Publicado en
diciembre 30, 2012
Texto: Mariana Landázuri Camacho (Periodista y profesora universitaria.)
En realidad quién sabe si es que alguien todavía los teja. Para qué, si nadie los podría pagar, ni nadie podría vivir de tejerlos. Para qué si los ponchos de material sintético hacen las mismas veces, y si las chompas han ido sacando de una vez a los ponchos de la escena.
El anterior puede ser un lamento de misho, de mestizo que a lo sumo usó poncho cuando estaba de moda. Así es fácil tener nostalgia y lamentar que los indios hayan dejado la costumbre de ponerse ponchos de lana pura.
Como un mestizo no ha tenido que sentirse el desprecio generalizado justamente por usar poncho, ni le han dicho "indio" como insulto, ni sabe cuándo ni cómo se acabaron los ponchos de lana, entonces es posible que alguno añore la costumbre.
Porque frente a los mishos, nada de lo indígena ha tenido valor. En la historia los indios han sido los nadie, como dice Eduardo Galeano en el Libro de los abrazos: ellos no tienen una cultura, lo suyo cuando más es folklore; no hacen arte, tan sólo artesanías; sus lenguas son apenas dialectos. Son los nadie.
Quién sabe si es que haya todavía ponchos de lana pura, ponchos pesados, de los que mantenían el calor en el páramo más helado; como los que usaban hasta hace poco los indios de la Sierra. Desde luego que el mercado de ponchos de Otavalo, el más grande del Ecuador, no los tiene.
ARTE
Y son justamente los ponchos hechos por un indio los que ubican las cosas en el lugar que les corresponde. Porque hay que ver estos ponchos para sentir la fuerza con la que ponen orden a la realidad.
El se llamó Alejandro Quinatoa Santillán, indio otavaleño. De las fotos que han quedado de él, una de las cosas que más impresiona son sus manos; manos dulces y redondas, manos casi femeninas, manos de artista. Eso es lo que fue él, un artista. Su arte fue tejer ponchos. Ponchos no sólo para guarecerse del frío helado y de la lluvia, sino para guarecerse del miedo y de la iniquidad, ponchos para guardar el calor y el amor en el pecho, ponchos de lana pura y pesada, ponchos de indio.
Alejandro Quinatoa no tejía para vender, así como ningún artista crea su obra fundamentalmente para la venta. Casi ni siquiera son ponchos para usarlos. Sus ponchos son tan bellos y tiene tanta fuerza que lo que se puede hacer con ellos es admirarlos y usarlos como protección. El había recorrido parte del camino del yachac (en quichua, un yachac es un hombre de conocimiento, aunque la palabra se traduzca ignorantemente como "brujo").
Muchos de los ponchos los denominó "tigrillo", porque tienen un diseño parecido al de la piel de los tigres americanos. Los tigrillos le impresionaron mucho cuando anduvo por la Amazonía, y un yachac no imita ningún diseño gratuitamente. Lo imita para transmitir el poder del ser imitado. Y los tigrillos son temibles y hermosos.
DIGNIDAD
De todas las cosas que evocan los ponchos de Alejandro Quinatoa (fuerza, belleza, solidez, protección) una subyace a todas ellas: dignidad. El sabía el valor de su trabajo y su propio valor como ser humano. Siempre pobre a lo largo de su vida, Alejandro Quinatoa supo desde temprano que él debía trabajar con el color. Y no se apartó un ápice de su camino. De una identidad sin fisuras, dicen quienes le conocieron que no había en él ninguna ambigüedad, que nada lo hacía a medias. Como suele suceder en los seres humanos que viven apegados a la tierra, este indio sabía qué cosas tenían importáncia. Y la más importante era ser. Ser lo que uno es. A eso le llaman algunos identidad. Alejandro Quinatoa fue idéntico a sí mismo. Por eso sus ponchos son la mejor expresión de su ser. Al serlo, son también la expresión de la dignidad y de la fuerza de los indígena. Y por eso ubican las cosas en el lugar que les corresponde. Hacen ver la realidad sin las lagañas del menosprecio o de la ignorancia; y desde el arte nos ponen a los mestizos frente a los indios, en vez de quedarnos dando la espalda por tantos años.
TRABAJO
Hacer un solo poncho le podía demorar a Alejandro Quinatoa un año y hasta dos. El proceso incluía desde comprar los vellones de lana, hasta los largos y duros procesos de lavar, escarmenar, cardar, hilar, teñir, ovillar y urdir la lana. Quizás los trabajos mas pesados los hacía su esposa, María Mercedes Cotacachi. Ella hervía el agua en una paila con cabuya machacada y dejaba la lana al remojo, ella había traído la leña para el fuego, ella llevaba la lana al río para terminar de lavarla.
Quién sabe qué otras cosas haría. Por eso las manos de ella son las de quien ha trabajado duro en el campo. María Mercedes Cotacahi estuvo siempre al lado de su marido, discretamente como su warni. Ahora el tayticu y la mamacu, como se llamaban familiarmente, siguen juntos bajo la tierra, cobijados por el poncho que ambos tejieron a lo largo de sus vidas.
Alejandro Quinatoa cumplió su misión en esta vida. Después de muchos años de trabajo en lo suyo, pudo hacer la exposición que él tanto anhelaba. En 1982, con auspicio del Museo del Banco Central y de la O.E.A. exhibió 63 ponchos ante el público.
En su agonía, sus amigos y sus parientes le fueron a dar recados para que se los lleve a los muertos de cada uno. Con él se extinguió una especie, y es posible que eso no le importe a nadie. A nadie que no haya visto estos ponchos de indio.