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noviembre 11, 2012
Luego de 40 años de penosa incertidumbre, la mujer recibió inesperadas noticias sobre su difunto esposo.
Por Henry Hurt
UNAS BALAS TRAZADORAS surcaron el cielo y perforaron el ala izquierda del Sunbonnet King, avión B-29 estadounidense. Instantes después, un cazabombardero soviético soltó una descarga a la cola del avión y la hizo estallar. Lanzando llamas y humo negro, el aparato se ladeó bruscamente a la izquierda y cayó describiendo una espiral.
Seis kilómetros abajo, Vasily Saiko, sargento de la Guardia Marítima Fronteriza Soviética, observaba desde el puente de su barco patrullero la implacable persecución que ocurría en las alturas. Segundos después, el Sunbonnet King terminó de hacerse pedazos en aguas soviéticas, cerca de la pequeña isla japonesa de Yuri.
Era el 7 de octubre de 1952 y el mundo estaba atento a la Guerra de Corea. Los tripulantes del avión derribado habían estado fotografiando varios kilómetros de una de las zonas más ferozmente disputadas durante la Guerra Fría: las islas Kuriles, situadas entre Japón y la Unión Soviética.
Saiko, de 24 años, y dos compañeros suyos recibieron orden de botar una lancha y recoger todos los restos que encontraran del avión. El mar estaba picado y desde el bote no veían más que una mancha de gasolina y aceite, y un neumático que se mecía entre los despojos. De pronto divisaron un paracaídas medio sumergido. Atado a las cuerdas, un hombre flotaba boca abajo.
—¡Quizá esté vivo! —gritó Saiko.
Cuando lo subieron a la lancha y lo voltearon, apartaron la vista horrorizados: el hombre tenía deshecha la parte superior de la cabeza y su rostro había desaparecido. Entonces regresaron al barco y allí envolvieron el cadáver con una lona.
Al día siguiente, Saiko recibió orden de llevar el cuerpo a la isla de Yuri y esperar a que un destacamento lo recogiera para examinarlo y enterrarlo. Mientras aguardaba en el muelle, solo con el cadáver, Saiko pensó en que ese hombre debía de tener familia. Seguramente tiene esposa e hijos, se dijo.
Movido por un impulso, desenvolvió un poco el cuerpo. El hombre tenía en la mano derecha un anillo grande y pesado. Al parecer, era de oro puro.
Se lo quitó y examinó disimuladamente el grabado interior. No reconoció los caracteres, pero supuso que se trataba de un nombre. Entonces se lo guardó en el bolsillo.
Podría ir a prisión por esto, reflexionó. Un oficial de la armada o un agente de la KGB sin duda querría quedarse con este tesoro. Luego se tranquilizó pensando en que arrojaría el anillo al mar en caso necesario.
Poco después llegó el destacamento. Saiko observó a los hombres colocar el cadáver en una camilla y luego perderse entre la niebla mientras él se alejaba en su bote. El sargento metió la mano en el bolsillo e hizo girar la sortija entre sus dedos.
ATAVIADA con un vestido de organdí blanco que hacía relucir aún más su rubio cabello, Mary observó a su prometido, John Dunham, sacar un anillo de un estuche. Era el 28 de mayo de 1949, fecha del Baile de los Anillos de los alumnos de la Escuela Naval Militar de Estados Unidos, en Annapolis, Maryland. Muy sonriente, John hizo pasar un listón azul por el anillo, lo ató y se lo puso a Mary en el cuello. Ella lo llevaría allí hasta el momento de la ceremonia que iba a celebrarse durante el baile. Entonces se lo pondría a John en la mano derecha para que lo llevara con orgullo por el resto de sus días. Era una de las tradiciones más respetadas de la escuela.
Mary y John se conocieron cuando tenían 17 años. Ella se enamoró a primera vista de ese muchacho alto de risueños ojos color castaño.
Se casaron en junio de 1950, el mismo día en que John se graduó. En ese tiempo se ofrecía a algunos de los graduados de Annapolis la oportunidad de ingresar en la fuerza aérea. John se inscribió y comenzó a adiestrarse para piloto de reconocimiento aéreo.
Mary y John se despidieron en mayo de 1952, cuando él se disponía a partir en viaje de misión a Japón. Faltaban tres meses para que naciera su primogénito. Sonriente, le dio a su esposa unas leves palmadas en el vientre y prometió que los vería a ambos en noviembre.
Tiempo después, en una llamada telefónica de la Cruz Roja, Mary volvió loco de alegría a John al anunciarle que su bebé tenía ya una semana de edad. Suzanne era la confirmación de su amor y de su ilusión de disfrutar juntos una vida larga y feliz. Aunque se escribían casi todos los días, ésa fue la única ocasión en que hablaron tras el nacimiento de su hija.
Y nunca volvieron a hablarse.
VASILY SAIKO fue dado de baja de la armada soviética a fines de 1952. Después de casarse, se estableció en Rostov del Don y se dedicó a trabajar como capitán de un barco fluvial.
Siempre llevaba consigo el anillo, guardado en una cajita junto a la medalla con que la armada había premiado su valentía. A menudo se detenía a contemplarlo y a pensar en el hombre que había sacado del mar.
MARY ACABABA de acostar a su bebé de seis semanas cuando oyó que llamaban a la puerta. Como John estaba ausente, había ido a pasar unas semanas con su suegra.
Al abrir la puerta, Mary miró con recelo a los dos oficiales de la fuerza aérea que estaban en el umbral. Uno de ellos le entregó un telegrama que decía: "Con profundo pesar le informo que su esposo desapareció en vuelo. Se está llevando a cabo una intensa búsqueda".
Mary recibió numerosos telegramas y cartas en los meses siguientes. Al final le notificaron que el gobierno soviético admitía haber hecho fuego contra el Sunbonnet King, peroque no tenía noticia del destino de los tripulantes.
Un año después, John seguía en calidad de desaparecido; sin embargo, la notificación de la fuerza aérea revelaba algo que iba a llenar de zozobra a Mary durante decenios: "Al parecer, el accidente ocurrió en un sitio donde alguien podría haber rescatado a los sobrevivientes".
En cierta forma, aquello era peor que la certeza de su muerte. ¿Lo tendrán en una cárcel?, pensó. ¿Lo estarán torturando?
En 1955, tres años después del derribamiento del avión, le notificaron a Mary que ya no era lógico suponer que su esposo estuviera vivo. Esas palabras aliviaron un poco su desconsuelo, pero trató de no revelar su angustia ni el atisbo de esperanza que aún abrigaba. Sus amigos la alentaban a rehacer su vida, pero por más que lo intentaba, seguía sintiendo cada instante la presencia de John.
Su mayor preocupación en ese momento era Suzanne, pues no iba a conocer a su padre. Necesitaba rodearla de cariño y de cuidados para compensar el inmenso vacío.
UNA NOCHE DE 1987, Vasily Saiko le contó a un nuevo amigo —un hombre que lo contrató para transportar un cargamento de madera en su barco— la experiencia de hacía 35 años. Le confió que siempre había deseado devolverle el anillo a la familia del piloto y que a lo largo de los años había resistido muchas veces la tentación de venderlo.
Lo sacó de la caja fuerte del barco para mostrárselo. Mientras sopesaba la sortija, el amigo ofreció cambiársela por su automóvil Volga blanco, el cual le encantaba a Saiko.
De regreso en casa, Vasily le habló de la atractiva oferta a su esposa, Liuba; pero ella lo detuvo en seco.
—El anillo es de la familia de ese hombre —dijo con firmeza—. Algún día hallarás la manera de devolverlo.
TRECE AÑOS después de la desaparición de su esposo, Mary Dunham, quien ya tenía 39 años, se casó con Donald Nichols. Estaba convencida de que su hija avanzaba por buen camino: era una chica sociable y equilibrada, y una magnífica estudiante. Al cabo de unos años, Suzanne contrajo nupcias con un hombre al que conoció en la Universidad Harvard, y luego empezó a estudiar leyes.
La estabilidad del matrimonio reavivó en ella el deseo de saber más acerca de su padre. Poco a poco fue comprendiendo que no podían seguir aceptando la explicación de que "había desaparecido". Debían, pues, indagar la verdad.
Convencidas de que el gobierno soviético sí sabía qué les había ocurrido a los tripulantes del Sunbonnet King, Mary y Suzanne se unieron a otras familias de desaparecidos que querían averiguar la suerte de sus seres queridos.
—Estoy segura de que alguien sabe qué fue de mi esposo —le dijo Mary a un periodista—. Alguien conoce la verdad.
Sus empeños fueron recompensados en 1992, cuando los rusos, en un arrebato de franqueza, declararon que ninguno de los tripulantes había sobrevivido. Sin embargo, Mary no podía conformarse con la declaración de un gobierno que les había mentido desde el principio.
UNA NOCHE DE FINES de 1993, los Saiko se sentaron a ver televisión. En esos días estaban ocurriendo cambios asombrosos, como la caída del comunismo y la desintegración de su país. De pronto escucharon algo que los hizo estremecerse: una comisión conjunta de asuntos sobre prisioneros de guerra y desaparecidos en acción pedía ayuda a los rusos que supieran algo sobre estadounidenses extraviados en territorio soviético.
Al día siguiente, Liuba marcó el número telefónico que habían dado por televisión.
—Vasily —le dijo esa noche a su marido—, ha llegado la hora: debes llevar ese anillo a Moscú.
Luego le explicó que había conversado con un miembro de la comisión y que, sin mencionarle nada del anillo, le había dicho que él, su esposo, sabía algo sobre un piloto norteamericano cuyo avión fue derribado cerca de las islas Kuriles.
Días después, Saiko partió en tren hacia Moscú. Varias veces metió la mano en el bolsillo del pantalón para asegurarse de que el anillo seguía en la bolsita donde su esposa lo había guardado.
El viaje duró 24 horas, y tuvo tiempo de sobra para reflexionar en cómo había llegado hasta ese punto. Él descendía de campesinos, y la suya era una familia unida y cariñosa; su abuela le había hablado a menudo de las Sagradas Escrituras y de la importancia de creer en Dios. Siempre había procurado tratar a los demás apegándose a lo que le habían enseñado.
Cuando por fin llegó a la sede de la comisión conjunta, los rusos que lo recibieron escucharon impresionados el relato de lo que vio el 7 de octubre de 1952. Una hora después, ante un grupo de rusos y estadounidenses sentados frente a frente alrededor de una larga mesa, Saiko contó cómo él y dos compañeros habían rescatado del mar el cadáver de un norteamericano. Al terminar, sacó la bolsita que tenía en el bolsillo.
—El hombre llevaba esto —dijo, al tiempo que les mostraba la sortija—. Tiene grabado un nombre.
Un murmullo de asombro recorrió la sala. Saiko entregó entonces el anillo al estadounidense que presidía la junta, quien en seguida lo examinó.
—Es un anillo de generación de la Escuela Naval Militar —explicó—. Y el nombre grabado es John Robertson Dunham.
Al día siguiente, Saiko, en una ceremonia a la que asistieron los miembros de la comisión, entregó el anillo al ex embajador estadounidense Malcolm Toon, presidente de la comisión, el cual se comprometió a devolverlo a la familia de Dunham.
A LAS 6 DE LA MAÑANA del 7 de diciembre de 1993, sonó el teléfono en casa de Mary Dunham Nichols. Llamaba Kaye Whitley desde la embajada de Estados Unidos en Moscú.
—Señora Nichols —le dijo—, le tengo noticias. Acabamos de recibir un anillo de su esposo. Nos lo entregó un marinero soviético que rescató el cuerpo de su marido en 1952. Guardó el anillo y nos lo dio para que se lo devolvamos.
Mary no pudo pronunciar palabra. Minutos después, llena de emoción, telefoneó a su hija para darle la buena nueva.
—Han sido 41 años —dijo, reprimiendo un sollozo—. ¿Qué significa esto?
—Que la espera por fin terminó —respondió Suzanne.
Al cabo de unas semanas, en una breve ceremonia celebrada en el Pentágono, Mary recibió el anillo de John. Ella ya tenía 67 años.
—Pensar que fueron tantos años de buscar la verdad, y el gobierno soviético siempre nos la negó —le comentó a su hija—. Y de repente aparece un hombre decente y honrado que con un solo gesto borra toda esa incertidumbre.
A Mary y Suzanne les quedaron dos grandes deseos: localizar los restos de John y agradecer a los Saiko.
LA IGLESIA DE PIEDRA donde John Dunham fue bautizado estaba atestada de amigos y familiares. Era un caluroso día de julio de 1995, y las personas que más lo quisieron finalmente iban a poder despedirse de él. Mary ansiaba reencontrar a sus viejos amigos, pero también había algunos amigos nuevos —unos muy especiales— que la esperaban en la casa parroquial.
Cuando ella entró, Vasily Saiko se puso de pie, muy sonriente. Se fundieron en un efusivo abrazo, con una emoción que no requería palabras. Era el primer día de una visita a Estados Unidos que los Dunham habían arreglado para Vasily y Liuba.
Luego, Mary se dirigió al resto de la concurrencia.
—Todos estos años me sentí muy sola, segura de que a nadie le importaba —dijo—. Pero todo ese tiempo este hombre y su mujer, al otro lado del mundo, pensaron en nosotros y guardaron este precioso símbolo de mi esposo.
Junto al altar del santuario se hallaba el ataúd de John. Con ayuda de Saiko, se habían localizado los restos del capitán Dunham y enviado a Estados Unidos para someterlos a análisis genético y darles sepultura. La ceremonia empezó con unas palabras de Suzanne:
—Lo perdimos hace 43 años. Estaba desaparecido, lo cual no es lo mismo que estar muerto. Los muertos regresan a nosotros cuando los evocamos contando su historia, pero nadie cuenta historias de desaparecidos; sería una especie de traición. En su breve vida se hizo entrañable para muchos, y los lazos de amistad y de recuerdo que tejió son lo que nos ha reunido aquí esta noche. Amó profundamente, y a cambio recibió un inmenso amor.
Al día siguiente, en el Cementerio Nacional de Arlington, Virginia, una carroza militar tirada por caballos trasladó el féretro del capitán Dunham de la capilla a su última morada. Al pie de la tumba aguardaban sentados Mary y su esposo, Don Nichols, además de Suzanne, su marido y sus dos hijos. Vasily y Liuba Saiko estaban de pie detrás de ellos. Del cuello de Mary, reluciente a la luz del sol, colgaba el anillo que había hecho posible todo aquello.
Antes de que el capellán pronunciara el discurso final, los presentes oyeron a lo lejos un imponente rumor. Era un bombardero B-52 de color gris oscuro que pasó lentamente sobre sus cabezas como último saludo a John Dunham.
Mary abrazó a sus nietos mientras la guardia de honor disparaba la tradicional salva de homenaje; luego, desde una ladera cercana, se oyó un emotivo toque de silencio. Mary tocó suavemente el anillo: el capitán John Dunham descansaba en paz, y sus seres queridos por fin podrían evocar su recuerdo con orgullo.
FOTOS: © TOM WOLFF