EL REY DE LA COCAÍNA: UNA HISTORIA DE INFAMIA
Publicado en
octubre 01, 2011
En toda la prolongada y violenta historia del crimen organizado no se ha encontrado nada que se les parezca: más de 20 familias narcotraficantes, en una federación tan poderosa, tan sanguinaria, que en el breve decenio de su existencia se ha convertido en un gobierno secreto que corrompe a sociedades enteras.
Les llaman El Cartel. Desde su cuartel general en Medellln, Colombia, ciudad asentada en un lujuriante valle, en las faldas de los Andes, ejercen un virtual monopolio sobre el mercado mundial de la cocaína, que representa un negocio de muchos miles de millones de dólares. Las consecuencias han sido catastróficas para Estados Unidos, donde los adictos consumen hasta 750 toneladas anuales de esta droga.Los que se atreven a oponerse al Cartel son silenciados implacablemente. En Colombia, nación a la que han llevado al borde de la anarquía criminal, los pistoleros del Cartel han asesinado a más de 3000 personas, entre ellas a jueces y altos funcionarios del Gobierno. Desde Miami, Florida, hasta Los Ángeles, California, han matado a varios cientos más.Un hombre destaca como el principal responsable del éxito criminal del Cartel. Con su genio logístico, es su creador, y el cerebro que lo dirige: se llama Carlos Lehder, ex ladrón de autos y vendedor de mariguana en las calles. Su ídolo: Adolfo Hitler. Su meta: destruir Estados Unidos y gobernar el reino de la cocaína. He aquí su historia.Cayo de Norman, islas Bahamas. El hombre que estaba en la terraza que daba al mar parecía tener entre 25 y 30 años. Era fornido, con los hombros de peso medio. Sus ojos oscuros, impacientes, oteaban el horizonte, mientras esperaba que cayera la noche.
A intervalos regulares, tomaba un radiotransmisor-receptor portátil y hablaba en voz baja ante el micrófono. Sus conversaciones eran cuidadosamente estructuradas en clave, y sólo duraban unos cuantos segundos.Mucho después del ocaso, el avión entró volando desde el sur, casi rozando las olas, sin llevar encendidas las luces de navegación ni las de aterrizaje; pero los pilotos conocían bien la isla, y las antorchas que iluminaban los bordes de la pequeña pista eran suficientes para guiarlos.El joven se levantó, habló por el radio portátil, y luego caminó aprisa hacia un jeep. En el asiento delantero había una metralleta.Ya habían descargado el avión cuando llegó a la pista de aterrizaje, ubicada a unos cuantos kilómetros más allá, en el extremo opuesto de la isla. Habló brevemente con los dos pilotos que lo habían esperado cerca, con la fatiga marcada en sus caras.Había sido un largo vuelo de más de 1600 kilómetros, desde el interior de Colombia, luego hacia el norte, sobre el mar Caribe, eludiendo las tormentas y el radar, y enfilando luego por el peligroso canal del Viento, entre Cuba y Haití.Satisfecho de que todo saliera bien, revisó la carga. Había allí docenas de bolsas de lona, embutidas como salchichas, con un valor superior a su peso en oro. Tras pedir prestada una linterna, el joven abrió el cierre de cremallera de una bolsa y se agachó a inspeccionar el contenido.Hurgó con los dedos capa tras capa de bolsas de plástico, todas marcadas con los nombres en clave de los dueños. En cada una de aquellas bolsas selladas había un kilo de la más pura cocaína.La cocaína —valuada en más de 25 millones de dólares— saldría en un avión más pequeño al día siguiente, rumbo al noroeste, a través del Gran Banco de las Bahamas y el estrecho de Florida, hacia pistas secretas del interior de Florida, y en lo más remoto de la zona rural de Georgia.En menos de una semana empezarían a llegar las entregas a los distribuidores en todo Estados Unidos. En diez días, la cocaína se vendería y consumiría en las calles de los barrios bajos, en los gimnasios de escuelas secundarias, en las mansiones de personas ricas y famosas.Nunca lo habían conocido ni habían oído mencionar su nombre, pero todos eran sus clientes: artistas y atletas, corredores de bolsa, estudiantes y prostitutas, empleados y desempleados. Juntos habían hecho multimillonario a Carlos Lehder, y habían' financiado un imperio que abarcaba medio mundo.Jacksonville, Florida. El agente especial Douglas Driver se acomodó, cansado, en el asiento delantero de su auto oscuro y, tomando unos potentes binoculares para ver por la ventanilla abierta, los enfocó en la casa situada en el extremo de la calle llamada Paseo del Almirante. Era una cálida noche de principios de septiembre de 1977, y el aire pesaba sobre la ciudad como una frazada húmeda. En menos de una hora, Driver ya estaba empapado en sudor. No obstante, vigiló y esperó como lo había hecho durante las últimas semanas, combatiendo el tedio y resistiendo el calor.Ni siquiera estaba seguro de lo que buscaba. Sólo sabía que el dueño de aquella casa presentaba el clásico perfil de un narcotraficante de importancia: una vida de lujos, sin empleo ni ingresos visibles que la sostuvieran. Lo demás era puro instinto de sabueso.A los 30 años, Douglas Driver era uno de los seis agentes que atendían la oficina de distrito de la Administración Ejecutora de las Leyes sobre Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) en Jacksonville.Había iniciado la vigilancia en el Paseo del Almirante con la idea de que podría conducirlo a una banda de contrabandistas de mariguana. En realidad, había abierto la puerta a una investigación que lo ocuparía durante diez años y se convertiría en el caso más importante en la historia de la DEA.Todo empezó con el aviso de un amigo que administraba una agencia de venta de automóviles en la localidad.—Podría perder a mi mejor cliente al decirte esto —le confió a Driver.En seguida le describió a un hombre que poco antes había entrado en la sala de exhibición a comprar varios autos de lujo y vehículos recreativos. Había pagado con fajos de billetes de 50 y 100 dólares, sacados de una bolsa de compras, e hizo alarde de que se había vuelto rico al urbanizar una isla de las Bahamas llamada Cayo de Norman.El nombre del Cayo de Norman no le llamó la atención a Driver. Sin embargo, no era un secreto que la corrupción generalizada en el Gobierno estaba trasformando a las Bahamas en un campo de juegos de la élite de los narcotraficantes. El adinerado cliente de su amigo lo intrigó.—Llámame por teléfono la próxima vez que se presente —sugirió Driver—. Procura entretenerlo lo suficiente para que venga corriendo a ver su licencia.Diez días después, Driver ya tenía un nombre y aquella dirección en el Paseo del Almirante. El auto del comprador estaba registrado a nombre de Ernest Von Eberstein, que tenía un largo historial de arrestos, incluyendo cadenas por robo y vagancia. Pero no se tenía noticia de que él o su hermano Gregory, que era el dueño de la casa, estuvieran involucrados en el tráfico de narcóticos.Driver se dedicó a vigilar el opulento vecindario suburbano de Von Eberstein, y tomó nota de la matrícula de los autos pertenecientes a quienes visitaban la casa del sospechoso. Varios eran pilotos, aunque ninguno de ellos parecía tener empleo fijo. Todos vivían como millonarios, en residencias palaciegas adquiridas con dinero contante y sonante.Entre los sospechosos se hallaba Edward Hayes Ward, de menos de 35 años, ex dependiente de un gran almacén. Según se enteró Driver, poseía y piloteaba por lo menos dos aviones. Gastaba el dinero —cientos de miles de dólares en pieles y joyas— con la misma indiferencia con que regaría un jardín. En poco tiempo, Driver averiguó que Ward tenía un segundo domicilio: Cayo de Norman.El agente revisó minuciosamente los registros de los telefonemas de Ward. Se desveló trabajando muchas noches y fines de semana para verificar y relacionar centenares de números telefónicos. No fue sino hasta junio de 1978 —tras casi ocho meses de investigación— cuando encontró lo que buscaba: dos telefonemas a distribuidores de cocaína del sur de Florida, cuya actividad estaba bien documentada.Un veterano agente de Jacksonville fue asignado para ayudar a Driver en la investigación. Se trataba de Bobby Starratt, de 33 años, quien tenía mucha experiencia como agente secreto. A primera vista, ambos parecían formar una pareja dispareja. Driver, alto y a menudo malhumorado, era metódico. Starratt, pequeño y delgado, pero fuerte y lleno de energía, era un manojo de nervios. A pesar de sus diferencias de personalidad, ya habían trabajado juntos, y se habían hecho amigos en poco tiempo.Los dos agentes obtuvieron del Servicio de Correos de Estados Unidos las direcciones de dónde recibían y a dónde enviaban correspondencia los sospechosos; examinaron hasta la basura de Ed Ward en busca de pistas. Empezaron también a interceptar las comunicaciones por radio, pero las conversaciones grabadas eran breves y nunca se mencionaron drogas. Driver consiguió localizar a un posible informante. Relacionado con el grupo por ciertas pruebas materiales, lo habían arrestado por llevar consigo más de 50 gramos de cocaína. Sin embargo, cuando se le reveló la identidad de los sospechosos, quedó helado de terror, y prefirió cumplir una sentencia en prisión a colaborar.La relación del grupo con Cayo de Norman seguía siendo un enigma. Driver y Starratt indagaron en otras dependencias gubernamentales, pero los informes referentes a la isla eran imprecisos.Una compañía llamada International Dutch Resources Ltd., firma panameña con oficinas en las Bahamas, compraba terrenos, entre ellos propiedades ubicadas alrededor del pequeño puerto, y una pista de aterrizaje de 900 metros de longitud. Se decía que entre los dueños de la compañía había varios inversionistas de las Bahamas y algunos sudamericanos. Ed Ward no era uno de ellos. No obstante, la oficina de la DEA en Miami informó que Ward estaba embarcando a Cayo de Norman inmensas cargas de lujoso mobiliario doméstico, equipo de construcción y aparatos electrónicos de aeronavegación.Un día, la FBI trasmitió un informe secreto que hizo a Starratt enderezarse en la silla.—¡Échale un vistazo a esto! —le dijo a Driver.Una fuente de la FBI había oído decir que un grupo de contrabandistas norteamericanos, dirigidos por Edward Hayes Ward, se había reunido recientemente en Cayo de Norman con un importante proveedor de cocaína colombiano llamado Carlos Lehder.—¿Quién es Carlos Lehder? —musitó Driver. Entonces, lo recordó: era uno de los principales inversionistas de la International Dutch Resources, la empresa que, según se había informado, estaba comprando terrenos en Cayo de Norman.Driver metió la información en el banco de computadoras de la DEA para hacer una revisión de antecedentes, y se le pararon los pelos de punta al leer la respuesta: ¡el nombre de Carlos Lehder aparecía cuando menos en 15 expedientes de la DEA!LA ISLA-FORTALEZA
CARLOS Lehder nació en 1949, en la pequeña ciudad colombiana de Armenia. Era hijo de un alemán que había emigrado a Colombia después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando aún era adolescente, sus padres se divorciaron, y entonces acompañó a su madre a Nueva York. En 1973 lo detuvieron por conducir un automóvil robado. Tras depositar 25,000 dólares de fianza, desapareció... sólo para reaparecer en Miami, donde lo pescaron cuando introducía de contrabando la mariguana llegada de Colombia. Pasó casi dos años en prisión, y luego lo deportaron.Desde Colombia, los agentes de la DEA en Bogotá y Medellín informaron que existía una íntima relación entre Lehder y los proveedores de cocaína más importantes de aquel país. Tradicionalmente, estos traficantes habían operado en forma independiente. En esos momentos había inconfundibles signos de colaboración entre las organizaciones: compartían instalaciones y medios de abasto y trasporte.Considerado maestro de la logística, Lehder ya estaba negociando la compra de una de las aerolíneas internas más grandes de su país, Aerolíneas Centrales de Colombia ( ACES ). Pocas dudas cabían de que la usaría para ampliar su red de transporte de drogas.Tras localizar a ex residentes de Cayo de Norman, Driver y Starratt averiguaron que a Lehder lo habían visto por primera vez ahí en 1977. Un año después, compró una villa aislada en la punta meridional de la isla. Sección por sección, villa por villa, empezó a apoderarse de ella. Sencillamente, tomaba lo que no podía comprar. Amenazados, intimidados, muchos propietarios abandonaron sus casas de veraneo.El 8 de noviembre de 1978, Driver y Starratt subieron a una avioneta bimotor Cessna de la DEA y volaron a las Bahamas. Hicieron escala en Nassau para pasar por la aduana y, como lo exigía el protocolo, informaron a las autoridades bahamenses que eran agentes federales en vuelo rumbo a Cayo de Norman. Ambos se sentían nerviosos por revelar sus planes. Notoriamente corrupta, la policía bahamense sólo tendría que enviar un mensaje por radio para avisar anti-cipadamente de la llegada de los estadunidenses.El último tramo del viaje los llevó sobre cadenas de islas densamente apiñadas que, desde arriba, parecían flotas varadas. AI surgir en el horizonte, fue inconfundible la característica silueta de anzuelo de Cayo de Norman.En cuanto distinguió la pista de aterrizaje, que parecía una pálida cicatriz, Starratt ordenó al piloto que pasara volando a poca altura para que pudieran fotografiar las aeronaves estacionadas junto a la pista. Minutos después, aterrizaron.A Driver no le gustó el ambiente de la isla. Simplemente, sentía que era malo —irreal—, como si estuvieran viendo un cartel de propaganda de una agencia de viajes: era demasiado perfecto. A ningún agente se le permitió portar armas en las Bahamas. Si surgían dificultades, estarían indefensos... y Lehder tenía fama de ser muy violento.Luego de alquilar unas pequeñas motocicletas, los agentes recorrieron un angosto camino costero, buscando la villa de Ed Ward. La encontraron encaramada en una colina, a tres kilómetros de la pista. La maraña de antenas de radionavegación en el techo constituyó un indicio evidente.A hurtadillas, Starratt tomó unas 12 fotos, en las que captó equipo electrónico, las matrículas de un jeep y de una camioneta, y el barco pesquero anclado en el muelle. Como la residencia de Ward en Jacksonville, era impresionante el esplendoroso lujo de la villa.La mansión de Lehder distaba unos seis kilómetros; se erguía sola, como una fortaleza, en la punta misma del anzuelo, sobre el mar. Gracias a una lente muy potente, fotografiaron la mansión. Afuera estaba estacionado un solo vehículo: una camioneta.Más tarde, luego de registrarse en un hotel, los agentes bajaron caminando a la playa y estuvieron allí alrededor de una hora tomándose fotos, para guardar las apariencias. No obstante, percibían que eran tan conspicuos como dos moscas en un plato vacío.En el campo aéreo, cuando la Cessna rodaba por la pista para tomar la posición de despegue, los agentes se vieron flanqueados repentinamente por una camioneta y un camión verde. La puerta corrediza de la camioneta estaba abierta, para revelar a un hombre acuclillado en el interior: tenía un fusil automático M-16. De pronto, el hombre metió un cartucho en la cámara del arma.Ex oficial de infantería en Vietnam, Starratt sabía cuando lo tenía todo en contra."¡Con mil demonios, vámonos de aquí!", le gritó al piloto. "¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!"La Cessna giró en redondo, y luego avanzó veloz, cuando el piloto oprimió los aceleradores al máximo. El camión y la camioneta los siguieron a corta distancia, como si los escoltaran, y sólo se rezagaron cuando el avión se acercó a la velocidad de despegue. Driver y Starratt captaron el mensaje: las futuras visitas que hicieran a Cayo de Norman serían por su propia cuenta y riesgo.REDADA MAÑANERA
YA DE regreso en Jacksonville, los dos agentes pudieron identificar a los dueños de los aviones que habían fotografiado. La mayoría eran contrabandistas norteamericanos y colombianos. Entre ellos destacaba un piloto de unos 45 años, de California, llamado Jack Carlton Reed, sospechoso de alimentar a una red de distribución de cocaína, cuya base estaba en California. Los agentes se enteraron de que, además, Reed poseía una villa en Cayo de Nor-man y parecía ser el jefe de operaciones de Lehder.
Reed piloteaba un avión que estaba registrado como propiedad de la empresa Air Montes, Ltd., la cual, como la International Dutch Resources, tenía oficinas en Nassau y en Panamá. Su inventario incluía unos 12 aviones, o más, entre los que se contaba el jet personal de Lehder: un Sabreliner con valor de más de un millón de dólares, que era lo máximo en lujo y velocidad en su clase.El nombre Montes era familiar para Driver y Starratt. Se trataba de uno de los alias de Carlos Lehder. Entretanto, se llevó a cabo un análisis de los planes de vuelo de varios pilotos de Lehder en Cayo de Norman y reveló la realización de viajes a ciudades de todo Estados Unidos.El 7 de diciembre de 1978, Driver y Starratt solicitaron refuerzos. La DEA aprobó la integración de una fuerza de operación especial, dirigida contra Carlos Lehder y su organización. La llamaron Operación Caribe.Asignaron a un número adicional de agentes a la investigación, mientras los coordinadores seguían ciertas pistas en ciudades importantes como Los Ángeles y Miami. El Servicio de Recaudación Fiscal llevó a cabo una auditoría de las declaraciones fiscales presentadas por miembros de la organización de Ed Ward, en tanto que los dos agentes seguían reuniendo los registros telefónicos, además de analizar los resultados de las revisiones de la correspondencia. En pocas semanas ya habían identificado a más de 50 presuntos distribuidores en ciudades tan distantes entre sí como Boston, Massachusetts; Montreal, Canadá; Denver, Colorado, y San Francisco, California. Se intensificó la vigilancia de Cayo de Norman.Unos agentes que se hicieron pasar por dueños de yates averiados anclaron sus embarcaciones en el muelle de la isla, para "efectuar reparaciones". Lograron captar trasmisiones de la red radiofónica de Lehder, y registraron las palabras en clave usadas por los pilotos. No obstante, estuvieron bajo observación constante por parte de los hombres de Lehder, y no se les permitió ir a tierra.Starratt viajaba dos veces por semana para seguir rastros en Nassau, pero era una frustración constante. A menudo veía, impotente, cómo Lehder salía garboso del Sabreliner, en el aeropuerto de Nassau, para ir y venir por donde más le placía.Durante meses, Driver y Starratt habían cultivado el trato de un policía bahamense en quien creían que podrían confiar. Este se coló a la playa de Cayo de Norman y, eludiendo las patrullas de la zona, observó las actividades de Lehder. Tras haber resuelto entrar en acción, reveló sus planes a sus superiores del cuerpo de policía, error que después lamentaría.En la madrugada del 14 de septiembre de 1979, una unidad perfectamente armada de la Real Policía de las Bahamas cayó como tromba sobre Cayo de Norman: aparentemente, tomaron desprevenidos a los hombres de Lehder, que se rindieron a los primeros disparos de advertencia.Lehder corrió a su yate y arrojó por la borda 91 kilos de cocaína, antes de que los soldados lo obligaran a detenerse. A media mañana, ya se habían llevado a Nassau, en avión, a 33 mercenarios alemanes, colombianos y estadunidenses, incluidos Ed Ward y Ernest Von Eberstein.Sin embargo, Lehder no estaba entre ellos. En el último minuto, un oficial de alto rango de la policía de las Bahamas había sustituido al "contacto" de confianza de los agentes estadunidenses con alguien más flexible. Lehder había quedado en libertad, sin que le formularan cargo alguno... después de entregar un maletín que, según se dijo, contenía 250,000 dólares en efectivo. Todos los detenidos regresaron a Cayo de Norman en el término de 48 horas.Disgustado, Driver observó: "Carlos Lehder no es sólo el dueño de Cayo de Norman, sino que gobierna a todo ese maldito país".Aviones utilizados para transportar drogas y dinero en efectivo, estacionados junto a la pista de Cayo de Norman. LAS PRIMERAS DETENCIONES
MIENTRAS Driver y Starratt aumentaban la presión en las Bahamas, otros agentes de la Operación Caribe seguían vigilando a los cómplices de Lehder. Al llegar el Año Nuevo de 1980, se hicieron las primeras detenciones.
En Los Ángeles, agentes de la DEA deshicieron una de las bandas de distribución de Lehder, que había puesto en el mercado alrededor de 180 kilos de cocaína al mes. Uno de los detenidos confesó haber ganado en esa operación "cerca de 30 millones de dólares".La fuerza de operación empezó a estrangular el flujo de dinero de Lehder en Estados Unidos. Varios agentes de Los Ángeles interceptaron un cargamento de 3 millones de dólares en efectivo, que estaban preparando para la entrega a un colombiano que lo "lavaría" en Hialeah, Florida. Y, el 23 de agosto de 1980, un agente de la Operación Caribe descubrió 1.5 millones de dólares empaquetados en cajas de juego de Monopolio: un correo iba a entregarlos en propia mano, tras un vuelo de Miami a Bogotá.Un importante avance fue el arresto, en mayo, de un delgado piloto de 1.98 metros de estatura llamado John Fenley Robinson, que en presencia de Starratt reconoció haber llevado cocaína en avión para Lehder y sus secuaces, desde 1977. Había realizado vuelos con regularidad a todo el Caribe, para trasportar en un solo viaje hasta 68 kilos de cocaína. En otra ocasión llevó a Lehder y unos 2.7 millones de dólares a Medellín.Aprehendieron a un segundo piloto, Leverett Merrill Francis, quien junto con Robinson señaló la ubicación de puntos de recolección de la droga en Colombia, cuya operación dirigían Lehder y sus compinches. Pero no era simplemente la cocaína y la riqueza lo que impulsaban a Lehder: era el poder."¿Sabe una cosa? Él quiere poseer su propio país", le comentó Robinson al agente.Pusieron bajo custodia a los dos pilotos, en espera de presentar su testimonio ante un gran jurado. Mientras, en septiembre de 1980, Driver y Starratt recibieron noticias de que la Operación Caribe por fin había captado la atención de Lehder. Convencido de que los errores de Ed Ward habían guiado a la DEA hasta Cayo de Norman, hizo que Ward y sus hombres salie-ran de la isla.El 8 de enero de 1981, después de tres años y medio de infatigable investigación, se entregó en Jacksonville una acusación con 39 cargos en contra de Ward, Lehder y otras 12 personas. Lehder fue acusado de conspirar para introducir cocaína de contrabando en Estados Unidos, "empresa criminal de acción continua" que podría dar como resultado una sentencia hasta de 60 años de cárcel y cadena perpetua. Encontrar y detener a Ed Ward sería la clave para condenar a Lehder. Driver y Starratt estaban convencidos de que, al presionarlo, se derrumbaría y colaboraría en perjuicio de su ex patrón.Armados con una lista completa de los aviones de Ward, lo rastrearon por todo el Caribe hasta Puerto Príncipe, capital de Haití. Allí, un informante les comunicó que, poco antes, Ward había comprado una gran mansión en las colinas aledañas a la ciudad.No existía tratado de extradición entre Haití y Estados Unidos. Pero, el 19 de febrero, Driver se preparó a ir en avión a Puerto Príncipe. "Tendré que actuar según las circunstancias", le dijo a Starratt.¡DA VUELTA Y ATACA!
CUANDO el avión de pasajeros aterrizó en Haití, Driver descubrió cuatro aeronaves de Ward junto a la pista. Sabía de memoria los números de sus matrículas.
Driver se presentó ante las autoridades policiacas locales, pero los haitianos le aseguraron que jamás habían oído hablar de Edward Hayes Ward.—Sus aviones están ahora mismo en el aeropuerto —dijo Driver.Los policías se mostraron corteses, pero nada colaboradores. Sabían que el agente no tenía autoridad para efectuar un arresto en Haití.—Sugiero que se vaya a su país y nos deje atender este asunto —le advirtió uno de ellos.Driver estaba decidido a no regresar a Jacksonville sin Ward. Durante varios días merodeó por el estacionamiento, afuera de la jefatura de policía de Puerto Príncipe, presionando a los agentes. "Bonjour", los saludaba. "¿Ya tienen noticias de Monsieur Ward?" Driver sabía que estaba abusando de su buena suerte. Los policías haitianos podían expulsarlo del país; también era posible que Ward se enterara de su presencia y huyera.Por fin, la insistencia obtuvo su premio. Un sargento salió del edificio y, sin pronunciar una sola palabra, le entregó una hoja de papel. En ella estaba garrapateada la dirección de la casa de Ward.Aquella noche, Driver fue a investigar. El camino era angosto y sinuoso, y con poca iluminación. Un taxi lo dejó a una distancia segura de la mansión.Driver escaló un muro de piedra de tres metros de altura y miró alrededor. Una o dos luces estaban encendidas en los pisos superiores. En esos momentos ya casi daban las 2 de la mañana, y lamentó haber permitido que se fuera el taxi. Era largo el camino de regreso al hotel. Ya había recorrido unos 800 metros, cuando vio un bar a un lado del camino. Le resultó irresistible tomarse una cerveza fría.El bar estaba atestado y lleno de humo. En un pequeño escenario, estaba presentándose un espectáculo pornográfico. Entonces, Driver sintió que se le helaba la sangre: era inconfundible la rolliza figura de Ed Ward en la primera fila. Los dos se vieron simultáneamente. Ward reconoció a Driver en seguida, por las fotos que hacía poco le habían tomado secretamente al agente en Cayo de Norman.Driver se agachó, salió furtivamente y empezó a correr hacia la ciudad. Temía una de dos cosas: que Ward enviara tras él a alguien y, en tal caso, regresaría a Jacksonville en una caja de pino, o que toda la organización de Ward cogiera las de Villadiego y se dirigiera hacia el aeropuerto.No le quedaba más que una solución: debía llegar al aeropuerto antes que Ward. En ese preciso instante, Driver percibió movimiento detrás de él. Un grupo de jóvenes haitianos salió de una calle trasversal y estaba emparejándose con él."¡Eh, blanc, vamos a quitarte el dinero!" , le gritó uno de ellos.Driver arreció el paso. Experto en karate, sabía que podría poner fuera de combate a uno o dos de aquellos jóvenes, pero luego caería sobre él todo el grupo. Su única esperanza consistía en asustarlos con alardes.Cada vez que percibía que se acercaban, Driver se detenía, daba vuelta y atacaba con un grito de karateca. Insegura, la pandilla se retiraba, pero sólo a corta distancia. Luego se reanudaba la persecución. Driver perdió la noción del tiempo y de la dirección. Empezó a jadear y sentía las piernas como si fueran de goma. La pandilla se aproximaba, envalentonándose cada vez más cuando se detenía.Driver ya llegaba al límite de su resistencia cuando vio a un hombre de pie junto a un auto, a la entrada de un callejón. Arrojó un rollo de billetes en el asiento delantero."Necesito llegar cuanto antes al aeropuerto", le indicó, jadeante. "¡Es un caso de urgencia!" Llegaron poco después del amanecer. Ward y sus compinches estaban cargando apresuradamente los aviones. ¿Cómo lograría evitar que despegaran? Driver resolvió que, si los alardes le habían permitido llegar tan lejos, podía seguir actuando así, y se dirigió a la torre de control. Subió a toda carrera por las escaleras y anunció a los sorprendidos controladores de tráfico aéreo:—Este aeropuerto está cerrado, hasta nuevo aviso.—¿Por órdenes de quién? —preguntó un supervisor.Driver pensó con rapidez y pronunció el nombre del jefe de la policía militar de Haití. La cara del supervisor palideció de miedo y dio órdenes de suspender todos los vuelos. A continuación, Driver telefoneó a la jefatura de policía para advertir que "una banda de peligrosos criminales" estaba a punto de huir del país.A la media hora llegó un solo alguacil y empezó a interrogar a Ward. Desde la torre de control, Driver pudo ver cómo gesticulaba y discutía el norteamericano. Luego, acompañado por Ward y los demás, el policía partió en dirección a la jefatura.Driver llamó a un taxi. Conocía la inevitable conclusión. Ward explicaría que había habido una confusión, entregaría una carretada de dinero y alzaría el vuelo en menos de una hora.Driver llegó a la jefatura de policía sólo unos minutos después que Ed Ward, y se identificó ante el comandante:—¡Lo felicito! —le dijo—. ¡Acaba usted de capturar al fugitivo número uno de Estados Unidos!—¿En serio? —tartamudeó el oficial.Driver sonrió y sacudió vigorosamente la mano de aquel hombre.—Mi Gobierno le expresa su más profundo agradecimiento —agregó—. En estos momentos, la noticia debe de estar llegando a los periódicos.—¿A los periódicos?Driver detectó una nota de alarma en esta pregunta. No podía calcular cuánto le había ofrecido Ward al comandante para que pusiera al grupo en libertad, pero la amenaza de dar al caso amplia publicidad significaba que libertar a Ward tendría como resultado vergonzosas consecuencias.—Y a la televisión —añadió Driver, para remachar el clavo—. Será usted un héroe internacional.El comandante analizó la situación; luego, se disculpó y salió. Momentos después, Driver oyó gritos en el corredor, al anunciársele la decisión a Ward. En seguida, regresó el oficial. No consideró necesaria ninguna complicada formalidad, según anunció. Estaba claro que las circunstancias reclamaban la expulsión de Ed Ward de Haití, y cuanto antes, mejor.Coordinándolo todo entre la oficina de la DEA en Jacksonville y los funcionarios de la Embajada de Estados Unidos en Puerto Príncipe, Driver afinó los detalles en unas cuantas horas. Esa misma noche, Ward, Ernest y Gregory Von Eberstein y otros cuatro individuos mencionados en las acusaciones fueron llevados en autobús, esposados, al aeropuerto, donde los colocaron a bordo de un trasporte DC-3, fletado por la DEA.A pesar del brusco giro de los acontecimientos, Ward charló amistosamente con los agentes durante el vuelo a Florida. Después de perseguir tanto tiempo al delincuente, aquello le resultó un tanto decepcionante a Douglas Driver, que esperaba tener un prisionero hermético y hostil; lo que obtuvo fue un delincuente obeso que, aparentemente, no estaba preocupado por lo que le había sucedido. Cuando Ward se decidió a cooperar, se obtuvieron suficientes pruebas contra Carlos Lehder para condenarlo 100 veces más.*REINO DE TERROR
EL ARRESTO de Ward y los Von Eberstein, junto con la información de Robinson y Francis, obligaron a Lehder a reducir sus operaciones en Cayo de Norman. La isla se había convertido en un riesgo, pero ya había cumplido bien su propósito, tras generar miles de millones de dólares por el tráfico de cocaína para él y sus socios colombianos.
*Sentenciado originalmente a 20 años de prisión, Ed Ward sería liberado después de pasar cinco en el presidio, debido a la cooperación que prestó al Gobierno.Cayo de Norman representaba el yunque en que Lehder había forjado la organización criminal más poderosa de nuestra época. Ya era una aterradora realidad su meta de unificar a las familias de narcotraficantes de Colombia bajo un consejo administrativo común. Cuatro de los principales proveedores de cocaína de la nación se habían levantado para dirigir los destinos de lo que pronto se conocería como El Cartel en todo el mundo. El jefe máximo y cerebro de esta organización era Carlos Lehder.Los bienes mancomunados incluían influencia política, fuentes de la "pasta" que sirve de base para elaborar la cocaína, ubicadas en Perú y Bolivia, y un verdadero ejército de pistoleros para intimidar a los gobiernos. Cualquier violación de las leyes no escritas del Cartel acarreaba el castigo inmediato. Uno de los siniestros castigos era "la corbata de Medellín", que consistía en abrirle el cuello a la víctima para sacarle por el hueco la lengua, que quedaba colgada sobre el pecho. Lo aplicaban, en especial, a los presuntos delatores.El reino de terror del Cartel cundió por toda América Central y del Sur, por el Caribe y hasta por Estados Unidos, conforme sus cabecillas consolidaban el control. Familias enteras fueron exterminadas. Al parecer, nadie quedaba fuera del alcance de la venganza del Cartel. La policía y las autoridades, incapaces de enfrentársele, hacían la vista gorda.La corrupción se había convertido en la indispensable aliada de Lehder. Los emisarios del Cartel pagaban a prominentes políticos y líderes gubernamentales, desde Bolivia hasta México, desde Honduras hasta Haití. En Panamá, por ejemplo, se decía que al coronel Manuel Noriega se le pagaron millones de dólares para que facilitara el "lavado" de dinero y permitiera que inmensos cargamentos de cocaína pasaran por su país.También los gobiernos comunistas de Cuba y Nicaragua obtenían su tajada de la bonanza de las drogas. El régimen de Fidel Castro dispuso en varios lugares unas seguras ventanas de radar para aeronaves del Cartel que deseaban atravesar el espacio aéreo cubano sin que las molestaran. Y Nicaragua asignó tropas para proteger aeródromos de paso, a cambio de jugosos pagos en efectivo.Al mismo tiempo, en Colombia, la cocaína del Cartel se había convertido en una mercancía de exportación tan vital para captar divisas como lo era el petróleo, por ejemplo, para Kuwait. Inyecciones de miles de millones de "narcodólares" estaban revitalizando la estancada economía. Entre las inversiones del Cartel se incluían hospitales, hoteles, líneas aéreas... e incluso equipos de fútbol profesional. Nada menos que 20,000 trabajadores estaban empleados por El Cartel o por industrias que operaban bajo su control.El insaciable apetito de cocaína seguía incrementándose en Estados Unidos, y El Cartel estaba ávido de satisfacerlo. Gracias al Cartel, principalmente, las importaciones norteamericanas de cocaína se triplicaron en cuatro años, hasta llegar a un total de 60,000 kilos en 1981.Lehder seguía alternando sus estancias en Colombia y en Cayo de Norman, y disfrutaba del champaña y de la inhalación de cocaína. A pesar de las acusaciones que en Estados Unidos había en su contra, seguía gozando de la protección de algunos oficiales del Gobierno de las Bahamas.No obstante, era cada vez más prolongado el tiempo que Lehder pasaba en Medellín. También edificó un cuartel general en una vasta finca, precisamente en las afueras de Armenia, su ciudad natal. Le había puesto el nombre de La Posada Alemana. Las rejas estaban vigiladas las 24 horas del día por guardias que portaban armas automáticas. En las instalaciones había un zoológico privado y una pista pavimentada, con una moderna torre de control del tránsito aéreo. Otra atracción más era una discoteca, cuya entrada estaba decorada con una estatua de bronce de tamaño natural de uno de los ídolos de Lehder: el asesinado astro del rock John Lennon.Pero Carlos Lehder tenía también otro modelo diferente en la vida: Adolfo Hitler. Mitad alemán él mismo, se identificaba con el poder y los sueños de conquista del Führer. Además, Lehder creía que sus raíces arias lo situaban por encima de sus socios colombianos, la mayoría de los cuales eran mestizos. En la inmensa oficina que tenía dentro del complejo, se exhibían un busto de oro macizo de Hitler y una reluciente cruz gamada.Por otra parte, Lehder había comprado un periódico en la ciudad de Armenia. Pensaba utilizarlo como voz propagandística de su proyecto más audaz hasta entonces: un partido político que había fundado en 1981 con el nombre de Movimiento Latino Nacional. Su programa era una mezcolanza de diatriba neonazi y antiimperialista, dirigida principalmente contra Es-tados Unidos.Cuando se presentaba para arengar a muchedumbres de la localidad, Lehder estaba flanqueado a menudo por enormes retratos de Adolfo Hitler y Benito Mussolini. Además, el naciente movimiento había atraído el interés de un dictador moderno: Fidel Castro, que había conocido a Lehder a través de otro inversionista de la cocaína y fugitivo radicado en las Bahamas: Robert Vesco.* Reconociendo la oportunidad de extender su influencia a otro grupo político radical, Castro ofreció asesoramiento en la organización del movimiento.Parte del gran plan de Lehder dependía del apoyo de las fuerzas de guerrilleros marxistas que entonces cobraban ímpetu en Colombia. Había dos facciones principales: el M-19 y las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas ( FARC ). A cambio de dinero en efectivo, protegían los laboratorios y campos de aterrizaje, propiedad del Cartel. El propio Lehder había reclutado mu-chos elementos, apelando a su programa político antiyanqui. Con el tiempo, planeaba fusionarlos en un ejército privado:*Actualmente, Vesco vive en Cuba, y su interés financiero en el tráfico de drogas sigue siendo importante.SIN AVANCE
PARA DRIVER y Starratt, la marcha de la investigación había sido inexorable; pero, con la acusación de Lehder y el arresto de Ward, la Operación Caribe empezó a estancarse. Los dos detectives recibieron órdenes de trabajar en otros casos.
Starratt se esforzaba por dominar su frustración. "Allá vamos, de un lado a otro, arrestando a un montón de nulidades, y este tipo sigue libre, riéndose de nosotros", se quejó con Driver.La oficina de la DEA en Bogotá envió a Driver y Starratt noticias de las conferencias de prensa y campañas políticas de Lehder. En un programa de radio, Lehder reconoció abiertamente haber llevado de contrabando miles de kilos de cocaína colombiana, a través de Cayo de Norman, a Estados Unidos. Al día siguiente, repitió aquel alarde, y, con ello, desafió tanto a Colombia como a Estados Unidos para que intervinieran. Por primera vez, había llegado demasiado lejos.Ante un reto directo a la autoridad y un gobierno corrupto por los sobornos del Cartel o atemorizado por sus pistoleros, el sistema judicial colombiano empezó a considerar la extradición de Lehder con base en las acusaciones presentadas en 1981 por la fuerza de operación de la DEA.Hubo una agitada actividad en Jacksonville mientras Driver y Starratt reunían pruebas, testimonios juramentados e integraban el expediente para hacer la acusación contra Lehder ante el gran jurado. El 26 de julio, los dos agentes, acompañados por el procurador estadunidense Robert Merkle y su ayudante Ernst Mueller, volaron a Bogotá en las más estrictas medidas de seguridad. El futuro de la operación parecía brillante.Las oficinas de la DEA en toda América Latina y Europa se pusieron en alerta total. Los informes indicaban que Lehder se ocultaba en una de sus remotas estancias en Colombia. El aislamiento de Lehder, empero, no había afectado a su capacidad de introducir grandes cantidades de cocaína en Estados Unidos. En octubre, una investigación de la DEA en Arizona rastreó varias cargas enormes del Cartel que habían llegado al sudoeste del país en avión, a través de México. Fue un triunfo de Lehder, al eludir la aduana estadunidense y la vigilancia de la DEA, que él repetiría una y otra vez."Esto es una burla", comentó Starratt con Driver, una mañana de principios de 1984. "Nosotros debemos apegarnos a las leyes, y ellos no. Y ahí tienes a nuestra leal ciudadanía: inhalan esa cosa como si tuvieran aspiradoras en vez de narices. Dime una cosa: ¿sirve de algo lo que hacemos?" EL COMANDANTE RAMBO
EN EL otoño de 1983, la DEA emprendió una operación en Chicago, Illinois, concebida para atraer a compradores de sustancias como la acetona y el éter sulfúrico, necesarias en el procesamiento de la cocaína. Poco antes de Navidad, unos agentes vendieron 28 barriles de éter a dos proveedores del Cartel. La víspera del embarque, unos técnicos de la DEA instalaron un emisor de señales dentro de uno de los barriles.
Un satélite del Servicio de Guardacostas de Estados Unidos rastreó las señales, primero a Nueva Orleáns, Louisiana, y luego hasta un rancho ubicado cerca de Medellín, propiedad de Jorge Ochoa, uno de los jefes del Cartel. De ahí, los llevaron a un remoto claro en la selva, a orillas del río Yarí, a varios cientos de kilómetros al sur de Bogotá. Estaba tan aislado el lugar, y era allí tan impenetrable la selva, que los agentes sospecharon al principio que habían descubierto el dispositivo emisor de señales y que los estaban despistando. No obstante, la fotografía aérea confirmó la presencia de varias cabañas rústicas.Poco antes del amanecer del 10 de marzo de 1984, una flotilla de helicópteros que trasportaba a 40 comandos colombianos y un equipo de observadores de la DEA descendió a aquel claro. Al saltar los hombres de los helicópteros los detuvo el fuego de armas automáticas procedente de una hilera de árboles. La batalla fue breve, pero terrible. Luego, los tiradores parapetados se retiraron. Los agentes y soldados avanzaron con cautela, pero estaban completamente impreparados para lo que descubrieron, porque la selva no ocultaba el improvisado laboratorio que esperaban encontrar, sino todo un complejo industrial para la producción en masa de cocaína.Cuando se radiaron los resultados de la redada a la sede de la DEA, hasta Driver y Starratt quedaron atónitos. Se habían confiscado más de 15 toneladas de cocaína. El complejo —conocido con el nombre de Tranquilandia— contenía dormitorios para los trabajadores y químicos, un dispensario médico, comedores y una biblioteca, inclusive, para el entretenimiento de los empleados durante los ratos de ocio. En las bodegas se almacenaban miles de barriles de combustible para aviones y sustancias para procesar la droga. Los laboratorios habían estado produciendo hasta dos toneladas semanales de cocaína: constituía potencialmente un negocio de 5000 millones de dólares.Arrestaron a muchos trabajadores, pero la mayoría de los empleados había escapado internándose en la selva con los pistoleros, que fueron identificados como guerrilleros de las FARC.Siete semanas después, El Cartel tomó represalias contra los hombres a quienes consideraban los principales responsables. A las 7:30 de la noche del 30 de abril, el ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla, de 33 años, fue despedazado por las balas de calbre .45 de una pistola automática, al salir en auto de su despacho rumbo a su casa. Sacudido por este crimen, el presidente Betancur declaró a Colombia en "estado de sitio". Dio a conocer los nombres de prominentes figuras del Cartel a quienes el Ejército podría detener sin acusaciones formales.El Cartel envió a Bogotá el mensaje de que estaban dispuestos a concertar una tregua con Betancur. El 6 de mayo de 1984, los jefes entregaron un manifiesto de siete páginas que fijaba las condiciones:A cambio de la cancelación de todas las órdenes de arresto y del tratado de extradición celebrado en 1979 con Estados Unidos, cesarían sus operaciones. Además, El Cartel haría aportaciones sustanciales a los programas de salud y educación de Colombia... ¡y liquidaría toda la deuda externa de la nación, que ascendía a 10,500 millones de dólares!La oferta del Cartel no tenía precedentes. Nunca antes una organización criminal había dictado tan audazmente sus condiciones a un Estado independiente. Betancur rechazó la oferta, y poco después aprobó la solicitud de extradición de Lehder.El 15 de noviembre, la policía de Madrid, España, informada por agentes de la DEA, arrestó a Jorge Ochoa. Junto con un subjefe y por lo menos 15 "tenientes", había volado allá poco después del rechazo del "tratado de paz" del Cartel.En Washington, D.C., el Departamento de Justicia entró en acción acelerada para solicitar formalmente la extradición. Pero también El Cartel tomó medidas. Los jueces de la Corte Suprema de Colombia, que emitirían su dictamen en cualquier extradición, recibieron por correo ataúdes en miniatura e instantáneas de sus esposas e hijos. Equipos de pistoleros asesinaron a muchos policías y posibles delatores.El 24 de noviembre, ante la violencia y las amenazas incesantes del Cartel, la Embajada de Estados Unidos redujo el personal al mínimo. Los diplomáticos viajaban en convoyes blindados. Esas medidas no pudieron tomarse más oportunamente: el 26 del mismo mes, una potente bomba que estalló junto a la embajada decapitó en la calle a una mujer colombiana.El presidente Betancur no se dejó intimidar. Desafió al Cartel extraditando a cuatro miembros de la organización —entre ellos, a uno de los más importantes "lavanderos" de dinero— para que los sometieran a juicio en Estados Unidos.Sin embargo, a pesar de la búsqueda a escala nacional por la policía federal y el Ejército de Colombia, Lehder evitó la captura. Para Driver, Starratt y otros agentes de la DEA que supervisaban la persecución, él seguía siendo una sombra fugaz que pasaba de una finca en la selva a otra, y siempre iba un paso por delante de las manos de la Ley.Pero la vida clandestina distaba muchísimo de la época de placer en Cayo de Norman. Usuario de su propio producto desde siempre, Lehder se había vuelto un cocainómano empedernido. Imposibilitado de aparecer en público, había visto fracasar su Movimiento Latino Nacional en la ciudad de Armenia. En 1983, con 12,000 votos, su partido casi había obtenido un sitio en la legislatura colombiana. Ahora, lo que no había podido conquistar en las urnas, había resuelto tomarlo por la fuerza. Entre una y otra dosis de cocaína, tenía alucinaciones de encabezar a su ejército de guerrilleros para que saliera de la selva a conquistar naciones.Se dejó crecer el pelo hasta los hombros, y vestía uniforme de combate. Su cuerpo de guardaespaldas, muchos de los cuales apenas eran adolescentes, le decía "El coman-dante Rambo", por la representación fílmica de Sylvester Stallone en el papel de un mercenario con el arma al hombro. Al propio Carlos Lehder le agradaba esa imagen, y continuamente veía las videocintas de Rambo.Su odio hacia Estados Unidos se intensificó con el aislamiento. Reclutó terroristas para que identificaran a todos los diplomáticos y empleados estadunidenses que permanecían en Bogotá. Según averiguó la DEA, anunció que, por cada narcotraficante colombiano extraditado a Estados Unidos, matarían a cinco norteamericanos. Ofreció pagar 350,000 dólares por eliminar a Francis Mullen, entonces administrador de la DEA. Se ofrecieron cantidades menores por el asesinato de cualquier agente de la DEA, ya fuera en Estados Unidos o en Colombia.Lehder estaba en relación continua con otros jefes del Cartel que seguían prófugos. En Washington, D.C., la DEA calculó que, tan sólo en los 12 meses anteriores, se habían entregado 137 toneladas de cocaína en Estados Unidos. El 80 por ciento era propiedad del Cartel.HACIENDA DE LA ABUNDANCIA
A PRINCIPIOS de 1985, Bobby Starratt estaba viendo el noticiario de la noche cuando apareció en la pantalla nada menos que Carlos Lehder. Sentado en una silla parecida a un trono, en el centro de un claro de la selva, actuaba ante las cámaras para un equipo noticioso de la Televisión Española.
Entonces, Lehder declaró que la cocaína era la bomba atómica del Tercer Mundo. Reduciría a Estados Unidos a la impotencia para, a la postre, destruir a ese país. Él era un "soldado de la libertad" que defendía a los oprimidos del hemisferio.Starratt casi no podía hablar, de furia. Extendió la mano y tomó el teléfono.—¿Cómo dices? —le respondió Doug Driver—. ¡No lo puedo creer!—Todo el mundo anda buscando a Carlos por todos lados, ¿verdad? —Starratt chillaba en el teléfono— ¡Pues esos tipos de la Televisión Española no tuvieron dificultad para encontrarlo!Fue similar la reacción en la sede de la DEA, en Washington, D.C. Desesperadamente, aceleraron la búsqueda. El corresponsal de la Televisión Española que había entrevistado a Lehder se negaba a revelar en dónde estaba. La única pista que tenían los agentes eran los informes de que se escondía en una propiedad que él llamaba Hacienda de la Abundancia, de la cual se decía que estaba ubicada en algún lugar al este de Bogotá.¿Era ese el escenario donde habían filmado a Lehder? Si lo era, había una vislumbre de esperanza de que podrían encontrarlo. La clave estaba en la videocinta. Únicamente la CÍA poseía expertos y equipo para interpretarla, y convertir el claro en un ubicación identificable, un alfilerazo en el globo terráqueo.En la sede de la CÍA, en Langley, Virginia, un agente de la DEA se reunió con un técnico de la Sección de Formación de Imágenes de la CÍA para analizar la cinta. Lehder quedó bien enfocado. Se veían hombres armados montados a caballo y, al fondo, el destello de un río cercano. Concluida la entrevista, Carlos Lehder era seguido por las cámaras mientras desaparecía en el interior de un edificio de estuco blanco.La pantalla quedó vacía.—¿Es eso todo? —preguntó el técnico.—Sí; eso es todo —contestó el agente—. ¿Puede usted hacer algo con eso?—Lo intentaremos.A los diez días, telefonearon a la oficina del agente: "Creo que hemos dado con su amigo", declaró el técnico.Los dos se reunieron en un laboratorio de la CÍA, cubierto de mapas. Varios cuadros amplificados de la videocinta estaban acomodados en una mesa.El técnico repasó las características del campo revelado en la videocinta: el río, una distante hilera de árboles, y lo que parecía ser un conjunto de postes de reflectores, probablemente instalados por los técnicos de la Televisión Española."¿Ve usted las sombras proyectadas por los postes?" , preguntó el técnico. "Sabemos la hora aproximada de la entrevista y, midiendo las sombras y sus ángulos, podemos determinar la posición del Sol. Eso nos da una ubicación aproximada".Trazó los vagos contornos del río con el dedo. "Esta franja blanca que ve usted es un banco de arena", prosiguió. "Por la forma de la erosión causada por la corriente, sabemos en qué dirección fluye el río".El técnico caminó hasta un mapa de Colombia y miró de cerca un área encerrada en un círculo, al sur de una población llamada Villavicencio. Luego, midiendo los kilómetros, hizo una marca con lápiz en el mapa. "Debe de estar por aquí, en alguna parte. El follaje que aparece en la videocinta corresponde a lo que crece allí".Pero, ¿cómo encontrarían la ubicación precisa? Utilizar un avión de reconocimiento en una zona tan aislada sería delatarse claramente. La única alternativa consistía en "pedirle prestado" un satélite a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés). Unos días después colocaron uno en posición sobre la región oriental de Colombia.En el profundo silencio del espacio extraterrestre, las cámaras zumbaron y chasquearon. Enviaron las imágenes a las estaciones receptoras, que luego las retransmitieron a la sede de la NSA. Captada por las cámaras de alta resolución del satélite, la casa de estuco de Lehder destacaba como una salpicadura de pintura blanca en un piso oscuro.En la madrugada del 8 de agosto de 1985, un equipo de la policía federal colombiana y agentes de la DEA, todos armados hasta los dientes, atravesó en silencio la selva para tomar posiciones cerca de la finca. Solamente interrumpían el silencio los zumbidos y cantos de los insectos.De pronto, se oyó el ruido del rompimiento de un vidrio, y después vinieron las detonaciones del fuego de armas automáticas. La policía y los agentes contestaron el fuego. Desde el interior de la casa, una voz gritó que se rendían. Momentos después, salieron varios guardaespaldas de Lehder con las manos en alto.Sin embargo, Carlos Lehder no estaba entre ellos. En el último instante, había saltado por una ventana para huir internándose en la selva. Sólo llevaba unos calzoncillos y una metralleta colgada al hombro. El breve tiroteo le había dado el tiempo suficiente para escapar.Dentro de la casa, los agentes encontraron 54 kilos de cocaína y casi 2 millones de dólares en efectivo. Pocas dudas cabían de que Lehder se había establecido en la Hacienda de la Abundancia para una estancia prolongada. Las paredes estaban festoneadas con retratos de Adolfo Hitler y Eva Braun, la amante del Führer.Carlos Lehder (derecha) se volvió con el tiempo un empedernido cocainómano.LOS 13 JUECES
LA HUIDA de Lehder en el último momento fue un trago amargo para la DEA. Mientras tanto, en Bogotá, se esperaba que la Corte Suprema de Colombia dictaminara sobre las solicitudes estadunidenses de extradición para algunos miembros del Cartel.
El 5 de noviembre de 1985, El Cartel tomó medidas para asegurar que nunca se efectuaran esas extradiciones. Una fuerza de guerrilleros tomó por asalto el Palacio de Justicia, precisamente cuando los jueces estaban a punto de reunirse. En aquel baño de sangre que duró todo un día —el Ejército colombiano se vio obligado a usar los cañones de los tanques contra las barricadas de los terroristas—, murieron 95 personas, hombres y mujeres. Entre las víctimas estuvieron 11 jueces de la Corte Suprema: la mayoría de ellos ejecutados a sangre fría. Se destruyeron sistemáticamente todas las pruebas relacionadas con los integrantes del Cartel.Aún lloraba Colombia a sus muertos cuando El Cartel ya preparaba el ataque en otra parte. El 19 de febrero de 1986, un testigo clave de la DEA —Barry Seal, ex piloto del Cartel, cuyo testimonio había enviado a presidio a unos 30 narcotraficantes—- fue asesinado con ametralladora en Baton Rouge, Louisiana. Varios pistoleros colombianos fueron arrestados, y habrían de ser sentenciados por ese homicidio. Uno de los pagadores del contrato de 500,000 dólares, según acusación federal, fue Fabio Ochoa, hermano de Jorge.En el ínterin, España dictaminó en contra de Estados Unidos y, en lugar de enviarlo allá, extraditó a Ochoa a Colombia. Según se argumentó, el regreso a su patria se había facilitado gracias al pago de más de 11 millones de dólares. El 15 de agosto, un vista de la aduana colombiana lo puso en libertad después de que depositó 11,500 dólares de fianza "por importar ilegalmente toros de lidia" de su ganadería situada en España.Y siguió el desafío del Cartel. El 22 de agosto, un informe secreto de la DEA reveló que la organización pretendía comprar cuatro jets de combate Harrier para atacar a las aeronaves de vigilancia de la agencia cuando se acercaran a los emplazamientos de los laboratorios. No se podía pasar por alto esa información, pues ya se sabía que Lehder, entre otros cabecillas del Cartel, tenía acceso a proyectiles portátiles de superficie a aire, procedentes de Cuba y Nicaragua.El largo brazo del Cartel seguía segando vidas.El 30 de octubre de 1986, otro juez fue asesinado en Colombia por negarse a colaborar; fué la víctima número 13 en otros tantos meses. Tres semanas después, en las afueras de Bogotá, unos pistoleros persiguieron y atraparon al coronel de la policía Jaime Ramírez, que había dirigido la redada en Tranquilandia dos años antes: fue asesinado en presencia de su esposa e hijos por terroristas de las FARC a las órdenes del Cartel, cuyo cerebro era Carlos Lehder.El 17 de diciembre del mismo año, los asesinos del Cartel dieron muerte a Guillermo Cano, director de El Espectador, uno de los periódicos más respetados de Colombia. Su delito consistió, según ellos, en publicar una serie de artículos en los que criticaba a la organización. Virgilio Barco, el nuevo presidente de Colombia, firmó otro tratado de extradición con Estados Unidos, pasando sobre la autoridad de la Corte Suprema de su propio país, que ya estaba completamente aterrorizada por El Cartel.A fines de 1986, los asesinos del Cartel eran responsables de la mayoría de los más de 2500 homicidios registrados aquel año en las ciudades de Medellín y Cali. En toda la nación, 180 agentes policiacos fueron asesinados.En octubre, unos agentes de la DEA habían interceptado el mayor cargamento de cocaína colombiana descubierto hasta entonces: más de dos toneladas, ocultas en dos recipientes a bordo de un barco que llegó a West Palm Beach, Florida. Con las redadas en California se confiscó un total de seis toneladas y media. Estaban inundando Estados Unidos con la cocaína. Además, en ninguna parte se estaba a salvo de los asesinos del Cartel. Localizaban a sus víctimas en lugares tan distantes como Budapest, Hungría, donde un pistolero emboscó al embajador de Colombia, Enrique Parejo González, la fría mañana del 13 de enero de 1987. Parejo resultó con cinco heridas, pero sobrevivió milagrosamente. En cierta ocasión había firmado los documentos de extradición en contra de unos socios del Cartel, cuando era ministro de Justicia. Los agentes de la DEA en Europa relacionaron al frustrado asesino directamente con El Cartel en Colombia.¡GRITELE QUE SALGA!
EN EL verano de 1985 Douglas Driver había sido trasladado de Jacksonville a la oficina de la DEA en Panamá. Ahí siguió estudiando informes y datos del servicio secreto, en busca de algo que pudiera darle aunque fuera un indicio para concluir aquella cacería humana de diez años de duración. Al cabo, a principios de septiembre de 1986, le llegó una carta anónima... y un nombre salido del pasado.
Tal como Driver sabía que ocurriría algún día, Jack Carlton Reed —socio de Lehder en Cayo de Norman— había reaparecido tras cuatro años de ocultarse. La carta indicaba que Reed vivía en una casita de campo, cerca de la remota aldea de Portobelo, en el istmo de Panamá. No quedaba lejos del golfo de Urabá, en Colombia, ni del puerto de Turbo, donde Lehder —según los informes más recientes— planeaba establecer un laboratorio de cocaína. Todos estos datos encajaban en el rompecabezas.Driver le trasmitió la noticia a Starratt, que acababa de ascender al puesto de jefe de la oficina de la DEA en Birmingham, Alabama. Starratt se regocijó.— ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó.—Seré paciente —respondió Driver—. Más tarde o más temprano, Carlos se presentará.Driver se reunió con sus informantes. Pidió que le comunicaran al instante cualquier visita que recibiera Reed. Pocas semanas después, detectaron a uno de los más antiguos secuaces de Lehder haciendo una visita a la casa de campo. Iba acompañado de algunos otros narcotraficantes colombianos.Sin embargo, la vigilancia que hacía Driver estaba a punto de terminar. La mañana del 4 de febrero de 1987, recibió un urgente mensaje de la oficina de la DEA en Bogotá:—¡Prepárate! —le dijo una voz, al otro extremo de la línea—. ¡Los colombianos acaban de arrestar a Lehder!La víspera, informó aquel agente al sorprendido Driver, un campesino había llegado a la jefatura de la policía de Medellín para informar que un grupo de hombres muy bien armados se había instalado en una cabaña ubicada a unos 25 kilómetros de la ciudad. La policía había practicado un reconocimiento del lugar, y había confirmado así la denuncia del campesino.—Atacaron aquel sitio poco antes de las 5 de la mañana —continuó el agente—. Hubo un tiroteo. Un tipo resultó herido y, entonces, los demás, hasta Carlos, arrojaron la toalla.Driver garrapateaba furiosamente para tomar nota de todo.— ¿Dónde lo tienen ahora? —preguntó.El agente siguió informándole que en esos momentos llevaban a Lehder a Bogotá, en un helicóptero del Ejército. Con la rapidez del rayo se había aprobado su extradición, para evitar la posible interferencia del Cartel. Esa misma noche estaría en un avión de la DEA, en un vuelo a Florida.Driver señaló que deseaba enterarse del instante en que despegara el avión. Luego, telefoneó a Starratt, en Birmingham.—Ya lo sé —le dijo su ex socio—. Sólo desearía que hubiéramos sido nosotros sus captores.Driver comentó que aceptaba a Lehder como fuera. Starratt quiso saber si Driver iría a recibir el avión en que llevarían a Lehder.Douglas Driver respondió negativamente, y aclaró:—Voy a echarle el guante a Jack Reed antes de que se entere de esto y emprenda el vuelo.A las 5 de la mañana del 6 de febrero, Driver se reunió con dos equipos de comandos panameños, y partieron todos hacia Portobelo. Un grupo bloqueó la escapatoria por mar. Driver condujo al otro a campo traviesa. La ruta era tortuosa; primero a través de la densa selva, y luego a lo largo de un escarpado risco en lo alto de la accidentada costa.A eso de la una de la tarde, ya estaban todos en sus puestos. Driver pudo ver que el equipo apostado en el mar había bloqueado la entrada de la caletita. Driver sacó y amartilló su revólver Magnum .357. Luego, le hizo una seña de asentimiento con la cabeza al jefe de la escuadra panameña."¡Muy bien!", dijo. "¡Grítele que salga!"Una alta y delgada figura, que llevaba puesto el ancho sombrero de campesino, salió de pronto por la parte posterior de la casa de campo, y se dirigió hacia la selva en busca de refugio. No obstante, se detuvo en seco al ver los rifles de asalto apuntados hacia él. Insistió en que se trataba de una equivocación: se llamaba John Williams López, y era un sencillo agricultor que se ganaba miserablemente la vida vendiendo cocos. Driver pudo advertir que casi había convencido a los soldados. Había envejecido mucho desde la época pasada en Cayo de Norman.Driver sabía que Reed tenía un perdiguero dorado, y que el perro había estado con él en las Bahamas; incluso, sabía su nombre. Al pararse todos detrás de la casa de campo, el perro entró trotando en el claro. Callado, se sentó a observarlos, desconcertado ante aquella actividad.Driver le silbó. "¡Ven acá, Noman!" , lo llamó.Obediente, el perro se acercó meneando la cola al oír su nombre.Reed se agachó.CULPABLE DE TODOS LOS CARGOS
PRONTO, Reed ya iba camino de Jacksonville, donde todo había empezado diez años antes. Él y Lehder quedaron detenidos sin derecho a la libertad bajo fianza, en lugares separados, entre medidas de seguridad sin precedente. Mientras, Driver y Starratt fueron reasignados a Jacksonville. En una oficina del sótano del tribunal federal, reunieron laboriosamente las pruebas en contra de Lehder y Reed.
Ni Driver ni Starratt habían conocido aún personalmente a Lehder. En marzo, Carlos Lehder fue llevado a una sala de conferencias del tribunal para que suministrara una muestra de su escritura, que se compararía con la de documentos y cartas descubiertos durante la Operación Caribe.—¡Hola, Carlos! —saludó Driver, al entrar con Starratt.Lehder estaba sentado ante una mesa: su aspecto era muy distinto del despeinado y delirante "jefe de guerrilleros" que habían visto dos años antes en la televisión. Le habían cortado bien el pelo, antes alborotado, y lo habían manicurado.Los agentes sabían que los abogados de Lehder —contratados por más de un millón de dólares, según se informó— le habían aconsejado adoptar una imagen conservadora para el juicio. Parecía confiado y dueño de sí mismo. Era difícil creer que se trataba del hombre que ha-bía dirigido El Cartel, que con tanta indiferencia había mandado matar a cientos de personas.—¡Eh! ¡Pero si son nuestros dos héroes! —exclamó Lehder, alzando la vista, con amplia sonrisa en los labios—. Los recuerdo bien, de las Bahamas.—Sólo escribe lo que te pidamos, Carlos —indicó Starratt.El delincuente se apoyó en el respaldo de la silla, permaneció silencioso durante unos momentos y, al cabo, comentó:—¡Bien! He jugado y perdido... por ahora.El juicio de Lehder se inició el 16 de noviembre de 1987. Los agentes y el equipo del fiscal habían reunido a 115 testigos de cargo en contra suya; entre ellos estaba Ed Ward, Ernest Von Eberstein, John Finley Robinson y Leverett Merrill Francis.Vestido con un traje de estilo conservador, Lehder escuchó los testimonios, imperturbable. Sonreía y saludaba agitando la mano a agentes y conocidos presentes en la galería: bien habría podido ser el director ejecutivo de una empresa que asistiera a la junta anual de accionistas. Salvo por sus ojos; al fijarse en cada testigo, en cada integrante del equipo del fiscal, sus ojos se volvían tan fríos y letales como los de una cobra.Durante el juicio llegaron buenas noticias de México. Actuando con base en la información suministrada por la DEA, las autoridades mexicanas desbarataron una nueva e importante operación de contrabando de los colombianos. Detuvieron a más de dos docenas de traficantes, incluidos seis afiliados al Cartel, y decomisaron más de 200 kilos de cocaína.Varias semanas después, los votantes colombianos acudieron a las urnas. En Bogotá, eligieron alcalde a un valiente cruzado antidrogas, a quien los terroristas del Cartel habían tenido secuestrado durante una semana. En Medellín, sede del poder de la organización, eligieron al-calde al intrépido director de un periódico, quien tres días antes de la elección había sobrevivido a un ataque con bombas.Y, en lo más profundo de Colombia, Carlos Lehder se presentó nuevamente como candidato a diputado.En esta ocasión, sólo obtuvo 415 votos.El 19 de mayo de 1988, tras 22 semanas de ventilar pruebas y testimonios, el jurado entregó su veredicto. Lehder y Reed fueron declarados culpables de todos los cargos.A Reed lo sentenciaron a 15 años de prisión. Y, el 20 de julio, Lehder fue llevado ante el juez estadunidense Howell Melton, para oír su sentencia. Ya se había esfumado su actitud caballeresca. Su cara estaba pálida, abotagada, después de varios meses de encierro. El juez Melton lo sentenció a cadena perpetua, sin opción a libertad condicional, más 135 años, también sin libertad condicional.Driver, el que lo había iniciado todo, permaneció callado, sentado ante la mesa del fiscal, ocultando la emoción que sentía en lo más profundo de su ser. Miró a Lehder cuando se lo llevaron del tribunal. Luego, se puso en pie y salió tan silenciosamente como había llegado. Era casi como si hubiera vivido diez años de su existencia en un solo día.