STARSHIP, MOTÍN (Mike Resnick)
Publicado en
diciembre 09, 2012
Título original: Starship: Mutiny
Traducción: Joan Josep Mussarra
Editorial: Scyla Editores, S.A Serie: Starship num.1 Colección: Ciencia Ficción ISBN: 978-84-480-4459-6
Dedico esta novela, igual que todas las demás, a Carol,
y también a Lou y a Xin Anders
1
La nave flotaba en el espacio, casi inmóvil. Era de un color gris apagado. No estaba oxidada, como es lógico, pero unas manchas de herrumbre habrían encajado bien con su aspecto general.
—No es lo que podríamos llamar impresionante, señor —dijo el piloto de la lanzadera mientras su pequeño vehículo se acercaba a la nave.
—Las he visto peores —repuso el oficial.
—¿Ah, sí?—le preguntó el piloto con curiosidad—. ¿Dónde?
—Déjeme una hora para que lo piense.
—Me pregunto si habrá estado en muchos combates.
—¿En esta zona? —dijo el oficial, e hizo una mueca—. Yo creo que su función principal es evitar el combate.
—¿Y se va a quedar usted ahí hasta que termine la guerra? —le preguntó el piloto con una sonrisa.
—Eso parece.
—Me lo creeré cuando lo haya visto, señor.
—He hecho la parte que me tocaba. Ahora me vendrá bien un descanso.
La lanzadera se aproximó a la escotilla de la nave y, cuando estuvo lo bastante cerca, una sección de ésta se extendió y ambos vehículos se ensamblaron. La escotilla se irisó y el oficial entró en la nave. Saludó a la manera militar, pero con aire indolente, a la joven vestida de uniforme que había acudido a recibirle. Ésta le respondió con un saludo elegante y vivo.
—¡Bienvenido a bordo de la Theodore Roosevelt, señor! —le dijo. El oficial contempló el lugar sin entusiasmo alguno. Finalmente se percató de que la joven lo miraba como si esperara algo.
—¿Hay algún problema, alférez?—preguntó.
—Tiene usted que solicitar autorización para subir a bordo, señor —fue la respuesta.
—Pero si ya estoy a bordo.
—Lo sé, señor. Pero...
—Mi lanzadera debe de estar a ochocientos kilómetros de aquí y se aleja por segundos. ¿Qué se supone que tengo que hacer si me deniegan la autorización?
—No seré yo quien se la deniegue, señor —dijo, o más bien susurró la joven.
—Entonces será que no tengo ninguna necesidad de solicitarla, ¿verdad que no? —dijo él.
—Me limito a aplicar las ordenanzas, señor. Si le he ofendido en algo, soy la primera en lamentarlo.
—Ya nos daremos luego los besos de rigor y haremos las paces, alférez —dijo el hombre—. Ahora podría presentarme a su jefe.
—¿Disculpe?
—Al capitán de esta nave, alférez. Me han ordenado que me presente ante él. O ante ella. O ante lo que sea.
—Sí, señor —respondió la joven, e hizo de nuevo el saludo militar—. Sígame, señor.
La alférez dio media vuelta y echó a andar por un pasillo que —igual que el exterior de la nave— había conocido días mejores, e incluso décadas mejores. Se detuvo a la entrada de un aeroascensor y aguardó al recién llegado. Éste entró con ella y ascendieron tres niveles sobre un invisible cojín de aire. Entonces, la joven salió a un segundo pasillo y acompañó al hombre hasta una puerta.
—Es aquí, señor.
—Gracias, alférez.
—Antes de que me marche, señor —dijo la joven, visiblemente nerviosa, pero resuelta—, ¿puedo estrecharle la mano?
El oficial se encogió de hombros y le tendió la diestra. La mujer la estrechó vigorosamente.
—Gracias, señor —dijo ella—. Así les podré contar algo a mis niños el día que los tenga. Pase, por favor.
El oficial aguardó a que la puerta le examinara la retina, las facciones del rostro, el peso y la estructura del esqueleto, y los comparara con los registros almacenados en el ordenador de la nave, y a que finalmente se abriera. Entonces dio un paso adelante. Entró en un despacho pequeño y nada imponente. Un hombre de ascendencia oriental, extraordinariamente alto —casi dos metros diez—, con insignia de capitán de navío, estaba sentado tras un escritorio.
El nuevo oficial dio un paso adelante.
—Wilson Cole, a sus órdenes.
El capitán lo miró con indiferencia, sin decir nada.
—Wilson Cole, a sus órdenes —repitió Cole.
Una vez más, no hubo respuesta, y Cole empezó a irritarse visiblemente.
—Disculpe, señor —dijo—. No me habían informado de que mi nuevo capitán fuera sordomudo.
—Cállese, señor Cole.
Entonces fue Cole quien se quedó mirándolo en silencio.
—Soy el capitán Makeo Fujiama —dijo el hombre alto—. Aún estoy a la espera de que salude y se presente como corresponde.
Cole hizo el saludo militar.
—Comandante Wilson Cole, a sus órdenes, señor.
—Así está mejor —dijo Fujiama—. He leído su historial, señor Cole. Lo menos que puedo decir es que se sale de lo normal.
—Me encontré en circunstancias que tampoco eran normales, señor.
—A mí me parece que se las buscó usted, señor Cole —le respondió Fujiama—. De todas maneras, no voy a discutirle sus tres Medallas al Coraje y sus dos Citaciones por Valor Excepcional. Su curriculum es muy notable. Probablemente no tenga igual en los anales de este Ejército.
—Gracias, señor.
—Por otra parte, le han asignado en dos ocasiones el mando de una nave, y en ambos casos lo destituyeron. Eso es una vergüenza, señor Cole.
—Eso es la burocracia, capitán Fujiama —dijo Cole.
—De hecho, fue insubordinación. Desobedeció usted las órdenes que le dieron en tiempo de guerra.
—Llevamos once años en guerra con la Federación Teroni —dijo Cole—. A mí me parece que mi trabajo consiste en ganar esta maldita guerra y volver luego a casa, y por ello, cuando me dieron órdenes imbéciles, opté por ignorarlas.
—Y puso en peligro su nave y a todos los hombres que se hallaban a su mando —dijo Fujiama.
Cole miró a los ojos a su nuevo capitán.
—La guerra es el infierno, señor —dijo por fin.
—Y tengo la impresión de que usted ha aportado su granito de arena para que lo fuese.
—Mi táctica triunfó en ambas ocasiones —dijo Cole—. Y mis superiores se contentaron con retirarme el mando y la nave. Si hubiera fracasado, ahora mismo me pudriría en una prisión militar y usted lo sabe igual que yo.
—Lo que ocurre es que se encuentra usted en una prisión militar, señor Cole —dijo Fujiama—. Como todos los que estamos aquí.
—¿Disculpe, señor?
—La Theodore Roosevelt no parece una prisión militar, pero, a todos los efectos, lo es —le respondió Fujiama—. Esta nave tiene más de un siglo. Había que retirarla hace cincuenta años, pero no paramos de meternos en guerras y necesitamos todas las naves que puedan funcionar en el espacio. Por un motivo u otro, también habrían tenido que retirar a la mayoría de sus tripulantes, pero la República no está en condiciones de premiar a los militares conflictivos devolviéndolos a la vida civil. La Theodore Roosevelt opera aquí, en el sector menos poblado de la Periferia. Raramente nos posamos sobre ningún planeta, es improbable que entremos en combate y podríamos decir que somos la jaula ideal para todos los militares que, como usted, parecen incapaces de seguir las órdenes y transformarse en tuercas bien engrasadas en la gigantesca maquinaria que es el Ejército. La disciplina es un bien escaso y el cariño que la mayoría de los tripulantes de esta nave sienten por la Armada es comparable al que sienten por la Federación Teroni. —El capitán calló por unos instantes—. Creo que con eso le he descrito la situación, señor Cole.
Cole empleó unos momentos en meditar lo que acababa de oír.
—¿Cuál fue el pecado que cometió usted, señor? —preguntó por fin.
—Maté a seis oficiales de la Armada.
—¿La nuestra o la de ellos?
—La nuestra.
—Imagino que sería por accidente.
—No —le respondió Fujiama en un tono que dio a entender que no quería hablar más sobre el tema.
Se hizo un incómodo silencio y fue Cole quien lo rompió.
—Me contentaré con suponer que merecían la muerte, señor. Quiero dejar muy claro que no he venido aquí a dar problemas.
—Espero que no, señor Cole —le dijo Fujiama—. Aunque creo que los dos bandos de esta guerra podrían testificar que ésa es una de las tareas que realiza usted con mayor pericia y entusiasmo. Le voy a ser totalmente sincero: me guste o no, y le guste o no a usted, sus hazañas son motivo de que la mayor parte de la tripulación lo vea como a un héroe. Me lo pondría mucho más fácil si se propusiera guiar a los demás mediante el ejemplo.
—Haré cuanto pueda, señor—dijo Cole—. ¿Algo más?
—Sus tareas figurarán en todos los ordenadores de esta nave. Todos los mensajes privados y las órdenes que pueda recibir de mí, o de la comandante Podok, se visualizarán tan sólo en los ordenadores personales que usted utilice.
—¿La comandante Podok?
—Nuestro primer oficial.
—Ese nombre no parece humano —dijo Cole.
—Es una polonoi —le respondió Fujiama, y escrutó el rostro de Cole—. ¿Eso le supone algún problema?
—Para mí no hay ninguna diferencia, señor—dijo Cole—. Tan sólo sentía curiosidad.
—Bien. Si tuviéramos alguna posibilidad de encontrarnos con una nave de guerra teroni, le ordenaría que sirviera conmigo, o con Podok, hasta que tuviera más experiencia en el puesto. Pero estamos en un desierto dentro del desierto y usted ha comandado naves más grandes que ésta. Se encargará del turno azul.
—¿El turno azul, señor?
—Así es como los llamamos aquí —le dijo Fujiama—. El turno rojo es desde las 0 hasta las 08.00 horas, horario de la nave. El turno blanco es desde las 08.00 hasta las 16.00, y el turno azul desde las 16.00 hasta las 24.00 horas. La comandante Podok está al mando del turno blanco y usted reemplazará al oficial tercero Forrice, que llevaba algún tiempo al mando del turno azul.
—¿Forrice? —repitió Cole—. Hace unos años conocí a un molario que se llamaba Forrice. Nosotros lo llamábamos Cuatro Ojos. Lo decíamos ya como si fuera su nombre de verdad, pero es que realmente tenía cuatro ojos.
—Nuestro Forrice es molario.
—No puede ser que haya dos molarios con ese nombre y que los dos estén de servicio en la Periferia —dijo Cole—. Me alegraría mucho de poder trabajar junto a un viejo amigo. —Y añadió—: ¿A quién mató él?
—De hecho, está aquí porque se negó a matar a alguien —dijo Fujiama. Parecía que Cole quisiera hacer otra pregunta y Fujiama levantó la mano—. Nunca hablo de los motivos por los que los miembros de mi tripulación han caído en desgracia.
—¿Nunca?
—A menos que la comandancia del Sector piense que uno de ellos podría poner la nave en peligro.
—Me pregunto cuántos sujetos peligrosos para la nave puede haber en la Roosevelt, en opinión de la comandancia del Sector —dijo Cole.
Fujiama suspiró profundamente.
—Ahora que usted está aquí, uno.
—¿Es un halago?
—En absoluto —le replicó muy seriamente Fujiama—. Le voy a ser sincero, señor Cole... no me quedo a la zaga de nadie en admiración por su coraje y sus triunfos. Pero no dudaré en imponerle la necesaria disciplina, con todo el rigor, si desobedece usted una orden, o si su actuación tiene un efecto perjudicial en la disciplina de esta tripulación, bastante laxa de por sí.
—Ya se lo he dicho, capitán Fujiama... sé quién es el enemigo.
—Bien —le respondió Fujiama—. Siga las ordenanzas y cumpla la normativa, y así no tendremos ningún problema. Puede usted marcharse.
Cole salió del despacho y se encontró con que la alférez aún estaba de pie en el corredor. Era obvio que lo había estado esperando.
—Me alegro de ver que ha sobrevivido, señor—le dijo, sonriente.
—¿Acaso tenía alguna duda?—le preguntó Cole.
—Monte Fuji ha matado a varios oficiales.
—No sería porque se presentaron a reportar, supongo —le respondió Cole, y le devolvió la sonrisa—. ¿Así es como lo llaman... Monte Fuji?
—A la cara no, señor.
—Bueno, es que es alto como una montaña —le dijo Cole—. ¿Y cómo tengo que llamarla a usted?
—Alférez Rachel Marcos, señor.
—¿Y qué le parece si prescindimos de formalidades y la llamo simplemente Rachel?
—Como desee usted, señor.
—Lo que deseo en este momento es ir a ver mi camarote —le dijo Cole—. Me imagino que habrán llevado mi equipaje hasta allí.
—Ahora mismo, los robots de servicio lo están limpiando meticulosamente, señor —le dijo Rachel—. Su equipaje se halla a bordo y lo llevaremos a su camarote en cuanto éste haya sido esterilizado.
—¿Esterilizado? —repitió Cole, y frunció el ceño—. Pero ¿de qué diablos murió mi predecesor?
—No murió de nada, señor. Lo trasladaron.
—Entonces, ¿porqué...?
—Era morovita.
—¿Y?
—Los morovitas son insectívoros, señor. Tenía un buen número de aperitivos guardados en el camarote. Por lo que sabemos, escaparon de sus cajas hace casi cuatro meses. A él no lo molestaron, por supuesto, pero hay varios que podrían ser peligrosos para los humanos. Simplemente nos aseguramos de que no hayan quedado larvas ni huevos.
—Le prometo que todo lo que me como cuando estoy en la cama lleva siempre un buen tiempo muerto —le dijo Cole.
—El comedor siempre está abierto —le respondió ella, muy seria—. No hay ningún motivo para que ninguno de los miembros de la tripulación, de ninguna raza, se lleve comida al camarote.
—A veces es divertido.
—¿Divertido, señor? —le respondió ella, y frunció el ceño.
—Rachel, lleva usted demasiado tiempo en el Ejército.
—Yo también lo pienso, señor.
—Ah, después de todo aún tiene sentido del humor. —Se detuvo por unos instantes, con las manos en las caderas, y miró alrededor—. Bueno, aún no estoy de servicio ni tengo habitación donde meterme. ¿Y si me hiciera una visita guiada?
—La mayor parte de la nave no tendrá ningún interés para usted, señor... Los camarotes de la tripulación, el comedor de la tripulación, y cosas por el estilo...
—Sí que me interesan —le respondió Cole—. Voy a estar al mando de esta nave durante un tercio del día. Tendría que saber cómo es.
Rachel frunció de nuevo el ceño.
—Yo pensaba que sería usted segundo oficial, señor.
—Sí, así es.
—Entonces, ¿no está usted al mando de la Teddy R.[1]?
—¿Así es como llama la tripulación a esta nave... Teddy R.?
—Ése es uno de los nombres más bonitos que le hemos puesto, sí, señor.
—Por lo que respecta al mando de la nave, sería absurdo que todos los oficiales estuvieran de servicio al mismo tiempo y que durmieran todos a la vez. Estaré al mando durante todo el tiempo que dure mi turno, siempre que no suframos ningún ataque.
—Está bien, entiendo lo que me quiere decir, señor. Pero es que me había parecido que...
—¿Que quería usurpar el mando? —le dijo Cole—. No. Ahora mismo no podría recitarle las ordenanzas, pero le aseguro que, si un ataque parece inminente, mi primera obligación es alertar al capitán. —Sonrió—. Tengo la impresión de que puede ponerse de muy mal humor si lo despiertan en mitad de la noche. Si se presenta la situación, la enviaré a usted.
—Sí, señor —respondió la joven, y Cole concluyó que su primera impresión había sido la correcta: Rachel no destacaba precisamente por su sentido del humor.
—Bueno, y ahora que hemos despejado las dudas, ¿podríamos empezar la visita?
—Sí, señor.
—Espere un momento —dijo Cole, y contempló a una criatura que caminaba pesadamente hacia él por el corredor—. ¿Qué clase de bicharraco es ése? —continuó en voz más alta.
—Yo también te quiero a ti, feo protesten —bramó la criatura. Debía de medir poco más de un metro sesenta y se desplazaba sobre sus tres piernas a base de dar medios giros, y tenía también tres brazos sin huesos. Su cabeza, en forma de caja, lucía cuatro ojos, dos que miraban hacia delante y uno a cada lado. Tenías dos rajas verticales a modo de nariz, la boca redonda y protuberante y las orejas escondidas bajo la pelusa azul que le cubría el cuerpo de un extremo a otro. Vestía un atuendo metálico de color rojo en el que llevaba adherida la insignia de su rango y un impresionante número de medallas.
—¿Cómo te va la vida, Cuatro Ojos? —preguntó Cole.
—Me las apaño para no meterme en problemas. —El equivalente de una sonrisa afloró al rostro de la criatura—. Acepta mi palabra de que aquí no hace falta esforzarse mucho.
—¿Conoce usted al comandante Forrice, señor? —preguntó Rachel.
—Sí, alférez —le dijo Cole—. Le daría un abrazo, pero es que no quiero acercarme tanto a una cosa tan fea.
—Por ese mismo motivo no te he pedido nunca que me ayudes a cazar hembras molarias —le dijo Forrice.
—Gracias a Dios por los pequeños favores que nos hacen —se rió Cole, y Forrice ululó un par de veces con voz muy aguda—. ¿Sabe usted qué es lo que más me gusta de estos hijoputas molarios, alférez? Aparte de los humanos, son las únicas criaturas de la galaxia que se ríen, las únicas que tienen sentido del humor. Eso es muy importante cuando tiene que pasarse uno mucho tiempo encerrado en la nave con ellos. —Y entonces le dijo a Forrice—: Me alegro de volver a verte. ¿Estás de servicio en este momento?
—No. Ahora iba al comedor. ¿Qué te parece si me acompañas y de paso te informo de todo?
—A mí me está bien. —Se volvió hacia Rachel—. Al final no voy a necesitar su guía. Si me explica usted dónde está mi habitación, puede marcharse.
—¿Le han dado el camarote del morovita? —preguntó Forrice.
—Sí, señor.
Forrice ululó de nuevo.
—Ah, ésa sí que es una buena manera de llegar a la Teddy R. —Se volvió hacia Cole—. Yo mismo te acompañaré en cuanto hayamos terminado de comer. Espero que no te importe dormir dentro de la escafandra durante los dos primeros meses.
—No me aburras con tus chistes y vamos a echar un trago.
—¿Un trago? —repitió Forrice—. ¿No tienes hambre después del viaje hasta aquí?
—Sólo con verte se me ha quitado el apetito —dijo Cole. Se volvió hacia Rachel y le hizo el saludo militar—. Eso es todo por ahora, alférez.
La mujer le devolvió el saludo y se marchó por el corredor en la misma dirección de antes.
—Bueno, ¿cómo te han ido las cosas? Ahora de verdad —preguntó Cole mientras el molario lo acompañaba hasta un aeroascensor.
—Muy bien. No me han degradado. —Miró la insignia de Cole—. Veo que a ti sí te quitaron el rango.
—En dos ocasiones. —Salieron del aeroascensor y fueron a parar al comedor de los oficiales.
Había dos humanos y un molario, cada uno en una mesa distinta. Cole y Forrice encontraron una libre en el rincón, se sentaron y le hicieron el pedido al ordenador incorporado en el mueble.
—Veo que no has dejado el café —observó Forrice.
—Y a ti todavía te va la sangre humana.
—¿Disculpa?
—Nada, déjalo —le dijo Cole—. ¿Qué tal es la comida de aquí?
—A mí me parece que está bien. ¿Quién sabe lo que te parecerá a ti?
—Bueno, hablemos de cosas serias. ¿La Teddy R. ha entrado alguna vez en combate?
—Hará unos setenta u ochenta años —le respondió Forrice—. Ya la has visto. Si esta nave tuviese rodillas y sufriera un ataque, caería de hinojos y suplicaría piedad.
—En serio, por favor, ¿podría defenderse si sufriera un ataque?
—Ojalá no tengamos que descubrirlo nunca.
—¿Y qué me dices de la tripulación?
—Son como nosotros.
—¿Como nosotros?—preguntó Cole.
—La mayoría tiene... un pasado. —Forrice bajó la voz—. Están tan aburridos, o amargados, que a un tercio de ellos les puedes encontrar drogados en cualquier momento... y como fue la autoridad la que los arrestó y los envió a la Teddy R., detestan cualquier tipo de autoridad.
—Eso implica que tienen mucha droga a su alcance. ¿De dónde la sacan?
—Creo que durante los últimos años ha entrado mucha de tapadillo —le respondió Forrice—. Además, en la mayoría de las naves, la gente no quiere ir a la enfermería. A los tripulantes de la Teddy R., en cambio, les encanta.
—En resumen: estamos de patrulla en una zona que nadie quiere, con una tripulación a la que nadie quiere, en una nave que nadie querría —dijo Cole—. Todo esto guarda cierta proporción matemática.
—¡Qué optimista! —exclamó Forrice.
—¡Diablos, cuánto te he echado de menos, Cuatro Ojos! —dijo Cole— Los molarios sois la más fea de las creaciones de Dios, pero también sois la única raza con un cerebro que funciona igual que el nuestro.
—Dios nos creó tras localizar y eliminar todos los errores que Él había cometido al diseñaros a vosotros.
—¿Qué otras razas llevamos a bordo? El capitán me habló de una polonoi.
—Sí, llevamos a un puñado de polonoi, y también a unos pocos mollutei, varios bedalios e incluso un tolobita.
—¿Un tolobita? —repitió Cole—. ¿Qué diablos es eso? Nunca había oído hablar de ellos.
—Los descubrieron hará unos cincuenta años. Espérate a verle. Vive en simbiosis con una criatura no sensible.
—No será la primera vez que vea simbiontes —le dijo Cole, sin dejarse impresionar.
—Como éste, no —le aseguró Forrice—. Y también tenemos un bdxeni, aunque, por supuesto, casi nunca lo vemos.
—Todas las malditas naves de la República llevan un bdxeni hoy en día. Como no duermen, son los pilotos ideales. Me imagino que eso será lo que hace nuestro bdxeni.
—Sí —le respondió Forrice—. Lo tenemos conectado al ordenador de navegación. Literalmente. Varios cables conectan su cabeza al ordenador, o el ordenador a su cabeza. No sé si le lee la mente al ordenador, o si es el ordenador el que le lee la suya, pero la nave siempre va a donde él quiere que vaya, así que la cosa funciona.
—Háblame del capitán —dijo Cole—. ¿Qué tal es?
—¿Monte Fuji? —le dijo Forrice—. Muy competente, muy correcto. Y muy desgraciado.
—¿Muy desgraciado?
—Lo más apropiado sería decir que tiene una depresión terminal.
—¿Por qué? —le preguntó Cole—. Está al mando de la nave.
—Ha perdido tres hijos y una hija en la guerra. Y otro más joven se alistó el mes pasado.
—Me dijo que había matado a un puñado de oficiales. ¿Sabes algo de lo que ocurrió?
—Nada más que rumores. En mi opinión, lo más probable es que la mayoría de los oficiales merezca la muerte. Con la excepción de nosotros dos, por supuesto. ¿Por qué sonríes?
—Sé que vuestro cerebro funciona igual que el de los humanos —dijo Cole—. Pero siempre me sorprende que necesitéis tan poco tiempo para aprender a hablar igual que nosotros.
—¿Pues qué quieres? El terrestre es la lengua oficial de la República. Si queremos servir con vosotros, tenemos que aprender el idioma.
—Todo el mundo lo aprende, o por lo menos emplea un Equipo-T para traducir. Pero parece que sólo los molarios lo utilicéis con toda naturalidad, casi como si fuera vuestro propio idioma.
—Será que somos más listos —le dijo Forrice.
La superficie de la mesa se desplazó a un lado y las bebidas quedaron al descubierto. Cole cogió la suya y la sostuvo con la mano.
—Por el comienzo de una misión larga, aburrida y sin incidentes.
Pero Cole era oficial, no adivino.
2
Forrice le enseñó a Cole las cuatro lanzaderas blindadas que llevaban adosadas al casco de la nave y luego lo acompañó a la Sección de Seguridad, donde encontraron a una mujer pequeña y membruda, sentada tras un escritorio, sumida en el estudio de una serie de imágenes holográficas que flotaban sobre el mueble. Tan pronto como les vio entrar, murmuró una orden y las pantallas desaparecieron.
—Wilson Cole, te presento a Sharon Blacksmith —dijo Forrice—. La coronel Blacksmith es nuestra directora de Seguridad.
—Y yo sé muy bien quién es usted —dijo ella mientras se ponía en pie—. Su reputación lo precede, comandante Cole.
—Puede llamarme Wilson —le dijo Cole.
—Está bien. Y a mí puede llamarme Sharon, siempre que no anden cerca ni Monte Fuji ni Podok.
—La coronel Blacksmith es un caso atípico en la Teddy R., porque sabe lo que hace y lo hace rematadamente bien—dijo Forrice. La mujer miró con atención a Cole.
—Es usted más bajito de lo que había esperado.
—A mí no me venga con esas chorradas —respondió él.
—¡Wilson! —le dijo Forrice, sorprendido.
—Ha revisado dos veces mi expediente y seguramente fue usted quien introdujo mis datos en el sistema de seguridad. Si fuera medio centímetro más alto, o más bajo de lo que usted esperaba, si hubiera pesado un kilo de más o de menos, todas las putas alarmas de la nave habrían saltado. —Calló y la miró, sonriente—. ¿He pasado la prueba?
—Con sobresaliente —dijo ella, y le devolvió la sonrisa—. Espero que no lo haya molestado.
—Por supuesto que no. Me alegro de saber que tenemos una directora de Seguridad competente a bordo. Ahora permítame que sea yo quien le haga una pregunta.
—Adelante.
—Por lo que sé, la Teddy R. no se ha posado sobre ningún planeta en más de medio año. Soy tan sólo el quinto reemplazo que ha subido a bordo desde entonces. Y yo le pregunto: ¿qué hace usted con su tiempo?
—Es una pregunta razonable —le respondió Sharon—. Controlo todas las transmisiones, mantengo bajo vigilancia todas las zonas relevantes, trato de impedir el tráfico de drogas dentro de la nave, trato de impedir que los tripulantes se maten entre ellos —cada cierto tiempo lo intentan— y me cercioro de que el oficial de cubierta inspeccione el área circundante una vez por hora.
—Yo pensaba que no habría ninguna nave teroni a varios pársecs de distancia —dijo Cole.
—Esperemos que no. Pero la flota teroni no es el único peligro. El año pasado hubo sabotajes en diecisiete naves. Seis de ellas transportaban tripulaciones enteramente humanas, otras tres debían de tener un ochenta por ciento de tripulantes humanos, y tan sólo había una integralmente no humana. Eso significa que les ocurre algo tanto a los miembros humanos de la Armada como a los no humanos. No sé qué clase de sugestión se necesita para convencer a alguien de que se vuele a sí mismo junto con su nave, pero está claro que ha ocurrido en varias ocasiones... y mi trabajo es impedir que suceda lo mismo aquí.
—¿Diecisiete? Había oído hablar de dos o tres, pero no sabía que fueran tantas.
—La Armada no se dedica a presumir de ello.
—Así que se lo callan, para garantizar que si alguien ve movimientos sospechosos, no los reconozca como tales.
—Me gusta usted, comandante Cole —dijo la mujer.
—Wilson —la corrigió él.
La mujer abrió un cajón del escritorio y sacó una botella plateada.
—¿Le apetece un trago? —preguntó.
—¿Cuál es la sanción por beber en horas de servicio?
—Depende de si los de Seguridad se enteran.
—Entonces no rechazaré la invitación —dijo. Aceptó la botella, la abrió y tomó un trago. Se volvió hacia Forrice—: Te ofrecería a ti también, pero seguramente te echarías la bebida sobre la cabeza y luego te comerías la botella.
—La próxima vez que un teroni ofrezca dinero por tu cabeza me lo voy a pensar muy en serio —dijo Forrice.
—No debería decírselo —explicó Sharon—, pero Forrice estaba que se salía de contento cuando supo que lo mandaban aquí. Seguro que nunca dice nada bueno sobre usted cuando lo tiene delante, pero me ha informado de sus diversas hazañas.
—Creo que la Armada las llamaría «desastres» —le dijo secamente Cole.
—La tripulación de la Teddy R. está mucho mejor informada —dijo ella—. Es usted una especie de leyenda.
—No me haga pasar vergüenza el primer día de trabajo —le dijo Cole, incómodo.
—De acuerdo, está bien —dijo Sharon, y escondió de nuevo la botella—. ¿Puedo servirle en algo?
—Sí, de hecho, sí puede servirme en algo. ¿Cuál es la composición racial de la tripulación?
—Treinta y siete humanos, cinco polonoi, cuatro molarios, un tolobita, un morovita, un bedalio y un bdxeni.
Cole negó con la cabeza.
—Idiotas.
—¿Qué quiere decir?
—Si están tan preocupados por la insatisfacción de los tripulantes, ¿por qué diablos han metido aquí a un solo miembro de cuatro razas? No tienen a nadie con quien hablar ni pueden compartir sus experiencias, ni su manera de ver el mundo.
—Bueno, eso no es del todo cierto. El tolobita tiene a su simbionte y el bdxeni trabaja en todo momento, durante todos los días, y no necesita distracciones.
—Aun así.
—Nosotros no decidimos sobre nadie, ni sobre nada que quiera enviarnos la Armada —respondió Sharon.
—No he querido decir que usted fuera idiota —dijo Cole—. Una política tan estúpida tiene que venir de arriba.
—Estaba usted en lo cierto, Forrice —le dijo al molario—. Este hombre tiene cualidades. Comandante Cole... Wilson... creo que vamos a ser buenos amigos.
—Estupendo —dijo Cole—. Los amigos no me sobran.
—¿Necesita algo más?
—Todavía no le he presentado mi petición.
—Pensaba que quería saber la composición racial de la tripulación —dijo ella.
—Eso era sólo un paso previo. Quiero tener acceso a todos los datos que haya recopilado acerca de todos los miembros de la tripulación. Quiero saber todo lo que pueda acerca de los humanos y los alienígenas con los que voy a tratar.
—¿Y cuál es su acreditación en Seguridad?
Cole se encogió de hombros.
—Debe de estar un grado o dos más abajo que antes —dijo.
—Lo averiguaré y le permitiré el acceso a los datos correspondientes a ese nivel —le dijo.
—Gracias —dijo Cole—. Ha sido un placer conocerla, pero me imagino que tendría que terminar la visita guiada antes de que empiece mi turno.
—Nos veremos muy a menudo —le dijo Sharon.
—Si me permite la pregunta, ¿qué hace una oficial competente como usted en una nave como ésta?
—La pregunta es tan halagadora que no le decepcionaré con la respuesta.
—¿Qué quieres que te enseñe ahora? —le dijo Forrice—. ¿El puente?
—Todos los puentes se parecen —le respondió Cole—. Vamos a ver otra cosa.
—Pero es que vas a pasarte la mayor parte del tiempo allí —repuso el molario.
—De eso ni hablar. —Forrice lo miró con curiosidad—. Hay un piloto, un oficial de artillería y un oficial de cubierta. Tengo acceso desde cualquier parte de la nave a todo lo que ellos vean u oigan, y también me será posible darles órdenes desde cualquier lugar. ¿Para qué voy a perder el tiempo durante horas y horas mirando las pantallas o la parte de atrás de la cabeza de toda esa gente?
—No me extraña que no logre obedecer órdenes —le dijo Sharon—. Es demasiado inteligente.
—Está bien —le dijo Forrice—. ¿Qué quieres que te enseñe ahora?
—¿Qué clase de instalaciones para ejercicio físico tiene la Teddy R.?
—Pequeñas. La mitad es para los humanos y la otra mitad para los demás.
—Pues enséñamelas para que sepa dónde están. Luego iremos a la enfermería.
—Vamos —le dijo Forrice.
El molario salió al pasillo, guió a Cole hasta otro aeroascensor y subieron un nivel. Vieron la sala de ejercicio físico —era demasiado pequeña y estaba todo demasiado apretujado para poder llamarla «gimnasio»—y luego pasaron a la enfermería.
—Está bien —dijo Cole mientras contemplaba el pequeño quirófano—. Más moderno de lo que había esperado. —Pasaron por la sala de recuperación, aún más pequeña, hasta otra donde había cuatro camas para humanos, una separación casi invisible, y, al otro lado de ésta, tres camas de formas muy variadas para los no humanos—. Esto sí que es optimismo.
—¿Optimismo?—repitió Forrice.
—¿Qué pasaría si diez miembros de la tripulación resultaran heridos... o si nos llegara un cargamento de comida en mal estado?
—La Teddy R. no ha combatido aún lo suficiente como para que hubiese diez heridos —le respondió el molario—. Y nunca jamás nos ha llegado un cargamento de comida en buen estado. Creo que ya estamos inmunizados contra todo.
—¿Cuántos médicos tenéis?
—Si te lo digo, pensarás que te tomo el pelo —le dijo Forrice.
—No sé por qué, tu respuesta no me sorprende —le dijo Cole—. ¿Cuántos?
—Uno... un bedalio llamado Tzinto.
—¿Y no hay ningún médico humano?
—Había uno.
—¿Y? —insistió Cole.
—Sufrió un ataque en... en un órgano inútil que sólo tienen los humanos.
—¿Una inflamación de apéndice?
—¡Sí, eso es! —dijo Forrice—. El apéndice. Murió en la mesa de operaciones.
—Gracias. No veas la confianza que me inspira ese tal Tzinto.
—No fue culpa suya. Está especializado en fisiología no humana.
—¿Hemos solicitado un reemplazo para el médico humano?—preguntó Cole.
—Sí, pero en estos momentos hay una guerra —le respondió Forrice—. Una guerra de verdad, no la ronda sin sentido que hacemos aquí. Y no pueden prescindir de ningún médico.
—Fujiama se equivocaba —dijo Cole—. En una prisión militar, por lo menos, se puede acceder a una asistencia médica decente.
—No sé de qué me hablas ahora.
—No, de nada —le dijo Cole—. Bueno, ya he visto bastante. Prosigamos con la visita.
—Es una nave de lo más normal —dijo Forrice—. Sólo nos quedan las secciones de armamento, un par de laboratorios científicos que no utilizamos para casi nada, el alojamiento de la tripulación y el puente.
—Quiero recorrer de un extremo a otro todos los pasillos de todos los niveles —le dijo Cole—. Y también los almacenes, los baños públicos, todo. Como seguramente voy a pasarme varios años en esta nave, quiero sabérmela de memoria hasta el último rincón.
—¿Desde el primer día?
—Quién sabe lo que podría ocurrir. Imagínate si tuviera que pasar un examen sorpresa. —Cole se dio cuenta de que Forrice no había entendido el chiste, así que se encogió de hombros y echó a andar hacia el aeroascensor más cercano. El molario le pasó delante, y entonces le indicó que tenían que ir por un aeroascensor que se encontraba algo más allá, en el mismo pasillo.
—Pero ¿cuántas cubiertas hay aquí? —preguntó Cole— ¿Es que todos los aeroascensores no llevan a los mismos niveles?
—Sí —le respondió Forrice—. Pero éste es lo bastante grande como para acomodar una camilla o un aerotrineo, y nos han pedido que no lo utilicemos, salvo en caso de emergencia.
—¿Cuántas veces han tenido que llevar una camilla o un aerotrineo hasta la enfermería desde que tú estás a bordo?
—Creo que cuatro. Tal vez cinco.
—¿Y cuántos meses llevas aquí?—le dijo Cole—. Subiremos en este ascensor.
—No puedo discutir con un oficial de rango superior al mío —dijo el molario con tono despreocupado mientras entraba en el aeroascensor junto a Cole.
Subieron hasta la Sección de Artillería, donde Cole se encontró con tres sargentos —un humano, un polonoi y un molario— que se encargaban del mantenimiento de las armas. Se preguntó cómo había sido posible que se coordinaran los rangos hasta que los diversos cuerpos militares se unificaron. Había llegado a haber hasta cinco tipos de soldado, ocho de marinero (aunque probablemente ninguno de ellos había visto el mar en su vida) y seis de teniente. Era mucho más racional generalizar los rangos de sargento, mayor, coronel y similares.
Una breve inspección le confirmó sus temores: la Teddy R. se encontraría en situación de inferioridad frente a cualquier nave teroni que se encontrara. Firmó un autógrafo (para su sorpresa, fue el molario quien se lo pidió, no el humano) y luego se detuvo en los laboratorios científicos. Parecían modernos, pero estaban desiertos. Les había llegado a ambos científicos la hora de irse a dormir y un alférez con cara de aburrido montaba guardia.
A continuación, Forrice llevó a Cole de visita por los camarotes de los tripulantes. Tenían aspecto de hotel decadente. Cole pensaba que en cualquier momento empezaría a oler a orines por los pasillos. Los camarotes se encontraban en tres niveles y los cubículos del más bajo estaban visiblemente adaptados para satisfacer las necesidades de los miembros no humanos de la tripulación.
—¿Tu camarote está cerca de aquí? —preguntó Cole cuando hubieron terminado de inspeccionar el nivel de los alienígenas.
—Al final del pasillo —le respondió Forrice.
—Vamos allí un momento.
Al principio pareció que Forrice iba a preguntarle por qué, pero entonces el molario lo pensó de nuevo y lo acompañó sin decir nada. La habitación tenía una cama construida para adaptarse a los contornos del cuerpo del molario, sillas del mismo estilo, espantosos hologramas en las paredes que, al parecer, gustaban a su propietario, y un escritorio con un par de ordenadores, uno con memoria de burbuja Steinmetz / Norton, y el otro de un modelo que Cole no había visto nunca.
—Bueno, ya estamos aquí —dijo Forrice—. ¿Y ahora qué?
—Cierra la puerta.
Forrice dio una orden y la puerta se cerró.
Cole se sacó el ordenador de bolsillo y le ordenó que contactara con Sharon Blacksmith. De repente, la imagen de la mujer apareció a pocos centímetros por encima del ordenador, se quedó allí y lo miró con curiosidad.
—¿Sí, comandante?—le dijo.
—Hay un alférez que vigila los laboratorios científicos —dijo Cole.
—Sí, eso es cierto.
—¿Y por qué? Probablemente usted misma los vigila a todas horas. ¿Han sido objeto de alguna amenaza?
—No, en absoluto.
—Entonces, ¿cómo es que no ponen al alférez en un puesto en el que sirva para algo?
—Comandante Cole, nos encontramos a cuatrocientos ochenta y tres días de viaje de Port Royale, en el Cúmulo de Quinellus. Han pasado ciento treinta y dos días desde que captamos actividad enemiga por última vez. Nos hallamos en el sector menos poblado de la galaxia, transportamos una tripulación de cincuenta miembros contando a los oficiales, y es esencial que mantengamos la disciplina. ¿Qué me propone usted?
—Está bien —dijo Cole—. Ya me imaginaba que el alférez estaría allí sólo para fingir que hacía algo, pero no quería que tuvieran que confirmármelo en público.
—Le agradezco que proceda con tanto tacto —respondió Sharon—. Si no hubiera sabido que estaba a solas en el camarote con el comandante Forrice, tampoco le habría respondido, por supuesto.
—Pero ¿cuántos problemas de disciplina puede haber si la tripulación tiene tan poco trabajo? —le preguntó entonces Cole.
—Me encargo de Seguridad y el trabajo no me falta —le respondió Sharon—. Le propondría que discutiera ese asunto con el capitán, o con la comandante Podok.
—Encontraré el momento para hacerlo —dijo Cole, e interrumpió la conexión. Se volvió hacia Forrice—. ¿Qué otros problemas tenemos aparte del consumo de drogas? ¿Ligues entre miembros de una misma especie, o incluso entre especies distintas?
—No.
—¡Anda que no! —dijo Cole—. Si yo me he dado cuenta de que ese puesto de vigilancia no tenía sentido y llevo como mucho tres horas a bordo, ¿crees que la tripulación no lo sabrá? Probablemente se sienten más seguros aquí que en sus ciudades de origen... y no son guerreros jóvenes, serios e idealistas. Fujiama me ha dicho que la mayoría de ellos eran conflictivos en su lugar de origen. Eso implica cierto desprecio por la disciplina en condiciones mucho más peligrosas que las que tenemos aquí.
—Lo que dices tiene su lógica —le dijo Forrice.
—No parece que te preocupe mucho.
—Es que aquí, en la Periferia, nada de eso tiene mucha importancia. La única persona que debe estar sobria en todo momento es el piloto, y está conectado a tantos circuitos informáticos que no creo que pudiera volverse loco aunque lo intentara.
—No te voy a decir lo reconfortado que me siento ahora que me lo has dicho —respondió Cole.
—¿Siempre has sido tan cínico?
—No, sólo desde que tengo edad para hablar. Vamos a ver el puente.
Forrice ordenó que la puerta se abriera. Entonces su ordenador arrancó suavemente y lo llamó por su nombre.
—He recibido un mensaje —dijo el molario en tono de disculpa.
—No pasa nada —le dijo Cole—. Encontraré el camino yo solo.
—Sube al nivel más alto por cualquiera de los aeroascensores. Todos los corredores llevan hasta el puente.
Cole salió al pasillo, fue hasta el aeroascensor más cercano, le ordenó que ascendiera, salió en el nivel más alto y se encontró con un amplio corredor. En éste había varias puertas cerradas, pero el comandante pasó de largo y llegó a un área grande, abierta, con las paredes cubiertas de impresionantes pantallas. En una vaina transparente, acoplada a lo más alto de la pared, se encontraba el piloto bdxeni, una criatura en forma de bala, con rasgos insectoides, acurrucado en posición fetal. Tenía unos ojos polifacéticos que estaban muy abiertos y jamás parpadeaban, y seis cables refulgentes que conectaban su cabeza al ordenador de navegación, oculto en el mamparo.
Había también una oficial de artillería sentada en su puesto. Contemplaba con aire distraído una serie de pinturas de autoría alienígena que se sucedían en la pantalla de su ordenador. El oficial de cubierta, un hombre alto y joven, con una mata de cabello negro, le salió de inmediato al encuentro.
—¿Nombre y rango, señor? —le dijo.
—Comandante Wilson Cole. Soy el nuevo segundo oficial de la Teddy R.
El hombre lo saludó a la manera militar.
—Teniente Vladimir Sokolov, señor. Es un placer conocerle, señor.
—Pues entonces no se lo tome tan en serio y deje de llamarme «señor» —dijo Cole.
—Eso no sería aconsejable, señor—le dijo Sokolov.
—¿Por algún motivo?
—El motivo está a punto de regresar al puente, señor.
Antes de que Sokolov pudiera terminar, una hembra polonoi se presentó en el puente, y Cole se vio obligado a admirar, igual que en otras ocasiones análogas, el trabajo de ingeniería que tenía por cuerpo.
Los polonoi eran humanoides, bípedos, y no llegaban al metro setenta. Tanto los machos como las hembras eran robustos y musculosos. Tenían todo el cuerpo cubierto de una suave pelusa. Pero ésos eran los polonoi normales, como el sargento de artillería que había visto antes. Muchos de los polonoi que trabajaban en el Ejército, como Podok, pertenecían a una casta guerrera creada por ingeniería genética. Tenían la piel a franjas anaranjadas y purpúreas, como un tigre mal coloreado. Eran más musculosos y tenían reflejos mucho mejores, que les permitían reaccionar con mayor rapidez en situaciones de peligro.
Pero lo que hacía especial de verdad a la casta guerrera —observó Cole— era que sus órganos sexuales, sus orificios para comer y respirar, y todas sus zonas blandas y vulnerables (el equivalente de nuestro vientre), gracias a la ingeniería genética, se encontraban en la parte trasera (no necesariamente en el «trasero», en el sentido más habitual del término). Eran guerreros, concebidos para triunfar o morir. Así, al darle la espalda al enemigo le ofrecían todas sus zonas vulnerables. En el rostro tenían unos ojos grandes que veían bien de noche y que también visualizaban el espectro infrarrojo, así como un orificio que les servía para hablar y unas orejas grandes, vueltas hacia delante, que apenas si oían nada de lo que ocurría a sus espaldas.
—¿Quién es ése? —preguntó la polonoi en terrestre, con un deje muy marcado.
—Nuestro nuevo segundo oficial, comandante Podok—le respondió Sokolov.
—¿Y se llama...?
—Comandante Wilson Cole.
Podok miró largamente a Cole sin expresión alguna en el rostro.
—He oído hablar de usted, comandante Cole.
—Nada muy terrible, espero...
—En el momento en que oí hablar de usted, estaban a punto de degradarlo.
—Azares de la guerra —dijo Cole, con una sonrisa que trataba de parecer amistosa.
Podok no le respondió.
—Bueno, comandante Podok —dijo Cole por fin—, tengo ganas de ponerme a trabajar con usted.
—¿De veras? —le replicó Podok.
Le había llegado el turno a Cole de mirar en silencio a la polonoi.
—¿Tiene usted algún cometido en el puente? —le preguntó Podok cuando hubo pasado casi un minuto.
—Me haré cargo del turno azul y en estos momentos recorro la nave para familiarizarme con ella —dijo Cole.
—Siempre redacto un informe al finalizar el turno blanco —dijo Podok—. Suprimiré la autorización de Forrice e introduciré la suya para que pueda leerlo.
—Tengo entendido que no ha sucedido nada durante, por lo menos, los últimos cien días —dijo Cole—. ¿Por qué no se limita a informarme en el caso de que ocurra algo?
Podok lo miró con frialdad.
—Siempre redacto un informe al finalizar el turno blanco —repitió—. Introduciré su autorización para que pueda leerlo.
—Le estoy extraordinariamente agradecido —le dijo Cole en tono sarcástico.
—Bien —le dijo Podok, muy seria—. Tiene usted motivos para estarlo.
Se acercó a una consola de ordenador y se puso a trabajar.
—Vamos, señor —dijo Sokolov—. Lo acompañaré al aeroascensor.
Cole asintió y se dejó guiar.
—¿Qué le ha parecido nuestra comandante Podok, señor? —preguntó Sokolov con una sonrisa cínica en el rostro, en cuanto estuvieron a distancia suficiente para que no pudiese oírles.
—Creo que hay cosas peores que una batalla —le respondió Cole.
3
En cuanto le comunicaron que su camarote estaba listo, Cole fue a ocuparlo. Encontró su única maleta en el suelo, al lado de la cama, y la abrió. Dentro llevaba cinco uniformes y un traje civil. Poca cosa para sus ocho años en el Ejército. Tenía tres pares de zapatos, uno de botas, calcetines y ropa interior para una semana, y artículos para el aseo. Él mismo se sorprendió al darse cuenta de que poseía más armas de mano que uniformes.
En cuanto hubo ordenado sus cosas, se decidió a echar una siesta y le dio instrucciones al ordenador para que lo despertase diez minutos antes de finalizar el turno. En cuanto hubo acomodado la cabeza sobre la almohada, se durmió casi al instante, y una hora más tarde, cuando el ordenador lo despertó, se sintió más rígido que descansado.
Se dirigió al puente, dispuesto a aguardar en el pasillo hasta que fueran exactamente las 16.00 horas, y luego entró, intercambió saludos en silencio con Podok y siguió con la mirada a la polonoi mientras ésta se marchaba hacia el aeroascensor más cercano.
—¿Podéis prestarme un momento de atención, por favor? —dijo, alzando la voz, y los otros tres ocupantes del puente se volvieron hacia él—. Me llamo Wilson Cole y soy el nuevo segundo oficial. A partir de hoy estaré al mando durante el turno azul. No me gustan las formalidades. Podéis llamarme comandante, señor, Wilson, o también Cole... lo que os haga más felices. —Calló un momento y luego prosiguió—: Dado que vamos a trabajar juntos, querría saber vuestros nombres y cargos.
Antes de que nadie hubiese tenido tiempo de decir nada, Rachel Marcos entró en el puente, y la molaria que hasta entonces se había encargado de la artillería se puso en pie, saludó y se marchó. Rachel la sustituyó en el acto.
—Lo siento, señor—dijo—, pero...
—No hace falta que me dé explicaciones... hoy —dijo Cole—. Si mañana vuelve a suceder lo mismo, será mejor que se busque una muy buena. Su nombre ya lo sé. ¿Le importaría explicarme cuáles son sus funciones?
—¿Todas ellas?
—No. Sólo las que cumple cuando se encuentra en el puente.
—Soy la oficial de armamento, señor —respondió Rachel.
—¿Y qué tareas realiza?
La mujer sonrió.
—Durante estos últimos cuatro meses, prácticamente ninguna, señor.
—Ya me lo imaginaba. —Se volvió hacia la oficial de cubierta—. ¿Su nombre?
—Teniente Christine Mboya, señor.
—¿Sus funciones?
—Nunca han quedado claramente definidas, señor. Estoy a disposición de usted, del piloto y de la oficial de armamento, y en el caso de que hubiera problemas de algún tipo mi función es mantener el orden en cubierta.
—Pues es una de las definiciones más claras que he oído en mi vida. —Cole volvió los ojos hacia la vaina transparente que estaba adosada al mamparo—. Piloto, ¿podría decirme su nombre?
—No logrará usted pronunciarlo, señor.
—Seguro que está usted en lo cierto, pero me gustaría escucharlo, de todos modos.
—Wkaxgini, señor.
—Lograría pronunciarlo más o menos bien —le respondió Cole—, pero creo que será mejor que le llame simplemente «piloto». —Se volvió hacia las dos oficiales humanas—. De acuerdo con las órdenes que me comunicaron antes de que subiera a bordo, tenemos la misión de proteger unos setenta y tres planetas poblados, pertenecientes a la República, que se hallan en este sector de la Periferia. ¿Alguna de ustedes tiene algo que añadir?
—No, señor—le respondieron ambas.
—Bueno, pues creo que eso es todo. Parece que este turno va a ser largo y aburrido. Pero de todas maneras podríamos encontrar cosas que hacer.
Las dos mujeres lo miraron con suspicacia.
—¿Cuáles, señor?
—No se preocupen —les dijo Cole—. No se me ocurriría asignarles tareas sin sentido para hacer como que trabajamos. Teniente Mboya, ¿sabe usted si se nos ha ordenado que mantengamos las radios en silencio?
—No, señor, en absoluto.
—Entonces, salvo en el caso de que se produzca un ataque contra el puente que requiera su atención, querría que se pusiera en contacto con la base de Deluros VIII y les solicitara una lista de todos los planetas que se han unido a la Federación Teroni desde la última actualización.
—El capitán obtuvo esa lista hará unas siete semanas, señor.
—Solicítela de todos modos.
—¿Existe algún motivo especial para ello, señor?
—Como los bandos que luchan en este conflicto se hallan en constante fluctuación, creo que nos vendría bien una actualización semanal. El aliado de la semana pasada podría ser el enemigo de ésta, y viceversa. Dígale al ordenador que le recuerde cada semana que tiene que actualizar la lista.
—Sí, señor.
—¿Rachel?
—¿Sí, señor?
—Programe sus armas para que disparen aleatoriamente al espacio profundo en intervalos de entre veinte y cuarenta horas. Que no se dispare dos veces seguidas la misma arma ni se sucedan intervalos idénticos. Así, en el caso de que ronde alguna nave teroni por las inmediaciones, sabrán que estamos aquí y que tenemos armas, y tal vez se lo pensarán dos veces antes de hacer nada. Y si no se lo piensan dos veces, por lo menos vendrán a atacarnos a nosotros antes de ir por los planetas, de forma que los habitantes de éstos dispondrán de tiempo suficiente para preparar sus sistemas de defensa.
—Sí, señor —le dijo Rachel—. Me llevará un par de minutos. ¿Quiere que haga algo más?
—Si pudiera hacer algo más, me imagino que el capitán Fujiama o la comandante Podok se lo habrían ordenado ya —dijo Cole—. Voy a desayunar. Volveré en media hora.
—Podemos ordenar que se lo traigan aquí, señor —dijo Christine Mboya.
—¿Para qué se van a molestar? —preguntó Cole—. A menos que piense usted que la nave está a punto de averiarse, o que sufriremos un ataque dentro de los próximos minutos.
—A mí no me iría nada mal, señor —respondió la mujer—. Aquí nos aburrimos mucho. Ojalá entráramos en combate.
—Yo he entrado en combate, teniente —dijo Cole—. Puede usted creer en mi palabra: más vale aburrirse.
—¿Podría contarnos sus experiencias, señor? —preguntó la teniente—. En cuanto haya vuelto del comedor.
—No tengo mucho que contar.
—Por favor, señor —le insistió la mujer—. Usted es un héroe. Todos los que nos encontramos en esta nave lo sabemos.
—Soy un oficial a quien le han retirado su mando en dos ocasiones. ¿También saben eso?
—A todos nosotros nos gustaría oír su versión de los hechos, señor.
—Algún día, quizá —fue la vaga respuesta de Cole. El comandante se marchó al comedor.
Cuando iba a sentarse a una mesa vacía, Forrice, que en ese momento pasaba por allí, se detuvo para hablar con él.
—¿Qué tal el primer día de trabajo? —le preguntó.
—Todavía no ha empezado —le respondió Cole.
—¿Qué impresión te has llevado de la Teddy R.?
—Le falta por lo menos un tercio de la tripulación que le correspondería, sus armas son inadecuadas, los jardines hidropónicos necesitan cuidados y los que viajan en ella han caído en la dejadez. Aparte de eso, está bien.
—¿Y qué opinas de tus superiores?
—Pregúntamelo de nuevo cuando hayamos entrado en combate.
—¿En esta nave? —le dijo Forrice—. Si entramos en combate con esta nave, no quedará cadáver suficiente para enterrarte. No te digo ya para hacerte preguntas.
—Te sorprenderías si supieras lo que un oficial competente puede llegar a hacer, incluso con una nave como ésta.
—Primero me presentas al oficial competente y luego lo hablamos —le replicó Forrice—. Por lo que he visto hasta ahora, cada vez que un oficial competente recibe una orden siempre termina degradado o en una prisión militar.
—Yo fingí no haber recibido una orden y tú te negaste a cumplir otra —dijo Cole—. Ambos tenemos un motivo para estar aquí.
—Estamos aquí porque a la Armada no le gusta que le demuestren que se equivoca. Tú fingiste que no te habías enterado de ciertas órdenes, y, en cambio, llevaste a cabo misiones que fueron de un enorme valor para la República. Yo me negué a matar a tres espías, porque sabía que en realidad eran agentes dobles al servicio de la República. La Armada está satisfecha de que hiciéramos lo que hicimos, pero no quieren que nuestro ejemplo anime a otros a desobedecer órdenes.
—Deja de hablarme de la Armada —le dijo Cole entre bocados de huevo artificial y productos de soja—. Al final conseguirás que la comida me siente mal.
—Podría contarte chistes obscenos, pero no los entenderías.
—Podrías contemplarme en silencio con temor reverencial, o también ir a ver si tienes trabajo.
—Pues claro que tengo trabajo... ayudarte a que te aclimates.
—Mi gratitud no conoce límites.
—Mejor que sea así. Todos los demás quieren estrecharte la mano, o que les firmes un autógrafo. Yo sólo quiero charlar.
—Pues yo preferiría charlar con ellos y firmarte el autógrafo a ti.
—Entiendo que me estás invitando a que me marche.
—¿Eso significa que te vas a ir y permitirás que me termine el desayuno en paz y silencio?
—Pues claro que no —le dijo el molario—. Te haría demasiado feliz.
—Está bien... pero no se te ocurra contarme un chiste obsceno molario hasta que haya terminado con el café. —En ese mismo instante su comunicador se activó y le avisó de que el puente trataba de contactar con él—. Si ahora resulta que es Podok y que me exige que me pase el turno entero allí... —Activó el mecanismo y la imagen de Christine Mboya se materializó al instante frente a él—. ¿Qué ocurre? —preguntó el irritado Cole.
—Me ha parecido que debía informarle de que una nave bortellita acaba de aterrizar en Rapunzel.
—¿Rapunzel... el cuarto planeta del sistema Bastoigne? Eso se encuentra a treinta años luz de aquí, ¿verdad?
—Sí, señor.
—No hace falta que me informe de todas las naves que van y vienen por la Periferia, teniente.
—Tan sólo he cumplido las órdenes que usted me dio, señor. Me dijo que actualizara la lista de los planetas que pertenecen a la Federación Teroni. Bortel II se unió formalmente a ellos hace once días.
—Está bien —dijo Cole—. Iremos a Rapunzel a echar una ojeada.
—Eso es imposible, señor. De acuerdo con las órdenes recibidas, nuestra órbita de patrulla tiene que hallarse siempre entre los sistemas McDevitt y Azulplateado.
—Voy para allí, teniente —dijo Cole, y acto seguido interrumpió la conexión. Tomó un último trago de café, se secó los labios con la manga y se levantó.
—¿Quieres que te acompañe? —le preguntó Forrice.
Cole negó con la cabeza.
—No, esto no es nada especial. Y si resulta que abandonar la ruta de patrulla sí es algo especial, ¿para qué vamos a complicarnos la vida?
Se puso en pie, llevó la bandeja y los platos hasta un atomizador, los arrojó dentro y anduvo hasta un aeroascensor. Al cabo de un momento se encontraba en el puente.
—¡Piloto! —dijo con voz potente.
—¿Sí, señor? —le respondió Wkaxgini desde el interior del receptáculo de plástico.
—Abandone la órbita de patrulla y llévenos hasta Rapunzel.
—¿Ahora mismo, señor?
—Ahora mismo.
El bdxeni le puso una cara que, en la medida de lo posible, recordaba a un ceño fruncido.
—Eso contradice las ordenanzas, señor.
—Dígame usted mismo quién es el oficial de más alto rango que se encuentra en estos momentos en el puente.
—Usted, señor.
—En tal caso, le aconsejo que me obedezca.
—Quizás habría que despertar al capitán, señor.
—¿Me dirá que despertemos al capitán cada vez que le dé una orden que a usted no le guste, piloto?
—No, señor.
—Pues entonces no empiece ahora.
El piloto tardó unos instantes en responder.
—Sí, señor.
Cole se volvió hacia Rachel Marcos.
—Las probabilidades de que la presencia de esa nave bortellita en un planeta de la República tenga una explicación razonable son de varios cientos contra una. —Calló por unos instantes—. Mientras no sean de varios millones contra una, asegúrese de que las armas estén preparadas para disparar en cuanto yo lo ordene. Cuando los tengamos a alcance de fuego, apunte cinco armas cualesquiera contra ellos y esté atenta a las órdenes del oficial de turno, tanto si soy yo como si es el que me sustituya al finalizar el turno azul.
—¿Cinco, señor?
—Sé muy bien que son más de las necesarias —dijo Cole—, pero también sabemos que incluso armas como ésas fallan de vez en cuando, y puede estar usted segura de que la nave bortellita no carecerá de defensas.
—Lo que quería decirle, señor, es que dispongo de dieciocho armas de largo alcance. ¿Por qué sólo cinco?
—Porque estamos en guerra y las naves de la Federación Teroni no suelen aventurarse solas en territorio enemigo. En el caso de que trabemos combate, no quiero que usted, ni el ordenador de control de armamentos de la Teddy R. tengan que decidir cuáles serán las armas que se emplearán contra la nave bortellita, y cuántas contra los otros enemigos que nos puedan salir al encuentro. Es mejor tener resueltas esas cuestiones antes de que nos hallemos en situación de peligro.
—Sí, señor.
—¿Hay algo que yo pueda hacer, señor? —preguntó Mboya.
—¿Se quedará en el puente hasta que finalice el turno azul? —le preguntó Cole.
—Sí, señor.
—Inspeccione este sector de la Periferia y dígame si los sensores detectan alguna otra nave que no pertenezca a los planetas de la República. Y escúcheme bien, teniente...
—¿Sí, señor?
—Hacer el trabajo a conciencia es más importante que hacerlo rápido. Ya tenemos noticia de la presencia de una nave que no debería estar aquí.
—Sí, señor.
—¿Hay algún baño por aquí cerca? No me importa que sea para humanos o para alienígenas.
La teniente lo miró con extrañeza, pero le indicó una puerta que se hallaba al extremo de un pasillo corto. Cole le dio las gracias, entró en la pequeña cabina para humanos, le ordenó a la puerta que se cerrara, activó el ordenador de bolsillo y le ordenó que le pusiera en contacto con Sharon Blacksmith.
—Me imagino que habrá escuchado todo lo que decíamos —dijo en cuanto apareció la imagen de la mujer.
—Casi todo. Si tiene alguna pregunta, puedo revisar los vídeos y grabaciones holográficas.
—No, no tengo ninguna. Por ahí fuera circula una nave que no debería hallarse en este sector. Sé muy bien la fama que tengo. Tan pronto como Fujiama, o Podok, se enteren de que he ordenado un cambio de rumbo para acercarnos a ella, pensarán que quiero dar la nota y ordenarán que regresemos a la trayectoria programada. Pero, mientras no hayamos descubierto qué hace esa nave bortellita en un planeta de la República, dejarla pasar sería una temeridad.
—Estoy de acuerdo —dijo Sharon—. Pero ¿qué quiere que haga yo al respecto?
—Nada que pueda llamar la atención —respondió Cole—. Por lo general, todos los que arriesgan el pescuezo por mí suelen terminar bajo la guillotina. Sólo quiero que me avise si Fujiama se levanta de la cama, o si Podok se acerca al puente por cualquier motivo.
—¿Y qué hará en el momento en el que lo avise? —preguntó Sharon—. ¿Se apoderará del control de la nave?
—Ahórreme el sarcasmo. Soy un oficial de la República y estoy subordinado a la autoridad de mis superiores.
—Pues entonces no lo entiendo.
—En cuanto me haya avisado, me dirigiré con una pequeña tripulación a la lanzadera antes de que nadie tenga tiempo de ordenarme que no lo haga. Y si nos encontramos en una lanzadera que se acerca a una nave enemiga, no me parece que sea muy absurdo que ordene a mi tripulación que interrumpa la comunicación por radio.
—A mí me parece bien, Wilson, pero ¿qué diablos piensa que podrá hacer con una lanzadera contra una nave bortellita bien pertrechada?
—Hablaré con ellos. Descubriré qué hacen ahí, si están solos, cuáles son sus planes... si es necesario, farolearé.
—He oído un montón de síes.
—¿Le gustan más los quizases?
—¿Tiene que hacer esto en su primer día de trabajo?
—No soy yo quien ordenó a la nave bortellita que se dirigiera a Rapunzel, y tampoco he sido yo quien la ha avistado —dijo Cole. Su voz se endureció—. Pero sí soy yo quien ha ordenado una actualización informática de la lista de amigos y enemigos. Si no llega a ser por eso, no habríamos sabido que es una nave enemiga. Fujiama tendría que encargarse de eso una vez por semana.
Sharon suspiró.
—Está bien, Wilson. Tan pronto como despierte, se lo haré saber.
Cole interrumpió la conexión, y luego salió del baño y se dirigió de nuevo al puente.
—Piloto, ¿cuánto falta para que la nave bortellita esté al alcance de nuestro armamento?
—Cinco horas y siete minutos a la máxima velocidad, señor —dijo el piloto.
—Rachel, ¿va a necesitar ayuda con las armas?
—No lo sé, señor. No lo creo.
—¿Teniente Mboya?
—¿Sí, señor?
—Doy la autorización para que el personal de artillería acceda a cubierta, en el caso de que la alférez Marcos lo requiera. Con esa única excepción, este puente queda cerrado a todo el personal que se encuentre por debajo del rango de comandante. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor.
Contactó con Seguridad a través del ordenador de la nave.
—Hola, Sharon. Vuelvo a ser yo. Los tres sargentos de Artillería con los que me encontré antes, cuando inspeccionaba la nave... ¿son los del turno blanco, o no tenemos otros?
—Son tres de los cuatro que tenemos desde la última rotación —le respondió Sharon Blacksmith.
—¿Y el cuarto se encuentra en el turno rojo o en el azul?
—Vamos a ver... está en el rojo.
—¿Así que ahora no hay ninguno?
—Eso es.
—Búsqueme al cuarto. Si encuentra a dos que estén despiertos, dígales que se presenten. Si son tres o cuatro los que duermen, despierte a cualquiera de ellos. Quiero que dos de los técnicos estén aquí como máximo dentro de una hora y otros dos en el turno rojo. Uno de los que estarían en el turno azul pasará al turno blanco. ¿Tenemos un oficial de personal en activo?
—Ahora mismo, no.
—Pues entonces le nombro oficial de personal interina —dijo Cole—. Búsqueme a dos tripulantes cualificados y páselos a Artillería.
—¿De qué funciones puedo apartarlos?
—De cualquiera que no vaya a ser prioritaria si esa nave bortellita ha entrado en la Periferia con lo que podríamos llamar «malas intenciones».
—Tiene claro que Monte Fuji, o Podok, anularán esas órdenes tan pronto como estén al corriente, ¿verdad?
—Por eso vamos a tratar de descubrir antes de que finalice el turno azul si las intenciones de los bortellitas son malas —dijo Cole—. Siempre cabe la posibilidad de que iniciaran el viaje antes de que Bortel II se uniera a la Federación Teroni. Es posible que se trate de una nave mercante sin armas. Pero también puede ser que hayan venido hasta aquí para crearnos problemas... y si fuera así, les animaremos a que nos disparen antes de que nadie pueda anular mis órdenes.
—Me gusta, Wilson —dijo Sharon—, pero no me apostaría las joyas de mi familia a que mañana por la mañana conserve el puesto.
—Quizá tenga suerte y me degraden a civil —le dijo Cole con una sonrisa—. Pero, entre tanto, aunque en este rincón perdido sea fácil olvidarlo, estamos en guerra, y esa gente acaba de pasarse al otro bando.
Interrumpió la conexión, salió de nuevo al puente y se detuvo bajo la vaina del bdxeni.
—Piloto —dijo—, imaginemos que los bortellitas demuestran intenciones hostiles. ¿Cuánto tiempo tardaría nuestra nave en responder a una orden de maniobra evasiva?
—Respondería a la velocidad del pensamiento, señor.
—¿Está usted seguro? —le insistió Cole—. Si hay que contar con un intervalo de tiempo, podría contactar con ellos desde una distancia segura, y tal vez intentar un farol.
—No habrá intervalo de tiempo —le aseguró Wkaxgini—. Aunque las naves más modernas respondan mejor, ésta tampoco tiene problemas con la transmisión y la recepción de órdenes.
—Está bien —dijo Cole—. Si le ordeno que emprenda una maniobra evasiva, quiero que se cumpla al instante... pero no quiero que se anticipe usted a mi orden bajo ningún concepto, ni siquiera si nos disparan. ¿Ha quedado claro?
—Mi primera obligación no es para con ninguno de los oficiales, sino para con la nave —respondió Wkaxgini.
—Esta nave tiene pantallas y escudos, y media docena de defensas de otros tipos contra posibles ataques —dijo Cole—. Quizá no sean tan eficientes como los de las naves espaciales nuevas, pero tampoco vamos a enfrentarnos a una flota enemiga. Podremos con todo lo que nos arroje la nave bortellita durante por lo menos noventa segundos, tal vez más.
—De acuerdo. No responderé si no me lo ordenan, en tanto que no se debiliten mis defensas.
—¿Sus defensas?
—Cuando estoy conectado a la nave, me resulta muy difícil diferenciarme de ella —dijo el bdxeni—. Lamento que mi respuesta le haya resultado confusa.
Pasaron varias horas de viaje por los bordes de la Periferia y entre tanto se prepararon en silencio para lo que se pudieran encontrar. Cole preguntó una vez por hora si Fujiama y Podok aún dormían, fue a la Sección de Artillería a comprobar que las armas funcionaran, se detuvo en el comedor para tomarse otro café y pasó el resto del tiempo inmerso en el estudio de simulaciones informáticas de las diversas naves mercantes, de pasaje y militares construidas en Bortel II.
Al fin, el piloto informó a Cole de que se hallaban a distancia de tiro.
Cole se volvió hacia Rachel.
—Esté preparada por si acaso —dijo. Y luego, a Wkaxgini—: ¿Esa nave aún está en tierra?
—Sí.
—¿Podría proporcionarme una imagen?
—¿Desde tan lejos? No, señor, no puedo.
—¿Cuándo podrá?
—Dentro de seis o siete minutos, señor.
—¿Habrá luz suficiente?
—El planeta tiene un período de rotación de veintidós horas, señor. La nave permanecerá a la luz del día durante otras seis horas.
—En cuanto pueda, haga aparecer su imagen en todas las pantallas del puente.
—Sí, señor.
Cinco minutos más tarde, el ordenador de bolsillo de Cole informó a su dueño de que había recibido un mensaje escrito.
—¿Escrito?—repitió Cole, y frunció el ceño.
—Eso es —le respondió el ordenador.
—Déjame que lo vea.
Pequeñas líneas en letra de imprenta aparecieron en el aire y se fueron desvaneciendo a medida que Cole las leía:
Me imagino que quiere que todo esto se sepa lo más tarde posible, y ése es el motivo por el que le aviso. Fujiama ha despertado. Ahora mismo está en el baño, duchándose. Probablemente pasarán unos cinco minutos hasta que termine, se haya secado y regrese a su habitación. Tardará otro par de minutos en vestirse e irá a solicitar el informe diario. Voy a tener que decirle que nos encontramos a veintiocho años luz de donde tendríamos que estar y que nos acercamos a un posible enemigo. Cuenta con muchas otras fuentes de información, así que no puedo mentirle. Se enteraría de la verdad medio minuto más tarde. A menos que piense que va a respaldar su actuación, se quedan unos seis o siete minutos para hacer lo que tenga que hacer. Sharon
Cole desactivó el ordenador de bolsillo y se volvió hacia el piloto.
—¿Cuánto falta para la imagen? —preguntó.
—La tendremos ahora mismo, señor —le respondió el bdxeni.
De súbito, la imagen de una elegante nave dorada apareció en todas y cada una de las pantallas.
—No es una nave mercante —dijo Cole—. Es una de sus naves de guerra más modernas, con una tripulación de trescientas personas y un arsenal a cuyo lado nuestras armas valen lo mismo que tirachinas. —Consultó el cronómetro de una de las pantallas. Le quedaban cinco minutos hasta que Fujiama se enterara de lo que había ocurrido y de dónde estaban, y probablemente otros treinta segundos hasta que el capitán recobrara el mando. Fujiama echaría una mirada a la nave bortellita, vería que la Teddy R. no tenía ninguna oportunidad contra ella y regresaría a la posición original, y mandaría un mensaje a la base para solicitar una ayuda que no llegaría nunca, porque el Ejército de la República andaba muy escaso de recursos. Sólo había una manera de descubrir las intenciones de la nave bortellita sin poner en peligro a la Teddy R. Cole, consciente de que se le acababa el tiempo, actuó con rapidez. —Piloto, abandone el rumbo con un viraje lo menos brusco posible y deje la nave en trayectoria estacionaria. Alférez Marcos, quédese en su puesto hasta el final del turno. Teniente Mboya, venga conmigo ahora mismo.
Se dirigió con toda rapidez al aeroascensor. Antes de llegar había contactado ya con Forrice.
—¿Qué sucede? —le preguntó el molario.
—¿Tenemos equipamiento protector en las lanzaderas? ¿Y armas?
—Sí.
—Pues espéranos ahí abajo —le dijo Cole—. Tienes noventa segundos.
Cole y Mboya descendieron hasta el área de lanzaderas y se dirigieron a la más cercana. Forrice había bajado en otro de los aeroascensores y se presentó unos segundos más tarde.
—¿Qué sucede? —preguntó el molario.
—Luego te lo cuento —dijo Cole, y entró en el vehículo—. Desacóplanos de la nave y larguémonos de aquí. —Se volvió hacia Mboya—. Teniente, desactive la radio. Quítele un chip, corte un cable, hágale algo que podamos reparar luego. Lo único que no quiero es tener que mentir cuando luego diga que no pude enviar ni recibir señales de radio hasta que estuvimos en Rapunzel.
Mboya puso manos a la obra y al cabo de unos segundos la lanzadera se alejó de la Teddy R.
—Rumbo a Rapunzel —le ordenó Cole al molario.
—¿Quieres que haga aterrizar a la Kermit en algún lugar en concreto? —preguntó Forrice.
—¿Qué diablos es la Kermit? —preguntó Cole.
—La nave en la que viajamos —exclamó Christine, y les mostró, triunfante, un fusible de la radio subespacial—. Las lanzaderas llevan los nombres de cuatro de los hijos de Theodore Roosevelt: Kermit, Archie, Quentin y Alice.
—Está muy bien —le dijo Cole sin prestarle atención—. Localice la nave bortellita y solicite permiso para aterrizar en el mismo sitio que ellos. Ese planeta pertenece a la República, viajamos en una nave militar, no tendrían que ponernos ningún obstáculo.
—Ahora mismo el comandante Forrice no puede solicitar nada —le dijo Christine y le mostró el fusible—. ¿Recuerda?
—¡Mierda! —dijo Cole—. Si no nos dan las coordenadas, no podremos aterrizar. Bueno, pues muy bien, teniente... vuelva a ponerle el fusible cuando estemos a punto de entrar en el sistema Bastoigne.
—¿Y entonces qué? —le dijo Forrice.
—Entonces rogaremos que la Teddy R. no nos desintegre en pleno éter antes de que hayamos llegado al suelo y que los bortellitas tampoco nos maten antes de que hayamos vuelto a despegar.
4
Señor, vamos a tener que restablecer el contacto por radio —dijo Christine—. El espaciopuerto requiere que nos identifiquemos.
—No le responda todavía —dijo Cole.
—Pero, señor...
—Sería estupendo que Rapunzel controlara su propio espaciopuerto... pero nuestra única razón para venir hasta aquí era que tal vez los bortellitas se han apoderado de él. No tiene ningún sentido que los informemos de que nos encontramos en una lanzadera de la República. —Bajó la cabeza, pensativo, por unos instantes, y luego volvió a levantar la mirada—. Cuatro Ojos, ¿cómo se dice «Kermit» en molario?
—No lo decimos.
—Pero si lo dijerais...
Forrice pensó la palabra y luego hizo un sonido que parecía a medio camino entre una tos y un gruñido.
—Con eso nos bastará. Teniente, inserte el fusible en la radio y actívela. Luego se la entregará a Cuatro Ojos, que les dirá que somos la nave Kermit... pero en su idioma.
—No creo que allí haya nadie que pueda entenderlo —dijo Forrice, y se introdujo un pequeño receptor en el oído izquierdo.
—Eso espero —dijo Cole—. Con toda seguridad, la Teddy R. captará nuestra retransmisión y tú les contarás nuestro motivo para estar aquí. Otros tres molarios viajan a bordo. Fujiama reconocerá tu jerga, aunque no sepa hablarla, y llamará a uno de los molarios. Tú gana tiempo con los del espaciopuerto.
—¿Y si los del espaciopuerto nos disparan igualmente? —preguntó Christine.
—Si la gente del lugar aún está al mando, dispararán tan sólo contra un enemigo. Esto es un planeta de la República y nosotros viajamos en una nave de la República.
—Pero ¿y si los nativos ya no están al mando? —insistió Christine—. ¿Y si los bortellitas controlan la situación?
—Por eso hemos venido, ¿no? —le respondió Cole—. Para saber lo que ocurre. Uno de los posibles métodos es ver si tratan de aniquilarnos.
—Si a usted no le importa, señor, preferiría que no lo hicieran —dijo Christine.
—Yo también lo preferiría. Sé que la voy a sorprender con esto, teniente, o quizá la voy a decepcionar pero, en realidad, no me gusta que me disparen.
Forrice, que hasta aquel momento había hablado en voz baja por la radio, levantó los ojos.
—Bueno, van a tardar unas horas en comprender lo que les he dicho... pero nadie nos ha disparado. De momento.
—¿Y les has explicado nuestra situación a los de la Teddy R.?
—Sí. Pero, por supuesto, no tengo ni idea de si lo han oído.
—Sí, sí lo han oído —dijo Cole—. Y ya lo han traducido.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntó Forrice.
—Porque saben que hemos activado la radio, y, si no hubieran recibido el mensaje, nos estarían ordenando que nos largáramos de aquí.
—Lo que dices parece lógico —confirmó Forrice.
—No, no es lógico —dijo Christine—. ¿Me está diciendo que el capitán Fujiama quiere que aterricemos en Rapunzel?
—Claro que no —le respondió Cole—. Pero tampoco quiere que nos hagan pedazos, y tiene miedo de que eso sea lo que nos ocurra si contacta con nosotros o nos identifica de algún modo.
—Conozco a Wilson Cole mejor que usted, teniente —dijo Forrice—. No me extrañaría que nos pusiera en una situación en la que a Monte Fuji no le quedara otro remedio que hacer lo que tiene que hacer para salvarnos la vida.
—¿Fue así cómo lo consiguió en las otras ocasiones? —preguntó Christine.
—¿Qué es lo que conseguí? Nunca en mi vida había aterrizado en Rapunzel —fue la respuesta evasiva de Cole.
—Sabe muy bien lo que le quiero decir, señor.
—No, no tengo ni idea de lo que me quiere usted decir, teniente.
—Siento tener que interrumpir este intercambio de desmentidos —dijo Forrice—, pero los del planeta requieren más información.
—Dásela... en molario.
Forrice dijo dos frases en su lengua materna y aguardó una respuesta, y luego se volvió hacia Cole.
—No nos dejarán aterrizar hasta que encontremos a alguien que hable, o que pueda comunicarse en terrestre.
—Qué lástima —dijo Cole—. Creo que tendremos que aterrizar en otra parte.
—¿En otra parte de Rapunzel?
—¿Ves algún otro planeta con oxígeno en las cercanías?
—Usted no ha tenido en ningún momento la intención de aterrizar en el espaciopuerto, ¿verdad? —preguntó Christine.
—Bueno, si ésos llegan a tener un molario a mano, no me habría quedado ninguna otra opción, ¿verdad? —dijo Cole—. Cuatro Ojos, ¿cuál es la ciudad más grande en la cara no iluminada?
Forrice consultó el ordenador y luego se volvió hacia los otros.
—Hay una ciudad con unos doscientos mil habitantes —calló por unos instantes—. Se llama Pinocho. ¿Os dice algo ese nombre?
—Sí —dijo Cole—. Nos dice que el que hizo los mapas de ese planeta leyó demasiados cuentos infantiles cuando era niño.
—¿Puedo preguntar por qué no aterrizamos en el espaciopuerto, señor? —preguntó Christine.
—Para adaptarnos a la situación —le respondió Cole—. Los bortellitas aparcaron esa nave de guerra en el espaciopuerto, pero no la habrán dejado vacía... es demasiado valiosa y potente. Sin duda alguna, al encontrarse sobre tierra se sentirán vulnerables, y habrán activado todas las sondas y sensores. Eso significa que saben que estamos aquí.
—De acuerdo, saben que estamos aquí —dijo ella, mientras se preguntaba adonde quería llegar Cole.
—Estamos en guerra —dijo Cole—. Y han aterrizado en territorio de la República.
Christine frunció el ceño, sorprendida.
—¿Y?
—Y ellos no nos disparan. ¿Qué le parece que puede significar eso, teniente?
—¿Que no quieren entrar en combate? —dijo ella, confusa.
—Llevamos años de combates.
—Entonces no entiendo lo que quiere decir, señor.
—El hecho de que no traten de abatirnos significa que no les importa que aterricemos en el espaciopuerto. No se me ocurre un motivo mejor para no aterrizar allí. Vamos a orbitar en torno al planeta y veremos si localizamos lo que ellos no quieren que veamos.
—¿Qué le hace pensar que hay algo, señor?
—Se encuentran ahí y su nave está intacta. Uno no desciende a un planeta enemigo en busca de suministros, ni para hacer reparaciones. Seguro que persiguen un objetivo militar. En estos momentos, lo único que sabemos es que ese objetivo militar no se halla en los alrededores del espaciopuerto, así que iremos a buscarlo en otra parte.
—¿Y crees que podría estar en Pinocho? —preguntó Forrice.
—No, la verdad es que no lo creo —le respondió Cole—. Esto es un planeta de la República. Tal vez en Pinocho haya alguien que pueda explicarnos lo que sucede. Aunque sea posible comprar o intimidar a un montón de personas, nunca se puede dominar a todo el mundo.
—Pero ¿qué buscamos, señor?—preguntó Christine.
—No tengo ni idea, teniente —reconoció Cole—. Pero, sea lo que sea, lo vamos a descubrir. La mitad del trabajo de encontrar pistas consiste en saber si existen. Y nosotros sabemos que hay una nave enemiga en Rapunzel y que prácticamente nos está invitando a descender al espaciopuerto.
—Aterrizaron pocas horas antes de que llegáramos nosotros —dijo Forrice—. Puede que aún no hayan tenido tiempo de organizar nada.
—No es el primer viaje que hacen hasta aquí —dijo Cole con mucha convicción—. O, por lo menos, no es la primera nave de la Federación Teroni que aterriza en Rapunzel.
—Esa conclusión es muy aventurada —dijo Forrice.
—Es una conclusión obvia —dijo Cole—. No quisiera repetirme, pero el caso es que no nos han disparado. Si no hubieran dispersado a sus hombres y sus equipos, si todo estuviera en el espaciopuerto, vulnerable a un ataque, ahora mismo estaríamos esquivando láseres y rayos de energía.
—Bueno, por lo menos somos libres de ir donde queramos. Los bortellitas no nos van a decir «no miréis ahí», y la Teddy R. tampoco nos dirá nada. —El equivalente molario de una sonrisa sarcástica afloró al rostro de Forrice—. Casi parece como si alguien lo hubiera planeado.
—¿Qué te parecería si te concentraras en la navegación?
—¿Y qué tengo que hacer yo, señor?—preguntó Christine.
—La conquista de Rapunzel no compensaría el esfuerzo. Aquí, en la Periferia, rodeado de planetas de la República, los teroni no podrían defenderlo. Y es evidente que tampoco lo han destruido. ¿Qué puede significar eso?
—Que quieren algo que se encuentra en Rapunzel y piensan que la tripulación de una sola nave será capaz de conseguirlo.
—Muy bien, teniente —dijo Cole—. ¿Y qué le parece que puede ser?
—¿Un hombre, quizá? ¿Un líder político? ¿O un científico?
Cole negó con la cabeza.
—Si buscaran a un hombre, lo habrían matado, o hecho prisionero, y se habrían marchado acto seguido.
—Hace sólo unas horas que han llegado —observó Forrice.
—Si hubieran venido por un hombre, lo habrían localizado antes de aterrizar —dijo Cole—. Tienen lanzaderas que probablemente son más veloces que esta en la que viajamos. Lo habrían encontrado ya.
—Entonces sólo nos queda... no sé, algo del planeta —dijo Christine.
—No nos quedemos en meras suposiciones, teniente. Dígale al ordenador que revise todos los datos de los que disponga e investigue qué puede haber en Rapunzel que le sea útil a una maquinaria militar. Cualquier cosa, desde diamantes hasta minerales, u otros elementos que empleen en sus sistemas de armamento. Luego, cuando haya encontrado unas cuantas posibilidades que parezcan dignas del viaje y los riesgos, confróntelas con los recursos disponibles en el sistema bortellita. Por ejemplo: no tendría sentido que vinieran hasta aquí en busca de plutonio si lo tuvieran en su planeta, o en el de al lado. Una vez que haya descartado todo lo descartable, sabremos el objetivo de su visita y el lugar donde se encuentran.
—¿Y luego qué haremos, señor?
—Luego decidiremos lo que tenemos que hacer —le respondió Cole—. No tendría mucho sentido que trazáramos planes sin saber a qué nos enfrentamos.
—Nos enfrentamos a los malos —dijo Forrice—. ¿Qué más quieres saber?
—¿Han tomado rehenes? ¿La Teddy R. tendría tiempo de venir hasta aquí antes de que los bortellitas encuentren lo que buscan? ¿La gente que vive en el planeta son cómplices voluntarios, o consideran enemigos a los bortellitas? ¿Qué clase de armas han traído con la nave? —Cole calló por unos instantes—. Y aún podría plantearme otra docena de preguntas. ¿Quieres que te haga una lista?
—Por esta vez te las perdono —le dijo Forrice, y su rostro esbozó otra sonrisa alienígena.
—Gracias por ese pequeño favor —le dijo Cole—. Ahora hazme uno grande y dime cuánto vamos a tardar en llegar a Pinocho.
—Nos movemos por debajo de la velocidad de la luz, pero aún no hemos entrado en la estratosfera. Llegaremos allí en treinta segundos.
—En cuanto estemos sobre la estratosfera, iguala nuestra velocidad a la del planeta y entra en la atmósfera.
—¿En la atmósfera? ¿No nos quedamos en la estratosfera?
—Exacto —dijo Cole—. Es de noche y verán resplandecer nuestros escudos térmicos. Quédate sobre la ciudad hasta que dejemos de brillar y luego aléjate de ella a toda velocidad en la dirección que prefieras.
—Supongo que tendrás un motivo para hacer eso —le respondió Forrice.
—La nave de guerra sabe que estamos aquí. Sin duda han alertado a los tripulantes que se encuentran fuera de ella —le explicó Cole—. Pero, como no tienen manera de ver a través del planeta, ni desde una de sus caras hasta la otra, no tendrán manera de localizarnos mientras nos movamos por la cara no iluminada. En cuanto nos vean sobrevolando Pinocho, habrá alguien que informe de nuestra presencia, esa nave captará la retransmisión y dará la noticia de que estamos interesados en la ciudad, y entonces la tripulación de la nave, esté donde esté, se sentirá un poco más segura y bajará la guardia.
—Eso es lo que tú quieres creer —dijo Forrice mientras la Kermit descendía por la estratosfera, y luego por la atmósfera.
—Sí, es lo que quiero creer —reconoció Cole.
Vieron las luces de Pinocho en las pantallas. No causaba una gran impresión, pero una ciudad de doscientas mil almas era populosa para un mundo colonial, sobre todo para los que se encontraban en la Periferia.
—Los escudos térmicos han vuelto a la normalidad —proclamó Forrice—. ¿En qué dirección vamos?
—La que tú prefieras —le dijo Cole—. Mientras la teniente Mboya no nos proporcione la información que necesitamos, podemos tomar cualquier rumbo.
—Estoy en ello —dijo Christine—. Hasta ahora no he encontrado nada por lo que mereciera la pena venir hasta aquí. Ni minerales, ni ningún otro material que sea escaso o que valga la pena extraer. ¡Diablos!, si a duras penas tienen hierro.
—Lo que está claro es que no han venido hasta aquí para cargar hierro en una nave de guerra carísima y luego llevárselo a su base para olerlo. Siga buscando.
—¿En qué dirección vamos? —preguntó la teniente sin apartar los ojos del ordenador.
—Hacia el sudoeste —le dijo Forrice—. ¿Quiere que le indique los grados, minutos y segundos?
—¿Hacia el sudoeste? —repitió la teniente—. Deme la altitud.
—Unos cinco mil metros.
—No es suficiente —dijo ella—. Elévese hasta diez mil.
—¿Qué tenemos más adelante? —le preguntó Forrice mientras corregía la altitud.
—Una cordillera.
—¿Algo más en el sudoeste? —le preguntó Cole.
—Según el ordenador, no —respondió la mujer—. No parece que la población sea escasa, sino más bien inexistente.
—Eso tiene su lógica —dijo Forrice—. En esas montañas no crecería nada.
—Ahora mismo pasamos por encima —dijo Christine—. No detectamos nada... ni minerales raros, ni fisibles, ni nada. Y aunque hubiera algo, tampoco importaría. Es una cordillera joven, con muchos volcanes. Muchos de ellos podrían entrar en erupción en cualquier momento. No me gustaría nada trabajar aquí con un grupo de mineros.
Siguieron en la misma dirección durante una media hora. Entonces habló Forrice:
—No hemos visto nada. ¿Quieres que mantenga el rumbo?
Cole no le respondió.
—¡Eh, tú, el héroe! —dijo el molario—. ¿Estás despierto?
—Sí, lo estoy.
—¿Quieres que cambie el rumbo?
No hubo respuesta.
—¿Estás bien? —preguntó Forrice.
—Cállate un minuto. Estoy pensando.
Forrice calló al instante y se concentró en la navegación, mientras Christine seguía con el ordenador, en busca de algo, lo que fuera, que pudiese haber atraído a los bortellitas hasta Rapunzel.
Cole se había sumido en el silencio más absoluto, con la barbilla apoyada sobre el puño y la mirada fija en un punto que únicamente él veía. Estuvo inmóvil durante casi dos minutos y luego, de pronto, levantó la cabeza.
—Necesito información, teniente —dijo.
—Todavía no he encontrado nada que nos sea útil, señor.
—No le hablo de Rapunzel... sino de Bortel II.
—¿Señor?
—Descubra qué clase de energía emplean. No sólo el Ejército, sino todo ese maldito planeta.
La teniente introdujo la consulta en el ordenador, aguardó unos segundos a que apareciesen los datos y se volvió hacia Cole.
—Bortel II no tiene minerales fisibles de ningún tipo, señor.
—No se me habría ocurrido nunca.
—Pero esa nave sí tiene que emplear combustible fisible, señor —prosiguió la teniente—. No funcionará con madera, ni con carbón.
—Eso ya lo sé —le dijo Cole—. ¿Y qué me puede decir sobre las reservas de combustible de ese planeta? Gas, carbón, petróleo, lo que sea.
Christine miró el ordenador.
—Se han agotado en un noventa por ciento, señor.
—A que lo adivino: la economía planetaria se encuentra en plena depresión y su situación debe de haber sido muy mala durante, por lo menos, un par de años, o quizá más.
La teniente lo comprobó y luego se volvió con cara de sorpresa hacia Cole.
—Sí, señor. Se encuentran en el cuarto año de una gran depresión económica.
—Cuatro Ojos, vira ciento ochenta grados y regresemos al lugar de dónde venimos —dijo Cole.
—¡Lo ha descubierto! —dijo Christine—. Sabe porqué han venido y dónde están, ¿verdad?
Cole asintió con la cabeza.
—Sí, creo que sí.
—¿Y bien? —le preguntó el molario.
—Tenemos que ponderar una serie de datos —respondió Cole—. Por separado, no significan nada. Pero si los juntamos como un rompecabezas, podemos llegar a ciertas conclusiones.
—Sean las que fueren, todos nosotros estamos al corriente de los mismos datos y sólo tú has sabido encontrarles un significado —le dijo Forrice—. ¿Cómo es posible?
Cole se permitió el placer de una sonrisa.
—¿Quieres una respuesta sincera, o más bien amistosa?
—Déjate de historias y explícanos cuáles son esas conclusiones.
—La primera pista fue que la teniente Mboya se viera incapaz de encontrar un motivo por el que valiese la pena venir hasta Rapunzel... ni un tesoro, ni material fisible, ni una persona por la que se pudiera pagar un rescate, ni oro, ni diamantes enterrados bajo la superficie. Después averiguamos que Bortel II se había mantenido neutral durante varios años y luego, de pronto, se había unido a la Federación Teroni. Y, por supuesto, debemos tener en cuenta esa cordillera.
—¿Y tan sólo con esos datos crees haber descubierto lo que sucede aquí? —le dijo Forrice—. ¿A qué suposiciones has llegado acerca de la situación en Bortel II?
—No son suposiciones —le respondió Cole—. Este planeta dispone en abundancia de un único recurso, y tan sólo para quien sepa explotarlo. Ese recurso es la energía.
—¿Energía? —le dijo Forrice en tono de burla—. La teniente Mboya te ha dicho que no hay plutonio, ni uranio, ni...
—No has escuchado —le interrumpió Cole—. Hemos pasado sobre una cordillera de unos mil seiscientos kilómetros de longitud, repleta de volcanes activos. Si se emplea la tecnología adecuada, sería posible mantener en funcionamiento un planeta entero durante varios siglos con la energía que trata de escapar de esas montañas. Por eso he preguntado por las reservas energéticas de Bortel. Si eran tan bajas como había sospechado, el motivo de la presencia de los bortellitas es obvio. Y como resulta evidente que no han venido en misión de conquista, lo más probable es que hayan traído en una sola nave todo lo que necesitan: científicos con los conocimientos y la tecnología necesaria para extraer una buena cantidad de energía y almacenarla, y personal militar suficiente para protegerlos. Están desesperados por conseguir energía y ése es también el motivo por el que se han unido a la Federación Teroni. La República no lo reconocerá jamás, por supuesto, pero a mí no me extrañaría que Bortel II se hubiera puesto extraoficial mente a subasta y se hubiera ofrecido al bando que les proporcionara combustible para sus naves de guerra. Piensa en la energía que debe de consumir esa navecilla que tienen en el espaciopuerto y recuerda también lo que nos ha dicho la teniente Mboya: carecen de minerales fisibles en su planeta de origen. No es posible que hayan desarrollado de un día para otro la energía necesaria para impulsar una nave como ésa. Han estado comprando el combustible, seguramente a ambos bandos, pero, en el momento en el que su economía se fue al garete, tuvieron que adoptar otras medidas. Una de ellas fue unirse a la Federación. La otra fue venir aquí.
—Lo que usted explica parece lógico —dijo Christine.
—Sí, tiene razón —confirmó Forrice—. Pero no soporto que la tenga. Siempre que tiene razón mete en problemas a todos los que se encuentran a su alrededor.
—Pero antes, cuando sobrevolábamos las montañas, los sensores no han detectado ninguna actividad, ni siquiera formas de vida de gran tamaño —dijo la teniente.
—Tan sólo las atravesamos —dijo Cole—. Esta vez vamos a recorrer los mil seiscientos kilómetros que van de extremo a extremo, primero por un lado y después por el otro. En algún momento del recorrido encontraremos lo que buscamos. O más bien, encontraremos a los que buscamos. —Se volvió hacia Forrice—. ¿Cuánto tardaremos en alcanzar las estribaciones?
—No mucho —le respondió el molario—. Quizá dos o tres minutos.
—Diablos, ojalá supiera qué clase de tecnología se necesita para extraer y almacenar toda esa energía —dijo Christine—. Entonces podría programar los sensores de forma específica.
—Pero como no podemos hacerlo, buscaremos criaturas vivas en las montañas —dijo Cole—. Si las encontrara de cuatro patas, o de seis, dígales a los sensores que busquen grupos de bípedos.
—Sí, señor. Pondré manos a la obra.
Cole se levantó.
—Bueno —dijo—, si usted se encarga de esto, y Cuatro Ojos pilota la nave, creo que puedo ir a buscar algo para comer.
—¿En un momento como éste?—le preguntó Forrice.
—Tengo hambre —le respondió Cole—. Y éste es el mejor momento para comer. —Miró alrededor—. ¿Dónde diablos se guardan las provisiones en las lanzaderas?
—En el último camarote, a la izquierda.
Cole fue hasta el final de la lanzadera, encontró el camarote, abrió, no halló nada que le apeteciera y al final tomó un pastelito. Primero lo miró con desagrado, y luego se encogió de hombros y le dio un mordisco. Masticó, pensativo. Llegó a la conclusión de que sí le gustaba y le dio otro mordisco. Iba a buscar café o té para acompañarlo, pero entonces Forrice lo llamó.
—No querría molestarte —dijo el molario—, pero acabamos de encontrar a los malos. —La pequeña nave se estremeció y empezó a perder altitud—. O, mejor dicho, han sido ellos quienes nos han encontrado a nosotros.
5
La nave se estremeció de nuevo.
—Creo que sería mejor que la Kermit aterrizase —dijo Cole—. Dentro de muy poco se hartarán de lanzarnos disparos de advertencia.
—¿No quieres que contraataque? —le preguntó Forrice.
—No, maldita sea, no. No sabemos qué clase de artillería emplearán, pero sí está claro que no tenemos nada que hacer contra una nave de guerra, y si lográramos acabar con esa gente, la nave nos alcanzaría mucho antes de que lográsemos reunimos con la Teddy R.
—Disculpe, señor, pero ¿por qué piensa usted que nos permitirán aterrizar?
—Volamos a velocidad de crucero y podemos dar casi por seguro que emplean armas guiadas por ordenador —respondió Cole mientras los disparos se volvían más contundentes—. ¿Cree usted que no nos habrían abatido si quisieran? Nos invitan a aterrizar y entre tanto nos enseñan lo que podrían dispararnos si tratamos de luchar o de escapar.
—¿Estás seguro? —le preguntó Forrice—. Somos una lanzadera y nos enfrentamos a una posición en tierra. Si quisiéramos, podríamos acelerar hasta la velocidad de la luz... pero, si aterrizamos, ellos serán muchos, y nosotros sólo tres.
—No piensas las cosas bien —le respondió Cole—. Si tratamos de acelerar hasta la velocidad de la luz sin salir de la atmósfera, la fricción nos abrasará. Y puedes apostar tu pescuezo alienígena a que su puntería mejorará mucho en cuanto empecemos a elevarnos. Haz el favor de reducir la velocidad y no actives ningún arma. Teniente, deje la radio abierta. Es casi seguro que nos darán alguna orden. No existe ningún motivo por el que Fujiama y Podok no deban oírlas.
—Querría hacerle otra pregunta, señor—dijo Christine.
—Pues puede que sea un buen momento para hacérmela —dijo Cole—. Una vez que lleguemos a la superficie vamos a estar muy ocupados.
—¿Por qué nos hemos metido en esta situación? —dijo la teniente—. Sin duda alguna usted sabía que llevarían armas y que podrían obligarnos a aterrizar.
—Era evidente que las llevarían —corroboró Cole—. En esta zona están muy expuestos.
—Entonces, ¿por qué nos ha puesto en peligro de manera deliberada? —siguió diciendo Christine—. No querría que interpretase mis palabras como una muestra de insubordinación pero, si tengo que morir, prefiero que sea por un buen motivo.
—No sé quién la habrá adoctrinado a usted, teniente —le respondió Cole—, pero no existe ningún buen motivo para morir. Nos encontramos en esta situación porque presiento que el comandante bortellita comparte mis sentimientos y no los de usted.
—No lo entiendo, señor.
—En el espaciopuerto hay una sola nave bortellita y nuestros sensores no detectaron ninguna al sobrevolar Pinocho. Sabemos que la nave transporta a una tripulación de unas trescientas personas. Sabemos que Rapunzel es un planeta de la República. ¿Cómo interpreta usted todo eso?
Mboya lo miró con el ceño fruncido de pura sorpresa.
—Bueno —prosiguió Cole—, permítame que le cite otro dato que hay que tener en cuenta: Bortel II no se unió oficialmente a la Federación Teroni hasta hace una semana.
De pronto, el rostro de la teniente se iluminó.
—¡Ahora lo entiendo! —dijo—. Usted piensa que se han estado infiltrando en Rapunzel. Que han mandado a cientos, quizá millares de agentes mientras Bortel II, oficialmente, aún era un planeta neutral.
—Así se explicaría que hayan podido aterrizar con su nave sin que nadie les dijera nada y que ahora mismo nadie trate de detenerlos. Si estoy en lo cierto, se marcharán en cuanto hayan conseguido lo que querían. Sería imposible que defendieran militarmente este planeta contra la República. No tienen manera de establecer líneas de suministros y tampoco es lo suficientemente valioso como para perder muchas naves en protegerlo. Lo más probable es que quisieran hacer su tarea y largarse enseguida.
—Todo eso que dices tiene su lógica —intervino Forrice—. Pero vamos a tocar tierra en noventa segundos, ¿qué haremos entonces?
—Valorar la situación —dijo Cole.
—Yo te la valoro ahora mismo —dijo Forrice—. La Federación Teroni nos llevará presos. No saben nada de la teniente Mboya y tampoco tendrán ningún interés en mí, pero se acordarán muy bien de ti. Wilson Cole sería un magnífico trofeo.
—Sé que te costará mucho creerlo, pero correremos menos peligro en esa situación que si hubiéramos entrado de incógnito en Pinocho, o en otra ciudad, y hubiéramos tratado de descubrir hasta dónde llega la infiltración.
Forrice resopló para expresar su desacuerdo. Sonó como un si bemol tocado por una tuba.
—Piénsalo bien —le dijo entonces Cole—. Si te descubren en las calles, o en los callejones de Pinocho, serás un espía que ha hecho demasiadas preguntas, y lo más probable es que te rajen el pescuezo. Quizá traten de hacerte pasar por víctima de un atracador, o quizá no, pero a ti te dará igual, porque habrás muerto, y la información que pudieras haber encontrado morirá contigo. Ahora, por lo menos, somos oficiales del Ejército de la República y viajamos en una nave militar, y saben que, si nos matan, tendrán que enfrentarse a la nave nodriza. Y como son recién llegados a la Periferia, es probable que no sepan que la Teddy R. acaba de salir de una residencia geriátrica. Además, se habrán imaginado que estamos aquí porque hemos descubierto su nave, y, si nosotros no decimos nada, es probable que no nos atribuyan la inteligencia suficiente como para adivinar que han venido a extraer energía. Al fin y al cabo, somos oficiales del Ejército, y si los suyos son tan cretinos y cabeza cuadradas como los nuestros, no tendrán mucha confianza en nuestras capacidades.
—Si desprecias tanto a los oficiales, ¿por qué te hiciste oficial? —preguntó Forrice.
—Porque se come mejor y no tengo que compartir el camarote —le respondió Cole, y ninguno de sus dos compañeros tuvo claro si bromeaba o no.
—Llegaremos a tierra en veinte segundos —anunció el molario.
—¿Alguna otra nave nos escolta? —preguntó Cole.
—No.
—Entonces, el vehículo que los ha traído hasta aquí es tan inofensivo que prefieren que no lo veamos.
—Los sensores no detectan ni rastro de una nave, ni siquiera de un transporte de tierra, señor —dijo Christine—. Lo más probable es que los dejaran, y que cuando quieran marcharse envíen una señal para que pasen a recogerlos.
Cole se quitó las pistolas láser y sónica.
—Dejad aquí la artillería —dijo—. Si las llevamos encima cuando salgamos de la nave, nos las van a quitar. ¿Para qué vamos a proporcionarles más armas?
Forrice y Christine lo imitaron, y Cole encerró todas las piezas en una taquilla.
—Por si inspeccionaran la nave —explicó.
—¿Va a permitir que suban a bordo? —preguntó Christine.
—Pues claro que no —respondió Cole—. Pero ya sabe usted lo que ocurre con los planes mejor trazados.
La nave sufrió una sacudida al posarse sobre terreno irregular.
—Creo que será mejor que responda yo todas las preguntas —dijo Cole—. Si empezamos a contradecirnos, podemos dar casi por seguro que nos separarán y nos harán un interrogatorio tirando a doloroso.
La escotilla se abrió y emergió una rampa por la que pudieron bajar cómodamente a tierra. Se encontraron con que la lanzadera y ellos mismos estaban rodeados por unos cincuenta soldados bortellitas. Tenían aspecto humanoide, pero eran más altos que los hombres, muy esbeltos, con manos de seis dedos provistas de dos pulgares opuestos cada una. Sus pies eran muy pequeños, como si hubieran evolucionado a partir de pezuñas. Las cabezas, casi circulares, con dos ojos excepcionalmente grandes, un par de fosas nasales muy separadas, sin ningún apéndice que se pudiera reconocer como nariz, y bocas anchas en las que quedaban al descubierto, cada vez que hablaban, unos dientes planos, sin caninos. Lo más interesante de todo era que llevaban cascos y bombonas de respiración.
—Yo pensaba que los bortellitas respiraban oxígeno, teniente —dijo Cole en voz baja.
—Sí, señor, respiran oxígeno.
«Entonces, necesitan oxígeno en proporciones mucho más altas, o mucho más bajas que las de Rapunzel —pensó Cole—. Quizá más adelante podamos sacar provecho de esa circunstancia.»
—¿Por qué habéis disparado contra mi nave? —preguntó Cole en voz alta.
—¿Y qué hacíais vosotros aquí? —le preguntó un bortellita que parecía el líder. Hablaba mediante un Equipo-T que traducía sus palabras al terrestre con mecánica monotonía.
—Rapunzel es uno de los planetas de la República y nosotros somos oficiales de la Armada de la República —le dijo Cole—. No tenemos por qué dar explicaciones de nuestra presencia. Os voy a hacer la misma pregunta: ¿qué hacen aquí unos soldados de la Federación Teroni?, y ¿por qué habéis disparado contra mi nave?
El líder de los bortellitas miró largamente a Cole.
—Rapunzel es neutral y ya no está afiliado a la República. Tenemos el mismo derecho que vosotros a estar aquí.
—¿Rapunzel ha abandonado la República? ¿Desde cuándo?—preguntó Cole.
—Pronto se hará público.
—¿Acaso se ha celebrado un plebiscito en Rapunzel? —preguntó Cole—. ¿Dónde se registraron los votos, y cuál es el porcentaje de población que ha optado por abandonar la República?
—No estoy al corriente de esas cuestiones —dijo el líder, eludiendo la pregunta—. Soy un oficial del Ejército, no un político.
—Entonces permíteme que te haga otra pregunta —dijo Cole—. ¿Contra quién protegéis estas montañas deshabitadas?
—Eso no es asunto vuestro.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Desde el momento en el que habéis disparado contra una nave de la República, sí que es asunto nuestro.
—Vosotros ya no tenéis ningún asunto en este planeta —dijo el bortellita—. Sabéis muy bien que habríamos podido abatiros. No lo hemos hecho porque era evidente que no estabais informados de la neutralidad de Rapunzel.
«¡Hijo de puta! Vuestra posición en este planeta es más débil de lo que imaginaba. De un momento a otro nos ofreceréis una escolta para que podamos marcharnos sanos y salvos.»
Como en respuesta a sus pensamientos, el bortellita dijo:
—Si empeñáis vuestra palabra de respetar la neutralidad de Rapunzel, os autorizaré a marcharos en paz.
Forrice y Christine buscaron a Cole con la mirada. Éste movió levemente la cabeza en señal de asentimiento.
—Os doy mi palabra —dijo Forrice.
—Y yo, la mía —añadió Christine.
—¿Y la tuya? —dijo el líder mientras se volvía hacia Cole.
—Al diablo con vosotros —preguntó éste—. No pienso prometeros nada. Aunque mis tripulantes sean unos traidores, yo no lo soy.
—¿Qué? —bramó Forrice.
—Ya me habéis oído —dijo Cole—. Habéis deshonrado el uniforme.
Le arreó un puñetazo en el pecho al molario, y al mismo tiempo le dijo, tan sólo con los labios:
«Sujétame.»
Forrice lo miró, como sorprendido, pero no hizo ningún intento de sujetarlo.
«¡Mierda! —pensó Cole—. Este tío habla terrestre, pero forma las palabras de otra manera. No sabe leer los labios.»
—¡Y tú! —dijo, al tiempo que se volvía hacia Christine—. ¡No eres mejor que él!
«¡Pégame!», dijo también con los labios.
Christine dio un paso hacia delante.
—¡Has estado a punto de conseguir que nos mataran a todos! —chilló—. ¡No te atrevas a llamarme traidora!
Le dio un puñetazo a Cole. Éste se agachó, se arrojó contra ella y la sujetó con ambos brazos.
Bajó la cabeza y susurró:
—En cuanto hayas salido de aquí, cuéntaselo todo a...
—A Monte Fuji, ya lo sé —le respondió ella, también en susurros.
«¡No!»
Los bortellitas los separaron antes de que hubiera logrado decir nada más.
«Tengo que hacerle llegar el mensaje de algún modo.»
—Esto saldrá en los titulares cuando te lleven ante la corte marcial —dijo amargamente.
«¿Lo has entendido? ¿Has pillado la palabra clave? Si no, voy a tener problemas muy serios.»
—¡Por mí que te corten en pedazos! —masculló la teniente. Se volvió hacia el líder bortellita—. ¿Puedo marcharme?
«Espero de verdad que eso signifique que lo has comprendido.»
—Sí —respondió el bortellita—. Pero, si volvéis por aquí, haremos pedazos vuestra nave.
—Habíais dicho que Rapunzel era un planeta neutral —dijo Forrice.
—Lo es —dijo el bortellita—. Pero interpretaremos vuestro regreso como un acto de agresión y responderemos en consecuencia.
—¿Y qué sucederá si somos nosotros quienes consideramos que vuestra presencia es un acto de agresión? —le replicó el molario.
«¡Cállate y largaos de aquí antes de que ése cambie de idea!»
—Nosotros no nos hallamos bajo la autoridad de un oficial que se niega a reconocer la neutralidad de Rapunzel y nuestro derecho a estar aquí —fue la respuesta.
Cole estaba seguro de que Forrice trataría de discutir y llegó a la conclusión de que había que impedirlo.
—¡Lárgate de aquí, cobarde asqueroso! —rugió. «Por favor», pensó.
Por fin, Forrice comprendió las intenciones de Cole.
—Procurad que su muerte no sea muy rápida —le dijo al bortellita. Se volvió hacia la escotilla de la nave, seguido por Christine. Cole fue capaz de descifrar el lenguaje corporal de sus dos compañeros: se marchaban descontentos, casi como protestando.
La Kermit se elevó al cabo de un instante, mientras el líder bortellita observaba a Cole.
—Tus rasgos me resultan familiares —dijo por fin. No apartaba los ojos de él—. Muy familiares.
—Instantes de silencio—. Pero no puede ser que haya tenido tanta suerte. ¿Cómo iban a enviarte a este rincón anodino perdido en el universo?
—No tengo ni idea de lo que me hablas —le respondió Cole.
El bortellita no dejaba de mirarlo.
—Seguramente me equivoco. Todos los humanos os parecéis. Pero, por si acaso, pasaremos el escáner por el chip de identificación que llevas en el cuerpo.
—Ahorraos el esfuerzo. Soy el comandante Wilson Cole, segundo oficial de la Theodore Roosevelt.
—¡Lo sabía! —exclamó el bortellita—. ¡Hemos capturado al famoso Wilson Cole!
Cole se encogió de hombros.
—Son cosas que ocurren.
El líder se volvió hacia un subordinado.
—Informa a la nave y ordénales que preparen una celda con el nivel de oxígeno necesario para nuestro cautivo. —Entonces se volvió hacia Cole—. ¿Qué puede hacer en la Periferia un militar con tus credenciales?
—Preguntarse si la comida que dais a los prisioneros es buena.
—No parece que te preocupe mucho tu situación.
—Soy un hombre razonable —le dijo Cole—. Estoy dispuesto a negociar.
—¿Por tu libertad? —dijo el bortellita, con un sonido semejante a una carcajada desagradable.
—Por la vuestra.
—Valientes palabras, en boca de un cautivo a quien su tripulación y su nave acaban de abandonar.
—Soy de naturaleza optimista —dijo Cole.
—La verdad es que no me imaginaba de esta manera al legendario militar del que tanto nos habían hablado.
Cole le sonrió.
—El día es joven —dijo.
6
El día envejeció con rapidez. Pusieron a Cole bajo custodia, le dieron una comida maloliente que, al parecer, gustaba a sus captores, y le hicieron interminables preguntas. Respondió por voluntad propia a todas ellas y en ningún momento les dijo la verdad, sino que inventó una serie de mentiras tan coherente que los bortellitas tardarían varios días en desmontarlas. A media tarde, Cole tenía ya muy claro que Christine Mboya no había interpretado bien su indirecta, o que —todavía más probable— ni siquiera la había captado. Si aún no se había producido un ataque, tenía que entender que probablemente no se produciría ninguno, y eso significaba que debería escapar y regresar a la Teddy R. sin la ayuda de nadie. Sabía que en Pinocho habría cientos, tal vez miles, de hombres y mujeres que le prestarían su ayuda si conseguía entrar en la ciudad. Sólo tenía que llegar hasta allí. Por el momento no podía plantearse siquiera la posibilidad de regresar a su nave.
«Bueno —se dijo a sí mismo—, tratemos de calibrar la situación. No me han puesto ni un dedo encima. Podría ser que esperaran a un maestro inquisidor, pero es mucho más probable que no quieran hacerme daño antes de entregarme a sus superiores. Al fin y al cabo, soy un gran trofeo. Sin embargo, tampoco puedo contar con que no vayan a hacerme nada. Me quieren vivo pero, si trato de escapar, me pegarán un tiro.» Miró en derredor.
«Veamos... ¿podría hacerme con un arma? Tendría que arrebatársela a uno de los guardias. ¿A cuál... al que está más cerca, al más enano, o al que va mejor armado? Al que está más cerca, supongo. Así podré hacerlo con mayor rapidez. Pero ellos deben de ser unos doscientos. Una sola arma no me serviría para mucho. Está bien, dejemos correr lo del arma. ¿Y sus cascos? ¿Disponen de un suministro único de oxígeno que pueda averiarles? No, no veo ninguno... pero eso significa que llevan reservas limitadas de aire respirable. Por mucho que lo compriman, esas bombonas a las que están conectados sus cascos no pueden contener más aire que el necesario para un día. Y han pasado más de dos tercios del día desde que están aquí. Eso significa que una nave, o una lanzadera, algo que transporte una provisión de oxígeno, tendrá que aterrizar aquí durante las próximas horas.
»Y eso me marca unos límites temporales. Haga lo que haga, tengo que hacerlo durante las próximas dos o tres horas, como máximo... y probablemente sin un arma en las manos.» Se puso en pie y se desperezó. El sol descendía hacia su ocaso. No podría esperar mucho. Las montañas eran tan abruptas que se podía romper una pierna —o el cuello— si corría por ellas en la oscuridad.
Y entonces se le encendió una lucecita: por muy difícil que le resultara correr montaña abajo, los bortellitas que lo persiguieran se expondrían a un riesgo mucho mayor. Si él se caía, se haría un moretón. Si se caía mal, tal vez se rompiera algo... pero si uno de los bortellitas se caía, se le rompería el casco, y entonces moriría, porque los bortellitas no habrían venido con cascos si hubieran podido respirar el aire de Rapunzel.
Así que lo único que necesitaba era correr con cierta ventaja. No podrían moverse por aquel terreno con la misma facilidad que él. El problema era salir con ventaja.
Tenía que haber una manera de conseguirlo. Cole no sabía si existiría algún problema sin solución, pero, en todo caso, él aún no lo había descubierto. A veces bastaba con aplicar un nuevo enfoque, una nueva manera de ver las cosas. Y, de pronto, se dio cuenta.
No era cuestión de ver las cosas, sino de pensar en las cosas que ellos no podían ver. La clave eran los grandes ojos de los bortellitas. Implicaban un mundo con un sol pequeño, o lejano, un mundo en el que necesitarían esas enormes pupilas para poder funcionar. Por eso trabajaban de noche. Hasta ese momento, Cole había dado por supuesto que lo hacían para mantener el incógnito, pero cayó en la cuenta de su error. Se habían infiltrado ya en Rapunzel y disponían de las armas más potentes. No tenían ninguna necesidad de actuar en secreto. Trabajaban de noche porque se sentían más cómodos en la penumbra.
Por lo tanto, sus conclusiones anteriores habían sido erróneas. Los bortellitas no tendrían problemas para moverse por las montañas en la oscuridad. ¡Lo que no podrían hacer, en cambio, sería apuntar hacia un blanco que corriera hacia el sol poniente! Cole estimó que faltaba una media hora hasta que el sol los iluminara desde el ángulo adecuado. Decidió aprovechar ese tiempo, observar a todos y cada uno de los bortellitas en sus idas y venidas, tratar de descubrir las superficies y ángulos que evitaban y ver en cuáles se sentían más cómodos. No parecía que las cuestas empinadas los molestaran. Hundían en el suelo sus pies semejantes a pezuñas y se inclinaban hacia delante al caminar. Pero si hallaban piedras en su camino, rocas sueltas, cualquier cosa con la que pudieran tropezar, la evitaban. Cuando llegaban a una curva cerrada en el camino, miraban antes de dar otro paso. Aunque probablemente lo hiciesen de manera inconsciente, ayudaron a Cole a trazar su ruta de fuga.
Las cuestas empinadas no le servirían de nada; las curvas, recodos y obstáculos, sí.
«Espera a que me asegure de otra cosa. No tengo ningunas ganas de suicidarme.» Se movió muy lentamente de donde estaba hasta que uno de los guardias quedó interpuesto entre el sol y sus ojos. Contempló el astro a través del casco de cristal del bortellita. No estaba polarizado y eso significaba que, cuando miraran al sol, se quedarían deslumbrados, como a él le convenía.
Le quedaban unos tres minutos. «¿Hay algo que me haya pasado por alto, alguna cosa con que les pueda distraer durante los primeros diez o veinte segundos?»
«Tengo la impresión de que... —pensó—. Sí, tienen los hombros rígidos y los brazos articulados de una manera muy distinta a la mía. Apuesto a que no lograrían rascarse la espalda aunque les fuera la vida en ello.»
Bajó disimuladamente la mano hasta un bolsillo. Le habían quitado las armas, por supuesto. Siguió tanteando. ¿Le habrían dejado algo? Entonces encontró tres monedas. Las agarró con la mano y luego permaneció inmóvil, a la espera de que el sol descendiese tan sólo un poco más.
Entonces, ocultó la mano tras la espalda y arrojó las monedas con efecto. Una de las piezas resonó sobre el casco de un soldado que estaba doce metros más allá. Otra rebotó en la muñeca de un segundo soldado. Los dos bortellitas emitieron débiles exclamaciones de sorpresa. Cole no se volvió para mirar, pero sus guardias sí. Como la estructura de sus cuerpos no les permitía arrojar nada desde detrás de la espalda, no se les ocurrió que la causa de sus exclamaciones pudiera ser el propio Cole. Se volvieron para tratar de descubrir lo que había ocurrido, y entonces Cole echó a correr en dirección al sol.
Con esta maniobra ganó tan sólo tres segundos, pero fueron mejores que nada. El rayo de energía hizo impacto en el suelo, a sus espaldas, pero los bortellitas aún no se habían acostumbrado a la luz. Cuando miraban en aquella dirección, el sol les molestaba en los ojos.
Tenía que resultarles un tormento. Cole enfiló una pendiente ligera mientras un rayo láser le pasaba cerca y luego se lanzó a toda velocidad por la cuesta más rocosa que encontró, siempre en zigzag.
El factor sorpresa le había dado quince segundos de delantera, pero los bortellitas habían iniciado la persecución cuesta abajo. No podría seguir corriendo en línea recta en dirección al sol poniente. El terreno no se lo habría permitido. Divisó un afloramiento rocoso unos treinta metros más adelante. Si conseguía llegar hasta allí, podría cambiar de dirección sin que lo vieran. Así les sacaría varios segundos adicionales de ventaja.
Oyó el estrépito de un cuerpo que se desplomaba y se arriesgó a echar un vistazo a su espalda. El bortellita más cercano había resbalado sobre un montón de cascajo y el que venía después se había caído sobre él. El terreno era tan abrupto que ninguno de los bortellitas se arriesgó a saltar sobre los dos que estaban en el suelo, y por ello tuvieron que esquivarlos, y Cole logró añadir unos segundos más a la ventaja que les llevaba.
Llegó al afloramiento, giró bruscamente hacia la izquierda y pasó de largo a toda velocidad frente a unas cuevas. El escarpado terreno era demasiado rocoso para dejar huellas en el suelo. Así, sus perseguidores tendrían que inspeccionar cada una de las cuevas para asegurarse de que no se hubiera escondido en ninguna.
Había un bosque a su derecha, y su primer impulso fue correr hacia él y ocultarse entre los árboles, pero entonces se dio cuenta de que, si los bortellitas empezaban a disparar sus láseres, tanto el bosque como el propio Cole desaparecerían bajo las llamas.
Sabía que tenía que hacer algo enseguida. En cuanto el sol hubiera descendido un poco más, perdería la ventaja que llevaba a sus perseguidores. Aún podría moverse por el terreno rocoso más fácilmente que ellos, pero los ojos de los bortellitas verían mucho mejor que los suyos en la oscuridad y podrían dispararle con mucha más precisión.
No podía limitarse a correr. No importaba lo veloces y seguras que fuesen sus zancadas, no podría escapar de un rayo de energía, ni de un láser. Echó una mirada montaña arriba. ¿Sería posible que un grito muy fuerte provocase una avalancha? Lo dudaba... y, si lo conseguía, era posible que también lo matara a él.
Se volvió de nuevo hacia el bosque. «¿De qué me va a servir? Le pegarán fuego y ya está.
»¡Alto ahí! ¡Lo he planteado mal desde el primer momento! ¡Si le pegan fuego al bosque, no se convertirá simplemente en un horno... también se convertirá en la bombilla más grande de este planeta!»
Giró hacia los árboles. Apenas si se había adentrado una decena de metros en el bosque cuando el primero de los rayos láser golpeó un árbol grande y antiguo, y éste quedó envuelto en llamas. Siguió adelante, sin aminorar la marcha.
«No podrán dispararme entre los árboles, ni tampoco desde arriba. No, con las pistolas láser no van a poder. Tendrán que quemar los árboles uno tras otro y entonces el fuego se extenderá y se les irá de las manos. Lo único que tengo que hacer es mantener la ventaja que les llevo y rogar que este bosque no tenga varios kilómetros de anchura.»
Cole llegó a un terreno más llano y forzó la marcha. Oía a su espalda el crepitar de la madera y el follaje, distinguía el olor acre de la madera que se quemaba, pero no se volvió. Cuando llevaba unos cuatrocientos metros, el calor se hizo opresivo y se dio cuenta de que el incendio no tardaría en atraparlo.
Creyó divisar un claro algo más adelante y obligó a sus piernas a llevarle durante un último trecho. Al llegar, vio que no se trataba de un claro, sino de un río que serpenteaba por el bosque. Como a su alrededor llovía ramaje envuelto en llamas, no le dio tiempo a comprobar su profundidad. Se zambulló con la esperanza de que la corriente tuviera fuerza para arrastrarlo montaña abajo antes de que los árboles que se desplomaban le cerrasen el camino.
El agua estaba fría, pero no helada. El río tendría casi un metro y medio de profundidad, y Cole trató de mantenerse bajo la superficie, salvo cuando sacaba la cabeza para tomar aire. Las rocas le abrían cortes en las piernas y en el vientre, pero no se atrevió a nadar en la superficie hasta que estuvo seguro de que sus perseguidores se encontraban un kilómetro más atrás. Los cascos no les permitirían nadar en un río y tampoco iban a poder avanzar por el incendio que ellos mismos habían provocado. Tendrían que dar un rodeo y no sabrían si Cole había quedado atrapado en la conflagración. No dejarían de buscarlo, desde luego, pero lo harían cada vez con menor interés. No lo tenían ya a la vista. A menos que uno de ellos tuviera suerte y lo localizara con un sensor, lo más probable sería que no corriera ningún peligro... y Cole pensaba que la cacería había empezado de una manera tan brusca que ninguno de ellos habría pensado en ir por un sensor antes de iniciar la persecución.
Eso no significaba que pudiera detenerse ni aminorar la marcha. Bajó por el río hasta un par de kilómetros más allá, y luego salió a la orilla y echó a caminar. Al llegar a un terreno más despejado, se apartó del río y empezó a descender por terreno rocoso.
El sol se había puesto por fin, y Cole tenía que avanzar con mucho más cuidado, consciente de que en aquel momento eran los bortellitas quienes se hallaban en situación de ventaja.
Empezó a sufrir calambres en las piernas. Mientras pudo, hizo como que no sentía el dolor, pero al fin tuvo que detenerse. Contó hasta doscientos y entonces se puso de nuevo en pie y volvió a caminar, esta vez más lentamente.
Miró montaña arriba, con la esperanza de hallar algún indicio que le revelase a qué distancia se encontraban los bortellitas, y si lo perseguían con mucho ahínco. Pero, como no empleaban linternas, no había manera de saberlo. Cole estaba razonablemente seguro de que darían un rodeo en torno al bosque y, al no encontrar sus huellas al otro lado, se imaginarían que había muerto en el incendio. Entonces habría uno que descubriría el río y se le ocurriría que podía haberse valido de él para escapar del fuego. Para asegurarse, mandarían a unos pocos soldados río abajo, pero Cole se pondría a salvo si caminaba todavía durante un par de horas, porque no se alejarían mucho del punto de aterrizaje de su lanzadera. A Cole se le acababan las energías, pero a ellos se les tendría que acabar también su mezcla de oxígeno.
De pronto oyó unos pies que se arrastraban más abajo, por el sendero.
«¿Cómo diablos se me han podido adelantar? Yo creía que les llevaba por lo menos un kilómetro y medio de ventaja.»
Volvió a oír lo mismo y entonces divisó la silueta de una gran bestia de cuatro patas. El animal olfateó y descubrió el olor de Cole, y echó a correr en la dirección contraria, mientras el hombre respiraba aliviado.
Anduvo durante otros quince minutos y entonces divisó una nave de diseño alienígena que se acercaba a la montaña. El ingenio se detuvo en el aire, cerca del lugar donde los bortellitas habían retenido a Cole durante el día, y luego empezó a descender y se perdió de vista.
Cole estaba convencido de que los bortellitas que aún lo siguieran tendrían que regresar a lo alto de la montaña para llenar las bombonas de respiración. Contarían lo sucedido a los tripulantes de la lanzadera que les suministraba el aire, y ésta, probablemente, saldría a inspeccionar las laderas. Entonces se le ocurrió que podía cambiar de rumbo: recorrer varios kilómetros por la ladera sin variar de altitud, y luego descender de nuevo. Pero enseguida llegó a la conclusión de que no era una buena idea. La lanzadera sería mucho más veloz que él. Cole tenía más posibilidades de escapar si se alejaba inmediatamente de la montaña que si trataba de esquivar la nave enemiga en la montaña.
Vio otro río a lo lejos y encaminó sus pasos hacia él. Era más ancho que el anterior y su corriente era más rápida. Al llegar a la orilla, metió un pie dentro del agua, y luego otro, y se dio cuenta de que el lecho que el río había abierto en la montaña debía de tener unos dos metros de profundidad. Se tendió sobre el agua y permitió que ésta lo arrastrara, con la esperanza de no topar con un gran número de rocas sumergidas. Cuando estaba a punto de llegar al pie de la montaña, tuvo que detenerse por culpa de una gran presa de fango y madera que debía de haber construido algún ejemplar de la fauna local.
Cole trepó a la orilla y al cabo de cinco minutos abandonó la montaña, o, por lo menos, llegó a sus frondosas estribaciones. Sabía que Pinocho se hallaba al nordeste, a unos trescientos cincuenta kilómetros de allí, o quizá más, y también era consciente de que lo buscaban. Si los bortellitas controlaban el territorio en la medida en que Cole sospechaba, no le sería posible recorrer, sin más, trescientos cincuenta kilómetros al aire libre. Además, estaba exhausto, y no había comido nada en veinticuatro horas, salvo el potaje que habían tratado de hacerle engullir aquella misma tarde. Lo más urgente era encontrar comida y un lugar donde cobijarse. Pinocho podía esperar.
Se hallaba en una zona despoblada, pero Rapunzel no era un mundo desierto, ni subdesarrollado. Tenía que haber carreteras. El problema era que tal vez se hallaran a treinta, a cincuenta, a setenta kilómetros de distancia. Y aunque no fuera así, aunque la tuviera a un kilómetro de distancia, habría de esperar varias horas para encontrarla, hasta que saliera el sol. También debía de haber más ríos, y más anchos, que descendieran de las montañas. Pero la cordillera medía más de mil quinientos kilómetros y Cole no sabía dónde podían estar esos otros ríos.
Llegó a la conclusión de que lo mejor sería buscar la continuación del río por donde había descendido al otro lado de la presa. Al fin y al cabo, una parte del agua debía de llegar al otro lado, porque, si no, se habría formado un lago. Seguiría el mismo rumbo, porque se imaginaba que si en aquella zona había humanos —buscadores de metales preciosos, pescadores, lo que fuese—, querrían vivir cerca del agua.
Tardó unos ocho minutos en encontrar de nuevo el río y anduvo por su orilla. De repente, tuvo la impresión de que había más luz, y se dio cuenta de que las dos lunas de Rapunzel habían aparecido en lo alto y se reflejaban en el agua. Las lunas avanzaban velozmente por el cielo. Pensó que le convendría aprovechar la escasa luz que le proporcionaban y echó a correr a una velocidad moderada. Al fin, cuando las lunas se ocultaron tras el horizonte, una tras otra, se quedó con la impresión de haber recorrido unos siete kilómetros, y entonces aminoró la marcha, temeroso de torcerse un tobillo en la oscuridad, o de rompérselo. Un kilómetro y medio más allá, el río confluía con otro más grande y caudaloso. Cole se sentía al límite de su resistencia física, por lo que buscó un leño, y en cuanto lo hubo encontrado lo arrastró hasta el río mayor. Había pensado que podría montar a horcajadas sobre el tronco y cabalgarlo, igual que antaño los hombres habían cabalgado sobre un animal ya extinto, el caballo, pero no lograba distribuir bien el peso de su propio cuerpo, y la madera se le escapaba de entre las piernas una y otra vez. Finalmente pensó que lo mejor sería tenderse sobre las aguas sin soltar el leño y dejar que éste lo arrastrara río abajo.
Así siguió por el río hasta salir el sol. De vez en cuando se dormía. Entonces, la cara se le sumergía en el agua y se despertaba, tosía, se atragantaba, y hacía tremendos esfuerzos por no soltar el leño. No tenía ni idea de dónde habría llegado. La montaña debía de encontrarse a unos treinta y cinco kilómetros de distancia, pero el curso del río no era recto, así que no podía estar seguro.
Tenía que tomar otra decisión: ¿Cómo sería más difícil que lo localizaran? ¿Si se quedaba sobre el agua o si caminaba por la orilla? Aún no había terminado de pensarlo cuando se durmió de nuevo, y en esta ocasión tragó tanta agua que tuvo que salir a la orilla para que no se le metiera en los pulmones. Llegó a la conclusión de que prefería no volver a meterse en el agua fría, y también se dio cuenta de que no iba a llegar mucho más lejos. Además, le convenía echarse a dormir. Miró alrededor y descubrió, unos cincuenta metros más allá, un bosquecillo de arbustos que debían de cubrirle hasta el hombro. Con penas y fatigas llegó hasta allí y se tumbó bajo el follaje, en un lugar donde no pudieran verlo desde el río, y se durmió sin haber tenido tiempo apenas de recostar la cabeza contra el suelo. No llegó a saber durante cuánto tiempo había dormido, pero, al despertar, no tuvo la sensación de haber descansado bien. En el primer momento no comprendió por qué se había despertado mientras el sol aún brillaba en lo alto. Tras las experiencias de las últimas treinta y seis horas, había contado con dormir hasta el ocaso.
Entonces se dio cuenta de qué era lo que le había despertado. Alguien le hurgaba el cuerpo con el cañón de un rifle sónico.
7
¿Quién diablos eres tú? —le dijo una voz áspera. Cole se sentó y trató de centrar la mirada.
—¿Dónde estoy? —preguntó, todavía aturdido.
—Soy yo quien hace las preguntas. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
—Dame un segundo para que me oriente —le dijo Cole.
—Te veo muy maltrecho. ¿Dónde está tu unidad?
—¿Mi unidad? —repitió Cole.
—Vistes uniforme militar. Bueno, los jirones de un uniforme militar, en realidad.
—Mi nave se encuentra a varios años luz de aquí —le respondió Cole.
—Sí, claro, eres un cuerpo expedicionario unipersonal, ¿verdad?
Por fin, Cole consiguió ver al hombre que le hablaba. Era de mediana edad, más bien delgado, con ropa cara, pero muy deteriorada, e iba sin afeitar.
—Soy una partida de fugitivos unipersonal —dijo.
—¿Vienes de la montaña? He visto a una cuadrilla de ojoscucaracha que trabajaba allí.
—¿Ojoscucaracha?
—Bortellitas.
—Sí, vengo de allí.
El hombre le tendió la mano y le ayudó a ponerse en pie.
—Algunos de esos cortes y heridas parecen muy profundos —le dijo—. Ven a mi cabaña y te haré una cura.
—¿Vives aquí? El hombre negó con la cabeza.
—No. Pero siempre que puedo salgo a pescar.
—¿Primero los dejas sordos? —le preguntó Cole, y señaló el rifle sónico.
—Nunca se sabe lo que uno puede encontrarse por aquí —respondió el otro—. Gatodiablos, ojoscucaracha... —Inesperadamente, sonrió—. E incluso fugitivos. ¿Tienes nombre?
—Wilson Cole.
—Pero qué gracioso eres —le dijo el otro, esta vez sin sonreír—. ¿Vas a decirme cómo te llamas?
—Te lo acabo de decir.
—¿Y tú quieres que me crea que un hombre como Wilson Cole iría a parar a un mundo pequeño y subdesarrollado como Rapunzel? Enséñame tu documentación.
—Los bortellitas me la quitaron.
—Ah, y a mí qué diablos me importa quién seas. Si huyes de ellos, te ayudaré en lo que pueda. Me llamo Carson Potter. Encantado de conocerte. —Le tendió la mano y Cole se la estrechó.
—¿Dónde está esa cabaña de la que me hablabas?
—A un par de kilómetros de aquí.
—Me imagino que no tendrás una radio subespacial.
—¿Y para qué querría yo una radio subespacial en una cabaña de pesca?
—Tengo que llegar a Pinocho —le dijo Cole—. ¿Podrías llevarme hasta allí?
—En cuanto te haya puesto en condiciones —le dijo Potter—. ¿Vas a contactar con tu nave?
Cole negó con la cabeza.
—Mi nave no se desviaría ni un centímetro de su rumbo por venir a buscarme. El capitán sería incapaz de infringir una sola ordenanza, pero podrías confundirlo con un hombre indisciplinado si lo vieras al lado de la primera oficial.
—¡Al suelo! —lo apremió Potter—. Por allí viene una de sus naves.
—No dejes de caminar —le dijo Cole, al tiempo que le hacía gestos con la mano a la lanzadera.
—¿Es que tienes ganas de morir? —le replicó Potter—. Me imagino que no vendrán por mí.
—No podremos ocultarnos de sus sensores, así que lo mejor será que no lo intentemos. Si no dejamos de caminar y los saludamos amistosamente, nos tomarán por un par de cazadores, o de pescadores. Si tratamos de escondernos, nos identificarán como insurgentes.
—Parece como si tuvieras experiencia en esto.
—Un poquito.
—¿De verdad eres Wilson Cole?
—Ya te he dicho que sí.
—Entonces, ¿qué diablos haces aquí, en la Periferia? Todas las grandes batallas tienen lugar en torno al Núcleo Galáctico.
—Yo voy a donde me mandan —le respondió Cole.
—Bueno, pues, maldita sea, si son capaces de ordenarle a un hombre como Wilson Cole que se marche a la Periferia, será que no se puede confiar en la inteligencia de los que nos dirigen en esta mierda de guerra.
—Bienvenido al club —le dijo Cole.
Llegaron a lo alto de una loma y desde allí divisaron una cabaña de reducidas dimensiones.
—Es ésa —le dijo Potter—. Por fuera no parece gran cosa, pero dentro se vive bien... y, además, tengo un botiquín. —Le echó una mirada a Cole—. ¿Cuánto hace que no comes?
—Bastante.
—Espero que te guste el pescado.
—Lo odio.
Potter se encogió de hombros.
—Como quieras. Pues entonces espero que te guste morirte de hambre.
—¿Cómo se puede llegar a Pinocho desde aquí?
—Tengo un pequeño aerocoche tras la cabaña. Llegaríamos en un par de horas.
—Bien.
—Quiero decir dos horas en cuanto nos hayamos puesto en camino, no dos horas a partir de este momento. Primero te curaré tan bien como pueda y luego te daré una oportunidad de encontrarles el gusto a esas escamosas criaturas de Dios.
—Mis heridas y mi apetito pueden esperar hasta que hayamos llegado a Pinocho —le dijo Cole.
—No te convendría pillar una infección en este planeta —le dijo Potter—. Tu cuerpo no producirá los anticuerpos adecuados hasta que te hayan administrado vacunas específicas, y apuesto a que nadie te las ha puesto.
—No será por un par de horas.
—Voy a tardar mucho menos en ponértelas, y no quiero entrar en los libros de Historia como el hombre que dejó morir a Wilson Cole —le dijo tercamente Potter—. Aunque sólo seas un tal Wilson Cole y no el famoso Wilson Cole.
—Está bien —le dijo Cole cuando hubieron llegado a la cabaña—. Acabemos con esto y larguémonos de aquí.
—Quítate la camisa mientras voy por el botiquín —le dijo Potter, y a continuación abrió la puerta y entró en la cabaña.
Cole lo siguió a dentro. Vio una holopantalla grande último modelo, un aerotrineo que también se podía emplear como cama, dos sillas de cuero y una tercera que estaba hecha con algún tipo de madera noble alienígena, así como una cocina con instrumentos específicos para abrir, desescamar y cocinar pescado sin necesidad de que ningún ser humano tuviera que tocarlo.
Cole se percató de que la cabaña podía considerarse rústica tan sólo por su tamaño y ubicación, no por sus instalaciones.
—La apariencia exterior engaña —observó Cole—. Todo esto debe de haberte costado un buen fajo.
—Sí, pero lo tenía y podía gastármelo —le respondió Potter—. Mi esposa falleció hace cinco años y mis dos hijas murieron también en la batalla de Diablo III.
—¿Como militares o como civiles?
—Una de cada.
—Según me han contado, esa batalla fue un desastre.
—Para mi familia lo fue, desde luego —dijo Potter—. Sea como fuere, ahora ya no tengo a nadie en quien gastarme el dinero, aparte de mí mismo. —Abrió el botiquín—. Siéntate y déjame que vea cómo tienes eso.
Potter le desinfectó las heridas con un rociador y se las cubrió con emplastos. Había algunas que Cole no había notado siquiera. Al cabo de unos diez minutos, Potter le dijo a Cole que volviera a ponerse la camisa.
—¿Y cómo tienes las piernas y las caderas? —le preguntó Potter—. ¿Alguna herida digna de consideración?
—Sólo un par de rasguños.
—No soporto a los tíos que van de duros por la vida. Bájate los pantalones y déjame que te eche una ojeada. —Cole dudó—. Bájatelos. Mi intención es curarte las heridas, no abusar sexualmente de ti.
Cole se bajó los pantalones.
—Esa herida de la cadera es muy fea —dijo Potter—. ¿Cómo te la hiciste?
—Bajé de la montaña dejándome arrastrar por un río.
—¿Nadie te había dicho que los ríos de montaña están llenos de rocas?
—Sí, pero resulta que los senderos de montaña están llenos de bortellitas armados. Al menos los de esa montaña.
—Pero ¿qué diablos hacen en Rapunzel? No habíamos visto en nuestra vida a un ojoscucaracha, y de repente vinieron a cientos, tal vez a millares. Son unos cabrones prepotentes. Estoy seguro de que nadie los invitó.
—Viven en un planeta sin apenas recursos energéticos. Creo que han venido para saquearos los vuestros.
—¿A saquearnos...? Querrás decir que vienen a comprárnoslos.
—Quería decir exactamente lo que he dicho.
—Eso que dices sería un acto de guerra.
—Es que estamos en guerra.
—Con ellos, no —le dijo Potter—. Son neutrales.
—Ahora ya no —le replicó Cole—. Hace una semana se unieron a la Federación Teroni.
—¿Y habéis venido a echarlos del planeta?
—¿Has visto que yo viniera con alguien? —le preguntó Cole con una sonrisa irónica.
—Haremos correr la voz y los echaremos nosotros mismos —le dijo Potter.
Cole negó con la cabeza.
—Tienen estacionada en la otra cara del planeta una nave de guerra que podría destruir Rapunzel en pocos segundos.
—Entonces, ¿qué se supone que vamos a hacer? —le preguntó Potter—. ¿Nos vamos a quedar sentados y dejaremos que nos pisoteen?
—Yo me encargo de esa cuestión.
—Parece que sean ellos quienes se han encargado de ti —le dijo Potter. Acabó de curarle la cadera y luego le examinó la pantorrilla izquierda, y después la rodilla y el tobillo derechos. Finalmente, se puso en pie—. Bueno, está bien, no morirás antes de llegar a Pinocho. Al menos, no por culpa de esas heridas.
—Pongámonos en marcha.
—¿Seguro que no quieres comer nada?
—No me gusta el pescado. —Calló por unos instantes—. ¿Tienes cerveza?
—No bebo.
—Pues entonces pongámonos en marcha. Agarra el rifle. ¿No tienes ninguna otra arma?
—Una pistola, pero la llevé a la tienda para que la repararan —le respondió Potter—. La batería se descargaba cuando no debía y no lograba encontrar el problema.
—Está bien. Pasaremos con lo que tenemos. —Cole salió por la puerta y dieron la vuelta hasta el otro lado de la cabaña, donde los aguardaba un pequeño aerocoche—. ¿Piensas que eso podrá llevarnos a los dos? —le preguntó, vacilante.
—Una vez nos llevó a mí y a un cornudiablo de doscientos kilos hasta el taxidermista de Pinocho.
—Eso ya me lo creo —le dijo Cole—. También estoy seguro de que llevabas al cornudiablo atado sobre la capota.
—Has pasado demasiado tiempo en el espacio —le dijo Potter mientras subía al vehículo—. Mira. —Dio una orden y el costado izquierdo del vehículo se transformó al instante en un sidecar—. Sube y pongámonos en camino.
—Nunca había visto nada semejante —reconoció Cole.
—Estoy sorprendido de que no tengáis vehículos militares de este tipo.
—Raramente combatimos en superficies planetarias.
—Tampoco tenéis por costumbre luchar en la Periferia. ¿Se os ha ocurrido empezar ahora?
—No soy yo quien lo decide —le respondió Cole mientras el aerocoche se elevaba a medio metro del suelo y se ponía en marcha—. Voy a donde me mandan.
—¿Y cómo se entiende esa gilipollez de que apenas lucháis en superficies planetarias y de que sólo vas a donde te mandan? Ahora mismo estás aquí, ¿verdad?
—Permíteme que te explique mejor mi última afirmación —dijo Cole—. Voy a donde tendrían que mandarme.
—Ah, esas palabras sí parecen dignas del Wilson Cole de quien me habían hablado —dijo Potter—. ¿Qué harás en cuanto llegues a Pinocho? ¿Encabezarás una revuelta?
—¿Para que maten a cincuenta mil humanos? No digas estupideces.
—Bueno, pues entonces, ¿qué vas a hacer?
—Esconderme.
—También habrías podido esconderte en mi cabaña.
—Sí, me imagino que sí.
—Pero no has querido —siguió diciéndole Potter—. Buscas algo en Pinocho. Quieres unirte a una fuerza secreta, ¿verdad?
Cole negó con la cabeza.
—Has leído demasiadas novelas baratas. Ya te lo he dicho: lo único que voy a hacer es esconderme.
—Debe de haber un gran alijo de armas en Pinocho —sugirió Potter.
—Si lo hay, yo no me he enterado.
—Si no piensas luchar —le dijo Potter—, ¿qué diablos haces aquí?
—Huir del enemigo.
—De acuerdo, tienes un plan secreto y no te fías de mí —le dijo Potter, dolido—. Lo acepto.
—Mira —le dijo Cole—, yo no le oculto secretos a nadie. En cuanto lleguemos a Pinocho, voy a enviar un mensaje por radio...
—¿A la Flota?
—No, a alguien que se encuentra en el planeta. Luego haré una llamada por el videófono y después buscaré un lugar donde pueda esconderme.
—¿Durante cuánto tiempo?
—No mucho.
—¿Y luego qué?
—Luego, si todo me sale como tendría que salirme, regresaré a la Theodore Roosevelt y reanudaremos la patrulla.
—¿Estás en la Roosevelt? —le preguntó Potter—. Has hecho enfadar a un pez gordo...
—A un montón de peces gordos —le respondió Cole.
—Te enseñaré los paisajes dignos de verse en cuanto pasemos por alguno —le dijo Potter—. Pero te advierto que estas vistas van a ser las mismas durante los próximos setenta kilómetros, más o menos.
—En tal caso —le dijo Cole—, creo que cerraré los ojos y echaré una cabezada. Despiértame en cuanto haya algo que merezca la pena ver.
—De acuerdo.
Cole se despertó con la sensación de haber pasado tan sólo unos segundos con los ojos cerrados. Potter lo había agarrado por la única zona del brazo derecho que no estaba cubierta de cortes y moretones, y se lo había sacudido levemente.
—Hemos llegado.
—¿Adónde? —le preguntó Cole, y abrió y cerró los ojos en un rápido parpadeo—. ¿Hay algo que merezca la pena ver?
—Hemos llegado a Pinocho —dijo Potter—. Creo que te convenía dormir.
Cole miró a su alrededor y vio que se hallaban en el centro de la ciudad. Estaban rodeados por hileras de edificios de oficinas.
—¿Dónde se encuentra el centro de retransmisión subespacial más cercano? —preguntó.
—Casi todos estos grandes edificios tienen uno —dijo Potter—. Elige el que más te guste.
Bajaron del aerocoche y Cole se dirigió al más cercano.
Un portero robótico le indicó el camino hasta el centro de retransmisiones, donde lo atendió una recepcionista de cabellos blancos sentada tras una mesa.
—Buenas tardes —le dijo Cole—. Querría enviar un mensaje.
—La Cabina Tres está vacía. Entre en ella, aguarde a que haya conectado con su cuenta bancaria mediante la huella dactilar y la retina, y luego indíquele el destinatario del mensaje.
—Se trata de una cuestión militar —dijo Cole.
—Estupendo. Entonces enséñeme su identificación y cargaremos la llamada al gobierno.
—No la llevo encima.
—En ese caso, tendrá que pagar.
—Fíjese que voy de uniforme.
—Yo podría comprarme uno mucho mejor en la tienda de la esquina y no he estado nunca en el Ejército.
Entonces intervino Potter.
—No se preocupe —dijo—. Puede cargar la llamada a mi cuenta.
—En ese caso tendrá que entrar con él en la cabina —dijo la mujer.
—Entiendo.
—Hay otro problema —le dijo Cole.
La mujer lo miró, molesta.
—¿Qué sucede ahora?
—Quiero que retransmita con la longitud de onda más amplia posible y no quiero que la envíe al espacio, sino a la cordillera que se encuentra al sudoeste de aquí, y también al espaciopuerto que se halla en la otra cara del planeta.
—Entonces, la retransmisión que quiere hacer usted no es subespacial —dijo la mujer, irritada.
—Sí, sí lo es —le respondió Cole—. Está destinada a una nave estelar y una lanzadera de diseño alienígena. Estoy seguro de que podrán recibir una retransmisión subespacial. En cambio, no sé si recibirían un mensaje de otro tipo.
La mujer frunció el ceño, abrió un manual en la holopantalla, fue pasando páginas y finalmente se detuvo en una de ellas. Tomó una hojita de papel y escribió un número, y luego se lo dejó encima de la mesa a Cole.
—Ésta es la anchura de banda subespacial que usted desea —le dijo con frialdad—. Y ahora, ¿quiere algo más, o puedo reanudar mi trabajo?
—Ahora que lo dice, sí querría pedirle otra cosa —le dijo Cole—. ¿Sería posible que este mensaje pasara por una serie de centros de retransmisión de planetas cercanos y regresara a Rapunzel? Para que los receptores no sepan cuál es su origen.
—Con tiempo suficiente siempre es posible descubrir el origen de los mensajes. Pero de todos modos programaré la Cabina Tres para que el suyo pase por varios mundos de la República antes de volver a este planeta.
—Gracias.
—¿Está usted seguro de que eso es todo?
—Lamento haberle robado tanto tiempo.
—Estamos aquí para servir al cliente —dijo con voz mecánica, de persona aburrida, mirando de nuevo la pantalla del ordenador.
Cole y Potter entraron en la Cabina Tres, donde el segundo logró de inmediato que se certificara su crédito.
—Ha sido una suerte que estuvieras aquí —le dijo Cole—. Probablemente voy a necesitar un testigo. Pero eso significa que tú también tendrás que esconderte. No quiero que te maten por un gesto de amistad.
—Haz lo que tengas que hacer y no te preocupes por mí. Aparte de que llevaba años sin divertirme tanto, algo me dice que, a tu lado, podría encontrar la oportunidad de vengar a mis hijas.
Cole siguió las instrucciones que encontró en la cabina y luego envió el mensaje a través de un Equipo-T, que emitió una voz mecánica y sin expresión, inidentificable.
—Tenemos entendido que han capturado a Wilson Cole. ¿Le permitirán que abandone este planeta y regrese a su nave? —Cole desactivó el Equipo-T y se recostó en la butaca—. Tardarán un par de minutos en recibirlo y probablemente otros dos en responder.
—Esto es una pérdida de tiempo —le dijo Potter—. Sabes muy bien lo que te van a decir: que eres un preso fugitivo y que se niegan a darte un salvoconducto para abandonar Rapunzel.
—Lo sé. Pero quiero que quede constancia de esa respuesta.
Y quedó constancia de ella cinco minutos después, porque los bortellitas exigieron que les informaran sobre el origen de la retransmisión y dijeron sin ambages que Wilson Cole era un espía militar y que no permitirían bajo ninguna circunstancia que abandonara el planeta.
—Estupendo —dijo Cole tras interrumpir la transmisión—. Ahora vamos por un videófono.
—Al final del pasillo —dijo Potter, y le señaló el lugar con la mano.
Cole fue al más cercano, pero al instante volvió con Potter.
—Déjame que lo adivine —le dijo éste—. No llevas dinero ni documentación, ¿verdad?
—Así es. Pero, antes de que pagues por esto, dime el nombre de la agencia de noticias más importante de este planeta. Me da igual el medio que utilicen: vídeo, disco, holocubo...
—La más grande debe de ser la Organización Francesco. Pero también contamos con una división de Noticias Nueva Sumatra. No tienen un gran servicio en Rapunzel, pero, si le añades todas las delegaciones, debe de abarcar unos doscientos planetas.
—Ésa es la que me interesa. Quiero contactar con ellos por el videófono.
Potter pasó una vez más por el mismo proceso de verificación y luego contactó con las oficinas de Noticias Nueva Sumatra, y se apartó para que Cole pudiera sentarse frente a la cámara y hablar con ellos.
—Quiero que me pongan con Noticias —dijo.
—¿Urbanas, planetarias o interestelares?
—Me da igual. Tan sólo les pido que me pongan en contacto con un reportero competente. Tengo una noticia muy importante entre manos.
Al cabo de un instante apareció el rostro de una joven.
—Cynthia Duvall al habla. ¿En qué puedo servirle?
—Cynthia, no llevo encima la documentación, pero quiero que me mires bien a la cara. Si quieres, también puedo retransmitirte mi huella dactilar.
—No entiendo el motivo.
—Para que verifiques mi identidad.
—Yo tenía entendido que llamaba usted para comunicarme una noticia. Eso es lo que me dijeron, por lo menos.
—Y es verdad. La noticia soy yo. Me llamo Wilson Cole.
La joven abrió los ojos como platos.
—¡Quédese ahí! —dijo, emocionada. Al cabo de un instante, aparecieron un hombre y una segunda mujer que miraban a Cole desde el otro lado de la pantalla.
—Sí, es él —dijo la otra mujer.
—Sí, yo también lo confirmo —dijo el hombre—. Durante estos últimos años debo de haber escrito media docena de artículos sobre él. ¿Qué hace usted ahí, capitán Cole?
—Comandante Cole —le corrigió éste—. Tengo que pedirles que no traten de localizar el origen de esta retransmisión. En estos momentos me oculto de los bortellitas, que me capturaron ayer, a una hora temprana. He logrado escapar, pero me han comunicado expresamente que no tienen intención de permitir que abandone Rapunzel.
—¿Qué hacía usted en el planeta?
—Eso es información clasificada.
—¿Por qué ha contactado con nosotros?
—Me encuentro en un planeta de la República, soy un oficial de la Armada de la República y me persiguen los enemigos de la República. Eso es una noticia y ustedes son una agencia de noticias. Tengo que marcharme. No traten de encontrarme, por favor. Mi vida depende de ello.
Cole interrumpió la retransmisión.
—¿Adonde quieres ir?
—A algún lugar en las afueras de la ciudad. De camino, tendrás que conseguir dinero en efectivo. Debemos evitar que rastreen operaciones a crédito. Alquilaremos una vivienda y nos quedaremos allí unos días. Como mucho, una semana.
—¿Y por qué no vamos a mi casa?
—En estos momentos ya deben de saber que has pagado por la retransmisión. Ése será el primer sitio donde nos buscarán.
—Está bien. Vámonos a las afueras —dijo Potter—. Y luego podrías contarme a qué diablos viene todo esto.
—En estos momentos me encuentro a las órdenes de dos oficiales de cabeza cuadrada que no ven más allá de las ordenanzas —le dijo Cole—. Van a pensar que me he extralimitado en mis competencias cuando sepan que vine a Rapunzel en una lanzadera tan sólo porque había detectado actividad enemiga, y no se arriesgarán a iniciar por sí mismos un enfrenta miento con los bortellitas, aun cuando Bortel II se haya unido a la Federación Teroni. Si aguardamos a que las decisiones se adopten por los canales ordinarios, los bortellitas acabarán de saquear la cordillera y se irán del planeta. Y además, como estamos en guerra, es posible que antes de marcharse envenenen el aire, o el agua. Por eso, vamos a presionar a la Armada para que haga lo que tiene que hacer.
—¿Sólo por haber hablado con la prensa?
—En estos momentos, casi nadie sabe que Bortel II ha abandonado su neutralidad, ni que tienen personal militar en Rapunzel. Pero mañana centenares de mundos sabrán que se encuentran aquí, que me capturaron nada más aterrizar, que he escapado y me oculto en algún rincón del planeta, y que han declarado expresamente que no permitirán que abandone Rapunzel. Mañana por la noche, varios millones de personas querrán saber cómo es que la Armada no hace nada por salvar al oficial más condecorado de toda la Flota. La Armada es la Armada, y resistirá la presión durante un par de días, pero la presión aumentará, hasta que, por fin, contra su voluntad y sus criterios, se verá obligada a cumplir con sus obligaciones.
—¿De verdad piensas que esto va a funcionar?
Cole sonrió.
—Sé que va a funcionar. A ellos no les importa nada lo que me suceda, es posible que ni siquiera les importe lo que le pueda ocurrir a un planeta sin importancia estratégica como Rapunzel... pero te aseguro que harán lo que haga falta con tal de preservar su buena imagen.
8
Encontraron una casa de alquiler, confortable, pero sin atractivo alguno, en una anodina zona residencial. Potter pagó el primer mes en efectivo y compraron comida suficiente para una semana. Cole adquirió también ropa civil, y entonces dejaron el aerocoche en un garaje privado y se desplazaron hasta su nuevo domicilio en transporte público.
—Esto es más feo que pegarle a un padre —observó Potter mientras metían la comida, y los platos y cubiertos de usar y tirar en los armarios de la cocina—. Y además, pequeño.
—Pues podrías irte a vivir en una nave estelar —le respondió el sonriente Cole.
—No sé cómo podéis pasar varios meses seguidos, a veces varios años en una de esas naves sin volveros locos.
—Las horas de trabajo son muchas —le respondió Cole mientras se cambiaba—. Todo el mundo hace lo que puede por estar atareado y no recordar que, por mucho que vueles a lo largo y lo ancho de la galaxia, tu universo personal se reduce a ochenta metros de longitud y catorce de anchura, y entre cinco y siete niveles. —Echó el andrajoso uniforme al atomizador de la cocina, que lo eliminó sin dejar rastro.
—Creía que las naves eran más grandes.
—Lo son... son mucho más grandes que eso. Pero el impulsor FTL y las armas ocupan el resto del espacio. —Cole sonrió con melancolía—. No sabes cuánto envidiamos esos cruceros de lujo con sus piscinas, sus gimnasios y sus pistas de baile.
—Ésos cuestan un ojo de la cara, o los dos, y probablemente también un brazo y una pierna —observó Potter.
—Prueba a servir durante un mes en una nave militar y luego dime si no los pagarías por salir de allí.
Colocaron el último de los paquetes.
—Tendríamos que haber alquilado una casa con mayordomo robot —dijo Potter—. Cocinaría y haría la limpieza por nosotros.
Cole negó con la cabeza.
—Los robots son caros.
—Ya te lo he dicho antes: no tengo nada más en lo que gastar el dinero.
—No me has entendido —le dijo Cole—. Hemos buscado esta cutrez porque es una cutrez. La agencia lo sabía muy bien: han aceptado el dinero en efectivo y no nos han exigido la documentación. Si llegas a alquilar una casa con robot, habrías tenido que dejar como mínimo mil créditos en caución y sólo te los habrían devuelto al finalizar nuestra estancia, después de revisar el estado del robot.
—¿Y?
—¿Llevas mil créditos en el bolsillo? —le preguntó Cole.
—Está bien, ya te entiendo. Si el pago no hubiera sido en efectivo, lo habrían podido emplear para localizarnos. —Hubo un instante de silencio—. Pero ¿los ojoscucaracha sabrían hacerlo?
—No sería necesario —le dijo Cole—. Los medios de comunicación sí nos localizarían, y acamparían enfrente de la casa, a la espera de una declaración, o de un holo, y eso sería suficiente para que los bortellitas nos encontrasen.
—No se me había ocurrido.
—Es normal que no se te ocurriera. Nunca te habías visto obligado a esconderte para salvar la vida.
—¿Cómo es esa experiencia?
—No tan emocionante como podrían hacerte pensar las malas novelas y los espectáculos aún peores. Si la cosa sale bien, es de lo más aburrido que existe, y si no sale, llegas a desear aburrirte.
Potter echó otra ojeada a la casa.
—Pues pienso que nos vamos a aburrir bastante —dijo.
—Ojalá.
—Bueno —dijo Potter—, tenemos una manera de saberlo.
Activó la holopantalla, que ocupaba una de las paredes de la sala de estar. Un documental acerca de unas extrañas formas de vida que moraban en el planeta Peponi pareció invadir la sala.
—Noticias —ordenó.
—¿Titulares o a fondo? —respondió el holo.
—Titulares.
—¡Cole está escondido en Rapunzel! —bramó la voz—. El parlamento acepta la reforma fiscal. Los Blasters derrotan a los Ramparts durante la prórroga.
—Basta.
La voz calló.
—Dame más información acerca de Cole.
—¿Condensada o a fondo?
—Para empezar, condensada.
—Wilson Cole, el oficial más condecorado del Ejército de la República, parece hallarse en Rapunzel. En una entrevista en exclusiva con la Agencia de Noticias Nueva Sumatra, Cole dijo estar siendo perseguido por soldados de Bortel 11, un planeta que, según afirmó el propio Cole, se ha adherido recientemente a la Federación Teroni. También declaró que los bortellitas habían amenazado con matarlo si trataba de abandonar el planeta. En estos momentos se está intentando focalizar al comandante Cole, o, por lo menos, verificar la autenticidad de sus declaraciones...
—¡Verificar la autenticidad de tus declaraciones! —exclamó Potter—. ¡Hablan como si pudieras haberles mentido!
—Ellos no saben que los bortellitas no han venido hasta aquí como potencia neutral. Tú sí lo sabes. Pero lo más importante es que la Armada también lo sabe. Esta historia todavía se encuentra en el circuito de las noticias locales, pero dentro de pocas horas un encargado de una agencia de noticias de otro planeta reconocerá mi nombre y entonces se armará una buena. —Cole se permitió el lujo de una sonrisa—. Pobre Monte Fuji. No he pasado ni un día en la Teddy R. y ya tiene que entrar en combate.
—¿Monte Fuji?
—El capitán Makeo Fujiama —dijo Cole—. Está al mando de la Theodore Roosevelt.
—¿Desea cobertura a fondo de esta misma noticia? —preguntó el holo.
—No —dijo Cole. Se volvió hacia Potter—. Repetirían lo mismo con muchos más adverbios y adjetivos.
—Es probable —confirmó Potter—. Volvamos al Monte Fuji. Si le da miedo trabar combate con el enemigo, ¿por qué lo pusieron al mando de una nave estelar?
—No le da miedo —le respondió Cole—. Un cobarde no llega a capitán de una nave estelar. Pero no creo que quiera poner la nave en peligro sólo porque yo me haya extralimitado en mis atribuciones.
—¿De verdad te extralimitaste?
—Yo pienso que no... pero apostaría veinte a uno a que él sí lo cree.
—¿Y no le importa la opinión pública?
—Estoy convencido de que no le importa en absoluto... pero seguro que habrá alguien en un puesto más elevado en el escalafón que sí tendrá ambiciones políticas. Nos bastará con esperar un día o dos, y... ¡mierda!
—¿Qué sucede? —preguntó Potter.
—Mira la pantalla.
En ésta aparecía un voluminoso aerocoche, con todo tipo de equipamiento de retransmisión adosado al techo, que recorría las afueras de Pinocho. Se detuvo frente a una casa de aspecto sencillo.
—¡Están aquí! —exclamó Potter—. ¡Esa casa es ésta!
—Salgamos por detrás —le dijo Potter mientras iba hacia la puerta trasera.
Atravesaron corriendo el pequeño patio y se escabulleron entre las dos casas adyacentes. Aún no habían salido a la calle cuando oyeron la explosión.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Potter, y se detuvo.
—No te pares. Te diré lo que ha sido en cuanto estemos lejos.
Llegaron a la calle y le hicieron señas a un aerocoche que pasaba por allí.
—Necesitamos que nos lleves —dijo Cole cuando el coche se quedó inmóvil, suspendido en el aire sobre la calzada—. Te pagamos doscientos créditos por llevarnos a la ciudad.
—No pienso cobrar nada por ayudar a Wilson Cole —dijo el conductor—. ¡Suban ahora mismo!
—¿Me conoce? —le preguntó Cole mientras subía con Potter a los asientos de atrás.
—Su holo está puesto por todas partes —dijo el conductor—. ¿Esa explosión de la manzana de al lado tenía algo que ver con ustedes?
—Sí —dijo Cole—. Nos han encontrado antes de lo que pensaba.
—¿Cómo lo han hecho? —preguntó Potter.
—La agencia de noticias debe de haberle seguido la pista a tu vehículo, y luego han averiguado si alguien había alquilado una vivienda durante las últimas horas. Los bortellitas los han seguido a ellos. —Cole hizo una mueca—. Yo pensaba que tardarían un par de días en localizar tu maldito aerocoche. Seguramente han pagado por la información. Estaría muy enfadado con esos periodistas si no hubiesen tenido que morir.
—¿Adonde quiere que lo lleve, capitán Cole?
—No soy capitán —le respondió Cole—. ¿Pinocho tiene barrios bajos?
—Mucho me temo que no —respondió el conductor—. No todas las viviendas son de lujo, pero todos los barrios están limpios y son seguros. —Calló por unos instantes—. Hay un puesto militar al sur de la ciudad. ¿Quieren que los lleve hasta allí?
—No. Llévenos a través de la ciudad. Cuando quiera que se pare, ya se lo diré.
—¿Por qué no quiere que lo lleve a una base de la República? —le preguntó Potter.
—Por ahora, no quiero encontrarme en un lugar donde puedan darme órdenes. Prefiero conservar mi libertad de movimientos.
—Si piensa organizar una milicia, me presento voluntario —dijo el conductor—. Casi toda la gente que conozco también querrá.
—Aquí estoy yo, haciendo todos los esfuerzos posibles para seguir con vida, y a ustedes no se les ocurre otra cosa que ponerse en fila india para que los maten —dijo Cole—. Le agradezco su valentía y su patriotismo, pero resulta que en este planeta hay una nave de guerra bortellita que destruirá en pocos segundos todo lo que le echen.
—¿Por qué lo persiguen?
—En un primer momento, para que no hablara —le respondió Cole—. Ahora, además, quieren vengarse de mí, porque he informado a este planeta de que los bortellitas se han unido a la Federación Teroni.
—He oído las noticias —dijo el conductor—. Lo decían con un montón de matices y evasivas.
—Seguramente porque algún miembro de su gobierno tiene negocios con ellos y no quiere perderlos por un motivo tan nimio como que se hayan pasado al otro bando.
—¿Está seguro de lo que dice? —le preguntó incisivamente el conductor.
—No, pero es una suposición lógica. Lo más probable es que la mayoría de sus líderes sean hombres y mujeres honrados, íntegros y temerosos de Dios... pero basta con que uno de ellos los haya vendido al enemigo.
—Bueno, pues a mí me parece que si los bortellitas lo han oído, se marcharán de aquí antes de que lleguen las naves de la Armada.
—No lo creo —dijo Cole.
—¿Por qué no?
—Hay algo en Rapunzel que necesitan con desesperación —le explicó Cole—. Saben que si se marchan sin haberlo conseguido, no podrán regresar.
—Entonces, ¿esperarán sin hacer nada hasta que venga la Flota?
—No sé lo que van a hacer —reconoció Cole—. Son lo bastante idiotas como para creer que podrían emplearme como rehén... ofrecerán mi vida a cambio de lo que han venido a buscar.
—Se rió con ironía—. Como si la Armada tuviera algún interés en mí.
—De todas maneras, aún no entiendo cómo han podido encontrarnos tan deprisa —dijo Potter.
—En cuanto la prensa ha descubierto que pagaste mi mensaje subespacial, todo lo demás ha seguido su lógico curso —dijo Cole—. El error ha sido nuestro. El suyo ha sido no imaginarse que los bortellitas los vigilarían.
—La guerra aún no ha llegado a Rapunzel —dijo Potter—. No estamos acostumbrados a pensar en esos términos.
—Dado que huyen de un enemigo común, ¿por qué no se quedan los dos en mi casa? —les propuso el conductor.
—¿Tiene familia? —preguntó Cole.
—Mujer y tres hijos.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no tiene ningún sentido que los pongamos en peligro a los cinco.
—No sería ningún problema.
—Quíteselo de la cabeza.
—Es mi deber—dijo el otro con obstinación.
—Le voy a decir lo que haremos —le explicó Cole—. Contacte con su mujer y dígale que quiere dar cobijo a un hombre perseguido por todos los bortellitas que se encuentran en este planeta. Pregúntele si está dispuesta a sacrificar su propia vida, y la de sus tres hijos, con tal de salvar la mía. Si le dice que sí, aceptaremos su ofrecimiento.
—Lo más probable sería que programara el sistema de seguridad de la casa en el nivel de fuerza letal antes de que lográramos llegar —le respondió el conductor—. Pero tengo que hacer algo. Estamos en guerra. No puedo darle la espalda a un hombre perseguido por el enemigo.
—Sí puede hacer una cosa —le dijo Cole—. ¿Cuál es la ciudad más cercana a Pinocho? No un área residencial, sino una ciudad.
—Canela, unos setenta kilómetros al norte.
—Dios mío, ¿quién se inventó los nombres de estos lugares? —dijo Cole—. Está bien. Una vez bajemos del coche, aguarde veinte minutos, el tiempo suficiente para que nos hayamos marchado y podamos ocultarnos. Luego contacte con todos los medios de comunicación importantes y dígales que nos vio de camino a Canela. —Calló por unos instantes—. ¡No! Espere un momento. Tardarán una hora, o tal vez un poco más, en descubrir que no nos encontrábamos en el lugar de la explosión. Vamos a despistarlos durante todo el tiempo posible. Aguarde a que digan en las noticias que no encontraron ni rastro de nuestros cadáveres y que no saben lo que ha sido de nosotros. Luego póngase en contacto con la prensa.
—¿No puedo hacer nada más?
—Créame: sólo con que haga eso, será suficiente —le aseguró Cole.
Siguieron adelante, en silencio, durante varios minutos.
—Ya me dirán cuándo y dónde —les preguntó el conductor mientras se acercaban al centro de Pinocho.
—Aquí y ahora —le dijo Cole.
El vehículo se detuvo y descendió suavemente hasta la calzada. Cole le estrechó la mano al conductor.
—Ha sido un privilegio conocerle —dijo el conductor—. Si necesita ayuda en el futuro, pregunte por...
—¡NO! —le gritó Cole, con tal fuerza que tanto el conductor como Potter dieron un respingo.
—¿Qué pasa?
—Si no sé cómo se llama, tampoco podré decírselo a nadie, bajo ninguna circunstancia —le respondió Cole. Se volvió hacia Potter—: Por el mismo motivo, no mires al vehículo cuando se aleje. Es mejor que no sepamos su matrícula, ni ninguna otra característica que pudiera servir para identificarlo. —Y luego le dijo al conductor—: Gracias por su ayuda. Trate de hacer esa llamada de manera que no puedan localizarle. Y luego, olvídese de que nos ha conocido.
Salió del vehículo y echó a caminar. Potter lo siguió.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Potter.
—No podemos quedarnos en la calle —le respondió Cole—. He destruido el uniforme, pero, como decía ése, mi cara está por todas partes.
Se metieron en un edificio de oficinas y Cole abrió el directorio en una holopantalla.
—En el decimoquinto piso alquilan un despacho —dijo Cole—, y en algún lugar tienen que encontrarse las instalaciones del personal de mantenimiento. Probablemente en el sótano. Nos esconderemos hasta que oscurezca, pero no podríamos quedarnos a vivir aquí. Tendremos que comer, y no parece que en este edificio haya nada parecido a una cafetería, ni a un restaurante.
—Han ido por ti en las afueras —dijo Potter—, pero ¿de verdad piensas que podrían atacarte en el centro de la ciudad?
—Han exterminado a una unidad móvil de reporteros, probablemente mientras retransmitían —le respondió Cole—. ¿A ti te parece que tienen mucho interés en mantener en secreto su adhesión a la Federación Teroni?
Tomaron un aeroascensor hasta la decimoquinta planta. La puerta del despacho vacío estaba abierta. Entraron, cerraron la puerta y se sentaron.
—¿Y ahora qué? —preguntó Potter.
—Ahora esperaremos hasta que hayan descubierto que estamos vivos y nuestro salvador ponga en circulación esa historia falsa acerca de Canela.
—¡Maldita sea! —exclamó repentinamente Potter—. Nos hemos marchado con tantas prisas que no me he acordado de traer el rifle sónico. No lo había pensado hasta ahora.
—Si tienes que lamentarte por no haber traído algo, laméntate más bien por la comida.
—No tengo hambre.
—Y yo tampoco... pero dentro de poco tendremos, y no nos quedará otro remedio que dejarnos ver.
—Si quieres, salgo yo y compro algo.
—No tienes mucha experiencia en eso de esconderse, desde luego —le dijo Cole—. No es a mí a quien siguieron hasta la casa de alquiler. Te siguieron a ti. A estas alturas ya saben qué cara tienes.
—Pero eso lo saben los medios de comunicación, no los ojoscucaracha.
—¿Acaso piensas que los medios no sacarán todo el partido que puedan de esta situación? —le respondió Cole—. En estos momentos, tu imagen debe encontrarse en todos los discos de noticias y canales holo del planeta.
—¡Pero si son seres humanos! —protestó Potter—. ¡No serían capaces de colaborar con el enemigo!
—¿Desde cuándo los medios de comunicación han dudado en ayudar al enemigo? —le respondió Cole—. Nos quedaremos aquí hasta que sea la hora de cenar y luego bajaremos antes de que lleguen los robots de la limpieza. A saber qué clase de alarma activará su programación cuando encuentren a alguien en un despacho que se supone que está vacío.
Una hora más tarde, los despachos empezaron a vaciarse. Aguardaron hasta que el último estuvo cerrado con llave, para que no hubiese nadie que los viera y pudiese dar la alarma, y descendieron a la planta baja con el aeroascensor. Cole buscó otro aeroascensor, o incluso una escalera que los llevara hasta el sótano. El vestíbulo estaba abarrotado y notó varias miradas de curiosidad que se dirigían hacia él.
Entonces, de repente, una voz alienígena doblada por el Equipo-T quebró el silencio.
—¡No se mueva, Wilson Cole! —dijo la mecánica e inexpresiva voz—. Mantenga las manos a la vista en todo momento.
La multitud se apartó, y un único bortellita, armado con un rifle energético, de fabricación teroni, avanzó hacia ellos desde la entrada del edificio.
—Los demás creyeron que os dirigíais a Canela —dijo—, pero ya escapaste una vez de nosotros y ahora nos has vuelto a engañar. Sabía que estarías en el lugar que pareciera menos probable: el centro de Pinocho. —Apuntó a la muchedumbre con el rifle—. Mataré a cualquiera que trate de detenerme. Este hombre es un fugitivo y me lo voy a llevar.
—¡De eso nada! —gritó una voz, y Cole oyó el zumbido de un arma de mano. No llegó a ver quién tenía la pistola láser, pero el rifle del bortellita se puso al rojo vivo y su propietario tuvo que soltarlo. En ese mismo instante, el bortellita desapareció bajo una rabiosa turba de hombres y mujeres que lo golpearon sin piedad hasta que los restos de su cuerpo quedaron irreconocibles.
—Nunca me habían gustado los ojoscucaracha —decía una mujer mientras se sacudía el polvo—. Qué feos son.
—¡Si Bortel II quiere guerra, la tendrán! —dijo otro.
Entonces, un hombre alto, a quien la culata de una pistola láser le sobresalía del cinturón, se dirigió a Cole.
—Lo lamento, señor —dijo—. No sé por qué diablos le han confundido con Wilson Cole. Todo el mundo sabe que Cole presta servicio cerca del Núcleo Galáctico.
—Yo había oído que le habían asignado un puesto administrativo en Deluros VIII —dijo entonces una mujer.
—Bueno, qué más da, lo que está claro es que no se encuentra en Rapunzel —dijo otra—. No sé de dónde habrán sacado esa absurda idea los bortellitas.
—Que alguien llame a los de la limpieza para que se lleven de aquí esta porquería —dijo un hombre de mediana edad que se frotaba con un pañuelo los dedos manchados de sangre—. Sólo nos faltaría que la policía cerrara el edificio por incumplimiento de las normativas de higiene.
—Dispersémonos y volvamos a casa antes de que vengan más indeseables —dijo una tercera mujer. Se volvió hacia Cole—. No parece que sea usted de aquí, señor. Estaré encantada de demostrarle la hospitalidad de nuestro planeta. Usted y su amigo están invitados a cenar en mi casa.
—O en la mía, si quieren —dijo otro hombre, y, al cabo de un instante, todos los que se hallaban en el vestíbulo se pusieron a invitar a Cole y a Potter a sus respectivos hogares.
—Les agradezco a todos ustedes su gentileza —dijo Cole por fin—. Pero ya han hecho suficiente por nosotros. No querría poner en peligro a ninguno de ustedes... y tampoco a sus cónyuges —añadió con una sonrisa sardónica.
—Pues entonces vengan conmigo —dijo la primera mujer—. Yo no tengo marido.
—Esto podría ser muy peligroso —le dijo Cole, muy serio.
—¿Qué será ese peligro en comparación con los riesgos que, por ejemplo, un oficial del Ejército afronta a diario?
Cole se encogió de hombros.
—Entonces le doy las gracias y aceptamos la invitación.
—Vivo en la ciudad y me desplazo en transporte público —dijo la mujer—. Siempre existe el riesgo de tropezar con indeseables y querríamos que nuestro invitado se llevara una buena impresión. ¿Hay alguien que se presente voluntario para llevarnos a todos nosotros hasta mi casa?
Le llovieron las ofertas, escogió una, y, al cabo de poco rato, un hombre pequeño, casi calvo, frenaba a la entrada del edificio. Cole, Potter y la mujer pasaron adentro, y el vehículo que los había llevado hasta allí se marchó al instante.
Tardaron unos cinco minutos en llegar a su apartamento —vivía en la séptima planta—, y, poco después, Cole disfrutó de su primera comida desde que había salido de la cabaña de Potter.
—Acuéstense los dos —dijo la mujer cuando hubieron acabado de comer y fueron a la sala de estar. Se sentó junto a una ventana desde la que se veía la calle—. Yo vigilaré.
—¿Me despertará tan pronto como vea algo raro? ¿Bortellitas, o lo que sea?
—Se lo prometo.
Cole se volvió hacia Potter.
—Tú te quedarás en la habitación de los invitados. Yo me echaré a dormir en el sofá.
—En la habitación hay sitio para los dos —dijo la mujer.
—Mejor que duerma aquí. Así, si ocurriera algo, tardaría unos segundos menos en estar a punto.
La mujer se encogió de hombros.
—Como quiera usted, señor Smith.
Cole le lanzó una mirada que duró hasta un minuto.
—Ustedes, los de Rapunzel, son buena gente. Si fuese oficial de la Armada, me enorgullecería de servir a un pueblo como éste.
Potter entró en el dormitorio. Cole habría preferido seguir despierto y hablar con la mujer, pero de repente le asaltó la fatiga acumulada. «Voy a cerrar los ojos un minuto, sólo para descansar un poco —se dijo a sí mismo—. Y luego charlaré un rato con ella. Es lo mínimo que le debo a una mujer que arriesga la vida por mí.»
Lo siguiente que notó fue que la mujer le sacudía levemente el cuerpo para despertarlo. Echó una mirada por la ventana. Aún estaba oscuro.
Se puso en pie de un salto.
—¿Dónde están? —dijo— ¿Han llegado a este piso? ¿A cuántos ha visto?
La mujer le sonrió.
—Tranquilícese, capitán Cole. Todo ha terminado. Ahora, de hecho, ya puedo decirle mi nombre. Me llamo Samantha.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó Cole, confuso.
—Ha salido por todos los holos —le dijo la mujer—. La Armada ha atacado mientras usted dormía. Han destruido la nave de guerra bortellita, han matado a un centenar de sus tripulantes en las montañas y los demás se han rendido, tanto los que estaban en la montaña como los que se encontraban en la ciudad. —Calló por unos instantes—. El único motivo por el que le despierto es que la Armada ha anunciado que toda esta operación no ha tenido otro objetivo que rescatarlo a usted. Por ello, he contactado con las autoridades y les he dicho que informasen a la Armada de que podrían encontrarlo aquí. —Samantha sonrió—. Me pareció que daría mejor impresión si estaba despierto cuando llegaran.
—Gracias.
—Me imagino que enviarán una nave de honor para escoltarlo —dijo Samantha.
—Sí, seguro que sí —murmuró Cole.
9
Cole se pasó casi una hora sentado en el antedespacho sin poder hacer nada. Estaba seguro de que lo hacían para ponerlo nervioso, pero sólo conseguían irritarlo.
Se hallaba a bordo del Jerjes, nave insignia de la Flota, que había llegado a la Periferia hacía quince horas. Cole pensó que era una nave fantástica. Habría podido engullir sin problemas a una media docena de Theodore Roosevelt, y además estaba inmaculada. Las armas eran de última generación; los muebles y accesorios, de lujo. Y, al parecer, no había mota de polvo en el Universo que osara instalarse en ella.
Echó una ojeada a la pared. Había un holo de John Ramsey, considerado el más grande de los secretarios de la República, y holos más pequeños de los cinco últimos almirantes de la Flota, los predecesores de la mujer que debía de estar sentada en su despacho, al otro lado de la puerta cerrada. Miró al teniente que estaba sentado frente a él, tras la mesa. El joven sonreía.
—¿Tiene algo para leer? —preguntó Cole.
—Lo siento, mi comandante, pero no tenemos nada.
—¿Café?
—Después de la reunión puede ir usted al comedor para que se lo sirvan —le respondió el otro.
—Para entonces, el hambre y la sed me habrán debilitado tanto que no llegaré al comedor.
—No se preocupe, mi comandante —dijo el teniente—. La almirante va a recibirle muy pronto. —Una luz se encendió sobre el escritorio—. De hecho, le va a recibir ahora mismo.
Cole se puso en pie, aguardó a que la puerta se irisara y acto seguido entró en el despacho de la almirante de la Flota, Susan García. Para los estándares planetarios, era pequeño, pero inmenso para una nave espacial: casi cinco metros de lado y casi tres de altura. Sentada tras una mesa grande de maderas nobles alienígenas, que flotaba a poca distancia del suelo, se hallaba la almirante, una mujer imponente de unos cuarenta y cinco años, con el cabello negro como el carbón, ojos oscuros y penetrantes, labios firmes y mentón afilado. Le lanzó una mirada breve y fría al comandante.
—¿Se ha herido usted en la mano, señor Cole? —dijo—. ¿O es que no se acuerda de cómo es el saludo militar?
Cole saludó con gesto brusco.
—Bueno, señor Cole —dijo la almirante de la Flota—, parece que volvemos a las andadas.
—¿Disculpe?
—¿Quién le dijo a usted que podía marcharse de la Theodore Roosevelt con una lanzadera y dos oficiales bajo su propia responsabilidad?
—En esos momentos, el oficial al mando era yo, señora —le respondió Cole—. El oficial de cubierta divisó una nave de guerra bortellita que viajaba hacia Rapunzel, que es uno de los planetas de la República, y hacía menos de un mes que Bortel II había proclamado su adhesión a la Federación Teroni. Dadas las circunstancias, estimé que mi deber consistía en aclarar qué hacían los bortellitas en el planeta.
—¿Y eso incluía separarse de la lanzadera después del aterrizaje y hacer frente a una fuerza enemiga de doscientos soldados?
—¿Acaso no se requiere que los oficiales tengan iniciativa? —preguntó Cole.
—En realidad, no —respondió la mujer—. Habitualmente un tercero tiene que pagar por ello.
—Lo tendré en cuenta en el futuro, señora.
—¡Por favor, señor Cole, cállese! —dijo Susan García, irritada.
El oficial aguardó a que la almirante prosiguiera.
—¿Por qué alertó de su situación a la prensa local? —dijo por fin.
—En ese planeta había soldados enemigos. Pensé que sus habitantes tenían derecho a saberlo.
—Estuvieron informados mucho antes que usted de la presencia de bortellitas en Rapunzel, señor Cole. —La almirante, que a duras penas podía contener su rabia, le lanzó una mirada feroz—. Lo hizo para que la noticia se difundiera y la presión de la opinión pública obligara a la Armada a intervenir, ¿verdad?
—Desde luego que no, señora —dijo Cole—. En la guerra, todo hombre es prescindible y no hay ninguno que sea irreemplazable.
—Miente usted con elegancia, señor Cole —dijo la almirante—. Pero, por favor, no insulte a mi inteligencia de esta manera.
—Señora, yo le aseguro...
—Basta, señor Cole —dijo ella—. Le recomiendo vivamente que no se enemiste conmigo. Ahora, basta de gilipolleces y explíqueme, con brevedad y concisión, por qué hizo usted lo que hizo.
—Sí, señora —dijo Cole—. Vi una situación que podía volverse peligrosa y tomé las medidas que me parecieron oportunas.
—¿Por qué no avisó al capitán Fujiama?
—Estaba durmiendo, señora.
—¿Y no le parece que una nave de guerra enemiga que se acercaba a un planeta de la República era motivo suficiente para despertarlo?
Por unos instantes, Cole la miró sin decir nada, como si sopesara hasta qué punto podía hablarle con franqueza. Finalmente, le dijo:
—Señora, tanto usted como yo sabemos que ni el capitán Fujiama ni la comandante Podok habrían aprobado que, en semejante situación, pusiéramos en peligro a la Theodore Roosevelt. Habrían dicho que podía haber otras diez naves de guerra esperándonos en el planeta. Sabía muy bien lo que me dirían y por eso me marché con la lanzadera.
—Y se arriesgó a que una nave infinitamente más poderosa los hiciera pedazos en pleno espacio.
—El riesgo no era muy grande, señora —le respondió Cole—. La lanzadera no los amenazaba de ningún modo, y aquí, en la Periferia, se encontraban en clara inferioridad numérica. Si nos hubieran destruido, habrían tenido que enfrentarse a represalias inmediatas. —La almirante lo miró con una expresión indescifrable en el rostro—. Bueno, quiero decir que ellos lo habrían creído, por lo menos —se corrigió.
—Prosiga, señor Cole.
—Una vez que estuvimos en tierra, di los pasos necesarios para que el comandante Forrice y la teniente Mboya pudieran abandonar el planeta, así que nadie sufrió ningún riesgo, aparte de mí.
—Se les ha tomado declaración exhaustiva, señor Cole, y por ello estoy al corriente de los pasos que dio usted.
—Los oficiales estamos entrenados para improvisar en situaciones insólitas, señora.
—Eso es todavía más peligroso que tomar la iniciativa —le respondió secamente la almirante—. Continúe.
—Tras escapar y llegar a Pinocho, llegué a la conclusión de que había que detener a los bortellitas antes de que lograran sus propósitos y tomé las medidas necesarias para que ustedes supieran que el enemigo estaba allí.
—Digámoslo con mayor precisión: tomó las medidas necesarias para que decenas de miles de millones de ciudadanos de la República supieran que usted estaba allí, en peligro, porque contaba con que insistirían en que acudiéramos al rescate.
—Verdaderamente me conmueve que tantas personas se preocupen por mí —dijo Cole—. Pero doy por supuesto que la Armada no se dejará influir por las caprichosas reacciones emocionales de la ciudadanía. Estaba seguro de que la flota atacaría Rapunzel con el fin de impedir que una potencia enemiga lograra restablecer sus muy menguados recursos energéticos.
La almirante le echó otra larga y silenciosa mirada.
—No se meta usted en política, señor Cole. No creo que la galaxia esté preparada para ello.
—La política no me interesa, señora —le respondió Cole—. Mi único objetivo es hacer todo lo posible para derrotar a la Federación Teroni.
—Probablemente es cierto —dijo la almirante de la flota—. ¿Y sabe qué? Sigue pareciéndome una gilipollez.
—Lamento que lo vea usted así, señora.
—Ahórreme sus protestas, señor Cole —dijo la mujer—. Ha conseguido que la Armada acudiese a donde usted quería, y no por primera vez. Estoy convencida de que fue usted responsable, en gran medida, del prematuro cese de mi predecesor. —Cole iba a responderle, pero la almirante levantó la mano—. No lo diga, señor Cole. —Exhaló un profundo suspiro, abrió un cajón del escritorio y sacó un estuche—. ¿Tiene usted idea de lo que puede haber en este estuche?
—No, señora, en absoluto.
—Apuesto a que sí la tiene —respondió la mujer—. Es la Medalla al Coraje. Creo que es la cuarta que recibe.
—Gracias, señora —dijo Cole—. Es un verdadero honor.
—Yo, la verdad, en vez de condecorarlo, preferiría degradarlo. Pero la prensa está pendiente de usted y el pueblo necesita héroes. Por eso he venido hasta aquí, a media galaxia de distancia de la guerra de verdad, para entregarle una medalla como recompensa por su evidente insubordinación. Quien dijera que la guerra es el infierno no tenía sensibilidad para la ridiculez. La guerra es un mero absurdo. —Volvió a guardar el estuche en el cajón—. Recibirá la medalla esta misma tarde en una ceremonia pública. Esfuércese por no mostrarse demasiado prepotente con los periodistas.
—¿Dónde se hará la ceremonia?
—En Rapunzel, por supuesto. El capitán Fujiama también recibirá una medalla y habrá Menciones Honrosas para toda la tripulación de la Theodore Roosevelt. —Calló por unos instantes—. Naturalmente, ni en la entrega de la medalla ni en las Menciones Honrosas se hará constar que les obligó usted a realizar acciones heroicas contra su voluntad, ni que tuvimos que sacar tres naves de guerra de posiciones importantes desde un punto de vista estratégico para que fueran a apoyar a la Roosevelt. En cuanto a usted, comandante, se quedará en la Jerjes hasta que hayamos aterrizado, y luego se desplazará en mi lanzadera personal.
—¿Bajo custodia? —preguntó secamente Cole.
—Podríamos decir que sí —le respondió la mujer, muy seria—. No hablará usted con nadie, no andará entre la muchedumbre ni antes ni después de la ceremonia, y memorizará el discurso de aceptación de la medalla que mi gente ha escrito para usted. Si pone usted a la Armada en cualquier tipo de situación embarazosa, no me contentaré con degradarlo, sino que lo mandaré a la cárcel sin ningún tipo de vacilación. Míreme a la cara y dígame si le parece que estoy bromeando.
—Estoy seguro de que no, señora.
—Puede apostarse el pellejo a que no. Ahora póngase el uniforme, y acuérdese: mientras los periodistas nos ronden, vamos a ser grandes amigos.
—Eso será fácil, señora.
—Por favor, señor Cole, cállese —dijo la almirante—. Ni usted ni yo tenemos por qué fingir nada hasta esta tarde. Ahora puede marcharse.
Cole se volvió y salió del despacho de la almirante. Hasta que hubo subido al aeroascensor que lo llevaría a sus aposentos provisionales, no se acordó de que se había marchado sin hacer el saludo.
10
¿Qué sucede, alférez Marcos?—dijo Cole.
—Tiene usted que solicitar autorización para subir a bordo, señor —le respondió Rachel Marcos.
—Creo que esta conversación no es nueva. La lanzadera debe de encontrarse a más de mil kilómetros de aquí. ¿Adónde quiere usted que vaya si no me conceden la autorización? La mujer se encogió de hombros.
—Bienvenido a bordo, señor. —Le estrechó la mano—. Y gracias por la Mención Honrosa.
—Creo recordar que en otra ocasión también nos habíamos dado la mano —dijo—. Me imagino que también voy a alojarme en el mismo camarote.
—Desde luego, señor. ¿Dónde, si no?
—Ah, no sé. Quizás en el calabozo.
La mujer se rió.
—Tiene usted un sentido del humor interesante, señor.
«Esperemos que Monte Fuji también lo tenga», pensó Cole. Y dijo en voz alta:
—Claro que sí... allá donde voy yo, me sigue la risa.
—A propósito, el capitán querría verle tan pronto como le sea posible.
—Está bien —dijo Cole—. Pero primero tendría que dejar varias cosas en el camarote.
Rachel Marcos lo saludó a la manera militar.
—Me alegro de que haya regresado usted.
Tras salir del aeroascensor, cuando se dirigía a su habitación por el estrecho pasillo, Cole tropezó con el teniente Sokolov.
—Bienvenido, comandante —dijo Sokolov—. El capitán lo busca.
—Gracias —dijo Cole. Se dirigió a su camarote, aguardó a que la puerta lo identificase y se irisara, y entró. Guardó el uniforme de gala en el armario y colocó la nueva medalla al lado de las otras tres dentro de un cajón.
Alguien llamó a la puerta. Cole ordenó que se abriera y Forrice entró en la habitación. —Me alegré mucho al saber que habías sobrevivido —le dijo el molario—. La última vez que te vi no habría apostado por ello.
—Llegué a verme muy mal —le respondió Cole—. Pero, qué diablos... eso forma parte de nuestra profesión.
—Antes de que me olvide: Monte Fuji quiere verte.
—¡Por Dios bendito! ¿Es que se lo ha ido diciendo a todos los miembros de la tripulación?
—Seguramente quiere darte las gracias por la medalla. —Por unos instantes, Forrice contempló silenciosamente a Cole—. Cuando hayas terminado con él, pienso que tendrías que ir a ver a la teniente Mboya.
—¿Eh?
—Cuando estábamos en Rapunzel, trataste de pasarle un mensaje, o un código, o algo por el estilo, y ella no lo comprendió. Sabe que intentaste decirle que hiciera algo, pero no llegó a entender de qué se trataba. Dio por seguro que habías muerto por culpa suya hasta que nos llegó la noticia de que el contingente bortellita al completo te pisaba los talones. Desde ese momento tuve por seguro que no te iba a pasar nada.
—Está bien, hablaré con ella y le explicaré que no tuvo la culpa de nada. —Cole calló por unos instantes—. Al fingir la pelea, traté de decirle lo que tenía que hacer, pero nos separaron antes de que pudiera dejárselo claro. Sabía muy bien que si se daban cuenta de que había tratado de transmitirle una orden, no permitirían que abandonara el planeta, y por eso le di tan sólo una pista, algo que los bortellitas no pudieran comprender. Creo que fui demasiado sutil.
—Yo también te escuché y no entendí nada —dijo Forrice—. ¿Qué tratabas de decirle exactamente?
—Le dije algo sobre titulares. Tenía la esperanza de que entendiese que tenía que acudir a la prensa y no a la Armada. Al día siguiente me di cuenta de que no lo había entendido.
—No le reprocho que no lo entendiera —dijo el molario—. Me lo acabas de explicar a mí y todavía no entiendo qué relación tiene eso con la prensa.
—Recurrí a un anacronismo —explicó Cole—. Hace siglos que las noticias no se imprimen sobre papel. Hoy en día los titulares ya no existen.
—Claro que existen. Es la frase con la que empieza un artículo.
—Sí, desde luego, podría haber buscado una pista mejor. Pero sólo tenía tres segundos para pensar algo que los bortellitas no comprendieran.
—Esto último sí lo conseguiste —dijo Forrice con el equivalente de una sonrisa—. En cualquier caso, me alegro de que hayas logrado regresar. No me había dado cuenta de lo aburrido que era el servicio en la Periferia hasta que te has presentado tú y nos has enseñado cómo podría ser.
—No fui yo quien descubrió la nave de guerra —observó Cole—. Fue la teniente Mboya.
—¿Crees que no habríamos emprendido ninguna acción si Monte Fuji o Podok hubieran estado al mando?
—Claro que no —le respondió Cole—. Pero eso no significa que busque la confrontación con el enemigo cuando estamos en inferioridad numérica, o con armamento insuficiente. Me gustaría sobrevivir a esta guerra.
De repente, su ordenador cobró vida y apareció la imagen de Sharon Blacksmith.
—Bienvenido al hogar, Wilson —le dijo—. No lo veo desmejorado.
—Sólo he pasado un par de días en ese maldito planeta —dijo él.
—Tendrá que contármelo luego —le respondió la mujer—. Pero ahora el capitán querría verle en su camarote. Sabe que está a bordo.
—Sí, no me he esforzado por mantenerlo en secreto —dijo Cole. Se puso en pie—. Está bien. Voy con el capitán.
—Luego nos vemos —le dijo Forrice.
—Podrías acompañarme hasta el aeroascensor.
—Bueno, es que se me había ocurrido que podría quedarme aquí y robarte las medallas, pero, ya que me insistes...
—¿Por qué no me haces una oferta de compra? —dijo Cole—. Estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo.
—Parece que lo digas en serio.
—No me alisté en la Armada para coleccionar medallas. Me ofrecí para luchar contra los malos. —Calló por unos instantes—. Aún me quedan esperanzas de que los malos sean más en la Federación Teroni que en la República.
—Y yo que siempre había pensado que eras un hombre realista —le dijo Forrice.
Llegaron al aeroascensor y se separaron. Al cabo de un instante, Cole se presentó a la puerta del despacho de Fujiama y esperó a que ésta le analizara las retinas y la estructura del esqueleto. Se abrió enseguida. Cole entró y se acordó de saludar.
Makeo Fujiama estaba sentado en el escritorio. Al ver entrar a Cole, se puso en pie y se plantó frente al comandante. Lo sobrepasaba en unos treinta centímetros.
—Antes de que discutamos otros asuntos, quiero darle las gracias, comandante Cole, por la medalla y la Mención Honrosa que me han sido otorgadas, y que sospecho se deben a usted.
«¿Para qué voy a decirle que lo de las medallas también me sorprendió a mí? Nunca viene mal que un oficial de rango superior se sienta en deuda con uno.»
—Sin lugar a dudas, se la merecía usted, señor.
—Estoy muy orgulloso de esta medalla, y, por supuesto, de la actuación de la Theodore Roosevelt en esta acción que acaba de concluir.
—Y con buen motivo, señor.
—Quería empezar por los agradecimientos, no vaya a ser que luego me olvidara —dijo Fujiama—. ¡Y ahora, por favor, explíqueme qué cono se creía usted que hacía al salir con una lanzadera para enfrentarse a una nave de guerra enemiga sin haber recibido una orden directa por mi parte!
—No quería poner en peligro a la Theodore Roosevelt, señor, y por eso salí con una lanzadera que consideré prescindible, acompañado tan sólo por dos voluntarios.
—No me ha respondido, señor Cole. ¿Por qué emprendió una acción sin informar a su superior jerárquico?
—Durante las horas en que usted y la comandante Podok no están de servicio, me encuentro al mando del puente, y no tengo superior jerárquico —respondió Cole.
—¡Haga el favor de leerse las Ordenanzas Navales, señor Cole! —exclamó Fujiama—. Está usted obligado a informar al capitán de la nave acerca de todas las acciones extraordinarias que se puedan emprender.
—Ya las he leído —le dijo Cole—. Y dicen que, en los casos en que tal consulta no se pueda realizar con facilidad, por ejemplo, durante una persecución, o un ataque repentino del enemigo, el oficial tiene que valerse de su propio criterio y emprender las acciones que considere oportunas.
—¿De qué persecución me habla? —le preguntó Fujiama—. ¡Esa maldita nave bortellita había aterrizado en Rapunzel mucho antes de que usted subiera a la Kermit!
—Si los bortellitas hubieran planeado un ataque por sorpresa contra los ciudadanos de Rapunzel, la velocidad habría sido un factor esencial.
—Si hubieran planeado un ataque, no habrían aterrizado con una nave que podía desintegrar el planeta en su misma órbita, pero no tenía capacidad suficiente para transportar cuatrocientos soldados.
—Está usted en lo cierto, señor —dijo Cole—. Supongo que por eso usted es capitán y yo sólo un segundo oficial.
—Ahórreme su labia y sus respuestas fáciles, señor Cole —dijo Fujiama—. La Roosevelt es una nave vieja. Vieja y exhausta. No tenía posibilidades de enfrentarse a una nave de guerra moderna. ¿No tiene ni idea de lo que sí podría haber hecho?
—¿Quiere que le diga la verdad, señor?
—Sí, estaría bien, para variar.
—De acuerdo —dijo Cole—. Lo que podría haber hecho es quedarme en mi puesto e informar de la presencia de la nave bortellita a la comandancia del Sector, que, a su vez, habría transmitido la información al cuartel general de Deluros VIII, a más de media galaxia de aquí, y desbordado por los combates que ahora mismo se están produciendo. A continuación, habría tenido que depositar todas mis esperanzas en que, cuando mi mensaje hubiera recorrido todos los canales y la República se hubiera decidido por fin a actuar —y tanto usted como yo sabemos que se trataba de una decisión sumamente problemática—, quedaran hombres vivos en Rapunzel a quienes pudiéramos salvar. —Calló por unos instantes—. Eso es lo que podría haber hecho. Lo que hice fue impedir que una potencia enemiga se instalara en un planeta de la República y restableciera sus suministros de energía, que estaban a punto de agotarse. Alerté a la República sobre esta situación y gracias a eso pudieron destruir la nave de guerra cuando estaba indefensa en la superficie del planeta, y lo hice sin que se perdiera ni una sola vida humana. Entiendo que la Federación Teroni desee mi muerte. Lo que no entiendo es que mis superiores jerárquicos compartan ese deseo.
—Siéntese, señor Cole —dijo Fujiama, al tiempo que le indicaba una silla.
—Preferiría quedarme de pie, señor.
—¡Que se siente, maldita sea! —bramó Fujiama.
Cole se sentó.
—Sé muy bien lo que piensa usted de mí, señor Cole, y me imagino lo que debe de pensar de la Theodore Roosevelt. —Se plantó frente a Cole y lo miró con rabia—. Me permitirá que le asegure que en esta nave no hay ningún cobarde. Lo que tenemos es una cuadrilla de gente fracasada y amargada que expía sus faltas en la Periferia. El pequeño contratiempo que usted provocó en Rapunzel es lo más parecido a una guerra que hemos visto en cuatro años. Ninguno de nosotros firmó por tener que proteger un puñado de planetas despoblados que no podrían importarle menos al enemigo. Pero, hasta que la comandancia del Sector no pueda confiar en que obedeceremos sus órdenes, no nos moveremos de aquí. ¿Ahora entiende el motivo de esta entrevista, señor Cole?
—Sí, señor —dijo Cole—. Sí, y tengo que reconocer que no había considerado la situación desde ese punto de vista. Pero presté juramento de proteger a la República, y de atacar y perseguir al enemigo, y no hay ninguna cláusula en ese juramento que me autorice a estar mano sobre mano.
—Bonita frase —le dijo Fujiama—. Pero ese juramento también le obliga a cumplir las órdenes y a respetar la cadena de mando, y ésa es la parte que usted ha ignorado de manera continuada a lo largo de su carrera militar. No quiero que vuelva a ignorarla. Estoy harto de encontrarme aquí mientras la guerra se libra allí. Los humanos y alienígenas de esta nave han servido todo el tiempo que tenían que servir en estas zonas remotas y despobladas, y tienen derecho a volver a entrar en combate. —Frunció el ceño—. Lo más idiota de todo esto es que usted podría ser el instrumento ideal para conseguir ese objetivo. Si la prensa y el pueblo no han permitido que muriera en Rapunzel, tampoco van a quedarse satisfechos con que se quede en la Periferia mientras la guerra ruge a cincuenta mil años luz de aquí. Por desagradable que nos resulte, tendremos que llegar a un acuerdo.
—No le caigo bien a usted, ¿verdad? —le preguntó Cole.
—¿Eso le molestaría, señor Cole?
—No, la verdad es que no, pero de todas formas prefiero caer bien.
—Lo cierto es que no le conozco a usted lo suficiente para que me caiga bien o mal —le respondió Fujiama—. Me da usted miedo y envidia. Envidio sus triunfos y su capacidad de imponerse en situaciones extraordinarias. Y temo las consecuencias que esa capacidad podría tener sobre mi nave y mi futuro. ¿Considera que le he hablado con franqueza suficiente?
—Sí, señor, desde luego —respondió Cole.
—¿Quería usted decirme alguna otra cosa?
—No, señor.
—Ahora que nos entendemos, ¿cuento con su promesa de que no volverá a poner en peligro a la Roosevelt, ni a sus lanzaderas, ni a cualquiera de sus tripulantes, sin informarme con antelación?
—Sí, señor —dijo Cole—. Ahora que nos entendemos, no emprenderé tales acciones sin informarlo con antelación.
—Algo me dice que está haciendo usted juegos de palabras. Espero que no sea así, porque le digo, y no es ningún juego de palabras, que si incumple usted su promesa, no dudaré en relevarlo de su puesto y tenerlo encerrado en su camarote hasta que finalice nuestro servicio en la Periferia.
—Le creo, señor —dijo Cole.
—Más le vale. —Fujiama miró largamente a Cole sin decir nada—. ¿Podemos dar por terminada esta conversación?
—Sí, señor, podemos darla por terminada —le dijo Cole.
Fujiama se volvió hacia un armario e hizo un gesto con la mano. La puerta del armario desapareció y Fujiama sacó una botella medio vacía de coñac cygnio y un par de vasos.
—Pues entonces echemos un trago y mantengamos la ilusión de la camaradería.
—A mí me parece bien, señor —dijo Cole. Aceptó el vaso y se preguntó cuánto duraría esa ilusión.
11
Cole estaba cómodamente tendido sobre su camastro y leía un libro en el ordenador, cuando de pronto el libro se desvaneció y apareció el rostro de Sharon Blacksmith.
—¿Estaba ocupado? —preguntó la mujer.
—¿Le parece que lo estaba?
—Ahórreme los comentarios sarcásticos —dijo Sharon—. Acabamos de recibir órdenes. Tarde o temprano habrían llegado a sus oídos, pero, como me imagino que es usted el responsable, me ha parecido que tenía que informarle... con la condición de que mantenga la boca cerrada y finja sorpresa cuando se hagan públicas.
—¿Qué sucede?
—Órdenes desde lo más alto. Han reasignado la Teddy R. al Cúmulo del Fénix, donde tendrá que hacer la ronda por el cúmulo entero junto con otras dos naves.
—Eso está muy lejos del teatro de operaciones, casi tanto como la Periferia —dijo Cole—. ¿Cuántos mundos habitados hay en el cúmulo?
—Unos doscientos. La mayoría son de los nuestros.
—¿Y por qué piensa que soy el responsable de eso?
—Porque es un héroe, ¿se acuerda? El pueblo no quiere que su héroe esté en la Periferia, donde no ocurre nada, y por ello la Armada ha decidido trasladarnos al Cúmulo del Fénix —Sharon sonrió con ironía—, donde ocurre todavía menos.
—¿Hay algo en ese cúmulo que merezca la pena proteger?
La mujer se encogió de hombros.
—Planetas mineros, planetas agrícolas, tres centros comerciales. Por si le interesa, le diré que también hay un burdel muy famoso en Dalmation II.
—Ahora le preguntaría cómo se ha enterado de esto último —dijo Cole—, pero me da miedo la respuesta.
Sharon se rió.
—Acuérdese: cuando Monte Fuji o Podok hagan pública la orden, tiene que sorprenderse.
—Me quedaré totalmente alelado —dijo Cole—. Puede que hasta me desmaye.
—¿Todavía está al mando del turno azul?
—Sí. Iré a trabajar dentro de un par de horas.
—Yo voy a tomarme una pausa de un par de minutos —dijo Sharon—. Si no tiene nada que hacer, venga al comedor y lo invitaré a una taza de café.
—Claro, ¿por qué no? —respondió el hombre—. Ya había leído hace tiempo esa porquería de libro.
—¿Y era el mayordomo?
—Eso es lo más habitual. Nos vemos en el comedor.
Interrumpió la conexión, fue al lavabo y se lavó la cara, y luego salió del camarote.
Se daba cuenta de que todos los miembros de la tripulación con los que se encontraba en el pasillo lo miraban, pero no tenía ni idea de si estaban impresionados por lo que había hecho en Rapunzel, o más bien celosos de su notoriedad. Tuvo en cuenta que había que devolverles el saludo a todos los soldados y alféreces con los que se cruzaba, y finalmente llegó al comedor, donde Sharon lo aguardaba en una mesa pequeña.
—Tiene buena pinta —dijo la mujer—. Está claro que el peligro de muerte le sienta bien.
—No me agobie —le respondió él. Luego activó su parte de la mesa y pidió café—. ¿Cómo anda el trabajo de mirón... digo, de mirona?
—Fatal —respondió ella, repentinamente seria.
—¿Qué sucede?
—Lo mismo de siempre —dijo—. Esperemos que nadie nos ataque durante las próximas dos horas, porque uno de los tres oficiales de artillería está totalmente drogado, y a los otros dos les falta poco.
—¿De dónde sacan la droga? —le preguntó Cole—. Hace meses que no descendemos a ningún planeta.
—¿A usted qué le parece? Alguien roba en la enfermería.
—¿Con todos los dispositivos de seguridad que tienen?
—Será que hay alguien muy ingenioso —respondió Sharon—. O quizás un montón de álguienes.
—Yo ya había oído que teníamos problemas con las drogas... —empezó a decir Cole.
—Tenemos problemas con todo —le dijo Sharon—. Hace tres días que nadie acude a trabajar a los laboratorios. A una de las alféreces la habrían violado en la capilla de la nave, nada menos que en la capilla, si no llega a pasar por allí tu amigo Forrice. No sólo roban de la nave, sino que también se roban entre ellos. —Exhaló un profundo suspiro—. Esta idea de poner a todas las manzanas podridas en un mismo cesto no es la más brillante que haya tenido la Armada.
—No había entendido que esto fuera tan grave —dijo Cole—. Es verdad que Cuatro Ojos y el capitán me habían hablado de esto, pero pensaba que serían las quejas rutinarias.
Sharon negó con la cabeza.
—La situación es grave, Wilson.
—Bueno, pues mientras no pueda salir de aquí y mi vida dependa de lo que hagan ellos, creo que el mantenimiento de la disciplina forma parte de mi trabajo, aunque el capitán no haga el suyo.
—Monte Fuji se pasa casi todo el tiempo en el despacho, o en el camarote, y no tiene casi nunca trato directo con la tripulación. Creo que la muerte de su mujer y sus hijos lo dejó con una depresión crónica. —Sharon le dio un mordisco al bollo que tenía sobre la mesa—. En otro tiempo fue un buen militar, un militar valeroso. De hecho —añadió Sharon—, he supervisado los dossiers de todos los miembros de la tripulación y no han mandado a nadie a esta nave por cobardía.
—Eso no importa —dijo Cole—. Para luchar en la guerra no se necesita un coraje especial. Si alguien te dispara y no tienes un lugar a donde huir, tú también disparas... y, en el espacio, no suele haber lugares adonde huir. Pero si falta disciplina, si llega la hora de disparar los cañones energéticos y te encuentras con que no se ha realizado el mantenimiento oportuno, si tratas de hacer una maniobra y te encuentras con que nadie ha programado el ordenador de navegación para ese sector, si resulta que te falta aire y te encuentras con que nadie se ha preocupado del jardín hidropónico y que la reserva de oxígeno de emergencia está agotada... —Calló por unos instantes—. Una cosa es desobedecer una orden imbécil, y si la Armada pretende llamarlo «falta de disciplina» es su problema. Pero descuidar el mantenimiento de las armas, del equipamiento y de la nave en tiempo de guerra es algo muy distinto, y ésa es la falta de disciplina a la que tenemos que poner fin.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Sharon—. Pero el descontrol ha llegado a tal extremo que no estoy segura de que sea posible corregirlo.
—Todos los problemas tienen una solución —dijo Cole—. ¿Con qué otro nos enfrentamos aparte de las drogas?
—Mucho sexo, incluso entre especies diferentes. —De repente, Sharon sonrió—. De hecho, pienso que los placeres carnales van a llamar muy pronto a tu puerta.
—¿Perdone?
—Tres de las mujeres que viajan a bordo han apostado a quién será la primera que se acueste con usted —le dijo Sharon en tono burlón—. ¿Quiere que le informe de sus nombres?
—No. Me imagino que los voy a descubrir igualmente. ¿Hay algo más que quiera decirme?
—Sí, de hecho, sí —le respondió Sharon—. Tenga cuidado con Podok.
—¿Por qué?
—Quería denunciarle por haber desobedecido las órdenes, y lo que hicieron fue concederle otra Medalla al Coraje. No pretendo comprender todos los matices y sutilezas de la mente polonoi, pero presiento que está muy resentida con usted.
—Gracias por la advertencia.
De repente, la voz y la imagen del capitán aparecieron en todas las salas de la nave, incluido el comedor.
—Les habla el capitán Fujiama —decía—. La Theodore Roosevelt acaba de recibir órdenes. A las 17.00 horas —esto es, dentro de treinta y siete minutos— abandonaremos la Periferia y nos desplazaremos hasta el Cúmulo del Fénix, donde nos uniremos a la Bonaparte y la Maracaibo en la tarea de patrullar por los doscientos cuarenta y un mundos habitados de dicho cúmulo. Nos han dado la orden de que, una vez que lleguemos allí, tenemos que mantener las radios en silencio hasta que se nos indique lo contrario. Por ello, si alguien tuviera que enviar mensajes subespaciales, debería hacerlo ahora.
La imagen desapareció.
—¿Cuánto tardaremos en llegar hasta allí? —preguntó Cole.
Sharon se encogió de hombros.
—No me encargo de esas cuestiones. Si le interesa mucho, puedo averiguarlo.
—No, da igual. Era simple curiosidad. —Calló por unos instantes—. Pero hay una cosa que puede hacer por mí.
—Pues dígame de qué se trata.
—Mantenerme bajo observación a todas horas.
—¿Tan orgulloso está de su técnica sexual? —le dijo Sharon con una sonrisa.
—Se lo digo muy en serio. Estoy decidido a restablecer la disciplina en esta nave... la disciplina que a mí me gusta, aunque quizá no le guste a la Armada. Supongo que voy a cosechar odios. Si alguien me clava un puñal entre las costillas, no me gustaría que escapara sin castigo.
—Está bien —dijo ella—. Venga conmigo a Seguridad y le pondremos unos dispositivos para que esté siempre bajo vigilancia, dondequiera que se encuentre.
—Estupendo. —Cole apuró el café—. Cuando quiera.
—Todavía no —respondió Sharon—. Usted no es más que un héroe. Esto —señaló al bollo— es una pecaminosa mezcla de chocolate, natillas y dos o tres ingredientes más que ni siquiera la directora de Seguridad ha sabido determinar. —Tomó otro mordisco—. Creo que no podré dejar de comer hasta que haya identificado todos los componentes.
—¿Cómo puede comer de esa manera y seguir tan delgada? —le preguntó Cole.
—Con un poquito de ejercicio y muchas preocupaciones —respondió ella—. Sobre todo con muchas preocupaciones. —Le lanzó una mirada a Cole—. No es tan efectivo como el método para perder peso que usted siguió en Balmoral IV.
—¿Está al corriente de aquello?
—Es mi trabajo. Conozco su historial tan bien como usted. Lo que no entiendo es que se dejara capturar. Era evidente que se trataba de una trampa.
—Pues claro que lo era. Pero nadie sabía el lugar donde los teroni tenían preso a Gerhardt Sigardson. Se me ocurrió que la única manera de descubrirlo sería dejarme capturar.
—¿Cuánto tiempo tuvo que pasar sin comer?
—Bastante —respondió Cole de forma evasiva—. Pero era esencial que liberáramos a Sigardson. Conocía la disposición de todas nuestras fuerzas y sabía dónde pensábamos atacar. Era un hombre muy duro, pero no hay nadie que aguante hasta el final. Tarde o temprano le habrían hecho hablar.
—En las noticias dijeron que usted lo había encontrado muerto —dijo Sharon—. No me lo creí en absoluto.
—Estaba vivo. Pero llevaba varias semanas de tortura. Estaba demasiado débil para escapar conmigo y yo estaba demasiado débil para cargar con él.
—Y entonces, ¿lo mató?
Cole asintió.
—Sigardson sabía que no me quedaba otro remedio. Qué diablos, si hasta me pidió que lo hiciera. —Los maxilares de Cole se contrajeron—. Aún me siento como una mierda cuando lo pienso.
—Vi la entrega de la medalla en los holos. Estaba muy flaco.
—Es una vieja historia —dijo él, muy incómodo—. Haga el favor de comerse las últimas diez mil calorías y ponerme esos dispositivos con los que podrá vigilarme en todo momento.
—Es probable que pudiéramos hacerlo igualmente.
—Mejor que nos aseguremos.
La siguió al aeroascensor y al cabo de un momento entraron en el despacho de Sharon. Ésta ordenó que las ventanas de la entrada se volvieran opacas.
—Quítese la camisa.
Cole hizo lo que le ordenaba.
—No está nada mal —dijo ella mientras lo valoraba con ojo experto—. Creo que me apuntaré a la apuesta.
—Como lo haga, la denuncio a Seguridad.
La mujer se rió y luego tomó un pequeño instrumento de un tipo que Cole no había visto jamás.
—Aguarde un momento —dijo Sharon—. Sólo vamos a tardar un minuto.
Cole sintió un pinchazo en el hombro derecho. Al cabo de un instante, el dolor desapareció.
—Ése es el chip que todo el mundo va a buscar —le dijo Sharon—. Aparecerá en todos los escáneres, y cuando se lo extraiga no le dolerá más que al implantárselo. Ahora deme la mano.
Cole le tendió la mano izquierda y la mujer le roció el pulgar con una solución que lo dejó totalmente insensible.
—Creo que será mejor que mire en otra dirección —dijo Sharon—. No sentirá nada, pero la mayoría de los pacientes encogen el cuerpo por puro instinto cuando ven lo que les hago.
—¿Cuánto tiempo le va a llevar esto?
—Unos tres minutos.
—Pues empiece.
Vio que la mujer se ponía a trabajar en el dedo pulgar con un instrumento cortante, y aceptó el consejo y miró hacia otro lado. No temía al dolor, pero estaba de acuerdo en que sus instintos tal vez le habrían impedido tener el cuerpo quieto y no quería perder tiempo.
—Bueno, ya está —dijo Sharon en cuanto hubo terminado con su labor.
Cole se miró la mano. La vio igual que antes.
—¿Qué me ha hecho?
—Le he puesto un microchip bajo la uña del pulgar. Nueve de cada diez escáneres no lo podrán detectar, y a casi nadie se le ocurrirá buscarlo ahí, sobre todo si antes encuentran el chip en el hombro.
—¿De qué me servirá ese chip?
—Captará todos los sonidos en un radio de quince metros y sonidos fuertes a una distancia mucho mayor. También enviará una señal de localización cada cinco segundos, de tal manera que no sólo sabremos lo que oye, sino también dónde se encuentra. —Calló por unos instantes—. No había manera de implantarle un dispositivo de visión bajo el pulgar, pero tenemos cámaras de holo por toda la nave, incluso en los baños.
—Es usted una vieja verde.
—Si acaso una joven verde —lo corrigió Sharon—. Pero tengo que confesarle que este trabajo la envejece a una, sobre todo a bordo de la Teddy R. —Se volvió hacia los ordenadores de la pared de atrás y miró en una de las máquinas—. Está transmitiendo una señal y todo lo que hemos dicho ha quedado grabado. Eso significa que ya estamos. Póngase la camisa para que las señoritas no se le echen encima al verlo, y ya puede regresar al trabajo... un trabajo que, mientras no empiece el turno azul, consistirá tan sólo en echarse en el catre con un buen libro o con una mala mujer.
—Ha espiado usted demasiados momentos íntimos —le dijo Cole—. Está obsesionada con el sexo.
—Es que al tercer día de trabajo una ya se aburre de todo lo demás.
—Gracias por los chips —dijo Cole, y fue hacia la puerta—. Nos vemos luego.
Salió al pasillo y fue en aeroascensor hasta la sección de Artillería. Entró en el departamento.
Había tres sargentos de servicio —un humano, un polonoi y un molario—. Ninguno de los tres se sostenía del todo bien sobre sus pies.
El humano lo vio y saludó con torpeza. El polonoi parecía hallarse en trance y el molario estaba en pie y se mecía delante de un ordenador.
—Encantado de verlo, señor —farfulló el humano—. Hizo usted una magnífica demostración en... cómo diablos se llamaba...
—¿Cómo se llama usted, sargento?—preguntó Cole.
—Eric Pampas, señor —fue la respuesta—. Pero todo el mundo me llama Toro Salvaje.
—¿Por qué?
—Antes lo sabía —dijo con una sonrisa perversa—. Pero, y que quede entre nosotros, ahora voy muy puesto.
—Si no llega a decírmelo, no me entero —le dijo sarcásticamente Cole—. ¿Y éste? —preguntó mientras señalaba al polonoi.
—Ése es Kudop —dijo Pampas—. Yo le dije una y otra vez que los polonoi no podían con las semillas de alfanella, pero se ha emperrado en masticar una. Lleva horas y horas así.
—¿Tenemos calabozo?
—Sí, señor —dijo el sonriente Pampas—. ¿Va a encerrarlo?
—Aquí no nos sirve de mucho —dijo Cole—, y no querría llevarlo a la enfermería, porque tendría las drogas más a mano todavía.
—Le echaré una mano para llevarlo hasta allí, señor —dijo Pampas. Se agachó para agarrar al polonoi por las piernas y dio un traspié—. ¡Anda! —dijo, y reprimió una risilla—. Voy más puesto de lo que pensaba.
—¿Y ése, qué?—preguntó Cole mientras señalaba con el dedo al molario.
—Ese es el sargento Solaniss —dijo Pampas.
—Ése soy yo —dijo el molario con voz de campanilla, aún tambaleante.
—¿Creen que si traemos un aerotrineo y ponemos a Kudop encima podrán llevarlo entre los dos hasta el calabozo? —preguntó Cole.
—Desde luego —dijo el molario.
—¡Uaaah, qué cara va a poner cuando se despierte! —dijo Pampas.
—Está bien —dijo Cole—. En cualquier momento llegará un aerotrineo.
—¿No tendría que llamar para que se lo enviaran?
Cole no vio motivo para darles explicaciones.
—En este mismo momento nos observan. Hay alguien que ya sabe que necesito un trineo.
Y, al cabo de un minuto, una miembro del personal de Seguridad llegó con un aerotrineo al departamento y se lo entregó a Cole.
—¿Desea que me quede a ayudarle, señor? —preguntó mientras miraba a los tres sargentos de artillería.
—No, no creo que sea necesario.
—¿Está usted seguro, señor?
—Sí, estoy seguro.
La mujer saludó, se volvió y se marchó.
Cole activó el aerotrineo y lo programó para que flotase a sesenta centímetros del suelo. Guió a Pampas y Solaniss en la labor de colocar a Kudop sobre el trineo, vio que no lograrían hacerlo por sí mismos y, finalmente, les echó una mano. En cuanto el polonoi se encontró sobre el trineo, Cole elevó el vehículo hasta los ochenta centímetros y ordenó a los otros dos sargentos que lo guiaran hasta el más grande de los aeroascensores.
Descendieron hasta el calabozo. En aquel momento estaba vacío. El campo de fuerza que lo separaba del resto de la nave estaba desactivado y entraron. Cole ordenó al trineo que bajara hasta el suelo y luego les dijo a Pampas y a Solaniss que pusieran en pie a Kudop. Mientras estaban en ello, salió al corredor.
—Activación del campo de fuerza —dijo en voz baja, y, al instante, se oyó un leve zumbido.
Pampas y el molario tardaron todavía un minuto en poner de pie a Kudop. Luego trataron de salir al corredor donde se hallaba Cole... y rebotaron al interior de la celda.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó Pampas mientras abría y cerraba los ojos.
—Alguien ha activado el campo de fuerza —le respondió Cole.
—¿Por qué?
—Probablemente, porque yo se lo he ordenado —dijo Cole—. La verdad es que no se me ocurre ningún otro motivo.
—¿Por qué diablos lo ha hecho?
—Porque estamos en guerra y ninguno de ustedes se hallaba en condiciones de activar ni de manejar las armas que tenían a su cargo.
—Pero señor... —dijo Pampas—. Hace meses que no hemos visto una nave teroni.
—Yo sí—dijo Cole—. La semana pasada.
—Bueno, pues si alguna viene por nosotros, la haremos pedazos —farfulló Pampas.
—Usted no le daría ni a una pared a tres metros. Si nos atacaran, mi vida dependería de su capacidad de trabajar con la máxima eficiencia, y sospecho que esta nave lleva varios años sin nada que se parezca a su máxima eficiencia. Resulta que me gustaría seguir con vida, así que no permitiré que ustedes sean el motivo de mi muerte.
—¿Cuánto tiempo nos piensa tener aquí? —preguntó Solaniss.
—Todo el tiempo que haga falta.
—¿Todo el tiempo que haga falta, para qué?
—Adivínelo.
Se marchó por el corredor, perseguido por los gritos y maldiciones de los sargentos.
—Me imagino que lo habrá grabado todo —dijo, seguro de que Sharon lo escuchaba—. Levante una barrera de sonido para que no los oigan. Aunque quieran gritar hasta quedarse roncos, no hay motivo para que los demás tengamos que sufrirlo. Y déjelos a media ración. Están tan drogados que no sentirán el hambre, así que, ¿para qué vamos a malgastar comida? A continuación, quiero que me prepare un holo en el que aparezca toda la escena, desde que hemos metido al polonoi en el calabozo hasta que he salido al corredor, y que durante el día de mañana lo pase cada quince o veinte minutos en todas las salas de la nave.
—¿Quiere que lo envíe también al ordenador de Monte Fuji? —preguntó Sharon.
—¿Por qué no? —le respondió Cole—. ¿Qué me va a hacer? ¿Me dirá que tendrían que haber seguido en sus puestos en esas condiciones?
—No le va a gustar. Al actuar por iniciativa propia, le has hecho quedar mal.
—Pues que quede mal. Mire, lo que les he dicho a Pampas y a los otros es la verdad. No sé si el incidente en Rapunzel habrá demostrado alguna otra cosa, pero, por lo menos, ha evidenciado que no sabemos cuándo ni dónde tendremos que hacer frente al enemigo. Estoy dispuesto a morir por la República si es necesario, pero no porque la tripulación esté demasiado borracha o demasiado drogada para disparar en la dirección correcta.
—Esperemos que nuestra tripulación no quiera ahorrarle a la Federación Teroni las molestias de matarlo.
—¿Lo cree posible?
—Si encierra a muchos otros tripulantes en el calabozo, le diría que es casi seguro —fue la sincera respuesta de Sharon.
12
¡Señor Cole, persónese en el puente sin demora!
Cole se presentó al cabo de dos minutos y se encontró con que Podok lo esperaba. No reconoció al oficial de cubierta, que era molario. Christine Mboya estaba sentada frente al sistema de comunicaciones y parecía que no quisiera apartar la vista de su trabajo.
—Me imagino que era usted quien quería verme —le dijo Cole a la polonoi—. ¿Qué desea?
—Para empezar, podría hacer el saludo y llamarme «comandante Podok». Cole saludó con un gesto brusco.
—Como usted diga, comandante.
—Comandante Podok—le insistió ella.
—Eso sí que es una tontería —le dijo Cole—. ¿A qué otro comandante podría dirigirme en estos momentos?
—Se dirigirá a mí en todas las ocasiones como «comandante Podok», si no quiere que le ponga un parte.
—Sí, comandante Podok —respondió él—. ¿Sería mucho pedirle que me explicara el motivo por el que me ha llamado, comandante Podok?
—Ha encerrado usted a tres sargentos de Artillería en el calabozo —dijo la polonoi.
—En efecto, comandante Podok —dijo Cole—. Espero que no me haya llamado tan sólo para decirme eso.
—¿Quién le dio permiso a usted para encarcelarlos?
—Los tres habían consumido estupefacientes, comandante Podok.
—Únicamente disponemos de cuatro sargentos de Artillería, señor Cole. Al encerrar a tres de ellos en el calabozo ha puesto usted en peligro a la nave.
—La nave se hallará en un peligro mucho más serio si las armas y municiones siguen en su estado actual —le respondió Cole.
—¿Estaría usted dispuesto a ocupar el lugar de los sargentos? —preguntó Podok.
—Si nos atacan, desde luego que sí —respondió Cole—. Pero creo que sería mucho más práctico imponer disciplina en la Teddy R. e impedir que se produjeran situaciones como ésa. En muchos de los garitos de Ramsés VI no se encontrarían tantos consumidores de droga como en esta nave, y en sus casas de putas no se echan tantos polvos como en una sola noche en la Teddy R.
—¿Desea usted expresar alguna otra crítica?
—Si fuera el caso, se la plantearía directamente al capitán.
—Al encarcelarlos durante el turno blanco, se ha excedido usted en sus atribuciones —dijo Podok—. Voy a ordenar que los liberen. No podemos pasar sin técnicos armamentísticos.
—Poco importa que los libere o no: está usted sin expertos en armamento. Kudop había masticado semillas de alfanella. Estará en coma durante el resto del día. Los otros dos no nos servirían para mucho más.
—¿Acaso pretende darme órdenes, señor Cole?
—Tan sólo consejos.
Podok lo miró con frialdad.
—Permítame que le dé un consejo yo. Si se empeña en contradecir mis órdenes, lo va a pasar mal.
—No sé qué puedo haber hecho para que se enfurezca de esa manera, pero creo que es mi deber recordarle que luchamos en el mismo bando.
—El primer día que estuvo aquí puso en peligro a la nave entera —dijo Podok—. Por iniciativa propia, nos forzó a entrar en combate. El triunfo final no le disculpa por haber desobedecido las ordenanzas. —Guardó silencio por unos instantes y lo miró con rabia—. No hace ni un día que regresó y ya se le ha ocurrido encarcelar a tres cuartas partes de nuestros técnicos armamentísticos, en un momento en el que nos disponemos a entrar en un territorio nuevo y posiblemente hostil. ¿Considera que he respondido a su pregunta?
—Los bortellitas forman parte de la Federación Teroni —le señaló Cole—. ¿Está usted molesta por el hecho de que los expulsáramos de Rapunzel?
—Estoy resentida por el hecho de que actuara sin haber recibido órdenes de sus superiores y de que no respetara la cadena de mando.
—Eso son tonterías. No fui yo quien les ordenó a ustedes que atacaran la nave bortellita. Fue una decisión de la almirante de la flota, la señora García.
—Basta ya. Falta a la verdad igual que falta a las ordenanzas. No pienso seguir hablando con usted.
—Entonces, ¿por qué diablos me ha ordenado que acudiera al puente?
—Para decirle que estoy muy descontenta con usted y que voy a ordenar la libertad de los tres miembros de la tripulación.
—Pues volveré a encerrarlos.
—Le ordeno que no lo haga.
—¿Bajo cualesquiera circunstancias?
—Bajo cualesquiera circunstancias.
—¿Aunque vuelvan a drogarse y el polonoi se ponga catatónico de nuevo?
—Ya me ha oído.
—Sí, desde luego que sí. —Cole levantó la voz—. En estos momentos nos están grabando a los dos. ¿Está usted segura de querer liberar a los prisioneros?
Podok lo miró con odio. Cole aún no se veía capaz de interpretar la expresión facial de la polonoi, pero no se necesitaba mucha imaginación para figurarse la rabia que sentía.
—Los prisioneros permanecerán en el calabozo —dijo por fin—. Es usted un hombre peligroso, señor Cole.
—Sólo soy un oficial que trata de cumplir con su deber, comandante Podok —le replicó tranquilamente Cole—. ¿Hay algo más, o le parece que puedo marcharme?
—Váyase.
Cole se volvió para irse.
—¡Y salude!
Cole dio media vuelta, hizo el saludo militar y luego se dirigió al aeroascensor. En cuanto lo hubo abandonado, se encaminó a su camarote, y por el camino se vio rodeado por una docena de miembros de la tripulación, humanos en su mayoría, que lo vitoreaban. Dos de ellos le dieron palmadas en la espalda.
Quedó estupefacto, pero de todas maneras les dio las gracias y siguió hasta su camarote.
Entró, fue al lavabo, se lavó la cara y se sentó frente al pequeño escritorio. Al cabo de un instante entró Forrice.
—Bonita actuación —le dijo el molario.
—¿De qué diablos me estás hablando?
—Te has ganado amigos en las bajas esferas —dijo Forrice mientras ululaba una risa—. Sharon Blacksmith ha retransmitido tu conversación con Podok por toda la nave.
—Estupendo —murmuró Cole—. Como si Podok no estuviera ya suficientemente enfadada.
—Podok es el menos importante de tus problemas —dijo el molario.
—¿Eh?
—Ahora, toda la tripulación sabe lo que haces con los que se drogan mientras están de servicio. Los que te han aclamado al salir del aeroascensor deben de ser los que no tienen restos de estupefacientes en su sistema orgánico.
—Eso no será ningún problema —dijo Cole—. Según las noticias que tengo, ninguno de los miembros de la tripulación es un cobarde, ni un desertor. Su problema es que están resentidos porque los enviaron aquí, donde se aburren. Creo que no les importará que les imponga disciplina, siempre que le vean un sentido. Creo que, de hecho, la recibirán con agrado. Pienso que la mayoría de ellos quieren ser buenos miembros de la tripulación. Pero es que hasta ahora nadie ha insistido en ello y la mitad de las normas en las que sí insisten los oficiales no tienen ningún sentido.
—Más te valdrá que tengas razón.
—No te preocupes. Aun cuando no tuviera razón, Seguridad está pendiente de mí en todo momento.
—Eso significa que sabremos a quién tendremos que condenar por tu asesinato —dijo Forrice.
—¿Siempre eres tan optimista?
—No me queda otro remedio que serlo —le explicó Forrice—. Si te matan, no tendré con quién meterme.
—Ahora sí que me has emocionado —dijo Cole—. Pero supongamos que los que mueren son los malos. ¿Hay alguien a bordo que pueda reemplazar a los cuatro especialistas en artillería?
—Encontraré a alguien —dijo Forrice—. Ahora que no estoy en el turno azul, mis deberes no están muy claros.
—Lo mismo sucede con todos los que viajan en esta nave. Ése es uno de sus problemas.
—Bueno, por lo menos sabemos que el cañón energético funcionaba hace una semana. Es el que empleamos contra la nave bortellita.
—Disparar contra una nave que se encuentra en tierra y que no aguarda el ataque no parece que sea un gran reto para un sistema de armamentos —dijo Cole.
—Estoy de acuerdo —dijo Forrice—. Aunque, de todas maneras, peor sería que no hubiéramos logrado dispararle.
Una luz parpadeó y se oyeron unos tonos.
—Están tocando tu canción —dijo el molario.
—Me avisa de que el turno blanco va a terminar dentro de diez minutos —dijo Cole sin levantarse—. Es la hora de ir al trabajo.
—No parece que vayas a salir corriendo hacia el puente —observó Forrice.
—Tengo la impresión de que, si llego demasiado temprano, Podok no me permitirá que entre. Y si llego tarde, me pondrá un parte, desde luego. Por ello, subiré y me quedaré a la entrada del puente, y entraré justo a las 16.00 horas.
—¿Y a ti qué te importa si te pone un parte? —le preguntó el sorprendido Forrice—. Sabes muy bien que la Armada no te va a castigar. Después de lo que ocurrió en Rapunzel, no lo hará.
—La Armada está menos contenta conmigo de lo que tú te imaginas —le dijo secamente Cole—. Y piensa que, si me empeño en castigar todas las faltas que se cometan en esta nave y encierro en el calabozo a los autores de las transgresiones más graves, no me encontraría en muy buena posición si me ponen un parte, aunque todo el mundo supiera que las acusaciones son falsas y que se las ha inventado una colega oficial celosa de mí.
Se levantó, aguardó a que el molario se hubiera marchado por el pasillo con sus graciosas zancadas de tres piernas y subió al puente con el aeroascensor antes de que los tonos dejaran de sonar. Se puso firme y saludó con gesto vigoroso cuando Podok pasó por su lado, y se preguntó en su fuero interno si la polonoi sería capaz de interpretar el sarcasmo.
Christine Mboya había dejado las comunicaciones. La había reemplazado Jacillios, una hembra molaria que, en opinión de Forrice, era de lo más sexy que había en el universo, aunque Cole no entendiera muy bien el porqué. El oficial de cubierta era el teniente Malcolm Briggs, trasladado en fecha reciente desde la nave Prosperidad, en la que había pegado a otro oficial por motivos que no se sabían. De acuerdo con su dossier, antes del incidente había sido un buen oficial, militar de tercera generación, enérgico, seguro de sí mismo, algo tozudo, pero apropiado para buenos destinos. Destinos mejores que la Teddy R., como mínimo.
Cole saludó amablemente a ambos oficiales, respondió con un saludo militar indolente al más enérgico de Briggs y fue a hablar con el piloto.
—Hola, Wkaxgini —le dijo—. ¿Cómo va eso?
—Los motores nos impulsan a cinco veces la velocidad de la luz. Pero, si no la calculamos en el marco del agujero de gusano hiperespacial por el que viajamos en este momento, sino respecto del conjunto del Universo, nos desplazamos a casi mil novecientas veces la velocidad de la luz, señor —le respondió el bdxeni desde la especie de capullo donde estaba instalado.
—No era eso lo que le preguntaba, pero me viene bien saberlo —dijo Cole—. Mantenga el rumbo. «Como si pudieras hacer otra cosa con el cerebro conectado al motor y al ordenador de navegación.»
Se volvió hacia Jacillios.
—¿Todo está bajo control, alférez?
—Sí, señor.
Luego hacia Briggs.
—No sé a quién mandará Cuatro Ojos a la sección de Artillería, pero será mejor que desactivemos las armas de mayor potencia hasta que hayamos llegado al Cúmulo del Fénix. Mejor que no las pruebe un principiante mientras viajamos a un múltiplo tan grande de la velocidad de la luz. El resultado más probable sería que nos disparáramos a nosotros mismos.
—Sí, señor —dijo Briggs—. Calculo que llegaremos al cúmulo en menos de dos horas, señor. ¿Las activo entonces?
—Sí, hágalo tan pronto como apliquemos el mecanismo de frenado y salgamos del hiperespacio. —Se volvió hacia Wkaxgini—. Me imagino que iremos al encuentro de la Bonaparte y la Maracaibo tan pronto como hayamos llegado.
—Sí, señor —dijo el piloto—. Contactaremos con ellos en cuanto lleguemos al cúmulo y haremos los preparativos para el encuentro. Tendrían que estar allí, respectivamente, tres y dos horas antes que nosotros. Emergeremos del agujero de gusano cerca del sistema de McDevitt, y ellos nos aguardarán en las cercanías. Eso debe de significar a un año luz de allí.
—Estupendo. ¿Hay algo más que tenga que saber... Wkaxgini, Jacillios, Briggs?
—Sí hay algo, señor —dijo Jacillios—. Seguridad pregunta si los presos tienen que seguir a media ración.
—Sólo durante el día de hoy —respondió Cole—. Su error fue el aburrimiento, no la traición. Y que Seguridad los escolte a todos ellos a la enfermería y les hagan una revisión exhaustiva antes de que empiece el próximo turno. Si han sufrido daños permanentes en alguno de sus circuitos cerebrales, quiero saberlo antes de que Podok haga otro intento de devolverlos a sus puestos. Que examinen con especial cuidado al que masticaba semillas. Sé muy bien lo que puede hacer esa droga.
—Sí, señor —dijo Jacillios.
—Ahora que hablamos de raciones, llevo unas seis horas sin comer —dijo Cole—. Me voy a tomar un aperitivo.
Salió del puente y se dirigió al comedor. No encontró a Sharon Blacksmith, ni a Forrice, ni a nadie a quien conociera suficientemente bien para sentarse a su lado. Cuando se sentó, se oyó un educado aplauso, algo menos entusiasta que cuando se había dirigido al camarote. Asintió con la cabeza a modo de reconocimiento y luego prestó atención al menú, hasta que tuvo la sensación de que ya nadie lo miraba.
—¿Le importa si me siento con usted, señor?
Cole levantó la mirada y se encontró a Rachel Marcos de pie frente a él.
—Por favor —le dijo, y señaló a la silla vacía que estaba al otro lado de la mesa.
—Gracias, señor —respondió la joven—. Quería decírselo: pienso que el gesto que ha hecho hoy ha sido muy valiente.
—Yo creo que no —le dijo Cole con una sonrisa—. Podok respeta las normas. No le dispararía a un colega oficial.
Rachel también sonrió.
—Me refería a lo de encerrar a esos tres hombres en el calabozo. El capitán no ha tenido nunca el valor de enfrentarse al problema de las drogas.
—Monte Fuji no me parece un cobarde.
—Yo pienso que ya no le importa nada.
—Algo habrá que le importe, porque me amonestó por haber llevado la Kermit hasta Rapunzel y haber manipulado a la prensa.
Rachel se encogió de hombros.
—Veo que estaba equivocada.
—Lo ha observado usted durante mucho más tiempo que yo —dijo Cole—. Si cree usted que tiene razón, no cambie de opinión por mí.
—¿Cómo voy a discutir con usted, señor? —dijo la alférez—. No podría.
—Como quiera. —Contempló a la joven mientras devoraba el bistec de soja.
«¿Esto es simple adoración por el héroe, o es que eres una de las tres señoritas contra las que me advirtió Sharon? No puedo preguntártelo, por supuesto pero, mientras no esté seguro, procuraré que la mesa y un poquito de distancia se interpongan entre ambos.»
—No he estado nunca en el Cúmulo del Fénix —dijo Rachel—. Tengo muchas ganas de llegar.
—¿Ah, sí?
Rachel asintió con la cabeza.
—Espero que nos den permiso para bajar a tierra. Dicen que el Barrio de los Teatros de Nueva Jamestown es una maravilla.
—Si el cúmulo es tan aburrido como dicen, no veo ningún motivo por el que vayan a denegarnos el permiso.
—Teníamos teatros muy buenos en el Lejano Londres —siguió diciendo la alférez con melancolía.
—¿Usted es de allí? —preguntó Cole.
—Sí.
—He oído que tienen un museo de arte muy bueno.
Rachel dedicó una media hora en hacer alabanzas del Lejano Londres y luego tuvo que regresar a su puesto. Cole apuró el café, arrojó la taza y la bandeja al atomizador y se fue a echar un vistazo en la sección de Artillería.
Allí, Forrice instruía en sus deberes a un equipo de cuatro miembros —dos humanos, un polonoi y un mollutei—, y parecía que éstos lo asimilaran bien. Cole, satisfecho, se marchó y regresó al puente.
—Espero que haya tenido una buena comida, señor —le dijo Briggs.
—Me cuesta llamar «buenos» a los productos de soja. Como mucho pueden ser comestibles.
—Cuentan que en Dalmation II hay restaurantes estupendos —le sugirió Briggs.
—A juzgar por lo que he oído, en Dalmation II también hay otras cosas —dijo Cole.
Una sonrisa culpable afloró al rostro del joven teniente.
—Bueno, pero igualmente tendrá usted que comer, señor.
—Bien por usted —le dijo Cole—. La mayoría de los hombres y mujeres jóvenes y sanos tienden a olvidarlo.
—En ningún momento he dicho que tuviera usted que comer primero, señor —dijo Briggs sin dejar de sonreír.
—Ah, me alegro de saber que tiene usted claras sus prioridades, teniente.
Se oyó un ¡pum! muy suave: la nave acababa de salir del agujero de gusano.
—Hemos entrado en el Cúmulo del Fénix —anunció Wkaxgini.
—Bien —dijo Cole—. Alférez Jacillios, contacte con la Bonaparte y la Maracaibo, y prepare el encuentro.
Al cabo de un instante, la molaria apartó los ojos de la pantalla.
—Ocurre algo extraño, señor. No logro contactar con ellos.
—Seguramente lo único que ocurre es que hemos llegado antes —dijo Cole.
—No, señor —respondió Jacillios. Había seguido la trayectoria de los tres y teníamos que ser los últimos, casi con dos horas de diferencia.
Cole frunció el ceño.
—Inténtelo de nuevo.
Jacillios envió una señal.
—No recibimos ninguna respuesta, señor.
—Alférez, ¿quién es el mejor experto en sensores de la Teddy R.?
—La teniente Mboya, señor—le respondió el piloto.
—Gracias. —Se volvió hacia Briggs—: Dígale que acuda al puente, señor Briggs.
—La han cambiado al turno blanco —respondió—. A estas horas debe de estar durmiendo.
—Pues despiértela.
Christine Mboya llegó al cabo de unos minutos y Cole le explicó brevemente la situación.
—Hágase cargo de los sensores y averigüe todo lo que pueda —concluyó.
Se pasó unos diez minutos con los escáneres entre comprobaciones y comprobaciones de las comprobaciones. Al fin se volvió hacia el comandante.
—No tengo manera de saber si se trata de la Bonaparte —dijo—, pero he encontrado un gran número de trozos de metal, unos pequeños, otros más grandes, esparcidos a unos veinte años luz de aquí... los típicos restos de una nave torpedeada con cañones energéticos.
—¿Y la Maracaibo?
—Ni rastro de ella.
—¿Qué motivos tiene para pensar que son los restos de una nave y no de la otra?
—Por las trazas de titanio —respondió ella—. La Maracaibo es nueva. Dejamos de emplear aleaciones de titanio unos cinco años después de la construcción de la Bonaparte.
—En principio no tendría que haber naves enemigas en este cúmulo —dijo Cole—. ¿Qué diablos ha sucedido?
—No lo sé —dijo Christine. De repente se puso tensa—. Pero es probable que vuelva a suceder lo mismo.
—¿Qué ocurre?
La teniente le indicó una lucecita en la pantalla.
—Un acorazado teroni.
—Me imagino que no podremos igualarlos ni en armamento ni en defensas —dijo Cole.
—Seguro que no —respondió Christine con voz lúgubre.
13
¡Piloto, sáquenos de aquí inmediatamente! —ordenó Cole mientras la nave enemiga se acercaba. La Teddy R. viró e inició una acción evasiva, y el comandante se volvió hacia Christine Mboya—: ¿Qué alcance pueden tener sus armas?
—No tengo ni idea del armamento que transportan, señor —dijo ella—. Pero, en todo caso, fue suficiente para destruir la Bonaparte, y quizá también la Maracaibo.
—¿No hay otras naves de la República destinadas a esta zona?
—No, señor —dijo Briggs—. Las otras tres se marcharon hace dos días hacia su nuevo destino.
—Si quiere, puedo tratar de enviar un SOS, señor —propuso Jacillios.
—¡De eso ni hablar! —le respondió Cole con firmeza—. Si huelen nuestra sangre, nos perseguirán hasta acabar con nosotros. Póngame en contacto con Cuatro Ojos.
—¿Se refiere usted al comandante Forrice, señor?
—Hágalo de una vez.
La imagen de Forrice apareció al cabo de pocos segundos.
—Os veo a todos con mala cara —dijo al contemplar el puente—. ¿Qué ocurre?
—La Bonaparte y la Maracaibo han sido destruidas —dijo Cole—, y la nave que acabó con ellas viene por nosotros. Quiero que te quedes dónde estás y que tu equipo tampoco se mueva de ahí. Os enviaremos comida, y ordenaré al equipo médico que pase dentro de unas horas y os distribuya alguna sustancia que os mantenga despiertos.
—Acabo de verla en pantalla —dijo Forrice—. Según el ordenador, todavía está muy lejos. No tiene ningún sentido que les disparemos mientras no se acerquen más.
—No quiero que les disparéis, a menos que sean ellos quienes averíen nuestra nave con sus armas y nos inmovilicen —dijo Cole—. Nuestra artillería no podrá hacer nada contra la suya. Antes de que lográramos acercarnos lo suficiente para causarles ningún daño, nos harían pedazos.
—Comprendo. Será mejor que vaya a examinar las armas y me asegure de que estén todas activadas.
—De acuerdo —dijo Cole, e interrumpió la conexión—. ¿Qué tal vamos, piloto?
—Tengo un nombre —le dijo Wkaxgini.
—No se lo niego... pero la guerra habrá terminado para cuando aprenda a pronunciarlo. ¿Nos siguen?
—Sí, nos siguen —le respondió Wkaxgini—, pero no parece que hagan ningún esfuerzo por darnos alcance.
—Muy bien. Gracias. —Se volvió hacia Jacillios—. ¿Capta alguna retransmisión... advertencias, órdenes, preguntas, lo que sea?
—No, señor.
—Y tampoco tratan de darnos alcance, sólo nos siguen —dijo Cole con el ceño fruncido—. Pero han destruido las otras dos naves.
—Suponemos que lo han hecho —le dijo Christine Mboya—. No sabemos si lo han hecho.
—La única manera de saberlo sería preguntárselo —le dijo Cole—. Me contentaré con suponerlo.
—Pero es que esto no tiene ningún sentido, señor —siguió diciendo Briggs—. ¿Cómo es posible que destruyan dos naves y a nosotros nos dejen escapar? Saben muy bien que, en cuanto informemos de lo ocurrido, la Armada enviará refuerzos en cantidad.
—Buena pregunta —dijo Cole—. A mí se me ocurren tres posibles motivos, pero tal vez haya más.
Briggs arrugó el entrecejo.
—El único que se me ocurre es que quizás estén a punto de abandonar el cúmulo y no les importe si mañana vienen refuerzos.
—Eso sí que no tendría sentido, teniente —dijo Cole—. Estamos en guerra. Nos han destruido dos naves. Podrían destruir también la Teddy R. ¿Piensa usted que nos dejarían con vida por el único motivo de que no les importa si van a venir refuerzos?
—Le pido disculpas, señor.
—¿Por haberse equivocado? —le dijo Cole—. Eso no es motivo para disculparse.
—No, por haber hablado sin pensar. Se lo digo con toda sinceridad, señor: quería impresionarle a usted.
—No se disculpe tampoco por ser sincero, señor Briggs —dijo Cole—. Tómese un minuto, piénselo bien y trate de ver lo mismo que yo he visto. —Se volvió hacia la molaria—. Quiero hablar con el equipo médico. No, déjelo. Póngame con Seguridad.
Apareció la imagen de una criatura alta y angulosa procedente de Pelleanor. Era de color gris oscuro, con ojos anaranjados y penetrantes, y pómulos tan prominentes que parecían aletas.
Tal vez tuviera sexo, pero tan sólo habría podido distinguirlo otro pelleanor.
—¿Dónde está Sharon Blackmith? —preguntó Cole.
—Se ha ido a dormir —le respondió el pelleanor—. Ha trabajado durante parte del turno rojo y la totalidad del blanco.
—Es la primera vez que hablo con usted —dijo Cole—. ¿Sabe quién soy?
—Por supuesto —dijo la voz mecánica del Equipo-T del pelleanor—. Lo he monitorizado en un buen número de ocasiones desde que llegó a esta nave.
—Estupendo. Quiero que reúna un equipo de Seguridad tan numeroso como le parezca necesario y que ese equipo escolte a los tres presos hasta la enfermería, o, si lo prefiere así, que sea el médico quien acuda a la mazmorra. Si el médico se ve capaz de limpiarles toda la porquería que tienen en el organismo y ponerlos a punto para trabajar en un máximo de dos horas, que lo haga.
—¿Y si no?
—Si no, que los presos se queden en el calabozo y que el médico haga todo lo necesario para mantener en plena alerta a sus sustitutos.
—Se hará —dijo el pelleanor, e interrumpió la conexión.
—Piloto, ¿aún nos siguen? —preguntó Cole.
—He logrado poner cierta distancia entre ellos y nosotros —dijo Wkaxgini—, pero no sé si ha sido gracias a mi maniobra, o si han sido ellos quienes lo han permitido.
—¿Aún no recibimos ningún mensaje, alférez?
—No, señor —dijo Jacillios.
—Eso encaja —dijo Cole.
—¿Encaja, señor?
Cole asintió.
—¿Señor? —dijo Briggs.
—Sí, ¿qué ocurre?
—He estado pensando cuáles pueden ser las tres razones que justificarían la conducta del enemigo —dijo el joven oficial.
—¿Y?
—Una posibilidad es que la Bonaparte o la Maracaibo causaran alguna avería en la nave enemiga. Esa avería sólo puede ser parcial, porque, si no, no tendrían manera de seguirnos, pero habría de ser suficiente para que no quisieran entrar en combate directo, aunque su nave sea indudablemente más grande y poderosa que la nuestra.
—Ésa es una, señor Briggs. ¿Se le ha ocurrido alguna otra?
—Saben que la República ha enviado tres naves al Cúmulo del Fénix. Quizá tengan miedo de que haya otras en camino, demasiadas para hacerles frente. Aunque no parezca muy probable, puede ser que en nuestra posición actual bloqueemos la ruta por la que tenían que abandonar el cúmulo.
—Podría ser —dijo Cole, aunque la expresión de su rostro dejaba bien claro que no lo creía en absoluto.
—A decir verdad, señor, no se me ocurre ninguna otra razón.
—Podría tratarse de un farol, por motivos de los que no sabemos nada. Tal vez sus sistemas armamentísticos se estén quedando sin energía. El buen Dios sabe que ambos bandos han infiltrado gran cantidad de saboteadores en las filas enemigas. También podría ser que algún oficial de alto rango se encontrara en uno de los planetas. O que hayan transformado el cúmulo entero en una trampa y quieran que escapemos, y que regresemos con una expedición punitiva de grandes dimensiones para aniquilarla. También podría ser algo tan inverosímil como que su religión les prohíba destruir más de dos naves en un mismo día de la semana. El problema, por supuesto, es que tendremos que averiguar el verdadero motivo y acertar a la primera.
—¿Y cómo lo averiguaremos? —dijo Jacillios.
—Necesitaríamos más información —dijo Cole—. Estoy seguro de que la encontraremos. Entre tanto, habría que alertar al capitán.
—No lo alertó usted cuando descendió a Rapunzel —observó Briggs.
—Salí con una lanzadera y dos voluntarios, deliberadamente, para no poner en peligro ni a la Teddy R. ni a su tripulación —le respondió Cole—. Ahora, en cambio, la nave se hallará en peligro, independientemente de lo que hagamos, y es necesario que el oficial de rango más elevado se ponga al mando. —Calló por unos instantes—. Alférez Jacillios, llame también a la primera oficial, por favor.
—¿Quiere que dé una señal de alerta roja, señor? —le preguntó la molaria.
—No, diablos, no —le dijo Cole—. ¿Y si el ataque se produce dentro de once horas, o quince, o diecinueve? Si llega ese momento, estaría muy bien que hubiera alguien bien despierto y en estado de alerta. Dejen dormir a los que estén en la cama. El único con el que tengo que hablar es el capitán.
—¡Comandante! —le dijo Wkaxgini en tono apremiante.
—¿Qué sucede? —preguntó Cole.
—Acaban de dar media vuelta y se alejan.
—Confirmado —añadió Briggs sin despegar los ojos del ordenador—. Han interrumpido la persecución.
—Eso es absurdo —dijo Cole—. Nos tenían a su alcance. ¿Por qué han desistido? —Arrugó el entrecejo y trató de tomar en consideración todas las posibilidades. Al cabo de un momento se dirigió a Wkaxgini—. Piloto, ¿tenemos un mapa con todos los agujeros de gusano de este cúmulo?
—Sólo de los cinco principales, señor —le respondió Wkaxgini.
—Supongamos, para simplificar el cálculo, que la nave teroni se hallara en el centro exacto del cúmulo y no cerca del perímetro. ¿Habría algún agujero de gusano que pudiera desplazarnos entre 120 y 240 grados en torno a ellos?
—Vamos a verlo. Tengo que emplear tanto la intuición como la capacidad de cálculo, sobre todo ahora que estoy conectado al ordenador de navegación. —Calló por unos instantes—. Sí, podríamos entrar por un agujero de gusano que se encuentra a menos de un año luz de aquí. Si tomamos la nave teroni como centro, emergeríamos 173 grados más allá.
—Hágalo.
—¿Ahora mismo?
—Sí.
—Pero ¿no tendríamos que esperar al capitán? —le preguntó Wkaxgini—. No tardará mucho en llegar al puente.
—Mientras no haya llegado, estoy al mando —dijo Cole—. Y acabo de darle una orden.
El bdxeni no le respondió pero, al cabo de un instante, la nave viró y poco después entró en el agujero de gusano. Normalmente, la tripulación no se enteraba de los agujeros de gusano que atravesaban pero, de vez en cuando, se veían afectados físicamente por algún elemento que se hallaba en éstos. Eso fue lo que les ocurrió en esta ocasión. Una especie de aturdimiento se adueñó de Cole, y éste tendió las manos para tratar de sujetarse, pero su sentido de la vista empezó a jugar con él, y, en vez de hacer contacto con el mamparo, se cayó al suelo. No vio motivo alguno para levantarse hasta que hubieron salido del agujero de gusano, y por eso se quedó tumbado, con los ojos cerrados, e intentó no prestar atención al dolor de los moretones.
La nave regresó al espacio normal en menos de un minuto, y Cole, dolorido, se puso en pie.
—Hemos llegado —anunció Wkaxgini—. Si es que ése es el verbo más apropiado para decir que nos encontramos entre dos estrellas anónimas de clase M.
—Me alegro de que los agujeros de gusano hiperespaciales no afecten a su raza —dijo Cole.
—Sí nos afectan —le respondió Wkaxgini—. Pero, cuando estoy conectado al ordenador de esta nave, mis percepciones se filtran a través de sus sinapsis lógicas. Si me hubiera hallado en su lugar, me habría encontrado tan desorientado como usted.
—Me alegro de saber que no puede usted marearse, o quedarse aturdido, a menos que le suceda lo mismo al ordenador—dijo Cole—. ¿La nave teroni nos ha localizado?
—Todavía no.
—Alférez, ¿el capitán viene de camino hacia el puente?
—Si no estaba viniendo, estoy seguro de que ahora vendrá —le respondió Jacillios.
—¿Comandante? —dijo Wkaxgini.
—¿Sí?
—La nave teroni se acerca a nosotros.
—¿A la máxima velocidad?
—No.
—Retroceda.
—No entiendo —dijo Wkaxgini.
—Desplácese en dirección al núcleo del cúmulo. No haga ningún intento de salir del cúmulo.
—¿Aun cuando empiecen a dispararnos?
—Si se diera el caso, vuelva a preguntármelo —dijo Cole. Fujiama y Podok entraron en el puente con pocos segundos de diferencia.
—¿Qué ocurre, señor Cole? —preguntó Fujiama mientras miraba una de las pantallas.
—Parece que una nave teroni ha destruido la Bonaparte y la Maracaibo, señor —dijo Cole—. Esa misma nave nos persigue ahora de manera relajada.
—¿De manera relajada?—repitió Fujiama.
—Sí, señor.
—Explíquese.
—Nos esperaba junto a los restos de, por lo menos, la Bonaparte —explicó Cole—. Nos hemos detenido fuera del alcance de su artillería. En cuanto nos ha avistado, ha venido tras nosotros, y, como no podíamos enfrentarnos a su poder de fuego, le he ordenado retirada al piloto.
—¿A través del agujero de gusano?—preguntó Fujiama.
—No, señor —dijo Cole—. La nave teroni nos ha perseguido a lo largo de, más o menos, un par de años luz, y luego ha interrumpido la persecución.
Fujiama arrugó el entrecejo.
—Esto es absurdo. Vamos a escapar y luego informaremos de lo ocurrido, y para mañana la almirante Pilcerova habrá enviado una docena de naves de guerra al cúmulo.
—La almirante Pilcerova ha muerto, señor—dijo Jacillios.
—Ah, sí... el almirante Rupert, entonces —dijo Fujiama, irritado—. El caso es que, si nos dejan marchar, sufrirán represalias muy severas.
—Si usted lo sabe, ellos lo sabrán también, señor —dijo Cole.
—¿Qué pretende usted, señor Cole? —Se volvió hacia otra pantalla—. ¿Y qué hacemos rodeados de estrellas? ¿No nos hallamos en el espacio profundo?
—Le he ordenado al piloto que diera un rodeo por detrás de la nave teroni, aunque probablemente «detrás» no sea la palabra más adecuada —respondió Cole—. Ése es el motivo por el que hemos atravesado el agujero de gusano. Un momento, señor. —Se volvió hacia Wkaxgini—. ¿Han acelerado?
—No, señor —dijo el piloto.
Cole se permitió el lujo de una discreta sonrisa.
—Ya me parecía a mí que no lo harían.
—Señor Cole —le dijo Podok—, su responsabilidad principal es la seguridad de la Theodore Roosevelt. Ha tenido usted la ocasión de escapar del cúmulo y pedir refuerzos, y no lo ha hecho. Su manera de actuar constituye una evidente falta de profesionalidad.
—Mañana, la nave teroni ya no estará aquí —dijo Cole—. Los refuerzos llegarían demasiado tarde y habríamos retirado naves de lugares donde son más necesarias.
—Ha respondido con mucha labia a una acusación de malas prácticas. Pienso hacerlo constar en el informe del próximo turno blanco.
—¿Por qué no esperaba que nos persiguieran a toda velocidad ni que nos dispararan con sus armas, señor Cole? —preguntó Fujiama.
—¡Señor! —exclamó Podok—. Este hombre ha incumplido las ordenanzas en una ocasión. Nos hallamos en situación militar hostil. Al escucharlo, lo único que hacemos es perder un tiempo precioso.
Fujiama se levantó cuan largo era, más o menos dos metros diez.
—No me explique usted cuáles son mis obligaciones, comandante Podok —dijo, articulando cada una de las palabras—. Tiene usted el derecho a presentar un parte contra este hombre y no tendré ningún problema con ello. Pero yo, por mi parte, tengo derecho a escuchar las opiniones de todos mis oficiales antes de tomar una decisión. Señor Cole, responda a mi pregunta, por favor.
—Se me ocurre una única hipótesis razonable que pueda explicar por qué no nos han perseguido hasta más allá del cúmulo y tampoco nos han destruido, señor.
—¿Yes...?
—Que no saben que sólo había tres naves asignadas al Cúmulo del Fénix, señor —dijo Cole—. Las naves estelares de la República son trofeos apreciados, así que, ¿por qué no nos han perseguido hasta tenernos al alcance de sus cañones? Sólo puede haber una respuesta: están vigilando algo mucho más valioso. Por eso le he ordenado al piloto que diera un rodeo hasta salir por el otro lado: para ver si nos perseguirían también en el caso de que no nos dirigiéramos al espacio profundo, donde tal vez nos aguardara una parte de la flota. Al ver que no salían disparados tras nosotros, he llegado a la conclusión de que están protegiendo algo y tienen miedo de alejarse de ese algo.
—Todo eso no son más que especulaciones —resopló Podok.
—¿Por qué piensa usted que no nos persiguen? —preguntó Cole.
—Eso no es cosa mía —dijo Podok—. Las ordenanzas que rigen esta nave están muy claras.
Cole se volvió hacia Fujiama.
—¿Quiere que prosiga, señor?
—Sí, por favor.
—De acuerdo. Me imagino que el motivo por el que están aquí es que en el Cúmulo del Fénix ha habido todavía menos actividad militar que en la Periferia. Alguien muy importante ha ido a participar en una reunión en uno de los planetas del cúmulo. La reunión debió de empezar hará dos días, cuando las naves de la República se marcharon de aquí. Los teroni no sabían que hoy llegarían otras tres.
—Entonces, ¿por qué han destruido las dos primeras naves? —preguntó Podok, con voz y ademán agresivos—. ¿Qué tiene la Theodore Roosevelt que los aterroriza de ese modo?
—Destruyeron la Bonaparte porque salió inesperadamente del agujero de gusano y estaba sola, no con un escuadrón. Los agujeros de gusano se mueven, los planetas se mueven, las nebulosas giran sobre sí mismas. Quizá fueron por la Maracaibo porque se acercó demasiado al planeta que protegen. —Guardó unos instantes de silencio y miró de uno en uno a sus interlocutores, para asegurarse de que siguieran bien su reconstrucción de los hechos. Se dio cuenta de que el teniente Briggs estaba atento a todas sus palabras—. Pero nosotros, al salir del agujero de gusano que nos trajo hasta aquí, hemos descubierto los restos de la nave y hemos frenado de pronto, fuera del alcance de sus armas. Si nos acercáramos a ellos lo suficiente, nos dispararían, pero no querrán iniciar una persecución prolongada, porque no saben que somos la última de las naves de la República que tenían que venir aquí, y no se atreven a dejar el planeta sin protección. Si no les importa que nos vayamos, es porque cuentan con que ellos mismos se irán antes de que lleguen nuestros refuerzos.
Fujiama guardó un largo instante de silencio.
—Eso tiene sentido —dijo por fin.
—Entonces, tenemos que abandonar el cúmulo e informar de lo sucedido —dijo Podok. Se volvió hacia Cole—. Si al final resultara que tiene usted razón, pondría una addenda en el informe. Pero, de todos modos, ha desobedecido claramente las ordenanzas al no proteger la nave.
—Esta nave está tan segura aquí como en el espacio profundo —dijo Cole—. Piloto, ¿la nave teroni ha virado ya?
—Lo están haciendo en este mismo momento, señor —le respondió Wkaxgini.
—De todas maneras, tendríamos que marcharnos —insistió Podok—. Aun cuando fuera cierto lo que dice, podrían venir por nosotros en cuanto termine esa supuesta reunión.
—Capitán —dijo Cole—, lo pongo en sus manos. Han venido a proteger como mínimo a una persona que, de acuerdo con sus criterios, es más valiosa que una nave estelar, y mañana se marcharán. ¿Cree usted que podemos dejar pasar una ocasión como ésta?
—La Roosevelt podría ganarse una medalla, de eso no cabe duda —reconoció el pensativo Fujiama. Luego arrugó el entrecejo—. Pero tenemos un único técnico artillero en condiciones, un sólo médico para atenderá todos los posibles heridos, y...
—La Teddy R. no entrará en combate —dijo Cole—. Nuestras armas son insuficientes.
—Entonces, ¿qué diablos cree que debemos hacer? —le preguntó Fujiama.
—Nos acercaremos a la nave teroni tanto como nos atrevamos y entonces soltaremos las lanzaderas. Éstas no activarán motores hasta que la nave teroni se lance a perseguir de nuevo a la Teddy R. y, en consecuencia, las deje atrás. Entonces las lanzaderas se desplegarán y emplearán los sensores para descubrir en qué planeta tiene lugar la reunión, arrojarán un par de bombas en el lugar adecuado e irán al encuentro de la Teddy R. cerca del agujero de gusano.
—¿Y cómo sabrán cuál es el planeta que hay que bombardear? —preguntó Podok—. ¿Y si los sensores de las naves encuentran formas de vida en cuatro o cinco mundos distintos?
—Es casi seguro que la reunión tendrá lugar en un planeta sin colonias ni poblaciones nativas —respondió Cole—. Aun cuando pensaran que sus habitantes simpatizan con la Federación Teroni, ¿para qué arriesgarse a un atentado? Pienso que habrán elegido un planeta vacío, tal vez desprovisto de oxígeno. Y, por otra parte, la nave teroni se ha retirado una y otra vez a un área relativamente reducida. Seguramente podemos restringir la investigación a un terceto de sistemas estelares y localizar al enemigo en uno de ellos desde las lanzaderas.
—¿Y quién las va a comandar? —preguntó Fujiama.
—Yo me encargaré de una y Forrice de la otra.
—Tenemos cuatro lanzaderas, cada una de las cuales lleva el nombre de uno de los hijos de Theodore Roosevelt —dijo Fujiama—. ¿Por qué vamos a emplear sólo dos?
—Porque, si le ocurriera algo a la Teddy R., podría usted meter a la gran mayoría de la tripulación en una de las otras dos. Como dice la comandante Podok —Cole se volvió hacia la polonoi y asintió con la cabeza—, mi primera responsabilidad es para con la seguridad de la nave.
—¿De cuánto tiempo piensa usted que dispondremos hasta que se marchen? —preguntó Fujiama.
Cole se encogió de hombros.
—Eso no lo sabe nadie... pero, si la Bonaparte tenía que llegar tres horas antes que nosotros, podemos suponer que los teroni llevan allí por lo menos cuatro horas. No habrían mandado a los suyos a la superficie de un planeta si la Bonaparte hubiese llegado antes del inicio de la reunión.
—Capitán —dijo Podok—, supongo que no permitirá usted que el comandante Cole y el comandante Forrice entren con las lanzaderas en un territorio que en estos momentos podemos considerar enemigo.
—No, desde luego que no —dijo Fujiama.
—¿Ah, no?—exclamó Cole, sinceramente sorprendido.
—Me alegro de oírlo, señor —dijo Podok.
—Perdí a toda mi familia en esta maldita guerra —dijo Fujiama—. En ese momento pensé que ya se había derramado suficiente sangre Fujiama por la República, y me he contentado con pasar el tiempo siguiendo la ley del mínimo esfuerzo y fingiendo que no veía los problemas diarios de esta nave, en vez de intentar corregirlos. —Guardó silencio por unos instantes—. En otro tiempo fui un buen oficial. Sé que cuesta creerlo, pero lo fui. Mediante sus acciones, el señor Cole me ha recordado lo que podría haber sido si mi vida hubiera seguido un curso distinto... y, lo sepa o no, me ha convencido de que es hora de volver a luchar en esta guerra. —Respiró hondo y habló pausadamente—: El señor Cole se hará cargo de una de las lanzaderas, pero el comandante Forrice no dirigirá la otra. Los capitanes tienen que ir en cabeza, no a la zaga. Seré yo quien comande la otra lanzadera.
—¡Capitán, me veo obligada a protestar! —dijo Podok.
—Tiene todo el derecho a hacerlo —dijo Fujiama.
—No sólo el derecho —respondió la polonoi—. También el deber.
—No le impediré que cumpla su deber —dijo Fujiama—. Pero tampoco voy a permitir que usted me impida cumplir con el mío.
Podok se marchó hacia el aeroascensor.
—Tengo que dictar el informe —dijo.
—La espero para dentro de diez minutos —dijo Fujiama—. Se quedará al mando de la Theodore Roosevelt una vez que yo haya salido con la lanzadera.
—Aquí estaré —dijo ella sin volverse.
De pronto, Fujiama se dio cuenta de que Cole lo había estado observando con una expresión indescifrable en el rostro.
—¿Qué mira usted? —le preguntó.
—Sólo pensaba —dijo Cole—, que, si sobrevivimos a esta misión, quizá llegue a disfrutar de mi puesto de oficial en la Teddy R.
14
Cole esperó a que Fujiama eligiese a la tripulación de su lanzadera y luego seleccionó a Forrice, Briggs y Christine Mboya para la suya. Podok protestó al instante: dijo que, si Forrice abandonaba la nave, no quedaría a bordo ningún oficial de alto rango aparte de ella. Cole tuvo que darle la razón.
—¿Quién lo acompañará, entonces?—dijo Fujiama.
—¿Sabe usted?, todavía no visto nunca a un tolobita. Ni al nuestro, ni al de nadie —dijo Cole.
—¿Quiere al simbionte? —le preguntó Podok en tono de incredulidad—. ¿Cómo va a hacerse acompañar por alguien de quien no sabe nada?
—Si está sobrio, aventajará al resto de la tripulación en un noventa por ciento —dijo Cole—. Y debe de estar sobrio. No he visto nunca a ningún simbionte de ninguna especie que pudiera beber o drogarse sin perjudicar a su asociado. ¿Tiene nombre?
Wkaxgini se rió desde su lugar en el techo.
—Si tiene usted dificultades para pronunciar mi nombre, con el del tolobita no lo va a conseguir jamás.
—Un problema sin importancia —dijo Cole—. Elijo al tolobita. Jacillios, dígale que se presente en la Kermit en tres minutos.
—Recapitulemos —le dijo Fujiama a Podok—. La Teddy R. se acercará a la nave enemiga hasta que ésta se dé cuenta y empiece a acercarse. Entonces, la Teddy R. cambiará de rumbo e iniciará la retirada. El señor Cole y yo mismo habremos salido al espacio con nuestras respectivas lanzaderas, pero tendremos todos los sistemas desactivados. Si nos quedáramos sin aire —y eso no tendría por qué pasar—, respiraríamos con bombonas de oxígeno, para que los sensores de la nave teroni no nos detecten. Si se dan cuenta de nuestra presencia, lo más probable es que nos tomen por lastre que la Roosevelt habrá soltado al iniciarse la persecución. En cuanto la nave enemiga haya pasado de largo y nos deje atrás, pondremos en marcha las lanzaderas y volaremos hacia los planetas más probables. Cuando hayamos encontrado lo que buscamos, atacaremos antes de que la nave teroni tenga tiempo de regresar para protegerlo.
—¿Cómo lo harán para regresar a la Teddy R.? —preguntó Jacillios—. La nave teroni se interpondrá entre ustedes y nosotros.
—Eso será muy fácil —dijo Cole—. Nosotros conocemos el trazado de los agujeros de gusano. La Federación Teroni, en cambio, no había demostrado nunca ningún interés por el Cúmulo del Fénix y estoy casi seguro de que no sabrán dónde buscarlos. No trataremos de pasar al lado de la nave teroni para reunimos con la Roosevelt. Nos alejaremos de los teroni, elegiremos uno de los agujeros de gusano e iremos al encuentro de la Teddy R. en el punto de salida.
—No tendréis al bdxeni para que os busque los agujeros de gusano —dijo Forrice.
—Confío en las habilidades de la teniente Mboya —respondió Cole.
—¿Está usted a punto, señor Cole? —preguntó Fujiama.
—Sí, señor —dijo Cole.
—Pues entonces, pongámonos en marcha.
Fujiama, Cole y las dos pequeñas tripulaciones bajaron a las lanzaderas.
—Yo saldré con la Quentin —dijo Fujiama. —Espero que no sea usted supersticioso, señor—dijo Cole.
—No. ¿Por qué?
—Porque Quentin, el hijo de Theodore Roosevelt, murió cuando iba en avión, abatido por un aeroplano enemigo.
—Entonces, ha llegado el momento de ajustar cuentas —dijo Fujiama.
—Lo que usted ordene —respondió Cole. Echó una ojeada a la cubierta y empezó a decir—: ¿Dónde diablos está el...? —Pero calló, porque se le acercaba una criatura bípeda, refulgente, achaparrada. Habría sido necesario forzar hasta sus límites el significado de la palabra «humanoide» para aplicársela a aquel ser. Su piel, lisa y aceitosa, literalmente brillaba. Las extremidades superiores eran gruesas y tentaculares, más parecidas a la trompa de un elefante que a los brazos de un pulpo. No parecía que llevara ropa de ningún tipo, pero Cole tampoco distinguió órganos genitales. Carecía de cuello. La cabeza estaba puesta directamente sobre los hombros y era incapaz de dar vueltas o girar. La boca no tenía dientes y parecía equipada tan sólo para sorber fluidos. Los ojos eran muy oscuros y estaban muy separados. No se distinguían fosas nasales. Los oídos eran meras rajas a ambos lados de la cabeza. En un primer momento, Cole pensó que la criatura era dorada, pero su color fluctuaba cada vez que daba un paso.
Cole buscó con los ojos al socio del simbionte, pero fue incapaz de distinguirlo, y se preguntó si le habrían informado mal.
La criatura emitió un sonido semejante a los de la tos o la asfixia. Pero, al oír a continuación las palabras «a sus órdenes, señor», Cole se dio cuenta de que el primer sonido no había sido otra cosa que el nombre del tripulante.
—¿Dónde está su compañero? —le preguntó Cole.
—¿Mi compañero, señor?
—Su simbionte.
—Aquí mismo, señor.
—¿Dónde es aquí mismo? —le preguntó Cole, irritado.
—Nos está viendo usted a ambos, señor.
—Explíquese.
—Se lo voy a enseñar.
Y, de repente, ya no fue liso ni aceitoso, ni brilló, ni volvió a cambiar de color. Adoptó un tono gris pastoso y tomó una apariencia de cosa suave y muy vulnerable.
—¿El simbionte es una epidermis? —preguntó Cole—. Parece que eso que acabamos de ver sea un fenómeno que tenga lugar en su propio cuerpo. ¿Por qué lo llaman «simbiosis»?
—Lo que usted llama «epidermis» es un gorib, una criatura viva e inteligente, señor —dijo el tolobita—. Mi raza no tiene sistema inmunitario y por ello vivimos en simbiosis con los goribs. El gorib filtra todos los gérmenes y virus que hay en el aire y nos protege el cuerpo contra infecciones, y nosotros, a cambio, lo alimentamos. Estamos unidos a nuestros simbiontes por medios telepáticos y seguimos juntos hasta la muerte. Cuando muere uno de los dos, el otro también fallece.
—Interesante —dijo Cole—. Me iría muy bien que tuviera un nombre que yo pudiera pronunciar.
—Lo entiendo, señor.
Vio que la capa lisa y aceitosa que protegía al tolobita emergía nuevamente por los poros de su verdadera piel de color gris.
—¿Qué le parecería Aceitoso?
—Como guste, señor.
—Sí, Aceitoso. —Cole se volvió hacia Briggs y Christine—. Desde ahora, el tolobita se llamará Aceitoso, tanto si alguien le dirige la palabra como si hablamos sobre él.
—Disculpe, señor —dijo Aceitoso—, pero las palabras con género, como «él», no son aplicables ni a mi simbionte ni a mí mismo.
—Trataré de recordarlo —le dijo Cole—. Ahora, subamos a la lanzadera. Nos acercamos a la nave teroni y tardarán un par de momentos en darse cuenta. —Se volvió hacia Briggs—. En cuanto estemos a bordo, explíquele a Aceitoso los planes que hemos trazado. Usted dos se encargarán de las armas.
—He recibido instrucción en el empleo de armas, señor, pero nada más —dijo Aceitoso mientras subían a la lanzadera y la escotilla se cerraba a sus espaldas—. Nunca he disparado en combate.
—Entonces, esta experiencia le resultará muy instructiva —dijo Cole—. No se preocupe. Tendrá a su lado al teniente Briggs, y, por otra parte, no prevemos que nuestro blanco vaya a contraatacar. —Se volvió hacia Christine—. ¡Teniente Mboya! Tan pronto como la nave teroni nos haya dejado atrás y podamos activar los sistemas, quiero que abra de inmediato un canal de comunicaciones con la Quentin. A partir de entonces, lo único que tendrá que hacer será buscar agujeros de gusano que se encuentren más allá de nuestro objetivo. No me importa adonde conduzcan. Si la nave teroni los tiene registrados, podemos darnos por muertos, y si no, no tendrán ni idea del lugar por donde reapareceremos.
—Sí, señor —dijo ella.
Súbitamente, flotaron a la deriva por el espacio.
—Creo que los teroni han localizado por fin a la Teddy R. —dijo Cole—. No podremos seguir su trayectoria. Con todos los sistemas desactivados, será imposible. Las últimas dos veces que nos han perseguido, he calculado su velocidad media, y me imagino que pasarán de largo dentro de ochenta segundos. Aguardaremos unos cuatro minutos extra. No podemos contar con que, pasados esos cuatro minutos, sigan persiguiendo a la Teddy R. —Calló por unos instantes—. Si Forrice estuviera al mando, la Roosevelt empezaría a moverse en zigzag y a provocarles para que la siguieran, pero no creo que podamos contar con que Podok haga lo mismo.
—¿A quién cree usted que protegen, señor? —preguntó Briggs—. ¿Quizás a un almirante, o a un general?
—A un almirante, no. Celebraría las reuniones en su propia nave. Tal vez a un general, o a un político. Mi hipótesis es que se trata de un traidor. Sus generales y políticos no tienen por qué venir hasta el Cúmulo del Fénix para sostener conversaciones. Lo más probable es que en estos mismos momentos haya alguien que se disponga a vender a la República... nuestro territorio es demasiado grande para que alguien lo venda de una sola vez, pero es probable que dentro de poco un planeta o un cuerpo de Ejército tengan problemas.
—Dos minutos y medio, señor —anunció Christine.
Cole se sentó tras la consola de mandos.
—Mientras usted busca los agujeros de gusano, y Briggs y Aceitoso se aseguran de que las armas funcionen, tendré que descubrir cuál es el planeta que debemos atacar. No creo que estemos a más de tres minutos de ese mundo, y por eso mismo tenemos que ponernos a trabajar de inmediato.
Aguardaron en silencio, y, al fin, Christine activó la Kermit. La lanzadera salió disparada a la velocidad de la luz, y entonces la teniente abrió un canal que los conectaba con la Quentin y empezaron a calcular su posición respecto a los agujeros de gusano conocidos.
—Parece que tenemos tres posibilidades —dijo la voz de Fujiama—. Yo iré a Crepello IV, usted a Bannister II, y quien termine primero puede probar con Nebout V.
—A mí me parece bien —le respondió Cole—. No creo que hayan venido hasta aquí para reunirse en un planeta con atmósfera de cloro.
—Esperemos que no —dijo Fujiama—. Debe de haber unos diez en el área inmediata. Tendríamos tiempo de explorar uno o dos, pero no más. No creo que vayamos a disponer de más de tres o cuatro minutos hasta que la nave teroni regrese.
Cole necesitó menos de un minuto para comprobar que no había vida en Bannister II y volvió su atención a Nebout V.
—Señor —dijo Christine al cabo de unos segundos—. La nave teroni ha interrumpido la persecución y regresa a toda velocidad.
—No se preocupe por la nave —dijo Cole sin apartar la mirada de los instrumentos—. Preocúpese del agujero de gusano.
—En Crepello IV no hay nada —anunció Fujiama—. El planeta entero está desierto y hace demasiado calor para que sobreviva ninguna forma de vida.
—Muy bien, pues entonces tiene que ser Nebout —dijo Cole—. Pero, por el momento, no captamos ninguna lectura vital.
—Yo tampoco —dijo Fujiama—. ¿Y si resulta que su hipótesis era equivocada?
—No —dijo Cole con firmeza—. Si me he equivocado, ¿por qué diablos la nave teroni regresa a toda marcha? —Revisó de nuevo sus instrumentos—. ¡Creo que los he localizado!
—¿En qué planeta? —preguntó Fujiama.
—En ninguno... pero sí hay una luna con atmósfera de oxígeno que órbita en torno a un gigante gaseoso que es el noveno planeta de Nebout.
—¡Ya la he localizado! —dijo Fujiama con entusiasmo—. ¡Y además he encontrado una lectura vital!
—Que su ordenador retransmita los datos al sistema armamentístico de la Kermit —dijo Cole. Se volvió hacia Christine—: ¿Cómo estamos con los agujeros de gusano? Me iría muy bien que hubiera alguno cerca de Nebout IX.
La teniente negó con la cabeza.
—El más cercano está cerca de Bannister.
—¿Está segura?
—Sí, señor.
—Cargue las coordenadas en el sistema de navegación y empiece a seguirle la trayectoria a la nave teroni.
Durante unos diez segundos reinó el silencio.
—Ya las he cargado. La nave teroni se hallará a distancia de tiro —de sus armas, no de las nuestras— en unos dos minutos.
—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar al agujero de gusano desde el sistema Nebout?
La teniente miró en el ordenador.
—Setenta y tres segundos, señor.
—Teniente Briggs, ¿podríamos dar en el blanco con un torpedo energético desde esta distancia?
—Sí, señor —dijo Briggs—. Pero la nave teroni sería capaz de interceptar el torpedo antes de que llegara a su objetivo.
—Entonces habrá que recurrir a una maniobra de distracción —dijo Cole—. Dispare el torpedo.
—Torpedo en camino —anunció Briggs.
—Y otro.
—Torpedo en camino —confirmó Aceitoso.
—¿Cuántos nos quedan?
—Tan sólo dos, señor—dijo Briggs—. Esto es una lanzadera, no la Teddy R.
—Teniente Mboya, diríjase al agujero de gusano. Señor Briggs, dispare un torpedo contra la nave teroni.
—No disponemos de un sistema armamentístico como el de la Teddy R., señor. No lograríamos darle.
—No importa si le damos o no —dijo Cole—. Sólo queremos distraerlos.
—Torpedo en camino —dijo Briggs.
—Han detectado el torpedo, señor —dijo Christine—. Han virado levemente para ir por nosotros.
—Saben que trataremos de meternos en un agujero de gusano, pero no tienen ni idea de dónde está —dijo Cole—. Puede que con eso logremos ganar unos segundos.
—Yo ganaré algunos más para usted —dijo la voz de Fujiama—. Aprovéchelos, señor Cole.
—¡Señor! —dijo Christine—. ¡El capitán Fujiama no se dirige al agujero de gusano! Vuela directo hacia el objetivo.
—Ustedes, para bien o para mal, han hecho su parte. Yo todavía no —dijo Fujiama—. Si tienen la posibilidad de elegir, vendrán tras de mí antes de ir por la Kermit.
—El capitán es usted —dijo Cole—. No merece la pena que sacrifique su lanzadera por salvar la nuestra.
—No hago esto para salvar a la Kermit —dijo Fujiama—. Lo hago para asegurarme de que vengan por mí, y no por esos torpedos energéticos que ha lanzado.
—Pero...
—No discuta, señor Cole. Diríjanse al agujero de gusano. Hace cinco años que juego a oficial y caballero. Ha llegado la hora de que lo sea de verdad.
—La nave teroni ha cambiado nuevamente de rumbo, señor —dijo Christine—. Están persiguiendo a la Quentin.
—¿Cuánto tardarán en tenerla a su alcance?
—Tal vez unos treinta segundos.
—Una vez acaben con él, ¿podrían atraparnos también a nosotros?
—Irá por los pelos, pero creo que entraremos en el agujero de gusano uno o dos segundos antes de que lo consigan.
—¿No sería mejor que diéramos media vuelta y tratáramos de socorrer al capitán? —preguntó Aceitoso.
—Él lo ha querido así —dijo Cole—. Si volvemos atrás, lo único que lograremos será perder dos lanzaderas en vez de una. ¿Cuánto tardaremos en llegar al agujero de gusano?
—Cuarenta y cinco segundos —dijo Christine.
—Mantenga el rumbo, y que la Quentin aparezca en la pantalla principal.
No llegaron a ver la nave teroni. Aún estaba demasiado lejos. Pero sí vieron la Quentin que volaba a toda velocidad hacia el satélite de Nebout IX, y, de pronto, una luz cegadora, y los fragmentos de la lanzadera que se esparcieron por toda el área.
—¡Maldita sea! —murmuró Cole—. Yo le había dicho que no fuera en la Quentin.
Al cabo de seis segundos, tuvo lugar una fuerte explosión en la superficie del satélite.
—Ha funcionado —dijo Cole—. No han tenido tiempo de reorientar sus armas para interceptar los torpedos. En el momento de entrar en el agujero de gusano, envíele un mensaje a Podok en el que le diga que tiene que abandonar el cúmulo cuanto antes. Ahora que ya no tienen a quién proteger, la nave teroni se lanzará en pos de la Teddy R.
—Diez segundos hasta el agujero de gusano —anunció Christine—. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos.
La lanzadera sufrió una sacudida.
—¡Ya estamos dentro!
—¡Envíe el mensaje! —dijo Cole—. Señor Briggs, ¿dónde nos han dado?
—No lo sé, señor. Volamos a la velocidad de la luz y las baterías láser aún funcionan.
—¡Pero le han dado a algo, maldición!
—Yo podría salir de la nave y ver qué clase de daños hemos sufrido, señor —dijo Aceitoso.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no tenemos trajes espaciales para tolobitas —dijo Cole.
—No lo necesito —le respondió Aceitoso—. Mi gorib me protegerá.
—¿Su simbionte?
—Sí, señor.
—¿Puede salir al espacio a cero absoluto de temperatura, sin oxígeno?
—No podría aguantar un período prolongado, pero sí el tiempo necesario para inspeccionar la nave, señor—le respondió Aceitoso—. Solamente voy a necesitar un cable para no perderme en el espacio.
—Señor Briggs, proporciónele todo lo que necesite, selle la esclusa, y que sea él quien salga de la nave.
—Permítame que le insista, señor: el término «él» no se me puede aplicar.
—Si puede responder a un nombre que no es el suyo, también me permitirá que le atribuya un género gramatical que no tiene —dijo Cole—. Ya lo discutiremos luego. Ahora mismo tiene un trabajo por hacer.
Briggs aisló al tolobita en la esclusa de la escotilla, aguardó hasta que se hubo sujetado con el cable y luego abrió la escotilla exterior.
—Ese tolobita es una criatura notable —observó Cole mientras Aceitoso se movía por el exterior de la lanzadera—. No sólo sería capaz de reparar una nave por sus propios medios. Apuesto a que también sobreviviría en atmósferas de cloro y metano durante unas pocas horas sin necesidad de ningún traje ni equipamiento. ¿Por qué diablos no tenemos más en el Ejército?
—No parece que se encuentre a disgusto con nosotros —dijo Briggs—. Tal vez sean los goribs quienes se resisten a alistarse.
—Supongo que esa hipótesis es tan buena como cualquier otra —dijo Cole—. Tratemos bien al único que tenemos. Teniente Mboya, ¿cuánto tardaremos en salir del agujero de gusano?
—Unos cuatro minutos, señor.
—Si Aceitoso no ha vuelto a la escotilla en tres minutos, reduzca la velocidad, y, si no ha regresado en tres y medio, detenga la nave. Ese simbionte que tiene es muy interesante, pero no estoy seguro de que un gorib resista la transición entre hiperespacio y espacio normal.
—No sé si podré detenerme en el hiperespacio, señor...
—Ojalá no tengamos que descubrirlo. Pero si el tolobita se pasa tres minutos y medio ahí fuera, inténtelo.
La discusión terminó, porque Aceitoso volvió a entrar por la escotilla dos minutos más tarde.
Briggs ajustó la temperatura, el contenido de oxígeno y la gravedad, y luego lo dejó entrar.
—¿Y bien? —le preguntó Cole.
—La cola ha sufrido algunos daños, señor —informó Aceitoso—. Eso no será un problema mientras permanezcamos en el espacio, pero sería casi imposible que voláramos por una atmósfera hasta que se hayan realizado las reparaciones oportunas.
—Pero ¿no nos impedirá volver a la Teddy R.?
—No, a menos que quisiéramos reunimos con ella en una atmósfera, o en una estratosfera.
—Gracias, Aceitoso.
—Acabo de recibir un mensaje codificado procedente de la Teddy R. —anunció Christine—. Han calculado dónde vamos a emergeré irán a esperarnos. ¡Nos hemos salvado, señor!
—Algunos de nosotros nos hemos salvado —le respondió Cole—. Ahora tendré que regresar a la Teddy R. y decirles que su capitán ha muerto.
15
¿Cómo va la cosa? —preguntó la imagen de Sharon Blacksmith.
Cole estaba tumbado sobre el camastro, con la cabeza en la almohada, y leía un libro en la holopantalla.
—No voy a quejarme —dijo él, sonriente—. No me serviría de nada.
—Todavía no nos ha llegado ningún mensaje de la Comandancia de la Flota.
—Aún no se han decidido entre condecorarme o degradarme —dijo Cole—. Y el no saber a quién matamos, o qué destruimos en ese satélite no contribuye a mejorar mi situación.
—¿Quiere compañía?
—¿Quedamos en el comedor? —dijo él.
—No. El mes pasado engordé dos kilos. Voy a su camarote.
—¿No teme por su reputación?
—¿En esta nave? —dijo ella, riéndose—. Como mucho, va a mejorar. —Calló por unos instantes—. Estaré ahí en un par de minutos.
—No tenga prisa —le respondió Cole—. Estoy libre hasta que empiece el turno azul.
Sharon interrumpió la conexión y entró en el camarote unos minutos más tarde.
—Siento haberme metido en su habitación —le dijo—. Pero es que me estaba volviendo loca en esa miniatura de despacho.
—No pasa nada —le respondió Cole. Se sentó sobre el camastro y apoyó los pies en el suelo—. Me alegro de tener compañía.
—Christine Mboya me ha contado la aventura que corrieron en el espacio —dijo Sharon mientras tomaba una silla—. El gesto del capitán fue muy noble.
—¿A usted se lo parece?
—¿A usted no? —preguntó Sharon.
—Si yo hubiera comandado la Quentin, habría arrojado la mayor parte de las cargas contra el satélite, habría disparado el resto contra la nave teroni y me habría marchado a toda velocidad en dirección opuesta a la de la Kermit —dijo—. Así, al menos, la nave teroni habría tenido que elegir entre las dos.
—Usted no tiene nada que demostrar —dijo Sharon—. Puede ser que el capitán sintiera la necesidad de demostrar algo.
Cole se encogió de hombros.
—Puede ser. Pero si Forrice hubiera estado al mando de la Quentin, como yo había propuesto al principio, habrían tenido un cincuenta por ciento de posibilidades de regresar.
—Y la Kermit habría tenido un cincuenta por ciento de posibilidades de no volver.
—Es cierto —reconoció Cole—. Pero Monte Fuji se sacrificó. Fue un gesto muy noble, pero a mí me enseñaron que no es buena idea morir por los tuyos. El objetivo, en la guerra, es que sea el enemigo quien muera por los suyos.
Sharon lo miró largamente.
—Se toma demasiado en serio su servicio en la Teddy R., Wilson. Espero que algún día lo trasladen a otro destino.
—No caerá esa breva —le respondió Cole—. Esta nave es mi castigo. Voy a pasar mucho tiempo aquí. ¿Sabe? —dijo entonces—, nunca me ha contado qué hizo usted para que la enviasen a la Teddy R.
—En mi última nave, tuve un discreto romance con uno de los oficiales que iban a bordo.
—¿Y nada más?
—No era humano.
—Ahora sí que me ha dejado atónito. Algún día, cuando la conozca mejor, quizá me lo pueda contar todo.
—¿De verdad quiere saberlo?
Cole recorrió el cuerpo de Sharon con la mirada y se detuvo repetidamente en sus curvas más seductoras.
—No —reconoció—. Creo que me divertiré más si me lo imagino.
Sharon rió entre dientes, y estaba a punto de responder cuando la imagen del pelleanor de Seguridad apareció de pronto.
—Siento molestar, coronel Blacksmith —dijo—, pero acabamos de recibir un mensaje en Prioridad Uno de la Comandancia de la Flota.
—Pásemelo aquí mismo.
—Pero es que se encuentra usted con el comandante Cole.
—En cuestiones de seguridad, tiene un rango más elevado que el mío —dijo Sharon—. Asumo toda la responsabilidad. Ahora, por favor, pásemelo.
—Sí, señor —dijo el pelleanor.
—¿Señor? —le preguntó Cole.
—Las razas que no tienen sexo, como los pelleanor, no acaban de entender nunca la diferencia —respondió Sharon—. Ah, ahora va a aparecer.
La imagen de la almirante de la flota, Susan García, apareció tras un centelleo... y se quedó inmóvil. Sharon dictó una contraseña de diez dígitos y la imagen cobró vida al instante.
—El capitán Makeo Fujiama recibirá a título póstumo la Medalla al Coraje —dijo la almirante—. La comandante Podok será promovida al rango de capitana y se pondrá al mando de la Theodore Roosevelt. El puesto de primer oficial quedará vacante hasta que el Almirantazgo haya analizado el informe que le entregó la capitana Podok. El comandante Wilson Cole conservará el rango de segundo oficial, y el comandante Forrice, el de oficial tercero. La Theodore Roosevelt procederá de manera inmediata a desplazarse hasta el Cúmulo de Casio. La Cuarta Flota se encuentra en pleno avance y tendrá que repostar allí. La misión de la Roosevelt consistirá en hacer todo lo necesario para garantizar que el combustible nuclear almacenado en Benidos II y Nueva Argentina no caiga en manos enemigas.
La imagen desapareció.
—Me pregunto en qué realidad vivirá ésa —dijo Cole—. ¿Cómo quiere que hagamos frente a una nave teroni aunque esté sola? Y no digamos ya si vienen en grupo.
—Por fortuna, no tiene usted que preocuparse por ello, señor oficial. Tenemos una nueva capitana que ponderará la situación.
—Y puede apostar a que Podok se tomará las órdenes al pie de la letra y no se le ocurrirá pedir una aclaración —dijo Cole.
—Bueno, por lo menos he inspeccionado el mensaje y no encerraba peligro alguno.
—¿Qué peligro podía encerrar? —le preguntó Cole.
—Pues... varios. Podría ser que en un determinado momento se encendiera una luz cegadora, o que hubiera una nota musical con el tono y la intensidad adecuados para dejar sordos a los oyentes, o incluso música hipnótica. Nosotros lo hacemos cuando interceptamos los mensajes del enemigo y los reenviamos a su destino original, y ellos lo hacen con los nuestros.
—¿Y Seguridad está en la primera línea de fuego?
—Llevo lentillas y filtros auditivos que me protegen.
—Yo no.
—Si no hubiera estado segura de que procedía del Almirantazgo, no lo habría abierto aquí. Nuestro sistema los somete a una inspección exhaustiva cuando llegan. En cualquier caso, no existe ningún peligro que nos impida transmitirle este mensaje a Podok. Se lo haré llegar y le diré que, si no me ordena lo contrario, también lo daré a conocer a la tripulación. —Se puso en pie—. Se me ocurre que lo mejor sería no contactar con ella desde su habitación.
—De acuerdo. Nos vemos luego.
Sharon salió al corredor. Cole reanudó la lectura del libro durante media hora y luego recibió otra visita: la de Eric Pampas, sargento de Artillería.
—Ah, Toro Salvaje en persona —dijo Cole—. ¿Cómo se siente hoy?
—Avergonzado —le respondió Pampas—. Y humillado.
—En la presente situación, no me extraña.
—He venido a disculparme, señor. Estoy seguro de que me han puesto un parte, y me lo tengo bien merecido. Pero quiero que sepa que no volverá a ocurrir.
—¿Por qué ocurrió la primera vez? —preguntó Cole.
—Estaba resentido porque me habían metido aquí dentro, con una cuadrilla de fracasados. Y además, me aburría. Soy experto en artillería y no he visto ni una sola nave enemiga en casi un año. —Cole permaneció en silencio y Pampas movió torpemente los pies para cambiar de postura—. En cualquier caso, había días en los que era más fácil conseguir drogas que comida, y todos los demás lo hacían también. —Cole aún tenía los ojos clavados en él, y su rostro era una máscara desprovista de toda emoción—. Vaya mierda de excusa, ¿verdad? —dijo Pampas.
—Sí, la verdad es que sí —respondió Cole.
—Le diré la verdad, señor. Lo hice porque a nadie le importaba. Al capitán no le importaba lo que yo hiciera, y a la Comandancia de la Flota tampoco le importa lo que haga la Teddy R. Mire qué armas tenemos, señor. No pueden pretender que me enfrente a una nave teroni moderna, y bien equipada, con la artillería que se encuentra a mi cuidado, señor. Como a ellos no les importa una mierda, a la tripulación también dejó de importarle una mierda. Entonces llegó usted, y a usted sí que le importaba una mierda. Arriesgó la vida en Rapunzel y luego metió en el calabozo a todo mi equipo, aunque a nadie más le importara lo que hiciéramos nosotros... y luego me enteré de lo que había hecho usted en el Cúmulo del Fénix, señor. —Durante unos momentos guardó un incómodo silencio—. Quiero que lo sepa: si a usted le importa lo que nosotros hagamos, a mí también me importará. Aceptaré el castigo, sea cual sea, pero, en cuanto haya finalizado, quiero que sepa que me convertiré en el mejor técnico de artillería que haya conocido usted en su vida.
—Yo no suelo poner partes, sargento. —Cole calló y lo observó con detenimiento—. Será usted quien lo haga.
—¿Señor? —dijo Pampas.
—El incidente está olvidado —dijo Cole—. Como se repita, me encargaré personalmente de que pase usted los próximos diez años en una celda... pero ahora acepto la disculpa. Me parece que es usted sincero. Por lo que a mí respecta, puede regresar a su puesto y no quedará constancia de lo ocurrido.
—Gracias, señor —dijo Pampas—. Si hubiera algo que pudiese hacer por usted... cualquier cosa...
—Sharon, ¿en estos momentos nos observa? —preguntó Cole, levantando la voz.
—Naturalmente —le respondió Sharon Blacksmith, tan sólo con la voz, sin hacer aparecer su imagen, para no poner aún más nervioso a Pampas.
—Está bien. Escuche lo que voy a decirle al sargento Pampas, pero que no quede grabado.
—Entendido —dijo Sharon.
—Es usted un hombre corpulento —observó Cole—. Y se encuentra en buena forma. Hasta sus músculos tienen músculos. ¿Sabe utilizarlos?
—No sé si entiendo muy bien lo que me quiere decir, señor—dijo Pampas.
—La próxima vez que algún miembro de su equipo aparezca drogado, o bajo los efectos de cualquier otro estimulante, quiero que le quite la sustancia, que le arree una paliza —sus actos no quedarán grabados— y que me entregue la droga a mí. Si hay alguien lo suficientemente imbécil como para exigir que se la devuelva, le dirá que la tengo yo y que ha de venir a pedírmela en persona.
—¿Quiere decir usted que no tendré problemas por pegarles? —preguntó Pampas.
—No voy a denunciar actuaciones que no he visto ni oído —dijo Cole—. ¿Y usted qué piensa, Sharon?
—Hemos tenido muchos problemas con nuestro equipamiento en la sección de Artillería —respondió la mujer—. Pasan muchas horas sin que los observemos ni los grabemos.
—¿Tiene usted alguna otra pregunta, sargento?—preguntó Cole.
—No, señor —dijo éste. Anduvo hacia la puerta, y entonces se volvió y saludó a la manera militar—. ¡Diablos! Cuánto me alegro de que esté usted aquí, señor. Esto vuelve a ser el Ejército.
Salió al corredor y Cole se quedó solo una vez más.
—Sharon, trate de arreglar los horarios para estar de servicio durante los primeros minutos que Pampas pase en la sección de Artillería. Si para entonces ninguno de los demás se ha drogado, lo más probable es que no lo hagan durante el mismo turno.
—He tenido una idea todavía mejor —respondió ella—. Podría poner la sección de Artillería en Observación Prioritaria, de manera que solamente los oficiales con un rango igual al mío en materia de seguridad, u otro superior, puedan observarla y grabarla. Es decir, solamente usted, yo, Forrice y la capitana.
—Eso estaría bien —dijo Cole—. Forrice cooperará con nosotros, y los borrachos y drogados deben saber que no les servirá de nada acudir a la capitana. En determinadas situaciones, los cabezas cuadradas que siguen al pie de la letra las ordenanzas tienen alguna ventaja: no me extrañaría que los abandonara en un planeta desierto por haberse drogado en horas de servicio.
—¿Sabe?, en algunos aspectos fue una buena primera oficial. Nunca he visto a ningún otro que atendiera a los detalles con tanta minuciosidad. Me preguntó qué tal será como capitana.
—Si usted estuviera en mi lugar, la respuesta sería: una capitana hostil —dijo Cole, y se obligó a sí mismo a sonreír.
—Pero bueno, yo diría que en las órdenes que nos han dado ahora no hay ninguna cuestión susceptible de provocar nuevas discusiones. Volvemos a estar en medio de una zona despoblada y esta vez vamos a vigilar gasolineras o algo por el estilo.
—Acaba de oír a nuestro experto en Artillería. No me diga que preferiría encontrarse en medio de una zona de combate.
—Hombre, visto así, me daré por satisfecha con encargarme de la protección de depósitos de combustible —dijo Sharon—. Había llegado a pensar que la Teddy R. tenía algún mérito por los recientes triunfos en Rapunzel y en Nebout. Pero no, por supuesto, no fue la Teddy R. Lo hizo todo usted.
—No soy más que un oficial que actúa a tenor de las situaciones —dijo Cole—. Entiendo que ésa no es la actitud habitual en esta nave, pero le aseguro que tampoco se trata de un rasgo muy extraño o especial.
—Si me convence de eso, creo que abandonaré todo intento de seducirle —dijo Sharon.
—Si no la convenzo, lo más probable es que llegue a la conclusión de que no viviré lo suficiente para que merezca la pena el esfuerzo —respondió Cole.
—Eso no tiene nada que ver —le dijo ella—. Meterse en la cama con un héroe, precisamente, es la mejor manera para evitar relaciones estables. —De repente, Sharon se volvió hacia su izquierda—. Acabo de recibir un mensaje de Podok. Quiere verle.
—¿En el puente?
—En sus aposentos. —Una sonrisa maliciosa afloró al rostro de Sharon—. Tenga cuidado con los abrazos y recuerde en todo momento que las partes sexuales de los polonoi están en la espalda.
—Por lo poco que he visto de ellos, me cuesta imaginar que los polonoi tengan vida sexual —respondió Cole.
El oficial interrumpió la conexión, salió del camarote y descendió al nivel inmediatamente inferior, donde se hallaban las habitaciones de la mayoría de los miembros no humanos de la tripulación. Se detuvo frente a la puerta de Podok, aguardó a que ésta le pasara el escáner y lo identificara, y luego entró.
Apenas si había muebles en el camarote de la nueva capitana. No era un lugar acogedor. En el camastro no había colchón, las sillas eran de madera noble alienígena, no se veía ni una sola almohada ni un cojín. En las paredes no había ni una sola obra de arte, pero Cole descubrió en el techo un holograma no figurativo, incomprensible. La cosa representada, fuera lo que fuese, se movía de un lado para otro dentro del marco, pero Cole no tenía ni idea de lo que podía tratarse.
—Me imagino que habrá oído usted las noticias —le dijo Podok al cabo de un instante.
—¿Qué noticias? —le preguntó él, aparentando inocencia.
«No serviría de nada crearle problemas a Sharon por decirte que me he enterado antes que tú.»
—Me han nombrado capitana de la Theodore Roosevelt —dijo Podok.
—En tal caso, debo felicitarla... en cuanto haya finalizado el luto por el capitán Fujiama, naturalmente.
—No quiero felicitaciones—dijo la polonoi—. Simplemente lo informo del hecho.
—¿Y yo voy a ser el primer oficial? —preguntó. Era una pregunta sin sentido, sin otro objetivo que proteger a Sharon.
—No, señor Cole. Permanecerá en su puesto de segundo oficial.
—Entonces, ¿va a ser Forrice?
—Por el momento no habrá primer oficial —le respondió Podok—. Aunque, sin duda alguna, esa situación cambiará tan pronto como el Tribunal del Almirantazgo se haya reunido y haya discutido mi informe acerca de los hechos que acontecieron en el Cúmulo del Fénix.
—Estoy seguro de que su exposición de los hechos fue correcta y precisa, señora.
—Llámeme capitana. «Señora» es un término humano, y yo no soy humana.
—Le pido disculpas, capitana —dijo Cole—. ¿Quería usted decirme alguna otra cosa?
—Sí —dijo Podok—. Nuestra nueva misión consistirá en proteger depósitos de combustible de vital importancia en el Cúmulo de Casio. Le he dado ya instrucciones al piloto, Wkaxgini, para que nos conduzca hasta allí, y la nave entrará en cualquier momento en el Agujero de Gusano Vestoriano. El viaje por el agujero durará no más de siete horas. —Miró fijamente a Cole—. Llegaremos durante el turno azul. Si en ese momento descubriera usted cualquier indicio de la presencia de la flota teroni, o incluso de una sola nave, no emprenderá usted ninguna acción, sino que me informará de inmediato. En todos los casos y sin excepciones. ¿Le ha quedado absolutamente claro, señor Cole?
—Absolutamente claro, capitana.
—Me han llegado órdenes concernientes a la vigilancia de los depósitos de combustible y pienso cumplirlas con el máximo rigor. Usted logró arrastrar con sus ideas al capitán Fujiama y eso le costó la vida. Se lo digo aquí y ahora: no hará lo mismo conmigo.
16
¿A ti qué te parece? —preguntó Forrice, sentado frente a Cole en el pequeño salón para oficiales.
—¿A mí qué me parece qué?
—No seas lerdo —le dijo el molario—. Me refiero a que no te hayan ascendido a primer oficial.
Cole se encogió de hombros.
—Para un hombre que ha sido capitán, la diferencia entre primer y segundo oficial carece de importancia.
—Pero sabes muy bien que Podok te asignará todas las tareas del primer oficial.
—Entra dentro de sus atribuciones —dijo Cole—. Es la capitana. Hay que hacer lo que ella diga.
—¿Aunque diga una imbecilidad?
—Los capitanes no dicen nunca ninguna imbecilidad —respondió Cole con una sonrisa irónica—. En la tercera página de las ordenanzas lo dice muy claro.
—Ya veremos si dentro de un mes aún sonríes —dijo Forrice.
—Ya veremos si dentro de un mes seguimos con vida —dijo Cole—. No sé si se le ha ocurrido a alguien, pero la Teddy R. no podrá hacer apenas nada contra una flota de naves teroni. A decir verdad, no sé lo que podríamos hacer contra una sola nave bien equipada.
—Será que no esperan una intervención de la Federación Teroni. Si no fuera así, no nos trasladarían al Cúmulo de Casio.
—No sé —dijo Cole.
—Pero es cierto que, como acabas de decir, no podríamos con ellos.
—Me pregunto si la Armada preferiría tener un héroe muerto en vez de uno vivo —dijo Cole—. Cada vez que hago algo bien, los almirantes y oficiales que se encargan de esta guerra quedan mal. Esas historias gustan mucho a la prensa, pero creo que los peces gordos empiezan a hartarse.
—Bueno —dijo el molario—, eso explicaría por qué te mandaron a la Periferia y luego al Cúmulo del Fénix. Y es posible que nos hayan mandado aquí porque piensan que los teroni no estarán informados de las reservas de combustible... para que sirvas en el anonimato hasta que todo el mundo se olvide de ti, o mueras en combate, y así tengan un héroe que no les meta en apuros. —Calló por unos instantes—. Y eso que a nuestro bando le iría bien tener héroes.
—Para presumir de ellos, sí. Para trabajar con ellos, no. Si conozco bien a la prensa, ahora mismo deben de buscar oficiales de alto rango a los que puedan crucificar por no haberse enterado de que los bortellitas se encontraban en Rapunzel, ni que una reunión secreta tenía lugar en el Cúmulo del Fénix. Y si conozco bien a la Armada, deben de tener ahora mismo a tres departamentos de Relaciones Públicas trabajando al completo todas las horas del día para demostrarle a la prensa que todo lo que ocurrió estaba planeado de antemano. Por eso no me van a dar otra medalla. La opinión pública exigiría que me trasladaran a un puesto de mando más importante, y eso sería terrible para hombres y mujeres que no han tenido ni una sola idea original durante varios años.
—No parece que estés muy enfadado —observó Forrice.
—¿Crees que me serviría de algo? —le respondió Cole.
—¿Y qué importa que no te sirva para nada? —preguntó el molario—. No es normal que yo esté más enfadado que tú por la manera como te han tratado.
—Nuestro bando no es perfecto —dijo Cole—, pero todavía somos los buenos. A mí me parece que es más productivo guardarme la rabia para emplearla contra los abusos de los malos.
En ese mismo momento, Podok entró en el salón. Se acercó a ellos y se dirigió primero a Forrice.
—Comandante Forrice, hasta nueva orden se hará usted responsable del puente durante el turno rojo.
—Sí, capitana —dijo Forrice. Se irguió sobre sus tres piernas e hizo el saludo militar.
—Usted permanecerá en el turno azul, comandante Cole.
—Ya me lo imaginaba —dijo el hombre.
—¿Puedo sentarme aquí?
—Usted es la capitana.
Se volvió hacia Forrice.
—Querría hablar en privado con el comandante Cole. ¿Le importaría abandonar el salón durante unos minutos?
—No, no me importa, al contrario, capitana —dijo el molario—. No dejaré entrar a nadie hasta que me avisen de que la reunión ha terminado.
—Gracias —dijo Podok. Aguardó a que Forrice hubiera salido y entonces se volvió hacia Cole—. Me imagino que se ha llevado usted una gran decepción al ver que no lo habían ascendido a primer oficial.
—No es ninguna tragedia.
—Sin embargo, quiero hablarle con absoluta sinceridad y honradez. El motivo por el que no lo han ascendido es, casi con seguridad, el informe que presenté acerca de su conducta en la Periferia y en el Cúmulo del Fénix.
—Ya me lo imaginaba —respondió Cole—. No tenían ninguna otra razón para no ascenderme.
—Habrá una reunión en el Almirantazgo y la cuestión quedará zanjada en un sentido u otro —dijo Podok—. O lo ascenderán a primer oficial, o seguirá en el cargo de segundo oficial, o lo degradarán. Esa resolución no está en mis manos.
—Estoy seguro de que tiene usted las manos limpias —dijo Cole, y se preguntó si la polonoi llegaría a captar el sarcasmo.
—Todo eso ha quedado atrás. Por el momento tenemos que trabajar juntos en la Theodore Roosevelt. En tanto que no lo asciendan, ni nos envíen a un nuevo primer oficial, somos los dos oficiales de más alto rango a bordo de esta nave.
—Lo sé, capitana.
—Le voy a ser totalmente sincera, comandante. No me gusta usted. No me gusta que encuentre siempre maneras de saltarse las normas, que obedezca tan sólo las normas que le parecen bien, que ponga continuamente en peligro a la nave y su tripulación. No puedo discutirle los resultados que ha obtenido, por lo menos hasta ahora... pero, si todos los miembros de la tripulación, muchos de los cuales lo adoran casi como a un dios, tuvieran que actuar siempre por iniciativa propia y desobedecer las órdenes que no les gustaran, los resultados serían desastrosos. Todos los ejércitos en la historia de todas las razas civilizadas han funcionado como una poderosa máquina de guerra compuesta de multitud de tuercas bien engrasadas. Incluso las sociedades que sienten aprecio por el individuo, como la suya, entienden que, en determinadas circunstancias en las que está incluida la categoría de lo militar, todos los miembros de la tripulación tienen que subordinar su individualidad e incluso su creatividad al bien común.
—En principio estoy de acuerdo con usted —dijo Cole.
—Pero, en la práctica, no lo está.
—Las situaciones cambian y sería estúpido no cambiar con ellas.
—No he venido para discutir con usted, comandante Cole, sino para exponerle mis puntos de vista acerca del Ejército. He entregado mi informe. Aunque pudiese, no lo cambiaría, pero, en cualquier caso, ya está entregado. Por lo que a mí respecta, volveremos a empezar a partir de cero. Soy la tercera miembro de mi raza que se halla al mando de una nave estelar y le estaría agradecida si pudiera contar con su apoyo.
—Puede contar con él —dijo Cole—. Tenemos nuestras diferencias, pero soy oficial de la Armada de la República, y eso implica lealtad para con mi oficial superior.
—Bien —dijo Podok, y se puso en pie—. Contaré con ello.
Salió del pequeño salón sin decir otra palabra. Cole se levantó para marcharse, pero se encontró con que Forrice le cerraba el paso en el umbral.
—¿Y bien? —le preguntó el molario.
—Me ha ofrecido una rama de olivo —le dijo Cole—. Tú no habrías sido capaz de darte cuenta, pero la verdad es que lo ha hecho todo lo bien que ha podido.
—¿Una rama de olivo?
—Disculpa. Por muy feo que seas, siempre olvido que no eres humano y que no conoces todas las referencias. Me ha propuesto que hagamos las paces y empecemos de nuevo.
—¿Cuánto tiempo crees que durará esta situación? —preguntó Forrice, y ululó en tono sarcástico.
—Hasta que se acabe —dijo Cole—. Me voy a echar una siesta antes de que empiece el turno azul.
Forrice se apartó a un lado para dejarle salir al corredor.
—Nos vemos luego.
—Estupendo —dijo Cole—. Ven a visitarme al puente durante el turno azul. Creo que va a ser muy aburrido. Si la Armada pensara que existe una posibilidad entre un millón de que los teroni localicen esos depósitos de combustible, no habrían enviado únicamente a la Teddy R. a protegerlos. No sé si les vendría bien que el enemigo nos encontrara a nosotros, pero seguro que los depósitos de combustible estarán bien escondidos.
Cole pasó por el comedor para pedir una taza de café y llevársela al camarote. La sala estaba desierta, salvo por dos tripulantes humanos sentados en un rincón y Aceitoso, el tolobita, que estaba solo y comía algo que parecía menearse cuando se acercaba a su boca. Cole se decidió a pasar un momento por su mesa.
—Quería agradecerle de nuevo los esfuerzos que realizó el otro día —dijo—. Le he propuesto para una condecoración. Ese simbionte que tiene usted es fantástico.
—Mi simbionte le da las gracias.
Cole lo miró, sorprendido.
—¿Sabe hablar?
—Sólo a través de mí —dijo Aceitoso—. Nos une un enlace telepático.
—Ustedes dos, juntos, forman la que debe ser la entidad más útil en toda esta nave —siguió diciendo Cole—. Hasta el día de hoy, se han aprovechado mal sus capacidades, o no se han aprovechado en absoluto. Eso va a cambiar.
—Gracias, señor —dijo Aceitoso—. El comandante Forrice y el teniente Briggs me han estado instruyendo en la sección de Artillería.
—Creo que podría proseguir con la instrucción durante una semana, o dos, hasta que se sintiera cómodo en su labor... pero emplear en esa tarea a un tripulante capaz de sobrevivir en el espacio sin protección, o moverse sin problema alguno por planetas con cloro o metano... a mí me parece que eso es desaprovechar sus talentos.
—Me alegro de encontrar a un oficial que demuestra aprecio por mis talentos, señor.
—No sólo los aprecio, Aceitoso —le respondió Cole—. Lo envidio por ellos. —Se marchó con la taza hacia la puerta del comedor—. Me alegro de haber vuelto a verle.
Se dirigió al aeroascensor, descendió hasta el nivel en el que se hallaba su camarote y anduvo hasta la puerta mientras bebía el café a pequeños sorbos para no derramarlo por el suelo.
—¿Sabe una cosa? —le dijo la voz de Sharon al oído—, usted es un oficial de alto rango. Podría ordenar a un soldado que se la llevara.
—Sería como tener un soldado menos, porque le haríamos perder el tiempo con una labor innecesaria —dijo Cole.
—Desde el primer momento en el que lo vi, ya sabía que me iba a gustar. ¿Quiere compañía?
—Ahora me iba a la cama —dijo Cole.
—Ya lo sé. Lo observo en todo momento, ¿no se acuerda?
—Si le respondo que sí, ¿será usted quien gane la apuesta?
—Lo sabrá en cuanto me diga que sí.
Cole se detuvo y tomó otro sorbo de café.
—Me gustaría, pero...
—Pero ¿qué?
Cole hizo una mueca.
—Que luego, ¿con qué derecho les pegaría gritos a los tripulantes que se dediquen a ligar?
—Escriba una carta de dimisión cuando entre en el camarote, y luego la hace pedazos.
—No creo que pueda dimitir en tiempos de guerra.
—Estoy harta de insinuaciones. ¿Vamos a acostarnos juntos o no?
—Ven a mi camarote. Ya se me ocurrirá alguna justificación.
—Oye, tío, que estoy muy cañón —le dijo Sharon—. Es la primera vez que me encuentro con un hombre que necesita una justificación para llevarme a la cama.
—La guerra hace extraños compañeros de cama.
—Como vuelvas a llamarme «extraña» me quedo donde estoy.
—Pues entonces me dormiré y tendrás que vivir el resto de tu vida con el recuerdo de que un hombre te rechazó.
—Oye, tú no te vas a escapar tan fácilmente —dijo Sharon—. Voy para ahí.
Un macho molario pasó por el corredor. Cole quiso interrumpir la conexión, y entonces se dio cuenta de que no la había establecido él y de que no tenía ni idea de cómo cortarla.
«Bueno, por lo menos a ti no te ven», pensó.
Entró en la habitación, dejó la taza de café sobre el pequeño escritorio, se descalzó y se sentó frente al ordenador.
—Activación. —Al instante se oyó el murmullo del aparato en funcionamiento—. ¿Se sabe algo de la medalla de Aceitoso?
—Por ahora no ha habido respuesta.
—Espero que no la hayan retenido simplemente por el informe sobre mi conducta —dijo Cole—. La medalla es para él, no para mí.
Como esta última frase no era una pregunta, el ordenador tampoco respondió.
—¿Han averiguado quién podía encontrarse en Nebout IX?
—No.
—Esto empieza a ser molesto —dijo Cole—. Parece que ese incidente ni siquiera haya tenido lugar. Desactivación.
El ordenador se apagó y, un momento después, Sharon Blacksmith entró en el camarote.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Y bien? ¿Y bien qué?
—¿Has encontrado una justificación?
—Tuviste una aventura con un alienígena. Ahora son aliados nuestros, pero ¿quién sabe lo que nos deparará el futuro? Tendrías que contarme con todo lujo de detalles lo que ocurrió entre vosotros, para que podamos proteger a nuestras futuras oficiales contra semejantes estrategias de seducción.
—¿Con todo detalle?
—Absolutamente todo.
—Tengo muchísimas ganas de hacerlo —dijo Sharon, y se metió en la cama con él.
17
Durante la semana siguiente, la vida a bordo de la nave transcurrió sin incidente alguno. La Teddy R. siguió de patrulla por el Cúmulo de Casio sin tropezar con ninguna nave enemiga. Podok parecía menos rígida, aunque, como le dijo Cole a Forrice, la rigidez no podía hacerse tan evidente durante las operaciones rutinarias.
Cole empleó todo ese tiempo en familiarizarse todavía más con la nave y con su tripulación. Sharon Blacksmith volvió a visitarle un par de veces en su camarote. La mujer le dijo que si las visitas se hacían más frecuentes, surgiría un vínculo emocional que no podían permitirse en aquella situación. Cole estaba satisfecho con el trato. No había nada que Sharon no estuviera dispuesta a intentar, o a proponerle, y lo dejaba tan exhausto que, si los encuentros hubieran sido diarios, Cole habría sido incapaz de cumplir con sus deberes, y él lo sabía. Cole empezó a evaluar a la tripulación de la Teddy R., no sobre el papel, sino con la cabeza. Habría sido capaz de confiarle su vida a Forrice, y ciertamente lo había hecho en el pasado. Aparte del molario, consideraba que sus dos oficiales más eficientes eran Sharon Blacksmith —había llegado a esa conclusión antes de acostarse con ella—y Christine Mboya. No sabía si Aceitoso era bueno en las tareas que le habían asignado, pero tampoco importaba. Gracias a su simbionte, era el miembro más valioso de la tripulación. Cole se preguntaba cinco o seis veces al día qué clase de pensamientos debía de tener una epidermis inteligente. No se veía capaz de hallar una respuesta. También empezaba a encariñarse con Toro Salvaje Pampas. Éste había cumplido su palabra y había insistido en trabajar turnos extra para compensar todos los que había pasado drogado. Igual que muchos otros miembros de la tripulación, parecía que estuviera deseoso de disciplinarse y de hacer un trabajo que tuviera sentido, y Cole había convocado cierto número de reuniones informales para explicar con exactitud qué hacían en el Cúmulo de Casio y por qué tenían que estar alerta.
Podok había sido una primera oficial muy eficiente mientras se había hallado a las órdenes del capitán. Había sido una excelente capitana desde el mismo momento de su ascenso, pero Cole desconfiaba de su rigidez.
En el noveno día que pasaron en el cúmulo, llegó la noticia de que la almirante de la flota, Susan García, había llegado a la conclusión de que los cargos presentados contra él eran ciertos, pero que no eran lo bastante serios como para degradarlo, y que seguiría como segundo oficial. Les enviarían a un primer oficial tan pronto como les fuera posible.
—Lo que ha querido decir es que están buscando a otro oficial que también les haya hecho pasar vergüenza por tener razón cuando ellos se equivocan, y que cuando lo encuentren, nos lo van a mandar —concluyó Cole, que le había contado la noticia a Forrice en el comedor—. Naturalmente, les he enviado una enérgica protesta y he exigido que te ascendieran a ti.
—Creo que con eso me lo has puesto muy difícil para llegar a primer oficial —dijo el molario, y ululó una carcajada—. Pero no me importa. En cuanto tengamos un nuevo primer oficial, podré dejar el turno rojo.
—Pero ¿cuántas dificultades puede uno encontrarse en el turno rojo? —preguntó Cole—. Hemos venido hasta aquí con el objetivo expreso de impedir que la Federación Teroni se apodere de las reservas de combustible. Por ahora no hemos visto a ninguna nave teroni. ¿De qué te quejas?
—Cualquier día de éstos nos encontraremos con una —dijo Forrice—. Quiero que para entonces el equipo de artilleros haya recibido la preparación apropiada. Y aún añadiría que el sargento Pampas es un asistente bien motivado, aunque sólo en los ratos en los que no nos está contando lo grande que eres.
—Me alegro de oírlo. También me gustaría saber por qué piensas que nos vamos a encontrar con una nave teroni.
—¿Tú no lo piensas?
—Sí, también lo pienso. Pero me gustaría oír las razones que tú tienes para creerlo. Si son distintas de las mías, e igualmente válidas, le ordenaré a Christine que pase el escáner con mayor frecuencia por esta zona.
—Es muy simple —dijo el molario—. Sabemos que los bortellitas no disponían de recursos energéticos suficientes. Si tuvieron que ir a buscarlos a Rapunzel y arriesgarse a un enfrenta miento armado, es que los teroni no podían proporcionárselos, y lo más razonable es pensar que tratarán de encontrar nuestras reservas de combustible.
Cole asintió.
—Sí, yo me había basado en los mismos hechos y había llegado a las mismas conclusiones.
—Existe otra razón, una razón que a ti no se te habrá ocurrido.
—Ilústrame.
—Saben que eres nuestro héroe más condecorado y también que sirves como oficial en la Teddy R. Mi teoría es que creerán que la Armada no habría ordenado a la Teddy R. venir hasta aquí si no tuviéramos que proteger a alguien o algo tremendamente valioso. Porque llevamos a bordo a Wilson Cole.
—Vaya chorradas —protestó Cole—. Saben muy bien que me tienen aquí como a un perro en la perrera.
—También saben que, incluso con la correa al cuello, les has mordido en un par de ocasiones —dijo el molario.
—Basta ya de comparaciones. Seguro que no has visto un perro en toda tu vida.
—Tampoco he visto nunca a ningún domario, pero sé que existen —le replicó Forrice.
—Yo sí estuve una vez en Domar.
—¿Y es cierto lo que cuentan sobre los domarios?
—Es probable. No sé lo que cuentan, pero sí sé lo que vi. Tienen unas piernas como zancos, de siete metros de largo, y siguen incesantemente al sol, en dirección al horizonte. Nunca se detienen, nunca se sientan, ni se tumban, y si uno de ellos se cae y se queda atrás, lo devoran unos predadores que se mueven siempre con la noche. Más que un planeta, parece un parque de atracciones. Allí viven millones de domarios inteligentes, y no hay una casa, ni una biblioteca, ni un hospital en todo el planeta.
—¿Qué comen?
—Aire.
—¿De qué me estás hablando?
—¿Sabes que existen peces que surcan las aguas con la boca abierta para tragar pececillos y crustáceos?
—En mi planeta no hay peces, pero te voy a creer.
—Pues bien, los domarios tienen cada uno un par de bocas, dos bocas grandes, y tragan polen y nutrientes microscópicos que flotan en el aire. Es raro. Yo llevé una escafandra en todo momento y no se me ensució, pero, en cambio, el aire debía de alimentar a diez millones de domarios.
—Me gustaría verlo algún día.
—Si los teroni capturan el planeta, tal vez tengamos que ir hasta allí para liberarlo.
—¿Para qué iban a querer ese lugar?
—¿Para qué va a querer cualquier gobierno apoderarse de cualquier planeta? En último término, todo se reduce siempre a lo mismo: no quieren que lo tenga otro.
—A eso sí le encuentro un sentido —dijo Forrice.
—Eso es porque tienes sentido del humor —dijo Cole—. Que me maten si algún día logro entender qué sentido le encuentran ellos.
De pronto se oyó la sirena de alerta amarilla, y, de repente, también, dejó de sonar.
—Me pregunto a qué diablos venía eso —preguntó Cole.
—Será mejor que vayamos al puente y lo averigüemos —dijo Forrice.
—Está bien... pero pide permiso antes de entrar. Podok es muy celosa con las prerrogativas.
Cole y Forrice se levantaron de la mesa y tomaron el aeroascensor hasta el puente. Rachel
Marcos se hallaba frente al ordenador y se esforzaba, sin resultado, por contener las lágrimas.
—Solicito permiso para acceder al puente, capitana —dijo Cole.
—Yo también solicito permiso, capitana —dijo Forrice.
—Permiso concedido.
Cole estaba a punto de dar un paso adelante cuando Forrice le dio un codazo en las costillas.
—¡Saluda! —le susurró el molario.
Cole hizo el saludo militar y entró en el puente.
—Hemos oído la alerta amarilla durante unos segundos y luego se ha interrumpido.
—Eso es porque ya no estamos en alerta amarilla —respondió Podok.
—¿Qué sucede, capitana?—preguntó Cole.
—La alférez Marcos identificó erróneamente como teroni a una nave procedente de Lodin XI.
—Son muy parecidas, señor—dijo Rachel.
—Hable tan sólo cuando nos dirijamos a usted, alférez —dijo Podok—. Y diríjame sus observaciones a mí, no al señor Cole.
Cole se volvió hacia Podok.
—A veces ocurren estas cosas —dijo.
—Estas cosas no tendrían que ocurrir. He solicitado un reemplazo. A partir de ahora, la alférez Marcos no podrá trabajar en el puente. —Miró a Cole como si hubiera esperado una protesta.
—¿Puedo hacerle una propuesta, capitana? —dijo.
—Adelante.
—Tiene usted toda la razón al sacar del puente a la alférez Marcos —dijo—. Pero su error se ha debido a la inexperiencia. En vez de condenarla a un exilio permanente, ¿por qué no le permitimos que se gane su derecho al regreso?
—Explíquese.
—Que ejecute una serie de simulaciones por ordenador —sugirió Cole—. En cuanto haya identificado correctamente las naves de la simulación como amigas, neutrales o enemigas trescientas veces seguidas, permítale regresar al puente.
—Eso sería razonable —reconoció Podok—. Pero que sean quinientas veces. Y no empezará hasta dentro de una semana, alférez Marcos, para que tenga usted tiempo de estudiar la configuración de las naves de todas las potencias conocidas.
Rachel se volvió hacia Cole. Pareció que estuviera a punto de hablar.
—Ni una palabra, alférez —le dijo bruscamente Cole—. La capitana ha tomado una decisión y usted se atendrá a ella.
—Pero...
—Le había dicho que se dirigiera tan sólo a mí —le dijo Podok—. Márchese directamente a su camarote. No podrá abandonarlo durante los tres próximos días solares. Se le llevarán las comidas y no podrá hablar con nadie. ¿Le ha quedado claro?
—Sí, capitana —dijo Rachel.
—Pues entonces, salude y márchese.
Rachel saludó, trató de secarse las lágrimas del rostro al bajar la mano y se marchó hacia el aeroascensor.
—Bueno, como parece que no sucede nada interesante —dijo Cole—, creo que también me voy a marchar... si le parece bien a usted, capitana.
—Sí.
—Gracias, capitana —dijo, y saludó enérgicamente.
—Me voy con él —dijo Forrice, y saludó también.
Cole y Forrice se marcharon en el aeroascensor. El molario se bajó en el comedor, mientras que Cole descendió hasta su camarote, donde encontró a Sharon esperándolo.
—Pensaba que esta puerta respondía tan sólo a mi voz y a mi retinagrama —dijo, y entró mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.
—Seguridad puede entrar en cualquiera de los camarotes —le dijo Sharon—. ¿Qué sucedería si los teroni te capturaran y te descuartizaran, o te clavaran en una estaca bajo el sol y arrojaran pequeños carnívoros hambrientos sobre tu cuerpo? Alguien tendría que supervisar tus pertenencias, confiscar el material clasificado, tirar el resto y preparar la habitación para su próximo ocupante.
—Bueno, mientras entres por motivos sentimentales, ¿cómo voy a protestar?
—Os he estado observando en el puente —dijo Sharon—. Habéis sido algo severos con la alférez Marcos, ¿verdad que sí?
—Gracias a la solución que le he dado, volverá a trabajar en el puente dentro de dos semanas —contestó Cole—. Si no llego a decir nada, Podok no le habría permitido regresar. Si te he parecido severo, piensa que lo he sido por Podok, no por Rachel.
—Está enamorada de ti. No sé si lo sabías.
—¿Podok? ¡Por Dios bendito, espero que no!
—No te hagas el imbécil. Te estoy hablando de Rachel.
—Después de lo de hoy, no lo va a estar.
—No apuestes por ello —dijo Sharon.
Cole hizo una mueca.
—Lo que necesitaba... que una alférez de veintidós años se enamore de mí.
—Algunos hombres estarían muy satisfechos.
—A algunos hombres les gustan las niñas. A mí me gustan las mujeres.
—Me alegro de oírlo —dijo Sharon—. Así pienso que mis treinta y cuatro años no son muchos...
—Qué diablos, yo pasé por los treinta y cuatro sin perder velocidad —dijo Cole—. No sabría qué decirle a una chávala de veintidós.
—No creo que la conversación sea su prioridad.
—No, la conversación nunca es su prioridad —le respondió Cole—. Lo bueno es que con el tiempo crecen.
—¿Qué hacías tú a los veintidós años? —preguntó Sharon.
—Lo mismo que hago ahora —respondió Cole—. Tratar de distinguir entre las órdenes inteligentes y las estúpidas. En aquella época, por supuesto, no pensaba que las chicas de veintidós años fueran demasiado jóvenes.
—Bueno, por lo menos eres sincero. —Sharon lo miró, pensativa—. ¿Por qué te uniste a la Armada?
—Porque no me gustaba caminar.
—Te lo pregunto en serio.
—Me ofrecieron un cargo. La Infantería, en cambio, no. Me pareció que lo haría mejor como oficial que como soldado de a pie. —De repente, una sonrisa maliciosa afloró a sus labios—. Creo que hice bien. En la infantería no habrían podido quitarme el mando de dos naves. ¿Y tú? ¿Por qué te alistaste?
—¿Yo? —dijo ella—. Siempre me había gustado enterarme de los secretos de los demás. Ahora los espío por obligación profesional. —Sonrió—. Algún día voy a descubrir todos los tuyos.
—Puede que algún día te los cuente todos.
—¿Y con qué me divertiría entonces? —Lo miró a los ojos, en un intento por descifrar la expresión de su rostro—. ¿Qué te sucede?
—Nada —dijo él—. Es que me parece que acabo de oír el verbo «divertirse» por primera vez en, no sé, diez o doce años.
—Sí, me imagino que la diversión no casa bien con la guerra —dijo Sharon—. Y, hablando de guerras, ¿llegamos a estar muy cerca de esa nave de Lodin?
—Rachel te diría: no mucho. Yo, en cambio, te diré: lo suficiente. Si no llegó a estar al alcance de nuestras armas, faltó poco.
—Creo que... —De repente frunció el ceño y dio un golpecito en el pequeño audífono que llevaba en el oído, y a continuación levantó los ojos—. Tengo que irme.
—¿Qué sucede?
—Ha empezado una pelea en el laboratorio de ciencias —dijo—. Está bajo control, pero tengo que ir.
—¿El laboratorio? Haz inventario de sustancias. La guardia que hemos puesto en la enfermería es tan fuerte que puede ser que los drogatas traten de hacerse sus propias mezclas.
—De acuerdo. ¿Quieres venir conmigo?
—No. Durante esta semana voy a ser un oficial amante de la paz.
—Luego nos vemos —dijo Sharon. Se levantó del escritorio y fue hacia la puerta, que se irisó para dejarla pasar.
«El Ejército me está fastidiando —pensó Cole—. Tendría que sentirme halagado de que una chica joven y guapa esté colgada por mí. Pero me fastidia. Sonrió. Aja, he alcanzado la verdadera madurez.» Llamó al libro que había estado leyendo durante los últimos días y tuvo tiempo para otras dos páginas antes de que la imagen desapareciera de la holopantalla y la figura de Sharon la reemplazase.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Tu amigo Pampas descubrió a un hombre, o más bien a una criatura de Jasmine III, Kjnniss, mientras robaba en el laboratorio los ingredientes de un poderoso alucinógeno.
—Entonces estaba en lo cierto.
—Déjame acabar. El sargento Pampas, guiado sin duda por un exceso de celo y por una mala interpretación de tus órdenes, le ha arreado a Kjnniss una paliza que lo ha dejado al borde de la muerte. Ahora mismo llevan a Kjnniss a la enfermería, donde probablemente lo primero que harán será entubarlo y meterle en el cuerpo buena parte de las drogas que pretendía robar.
—Yo habría hecho lo mismo —dijo Cole—. O, por lo menos, lo habría intentado. Tengo la sensación de que Pampas lo hace diez veces mejor que yo.
—Pero de todos modos voy a arrestar a Pampas y lo encerraré en su camarote —dijo Sharon—. Me imagino que lo defenderás en el caso de que se presenten cargos.
—Sí. Iré a su habitación antes de que empiece el turno azul y escucharé su versión de esta historia.
—Y cuando Kjnniss despierte, si es que despierta, también podrías escuchar su versión del incidente.
—¿Para qué? Si dice la verdad, tendrá que declararse culpable... y en el caso de que mienta, tendrías que añadir el perjurio a las acusaciones que figurarán en el parte.
—De todos modos, es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
—Pues entonces revisa las grabaciones de seguridad y ya no será inocente.
—Me pregunto cómo es posible que un hombre moderado y razonable como tú lograra pasar de soldado.
—Es que tengo amigos en las bajas esferas.
Cole interrumpió la conexión, y se disponía a visitar a Pampas cuando la sirena de alerta amarilla sonó de nuevo.
—Me pregunto qué diablos ocurrirá esta vez —dijo con voz de aburrimiento—. Lo más probable es que el sustituto de Rachel haya confundido una tormenta de meteoritos con la flota teroni.
Entonces, la imagen y la voz de Podok aparecieron en todas las salas de la nave.
—Se ha confirmado el avistamiento de una nave teroni. Prepárense todos para ocupar sus puestos de combate en el caso de que se declare la alerta roja.
—Será mejor que vuelva al trabajo, por si acaso —dijo Sharon. Su imagen le echó una larga mirada a Cole—. ¿Y tú?
—Mientras no se declare la alerta roja, no tengo por qué ir a mi puesto de combate —le respondió Cole—. Aún estamos en el turno blanco. Este problema se lo ha encontrado Podok, no yo. Que lo resuelva ella. —Calló por unos instantes y luego se dirigió a la puerta—. Por otra parte, no existe un problema tan grave como para que un mando incompetente no lo pueda empeorar. Creo que iré a ver lo que sucede.
18
Cole pensó que Podok no vería con buenos ojos que se presentara inmediatamente después del avistamiento de la nave, y, dado que la alerta amarilla no había vuelto a sonar y tampoco se había declarado la alerta roja, hizo un alto en el camino para ir a ver a Pampas.
—No sé si puede entrar usted aquí, señor—le dijo Pampas al verlo.
—Conozco bien la normativa —le respondió Cole—. Usted no puede salir, pero en ninguna parte dice que no pueda recibir visitas.
—Esto no le va a gustar a la capitana Podok, señor.
—La capitana Podok siempre quiere que se cumplan las ordenanzas al pie de la letra, y ahora mismo las estoy cumpliendo. —Calló por unos instantes—. ¿Cómo está?
—Muy bien, señor —le respondió Pampas—. Pero me siento inútil. Me he sentido inútil, sobre todo, durante esta última media hora. ¿A qué se han debido las alertas amarillas?
—La primera ha sido una equivocación —le respondió Cole—. La segunda, probablemente, no. Hemos avistado una nave teroni.
—¿Quién ha cometido el error? —preguntó Pampas—. Espero que fuese la capitana Podok.
—La capitana Podok no comete errores de ese tipo —le respondió Cole—. No, ha sido Rachel Marcos. Está arrestada en su camarote. —De pronto, sonrió—. Diablos, casi toda la gente que me cae bien en esta nave está encerrada.
—No le echo a usted la culpa, señor —dijo Pampas—. Había llegado el momento de limpiar esta nave y era necesario empezar por la tripulación.
—Lo sé... pero ha mandado a ese tío a la enfermería —observó Cole.
—Con todas las semillas que tomaba, habría terminado allí igualmente, señor —le respondió Pampas—. Lo único que hice fue adelantar acontecimientos.
Cole se rió.
—¿Hay algo que necesite? ¿Algo que pueda proporcionarle?
—No, señor. Me alimentan bien y tengo toda la biblioteca de la nave a mi disposición.
—¿Otro lector? Me tienen impresionado.
—No, señor —dijo Pampas—. Solamente abro programas de entretenimiento, sobre todo holodramas.
—Bueno, ya está bien, si con eso está contento.
—Estaría mucho mejor en la sección de Artillería, porque allí tendría la impresión de hacer algo útil, señor.
—Lo sé —le respondió Cole en tono comprensivo—. Haré lo que pueda para que salga de aquí... y estoy convencido de que, si sonara la alarma roja, los castigos menores quedarían anulados. En cuanto la oiga, salga corriendo del camarote y acuda a su puesto de combate.
—¿Lo dice en serio?
—Sí, lo digo en serio —le respondió Cole—. Yo, por lo menos, querría estar seguro de que la artillería funcionará, y no me cabe ninguna duda de que usted sabe diez veces más sobre cañones y sobre el resto de las armas que esa gente que está en instrucción con Cuatro Ojos.
—¿Y mis compañeros en Artillería, señor? —preguntó Pampas—. ¿Cómo se encuentran?
—Kudop aún está en coma por haber masticado una semilla de más, y, como el médico es un bedalio cuya única experiencia en el tratamiento de polonoi es la que ha tenido en esta nave, me imagino que seguirá durmiendo durante mucho tiempo.
—¿Y Solaniss?
—No sé si se lo vas a creer, pero lo han trasladado a Mantenimiento —respondió Cole—. Traté de explicarle a Podok que no disponemos de personal suficiente y que lo necesitamos en Artillería, pero ya sabe cómo es la capitana... si el programa dice que hay que trasladarlo a Mantenimiento, es que tiene que ir a Mantenimiento. —Calló por unos instantes—. Me hablaron de un cuarto técnico de Artillería, pero todavía no lo conozco.
—Todavía no la conoce —le corrigió Pampas.
—¿Es humana?
Pampas negó con la cabeza.
—Orovita.
—Creo que no he visto a ninguno en mi vida.
—Tiene pinta de soporia, pero es más fea.
—Tampoco he visto nunca a un soporio.
—Pensaba que había viajado usted por la galaxia entera, señor —dijo Pampas.
—Sí, así es —admitió Cole—. Pero siempre dentro de una nave. Le sorprendería si supiera cuántas razas existen que uno no llega a conocer si no baja a los planetas.
Pampas se rió entre dientes.
—Sí, ya entiendo lo que me quiere decir, señor.
—Bueno, será mejor que me vaya —dijo Cole—. Tendré buen cuidado de venir a verle por lo menos una vez al día. Si necesita algo, sólo tiene que pedirlo.
—¿Aunque no haya nadie en el camarote?
—La coronel Blacksmith, o uno de sus subordinados, lo tienen bajo observación. También tienen bajo observación hasta el último centímetro cuadrado de la nave, por lo que es posible que no lo atiendan de inmediato. Pero al cabo de un rato, su equipamiento les dirá que alguien ha hablado aquí, aunque sólo sea para pedir una cerveza, y entonces harán lo que puedan por usted. —De pronto levantó la voz—. ¿Verdad que sí?
—Sí, señor —dijo una voz masculina que pareció materializarse de súbito en un rincón del camarote—. Y no hace falta que grite.
—Tienen que estar pendientes de un montón de cosas y de personas. No abuse de su privilegio —le advirtió Cole a Pampas—. Pero, si necesita algo, recuerde que están ahí.
—Gracias, señor —dijo Pampas.
—Nos vemos mañana —dijo Cole, y salió al corredor.
Se le ocurrió que también podía ir a ver a Rachel Marcos, pero luego cambió de opinión. No soportaba las lágrimas y estaba seguro de que la joven estaría llorando copiosamente. Y, además, no tenía ganas de atender a sus súplicas, o, aún peor, a sus insinuaciones. Se dirigió al comedor y pidió el postre más generoso del menú, y luego buscó a un soldado que no tenía nada que hacer y le ordenó que se lo llevara a Rachel.
Por fin, llegó el momento en el que, de acuerdo con sus criterios, tenía que subir al puente. No porque no le fuera posible observar la nave teroni desde cualquiera de las dos docenas de pantallas distribuidas por la nave, o desde su propio ordenador, si le apetecía. Pero la nave enemiga no le preocupaba tanto como las reacciones de Podok. La única vez que la había visto en una situación que parecía crítica, en el Cúmulo del Fénix, la actuación de la capitana no le había inspirado mucha confianza.
Subió hasta el puente en el aeroascensor, aguardó unos momentos para cerciorarse de que todo el mundo se comportaba con serenidad, y entonces salió.
—Solicito autorización para permanecer en el puente, capitana —dijo, y se acordó de saludar cuando la polonoi se volvió hacia él.
—Autorización concedida.
—Gracias, capitana —dijo Cole.
—¿Por qué ha venido, señor Cole? —preguntó Podok—. Aún estamos en el turno blanco.
—Se me ocurrió que podría usted explicarme qué decisiones ha adoptado respecto a la nave teroni, capitana —dijo Cole—. Antes de que empiece el turno azul, tendría que saber si les hemos disparado salvas, les hemos advertido, hemos disparado fuego real, o hemos fingido no verlos.
—Sí, desde luego, eso es razonable —reconoció Podok.
—En primer lugar, ¿podría preguntarle por la naturaleza de esa nave teroni? —preguntó Cole.
—Es una nave Zeta Tau, probablemente construida en Tambo IV, y por su diseño podríamos contar con que tiene entre ocho y diecisiete años. Las naves de ese tipo están dotadas de láseres, aunque parece que ésta también disponga de, por lo menos, un cañón de energía.
—Me imagino que habremos seguido sus movimientos.
—Por supuesto.
—¿Se ha acercado en algún momento a Benidos II o a Nueva Argentina? —preguntó Cole.
—No —le respondió Podok—. Parece que siga una ruta muy irregular.
—Están buscándolos.
—¿Benidos II y Nueva Argentina? —dijo Podok—. Aparecen en todos los mapas estelares.
—Quiero decir que están buscando los depósitos de combustible —le aclaró Cole.
—Lo dudo. No se ha acercado a ellos en ningún momento.
—Quizá no les haga falta —respondió el comandante—. Tal vez dispongan de tecnología que les permitirá detectarlos a años luz de distancia.
—Eso es absurdo.
—Puede ser —le dijo Cole—. Pero en otro tiempo tanto su raza como la mía pensaron que la mera posibilidad de volar a pocos metros del suelo también era absurda.
—¿Está usted seguro de que esa tecnología existe?
—No —reconoció Cole—. Pero, tampoco estoy seguro de que no exista.
—Entonces, no parece que su intervención tenga ningún objetivo, salvo el de confesar su total ignorancia al respecto —dijo Podok.
«Será cabeza cuadrada —pensó Cole mientras contenía una sonrisa de admiración—, pero tengo que reconocerle que no es tonta.»
—Le pido disculpas, capitana —dijo.
—Se las acepto.
—¿Puedo preguntarle de nuevo qué decisiones ha tomado respecto a la nave teroni?
—Observarla —dijo Podok.
—¿Tan sólo observarla?
—Sí.
—¿Y nada más?
—Y nada más —le respondió Podok.
—¿Puedo hablarle con franqueza, capitana?
—No recuerdo ninguna ocasión en la que haya hablado usted sin franqueza, señor Cole.
—Pienso que comete usted un error.
—¿En qué sentido?
—Pienso que deberíamos hacer pedazos esa nave antes de que se nos pase la oportunidad.
—Mis órdenes no especifican que tengamos que entrar en combate con las naves enemigas —le respondió Podok—. La única misión de la Theodore Roosevelt en el Cúmulo de Casio es garantizar que la Quinta Flota de la Federación Teroni no tenga acceso a los depósitos de combustible de Benidos II y Nueva Argentina, y eso es lo que vamos a hacer.
—Entiendo, capitana —dijo Cole—. Pero...
—Si lo entiende —lo interrumpió Podok—, ¿por qué sigue discutiendo? Ésas son nuestras órdenes. Vamos a obedecerlas.
—Es evidente que se trata de una nave de reconocimiento —dijo Cole—. No van a enviar a su flota ni a una parte sustancial de ésta al Cúmulo de Casio hasta que sepan dónde se encuentran los depósitos de combustible. Si les permite usted que localicen los depósitos, favorecerá la misma situación que veníamos a impedir.
—¿Y si esa nave ha venido con otro propósito? —preguntó Podok.
—Aún estamos en guerra —dijo Cole—. Tiene usted todo el derecho a atacarla.
—Se lo voy a decir una vez más: las órdenes que me comunicaron al iniciar esta misión no decían nada de atacar naves teroni. Hemos venido tan sólo para impedir que se apropien del combustible almacenado en Benidos II y en Nueva Argentina. ¿Le ha quedado claro por fin, señor Cole?
—Comprendo sus órdenes, capitana —dijo Cole—. Pero creo que cumpliría mejor su misión de proteger los depósitos si destruyera esa nave de reconocimiento antes de que los encuentre e informe a la Quinta Flota.
—Si es que de verdad se trata de una nave de reconocimiento —dijo Podok—. No dispone usted de pruebas en las que respaldar dicho aserto, y, aun cuando tuviera razón, no pienso desobedecer las órdenes. Esta conversación ha terminado, señor Cole. Ahora, por favor, abandone el puente hasta el inicio del turno azul.
—Sí, capitana —dijo Cole. Saludó a la manera militar y se marchó en el aeroascensor.
En vez de regresar a su camarote, o al comedor, irrumpió directamente en Seguridad.
—¿La has oído? —preguntó mientras entraba en el despacho de Sharon Blacksmith.
—Sí, la he oído —le respondió Sharon—. Tienes suerte de que ahora ya no se lleve cargar de cadenas a nadie. No le gusta que la contradigan... y tú no te has dado por satisfecho con contradecirla. Le has dicho que, por obedecer las órdenes, podría llevar nuestra misión al fracaso.
—¡Pero es que podría llevarla al fracaso, maldita sea! —gritó Cole—. ¡Has visto las lecturas de la nave teroni! Es una nave militar, cualquier imbécil sería capaz de darse cuenta. Es rápida, no va muy bien armada y no ha aterrizado en ningún planeta. ¿A ti qué diablos te parece que está haciendo, si no es buscar los depósitos de combustible?
—¿Te has desfogado ya? —le preguntó Sharon—. ¿O es que ahora que has terminado de gritarme también piensas pegarme?
—Lo siento —le dijo Cole, que aún estaba visiblemente agitado—. Pero, joder, ¿es que no se da cuenta de lo que va a ocurrir si no acaba con esa nave de reconocimiento? Tarde o temprano localizará los depósitos de combustible, y entonces tendremos que enfrentarnos a una fuerza a la que no podremos destruir.
—Tal vez no los encuentre.
—Si la han mandado hasta aquí, es que tiene el equipamiento necesario para encontrarlos —dijo Cole—. Incluso Fujiama se habría dado cuenta. ¿Cómo es posible que ella no lo vea?
—Tú eres intuitivo. Ella se lo toma todo al pie de la letra.
—No se necesita mucha intuición para ver en qué situación nos encontramos e imaginarse lo que va a ocurrir. Una mente que se lo toma todo al pie de la letra también tendría que ser capaz de discernirlo. No la entiendo.
—Pues más te valdrá entenderla —dijo Sharon—. Ahora es la capitana.
—Sí —dijo Cole con amargura—, y todavía será la capitana cuando doscientas naves de la Quinta Flota Teroni aparezcan dentro de dos días, o dos semanas, o dos meses, y vayan directas hacia los depósitos de combustible. ¿Y luego qué ocurrirá? Si sigues sus razonamientos hasta su lógica conclusión, tan sólo podremos emplear las armas cuando nos hallemos en inferioridad numérica y ya no nos sirvan para nada.
19
La nave teroni fue de un sistema a otro como una abeja de flor en flor. Durante los tres días siguientes, Cole volvió a apremiar a Podok en dos ocasiones para que la destruyese, y la polonoi se negó las dos veces.
—Te vas a meter en problemas —observó Forrice durante uno de los turnos blancos en los que compartían mesa en el comedor—. ¿Cuántas veces vas a decirle que haga una cosa que no quiere hacer?
—Gracias a ella, será la Teddy R. la que se meta en problemas —le respondió Cole—. Si en algún momento tuvimos alguna duda de que la nave teroni andaba en busca de depósitos de combustible, ahora ya no puede haber ninguna. ¿Qué diablos piensa hacer Podok cuando aparezca la Quinta Flota Teroni?
—Pregúntaselo a ella.
—Ya se lo he preguntado. Varias veces. ¡Lo único que me responde es que piensa cumplir las órdenes... pero, maldición, no por repetirlo una y otra vez como una letanía va a ser capaz de cumplirlas!
—De todas maneras no sé lo que podríamos hacer —dijo Forrice—. Aguardar a que la capitana vea cuántos son, y cuántos cañones tienen, y entonces huir a toda velocidad, supongo. —De repente, frunció el ceño—. ¿No habrás pensado que sería capaz de salirles al encuentro con la Teddy R., verdad?
—Si hay algo que no alcanzo a comprender en esta maldita galaxia son a los oficiales del Ejército —dijo Cole—. Y si existe un oficial al que todavía comprenda menos, es ella.
—Tú eres oficial —le señaló el molario.
—Como consiga otro par de medallas, puedes apostarte tu pescuezo alienígena a que me degradarán a sargento, o a soldado raso —dijo Cole—. Creo que, cuando empiece el próximo turno azul, trataré de provocar a esa navecilla, a ver si consigo que sea ella la que nos dispare a nosotros. Así, Podok no podrá quejarse si la borro del mapa.
—¿Se te ha ocurrido que podrían ser ellos quienes nos borraran del mapa a nosotros? —le preguntó Forrice.
—¿A quién prefieres enfrentarte... a una nave de reconocimiento, o a la Quinta Flota Teroni al completo? Porque como me llamo Wilson que vamos a tener que combatir con la una o con la otra.
—Lo único que se me ocurre es que podríamos contactar con Comandancia, explicarles la situación y proponerles con la máxima seriedad que anulen las órdenes anteriores y envíen otras nuevas.
—No soy precisamente el oficial más querido en Comandancia —dijo Cole—. Juraría que, al ponerme la Medalla al Coraje, la almirante García se quedó con las ganas de clavarme la aguja en el pecho.
—Venga, Wilson —dijo Forrice—. La medalla esa quedó adherida al uniforme. Hace más de un milenio que no se emplean agujas.
—Pero si aún se emplearan, seguro que me la habría clavado —murmuró Cole—. Interpretarán todo lo que les diga como un nuevo intento de insubordinación.
—A mí no me mires —le respondió el molario—. Estoy aquí porque rechacé la orden de dar muerte a un prisionero herido. Si digo algo, lo interpretarán como que solicito el derecho a batirme en vergonzosa retirada.
—Qué maravilla de superiores tenemos, ¿verdad? —dijo Cole.
El menú holográfico apareció y se transformó gradualmente en un mensaje escrito por Sharon Blacksmith:
Si vais a criticar a todos los oficiales de la flota con un rango superior al de alférez que no se llamen Cole ni Forrice, sería preferible que bajarais la voz.
—¿Piensas que puede importarle a alguien? —preguntó Cole en voz más baja. Un nuevo mensaje apareció en el menú: ¿Piensas que eres el único oficial con amigos en Seguridad?
—Vale, ya lo he pillado —dijo Cole.
—¿De verdad piensas que Podok tiene espías en Seguridad? —preguntó Forrice.
—Podok es la capitana. Difícilmente podríamos considerar espías a los tripulantes que cumplan sus órdenes. Pero si quieres que responda a tu pregunta: sí, creo que lo más probable es que tenga espías en casi todos los departamentos. ¿Tú no los tendrías si fueras capitán? Yo, desde luego, sí.
—No entiendo nada —dijo Forrice—. Una y otra vez, cuando por fin tengo claro que la odias, me sorprendes con un comentario como ése.
—No la odio —respondió Cole—. Pero querría que tuviera más sentido común, porque las vidas de todos nosotros dependen de su actuación.
—No me lo recuerdes.
Cole se puso en pie.
—Estoy demasiado nervioso como para quedarme sentado aquí. Voy a dar un paseo.
—Hace una hora ha finalizado el arresto de la alférez Marcos —dijo Forrice—. Podrías ir a verla para que tu amiga en Seguridad se ponga muy celosa.
Un nuevo mensaje apareció en el menú:
Seguridad ha descubierto que un espía teroni viaja en esta nave. Se hace pasar por un molario con rango de comandante. Creo que tendremos que encarcelarlo y prohibirle la comida y el agua durante los próximos seiscientos años.
—Aunque, por otra parte —dijo Forrice sin inmutarse—, estoy seguro de que la alférez Marcos se decantaría por la cohabitación con un hombre joven, apuesto y vigoroso, y no con un oficial envejecido y decrépito.
El menú mostró un nuevo mensaje:
De acuerdo, te dejo con vida. Pero ten cuidado con lo que haces.
El molario ululó una carcajada.
—Esa mujer me gusta —dijo.
—Ahora que lo pienso, a mí también —le respondió Cole. Se volvió hacia el menú, aunque sabía que Sharon lo oiría dondequiera que estuviese—. Pero preferiría que no consumiera tanto tiempo en la vigilancia de su predio sexual y se concentrara en hacer el seguimiento de la nave teroni. ¿Se ha acercado a Nueva Argentina o al sistema de Benidos? Cuesta decirlo. Sus movimientos no siguen ninguna pauta reconocible.
—¿Tenemos alguna manera de espiar sus retransmisiones?
Lo intentamos. Pero podrían emplear un número infinito de frecuencias. Aún no hemos descubierto cuál utilizan. Y también podría ser que no enviaran ningún mensaje en absoluto.
—Tendríamos que hacer pedazos a esos malditos antes de que lo envíen —dijo Cole.
Creo que no es la primera vez que oímos esa canción.
—Oye, pues ahora que lo pienso, Rachel está para comérsela —dijo Cole—. Joven, redondita, seria, confiada. Me pregunto cómo es posible que no me haya dado cuenta antes.
El menú desapareció.
—Creo que podremos pasar unos minutos sin tener que leer comentarios cínicos —dijo Cole con una sonrisa—. Pero, de todas maneras, aún estoy nervioso. Voy a dar una vuelta por la nave.
—Está bien —dijo Forrice—. Ahora que no estarás aquí con tus observaciones cáusticas, podré comerme una comida de verdad.
Cole salió del comedor. Su primera intención había sido volver al camarote, pero luego pensó que no tenía sueño suficiente como para echar una cabezada, y por ello empleó unos minutos en una visita a Pampas, después bajó al laboratorio científico (que, como de costumbre, estaba vacío), se acercó a la enfermería para informarse sobre el estado de Kudop, y sólo entonces fue al camarote.
Se afeitó, tomó una ducha en seco, volvió a vestirse, echó una ojeada al reloj para ver cuánto faltaba para el turno azul y llamó a un libro para que apareciese en el ordenador, pero, al ver que no lograba concentrarse, lo reemplazó por un holo de un espectáculo en una discoteca de Calíope III en el que aparecían magos, cantantes y un montón de coristas semidesnudas. Esto retuvo su atención durante casi dos minutos, pero luego lo apagó.
De repente, apareció ante sus ojos la imagen de Sharon.
—¡Me vas a volver loca! —le decía—. ¿Es que no puedes quedarte en un sitio y relajarte?
—Ya lo intento.
—No te esfuerzas lo suficiente. Si la flota teroni apareciese durante el turno azul, estarías demasiado somnoliento para reaccionar.
—Son los otros turnos los que me sientan mal —dijo Cole—. Estaré bien tan pronto como el turno azul empiece.
—Estás a punto de saltar como un muelle —dijo Sharon.
—¿No tienes nada mejor que hacer aparte de observarme?
—Nos encontramos en una situación peligrosa desde el punto de vista militar y te vas a poner al mando dentro de una hora. Así que, no, no tengo nada mejor que hacer. —Bajó la voz, seguramente porque habría alguien cerca de su despacho—. Creo que podría dejar mi puesto durante unos veinte minutos e ir a descargarte tus tensiones.
—Destruir esa puta nave —dijo Cole—. Eso sí que me descargaría las tensiones.
Sharon se encogió de hombros.
—Bueno, yo me he ofrecido.
—Disculpa. No estoy enfadado contigo.
—De todas maneras, es posible que la próxima vez te cobre algo.
—Es posible que te pague —dijo Cole—. Tampoco es que pueda gastarme el dinero en ninguna otra cosa, ¡qué diablos! Además, con el poco que tengo no alcanzaría a pagarme los servicios de una chica guapa como Rachel.
—Ya sé que a los héroes os gusta vivir peligrosamente —le respondió Sharon—, pero ahora te la estás jugando de verdad.
—De acuerdo —dijo él, riendo—. Ahora me siento mejor. Gracias.
—Y sin que haya tenido que desnudarme.
—Creo que pasaré por el comedor y me tomaré una taza de café antes de ir al trabajo.
—Wilson, hoy te has bebido cinco.
—Así estaré despierto
—Así tendrás que ir al baño cada tres por cuatro.
—Eso también me ayudará a mantenerme despierto —dijo Cole, y se puso en pie.
Pasó una media hora muy aburrida en el comedor, jugó al ajedrez durante veinte minutos con Mustafá Odom —el ingeniero de maquinarias, que apenas si se dejaba ver— y, finalmente, se encaminó al puente.
—Solicito autorización para acceder al puente, capitana —dijo, e hizo el saludo militar.
Podok consultó el cronómetro de la pantalla principal.
—Llega usted con tres minutos de anticipación, comandante Cole.
—Peor sería que llegara tres minutos tarde, capitana.
—Es verdad —dijo Podok—. Autorización concedida.
Cole se situó para poder ver la pantalla principal desde un ángulo mejor.
—Esto está igual que ayer—comentó.
—Quizá se equivocara usted y no se trate en absoluto de una nave de reconocimiento —le dijo Podok.
—Tiene que serlo —dijo Cole—. Ya lleva tres días en el cúmulo. Si ha venido con un objetivo que no sea el de descubrir los depósitos, ¿por qué no ha aterrizado?
Podok miró fijamente a Cole. En su rostro se pintó una expresión extraña e inescrutable.
Christine Mboya salió al puente y ocupó su puesto, y lo mismo hizo Malcolm Briggs. El cronómetro indicó las 16.00 horas.
—Voy a tomar el relevo, capitana —dijo Cole.
Podok saludó y abandonó el puente.
—No le veo nada contento, señor Briggs —dijo Cole.
—Es que ahora mismo seguía un partido de pelota asesina entre Spica II y Lejano Londres, señor —respondió Briggs—. Estaban empatados y sólo les faltaban cinco minutos cuando he tenido que personarme en el puente.
—Por ahora no ocurre nada —dijo Cole—. Si quiere, puede seguir el partido en la pantalla principal.
—Gracias, señor —dijo Briggs—. Sólo va a durar unos minutos, aunque haya prórrogas.
Briggs le dio una orden verbal al ordenador y, de pronto, el estadio de pelota asesina ocupó la pantalla entera. El campo aparecía en el centro, y la actividad se veía cada vez más frenética.
Los jugadores heridos eran transportados fuera del campo y los pocos que quedaban sanos los sustituían. Al fin, la muchedumbre empezó a contar los segundos que quedaban, y, al llegar a cero, estalló en tumultuosas ovaciones.
—Lejano Londres 4, Spica 3 —leyó Briggs—. Deben de haber marcado después de que saliera de la habitación. Ay, éste es el precio que tenemos que pagar para que esos atletas tan bien pagados vivan sin peligro alguno en la galaxia.
Dio otra orden y la pantalla volvió a mostrarles el Cúmulo de Casio.
—Ocurre algo extraño, señor —dijo Christine Mboya con el entrecejo arrugado.
—¿Qué sucede?
—No encuentro la nave teroni.
—¿Adonde puede haber ido en cuatro o cinco minutos? —preguntó Cole.
Christine se encogió de hombros.
—No lo sé. Aún la estoy buscando. —Y entonces—: ¡Ya la he localizado, señor! —Se volvió hacia él—. Creo que tenemos un problema, señor.
—Explíquese.
—La nave teroni, señor... está en órbita en torno a Benidos II. Durante los tres días que llevaba en el cúmulo no se había puesto en órbita en torno a ningún otro planeta.
—¡Ya está! —dijo Cole resueltamente—. Piloto, ponga rumbo a Benidos II, a toda velocidad. Señor Briggs, dígale a Cuatro Ojos que baje a la sección de Artillería y que pase revista al equipo que la tiene a su cargo. Quiero estar seguro de que nuestras armas funcionen.
—¿Qué va a hacer, señor? —le preguntó Christine.
—Lo que tendríamos que haber hecho hace tres días. Señor Briggs, ¿Cuatro Ojos le ha respondido?
—Sí, señor —respondió Briggs—. Dice que va a llegar dentro de un minuto.
—Otro problema, señor —dijo Christine—. Y éste es de los grandes.
—¿Qué sucede ahora?
—Ahora lo verá en la pantalla principal.
Aparecieron los bordes del Cúmulo de Casio. Por un momento le pareció que estaba igual que durante los últimos días... y entonces, de repente, docenas de naves, y luego centenares, aparecieron en la pantalla. Y todas ellas ostentaban la insignia de la Federación Teroni.
—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar al sistema de Benidos? —preguntó Cole.
—Quizás unos diez minutos, señor. Como mucho, once.
—¡Mierda! —dijo Cole—. Ahora ya no nos serviría de nada destruir la nave de reconocimiento. Tan sólo les daríamos otro motivo para enfadarse con nosotros.
—¿Quiere que active la alerta roja?—preguntó Christine.
—Sí, me imagino que será lo mejor. Luego haga oír su voz por la nave entera y llame a todo el mundo a sus puestos de combate, por si hay alguien que no ha oído nunca una alerta roja y no sabe lo que tiene que hacer. Señor Briggs, contacte de nuevo con Cuatro Ojos y dígale que tiene que acudir a servir a la sección de Artillería, y que si su puesto de combate está en otra parte, prescinda de las instrucciones de la teniente Mboya.
—Sí, señor.
—Y ponga fin al arresto del sargento Pampas y dígale que vaya de inmediato a la sección de Artillería.
—Pero, señor, no tendría que salir hasta...
—Ahora no tenemos tiempo para discutir, señor Briggs —dijo Cole—. Si hay que disparar, quiero que por lo menos un técnico de confianza supervise las armas.
—Sí, señor—dijo Briggs, y transmitió las instrucciones mediante el ordenador.
La sirena de alerta roja sonó tres veces, calló durante medio minuto, y luego volvió a sonar a un volumen ensordecedor.
—Conécteme con el sistema de altavoces de la nave —le dijo Cole a Christine.
—¿Imagen también?
—No. Quiero que se concentren tan sólo en mis palabras.
—Está a punto, señor—dijo Christine.
—¡A todos los tripulantes de la Theodore Roosevelt. Les habla el comandante Wilson Cole. La Quinta Flota Teroni ha entrado en el Cúmulo de Casio y se dirige hacia el sistema de Benidos, adonde llegará dentro de unos diez minutos. Permanezcan en sus puestos de combate y aguarden nuevas órdenes.
Le hizo un gesto a Christine para que cerrase los altavoces.
—Esto es una locura —dijo—. ¿De qué nos servirá que acudan a sus puestos de combate? No vamos a abrir fuego contra la Quinta Flota entera. Trate de ponerme en contacto con su oficial superior. Voz e imagen.
Al cabo de unos pocos segundos, Christine se volvió hacia él.
—No nos responden, señor. Estoy empleando una señal que abarca todas las frecuencias y por lo tanto tienen que recibirla. Pero no le hacen caso.
—Llegarán allí en unos ocho minutos. No se detienen —dijo Briggs.
—¿Ya qué distancia estamos nosotros? ¿A un minuto?
—A dos minutos, señor.
—Llévenos hasta allí, piloto. Puede que aún logremos razonar con ellos.
—Y si no, ¿qué haremos entonces, señor? —preguntó Christine.
Cole habría querido decirle: «Moriremos.» Pero sabía que los demás estaban necesitados de liderazgo.
—Improvisaremos.
—Eso sí que no lo vamos a hacer—dijo una voz desde uno de los extremos del puente.
Cole se volvió y se encontró cara a cara con la capitana Podok.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
—He oído la alerta roja, igual que todos los demás —le respondió Podok—. En tales circunstancias, mi lugar está aquí, en el puente. Hágase a un lado, señor Cole. A partir de ahora estoy al mando. —Se volvió hacia Christine—. ¿Dónde está la flota teroni, teniente Mboya?
—A unos seis minutos de Benidos, capitana.
—Y, desde el punto de vista de los teroni, ¿dónde se encuentra Nueva Argentina? ¿Delante, al lado, o detrás del sistema de Benidos?
—Detrás, capitana —dijo Christine—. Tendrían que pasar de largo de Benidos para llegar hasta allí.
—Diríjase a Benidos ahora mismo —dijo Podok—. No disponemos de mucho tiempo.
—¿Tiene usted un plan, capitana?—preguntó el sorprendido Cole.
—Tengo un curso de acción claramente definido.
—¿Le importaría explicármelo?
—Usted ya lo conoce —dijo Podok.
—¿Ah, sí?
—Desde luego. Sección de Artillería, apunten hacia las coordenadas que voy a indicarles.
—Recitó una serie de números de un tirón.
—A punto para disparar, capitana —dijo la voz de Forrice.
—Aquí hay algo raro —dijo Cole—. Usted no ha mirado siquiera la posición de los teroni. ¿Cómo puede saber sus coordenadas?
—Sección de Artillería, dispare diez cañones de energía a máxima potencia.
De repente, Cole comprendió en qué consistía el plan de Podok.
—¡Cuatro Ojos, no cumplas esa orden! —chilló, pero ya era demasiado tarde. Al cabo de un instante, el planeta que se había llamado Benidos II desapareció en una explosión de cegadora luz blanca.
—¡Qué diablos ha hecho! —bramó Cole.
—He cumplido mi deber —le respondió Podok sin inmutarse.
—¿Su deber? ¡En ese mundo vivían tres millones de benidottes!
—La flota teroni puede matar a muchas más criaturas por minuto. He impedido que se apoderaran del combustible.
—¡Pero sacarán su puto combustible de algún otro lugar y matarán a la misma gente la próxima semana, en vez de hacerlo mañana!
—He seguido las órdenes. Señor Wkaxgini, llévenos a Nueva Argentina.
—¿También piensa destruir ese planeta? —preguntó Cole.
—Las órdenes son explícitas —dijo Podok—. Tenemos la misión de impedir que la flota teroni se apodere de nuestros depósitos de combustible.
—¡En Nueva Argentina viven cinco millones de humanos! —masculló Cole—. ¡No voy a permitir que los mate!
—Señor Cole, abandone el puente y permanezca en su camarote hasta nueva orden —dijo Podok—. Sus insubordinaciones son excesivas.
—Haga virar la nave, capitana —dijo Cole—. ¡Que se queden el maldito combustible!
—Esas palabras constituyen delito de traición, señor Cole. Lo voy a hacer constar en el informe.
—Sólo se lo voy a decir una vez más —prosiguió Cole—. ¡Haga virar la nave!
—Señor Wkaxgini, proceda a la máxima velocidad —dijo Podok.
—¡No me obligue a hacer esto, capitana!
—Le he ordenado que abandone el puente, señor. Cole. ¡Eso significa que tiene que marcharse ahora mismo!
—Cuatro Ojos, Cole al habla —dijo con voz más fuerte—. ¿Me oyes?
—Sí.
—En este mismo momento relevo de su mando a la capitana. No dispares ninguna de tus armas, bajo ninguna circunstancia, si no te lo ordeno de manera explícita.
—Repíteme la primera frase —dijo Forrice.
—Ya me has oído —dijo Cole—. Me he puesto al mando de esta nave.
—¡De eso nada! —dijo Podok, y se le acercó, amenazadora.
—No quiero hacerle daño, capitana —dijo Cole mientras se apartaba de ella—, pero tampoco voy a permitir que aniquile a cinco millones de ciudadanos de la República. —Levantó nuevamente la voz—. ¡Seguridad! Envíenme ahora mismo a un equipo armado. ¡Sharon, diles a quién tienen que obedecer!
—¡Habían planeado todo esto de antemano! —gritó Podok—. Usted, el molario y la directora de Seguridad.
—Eso no es cierto —dijo Cole, que seguía esquivando a la capitana—. No la habría relevado ni siquiera tras la destrucción de Benidos II... pero no puedo permitir que acabe con otro planeta de la República.
—Teniente Mboya, teniente Briggs —dijo Podok—, ustedes son testigos de este intento de motín. Espero de ustedes que testifiquen ante el consejo de guerra.
—Esto no es sólo un intento —dijo Cole—. Me he puesto al mando. Recibirá un trato cortés y respetuoso, pero no podrá dar nuevas órdenes. Si escapamos de una pieza, la entregaré a usted a la Comandancia de la Flota, me entregaré también a mí mismo y que decidan ellos.
Sharon llegó al puente, seguida por tres hombres armados de Seguridad.
—¡Coronel Blacksmith, arreste a ese hombre! —le ordenó Podok.
—Coronel Blacksmith —dijo Cole—, si me arresta, condenará a muerte con certeza casi absoluta a cinco millones de ciudadanos de la República. Conduzca a la capitana Podok a sus aposentos y póngala bajo custodia. Si le da algún problema, enciérrela en el calabozo.
—Si le obedece, será igualmente culpable —advirtió Podok.
—Hemos llegado, capitana —dijo Wkaxgini.
—La capitana ya no está al mando —dijo Cole—. A partir de ahora me dirigirá a mí todas sus preguntas y comentarios.
—¿Qué tengo que hacer, coronel Blacksmith? —preguntó el piloto.
—Obedezca al señor Cole —dijo Sharon—. Se ha puesto al mando. Capitana Podok, ¿puede venir por aquí, por favor?
—Pagará muy caro por esto, señor Cole —prometió Podok—. Y también sus conjurados, la coronel Blacksmith y el comandante Forrice.
«Sí —pensó Cole—. Probablemente lo pagaremos muy caro. Pero, por lo menos, cinco millones de nuevos argentinos no. Contando con que sobrevivamos a los próximos diez minutos...»
20
¡Christine, maldita sea, ¿aún no ha abierto un canal de comunicación con ellos?!
—Estoy emitiendo en casi dos millones de frecuencias distintas —dijo la teniente—. No me llega ninguna respuesta.
—¿Puede arreglarlo para que oigan mi voz?
—Sí, pero eso no significa que vayan a responder.
—Pero ¿podrán oírme? —insistió.
—Seguro que sí —dijo Christine—. No puede ser que no se comuniquen entre ellos. Nuestra retransmisión interferirá con las suyas, y por lo tanto me imagino que alguien lo oirá.
—De acuerdo, pues póngame en audio.
La teniente hizo un rápido ajuste.
—Adelante, señor.
—Les habla Wilson Cole, al mando de la nave Theodore Roosevelt, de la República. Es la nave que se encuentra entre ustedes y el planeta que nosotros llamamos Nueva Argentina, donde se halla el combustible del que ustedes quieres apropiarse. Les propongo un trato. —Guardó unos instantes de silencio mientras ponía orden en sus pensamientos—. Pueden llevarse ustedes todo el combustible que quieran de los depósitos... pero, a cambio, les exijo que se comprometan a no hacerles ningún daño a los habitantes del planeta. Si no aceptan el trato, destruiré Nueva Argentina, igual que he destruido Benidos II. Tienen noventa segundos para responder.
Le indicó por señas a Christine que cortara la transmisión de audio.
—¿Estaría usted dispuesto a hacerlo, señor?—preguntó Briggs.
—Claro que no —le dijo Cole—. Me he apoderado del mando de esta nave para impedir que Podok destruyera el planeta. Pero los teroni no lo saben. Sólo saben que acabamos de destruir un planeta de la República para que no pudiesen apoderarse del combustible y los he amenazado con hacerlo de nuevo.
—¿Cree que esto va a funcionar? —le preguntó Christine, con los ojos clavados en el ordenador, como si le exigiera a éste una respuesta.
—Pronto lo sabremos —dijo Cole. Levantó la voz—. Cuatro Ojos, que todas las armas estén a punto, por si acaso.
—Ya estaba todo a punto —dijo la voz del molario—. ¿Olvidas lo que hemos hecho hace tan sólo unos minutos?
—¡Un mensaje! —dijo Christine, emocionada, y se hizo el silencio en el puente.
—Les habla Jacovic, comandante en jefe de la Quinta Flota Teroni. El acuerdo que nos ofrece es aceptable.
—Activa de nuevo el audio —le dijo Cole a Christine. Y luego—: Les habla Wilson Cole. Nos retiraremos y permitiremos que aterricen en el planeta. «Como si pudiéramos impedírselo», añadió en su fuero interno. Le hizo de nuevo una señal a la teniente para que cortara el audio.
—Piloto, sáquenos de aquí a toda velocidad, hasta el agujero de gusano más próximo, y no me importa para nada adonde nos lleve con tal de que salgamos del Cúmulo de Casio.
—Sí, señor —dijo Wkaxgini.
—No creo que nos hicieran nada —dijo Briggs—. Después de todo, han aceptado nuestro acuerdo.
—Quizá no se haya enterado usted, teniente —dijo Cole, sin apartar los ojos de la pantalla donde aparecían las naves teroni acercándose a Nueva Argentina—, pero el acuerdo no decía que la Teddy R. pudiera marcharse de aquí.
—Vamos a entrar en el agujero de gusano dentro de cuarenta y cinco segundos —anunció Wkaxgini.
—¿Saldremos fuera de este cúmulo? —preguntó Cole.
—No está plenamente descrito en los mapas, pero parece que nos llevará a medio camino de Antares.
—¿Me equivoco —dijo Sharon— o tres de sus naves se han separado de la formación principal y vienen por nosotros?
—No se acercan a velocidad de persecución —dijo Cole—. Creo que lo único que quieren es asegurarse de que no hagamos nada raro.
—Treinta segundos —anunció Wkaxgini.
—¿Quieres que les mandemos un regalito de despedida? —preguntó la voz de Forrice.
—¡No! —exclamó Cole—. ¡Si tan sólo una de esas naves lograra escapar, la puta flota vendría entera detrás de nosotros por el agujero de gusano!
—Diez segundos.
—No aceleran —dijo Sharon—. Creo que esto terminará bien.
Y entonces, de repente, entraron en el agujero de gusano.
—Bueno —dijo Sharon, y exhaló un suspiro de alivio—, parece que hemos sobrevivido.
—El verdugo de la horca va a estar muy contento —dijo Cole—. Ah, no, espera, que últimamente a los amotinados se les fusila.
21
Dos guardias armados escoltaron a Cole hasta la sala de reuniones. Forrice ya estaba allí, también bajo custodia, y se había sentado junto a una mesa oval de gran tamaño. Uno de los guardias que acompañaban a Cole le indicó a éste que se sentara también. Un hombre de mediana edad con el rango de mayor entró en la sala, se sentó y encendió un cigarrillo sin humo. A continuación sacó un par de ordenadores pequeños que había traído en un maletín y los colocó sobre la mesa.
—Será mejor que no empecemos hasta que haya llegado la coronel Blacksmith —dijo el mayor—. Espero que los estén tratando bien.
—El condenado se ha comido un buen número de últimos ágapes —le replicó secamente Cole.
—Llevaba tanto tiempo en la nave espacial que me ha costado adaptarme a la gravedad —añadió Forrice.
—Sí, aquí es muy fuerte —admitió el mayor—. Uno punto cero en la Escala Estándar Galáctica. En circunstancias normales, este juicio se celebraría en Deluros VIII pero, a la vista de la controversia generada en torno a este caso, la Armada ha decidido que el procedimiento tuviera lugar en el sistema Timos.
Sharon llegó acompañada por dos guardias.
—¡Ah! Coronel Blacksmith —dijo el mayor—. Siéntese, se lo ruego. —Cuando Sharon se hubo sentado, el mayor se volvió hacia los guardias—. Pueden salir. Aguarden tras la puerta, por favor.
—Nos dijeron que no nos separáramos de los presos —dijo uno de los guardias.
—Soy su abogado y quiero hablar privadamente con ellos. Consúltenlo con sus superiores y luego déjennos en paz, por favor.
El guardia que había hablado salió un momento de la sala y luego volvió a entrar.
—Le pido disculpas, señor. Tan sólo cumplíamos órdenes. —Luego se volvió hacia sus compañeros—. Vamos. Esperaremos fuera como nos ha solicitado.
En cuanto los soldados hubieron abandonado la sala, el oficial habló de nuevo.
—Tendríamos que presentarnos. Soy el mayor Jordán Baker y voy a representarles ante el consejo de guerra.
—¿Sacó usted la pajita más corta? —le respondió Cole con una sonrisa irónica.
—Tengo la esperanza de que en el mismo día en que empiece el juicio consigamos un veredicto de inocencia —respondió.
—No querría inculcarle prejuicios contra su cliente —dijo Cole—, pero es que ciertamente relevé a la capitana Podok de su mando contra la voluntad de ésta.
—Y, con ello, salvó cinco millones de vidas —dijo Baker. Golpeteó uno de los ordenadores con los dedos—. Tenemos el registro holográfico completo, por lo que nadie puede negar lo que ocurrió. Creo que saldrá usted de ésta mejor parado que la capitana Podok.
—Es un consuelo —dijo Cole—. ¿Podría preguntarle cómo es que van a juzgar también a la coronel Blacksmith y al comandante Forrice? Actué por decisión propia y de nadie más.
—Podok ha presentado cargos por motín contra los tres —respondió Baker—. La coronel Blacksmith lo apoyó a usted.
—¡Pero si ni siquiera estaba allí! —exclamó Cole—. Pensaba que había visto usted los holos.
—Los he visto —le respondió Baker—. En un determinado momento, cuando usted y la capitana Podok dieron órdenes contradictorias, el piloto le preguntó a la coronel Blacksmith a cuál de los dos tenía que obedecer, y la coronel le respondió que era usted quien estaba al mando.
—Y lo estaba —dijo Cole—. En ese momento la situación se había resuelto en mi favor.
—¿Ah, sí? —dijo Baker—. ¿Y si la coronel le hubiese dicho al piloto que tenía que obedecer a la capitana Podok? ¿Cree que el piloto habría seguido igualmente las órdenes que le daba usted?
—No —reconoció Cole—. No, no lo habría hecho.
—Por eso la van a juzgar —dijo Baker—. La acusación presentada contra el comandante Forrice no queda tan clara. Se fundamenta en que, casi inmediatamente después de tomar el mando, contactó usted con él y le explicó lo que había hecho. El comandante le pidió que repitiera lo que había dicho, usted se lo repitió, y él no trató en absoluto de disuadirlo. —El abogado calló por unos instantes—. Pero no tratar de disuadirlo no es lo mismo que apoyarlo explícitamente, como hizo la coronel Blacksmith.
—Si alguien me lo hubiera preguntado, habría dicho que ya era hora de que el comandante Cole se pusiera al mando de la nave —dijo Forrice.
—Entonces, ha tenido usted suerte de que nadie se lo preguntara —dijo Baker.
—¿Qué le sucederá a Podok? —preguntó Sharon—. Al fin y al cabo, fue ella la culpable de la muerte de tres millones de benidottes.
—Se va a formar una comisión de investigación —respondió Baker—. Me imagino que dirá que sus órdenes fueron malinterpretadas y no habrá acusación criminal. Pero, por supuesto, no volverá a comandar una nave en toda su vida. No pueden respaldar una decisión como ésa.
—Así que Podok mató a tres millones de criaturas inteligentes y saldrá de ésta con una amonestación, mientras que a nosotros nos amenazan con la pena de muerte por haber salvado a cinco millones, ¿no? —dijo Sharon.
—La acusación ha solicitado la pena de muerte tan sólo para el comandante Cole —dijo Baker—. Han pedido sentencias menores para usted y para el comandante Forrice.
—¿Estarían más contentos si el comandante Cole hubiera permitido que Podok destruyera Nueva Argentina?
—¿Quiere saber la verdad? Probablemente, sí. En ese caso habrían tenido que enfrentarse tan sólo a una decisión difícil, en vez de a cuatro.
—Yo pienso que tres de las decisiones son muy fáciles —dijo Sharon—. Hemos salvado cinco millones de vidas.
—Acudieron ustedes directamente a la Comandancia de la Flota y los trasladaron al instante a Timos III —dijo Baker—. Durante todo este tiempo han estado incomunicados.
—¿Y qué?
—Que la primera actuación oficial del comandante Cole como capitán de la Theodore Roosevelt fue invitar al enemigo a apropiarse del combustible almacenado en nuestros depósitos de Nueva Argentina.
—Y con ello salvé cinco millones de vidas.
—Usted no sabe si los teroni habrían destruido el planeta. Lo más probable sería que hubiesen destruido la Theodore Roosevelt, se hubieran llevado lo que necesitaban con un mínimo empleo de fuerza y se hubieran marchado. —Calló por unos instantes—. Lo que no sabe usted es que la Quinta Flota Teroni procedió entonces a destruir instalaciones militares en siete planetas de la República. Sus bombardeos no fueron selectivos.
—¿Cuántos muertos hubo?—preguntó Cole.
—No tantos como los que evitó usted en Nueva Argentina... pero los teroni todavía se hallan en el espacio, todavía emplean nuestro combustible y todavía matan. —Baker miró fijamente a Cole—. Esa cuestión saldrá durante el juicio. ¿Cómo va a responder?
—Teníamos una sola nave enfrente de doscientas. No es que decidiéramos entre destruir la flota teroni, o comportarnos como buenos vecinos y permitir que se adueñaran del combustible. Tuvimos que decidir entre destruir el combustible con todos los seres vivos del planeta, o dejar que se apoderaran de él.
—¿No habrían podido destruir el combustible sin causar daños en el planeta?
Cole negó con la cabeza.
—Era material fisible. Si lo hubiéramos hecho explotar, la radiactividad habría impedido toda vida en el planeta durante varios siglos.
—De acuerdo —dijo Baker—. Tenga muy presente esa argumentación, porque le aseguro que la cuestión saldrá durante el juicio. —Se volvió hacia Sharon—. Coronel Blacksmith, preferiría no tener que hacerle preguntas de carácter personal, pero no me queda otro remedio: ¿Tenía usted relaciones íntimas con el capitán Cole?
—Si las tuve, no pienso reconocerlo. No queda ninguna constancia de ello.
—Estoy convencido de que no, porque la directora de Seguridad era usted misma. Pero sí quedaron registradas ciertas bromas de carácter indiscreto que usted no hacía con nadie más. —Baker la miró a los ojos—. El fiscal se lo preguntará cuando se encuentre bajo juramento. Si sale con evasivas, o con matices, darán por sentado que se acostaba usted con él, y juzgarán a partir de ahí todos los comentarios que haga luego en defensa de la actuación del comandante.
—No necesito que nadie hable en defensa de mis acciones —lo interrumpió Cole—. Tienen las grabaciones de todo lo que ocurrió en el puente. No me hice con el control de la nave ni siquiera después de que Podok destruyera Benidos. Le rogué que no hiciera lo mismo con Nueva Argentina. Le di todas las oportunidades posibles para que cambiara de decisión. Le advertí de lo que sucedería si trataba de destruir Nueva Argentina. Tras hacerme con el mando, no los abandoné ni a ella ni a sus partidarios en un planeta desierto. Ordené que la Teddy R. se dirigiera de inmediato a la Comandancia de la Flota, liberé a Podok y me entregué a las autoridades navales. Volvería a hacer todo lo que hice desde el momento en el que atacó Benidos II.
Baker los fue mirando a uno tras otro.
—Está bien —dijo—. Ambas partes prestarán declaración durante los dos próximos días, y me imagino que el juicio empezará dentro de una semana. Usted es uno de nuestros grandes héroes, comandante. La Armada querría aclarar este asunto con rapidez. —Guardó unos instantes de silencio—. Si alguno de ustedes deseara que lo representase otro abogado, la Armada se lo proporcionará gustosamente.
—No, ya nos parece bien usted —dijo Cole. Y luego, tras unos momentos de silencio—: ¿Ha participado en alguna otra ocasión en un juicio por motín?
—Comandante Cole, usted es el primero que se amotina en la Armada desde hace más de seis siglos.
22
Baker entró en la celda de Cole.
—¿Qué tal le tratan? —preguntó.
—No habrá venido hasta aquí tan sólo para preguntarme eso...
—No, vengo a decirle que he conseguido que retiraran los cargos contra el comandante Forrice. —Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro—. Sabía que no lograrían mantenerlos. No importa lo que usted le dijera: él no respondió nada.
—¿Y qué hay de Sharon?
—¿La coronel Blacksmith? Irá a juicio con usted. No puede negar que fue ella la primera en reconocerlo como mando supremo de la Theodore Roosevelt. —Calló por unos instantes—. Pero su destino depende totalmente del suyo. Si quieren condenarla por participación en un motín, tendrán que empezar por considerarle amotinado a usted.
—¿Cómo pinta la cosa?
—Tendremos que contar con un montón de problemas adicionales, como el trato que hizo con el enemigo y las acciones emprendidas por la flota teroni después de obtener el combustible; pero, si consigo que la discusión se centre en su actuación principal, en la salvación de cinco millones de vidas, creo que lograré el triunfo.
—Hace un par de días parecía usted más confiado.
—Hace un par de días aún no se sabía el nombre del fiscal —le respondió Baker—. Va a ser el coronel Miguel Hernández.
—Nunca había oído hablar de él.
—Ni tiene por qué —le dijo Baker—. Nunca en su vida lo habían sometido a un consejo de guerra. Miguel Hernández es el mejor fiscal que tiene la Armada. —Arrugó el entrecejo—. No sé cómo es que está aquí.
—Será porque no puede participar en el juicio desde otro lugar.
Baker negó con la cabeza.
—No me refiero a eso. La Armada debería estar interesada en que usted se librara de los cargos. Lo que hizo estuvo bien. Salvó muchísimas vidas. No obligó a la capitana a pasar por la plancha, o lo que sea que hagan hoy en día. Tuvo usted una conducta honorable... y, por otra parte, es el oficial más condecorado de este Ejército. Entonces, ¿cómo es que envían contra usted a un hombre que, joder, no ha perdido un solo caso en quince años?
—Esperemos que lo hayan hecho de cara a la prensa —dijo Cole.
—Podría ser —dijo Baker—. Pero igualmente lo encuentro preocupante. Si alguna vez en mi vida he visto un caso en el que tendrían que emplear a un fiscal novato, es éste.
—No tiene sentido que nos preocupemos ahora por eso —dijo Cole—. ¿Cuándo empezarán a tomar declaraciones?
—La capitana Podok, la teniente Mboya y el teniente Briggs han declarado ya, y creo que ahora mismo le están tomando declaración a la coronel Blacksmith.
—¿No tendría que estar usted allí para asesorarla? —le dijo bruscamente Cole.
—Un miembro de mi equipo está con ella —le respondió Baker—. Esto no es un procedimiento civil, comandante. Lo que podamos hacer durante la declaración del acusado tiene unos límites muy precisos. En cualquier caso, me han dicho que a usted le tomarán declaración mañana. Trataré de estar allí.
—No se moleste —dijo Cole—. No tengo nada que esconder, ni nada de lo que deba avergonzarme. Pienso responder con sinceridad a todas y cada una de las preguntas.
—Normalmente, ésa es la mejor política.
—¿Cuándo será el juicio a Podok?
—Dentro de tres días, pero el resultado es previsible: la degradarán al rango inmediatamente inferior y le permitirán reincorporarse al servicio activo.
—Espero que no regrese a la Teddy R.
—No es probable.
—¿Y de verdad que saldrá de ésta con un cachetito?
—Así parece, pero eso no excluye que quede muy resentida por haber perdido el rango de capitana. Estos días se está poniendo las botas. Le dice a la prensa que usted se hizo con el mando de la nave porque se negaba a recibir órdenes de una polonoi.
—¡Será una broma! —exclamó Cole—. ¿De verdad que ha dicho eso?
—Sí, y lo sigue diciendo. Creo que aquí dentro no puede ver usted los holos de las noticias.
—Espero que la prensa haya dicho que eso es una chorrada.
—Pues no, no lo han dicho. Para empezar, los presos no tienen derecho de réplica en la prensa.
—Pero, aun así—dijo Cole—, debe de haber docenas de miembros de la tripulación que...
—Usted se amotinó —lo interrumpió Baker—. Podok les ha dado un motivo que explica sus acciones, un motivo que le pone a usted bajo una luz desfavorable, y, por lo tanto, bajo una luz favorable para ella. En todas las ocasiones en que un miembro de la tripulación trata de explicarles que el comandante Cole no es racista, siempre hay algún reportero que señala que le han puesto a usted entre rejas por haberle quitado el mando a una polonoi.
—Sí, ese tipo de historias le encanta a la prensa, ¿eh? —dijo Cole—. Les encanta todo lo que les confirme en su creencia de que todos los miembros del Ejército son maníacos homicidas, o violadores, o racistas.
—Esto pasará tan pronto como se celebre el juicio —dijo Baker—. ¿Quién sabe? Hasta es posible que le den otra medalla por lo que hizo y vuelva a ser el niño bonito de la prensa. —De repente, sonrió—. Como soy su abogado, he estudiado con sumo detalle toda su carrera. A mí me parece que se ha valido usted de los medios de comunicación para lograr sus propósitos, igual que ellos se han valido de usted para lograr los suyos.
—Mis propósitos no han consistido nunca en el provecho personal.
—¿Cree usted que a ellos les importa?
—No —reconoció Cole—. Si les importara, no serían tan maleables.
—Bueno —dijo Baker—, tan sólo quería hablarle del comandante Forrice. Será mejor que vuelva al trabajo. Aún tengo que preparar dos defensas.
—Gracias por venir—dijo Cole.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, comandante?
—¿Sería posible que alguien viniera a visitarme?
—¿Está interesado en alguien en particular?
Cole negó con la cabeza.
—No, solamente alguien de la Teddy R. que tuviera algún interés por venir a verme. Me gustaría ver a Forrice y felicitarlo por haberse librado de los cargos, pero tengo la impresión de que si pregunto expresamente por alguien, no permitirán que venga.
—Eso es muy probable —confirmó Baker—. Veré lo que puedo conseguir.
—Gracias —dijo Cole—. Y si no me permiten ningún holo, trate de proporcionarme un par de libros de esos anticuados de papel.
—Haré cuanto pueda —dijo Baker. Se plantó frente al campo de fuerza, y entonces uno de los guardias pulsó un panel de control y creó una abertura momentánea para que pudiese salir.
Cole se pasó las dos horas siguientes esforzándose en recordar incidentes dispersos que hubieran tenido lugar durante su breve estancia en la Teddy R. y que pudieran ayudarle en el juicio. Pero al final lo dejó correr. No podía creer que sus acciones no estuvieran justificadas, y estaba seguro de que un tribunal militar razonable no sólo le daría la razón, sino que también le concedería una Mención Honrosa.
Estaba a punto de tumbarse en el tosco camastro para echar una cabezada cuando el campo de fuerza centelleó brevemente y se abrió para dejar pasar a Forrice.
—He oído las buenas noticias —le dijo Cole—. Felicidades.
—Todo esto es absurdo —dijo el molario—. Si me hubieran dejado tiempo para hablar entre pregunta y pregunta, les habría dicho que tendrías que haber sido tú quien se hiciera cargo de la nave desde el mismo día en el que Fujiama murió.
—Si tú no se lo has dicho, yo tampoco se lo voy a decir —le respondió Cole con una sonrisa maliciosa.
—¿Has oído lo que cuenta sobre ti nuestra amada ex capitana?
—Sí.
—Por la cara que pones, no parece que te moleste mucho.
—¿Pues qué quieres que diga la tía esa... que tuve excelentes motivos para quitarle el mando y que me tendrían que otorgar una Mención Honrosa por mi buen criterio?
—Durante algún tiempo conseguirá que se la crean —dijo Forrice—, pero tarde o temprano la prensa descubrirá lo que realmente ocurrió en Benidos II y entonces la crucificarán.
—Eres molario —dijo Cole—. ¿Qué diablos vas a saber tú sobre la crucifixión?
—Sé que vuestros pintores más importantes parecían fascinados por ella.
—Creo que les fascinaba un poquito más el hombre que era crucificado en todos esos cuadros.
—Vete a saber...
—En cualquier caso, me alegro de que estés libre.
—Estoy seguro de que lograrás desmentir las acusaciones —dijo Forrice, confiado—. Pero preferiría que Podok dejase de difundir mentiras por la prensa.
—Los medios de comunicación sacan más tajada de las mentiras y las insinuaciones que de la verdad —dijo Cole—. Luego, cuando todo el mundo haya perdido interés en esta historia, publicarán un desmentido. Y luego no entenderán por qué la persona a la que han calumniado todavía los pone a parir.
—Hablas como si fueran todavía más corruptos que la prensa molaria.
—Así funciona el mundo. Todos los abogados, al inicio de su carrera, buscan justicia, y al final sólo buscan éxitos. Todos los médicos, al principio, quieren salvar a los pacientes, y cuando terminan sólo quieren proteger sus inversiones. Y todos los periodistas, cuando empiezan, buscan la verdad, y al final sólo buscan la máxima tirada.
—Me alegro de que tú no te hayas transformado en un cínico amoral —dijo Forrice, y ululó una carcajada.
—Eso se lo dejo a las razas inferiores contra las que tengo prejuicios, empezando por los molarios.
Forrice ululó una vez más.
—No te importará que te cite ante la prensa, ¿verdad? Han descubierto que te tienen encerrado aquí y se pasan todo el día en vela frente al edificio.
—Toda ayuda me vendrá bien —dijo Cole—. Invítales de mi parte a tomar algo.
—No tengo dinero suficiente —dijo el molario—. Debe de haber unos cien.
—¿Unos cien? En estos momentos estamos en guerra. ¿No tienen nada mejor que hacer?
—Se han olido la noticia —le respondió Forrice—. Ahora resulta que el héroe, de pronto, es un amotinado y un racista. Y ya me dirás si a alguien le gusta leer noticias sobre la guerra. Esta noticia es más jugosa, y si pudieran demostrar que has violado a Sharon Blacksmith, o a Rachel Marcos, o, todavía mejor, a una polonoi, serías su éxito del año.
—Cuánto lamento tener que defraudarles —dijo Cole—, pero un día de la próxima semana, hacia el mediodía, me presentaré ante el tribunal y saldré libre un par de horas más tarde.
—Podría ser que, en vez de invitarles a tomar algo, les diera un tema para escribir. ¿Por qué tendrían que esperar hasta el día del juicio para saber lo que su nueva héroe pensaba hacer con Nueva Argentina?
—¿Y para qué vamos a molestarnos? —repuso Cole—. Eso no tendría ninguna influencia sobre el juicio. El tribunal ya sabe por qué me puse al mando de la nave.
—Pero yo me sentiría mejor —le respondió Forrice—. A propósito, ¿tienes decidido si volverás al Ejército?
—No lo he dejado —le respondió Cole—. ¿Quién está al mando de la Teddy R. ahora mismo?
—Nadie —le respondió el molario—. La nave está estacionada en este planeta. Es evidente que no le devolverán el mando a Podok y tampoco creo que vayan a hacerte capitán como recompensa por haberte rebelado. Me imagino que le asignarán un nuevo capitán.
—¿Y no podrían nombrarte a ti?
—No quisieron nombrarme primer oficial o segundo antes del motín, ¿te acuerdas?
—Yo, en tu lugar, estaría muy enfadado.
—Cuando me haya cansado de estar furioso por lo que os han hecho a Sharon y a ti, me pondré furioso por mí.
—No he visto a Sharon desde la primera reunión con el mayor Baker —dijo Cole—. Hazme un favor y ve a visitarla cuando te marches de aquí. Seguro que se siente muy sola.
—Me encantaría. Y, cuando regrese a la nave, les diré a los demás que ambos tenéis ganas de recibir visitas.
—¿Alguno de ellos estará en el juicio?
—Por lo que sé, sólo tendrán que comparecer Christine Mboya, Malcolm Briggs y el piloto de nombre impronunciable. No existe constancia de otros testigos directos.
—Tienen a su disposición grabaciones holográficas de todo el maldito incidente. Me pregunto para qué querrán testigos.
—Ni idea —le respondió Forrice—. Pero lo mismo me ocurre con casi todas las decisiones de los altos cargos.
—Bueno, dentro de unos días habremos salido bien de este juicio y luego todo volverá a la normalidad.
Cole debería haber imaginado que no le sería tan sencillo.
23
El guardia entró en la celda.
—Comandante Cole, acompáñeme, por favor.
—¿Para qué? —le preguntó Cole—. El juicio no empieza hasta dentro de dos días.
—Me han ordenado acompañarle a la sala de reuniones.
Cole se levantó y se dirigió a la puerta.
—Guíeme —dijo.
—Lo siento, señor, pero no se me permite darle la espalda a un preso. Tendrá que ir usted delante.
—Lo que usted me diga.
—La verdad es que hay algo que sí querría decirle, señor.
Cole se detuvo y se volvió hacia él.
—¿De qué se trata?
—Conozco su historial, señor, y sé muy bien lo que ocurrió a bordo de la Theodore Roosevelt. En su día juré que cumpliría las órdenes que me dieran, pero quiero decirle que me avergüenzo de tener que cumplir ésta. Deberíamos nombrarle a usted almirante, en vez de juzgarlo por motín.
—Le agradezco su solidaridad, sargento... —dijo Cole.
—Sargento Luthor Chadwick, señor. Simplemente quería decírselo.
—Muchas gracias.
Cole caminó en la dirección indicada. Al llegar a una bifurcación en el corredor, se detuvo.
—Sólo he estado una vez en la sala de reuniones, sargento. No recuerdo hacia dónde hay que ir.
—Hacia la izquierda, señor. —Gracias.
Cole anduvo un trecho más allá, finalmente recordó el camino y aceleró el paso hasta llegar a la sala de reuniones, donde se encontró con que lo aguardaban Jordán Baker y Sharon Blacksmith. El guardia de Sharon se hallaba fuera de la sala, a un lado de la puerta, y el sargento Chadwick se apostó al otro lado. La puerta se cerró de golpe en cuanto Cole hubo entrado.
—¿Qué sucede? —preguntó Cole—. ¿Es que se han decidido a sobreseer el caso antes del juicio?
—Tome asiento, comandante —dijo Baker con cara de preocupación. Cole se sentó al lado de Sharon.
—¿Sabes de qué va todo esto? —le susurró. La mujer negó con la cabeza.
—Nos enfrentamos a un serio problema, comandante. Lo que parecía un caso simple y sencillo que, casi con certeza, se iba a resolver en su favor, se ha metamorfoseado en un caso simple y sencillo que, casi con certeza, se resolverá contra usted.
—No ha cambiado nada —dijo Cole—. En el caso de que hayan presentado pruebas falsas, todos los que se hallaban en el puente pueden testificar.
—Nadie ha presentado ninguna prueba falsa —dijo Baker—. Esto no tiene nada que ver con ninguna prueba.
—Entonces no puede tratarse de un problema tan serio como dice usted.
—¿Quiere que le explique lo serio que es? —dijo Baker—. Acabo de recibir una oferta de parte de Miguel Hernández. Si acepta usted declararse culpable, pedirá cadena perpetua, en vez de la pena de muerte, y retirará todos los cargos contra la coronel Blacksmith.
Cole se relajó visiblemente.
—Interpreta usted mal la situación, mayor. Lo que ocurre es que están desesperados. Si ese hombre creyera que puede demostrar mi culpabilidad, no se le habría ocurrido ofrecerme un acuerdo.
—Lo hace por mera generosidad, comandante. La Armada no puede permitirse que quede usted libre.
—¿De qué me está hablando? —le preguntó Cole—. No ha cambiado nada. Usted mismo acaba de decirlo.
Baker negó con la cabeza.
—No, comandante. Lo que le he dicho es que las pruebas no han cambiado.
—De acuerdo, pues explíquemelo usted —dijo Cole—. Cuénteme qué diablos sucede.
—Sus amigos en los medios de comunicación han tenido la culpa.
—¿Qué pintan ellos en este asunto?
—Los detalles de lo que había ocurrido durante el motín estaban a punto de hacerse públicos —dijo Baker—. Pero se hicieron públicos en el peor de los momentos.
—En algún momento irá usted al grano, ¿verdad que sí?
—¿Recuerda que hace unos días la capitana Podok apareció en los titulares? ¿Que lo acusó a usted de racismo? —dijo Baker—. Pues bien, los medios de comunicación se agarraron a esa historia y ahora están repitiendo a diestro y siniestro que usted no se amotinó mientras los tres millones de benidottes morían, sino que tan sólo se hizo con el mando de la nave para impedir que exterminara a cinco millones de humanos en Nueva Argentina.
—¡Yo no sabía qué diablos quería hacer Podok en Benidos! —exclamó Cole—. ¡Traté de frenar su orden, pero ya era demasiado tarde!
—Usted lo sabe, yo lo sé, y todos los que han visto el registro en holo también lo saben —dijo Baker—. Pero, según los medios de comunicación, la noticia no es que usted salvara a cinco millones de humanos en Nueva Argentina, sino que el amotinado racista que odiaba a su capitana polonoi no hizo nada, no levantó un solo dedo para salvar a tres millones de benidottes.
—¿Y están contando esa infamia como si fuera verdad? —preguntó Sharon.
—Han logrado que la mitad de la República se lo crea... y la otra mitad todavía no lo ha oído —respondió Baker—. Si aún hubiera linchamientos, la turba se estaría reuniendo ahora mismo frente a este edificio. —Calló por unos instantes—. La presión que ahora mismo sufre la Armada es tan fuerte que no podrán exonerarle. No importa lo que se vea en las pruebas, y tampoco importan en absoluto las circunstancias... tienen que declararle culpable. Y si no lo hacen... seguramente ha leído usted lo que suele ocurrir cuando el pueblo retira su apoyo a una guerra antes de que el enemigo deje de disparar.
—¿Y si les cuento lo que sucedió realmente? —preguntó Cole—. La noticia sería igualmente buena, incluso mejor, porque sería cierta.
—Tal vez le habría funcionado si hubiese hablado con ellos antes que Podok, antes de que se enteraran de lo que sucedió en Benidos y le inyectaran sensacionalismo... pero todo lo que diga ahora parecerá un intento de excusarse, o de ocultar la verdad. Además, le han sacado mucho rendimiento a esta historia. Si ahora se descubriera la verdad, quedarían como unos idiotas y unos crédulos.
—¡Porque son unos idiotas y unos crédulos! —exclamó Sharon.
—Mientras la opinión pública no lo sepa, les da igual lo que usted piense, coronel —dijo Baker.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Sharon—. Conozco el historial de Wilson Cole. Ha trabajado con no humanos durante toda su carrera. Ha arriesgado la vida por ellos una y otra vez. Diablos, si hasta conoce usted a su mejor amigo... un molario.
—Usted querría que esta galaxia fuera perfecta —dijo Baker, fatigado— y yo, en estos momentos, trato de enfrentarme a la que existe de verdad. —Se volvió hacia Cole—. La Armada sabe que su actuación fue correcta, comandante. Por eso le han ofrecido un trato. La coronel Blacksmith quedará libre, y usted, por lo menos, no tendrá que morir.
—¿Y si les digo que no? —preguntó Cole.
—El juicio se celebrará y no podrán resistirse a la presión de los medios de comunicación. Le declararán culpable y lo ejecutarán. Es así de sencillo.
—¿Y no habrá nadie —la almirante García, el general Chiwenka, el secretario de la República— que diga una palabra en mi defensa?
—No, no lo harán, si es que quieren seguir siendo, respectivamente, almirante, general y secretario de la República mañana por la mañana —le respondió Baker.
—Ahora me pregunto por qué diablos me he jugado tantas veces el pellejo por ellos —dijo Cole—. No puedo demostrarlo, pero mis entrañas me dicen que ese comandante teroni que se llamaba Jacovic es más honorable que toda la puta jerarquía de la República.
—Apostaría por ello —dijo Sharon, sin hacer ningún esfuerzo por esconder su rabia.
—¿Quieren que los deje solos un rato para que puedan discutir la propuesta del Ministerio Fiscal? —preguntó Baker—. Puedo dejarles aquí a los dos y regresar dentro de una hora.
—No —dijo Cole—. Comuníqueles que acepto.
—¡Wilson! —gritó Sharon—. ¡ No puedes hacer eso!
—Si rechazo la propuesta, me matarán, y a ti te meterán en la cárcel. Si acepto, me meterán a mí en la cárcel y a ti te dejarán libre. Está claro lo que hay que hacer.
—¡Lucha! —dijo la mujer—. Oblígales a que hagan entrar a la prensa en la sala. ¡Obliga a los malditos medios de comunicación a decir la verdad!
—Es absolutamente imposible que permitan el acceso de los medios de comunicación a este consejo de guerra —dijo Baker—. Les garantizo que no van a consentir que los medios difundan una imagen desfavorable de la Armada.
—¡No es justo! —insistió ella.
—No malgastes aliento, Sharon —dijo Cole—. He aceptado su oferta. Ahora eres libre. Regresa a la nave.
—¡Y tú vivirás en la cárcel, en la deshonra, por el único delito de haber salvado cinco millones de vidas! —le respondió ella—. ¿A ti te parece que eso es justo?
—Este consejo de guerra no trata de hacer justicia —le dijo Cole—. Es una cuestión de supervivencia. Si sobrevivo, muchos de los que están en lo más alto no sobrevivirán. Y en cambio, si ellos sobreviven, yo no. Y como son ellos quienes tienen la sartén por el mango...
—¡Cállate de una vez! —gritó Sharon—. ¿Es que no tienes dignidad?
—Sí, y muy pronto lo verás —le respondió él, en tono lúgubre—. He aceptado el trato para que te dejen libre. Ahora lárgate de aquí antes de que piensen que han sido demasiado generosos. Si nos pusieran a los dos contra el paredón, cuatro de cada cinco personas aplaudirían, y la quinta pensaría que no hemos sufrido bastante.
Sharon lo miró enfurecida, pero no le respondió.
—Bueno, en realidad, la coronel Blacksmith no podrá regresar de inmediato a la Theodore Roosevelt —dijo Baker—. Tengo que comunicarle su respuesta a Hernández, esperar a que me imprima los documentos y traérselos para que usted los firme. Sólo entonces podrá marcharse.
—Está bien, mayor. Puede ir ahora mismo.
—De acuerdo —dijo Baker, y se puso en pie—. Les diré a sus guardias que vuelvan a conducirles a sus celdas.
—Quisiera que me hiciese dos favores, mayor.
—¿Sí?
—Probablemente va a ser la última vez en mi vida que vea a la coronel Blacksmith y me gustaría pasar unos minutos con ella. ¿Podría decirles a los guardias que estamos sopesando la oferta? Cuando regrese, dígales que ha traído los papeles por si nos decidíamos a firmarlos.
Baker asintió.
—Sí, desde luego, no habrá ningún problema con eso, comandante. Lamento de verdad no haber tenido la posibilidad de ganar este caso. No habría sido difícil —añadió tristemente—. ¿Cuál era el otro favor?
—Estoy seguro de que llevará usted bolígrafo y hojas de papel en el maletín. ¿Podría dejármelos hasta que regrese? Querría escribir una nota para la tripulación, para agradecerles su apoyo. La coronel Blacksmith la llevará a su destino.
—Con mucho gusto —dijo Baker, y le entregó un bolígrafo a Cole. Sacó varias hojas de papel del maletín y las colocó sobre la mesa. Luego se volvió hacia la puerta, y, en cuanto ésta se hubo girado para dejarle pasar, salió al corredor y habló en voz baja con los guardias.
Entonces la puerta se cerró.
—Eres imbécil —le dijo Sharon.
—Me han llamado cosas peores —dijo Cole. Tomó una hoja de papel y se puso a escribir.
—¿A quién se lo voy a entregar? —le preguntó Sharon.
—Cuélgalo donde toda la tripulación pueda verlo —dijo—. Un buen lugar podría ser el comedor.
Escribió durante unos minutos y cuando hubo terminado le entregó la hoja a Sharon.
—Léela para asegurarte de que mi letra sea legible —dijo—. Si hay algo que no entiendas, indícamelo y haré lo posible por aclarártelo.
Sharon agarró la nota y leyó:
En el día de hoy he comprendido que no le debo más lealtad a la República que a la Federación Teroni. Por ello, no me siento obligado a respetar ningún acuerdo al que haya llegado con ella. No tengo la intención de aceptar mansamente la cadena perpetua.
Probablemente tardaré dos o tres años en encontrar el punto débil en su sistema de seguridad, pero al final escaparé de la prisión adonde me envíen. Una vez que esté libre, escaparé de la República en cuanto pueda y me dirigiré a la Frontera Interior. La República estará demasiado ocupada con su guerra como para emplear mucho tiempo y recursos humanos en la búsqueda de un único fugitivo, sobre todo porque para entonces mi historia ya no estará en el candelero.
Si alguien se entera de que he escapado y le apetece seguir mis pasos, el primer lugar a donde me dirigiré será Binder X. Pasaré veinte días allí. Cualquiera que desee venir conmigo será bienvenido.
—Cuando llegues a la nave, ve a mi camarote y llévate todo lo que quieras. Luego dile a Cuatro Ojos que puede quedarse todo lo que tú hayas dejado, salvo las cuatro medallas que guardo en un cajoncito. Quiero que las arrojéis al espacio tan pronto como la Teddy R. emprenda de nuevo el vuelo. Lamento haberte metido en esto, pero, aun conociendo el resultado, volvería a hacer lo mismo si me encontrara en las mismas circunstancias.
Sharon plegó la nota y se la guardó en el uniforme.
—Me encargaré de que la tripulación la vea —dijo.
—Gracias. Quiero que sepan cuánto les agradezco todo lo que hicieron por mí mientras estuve a bordo de la Teddy R.
—¿Tienes algún mensaje para Podok?
—Sí —dijo Cole—. Dile que odio a una sola polonoi.
Baker regresó unos minutos más tarde, puso frente a Cole el texto impreso del acuerdo, aguardó a que el comandante firmara, y luego lo recogió y se lo guardó en el maletín.
—Coronel Blacksmith —dijo—, puede regresar a su nave en cuanto quiera. No se mencionará el incidente en su historial, no se la degradará de su rango, y la suspensión de la soldada que se le impuso como parte del encarcelamiento también ha quedado anulada.
Sharon se puso en pie, saludó a la manera militar y se marchó sin mirar siquiera a Cole.
—¿Han decidido dónde voy a pasar el resto de mi vida? —preguntó éste en cuanto se hubo quedado a solas con Baker.
—Todavía no —respondió el mayor—. En un lugar remoto, estoy seguro. No querrán que los ciudadanos enfurecidos decidan matar por su cuenta a un héroe desacreditado.
—Qué bonito detalle —dijo secamente Cole.
—Probablemente volveré a verle una vez más antes de que se marche —dijo Baker—. Sólo quería decirle de nuevo cuánto lamento que esto haya tenido que terminar así.
—Probablemente, yo lo lamento todavía más —dijo Cole.
—¡Guardia! —llamó Baker—. Estamos listos para marcharnos.
El sargento Chadwick entró en la sala.
—¿Ha terminado usted, señor? —dijo.
—Sí, por eso le he llamado —dijo Baker.
—No me refería a usted, señor. Mi responsabilidad es sobre el comandante Cole.
—Hace cinco minutos ha renunciado a su cargo, sargento —dijo Baker—. Ahora no es más que el señor Cole.
—Para mí es algo más, señor—dijo Chadwick. Se volvió hacia Cole—: ¿Está usted listo para regresar a su habitación, comandante?
—Se refiere a mi celda.
—Sí, comandante.
—Sí, vamos. Será más acogedora que la sala de reuniones.
Mientras se marchaban por el pasillo, Cole buscó puntos débiles en las defensas del edificio. No esperaba encontrar ninguno, y, además, estaba convencido de que lo trasladarían al cabo de pocos días, pero pensó que le convenía adquirir el hábito de buscar posibles rutas de fuga.
Cuando hubieron llegado a la celda, Chadwick desactivó el campo de fuerza para dejarle pasar.
—Lamento mucho lo ocurrido, señor.
—Sí, lo sé —le respondió Cole—. Todo el mundo lo lamenta, pero nadie hace nada.
—Eso no es justo, señor. No soy más que un guardia de seguridad. ¿Qué quiere que haga?
—Aparte de dejarme escapar, nada —reconoció Cole. Entró en la celda—. Aún la veo algo pequeña. Creo que tendré que aprender a convivir con la claustrofobia.
El campo de fuerza zumbó al activarse y Cole se tendió sobre el estrecho e incómodo camastro, siempre con el pensamiento de que había dedicado toda su vida adulta al servicio de un Ejército que era capaz de tratarlo de aquel modo. Entonces, la habitación le pareció todavía más estrecha.
24
Cole sintió una mano en el hombro. Trató de ignorarla, pero el otro insistía en sacudirlo levemente.
—Despierte, señor —dijo un hombre en voz baja.
Cole abrió uno de los dos ojos.
—¿Qué hora es?
—Lo más oscuro de la noche, señor —dijo Chadwick—. Póngase en pie, por favor, y trate de no hacer ruido.
Cole se puso en pie.
—Está claro que deben de esperar la llegada de una turba asesina, porque, si no, no me trasladarían a estas horas.
—Sígame, señor, y, por favor, haga el mínimo ruido posible.
Chadwick desconectó el campo de fuerza y Cole lo siguió por el corredor en el que se hallaban las otras celdas, la mitad de las cuales estaban vacías. En cuanto hubieron llegado a la bifurcación que conducía a la sala de reuniones, Chadwick le hizo un gesto para que se detuviera. El sargento echó una cautelosa mirada, se cercioró de que el pasillo de la derecha estuviera vacío y le indicó a Cole que anduviera en esa dirección. Al pasar frente una sala grande y bien iluminada, Chadwick se detuvo y le habló a Cole en susurros:
—Espere hasta que me oiga charlar con ellos, y entonces pase de largo todo lo rápida y silenciosamente que pueda.
«Estamos en el área de calabozos de una base militar —pensó Cole, confuso—. ¿Acaso podemos encontrarnos con muchos peligros?» Sin embargo, llegó a la conclusión de que lo más acertado sería seguir las indicaciones de Chadwick. El sargento entró en la habitación y unas voces lo saludaron.
—Hola, Luthor—dijo alguien—. Hoy trabajas hasta muy tarde.
—¿Quieres llegar a teniente? ¿O simplemente haces horas extra para compensar que te dormiste el otro día? —le preguntó otro.
—Un poco de cada cosa —dijo Chadwick en tono desenfadado. Siguió bromeando con ellos, y al cabo de un minuto Cole pasó en silencio por delante de la puerta. Echó una ojeada adentro y vio que era una sala para el personal, y que Chadwick estaba al fondo y pregonaba una clasificación deportiva. Todo el mundo estaba pendiente de él y nadie prestaba atención a la puerta.
Cole anduvo hasta unos cinco metros más allá y luego se detuvo y aguardó. Chadwick apareció al cabo de treinta segundos, pasó por el lado de Cole sin decirle ni palabra y le hizo un gesto para indicarle que lo siguiera. Al cabo de poco llegaron a una salida y pasaron por ella. En el exterior aguardaba un aerocoche.
—Suba, comandante —dijo Chadwick.
Cole entró en el vehículo, y Chadwick, al cabo de un momento, subió también.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Cole.
—No muy lejos.
—¿Saldremos de la base?
—Al final, sí.
Cole no trató de sonsacarle más información a Chadwick y se acomodó en su asiento. Al cabo de pocos minutos llegaron al espaciopuerto del Ejército. Chadwick hizo el saludo militar a los guardias de la puerta y les presentó unos discos codificados, y así pudieron entrar.
—Ahora, baje, señor—dijo Chadwick.
Pampas aguardaba frente a la portezuela.
—Bienvenido, señor —dijo, y saludó.
—Pero ¿qué diablos es esto, sargento? —dijo Cole—. Yo había pensado que querían salvarme de una turba.
—Tenía usted razón a medias, señor —dijo Chadwick—. Lo hemos salvado.
—Por favor, señor, suba a la lanzadera —lo apremió Pampas—. No sé cuánto tiempo nos queda.
—¿La coronel Blacksmith los informó de nuestro acuerdo? —preguntó Chadwick, que también había bajado del aerocoche.
—Sí, lo hizo —dijo Pampas—. Por favor, acompañe al comandante hasta la lanzadera.
En cuanto estuvieron a bordo, Pampas ordenó que la lanzadera despegase. Al cabo de medio minuto se oyó una voz en la radio que exigía que regresaran al planeta.
—No han tardado mucho en darse cuenta, ¿verdad?—observó Pampas.
De pronto, los mecanismos de defensa de la nave se activaron.
—Bueno... o nos han disparado cerca de la popa a modo de advertencia, o es que tratan de derribarnos —dijo Pampas.
—Quizá podríamos acelerar un poco —propuso Chadwick, inquieto.
—En cuanto hayamos pasado de la estratosfera —le respondió Pampas—. Si antes de abandonarla aceleráramos hasta la velocidad de la luz, la fricción nos abrasaría. —Echó una ojeada al ordenador—. Otro disparo. Creo que se han enfadado de verdad con nosotros.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a la estratosfera? —preguntó Cole.
—Unos diez segundos, señor —dijo Pampas.
Fueron los diez segundos más largos de la vida de Cole pero, finalmente, dejaron atrás la atmósfera y aceleraron hasta la velocidad de la luz.
—Y ahora, ¿sería posible que alguno de vosotros me explicara lo que ocurre? —dijo Cole.
—Pienso que debería ser obvio, señor —dijo Pampas. Deceleró a velocidad sublumínica y señaló una de las pantallas, en la que se veía a la Teddy R., inmóvil en el espacio—. Bienvenido a casa, señor. Su nave lo aguarda.
—¿Sabéis cuántas leyes acabáis de infringir? —dijo Cole.
—Toda ley que le mande a usted a la cárcel y deje en libertad a Podok merece ser infringida, señor —repuso Chadwick.
—¿Por qué ha hecho esto? —preguntó Cole—. Ni siquiera forma usted parte de la tripulación.
—Se equivoca usted, señor —dijo Pampas—. El señor Chadwick es el nuevo director asistente del Departamento de Seguridad.
—Si ésa es la recompensa por soltarme, más le valdría que le hubierais pagado en metálico —dijo Cole mientras la lanzadera entraba en la nave nodriza.
Forrice los aguardaba en la escotilla.
—Me alegro de tu regreso, capitán —dijo con énfasis en esta última palabra—. Estos días han sido muy aburridos.
—El aburrimiento está a punto de terminar —dijo Cole—. ¿Ese piloto del nombre raro sigue a bordo?
—Sí.
—¡Pues dile que nos saque de aquí ahora mismo! —dijo Cole.
—¿Adonde iremos? —preguntó el molario.
—Adonde no haya llegado la República.
—Entonces creo que tendríamos que marcharnos a la Frontera Interior.
—Sí, eso estaría bien.
Forrice comunicó la orden al puente.
—Espero que todos los que han participado en esta acción comprendan que, una vez allí, no podremos regresar —dijo Cole.
—¿Y quién tiene ganas de regresar? —dijo una voz conocida—. Estamos en la Teddy R. porque somos gente problemática e insatisfecha, ¿lo recuerdas?
Cole se volvió y se encontró cara a cara con Sharon Blacksmith.
—Barrunto que esto ha sido idea tuya —dijo.
—Lo votamos.
—¿Y la mayoría fue amplia?
—Ganamos por unanimidad —dijo la mujer. Y sonrió con malicia—. Bueno, eso fue después de que dejáramos en Willowby IV a todos los que no estaban de acuerdo.
—¿Cuántos miembros de la tripulación siguen con nosotros?
—Treinta y dos, si contamos también a los oficiales. Pero el bedalio abandonó la nave, por lo que tendremos que buscarnos a otro médico.
—¿Y la teniente Mboya?
—Sigue aquí.
—¿Y Aceitoso?
—También está. Y, antes de que lo preguntes, también la teniente Marcos. Aún se le acelera la respiración al oír tu nombre. Te prepararé una lista completa cuando esté claro que sobreviviremos el tiempo suficiente para que puedas leerla.
—¡Puente! —dijo Cole en voz más alta—. Les habla el comandante... —se interrumpió un instante—. Les habla el capitán. ¿Detectan algún indicio de persecución?
—Todavía no, señor—le respondió Briggs.
—Infórmeme en cuanto se produzcan cambios en la situación.
—Sí, señor.
Se volvió de nuevo hacia Sharon.
—No puedo creer que todos vosotros hayáis abandonado vuestra carrera por mí.
—Pensamos más bien que la Armada nos ha abandonado a nosotros —respondió Sharon—. Llevamos una tripulación incompleta, pero todos sus miembros están dispuestos a dejar atrás todo lo que conocían para servir contigo. Pienso que esa decisión dice mucho sobre ellos. —Lo miró fijamente, con ojos brillantes—. Y creo que todavía dice más sobre nuestro capitán.
25
Se marcharon a toda velocidad. Dejaron atrás Binder X, dejaron atrás Walpurgis III, dejaron atrás Keepsake, y Peponi, y Nueva Rhodesia, y se adentraron más y más en la Frontera Interior. Finalmente, Cole ordenó que la nave se detuviera en la órbita de Nearco II, un mundo acuático deshabitado.
—Hace seis días que no hay indicios de persecución —le dijo a Forrice—. Creo que estamos a salvo.
—Pero, por otra parte, viajamos sin rumbo —dijo el molario.
—¿Sin rumbo?
—Una nave militar sin una guerra en la que luchar —le explicó Forrice—. A eso lo llamo yo «viajar sin rumbo.»
—He pensado en ello —reconoció Cole—. Y creo haber encontrado un posible rumbo.
—Y me imagino que me lo revelarás cuando llegue la plenitud de los tiempos —le dijo sarcásticamente Forrice.
—Tú mismo lo adivinarás —le dijo Cole—. Entre tanto, como ya no somos una nave militar, pienso que lo primero que tendríamos que hacer es retirar todas las insignias de la República que aún llevamos en el exterior de la nave.
—En ese mundo acuático no podríamos hacerlo —dijo Forrice—. Buscaré el planeta con oxígeno atmosférico más cercano.
—No será necesario —le respondió Cole—. Uno de los miembros de nuestra tripulación tiene cualidades excepcionales que le permiten trabajar en la frialdad y el vacío del espacio exterior.
Forrice le lanzó una mirada suspicaz.
—¿Quieres decir que has diseñado una nueva insignia?
—En todo caso, nueva para nosotros —respondió Cole—. Dile a Aceitoso que quiero que reemplace todas las insignias de la República que encuentre en el casco por otras en las que aparecerán una calavera y dos tibias cruzadas.
—¿Qué significan la calavera y las dos tibias?
—Aprecio deplorables lagunas en tu formación —dijo Cole—. Es el antiguo emblema de las naves piratas.
Forrice lo miró sin decir nada.
—Probablemente vamos a pasar aquí el resto de nuestra vida —le explicó Cole—. Tendremos que vivir de algo. Acabas de decirme que viajamos sin rumbo, pero eso está a punto de terminar.
De repente, las carcajadas alienígenas que ululaba el molario se oyeron por todo el puente.
—¡Hay algo que tengo que reconocer: servir a tu lado tiene muchas cosas buenas y también muchas cosas malas, pero nunca es aburrido!
—Eso es lo que ocurre cuando se vive en tiempos interesantes —dijo el nuevo capitán de la Teddy R.
APÉNDICE 1
Los orígenes del universo Birthright
Todo empezó en los años setenta. Carol y yo habíamos ido a ver una película tremendamente mala en un cine de nuestra zona, y más o menos hacia la mitad murmuré: «¿Qué hago yo perdiendo el tiempo aquí cuando podría hacer algo interesante de verdad, como, yo qué sé, escribir la historia de la raza humana desde este mismo momento hasta el día de su extinción?» Y Carol me susurró: «¿Pues por qué no lo haces?» Nos levantamos al instante, salimos del cine y esa misma noche escribí el bosquejo de una novela titulada Birthright: The Book of Man, que contaría la historia de la raza humana desde que inventó los medios para viajar a una velocidad superior a la de la luz hasta su extinción dentro de dieciocho mil años. Fue un libro largo. Dividí el futuro en cinco eras políticas —República, Democracia, Oligarquía, Monarquía y Anarquía— y escribí veintiséis historias relacionadas entre sí (Analog las llamó «demostraciones», y con razón) en las que aparecían todas las facetas del ser humano, tanto las admirables como las que no lo eran tanto. Dado que cada una de las historias estaba separada de la anterior por varios siglos, no tenían personajes comunes (si no es que consideramos personaje principal al Hombre, con «H» mayúscula, y en tal caso podríais argumentar —o, por lo menos, yo podría argumentar— que mi obra es un estudio de carácter). Se la vendí a Signet junto con otra obra titulada The Soul Eater. La encargada de editar mis libros, Sheila Gilbert, se quedó prendada del universo Birthright y me preguntó si estaría dispuesto a introducir unos pocos cambios en The Soul Eater para ambientarla en ese futuro. Estuve de acuerdo, y no necesité ni un día entero para hacer los retoques necesarios. Me pidió lo mismo —esta vez por adelantado— con la serie de cuatro libros «Tales of the Galactic Midway», la serie de cuatro libros «Tales of the Velvet Comet» y Walpurgis III. En retrospectiva, veo que tan sólo dos de las trece novelas que escribí para Signet no estaban ambientadas en ese universo.
Cuando pasé a Tor Books, la encargada de la edición de mis libros en esa editorial, Beth Meacham, mostró también mucho interés por el Universo Birthright, y la mayoría de los libros que escribí para ella —no todos, pero sí la mayoría— estaban igualmente ambientados en él: Santiago, Ivory, Paradise, Purgatory, Inferno, A Miracle of Rare Design, A Hunger in the Soul, The Outpost y The Return of Santiago.
Cuando Ace accedió a comprarme Soothsayer, Oracle y Prophet, el encargado de la edición, Ginjer Buchanan, dio por sentado que esas novelas estarían ambientadas en el universo Birthright. Y, por supuesto, lo estaban; cuanto mejor conocía mi futuro de dieciocho mil años y dos millones de planetas, más cómodo me sentía escribiendo sobre él.
De hecho, empecé a ambientar narraciones breves en el universo Birthright. Dos de los cuentos con los que gané el Hugo —«Seven Views of Olduvai Gorge» y «The 43 Antarean Dynasties»— están ambientadas en él, y quizá también otros quince.
Cuando Bantam aceptó mi trilogía Widowmaker, se sabía de antemano que Janna Silverstein, que compró los libros pero se marchó a otra empresa antes de que se publicaran, querría que la acción transcurriera en el universo Birthright. Me lo pidió y yo le dije que sí. Hace poco le entregué otro libro a Meisha Merlin, ambientado —¿dónde si no?— en el universo Birthright.
Y cuando llegó el momento de proponerle una serie de libros a Lou Anders para la nueva línea Pyr de ciencia ficción, creo que ni siquiera se me ocurrió desarrollar ideas ni historias que no estuvieran ambientadas en el universo Birthright.
El universo Birthright ha tenido tanta importancia en mi carrera que querría recordar el nombre de esa película tan mala que dejamos a la mitad hace tantos años, para escribir a los productores y darles las gracias.
APÉNDICE 2
Estructura general del universo Birthright
La sección más poblada (en términos de estrellas y de habitantes) del universo Birthright recibe siempre el nombre de la organización política que la gobierne en cada momento: primero República, y luego Democracia, Oligarquía y finalmente Monarquía. Abarca millones de mundos habitados y habitables. La Tierra es demasiado pequeña y está demasiado lejos de las rutas principales del comercio galáctico para seguir siendo la capital de los humanos, y así, al cabo de unos dos mil años, la capitalidad se traslada con todos sus pertrechos a Deluros VIII, un mundo gigantesco con una superficie que decuplica la de la Tierra y es casi idéntico en atmósfera y fuerza gravitatoria. Hacia la mitad del período democrático, quizá cuatro mil años a partir de nuestro presente, el planeta entero está cubierto por una gigantesca ciudad. En tiempos de la Oligarquía, ni siquiera Deluros VIII es suficiente para dar cabida a los miles de millones de burócratas que dirigen el Imperio, y Deluros VI, otro enorme planeta, es despedazado en cuarenta y ocho asteroides, cada uno de los cuales alberga uno de los principales departamentos del Gobierno (y cuatro de los asteroides quedan en manos del Ejército).
La Tierra se halla en una zona remota y primitiva, en el Brazo Espiral. Creo que en el Brazo Espiral tan sólo transcurren algunas de las partes de dos de las historias que he escrito. En los bordes exteriores de la galaxia se halla la Periferia, donde los mundos están muy separados y apenas poblados. Los emplazamientos de interés económico o militar son tan escasos que basta con una sola nave, como la Theodore Roosevelt, para patrullar por los doscientos planetas del sector. En épocas posteriores, la Periferia caerá en manos de caciques locales que lucharán entre ellos. Pero se encuentra tan lejos de los centros neurálgicos de la galaxia que los diversos gobiernos harán caso omiso de la situación.
Otras dos zonas significativas son la Frontera Interior y la Frontera Exterior. Esta última es un área escasamente poblada que se halla entre los confines exteriores de la República/Democracia/Oligarquía/Monarquía y la Periferia. La Frontera Interior es un área algo menos extensa (pero igualmente vasta) entre los confines interiores de la República/etc. y el agujero negro que se encuentra en el centro de la galaxia.
Más de la mitad de mis novelas transcurren en la Frontera Interior. Hace años, el brillante escritor R. A. Lafferty escribió: «¿Habrá una mitología en el futuro, solían preguntar, cuando todo se haya transformado en ciencia? ¿Las grandes hazañas se narrarán en forma épica, o tan sólo en códigos informáticos?» Yo llegué a la conclusión de que me gustaría pasar por lo menos una parte de mi carrera tratando de crear esos mitos del futuro, y me parece que los mitos, con sus personajes desmesurados y sus abigarrados escenarios, funcionan mejor en las fronteras, donde no son muchos los que pueden escribir una crónica precisa de lo sucedido, ni tampoco se encuentran demasiadas figuras de autoridad que les impidan desarrollarse hasta su inevitable conclusión. Por ello, de manera arbitraria, decidí que mis mitos transcurrirían en la Frontera Interior, y la poblé con personajes que llevaban nombres como Catastrophe Baker, Widowmaker, el Cyborg de Milo, el eternamente joven Forever Kid, y otros semejantes. Ese escenario me permitía, no sólo narrar mis mitos heroicos (en algunos casos, antiheroicos), sino, también, contar historias más realistas que tenían lugar al mismo tiempo a pocos años luz de allí, en la República, o la Democracia, o lo que existiera en aquel momento. Con el paso de los años he dado forma a la galaxia. Existen varios cúmulos de estrellas —el Cúmulo de Albión, el Cúmulo de Quinellus y varios otros, y un par que aparecen por primera vez en este libro, los Cúmulos del Fénix y el de Casio—. Existen planetas individuales, algunos lo bastante importantes como para aparecer en el título de un libro, como Walpurgis III; algunos que reaparecen en historias y períodos diferentes, como Deluros VIII, Antares III, Binder X, Keepsake, Spica II y algunos otros, y cientos (quizá ya sean millares) de mundos (y también de razas, ahora que lo pienso) que son mencionados en una sola ocasión y no se vuelve a saber de ellos.
Y además tenemos que contar con unos señores que, si no son los malos, al menos podemos llamarlos la Desleal Oposición. Algunos de ellos, como el Imperio Sett, emprenden una única guerra contra la Humanidad y ahí termina todo. Otros, como los Gemelos Canphor (Canphor VI y Canphor Vil) han sido una espina en el corazón de los humanos durante casi diez milenios. También los hay como Lodin XI, que cambian de bando casi a diario, de acuerdo con la situación política.
Llevo un cuarto de siglo empeñado en la construcción de este universo, y cada vez que sale un nuevo libro, o un nuevo relato, lo siento más real. Si me dais otros treinta años, acabaré por creerme todo lo que he escrito sobre él.
APÉNDICE 3
Unas palabras acerca de la Theodore Roosevelt
El puente es el centro neurálgico de la nave. Pero está tan automatizado, y es tan fácil comunicarse con él desde cualquier rincón, que el oficial al mando no tiene por qué encontrarse allí en persona. Todas las comunicaciones llegan primero al puente, pero luego se transmiten desde allí a cualquier otra parte de la nave.
Las comunicaciones internas pueden consistir tan sólo en una transmisión de audio, pero lo más probable es que también sean holográficas y que la imagen tridimensional del hablante acompañe a la voz.
Tiene un comedor con espacio para un máximo de veinte tripulantes. Dado que la nave transporta a menos de sesenta personas y éstas se dividen en tres turnos, no se necesita una sala más grande. La cocina está equipada para preparar platos, tanto para humanos, como para no humanos.
La sección de Artillería está dotada de diez cañones energéticos (que disparan poderosos haces de energía) y unos pocos láseres. El trabajo de los artilleros se reduce al mantenimiento de las máquinas. En combate, son los ordenadores quienes se encargan de apuntar. Cuenta con una enfermería, demasiado pequeña para una unidad militar, y dividida en secciones para humanos y no humanos.
Tiene dos pequeños laboratorios científicos. Al tratarse de una nave de guerra, y no de exploración, apenas si se ve actividad en ellos, salvo la que está directamente relacionada con la guerra o con el enemigo.
También hay un salón para oficiales. Es pequeño, y no resulta nada extraño encontrar allí al oficial encargado del puente en los ratos en los que no sucede nada importante. Se economizó mucho con el espacio. No hay gimnasio, ni sauna, ni sala de juegos, ni de ocio, ni biblioteca. (En realidad, sí hay una biblioteca, pero está almacenada en el ordenador principal de la nave y funciona únicamente por medios electrónicos. Todos los tripulantes tienen acceso a la totalidad de los libros de la biblioteca mediante sus respectivos ordenadores personales.) También existe una pequeña sala para ejercicio físico.
Los camarotes de la tripulación se hallan en tres niveles distintos, dos de ellos diseñados para los humanos y uno para los no humanos. Todos los camarotes, incluso los de los oficiales, son pequeños.
No hay escaleras, pero sí cinco aeroascensores distribuidos por la nave. El más cercano a la enfermería es lo bastante grande como para acomodar a un paciente en un aerotrineo. La nave no cuenta con sala de máquinas, o, mejor dicho, con una sala de máquinas convencional. Sí que hay un área protegida por un grueso blindaje de plomo donde se aloja el motor, pero los tripulantes no trabajan en ella. En la nave viaja un ingeniero de grado superior, y se le requiere tan sólo en las rarísimas ocasiones en las que el muy eficaz mecanismo impulsor sufre alguna avería. Dado que la nave consume combustible nuclear, cualquier lapso de tiempo que se pueda pasar en el área del motor conlleva peligro de muerte. Únicamente se permite la entrada al ingeniero superior y a los oficiales de alto rango.
La nave contiene un jardín hidropónico, que contribuye a la producción de oxígeno y transporta suministros de oxígeno comprimido. Pero, dado que puede entrar en atmósferas planetarias sin abrasarse, lo habitual es que cada pocas semanas se detenga en un planeta amistoso provisto de oxígeno y reponga aire y agua.
La gravedad es artificial y está regulada para que se ajuste al Estándar Terrestre. La composición del aire, la gravedad y la temperatura de cada uno de los camarotes pueden variar de acuerdo con las necesidades de su ocupante.
Como en el espacio no hay día ni noche —o, por decirlo de otra manera, la noche es eterna—, la Teddy R. divide su tiempo en días convencionales de veinticuatro horas. Aunque en una famosa serie de televisión se vea lo contrario, sería una imprudencia poner a trabajar al mismo tiempo al capitán, el primer oficial, el segundo oficial, el oficial de la sección de Artillería y a todos los otros oficiales de rango superior. ¿Y si la nave fuera atacada mientras todos ellos duermen y el oficial al mando fuera un teniente sin experiencia? Por ello, el capitán se hace siempre cargo de uno de los turnos, el primer oficial de otro, y el segundo oficial de un tercero. Eso no quiere decir que no vayan a despertar al capitán cuando se presente una emergencia; pero, de todas maneras, lo más práctico es tener a todas horas del día a un oficial de alto rango al frente de la nave.
La Teddy R. es una nave antigua y la habrían retirado si la República no estuviera en guerra, pero todavía funciona, y tiene lo necesario para viajar a varias veces la velocidad de la luz, disparar armas formidables con extraordinaria precisión y defenderse de un navío de su misma categoría (pero no de las naves de combate y destructores más modernos y poderosos).
APÉNDICE 4
Teddy Roosevelt
El hombre que dio nombre a la nave
En su tiempo se citó con frecuencia una observación que hizo John F. Kennedy cierto día que cenaba en la Casa Blanca con una docena de científicos y artistas eminentes. «Señores —dijo JFK—, ésta es la suma de talentos más grande que se sienta en torno a esta mesa desde que Thomas Jefferson cenaba solo en este mismo lugar.»
Es una frase aguda e inteligente. Pero solamente estaría justificada en el caso de que Theodore Roosevelt hubiera salido cada noche a cenar fuera de la Casa Blanca durante los siete años que duró su presidencia.
¿Cómo se me ocurrió ponerle a una nave el nombre de Theodore Roosevelt? Porque lo considero el estadounidense más notable en toda nuestra larga historia.
Pensadlo bien: de niño sufrió una terrible asma. En vez de hundirse, se puso a nadar y a hacer gimnasia todos los días, y se ejercitó hasta que le admitieron en el equipo de boxeadores de Harvard.
Pero antes de ir a Harvard se había labrado ya una reputación. Apasionado naturalista hasta el día de su muerte, se le consideró uno de los más importantes ornitólogos y taxidermistas ya en su adolescencia. Y sus intereses no se limitaban al mundo de la naturaleza. Mientras estudiaba en Harvard escribió el que en su tiempo se consideró un tratado de referencia sobre la guerra naval: The Naval War of 1812.
Se graduó con Phi Beta Kappa y summa cum laude, se casó con Alice Hathaway, empezó a estudiar Derecho, se aburrió y se dedicó a la política. Cuando nacía en él un nuevo interés, no se quedaba jamás a medias. Así, a los veinticuatros años, fue el hombre más joven elegido jamás para la Asamblea General de Nueva York, y un año más tarde se erigió en líder de la oposición.
Podría haber permanecido en la Asamblea del Estado, pero el 14 de febrero de 1884, no mucho después de su vigésimo quinto cumpleaños, su amada Alice y su madre murieron en la misma casa, con doce horas de diferencia. Sintió la necesidad de alejarse de allí y partió hacia el Oeste, donde se instaló como ranchero (y como Teddy Roosevelt no habría cabido en un solo rancho, se compró dos).
Al no contentarse con ser ranchero, deportista y político, se hizo también agente del orden, y, sin armas, persiguió y capturó a tres asesinos armados en las Badlands de Dakota durante la temible borrasca que pasó a la historia como el Invierno de la Nieve Azul. Inició la construcción de Sagamore Hill, la finca que se hizo famosa en Oyster Bay (Nueva York). Se casó con Edith Carewy fundó una segunda familia. (Alice había muerto al dar a luz a su hija, también llamada Alice. Edith tuvo enseguida un hijo tras otro: Kermit, Theodore Jr., Archie y Quentin, así como otra hija, Ethel.) Durante su tiempo libre escribió varios libros que fueron bien acogidos. Luego, como le faltaba dinero, firmó un contrato para escribir una serie de cuatro volúmenes, The Winning of the West, los dos primeros se vendieron estupendamente bien desde un primer momento. También sintió una gran inclinación por la correspondencia epistolar: durante toda su vida llegó a escribir más de 150.000 cartas. Tenía ya más de treinta años y llegó a la conclusión de que había llegado la hora de dejar de hacer el holgazán y ponerse a trabajar. Aceptó el puesto de comisario de Policía en la violenta y corrupta ciudad de Nueva York, y, para sorpresa incluso de sus más incondicionales partidarios, puso orden en la zona. Se hizo famoso por sus «paseos a medianoche», en los que se cercioraba de que los agentes estuvieran en sus puestos, y fue también el primer comisario en insistir que todos los policías practicaran regularmente el tiro.
Les hizo la vida tan difícil a los ricos y poderosos (y corruptos) de Nueva York que lo ascendieron para quitarlo de en medio: lo nombraron secretario asistente de la Armada, en Washington. Al estallar la guerra de Cuba, dimitió de su puesto, se alistó en el Ejército, le asignaron el rango de coronel y organizó la unidad más célebre y más romántica que jamás haya luchado por Estados Unidos: los legendarios Rough Riders, entre los que había vaqueros, indios, atletas profesionales y cualquier otro que le pareciera adecuado. Fueron a Cuba, y Teddy en persona encabezó el asalto a las Lomas de San Juan contra el fuego racheado de las ametralladoras. Cuando regresó a Estados Unidos era ya el hombre más célebre del país. Al cabo de menos de tres meses fue elegido gobernador de Nueva York, una semana después de cumplir los cuarenta años. Sus nuevas obligaciones no lo apartaron de sus intereses de toda la vida, y no dejó de escribir libros y estudiar la vida salvaje.
Dos años más tarde volvieron a ascenderle para quitarlo de en medio. Le encontraron un puesto en el que su celo no molestaría a nadie: lo nominaron para la vicepresidencia de Estados Unidos y poco después resultó elegido.
Diez meses más tarde, el presidente William McKinley moría asesinado, y Roosevelt se transformó así en el presidente más joven que hubiera entrado jamás en la Casa Blanca, donde sirvió durante siete años.
¿Qué hizo como presidente?
Si nos guiamos por los criterios rooseveltianos, no mucho. Si nos guiamos por los criterios de cualquier otro, su trabajo equivalió al de cinco presidentes. Juzgadlo vosotros mismos:
• Creó el sistema de Parques Nacionales.
• Doblegó a los trusts que gobernaban la economía (y la nación entera) en beneficio propio.
• Hizo abrir el Canal de Panamá.
• Envió a la Armada a dar la vuelta al mundo. En el momento de partir, se veía a Estados Unidos como una nación de segundo orden. Cuando regresaron, el país se había convertido en una potencia mundial.
• Fue el primer presidente de Estados Unidos que ganó el premio Nobel de la Paz, por haber puesto fin a la guerra Ruso-Japonesa.
• Medió en una disputa entre Francia y Alemania por Marruecos, con lo que preservó la independencia de este último país.
• Para asegurarse de que, una vez finalizada su presidencia, los trusts no recobraran el poder perdido, creó los departamentos de Comercio y Trabajo.
¿Existía una labor más allá de sus capacidades? Tan sólo una. Cuando le preguntaron por qué su hija Alice hacía lo que le daba la gana por la Casa Blanca, respondió: «O gobierno el país, o controlo a Alice. No puedo hacer las dos cosas a la vez.» (Fue Alice quien dijo más tarde, en referencia a las ansias de protagonismo de su padre: «Quería ser la novia de todas las bodas y el cadáver de todos los entierros.»)
Al dejar el puesto, en 1909, no se relajó. Embaló el equipaje (y los rifles) y emprendió el safari más formidable de la historia. Se pasó once meses reuniendo especímenes para el Museo Americano y el Smithsonian. Puso por escrito sus experiencias en African Game Trails, que todavía se considera uno de los libros más importantes que se hayan escrito sobre el tema. Tras regresar a Estados Unidos, llegó a la conclusión de que el sucesor que él mismo había propuesto, el presidente William Howard Taft, lo había hecho muy mal, y se presentó de nuevo a la presidencia en 1912. Aunque Roosevelt fuera el hombre más popular del Partido Republicano, le denegaron la nominación con el pretexto de un defecto de forma. Otro hombre se habría dejado dominar por la frustración y habría aguardado a 1916. Pero Teddy, no. Fundó el Partido Progresista, conocido informalmente como el Partido del Alce Macho, y se presentó en 1912. Todo el mundo lo daba por vencedor cuando, cierto día en el que se dirigía a Milwaukee para hacer un discurso, un aspirante a asesino le disparó en el pecho. Se negó a recibir ayuda médica hasta que hubo finalizado el discurso (¡que duró noventa minutos!) y sólo entonces aceptó que lo trasladaran a un hospital. No llegaron a extirparle la bala, y, para cuando Teddy pudo reincorporarse a la campaña, Woodrow Wilson le llevaba ya una gran ventaja. Roosevelt quedó segundo y el presidente Taft fue relegado a un humillante tercer puesto: sólo sacó votos electorales. ¿Y pensáis que entonces Roosevelt aflojó el ritmo?
Lo decís en broma, ¿verdad? Estábamos hablando de Teddy Roosevelt. El gobierno brasileño le solicitó que estudiara un afluente del Amazonas llamado Río da Dúvida (Río de la Duda). Roosevelt no había descansado desde que era niño, tenía ya más de cincuenta años, iba por el mundo con una bala en el pecho, de acuerdo con toda lógica se había ganado un plácido retiro... así que, naturalmente, aceptó la propuesta. «Tenía que ir —escribió más tarde—. Era mi última oportunidad de volver a la juventud.»
Este viaje no le salió tan bien como el safari. Se contagió de unas fiebres, estuvo a punto de perder la pierna y en cierta ocasión llegó a decirles a sus compañeros que lo abandonaran a la muerte y siguieran adelante. No lo hicieron, por supuesto, y finalmente se recuperó, pudo seguir adelante con la expedición y cartografió el río, que a partir de entonces se llamó río Teodoro en su honor.
Regresó a su hogar, escribió otro supervenías —Through the Brazilian Wilderness— y también un libro sobre animales de África, y otros sobre política, pero su salud no llegó nunca a restablecerse del todo. Emprendió una vigorosa campaña por la participación de Estados Unidos en la primera guerra mundial, y todo el mundo estaba convencido de que volvería a ser presidente en 1920, pero murió el día 6 de enero de 1919, mientras dormía, a la edad de sesenta años. Durante seis décadas debía de haber vivido unas diecisiete vidas.
Y esto, amigos, ha sido una brevísima biografía del hombre más notable en la Historia estadounidense. Lo he hecho aparecer en media docena de historias de ciencia ficción, tres de las cuales han recibido nominaciones para galardones diversos («Bully!», «Over There» y «Redchapel»), y aparecerá de nuevo.
¿Le he puesto su nombre a una nave espacial? Lo extraño es que no le haya puesto su nombre a la Armada entera, ¡qué diablos!
APÉNDICE 5
Descripciones de los personajes y de la nave
que el autor envió al ilustrador de la cubierta original, John Picacio
COMANDANTE WILSON COLE:
Apenas si hay nada especial, ni rasgo heroico alguno, en la apariencia de Wilson Cole. Estatura normal, peso normal, ninguna cicatriz. No se corresponde con lo que esperaríamos del hombre más condecorado de la flota (pero no olvidemos que Audie Murphy tenía pinta de niño bueno e inocente, con aires de haberse paseado poco por la vida, aunque fuera el soldado que se ganó más honores durante la segunda guerra mundial). Unos tres o cuatro centímetros por debajo de la media, o, por lo menos, de la estatura que se esperaría en un héroe. Es un hombre que se gana las medallas con el cerebro, no con los músculos. Dibújalo como te parezca, siempre que no se parezca a Sylvester Schwarzenegger ni a Arnold Stallone.
MAKEO FUJIAMA:
Lo apodaron «Monte Fuji», pero no porque fuera el capitán, sino porque mide unos dos metros diez. Tiene rasgos asiáticos, porque es de origen oriental, pero viste el uniforme occidental de la Armada republicana. Tiene un rostro firme que se contradice con su actitud. No es cobarde ni timorato, pero sí un hombre amargado que perdió a su esposa y sus tres hijos en esta guerra, y que está cansado... de la guerra, de su puesto de mando, de la propia vida. Pero en otro tiempo fue un excelente oficial, y, a menudo, su actitud y su comportamiento lo delatan.
TEDDY R.:
Es una nave vieja, dañada por la guerra, fatigada. Si fuera un vehículo de nuestro tiempo, diríamos que es la propia herrumbre lo que mantiene juntas sus piezas. No ha sido restaurada, ni remodelada, ni nada de nada durante más de medio siglo. Sus corredores tienen un aire como de hotel de carretera en plena decadencia. Si hubiera que buscarle un equivalente en la ficción moderna, el Carne de Herman Wouk sería una buena opción.
LA PRIMERA DESCRIPCIÓN DE LOS POLONOI:
Los polonoi son humanoides, bípedos y no llegan al metro setenta. Son robustos y musculosos (tanto los machos como las hembras). Tienen todo el cuerpo cubierto de una pelusa suave que en los polonoi normales es de color anaranjado.
Pero los polonoi que se encuentran en el Ejército suelen pertenecer a una casta guerrera creada por la ingeniería genética. Tienen la piel a franjas anaranjadas y purpúreas, como un tigre mal coloreado. Son más musculosos y tienen reflejos mucho mejores, que les permiten reaccionar con mayor rapidez en situaciones de peligro. Pero lo que los hace especiales de verdad es que sus órganos sexuales, sus orificios para comer y respirar, y todas sus zonas blandas y vulnerables (el equivalente de nuestro vientre), gracias a la ingeniería genética, se encuentran en la parte trasera (no necesariamente en el «trasero», en el sentido más habitual del término). Son guerreros concebidos para triunfar o morir. Así, al darle la espalda al enemigo le ofrecen todas sus zonas vulnerables. En el rostro tienen unos ojos grandes que ven bien de noche y que también visualizan el espectro infrarrojo, así como un orificio que les sirve para hablar (pero no para respirar, ni para comer). A ambos lados de la cabeza tienen sendas orejas, unas orejas grandes, vueltas hacia delante, que apenas si oyen nada de lo que ocurre a sus espaldas. Sus brazos y piernas tienen articulaciones similares, pero no idénticas a las de los humanos. En las manos tienen dos gruesos pulgares oponibles y otros tres dedos, tan largos y flexibles que funcionan casi como tentáculos.
Si pusiéramos a un guerrero polonoi al lado de un polonoi de cualquiera otra casta, el observador casual, e incluso el experto, apenas creerían que pertenecen a una misma especie. Y ése es el aspecto de Podok y de todos los otros polonoi que forman parte de la tripulación.
ADDENDUM:
La parte delantera del guerrero polonoi es esencialmente una armadura natural: tienen hueso macizo bajo la piel. El hombre que le diera un puñetazo podría romperse la mano. Si tratara de clavarle un cuchillo, la hoja de metal se rompería. Sí sería posible pegarle un tiro, pero la típica pistola, tanto si dispara proyectiles como rayos de energía o láseres, raramente les inflige heridas mortales.
Aunque no lo haya dicho antes —porque, si Podok no ha de salir comiendo en cubierta, tampoco importa—, todos los polonoi de la casta militar tienen una lengua larga (quizá de unos noventa centímetros) y prensil que se extiende desde el orificio de alimentación. No está dotada de sentido de la vista, ni de olfato, ni de oído, pero sí dispone de un inclasificable sentido alienígena con el que percibe la realidad de tal manera que parece que sea capaz de ver, oír y oler. Los polonoi emplean esta lengua para meterse la comida en la boca y también para otras cosas —igual que el elefante con la trompa—, y, cuando no la emplean, la esconden dentro del cuerpo.
ACERCA DEL AUTOR
Mike Resnick es, según la revista de ciencia ficción Locus, uno de los escritores más galardonados del género, por delante de autores como Isaac Asimov, sir Arthur C. Clarke, Ray Bradbury y Robert A. Heinlein. Resnick ha ganado, entre otros, cinco premios Hugo, un premio Nébula, un Seiun-sho, un Locus y dos Ignotus, y ha sido nominado a veintisiete Hugos, once Nébulas, un Clarke y seis Seiun-sho. En 1993 obtuvo el premio Skylark de ciencia ficción por la obra de toda una vida, y tanto en el 2001 como en el 2004 fue elegido Autor del Año por Fictionwise.com.
Ha publicado más de 175 relatos breves y su obra ha sido traducida a 20 idiomas. Entre sus obras destacan Santiago, la trilogía The Widowmaker y la serie Kirinyaga, además de las novelas ambientadas en el universo Birthright.
Mike Resnick nació en Chicago en 1942. Ha trabajado como editor de revistas y criador de collies, y siente fascinación por África. Su hija, Laura, también es escritora y obtuvo el premio Campbell de 1993 al Mejor Autor Novel de Ciencia Ficción.
NOTAS
[1] El autor hace un juego de palabras con Theodore Roosevelt, nombre de un presidente de Estados Unidos, y Teddy R., diminutivo e inicial, respectivamente, del nombre y apellido de dicho presidente. En inglés, Teddy R. es casi homófono de teddy bear, osito de peluche (N. del t).