Publicado en
agosto 16, 2011
"Floristas", óleo sobre tela, 150x236 cms.
Correspondiente a la edición de Octubre de 1993
Por Hernán Rodríguez.
Camilo Egas, inquieto y brillante artista quiteño, nacido en 1889, por más que hizo con lucimiento estudios en la Escuela de Bellas Artes y los perfeccionó en academias europeas -Real Academia, Roma; Academia de San Fernando, Madrid; Academia Colarroise, París- nunca fue académico. Como certero intuitivo que era, receló siempre de la Academia, a la que sintió como lastre frente a la novedad y antinatural regulación de la libertad, que hace a un artista realmente grande.
Esa ingénita vocación de rebeldía le haría acoger con calor algo que en el provinciano medio quiteño de la segunda década del siglo XX era revolucionario, cuando en Francia -donde había nacido y triunfado- gozaba ya de toda suerte de acatamientos y prestigios: el impresionismo.
Una primera clave para entender la pintura de Egas y toda su trayectoria me parece el Impresionismo.
Cabe recordar la naturaleza de la genial y decisiva innovación impresionista: hirió de muerte a la cosa, en favor de la pura pintura. Antes del Impresionismo se trataba de llevar a las telas cosas y los espectadores buscaban, hallaban y disfrutaban de las cosas, a menudo por encima de la pintura. El impresionismo no pintó cosas, sino efectos de luz. Lo que la luz llevaba de las cosas a la retina -que, obviamente, no eran cosas, sino efectos visuales, obra de la luz-. Con esto, ya se ve, el Impresionismo socavó irremediablemente los cimientos de cualquier academicismo.
En su primer viaje a Europa -viaja en 1911, como becario, junto con José Abraham Moscoso y Nicolás Delgado-Egas no conoce el Impresionismo. Fue a la conservadora Roma, y hubo de acogerse -aunque con sus naturales resistencias- al magisterio de tradicionalistas ilustres, como Sartorio, Quatrocciochi y Bistolfi.
Fue a su vuelta -la conmoción bélica del 14 hizo imposible la permanencia de los jóvenes becarios ecuatorianos en Europa- cuando Egas tuvo, seguramente deslumhrado, la revelación impresionista. Fue el mediador Paul Bar, el maestro que sacó a los alumnos de las penumbrosas aulas de la vieja Escuela, allí en la Alameda, cerca de las lagunitas, y los enfrentó al "píen air", a la luz, para asumir el reto de pintar los efectos de la luz sobre las cosas.
Del impresionismo lo que más atrajo a Egas fue la luz y la mancha certera. Hubo en el Quito del tiempo algún impresionista mucho más completo: José Enrique Guerrero, a su llegada de París. El impresionismo era, a más de festivo y libre hallazgo lumínico y cromático, técnica exigente y retórica rigurosa -una de las más exactas que el arte haya conocido-, Egas no estaba preparado para ejercicio de tan ardua disciplina. A falta, pues, de extremos rigores impresionistas, que le habrían conducido a la soberbia autonomía visual impresionista, el joven quiteño exaltó con colores luminosos figuras de talante más bien realista exactas y ufanas en su dibujo y sólidas en su resolución volumétrica -cosas ambas que el Impresionismo desdeñaba-. Esas "indias esbeltas, hermosas y rozagantes", que dijera de Egas, Diez; ciertos retratos de exacto y bello tratamiento cromático; paisajes traspasados de sol. De esos retratos acaso sea el mejor el que le valió el premio en el salón "Mariano Aguilera" de 1923, que es una de las piezas fundamentales del artista: la materia aplicada con fino puntillismo confiere vibración a un color sobrio, como convenía a la gravedad de la noble figura femenina sedente en lujoso sofá.
Puédese caracterizar este tramo como la etapa juvenil del artista. Destellos de claro talento visual, intenciones formales válidas, junto a cierto despreocupado pintar para gustar, al margen de esas conflictividades que fermentaban agriamente en la sociedad del tiempo. "En su arte de esa época -1918-1920- había quizá mucho de pastiche, mucho de voluntaria concesión al gusto de la clientela, compuesta de diplomáticos y burgueses pseudo-ilustrados"- ha escrito el mejor crítico de este período del artista, Díez.
"Calle 14", óleo sobre tela, 101x137 cms.
EN LOS COMIENZOS DEL INDIGENISMO
La segunda clave para llegar al meollo de la expresión artística y aporte de Camilo Egas -haciendo a un lado toda la hojarasca ornamental que sobre lo uno y lo otro se ha echado, con intenciones evocativas y homenajeadoras- es su indigenismo.
Una lectura de la telas de tema indio pintadas en el largo tramo de más de dos décadas, que corre desde 1918 hasta comienzos de los cuarenta, nos deja ante el paso desde la vacilación y la concesión hasta un neoexpresionismo fuerte. Paso que no se da sostenido y paulatino, sino un poco a saltos y altos, retrocesos y aventones, y que debió mucho, no solo al medio social en que el artista estaba inmerso, sino a tanteos, aportes
Página de la revista dañada.
la disminución del tamaño de los grupos de tercero y cuarto plano-. El trigo se ve feraz en su color áureo. Pero es ajeno: los rostros de los segadores no tienen alegría; ajenos a esa riqueza, son recelosos y tristes. Las figuras son, con todo, altas y están resueltas con vigor escultórico -rezagos de la antigua manera realista-. Se estaba aún lejos de la decisión afeadora, ensombrecedora, que marcaría el estilo del indigenismo ecuatoriano.
Pero Quito apenas conocía lo que estaba pintando el gran artista. Se sabía, eso sí, que era importante. Gonzalo Zaldumbide había inaugurado una muestra del quiteño en París, con alto elogio.
Hasta que, finalmente, Camilo Egas expuso indigenismo en Quito. Díez hace crónica apasionada de la recepción que en el conservador Quito de los treinta tuvo esa pintura:
"¿Qué sentido pueden tener esas deformaciones monstruosas del indio ecuatoriano?, se preguntaban las gentes con asombro y repugnancia al mismo tiempo. ¿Qué significaba ese poema grotesco de la degeneración de la raza, llevado hasta los límites del delirio? Nuestas buenas gentes ignoraban que, justamente, el esfuerzo de Egas se dirigía e extraer belleza de la más repulsiva fealdad. Una belleza bárbara, grandiosa, acaso dramática, pero belleza, al fin. No sabían tampoco que sus cuadros querían traducir el clamor indignado de la raza, humillada por cinco siglos de esclavitud."
Estando ya Egas en pleno indigenismo, fue una audacia -de esas audacias que son más fruto de miopía que de valor extremo- del gobierno burgués confiarle la ejecución de un gran mural para el pabellón ecuatoriano de la Feria Mundial neoyorkina de 1939. Eduardo Kingman, que viajó, en goce de un premio, a trabajar junto al maestro en esa gran tela -fue una enorme tela pintada al óleo e inexplicablemente extraviada-, me ha contado que el Embajador ecuatoriano fue a ver el avance de la obra, y le molestó un grupo de dos indios que parecían cavar su propia fosa. "No es eso: solo están buscando una huaca", tranquilizó al despistado diplomático el artista con su mejor sal quiteña.
EL DIÁLOGO CON LA PINTURA CONTEMPORÁNEA
La tercera clave para lograr la imagen justa de Camilo Egas es su diálogo con la pintura contemporánea.
Egas es el artista viajero. No el que, sin más, se exilia. Acabó por radicarse en Nueva York, pero antes de ello vuelve una y otra vez a la recoleta Quito. Y vuelve siempre con abultado equipaje de novedades. Abre su maleta y airea las maravillas cobradas en otras latitudes, para ver si con ellas logra sacudir el amodorramiento provinciano.
Ese es el sentido de las más pintoresca y ejemplar de sus empresas: por 1925 abre la primera galería de arte en Quito. Allí donde está ahora el Banco Central, en una casucha de un piso, a la que dota de tragaluz para que tuviese luz cenital. Era sala de exposiciones -y su modernidad llegaba a que había que pagar entrada: dos reales-, pero era también taller del artista y centro de interminables charlas. Los contertulios más fieles: Pedro León, Segio Guarderas, Kanela, Guillermo Latorre. La galería, fiel al espíritu de su fundador, expuso novedades -para Quito revulsivas-, como cubismo.
Egas, superado el encogimiento de su primer viaje académico, es viajero atento a cuanta novedad de peso animaba el arte de Europa y Estados Unidos de Norteamérica. Pero real diálogo -de pintura, de formas, de espíritu- solo lo entabla con una novedad: el Expresionismo.
Hemos insinuado ya cuanto pesó en su decisión expresionista el derrumbamiento del 29. Del arribo a la madurez de su expresionismo queda un espléndido documento: "Calle 14", fechado en Nueva York, en 1937- Fue una de la telas que tanto impresionaron a las gentes de cultura quiteñas. "Es entonces -le dijo a Mario Monteforte, Jaime Andrade- cuando Egas se afirma como grande e individual pintor". La obra está ya en pleno Expresionismo. No se trata del mundo como supuestamente se ofrece a cualquier mirada "neutral" -si esto pudiera darse, sino del mundo según el pintor. No solo como él lo ve -asunto óptico o estético-: como él lo piensa, lo juzga, lo quiere señalar, imponer. Más allá de esas neutralidades en que el artista no cree.
El cuadro presenta en un desolado clima de ocres ensuciados por negros el escenario de fría y opresiva geometría del metro neoyorkino, con el "14" repetido en sus columnas, con algo de numeración penitenciaria. En primer plano, junto a un basurero metálico -que adquiere dimensión de símbolo- un hombre de ropón basto -también con algo de penitenciario- se enconcha sobre sí mismo, para tratar de entrar en calor. Es calvo como esas figuras que iban a mostrar pocos años más tarde los campos de exterminio nazis. Era la meca del capitalismo vista en su miseria, en su cotidiano horror kafkiano. Un cuadro impactante. Recio. Hondo. De rigurosa economía de medios expresivos. Lúcida y decididamente expresionista. ¿Por qué caminos llegó acá el artista?
Mario Monteforte, tras señalar que Egas en México no se sintió identificado con el muralismo, sugiere algún influjo de "su amigo" Orozco. Y es sugestión certera. Orozquianos son los cuadros del período en que denunció la esclavitud del proletario ante la máquina brutal y poderosa, al estilo de "Hombre y máquina".
Y vio, sin duda, el ecuatoriano la obra de grandes expresionistas alemanes. Y, al tiempo que calaba en todas esas vigorosas formas de decir el mundo, las imágenes diarias de la calle 14, en que vivía, y el recuerdo permanente de la miseria del indio en la lejana tierra patria ulceraban su sensibilidad social.
Egas vive un período expresionista de estupenda madurez; pero, siempre inquieto por abrir su diálogo, a muy poco de dominado ese estadio, deriva hacia otro. Esta vez su diálogo será con el superrealismo. Hacia 1940 abre en Nueva York una muestra en esta línea y en ella se mantiene una década larga, buscando la síntesis entre la lucidez denunciadora del Expresionismo y el irracionalismo buceador en honduras del superrealismo. "Desolación", de 1949, muestra por donde calaba esa síntesis: en un clima superrealista imágenes de miseria social; la pesadilla, dicha con los poderes que para lo onírico desplegó el superrealismo, no era sueño ni imaginación: era la realidad de los desolados yermos de América, donde miseria y muerte campaban a sus anchas.
Pero el artista vuelve a cambiar de interlocutor en su diálogo con la modernidad y se da a recuperar ciertos ya antiguos ejercicios cubistas. Siempre en procura de síntesis, y siempre síntesis que dejaban en el centro un insobornable testimonio de la condición de los seres humanos en un mundo duro y deshumanizado. Eso hace en "Gente en el campo" -de 1957-: figuras alargadas, con algo de telúricas, tratadas en enérgico juego de planos neocubistas, con fino trabajo de grises.
En un último período -acosado ya obscuramente por el final- el artista vuelve su diálogo hacia maneras herméticas. Comienza por deshacer contornos y nitideces en las situaciones y seres para sumirlos en un juego de reflejos, en que la luz a la vez escondía y revelaba. "Reflejos" titula algunos lienzos de esta hora.
Importa advertir que algunos de esos "Reflejos", como el 2 -que reprodujo el "Arte contemporáneo de Ecuador" de Salvat- afronta, con este nuevo tratamiento, un tema trágico. Este "Reflejos 2" es síntesis con mucho de expresionismo: vigoroso manejo expresionista de la imagen, con tanto de angustia desolada y tanto de símbolo existencial, del cuello cortado y quebrado, en un clima desolado de colores fríos.
Pero dio un paso más, en su dialogo, hacia el silencio. Deshecha ya la figura, fueron juegos de azules y grises, a veces sobre fondos ocres, con desvaídas huellas del mundo visible y empecinado en sondear el invisible, el de estremecidas tensiones entre la armonía y el caos, el cristalizar en ser y el dejar de ser.
"Composición Indigenista", óleo sobre tela, 75x60 cms.
CODA
Ha sido un avanzar riguroso, como correspondía con artista grande, en quien a medida de los rigores resalta la grandeza. Ha sido, muy a nuestro pesar y seguramente del lector, un avance siempre urgido por los avaros espacios de la revista. Con todo, al final, la suma brilla nítida: Camilo Egas se impone como figura fundamental del arte ecuatoriano de este siglo. Y figura presente decisivamente en horas cruciales de esa pintura. Figura abierta a los anchos horizontes del arte de nuestro tiempo, pero siempre enraizada; entrañablemente unida a lo propio: a la tierra, a las gentes, a los compañeros de quehacer.