bien, fantaseó, si pudiera darle un susto que no olvidara jamás, justo en medio del viejo...
A sus espaldas, un sonido tan débil que era casi inaudible lo paralizó. Un poco tarde, comprendió que había cometido un error en su razonamiento. Los krinpit y los seres humanos no eran los únicos que habitaban Jem. Al empezar a girarse vio a una criatura delgada y larga, más larga que lo que él tenía de alto. La criatura subía hacia él apoyándose sobre doce patas como mínimo, mientras con otras sostenía lo que podría ser una especie de arma. El maldito bicho parecía llevar puestas unas gafas de sol, pensó sorprendido mientras intentaba apuntar el AGR. Fue demasiado lento. No oyó el disparo que le atravesó la cabeza.
Marge Menninger fue la primera que volvió al campamento. No esperó a que acabara la limpieza; en cuanto supieron qué estaban buscando, los cuarenta soldados armados registraron a fondo la zona. Sólo consiguieron matar a tres excavadores, pero uno de ellos era el que había asesinado al sargento Sweggert. Siempre fuiste un cabrón con suerte, pensó la coronel, ahora ya no tendrás que preocuparte del consejo de guerra por violación. Detuvo a un hombre que pasaba a su lado y lo envió corriendo a la tienda de comunicaciones; antes de llegar a su despacho, oyó el anuncio por el sistema de altavoces:
—¡Mayor Vandemeer! ¡Preséntese inmediatamente a la coronel!
Se encontró con él en la puerta. Buen chico, había venido corriendo a medio vestir, pero traía el maletín consigo.
—Ábralo —gruñó—. Están armando a los reptadores contra nosotros, les dan armas y gafas. Eso es lo que Tinka intentaba decirme. ¡Rápido, hombre!
—Sí, mi coronel. —Incluso al imperturbable mayor Vandemeer le temblaban las manos al abrir los cierres—. Preparado, mi coronel —informó con los dedos colocados en posición.
La rabia que sentía en la cabeza se compensaba con la calidez que se extendía en la parte baja de su vientre. Se rascó con vigor y bramó:
—¡Vuélelos!
—¿A quiénes, mi coronel?
—¡A los Grasis! ¡Reviente sus pájaros, todos! —Observó el complicado ritual y luego frunció el ceño—. Ya que está en ello, elimine también los de los Poblas.
XIX
Godfrey Menninger se despertó preguntándose quién estaba zarandeando los pies de la cama.
No había nadie. Estaba solo en su habitación, idéntica a otras cien mil habitaciones de cualquier Holiday Inn o Motel Howard Johnson's de todo el mundo. Había un teléfono sobre una mesilla de noche junto a la cama, y el televisor lo contemplaba grisáceo desde el alargado mueble pegado a la pared que hacía las veces de mesa, cómoda y estante. El teléfono era prácticamente el único elemento visible que distinguía a la habitación, porque se trataba de un artilugio de pulsadores con luces de colores que parpadeaban por delante. El otro elemento extraño resultaba más difícil de ver. Las cortinas de una de las paredes cubrían una inmensa pantalla de likris, no una ventana. No tendría sentido que hubiera ventanas, estaba doscientos metros bajo tierra.
El reloj marcaba las 06.22 horas. Menninger había dado órdenes de que le avisaran a las siete. Por tanto, no fue una llamada lo que la había despertado. Sólo había otras dos posibilidades, y ninguna de ellas era atractiva. God Menninger pensó en llamar por teléfono, encender el televisor o correr las cortinas de la pantalla de situación de likris, acciones todas ellas que le habrían informado al instante de qué estaba sucediendo. A pesar de todo, decidió no hacer nada de eso. Si hubiera habido una amenaza inmediata le habrían avisado ya. La manera disciplinada y hierática que tenía Margie de encarar los problemas no la había aprendido en West Point, la había recibido de pequeña, sentada en las rodillas de su padre. Si ella era buena quitándose de la cabeza pensamientos que la distraerían, él era soberbio. Así pues, descartó el problema, se puso la bata con brocados, entró en el baño y se preparó una taza de café instantáneo con agua del grifo.
Los primeros minutos tras despertarse eran preciosos para él. Tenía el convencimiento de que sus dos matrimonios habían fracasado porque había sido incapaz de hacer entender a sus esposas que no se le podía hablar, nunca, bajo ninguna circunstancia, durante al menos la primera media hora después de levantarse. Era el momento del café, el de reunir fuerzas y el de recordar todo lo que tenía que hacer. La conversación destruía esos instantes. Una de las debilidades de la personalidad de Godfrey Menninger era que tendía a destruir a cuantos infringieran esa norma.
El café estaba a la temperatura justa y se lo bebió como si fuera una medicina, trago a trago, hasta acabárselo.
Se quitó la bata, se sentó con las piernas cruzadas en la posición de semiloto en la cama, dejó que su cuerpo se relajara y empezó a recitar su mantra.
Godfrey Menninger nunca había entendido del todo qué sucedía en sus neuronas y sinapsis cuando practicaba meditación trascendental, ni siquiera lo había intentado en serio.
No parecía hacerle ningún daño, y el único coste consistía en dos mil cuatrocientos segundos de cada veinticuatro horas. Raramente hablaba del tema con nadie, y por tanto no tenía que justificarse. Parecía funcionar. ¿Funcionar cómo? ¿Para hacer qué? Eso no lo sabría responder con precisión. Cuando meditaba se sentía más seguro y más confiado en su seguridad. No era poco beneficio para la inversión de menos de un tres por ciento de su tiempo. Al sentarse, mientras su cuerpo se apartaba de él y el reiterado ta—lenn, ta—lenn del mantra se convertía en una especie de ropaje sonoro que lo envolvía casi sin notarlo, su cerebro entero se transformaba en un receptor. No emitía nada, sólo percibía. Bajo los párpados, veía caras y figuras que se fundían unas con otras. Algunas eran hermosas y otras parecían gárgolas. Algunas estaban grabadas con las líneas de punta seca más cortantes; otras parecían modeladas en oro. No tenían ningún contenido emocional para él. Los gruñidos de los demonios no asustaban. El encanto no atraía, sólo estaban allí. Finas cadenas de palabras pasaban flotando por su conciencia, como fragmentos de una conversación de la mesa de al lado en un restaurante. Hablaban de ultimátums, megatonelajes, de una caricia recordada y de la necesidad de un corte de pelo, pero no había ninguna orden imperativa en ellas. La memoria que las bombeaba por su mente las volvía a absorber sin dejar ningún vestigio.
A más de dos mil kilómetros de distancia y medio kilómetro bajo la superficie, dentro de un submarino que pertenecía al Bloque de Combustible, un vicealmirante de la armada libia estaba programando «La que llevaba su nombre inscrito». Menninger no lo sabía. Sus pensamientos flotaban libres en el infinito, en todas direcciones, pero todas las direcciones se desplegaban dentro del espacio interior de su mente. No podría haber hecho nada útil al respecto si hubiera sabido lo que pasaba.
La cama volvió a moverse.
No era un terremoto. No había terremotos en Virginia Occidental, pensó mientras salía de su ensueño preparándose para abrir los ojos. Era un movimiento más definido de lo que un sismo lo habría sido, más rápido e insignificante que el lento golpear de un deslizamiento de la corteza terrestre. No fue especialmente fuerte, y si todavía hubiera estado dormido tal vez ni siquiera lo habría despertado. A pesar de ello, algo había sido. Las luces empezaron a parpadear.
Se suponía que las luces no debían parpadear a doscientos metros de profundidad bajo la ladera de una montaña de Virginia Occidental. Una planta generadora de megavatios 23"Pu, a la que se daba salida a través de un kilómetro de tuberías para emerger al otro lado de la colina, era inmune a la mayoría de los acontecimientos del exterior. Los rayos no alcanzaban a los transformadores subterráneos. Los vientos no podían soltar el cableado, pues no había cables al aire libre. Lentamente, los colores parpadeantes de la base del teléfono se apagaron uno tras otro. Centelleó una única luz roja y sonó el timbre. Descolgó el teléfono y dijo:
—Menninger al habla.
—Han caído tres misiles, señor, han fallado por poco. No hay daños estructurales. El punto de partida probablemente se encuentre en las cercanías de la provincia de Sinkiang. La ciudad de Wheeling ha sido destruida.
—Estaré ahí en seguida —dijo. Todavía estaba saliendo de la meditación, así que no miró el panel de situación del dormito— rio, pero tampoco se detuvo a ducharse ni afeitarse. Se frotó la axila con desodorante, baño de puta francesa pero suficiente, se pasó un peine por el pelo, se puso el mono de trabajo y los zapatos y recorrió a paso rápido el tranquilo pasillo de alfombras beige hacia la sala de mando.
El mapa de situación estaba iluminado de punta a punta.
—Aquí tienes tu café —dijo la general Weinenstat. No pronunció una palabra más; conocía sus costumbres. Menninger tomó la taza sin mirarla porque sólo tenía ojos para el panel. Mostraba una esquemática proyección Mercator de la Tierra. Dentro del mapa, las estrellas rojas brillantes señalaban los objetivos eliminados. Las estrellas azules brillantes también eran objetivos eliminados, pero en el bando equivocado: se trataba de Washington,
Leningrado, Buenos Aires, Hanoi, Chicago y San Francisco. Las siluetas rojas rotas en las zonas oceánicas del mapa eran los buques lanzamisiles del enemigo destruidos. Había más de un centenar, pero también había cerca de sesenta puntos azules hundidos. Los objetivos que palpitaban, tanto en rojo como en azul, eran concentraciones importantes que todavía no habían sido destruidas. Quedaban relativamente pocas; su número descendía mientras miraba: Kansas City, Tientsin, El Cairo y el complejo urbano entero que se extendía alrededor de Frankfurt dejaron de existir.
La segunda taza de café no era medicinal, sino que lo confortaba. Le dio un sorbo y preguntó:
—¿Cuál es la capacidad de segunda respuesta que les queda?
—Marginal, Godfrey, tal vez un centenar de misiles operativos en las próximas veinticuatro horas, pero estamos reduciendo su número a cada hora que pasa. Nosotros contamos con casi ochenta y sólo dos de nuestras instalaciones protegidas han sufrido daños.
—¿Daños locales?
—Bueno..., hay muchas bajas. Aparte de eso, no vamos mal. La contaminación de superficie se mantiene dentro de límites aceptables, en cualquier caso aceptables en el interior de vehículos acorazados. —Le hizo un gesto a un ordenanza para que sirviera más café y añadió—: Es demasiado pronto para decir nada de la captura de isótopos de larga vida, pero la mayor parte de la región agrícola del cinturón de maíz parece en buen estado, al igual que México y el noroeste del Pacífico, aunque sí hemos perdido el Valle Imperial.
—Así que por ahora no vamos mal.
—Yo diría que no, God.
—Por lo menos, durante las próximas veinticuatro horas. Luego pueden empezar un nuevo despliegue. —Ella asintió. Era un hecho bien conocido que todas las naciones importantes habían escondido misiles y componentes militares. No estaban disponibles a los diez minutos de dar la orden, como los almacenados en los silos o los submarinos. No podían lanzarse apretando un botón, pero tampoco podían eliminarse a larga distancia, pues no se sabía dónde estaban escondidos. Menninger añadió—: Y no podemos buscarlos porque los destructores de satélites nos han dejado medio ciegos.
—Nosotros los hemos cegado por completo a ellos, Godfrey. No les queda ni un solo ojo en órbita.
—Sí, sí, lo entiendo —dijo con irritación—. Hemos ganado el intercambio. Malditos locos. Bien, pongámonos a trabajar.
El «trabajo» de Menninger no se relacionaba directamente con el intercambio de misiles que estaba remodelando la superficie de la Tierra, haciéndola cada vez más parecida al infierno. Eso no era responsabilidad suya. Lo que ocurría en esos momentos eran sólo los preliminares, como cuando una amante iba al baño para colocarse el diafragma mientras él esperaba repantigado al borde de la cama. Ella no necesitaba su consejo ni ayuda en esa fase, del mismo modo que tampoco la necesitaban los jefes de Estado Mayor mientras se desarrollaban los combates reales. Su participación, en cambio, sería crucial en el período inmediatamente posterior.
Mientras tanto, uno de aquellos malditos locos había acabado de programar un misil e intentaba reunir a los tripulantes necesarios para realizar el lanzamiento. No era fácil. La bomba de neutrones había hecho lo que se suponía que las Armas Nucleares de Radiación Reforzada debían hacer: atravesar los imprudentemente escasos metros de agua, penetrar en el tubo de acero de su submarino y matar a la mayor parte de la tripulación. El propio vicealmirante libio había recibido casi cinco mil rads. Sabía que sólo le quedaban unas horas de vida, pero con un poco de suerte su objetivo viviría todavía menos.
Tres horas de sueño no eran suficientes. Menninger sabía que estaba irritable y un poco confuso, pero había enseñando a su gente a entenderlo y ellos hacían concesiones. A intervalos de cinco minutos el mapa desaparecía y la pantalla de likris emitía una secuencia de una serie de imágenes que cambiaban cada diez segundos: gráficos de la capacidad industrial destruida y restante, curvas de bajas, histogramas de estimaciones sobre la eficacia de combate. En la Sala de Operaciones contigua al puesto de mando de Menninger, más de cincuenta personas trabajaban al límite de sus fuerzas para corregir y poner al día esos datos. Menninger apenas los miraba. Sus preocupaciones eran políticas y organizativas. Rose Weinenstat aparecía en el aparato que emitía con interferencias para el Mando Conjunto cada pocos minutos, no tanto para dar o recibir información como para que los demás fueran conscientes, en todo momento, de que la figura extraoficial más importante del gobierno no les quitaba ojo de encima. Sus tres enlaces civiles se mantenían en contacto con los gobiernos de los Estados y los organismos gubernamentales, y Menninger en persona hablaba, uno por uno, con los altos funcionarios del gobierno, los principales senadores y algunos gobernadores... cuando podían localizarlos. Todos eran de EE UU, no de los Gordos; el resto del Bloque de Alimentos se mantenía en contacto a través del filtro de la Sala de la Alianza, y cuando uno de ellos exigía su atención personal lo tomaba como una intrusión.
—No se da por contento conmigo —le informó la general Weinenstat—, tal vez deberías concederle un minuto, Godfrey.
—Mierda. —Menninger dejó el bolígrafo en el punto exacto donde había interrumpido la lectura de una orden de nueva movilización e hizo un gesto a la general para que cambiara de canal.
La cara que apareció en la pantalla del teléfono era la del mariscal Bressarion del Ejército Rojo, pero la voz pertenecía a su intérprete.
—El mariscal —dijo la voz que sonaba minúscula a través del aparato que interfería las emisiones— no cuestiona que usted y el Mando Conjunto estén siguiendo las órdenes del presidente, pero le gustaría saber quién es ahora el presidente. Estamos al corriente de la desaparición de Washington y de que los Refugios Uno y Dos han sido alcanzados.
—El presidente actual —dijo Menninger, controlando con paciencia su irritación— es Henry Moncas, que era el presidente de la Cámara de Representantes. La sucesión se ha desarrollado tal y como prescribe nuestra ley fundamental, la Constitución de Estados Unidos.—Sí, por supuesto —dijo la intérprete, después de que Bressarion lo hubiera escuchado y ladrado seguidamente algo en ruso—, pero el mariscal no ha podido ponerse en contacto con él para que se lo confirme.
—Hemos tenido problemas con las comunicaciones —admitió Menninger. Miró más allá del teléfono, donde Rose Weinenstat formaba las palabras «en tránsito» con los labios—. Además —añadió—, según me informan, el presidente está en proceso de desplazarse a un lugar plenamente seguro. Como el mariscal sin duda comprenderá, eso requiere una interrupción de las comunicaciones.
El mariscal escuchó con impaciencia, y luego habló durante unos segundos en ruso, como una metralleta. La intérprete sonó mucho más tensa cuando dijo:
—Lo entendemos, pero hay ciertas cuestiones sobre la pertinencia de los canales de autoridad, y el mariscal agradecería hablar directamente con él en cuanto..., ¿sí?, ¿hola?
La imagen se desvaneció. La general Weinenstat dijo disculpándose:
—Me pareció un momento oportuno para tener dificultades de transmisión.
—Buena idea. A propósito, ¿dónde está ese cabrón? —¿Henry? Oh, está sano y salvo, Godfrey. Lleva una hora o más ordenando que te presentes ante él.—Hum... —Menninger pensó un momento— te diré qué vamos a hacer. Ordena que traigan un equipo con protección antirradiación y así podré informarle. No aceptes un no por respuesta. Dile que aquí estará más seguro que en su propio agujero. —Recogió el bolígrafo y se rascó la boca del estómago, que se estaba quejando. Quería zumo de naranja para elevar su nivel de azúcar en sangre y crépes para que sirvieran de base a la siguiente taza de café. Quería su desayuno, y era consciente de que estaba raro porque tenía hambre—. Entonces veremos quién es el presidente —añadió sin dirigirse a nadie en concreto.
El almirante libio había reunido a su tripulación al borde de la Bahía de Campeche, había subido el submarino hasta doscientos metros y avanzaba recto y horizontal. Ninguno de ellos se encontraba bien, sufrían diarrea y vomitaban con tanta frecuencia que la nave entera olía como una letrina, pero todavía podían servir, al menos durante un tiempo. Y lo hacían. La doctrina naval libia imponía un gran misil por buque en lugar de unos cuantos misiles pequeños. Cuando este gran misil quebró la superficie del Golfo, una docena de radares lo captaron inmediatamente. Los asustados pero hasta el momento indemnes turistas que descansaban en los porches de Mérida vieron destellos brillantes y malignos hacia el oeste, sobre el agua, cuando un crucero cubano localizó al intruso y disparó misiles antibalísticos. Ninguno alcanzó al libio. Era un misil de crucero, no balístico, fácil de identificar pero de trayectoria difícil de predecir mientras seguía rumbo norte—noroeste hacia la estrecha faja de Florida. Las armas defensivas pasaron rozándolo al cruzar la costa una docena de veces, hasta que lo perdieron de vista. Había numerosas instalaciones a lo largo de la trayectoria que seguía que tenían el deber de detectar y destruir un misil como ése, pero ninguna de ellas seguía siendo operativa.
La última imagen de Margie la mostraba con un pie sobre el caparazón de un krinpit muerto, con aspecto cansado, sonrojada y feliz. Era la mejor fotografía de su hija que recibía God desde su época de joven excursionista, y había encargado que se la ampliaran en papel para llevarla en la cartera. La general Weinenstat la miró con atención y se la devolvió.
—Es un orgullo para ti, God —dijo.
El miró la imagen un momento y se la guardó.
—Sí. Espero que haya recibido su material. ¿Te imaginas a su madre? Le conté que Margie quería algunos patrones para vestidos y quiso que le enviara unos mil metros de tela.
—Si hubieras dejado que la criara su madre, no conseguiría los índices de eficacia que me has estado enseñando.
—Supongo que no. —El último no contenía más que elogios, al menos hasta el informe del psicólogo:
«Hostilidad latente hacia los hombres debido a un temprano trauma marital y un leve complejo de edipo inverso. Bien equilibrado. No afecta a la ejecución de sus deberes».
Espero sinceramente que sea así, pensó Godfrey Menninger. Rose Weinenstat lo miró con atención.
—No estás preocupado por ella, ¿verdad que no? Porque no es necesario..., espera un momento. —La general Weinenstat se tocó el artilugio que parecía, pero no era, un audífono que llevaba en el oído. Su expresión se tomó lúgubre.
—¿Qué pasa?
Apagó el comunicador.
—Henry Moncas. Su refugio ha recibido un impacto directo. Están intentando averiguar quién es ahora el presidente.
—¡Mierda! —Godfrey Menninger miró fijamente por un momento los restos de su bandeja de desayuno, sin verla—. Oh, mierda —repitió—, esto tiene mala pirita, Rosie. ¡Y lo peor de todo es que nunca tuvimos alternativa!
La general Weinenstat empezó a hablar, pero cambió de opinión.
—¿Qué? ¿Qué ibas a decir, Rosie?
Ella se encogió de hombros.
—No sirve de nada criticar el pasado, ¿verdad?
Él no dejó que se escapara.
—¿Sobre qué? ¡Vamos, Rosie!
—Bueno..., tal vez entrar en Canadá...
—Sí, eso fue un error, de acuerdo. ¡Pero no nuestro! Los Grasis sabían que no podíamos permitirles introducir tropas en Manitoba. ¡Ese fue un error de Tam Gulsmit! Y otro tanto puede decirse de los Poblas. Una vez habíamos empezado a luchar teníamos que eliminar Lop Nor..., un ataque rápido, limpio, con el mínimo número posible de bajas. Deberían haberlo aceptado en lugar de tomar represalias...
A pesar de sus palabras, oía voces en su interior que cuestionaban sus propias afirmaciones, voces que hablaban con el tono de Tam Gulsmit y el Heredero de Mao: «No corríamos peligro enviando tropas para proteger las arenas bituminosas porque sabíamos que vosotros no podríais permitiros la invasión». «No deberíais haber bombardeado Lop Nor. Deberíais haber sabido que tendríamos que tomar represalias.» Las voces en el interior de la mente de God Menninger eran las únicas que esos líderes tendrían jamás. El Heredero de Mao yacía tumbado con los ojos salidos de las órbitas y la lengua entre los labios, muerto en el refugio profundo construido bajo Pekín, y los átomos que habían compuesto en el pasado el cuerpo de Gulsmit caían de la columna de fuego que cubría Clydeside.
El misil libio había pasado por encima de Atlanta, de Asheville y Johnson City, comparando el terreno con los perfiles que llevaba grabados en la memoria. Los engranajes de seguridad de su carga termonuclear caían uno tras otro mientras su diminuto y paranoico cerebro empezaba a reconocer la cercanía del objetivo que estaba destinado a destruir.
—Tiene mala pinta, Rosie —dijo Godfrey Menninger por fin, levantándose para volver a su mesa. Tal vez debería haber dejado que la madre de Margie se encargara de criarla. En ese caso, Margie tendría seguramente un marido y un par de hijos a estas alturas. Y tal vez..., tal vez el mundo habría sido un lugar diferente. Se preguntó si volvería a tener noticias suyas—. Rosie —dijo—, ponte en contacto con Houston. Comprueba si las conexiones de comunicación con Jem todavía funcionan, y también con las demás colonias, claro.
—¿Ahora mismo, Godfrey? Dame diez minutos. Estoy recibiendo una llamada del Departamento de Defensa.
—Diez minutos está bien —dijo, pero antes de que transcurrieran estaba muerto.
XX
La barca apareció primero entre el aguacero, en la lejanía sobre el agua. En el foso, al lado de Ana Dimitrova, la cabo Kristianides —no, ahora la teniente Kristianides, se corrigió— se levantó y enfocó los prismáticos hacia ella.
—Krinpit —dijo—. Hijo de puta. Apúntale con el arma, Nan, pero no dispares a menos que te lo diga.
Era una orden innecesaria, no habría disparado por nada del mundo, no hasta que hubiera visto por sí misma que en la barca sólo iba un krinpit y no Ahmed Dulla. Y quizá ni siquiera entonces, porque esta locura de armas y disparos era un juego espantoso. Todavía no había tenido que disparar a ningún ser vivo y distaba mucho de estar segura de que pudiera hacerlo; ya lo había dicho, pero nadie quería escucharla. Sin embargo, lo bueno de su ametralladora es que tenía una mirilla telescópica y le alegró apuntarla.
La barca desapareció en la tormenta, pero antes pudo ver que no había ningún ser humano en ella, aunque era lo bastante grande para que cupieran varios.
Cuando volvió a aparecer era mayor y estaba más cerca, y vio que el único krinpit que iba en ella hacía denodados esfuerzos para achicar el agua y mantener intacta la vela trapezoidal, y remaba trayéndola derecha al campamento. A esas alturas ya lo habían visto todos y había al menos una docena de armas apuntándole. Por el sistema de altavoces, la voz de Guy Tree chilló la orden de no disparar. Playa abajo, Marge Menninger, con un AGR bajo el brazo, parecía ajena a la lluvia que la empapaba. Ana limpió la humedad de la mirilla con todo el cuidado que le habían enseñado y volvió a mirar. No podía reconocer a krinpit individuales a primera vista, pero éste no le parecía familiar.
Su esperanza se había visto decepcionada, pero ¡qué esperanza más descabellada!, se regañó a sí misma. Era improbable que Ahmed pudiera aparecer milagrosamente una vez más. E, incluso si reapareciera, ¿quién era ese Ahmed que la había tomado, la había usado y la había vuelto a abandonar? Ya no era la persona que había conocido en Sofía, pensó con tristeza, e intentó animarse y pensar de manera más constructiva.
Fue un intento fallido. ¡Había muy poco sobre lo que pensar de manera constructiva! El mundo que había dejado atrás se estaba autodestruyendo, y el mundo al que había venido parecía resuelto a hacer otro tanto. Desconocía lo que sucedía en las conferencias secretas entre Marge Menninger y sus caballeros guerreros en la cabaña del cuartel general, y tampoco quería saberlo. Sin embargo, bien podría suponer la muerte de todos ellos.
El krinpit había alcanzado ya la zona poco profunda. Se levantó y se tiró por un lado; la barca se meció y alejó mientras él se acercaba con paso titubeante a tierra. No parecía en muy buen estado. Se tambaleó en semicírculo sobre la orilla y luego cayó al suelo con un doloroso chasquido mientras la coronel Menninger y media docena de sus guerreros formaban un cauteloso perímetro a su alrededor.
A lo mejor lo matan, pensó. Bueno, que lo maten. Todos los demás estaban de pie y mirando, pero la atención de Ana vagaba dispersa, hasta que uno de los hombres armados se le acercó corriendo.
—¡Dimitrova, preséntate allí ahora mismo! —gritaba—. ¡Es el que habla paqui! ¡La coronel quiere que vayas a traducir!
Cuando Ana Dimitrova tenía diecinueve años y era una precoz estudiante de último curso en la Universidad de Sofía, candidata a la callosectomía que escindiría para siempre las dos partes de su cerebro y la llevaría a una distinguida carrera profesional como traductora, había visto una película sobre el tema. No lo había pedido, pero ellos no aceptarían su solicitud sin que la viera. La primera parte era una descripción bastante tediosa, aunque instructiva, de la anatomía de ese kilogramo insensible e indefenso de gelatina gris rosácea que intervenía, transformaba y ordenaba todos los sentidos y defensas del cuerpo.
Ante sus propios ojos, un cirujano tomaba un cerebro humano en las manos y le despegaba el tejido para descubrir el gran puente seboso que conectaba las dos mitades, un puente que Ana Dimitrova iba a pedir voluntariamente que le seccionaran. Había una larga explicación, bastante difícil de seguir, sobre cómo se cruzaban los nervios, de manera que la mitad derecha del cerebro parecía asumir la responsabilidad de la mitad izquierda del cuerpo, y viceversa: ¡extraña rareza de la anatomía! Vio cómo los nervios que transportaban las impresiones visuales se intersectaban en el quiasma óptico, pero no del todo, como si una evolución traviesa se hubiera cansado de la broma y hubiera decidido no llegar hasta el final. Toda esa parte de la película, además de inquietante, resultaba bastante difícil de entender. Luego, por fortuna, venían algunas partes cómicas. Cada mitad del cerebro dirigía su propia red de nervios aferentes y eferentes. Los nervios eferentes, los que dirigían la acción, quedaban al margen de la bisección o se reconectaban más tarde, razón por la cual las personas a las que se les practicaba la escisión cerebral eran capaces de caminar sin tropezar en la mayoría de las ocasiones. Los nervios aferentes, los que recibían las impresiones sensoriales del mundo, se separaban, de manera que cada mitad del cerebro podía recibir, procesar y almacenar su propia información, que no compartía con la otra mitad: por eso la traducción era más fácil para los intervenidos.
Sin embargo, había un pero.
Algunos tipos de entrada de información aferente no eran gratuitos, puesto que producían reacciones glandulares. Causaban emociones. Ahí era donde empezaba la parte cómica. La película mostraba a una mujer, una de las primeras voluntarias de ese tipo de cirugía, que tenía un auricular en un oído y estaba leyendo un texto preparado. La voz del narrador del documental explicó lo que hacía: leía en voz alta una ponencia traducida de un congreso matemático. Mientras una mitad de su cerebro leía, traducía y hablaba, la otra mitad escuchaba las palabras que le entraban por el auricular; y esas palabras eran chistes sucios y escatológicos. La voz de la mujer empezó a temblar y tartamudear y un rubor sonrosado le cubrió la cara, aunque la parte de su cerebro que estaba traduciendo no tenía ni la menor idea de a qué se debía. Rubores. Tartamudeos. Dolores de cabeza. Depresión. Eran los síntomas de las filtraciones de una mitad del cerebro a la otra. El tejido cicatrizado que obstruía el flujo de impulsos a través del cuerpo calloso permitía que cada mitad del cerebro trabajara eficazmente por sí sola, pero los sentimientos se filtraban. En cuanto Ana Dimitrova empezó a traducir para la coronel Menninger sintió que esos sentimientos palpitaban en su interior...
—Dice que, dado que las Repúblicas Populares ya no son ninguna fuerza, desea ayudarnos contra el Bloque de Combustible.
—Pues menuda mierda. ¿Y qué va a hacer, matarlos a arañazos con sus piececitos afilados?
... y el dolor de cabeza fue el peor que había sufrido jamás, un dolor que le daba ganas de vomitar, que la paralizaba como unos golpes de saco terrero en la base del cráneo. Sintió náuseas, y el krinpit no la ayudaba. Sharn-igon estaba repulsivamente enfermo, incluso pronunciaba mal, como una radio estropeada, el chirrido apagado y reiterado de su nombre: Sharn-igon, Sharn-igon. El caparazón había adquirido un tono amarillento enfermizo en lugar del matizado color caoba que lucía antes. Estaba agrietado y arrugado. En los bordes, donde el caparazón inferior se unía a la inmensa armadura de la parte superior, las costuras no parecían encajar bien y rezumaban un líquido sucio y fluido.
—Ha mudado —le explicó a la coronel— y cree que está a punto de volver a mudar. Tal vez se deba a los productos químicos que la gente de Combustible ha usado contra ellos.
—Tú tampoco tienes un aspecto cojonudo, Dimitrova.
—Soy perfectamente capaz de seguir, coronel Menninger. —Sin embargo, se apartó del krinpit. Las exudaciones de su caparazón habían oscurecido la arena que lo rodeaba y olía a grasa rancia. Moverse no le sirvió de mucho. La jaqueca y el dolor que latía por debajo aumentaba por momentos.
Marge Menninger se pasó las manos por el cabello húmedo, echándoselo hacia atrás, de manera que dejó las orejas al descubierto. Parecía casi una niña cuando dijo:
—¿Qué crees, Guy? ¿Queremos un verdadero tigre sediento de sangre?
—Nunca se rechaza a un aliado, Marge —dijo el coronel Tree—, pero los Grasis se merendarían a estos tipos sin despeinarse.
—Bien, ¿y qué está diciendo exactamente, Dimitrova? ¿Que les va a ordenar a sus congéneres cangrejos que ataquen el campamento Grasi si se lo pedimos?
—Algo parecido, sí. Sus palabras —añadió la traductora— no siempre son fáciles de entender, coronel Menninger. Habla un poco de urdú, no mucho, y pronuncia muy mal. Además, desvaría. Para él, matar es una cuestión personal, no le importa a quién. A veces dice que quiere matarme a mí.
Menninger evaluó al krinpit con la mirada.
—No creo que esté en muy buena forma para matar a nadie, ¿no?
—¿Es que uno debe encontrarse bien para eso? —le espetó Ana—. Estoy asqueada de tanto hablar de matar, ¡y de tanta muerte! Es una perversa locura que nos dediquemos a matarnos cuando quedan tan pocas personas con vida.
—De eso —dijo Margie suavemente levantando la mano para impedir que Guy Tree estallara— hablaremos en otro momento. Tienes aspecto de estar hecha polvo. Ve a dormir un poco.
—Gracias, coronel Menninger —dijo Ana con frialdad, odiándola, tal vez odiando más todavía la mirada de compasión que había asomado en los ojos de Margie. ¿Cómo se atrevía la maldita ramera a sentir piedad?
Ana se dirigió a su tienda, encolerizada. Volvía a llover con intensidad y un rayo se abatió como un latigazo sobre el agua. Apenas lo notó. A cada paso que daba, las palpitaciones de la cabeza la atormentaban y sabía que, por detrás de aquel dolor físico, un dolor mayor pugnaba por salir de su interior. La piedad era el disolvente que fundiría el dique y lo dejaría emerger, y quería estar sola cuando eso sucediera. Se agachó para entrar en su tienda sin dirigirle la palabra a la mujer que la compartía con ella; se quitó sólo los zapatos y los pantalones y se enterró bajo las colchas.
Casi al instante empezó a llorar.
Ana no hacía ningún ruido, no se estremecía, no se retorcía. Sólo el ritmo irregular de su respiración hizo que la chica negra que estaba en el otro catre se incorporara apoyándose sobre un codo para mirarla; Ana no dijo nada y, al cabo de un momento, su compañera de habitación volvió a dormirse. Ana, en cambio, se mantuvo despierta durante una hora o más. Lloró en silencio largo tiempo, incapaz de contener más el dolor.
Perdidas las esperanzas, rechazados los placeres, esfumados los sueños, se había negado a aceptar lo que le había dicho el krinpit casi en la primera frase, pero ahora no podía seguir negándose. Ya no había ninguna razón para estar en Jem. Apenas si había razones para vivir. Ahmed estaba muerto.
El sonido estridente y fuera de lugar de una música de baile la despertó.
La tormenta de llanto silencioso le había limpiado la mente y el sueño profundo y sin sueños que había seguido a las lágrimas había iniciado la cura. Con cierta sensación de calma se bañó con rapidez en la ducha al final de la línea de tiendas, se cepilló, se secó el pelo y se vistió. La música era, claro, una de aquellas excentricidades de Marge Menninger, el baile del sábado por la noche. ¡Qué rara era esa mujer! Sus rarezas, sin embargo, no eran siempre mal recibidas. Uno de sus resultados habían sido los patrones y la tela que habían llegado en la última nave, y así Ana pudo elegir una sencilla blusa y una falda, un atuendo nada sofisticado, es verdad, pero tampoco sólo funcional. No tenía la más remota intención de ponerse a bailar, pero no iba a fastidiarles el placer a aquellos a los que les gustaba.
Atajó camino por el generador, donde el krinpit emitía ruidos sordos y huecos y escarbaba entre las matas de vegetación apartada para quemar buscando algo que comer mientras un guarda con un AGR le seguía a cada paso, y se acercó al borde de la zona de baile con el tiempo justo para picar algo de comer del buffet. (Se había perdido dos comidas mientras dormía.) Cuando los hombres le pedían que bailara con ellos, sonreía y les daba las gracias mientras negaba con la cabeza. La lluvia había parado y el sombrío Kung resplandecía rojizo en el firmamento. Tomó un plato de queso y unas galletas y se alejó. No es que pudiera ir muy lejos, ahora ya nadie paseaba por los bosques. Vivían, comían y dormían en un espacio que se podía atravesar corriendo en tres minutos. Todos los que podían estar desperdigados por ese reducido espacio, preferían estar en el baile y junto a la playa no había nadie más que los guardias del perímetro. Se sentó apoyando la espalda en una de las torretas de las ametralladoras y se acabó la comida. Dejó el plato en el suelo a su lado, levantó las rodillas hasta la barbilla y se quedó en esa postura contemplando las olas rojizas y púrpura.
Ahmed estaba muerto.
No la consolaba mucho decirse que sus sueños habían sido insensatos desde el principio, que Ahmed nunca la había tomado tan en serio como ella a él. No obstante, era verdad, y Ana Dimitrova era una persona práctica. Había aprendido el truco de diseccionar el dolor en partes. No volvería a verlo jamás, ni a acariciar su cuerpo fuerte y ágil, ni a yacer a su lado mientras dormía..., ése era el dolor más puro y no había consuelo. El hecho de que fuera a casarse algún día con él, a dar a luz a sus hijos y envejecer a su lado... eso no era más que una fantasía frustrada. Nunca había sido real. Esa pérdida no podía hacerle daño ahora, porque era algo que en realidad nunca había tenido. Estos pensamientos le permitían reducir su dolor a la mitad aun así.
¡Qué dolorosa era aún esa otra mitad!
Lloró sin hacer ruido pero abiertamente durante un instante, luego suspiró y se enjugó las lágrimas. Lo que había perdido, se dijo a sí misma, lo había perdido hacía mucho. Desde el momento en que Ahmed había llegado a Jem se había convertido en una persona distinta. En cualquier caso, había acabado. Tenía que construirse una nueva vida, y los materiales que debería utilizar para ello estaban todos en ese campamento, porque no había nada más en ninguna parte. Deberías bailar, se reprendió a sí misma, deberías acercarte donde los demás están riendo, bailando y bebiendo.
Simple y llanamente, no le apetecía. No se trataba sólo de que no quisiera bailar, al menos, todavía. Era algo más profundo y dañino que eso. Ana, al traducir al krinpit, se había enterado de gran parte de lo que pensaban Marge Menninger, Nguyen Tree y los demás halcones que dirigían los destinos del campamento. ¡Cuánta locura en tan pocas mentes! Estaban resueltos a proseguir la guerra, incluso allí, después de que la misma Tierra se hubiera destruido a sí misma. Y, aun así, allí estaban todos, sonriendo y meneándose por la pista. Si a su cerebro lo había escindido el bisturí de un cirujano, ¿qué habría dividido el de esos otros para que pudieran planear un genocidio por la tarde y beber, brincar y jugar sus jueguecitos sexuales por la noche? ¡Con qué desprecio los miraría Ahmed!
Pero Ahmed estaba muerto.
Respiró hondo y decidió no llorar otra vez.
Se levantó y estiró las extremidades agarrotadas. El krinpit se tambaleaba lentamente hacia el agua para beber algo tras su poco apetitosa comida, y el soldado lo seguía de cerca. No sentía ningún deseo especial de acercarse a la criatura, pero debía enjuagar el plato o bien llevarlo de vuelta a la tienda cocina, que estaba demasiado próxima a la pista de baile. Se mantuvo a cierta distancia, avanzando en paralelo a la ruta titubeante del krinpit, y entonces oyó que alguien la llamaba.
Era el piloto ruso, Kappelyushnikov, que estaba sentado con las piernas cruzadas en un foso de defensa y hablaba con Danny Dalehouse, que hacía guardia dentro. ¿Por qué no? Ana cambió de dirección para acercarse a ellos y los saludó deseándoles buenas noches.
—¿De verdad te parece buena esta noche, Anyushka? Danny Dalehouse me ha contado lo de la muerte de Ahmed Dulla. Te acompaño en el sentimiento.
Era la primera vez que alguien le hablaba de ello. Descubrió que no le resultaba imposible responder.
—Gracias, Visha —dijo con firmeza—. ¿Cómo que no estás bailando, es que te has hecho monje?
—No hay nadie con quien me apetezca bailar —dijo él con tristeza—. Además, he mantenido una conversación muy interesante con Danny sobre el tema del esclavismo.
—¿Y a qué conclusión habéis llegado, Danny? —preguntó Ana despreocupadamente—. ¿Somos todos esclavos de tu amante, la bella coronel rubia?
Dalehouse no le respondió de manera directa. Prefería apaciguar los ánimos.
—Sé que estás muy apenada, Ana. Yo también lo siento.
—¿Apenada? —preguntó sopesando la palabra mientras lo miraba desde arriba—. Sí, es posible. Debo aceptar que mi hogar ha sido destruido..., el tuyo también, supongo, pero tú eres más valiente que yo. Yo no soy valiente, las cosas me dan pena. Me apena que lo que ha sucedido en la Tierra vaya a suceder ahora aquí. Me apena que mi..., que mi amigo haya muerto. Me apena que la coronel pretenda matar a muchas más personas. ¿No te parece increíble? Propone que construyamos un túnel bajo el campamento de Combustible y hagamos estallar una bomba nuclear, y eso me apena.
¿Por qué estás haciendo esto?, se preguntó a sí misma; pero sabía que no podría aceptar más condolencias sin que se le saltaran las lágrimas, y no estaba dispuesta a llorar ante aquellos hombres. Al menos, los había distraído. Dalehouse fruncía el ceño.
—No tenemos ninguna arma nuclear —objetó.
—¡Serás bobo! —se burló—. Tu amante tiene lo que quiere. No me sorprendería que contara con una flota de submarinos o una división de tanques. Lleva armas igual que lleva ese perfume barato que se pone, el olor a pólvora siempre va con ella.
—No —replicó él con testarudez mirándola desde abajo—, te equivocas en lo de las armas nucleares. No nos las podría ocultar. Y no es mi amante.
—No creas que me importa. Por mí ella puede compartir sus excesos sexuales con quien quiera, y tú también. Kappelyushnikov tosió.
—Me parece —dijo— que el baile se ha puesto de repente más interesante.
Cuando se levantaba, Ana le puso la mano sobre el brazo.
—Te estoy echando. Por favor, perdóname.
—No, no, Anyushka. Son momentos difíciles para todos, no hay nada que perdonar. —Le palmeó la mano, luego sonrió y se la besó—. Por lo que a mí se refiere —dijo—, acabo de ver a la hermosa coronel rubia vagando sola y tal vez le apetezca bailar o puede que relacionarse con alguien nuevo, como yo. Además, tampoco me importa el olor a perfume barato que se pone la gran cucaracha. ¿No quieres bailar o, cómo decirlo, relacionarte de otro modo? No. Entonces quédate con el amigo Danny.
Lo vieron dirigirse con paso firme hacia Marge Menninger pasando por delante de los controles. Oyeron la carcajada de la coronel cuando Cappy le habló, y luego él se encogió de hombros y siguió caminando solo hacia la pista de baile.
El krinpit, en su azaroso deambular por la playa, se estaba acercando. Era verdad que el hedor de sus exudaciones era muy fuerte, como también lo era el sonido zumbante y los repetidos suspiros que iban con él a todas partes. Ana lo escuchó y luego dijo con tristeza:
—Está murmurando algo sobre su amor. Lo mataron, no sabría decirte cómo. Creo que Ahmed tuvo algo que ver con esa muerte, y por eso está resuelto a matar seres humanos. ¡Se había convertido en aliado de Ahmed! Dan, ¿no es una locura? Es como si la muerte se hubiera convertido en un fin en sí misma. Ya no importa a quién se mate ni qué posible beneficio se persiga haciéndolo, sólo importa el asesinato mismo.
Dalehouse se levantó en el interior de su poco profundo foso de disparo y miró colina arriba, hacia los bailarines.
—Marge viene hacia aquí —le dijo—. Escúchame, antes de que llegue, sobre eso de que sea mi amante...
—Por favor, Danny. Hablo sin pensar lo que digo porque estoy, tienes razón, apenada. No es momento de preocuparse por cuestiones personales.
A todas luces, él no había quedado satisfecho con la explicación y hubiera seguido la conversación, pero Margie ya estaba muy cerca. Se detuvo a encender un cigarrillo mientras estudiaba al krinpit y su vigilante, que en ese instante era un modelo de porte militar, con el rifle sin retroceso en guardia, observando cómo se aproximaba la coronel. Ella pasó de largo y se acercó sonriendo a Danny y Nan.
—Charlando, ¿eh? —dijo a modo de saludo amistoso—. ¿Cuándo comprobaste por última vez tus auriculares, Danny?
Con sentimiento de culpabilidad, Dalehouse se llevó el auricular a una oreja. Había descuidado las sondas de los micrófonos enterrados que, se suponía, avisaban de la presencia de excavadores que se acercaran a él bajo la superficie. No oyó nada.
—Lo siento, Margie —dijo.
Ella negó con la cabeza.
—Cuando estás de servicio soy «coronel», y cuando digo «haz la rana», tienes que saltar. Ahora que todo está aclarado —añadió con una sonrisa espléndida—, ¿a alguno de vosotros le apetece una calada antes de que hablemos de asuntos serios?
—No tengo por costumbre consumir narcóticos —dijo Ana.
Es una lástima. ¿Danny? —Lo observó mientras su subordinado se llenaba los pulmones y, al recogerle el canuto, dijo—:
Quiero que llames a filas a tu amigo globonoide. Dentro de... —miró su reloj de pulsera—, de ciento ocho horas, minuto arriba minuto abajo, vamos a atacar el campamento Grasi, y él será nuestra arma aérea.
Dalehouse tosió y farfulló... él no puede...
—Tómate tu tiempo, Danny —lo animó—. Mientras recuperas el aliento, escúchame un momento. La tormenta ha pasado. Da la impresión de que vamos a tener cinco o seis días de buen tiempo. Voy a llevar a quince efectivos a primera línea, además de a ti, Danny. Aniquilaremos ese campamento sin despeinamos, pero no quiero utilizar un avión y no quiero que Cappy o tú estéis revoloteando donde puedan veros, con lo que sólo nos queda Charlie.
—¡Charlie no sabe luchar!
—Bueno —dijo con tono razonable—, puestos así, la verdad es que tampoco cuento contigo porque seas un asesino nato entrenado para matar. No espero eso de ti. Tú te comunicas, Charlie observa. Los Grasis no le prestarán atención a una bolsa de pedos más flotando por ahí...
—¡Y una mierda que no! Han estado abatiendo globonoides desde el primer momento.
—Danny —le advirtió—, no te estoy pidiendo consejo. Te estoy dando una orden. —Apuró el porro hasta el último centímetro y luego, con cuidado, lo apagó frotándolo y se lo guardó en el bolsillo antes de exhalar el humo—. Mira —añadió—, los Grasis van a llegar a las mismas conclusiones que yo, sólo que tardarán un poco más. Uno de nosotros ha de poner en marcha las cosas, y el único modo de hacerlo es anular al otro. Lo único que tiene que hacer Charlie es volar por allí y mantenernos informados por si mandan un avión o llevan a gente a los bosques. Yo conduciré a la compañía por tierra. Estamos des—protegidos sin cobertura aérea, tenemos que saber cuándo ocultarnos. Eso es bastante fácil para él, ¿me equivoco?
—Bueno, sí es fácil, pero..., mierda, Margie. Es casi el último superviviente. Es pedir mucho...
—No estoy pidiendo nada, Danny, te empeñas en cometer el mismo error. Estoy ordenando. Si él no obedece, será una bonita llama. —Se rascó por debajo del cinturón, mirando a Danny amistosamente—. Bien, después del baile le daré la noticia al campamento, y mañana a esta hora estaremos en camino.
—Para aniquilar con una bomba atómica al Bloque de Combustible —comentó Ana con amargura.
El rostro de Marge Menninger se heló. Al cabo de un momento, dijo:
—Me parece que voy a pasar ese comentario por alto, Dimitrova. No te ordené específicamente que mantuvieras la boca cerrada, pero no permitiré ese tipo de observaciones. Cuanto escuches mientras traduzcas es información clasificada.
—Santo Dios —exclamó Dalehouse—. ¿De verdad tienes una bomba nuclear?
—Puedes apostar el culo, Danny. Tienes un trozo justo ahí, en los micrófonos subterráneos.
—¿Dónde? ¿Te refieres a los paquetes de energía de plutonio? Eso no sirve, Margie..., quiero decir, coronel. No son suficientes e, incluso si lo fueran, no puedes ensamblarlos para hacer una bomba.
—Te equivocas por partida doble, Danny. Para una fisión se necesitan mil ochocientos gramos y pico. Dispongo de un poco más de seis mil gramos, todos guardados en los almacenes con el rótulo «repuestos de combustible». Se planificó hace mucho tiempo, y se pueden ensamblar porque unos especialistas diseñaron, antes de que despegara la primera nave, algunas armas muy potentes para que fuera posible montarlas por partes. Oh, claro, no se trata de una de esas bombas de cien megatones, puede que ni llegue a un kilotón, porque no tengo los contenedores para mantener las partes ensambladas durante mucho tiempo, pero no quiero una gran explosión. No quiero borrar del mapa el campamento Grasi, sólo ocuparlo. ,Quiero quitarles las municiones y sus reservas de alimentos, y sé el punto exacto donde colocar al bebé para conseguirlo. Luego ya podrán suplicarnos.
Parecía serena e inocente mientras lo decía, y Dalehouse reaccionó con desconcertada incredulidad:
—Eso..., ¡eso es una agresión sin provocación previa! ¡Una puñalada por la espalda!
—Te equivocas, Dalehouse. Eso es adelantarse. A los Grasis tampoco les queda otra opción, lo que pasa es que todavía no se han dado cuenta.
—y una mierda! ¡Eso es precisamente lo que hicieron los japoneses en Pearl Harbor!
Ella abrió los ojos de par en par.
—Claro, ¿por qué no? En lo de Pearl Harbor no se equivocaron, salvo porque les salió mal. Si hubieran seguido hasta eliminar la flota de portaaviones y acabado con un desembarco, la historia habría sido muy distinta. Hoy en día dirías «Pearl Harbor» del modo en que dices «Normandía», lo único que en japonés.
Parecía bastante satisfecha de sí misma, pero entonces vaciló. Buscó una zona seca en el suelo y se sentó antes de añadir:
—Ante vosotros, viejos amigos de Bulgaria, debo admitir que ahora mismo estoy asustada y cansada, y no precisamente lo que diríamos muy contenta con el modo en que están yendo las cosas. Yo..., ¿qué le pasa a esa cosa?
El krinpit se tambaleaba más cerca de ellos, gimiendo y estridulando. Ana escuchó.
—Resulta difícil entenderle. Está hablando de Fantasmas Venenosos y Fantasmas de Arriba, es decir, de nosotros y de los globonoides. Parece como si nos hubiera confundido.
—Todos los enemigos se acaban pareciendo con el tiempo, supongo. Dile que se aleje, no me gusta su olor.
—Sí, coronel Menninger. —Antes de que Ana pudiera dar la orden en urdú—krinpit, Margie la detuvo.
—Espera un momento. ¿Qué era eso? —Se había oído una voz por el sistema de altavoces apenas perceptible entre el estruendo de la música de baile.
—No he podido distinguirlo —dijo Dalehouse—, pero sí oigo algo. En los bosques, o en el aire...
Entonces la música de baile se interrumpió bruscamente y una voz asustada la sustituyó.
— ¡Coronel Menninger! ¡Todo el personal! ¡Avión aproximándose!
Los sonidos eran ahora nítidos y se dividían en dos series: el traqueteo entrecortado de un helicóptero y un sonido más rápido y agudo. Los bailarines se dispersaron.
Sobre los árboles aparecieron dos figuras. Ninguna de ellas se movía muy rápido, pero se acercaron sin previo aviso: el helicóptero del Bloque de Combustible y un STOL, un avión de despegue vertical de alas romas que no habían visto en el aire hasta entonces. No venían en son de paz. Unos soldados sujetos con correas a las ranuras del helicóptero disparaban cohetes incendiarios, mientras ametralladoras montadas en las alas del STOL barrían el campamento. El avión realizó una pasada estruendosa que lo llevó sobre el agua, luego se elevó, volvió a girar y descendió de nuevo. En su segunda pasada las ametralladoras no dispararon, pero de debajo de las alas saltaron cuatro minúsculos cohetes que se dirigieron como un rayo a la cabaña almacén e incendiaron una hilera de tiendas.
Los Grasis, después de todo, no habían sido tan lentos.
Por todas partes, alrededor y dentro del campamento, los guardias del perímetro y los bailarines más espabilados estaban empezando a responder al fuego. Margie se puso en pie de un salto y corrió hacia el lanzacohetes más cercano; en ese momento, el avión de alas romas viró bruscamente en su tercera pasada hacia ella. Ahora disparaba con ambas ametralladoras y un lanzallamas. Al ver que las balas se encaminaban en su dirección, Margie se echó a un lado y se cayó, casi a los pies del krinpit; la criatura se irguió sobre ella y se dejó caer, con sus doscientos kilos de cuerpo a medio mudar, sobre Marge Menninger.
Sharn-igon sabía que ésta sería su última muda, muy prematura, agónica, inútil. Nunca volvería a experimentar el placentero comezón de su nuevo caparazón a medida que se endurecía y extendía sobre la blanda pulpa interna, nunca sentiría de nuevo la excitación sexual del caparazón reciente ni se lanzaría a la rápida conquista de una hembra con su pareja masculina. Cuando los Fantasmas Venenosos de Arriba se acercaban al campamento, había intentado avisar a estos nuevos aliados, pero ellos no se habían fijado en los sonidos brillantes que llegaban por encima de los árboles y habían hecho oídos sordos a sus avisos.
El dolor era insoportable.
Su intención había sido ayudarlos a matarse entre ellos y luego acabar él mismo con los supervivientes. Tal vez ya había prestado toda la ayuda que podía. La dolorosa agonía de su nuevo caparazón, que ya estaba empezando a resquebrajarse, atormentaba sus pensamientos. Los sonidos cegadores del avión y las explosiones lo aturdían.
Sólo podía matar a un Fantasma Venenoso más. Tendría que bastar. Se alzó sobre sus lastimosamente blandas extremidades, se inclinó hacia delante y se dejó caer encima de ella aplastándola, justo cuando la suave y letal lengua del lanzallamas los lamía a ambos.
A esas alturas, el campamento entero estaba disparándole al avión o, al menos, quienes todavía estaban en condiciones de disparar. Las aeronaves, sin embargo, se habían puesto fuera de su alcance. Se habían alejado sobre el agua, a un kilómetro o puede que más de distancia, el helicóptero levitando suavemente y el STOL girando en pequeños círculos, y no volvieron al ataque.
El siguiente ataque procedió de otro sitio.
Se oyó un grito en una de las fosas de ametralladoras, los dos soldados que la ocupaban cayeron, hechos jirones, y del foso surgió una figura larga y flexible que llevaba diminutas gafas de buceo y corrió sobre una docena de extremidades hacia el siguiente grupo de humanos; y a ésa le siguió otra, y otra, y otra más.
Los excavadores pudieron matar a una decena larga de los supervivientes. Pero ni uno más. Incluso con las gafas de sol no eran rivales para soldados humanos entrenados sobre la superficie del planeta. Si los aviones hubieran proseguido su ataque..., pero no lo hicieron. Los defensores se recuperaron rápidamente y, al final, había cincuenta excavadores tirados por el suelo, empapando la arena con su sangre negra y acuosa. No salieron más, porque eran todos los que había en el nido. La madriguera había sido aniquilada.
Dan Dalehouse permanecía en pie mirando al mar mientras uno de los ayudantes de Cheechee Arkashvili le vendaba un corte profundo en el brazo. Los aviones se habían ido. Se habían alejado silenciosamente por la costa en plena batalla.
—¿Por qué no nos remataron? —preguntó. Nadie le respondió.
XXI
Cuando encontraron a Margie Menninger, todavía con vida, la lucha había acabado hacía ya mucho, y el campamento casi volvía a estar en funcionamiento.
Llevaba más de dos horas yaciendo bajo el difunto y hediondo krinpit, aturdida, medio asfixiada, incapaz de mover el gran peso muerto que tenía encima, con las extremidades dolorosamente retorcidas, pero ilesa. Como el genio de la botella, al principio le habría ofrecido cualquier cosa a quien la rescatara. Cuando finalmente oyeron sus tentativas de gritar amortiguadas por la arena y la sacaron, lo único que quería dar era muerte.
La llevaron unos pasos en brazos, girando sus rostros a causa del hedor. Ella les chilló y maldijo; cuando intentaron ayudarla a ponerse en pie, se desplomó y vomitó otra vez en la arena. La doctora vino corriendo, pero no era un médico lo que necesitaba Marge Menninger. Lo que necesitaba era sacarse de encima y de la nariz el hedor a pozo séptico del krinpit. Dejó que Cheechee le quitara el mono y la ayudara a acercarse a la orilla del agua, y estuvo chapoteando hasta que desapareció el olor y pudo volver a caminar. Lo hacía cojeando, eso sí, pero por sus propios medios. Vestida con un sujetador y braguitas de bikini, con la cartuchera sobre el hombro, subió por la costa, sin dejar de dar órdenes, y pasó por delante del krinpit muerto, convertido en una tortilla abrasada de carne y caparazón, hasta que alguien se le acercó con una bata de felpa.
¿Por qué habían interrumpido el ataque?
El campamento había quedado a su merced. Habían anulado las armas pesadas en la primera pasada con una gran precisión. No quedó ni un lanzacohetes ni una ametralladora intactos. De las ciento ocho personas del campamento de Alimentos, veintidós habían muerto, y cerca de una cincuentena estaban heridas o sufrían quemaduras de diversa consideración. Los aviones atacantes se habían ido sin un rasguño. Los excavadores habían sido aniquilados, pero si los aviones hubieran acabado su trabajo primero, las criaturas subterráneas lo habrían tenido muy fácil con los supervivientes. ¿Por qué? La coordinación del ataque había sido perfecta. En cuanto los aviones dejaron de disparar, surgieron los excavadores. Eso no podía haber sido una coincidencia, y las gafas que llevaban eran una prueba de que los Grasis los habían entrenado para la tarea, un trabajo que no habían concluido.
¿Por qué no?
Aun así, debía dar gracias a Dios por papá y su regalo de despedida. Habían volado una tonelada métrica de munición, pero todavía conservaban intactas varias toneladas métricas más, llegadas con los suministros de repuesto en la última nave. Las tiendas estaban quemadas y los alimentos destruidos, pero había más. Aunque los disparos de las ametralladoras habían cosido el avión de Cappy, también tenían repuestos para repararlo. Y el mayor de los regalos, los seis kilos de 2"Pu en sus cuidadosamente confeccionadas fundas, seguía también intacto. Las muertes eras irreparables, por supuesto. Y peor aún eran los heridos, porque algunos de ellos no sólo eran bajas sino también una carga. Nguyen Dao Tree había perdido una pierna y mucha sangre con ella; seis personas sufrían quemaduras graves, otras dos presentaban graves heridas abdominales... un amplio surtido de daños que Cheechee Arkashvili tendría que intentar reparar. Cada uno de los malheridos implicaba el coste de una persona ilesa que tendría que atenderlo. No quedaba ninguna tienda en pie lo bastante amplia para alojarlos a todos, y Cheechee los había acomodado en catres sacados de las tiendas dañadas, al aire libre; parte de la ropa de cama estaba chamuscada y si empezaba a llover otra vez tendrían problemas. Dadas las circunstancias, por ahora estaban todo lo bien que podrían estar, pensó Margie mientras caminaba entre ellos.
Una de las heridas se levantó cuando Margie se acercaba: era la teniente Kristianides, que tenía un lado de su cuerpo cubierto de gasas y vendas, aunque todavía útil.
—Coronel —dijo—, tuve que dejar la radio...
Marge miró a la doctora, que negó con la cabeza.
—Vuelve a la cama, Kris. Ya me lo contarás más tarde.
—No, estoy bien. Cuando le dieron a la tienda salí corriendo, pero dejé la cinta grabando. Estaba captando su charla, pero era en muchas lenguas distintas.
—Gracias. Ahora vuelve a la cama —ordenó Marge, y miró a su alrededor—. Dalehouse, ¡preséntese ahora mismo! —gritó—. Compruebe la cabaña de la radio. Si la cinta funciona todavía, avíseme con un grito.
Él tampoco tenía demasiado buen aspecto, pensó Marge mientras dejaba la bandeja de vendas y subía por la colina sin decir palabra, pero la verdad era que nadie lo tenía. Ni siquiera ella misma. Su tienda había sido una de las destruidas y vestía un traje de faena que había pertenecido a una mujer que nunca más lo necesitaría. No es que le quedara mal, pero la difunta era más alta y más gruesa que Marge Menninger.
Cuando Dalehouse la llamó, la coronel se había olvidado ya de las cintas. Subió a la cabaña, que no había ardido ni sufrido graves daños, salvo por los orificios de las balas, y de camino le ordenó a Ana Dimitrova que la acompañara. La cinta funcionaba con voz, y Dalehouse ya había localizado el punto exacto donde empezar. Ana se puso los auriculares y empezó a traducir.
—Primero uno de los pilotos dice «Sobre el objetivo» y la base da acuse de recibo. Luego hay algunos ruidos de fondo, como si fueran a transmitir algo y hubieran cambiado de opinión, y a continuación la base dice: «Suspendan las operaciones inmediatamente. No ataquen». Uno de los pilotos, creo que el egipcio, responde en un dialecto árabe diferente: «El ataque ya está en marcha. Hemos eliminado el almacén de armas. Recuento de bajas, alrededor de veinticinco». Luego hay unos murmullos que no logro distinguir, como si estuvieran hablando a la base con el transmisor encendido, pero no lo bastante cerca para recogerlo. Seguidamente la base dice: «Urgente. Suspendan operaciones inmediatamente». A continuación, el otro piloto, el irlandés, dice que se mantienen en observación desde el agua, a la espera de instrucciones, y la base ordena que regresen sin atacar más. Esto es todo lo que hay en la cinta hasta que reciben instrucciones para aterrizar.
—¿Eso es todo? —preguntó Margie.
—Como le he dicho, coronel, sí. No hay nada más.
—Bien, ¿por qué iban a querer cambiar de opinión en medio de la acción? —preguntó Margie. Ni Dalehouse ni Dimitrova le dieron una respuesta, aunque de hecho tampoco es que la esperara. No importaba. Los Grasis habían declarado la guerra y, si se echaban atrás en pleno ataque, era problema suyo, no de ella. Ella no lo pensaría dos veces. Para Marge Menninger el ataque contra su base —¡su base!— respondía ya todas las preguntas. El «por qué» no importa demasiado. La única pregunta que se planteaba era cómo..., cómo llevar la guerra hasta ellos y ganarla.
—¿Puedes excavar con ese hombro? —le preguntó a Dalehouse.
—Supongo que sí. No sangra.
—Entonces ve a ayudar a Kappelyushnikov a cavar tumbas. Dimitrova, ahora eres operadora de radio. No transmitas nada, sólo permanece a la escucha. Si los Grasis dicen algo, quiero enterarme en seguida.
Los dejó y se dirigió a la letrina que había sobrevivido. No es que necesitara ir al lavabo, sólo quería estar sola un momento para aclararse las ideas. Se coló poniéndose la primera de la fila, cerró la puerta, se sentó y se fumó un cigarrillo mirando al vacío.
En su mente no había la menor duda de que podía ganar esta guerra porque todavía tenía algunas cartas muy poderosas que jugar. La reserva de plutonio era una de esas cartas. La otra era el pequeño maletín de documentos del mayor Vandemeer. Todavía quedaban cuatro pájaros en órbita: uno de ellos podía alcanzar el campamento principal de los Grasis, y otro, su base en la Cara Oculta en cuanto ella diera la orden, y ahí acabaría todo.
El problema era que no quería destruir las instalaciones de sus enemigos, sino apropiarse de ellas. Los satélites y la bomba eran excesivos, como intentar cargarse un mosquito con un mortero. En el primer arrebato de rabia después del ataque, si hubiera tenido el botón a mano para pulsarlo, lo habría hecho; pero cuando la sacaron de debajo del krinpit había decidido esperar.
No. Tendría que ser una operación terrestre directa. Tal vez utilizaría el plutonio, si podía colocarlo en el lugar preciso, pero no los misiles. Era una lástima que los Grasis hubieran lanzado su ataque preventivo antes de que ella estuviera preparada para lanzar el suyo, pero no había sido un desastre. Lo peor de la incursión es que había reducido mucho sus efectivos. ¿Cómo iba a organizar un ataque de represalia sin soldados?
Sin saberlo, Marge Menninger acababa de tomar la única decisión que daba una posibilidad al futuro de la raza humana en Jem.
—Lo único bueno de todo esto —le dijo Dalehouse a Kappelyushnikov— es que la mayoría de las bajas eran militares. Al menos podemos seguir adelante con el verdadero cometido de la expedición.
Kappelyushnikov refunfuñó y echó unas paladas más de tierra antes de responder.
—Claro, claro —dijo deteniéndose y enjugándose el sudor de la cara— pero, una pregunta: ¿cuál es el verdadero objetivo de la expedición?
—Sobrevivir y conservar. Sabe Dios qué estará pasando en la Tierra. Podríamos ser lo único que quede de la raza humana y, si tenemos que dejar algún legado de, vaya..., de puede que cinco mil años de ciencia, literatura, música y arte, es lo que tenemos aquí.
—Menuda responsabilidad para dos tipos que están cavando tumbas —comentó Kappelyushnikov—. Tienes toda la razón, Danny. En la Unión Soviética tenemos un dicho: el viaje más largo comienza con un solo paso. ¿Qué paso damos ahora?
—Bueno...
—No, espera, era una pregunta retórica. El primer paso es evidente. Hemos acabado de cubrir las tumbas de nuestros amigos ausentes, así que ahora, Danny, por favor, acércate al cuartel general e informa a la coronel de que pueden comenzar los servicios religiosos funerarios.
Clavó la pala en la tierra y se sentó, con la expresión más abatida que Dalehouse jamás le había visto.
—Muy bien. Supongo que todos estamos muy cansados y conmocionados.
El piloto negó con la cabeza, luego levantó la mirada y sonrió.
—No sólo estoy cansado, Danny, es que también soy ruso hasta la médula. Es una carga muy pesada de sobrellevar. En la Unión Soviética tenemos otro dicho: dentro de mil años, todos calvos. Te voy a ser sincero: los refranes son una tontería. Te diré lo que hacemos tú, yo y todos los demás: hacemos lo que podemos. No es mucho, pero es lo que hay.
Dalehouse dejó la pala en el suelo y subió trabajosamente la colina hasta la cabaña del cuartel general, concentrado en sus pensamientos. ¡Una gran responsabilidad! A poco que uno lo pensara, se daba cuenta de que no había manera de conservarlo todo; había muchas cosas insustituibles que se perderían sin remedio. Era probable que ya se hubieran perdido: no había muchas posibilidades de que el Arco de Triunfo, el British Museum y el Partenón hubieran sobrevivido, por no mencionar algunos miles de millones de irreemplazables seres humanos. A Danny le resultaba difícil aceptar que nunca más vería un ballet ni asistiría a un concierto, que jamás volaría en un valvajet, ni tomaría más copas en un restaurante giratorio sobre un rascacielos. ¡Se había perdido tanto para siempre! Y mucho más se desvanecería de manera inevitable mientras intentaban reconstruir...
A pesar de todo, había un activo de gran valor que todavía no había sido destruido: la esperanza. Podían sobrevivir. Podían reconstruir, incluso podían reconstruir mejor, aprendiendo de los errores del pasado, en este planeta virgen...
Un grupo de gente se estaba congregando alrededor de la cabaña del cuartel general, y Marge Menninger, con un par de ayudantes, corría a unirse a ellos. Dalehouse apresuró el paso y llegó a tiempo de oír cómo Ana decía:
—Acaba de llegar este mensaje, coronel Menninger. Le pasaré la cinta.
—Hágalo —le espetó Marge sin aliento y agotada. Dalehouse se acercó a ella. La coronel parecía a punto de desmayarse. Cuando el magnetófono zumbó y chirrió se recompuso y escuchó con atención.
Danny reconoció la voz. Era el vicemariscal negro, Pontrefact; no se extendió mucho.
«Éste es un mensaje oficial en nombre de las Potencias Exportadoras de Combustible al campamento de Alimentación. Les ofrecemos un armisticio inmediato y permanente. Les proponemos que permanezcan dentro de unos límites de veinte kilómetros alrededor de su campamento, en dirección al nuestro, y nosotros nos mantendremos dentro de los mismos límites aquí. Solicitamos una respuesta antes de una hora.»
Seguía una pausa, como si estuviera barajando papeles en la mano, y luego volvía a oírse la matizada cadencia jamaicana:
«Como saben, nuestro ataque aéreo a su campamento fue una respuesta a su destrucción de nuestros satélites. Sólo se ordenó después de un examen completo de todas las alternativas. Nuestra intención era arrasar completamente su base. Sin embargo, como también saben, interrumpimos el ataque tras haber infligido daños relativamente menores. La razón de esa decisión es también el motivo de esta oferta de armisticio.
»Nuestra estrella, Kung, es inestable y está a punto de sufrir una erupción solar.
»Sabíamos desde hace cierto tiempo, que su nivel de radiación ha estado fluctuando. Durante las últimas veinticuatro horas la fluctuación se ha extremado. Mientras el ataque aéreo estaba en marcha nuestros astrofísicos nos informaron de que una erupción muy importante tendría lugar en un futuro próximo. Desconocemos el momento exacto en que ocurrirá, aunque creemos que podría ser en las próximas cuarenta y ocho horas y, casi con toda seguridad, durante las dos semanas próximas. Si aceptan nuestra oferta de armisticio, les transmitiremos todos los datos técnicos inmediatamente y su gente podrá emitir sus propios juicios».
La voz vaciló y al momento prosiguió en tono menos formal:
«No tenemos ninguna información sobre la situación de la Tierra en la actualidad, y suponemos que ustedes tampoco. Es evidente que, a efectos prácticos, cuantos nos encontramos en Jem estamos solos en el universo en este momento. Pensamos que necesitaremos todos los recursos de que disponemos para preparar nuestro campamento para la erupción. Si seguimos luchando, suponemos que moriremos todos. No estoy proponiendo que trabajemos juntos, pero sí que dejemos de combatir, al menos hasta que haya pasado esta crisis».
Otra pausa, y luego:
«Por favor, respondan antes de una hora. Que Dios nos ayude a todos».
Marge cerró los ojos un instante, mientras todos esperaban. Luego los abrió y dijo:
—Llámelos, Dimitrova. Dígales que aceptamos su oferta, pídales inmediatamente los datos técnicos e infórmeles de que nos volveremos a poner en contacto cuando tengamos algo que decir. Amigos, la guerra ha terminado.
Diez minutos después, el campamento entero lo sabía. Margie había hablado por el sistema de altavoces, pasado la cinta del mariscal Pontrefact y dado las noticias del desastre y la tregua. Había convocado una reunión general para las tres en punto, unos noventa minutos más tarde, y ordenado a Alexis Harcourt, lo más parecido que tenían a un astrónomo, que repasara los datos que les habían enviado los Grasis y le informara antes de esa hora. Entonces se volvió hacia Danny Dalehouse y dijo:
—Ya no tengo cama, pero necesito urgentemente una hora de sueño.
—Hay una cama de sobra en mi tienda.
—Esperaba que me la ofrecieras. —Miró hacia arriba, al resplandor apagado de las nubes tras las que se ocultaba Kung, y negó con la cabeza—. Ha sido un día muy cabrón —dijo, mientras se dirigían hacia la hilera de tiendas—, y todavía no ha acabado. ¿Sabes qué voy a hacer en la reunión?
—¿Se supone que debo adivinarlo?
—En absoluto, Danny. Jamás lo descubrirías. Voy a anunciar el inminente retiro de la coronel Marjorie Menninger del servicio activo.
—¿Qué?
—Levanta la mandíbula, Danny, y no te quedes ahí parado —le aconsejó, tirando de él—. En cuanto haya pasado la situación de emergencia vamos a transferir el gobierno de este lugar a los civiles, o puede que antes. Me da igual. Puede que todos vosotros, los que despotricáis por el modo en que el ejército hace las cosas, tengáis razón. Si lo analizo todo en conjunto, he de reconocer que mi estilo de trabajo no ha funcionado muy bien, así que creo que necesitaremos celebrar elecciones para un nuevo gobierno, y, si quieres mi consejo, preséntate.
—¿Para qué? ¿Por qué yo? ¡Margie, me confundes!
—¿Por qué tú? Porque eres prácticamente el único de los colonos originales que queda, ¿lo sabías? Sólo tú y Cappy; porque no le caes muy mal a nadie; porque eres el único civil en el campamento con edad y experiencia suficientes para asumir la tarea de dirigirlo todo. No dejes que te presione, la decisión es tuya, pero tienes mi voto, si es que —añadió en un tono diferente— algo de lo que decidamos ahora importa lo más mínimo.
Estaban ante su tienda y Marge se detuvo en la entrada, mirando hacia el cielo.
—Oh, mierda —dijo—, está empezando a llover.
Y así era, caían ya grandes gotas, con la promesa de que les seguirían más.
—¡Los heridos! —dijo él.
—Sí, vamos a tener que llevarlos a cubierto. Es una pena, Danny, porque casi esperaba que pudiéramos permitirnos un baile antes de la reunión.
Pese a todo, Danny no pudo contenerse. Se rio alto y fuerte.
—Marjorie Menninger, eres verdaderamente rara. Métete ahí y duerme un poco. —Antes de que ella le diera la espalda, él la abrazó brevemente—. Nunca lo habría imaginado —dijo—, ¿qué te ha convertido a los valores civiles?
—¿Quién se ha convertido? —Y añadió—: Bueno, tal vez fue aquel maldito krinpit. Si no hubiese sido por él, me habrías enterrado hace un momento. No me fiaba de él, pero dio su tonta vida para salvarme.
Como eran tan pocos, en realidad no les hacía falta el sistema de altavoces para comunicarse con las cincuenta y cinco o sesenta personas que escuchaban, pero colgaron un altavoz para que también los heridos que estaban en condiciones pudieran oír el mensaje desde sus tiendas, colina abajo. El resto se sentaba o estaba de pie sobre los tablones de la pista de baile, bajo la lluvia persistente y mortecina, mientras Marge Menninger hablaba desde el pequeño estrado. Le pasó la palabra a Harcourt, que dijo:
—Gran parte de los datos de los Grasis no son astronómicos, sino geológicos. Han excavado mucho. Dicen que parecen darse episodios de fuertes erupciones solares cada veinte o treinta años. No hay un patrón establecido, pero por la cantidad de ceniza y carbón, creen que la erupción media implica un incremento de la radiación de alrededor del 75 por ciento a lo largo de un período de una semana o más. Eso bastaría para matarnos en parte por el calor, pero sobre todo por la radiación iónica.
»Bien, ¿cuándo va a suceder? Su mejor conjetura es que dentro de diez días, diez días arriba o abajo. —Hubo un murmullo entre los oyentes y Harcourt asintió—: Lo siento, pero carezco de la formación necesaria para realizar una aproximación mejor que la de los Grasis y, por lo tanto, lo único que puedo hacer es aceptar su palabra como buena. La imagen que me he formado de lo que va a pasar es la de un lento aumento de la temperatura a lo largo de un par de semanas. Me parece que ya lo estamos sufriendo y tal vez por eso el clima ha sido tan malo. Luego vendrá la erupción. La temperatura de superficie asciende a puede que 350 grados Kelvin, es decir, nos situaremos en algún punto entre la temperatura actual y la de la ebullición del agua. No creo que este máximo se supere, al menos, en todo caso, no durante un tiempo prolongado. Habrá erupciones pico, que son como encender una cerilla: si algo puede arder, arderá. Según parece los bosques se incendiarán, pero no de manera inmediata, pues probablemente tendrán que secarse antes. La erupción, después, perderá intensidad, la temperatura bajará, el aire desprenderá humedad y llegará la lluvia para apagar los incendios. Probablemente lloverá intensamente y sin parar durante semanas o meses, hasta que volvamos a la situación normal.
—Pero muertos —gritó alguien de entre los oyentes. Harcourt extendió las manos a la defensiva.
—Tal vez no. Si estuvieras en un refugio, es posible que sobrevivieras. —Iba a proseguir, pero se interrumpió. Margie se acercó a él.
—No pareces demasiado convencido.
—No lo estoy. El... el informe geológico no inspira demasiada confianza. Los Grasis tomaron muestras de núcleos de un centenar de yacimientos diferentes, y todos mostraban el mismo patrón: restos de tierra y carbón periódicos de hace miles de años.
Dalehouse se levantó.
—Alex —dijo—, ¿por qué esas erupciones no han aniquilado todo lo que hay en la superficie de Jem hace mucho?
—¿Me estás pidiendo una conjetura? Pues creo que sí, que lo han arrasado. Al menos, toda la vegetación. Se quema, y lo más probable es que luego renazca a partir de las raíces. Probablemente las semillas también sobreviven. Las lluvias torrenciales que siguen a cada erupción darían un buen empujón al crecimiento en suelo fértil, ya que el carbón es un espléndido fertilizante; el hombre primitivo solía practicar la tala y quema para empezar sus cultivos en la Tierra. No sé qué pasaría con los animales. Supongo que los reptadores estarían bien en los túneles, si es que no se mueren de hambre mientras esperan a que crezca la nueva cosecha. Probablemente sea lo que les pase a muchos de ellos. Tal vez a los krinpit les ocurra algo parecido, porque sería muy difícil exterminarlos a todos. No tienen que temer quedarse ciegos por la radiación porque, para empezar, carecen de ojos. Además, sus caparazones ofrecen una buena protección a sus órganos vitales. Seguramente sufren numerosas mutaciones pero, a largo plazo, eso es tan bueno como malo para la raza.
—¿Qué me dices de Charlie?
—No lo sé, eso es más difícil. Me imagino que una erupción potente podría exterminar a casi todos los adultos, pero la especie desova cuando hay erupciones y los huevos podrían sobrevivir aunque también, sin duda, con muchas mutaciones. Diría que aquí la evolución avanza muy rápido.
—Bien, veamos —intervino Margie—, si todas esas criaturas pueden sobrevivir, ¿por qué nosotros no?
Harcourt se encogió de hombros.
—Están adaptadas al medio. Además, estoy hablando de razas que sobreviven, no de individuos. Tal vez sólo un uno por ciento de los miembros de esas especies supere la crisis, es posible que menos. —Miró a los presentes que lo rodeaban—. Un uno por ciento de nosotros, ¿con cuántos nos deja? —preguntó.
—Sí —dijo Margie despacio—, bien, creo que nos hemos hecho una idea. Hemos de meternos debajo de algo lo bastante grande para que detenga tanto el calor como la radiación, y debemos hacerlo a toda prisa. ¿Tienes alguna idea de con qué material podemos confeccionar ese techo?
Harcourt vaciló.
—Ni idea —confesó—. Ciertamente, las tiendas no servirán.
Ah, y se me olvidaba mencionar los vientos. Probablemente, con toda esa insolación, serán muy violentos, de manera que cualquier cosa que construyamos tendría que resistir huracanes de hasta unos doscientos kilómetros por hora, tal vez más. Se me había ocurrido utilizar los túneles de los reptadores, y tal vez podría funcionar, por lo menos para algunos de nosotros. Dudo que más de un diez por ciento pudiera sobrevivir dos o tres semanas bajo tierra, sin la ventilación adecuada ni aire acondicionado... y os aseguro que el aire de ahí abajo se va a calentar de verdad.
Mientras todo el mundo sopesaba las posibilidades se hizo el silencio. Kappelyushnikov se adelantó.
—Podemos hacer una cosa —anunció—, aunque tal vez sólo quince o veinte de nosotros: podemos entrar en la cápsula de regreso y ponernos en órbita.
—Ahí arriba hará el mismo calor —objetó Marge Menninger. Cappy negó con la cabeza.
—Se trata sólo de radiación. El casco de acero refleja el noventa y nueve por ciento, tal vez. Eso es mucho. El único problema es ¿quién decide qué veinte afortunados subirán?
Marge Menninger lo pensó un momento, luego dijo:
—No, ésa sería una solución a la desesperada, Cappy. Además, presenta otro problema: ¿qué hacen esos afortunados cuando vuelvan a bajar? Ahora mismo ya no quedamos muchos y no creo que veinte personas puedan sobrevivir solas. Si subiéramos en la cápsula..., un momento, olvidadlo, no estoy diciendo que yo vaya a ser uno de los que suba: si cualquiera de los presentes accediera a la cápsula, una opción igual de inteligente sería seguir camino, intentar volver a la Tierra o tal vez intentar ir a alguna de las otras colonias. Las oportunidades serían las mismas que volver aquí cuando el planeta entero esté frito.
Harcourt asintió, pero corrigió mecánicamente:
—No todo el planeta.
—¿Qué?
—Bien, sólo la mitad, nuestra mitad, la parte que mira hacia Kung. La cara oculta probablemente ni notará que hay una erupción en marcha, pero a nosotros no nos sirve de nada —añadió rápidamente—, porque no podemos vivir allí; no tenemos tiempo para construir una cúpula hermética y con calefacción y trasladar todo... ¿Qué pasa?
Margie había estallado en carcajadas.
—Hijo de puta —dijo—. Esto demuestra lo mucho que uno se equivoca cuando se propone confiar en la gente. Esos bastardos de Grasis no han jugado limpio. No dejaron de luchar porque quisieran la paz. ¡Pararon porque nosotros ya estábamos muertos de todos modos!
—Pero..., pero ellos también.
—¡Error! ¡Porque ellos sí tienen una base en la Cara Oculta! —Negó compungida con la cabeza—. Amigos —dijo—, iba a realizar un anuncio verdaderamente grandilocuente sobre la entrega de las riendas del poder a un gobierno civil, pero ahora creo que eso tendrá que esperar, antes tenemos un trabajo militar por delante. Cuando este lado del planeta desaparezca, ellos tienen ese acogedor nidito en la cara que nunca recibe radiación de Kung, y ni les va ni les viene que la estrella estalle o deje de estallar. Esa base va a ser un sitio muy agradable en el que esconderse, y nosotros se lo vamos a arrebatar.
XXII
Se encontraban en las altiplanicies y cañones del desierto de la meseta. Danny Dalehouse había sobrevolado antes esos paisajes en menos de una hora, contemplándolos desde el aire como pintorescos dibujos de la insignificante alfombra de la superficie. Sin embargo, caminar por la zona era otra cosa. Kappelyushnikov los fue transportando todo lo cerca que se atrevía, tres en cada viaje, cuatro en una ocasión, sometiendo a un tremendo esfuerzo al pequeño biplano, que se elevaba lenta y agónicamente del suelo. Hizo más de una docena de viajes de ida y vuelta, ahorrándoles cien kilómetros de penoso avance a través de la selva. Aun así, les quedaba por delante una marcha de tres días, y cada paso requería un enorme esfuerzo.
Pese al agotamiento que le maceraba los huesos; pese a la estrella que podía estallar en cualquier momento; pese a que la lista de la compra de Marge Menninger no había incluido una remesa de botas de montaña, de manera que cojeaba sobre el pie derecho, convertido en una masa de ampollas... Pese a todo esto, hacía semanas que Dalehouse no se sentía tan bien. No era el más desafortunado. Tres de los miembros de la expedición ni siquiera habían podido iniciar el viaje. «Volveremos a por vosotros», les había prometido Margie; pero Dalehouse creía que les mentía, y en las miradas de los heridos vio que ellos también estaban convencidos.
Aun así, él se habría puesto a cantar en plena marcha, si hubiera tenido aliento para ello.
Llovía de manera intermitente desde hacía casi cuarenta horas. Era una lluvia incómoda, impulsada por el viento, que los mantenía empapados bajo el bochornoso calor incluso cuando paraba, y helados cuando los calaba hasta los huesos. Aquello tampoco le importaba. Era una pena, porque significaba que Charlie y los dos miembros de su bandada que quedaban no podían mantenerse en contacto visual con ellos. Danny había tenido que quitarle la radio al globonoide antes de partir (a los Grasis les habría resultado demasiado fácil interceptar sus comunicaciones). Cada vez que el cielo se despejaba un poco, Danny buscaba a su amigo. Nunca lo veía, ni oía su canto, pero sabía que estaba allí arriba, en alguna parte. No era nada grave. El clima que impedía que Charlie vigilara para avisarles de algún posible peligro anulaba también la amenaza potencial de los Grasis.
Los que avanzaban trabajosamente hacia el campamento Grasi eran doce. Habían dejado al resto de los supervivientes —los supervivientes temporales, si la expedición no hacía lo que se suponía debía hacer— en la base, con órdenes de aparentar que eran el doble de los que en realidad eran. Margie en persona había transmitido el último mensaje a los Grasis: «Estamos iniciando la construcción de refugios subterráneos. Cuando la erupción haya pasado, podemos hablar de una paz permanente. Mientras tanto, si se aproximan, dispararemos en cuanto los veamos». Luego arrancó el enchufe de la radio y entró a gatas en el avión de Cappy para emprender el último viaje de traslado.
Les quedaban menos de diez kilómetros por recorrer, una caminata que, en condiciones propicias, les habría llevado tres horas, pero que ahora les costaría todo el día. Tenían que descender con dificultades por una de las caras de un barranco y ascender por la otra; superar una cima y bajar por la ladera. No sólo se trataba del terreno; todos iban muy cargados: alimentos, agua, armas, equipo. Tenían que cargar a sus espaldas cuanto pudieran necesitar.
Los cilindros rojos con el rótulo «Elementos de Combustible—Repuestos» eran los peores. Cada cilindro contenía cientos de diminutas agujas recubiertas y pesaba más de un kilo. Una docena era una pesada carga.
Al principio, cargaban por turnos las piezas del rompecabezas que se engarzarían para formar una bomba nuclear. Uno de los inconvenientes de la operación consistía en que tenían que asegurarse de que no se unieran prematuramente, y en cada parada de descanso la teniente Kristianides supervisaba la pila de mochilas para cerciorarse de que no había dos cargas de explosivos a menos de un metro. Las probabilidades de que pudieran caerse, de que alguien les diera una patada o las empujara para que formaran una configuración de masa crítica eran muy bajas. Conseguir que eso sucediera cuando se deseara había sido un importante reto para algunos de los mejores expertos en armamento de la Tierra; para ese objetivo transportaban otros veinte kilos de cubiertas protectoras y disparadores muy sofisticados sin los cuales no se corría un peligro real. Marge los tranquilizó a todos. Aun así, tenían mucho cuidado porque, para sus adentros, nadie creía las palabras de la coronel, quizá ni ella misma.
Al final de la primera marcha, Margie había revisado a todo el grupo, comprobando las cargas. Cuando se acercó a Ana Dimitrova, que estaba sentada abrazándose las rodillas junto a Danny Dalehouse, le dijo en voz baja:
—¿Eres estéril?
—¿Qué? ¡Por favor! ¡Vaya una pregunta! —pero Margie negó con la cabeza.
—Lo siento, es que estoy muy cansada. Debería haber recordado que no lo eres —dijo, sonrió y guiñó un ojo tanto a Dalehouse como a Ana; cuando volvieron a recoger las mochilas, la carga de Nan había cambiado y era de botellas de agua, mientras que la vieja y coja Marguerite Moseler llevaba los cilindros de combustible.
Margie tenía un aspecto espantoso, y en cada parada parecía empeorar. Su sobrepeso había desaparecido hacía mucho. La estructura ósea de su rostro se veía por primera vez desde hacía años y se le había enronquecido la voz. Peor todavía, su tez era espantosa. Cuando el krinpit la enterró durante dos horas, los jugos de muda que exudaba anularon las defensas de Margie. Al día siguiente se había despertado con grandes manchas púrpura y una decoloración generalizada de la piel, como si se hubiera quemado al sol. Decía que no dolía; Dalehouse pensaba que también mentía sobre eso.
En cambio, sí creía que decía la verdad sobre una cuestión muy importante, y tal vez ésa era la razón por la que él no podía contener la sensación de alegría. No iban a utilizar la bomba que transportaban.
Había sido él quien lo había propuesto, y ella había aceptado la idea inmediatamente.
—Por supuesto —dijo—, no pretendo destruir su campamento. Lo quiero, y lo quiero intacto, y no sólo para nosotros sino para el futuro de la raza humana en Jem. El mejor uso que podemos darle a la bomba es como amenaza, y para eso la utilizaremos.
Se lo contó a Ana en la última parada, antes de que tuvieran el campamento Grasi a la vista.
—Está pensando en las generaciones futuras. Al menos cree que merece la pena conservar intactos tus cromosomas.
—Claro —dijo Ana, sorprendida—, tengo la seguridad de que piensa en el futuro. —Él, como iba descubriendo, también la tenía. Tal como estaban las cosas, por lo menos conservaba la esperanza. Fue precisamente esa esperanza la que lo impulsó los últimos trescientos metros, avanzando cuerpo a tierra bajo la lluvia torrencial hasta llegar a la cueva embarrada que servía como punto de entrada a los túneles de los excavadores bajo la base Grasi. Le dio fuerzas mientras el mayor Vandemeer y Kris Kristianides ensamblaban trabajosa y cautelosamente las partes del detonador e introducían los cilindros de combustible en su interior. La esperanza perduró después de que Margie, Vandemeer y otros dos se metieran con dificultad en los túneles abandonados y se perdieran de vista. La vida que vivían en ese momento, la vida de todos, estaba marcada por la desdicha y el miedo o tal vez algo peor, el autorreproche: estaban haciendo algo que Dalehouse no podía considerar noble, ni siquiera aceptable. Era un atraco, un atraco a mano armada. Era un acto tan indigno como un vulgar asalto, pero todo eso acabaría y vendrían tiempos mejores. Esa esperanza lo mantuvo en pie dos horas enteras después de que Margie y los demás se hubieran alejado a rastras, hasta que Kris Kristianides, asustada y nerviosa, comprobó la hora en su reloj y dijo:
—Ya está. A partir de ahora, que todo el mundo permanezca dentro, cara a la pared y con las manos sobre los ojos. Cuando llegue la bola de fuego, no miréis. Esperad diez minutos al menos. Tengo gafas, os avisaré cuando...
En aquel momento todos gritaron ahogando sus palabras, Dalehouse el que más y el que más alto lo hizo:
—¡Va a hacerlo! Había prometido...
—Mierda, Dalehouse, ¡no podía cumplir esa promesa! Los Grasis pensarían que era un farol. Va a destruir sus armas y alimentos, como habíamos planeado. Luego entraremos y los aniquilaremos.
—¡Qué locura! —gritó Ana—. ¡Allí no habrá nada! La lluvia radiactiva nos matará si entramos en el campamento.
—Es posible, pero tengo un contador, lo comprobaremos antes. Lo importante son los aviones. Si los conseguimos podremos llegar a su base en la Cara Oculta. —Vaciló. La habían instruido cuidadosamente para esta situación y había mantenido el secreto durante más de un día, pero temía ese momento. Si no hubiera sido por sus quemaduras, habría estado en el laberinto de madrigueras con la coronel y el mayor, y mucho más contenta que ahí—. En cualquier caso —acabó— ya no podemos hacer nada. Hará estallar la bomba en los próximos diez minutos. ¡Poneos boca abajo!
En ese momento, finalmente, se perdió toda esperanza.
También la Madre de la Prole había perdido toda esperanza. Ciega y sola, se desplazaba lentamente por los túneles, el único espacio habitable que le quedaba.
El nivel de treinta metros era para las crías y los marginados, un lugar reservado para los juegos de los pequeños o, cuando acaban todos los juegos, un lugar para morir. Nunca había estado allí. Había sido una cría dócil, formada desde temprana edad para asumir responsabilidades. Cuando era pequeñita escuchar las historias de los mayores le producía un hormigueo de emoción, y se estremecía deleitada mientras buscaba la tetilla en la acogedora piel sedosa de su niñera. Sin embargo, nunca había explorado los niveles peligrosos por sí misma ni una sola vez. Siempre había sabido que ya le llegaría el momento en que, al final de su vida, se arrastrara a ver esos niveles inferiores y desconocidos para morir en ellos.
En parte se había equivocado en eso. Había llegado el momento de morir, y estaba allí, en efecto, pero no podía ver.
Con dignidad, la Madre de la Prole alzó la parte anterior de su cuerpo cuanto pudo y preguntó:
—¿Hay alguien cerca?
Nadie respondió. Ningún sonido. Ningún olor salvo el hedor rancio y podrido de los ancianos que llevaban muertos desde hacía mucho. Lo intentó de nuevo, no tanto porque tu— viera la menor esperanza de que le respondieran, cuanto por ser metódica:
—Persona o cría, ¿alguien puede oír mi voz?
Nada. Si hubiera recibido alguna respuesta, sólo podría haber provenido de alguno de los jóvenes machos salvajes que vagaban por los túneles superiores, en busca de presas que matar. Ni siquiera ellos andaban por allí.
Otro de sus sentidos le era inútil; el oído no servía para nada cuando no había nada que oír.
Era una pena que se hubiera quedado ciega, pero no les guardaba ningún rencor a los Dos Patas que le habían quemado los ojos con sus luces estroboscópicas. En todo caso, se había vengado de varios de ellos por adelantado, por haber envenenado sus túneles, por haber raptado a los jóvenes, por pervertir a las camadas con prácticas nuevas y viles. Y, sobre todo, por haber venido a trastornar su vida. Ella había luchado contra todo eso, contra los Dos Patas y también, a veces, contra miembros de su propia carnada, a los que las nuevas costumbres de los Dos Patas habían vuelto contra ella. Ahora los túneles estaban vacíos y ella se había quedado ciega. ¡Tssheee! Le habría parecido menos..., menos final estar aquí sola si pudiera haber visto al menos algún destello fosforescente de hongos o descomposición. ¿Qué quedaba de sus sentidos? El gusto ya no importaba. Había poco que comer. El olfato de poco le servía, sin machos ni crías que olfatear. Todavía podía palpar el polvoriento suelo bajo su cuerpo, la pared que se curvaba a su lado. Dr'Shee se consolaba sintiéndose encerrada casi sin espacio, corno lo había estado en los períodos más felices de su vida...
Una vida que había llegado a su fin.
Se estiró y suspiró emitiendo un sonido felino y ronroneaste de desesperación. Empezaba a tener mucha hambre.
Los Dos Patas habían destruido la mayor parte de sus almacenes de alimento cuando envenenaron los túneles para llegar hasta ella y sus pocos aliados supervivientes. Los túneles se extendían a lo largo de diez kilómetros en todas direcciones. En algún lugar quedaría algo, en esa inmensa, compleja y laberíntica conejera que había sido su mundo. No pensaba ponerse a buscar comida en serio. Una Madre de Prole no se rebajaba a prolongar una vida que estaba acabada.
Bump.
El túnel se movió a su alrededor.
No fue una sacudida ni un temblor, sino que se trató de un movimiento deliberado y casi peristáltico. Madre dr'Shee nunca había experimentado nada parecido. A veces las madrigueras se desmoronaban. Los krinpit las invadían, las lluvias podían filtrarse por el techo. Aun así, era imposible que se moviera toda la tierra. Para la Madre de la Prole un hecho así resultaba tan inquietante como lo hubiera sido para un pez mover la cola y no desplazarse, o para un ser humano percibir que el aire que lo rodeaba se volvía cristalino y se resquebrajaba.
Entonces, treinta metros por encima de ella y a más de un kilómetro de distancia, oyó el sonido que siguió. Era algo más que un sonido, era una presión en el aire que se le metió en las orejas y se las dejó llenas de un castañeteo remoto y discordante, como los gritos agudos de una camada hambrienta. A pesar de ello, no había crías que lloraran por ella, ni las volvería a haber.
Por alguna razón, la rodilla derecha de Margie sólo estaba arañada y dolorida, mientras que la izquierda tenía una herida ensangrentada, la tela de ese lado del mono se le había desgarrado y parte de su propia piel estaba arrancada. Le resultaba cada vez más difícil mantener el ritmo de los dos que la precedían. Dios no la había creado para arrastrarse por túneles de noventa centímetros de altura durante horas seguidas..., aunque no estaba muy claro a qué Dios se refería. Para que le descansara la pierna herida, durante un rato había intentado avanzar a tres patas, apoyando poco peso en los dedos del pie izquierdo y casi todo en el derecho y las manos. No fue una buena idea. Acabó con el peor calambre que había sufrido jamás en la pantorrilla. Tuvo que detenerse y presionar para que se le pasara mientras Vandemeer, que la seguía, casi la alcanza, y los dos que la precedían siguieron avanzando. A continuación, Marge aceleró el paso y se desgarró todavía más la rodilla.
Se detuvo y miró su reloj. Todavía faltaba más de un cuarto de hora para que el dispositivo estallara. Antes de eso, las dos granadas que había dejado en las curvas de los túneles harían caer la tierra suficiente para amortiguar la explosión; y a esas alturas ya se habían alejado un kilómetro largo. Probablemente, lo suficiente para sobrevivir, aunque no para sentirse cómodos.
—Descanso —gritó. Se dejó caer de lado y apoyó las extremidades, respirando con fuerza el aire húmedo y viciado. Curiosamente, en los túneles no estaban del todo a oscuras. Eso no lo había esperado. Una vez la vista se había acostumbrado, podía distinguir diminutos fuegos fatuos, tan débiles y pálidos que apenas tenían color: gases de los pantanos, hongos luminiscentes, bichejos. Fuera lo que fuesen, eran bienvenidos.
Oyó que algo se arrastraba rápido y casi en silencio por el túnel a sus espaldas y, después, un zump al que siguió de nuevo el silencio.
—¿Van? —llamó—. ¿Mayor Vandemeer?
Las paredes de tierra se tragaron sus palabras y no hubo respuesta. Con dolor, rodó sobre sí misma, se dio la vuelta y retrocedió arrastrándose.
El hedor a excremento de rata era muy fuerte. Tocó el interruptor de la pequeña lámpara de su casco y vio que el mayor estaba muerto. Uno de los excavadores había pasado por allí, y el dardo que sobresalía de la cara de Vandemeer lo probaba.
—Mierda —susurró Margie y a continuación, pero tarde, levantó la cabeza y sacó su pistola. La luz no revelaba nada con claridad a lo largo del túnel torcido y desigual, ¿era aquello un destello o qué? ¿El reflejo de un ojo quizá? Disparó dos veces.
Cuando volvió a mirar no había nada, pero cada pocos metros se abrían pequeños pasillos laterales y también entrantes, y una docena de reptadores podía estar esperando que les diera la espalda.
Estuvo a punto de levantar la voz para avisar a los demás que volvieran, pero se contuvo cuando ya estaba abriendo la boca. ¿Para qué iban a volver? No podían recuperar el cadáver del mayor. En la postura que había quedado, doblado sobre sí mismo —parecía que se estaba dando la vuelta cuando le habían disparado— casi obstruía el túnel; y tal vez fuera ése el último servicio que podía prestar a la causa: ralentizar a sus perseguidores.
Podía hacer algo más útil. Le quedaban dos granadas. Se sacó una del cinturón, la preparó para que estallara en diez clics, se dio la vuelta y se arrastró tan rápido como pudo tras los demás. Cuando llevaba contados cien segundos, se dejó caer, se colocó las manos sobre la nuca y esperó el estallido remoto y amortiguado que le confirmaría que había desmoronado una parte del techo del túnel enterrando al mayor.
Cuando la granada hubo explotado, pensó que era raro que no hubiera alcanzado a los que la precedían.
—¡Sam! ¡Chotnik! ¿Estáis ahí? —gritó. No respondieron; no habían oído su orden de detenerse. Dejó la luz del casco encendida y aceleró el paso, sin que el dolor de la rodilla le importara ya. Cuando los números rojos de su reloj le indicaron que era la hora de la explosión nuclear, todavía no los había alcanzado.
Se dio la vuelta de nuevo sobre la espalda. En esta ocasión, resultaba indiferente que se cubriera o no la nuca para protegerse de la onda expansiva. Moriría o sobreviviría, y la única variable que contaba era si había bastante tierra entre ella y la explosión. Debería haberla. Cuando los impulsores introdujeran las series de agujas de plutonio para que se mezclaran, se produciría una explosión nuclear no muy potente. No estarían en contacto más que unos microsegundos. Si los había colocado correctamente, dirigirían su potencia hacia arriba a través del techo del túnel, llevándose por delante los depósitos de armas de los Grasis, y poco más. Eso sólo si los había colocado bien. Estaba menos convencida de haberlo hecho de lo que había fingido ante Vandemeer y los demás. Los mapas cuya consecución había costado la vida de Tinka y la del indonesio eran muy detallados y claros. Aun así, interpretarlos al aire libre era una cosa, e intentar seguirlos mientras uno se arrastraba de un nivel a otro bajo tierra era otra muy distinta. Ni siquiera estaba segura de haber seguido la misma ruta de regreso que había utilizado para entrar. Deberían haber tirado una cuerda de seda tras ellos, o ir desmigajando pedacitos de galletas de jengibre para recordar el camino...
En ese momento, a la hora prevista, tuvo lugar la explosión. Ella seguía viva.
Ni siquiera la asustó. Era, pensó, como si hubiera estado en el vientre de su madre y ésta se hubiera caído. Había sucedido algún acontecimiento externo pero, allí dentro, en el túnel, se movió con el suelo, e incluso el sonido de la explosión fue demasiado estruendoso y lento para asustarla.
Esa parte del plan había funcionado. Ahora, si Kris podía convencer a la patrulla para que atacara..., si se acordaban de ponerse los ponchos antirradiación y el viento no era demasiado desfavorable..., si los Grasis no se recuperaban lo bastante rápido para oponer resistencia..., si habían colocado la bomba en el lugar correcto... Había demasiadas condiciones. El lugar que le correspondía era con sus soldados, no ahí tumbada.
Unos metros a sus espaldas, un débil sonido de suspiros y deslizamientos le llamó la atención. Volvió la luz del casco hacia allí y vio que una sección del techo se había desmoronado dentro del túnel.
¿La habría soltado la explosión nuclear? Tal vez, pero lo más probable era que no. Se sabía que los reptadores intentaban atrapar a sus enemigos cerrando túneles a su alrededor. Ella, con el rastro de sangre que dejaba su rodilla, era una presa muy fácil de encontrar y seguir.
Había llegado el momento de salir de allí. Con obstinación y fuerza de voluntad se quitó de la cabeza el dolor y el temor a que una de aquellas criaturas estuviera reptando en silencio tras ella, y reemprendió su marcha a rastras.
A los diez metros, su cabeza topó con tierra.
Los excavadores habían cerrado los dos extremos del túnel.
Volvió a encender la luz. Era tierra reciente. Se giró rápidamente. Nada se movió a sus espaldas. Estaba sola.
Margie Menninger le dijo a la pared:
—Uno de los miedos humanos más arraigados es el de ser enterrado vivo. —Esperó un momento, como si aguardara a que alguien le respondiera. Entonces sacó la pistola con una mano y con la otra buscó la pala de campaña. No estaba en su sitio. Recordó que la había dejado en el lugar donde habían ensamblado la bomba.
Sólo le quedaban las manos.
Soltó la pistola y arañó la pared de tierra con las manos desnudas. Lo hizo con furia, luego con terror. No podía hacer otra cosa.
De una punta a otra del horizonte, hasta donde Charlie podía ver, se extendía una ininterrumpida capa de nubes, y las más altas asomaban por todas partes. La tormenta perdía fuerza hacia el océano, pero allí, en el lugar donde se levantaba el campamento Grasi, hacía horas que no veía el suelo, días desde la última vez que vio al pequeño grupo de su amigo Janny. ¡Era imposible mantenerse inmóvil en el mismo sitio! En todos los niveles hasta los diez mil metros y aún a mayor altitud, el viento soplaba con fuerza e intensidad hacia el polo de calor y lo arrastraba implacablemente hacia él. Charlie sabía interpretar el dibujo deshilachado de un yunque que se formaba en las zonas altas de los cumulonimbos: le decía que a quince mil metros había una corriente de regreso. Tanto él como las dos hembras supervivientes de su bandada estaban agotados, sin fuerzas. Habían perdido mucha capacidad de ascensión. Tardarían una eternidad en alcanzar la altura necesaria.
Mientras ascendían con dificultad, otra bandada se les acercó descendiendo desde el polo, y Charlie condujo a su diminuto grupo hacia ella, ansioso por tener un nuevo público para sus cantos sobre los amigos de la Tierra, deseando escuchar canciones que no había oído. Hacía mucho, mucho tiempo que no había participado en una reunión de juglares y bardos como era debido, y su alma lo anhelaba. La nueva bandada era pequeña, formada por menos de sesenta adultos, pero Charlie escuchó voces que nunca había oído, y a su vez él cantó saludos con alegría.
Una luz blanca atravesó como un violento fulgor el espacio que los circundaba.
El destello los pilló a todos por sorpresa. Charlie fue uno de los afortunados. No estaba mirando en dirección a la explosión, así que no se quedó ciego al momento. Vio el alto cirro de contorno muy definido, recortándose blanco azulado sobre el apagado carmesí del cielo jemiano. Vio las figuras de los miembros del nuevo enjambre que resaltaban con los colores más brillantes e intensos que había visto jamás. Minutos después oyó el sonido, y por debajo, a sus espaldas, una nueva nube de tormenta se elevó hirviente desde debajo de la capa nubosa.
Los coros de bienvenida se transformaron en un canto fúnebre de dolor y miedo. Charlie sólo pudo replicar con un canto de ascensión. Los mayores de la nueva bandada siguieron su canto y el enjambre soltó lastre, eructó el hidrógeno de sus bolsas y se elevó. Algunos no pudieron: no sólo estaban ciegos, sufrían demasiado para poder responder.
Aunque se hallaba muy lejos de la explosión cuando los vientos los alcanzaron, el enjambre se vio arrastrado atropelladamente por el cielo. Charlie nunca había vivido ráfagas como aquéllas. En otras tormentas, siempre había habido nubes que avisaban, se reunían poco a poco, además del letal juego de relámpagos que les advertía de que había llegado el momento de tragar hidrógeno y capear la tormenta o elevarse para escapar por encima. Esta vez no hubo aviso ni posibilidad de huida. Era como si les arrancaran las alitas y los pliegues de alimentación de raíz. Cautivo de la inmensa superficie de su cuerpo, Charlie se vio arrastrado a través de la nueva bandada, chocando con los ejemplares mayores, empujando sin querer a las crías.
Entonces, sin previo aviso, sintió la familiar tensión progresiva de la superficie de su bolsa de gas y reconoció el olor dulce y punzante de las hembras. Tiempo de celo, de reunir el enjambre, ¡tiempo de reproducirse!
Los órganos de hilar de las hembras trabajaban frenéticamente, rociando el aire con feromonas y huevos filamentosos. El aire que rodeaba al enjambre entero estaba saturado del aroma que los impulsaba a reproducirse. Para Charlie, y para todos los machos, no había duda de qué hacer a continuación: subir juntos, rociar fluido seminal, moverse hacia delante y hacia atrás en aquella neblina picante mientras sus tetillas se alargaban, convulsionaban y esparcían su semilla. La piel de sus bolsas de aire se tensaba, encogiendo los rasgos de sus diminutos rostros hasta convertirlos en caricaturas. Detrás de las expresiones que parecían de dolor había, en efecto, dolor. Las prácticas sexuales no eran ningún placer para Charlie. Era como estar encerrado en una Doncella de Hierro con pinchos de punta recubiertos de ácido. Sólo el alivio que seguía a la expulsión a chorros del semen ponía fin al dolor.
¡Algo iba mal, muy mal!
Charlie expresó en sus cantos sus dudas y temores, y la nueva bandada cantó con él. ¿Qué tipo de reproducción era ésa si la llama luminosa procedía del suelo enemigo y no del cielo?
¿Qué era ese calor que los aplastaba como un puño, que había seguido al trueno y a las ventiscas salvajes? Charlie vio que, en las turbulencias, el fluido seminal no había alcanzado a la mayor parte de los filamentos. Estaban desperdigados por todo el cielo. Hasta dentro de su propio cuerpo percibía que algo iba mal. ¿Dónde estaba el burbujeo del hidrógeno que rellenaría su bolsa, los fluidos corporales que expulsarían la radiación? Y ¿qué..., qué era esa monstruosa nube burbujeante que crecía tan rápido y los arrastraba a todos? Ésa era la pregunta que respondía todas las demás y puso fin a los interrogantes de Charlie cuando el calor abrasador de la nube nuclear le quemó los parches oculares, le agrietó la bolsa de gas, le arrancó el hidrógeno de su interior, que salió a raudales de su cuerpo, y puso fin a sus cantos para siempre.
XXIII
Como explosión nuclear, fue insignificante. Había consumido menos de un kilotón, una cantidad que habría pasado casi desapercibida entre las explosiones de multimegatones que habían arrasado la superficie de la Tierra. Las granadas de implosión sacaron las agujas brillantes de plutonio de sus vainas para que se aparearan, y éstas estuvieron en contacto sólo unos microsegundos antes de que su propia reacción las separara de golpe.
En ese momento, la explosión ya había tenido lugar. Las agujas, la cápsula que las contenía, las paredes del túnel que las rodeaba, todo se había vaporizado y convertido en un gas hirviente, a miles de millones de atmósferas de presión, que nada podía contener. Escapó. En unas milésimas de segundo había formado una atronadora bola de fuego, de cincuenta metros de ancho, que se elevó a quinientos kilómetros por hora, más brillante que Kung, más brillante que el Sol de la Tierra, más brillante que cientos de estrellas juntas. La bola de fuego, de un rojo brillante con su carga de ácido nítrico que fue blanqueándose y perdiendo brillo a medida que se enfriaba, creció y ascendió a las alturas.
Incluso con los ojos cerrados, aquel resplandor brutal fue visible para los hombres apiñados en la cueva, y la onda expansiva frontal que se abatió sobre ellos hizo temblar su escondite y sus cuerpos. El ruido era ensordecedor. Cuando acabó, por encima de los ecos, Kris Kristianides gritaba:
—¡Quedaos tumbados! ¡No abráis los ojos! ¡Esperad! —Los mantuvo allí durante casi diez minutos y luego, poco a poco, empezó a abrir los párpados semicerrados, miró a través de las gafas oscuras y les anunció que podían levantarse.
Con gesto inseguro, asomaron la cabeza por encima de la cresta. Con los ojos entrecerrados, vieron lo que Marge Menninger había hecho.
La nube nuclear se alzaba hirviente sobre las capas de estratos. Había abierto un agujero entre las nubes de lluvia, pero la parte superior del hongo quedaba oculta a la vista. Más cerca, el campamento Grasi no parecía muy dañado: una cabaña reventada, un par de tiendas en llamas, gente que se movía aturdida...
—Ella... ¡ha fallado! —gritó Kris, y Danny Dalehouse no supo si el tono era de irritación o alegría. La teniente tenía razón. La parte inferior del hongo nuclear estaba a medio kilómetro del campamento, hacia el polo de calor. Marge se había perdido. La mitad de la presión explosiva producida por la onda expansiva se había desperdiciado en la arena y las plantas carnosas de la estepa.
Sin embargo, el tercio de esa fuerza que se transformaba en calor había sido más eficaz. Las personas más próximas del campamento Grasi se tambaleaban, cegadas y agonizantes. Nadie les había dado gafas protectoras. Nadie les había advertido que no miraran hacia la explosión.
—Comprobad vuestras armas —ordenó Kristianides. Se había quitado las gafas y bajo ellas tenía los ojos enrojecidos, pero su voz sonó resuelta—. Poneos las capas. Adelante. Vamos a entrar.
Dalehouse se levantó y se colocó el poncho de plástico por encima de la cabeza como un autómata. (¿Iba eso a protegerlos de una gota siquiera de lluvia radiactiva?) Tomó su arma sin retroceso e introdujo un cartucho en la recámara. (¿Por qué estoy haciendo esto?) Se puso en camino con los demás, formando, los nueve, una harapienta línea de asalto, que avanzó lentamente hacia la base de Combustible.
A cada paso, Dalehouse se decía que aquello estaba mal. Estaba mal tácticamente: la explosión nuclear sólo había eliminado a unos pocos desafortunados, y era probable que los supervivientes les volaran la cabeza. Estaba mal estratégicamente: nunca debían haber permitido que se llegara a esta situación. Y, lo peor de todo, estaba mal moralmente: ¿es que iban a luchar por un mundo en el que se mataba a la gente por las buenas, sin aviso previo?
Danny miraba con inquietud adelante y atrás, a todos los demás que formaban la fila. Todos miraban fijamente hacia delante, al campamento de Combustible. ¿Acaso nadie sentía lo que él?
Se paró de golpe.
—Kris —dijo—, no quiero hacerlo.
Ella se volvió despacio, de manera que la boca de su arma le apuntó.
—Mueve el culo, Dalehouse.
—No, espera, Kris. Hable...
Ella lo interrumpió con firmeza:
—Esperaba esto de ti. Vamos a entrar ahí. Todos. La coronel Menninger lo planeó y no voy a permitir que tanto esfuerzo quede en nada, así que muévete.
Los demás se habían detenido a mirarlos. Nadie decía nada, sólo esperaban mientras Dalehouse observó cómo el cañón del AGR se alineaba con el puente de su nariz. Suspiró profundamente y dijo:
—No, Kris.
Se quedó allí parado mientras la expresión de la oficial cambiaba, se endurecía y Dalehouse se dio cuenta de que sí, en efecto, iba a apretar el gatillo.
—Baje el rifle, teniente —gritó Ana.
Estaba detrás de Kris, a un lado, y apuntaba sin titubear su propia arma a la espalda de la teniente.
—No quiero matar —dijo—, pero tampoco yo quiero atacar ese campamento.
Dalehouse no esperó a ver qué sucedía. Se adelantó y le arrebató el AGR de las manos a Kristianides. Lo tiró hacia atrás, por encima de la cresta de la colina que acababan de cruzar, y luego tiró también su propio fusil. Al cabo de un segundo, Ana hizo lo mismo, y los demás, uno por uno, los imitaron.
—Jodidos idiotas! —estalló Kris—. ¡Os matarán como a ratas!
Dalehouse no le respondió. Miró hacia el campamento Grasi, donde habían empezado a aparecer algunas personas que no parecían ciegas ni incapacitadas. Llevaban armas y estaban mirando el drama que tenía lugar en la colina.
Dalehouse levantó las manos por encima de la cabeza y empezó a caminar lentamente hacia ellos. Por el rabillo del ojo vio que Ana lo imitaba. Quizá Kris tuviera razón. Quizá alguna de esas personas armadas que se arrodillaban a cubierto de una tienda en llamas empezaría a disparar, pero era algo que no estaba en sus manos. Fuera de quien fuese la posible responsabilidad de lo que sucediera, no sería suya; y, por primera vez en muchos meses, se sintió en paz.
XXIV
En última instancia, ¿qué podemos decir de ellos? ¿Qué puede decirse de Marjorie Menninger, de Danny Dalehouse, de Ana Dimitrova, de Charlie, de Ahmed Dulla, o de Sharn-igon y de Madre dr'Shee? Hicieron lo que pudieron; casi siempre, lo que creían que debían hacer. Lo que puede decirse de ellos es lo mismo que de todas las personas, tanto humanas como no: al final murieron. Algunos sobrevivieron a la lucha. Otros, a la erupción solar, pero a largo plazo no hay supervivientes.
Sólo hay sucesores. El tiempo pasa, y las generaciones vienen y se van.
Entonces, ¿qué podemos decir de esa bella y poderosa mujer llamada Almizcle Verdinube An—Guyen?
Podemos decir que conserva rasgos de Margie, de Nan y de algunos de los demás, bien por el legado traspasado en cadenas de ADN, o bien de lo que hicieron o lo que fueron. Por supuesto, nunca conoció a ninguno de ellos, porque todos llevan seis generaciones muertos; ella es una sucesora.
Como todos nosotros, no es una sola persona. Ella es tres, o seis, o un centenar de personas distintas, si contamos los estereotipos y los recuerdos subjetivos que guardan otros con la etiqueta «Almizcle An—Guyen». Para un antiguo amante, es la dulce y sudorosa compañera de un fin de semana en Lago Infierno. Para sus nietos, la profesora auxiliar que los guía por los museos y el zoo. Para cualquier vaciador autorizado de terrenos de la República del Area Metropolitana de BoyneFeng, es la juez de selección que supervisa los mecanismos del gobierno o, mejor dicho, del no gobierno. Almizcle es una convencida defensora de los Seis Preceptos de las Repúblicas Jemianas, y No debe existir un gobierno central fuerte es el último y tal vez más importante de ellos. Para ella, el «gobierno» es una perversión del pasado, una institución que se consumió para siempre en el fuego de la Explosión y murió de hambre en la Época de la Desesperación. Había desaparecido de Jem hacía un siglo y medio. Nadie quiere que vuelva aquel espanto, y ella menos que nadie. Es tan obsoleto como los ejércitos, la indolencia y los desechos. Almizcle se encargará de que siga siendo así aunque le requiera la última gota de su sangre o el máximo sacrificio de sus milicianos voluntarios y receptores de regalos.
Para ver quién es Almizcle, observemos las tres caras principales que muestra y aprovechémoslas para presentar el bochornoso y satisfecho mundo de Jem; la primera de ellas es la de Almizcle, la que nutre.
Proporciona más de un 10 por ciento de los alimentos de Boyne—Feng, y casi todo procede del subsuelo. Por descontado, no lo hace con sus propias manos. Obsérvenla a la puerta de la galería. El turno de mañana entra a trabajar. La espantosa época de los «propietarios» llegó a su fin cuando murió el gobierno. Almizcle no es una propietaria, sólo una más entre iguales, aunque una especial.
Podrían pensar que parece una hacendada de Virginia supervisando a sus esclavos o puede que una terrateniente de Shensi que acepta los pagos de los granjeros arrendatarios en los arrozales. Sería una impresión engañosa. Aquí no existe la propiedad. Ni siquiera hay ninguna obligatoriedad. Los vales que le dan los obreros krinpit, uno por uno, según pasan ante ella y se dirigen rápidamente hacia las granjas subterráneas, no son producto de la extorsión. Son regalos. Se los dan libremente. Si a Almizcle no le complace el regalo de uno de ellos, no se lo reprocha ni le ordena que le dé más, sencillamente lo rechaza. El krinpit elige entonces volver a su aldea, donde puede morirse de hambre libremente. Un metro o dos más allá del puesto de Almizcle, los reptadores encargados de la supervisión rocían a los krinpit con una laca antihistamínica. Aquí tampoco se emplea la fuerza. Si el krinpit opta por no hacer regalos a los supervisores, no tiene por qué marcharse. Los supervisores elegirán no rociarle. El krinpit padecerá picores o mudará o morirá como resultado de la exposición a los cultivos en los que trabajan, originarios de la Tierra. Optar por esa posibilidad es un derecho de los krinpit, que pueden ejercer siempre que quieran. No hay ni la más mínima obligatoriedad, de nadie, a nadie, en ningún momento. Eso forma parte de los Seis Preceptos.
Los krinpit lo saben y disfrutan de su libertad, por no mencionar de las radios, de los tambores y cítaras joviales y ruidosas, de las sustancias químicas embriagadoras, de las cuentas y las herramientas de metal que tanto valoran. Todos esos regalos se los dan libremente cuando ellos, no menos libremente, entregan los vales que Almizcle les ha dado, en otro ejercicio de su libertad, al final de cada turno de trabajo voluntario. Los reptadores también lo saben y también están agradecidos, sobre todo por las mejoras introducidas por los Dos Patas en sus antiguas madrigueras silvestres, y ayudan libremente a los obreros krinpit más corpulentos y fuertes instruyéndolos sobre dónde plantar los cultivos de suelo, de champiñones, y los cultivos de techo, de patatas y boniatos. También ellos disfrutan ahora con la posesión de cuentas, dispositivos y sustancias embriagadoras que sus brutos progenitores jamás habían conocido. Los globonoides lo saben: ¡qué bien se lo pasan con su música grabada y sus orgasmos repetidos! Y, por supuesto, Almizcle Verdinube An—Guyen lo sabe muy bien. Tiene todo lo que quiere. Puede que su más preciada posesión sea la seguridad de que los Seis Preceptos siempre se obedecen; por tanto, siempre se hace justicia, y todos los demás en Jem —y eso significa todos: krip o globonoide, extraño o hijo— también lo tienen todo, aunque raramente posean tanto de todo como ella.
Tenemos también a la Almizcle voluntaria pública. No es una simple persona que interviene o participa en las discusiones, como todos los demás. Es una juez de selección, que dedica libremente parte de su tiempo, incluso las jornadas festivas, a servir a la comunidad.
Sale de las galerías agrícolas y sube a la superficie, entrando en la cúpula cálida y brillante de Ciudad Opulenta. Almizcle es todavía una mujer de belleza contundente. Bronceada por las luces ultravioleta de la gruta—piscina, alta, robusta más que gorda, pesa los sesenta kilos estándar, pero tiene una cintura de cincuenta centímetros y sus amantes la prefieren a otras a las que dobla en edad. Las miradas la siguen cuando entra sonriente en el
Salón del Recuerdo, se quita los pantalones y el impermeable para estar cómoda, da el Saludo del Corro a todos y se recuesta en un sofá de espuma.
—Me gustaría empezar —dice risueña. Los otros seis jueces de selección voluntarios convienen que a ellos también les gustaría abordar las cuestiones del día.
La mayoría de las cuestiones son rutinarias, y en seguida se llega al consenso. (Todos se están reservando para el gran tema.) Desde el lugar que ocupa bajo el busto de Madre Kristianides, con sus anchas cejas y expresión serena mientras los contempla a todos desde arriba, Roanoke t'Schreiber describe los avances en la limpieza de Lago Infierno. Todas las aguas residuales de la ciudad se bombean allí. La vida acuática autóctona está siendo exterminada satisfactoriamente, dado que la Escherichia coli funciona como un antibiótico contra la mayoría de las formas de vida jemianas.
—Otros dos millones de deposiciones y la tendremos limpia como una patena —comenta. Invernadero de Césped Nacida en la Erupción deja de estudiarse las uñas de diez centímetros para preguntar si no se debería dar vales extras a la milicia dado que, desgraciada (aunque voluntariamente) muchos de sus miembros han entregado su vida a la exploración de nuevas madrigueras de reptadores y a la liberación de lejanos campamentos de krinpit. Todos están de acuerdo en que parece deseable. La mujer que viste el uniforme de la milicia, que había estado esperando en la puerta, se va con una sonrisa de satisfacción.
Entonces, el rostro de Almizcle se ensombrece y comenta:
—Tengo entendido que ha llegado otro tactran de Alfabase.
Se hace el silencio en la cámara. Este es el tema que contiene las semillas de la discordia e incluso del cambio. En verdad nadie quiere abordarlo a fondo. Todos los jueces se remueven incómodos en los sofás bajo los bustos de los antepasados, cada uno esperando que hablen los demás.
Finalmente, t'Schreiber ofrece una opinión:
—Yo, por lo menos, creo que fue poco sensato por parte de nuestros predecesores intentar reanudar la exploración espacial. Otorgaron mucha importancia a poner nuevos satélites tactran en órbita. ¿Qué hemos ganado? Penas y confusión. —Seguidamente enumera los contactos establecidos—: Un confuso mensaje que podría proceder de la colonia marciana; lastimosas súplicas de ayuda de la propia Tierra; una docena de mensajes con tono chulesco procedentes de la base de Alfa Centauri que insinuaban veladamente la intención de combatir con Jem... Del resto del universo, nada.
Almizcle espera incómoda, cambiando de posición y rascándose justo encima de la placa de su bikini de cuerda. Entonces dice:
—Me pregunto si debemos seguir respondiendo a los mensajes de Alfabase.
Nadie dice nada.
Por tanto, se considera aprobado lo que Almizcle ha insinuado y los jueces vuelven a hablar del satisfactorio crecimiento de la población humana, desde los ciento ocho supervivientes a los mil ochocientos de la tercera generación y el casi cuarto de millón de la sexta. Ya no se teme por la supervivencia de la humanidad. En Jem, el Hombre prospera.
Eso le recuerda a Almizcle que su bebé más reciente está a punto de nacer. Habla en voz baja por teléfono al hospital. La «yegua» se encuentra ya en la sala de partos en ese mismo momento, pero las noticias son malas. El bebé ha nacido muerto.
—Es culpa mía —le dice Almizcle al doctor, con remordimientos—. ¿Se llamaba Sarah Bolsabrillante?
—Mary Bolsabrillante —la corrige el médico.
—Ah sí, Mary. Tenía casi sesenta años. Debería haber invitado a una yegua más joven para que empollara a mi bebé.
—Que no te estropee el día —la consuela el doctor—. Uno debe asumir que haya algún fracaso de vez en cuando. Casi todos tus hijos han vivido, y recuerda que tienes otros tres en la recámara ahora mismo.
—Eres muy amable. —Almizcle cuelga con una sonrisa, pero la noticia la ha afectado, y justo en Navidad.
—Me gustaría irme ahora —les dice a los demás jueces. Por supuesto, los demás también quieren dar por acabada la discusión y volver a sus casas.
Además, está Almizcle la madre, la persona venerada como cabeza de familia.
No es un rasgo baladí de su persona. Su familia es inmensa: cuarenta y cuatro hijos vivos de los que, los doce mayores, ya hace mucho que la han convertido en abuela múltiple, y los tres más jóvenes todavía no han nacido y están en los úteros de otras mujeres. (Se recuerda a sí misma que tiene que hacerle un regalo a Sarah, o Mary, Bolsabrillante por su amabilidad al llevar su óvulo implantado más reciente hasta el final. No sería un regalo tan espléndido como era habitual, claro, dado que el niño había nacido muerto.) En Navidades todos sus hijos acudirían a darle el Saludo del Corro, y anhela con placer anticipado que llegue ese día.
No todas las preocupaciones familiares son tan agradables. Mientras recorre los plácidos jardines hacia el lugar donde duerme y guarda sus pertenencias, un joven pálido y de poca estatura se abre paso hasta ella entre los matorrales. Es d'Dalehouse Delfín An—Guyen, uno de sus hijos. Ha estado corriendo. Respira jadeando. Almizcle suspira y le dice:
—Qué amable por tu parte venir corriendo a darme el Saludo del Corro, Delfi.
El chico se detiene y parpadea ante el bonito multiárbol de Navidad que hay en el centro del jardín, con luces en forma de anillo y la Estrella amarilla de la Tierra coronando la copa. Obviamente se ha olvidado de la festividad. Almizcle suspira otra vez:
—Feliz Navidad de todas formas, Delfi. Sé que vas a reprocharme algo. Siéntate y recupera el aliento primero.
Se sientan en un banco de piedra—reptadora compacta bajo un emparrado de uvas. (Unas cuantas pasas habían sobrevivido a la tormenta de la erupción bajo una litera en el Puesto Avanzado de los Pueblos. Todo el vino de Jem, así como este árbol, procedía de las seis semillas encontradas que pudieron germinar.)
Almizcle no mira a su hijo. Sabe que, a pesar de sus defectos, está demasiado bien educado para empezar a hablar antes de que ella lo haya animado, y quiere que sienta la paz de ese lugar. A su alrededor, por todo el jardín, están las estatuas de la Primera Generación: las dieciocho madres, en oro; las cincuenta y dos yeguas, en cristal, y los setenta y nueve padres, en granito extraído de los acantilados bajo el polo de calor. dos veintiún supervivientes que no contribuyeron con genes al acervo común, ni siquiera por clonación, también tienen estatuas, pero están alineadas fuera del parque. Ninguno de ellos fue ni siquiera yegua.) Hay más distinciones entre las estatuas. Los ochenta y un supervivientes que volvieron de la Cara Oculta tienen el nombre grabado en plata glaseada. Los treinta y dos que sobrevivieron en las madrigueras bajo el Puesto Avanzado de Alimentos, donde los alcanzó la erupción antes de que se completara el traslado a la Cara Oculta, están resaltados en rubí. Y los otros sesenta y nueve —pocos de ellos viables— que sobrevivieron a la erupción en cuevas, bajo máquinas, en cápsulas espaciales o dondequiera que pudieran esconderse de la ira de la estrella están señalados con crisolita naranja, el color de las llamas. Eso sucedió hace seis generaciones. Almizcle podría en teoría descender de 26 de ellos, casi un tercio, pero de hecho sólo once son sus verdaderos antepasados, con considerable solapamiento. (Por ejemplo, ella es quíntuple descendiente de Marjorie Menninger, Ana Dimitrova, Nguyen Tree y Primernato Mackenzie, el diminuto hijo focomélico alumbrado por la única mujer que sobrevivió tanto al bombardeo nuclear del Puesto Avanzado de Combustible como a la erupción. Sólo vivió lo bastante para dar a luz a su hijo deforme, pero el niño resultó maravillosamente fértil.)
Cuando Almizcle cree que este lugar sagrado ha hecho todo lo que puede por su hijo, se rasca por debajo del cinturón de los pantalones y dice:
—Muy bien, Delfi, ya puedes decirlo.
Él está tan impaciente que no ve el momento de pronunciar las palabras:
—Muy bien, ¡lo diré! Has cometido un error, Madre Almizcle. ¡No podemos decirle no a Alfabase!
—¿No podemos?
Él es testarudamente obstinado, incluso feroz.
—Sí, eso es lo que he dicho. No podemos. ¡Es un crimen contra la raza humana! Jem se está pudriendo ante tus ojos, Madre Almizcle. Ésta es la mejor ocasión que tendremos jamás de poner las cosas en marcha otra vez. ¡En Alfabase tienen tecnología de alta energía! ¿Sabes qué significa lo que nos están sugiriendo? Son capaces de poner diez toneladas estándar en el estado de carga taquión, cuando nosotros ni siquiera podríamos hacerlo para salvar nuestra vida.
—Querido Delfi —empieza ella con tono dulce y razonable—, aquí, en Jem, tenernos problemas más apremiantes. ¿Sabes cuántas bandadas de globonoides salvajes quedan? ¿Cuántos krips que todavía viven en la más absoluta brutalidad? Y repta—dores a los que no hemos llegado y que no hemos ayudado. Tenemos un deber...
—¡Tenemos un deber con la humanidad! —grita él.
—Sí, ¡sin duda! Y lo estamos cumpliendo. Nuestros antepasados dieron su vida por salvarnos, y nosotros nos mantenemos fieles a los Seis Preceptos. Aquí no hay gobierno tiránico, ni coacción de ningún tipo, ni nacionalidades rivales. No hemos violado a Jem, lo hemos cortejado. Vivimos con recursos energéticos renovables, mientras que los Alfas han vuelto a la industria y a todos los males de la tecnología.
—¡Dios santo! —exclama él—, ¿recursos? El cuarto de millón que somos ni siquiera ha empezado a arañar su superficie del planeta. ¿Sabes que el combustible fósil se forma más rápido de lo que nosotros lo usamos?
—¡Bien! ¡Y así es como debe ser! Eso lo hace renovable. Sé razonable, Delfi, cariño. ¿Por qué estropear la felicidad de todos empeñándose en algo descabellado? Imagina que todos quisieran hacer lo que tú dices. ¿Quién iba a extraer entonces esos combustibles fósiles?
—Krips. Reptadores. Gente. ¡Máquinas! Me da igual. Si no quieren por las buenas, ¡se les debería ordenar!
Almizcle se estremece.
—Me has fastidiado las Navidades —dice con pesar, y se aleja caminando. ¡Qué vergüenza! Un jovencito absurdamente testarudo y una yegua incompetente le habían arruinado la celebración antes incluso de que hubiera comenzado como era debido. Delfi es su hijo favorito, o suele serlo. Almizcle admira su diminuto y rápido cuerpo y su mente brillante. Pero... ¡menudas tonterías, la verdad! ¡Qué pesado! ¿Por qué no puede aceptar el paraíso como todos los demás y ser feliz en él?
La fiesta de Delfi también se ha estropeado, y se sienta en el banco de piedra—reptadora tan irritado y frustrado que ni siquiera escucha cómo empieza el villancico:
A'es 'efi 'eles.
Lae'i `riumphan 'es.
¡Si pudiera hacerla entrar en razón! La conquista de Jem había costado tanta sangre y tanto dolor... Y no sólo en aquel primer año espantoso. Una y otra vez se había repetido el desastre, cada vez que Kung entraba en erupción durante las primeras décadas. Había habido ocho erupciones desde los tiempos de los antepasados, y sólo las dos o tres últimas habían resultado relativamente indoloras. Habían tenido muchas advertencias y librado una carrera frenética para convertir las cúpulas en espacios a prueba de iones y acumular productos perecederos esenciales dentro. Pasaban una semana de confinamiento mientras la estrella bramaba, un año más o menos con alguna escasez hasta que el planeta volvía a recuperarse. Eso suponía que habían sufrido media docena de asedios espantosos, el primero de los cuales fue sin duda el peor, pero todos los demás no resultaron mucho menos catastróficos. ¿Es que eso no iba a servir para nada?
Veni'e oremus,
`Omnium
Un supervisor reptador pasa a toda prisa relinchando a su lado hacia el multiárbol, seguido de cuatro ruidosos jardineros krinpit que visten sus abrigos de laca del Corro del Saludo verdes y brillantes. Un poco tarde, se da cuenta de lo que cantan a coro.
Líbranos del poder de Satán
cuando todos seamos ceniza...
Menudo tiempo de alegría es éste, piensa para sí. ¡Más bien tiempo de suicidio! Tiempo de sentarse a esperar la muerte con los brazos cruzados mientras el resto de la galaxia avanza hacia quién sabe qué triunfos de la tecnología y qué aventuras. El mal humor y las Navidades se enfrentan en su interior. El mal humor va desapareciendo paulatinamente. Recuerda lo que llevaba el reptador —luces estroboscópicas ultravioleta que resplandecen pálidas— y decide acercarse al multiárbol de Navidad.
Los krinpit apartan bancos y mesas de picnic para dejar sitio, gimiendo y traqueteando para sí mismos; acaban y se van a toda prisa. El reptador coloca las luces estroboscópicas y aguarda órdenes. En el árbol, los globonoides atados cantan con toda su alma:
Schlaf in heilige Ruhe,
Schlaf in heilige Ruh'
Alrededor del árbol, jóvenes como él se quitan la ropa y se introducen entre los troncos que lucen una alegre decoración.
—¡Es hora de empezar! —gritan, y los bolas de gas empiezan a cantar el animado y vital Buen Rey Wenceslao. Obedientemente, el reptador enciende las luces estroboscópicas. Los globonoides jadean sin dejar de cantar y empiezan a emitir su líquido seminal, y bajo el hermoso árbol las parejas se unen formando los tradicionales Corros.
Delfi no puede aguantarlo más. La tristeza desaparece por completo. La Navidad se impone triunfal. Se quita rápidamente la ropa y se zambulle en los troncos del multiárbol. ¿Por qué combatir la Utopía?, piensa para sí. Y así, en ese instante, completa el proceso de crecimiento e inicia el que lo llevará a la muerte, que viene a ser lo mismo.
FIN