Publicado en
noviembre 04, 2012
Unos padres se ven obligados a tomar una grave decisión para salvar a su hija
Por John Pekkanen
DE PIE bajo la brillante luz de la sala de urgencias, el doctor Ronald Jacobson observaba inquieto junto a la cama de Lauren Taylor, de cuatro años. Desde hacía horas, unas leves descargas eléctricas en el hemisferio cerebral derecho de la niña estaban provocando que la mitad izquierda de su cuerpo se convulsionara. Su madre, Doreen, también aguardaba a su lado. Era un sábado de mayo de 1995, víspera del Día de las Madres.
—Ya no puedo hacer más por ella —reconoció Jacobson, neurólogo pediatra—. Y ni ella ni ustedes pueden seguir viviendo así. Ha llegado el momento de operarla.
Doreen se estremeció. Cuando ella y su esposo, Joseph, se enteraron de la existencia del tipo de cirugía al que iban a someter a su hija, se quedaron helados. La operación les pareció descabellada, incompatible con la vida.
Era una hemisferectomía; es decir, a Lauren tendrían que extirparle la mitad derecha del cerebro, donde se estaban originando las descargas.
Doreen tenía una amiga cuya hija, también de cuatro años, murió tras someterse a esa misma operación. Aun cuando Lauren sobreviviera, otras terribles amenazas se cernían sobre ella: había riesgo de infección, trombosis o ataques de apoplejía; también podría sufrir cambios de personalidad, parálisis temporal de la mitad izquierda del cuerpo o, peor aun, un daño físico y mental irreparable.
En cuanto el médico salió de la sala, Doreen, de 30 años, descolgó el teléfono para hablar con su esposo. Iba a ser la decisión más difícil de su vida y debían tomarla juntos.
CUANDO LAUREN nació, casi en la fecha en que sus padres terminaron de decorar el cuarto donde iba a dormir su primogénito, parecía una bebé normal y saludable, excepto por una marca en la piel de color entre rojizo y morado que le atravesaba la frente, desde el párpado derecho hasta la parte posterior de la cabeza.
Un médicó tranquilizó a los Taylor diciéndoles que la marca muy probablemente era superficial, si bien les aconsejó consultar a un neurólogo para cerciorarse. Los esposos fueron a ver al doctor Roy Geronemus, director del Centro de Cirugía con Láser y de la Piel de Nueva York. Éste les dijo que podía quitarle la marca a la niña, pero les hizo una advertencia:
—El problema más grave quizá no sea su aspecto. Lo que debería preocuparnos es el riesgo de que sufra daños oculares y neurológicos.
Doreen y Joe enmudecieron cuando el médico les explicó que la niña podría padecer el síndrome de Sturge-Weber, un trastorno congénito de causa desconocida.
Les dijo que la marca en la piel se debía a la presencia de angiomas (vasos sanguíneos anormales) en la superficie del cerebro de la niña. Dichos vasos podrían reducir la afluencia de oxígeno y otros nutrientes a ese órgano y poner a Lauren en riesgo de sufrir convulsiones y retraso mental.
En los días siguientes sometieron a la niña a varias pruebas que no revelaron nada anormal. A partir de entonces, los Taylor llevaron a su hija cada mes a recibir un tratamiento con láser. El haz de luz aplicado a los vasos sanguíneos anómalos redujo la afluencia de sangre a la zona de la marca facial y ésta se fue aclarando poco a poco.
Doreen y Joe recuperaron el ánimo, pues pensaron que la niña quizá no padecía el síndrome. Una noche en que Joe estaba sosteniendo a la bebé y meciéndola sobre sus piernas, miró a su esposa y le dijo:
—¿Cómo puede tener algo mal esta nenita? Yo la veo perfecta.
EL 19 DE AGOSTO de 1991, en la mañana, Doreen llevó a acostar a su hija, que ya tenía cuatro meses; luego, a eso del mediodía, la oyó llorar con fuerza y corrió al cuarto. Al acercarse a ella notó que tenía flácida la mitad izquierda del cuerpo y que sus ojos parecían sin vida.
—¡Lauren! —susurró llena de angustia—. ¡Soy mamá, mírame!
La bebé no dio señales de reconocerla. Entonces empezó a sacudir el brazo y la pierna izquierdos en forma incontrolable.
—¡Le está dando un ataque a la niña! —le gritó Doreen a Joe.
Corrió al coche con la pequeña en brazos y la llevaron a la sala de urgencias de un hospital. Allí los médicos le controlaron las convulsiones.
Lauren permaneció dos semanas en el hospital. Las tomografías revelaron unas pequeñas franjas blancas en su cerebro; eran calcificaciones debidas a la lesión que el síndrome de Sturge-Weber le había causado en el hemisferio derecho. Los médicos le administraron anticonvulsivos y no volvió a sufrir ataques en los 11 meses siguientes. Era una niña alegre y cariñosa. A los 16 meses empezó a caminar y poco después a hablar.
En noviembre de 1992 sufrió otro fuerte acceso de convulsiones a causa del cual dejó de respirar. De no ser por la intervención de los médicos de la sala de urgencias, habría perdido la vida. Nuevas tomografías cerebrales mostraron que las calcificaciones se habían extendido.
Durante año y medio los ataques convulsivos se presentaron con intervalos de pocos meses.
—A veces Joe y yo casi perdemos la esperanza de que la niña se alivie —le confió Doreen a su madre en una ocasión—, pero de repente mejora y es como si nada hubiera ocurrido.
El día que la pequeña cumplió tres años, se señaló la cabeza con gran angustia y gimió:
—¡Me duele! ¡Me duele!
Al ver que se golpeaba la frente contra el piso, sus padres la llevaron de nuevo al hospital a toda prisa.
A partir de entonces las convulsiones se hicieron más frecuentes, a veces con sólo unos días de diferencia. Lauren llegó a pasar varias semanas en la unidad pediátrica de terapia intensiva, y poco a poco los ataques fueron causando estragos.
Ha retrocedido mucho —le dijo un día Doreen a Joe mientras veían a la niña luchar por mantener el equilibrio—. Hasta ponerse de pie le cuesta más trabajo cada día.
PARA LA PRIMAVERA de 1995, cuando Lauren tenía casi cuatro años, su desarrollo correspondía al de una niña de 18 meses. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, se limitaba a mascullar monosílabos.
—Ya ni siquiera me puede decir mamá —le dijo un día Doreen al doctor Jacobson.
Menos de un mes después de haber cumplido cuatro años, Lauren sufrió otro acceso prolongado de convulsiones. Esta vez la llevaron al Centro Médico Westchester County; era aquel sábado de mayo, víspera del Día de las Madres. Después de conversar con Jacobson sobre la necesidad de operar a la niña, Doreen telefoneó a su marido.
—Creo que llegó la hora de ver si la cirugía puede salvar a la niña —le dijo con voz entrecortada.
—No quiero perderla ni verla convertida en un vegetal —repuso Joe.
—Yo tampoco quiero eso —contestó Doreen—, pero no deja de convulsionarse y la enfermedad está acabando con ella.
Joe guardó silencio unos segundos y luego dijo:
—Tienes razón, llegó la hora.
Dos días después, Doreen y Joe se reunieron con el doctor Arno Fried, jefe de neurocirugía pediátrica del hospital. El médico ya había realizado 14 hemisferectomías sin perder ni un solo paciente.
—¿Cuáles son los riesgos? —preguntó Joe.
—Hay peligro de que persistan las convulsiones —contestó Fried, quien luego de explicar que el mayor riesgo era que la niña entrara en coma o muriera, añadió—: Extirpar un hemisferio es quizá la operación más difícil que un cirujano puede practicar.
Joe le hizo una última pregunta:
—Si Lauren fuera su hija, ¿le haría esa operación?
—Sí, sin duda.
A LAS 7:30 de la mañana del 31 de mayo, Doreen llevó a su hija hasta el quirófano del centro médico. Habían colocado a la pequeña en una camilla rodante y su madre la acompañó hasta la puerta. Allí se despidió de ella dándole un suave beso y diciéndole que la quería. Luego se reunió en el pasillo con su esposo, que aguardaba con los ojos humedecidos.
—Todo va a salir bien —le dijo Doreen mientras se encaminaban hacia la sala de espera.
En el quirófano, Fried empezó a separar el cuero cabelludo de Lauren; luego le hizo varios orificios en el cráneo con un taladro quirúrgico y en seguida cortó un óvalo de diez centímetros en la parte superior derecha.
Le sorprendió la extensión del daño en los tejidos. En vez de una masa gris y blanca de consistencia firme, el hemisferio derecho parecía una gelatina rojiza. La superficie mostraba un enredijo de vasos sanguíneos anormales que se habían deformado a causa de la calcificación.
—Esto está peor de lo que mostraron las tomografías —dijo.
Cada hemisferio cerebral está dividido en cuatro lóbulos principales, y Fried tenía que extirpar los cuatro derechos, uno por uno. Iba a empezar por el temporal, situado justo detrás de la oreja, el cual se relaciona con el pensamiento, la memoria y la imaginación.
El microscopio quirúrgico ampliaba más de 15 veces el campo visual del cirujano.
—Pásenme el cavitrón —ordenó.
De inmediato tuvo en la mano el instrumento, que, vibrando miles de veces por segundo, cortaría las fibras nerviosas que unen los lóbulos.
Con ayuda de una sonda especial conectada electrónicamente a una computadora, Fried comenzó a, hender el lóbulo y pronto se acercó al tallo cerebral y a la arteria carótida. Sabía que el menor error pondría en peligro la vida de la niña.
Milímetro tras milímetro, el aparato cercenó la masa cerebral. En seguida, utilizando unas tenazas, el cirujano extrajo cuidadosamente los fragmentos del lóbulo temporal. Todo el tiempo estuvo atento a cualquier señal de alteración en el ritmo cardiaco, señal de que había tocado el tallo cerebral. Los latidos se mantenían constantes. Resiste, chiquilla, pensó. Al final tendría que cerrar la arteria carótida, pero si la cortaba antes de tiempo, la pequeña podía desangrarse y fallecer.
—Aquí tenemos que ir muy despacio —expresó.
Después de casi una hora de intenso trabajo, Fried logró separar la arteria carótida del resto del lóbulo. Luego, usando unas grapas de titanio y un coagulador (instrumento que produce una chispa entre dos electrodos), cerró la arteria cerebral media. En seguida extirpó el lóbulo parietal, donde se concentran muchas funciones sensoriales y cognoscitivas.
—Nos faltan dos —dijo.
El cirujano concluyó la operación extirpando los lóbulos frontal y occipital; luego, con mucho cuidado, revisó su trabajo una y otra vez. Había cortado y suturado miles de vasos sanguíneos, pero bastaba con que uno hubiera quedado sin cerrar para que fluyera sangre a la cavidad cerebral de la niña y le provocara graves lesiones o la muerte.
A LAS 3:35 de la tarde, ocho horas después de haber comenzado la operación, los médicos terminaron de cerrar el cráneo de la niña y luego la trasladaron a la sala de recuperación. Al entrar a la sala de espera, Fried se acercó sonriente a los Taylor.
—Todo salió bien —les dijo.
Doreen cerró los ojos y agradeció a Dios en silencio.
Al día siguiente, unas tomografías mostraron que no había fluido ni una sola gota de sangre a la cavidad cerebral derecha de la niña. Como se esperaba, el hueco se había llenado de líquido cefalorraquídeo.
Más tarde, Fried visitó a la niña en la unidad pediátrica de terapia intensiva. Aunque todavía estaba bajo el efecto de la anestesia, Lauren movió ligeramente el brazo y la pierna izquierdos. ¡Aleluya!, pensó el cirujano. Ya está haciendo la transferencia al hemisferio izquierdo. Va a recuperar totalmente el movimiento.
Varios días después, Doreen se sentó junto a la cama de su hija y le tomó una mano. Lauren, cada vez más despierta, alzó la mirada y susurró una palabra que aquélla había temido no volver a oír de labios de su pequeña:
—Mami.
Para Doreen, esa palabra materializaba todas sus esperanzas. Se acercó las manos al rostro y dejó que le rodaran las lágrimas.
El éxito de la operación de Lauren ha permitido a la familia Taylor reanudar su vida normal.
En el transcurso de las semanas siguientes, Lauren volvió a ser la misma niña alegre que había sido antes de sufrir las convulsiones. Su grado de inteligencia fue aumentando rápidamente a medida que el hemisferio izquierdo asumía las funciones del derecho. Tres semanas después de la operación, la pequeña ya hablaba más de lo que había hablado en toda su vida.
Hoy Lauren está por cumplir seis años y sigue progresando de manera impresionante. Se expresa cada vez mejor y camina sin ayuda. La mitad izquierda de su cuerpo sigue débil, pero los médicos creen que con la terapia podrá volver a mover bien el brazo y la pierna izquierdos. Sus padres piensan inscribirla en el jardín de niños en el otoño de este año.
Fotos: © Robin Bowman