LA PATA DEL GATO (Stanley Ellin)
Publicado en
mayo 13, 2012
Forma parte integrante del volumen “La especialidad de la casa” pp. 37-57.
Trad. de Georgina Rojo de Rubens.
Buenos Aires, Emecé, 1975.HABÍA poco para elegir en la pensión aquella —uniforme en su falta de limpieza, sus pisos de linóleo y camas de bronce. Sin embargo, cuando el señor Crabtree —respondiendo al aviso de la página "Se necesita empleado"— fue a la casa, se dio cuenta de que su cuarto tenía una pequeña ventaja: el teléfono público del vestíbulo quedaba frente a su puerta; y, con sólo estar alerta, podía atenderlo no bien sonara el primer timbrazo agudo. Por ese motivo, al pie de su solicitud de empleo, puso, no sólo su firma, sino también el número del teléfono. Le tembló la mano al hacerlo; sintió que se hacía cómplice de un engaño burdo, al hacer creer que el teléfono era de uso personal; pero pensó que, al ganar prestigio en esa forma, la balanza se inclinaría a su favor. Para ese fin, sacrificaba, con estremecimiento, los principios mantenidos durante toda su vida.
Ya el aviso había sido un verdadero milagro. Se necesita hombre, decía, para trabajo pesado, con paga discreta. Que no beba, sea honrado, laborioso; con referencias de empleo anterior; edad preferida: cuarenta y cinco a cincuenta años. Escribir sin omitir detalles. Casilla de Correo, III. Y Crabtree, espiando incrédulamente a través de sus anteojos, lo había leído con trémula consternación, pensando en todos sus camaradas, de cuarenta y cinco a cincuenta años, que podrían estar buscando anhelosamente trabajo pesado, con paga discreta y que podrían haber leído el mismo aviso, minutos —o quizá horas— antes que él. Su respuesta podría haber servido de modelo como "Carta de solicitud de empleo". Tenía cuarenta y ocho años y excelente salud. Era soltero. Había trabajado treinta años en una sola compañía, con lealtad y satisfactoriamente; tenía un informe inmejorable sobre su puntualidad y asistencia. Desgraciadamente, la compañía se había fusionado con otra mayor. Lamentablemente, hubo que suprimir muchos empleados. ¿Horas de trabajo? no tenía importancia para él. Sólo le interesaba hacer bien su trabajo, sin ocuparse del tiempo que le tomara. ¿El sueldo? Ese asunto dependía solamente de su futuro empleador. Su sueldo anterior había sido de cincuenta dólares por semana; pero había llegado a él después de años de capacidad probada. Estaba disponible para presentarse en cualquier momento. Informes de las siguientes personas. Firma. Y luego, el número de teléfono.Todo esto había sido escrito y vuelto a escribir una docena de veces antes de que Crabtree estuviera satisfecho de ver que todas y cada palabra estaban en su debido sitio. Luego, con esa caligrafía que había hecho de cada libro mayor una obra de arte, transfirió el borrador final al mejor papel —comprado para el caso— y despachó la carta. Después de esto, sólo con sus conjeturas sobre si la respuesta llegaría por correo, o por teléfono, o no llegaría, Crabtree pasó dos semanas interminables y ansiosas antes de que llegara el momento, en que, al atender el teléfono, oyó como el estallido del juicio final, su nombre transmitido por el cable.—Sí —dijo con voz chillona.— Soy Crabtree. Mandé una carta.— ¡Calma, señor Crabtree, calma! —dijo la voz. Era una voz fina, clara, que parecía elegir y saborear cada sílaba antes de pronunciarla, que tuvo un efecto inmediato, que dejó helado a Crabtree, que se aferraba al teléfono como si, en esta forma, pudiera extraerle algo de compasión.—He estado estudiando su solicitud —siguió diciendo la voz, con la misma dolorosa parsimonia— y me siento muy complacido por ella. Muy complacido. Pero antes de dar por liquidado el asunto, quisiera aclarar las condiciones del empleo que ofrezco. ¿Tiene inconveniente en que lo hagamos ahora?La palabra "empleo" sonó confusamente en la cabeza de Crabtree.—No —dijo— hágalo usted.—Muy bien. Para empezar, ¿se considera usted capaz de dirigir su propio establecimiento?—¿Mi establecimiento propio?—Oh, no tiene por qué asustarse por el tamaño de su establecimiento ni por la responsabilidad que implica. Se trata de presentar, con regularidad, unos informes confidenciales. Usted tendría su oficina propia, con su nombre en la puerta, y, por supuesto, nadie lo controlaría directamente. Es por eso que necesito un hombre de excepcional confianza.—Sí —dijo Crabtree— pero esos informes confidenciales ...—Le daremos una lista de varias sociedades anónimas importantes. También lo suscribiremos a varios periódicos financieros que mencionan a menudo a esas sociedades anónimas. Usted tomará nota de esas referencias, conforme vayan apareciendo, y, al final de cada día, las incluirá en un informe que me despachará por correo. Debo agregar que nada de esto exige tarea teórica ni forma literaria. Exactitud, brevedad, claridad, ésos son los tres cánones que debe usted respetar. Entiende eso ¿no?—Sí, por supuesto —dijo Crabtree apasionadamente.—Perfecto —dijo la voz—. Ahora bien, sus horas de trabajo serán de nueve a cinco, seis veces por semana, con una hora libre para el almuerzo, a medio día. Insisto sobre esto: Soy exigente en cuanto a puntualidad y asistencia, y espero que usted sea tan escrupuloso en este aspecto como si estuviera bajo mi control personal, en todo momento del día. ¿Espero que no le ofenderá que subraye esto?— ¡Oh, no, señor! —dijo Crabtree—. Yo...—Permítame continuar —dijo la voz—. Aquí está la dirección adonde usted debe ir, dentro de una semana, a partir de hoy, y el número de su oficina —Crabtree, sin lápiz ni papel a tiro, se grabó, con frenesí, los números en la memoria— y la oficina estará lista para usted. La puerta estará abierta, y encontrará dos llaves en un cajón del escritorio: una, para la puerta y otra, para el armario de la oficina. En el escritorio también encontrará la lista de que le hablé, y los elementos necesarios para que haga los informes. En el armario encontrará una pila de periódicos para poder empezar a trabajar.—Discúlpeme —dijo Crabtree— pero esos informes ...—Deberán incluir todos los rubros de interés que atañen a las sociedades anónimas de su lista, desde operaciones bursátiles a cambios de personal. Y me deben ser enviados no bien salga usted de la oficina, todos los días. ¿Está claro eso?—Sólo una cosa —dijo Crabtree—. ¿A quién...? ¿Adonde las despacho?—Pregunta innecesaria —dijo la voz, mordazmente, lo que alarmó a Crabtree.—A la casilla de correo a la que usted dirigió su solicitud, por supuesto.—Por supuesto —repitió Crabtree.—Ahora —dijo la voz, volviendo a su halagüeño tono del comienzo— el asunto del sueldo. Lo he reflexionado bien, ya que usted se dará cuenta de que hay muchos factores en juego. Finalmente me dejé llevar por un antiguo proverbio: un buen obrero merece su paga... ¿lo recuerda usted?—Sí —dijo Crabtree.—Y —dijo la voz— un mal obrero no es necesario. Sobre esa base, me propongo ofrecerle cincuenta y dos dólares por semana. ¿Está usted de acuerdo?Crabtree clavó los ojos en el teléfono; quedó mudo, y luego recuperó la voz.—Completamente —dijo con asombro—. Sí. Completamente. Debo confesar que nunca...La voz lo hizo reaccionar.—Pero eso es condicional, entienda. Usted estará usando una palabra algo torpe, bajo libertad condicional hasta que haya demostrado merecer la confianza que deposito en usted. ¡La tarea tiene que estar hecha a la perfección o se termina la tarea!Ante esta idea tenebrosa, Crabtree sintió que le temblaban las rodillas.—Haré todo lo que esté en mi poder —dijo—. Le aseguro que haré todo lo mejor que pueda.La voz continuó implacablemente.—Asigno gran importancia a la manera en que observe el carácter confidencial de su tarea. No conversará con nadie de ella. Y ya que el aprovisionamiento de su oficina está en manos mías, no aceptan excusas por incumplimiento. También he suprimido la tentación del teléfono: no lo encontrará sobre su escritorio. Espero no parecerle injusto porque aborrezca el sistema, tan común en los empleados, de perder el tiempo hablando por teléfono en horario de trabajo.Desde que, veinte años atrás, muriera su hermana, a nadie se le hubiera ocurrido llamar por teléfono a Crabtree, sólo para charlar. Sin embargo, se limitó a decir:—No, señor. En absoluto.—Entonces ¿está de acuerdo con todas las cláusulas que hemos tratado? —Sí, sí —dijo Crabtree. —¿Alguna otra pregunta?—Una cosa —dijo Crabtree—. Mi sueldo. ¿Cómo. ..? —Lo recibirá todos los fines de semana, —dijo la voz—, en efectivo. ¿Algo más?La mente de Crabtree estaba plagada de preguntas, pero no le fue posible concretar ninguna. Antes de que pudiera hacerlo, la voz dijo— con energía: —Buena suerte, entonces.Se oyó el golpe que indicaba que el receptor había sido colgado. Sólo cuando intentó hacer lo mismo, se dio cuenta de que tenía la mano tan apretada contra el receptor, que le costó trabajo soltarlo.Debemos comprender que la primera vez que Crabtree fue a la dirección indicada, no se hubiera sorprendido si no hubiera encontrado ningún edificio ahí. Pero el edificio estaba; con su sedante inmenso tamaño, atestado de gente con aire eficiente, que cargaban los ascensores o, en los pasillos, lo miraban sin verlo y se deslizaban corriendo a su alrededor, sin parar mientes en él. También estaba la oficina, escondida al final de un corredor apartado, de uso privado, en el último piso. Le llamó la atención a Crabtree una escalera que cruzaba el corredor que llevaba a una puerta abierta, por la que se veía el cielo gris. Lo más impresionante de la oficina era el cartel: CRABTREE, Informes sobre finanzas en audaces caracteres, en la puerta. Al abrir la puerta, se entraba en una pieza increíblemente pequeña, que parecía todavía más pequeña por el tamaño descomunal de los muebles apilados en ella. A la derecha, justo al pasar la puerta, había un gigantesco fichero. Sin mediar espacio, y tan grande que ocupaba el resto de pared de ese lado, había un escritorio enorme, antiguo, con una silla giratoria delante. La ventana de la pared opuesta estaba a tono con los muebles. Era inmensa, ancha y alta, y el antepecho apenas llegaba por encima de las rodillas de Crabtree. Sintió un vértigo momentáneo al asomarse a ella por primera vez y ver el hueco escarpado, al que las paredes sin ventanas del edificio que estaba justo enfrente contribuían a hacer pánico. Un vistazo le bastó; en adelante mantuvo bien cerrada la parte inferior de la ventana y ajustaba sólo la parte superior, de acuerdo a su conveniencia. Las llaves estaban en un cajón del escritorio; lapicera, tinta, una caja con plumas de escribir, un mazo de papel secante y otros útiles, que impresionaban más que lo que servían, estaban en otro cajón; una provisión de estampillas se hallaban al alcance de su mano; y, lo que era más agradable, una abundante provisión de papel timbrado, con el membrete Crabtree. Informes sobre finanzas, el número de la oficina y la dirección. Encantado del descubrimiento, Crabtree trazó unas pocas líneas de ensayo, con audaces rasgos, hasta que, algo alarmado por su propia dispendiosidad, hizo tiras la hoja y la arrojó al cesto de papeles que estaba a sus pies. Después de esto, consagró todos sus esfuerzos al trabajo que tenía por delante. El fichero arrojó una pavorosa cantidad de fichas de publicaciones que tenía que estudiar, línea por línea. Crabtree nunca, terminaba de estudiar una página sin sentir, con angustia, que había omitido un nombre que estaba incluido en la lista tipografiada que, como le habían anunciado, había encontrado en el escritorio. Entonces, volvía a revisar toda la página, con la horrible sensación de haber estado perdiendo el tiempo —sólo para terminar gimiendo cuando, llegando al final, no encontraba lo que deseaba haber encontrado al principio.A menudo le parecía que nunca podría terminar la pila monstruosa de periódicos que tenía por delante. Cada vez que suspiraba, aliviado, porque avanzaba en el trabajo, le invadía una sombría certidumbre al pensar que, a la mañana siguiente, el correo depositaría, en su puerta, una nueva remesa y que, por consiguiente, más material se sumaría a la pila.Se producían, no obstante, intervalos en esta rutina deprimente. Uno lo constituía la preparación del informe diario —tarea que Crabtree, el primero en sorprenderse, había llegado a hacer con gusto—; la otra era la llegada del robusto sobre con su sueldo, sin que faltara un dólar, aunque ésta no era la ocasión que podría brindar un placer realmente puro. Crabtree cortaba con cuidado un extremo del sobre, retiraba el dinero, lo contaba y lo colocaba prolijamente en su vieja billetera. Luego hurgaba, explorando el sobre con dedos temblorosos, llevado por el recuerdo aterrador de su experiencia anterior, para buscar el aviso comunicándole que sus servicios ya no eran necesarios. Esto era siempre un trago difícil, e, infaliblemente, lo dejaba enfermo y perturbado hasta que volvía a sumergirse en su tarea. La tarea pronto se volvió parte de él. Ya no necesitaba la lista tipográfica: todos los nombres estaban firmemente grabados en su mente, y, repitiendo la lista varias veces, algunas noches intranquilas, llegaba a conciliar el sueño. Había un nombre que había llegado a intrigarlo especialmente, a exigirle preferente atención. Instrumentos de precisión, Limitada estaba, indudablemente, pasando un mal momento. Había habido cambios drásticos de personal; se hablaba de fusión; de marcadas fluctuaciones en el mercado.En cierto modo a Crabtree le gustaba descubrir, que, al correr de las semanas, convirtiéndose en meses, cada uno de los nombres de la lista adquirían cierta personalidad para él. Fusionados era firme como una roca —flemática en su acomodado éxito; Universal, de tono agudo, inquieta en la exploración de técnicas nuevas; y así, hasta terminar la lista. Pero Instrumentos de precisión era la favorita de Crabtree. Más de una vez, se encontró, nervioso, dedicándole una pizca más de atención que la justificable. Se llamaba al orden a sí mismo: tenía que mantener la imparcialidad, de lo contrario...Ocurrió sin que hubiera habido la menor advertencia. Volvió de almorzar, puntual como siempre. Abrió la puerta de su oficina, y se dio cuenta de que estaba frente a frente con su empleador.—Entre, señor Crabtree —dijo la voz clara y débil— y cierre la puerta.Crabtree cerró la puerta y se quedó mudo.—Debo ser una figura agradable —dijo el visitante con gusto— para producir semejante efecto en usted. ¿Sabe quién soy, por supuesto?En la mente entumecida de Crabtree, los ojos saltones, fijos en él, sin pestañar; la boca ancha y flexible; el cuerpo, bajo y redondo como un barril, le resultaban de un horroroso parecido con un sapo sentado cómodamente al borde de un estanque; mientras que él, Crabtree, desempeñaba el triste papel de mosca revoloteándole muy cerca.—Creo —dijo Crabtree, temblorosamente—, que usted es mi empleador, señor... el señor... —Juguetonamente, le metió a Crabtree el índice gordo en las costillas.—Mientras las cuentas estén pagas, el nombre no interesa, ¿no es así, señor Crabtree? Pero, para facilitar las cosas, usted me llamará —digamos— Jorge Spelvin. ¿Ha encontrado alguna vez a este caballero ubicuo, en sus andanzas, señor Crabtree?—Creo que no —dijo Crabtree, sintiéndose desgraciado.—Es que usted no debe ser aficionado al teatro, lo que habla en su favor. Y si permite que aventure una suposición, tampoco se dedica a la literatura o al cine.—Leo el diario para estar al día —dijo Crabtree, con energía—. Hay mucho que leer en el diario, señor Spelvin, y si usted tiene en cuenta mi tarea aquí, verá que no es fácil encontrar un rato para otros pasatiempos. Quiero decir, si uno quiere estar al día con los diarios.Spelvin alzó la comisura de los labios en algo que Crabtree interpretó como una sonrisa.—Eso es lo que yo justamente esperaba oírle decir. ¡Hechos, Crabtree, hechos! Quería un hombre con un interés exclusivo, concreto y claro en los hechos, y, no sólo las palabras que acaba de pronunciar, sino también el esmero que usted pone en su tarea, me indican que lo he encontrado en usted. Estoy muy complacido, señor Crabtree.Crabtree sintió con deleite que la sangre le golpeteaba en las venas.—Gracias. Nuevamente gracias, señor Spelvin. Sé que me he esmerado; pero no sabía si... ¿No quiere usted sentarse?Crabtree intentó pasar el brazo alrededor del barril que tenía delante para hacer girar el sillón, pero no pudo.—La oficina es pequeña. Pero muy cómoda —balbuceó apuradamente.—Es adecuada, sin duda —dijo Spelvin. Retrocedió hasta quedar casi adherido a la ventana e indicó la silla.—Quisiera que usted estuviera sentado, señor Crabtree, mientras tratamos el asunto que me ha traído aquí.Bajo el influjo de esa mano autoritaria Crabtree se hundió en la silla y la hizo girar, hasta que quedó frente a la ventana y a la figura rechoncha recortada contra ella.—Si es con referencia al informe de hoy —dijo— debo decir que no está completo todavía. Había algunas notas sobre Instrumentos de precisión. . .Spelvin rechazó el asunto con indiferencia.—No he venido para eso —dijo lentamente—. Estoy aquí para buscar la respuesta a un problema que tengo que resolver. Y confío en usted, señor Crabtree, para que me ayude a encontrar la solución.—¿Un problema? —Crabtree sintió que lo invadía un bienestar inefable—. Haré lo indecible por ayudarlo, señor Spelvin. Absolutamente todo lo que esté en mí.Los ojos saltones, puestos en los de Crabtree, lo indagaban, preocupados.—Dígame esto, entonces, Crabtree. ¿Cómo se las arreglaría para matar a un hombre?—¿Yo? —dijo Crabtree—. ¿Cómo me las arreglaría...? Creo haberle entendido mal, ¡señor Spelvin!—Dije —repitió el señor Spelvin, marcando con cuidado cada palabra—: ¿Cómo se las arreglaría para matar a un hombre? —Crabtree se quedó boquiabierto.—No podría. No lo haría nunca. Eso sería un asesinato, —dijo.—Exactamente —dijo el señor Spelvin.—Usted bromea —dijo Crabtree, e intentó reírse, sin conseguir otra cosa que un débil resuello que pasó por su garganta apretada. Al ver la cara pétrea que tenía por delante, ni siquiera ese lamentable esfuerzo cuajó.—Lo lamento, señor Spelvin. Lo lamento muchísimo. Pero usted entenderá que no es lo corriente... no es el tipo de cosa. ..—Señor Crabtree. En los periódicos financieros que estudia tan asiduamente, encontrará mi nombre —mi verdadero nombre— repetido infinitas veces. Tengo huevos puestos en muchos nidos, y eso me reporta grandes beneficios. Usando adjetivos altisonantes, le diré que soy más rico y poderoso que lo que usted pudiera soñar, concediendo que usted soñara locamente, y un hombre no llega a esa situación, si pierde el tiempo en bromas ociosas, o pasando parte del día con gente que está a su servicio. Tengo poco tiempo, señor Crabtree. Si no puede contestar mi pregunta, dígalo y no se hablará más de eso.—No creo poder —dijo Crabtree, con tono lastimero.—Debió haberlo dicho en seguida —contestó el señor Spelvin— y me hubiera ahorrado un momento de cólera. Francamente, nunca creí que usted pudiera responder a mi pedido, y si lo hubiera hecho, hubiera sido una experiencia muy frustrante. Vea usted, señor Crabtree, envidio, profundamente envidio, la serenidad de una existencia como la suya, en la que nunca se formulan preguntas como ésta. Lamentablemente, yo no estoy en esa misma situación. En un momento dado de mi carrera, cometí un error —el único error en mi ascenso hacia la fortuna—, Este error, en su oportunidad, fue observado por un hombre que combina, en grado peligroso, crueldad e inteligencia. Desde entonces he estado bajo las garras de este hombre. Es, en realidad, un chantajista común, que ha llegado a cotizar demasiado alto su mercadería, y, por lo tanto, es él quien tiene que pagarla.—¿Usted se propone matarlo?Spelvin alzó su mano regordeta en actitud de protesta.—Si una mosca se apoyara sobre la palma de esta mano —dijo con violencia— no tendría el coraje de cerrar el puño para aplastarla. Hablando con franqueza, soy completamente incapaz de realizar un acto de violencia. Aunque esto sea admirable desde muchos puntos de vista, en este caso, no es más que un estorbo, ¡puesto que es indispensable matar a ese hombre! —Spelvin se detuvo—. Esta tarea no la puede realizar una asesino pago. Si recurriera a uno, no haría otra cosa que cambiar un chantajista por otro, lo que no resulta práctico. —Se detuvo nuevamente—. De modo que, señor Crabtree, la única deducción lógica es ésta: a usted le corresponde matar a mi torturador.—¿Yo? —gritó Crabtree—. ¡Yo, nunca. . . no, nunca!—Vamos —dijo el señor Spelvin, en tono brusco—. No se excite. Es peligroso. Antes de que usted siga en ese estado, querría aclararle que, si usted no acepta, al salir de la oficina hoy, no volverá usted a ella. No puedo tolerar a un empleado que no entienda su situación.— ¡No lo puede tolerar! Pero eso no es justo, en absoluto, señor Spelvin. He trabajado con ahínco y solicitud. —Los anteojos se le empañaron. Nerviosa y torpemente los limpió y se los volvió a poner—. ¡Y dejarme con semejante secreto! No lo veo: no lo veo, en absoluto. ¡Vaya!, es asunto en que la policía debe intervenir —dijo, alarmado.Se horrorizó al ver que la cara de Spelvin se ponía peligrosamente roja, y que su enorme cuerpo se sacudía en convulsiones de hilaridad que atronaban la habitación.— ¡Perdóneme! —consiguió decir sofocadamente—. ¡Perdóneme, buen hombre! Estoy viendo la escena en que usted habla con las autoridades policiales y les expone las exigencias increíbles de su empleador.— ¡Entiéndame, por favor! —dijo Crabtree—. No lo estoy amenazando, señor Spelvin. Sólo que...—¿Amenazándome?, señor Crabtree. Dígame, ¿qué conexión, ante los extraños, cree usted que existe entre nosotros?—¿Conexión? Trabajo para usted, señor Spelvin. Soy un empleado aquí. Yo...Spelvin sonrió con cortesía.—¡Qué equivocación curiosa! —dijo— teniendo en cuenta que usted no es más que un pobre hombre andrajoso, que desempeña una triste y minúscula tarea que, de ningún modo, podría interesarme.—Pero usted mismo me contrató, señor Spelvin. ¡Yo le mandé una carta solicitando el empleo!—Así es —dijo Spelvin—. Pero, desgraciadamente, el cargo ya estaba cubierto, como le expliqué, muy amablemente, por carta. Como usted parece incrédulo, Crabtree, le diré que su carta y una copia de mi contestación están archivadas en mi fichero, para el caso en que fuera necesario informarse.—¡Pero, esta oficina! ¡Estos muebles! ¡Mis suscripciones!— ¡Señor Crabtree! ¡Señor Crabtree! —dijo Spelvin sacudiendo pesadamente la cabeza— ¿se le ocurrió alguna vez preguntarse cuál era la fuente de su renta semanal? Para el administrador de este edificio, los proveedores, los que le entregan sus periódicos, para todos ellos, mi identidad les interesaba tan poco como a usted. Convengo en que yo no debía haberle mandado por correo el dinero en efectivo a su nombre; pero no me tema, señor Crabtree. Los pagos puntuales son el somnífero del hombre de negocios.— ¡Pero mis informes! —dijo Crabtree, que había empezado a poner en duda su propia existencia.—Por supuesto, sus informes. Supongo que el ingenioso señor Crabtree, después de recibir mi rechazo a su solicitud de empleo, decidió entrar en negocios solo. Para esto estructuró un servicio de informes financieros, y, ¡hasta se propuso que yo fuera uno de sus clientes! Lo rechacé con violencia, le aseguro (tengo su primer informe y copia de mi respuesta); pero él insiste tontamente en su esfuerzo. Digo tontamente, puesto que sus informes no me sirven para nada; no me interesa ninguna de las sociedades anónimas que él estudia y no me explico por qué él piensa que me puedan interesar. En mi opinión, francamente, el hombre es un excéntrico de última especie. Y como he tenido trato con muchos de su clase, no lo tomo en cuenta, y rompo sus informes no bien me llegan.—¿Los rompe? —dijo, con estupor, Crabtree.—Usted no tiene por qué quejarse, espero —dijo Spelvin, algo disgustado—. Para encontrar un hombre de sus condiciones, señor Crabtree, tenía que pedir específicamente alguien para trabajo inerte, en mi aviso. Yo he cumplido mi parte d«l trato al procurarle trabajo duro, y no sé por qué le preocupa qué destino yo le daba a su trabajo.—Un hombre de mis condiciones —repetía Crabtree, indefenso— ¿cometer un asesinato?—¿Y por qué no? —La boca ancha se cerró, presagiando males. Permítame aclararle, señor Crabtree, que gran parte de mi vida agradable y provechosa la he pasado observando la especie humana, como un hombre de ciencia podría estudiar insectos bajo el microscopio. Y he llegado a una conclusión, señor Crabtree, una conclusión que, encima de todas las demás, ha contribuido a consolidar mi éxito. He llegado a la conclusión de que, para la mayoría de los hombres, lo importante es la función, no los motivos ni las consecuencias. Mi aviso, señor Crabtree, se orientaba a conseguir a alguien que se ajustara a mi observación; a alguien que fuera un representante perfecto del tipo. Desde el momento en que usted respondió a mi aviso, hasta ahora, usted se ha desempeñado como yo lo esperaba: ha funcionado sin fallas sin preocuparse por los motivos o consecuencias. Pero el asesinar ha entrado en sus funciones. Le he hecho el honor de explicarle los motivos; las consecuencias son fáciles de definir. O usted continúa desempeñándose como hasta ahora, o, para ser breve, usted pierde su empleo.— ¡Perder mi empleo! —dijo con furia, Crabtree—. ¿De qué le vale un empleo a un hombre en la cárcel? ¿O a un hombre que va a ser ahorcado?—¡Vamos! —observó el señor Spelvin, plácidamente—. ¿Cree usted que yo lo llevaría a una trampa en la que yo también podría caer? Me parece absurdo, hombre. Si pensara con sensatez, se daría cuenta clara de que mi seguridad personal está ligada a la suya. Y el empeño constante que usted ha puesto en su trabajo y su presencia permanente, en esta oficina, esas dos cosas, nada más, son la garantía de su seguridad.—Eso es fácil de decir cuando uno se oculta bajo un nombre supuesto —dijo Crabtree, con voz sepulcral.—Le aseguro, señor Crabtree, que mi situación en el mundo es tan excepcional que mi identidad puede desentrañarse con un pequeño esfuerzo. Pero debo recordarle, que, de cumplir usted con mi pedido, usted pasará a ser un criminal, y, por consiguiente, tendrá que ser muy discreto. Por otra parte, si no cumple con lo que le pido —y está en completa libertad de hacerlo o no— cualquier acusación que quiera hacer en contra de mí, le creará una situación peligrosa, sólo a usted. El mundo, señor Crabtree, no está enterado ni de nuestra relación, ni de mi asunto con el caballero que me ha hecho su víctima y que, ahora, debe volverse mi víctima. Ni su muerte, ni las acusaciones suyas, me perjudicarían jamás, señor Crabtree. Como le dije, sería fácil descubrir mi identidad. ¡Pero si usted hace uso de ese dato, señor Crabtree, sólo conseguirá ir a parar a la cárcel o a una institución para insanos!Crabtree sintió que los últimos restos de su fortaleza se escurrían.—Ha pensado en todo —dijo.—En todo, señor Crabtree. Cuando usted entró en mi esquema, lo hizo únicamente para poner mi plan en acción; pero mucho antes, yo estaba afanosamente pesando, midiendo, evaluando cada paso del plan. Por ejemplo, esta habitación, esta misma habitación, fue elegida sólo después de una búsqueda larga y cansadora, por considerarla perfecta para mi propósito. Los muebles fueron elegidos y arreglados para contribuir a mi finalidad. ¿Cómo? Le explicaré. Cuando usted está sentado delante de su escritorio, a su visitante sólo le queda el espacio contra la ventana, que yo ocupo. El visitante es, naturalmente, el caballero en cuestión. Entrará y se quedará aquí, de pie, con la ventana detrás de él, completamente abierta... Le pedirá un sobre que ha dejado para él un amigo.Este sobre —dijo Spelvin y arrojó uno sobre el escritorio—. Usted tendrá el sobre en el escritorio, lo buscará y se lo entregará. Entonces, como es un hombre muy metódico (lo he comprobado) colocará el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta, y, en ese momento, un empujón lo lanzará volando por la ventana. Todo esto debe ocurrir en menos de un minuto. Inmediatamente después —dijo con calma— usted cerrará la ventana hasta abajo y volverá a su tarea.—Alguien —susurró Crabtree— la policía...—Encontrarán —dijo Spelvin— el cuerpo de un pobre desgraciado que trepó las escaleras que cruzan el pasillo y se arrojó desde el techo. Y se enterarán de esto porque lo que hay dentro del sobre que tenía en su bolsillo, no es lo que nuestro caballero espera encontrar, sino una nota prolijamente escrita a máquina, explicando su triste decisión y sus motivos y pidiendo disculpas por las molestias que su acto ocasione (los suicidas se especializan en pedir disculpas, señor Crabtree) y una conmovedora súplica para que se le entierre pronto y sin bulla. Y —dijo el señor Spelvin, juntando las puntas de los dedos— lo tendrá, sin duda alguna.—¿Y qué ocurrirá —dijo Crabtree—, qué ocurrirá si falla algo? ¿Si el hombre abre la carta cuando se la entregue? ¿O... si algo así ocurriera?El señor Spelvin se encogió de hombros.—En ese caso, nuestro caballero se irá tranquilamente y se dirigirá a mí, directamente, en busca de una explicación. Dése usted cuenta, señor Crabtree, de que cualquier persona que esté metida en asuntos como en los que él está, espera, de tanto en tanto, ser objeto de emboscadas como ésta, y aunque no le resulten divertidas, no se le ocurriría arriesgarse a proceder precipitadamente, con lo que mataría la gallina que pone los huevos de oro. No, señor Crabtree, si lo que usted sugiere llegase a ocurrir, lo que tengo que hacer es volver a armar la trampa, esta vez, más ingeniosamente.El señor Spelvin sacó un pesado reloj de su bolsillo, lo estudió y volvió a guardarlo con cuidado.—Tengo poco tiempo, señor Crabtree. No es que me resulte pesada su compañía, pero este señor no tardará en llegar, y, para entonces, usted debe tener terminado el asunto. Lo único que usted tiene que hacer es esto: cuando él llegue, la ventana tiene que estar abierta.El señor Spelvin la subió, dando un fuerte tirón hacia arriba y se quedó un rato mirando apreciativamente el hueco.—El sobre estará en su escritorio. —Abrió el cajón y lo dejó caer en él, para después cerrarlo con firmeza—. Y, en el momento decisivo, usted está en libertad para proceder de una manera u otra.—¿Libre? —dijo Crabtree—. ¡Usted dijo que él pediría el sobre!—Sí. Si, por supuesto que lo hará. Pero si usted le dice que no está enterado de nada, se irá tranquilamente, y se comunicará conmigo más tarde. ¡Y eso equivaldrá, sin duda, a un aviso de que usted renuncia a ser mi empleado!El señor Spelvin fue hacia la puerta y apoyó la mano sobre la manija.—De todos modos —dijo— si yo no tengo noticias de él, tendré la seguridad de que usted ha completado, con éxito, su período de prueba y que debe ser considerado, de ahora en adelante, como un empleado capaz y leal.— ¡Pero los informes! —dijo Crabtree—. Usted los destruye. . .—Por supuesto —dijo Spelvin, algo sorprendido—. Pero usted continuará con su tarea, mandándome los informes, como lo ha hecho siempre. Le puedo asegurar que a mí no me interesa que no tengan sentido, señor Crabtree. Forman parte de un esquema, y su adhesión al sistema, como ya le he dicho, representa para mí la confianza en mi propia seguridad.La puerta se abrió y cerró sin ruido; y Crabtree se encontró solo en la pieza.La sombra del edificio de enfrente caía pesadamente sobre su escritorio. Crabtree miró su reloj, y, al no poder ver la hora en la creciente oscuridad de la habitación, se levantó para tirar del cordón de la luz que daba sobre su cabeza. En ese momento, se oyó un golpe imperativo en la puerta.—Entre —dijo Crabtree.La puerta dejó pasar a dos personas. Uno era un hombre pequeño, atildado; el otro, un voluminoso agente policial que se destacaba imponentemente por encima del hombro de su acompañante. El hombrecito entró en la oficina, y, con el gesto de un prestidigitador que saca un conejo del sombrero, sacó una billetera del bolsillo, la abrió para mostrar el brillo de su insignia, la cerró y la deslizó, nuevamente, en su bolsillo.—Policía —dijo el hombre sucintamente—. Mi nombre es Sharpe. —Crabtree asintió cortésmente.—¿Deseaba? —dijo.—Espero que no se oponga. Unas pocas preguntas —dijo Sharpe, rápidamente.Como obedeciendo una señal, el policía grandote se acercó con una libreta y un lápiz muy corto, listo para la acción. Por encima de sus anteojos, Crabtree miró la libreta y al diminuto Sharpe.—De ninguna manera —dijo Crabtree.—¿Usted es Crabtree? —dijo Sharpe. Crabtree se sobresaltó; luego recordó la placa de la puerta.—Sí —dijo.Sharpe lo examinó con rapidez y, con una mirada llena de desprecio, inventarió la habitación.—¿Ésta es su oficina?—Sí —dijo Crabtree.—¿Está aquí toda la tarde?—Desde la una —dijo Crabtree—. Salgo a almorzar a las doce y vuelvo puntualmente a la una.—Me imagino —dijo Sharpe. Luego asintió con la cabeza—. Esa puerta. . . ¿estuvo abierta en algún momento esta tarde?—Siempre está cerrada cuando trabajo —dijo Crabtree.—¿Así que usted no podría ver si alguien sube la escalera que cruza el corredor que está ahí?—No, no podría —replicó Crabtree.Sharpe miró el escritorio, luego se pasó el pulgar meditativamente, por la mandíbula.—Me imagino que usted tampoco podría ver, por la ventana, nada de lo que ocurriera afuera.—No. Si estoy trabajando, no —dijo Crabtree.—Bien —dijo Sharpe—. ¿Oyó usted algo del otro lado de la ventana esta tarde? Quiero decir, algo fuera de lo corriente.—¿Fuera de lo corriente? —repitió Crabtree, como dudando.—Un alarido. Alguien que gritaba. ¿Algo por el estilo?Crabtree frunció el ceño.—Sí —dijo—... Sí. Y no hace mucho. Parecía que alguien hubiera tenido un sobresalto, que estuviera asustado. Muy fuerte, sí. Como esto está tan silencioso siempre, no pude dejar de oírlo.Sharpe miró por encima del hombro y le hizo una señal al oficial de policía, que cerró su libreta lentamente.—Eso lo explica —dijo Sharpe—. El tipo pegó el salto, y, al segundo de hacerlo, cambió de idea y todo el trayecto lo hizo dando alaridos.—Bien —dijo volviéndose a Crabtree, en un arranque de confianza—. Usted tiene derecho a enterarse de lo que ocurre aquí. Hace media hora, un tipo saltó desde el techo al que da esta pieza. Es un caso claro de suicidio, con una carta en el bolsillo y todo, pero a nosotros nos gusta tener todos los datos posibles.—¿Sabe usted quién era? —preguntó Crabtree.Sharpe se encogió de hombros.—Otro tipo con demasiados problemas. Joven, bien parecido, elegantemente vestido. Lo que no entiendo es cómo un tipo que se da el lujo de vestirse tan bien, pueda haber tenido problemas sin solución.El policía uniformado habló por primera vez.—La carta que dejó —dijo deferentemente— da la impresión de que estaba algo mal de la cabeza.—Se necesita estar mal de la cabeza, para elegir esa solución —dijo Sharpe.—La muerte es algo que dura mucho —dijo pesadamente el policía.Sharpe retuvo por un momento la manija de la puerta.—Disculpe la molestia —le dijo a Crabtree—, pero usted sabe lo que son las cosas. Usted tiene suerte. Unas chicas de la planta baja lo vieron caer y se desmayaron. —Hizo un guiño al cerrar la puerta.Crabtree se quedó mirando la puerta cerrada hasta que dejó de oír los pasos pesados. Luego se sentó en la silla y la arrimó al escritorio. Había unas revistas y hojas de papel de carta en cierto desorden. Con prolijidad hizo una pila con las revistas, ordenándolas en montones, haciendo que las esquinas se juntaran con toda precisión. Recogió su lapicera, la sumergió en el tintero, y, con la mano izquierda, sostuvo el papel.Instrumentos de precisión, escribió, con cuidado, acusa gran incremento en su actividad...Fin