LIZA MINNELLI, LA ÚLTIMA REINA DEL CABARET
Publicado en
noviembre 11, 2012
La leyenda dice que Liza llegó de Los Angeles a Nueva York con cien dólares en el bolsillo de los jeans, decidida a triunfar sin el gentil auspicio Minnelli-Garland.
Mili Rodríguez
La mamá de Liza enamoró al mundo con su cara de despistada y sus bucles de muñeca de loza, más los labios que se despegaban difícilmente del rouge para modular una vez más la canción del Mago de Oz. Se llamaba Judy Garland y para subir en Hollywood, entre tanta rubia platinada y escote de vértigo, tuvo que pagar una cuota de estrés demasiado alta. La Metro siempre consideraba que estaba demasiado gorda y debía tomar pastillas para adelgazar. Luego, a causa de esas pastillas, sufría de insomnio y tomaba otras pastillas para dormir. Su vida empezó a ser una sobredosis de alcohol y depresiones: vivía entre el éxito y la clínica de desintoxicación.
De modo que Liza Minnelli nació en el centro mismo del glamour: su madre era esa celebridad que se suicidaba de vez en cuando –cuando no se perdía en un embotellamiento de ginebra– y su padre, el ambiguo director de Gigi y Un americano en París. Cualquiera diría que eso era un cóctel excesivo.
En el verano del 48, en un ritmo de jazz, Harold Arlen toca el piano. A las fiestas de los Minnelli van Chaplin, Humphrey Bogart y Bacall. De pronto Liza se sube a una silla y canta tan fuerte que Judy necesita otro trago. Los aplausos la envuelven. Tiene tres años y sus líquidos ojos cafés resplandecen: su carrera ha comenzado.
Pero en la navidad del 50, todo se quebró en su mundo casi feliz. Judy se fue con todas sus cajas de sombreros y un señor llamado Sid Luft. Un tipo rudo, sólido, descomplicado. La niñita de Hollywood permaneció con su papá. Y comenzó una doble vida que consistía en seis meses de un cierto orden con Vincent, y seis meses de un caos dramático y de alta velocidad con Judy.
Vincent le enseñaba a cantar Love for sale, diseñaba vestidos de actriz para ella, y le leía cosas sobre Colette y sus hombres, cuando a los otros chicos les contaban historias sobre Heidi y sus cabras. "Era una niñita cuidada por las secretarias de su padre, porque no había nadie más que se ocupara de ella", ha dicho un maquillador de la MGM.
AMORES URGENTES
La leyenda dice que Liza llegó de Los Angeles a Nueva York con cien dólares en el bolsillo de los jeans. Decidida a triunfar sin el gentil auspicio Minnelli-Garland. Al parecer durmió en duros sillones de felpa y sobre dudosas alfombras hasta que otra vez su destino la tocó con un destello de suerte: de corista de 34 dólares a la semana, obtuvo el rol protagónico de Flora, la amenaza roja, un musical de Broadway donde lo único que estaba bien era ella.
Liza ya había grabado su primer disco y tenía su pequeño pero expansivo lugar en los letreros de neón del glamour americano, cuando actuó con su madre en el London Palladium. Diez años antes, Judy había cantado Swanee en el Palace Theater mientras ella, de diez años, bailaba en el fondo del escenario. Esta vez el espectáculo fue una explosión de competencia y malos sentimientos, y Judy no pudo evitar quedarse sola unos minutos más para recoger los últimos aplausos.
Mientras el público dejaba la sala, llamó a Liza para presentarle a Peter Allen. Por alguna razón el rítmico músico de 22 años era su yerno ideal. En diciembre –y aunque Liza vivía un romance de profunda emoción con Charles Aznavour–, se anunciaba la boda. Allen –se supo después, se supo siempre– era homosexual. Murió de sida en 1993, convirtiendo a Liza a la causa de la cinta roja.
En esos días, ella sobrellevaba su destino de cantante con cierta dosis de varetos, unas camisetas pálidas y jeans patas de elefante. Su primera toma de conciencia de que no era "suficientemente elegante" fue en París. Invitada por Marisa Berenson a la Riviera, donde sería huésped de los Rotschild, tuvo un ataque de pánico escénico y voló de regreso a Nueva York para ver a Halston. El modisto se encontraba frente al caso más difícil de su carrera: ella simplemente carecía de estilo.
Liza alcanzó a llegar a la fiesta con un vestido de jersey blanco y un anillo de diamantes. Espléndida. Junto a docenas de nobles, estaban Salvador Dalí, Richard Burton y Elizabeth Taylor. La aristocracia de Sunset Bulevar y la de Europa se reverenciaban. En esos días, Liza comenzó un idilio veloz con el barón Alexis de Redé. La pareja brillaba de felicidad, pero el amor duró menos de lo que ella se había demorado en decirle a la prensa que esta vez estaba absolutamente enamorada.
Entonces comenzó su propia saga de maridos, interrumpida por ataques de pasión en el plató, y por romances relámpagos a la salida de una fiesta. Sus aventuras lograban ser bastante escandalosas en unos años en que ya no quedaba capacidad de escándalo. Las puertas de los camerinos cerrados con Peter Sellers, con el primer ministro de Australia, John Gary Gorton, o con el bailarín maravilloso, Baryshnikov, fueron amores urgentes. "Ella practica el sexo en lugares semipúblicos", traducían sus camareras.
¿QUIEN RECHAZA 400 GUIONES?
En 1972, una Liza Minnelli de interminables piernas perfectas, el pelo corto como un niñito y pestañas postizas, interpretaba a Sally Bowles en el aire tóxico de un cabaret de la Alemania nazi. Bajo una nube negra de tabaco y soledad, venía ella, caminando hacia el punto más alto de su fama.
Rechazada en el casting porque "no bailaba lo suficiente", había convencido finalmente a Bob Fosse que el papel de Sally era para ella. Estuvo brillante: se la comparó con El ángel azul, de Marlene Dietrich. El New York Times habló de "su rostro expresivo y su cuerpo maravilloso": fue portada del Times y la Newsweek. Y ese año recibió el Oscar: una estatuilla que jamás tuvo sobre su chimenea Judy Garland.
Durante la filmación, hubo fuertes rumores de que ella y Fosse consumían cocaína. Separada de Allen, y "totalmente" comprometida con Desi Arnaz, protagonizó el famoso flechazo con Peter Sellers. "Fue como si un tren expreso me atropellara", declararía el actor más tarde. Pero un astrólogo predijo que nunca se casarían y la predicción apareció en todos los diarios. Igual que la foto del piano de Liza trasladado –de regreso– de la casa de Peter Sellers al hotel de la actriz.
En 1969, Judy murió en Southampton. Tenía 47 años. Como en tantos casos, era imposible distinguir entre la sobredosis y el suicidio. Más de veintidós mil personas desfilaron frente a su ataúd de caoba, cubierto de rosas amarillas.
Con el tiempo, Liza sería cada vez más parecida a su madre. Incluso físicamente. Durante un rodaje, una señora se acercó a ella: "¡Judy! ¡Eres tú! ¡Has vuelto!"
Después de Cabaret, rechazó más de 400 guiones y actuó en unas cuantas películas. No hubo un segundo Oscar, pero New York New York fue una apoteosis. Allí, nuevamente era un revival de Garland. La boca roja y las grandes hombreras: la misma mujer única que lograba ser hermosa casi sin serlo, y que imponía sobre el escenario un talento feroz.
Ahora salía con David Bowie, Al Pacino y Scorsese. Era una gran solitaria. Y un día vio a Mark Gero: un gigante italiano muy parecido a Robert de Niro. El era su admirador más intransigente. Y pronto se convirtió en su penúltimo marido. Sorprendido porque Liza tenía "miles de amigos íntimos", iba detrás de ella con cara de guardaespaldas bien pagado.
Con Andy Warhol y Truman Capote, ella solía asistir a uno de los santuarios gays de Broadway: The Flamingo, un enorme club de baile donde hombres desnudos y enjaulados estaban a disposición de los interesados. En las horas libres, Warhol pintó su rostro sabiendo que ella prefigura un símbolo, un ídolo pop, un signo inevitable de la cultura americana.
UN RATON MELANCOLICO
Durante once años, Liza va y vuelve de su marido resistente. Parece que al borde de una nueva boda relámpago, recuerda que tiene una cama de dos plazas con alguien que se llama Mark. El simplemente espera en el enorme departamento frente al Central Park con pisos de mármol y pinturas de Warhol. Juega tenis y bridge, viaja, va de compras. Esta aproximación a la felicidad será interrumpida por uno de esos lluviosos temas de jazz que aparecían en las películas de Minnelli: Liza no puede tener hijos.
La amistad con Halston se recompone años después, línea por línea. El la ha diseñado: la ha convertido en una de las mujeres más elegantes –y dependientes– del mundo. "Halston lo hacía todo –cuenta unamigo– le diseñaba la vida, el departamento y la ropa, porque ella no sabía elegirla. Ni siquiera sabía freír un huevo, ni poner la mesa". La verdad es que no lo necesitaba.
En febrero de 1984, se estrenó The Rink, un musical sobre un enfrentamiento madre-hija. La crítica dijo que el espectáculo parecía más una terapia que un entretenimiento. Edwin Wilson, de The Wall Street Journal afirmó: "La señorita Minnelli actúa muy bien, porque ese rostro suyo de ratón melancólico irradia una increíble vulnerabilidad".
Ese mismo año, Liza Minnelli hace crisis. Durante demasiado tiempo ha vivido de noche y ha consumido un exceso de cocaína y alcohol. Su hermana Lorna y Liz Taylor la internan en el Betty Ford Center, en Palm Springs. "Me siento como una maleta abandonada en una estación de tren", dice. Y al salir de la clínica, comienza a asistir religiosamente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos.
En la turbia resaca de los años 80, había cumplido cuarenta años y estaba en el centro de su vida, cantando sin tregua, y ya tan parecida a sí misma que ni su madre podría reconocerla. Superado el bochorno y con best-sellers como Liza with Z o Liza Minnelli: The Singer, canta con Frank Sinatra y Sammy Davis Jr. en la gira mundial de 1988.
Hoy, aparentemente relegados los traumas de la sobreexposición y después de pasar bajo el bisturí de un cirujano plástico, Liza Minnelli sigue aleteando como un maravilloso pájaro y es considerada la última gran estrella del music hall. ¿Qué mejor destino pudo haber tenido una digna hija de su mamá?