Publicado en
noviembre 11, 2012
Neil Simon es el dramaturgo estadounidense que más triunfos ha cosechado en Broadway con sus obras. Su esposa, Joan Baim, fue la musa que inspiró su primer gran éxito, Barefoot in the Park, una comedia sobre una pareja de recién casados. En este fragmento de su autobiografía, publicada en septiembre de 1996, Simon narra el conmovedor desenlace de esa historia.
Por Neil Simon.
MI ESPOSA, JOAN, y yo estábamos de vacaciones en un rancho cercano a San Antonio, Texas. Durante tres días jugamos al tenis desde la mañana hasta el atardecer, e incluso nos dimos tiempo para practicar un poco el golf. Pasábamos las noches alrededor de una hoguera, compartiendo anécdotas con unos amigos.
Al cuarto día, Joan empezó a cojear y a sobarse la cadera a causa de un dolor repentino; pero aun así no desistió, y seguimos jugando con el mismo entusiasmo hasta que llegó la hora de partir. Mientras nos llevaba en su coche al aeropuerto, un amigo le dijo a mi esposa que no le gustaba cómo se veía esa cojera y le aconsejó acudir al médico.
En Nueva York, nuestro internista, el doctor Jack Bornstein, envió a Joan a un radiólogo. Estuvo cosa de media hora en la sala de rayos X, y después los dos nos sentamos a esperar los resultados.
Cuando el médico regresó al consultorio, le sonrió a Joan y comentó que aún no se secaban las placas. Entonces, como si se hubiera acordado de algo, me dijo:
—Señor Simon, quiero ver unas cosas con usted. ¿Puede venir conmigo?
Luego de encogerme de hombros y lanzarle una mirada de extrañeza a Joan, me puse de pie y seguí al médico hasta un cuarto del fondo. Allí, en una radiografía colgada junto a una pared, me señaló una zona gris del tamaño de una monedita.
—Éste es el hueso de la cadera izquierda de su esposa —explicó—. Me preocupa esta parte oscura.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, sintiendo que se me aceleraba el pulso—. ¿Qué piensa que sea?
—Parece un tumor. Quizá sea benigno, pero no lo sabremos a ciencia cierta hasta examinarlo.
Al volver al consultorio, el médico le explicó a Joan con sumo tacto lo que acababa de comunicarme, y le dijo que debería hacerse una biopsia.
Yo estaba nervioso, pero no creía que Joan tuviera algo grave. Llevábamos 19 años de casados y ella se veía sana, fuerte y más bella que nunca.
A la hora de cenar, no comentamos nada para no preocupar a nuestras hijas, Ellen y Nancy. Joan sólo les dijo que al día siguiente tenía que ir a que le examinaran esa pierna que le estaba dando tanta lata.
Luego, una vez en la habitación, me preguntó:
—¿Estás preocupado?
—¿Preocupado? No, en absoluto.
—Si lo estuvieras, ¿me lo dirías?
—Probablemente no. Pero no lo estoy.
Entonces se volvió de lado y cerró los ojos.
—¿Me sobas la espalda? —me dijo—. Todavía me duele.
Se la masajeé lo más suavemente que pude.
HACIA EL ABISMO
Al día siguiente, me hallaba yo en la sala de espera del hospital con Helen, mi suegra, cuando apareció el cirujano.
—¿Señor Simon? —preguntó.
Lo seguí por el pasillo hasta una escalera apartada y fría. Entonces se acomodó en el tercer escalón y me pidió que me sentara junto a él.
—No está bien —comenzó.
—¿Qué cosa? ¿La biopsia?
—Antes de hacérsela, la examiné y le encontré un tumor maligno en un seno —me explicó—. Es cáncer y ya se propagó a otros tejidos, pero no le extirpé la mama.
Tardé en comprender sus palabras, pues las emociones enturbiaron mi pensamiento. Cuando le pregunté por el pronóstico, lo resumió con una frase devastadora:
—Le queda un año de vida... Un año y medio a lo sumo.
Un abismo se abrió a mis pies: la caída fue dolorosa, interminable; me faltaba el aliento y empecé a sollozar. El médico me tocó el brazo y me dijo que lo sentía mucho.
—¿Lo sabe ella? —pregunté al fin.
—Le dije que tenía cáncer de mama, pero no cuánto tiempo le quedaba. Eso les corresponde a ustedes.
—¿Qué le digo?
—Yo le daría alguna esperanza. Ella lo sabrá en su momento. Yo, en su lugar, le diría que descubrimos a tiempo el tumor y se lo extirpamos. Si puede, no se lo diga aún a sus hijas. Aunque, claro, la decisión es suya.
Llevaron a Joan a su cuarto y luego el médico entró a hablar con ella. Vi a Helen en el pasillo. No me pareció justo ocultarle la verdad; además, para resistir lo que venía necesitaría el apoyo de alguien.
Le conté todo y le expliqué lo que el médico me había aconsejado.
—Esto es sólo entre nosotros —le advertí—. Que nadie más lo sepa, ni Ellen ni Nancy; ellas lo sabrán cuando sea conveniente.
Mi suegra asintió en silencio. Después, el médico nos hizo pasar al cuarto de Joan, que nos recibió con una sonrisa de esperanza.
—El doctor dice que lo detectaron a tiempo —dijo—. Lo extirparon todo. ¡Qué suerte!, ¿verdad?
Asentí con la cabeza y la besé. Sentí cómo su cuerpo se relajaba en mis brazos. Desde ese momento, mi vida fue una conspiración de silencio, pero a pesar de lo que sabía, no dudaba ni por asomo de que mi esposa saldría adelante.
LA CASA SOÑADA
Pronto comenzó la radioterapia. Conforme pasaron las semanas y el dolor disminuyó, Joan recobró el ánimo. Yo me acostumbré tanto al optimismo, que ya no sabía si era real o fingido. La mentira se fue convirtiendo en verdad, pero no la que le ocultaba a mi esposa, sino la que me ayudaba a resistir día con día.
Cuando estaba en casa, me dedicaba de lleno a mi nueva obra de teatro a fin de distraerme. Las horas que pasaba frente a la máquina de escribir eran mi refugio. Joan se quedaba en cama componiendo poemas, lo que no había hecho desde sus días de estudiante, hacía ya casi 20 años.
Yo quería encontrar algo que apartara la sombra que oscurecía nuestra vida; entonces pensé en la casa con que ella siempre había soñado.
Teníamos amigos en Bedford, Nueva York, a casi una hora de la ciudad. Alquilé un auto y enfilé hacia allí. A Joan le dije que iba a tener varias juntas sobre unos proyectos fílmicos.
Entré en una agencia de bienes raíces y al cabo de una hora ya había visto varias casas. A eso de las 3 de la tarde me condujeron hasta un paraje arbolado donde había una encantadora casita construida sobre una loma. Vi un puente de madera que atravesaba un riachuelo, y más allá el sol refulgía sobre las aguas de un lago.
—Es el lago Blue Heron —dijo el agente—. Venga a verlo.
Cruzamos el puente hasta un pequeño embarcadero: Había allí una caseta de botes y una lancha de remos atada a una barandilla. El lago se veía inmenso.
Me bastó asomarme a la casa para convencerme; luego regresamos a la agencia y firmé los papeles. Pensé que, si Joan vivía feliz allí, quizá podría ocurrir un milagro.
De camino a casa, me pregunté cómo iba a tomar el que hubiese comprado una casa sin haberla llevado a verla; yo no solía actuar tan impulsivamente. Entré en la alcoba sin poder disimular mi alegría. Ella sonrió también.
—¿Por qué tan contento, mi cielo? —me preguntó.
—Acabo de hacer una locura, algo increíble.
—¿De veras? ¿Qué?
—Compré una casa, junto a un lago. ¿Qué te parece?
La sonrisa que iluminó su cara valió por todo.
—¡No puedo creerlo, Neil! ¿Me lo juras?
Toda la noche hablamos de la casa. Nancy y Ellen tampoco cabían en sí de alegría. Una vez que apagué las luces, me pregunté: ¿No sospechará? Me tranquilicé pensando que, aunque sospechara, estaba ansiosa por que nos fuéramos a vivir al campo.
DIAS DE DICHA
Empecé a dejar de tener pesadillas. Mis sueños eran felices: en ellos veía a Joan rebosante de salud; revivía el momento en que la conocí, en un campamento de verano, y oía nuestras risas mientras observábamos sentados en un parque a Ellen andar en su cochecito. Despertaba con una sensación de inmenso alivio, pero al volver la cara y verla durmiendo a mi lado, la angustia nuevamente se apoderaba de mí.
Joan rara vez revelaba sus sentimientos. Nunca hacía preguntas, y yo pronto también dejé de preguntarle cómo se sentía. No podía caminar sin bastón, pero me daba cuenta de que no quería que la ayudara; aun así, cuando bajaba las escaleras, mi mano siempre iba a unos centímetros de su brazo.
Lo que nos dijo el oncólogo en la siguiente cita me tomó totalmente desprevenido:
—Bueno, señora Simon, todo marcha bien. El tumor está cediendo.
En el rostro de Joan se dibujó una gran sonrisa de alivio. Yo estaba atónito. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Había desaparecido el cáncer?
Ya no sabía qué creer, excepto que el sol brillaba y que ese día iba a llevarla a conocer la casa de Bedford. Al llegar, Joan irradiaba alegría.
—La casa la ves después —le dije—. Primero ven al lago.
Se acercó al embarcadero y contempló el agua. En su expresión pude ver que se estaba remontando a sus días de mayor felicidad: los de su infancia en las montañas, cuando la llevaban a pasear de noche en un bote de remos y a nadar en otras aguas oscuras y frías.
RESURGE EL TEMOR
Llegado el verano, Joan salía a pescar en bote con Ellen y Nancy y les enseñaba lo que había aprendido de niña. En las tardes jugábamos al tenis, y ella devolvía los servicios con fuerza y velocidad. "¡Vamos!", gritaba, "¡Pégale a esa pelota como si quisieras ganar!"
Era maravilloso verla así de nuevo. Ya no necesitaba el bastón y tampoco cojeaba. Habíamos recuperado nuestra vida. ¿Nos estaría dando Dios otra oportunidad?
Al final del verano, Joan seguía de maravilla. Fuimos a Manhattan y empecé los ensayos de mi nueva obra. Me alegraba de no haberles revelado nada a mis hijas sobre la enfermedad de su madre, y rogué por que nunca me viera en la necesidad de hacerlo.
Luego del estreno, viajamos todos a Florida. De pronto, la cojera reapareció: Joan tenía que sujetarse para subir escaleras, respiraba con dificultad y se movía con lentitud. Al cabo de unos días el dolor se intensificó y ya no pudo caminar sin bastón.
Poco después volvió a someterse a radioterapia. En casa hablaba del "tratamiento" y de su "pierna mala", pero nunca de radiaciones. Nancy y Ellen parecían aceptar las cosas.
Finalmente, un sábado o un domingo, Joan se volvió hacia mí a medianoche y en voz baja me confesó que estaba muy asustada. Traté de tranquilizarla, pero los dos sabíamos que el único consuelo que podía darle era abrazarla con fuerza hasta que se quedara dormida.
"COMO FUEGO EN UN BOSQUE"
Pese a que su salud no mejoraba, las radiaciones aliviaban su dolor. En la primavera, el sol tibio y el aire fresco devolvieron el color a sus mejillas. También retornó su sonrisa, aunque no era la misma que nos había regalado durante tantos años. Mostraba una actitud distinta: no de resignación, sino de confianza, como si hubiera firmado un pacto con alguien que iba a ayudarla a salir del trance.
La veía caminar entre los árboles con Nancy, de 10 años, y explicarle cómo se renuevan las flores y cómo, cuando una se marchita, inevitablemente reaparece en otro sitio. Le estaba revelando a su manera lo que yo no me atrevía a confesar.
Un día, mientras estaba yo fuera de la casa, la oí gritar de dolor. Corrí a la alcoba y la encontré como paralizada. La ayudé a acostarse y de inmediato telefoneé al doctor Bornstein, quien me mandó llevarla al hospital.
Solicité una ambulancia por teléfono. En el hospital me dijeron que Joan quizá tendría que quedarse allí una semana.
Pasó un largo mes. Un día me encontré con el doctor Bornstein en el vestíbulo. Se veía desencajado.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—El cáncer se está extendiendo como fuego en un bosque —me informó—. No nos deja atacarlo. Haremos todo lo posible para evitar que sufra. No hay que perder la esperanza.
Joan no quería que nadie la visitara, con excepción de su familia. Ni siquiera yo podía entrar en su cuarto sin antes tocar. La enfermera entreabría la puerta y me decía en voz baja:
—Joanie quiere unos minutos para arreglarse.
—¿Para mí también?
—Especialmente para usted.
Cuando la puerta se abría, Joan estaba sentada en la cama, con una sonrisa radiante y el pelo recogido en una cola de caballo, como el día que la conocí. Hablaba de nuestras hijas, de mi trabajo e incluso hacía planes para cuando la dieran de alta.
Una noche, en casa, me senté a platicar con Ellen en la cocina. Su rostro de 15 años me miró con zozobra.
—Debí decírtelo hace mucho tiempo —comencé—. Tú sabes que mamá se encuentra muy grave.
Asintió con la cabeza.
—Ignoro cuánto más esté con nosotros. Los médicos aseguran que podría vivir hasta agosto, o quizá...
—Sabía que estaba enferma —me interrumpió—. Pensé que se iba a morir, pero no sabía cuándo.
Entonces empezó a sollozar, y cuando yo alargué el brazo sobre la mesa para acariciarle la mano, dio rienda suelta a su dolor. Le dije que no iba a revelarle nada aún a Nancy, que estaba en un campamento situado a sólo dos horas en coche; habría tiempo para ir por ella si algo sucedía.
EL ENORME VACIO
El timbre del teléfono me despertó. Eran las 3:10 de la madrugada del 11 de julio. Una voz me avisó con delicadeza que Joan había muerto mientras dormía. Tenía 40 años de edad.
Me senté en la cama y traté de serenarme; luego desperté a Ellen. El final había llegado antes de lo previsto y aún no estaba preparado para aceptarlo. La enormidad de la pérdida se percibe después, cuando uno ve salir el sol y se da cuenta de que ni ese día ni los que le restan de vida volverá a tener a su lado al ser al que amó.
Hice los arreglos para que Nancy regresara a casa. Ese mismo día finalmente se lo dije, pero ya era tarde. Si algo me ha pesado en la vida fue no haberle revelado antes la verdad. Tuvieron que pasar muchos años para que ella por fin me confesara su ira y su confusión; sin embargo, nunca me culpó de nada.
Del cementerio volvimos a casa en coche. Helen iba sentada entre sus nietas. Vi sus rostros y luego contemplé el inmenso campo. A mis 46 años, con dos hijas jóvenes, me sentí vacío y temeroso. Sólo las tenía a ellas, y ellas a mí.
En la actualidad, Ellen y Nancy están casadas y viven en California. Cada una le ha dado una nieta a su pádre, quien tras la muerte de Joan escribió sus mejores obras. Simon, que tiene 69 años, se volvió a casar y reside en Los Ángeles.
CONDENSADO DE REWRITES: A MEMOIR. © 1996 POR NEIL SIMON, PUBLICADO POR SIMON & SCHUSTER, INC., DE NUEVA YORK.