Publicado en
septiembre 12, 2010
Las Nieblas De Avalón[LT1]
Título original: The Mists of Avalon
LIBRO IV
El prisionero en el roble
1
En las lejanas colinas de Gales del norte había estado lloviendo día tras día; el castillo del rey Uriens parecía nadar en la niebla y la llovizna. Los caminos estaban cubiertos de lodo hasta los tobillos y los ríos bajaban crecidos desde las montañas; un frío húmedo se había apoderado de la campiña. Morgana, envuelta en una capa y un grueso chal, sentía los dedos lentos y rígidos al manejar la lanzadera en el telar; de pronto irguió la espalda y la dejó caer.
—¿Qué pasa, madre? —preguntó Maline, parpadeando ante el fuerte ruido.
—Se aproxima un jinete. Tenemos que hacer los preparativos para recibirlo.
De inmediato, al ver la expresión atribulada de su nuera, se maldijo por haberse permitido caer en ese trance que le causaban últimamente las labores femeninas.
Maline la miraba con la mezcla de cautela y exasperación que despertaban siempre sus inesperadas visiones. Si bien no creía que hubiera en ellas nada pecaminoso ni mágico (eran, simplemente, una extraña peculiaridad de su suegra), hablaría con el cura, que iría a preguntarle, tratando de ser sutil, de dónde le llegaban. Y Morgana, fingiendo mansedumbre, se vería obligada a fingir que ignoraba de qué le estaban hablando.
Bien, la cosa ya no tenía remedio.
—Dile al padre que su alumno estará aquí a la hora de cenar—dijo. Y salió de la habitación, seguida por la mirada fija de su nuera.
En todo el tormentoso invierno no había llegado ningún viajero. No se atrevía a hilar, pues esa tarea la solía llevar al trance. Ahora el telar parecía causar el mismo efecto. Coser le fatigaba la vista, y en invierno no había hierbas frescas con las que preparar remedios. No tenía amigas (sus damas eran más necias que Maline y no sabían leer ni escribir). Y no podía pasarse el día tocando la lira. Por eso había pasado el invierno en un frenesí de aburrimiento e impaciencia.
Lo peor era la tentación de sentarse a hilar y soñar, dejando que su mente siguiera a Arturo o a Accolon. Tres años antes se le había ocurrido que el joven tenía que pasar más tiempo en la corte, a fin de ganarse la confianza de Arturo. Le echaba de menos; en su presencia era la suma sacerdotisa, segura de sí misma y de sus objetivos. Pero en la larga temporada de encierro había experimentado dudas recurrentes: ¿acaso era sólo lo que Uriens pensaba de ella: una reina solitaria que envejecía en cuerpo mente y alma?
Aun así manejaba firmemente a las gentes de la casa, la región y el castillo, de modo que todos buscaban su consejo. En los alrededores se decía: «La reina es sabia. El rey no hace nada sin su consentimiento.» Las Tribus y los antiguos la veneraban, aunque no se atrevía a participar con frecuencia de los cultos de antaño.
Fue a la cocina para organizar una cena festiva, hasta donde era posible a finales de invierno y con los caminos cerrados. Abrió las alacenas para sacar frutos secos y especias para el tocino. Maline informaría al padre Ian de que esperaban la llegada de Uwaine. Uriens tenía que enterarse por ella.
Subió a la alcoba de su esposo, que jugaba perezosamente a los dados con uno de sus soldados. El cuarto olía a rancio. «Al menos, su larga lucha con la fiebre pulmonar me ha librado de compartir su lecho —pensó Morgana—. Es una suerte que Accolon haya pasado este invierno en Camelot; de lo contrario podríamos habernos arriesgado a ser descubiertos.»
Uriens dejó el cubilete para mirarla. Estaba más delgado, consumido por la fiebre. Morgana había luchado mucho por salvarle la vida, en parte porque le tenía afecto, pero también porque habría sido Avalloch quien lo sucediera.
—No te he visto en todo el día. Me sentía solo, Morgana —dijo Uriens, con un deje de reproche—. El amigo Haw no es tan grato de ver.
—¡ Vaya! —replicó Morgana, en el tono de broma que a el le gustaba—, os dejé solos a propósito, pensando que en la ancianidad te habías aficionado a los jóvenes apuestos. Si no lo quieres, esposo mío. ¿puedo quedármelo?
Uriens rió entre dientes.
—Haces que el pobre se ruborice. Pero si me dejas solo todo el día es posible que acabe haciéndole caídas de ojos, y también al perro.
—Bueno, te traigo buenas noticias. Esta noche comerás en el salón. Uwaine viene hacia aquí y llegará antes de la cena.
—Gracias a Dios —dijo el anciano—. Temía morir sin volver a ver a mis hijos.
—Supongo que Accolon regresará para las fiestas de Beltane —Morgana sintió una dolorosa punzada de apetito en el cuerpo al pensar en las fogatas; sólo faltaban dos meses.
—El padre Ian me ha estado importunando otra vez para que prohíba los ritos —dijo Uriens, fastidiado—. Estoy harto de sus quejas. Quiere que talemos el bosquecillo para que la gente se conforme con sus bendiciones y no encienda las fogatas. Lo cierto es que cada vez son más los que vuelven al culto pagano, contra lo que yo esperaba. Sería preciso hacer algo, quizá talar el bosque.
«Si lo haces cometeré un asesinato», pensó Morgana. Pero dio a su voz un tono suave y razonable.
—Sería un error. Los robles dan alimento a los cerdos y a los campesinos; nosotros mismos hemos usado harina de bellota en los malos tiempos. Y el bosque está allí desde hace siglos, esos árboles son sagrados.
—Pero también Avalloch dice que tendríamos que talarlos, para que los paganos no tengan adonde ir. Podríamos construir allí una capilla.
—Pero los antiguos también son súbditos tuyos. ¿Quieres condenarlos a morir o a pasar hambre, como ha sucedido en algunas de las tierras esquilmadas?
Uriens se miró las muñecas deformadas. Los tatuajes azules se habían desteñido, reduciéndose a manchas pálidas.
—Por algo te llaman Morgana de las Hadas. El pueblo antiguo no podría tener mejor abogado. Puesto que tú me lo pides, señora, respetaré el bosque mientras viva, pero después de mí Avalloch hará lo que le parezca.
Cuando Uriens estuvo vestido y peinado, llamó al otro escudero. Formaron una silla con los brazos para bajar al rey al salón y lo depositaron en su trono, entre almohadones. Ya se oía el trajinar de los criados y un ruido de jinetes en el patio. «Uwaine», pensó, levantando ligeramente los ojos mientras el joven entraba en el salón.
Costaba creer que aquel alto caballero, de hombros anchos y cicatriz en una mejilla, fuera el niño flacucho que acudiera a ella en su primer año de soledad en la corte de Uriens. Besó la mano a su padre y luego se inclinó ante ella.
—Padre. Querida madre...
Pero los ojos de Morgana estaban fijos en el hombre que lo seguía. Por un momento fue como ver un fantasma.
Accolon era más delgado que su hermano y no tan alto Echó una mirada furtiva hacia Morgana mientras se arrodillaba ante su padre, pero cuando le habló lo hizo con toda corrección.
—Me alegra estar nuevamente en casa, señora.
—Es un placer teneros aquí —respondió Morgana sin alterarse—. Uwaine, cuéntanos cómo te hiciste esa horrible cicatriz en la mejilla. Creía que, desde la derrota de Lucio, se habían terminado los problemas.
—Lo de costumbre—explicó el joven, en tono ligero—. Un bandido que se adueñó de una fortificación desierta para abusar de los pobladores. Gawaine y yo lo liquidamos rápidamente y mi compañero acabó con una esposa, una señora viuda con buenas tierras. En cuanto a esto... —Se tocó la cicatriz—. Mientras Gawaine peleaba con el amo. yo me ocupé del criado, que era zurdo y burló mi guardia. Si hubierais estado allí, madre, no tendría semejante cicatriz. El físico que me suturó tenía las manos muy torpes. ¿Me ha estropeado mucho el rostro?
Morgana tocó delicadamente la mejilla cortada de su hijastro.
—Para mí serás siempre hermoso, hijo. Pero tai vez pueda hacer algo; está hinchada y hay infección. Antes de acostarme te prepararé una cataplasma para que cicatrice mejor. ¿Te duele?
—Sí—admitió Uwaine—. y fue una suerte no acabar con tétanos, como uno de mis hombres. ¡ Ay, qué muerte! —Se estremeció—. Gawaine dijo que, mientras pudiera beber vino, no habría peligro. Pasé quince días borracho, madre. Habría dado todo el botín del castillo por un poco de vuestra sopa. Estuve a punto de morir de inanición, pues no podía masticar el pan ni la carne seca. Perdí tres dientes.
Morgana se levantó para examinar la herida.
—Abre la boca. Sí. —Llamó por señas a un sirviente—-Trae un poco de estofado para el señor Uwaine y algo de compota. Durante un tiempo no podrás comer nada duro. Después de la cena me ocuparé de ti.
Pese al dolor, el joven comió en abundancia y los hizo reír a todos con anécdotas sobre la vida en la corte. Morgana no se atrevía a apartar los ojos de él, pero durante toda la cena sintió , mirada de Accolon fija en ella, entibiándola como el sol después del largo invierno. Fue una comida alegre, pero al fin Uriens dio señales de cansancio y Morgana llamó a sus criados.
—Es la primera vez que abandonas el lecho, esposo. No debes fatigarte demasiado.
Uwaine se levantó, diciendo:
—Dejad que os cargue yo, padre.
Y levantó al enfermo como si fuera una criatura.
Pronto Uriens estuvo reposando en su cama, acompañado por su hijo menor, y Morgana bajó a la cocina para preparar una cataplasma. Luego hizo que Uwaine se sentara para ponérsela en la mejilla. El joven suspiró de alivio, mientras las hierbas humeantes le iban calmando el dolor de la herida infectada.
—Oh, qué bien, madre. En la corte de Arturo hay una niña... ¿Le enseñaréis algo de vuestro oficio, madre, cuando me case con ella? Se llama Shanna y viene de Cornualles; era una de las damas de la reina Isolda. ¿Cómo es que Marco se da el título de rey, si Tintagel os pertenece?
—¿Se ha atrevido a reclamarlo como propio?
—No, porque no tiene ningún campeón —dijo Uwaine—. El señor Tristán se ha ido al exilio en la Britania gala.
—¿Por qué? ¿Era hombre de Lucio? —preguntó Morgana. Los chismes cortesanos eran un aliento de vida en el tedio de aquel lugar aislado.
El joven negó con la cabeza.
—No, pero se rumoreaba que él y la reina Isolda se apreciaban demasiado. Es difícil criticarla. Cornualles es el fin del mundo, y el duque Marco, un anciano irritable e impotente, según sus chambelanes. Tristán, en cambio, es apuesto y sabe tocar la lira.
—¿No traes de la corte más que chismes de pecados y es-Posas ajenas? —acusó Uriens, ceñudo.
Uwaine se echó a reír.
—Bueno, le dije a la señora Shanna que su padre podía enviaros un mensajero. Espero que no lo rechacéis, querido padre. No es rica, pero no necesito una gran dote; traje un buen botín del país de los bretones. —Y alzó la mano para acariciar la mejilla de Morgana, mientras le cambiaba la cataplasma—. Sé que vos no sois como la señora Isolda; jamás volveríais la espalda a mi anciano padre para comportaros como una puta.
Morgana se inclinó hacia la marmita de hierbas humeantes, con las mejillas encendidas. Por dulce que le resultara aquella confianza, sentía la amargura de saberla inmerecida.
—Pero tendríais que ir a Cornualles cuando mi padre esté en condiciones de viajar—dijo Uwaine, muy serio—. Es preciso dejar claro que Marco no puede reclamar lo que os pertenece.
—No llegará a tanto —aseguró Uriens—. Pero en Pentecostés, si estoy repuesto, discutiré este asunto con Arturo.
—Y si Uwaine se casa con una mujer de Cornualles —agregó Morgana—, podría ser mi castellano.
—Nada me gustaría mas —dijo el joven—, salvo poder dormir esta noche sin dolor de muelas.
Morgana vertió en el vino el contenido de una pequeña redoma.
—Bebe esto y te prometo que dormirás.
Uwaine tragó el vino medicinal y llamó a uno de los escuderos para que le alumbrara el camino hasta su cuarto. Accolon entró para abrazar a su padre, diciendo:
—También voy a acostarme. ¿Tendré almohadas, señora? Después de tanto tiempo sin venir a casa, no me extrañaría encontrar palomas anidando en mi viejo cuarto.
—Maline estaba encargada de que tuvieras todo lo necesario —dijo Morgana—, pero iré a comprobarlo. —Se volvió hacia Uriens—. ¿Necesitarás de mí esta noche, mi señor, o puedo ir también a descansar?
Sólo le respondió un leve ronquido. El caballero Haw respondió:
—Id, señora Morgana. Yo lo cuidaré si despierta por la noche.
Mientras salían, Accolon preguntó:
—¿Qué aqueja a mi padre?
—Este invierno tuvo fiebre pulmonar. Y ya no es joven.
—Y vos habéis cargado con todo el peso de atenderlo. Pobre Morgana...
Le tocó la mano. Ella se mordió los labios ante la ternura de su voz. Algo duro y frío se fundía en su interior. Temiendo disolverse en llanto, inclinó la cabeza para no mirarlo.
—Y vos, Morgana..., ¿ni una palabra, ni una mirada para mí?
—Espera —respondió entre dientes.
Llamó a un criado para que llevara almohadas limpias y una o dos mantas.
—De haber sabido que vendrías habría hecho poner las mejores sábanas y paja fresca en la cama.
—No es paja fresca lo que quiero en mi lecho —susurró Accolon.
Pero Morgana rehusó mirarlo. Las criadas prepararon la cama, llevaron luz y agua caliente y colgaron la armadura y las prendas exteriores. Cuando todas habían salido, preguntó en voz muy baja:
—¿Puedo ir más tarde a vuestro cuarto, Morgana?
Ella negó con la cabeza.
—Yo vendré al tuyo. Desde la enfermedad de tu padre vienen a buscarme a menudo. No tienen que encontrarte allí. —Y le estrechó rápidamente los dedos. Fue como si la mano de Accolon la quemara. Luego recorrió el castillo con el chambelán para asegurarse de que todas las puertas estuvieran cerradas.
—Dios os conceda una buena noche, señora —le dijo antes de alejarse.
Morgana cruzó de puntillas el salón donde dormían los soldados y subió la escalera. Dejó atrás la habitación donde dormía Avalloch, con Maline y las niñas menores, y el cuarto que había ocupado Conn con su preceptor y sus hermanos adoptivos, antes de sucumbir a la fiebre pulmonar. En el ala opuesta estaba la alcoba de Uriens, la que ella ocupaba ahora, y otro cuarto reservado para huéspedes importantes. En el extremo más alejado, el dormitorio que había asignado a Accolon. Hacia allí fue, con la boca seca, esperando que hubiera tenido la precaución de dejar su puerta entornada; con aquellos muros tan gruesos, no había modo de que pudiera oírla cuando llegara.
Se encerró en su habitación y desordenó apresuradamente la ropa de cama. Su criada, la anciana Ruach. era sorda y estúpida, pero no tenía que ver el lecho intacto por la mañana. Ningún escándalo tenía que caer sobre su nombre; de lo contrario no lograría nada allí. Pero detestaba la necesidad de actuar en secreto, furtivamente.
Accolon había dejado la puerta entornada. Morgana entró con el corazón acelerado y se encontró envuelta en un abrazo anhelante, que le despertó en el cuerpo una vida feroz. Era corno si la desolación y el dolor de todo el invierno se estuvieran fundiendo como el hielo. Se apretó contra Accolon, esforzándose por no llorar.
Todo su convencimiento de que era sólo un sacerdote de la Diosa, de que no habría entre ellos ningún vínculo personal desaparecía en la nada. Había despreciado a Ginebra por escandalizar a la corte y poner en ridículo a su rey. Pero ahora en brazos de Accolon, olvidó su decisión y, hundiéndose en su abrazo, se dejó llevar a la cama.
2
Estaba ya muy avanzada la noche cuando Morgana deslizó los dedos por el pelo de Accolon. que dormía profundamente, y salió subrepticiamente. No había dormido, temiendo que el día la sorprendiera allí. Faltaba más de una hora para el amanecer. Se frotó los ojos irritados. Afuera ladraba un perro, un niño lloró y fue acallado, los pájaros gorjeaban en el jardín. Morgana miró hacia fuera por una tronera estrecha y se reclinó contra la pared, asaltada por recuerdos de la noche pasada.
«Nunca he sabido lo que significaba ser sólo una mujer —se dijo—. He tenido un hijo, he tenido amantes, llevo catorce años de matrimonio... Pero no sé nada, nada...»
De pronto sintió una mano ruda en el brazo.
—¿Qué haces deambulando por la casa a estas horas, muchacha? —dijo la voz ronca de Avalloch.
Obviamente, la había tomado por una de las criadas.
—Suéltame, Avalloch —dijo Morgana, mirando de frente a su hijastro mayor. Era gordo y blando, de ojos pequeños, sin la apostura de sus hermanos ni de su padre.
—¡Caramba, mi señora madre! —exclamó, retrocediendo un paso para hacerle una exagerada reverencia—. Repito: ¿qué estabais haciendo a estas horas?
No había retirado la mano de su brazo; ella se la apartó como si fuera una araña.
—¿Te tengo que dar explicaciones de mis movimientos? Esta es mi casa y puedo moverme por ella como quiera.
«Me tiene antipatía, casi tanta como yo a él», pensó.
—No juguéis conmigo, señora —dijo Avalloch—. ¿Creéis acaso que no sé en qué brazos pasasteis la noche?
—¿Ahora eres tú quien juega con la videncia? —inquirió Morgana, despectiva.
Avalloch bajó la voz, adoptando un tono engañoso:
—Comprendo que tiene que ser aburrido para vos estar casada con un hombre que podría ser vuestro padre... Pero no lo haré sufrir revelándole cómo pasa su esposa las noches, siempre que.... siempre que vengáis a pasar algunas conmigo. —La rodeó con un brazo para acercarla por la fuerza hacia sí e inclinó la cabeza para mordisquearle el cuello.
Morgana se apartó, tratando de parecer alegre.
—¡Caramba, Avalloch! ¿Para qué perseguir a tu anciana madrastra cuando tienes a la Doncella de Primavera y a todas las jóvenes hermosas de la aldea?
—Pero siempre me habéis parecido una mujer hermosa. —Le deslizó una mano bajo la bata para acariciarle el hombro. Como ella volvió a apartarse, torció la cara en una mueca furiosa—. ¿Para qué fingir recato conmigo? ¿Fue Accolon o Uwaine? ¿O ambos a la vez?
Morgana lo miró fijamente.
—¡Uwaine es mi hijo!
—¿Y tengo que pensar que eso os detendría, señora? En la corte de Arturo se sabía de vuestros amores con Lanzarote, a quien tratabais de apartar de la reina, y con Kevin. Y que no oponíais reparos en mantener relaciones pecaminosas con vuestro hermano, razón por la cual el rey os apartó de su corte. ¿Os detendríais acaso ante vuestro hijastro? ¿Sabe Uriens qué clase de puta incestuosa tomó por consorte, señora?
—Uriens sabe de mí todo lo que tiene que saber —replicó Morgana, sorprendida de que su voz sonara tan serena—. En cuanto al Merlín, los dos éramos solteros y no nos incumbían las leyes cristianas. Nadie más que tu padre tiene derecho a quejarse de la conducta que he observado desde entonces, y cuando lo haga le contestaré. Pero no tengo por qué contestarte a ti, Avalloch. Ahora me retiraré a mi cuarto y te recomiendo que hagas lo mismo.
—Y ahora me arrojáis a la cara las leyes paganas de Avalón —gruñó Avalloch—. ¡Meretriz! ¿Cómo osáis proclamaros tan pura? —La sujetó para aplastarle los labios con la boca. Morgana le clavó en el vientre los dedos rígidos, obligándole a soltarla con una maldición.
—No proclamo nada. No tengo que darte explicaciones por mi conducta. Y si mencionas esto a Uriens, le diré que me has tocado de un modo indigno de un hijastro. Entonces veremos a quién cree.
Avalloch bramó:
—Permitidme deciros, señora, que podéis engañar a mi padre cuanto queráis. Pero es anciano. Y el día que yo asuma el trono de este país no habrá tolerancia para quienes siguen aquí sólo porque mi padre no puede olvidar que un día lució las serpientes.
—Oh, qué raro —se burló Morgana—. Primero haces proposiciones a la esposa de tu padre. Luego te jactas de lo buen cristiano que serás cuando sus tierras sean tuyas.
—¡Porque me hechizasteis, ramera!
Morgana no pudo contener la risa.
—¿Hechizarte? ¿A ti? ¿Y por qué? Si fueras el último hombre de la tierra, preferiría compartir mi lecho con un perro. Tu padre podría ser mi abuelo, pero prefiero yacer con él a hacerlo contigo. ¿Qué celos puede inspirarme Maline, que canta cuando bajas a la aldea para los festivales? Si te hechizara no sería para disfrutar de tu virilidad, sino para marchitarla. Y ahora aparta las manos de mí y vuelve junto a quien quiera aceptarte, porque si me tocas otra vez, aunque sea con la punta del dedo, haré que tu hombría reviente, ¡lo juro!
Que Avalloch la creía capaz de aquello fue evidente en su forma de retroceder. Pero el padre Ian se enteraría y querría interrogarles. Entonces volvería a importunar a Uriens para que talara el bosque sagrado y prohibiera los cultos antiguos.
«¡Odio a Avalloch!» La sorprendió que su ira fuera física, un dolor ardiente bajo el esternón, un estremecimiento en todo el cuerpo. Lloraba de ira al recordar las manos calientes en el brazo, en el pecho. Tarde o temprano sería acusada. Y aunque Uriens confiara en ella, se la vigilaría. «Ah, era feliz por primera vez en muchos años y ahora todo se ha echado a perder.»
Estaba asomando el sol y era preciso organizar las labores del día. Uriens tenía que guardar cama; era seguro que Avalloch no iría a molestarlo. ¿La habría acusado por meras suposiciones? Pero ¿de verdad se decía en la corte que había cometido incesto con Arturo'? «Frente a eso, ¿cómo podré hacer que Arturo reconozca a Gwydion, a la estirpe real de Avalón? No tiene que haber ningún otro escándalo sobre mí, mucho menos la sospecha de que he cometido incesto con mi hijastro.»
Por el momento no había nada que pudiera hacer. Bajó a la cocina a oír las quejas de la cocinera, porque ya no quedaba tocino y las alacenas estaban casi vacías. ¿Cómo iban a alimentar a los recién llegados?
—Bueno, tendremos que pedir a Avalloch que salga de caza —decidió Morgana.
Y detuvo a Maline, que subía con el vino caliente para su esposo.
—Anoche os vi charlar con mi esposo —dijo su nuera—.
¿Qué quería deciros?
Morgana respondió con sinceridad, pero también con deseo de no herir sus sentimientos, sabiendo que Maline le tenía miedo y resentimiento.
—Hablamos de Accolon y de Uwaine. Pero las alacenas están casi vacías. Es preciso que Avalloch salga a cazar cerdos salvajes.
En aquel momento se iluminó su mente y vio lo que tenía que hacer. Durante un instante permaneció petrificada, recordando las palabras de Niniana: «Accolon tiene que suceder a su padre», y su propia respuesta... Viendo que Maline aguardaba, se dominó rápidamente.
—Dile que tiene que salir en busca de cerdos salvajes hoy mismo, si es posible, a más tardar mañana. De lo contrario la harina se nos acabará muy pronto.
—Se lo diré, madre. Le gustará tener una excusa para salir.
Atribulada, recordó las palabras exactas de Avalloch: «El día que yo asuma el trono de este país no habrá tolerancia para quienes siguen aquí sólo porque mi padre no puede olvidar que un día lució las serpientes.»
Ésta era, pues, su misión: asegurarse de que Accolon sucediera a su padre, no por venganza ni por beneficio, sino por el antiguo culto que ambos habían devuelto a la región. Uriens era anciano: podía vivir un año más. cinco. Ahora que Avalloch estaba enterado de todo, trabajaría con el padre Ian para socavar cualquier influencia que ellos pudieran ejercer: así se perdería todo lo conseguido.
«¿Tengo que decírselo a Accolon y dejar que actúe llevado por la ira?» Atribulada, todavía insegura, subió en busca del joven, que estaba en el cuarto de su padre. Al entrar le oyó decir:
—Hoy Avalloch saldrá a cazar cerdos salvajes: la despensa está casi vacía. Iré con él. Hace mucho tiempo que no cazo en mis colinas.
—No —dijo Morgana, ásperamente—. Quédate con vuestro padre, que te necesitará. Avalloch tiene la ayuda de sus cazadores.
«De algún modo tengo que explicarle lo que voy a hacer», pensó. Y de pronto se detuvo. Si se enteraba de lo que estaba planeando no accedería jamás, salvo en el primer arrebato de cólera, al enterarse de lo que su hermano había dicho. «Y si es menos honorable de lo que creo, si aceptara participar en esto, caería sobre él la maldición de los fratricidas. Avalloch no es pariente mío. salvo por casamiento; no hay lazos de sangre que deshonrar, porque no he tenido hijos con su padre.»
—Uwaine puede quedarse con padre —dijo Accolon—. Si todavía le estáis aplicando cataplasmas en la herida, es quien debe quedarse junto al fuego.
«¿Cómo hacerle entender? Tiene que mantener las manos limpias y estar aquí cuando llegue la noticia. ¿.Cómo darle a entender que esto es importante, quizá lo más importante que pueda pedirle jamás?» La urgencia y la imposibilidad de expresar sus pensamientos dieron a su voz un tono áspero.
—¿Quieres hacer lo que te pido sin discusiones, Accolon? Si he de atender la herida de Uwaine no tendré tiempo libre para tu padre, ¡y últimamente ha quedado en manos de los sirvientes con demasiada frecuencia! —«Y si la Diosa me acompaña, antes de que termine el día tu padre te necesitará más que nunca.» Volvió parcialmente la espalda a Uriens, a fin de que sólo Accolon pudiera verla, y se tocó la media luna azul de la frente, agregando—: Como madre te lo pido: obedéceme.
Él la miró, desconcertado, interrogante, con las cejas fruncidas:
—De acuerdo, si tanto lo deseáis. No es ningún sacrificio quedarme con mi padre.
A media mañana. Avalloch salió a caballo con cuatro cazadores. Mientras Maline estaba en el salón de abajo, Morgana se escabullo hasta la alcoba del matrimonio para buscar en el desorden de ropa infantil y pañales sin lavar. Por fin halló una pequeña ajorca de bronce que había visto usar a Avalloch. La criada de Maline la encontró allí.
—¿Qué deseabais, señora?
Morgana se fingió enfadada.
—¡No quiero vivir en una casa que parece una porqueriza! ¿Qué hacen aquí todos estos pañales sucios? Llévalos a la lavandera. Luego barre y airea esta habitación. ¿Es preciso que me ponga un delantal y lo haga todo yo misma?
—No, señora. —La mujer, acobardada, recibió la brazada de ropa sucia.
Morgana escondió la ajorca de bronce en el corpiño y bajó en busca de agua caliente para la herida de Uwaine. Tenía que organizarlo todo para tener la tarde libre. Mandó a buscar el mejor cirujano e hizo que Uwaine se sentara, con la boca abierta, para que le arrancaran la raíz del diente roto.
Luego echó en la herida su calmante más fuerte, le aplicó nuevas cataplasmas y lo mandó a la cama con un buen vaso de licor. Ahora también Uwaine estaba a resguardo y a salvo H sospechas. Y como las criadas estaban atareadas con la colada, Maline empezó a quejarse.
—Si hemos de terminar la ropa nueva para Pentecostés Sé que no os gusta hilar, madre, pero tengo que tejer el manto de Avalloch y todas las mujeres están ocupadas.
—Oh, querida, lo había olvidado —dijo Morgana—. Bueno, no hay más remedio, tendré que hilar... A menos que quieras dejar el telar de mi cuenta. —Eso sería mejor que la ajorca: un manto hecho a medida y por su esposa.
—¿Lo haríais, madre? Pero tenéis el manto del rey en el otro telar.
—Uriens no lo necesita tanto. Me ocuparé del manto de Avalloch.
«Y cuando haya terminado ya no necesitará ningún manto», pensó con un escalofrío.
—Entonces yo hilaré. Os estoy agradecida, madre; tejéis mejor que yo.
Maline se sentó ante la rueca y, durante un momento, se llevó las manos a la cintura.
—¿No te encuentras bien, nuera?
—No es nada; llevo un retraso de cuatro días en el ciclo. Temo estar embarazada otra vez. —Suspiró—. Avalloch tiene mujeres de sobra en la aldea, pero creo que no pierde la esperanza de tener otro hijo varón para reemplazar a Conn. Las niñas no le interesan; ni siquiera lloró cuando murió Maeva, y se enfadó conmigo cuando tuve otra niña. Si es cierto que sabéis de hechizos, Morgana, ¿podríais darme uno para que el próximo fuera varón?
—Al padre Ian no le gustaría —dijo Morgana, sonriente, mientras introducía la lanzadera entre las hebras—. Te diría que debes pedirlo a la Virgen María.
—Bueno, tal vez sea sólo efecto de este frío horrible.
—Para eso puedo prepararte una tisana. Si estás embarazada no sufrirás ningún contratiempo, pero si es un simple retraso se resolverá.
—¿Es una de vuestras pócimas mágicas de Avalón. madre.
Morgana negó con la cabeza.
—Es conocimiento de las hierbas, nada más.
Fue a la cocina para preparar la tisana y se la llevó a Maline, diciendo:
—Bébela así, bien caliente, y envuélvete en el chal mientras hilas.
Su nuera bebió la preparación con una mueca y luego, suspirando, retomó el huso y la rueca, diciendo:
-—Gwyneth ya tiene edad para hilar. Yo lo hacía a los cinco años.
-—También yo —repuso Morgana—, pero te ruego que postergues la lección para otro día. Si he de trabajar en el telar, no quiero aquí ruido ni alboroto.
—Bueno, ordenaré a la niñera que entretenga a las niñas fuera, en la galería —dijo Maline.
Morgana la apartó de su mente para operar lentamente con la lanzadera. El dibujo era de cuadros verdes y pardos, no muy difícil para una tejedora experimentada. Mientras contara automáticamente las hebras no tenía que concentrarse mucho en la tarea. Habría sido mejor hilar, pero habría llamado la atención que se ofreciera para esa labor, pues todos sabían que le disgustaba.
La lanzadera se deslizaba por la trama: verde, pardo, verde, pardo... Cada diez hileras, coger la otra lanzadera para cambiar de color. El verde de las hojas recién brotadas en la primavera, el pardo de la tierra y de las hojas caídas donde el cerdo salvaje hoza en busca de bellotas... La lanzadera deslizándose por el paño, el peine para afirmar cada hilera, las manos moviéndose automáticamente, adentro, afuera, cruzando, deslizar la barra hacia abajo, retirar la lanzadera por el otro lado... «Ojalá el caballo de Avalloch resbalara y le rompiera el cuello, ahorrándome lo que tengo que hacer.» Se estremeció de frío, pero se obligó a no pensar, concentrándose en la lanzadera, adentro y afuera, adentro y afuera, mientras las imágenes surgían a voluntad. Accolon en la alcoba de Uriens, jugando a los dados con su padre. Uwaine profundamente dormido, pero agitado por el dolor de la herida, aunque ahora cicatrizaría bien... «Ojalá algún cerdo salvaje se defendiera y el cazador de Avalloch fuera demasiado lento en acudir en su ayuda.»
«Le dije a Niniana que no mataría. Nunca digas de esta agua no beberé...» En su mente surgió el Pozo Sagrado de Avalón, el agua del manantial, cayendo a la fuente. La lanzadera entraba y salía, verde y pardo, verde y pardo, como el sol filtrándose entre las hojas verdes hacia la tierra oscura, donde las mareas de primavera corrían llenas de vida... La lanzadera corno un destello, más y más veloz, el mundo empezando a hacerse borroso ante sus ojos... «¡Diosa! Donde tú corres por el bosque con la vida del ciervo... Todos los hombres están en tu manos, y todas las bestias...»
Años atrás había sido la Virgen cazadora ante el Astado con todo su poder. Después, la Madre, con el poder de la fertilidad. pero aquello había terminado al nacer Gwydion. Ahora lanzadera en mano, tejía muerte, como la sombra de la vieja Parca. «Todos los hombres están en tus manos para vivir o morir, Madre...»
La lanzadera aparecía y desaparecía, verde, pardo, verde con las hojas del bosque donde corrían las bestias... El cerdo salvaje hozando, gruñendo, escarbando con sus largos colmillos, la hembra con los lechones brincando tras ella, apareciendo y desapareciendo en el matorral... La lanzadera volaba en sus manos y Morgana sólo veía el hocico de los cerdos salvajes.
«Ceridwen. Diosa, Madre. Parca, Gran Cuervo... Señora de la vida y de la muerte... Gran Cerda, devoradora de tu cría... Te invoco, te llamo... Si esto es en verdad lo que has decretado, eres tú quien tiene que cumplirlo...» El tiempo corría y cambiaba en torno a ella. Estaba tendida en el claro, con el sol calentándole el lomo mientras corría con el Macho rey cruzando el bosque, hozando... Percibió la vida, las pisadas de los cazadores, sus gritos... «¡Madre! ¡Gran Cerda!»
En un rincón de la mente, Morgana sabía que sus manos seguían moviéndose sin cesar, verde y pardo, verde y pardo, pero bajo sus párpados cerrados no veía el salón ni las hebras, sino sólo los brotes verdes bajo los árboles, el barro y las hojas marchitas del invierno. Pisoteaba, como si hozara a cuatro patas entre el cieno fragante... «vida de la Madre allí, bajo los árboles...» detrás de ella, los pequeños gruñidos y gritos de los lechones, colmillos abriendo el suelo en busca de bellotas y raíces... Verde y pardo, verde y pardo...
Sintió el ruido de las pisadas en el bosque como una descarga en sus nervios, los gritos lejanos... Su cuerpo, inmóvil frente al telar, tejía hebras pardas y las cambiaba a verde, una lanzadera y otra, sólo sus dedos con vida, pero con el sobresalto del terror y el arrebato de la cólera se lanzó a la carga, dejando que la vida de la cerda corriera por ella.
«¡Que no sufran los inocentes, Diosa! Los cazadores no te interesan.» No podía hacer nada; observó con miedo, temblando, estremecida por el olor de la sangre, el olor de la sangre de su compañero. Sangre vertida del gran cerdo salvaje, pero eso no importaba: como el Macho rey, llegada su hora tenía que morir... Detrás de ella oyó el chillido de los lechones frenéticos y. de pronto, la vida de la Gran Diosa corrió por ella. Sin saber si era Morgana o la Gran Cerda, oyó su gruñido, agudo y frenético, y echó la cabeza atrás, estremecida, gruñendo, oyendo el terror de sus lechones, corriendo en círculos... Verde y pardo bajo sus ojos, una lanzadera irrelevante en dedos automáticos, desapercibida... Luego, enloquecida por los olores extraños, sangre, hierro, el enemigo erguido en dos patas, acero y sangre y muerte supo que se lanzaba a la carga, oyó gritos, sintió la punzada abrasadora del metal y una bruma roja en los ojos, a través del verde y el pardo del bosque, sus colmillos que desgarraban, sangre caliente a borbotones en tanto la vida se le escapaba en un dolor ardiente, y cayó y no supo más... Y la lanzadera continuaba, plomiza, tejiendo verde y pardo, verde y pardo, sobre el tormento del vientre, el estallido carmesí ante los ojos y el corazón acelerado, los gritos todavía en sus oídos en el salón silencioso, donde sólo se oía el susurro de la lanzadera y el huso... Giró en su trance, exhausta... Cayó hacia delante contra el telar y allí permaneció, inmóvil. Al cabo de un rato oyó la voz de Maline, pero no respondió.
—¡ Ah! Gwyneth, Morag... Madre, ¿os encontráis mal? Ah, cielos, por qué se sienta al telar, si le vienen estos ataques... ¡Uwaine! ¡Accolon! Venid, que madre ha caído...
Sintió que la mujer le frotaba incansablemente las manos, llamándola; oyó la voz de Accolon, que la alzaba en brazos. No podía moverse ni hablar. Se dejó acostar en la cama. Llevaron vino para reanimarla; lo sintió gotear por el cuello y quiso decirles: «Estoy bien, dejadme», pero sólo emitió un gruñido asustado y quedó inmóvil, desgarrada por la agonía, sabiendo que, al morir, la Gran Cerda la liberaría, pero antes tenía que sufrir los últimos estertores... Y mientras estaba allí, en trance, ciega y agónica, oyó el cuerno de caza y supo que llevaban el cadáver de Avalloch sobre su caballo, atacado por la cerda momentos después de que él matara al macho, la cerda que él había logrado matar... Muerte, sangre, renacimiento y el fluir de la vida en el bosque, como el ir y venir de la lanzadera...
Habían pasado varias horas. Aún no podía mover un solo músculo sin sufrir un dolor terrorífico; lo recibía casi de buen grado. «No podía salir sin pena de esta muerte, pero Accolon tiene las manos limpias.» Alzó la vista hacia él, que la observaba con miedo y preocupación. Por el momento estaban solos.
—¿Ya puedes hablar, amor mío? —susurró Accolon— ¿Qué ha pasado?
Negó con la cabeza. No podía hablar. Se inclinó para besarla. Jamás sabría lo cerca que habían estado de verse delatados y vencidos.
—Tengo que acompañar a mi padre. Llora y dice que mi hermano no habría muerto de estar yo con él. Me lo reprochará eternamente. —La miraba con una sombra de inquietud en los ojos—. Fuiste tú quien me ordenó no ir. ¿Previste esto con tu magia, amada mía?
Ella encontró un hilo de voz entre el dolor de su garganta.
—Fue voluntad de la Diosa que Avalloch no destruyera lo que hemos hecho aquí. —Con gran dolor pudo mover un dedo a lo largo de la serpiente tatuada.
Accolon cambió de expresión, súbitamente asustado.
—¡Morgana! ¿Tuviste algo que ver con esto?
«Ah, debí prever cómo me miraría cuando supiera...»
—¿Cómo puedes preguntarlo? —susurró—. Pasé toda la tarde tejiendo en el salón, a la vista de todos. No fue obra mía, sino de la Diosa.
—Pero tú lo sabías, ¿lo sabías?
Lentamente, con los ojos llenos de lágrimas, asintió. El joven se inclinó para besarla en los labios.
—Sea. Fue voluntad de la Diosa —dijo.
Y salió.
3
En el bosque había un lugar donde el arroyo se ensanchaba entre las rocas, formando un estanque profundo. Allí se sentó Morgana, en una piedra plana, con Accolon a su lado. Allí no los vería nadie; sólo la gente pequeña, que nunca traicionaría a su reina.
—Querido, todos estos años que hemos pasado trabajando juntos... Dime, Accolon, ¿qué supones que estamos haciendo?
—Me he conformado con saber que tenías un objetivo, señora. Si hubieras buscado sólo un amante... —Le buscó la mano—. Había otros más adecuados que yo para ese juego. Se me ha ocurrido que no querías solamente restaurar aquí los ritos antiguos. —Tocó las serpientes enroscadas en sus muñecas—. Ahora pienso, sin saber por qué, que éstas me atan a esta tierra, para sufrir y quizá para morir, si fuera necesario.
«Lo he usado tan implacablemente como Viviana a mí», pensó Morgana
Accolon continuó:
—Cuando me las tatuaron pensé que tal vez la Diosa me reclamara para ese antiguo sacrificio ya nunca practicado. Con el correr de los años me convencí de que era una fantasía juvenil. Pero si tengo que morir...
Su voz se esfumó como las ondas del estanque. Sólo se oía el chirriar de un insecto en la hierba. Morgana no pronunció ni una palabra, aunque percibía el temor de Accolon. Tendría que pasar las barreras del miedo sin ayuda, como todos los que se enfrentaban a la prueba definitiva. Y para afrontarla tenía que estar de acuerdo en hacerlo.
Por fin preguntó:
—¿Se me exige que entregue la vida, señora? Pensé que se requería un sacrificio de sangre, cuando Avalloch cayó presa de ella...
Morgana lo vio apretar los dientes y tragar saliva con dificultad. No dijo nada: aunque el corazón le estallaba de piedad lo endureció. Avalloch había sido un sacrificio de sangre era cierto, pero su muerte no libraba a su hermano de la obligación de enfrentarse a la propia.
Accolon dejó escapar el aliento en un suspiro.
—Así sea. No faltaré a mi juramento. Dime la voluntad de la Diosa, señora.
Entonces, por fin, Morgana le estrechó la mano.
—No creo que sea morir lo que se te exige, y mucho menos en el altar del sacrificio. Pero es necesaria una prueba que nunca está muy lejos de la muerte. ¿Te tranquilizaría saber que yo también me enfrenté a ella? Y aquí estoy. Dime: ¿has prestado juramento de fidelidad a Arturo?
—No formo parte de sus caballeros —respondió Accolon—, aunque he combatido voluntariamente entre sus hombres.
Morgana se alegró de saberlo.
—Escucha, querido: Arturo ha traicionado dos veces a Avalón, y sólo desde Avalón puede un hombre reinar sobre este país. He tratado, una y otra vez. de recordar a Arturo su juramento. Pero se niega a escucharme. Y en su orgullo retiene la espada de la Regalía Sagrada, con la vaina mágica que confeccioné para él.
Vio que Accolon palidecía.
—¿De verdad tienes la intención de derrocar a Arturo?
—No. a menos que siga negándose a cumplir con su juramento. Le daré todas las oportunidades de hacerlo. Y su hijo aún no está maduro para el desafío. No eres un niño, Accolon, y no has aprendido el oficio de druida, sino el de rey, a pesar de esto. —Apoyó un dedo en las serpientes que le rodeaban las muñecas—. Dime, Accolon de Gales: si todos los recursos fallan, ¿serás el campeón de Avalón y desafiarás al traidor para exigirle la espada que retiene indignamente?
El joven aspiró hondo.
—¿Desafiar a Arturo? Con razón me preguntabas, Morgana, si estaba dispuesto a morir. Pero hablas en acertijos; ignoraba que Arturo tuviera un hijo.
—Su hijo es vástago de Avalón y de las fogatas primaverales —aclaró Morgana—. Escucha y te lo contaré todo.
En silencio, Accolon la escuchó relatar la consagración de Arturo en la isla del Dragón y lo que había sucedido después.
—Gwydion ha pasado sus pruebas —dijo Morgana—, pero es joven e inexperto. Nadie pensó que Arturo faltaría a su juramento. É] también era muy joven cuando se consagró, pero entonces Uther estaba moribundo y todos buscaban un rey de la estirpe de Avalen. Ahora Arturo está en su momento de mayor renombre; Gwydion no podría desafiar su derecho al trono, ni aun respaldado por todos los poderes de Avalón.
—¿Y por qué piensas que yo podría desafiarlo y quitarle la Escalibur sin que sus hombres me mataran inmediatamente? _preguntó Accolon—. No va a ninguna parte sin custodia.
—Es cierto, pero no es necesario que lo desafíes en este mundo. Existen otros, y en uno de ellos puedes quitarle la espada y la vaina mágica. Una vez desarmado, no es más que un hombre cualquiera. Sus caballeros suelen hacerlo en sus juegos de guerra. Sin su espada. Arturo es presa fácil. Y una vez que haya muerto...
Tuvo que interrumpirse para afirmar la voz, sabiendo que incurría en la maldición de quienes matan a alguno de su misma sangre.
—Una vez que Arturo haya muerto —repitió al fin, con firmeza—, yo soy la más próxima al trono. Gobernaré como Dama de Avalón y tú, como mi consorte y duque de guerra. Es cierto que, llegado el momento, también serás desafiado y derribado como Macho rey..., pero hasta que llegue ese día reinarás a mi lado.
Accolon suspiró.
—Nunca soñé con ser rey. Pero si tú me lo ordenas, señora... Debo hacer la voluntad de la Diosa... y la tuya. Aun así, desafiar a Arturo por su espada...
—Te ayudaré. ¿Para qué si no se me adiestró durante tantos años en el arte de la magia? ¿Para qué si no he hecho de ti mi sacerdote? Y existe alguien más poderoso que nos ayudará a ambos en tu prueba.
—¿Hablas de los reinos mágicos? —preguntó él, casi en un susurro—. No te comprendo.
«No me sorprende. Yo misma no sé lo que voy a hacer ni lo que estoy diciendo», pensó Morgana. Pero reconoció la extraña niebla que surgía en su mente: era el estado en que se hacía patente el poder de la magia.
«Ahora tengo que confiar en la Diosa y dejarme guiar por ella.»
—Confía en mí y obedece.
Se levantó para caminar por el bosque, a paso silencioso, buscando... ¿qué buscaba? Preguntó y su voz le sonó distante y extraña:
—¿Crecen avellanos en este bosque, Accolon?
Él respondió afirmativamente y la guió hasta un bosquecillo; en esa época del año los árboles empezaban a echar hojas llores, pero había vástagos nuevos que se alzaban hacia la luz.
«Flores, frutos y semillas. Y todo vuelve, crece, surge a la luz y finalmente entrega su cuerpo a la custodia de la Dama. Pero ella, la que trabaja sola y en silencio en el corazón de la naturaleza, no puede obrar su magia sin la fuerza del que corre con el ciervo y, con el sol estival, activa la riqueza de su vientre.» Al pie de un avellano, contempló a Accolon, su amante, su sacerdote, sabiendo que había accedido a una prueba superior a lo que ella, por sí sola, podía otorgar.
Antes de la llegada de los romanos, el bosque de avellanos había sido un lugar sagrado. En su margen había un estanque bajo tres de los árboles sagrados: un avellano, un sauce y un aliso: magia más antigua que la del roble. La superficie estaba algo oscurecida por hojas y palillos secos, pero el agua era límpida, teñida con el pardo claro del bosque. Morgana se inclinó para hundir la mano y se llevó un poco de agua a la frente y a los labios. La cara reflejada cambió ante sus ojos; entonces vio las hondas y extrañas pupilas de la mujer de aquel otro mundo; algo en ellas le causó un escalofrío de terror.
El mundo había cambiado sutilmente en torno a ellos. Morgana siempre había creído que aquel país vetusto y extraño se encontraba en las fronteras de Avalón; ahora lo encontraba allí, en las remotas colinas de Gales del norte. Sin embargo, una voz dijo en su mente: «Estoy en todas partes; allí donde el avellano se refleja en el estanque sagrado, allí estoy.» Oyó que Accolon ahogaba una exclamación de sobrecogida maravilla: con ellos estaba la señora del reino de las hadas, erguida y silente, con su vestido brillante y su corona de mimbre sobre la frente.
¿Era ella quien hablaba o la Dama?
«Hay otras pruebas que no son la carrera de los ciervos...» Y de pronto resonó un cuerno, lejano y espectral, por el bosquecillo de avellanos. ¿O ya no era el bosquecillo? Las hojas se movieron, agitadas por vientos súbitos que sacudieron las ramas, haciéndolas crujir, y un estremecimiento de miedo recorrió todo el cuerpo de Morgana.
«Aquí viene...»
Se volvió lentamente, contra su voluntad. No estaban solos en el bosquecillo. Allí, entre los mundos, se encontraba él.
Jamás preguntó a Accolon qué había visto. Por su parte, sólo distinguió la sombra de la cornamenta, las hojas doradas y carmesíes en medio de un bosque glauco de yemas primaverales los ojos oscuros… Una vez había yacido con él en un bosque corno ese. Pero esta vez no iba a buscarla. Su paso, leve sobre las hojas, de algún modo levantaba el viento que seguía azotando los árboles y hacía flamear su cabello y su manto. Era alto y moreno; parecía estar vestido a la vez con ricas prendas y con hojas, pero Morgana habría jurado que su piel relucía suave Y desnuda ante ellos. Le vio levantar una mano esbelta; Accolon, como hechizado, avanzó lentamente, paso a paso. Y al mismo tiempo era a Accolon a quien veía coronado y ataviado con hojas y cuernos.
Morgana se sintió sacudida y castigada por el viento. En el bosque había caras y siluetas que no podía ver con claridad. La prueba no era para ella, sino para el hombre que la acompañaba. Creyó oír gritos y la llamada del cuerno; ¿había jinetes en el aire? Accolon ya no estaba a su lado. Se encontró aferrada a la corteza del avellano, con la cara escondida; no sabría nunca qué forma adoptaría la consagración de Accolon como rey; no estaba en su poder conocerlo. Había invocado los poderes del Astado por intermedio de la Dama. Accolon iba hacia donde ella no podía seguirlo.
Nunca supo cuánto tiempo pasó allí, agarrada del tronco, con la frente dolorosamente apretada a la corteza. Por fin el viento cesó y Accolon apareció a su lado. Estaban juntos, solos en el bosquecillo, y sólo se oía el clamor del trueno en un cielo oscuro y sin nubes, donde el borde del sol parecía metal fundido tras el disco tenebroso de la luna que lo eclipsaba; las estrellas ardían en una noche inexistente. Accolon la rodeó con un brazo, preguntando:
—¿Qué es, qué pasa?
—Es el eclipse —respondió Morgana, con voz más firme de lo que esperaba. Su corazón volvía a la normalidad ante el contacto de esos brazos tibios y vivos. El suelo volvía a estar firme bajo los pies; cuando bajó la vista al estanque vio fragmentos de ramas quebradas por el misterioso viento que había asolado el bosque. En algún lugar un ave se quejó de la súbita oscuridad; a sus pies, un lechoncillo rosado hozaba entre las hojas muertas. Luego la luz empezó a refulgir otra vez. Vio que Accolon observaba la sombra contra la cara del sol y dijo ásperamente:
—¡ Aparta los ojos! Ahora que la oscuridad ha pasado puedes quedarte ciego.
Accolon tragó saliva y bajó los ojos hacia ella. En el pelo, revuelto por un viento que no era de este mundo, se le enredaba una hoja carmesí; Morgana se estremeció entre las yemas sin abrir del avellano.
—Se ha ido —susurró Accolon—. Y también ella... ¿O eras tú? ¿Sucedió de verdad, Morgana? ¿Algo de todo lo que pasó fue real?
Morgana vio algo en sus ojos desconcertados, algo que no tenía antes: el toque de lo no humano. Alargó la mano para quitarle del pelo la hoja de otoño y se la enseñó.
—Tú, que luces las serpientes..., ¿necesitas preguntar?
—Ah...
Vio que lo recorría un estremecimiento. Le arrebató la hoja con un gesto salvaje.
—Me pareció que volaba muy por encima del mundo, viendo cosas que nunca ha visto ningún mortal.
Luego la empujó hacia el suelo con salvaje urgencia, desgarrándole el vestido. Morgana le permitió hacer a su antojo, inmóvil y aturdida en la tierra húmeda, y lo dejó mientras él se estremecía, impulsado por una fuerza que apenas comprendía. No tenía parte en aquello; era sólo la tierra pasiva bajo la lluvia y el viento.
Luego la penumbra se alejó; las extrañas estrellas desaparecieron. Las manos de Accolon, tiernas y arrepentidas, la ayudaron a levantarse y a arreglarse el vestido. Se inclinó para besarla, tartamudeando alguna explicación, alguna excusa, pero Morgana sonrió y le cruzó los labios con los dedos.
—No, no..., basta. —El bosquecillo estaba otra vez en calma—. Tenemos que regresar, amor mío. Notarán nuestra ausencia y todo el mundo estará gritando por el eclipse, como si fuera algún extraño augurio.
Sonrió débilmente; había visto algo mucho más extraño que el eclipse. Sintió la mano de Accolon en la suya, fría y sólida.
—No sabía que tú... —susurró mientras caminaban—. Te pareces a ella, Morgana.
«Es que soy ella.» Pero no lo dijo en voz alta. Se volvió a mirar su rostro amado y sonriente. Y de pronto el frío golpeó su corazón. Accolon había sido aceptado, pero eso no le aseguraba el triunfo. Sólo significaba que podía intentar la prueba final, de la cual era tan sólo el comienzo. «Ah, Diosa..., ¿cómo tendré el valor de enviarlo a enfrentarse a la muerte?»
4
La víspera de Pentecostés Arturo y su reina pidieron a los huéspedes con quienes tenían lazos familiares que cenaran en privado con ellos. Al día siguiente se celebraría el habitual gran banquete para los caballeros y reyes menores, pero Ginebra se dijo, mientras se vestía con esmero, que aquélla era la peor prueba. Tiempo atrás había aceptado lo inevitable; mientras Galahad fue sólo un rubio niño que se criaba en las tierras del rey Pelinor, le resultaba casi placentero pensar que un hijo de Lanzarote y su prima Elaine (ahora muerta de parto) era un buen heredero del trono. Pero ahora lo veía como reproche viviente para la reina envejecida que había vivido sin fructificar.
—Estás inquieta —observó Arturo, mientras ella se ponía la corona—. Lo siento, Ginebra; me pareció que ésta era una buena manera de conocer al muchacho que va a heredar mi trono. ¿Quieres que les diga que estás enferma? Puedes conocerlo en otro momento.
Ginebra apretó los labios.
—Tanto da ahora como más tarde.
Arturo le estrechó la mano.
—Lanzarote ya no viene a menudo. Será grato volver a verlo.
—Eso me extraña. ¿No le odias?
Arturo sonrió con intranquilidad.
—Entonces éramos mucho más jóvenes. Es como si hubiera sucedido en otro mundo. Lanzarote no es más que mi más querido y viejo amigo, casi un hermano.
—También Cay —observó Ginebra—, y su hijo Arturo es uno de tus caballeros más leales. Se me ocurre que sería mejor heredero que Galahad.
—El joven Arturo es buen hombre y caballero de confianza, pero Cay no tiene sangre real. —Vaciló un momento; no habían tocado el tema desde aquel Pentecostés tan horrible—. He sabido que el otro muchacho, el hijo de Morgana, está en Avalón.
Ginebra levantó una mano como para evitar un golpe.
—¡No!
—Lo dispondré todo de manera que no lo veas nunca —prometió Arturo, sin mirarla—. Pero lleva sangre real: es preciso hacer algo por él.
—Oh, sí los sacerdotes lo permitieran, supongo que le proclamarías heredero.
—Hay quienes se extrañarán de que no lo haga. ¿Prefieres que trate de dar explicaciones?
—Entonces tendrías que mantenerlo lejos de la corte —señaló Ginebra, mientras pensaba: «¡Qué dura suena mi voz cuando me enfado!»—. ¿Qué lugar tiene en esta corte alguien educado en Avalón para druida?
Arturo apuntó, seco:
—Los que se guían por Avalón también son súbditos míos, Ginebra. Antes de Pentecostés siempre se festejó el solsticio de verano, aunque ahora las fogatas sólo se encienden en Avalón.
Ginebra iba a decir algo, pero calló. El tiempo de los druidas parecía ya tan remoto como el de los romanos. Incluso el mismo Kevin era más conocido en la corte como arpista que como Merlín de Britania; los curas no le respetaban como a Taliesin, aunque Arturo lo consultaba sobre las cuestiones de leyes y costumbres antiguas que no se podían eludir.
—Si ésta no fuera una reunión estrictamente familiar, ordenaría al Merlín que tocara para nosotros.
Arturo sonrió.
—Si quieres puedo rogarle que nos haga el honor, pero música como la suya no se ordena.
Ginebra le devolvió la sonrisa, diciendo:
—Conque el rey ruega al súbdito, en vez de ser a la inversa.
—En todo tiene que haber equilibrio. Es una de las cosas que he aprendido durante mi reinado... Bien, mi señora, los huéspedes nos esperan.
Cuando iban hacia la puerta, el chambelán se acercó para hablar en voz baja con Arturo. Éste se volvió hacia Ginebra.
—Tendremos más huéspedes a la mesa. Gawaine manda decir que ha venido su madre con Lamorak, su consorte. Y el rey Uriens con Morgana y sus hijos.
—Entonces será realmente una fiesta familiar.
—Bueno, querida, los invitados se han reunido en el salón pequeño. ¿Bajamos?
El gran salón de la mesa redonda era dominio de Arturo: un lugar masculino, donde se reunían guerreros y reyes. Pero era en el salón pequeño donde Ginebra se sentía más reina. Cada vez veía menos; al principio, aunque aún había mucha luz, sólo vio colores: los vestidos de las señoras y las alegres túnicas que usaban los hombres bajo techo. La silueta inmensa, con melena pajiza, era Gawaine, que se acercaba para hacer una reverencia al rey y estrecharlo luego en un abrazo de oso. Lo seguía Gareth, más modesto. Cay se acercó para palmear al joven en el hombro y le preguntó por su prole; señora Leonor acababa de tener al octavo o noveno hijo y aún guardaba cama en el castillo del norte. Gareth seguía siendo apuesto; con los años se acentuaba su parecido con Arturo y Gawaine. Otro hombre fue a abrazarlo: esbelto, de oscuro pelo rizado, ya con vetas grises. Ginebra se mordió los labios: Lanzarote no cambiaba con los años, salvo para tornarse más gallardo.
Uriens, en cambio, no tenía esa mágica inmunidad al tiempo. Por fin parecía realmente viejo; tenía el pelo completamente blanco, aunque se mantenía erguido y fuerte. Le oyó explicar que se acababa de reponer de una fiebre pulmonar y que en primavera había enterrado a su primogénito, atacado por un cerdo salvaje. Arturo comentó:
—¿Conque algún día serás rey de Gales del norte, Accolon? Bueno, así sea.
Uriens iba a inclinarse hacia la mano de Ginebra, pero ella le dio un beso en la mejilla. El anciano llevaba un bonito manto verde y pardo.
—Nuestra reina parece cada vez más joven —dijo, sonriendo de buen humor—. Cualquiera diría que moráis en el país de las hadas, señora.
Ella se echó a reír.
—Entonces tendría que pintarme arrugas en la cara, no vayan los sacerdotes a pensar que he aprendido cosas indignas de una cristiana. ¡ Vaya, Morgana! —Por una vez podía saludar a su cuñada con una broma—. Pareces más joven que yo, aunque sé que eres mayor. ¿Qué magia es ésa?
—No hay magia —respondió Morgana, con voz grave y musical—. Sólo que en mi país, tan lejos del mundo, tengo poco en que ocupar la mente y siento que el tiempo no pasa.
Cuando Ginebra la miró mejor, vio en su cara los pequeños rastros de los años: su tez seguía siendo suave, pero había pequeñas arrugas en torno a los ojos y tenía pequeñas bolsas bajo los párpados.
Lanzarote saludó primero a Morgana. Ginebra no esperaba sentirse desgarrada por esa rabiosa pasión de celos. «Elaine ha muerto..., y Uriens es tan anciano que difícilmente vivirá hasta la próxima Navidad.» Oyó el cumplido risueño del caballero y la dulce risa de su cuñada. «Pero no mira a Lanzarote como enamorada... Sus ojos buscan al príncipe Accolon. que también es apuesto.» Y Ginebra sintió una punzada de escandalizada desaprobación.
—Tendríamos que sentarnos a la mesa —dijo, haciendo señas a Cay—. Galahad tendrá que retirarse a medianoche para velar sus armas; quizá quiera descansar antes un poco, para no adormilarse.
—No voy a adormilarme, señora —aseguró el joven.
Ginebra volvió a sentir aquel dolor. ¡Cuánto le habría gustado que el bello mozo fuera hijo suyo! Era alto y de anchas espaldas, a diferencia de Lanzarote; su cara limpia parecía relucir de serena felicidad.
—Esto es muy nuevo para mí. Camelot es tan bella que no parece real. —Galahad se inclinó cortésmente ante Morgana—. Os recuerdo, señora. Vinisteis para llevaros a Nimue y mi madre lloraba. ¿Está bien mi hermana, señora?
—Hace algunos años que no la veo —respondió—, pero si no estuviera bien me habrían informado.
—Sólo recuerdo que me enfadé con vos por decirme que estaba errado en todo.
—Sin duda tu madre os dijo que yo era una maligna hechicera. —Morgana sonrió. «Ufana como un gato», pensó Ginebra.
—¿Y lo sois, señora? —preguntó el muchacho sin rodeos.
—Bueno, vuestra madre tenía motivos para creerlo. Ahora que se ha ido puedo decirlo. ¿Sabíais, Lanzarote, que Elaine me imploró un ensalmo para atraer vuestras miradas?
Él la miró con la cara tensa de dolor.
—¿Por qué bromear sobre días tan lejanos, prima?
—Oh, pero si no bromeo. —Durante un momento Morgana alzó los ojos hacia los de Ginebra—. Me pareció que era hora de impedir que siguierais rompiendo corazones en Britania y la Galia. Por eso amañé esa boda. Y no lo lamento, pues ahora tenéis un hermoso hijo que heredará el reino de mi hermano. Si no me hubiera entrometido, a estas horas aún estaríais soltero y destrozándonos el corazón a todas. ¿Verdad, Ginebra? —Añadió con audacia.
«Lo sabía, pero no esperaba que lo confesara tan abiertamente.» Ginebra aprovechó el privilegio real de cambiar de tema.
—¿Cómo está mi pequeña tocaya? —preguntó.
—La hemos prometido en matrimonio al hijo de Lionel —respondió Lanzarote—. Algún día será reina de la baja Britania. Por ahora sólo tiene nueve años, de modo que la boda tendrá que esperar seis más.
—¿Y tu hija mayor? —preguntó Arturo.
—Está en un convento, sire.
—¿Eso es lo que Elaine os dijo? —preguntó Morgana, con otro destello malicioso en la mirada—. Está en Avalón, en la Casa de vuestra madre. Lanzarote. ¿No lo sabíais?
—Es lo mismo —replicó él. pacíficamente—. En la Casa de las doncellas, las sacerdotisas viven en castidad y oración. como las monjas de la Santa Iglesia, y sirven a Dios a su modo. —Se volvió rápidamente hacia la reina Morgause, que se acercaba—. Caramba, tía, no puedo decir que el tiempo no nos haya cambiado, pero en verdad a vos os trata con bondad.
Morgause era una mujer alta y corpulenta; conservaba el pelo rojo y abundante sobre la vasta extensión de seda verde. Ginebra le abrió los brazos, diciendo:
—¡Cuánto te pareces a Igraine, reina Morgause! Yo la amaba mucho y aún pienso en ella con frecuencia.
—En mi juventud eso me habría enloquecido de celos, Ginebra; me enfurecía que mi hermana fuera más hermosa y amable que yo. Ahora me alegra parecerme a ella.
Y abrazó a Morgana, quien se perdió entre sus brazos. «¿Cómo he podido tenerle miedo?», se dijo Ginebra, al verlo. «Morgana es insignificante, reina de un país sin importancia.» Su cuñada vestía de lana oscura, sin más adorno que un collar de plata al cuello y un brazalete del mismo metal en los brazos. Una trenza de pelo oscuro y denso le rodeaba la cabeza.
Arturo se acercó para abrazar a su hermana y a su tía. Ginebra cogió de la mano al joven Galahad.
—Te sentarás a mi lado, sobrino. —«Ah, sí, éste es el hijo que yo tendría que haber tenido con Lanzarote... o con Arturo.» Y mientras se sentaban añadió—: Ahora que conoces mejor a tu padre, ¿has descubierto que no es un santo, como decía tu madre, sino un hombre muy digno de amor?
—¿Y qué otra cosa es un santo? —observó Galahad, con ojos refulgentes—. Dichoso el hombre que tiene a su padre por héroe.
—Espero, pues, que lo consideres siempre un héroe sin mácula.
Ginebra lo había sentado entre ella y su esposo, como corresponde al heredero del reino. Arturo instaló en el otro lado a Morgause; después, a Gawaine, con su amigo y protegido Uwaine.
En la mesa vecina estaban Morgana y su esposo con otros invitados, pero Ginebra no llegaba a verlos con claridad; alargó el cuello, entornando los ojos para ver mejor, y de pronto se preguntó si su antiguo miedo a los espacios abiertos no era consecuencia de su miopía. ¿Acaso sentía miedo del mundo porque no llegaba a verlo?
—¿Invitaste a Kevin? —preguntó a su esposo.
—Sí, pero mandó decir que no podría estar presente. Invité también al obispo Patricio, pero guarda la vigilia de Pentecostés en la iglesia; te espera allí a medianoche. Galahad. No exijo de mis caballeros que sean religiosos, pero sí que sean buenas personas.
Lanzarote comentó:
—Ojalá estos jóvenes puedan vivir en un mundo donde resulte más fácil ser bueno. —Y Ginebra tuvo la sensación de que lo decía con tristeza—. En ninguna parte se come tan bien como en vuestra mesa, mi reina.
—Demasiado bien —dijo alegremente Arturo, palpándose el vientre—. Y mañana, en Pentecostés, otro festín. ¡No sé cómo se las compone!
Ginebra se encendió de orgullo.
—Ya están asándose los terneros. Mi señor Uriens, no te veo comer carne.
El anciano negó con la cabeza.
—Uno de esos alones, quizá. Desde que murió mi hijo he jurado no volver a probar la carne de cerdo.
—¿Y tu reina comparte ese voto? —observó Arturo—. Parece que Morgana esté ayunando. ¡No me extraña que estés tan delgada, hermana!
—No comer carnes rojas no es privación para mí.
—¿Conservas tu dulce voz, hermana? Puesto que Kevin no ha podido venir, quizá quieras cantar o tocar.
—Si me lo hubierais dicho antes no habría comido tanto. Ahora no puedo cantar. Tal vez más tarde.
—¿Y tú, Lanzarote? —preguntó Arturo.
El caballero, con un encogimiento de hombros, pidió por señas la lira.
—Siempre dije que no me gustaba la música sajona, pero el año pasado, mientras vivía entre ellos, oí esta canción y lloré al escucharla. A mi manera, he tratado de traducirla a nuestra lengua. Es para vos, mi rey —añadió, abandonando el asiento para coger la pequeña arpa—, pues habla de la pena que sentía al morar lejos de la corte y de mi señor.
Empezó a tocar una melodía suave y plañidera; aunque sus dedos no eran tan hábiles como los de Merlín, la triste canción tenía un poder que los acalló gradualmente a todos.
¿Qué dolor se compara al dolor del que solo está?
Antes moraba junto al rey que tanto amo,
pero hoy tengo el corazón vacío.
Ginebra inclinó la cabeza para disimular las lágrimas. Arturo se había cubierto los ojos con las manos. Morgana tenía la mirada perdida en el vacío y la cara surcada de lágrimas. El rey rodeó la mesa para abrazar a Lanzarote, diciendo con voz vacilante:
—Pero ya estás otra vez con tu amigo y señor, Galahad.
Un antiguo rencor apuñaló el corazón de Ginebra. «Su amor por mí nunca fue sino parte de su amor por Arturo», pensó, cerrando los ojos para no verlos abrazados.
—Ha sido muy bello —comentó Morgause delicadamente—. ¿Quién habría pensado que los brutales sajones podían componer así?
Una voz, muy parecida a la de Lanzarote, dijo delicadamente:
—Entre los sajones no hay sólo guerreros, sino también músicos y poetas, mi señora.
Ginebra se volvió. Quien hablaba era un joven esbelto, de pelo negro y ropa oscura, apenas un borrón ante sus ojos. Arturo le pidió por señas que se adelantara.
—Hay en esta reunión familiar alguien a quien no conozco; eso no está bien. ¿Reina Morgause...?
Ella se levantó.
—Quería presentároslo antes de pasar a la mesa, rey mío. Pero estabais hablando con viejos amigos. He aquí al hijo de Morgana, que se crió en mi corte: Gwydion.
El joven se adelantó con una reverencia.
—Rey Arturo —dijo, con voz cálida, que era como un eco de la de Lanzarote. Por un momento Ginebra sintió un júbilo embriagador: no podía ser hijo de Arturo, sino de Lanzarote, sin duda. Luego recordó que su campeón era hijo de Viviana, la tía de Morgana.
El rey lo abrazó y dijo, con voz tan trémula que no se oyó a tres pasos de distancia:
—El hijo de mi amada hermana será recibido en mi corte como si fuera mío. Ven a mi lado. Gwydion.
Ginebra miró a Morgana. Tenía manchas carmesíes en la mejilla y se mordisqueaba el labio inferior. Obviamente, Morgause no la había preparado para ver la presentación del muchacho a su padre... No: al rey. Probablemente no tenía idea de quién era su padre, aunque si se había mirado al espejo, sin duda se creía hijo de Lanzarote.
En realidad, no era un muchacho, sino un hombre: ya debía de tener casi veinticinco años.
—Tu primo, Galahad —presentó Arturo.
El joven le tendió impulsivamente la mano.
—Vuestro parentesco con el rey es más estrecho que el mío, primo; tenéis más derecho que yo a ocupar mi puesto —dijo, con juvenil espontaneidad—. Me maravilla que no me odiéis.
Gwydion sonrió.
—¿Cómo sabéis que no os odio, primo?
Ginebra dio un respingo; luego lo vio sonreír. Era hijo de Morgana, sin duda; tenía la misma sonrisa felina. Galahad parpadeó, pero acabó por llegar a la conclusión que la pregunta era una broma. La reina podía seguir sus transparentes pensamientos: «¿Será hijo de mi padre, un bastardo habido de la reina Morgana?» Parecía apenado como el cachorro a quien se ha rechazado un juguetón ofrecimiento de amistad.
—No, primo —dijo Gwydion—: lo que estáis pensando no es cierto.
Y hasta tenía la sonrisa deslumbrante y repentina de Lanzarote; su cara, muy sombría, adquiría un fulgor apabullante, como transformada por un rayo de sol.
Galahad dijo, a la defensiva:
—Yo no estaba..., no dije...
—No —reconoció Gwydion. amablemente—: no dijisteis nada, pero lo que pensabais es muy obvio: lo mismo que han de estar pensando todos los presentes. —Alzó un poco la voz—. En Avalón, primo, la estirpe se hereda por vía materna. Yo pertenezco a la antigua realeza de Avalón; con eso me basta. Claro que, como casi todos, me gustaría saber quién fue mi padre. No podría contar cuántos han señalado mi parecido con el señor Lanzarote, pero de todos los hombres de este reino que pudieron haberme engendrado, sé que él no fue. Por eso tengo que informaros de que el nuestro es sólo un parecido de familia. No somos hermanos, Galahad, sino primos.
Galahad parecía confundido.
—No me habría molestado que fuéramos hermanos, Gwydion.
—Pero en ese caso el heredero del rey habría sido yo —apuntó el otro, sonriente. Y Ginebra tuvo la súbita impresión de que disfrutaba con la incomodidad de los presentes. En ese toque de maldad se parecía a Morgana.
Ésta dijo, con esa voz grave que se oía con claridad sin ser potente:
—Tampoco a mí me habría disgustado que Lanzarote fuera tu padre, Gwydion.
Uriens intervino:
—Creo que cualquiera estaría orgulloso de un hijo así, joven Gwydion. Es vuestro padre quien ha salido perdiendo al no reclamaros, quienquiera que sea.
—Oh, no lo creo —replicó el joven.
Y Ginebra, al percibir el fugaz desvío de su mirada hacia Arturo, pensó: «Aunque por algún motivo niegue saber quién es su padre, está mintiendo.» Sin saber por qué, eso la inquietó. Pero mucho peor habría sido que se enfrentara a Arturo para inquirir por qué, siendo su hijo, no era también su heredero. ¡ Avalón, maldito lugar! ¿Por qué no se hundía en el mar de una vez para siempre?
—Pero esta noche el homenajeado es Galahad —advirtió Gwydion— y yo le estoy robando atención. ¿Vais a velar vuestras armas, primo?
El muchacho hizo un gesto afirmativo:
—Como es costumbre entre los caballeros de Arturo.
—¿Preferiríais que os armara vuestro padre, Galahad? —preguntó el rey.
Este inclinó la cabeza.
—Es mi señor quien tiene que decidirlo. Pero me parece que el título de caballero proviene de Dios y poco importa quién lo otorgue.
Arturo asintió lentamente.
—Comprendo lo que queréis decir, muchacho. Lo mismo sucede con el rey: cuando jura gobernar a su pueblo, no lo hace ante éste, sino ante Dios.
—O ante la Diosa —apuntó Morgana—, símbolo de la tierra sobre la que ha de reinar.
Miraba directamente a Arturo, que desvió los ojos. Ginebra se mordió los labios: así recordaba a Arturo que había jurad lealtad a Avalón... ¡Maldita mujer! Pero aquello había pasado, Arturo era un rey cristiano y sobre él no había más autoridad que la de Dios.
—Todos rezaremos por ti, Galahad —dijo—, para que seas un buen caballero y, algún día, un buen rey.
—Al pronunciar vuestros votos, Galahad —añadió Gwydion—, en cierto modo estaréis consumando el sagrado matrimonio con la tierra que celebraban los reyes de antaño aunque no seáis sometido a tan dura prueba.
El rubor subió a la cara del muchacho.
—Mi señor Arturo llegó al trono ya probado en la batalla primo; esa prueba ya no es posible.
—Yo podría buscar otra —musitó Morgana—. Y si vais a reinar tanto sobre Avalón como sobre las tierras cristianas, algún día tendréis que pasar también por eso. Galahad.
Éste afirmó los labios.
—Esperemos que ese día esté muy lejos. Viviréis por muchos años, mi señor, y entonces los pueblos paganos habrán desaparecido.
—Confío en que no. —Accolon hablaba por primera vez—. Los bosques sagrados siguen en pie y en ellos se adora a la Diosa, como desde los comienzos del mundo.
Galahad dio un respingo.
—¡Pero vivimos en un país cristiano! El obispo Patricio me dijo que todos los bosques sagrados habían sido talados.
—No es así —afirmó Accolon—, ni lo será mientras vivamos mi padre y yo.
Morgana abrió la boca para hablar, pero Ginebra notó que Accolon le tocaba la muñeca. Ella le sonrió y no dijo nada. Fue Gwydion quien añadió:
—Ni en Avalón, mientras viva la Diosa. Los reyes pasan, pero la Diosa perdurará por siempre.
«¡Qué pena que este apuesto joven sea pagano! —pensó Ginebra—. Bueno, Galahad es un joven piadoso y será buen rey cristiano.» Pero mientras se consolaba con ese pensamiento la recorrió un vago escalofrío. Como si los pensamientos de su esposa lo hubieran perturbado, Arturo se inclinó hacia Gwydion con expresión preocupada
—¿Vienes a la corte para unirte a mis caballeros, Gwydion? No tengo que decirte que el hijo de mi hermana es bienvenido.
—Admito que para eso lo traje —intervino Morgause—, pero ignoraba que ésta fuera la gran ceremonia de Galahad. No quiero restar lustre a esta ocasión. Será en cualquier otro momento.
-—No me molestaría compartir la vigilia y los votos con mi primo —aseguró el muchacho, ingenuamente.
Gwydion se echó a reír.
—Sois demasiado generoso, pariente, pero no conocéis el oficio de rey. Si Arturo nos armara a ambos al mismo tiempo, siendo yo mayor y más parecido a Lanzarote, vuestra ceremonia quedaría empañada. La mía no, ciertamente. Y otra cosa: no tengo la intención de velar mis armas en una iglesia cristiana. Soy de Avalón. Si Arturo quiere admitirme entre sus caballeros tal como soy, bien. Si no, lo mismo da.
Uriens levantó los brazos nudosos para enseñar las descoloridas serpientes.
—Yo me siento a la mesa redonda sin haber pronunciado los votos cristianos, hijastro.
—También yo —añadió Gawaine—. En aquellos tiempos ganábamos el título combatiendo, sin necesidad de ceremonias.
—Yo mismo tendría reparos en pronunciar esos votos —se sumó Lanzarote—, pecador como soy. Pero pertenezco a Arturo en la vida y en la muerte, y él lo sabe.
Arturo le sonrió con profundo afecto.
—Vos y Gawaine sois los pilares de mi reinado. Si os perdiera a alguno, creo que mi trono caería desde lo alto de Camelot.
Una puerta se abrió en el extremo del salón, dando paso a un sacerdote acompañado de dos hombres jóvenes, todos vestidos de blanco. Galahad se levantó deprisa.
—Con vuestra licencia, mi señor.
Arturo también se levantó para abrazarlo.
—Dios te bendiga. Ve a guardar tu vigilia.
El joven se volvió para abrazar a su padre. Ginebra le dio la mano a besar.
—Dadme vuestra bendición, señora.
—Siempre, Galahad.
Y Arturo añadió:
—Te acompañaremos un trecho.
—Me hacéis un gran honor, rey mío. ¿Hubo vigilia cuando fuisteis coronado?
—La hubo, por cierto —dijo Morgana, sonriente—, pero he muy diferente.
Mientras todo el grupo caminaba hacia la iglesia, Gwydion aminoró el paso hasta quedar junto a Morgana. Ella levantó los ojos; no tenía la estatura de los Pendragones, pero a su lado parecía alto.
—No esperaba verte aquí, Gwydion.
—Nadie aquí me esperaba, señora.
—Supe que combatiste en la guerra entre los aliados sajones. Ignoraba que fueras guerrero.
Gwydion se encogió de hombros.
—No habéis tenido muchas oportunidades de conocerme
Abruptamente, sin pensar, Morgana preguntó:
—¿Me odias por haberte abandonado, hijo mío?
Él vaciló.
—Quizá..., durante un tiempo, cuando era muy joven —dijo al fin—. Pero soy hijo de la Diosa y, al no contar con padres terrenales, me vi obligado a serlo de verdad. Ya no os guardo rencor, Dama del Lago.
Por un momento el sendero se volvió borroso ante los ojos de Morgana; era como si el joven Lanzarote estuviera a su lado. Su hijo la sostuvo delicadamente.
—Tened cuidado. El camino no es muy llano.
—¿Cómo está todo en Avalón? —preguntó Morgana.
—Niniana está bien. Con los demás mantengo ahora pocos vínculos.
—¿Has visto allí a la hermana de Galahad, la doncella Nimue? —Frunció el entrecejo, tratando de calcular qué edad tendría la niña: catorce, al menos; era casi una mujer.
—No la conozco —dijo Gwydion—. La anciana sacerdotisa de los oráculos. Cuervo, la mantiene en silencio y reclusión. Nadie puede ver su rostro.
«¿Porqué será?» Morgana sintió un brusco escalofrío, pero se limitó a preguntar:
—¿Cómo está Cuervo? ¿Bien?
—Supongo que sí—dijo Gwydion—, aunque la última vez que la vi en los ritos parecía más anciana que los mismos robles. Sin embargo, mantiene la voz dulce y joven. Pero nunca he hablado con ella en privado.
—No lo ha hecho casi nadie, Gwydion. Yo pasé allí doce años y apenas oí su voz cinco o seis veces. —Para no pensar en Avalón, Morgana añadió, tratando de que su tono fuera normal—: ¿Así que has combatido junto a los sajones?
—Sí, en la Britania gala. Pasé un tiempo en la corte de Lionel. Me creía hijo de Lanzarote y no hice nada por desmentirlo. A Lanzarote no le vendrá mal que lo crean capaz de engendrar uno o dos bastardos. Y los sajones me dieron un apodo: Mordret; en su idioma significa algo así como «consejo mortal» o «consejo maligno»... ¡Y no creo que fuera un cumplido!
—No hace falta mucho para ser más astuto que los sajones —comentó Morgana—. Pero dime: ¿qué te impulsó a venir antes de lo que yo había decidido?
Gwydion se encogió de hombros.
—Quise ver a mi rival.
Morgana echó un vistazo temeroso alrededor.
—¡No lo digas en voz alta!
—No tengo motivos para temer a Galahad —dijo serenamente—. No creo que viva lo suficiente para ocupar el trono.
—¿Eso es videncia?
—No necesito de la videncia para saber que se requiere de alguien más fuerte para el trono del Pendragón. Pero si eso os tranquiliza, señora, os juro por el Pozo Sagrado que Galahad no morirá a mis manos. Ni a las vuestras —añadió un instante después, al ver que Morgana se estremecía—. Si la Diosa no lo quiere en el trono de la nueva Avalón, creo que podemos dejarlo por su cuenta.
Apoyó la mano sobre la de Morgana; pese a lo suave del contacto, ella volvió a estremecerse.
—Venid —dijo. A Morgana su voz le sonó tan compasiva como la de un cura al dar la absolución—. Acompañemos a mi primo. No es justo que alguien le estropee este gran momento. Tal vez no tenga muchos más.
5
Por mucho que Morgause visitara Camelot, nunca se cansaba de todo aquel boato. En la iglesia se sentó junto a Morgana. Galahad estaba arrodillado junto a Arturo y Ginebra, pálido, serio y radiante de entusiasmo.
El obispo Patricio había llegado de Glastonbury para celebrar personalmente la misa de Pentecostés y allí estaba, con sus vestiduras blancas, entonando: «A vos ofrecemos este pan, el cuerpo de...» Morgause sofocó un bostezo. Las ceremonias cristianas no eran tan interesantes como los ritos de Avalón, pero desde los catorce años pensaba que todos los dioses y todas las religiones eran el juego de cada ser humano con su mente, sin relación alguna con la vida real. Aun así, cuando iba a Camelot asistía a misa para complacer a Ginebra; después de todo, era su anfitriona, gran reina y pariente cercana. Como todos los de la familia real, se adelantó para recibir la comunión. Morgana fue la única que no lo hizo, la muy necia. Así no sólo se distanciaba de la gente común, sino que los más devotos de la casa real la tildaban de bruja, hechicera y cosas peores. Y después de todo, ¿qué importaba? Cualquier religión daba igual. El rey Uriens, en cambio, tenía más sentido de lo conveniente, aunque no fuera más religioso que el gato de Ginebra.
Pero cuando llegó el momento de la oración final, que incluía una plegaria por los muertos, se descubrió lagrimeando. Echaba de menos a Lot, con su cínica alegría y su lealtad; después de todo, le había dado cuatro hermosos hijos varones. Dos de ellos estaban allí. Gawaine, cerca de Arturo, como siempre; Gareth, junto a su joven amigo Uwaine, el hijastro de Morgana. Nunca habría creído a su sobrina capaz de tan sincero amor maternal.
Con un susurro de telas y repiquetear de espadas envainadas, la gente se levantó para salir al atrio. Ginebra, aunque algo ojerosa, estaba muy bella con las largas trenzas doradas sobre los hombros. Arturo también estaba espléndido; Escalibur pendía de su costado con la vieja vaina de terciopelo rojo. Ginebra habría podido bordarle una más bonita.
Galahad se arrodilló ante el rey. Arturo cogió una buena espada de manos de Gawaine y le dijo:
—Esto es para ti, mi querido sobrino e hijo adoptivo.
Gawaine la sujetó a la fina cintura del muchacho, que levantó la cara con una sonrisa juvenil, diciendo con claridad:
—Os doy las gracias, mi rey. Quiera Dios que sólo la utilice para serviros.
Arturo le puso las manos en la cabeza.
—Te recibo de buen grado entre mis caballeros. Galahad, y en la orden de la caballería. Sé siempre justo y fiel; sirve al trono y a la causa del bien.
Y levantó al muchacho con un abrazo y un beso. Ginebra también lo besó. Luego el grupo real salió hacia el enorme patio, seguido por los demás.
Morgause se descubrió caminando entre Morgana y Gwydion; los seguían Uriens, Accolon y Uwaine. El patio había sido decorado con estacas verdes adornadas con cintas y estandartes. Lanzarote abrazó a Galahad y le entregó un sencillo escudo blanco.
—¿Lanzarote va a combatir? —preguntó Morgause.
—Creo que no —respondió Accolon—. Ha ganado tantas veces que hoy será el arbitro de las justas. Entre nosotros, ya no es tan joven y no conviene a su dignidad que algún joven lo desmonte. Dicen que Gareth y Lamorak lo han derrotado más de una vez.
Morgause sonrió:
—Admiro a Lamorak por no haberse jactado de esa victoria. ¡Son pocos los que no se ufanarían de haber vencido a Lanzarote, aunque sólo fuera en un juego!
—No —corrigió Morgana en voz baja—. Creo que la mayoría de los jóvenes lamentaría que su héroe ya no fuera el rey de las justas.
Gwydion rió entre dientes.
—¿Pensáis que los ciervos jóvenes se abstendrían de desafiar al Macho rey?
-—Yo no lo haría —confirmó Uwaine—. Todos los caballeros de esta corte aman a Lanzarote y no lo avergonzarían en Pentecostés. No sé si sería capaz de vencerlo, pero por lo que a mí concierne puede seguir siendo el campeón mientras viva.
—Desafiadlo, algún día —propuso Accolon, riendo—. Yo lo hice y me quitó la vanidad en un momento. A pesar de sus años conserva toda la habilidad y la fuerza. —Después de instalar a Morgana y a su padre en los asientos que les estaban resé vados, dijo—: Con vuestra licencia, quiero ir a inscribirme antes de que sea demasiado tarde.
—Y yo. —Uwaine se volvió hacia Morgana—. No tengo señora, madre. ¿Me daríais una para llevar a las justas?
Con una sonrisa indulgente, Morgana le dio una cinta de su manga, que él se ató al brazo, diciendo:
—Voy a desafiar a Gawaine.
Gwydion esbozó su encantadora sonrisa:
—Caramba, señora, haríais bien en retirarle vuestro favor antes de que os deshonre.
Morgana rió, radiante. Morgause, que la observaba, se dijo: «Uwaine es mucho más hijo suyo que Gwydion: pero Accolon es mucho más que eso, está a la vista. ¿Lo sabe el anciano rey y no le importa?»
Lamorak se acercaba; aunque había muchas señoras hermosas, se inclinó ante Morgause frente a toda Camelot.
—¿Me daríais una prenda para llevar al combate, mi señora?
—Con gusto, querido. —Le dio la rosa del ramillete que le adornaba el seno, consciente de que su joven caballero era uno de los más apuestos entre los presentes.
—Parece que tenéis encantado a Lamorak —comentó Morgana.
Morgause se ruborizó un poco.
—¿Creéis que necesito de encantamientos, sobrina?
—Tendría que haber usado otra palabra —rió Morgana—. En general, los jóvenes sólo buscan una cara hermosa.
—También vos tenéis a Accolon tan cautivado que no busca mujeres más jóvenes ni más hermosas. No os lo reprocho, querida. Os casaron contra vuestra voluntad con alguien que podía ser vuestro abuelo.
Su sobrina se encogió de hombros.
—A veces creo que Uriens lo sabe. Tal vez se alegra de que haya escogido a un amante que no me induzca a abandonarlo.
Algo vacilante, pues nunca le había preguntado nada personal desde el nacimiento de Gwydion. Morgause dijo:
—¿Qué opináis de Gwydion?
—Me asusta. Pero sería difícil resistirse a su encanto.
—¿Qué esperabais? Tiene la belleza de Lanzarote y vuestro poder mental. Además, es ambicioso.
—Es extraño, pero conocéis a mi hijo mejor que yo.
Había mucha amargura en esas palabras. Morgause contuvo su impulso de replicar con aspereza y le dio una palmadita en la mano.
—Oh, querida, en cuanto un hijo varón abandona el regazo, cualquiera lo conoce mejor que su madre. ¡Yo misma, lo confieso francamente, no entiendo a Gwydion!
La única respuesta de Morgana fue una sonrisa intranquila. Luego se volvió hacia el espectáculo, que ya estaba comenzando con las ridículas cabriolas de los bufones.
Uno de los heraldos anunció que la primera justa sería entre el señor Lanzarote del Lago, campeón de la reina, y el señor Gawaine de Lothian y las Islas, por el rey. Hubo aplausos tumultuosos al aparecer el primero, aún tan apuesto.
«Sí —pensó Morgause, que observaba la cara de su sobrina—, todavía lo ama, aunque ella misma no lo sepa.»
El combate parecía una danza compleja, sin que ninguno de los dos tuviera la menor ventaja. Por fin ambos bajaron sus espadas y, después de hacer una reverencia al rey, se abrazaron. Los aplausos y los vítores fueron imparciales, sin el menor favoritismo por nadie.
Siguieron los números ecuestres: exhibiciones y domas. Luego, justas a caballo; aunque las espadas estaban embotadas, podían desmontar a un jinete y causarle una grave caída. Un joven caballero se fracturó una pierna y fue retirado. Fue la única lesión grave. Al terminar, Ginebra repartió premios y Arturo llamó a Morgana para que hiciera lo propio.
Accolon había ganado uno de equitación; cuando se arrodilló ante Morgana para recibirlo, Morgause quedó atónita al oír, en algún punto de las gradas, un murmullo de desaprobación leve, pero perceptible:
—¡Bruja! ¡Ramera!
Morgana enrojeció, pero sus manos no vacilaron al en-fregar la copa. Arturo ordenó en voz baja a uno de sus mayordomos:
—¡Averigua quién fue!
Pero Morgause comprendió que, entre semejante multitud, «voz jamás sería reconocida.
Al empezar la segunda mitad de los juegos, su sobrina volvió al asiento, pálida y furiosa.
—No os preocupéis —dijo Morgause—. ¿Qué creéis que dicen de mí cuando las cosechas son pobres o cuando alguien recibe su castigo?
—¿Pensáis que me importa lo que esa chusma piense de mí? —replicó Morgana. desdeñosa, fingiendo indiferencia—. En mi país soy muy apreciada.
La segunda parte comenzó con una exhibición de lucha entre sajones. Eran hombres grandes y velludos, que gruñían v forcejeaban entre gritos roncos. Morgause se inclinó hacia delante, disfrutando desvergonzadamente la exhibición de fuerza masculina; Morgana. en cambio, apartó los ojos con remilgado disgusto.
—|Oh, vamos, sobrina! Os estáis volviendo tan pacata como la reina. Creo que van a iniciar el torneo. ¡Mirad! ¿Ese no es Gwydion? ¿Qué está haciendo?
Gwydion había saltado al campo. Apartando al heraldo que corría hacia él, clamó con voz potente y clara:
—¡Rey Arturo!
Morgana se echó atrás, pálida como la muerte, aferrada a la barandilla con ambas manos. ¿Qué pretendía el muchacho? ¿Iba a hacer una escena ante toda la corte, exigiendo ser reconocido por su padre?
Arturo se levantó. También parecía intranquilo, pero su voz resonó con claridad.
—¿Sí. sobrino?
—Me han dicho que, en estos juegos, es costumbre permitir un desafío, si el rey está dispuesto. ¡Pido que el señor Lanzarote se enfrente conmigo en combate singular!
Morgause recordó haber oído decir a Lanzarote que esos desafíos eran la cruz de su existencia. Todos los caballeros jóvenes querían vencer al campeón de la reina. La voz de Arturo sonó grave.
—Es la costumbre, pero no puedo responder por Lanzarote. Tienes que desafiarlo directamente y atenerte a su respuesta.
—¡Oh. maldito muchacho! —exclamó Morgause—. No tenía idea de que planeara esto.
Pero Morgana tuvo la sensación de que no le disgustaba mucho, después de todo.
Se había levantado viento; el polvo del campo atenuaba el resplandor de la arcilla blanca y seca. Gwydion cruzo hacia el banco que ocupaba el caballero del lago. Morgause no oyó lo que se decían, pero Gwydion se volvió para gritar, enfadado:
—¡Señores! ¡Siempre se dijo que el deber de un campeón es enfrentarse a todos los desafíos! Exijo, señor, que Lanzarote se mida conmigo o que me ceda su alto puesto. ¿Lo retiene por su habilidad con las armas o por algún otro motivo, mi señor Arturo?
Morgause exclamó:
—¡Lástima que vuestro hijo ya no esté en edad de recibir un buen rapapolvo, Morgana!
—¿Por qué culparlo a él? —replicó su sobrina—. ¿Por qué no a Ginebra por poner a su esposo en situación tan vulnerable? Todo el reino sabe que se inclina por Lanzarote, pero nadie grita «bruja» ni «ramera» cuando se presenta ante su pueblo.
Pero Lanzarote ya se había levantado para acercarse a Gwydion; llevó la mano enguantada hacia atrás y le cruzó la boca con una fuerte bofetada.
—Ahora sí me habéis dado motivos para castigaros por esa lengua insolente, joven Gwydion. ¡Veamos quién se niega a combatir!
—Para eso he venido —dijo el joven, impertérrito, pese al hilo de sangre que le corría por la cara—. Incluso voy a concederos la primera sangre, señor Lanzarote. Es adecuado que un hombre de vuestra edad tenga alguna ventaja.
Hubo un considerable murmullo en las gradas mientras los dos caballeros desenvainaban la espada y dedicaban al rey la reverencia ritual que daba comienzo al duelo. Luego, ya con las caras cubiertas por el yelmo, alzaron el acero. Eran casi de la misma estatura; la única diferencia entre ambos estaba en los petos: el de Lanzarote, viejo y maltrecho; el de Gwydion. casi nuevo y sin mácula. Después de describir un lento círculo, ambos acometieron. Morgause notó que Lanzarote estaba midiendo al joven; por fin, le atestó un fuerte mandoble. Gwydion lo paró con el escudo, pero la fuerza era tanta que se tambaleó, perdido el equilibrio, y cayó de espaldas al suelo. Cuando trató de levantarse, Lanzarote dejó la espada a un lado para ayudarle. en un gesto de buena voluntad.
Gwydion señaló el hilo de sangre que corría por la muñeca de su adversario, delatando el pequeño corte que había logrado hacerle. Su voz fue claramente audible.
—Vuestra fue la primera sangre, señor; la segunda, mía. ¿Lo decidimos con una caída más?
Hubo una pequeña tempestad de siseos desaprobatorios; en los combates de prueba, como los adversarios combatían con armas afiladas, la primera sangre señalaba el fin del encuentro.
El rey Arturo se levantó.
—¡Esto no es un duelo, sino una fiesta! Continuad si queréis, pero os advierto que, si se produce alguna herida seria, ambos me infligiréis la más grave afrenta.
Le hicieron una reverencia y se apartaron, buscando la ventaja; cuando volvieron a trabarse en lucha, Morgause ahogó una exclamación: parecía que en cualquier momento uno u otro pasaría bajo el escudo para causar una herida mortal. Uno de ellos cayó de rodillas... Una lluvia de mandobles contra la adarga, las espadas cruzadas, inmóviles, y uno de ellos cada vez más cerca del suelo...
Ginebra se levantó, gritando:
—¡No voy a permitir que esto continúe!
Arturo arrojó su bastón al campo: la costumbre indicaba que, a ese gesto, el combate cesara inmediatamente. Pero los hombres no lo vieron y los mariscales tuvieron que separarlos Gwydion se quitó el casco, fresco y sonriente. Lanzarote necesitó la ayuda de su escudero para levantarse; estaba sudoroso y jadeante, con la cara ensangrentada. Hubo un clamor de abucheos, hasta entre los otros caballeros; Gwydion no había fortalecido su popularidad al abochornar al héroe del pueblo. Pero se inclinó ante él.
—Me siento honrado, señor Lanzarote. Llegué a esta corte como desconocido, sin ser siquiera uno de los caballeros de Arturo, y tengo que agradeceros esta lección de esgrima. —Su sonrisa reflejaba exactamente la de Lanzarote—. Gracias, señor.
El caballero del lago logró esbozar su antigua sonrisa, que exageró el parecido entre ellos casi hasta lo caricaturesco.
—Combatisteis con mucha bravura, Gwydion.
—En ese caso —dijo el joven, arrodillándose ante él en el polvo—, os ruego que me arméis caballero, señor.
Morgause contuvo la respiración. Su sobrina parecía tallada en piedra. Pero entre los sajones hubo un estallido de vítores.
—¡Consejo astuto, en verdad! Sagaz, sagaz... ¿Cómo van ahora a rechazarte, muchacho, si has combatido tan bien con su campeón?
Lanzarote echó una mirada al rey: parecía paralizado, pero después de un momento asintió. El escudero llevó una espada que su señor ciñó a la cintura de Gwydion.
—Blandidla siempre al servicio de vuestro rey y de la causa justa —dijo, ya muy serio.
La expresión burlona y desafiante había desaparecido del rostro de Gwydion, ahora era grave y dulce. Morgause notó que le temblaban los labios y sintió súbita compasión por él: por su condición de bastardo nunca reconocido, estaba allí más fuera de lugar de lo que hubiera estado nunca el mismo Lanzarote. ¿Quién podía criticarle la triquiñuela con la que había obligado a sus parientes a fijarse en él? «Tendríamos que haberlo traído a la corte mucho antes —pensó—, para que Arturo lo reconociera en privado, ya que no podía hacerlo en público. Está mal que un hijo del rey se vea obligado a esto.»
Lanzarote apoyó las manos en la frente del joven.
—Os confiero el honor de ser caballero de la mesa redonda, con permiso de nuestro rey. Servidle siempre. Y ya que habéis ganado este honor más por astucia que por fuerza bruta, os llamaréis entre nosotros, no Gwydion, sino Mordret. Levantaos, señor Mordret. y ocupad vuestro lugar entre los caballeros de Arturo.
Gwydion, ahora Mordret, se levantó para devolver con calor el abrazo del caballero. Parecía profundamente conmovido, casi como si no oyera los vítores y los aplausos.
—He conquistado el premio del día —dijo con voz quebrada—, quienquiera que sea declarado vencedor en estos juegos, mi señor Lanzarote.
—No —dijo Morgana en voz baja, junto a su tía—, no lo entiendo. Eso es lo último que habría esperado.
Hubo una larga pausa antes de que los caballeros formaran para el combate final. Morgause bajó al campo para reunirse con algunos de los jóvenes; entre ellos estaba Gareth, cuya cabeza sobresalía por encima de las demás. Parecía estar hablando con Lanzarote pero, al acercarse, descubrió que estaba frente a Gwydion. Su voz sonaba colérica; ella sólo captó las últimas palabras.
—¿... Qué daño te ha hecho? ¿Por qué tenías que ridiculizarlo ante todos?
El otro se echó a reír.
—Si nuestro primo necesita protección en un campo lleno de amigos, que Dios lo ayude cuando caiga entre sajones o nórdicos. Y después de tantos años, hermano, ¿sólo piensas en resanarme por haber incomodado a quien quieres bien?
Gareth, riendo, lo encerró en un enorme abrazo.
—Sigues siendo el mismo temerario. ¿Cómo se te ocurrió hacerlo? Arturo te habría armado caballero si se lo hubieras pedido.
Morgause recordó que su hijo no sabía toda la verdad sobre los orígenes de Gwydion; sin duda sólo se refería a su parentesco con Morgana.
—No lo dudo —dijo Gwydion—. También lo habría hecho contigo por Gawaine, pero tú no escogiste ese camino, hermano. —Rió entre dientes—. Creo que Lanzarote me debe algo por todos estos años de andar por el mundo llevando su cara.
Gareth se encogió de hombros.
—Bueno, como no parece guardarte rencor, supongo que yo también tengo que perdonarte. Ya has visto lo grande que es su corazón.
—Sí —reconoció el menor, delicadamente—, es tan —al levantar la cabeza vio a Morgause—. Madre, ¿qué hacéis aquí? ¿En qué puedo serviros?
—Sólo vine a saludar a Gareth. que no me ha dirigido la palabra en todo el día —dijo ella. El gigante se inclinó para besarle la mano—. ¿Con qué bando lucharás?
—Junto a Gawaine, con los hombres del rey, como siempre —respondió su hijo—. Tienes caballo para participar, ¿verdad, Gwydion? ¿Combatirás junto al rey? Podemos hacerte un lugar.
Gwydion respondió con una de sus enigmáticas sonrisas.
—Ya que Lanzarote me ha hecho caballero, supongo que tendría que combatir junto a él y Accolon, en el bando de Avalón. Pero no voy a participar, Gareth.
—¿Por qué? —inquirió éste—. Es lo que se espera de los caballeros recién armados. Galahad va a participar. ¿Qué pensarán de ti? Que eres cobarde y rehuyes el combate.
—He luchado en los ejércitos de Arturo lo suficiente para que no me importe lo que digan. Pero si quieres, puedes decir que mi caballo está cojo y que no quiero empeorar su lesión. Es una excusa honorable.
—Puedo prestarte uno —adujo Gareth, desconcertado—. Si lo que buscas es una excusa, está bien. Pero ¿por que, Gwydion? ¿O tengo que llamarte Mordret?
—Puedes llamarme como gustes, hermano.
—¿Quieres decirme por qué eludes el combate, Gwydion.
—Sólo a ti puedo permitirte decir eso —replicó el joven—. Pero te lo diré, ya que quieres saberlo: es por tu bien, hermano.
Gareth frunció el entrecejo.
—Dios, ¿qué quieres decir?
—Dios no me interesa mucho. —Gwydion bajó la vista suelo—. Como ya sabes... tengo el don de la videncia.
—Sí, ¿y qué? ¿Soñaste acaso que yo caería ante tu lanza?
—No bromees.
Morgause sintió que se le helaba la sangre en las venas al verla mirada que Gwydion clavaba en su hijo. Éste tragó saliva, corno si se le cerrara la garganta ante esas palabras.
-—Me pareció verte... Estabas moribundo. Yo me arrodillaba a tu lado y no me hablabas... Y entonces supe que era por culpa mía que yacías sin vida.
Gareth lanzó un silbido sordo. Pero luego descargó una palmada en el hombro de su hermano adoptivo.
—Es que yo no tengo mucha fe en los sueños y en las visiones, muchacho. Y del destino nadie escapa. ¿No te enseñaron eso en Avalón?
—Sí —reconoció Gwydion, delicadamente—. Y si cayeras en combate, aunque fuera por mi culpa, sería obra del destino... Pero no quiero tentarlo por juego, hermano. Hoy no combatiré, y que digan lo que gusten.
Gareth aún parecía inquieto, pero besó la mano a su madre y se alejó. Morgause quiso preguntar a Gwydion qué había visto, pero él estaba ceñudo y cabizbajo.
Para Morgause la última batalla sería siempre algo borroso; el sol comenzaba a producirle dolor de cabeza y estaba deseando que aquello terminara. Además, tenía hambre y desde lejos llegaba el olor de la carne asándose en los fosos.
Galahad recibió el premio por el bando de Lanzarote, según lo indicaba la costumbre para el caballero que hubiera sido armado ese día. Repartidos los premios menores, los caballeros se refrescaron con cubos de agua y fueron a ponerse ropa limpia, mientras las señoras se arreglaban en un cuarto puesto a su disposición.
—¿Qué opináis? ¿Os parece que Lanzarote se ha ganado un enemigo? —preguntó Morgause a Morgana.
—Creo que no —respondió su sobrina—. ¿No visteis cómo se abrazaban?
—Parecían padre e hijo. ¡Ojalá lo fueran!
Pero la cara de Morgana parecía de piedra.
—Han pasado muchos años para hablar de eso. tía.
Ante aquella calma glacial, Morgause sólo pudo decir:
—¿Queréis que os ayude con las trenzas? —Mientras la Peinaba comentó—: Mordret... Bueno, hoy ha demostrado que los sajones lo bautizaron bien. Se ha ganado un sitio por valor y descaro, en vez de exigirlo de Arturo por parentesco. Pero ignoraba que fuera tan buen combatiente. ¡Se las compuso para ser la nota brillante del día! Aunque Galahad haya ganado el premió, nadie hablará más que de la osadía de Mordret.
Una de las damas de la reina se acercó a ellas.
—Ignoraba que tuvierais un hijo, señora Morgana.
—Yo era muy joven cuando nació —dijo sin alterarse—
Morgause lo ha criado. Yo misma casi lo había olvidado.
—Debéis de estar muy orgullosa de él. ¡Y qué apuesto! Tanto como el mismo Lanzarote —comentó la mujer, con ojos brillantes.
—¿Verdad que sí? —El tono de Morgana era muy cortés; sólo su tía, que la conocía bien, supo que estaba enfadada—. Creo que el parecido los incomoda a ambos. Pero Lanzarote y yo somos primos hermanos; cuando éramos niños, me parecía más a él que a Arturo. Nuestra madre era alta y pelirroja, como la reina Morgause, pero la señora Viviana descendía del antiguo pueblo de Avalón.
—¿Y quién es el padre? —preguntó la mujer.
Morgana apretó los puños, pero respondió con una sonrisa benévola.
—Es hijo de Beltane; el Dios reclama a todos los niños engendrados en los bosques. No olvidéis que fui discípula de la Dama del Lago.
La mujer trató de ser cortés.
—¿Allí todavía se mantienen los ritos antiguos?
—Y la Diosa permita que continúen hasta el fin del mundo.
Tal como esperaba, eso acalló a la mujer. Morgana le volvió la espalda para dirigirse a su tía.
—¿Estáis lista, señora? Bajemos al salón. —Y al salir del cuarto dejó escapar un largo suspiro de exasperación y alivio—. ¡Tontas chismosas! ¿No tienen otra cosa que hacer?
—Probablemente no —respondió Morgause—. Sus muy cristianos padres y maridos se aseguran de que no tengan otra cosa en que ocupar la mente.
Las puertas del gran salón estaban cerradas, para que todos entraran al mismo tiempo.
—De año en año, Arturo aumenta la pompa —comento Morgause—. Ahora, gran procesión de entrada, supongo.
—¿Qué esperabais? Ahora que no hay guerras tiene que apelar ala imaginación de su pueblo; he oído que fue un consejo de Merlín. —Sonrió de verdad, por primera vez en todo e día—. Incluso Arturo sabe que no puede retener a los suyos solo con una misa y un festín. Si no hay ninguna maravilla a la vista, no dudo que el rey y Merlín prepararán alguna. ¡Lástima que no pudieran demorar el eclipse hasta hoy!
—¿Se vio en Gales? —preguntó Morgause—. Mi gente se asustó. Y las necias de Ginebra debieron de chillar como si fuera el fin del mundo.
—Ginebra tiene pasión por rodearse de necias. Pero ella no lo es, aunque le guste parecerlo. No me explico cómo las tolera. —Tendríais que ser más paciente —advirtió la tía—. Me extraña que no hayáis aprendido mejor el oficio de reina, después de vivir tanto tiempo junto a Uriens. Una mujer siempre depende de la buena voluntad de otras mujeres. ¿No lo aprendisteis en Avalón?
—Las mujeres de Avalón no son necias. Pero Morgause la conocía lo suficiente para saber que su enfado disimulaba la soledad y el sufrimiento. —¿Por qué no volvéis allí, sobrina? Morgana inclinó la cabeza, sabiendo que ese tono amable podía hacerla romper en llanto.
—Todavía no ha llegado el momento. Se me ha ordenado permanecer junto a Uriens.
—¿Y Accolon?
—Oh, bueno, con Accolon. Debí prever que me lo reprocharíais.
—Nadie menos que yo —dijo Morgause—. Pero Uriens no vivirá mucho tiempo.
La voz de Morgana fue tan glacial como su cara. —Eso creía yo el día en que nos casaron, hace años. Puede vivir tanto como el mismo Taliesin, que murió con más de noventa años.
Arturo y Ginebra avanzaban lentamente hacia la vanguardia de la fila; él, resplandeciente con sus vestiduras blancas; ella, a su lado, exquisita con sus níveas sedas y sus joyas. Las grandes puertas se abrieron de par en par y ambos entraron. Luego, Morgana, con su esposo y los hijos de éste; Morgause y los suyos, Lanzarote y su familia y, finalmente, los demás caballeros, que fueron ocupando sus puestos ante la mesa redonda.
Algunos años atrás un artesano había escrito, en oro y carmesí, el nombre de cada compañero encima de su asiento acostumbrado. Esta vez el asiento más próximo al del rey, reservado durante todo ese tiempo para su heredero, llevaba el nombre de Galahad. Pero Morgause apenas reparó en eso. Pues en los grandes tronos que tenían que ocupar Arturo y Ginebra se habían colgado dos estandartes blancos con feas caricaturas una, de un caballero encima de dos testas coronadas, que se parecían endiabladamente a Arturo y Ginebra; la otra era una pintura lasciva que hizo enrojecer a la misma Morgause, que no era precisamente mojigata. Representaba a una mujer menuda v morena, completamente desnuda, abrazada por un enorme diablo cornudo; en torno a ella, un grupo de hombres desnudos aceptaba extrañas y repugnantes atenciones sexuales.
Ginebra lanzó un grito agudo.
—¡Dios y la Virgen nos protejan!
Arturo se detuvo en seco y tronó hacia los sirvientes:
—¿Cómo sucedió este... esta...? —A falta de palabras, señaló con la mano los dibujos—. ¿Esto?
—Señor... —tartamudeó el chambelán—, no estaban aquí cuando terminamos de decorar el salón; todo estaba en orden, hasta las flores ante el asiento de la reina.
—¿Quién fue el último en entrar aquí?
Cay se adelantó cojeando.
—Yo, hermano y señor. Vine a asegurarme de que todo estuviera en orden. Y juro por Dios que encontré todo listo para homenajear a mi rey y a su señora. Si descubro al sucio perro que puso esto aquí le retorceré el pescuezo. —Y movió las manos como si estuviera sacrificando a un pollo.
—¡Atiende a tu señora! —ordenó Arturo, bruscamente.
Entre el parloteo de las mujeres, Ginebra empezaba a derrumbarse, desvanecida. Morgana la mantuvo en pie, diciéndole en voz baja:
—¡No les des esta satisfacción, Ginebra! Eres la reina. ¿Qué te importa lo que algún idiota pueda haber garabateado en un estandarte? ¡Domínate!
Ginebra lloraba.
—¿Cómo pueden..., cómo pudieron..., quién puede odiarme tanto?
—Nadie puede vivir sin ofender a algún estúpido —dijo Morgana.
Y la ayudó a llegar a su asiento. Pero allí estaba todavía el más lascivo de los estandartes; la reina retrocedió como si hubiera tocado algo repugnante. Morgana lo arrojó al suelo y ordenó a una de las criadas que llenara una copa.
—No permitas que te altere, Ginebra. Supongo que ése esta destinado a mí. Se dice que me acuesto con demonios. ¿Y que me importa?
Arturo ordenó:
—Sacad esta basura de aquí, quemadla y traed incienso para quitar el hedor del mal.
Los lacayos corrieron a obedecer, mientras Cay prometía:
—Ya averiguaremos quién lo hizo. Debió de ser algún sirviente que despedí. Traed el vino, hombres, y brindaremos por el castigo del cerdo que trató de hacer fracasar nuestro festín. ¡Bebed por el rey Arturo y su señora!
Se elevaron tenues vítores, que se convirtieron en un auténtico grito de aprecio cuando la real pareja se inclinó ante los presentes. Luego los invitados tomaron asiento y Arturo dijo:
—Ahora haced pasar a los peticionarios.
Después de atender cuatro o cinco peticiones menores se llevaron las carnes, mientras tanto acróbatas y malabaristas entretenían a los comensales: un hombre hizo magia, sacando pájaros y huevos de los lugares más inesperados. Morgause, viendo ya serena a Ginebra, se preguntó si atraparían alguna vez al autor de los dibujos. Que uno retratara a Morgana como ramera era malo, pero el otro era peor: representaba a Lanzarote pisoteando al rey y a su consorte. La humillación recibida por el campeón de la reina podría haber sido borrada por su galante actitud hacia el joven Gwydion... No, Mordret. Pero alguien, sin duda, detestaba la obvia inclinación de Ginebra hacia su caballero.
La reina sonrió al oír los cuernos fuera del salón, como si algo la complaciera. Las puertas se abrieron de par en par; resonaron otra vez los toscos cuernos. Luego tres corpulentos sajones, vestidos de pieles y cueros, con grandes espadas, cascos con cuernos y coronas de oro en la cabeza, entraron a grandes pasos, cada uno seguido por su cortejo.
—Mi señor Arturo —anunció uno de ellos—: soy Adelric, señor de Kent y Anglia, y éstos son reyes hermanos. Venimos a pedir que nos permitáis rendiros tributo, cristianísimo rey, y firmar con vos y vuestra corte un tratado definitivo.
—Lot debe de estar revolviéndose en la tumba —comentó Morgause—, pero Viviana estaría complacida.
Morgana no respondió.
El obispo Patricio se levantó para acercarse a los reyes sajones y les dio la bienvenida. Luego dijo a Arturo:
—Esto me da un gran júbilo, mi señor, después de tan largas guerras. Os insto a recibir a estos hombres como reyes vasallos y a tomarles juramento, en señal de que todos los monarcas cristianos deberían ser hermanos.
Morgana, mortalmente pálida, quiso levantarse para hablar, pero Uriens le clavó una mirada ceñuda y ella volvió a sentarse a su lado. Morgause comentó con naturalidad:
—Recuerdo un tiempo en que los obispos se negaban a cristianizar a estos bárbaros por no encontrárselos en el Paraíso Claro que han pasado treinta años.
—Desde que asumí el trono —dijo Arturo—. he deseado poner fin a las guerras que han asolado esta tierra. Llevamos muchos años cohabitando en paz, señor obispo. Y ahora os doy la bienvenida a mi corte, buenos señores.
Otro de los sajones dijo:
—Tenemos por costumbre jurar sobre un acero. ¿Podemos pronunciar nuestro juramento sobre la cruz de vuestra espada, señor Arturo, como señal de que nos reunimos como reyes cristianos bajo el Dios único que impera sobre todos?
—Sea —otorgó Arturo en voz baja.
Y descendió del estrado para acercarse a ellos. A la luz de las antorchas y los candiles, Escalibur centelleó como un relámpago al salir de la vaina. Cuando Arturo la sostuvo verticalmente ante sí, una gran sombra ondulante, la sombra de una cruz, cayó a lo largo del salón. Los reyes se arrodillaron.
Ginebra parecía complacida; Galahad estaba arrebolado de gozo. Morgana. en cambio, se había puesto pálida de ira. Su tía la oyó susurrar a Uriens:
—¡Cómo osa dar tales usos a la sagrada espada de los druidas! ¡Como sacerdotisa de Avalón no pudo presenciar esto en silencio!
Quiso levantarse, pero su esposo la sujetó por la muñeca. Aunque anciano, era un guerrero y ella, una mujer menuda. Por un momento Morgause temió que sus huesos frágiles se quebraran, pero Morgana no lanzó un solo gemido. Con los dientes apretados, logró liberar su muñeca y dijo, en voz lo bastante alta para que llegara a Ginebra:
—Viviana murió sin completar su obra. Y yo he permanecido ociosa mientras Arturo caía en manos de los curas.
—Señora —dijo Accolon, inclinándose hacia ella—, ni siquiera vos podéis perturbar este santo día. Harían con vos lo que los romanos hicieron con los druidas. Discutid en privado con Arturo y hacedle esos reproches, si es preciso: no dudo que Merlín os ayudará.
Morgana bajó la vista y se mordió los labios.
Arturo estaba abrazando a los reyes sajones, uno a uno, luego los sentó cerca del trono y les hizo llevar presentes. Morgana se cogió una torta pegajosa de miel para ponerla entre los labios apretados de su sobrina.
—Sois demasiado afecta al ayuno. Morgana —dijo—. ¡Comed! Estáis pálida. Vais a desmayaros en vuestro asiento.
—No es el hambre lo que me demuda —replicó.
Pero comió la torta y bebió un poco de vino. Morgause notó que le temblaban las manos. En una muñeca se veían oscuras moraduras dejadas por los dedos de Uriens.
Luego se levantó y dijo en voz baja a su marido:
—No te preocupes, amadísimo esposo. No diré nada que pueda ofenderte, ni tampoco a nuestro rey. —Y se volvió hacia Arturo para añadir en voz alta—: ¡Hermano y señor mío! ¿Puedo solicitaros un favor?
—Mi hermana, la esposa de mi leal súbdito, el rey Uriens, puede pedir lo que desee —respondió Arturo con simpatía.
—Hasta el último de vuestros súbditos puede solicitar audiencia, señor. Eso os pido.
Arturo enarcó las cejas, pero adoptó su mismo tono formal.
—Esta noche, antes de acostarme, os recibiré en mi alcoba; podéis venir con vuestro esposo, si queréis.
«Me gustaría ser mosca para presenciar esa audiencia», pensó Morgause.
6
En la alcoba que Ginebra había asignado al rey Uriens y a su familia. Morgana se peinó con lentos movimientos e hizo que su doncella le pusiera un vestido limpio. Uriens se quejaba de que, tras haber comido y bebido demasiado, no estaba con ánimo para una audiencia.
—Ve a la cama, pues —dijo Morgana—. Soy yo quien tiene algo que decirle. Esto no tiene nada que ver contigo.
—No es así —objetó Uriens—. Yo también fui educado en Avalón. ¿Crees acaso que me gusta ver los objetos sagrados puestos al servicio de un Dios cristiano, empeñado en borrar del mundo cualquier otra sabiduría? No, Morgana. Irá también el reino de Gales del norte: yo, su rey, y Accolon, que tiene que gobernar cuando yo no esté.
—Mi padre tiene razón, señora. —Accolon la miró a los ojos—. Nuestro pueblo confía en que no lo traicionaremos. Arturo tiene que saber que Gales del norte no caerá mansamente bajo el imperio de los cristianos.
Morgana se encogió de hombros.
—Como gustéis.
«He sido una necia —pensaba—. Fui la sacerdotisa de su consagración y le di un hijo. Tendría que haber usado la influencia que tenía sobre su conciencia para convertirme en el poder detrás del trono. Y mientras me escondía a lamer mis heridas, como los animales, perdí mi dominio sobre Arturo. Pude haber mandado y ahora tengo que implorar, sin tener siquiera el imperio de la Dama.»
Iba ya hacia la puerta cuando alguien llamó. Era Gwydion. Aún llevaba la espada sajona que Lanzarote le había ceñido, pero ya no vestía armadura, sino una rica túnica escarlata.
Es de Lanzarote —explicó, al ver que Morgana la observaba—. Arturo me ha mandado decir que quiere verme en sus habitaciones, y como mi única vestimenta estaba arrugada y sucia, Lanzarote se ofreció a prestarme una. Al vérmela puesta dijo que podía quedármela, puesto que me sentaba tan bien y casi no había recibido regalos en mi consagración, cuando el rey hizo tantos a Galahad. ¿Acaso sabe que Arturo es mi padre?
Uriens parpadeó, sorprendido, pero no dijo nada. Accolon negó con la cabeza.
—No, hermanastro. Simplemente, Lanzarote es el más generoso de los hombres. También vistió a Gareth cuando vino a la corte, desconocido hasta para sus hermanos. Si os preguntáis si a Lanzarote le gusta mucho ver sus presentes lucidos por jóvenes apuestos, eso también se ha dicho, aunque no sé de nadie con quien haya tenido un gesto que no fuera de caballeresca cortesía.
—¿De veras? —musitó Gwydion. Morgana notó que guardaba la información como un avaro el oro en su cofre. Luego dijo lentamente—: Ahora recuerdo que en la corte de Lot se burlaron de él por sus canciones sobre el amor entre caballeros. Desde entonces sólo celebra la belleza de nuestra reina o aventuras caballerescas.
Morgana no pudo soportar el tono desdeñoso de su voz.
—Si has venido a reclamar un regalo por tu nombramiento, hablaré contigo después de mi audiencia con Arturo. Ahora no.
Gwydion bajó la vista a sus zapatos. Era la primera vez que parecía perder la seguridad en sí mismo.
—El rey también ha mandado por mí, madre. ¿Puedo ir con vos?
Eso estaba un poco mejor: que pudiera confesar así su vulnerabilidad.
—Arturo no quiere perjudicarte, hijo mío, pero si prefieres presentarte con nosotros, a lo sumo te mandará salir para hablar aparte contigo.
—Venid, hermanastro —invitó Accolon, tomándolo del brazo de modo que el joven pudiera verle las serpientes tatuadas en las muñecas—. Mi padre irá primero con su señora; vos y yo los seguiremos.
A Morgana le gustó que Accolon se hiciera amigo de su hijo y lo reconociera como hermano. Pero al mismo tiempo se sintió estremecer. Uriens la cogió de la mano.
—¿Tienes frío, Morgana? Coge tu manto.
En las habitaciones del rey había fuego encendido y se oían los sones de un arpa. Arturo estaba sentado en una silla de madera cargada de almohadones. Ginebra bordaba una estrecha faja con hebras de oro. El criado anunció ceremoniosamente:
—El rey y la reina de Gales del norte, con su hijo Accolon y el señor Lanzarote...
Ginebra levantó la vista y se echó a reír, corrigiendo:
—No, aunque el parecido es mucho. Es el señor Mordret, a quien vimos armar caballero el día de hoy.
Gwydion se inclinó ante la reina sin decir nada. Pero en esa reunión familiar Arturo no estaba dispuesto a ceremonias.
—Sentaos todos. Voy a ordenar que traigan vino.
Uriens protestó:
—Ya he tomado vino suficiente para poner a flote un barco Arturo. Para mí no. gracias. Tal vez los jóvenes tengan más resistencia.
Ginebra se acercó a su cuñada. Morgana comprendió que, si no hablaba inmediatamente. Arturo iniciaría una conversación con los hombres, esperando que ella se sentara en un rincón con la reina, a discutir en susurros cosas de mujeres: bordados, criados y embarazos. Hizo un gesto al criado que llevaba el vino:
—Yo tomaré una copa —dijo, recordando con dolor que, como sacerdotisa de Avalón, se había enorgullecido de beber sólo agua del Pozo Sagrado. Después del primer sorbo dijo—: Me inquieta profundamente la recepción dada a los enviados sajones. Arturo. No, no hablo como mujer que se entromete en asuntos de estado. Soy la reina de Gales del norte y la duquesa de Cornualles. Lo que afecte al reino me afecta a mí también.
—Entonces tendrías que alegrarte de que haya paz —observó Arturo—. Me he esforzado toda la vida en poner fin a las guerras con los sajones. Al principio creí que sólo acabarían cuando se les obligara a retroceder hasta el otro lado del mar. Pero la paz es la paz; si se puede conquistar con un tratado, sea. Hay muchas maneras de utilizar un toro, aparte de asarlo para la cena. Resulta igualmente efectivo castrarlo y ponerlo a tirar del arado.
—¿O reservarlo para servir a las vacas? ¿Pediréis a vuestros reyes vasallos que casen a sus hijas con los sajones, Arturo.
—Quizá. Los sajones son sólo hombres y tienen los mismos deseos de paz. Ellos también han vivido en tierras asoladas una y otra vez.
—Yo también ansío la paz y la recibo de buen grado, aún con los sajones —dijo Morgana—, pero ¿habéis hecho que renuncien a sus dioses para aceptar el vuestro al hacerlos jurar sobre la cruz?
Ginebra escuchaba con atención y dijo:
—No hay otros dioses. Morgana. Han aceptado abandonar los demonios que adoraban bajo el nombre de dioses. Ahora adoran al único Dios verdadero.
Gwydion intervino.
—Si en verdad creéis eso, reina y señora, para vos es verdad: todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas, una misma Diosa. Pero ¿osaríais imponer una sola verdad a la humanidad?
—¿Decís que eso es osadía? Sólo hay una verdad —aseguró Ginebra—, y llegará el día en que así lo reconozcan los hombres del mundo entero.
—Tiemblo por mi pueblo al oíros decir eso —dijo el rey Uriens—. Me he comprometido a proteger los bosques sagrados, y mi hijo después de mí.
—¡Vaya! Os creía cristiano, mi señor de Gales.
—Y lo soy, pero no renegaré de dioses ajenos.
—Es que no hay otros dioses.
Morgana abrió la boca para hablar, pero Arturo interpuso:
—Basta ya de esto, basta. ¡No os hice venir para discusiones teológicas! Demasiados sacerdotes hay ya para eso. ¿Qué deseabas decirme, Morgana? ¿Sólo que desconfías de la buena fe de los sajones, pese a sus juramentos sobre la cruz?
—No. —Mientras hablaba, reparó en Kevin, que estaba sentado entre las sombras con su arpa. ¡Bien! ¡Que Merlín de Britania fuera testigo de su protesta en nombre de Avalón!—. Pongo al Merlín como testigo de que los hicisteis jurar sobre la cruz..., y para eso transformasteis en cruz la santa espada de Avalón. ¿No es eso blasfemia, señor Merlín?
Arturo se apresuró a responder:
—Fue sólo un gesto para apelar a la imaginación, Morgana, como el que hizo Viviana al comprometerme, sobre esa misma espada, a luchar por la paz en nombre de Avalón.
Kevin dijo, con su melodiosa voz:
—Querida Morgana, la cruz es un símbolo más antiguo que Cristo. Venerado antes de que existieran los seguidores del Nazareno. En Avalón hay sacerdotes traídos por José de Arimatea, que rinden culto junto a los druidas.
—Pero no afirman que su Dios es el único —objetó Morgana, airada—. Y no dudo que el obispo Patricio los acallaría si pudiera.
—Aquí no se trata del obispo Patricio ni de sus creencia Morgana —dijo el músico—. Los no iniciados pueden creer que los sajones juraron sobre la cruz de Cristo. Nosotros también tenemos un Dios sacrificado, ya lo veamos en la cruz, ya en el centeno que tiene que morir en la tierra para renacer de entre los muertos.
Ginebra señaló:
—Vuestros dioses sacrificados sólo fueron enviados para preparar a la humanidad para el Cristo...
Arturo levantó la mano con impaciencia.
—¡Silencio, todos vosotros! Los sajones juraron mantener la paz sobre un símbolo al que daban...
Pero Morgana lo interrumpió:
—De Avalón recibisteis la espada sagrada y a Avalón jurasteis proteger los Misterios. ¡Y ahora convertís la espada de los Misterios en la cruz de la muerte ignominiosa! Viviana vino a esta corte para exigiros que cumplierais con vuestro juramento y le dieron muerte. Ahora yo he venido para completar su obra y para reclamaros la sagrada Escalibur que habéis osado poner al servicio de vuestro Cristo.
—Llegará el día en que desaparezcan todos los falsos dioses y todos los símbolos paganos sean puestos al servicio de Cristo —aseveró la reina.
—¡No he hablado contigo, grandísima necia! —se enfureció Morgana—. ¡Y ese día llegará sobre mi cadáver! Los cristianos tenéis santos y mártires. ¿Creéis acaso que Avalón no los tendrá?
Y se estremeció: sin querer acababa de hablar por la videncia. Veía el cuerpo de un caballero amortajado en negro; sobre él, un estandarte con la cruz. Habría querido arrojarse a los brazos de Accolon.
—¡Cómo lo exageras todo, Morgana! —protestó Arturo, con una risa intranquila.
Esa risa la enfureció, alejando al mismo tiempo el miedo y la videncia. Se irguió en toda su estatura. Por primera vez en muchos años se recubrió con todo el poder y la autoridad de las sacerdotisas de Avalón.
—¡Escúchame, Arturo de Britania! Así como la fuerza y el poder de Avalón te pusieron en el trono, así la fuerza y el poder de Avalón pueden llevarte a la ruina. ¡Piensa bien cómo profanas la Regalía Sagrada! No se te ocurra jamás ponerla al servicio de tu Dios cristiano, pues todos los objetos del Poder pon su maldición...
—¡Ya es suficiente! —Arturo se había levantado. Su ceño era como una tempestad—. Aunque seas mi hermana, no te atrevas a dar órdenes al gran rey de toda Britania.
—¡No apelo a mi hermano, sino al rey! Avalón te puso en el trono y te dio esa espada, Arturo. En nombre de Avalón te exijo Devolverla a la Regalía Sagrada! Si tu intención es usarla como a una espada cualquiera, ordena a tus herreros que te forjen otra.
Hubo un horrible silencio. Por un momento Morgana tuvo la sensación de que sus palabras caían en los grandes espacios resonantes abiertos entre los mundos, despertando a los druidas en la lejana Avalón, y hasta la misma Cuervo alzaría su voz contra la traición de Arturo. Pero lo primero que oyó fue una risa nerviosa.
—¡Qué tonterías dices, Morgana! —era Ginebra quien hablaba—. ¡Bien sabes que Arturo no puede hacer eso!
—No te entrometas, Ginebra —dijo Morgana, amenazante—. Esto no tiene nada que ver contigo. Pero si fue por ti que Arturo faltó a su juramento, ¡cuídate!
—Uriens —apeló la reina—, ¿vas a quedarte ocioso mientras tu rebelde esposa habla así al gran rey?
El anciano tosió.
—Morgana, sé razonable. —Su voz sonaba tan nerviosa como la de Ginebra—. Arturo hizo un gesto dramático por motivos políticos. Los dioses pueden cuidarse solos, querida.
En ese momento, si hubiera tenido un arma, Morgana habría derribado a su marido. Había llegado a respaldarla y ahora la abandonaba. Arturo dijo:
—Si esto te atribula tanto, hermana, déjame decirte que no quise hacer ninguna profanación. Si la espada de Avalón ha servido como cruz para un juramento, ¿no significa eso que los poderes de Avalón participan para servir a este país? Así me lo aconsejó Kevin.
—¡Supe que era un traidor cuando hizo enterrar a Viviana fuera de la isla Sagrada! —replicó Morgana, iracunda—. ¡Esa , espada no es tuya, sino de Avalón! Y si no la usas como has jurado, tiene que ser entregada a quien sea fiel a su palabra.
—¡Una espada es de quien la usa! —exclamó Arturo, ya tan furioso como su hermana, cerrando la mano sobre la empuñadura de Escalibur, como si alguien pudiera quitársela en ese mismo instante—. ¡Y me la he ganado al expulsar de este suelo a todos los enemigos...!
—Que has tratado de someter al servicio del Dios cristiano. Ahora, en el nombre de la Diosa, te exijo que sea devuelta al templo del Lago.
Arturo aspiró una larga bocanada de aire. Luego, con estudiada calma, replicó:
—Me niego. Si la Diosa quiere que le sea devuelta, ella misma tendrá que quitármela de las manos. —Luego suavizó la voz—. Querida hermana, te lo ruego: no riñamos por el nombre que damos a nuestros dioses. Tú misma has dicho que todos los dioses son un mismo Dios.
«Y jamás comprenderá su error —pensó Morgana, desesperada—. Pero ha convocado a la Diosa. Sea: permitidme ser vuestra mano. Señora.» Por un momento inclinó la cabeza. Luego dijo:
—Que sea la Diosa, pues, quien disponga de su espada.
«Y cuando haya terminado, Arturo, te arrepentirás de no haber querido tratar conmigo.» Luego fue a sentarse junto a Ginebra, mientras Arturo se dirigía a Gwydion.
—Señor Mordret, estaba dispuesto a armarte caballero cuando lo pidieras. No tenías que obligarme con esa treta.
—Pensé que, si lo hacíais sin una buena excusa como ésta, podían circular rumores indeseables —explicó Gwydion—. ¿Me perdonaréis la triquiñuela, señor?
—Si Lanzarote te ha perdonado, no veo motivos para guardarte rencor —reconoció el rey—. Ojalá estuviera en mi poder reconocerte como hijo, Mordret. Hasta hace algunos años no sabía que existías. ¿Sabes?, supongo que para los sacerdotes y los obispos tu mera existencia es señal de algo pecaminoso.
—¿Y vos lo creéis así, señor?
Arturo lo miró a los ojos.
—Oh, a veces creo una cosa, a veces otra, como todos. Eso no importa. El hecho es que no puedo reconocer mi paternidad, aunque cualquiera se enorgullecería de un hijo así, mucho más un rey sin descendencia. Pero ha de ser Galahad quien herede el trono.
—Si vive —apuntó el joven. Y ante el gesto asustado de Arturo añadió en voz baja—: No, señor: no estoy profiriendo una amenaza contra su vida. Estoy dispuesto a jurarlo, por la cruz o por el roble: que la Diosa me quite la vida si alguna vez alzo una mano contra mi primo Galahad. Pero lo he visto: morirá honorablemente por la cruz que venera.
—¡Dios nos salve de todo mal! —exclamó Ginebra.
—Por supuesto, señora. Pero si no llega a ocupar el trono, ¿qué pasará?
—Si Galahad muriera antes de llegar al trono (Dios lo proteja de todo daño) —dijo Arturo—. no me quedará alternativa.
La sangre real es sangre real y la tuya lo es, por Pendragón y por Avalón. Si llega ese día, supongo que hasta los obispos preferirán verte en el trono a dejar este país en un caos corno el que temían a la muerte de Uther.
Se levantó para poner las manos en los hombros de su hijo, mirándolo frente a frente.
—Ojalá pudiera decir más. hijo mío. Pero lo hecho, hecho está. Lamento de corazón que no hayas nacido de mi reina.
—También yo —se sumó Ginebra, levantándose para abrazarlo.
—De cualquier modo no te trataré como a un vulgar plebeyo -—continuó Arturo—. Eres hijo de Morgana, Mordret, duque de Cornualles y caballero del gran rey: serás la voz de la mesa redonda entre los reyes sajones. Tendrás la facultad de dictar justicia y de cobrar mis impuestos, reteniendo la porción adecuada para mantener la casa que corresponde al canciller real. Y si lo deseas, te autorizo a casarte con la hija de uno de esos reyes; de ese modo tendrías una corona, aunque no heredes la mía.
Gwydion se inclinó en reverencia.
—Sois generoso, señor.
«Sí —pensó su madre—, y de ese modo lo mantiene donde no moleste hasta que tenga necesidad de él.» Luego levantó la cabeza.
—Ya que sois tan generoso con mi hijo, Arturo, ¿puedo abusar nuevamente de vuestra bondad?
Aunque desconfiado, el rey dijo:
—Pide algo que yo pueda otorgar, señora, y será un placer satisfacerte.
—Habéis nombrado a mi hijo duque de Cornualles, pero aún es poco lo que sabe de aquellas tierras. He sabido que el duque Marco reclama todo el territorio. ¿Me acompañaríais a Tintagel para investigar el asunto?
Arturo se relajó. ¿Esperaba acaso que volviera sobre el tema de Escalibur «No, hermano. Cuando tienda la mano hacia esa espada lo haré en mi tierra y en nombre de la Diosa.»
—Ya no sé cuántos años llevo sin visitar Cornualles —respondió Arturo—. y no puedo partir hasta pasado el solsticio de verano. Pero si permanecéis en Camelot como huéspedes míos, iremos juntos a Tintagel. Y entonces veremos si el duque Marco u otro disputa nuestros derechos. —Se volvió hacia Kevin—. Y ahora, basta de asuntos elevados. No podría pedirte que cantaras ante toda mi corte, señor Merlín, pero te ruego una canción aquí, en mis habitaciones y sólo para mi familia.
—Será un placer —dijo Kevin—, si mi señora Ginebra no se opone.
Como la reina guardó silencio, acercó el arpa a su hombro para tocar.
Morgana escuchaba en silencio junto a Uriens. Gwydion también, cogiéndose las rodillas con las manos, hechizado Uriens prestaba una atención cortés. Por un momento Morgana buscó los ojos de Accolon, pensando: «De algún modo esta noche tengo que reunirme con él, aunque sea preciso dar algo a Uriens para que duerma. Tengo mucho que decirle.» Y luego bajó la vista: no era mejor que Ginebra.
Uriens le cogió la mano para acariciarle los dedos, tocando las moraduras que él mismo le había hecho. En medio del dolor sintió repugnancia. Tendría que ir a su lecho, si él la deseaba.
Arturo, Uriens, Kevin, todos la habían traicionado. Pero Accolon no le fallaría. Accolon gobernaría para Avalón; sería el rey que Viviana previera. Y después de él, Gwydion, rey y druida.
«Y detrás del rey, la reina, gobernando en nombre de la Diosa, como antaño...»
Kevin levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Morgana se estremeció, sabiendo que tenía que disimular sus pensamientos. «También tiene el don de la videncia y responde a Arturo. A pesar de ser Merlín de Britania, es mi enemigo.»
Pero el arpista dijo mansamente:
—Puesto que ésta es una reunión familiar y a mí también me gustaría oír música, ¿puedo pedir, como retribución, que la señora Morgana cante?
Y ella fue a ocupar su sitio, sintiendo el poder del arpa en las manos. «Tengo que hechizarlos para que no piensen mal», se dijo. Y aplicó las manos a las cuerdas.
7
Cuando estuvieron solos en su alcoba, Uriens dijo:
—Ignoraba que tus derechos sobre Tintagel estuvieran nuevamente en disputa.
—Las cosas que ignoras, esposo mío, son tantas como las bellotas en una pradera —dijo, impaciente. Quería estar sola para analizar sus planes, para discutirlos con Accolon, y tenía que aplacar a ese anciano idiota.
—Tendría que saber lo que estás planeando. Me ofende que no me consultaras sobre lo que está pasando en Tintagel en vez de apelar a Arturo.
El tono mohíno de Uriens encerraba también un deje de celos. Morgana recordó entonces que había salido a relucir lo que tantos años había ocultado: la paternidad de su hijo. Todavía impaciente, dijo:
—Arturo está disgustado conmigo porque no le parece correcto que una mujer se le enfrente así. Por eso le pedí ayuda: para que no crea que me rebelo contra él.
No dijo nada más. Como sacerdotisa de Avalón no podía mentir, pero no había necesidad de revelar demasiado.
—¡Qué sagaz eres, Morgana! —ponderó Uriens, dándole unas palmaditas en la muñeca que él mismo había lesionado.
«Necesito a Accolon —pensó Morgana, sintiendo que le temblaban los labios—. Quiero estar en sus brazos, que me cuide y me consuele. Pero en este lugar ¿cómo haremos para reunimos en secreto?» Parpadeó para ahuyentar las lágrimas de ira. Ahora la fortaleza era su única garantía: fortaleza y disimulo.
Uriens, que había salido a orinar, volvió bostezando.
—Oí que el sereno anunciaba la medianoche. Tenemos que acostarnos, señora. —Y empezó a quitarse la ropa festiva—. ¿Estás muy cansada, querida?
Morgana no respondió, temiendo echarse a llorar. Uriens tomó su silencio por consentimiento y la atrajo hacia la cama Morgana lo toleró, tratando de recordar alguna hierba, algún encantamiento que pusiera fin a la virilidad del anciano, demasiado prolongada. Después quedó pensativa: ¿Por qué no se entregaba con indiferencia, sin pensar, como lo había hecho tan a menudo en aquellos largos años? ¿Por qué tenía que prestarle más atención que a un animal vagabundo que le olfateara las faldas?
Durmió sin sosiego; soñó con una criatura que había encontrado en algún sitio y que tenía que amamantar, aunque tenía los pechos secos y terriblemente doloridos. Al despertar aún le dolían. Uriens había salido de caza con algunos hombres de Arturo, tal como estaba acordado. Morgana se encontraba descompuesta y con náuseas. «No me extraña: comí lo que habitualmente ingiero en tres días.» Pero cuando fue a ponerse la túnica descubrió que tenía los pezones, no pardos y pequeños, sino rojizos e hinchados.
Se derrumbó en la cama como si se le hubieran roto las rodillas. Estaba segura de que era estéril; tras el nacimiento de Gwydion le habían dicho que probablemente no volvería a tener hijos, y en todos aquellos años no había concebido de nadie. Más aún: ya se aproximaba a los cuarenta y nueve años; sus menstruaciones se habían vuelto irregulares y solían faltar durante varios meses. Y a pesar de todo, estaba embarazada. Su primera reacción fue de miedo: al nacer Gwydion había estado muy cerca de morir.
Uriens sin duda quedaría encantado ante esa supuesta prueba de su virilidad. Pero en el momento de la concepción estaba muy enfermo de fiebre pulmonar; había muy pocas probabilidades de que la criatura fuera suya. ¿Habría sido engendrada por Accolon el día del eclipse? En ese caso era del Dios que se les había presentado en el bosque de avellanos.
«¿Qué haría con un recién nacido, vieja como soy? Pero tal vez sea una sacerdotisa para Avalón, para que gobierne después de mí cuando el traidor haya sido derribado del trono en que Viviana lo puso.»
El día era gris y lóbrego: lloviznaba. El campo de los torneos estaba lodoso, con estandartes y cintas pisoteadas en el cieno; uno o dos de los reyes vasallos se preparaban para salir a caballo; algunas fregonas, con las faldas recogidas hasta los muslos, marchaban hacia las orillas del lago, llevando paletas y sacos de ropa sucia.
Se oyó un golpe en la puerta y la voz de un criado, suave y respetuosa:
—Reina Morgana, la gran reina solicita que vos y la señora de Lothian vayáis a desayunar con ella. Y Merlín de Britania os pide que lo recibáis aquí a mediodía.
—Iré a reunirme con la reina — confirmó—. Dile al Merlín que lo recibiré. —Ambas confrontaciones la acobardaban. pero no se atrevía a negarse, especialmente ahora. Ginebra jamás sería otra cosa que su enemiga; era culpa suya que Arturo hubiera traicionado a Avalón. «Tal vez estoy planeando la caída de quien no corresponde; si lograra que Ginebra abandonara la corte, si huyera con Lanzarote, ahora que ha enviudado y puede desposarla legalmente...» Pero desechó la idea. «Arturo debe de haberle pedido que se reconcilie conmigo. Si Morgause se pusiera de mi parte, perdería a Uriens y a los hijos de Lot.»
Encontró a Morgause en la habitación de la reina; el olor acomida le despertó las náuseas otra vez, pero las dominó con férrea voluntad. Era bien sabido que nunca comía mucho, de modo que su falta de apetito no llamaría la atención. Cuando Ginebra se acercó a besarla, por un momento Morgana volvió a sentir una sincera ternura por ella. No era a Ginebra a quien odiaba, sino a los curas que tanta influencia tenían sobre la reina.
Ya a la mesa, sólo aceptó un trozo de pan con miel que no probó. Las damas de Ginebra, estúpidas devotas, la recibieron con miradas curiosas y aparente cordialidad.
—Vuestro hijo, el señor Mordret..., ¡qué brillante joven! ¡Qué orgullosa estaréis de él! —comentó una de ellas.
Morgana desmigó el pan, comentando sin alterarse que apenas lo había visto desde el destete y que era Morgause quien se envanecía de él como de un hijo propio.
—Me enorgullezco más de Uwaine, mi hijastro, pues lo crié desde que era pequeño.
Una de las muchachas soltó una risita aguda, diciendo que, en su lugar, prestaría más atención a ese otro hijastro, el apuesto Accolon. Morgana apretó los dientes, con ganas de matarla, Pero las señoras de la corte no tenían otra cosa que los chismes Pata pasar el tiempo.
—¿Es cierto que no es hijo de Lanzarote? — insistió Alais, a quien conocía de sus tiempos en la corte.
Morgana enarcó las cejas.
—¿Quién? ¿Accolon?
—Bien sabéis a quién me refiero. Lanzarote era hijo de Viviana y vos os criasteis junto a ella. ¿Quién podría criticaros?. Decidme la verdad, Morgana: ¿quién es el padre de ese apuesto mozo? No puede haber sido ningún otro, ¿cierto?
Morgause. riendo, trató de romper la tensión.
—Bueno, todas estamos enamoradas de Lanzarote, por s puesto. ¡Qué carga para él!
—No comes nada, Morgana —observó Ginebra—. Si esto no te agrada, puedo hacerte traer algo de las cocinas. ¿Una loncha de jamón, un vino mejor?
Morgana negó con la cabeza y se llevó un trozo de pan a la boca. Ante sus ojos bailaban puntos grises. Si la anciana reina de Gales del norte se desmayaba como una joven embarazada tendrían tema para animar muchos días aburridos. Se clavó las uñas en la palma de las manos para alejar el mareo.
—Anoche bebí demasiado. Bien sabéis que no tengo resistencia para el vino, Ginebra.
—¡Y qué buen vino era! —exclamó Morgause, chasqueando los labios.
Pero Morgana sintió su mirada interrogante fija en ella. Si algo no se podía ocultar era un embarazo. ¿Y por qué ocultarlo, si estaba legalmente casada? Habría risas si el anciano rey y su madura esposa tenían un hijo a esa avanzada edad, pero serían risas bonachonas. No obstante Morgana se sentía a punto de estallar por la fuerza de su cólera.
Cuando todas las damas se hubieron retirado, dejándola a solas con Ginebra, la reina le cogió la mano, diciendo en tono de disculpa:
—No tienes buen semblante, Morgana. Te convendría volver a la cama.
—Quizás —reconoció, mientras pensaba: «Ginebra no podría entender lo que me pasa. Si esto le sucediera a ella, aun ahora se alegraría.»
La reina enrojeció bajo su mirada furiosa.
—Lo siento. No pensé que mis damas te provocarían así. Tendría que haberlas acallado, querida.
—¿Crees que me importa lo que píen esos gorriones? —replicó Morgana, con un desprecio tan cegador como su jaqueca—. ¿Cuántas de tus damas saben quién engendró realmente a mi hijo?
Ginebra pareció asustarse.
—No creo que sean muchas... Las que estaban presentes anoche, cuando Arturo lo reconoció... y el obispo Patricio.
Morgana, al observarla, parpadeó. «¡Qué bien la tratan los «nos! Está cada vez más encantadora, mientras yo me marchito como un viejo escaramujo.»
—Pareces tan cansada, Morgana... —dijo Ginebra. Era sorprendente que, a pesar de la antigua enemistad, hubiera también amor entre ellas—. Ve a descansar, querida hermana.
«¿O es sólo porque ya quedamos tan pocas de las que pasamos juntas la juventud?»
Merlín también había envejecido y los años no lo trataban tan bien como a Ginebra; estaba más encorvado y caminaba con un bastón, arrastrando una pierna; los brazos musculosos parecían ramas de un vetusto roble. Sólo las manos conservaban los movimientos exactos y encantadores, pese a lo torcido e hinchado de los dedos. Rechazó parcamente el ofrecimiento de vino o un refrigerio y, siguiendo la vieja costumbre, se dejó caer en el asiento sin pedir licencia.
—Creo que os equivocáis, Morgana, al acosar a Arturo por Escalibur.
—No contaba con vuestra aprobación, Kevin —dijo ella, con voz dura y maliciosa—. Sin duda estáis de acuerdo con cualquier uso que él quiera dar a la Regalía Sagrada.
—No le veo nada malo. Todos los dioses son uno, y si nos unimos al servicio de ese Uno...
—¡Pero si por eso peleo! —manifestó Morgana—. El Dios de ellos tiene que ser el Uno... y el único, eliminando toda mención de la Diosa a la que servimos. Escuchad, Kevin: ¿no veis que esto empequeñece el mundo? ¿Por qué no puede haber muchos caminos? Que los sajones sigan el suyo; nosotros, el nuestro, y los cristianos a su Cristo, sin restringir los otros cultos.
Kevin negó con la cabeza.
—No lo sé, querida. Los hombres parecen haber cambiado profundamente su manera de mirar el mundo, como si una verdad tuviera que suprimir a las otras.
—Pero la vida no es tan simple.
—Yo lo sé, vos lo sabéis y, con el tiempo, hasta los curas lo descubrirán.
—Pero ya será demasiado tarde, si por entonces han eliminado del mundo a las otras verdades.
Kevin suspiró.
—Existe un destino que nadie puede detener, Morgana, y creo que nos enfrentamos a ese día. —Le cogió la mano; ella nunca lo había oído hablar con tanta suavidad—. No soy vuestro enemigo. Os amo y sólo os deseo el bien. Nadie puede resistirse a las mareas o a los hados. Os aseguro. Morgana, que lo cristianos son como una marejada que barrerá a todos los hombres como a pajuelas.
—¿Y cuál es la solución?
Kevin inclinó la cabeza, como si quisiera apoyarla en su seno, buscando una Diosa Madre que calmara su miedo y su desesperación.
—Quizá no haya solución —musitó con voz ahogada— Quizá no hay Dios ni Diosa y estamos riñendo por palabras necias. No quiero pelear con vos, Morgana de Avalón, pero tampoco me quedaré cruzado de brazos mientras arrojáis nuevamente a este reino a la guerra y el caos, destruyendo la paz que Arturo nos ha dado. Os digo, Morgana. que he visto cerrarse la oscuridad Tal vez podamos conservar en Avalón la sabiduría secreta, pero ya no podremos extenderla nuevamente a todo el mundo. ¿Creéis que me asusta morir para que algo de Avalón pueda sobrevivir entre los hombres?
Lenta, hipnóticamente. Morgana alargó una mano para enjugarle las lágrimas, pero la retiró con súbito miedo. Su visión se empañó: había tocado una llorosa calavera y tuvo la impresión de que su propia mano era la esquelética mano de la Parca. Kevin también lo vio, por un momento la miró fijamente, horrorizado. Luego aquello desapareció. Morgana se oyó decir con dureza:
—Y así permitiréis que la espada sagrada de Avalón salga al mundo, para convertirse en la espada vengadora del Cristo.
—Prefiero que esté en el mundo, donde los hombres puedan seguirla, no escondida en Avalón. ¿Qué importa a qué dioses invoquen, mientras la sigan?
—Para impedirlo estoy dispuesta a morir —replicó Morgana, firme—. Tened cuidado. Merlín de Britania: el gran matrimonio os compromete a morir por la salvaguarda de los Misterios. ¡Cuidad que no se os exija cumplir con ese juramento!
Los bellos ojos de Kevin se clavaron en los suyos.
—¡ Ah, señora mía, os lo ruego! Pedid consejo a Avalón antes de actuar. En verdad creo que ha llegado el momento de que volváis allí.
La voz de Morgana se quebró por las lágrimas que la habían abrumado durante todo el día.
—Ojalá... ojalá pudiera regresar. Si no me atrevo aires por lo mucho que lo deseo. Sólo iré cuando pueda quedarme para siempre.
—Regresaréis, pues lo he visto —dijo Kevin, pesadamente—. Pero yo no. No sé cómo, amor mío, pero sé que jamás volveré a beber del Pozo Sagrado.
Morgana observó el cuerpo feo y deforme, las manos finas, los bellos ojos. Aún lo amaba, lo amaría hasta que ambos hubieran muerto; lo conocía desde los inicios del tiempo y juntos habían servido a la Diosa. Tuvo la sensación de que ambos estaban fuera del tiempo: ella le daba la vida, lo talaba como árbol para que volviera a brotar en el trigo; él moría según su voluntad y ella, en sus brazos, tornaba a la vida: el antiguo drama sacerdotal que se desarrollaba desde antes de que druidas o cristianos pisaran la tierra. «¿Y él sería capaz de abandonarlo todo?»
—Si Arturo falta a su juramento, ¿no tengo que reclamárselo?
Kevin dijo:
—Algún día la Diosa se lo reclamará a su modo. Pero Arturo es rey de Britania por Su voluntad. ¡Cuidado os digo, Morgana de Avalón! ¿Osaréis enfrentaros a los hados que rigen este suelo?
—¡Hago lo que la Diosa me ha ordenado!
—¿La Diosa... o vuestro orgullo, vuestra ambición por los que amáis? Os lo repito, Morgana: andad con cuidado. Bien puede ser que el tiempo de Avalón haya pasado y con él, el vuestro.
Entonces se quebró el fiero control que Morgana se había impuesto.
—¿Y os atrevéis a llevar el título de Merlín de Britania? —le gritó—. ¡Fuera de aquí, maldito traidor! —Recogió el huso para arrojárselo a la cabeza—. ¡Fuera! ¡Fuera de mi vista y maldito seáis por siempre! ¡Fuera de aquí!
8
Diez días más tarde, el rey Arturo partió hacia Tintagel, acompañado por su hermana y el esposo de ésta, Uriens de Gales.
Morgana había tenido tiempo de resolver lo que haría. En la víspera encontró un momento para hablar a solas con Accolon.
—Espérame en la orilla del lago; cuida de que no te vean Arturo ni Uriens.
Le ofreció la mano como despedida, pero Accolon la estrechó contra sí para besarla una y otra vez.
—¡No puedo dejarte ir al peligro de este modo, señora!
Por un momento Morgana se recostó contra él. Estaba muy cansada de ser siempre fuerte, atenta a que las cosas marcharan siempre como era debido. ¡No podía permitir que sospechara su debilidad!
—No hay remedio, amado. De lo contrario no habría más solución que la muerte. Y no puedes subir al trono llevando en las manos la sangre de tu padre.
—¿Y Arturo?
—Tampoco quiero hacerle daño —aseguró Morgana, serena—. No voy a hacerle matar. Pero morará durante tres días y tres noches en el país de las hadas; cuando regrese habrán pasado cinco años o más, su reinado será una leyenda y el peligro del mando sacerdotal habrá pasado.
—Pero si de algún modo logra salir...
A Morgana le tembló la voz.
—«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?» Arturo correrá la suerte que los hados decreten. Y tu tendrás su espada.
«Traición», pensó, mientras cabalgaba con los demás en la lúgubre mañana. Una leve neblina se desprendía del Lago.
Aún tenía náuseas y el movimiento del caballo las empeoraba. No recordaba haber estado tan descompuesta al gestar a Gwydion... No: Mordret, aunque quizá decidiera reinar con su nombre. Y cuando Kevin viera los hechos consumados, sin duda él también apoyaría al nuevo rey de Avalón.
La niebla se estaba espesando; eso le simplificaría las cosas. Estremecida, se ciñó la capa. Tenía que actuar ya. de lo contrario, al rodear el Lago, girarían hacia el sur. rumbo a Cornualles. La bruma era ya tan densa que apenas distinguía las siluetas de los tres soldados que marchaban delante; al volverse en la montura vio que los tres de la retaguardia eran igualmente borrosos. Pero un trecho del camino se veía con claridad.
Alargó las manos, empinándose en la silla, y susurró las palabras del hechizo que nunca se había atrevido a usar. Tuvo un momento de puro terror, aun sabiendo que era sólo el frío de la pérdida de energía. Uriens se estremeció.
—Nunca he visto niebla como ésta —dijo, quejumbroso—. Vamos a perdernos y acabaremos pasando la noche en las orillas del Lago. Sería mejor refugiarnos en la abadía de Glastonbury.
—No estamos perdidos —replicó Morgana. La niebla era tan densa que apenas veía el suelo bajo los cascos del animal—. Conozco cada paso del camino. Podemos pasar la noche en un sitio que conozco, cerca de la orilla, y continuar el viaje por la mañana.
—No podemos haber llegado tan lejos —objetó Arturo—. Oigo las campanas de Glastonbury tocando el Ángelus.
—En la niebla los sonidos llegan lejos —explicó Morgana—, más aún con una niebla tan densa. Confiad en mí. Arturo.
Él le sonrió cariñosamente.
—Siempre he confiado en vos. querida hermana.
Oh, sí, desde el día en que Igraine lo pusiera en sus brazos para que lo cuidara y le secara las lágrimas... Morgana, impaciente, endureció el corazón; eso había sucedido hacía toda una vida.
«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?»
Así era la naturaleza; no se podía enmendar en aras de los sentimientos. Arturo tendría que enfrentarse a su destino sin la protección de la vaina. No levantaría una mano contra el hijo de su madre y el padre de su hijo, pero podía retirarle los hechizos que había puesto sobre él. Y entonces correría la suerte que la Diosa quisiera.
La mágica bruma se había espesado tanto que Morgana apenas veía el caballo de Uriens. De entre la niebla surgió s rostro, enfadado y mohíno.
—¿Estás segura de saber adonde nos llevas, Morgana? Nunca he pasado por aquí, lo juraría. No conozco la curva de esa colina.
—Te aseguro que conozco cada paso del camino, con niebla o sin ella. —A sus pies distinguió el curioso grupo de arbustos, inalterados desde que tratara inútilmente de entrar a Avalón. «Que no suenen las campanas de la iglesia mientras busco la entrada, Diosa —rezó para sus adentros—, no vaya todo a desvanecerse de nuevo en la neblina, sin permitirnos llegar a ese país...»
—Por aquí—dijo, clavando los talones a su caballo—. Seguidme, Arturo.
Y se adentró velozmente en la brama, sabiendo que no podrían seguir su paso con tan poca luz. Detrás de ella se oyó la maldición de Uriens, su voz fastidiada, y la de Arturo tranquilizando a su caballo. La niebla había empezado a ralear. De pronto se encontraron a plena luz del día, entre los árboles. Un resplandor verde y claro penetraba desde arriba, aunque no se veía el sol. Arturo lanzó una exclamación de sorpresa.
Del bosque salieron dos hombres.
—¡Arturo, mi señor! —saludaron claramente—. ¡Es un placer recibiros aquí!
El rey sofrenó inmediatamente su caballo, antes de que los atropellara.
—¿Quiénes sois y cómo sabéis mi nombre? —inquirió—. ¿Y qué lugar es éste?
—Caramba, mi señor, es el castillo de Chariot. Nuestra reina siempre ha deseado recibiros como huésped.
Arturo parecía confuso.
—Ignoraba que hubiera un castillo en esta zona. Tenemos que habernos alejado más de lo que pensábamos.
Uriens parecía desconfiar, pero Morgana vio que sobre Arturo caía el familiar hechizo de las tierras de las hadas. No encontraba necesidad de cuestionar nada; como en los sueños, lo que sucedía era aceptado, simplemente. Pero ella tenía que conservar el tino.
—Reina Morgana —dijo uno de los hombres, con esa belleza morena que los asemejaba a versiones oníricas de las gentes pequeñas de Avalón—, nuestra reina os espera con alegría. Y vos. mi señor Arturo, participaréis de nuestro festín.
—Después de tanto viajar en la niebla será grato sentarme un festín —respondió Arturo, cordialmente. Y dejó que el hombre condujera su caballo por el bosque—. ¿Conocéis a la reina de estas tierras. Morgana?
—La conozco desde que era joven. —«Se burló de mí... Y se ofreció a criar a mi hijo en el mundo de las hadas.»
—Me sorprende que nunca viniera a Camelot para ofrecer su fidelidad —comentó Arturo, ceñudo—. No recuerdo, pero me parece haber oído hablar de un castillo de Chariot hace muchísimo tiempo. —Luego descartó el tema—. De cualquier modo, estas gentes parecen amistosas. Transmite mis cumplidos a la reina, Morgana. Sin duda la veré en el festín.
—Sin duda —confirmó ella, mientras los hombres se lo llevaban.
«Tengo que conservar la cabeza; usaré el latir de mi corazón para medir el tiempo sin dejarme llevar; de lo contrario me enredaré en mis embrujos.» Y se preparó para el encuentro con la reina.
No había cambiado; era siempre la misma mujer alta, con cierto parecido a Viviana, como si ambas fueran consanguíneas. Y como tal la abrazó.
—¿Qué te trae por propia voluntad a nuestras costas, Morgana de las Hadas? —preguntó—. Aquí está tu caballero; una de mis damas lo encontró vagando por los juncos del lago, sin poder orientarse en la bruma.
Hizo un gesto y Accolon apareció allí. Cuando aferró la mano de Morgana, ella lo sintió sólido y real... No obstante ignoraba si estaban bajo techo o a la intemperie, si el trono de vidrio de la reina estaba dentro de un bosque magnífico o en un gran salón abovedado.
Accolon se arrodilló ante el trono y la reina le cogió una mano; las serpientes parecieron moverse por sus brazos hasta quedar en la palma de la reina, que jugó distraídamente con ellas.
—Has escogido bien, Morgana —dijo—. No creo que éste vaya a traicionarme. Mirad: Arturo ha cenado bien y allí descansa.
Y señaló un muro, que pareció abrirse de par en par. En la pálida luz, Morgana vio a Arturo dormido, con un brazo bajo la cabeza y el otro cruzado sobre una joven de cabellera oscura; podría haber sido una hija de la reina... o la misma Morgana.
—Pensará que eras tú, por supuesto, y que esto es un sueño enviado por el maligno —dijo la reina, sonriente—. Tanto se ha alejado de nosotros que se avergonzará de haber cumplido su más caro deseo. ¿No lo sabías, mi querida Morgana?
Y creyó oír la voz acariciante de Viviana. Pero era la reina quien decía:
—Así duerme el rey, en los brazos de la que amará hasta su muerte. ¿Y cuando despierte? ¿Le quitarás Escalibur ?¿Lo arrojarás desnudo a la costa, para que te busque siempre entre las brumas?
Morgana recordó súbitamente el esqueleto de un caballo bajo los árboles del pueblo de las hadas.
—No, eso no —dijo, estremecida.
—Entonces permanecerá aquí, pero si es tan devoto corno dices y se le ocurre decir las oraciones que lo apartarán de la ilusión, ésta se desvanecerá. Entonces pedirá su caballo y su espada. ¿Qué hemos de hacer, señora?
Accolon dijo, ceñudo:
—Yo tendré la espada. Si puede quitármela, que lo haga.
La doncella de pelo oscuro se acercó a ellos, llevando a Escalibur en su vaina.
—Se la quité mientras dormía —dijo—, y con ella me llamó por vuestro nombre.
Morgana tocó la empuñadura enjoyada.
—Piénsalo bien, hija —advirtió la reina—: ¿no sería mejor devolver inmediatamente la Regalía Sagrada a Avalón, y que Accolon se abra paso hacia el trono con una espada común?
Morgana se estremeció. Aquel lugar, fuera lo que fuese, estaba muy oscuro. Y Arturo ¿yacía dormido a sus pies o estaba a gran distancia? Pero fue Accolon quien alargó la mano para coger el acero.
—Yo cogeré a Escalibur y su vaina —dijo.
Morgana se arrodilló a sus pies para ceñírsela a la cintura.
—Que así sea, amado. Úsala con más fidelidad que aquel para quien hice esta vaina.
—No permita la Diosa que os falle, aunque muera por no hacerlo —susurró Accolon, con voz trémula de emoción. Y la puso de pie para besarla. Fue como si permanecieran abrazados hasta que la sombra de la noche se esfumó. La sonrisa dulce y burlona de la reina parecía envolverles.
—Cuando Arturo pida su espada recibirá una... y algo parecido a la vaina, aunque ésa no le ahorrará una sola gota de sangre. Entrégala a mis herreros —ordenó a la doncella.
Morgana la miró como en sueños. ¿Había soñado, acaso, que ceñía esa espada a la cintura de Accolon? La reina ya no estaba; tampoco la damisela. Y al parecer ella y Accolon yacían solos en un gran bosque, en mitad de las hogueras de Beltane, y él la cogió en sus brazos: sacerdote y sacerdotisa. y luego fueron sólo hombre y mujer, y el tiempo pareció detenerse, en tanto su cuerpo se fundía con el de él como si no tuviera nervios, huesos ni voluntad, y su beso fue como fuego y hielo en los labios... «El Macho rey lo desafiará. Es preciso que lo prepare.»
Pero ¿cómo podía ser que tuviera esos signos pintados en el cuerpo desnudo, y que sus carnes fueran jóvenes y tiernas? ¡Por qué sintió un dolor desgarrador cuando él la poseyó, como si Accolon desgarrara otra vez el himen que ella había entregado al Astado tanto tiempo atrás? Él se apartó un poco, exhausto; apenas sabía quién era: si el pelo que le rozaba la cara tenía brillos dorados o era oscuro. Y entonces supo que, si en verdad lo deseaba, el tiempo volvería, girando sobre sí mismo. Podría salir de la cueva con Arturo, aquella mañana, y utilizar su poder para atarlo a ella para siempre, sin que todo lo demás hubiera existido.
Pero oyó que Arturo clamaba por su espada y gritaba contra esos encantamientos. Muy pequeño, muy lejos, como si lo viera desde el aire, lo vio despertar y comprendió que en aquellas manos estaba el destino de todos, pasado y futuro. Si lograba enfrentarse a lo que había sucedido entre ellos, si la llamaba por su nombre y le imploraba que lo siguiera, si admitía que sólo a ella había amado durante todos aquellos años, sin que ninguna otra se hubiera interpuesto...
«Entonces Lanzarote tendría a Ginebra y yo sería reina en Avalón... pero reina con un niño por consorte, y él caería a su vez ante el Macho rey...»
Esta vez Arturo no se apartaría de ella, horrorizado, ni ella lo arrojaría de sí con lágrimas infantiles. Por un momento el mundo pareció esperar, entre ecos, las palabras de Arturo.
Cuando habló, su voz resonó como un toque de difuntos por todo el mundo de las hadas; la misma trama del mundo pareció temblar. Cayó el peso de los años.
—Jesús y la Virgen me protejan de todo mal —clamó—. ¡Éste es algún perverso encantamiento forjado por mi hermana y sus brujerías! ¡Traedme mi espada!
Morgana sintió un desgarro en el corazón y tendió la mano hacia Accolon. Una vez más creyó verle en la frente la sombra de la cornamenta; una vez más llevaba a Escalibur ceñida a la cintura.
—Mira —dijo con voz serena—: le llevan una espada ni es como Escalibur; los herreros de las hadas la han forjado esta noche. Si puedes, deja que se vaya. Si no puedes... bueno, haz lo que sea preciso, amado mío. Que la Diosa te acompañe. Estaré esperando en Camelot tu llegada triunfal.
Y lo despidió con un beso.
Hasta ese momento no había sido plenamente consciente-uno de ellos tenía que morir, el hermano o el amante. «Cualquiera que sea el resultado de este día —pensó—, no volveré a tener un momento de felicidad, puesto que uno de los que amo debe morir.»
Arturo y Accolon habían ido hacia donde Morgana no podía seguirlos. Aún tenía que pensar en Uriens. Por un momento pensó abandonarlo en el reino de las hadas. Vagaría satisfecho por los bosques y los salones encantados hasta su muerte... «No: ya hubo demasiada muerte», pensó. Y concentró sus pensamientos en Uriens, que dormía y soñaba. Al acercarse se incorporó, alegremente borracho y aturdido.
—Este vino es demasiado fuerte para mí—dijo—. ¿Dónde has estado, querida, y dónde está Arturo?
—Arturo se nos ha adelantado —respondió Morgana con suavidad—. Ven, querido esposo; tenemos que regresar a Camelot.
Tal era el encantamiento del país de las hadas que él no hizo preguntas. Les llevaron los caballos y aquella gente alta y hermosa los acompañó hasta cierto lugar. Allí uno de ellos dijo:
—Desde aquí podréis hallar la salida.
—¡Qué pronto se ha ido el sol! —se quejó Uriens, en tanto una bruma gris de niebla y lluvia se condensaba súbitamente en torno a ellos—. ¿Cuánto tiempo pasamos en el país de la reina, Morgana? Tengo la sensación de haber estado enfermo de fiebres o vagando en un hechizo...
Ella no respondió. También Uriens tenía que haber retozado con las hadas, ¿y por qué no? Poco le importaba a ella cómo se divirtiera, mientras la dejara en paz.
Un agudo ataque de náuseas le recordó el embarazo que pesaba sobre ella. Justamente ahora, cuando todos estarían pendientes de su palabra, cuando Gwydion iba a asumir el trono y Accolon sería rey... Justamente ahora estaría descompuesta, pesada, grotesca. Y, además, era demasiado mayor para alumbrar sin riesgos. ¿Sería demasiado tarde para buscar las hierbas que la libraran de ese niño no deseado? Sin embargo, si daba un niño a Accolon estando en el trono, ¡cuánto más la apreciaría como consorte! ¿Podía sacrificar ese ascendiente sobre él?
«Un niño que pudiera conservar y tener en mis brazos, un bebé para amar...» Gwydion le había sido arrebatado; Uwaine tenía nueve años cuando aprendió a llamarla madre. Era un dolor agudo y una dulzura más allá del amor, tirándole del cuerpo: las ganas de tener otro hijo. Pero la razón le decía que, a su edad, no era posible sobrevivir al parto. No obstante, no soportaba la idea de que muriera antes de nacer.
«Ya tengo las manos manchadas por la sangre de alguien que amo... Ah, Diosa, ¿por qué me sometes a esta prueba?» Y creyó ver el rostro cambiante de la Diosa: ya como reina del pueblo de las hadas, ya como Cuervo, ya como la Gran Cerda que había arrancado la vida a Avalloch. Y comprendió que estaba al aborde del delirio y la locura.
«Lo decidiré más tarde. Ahora mi deber es llevar a Uriens a Camelot.» Se preguntó cuánto tiempo habrían pasado en el mundo de las hadas. No más de una luna, probablemente; de lo contrario el niño habría hecho sentir más su presencia. Tal vez sólo unos días. No tan pocos que Ginebra se extrañara de verlos regresar tan pronto, no tantos que no fuera posible hacer lo que era menester.
Llegaron a Camelot a media mañana. Afortunadamente, Ginebra no estaba a la vista. Cuando Cay preguntó por Arturo, Morgana mintió sin vacilar un momento, diciéndole que se había visto demorado en Tintagel. «Si soy capaz de matar, mentir no es tan gran pecado», pensó, distraída.
Llevó a Uriens a su cuarto, pues el anciano parecía muy cansado y confuso. «Ya está demasiado viejo para reinar. La muerte de Avalloch lo afectó más de lo que yo pensaba.»
—Acuéstate y descansa, esposo —dijo.
Pero Uriens se quejó.
—Tendría que partir hacia Gales. Accolon es demasiado joven para reinar solo. ¡Mi pueblo me necesita!
—Puede prescindir de ti un día más. Entonces estarás más fuerte.
—Mi ausencia ya dura demasiado —se inquietó Uriens—. ¿Y por qué no fuimos a Tintagel? ¡ No recuerdo por qué regresados, Morgana! ¿Estuvimos realmente en un país donde el sol nunca se ponía?
—Creo que lo soñaste —musitó Morgana—. ¿Por qué no duermes un poco? Puedo mandar que te traigan algo de comer. Me parece que esta mañana no desayunaste.
El olor de la comida, cuando la llevaron, volvió a darle náuseas. Se apartó rápidamente, tratando de disimular, pero Uriens la había visto.
—¿Qué pasa. Morgana?
—Nada —replicó enfadada—. Come y descansa.
Uriens le sonrió, alargando una mano para atraerla hacia la cama.
—No olvides que he tenido otras esposas. Sé lo que es una mujer grávida. —Obviamente, estaba encantado—. ¡Después de tantos años, Morgana! ¡Esto es maravilloso! He perdido aun hijo, pero tendré otro. Si es varón, ¿lo llamaremos Avalloch querida mía?
Morgana hizo una mueca.
—Olvidas lo anciana que soy —dijo, pétrea la cara—. No es probable que retenga esta criatura por el tiempo suficiente.
—Pero te cuidaremos bien —adujo Uriens—. Tienes que consultar a las parteras de la reina. Si el viaje conlleva riesgo de aborto, te quedarás aquí hasta que nazca la criatura.
«¿Qué te hace pensar que es tuyo, anciano? Es hijo de Accolon, seguro.» Pero no pudo descartar el súbito miedo de que fuera, en verdad, hijo de Uriens: el hijo de un anciano, débil y deforme. Un hijo de Accolon sería sano y fuerte, pero casi había dejado atrás la edad de procrear; ¿no tendría un monstruo?
No, no había esperanzas. De algún modo tenía que conseguir las hierbas. Tendría que recurrir a las parteras de la corte; tal vez pudiera sobornar a alguna para que mantuviera la boca cerrada. Le contaría lo difícil que había sido el alumbramiento de Gwydion y su miedo de tener otro hijo a su edad. Y en su bolsa tenía algunas hierbas que, mezcladas con una tercera, inofensiva por sí sola, causarían el efecto deseado. Pero tenía que hacerlo en secreto, porque Uriens no se lo perdonaría jamás... Oh, ¿qué importaba? Cuando el asunto surgiera a la luz ella reinaría junto a Accolon, y Uriens, en Gales, muerto o en el infierno.
Salió de puntillas, dejando al anciano dormido. Busco a una de las parteras de la reina y le pidió esa tercera hierba. Luego, en su cuarto, preparó la poción sobre el fuego. Sabía que la descomposición sería terrible, pero no había remedio. Bebió con una mueca la pócima, amarga como la hiel; luego lavo la taza y la guardó.
¡Si al menos hubiera podido saber lo que estaba sucediendo en el país de las hadas, ver cómo se desenvolvía su amante con Escalibur! Pese a las náuseas, estaba demasiado nerviosa para tenderse junto a Uriens; tenía miedo de las imágenes de muerte sangre que la atormentarían cuando cerrara los ojos.
Después de un rato cogió la rueca y bajó al salón de la reina, donde las mujeres estarían hilando y tejiendo. Nunca había perdido su aversión por el hilado, pero si la abría a la videncia, al menos podría saber qué era de sus dos hombres amados.
Ginebra la recibió con un abrazo glacial y la invitó a sentarse cerca del fuego.
—¿En qué estáis trabajando? —preguntó Morgana, examinando su fina labor.
La reina lo extendió orgullosamente.
—Es un tapiz para el altar. Aquí está la Virgen María, y el ángel que viene a anunciarle el nacimiento del Hijo... y aquí está José, muy asombrado, anciano y de barbas largas.
Ginebra continuó hablando, con la ingenuidad de una niña. Morgana. al borde de la histeria, cogió un puñado de lana cardada y comenzó a operar el huso. El movimiento le daba náuseas. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sobrevinieran los desgarradores efectos de la droga? El cuarto olía a cerrado, sofocante como la existencia de esas mujeres, siempre hilando, tejiendo y cosiendo...
El huso giraba y giraba; la bobina descendía hacia el suelo, mientras retorcía delicadamente la hebra. Y de igual modo iba hilando la vida de los hombres. «Desde que el hombre viene al mundo tejemos su ropa infantil y, por fin, tejemos su mortaja. Sin nosotras, ¡qué desnuda sería su vida!»
Le pareció que, tal como en el reino de las hadas había visto dormir a Arturo por una gran abertura en la pared, así ahora se Aria un gran espacio, y mientras la bobina descendía al suelo, la hebra iba hilando la cara de Arturo, que vagaba espada en mano..., y ahora giraba hacia Accolon, que blandía a Escalibur... Ah, estaban combatiendo, ya no podía verles la cara ni oír las palabras que intercambiaban.
Con qué fogosidad combatían... y a Morgana, que los contemplaba mientras el huso giraba y giraba, le extrañó no oír el entrechocar de las grandes espadas... Arturo descargó un mandoble, pero Accolon lo paró con el escudo y tan sólo recibió una herida en la pierna, y la herida no sangró. Arturo recibió un tajo en el hombro, por el que súbitamente se derramó la sangre; le vio sobresaltado, temeroso, y llevó una mano hacia la vaina como para tranquilizarse, pero era la vaina falsa la que ondulaba ante la vista de Morgana. Ahora los dos estaban mortalmente trabados en combate, con las espadas cruzadas a la altura del pomo. Accolon acometió con fiereza y la falsa Escalibur de Arturo, hecha por encantamientos en una sola noche, se partió muy cerca de la empuñadura. Arturo giró desesperadamente para esquivar el mandoble mortal y dio un violento puntapié Accolon se dobló en dos, atormentado, y el rey le arrebató la verdadera Escalibur para arrojarla tan lejos como pudo. Luego saltó sobre el caído y le arrancó la vaina. En cuanto la tuvo en la mano, la herida de su hombro dejó de sangrar. En cambio, del muslo de Accolon brotó un chorro de sangre.
Un dolor insoportable atravesó todo el cuerpo de Morgana doblándola con su peso...
—¡Morgana! —exclamó ásperamente su tía. Luego clamó—: ¡La reina Morgana está enferma! ¡Venid a atenderla!
—¡Morgana! —gritó Ginebra—. ¿Qué pasa?
La visión había desaparecido. Por mucho que lo intentara ya no veía a los dos hombres: no sabía cuál había vencido, cuál de los dos yacía muerto; era como si una gran cortina oscura se hubiera cerrado sobre ellos con el doblar de las campanas. En el último instante de la visión había visto dos literas que se llevaban a los heridos a la abadía de Glastonbury, donde no podía seguirlos. Se aferró a los bordes de la silla mientras Ginebra se acercaba con una de sus damas, que se arrodilló para sostenerle la cabeza.
—¡Tienes la túnica empapada de sangre! No es una hemorragia normal.
—No —susurró Morgana, con la boca seca por la descomposición—; estaba embarazada y he perdido al niño. Uriens se enfadará conmigo...
Una de las mujeres, rolliza y saludable, más o menos de su misma edad, chasqueó la lengua:
—¿Conque su señoría de Gales se enfadará? Bueno, bueno, ¿y quién lo ha nombrado Dios? Tendríais que haber mantenido a ese viejo cabrón fuera de vuestro lecho, señora; a vuestra edad los abortos son peligrosos. ¡Ese viejo libertino tendría que avergonzarse de arriesgaros así! ¿Y es él quien va a enfadarse?
Ginebra, olvidando su hostilidad, acompañó a su cuñada, frotándole las manos mientras se la llevaban, toda compasión.
—Oh, pobre Morgana, qué cosa tan triste, ahora que tenías otra vez esperanzas... Demasiado bien sé lo terrible que es, pobre hermana —repetía. Y cuando vomitó le sostuvo la cabeza trémula—. He mandado por Broca, que es la más hábil de nuestras parteras. Ella te atenderá, pobre Morgana.
La solidaridad de Ginebra acabaría por sofocarla. La desgarraban dolores repetidos y torturadores, como si una espada atravesara sus entrañas; aun así, peor había sido el nacimiento de Gwydion. Entre arcadas y escalofríos, trató de aferrarse a la conciencia. Era demasiado pronto para que la droga hubiera hecho efecto; tal vez había estado ya a punto de abortar. Broca la examinó y, después de olfatear el vómito, enarcó las cejas con aire sapiente.
—Tendríais que haber puesto más cuidado, señora —musitó—; esas drogas pueden envenenaros. Tengo una poción que habría causado el mismo efecto con más celeridad y menos daño. No os preocupéis, no diré nada a Uriens. No le hará mal ignorar esto, si tiene tan poco tino para hacer un hijo con una mujer de vuestra edad.
Morgana se dejó llevar por la náusea. Comprendió que estaba peor de lo que pensaba cuando Ginebra le preguntó si no se decidía a hablar con un cura. Cerró los ojos y negó con la cabeza, callada y rebelde, sin que le importara ya vivir o morir. «Si Accolon tiene que ir a las sombras, que lo haga con el espíritu de su hijo para que lo asista», pensó, con lágrimas en la cara. Desde lejos le llegó la voz de la anciana Broca:
—Sí, se acabó. Lo siento, majestad, pero sabéis tan bien como yo que ya no está en edad de tener hijos. Sí, mi señor, pasad a verla. —La voz se cargó de aspereza—. Los hombres nunca piensan en lo que hacen, en la carnicería que nos cuesta su placer a las mujeres. No, era demasiado pronto para saber si iba a ser varón.
—Morgana, queridísima, mírame —rogó Uriens—. Siento mucho que estés enferma, pero no sufras, querida. Aún tengo dos hijos varones. No te culpo.
—Ah, no, qué bien —exclamó la anciana partera con virulencia—. Será mejor que no le habléis de culpa, majestad; todavía está muy débil y enferma. Haremos poner otra cama aquí para que duerma en paz hasta que se reponga. Veamos... —Morgana sintió un consolador brazo de mujer bajo la cabeza; le acercaron a los labios una reconfortante bebida caliente—. Bebed, querida; tiene miel y remedios para impedir que sigáis sangrando. Sé que tenéis náuseas, pero tratad de beberlo como una niña buena...
Morgana tragó la bebida agridulce, con la vista borrosa por las lágrimas. Por un momento le pareció que era otra vez una niña, que Igraine la consolaba.
—Madre... —dijo. Y mientras hablaba supo que era el delirio, que ya no era niña ni doncella, sino una mujer anciana, demasiado anciana para encontrarse yaciendo así, tan cerca de la muerte.
—No, majestad, no sabéis lo que decís... Bueno, bueno querida, quedaos tranquila y tratad de dormir. Os hemos puesto ladrillos calientes en los pies; enseguida entraréis en calor.
Aliviada, Morgana flotó hacia el sueño. Ahora volvía a ser niña en Avalón, en la Casa de las doncellas, y Viviana le decía algo que no lograba recordar, algo sobre la Diosa que hila la vida de los hombres. Y le entregaba un huso para que hilara pero la hebra salía enredada y llena de nudos. Por fin Viviana le dijo, enfadada: «Dame eso...» Le entregó el huso y las hebras desiguales, pero ya no era Viviana, sino la Diosa, amenazante la cara, y ella era muy pequeña, muy pequeña.
Recobró la conciencia uno o dos días después, con la cabeza despejada, pero con un vacío dolorido en el cuerpo. Apoyó las manos sobre el vientre, pensando: «Podría haberme ahorrado el sufrimiento; debí comprender que, de cualquier modo, iba a abortar. Bueno, lo hecho, hecho está; ahora tengo que prepararme para la noticia de que Arturo ha muerto. Tengo que pensar qué haré cuando regrese Accolon. Ginebra ingresará en un monasterio; si desea ir con Lanzarote a la baja Britania, no los detendré...»
Se levantó para vestirse y embellecerse.
—Tendrías que quedarte en cama, Morgana; todavía estás muy pálida —dijo Uriens.
—No. Se avecinan noticias extrañas, esposo, y tenemos que prepararnos para recibirlas. —Y continuó trenzándose la cabellera con piedras preciosas y cintas escarlata.
Uriens, delante de la ventana, dijo:
—Mira: los caballeros están haciendo ejercicios militares. Creo que Uwaine es el mejor jinete. ¿Verdad que cabalga tan bien como Gawaine, querida? Y el que va a su lado es Galahad. No llores por la criatura perdida, Morgana. Para Uwaine siempre serás su madre. Cuando nos casamos te dije que nunca te reprocharía la esterilidad. Me habría gustado tener otro hijo, pero si no ha de ser... bueno, no hay nada que lamentar. —Le cogió tímidamente la mano—. Tal vez sea mejor así; no me di cuenta de lo cerca que estaba de perderte.
En la ventana, con el brazo de Uriens rodeándole la cintura, sintió al mismo tiempo repugnancia y gratitud por su bondad. No tenía por qué saber jamás que el niño había sido de Accolon. Que se enorgulleciera de poder engendrar a su edad.
—Mira —dijo Uriens estirando el cuello para ver mejor-—-¿qué es lo que entra por la puerta?
Un jinete, acompañando a un monje de hábito oscuro montado en una mula, y un caballo que cargaba un cuerpo.
—Ven —dijo Morgana, tirándole de la mano—. Tenemos que bajar.
Pálida y silenciosa, salió con él al patio, sintiéndose alta e imponente como corresponde a una reina.
El tiempo pareció detenerse, como si estuvieran otra vez en el país de las hadas. ¿Por qué no llegaba Arturo con ellos, si había salido vencedor? Pero si el cadáver era de Arturo, ¿dónde estaba la ceremonia y la pompa que caracterizan la muerte de un rey? Uriens alargó un brazo para sostenerla, pero Morgana, rechazándolo, se aferró al marco de la puerta. El monje echó el capuchón atrás, diciendo:
—¿Sois la reina Morgana de Gales? —Sí —contestó.
—Traigo un mensaje para vos. Vuestro hermano Arturo yace herido en Glastonbury, atendido por las hermanas del convento, pero se repondrá. Y os envía esto como regalo. —Señaló con la mano la silueta amortajada a lomos del caballo—. Y me encomendó deciros que la espada Escalibur y la vaina están en su poder.
Mientras hablaba apartó el paño mortuorio que cubría el cadáver. Morgana vio los ojos de Accolon, ciegamente clavados en el cielo, y sintió que todas las energías de su cuerpo se le escurrían como agua.
Uriens lanzó un tremendo grito y cayó sobre el cuerpo de su hijo. Uwaine se abrió paso entre el gentío que rodeaba los peldaños, a tiempo para sujetarlo.
—¡Padre, padre querido! ¡Ah, buen Dios, Accolon! —exclamó, dando un paso hacia el caballo que cargaba el cadáver—. Gawaine, hermano, dadle el brazo. Tengo que atender a mi madre. Se desmaya...
—No —dijo Morgana—. No.
Oyó su voz como un eco, sin saber siquiera qué trataba de negar. Quería correr hacia Accolon, arrojarse sobre él, gritar de dolor y desesperación, pero Uwaine la sujetaba con fuerza.
Ginebra apareció en la escalinata; alguien, en susurros, le explicó la situación. Entonces bajó para observar a Accolon.
—Murió en rebelión contra el gran rey —dijo claramente—. ¡Que no haya ritos cristianos para él! ¡Que su cuerpo sea Arrojadlo a los cuervos y su cabeza, colgada en la muralla, como corresponde a los traidores!
—¡No! ¡Ah, no! —gritó Uriens, gemebundo—. Os lo ruego, os lo imploro, reina Ginebra. Sabéis que soy uno de vuestros súbditos más leales. Y mi pobre muchacho ya ha pagado por su crimen. Os lo ruego, señora, por Jesús que también murió entre dos ladrones... Tened la misericordia que él habría tenido.
Ginebra parecía no oír.
—¿Cómo está mi señor Arturo?
—Se está recuperando, señora, pero ha perdido mucha sangre —dijo el monje desconocido—. Pero os manda decir que no temáis. Se repondrá.
Ginebra suspiró.
—Rey Uriens —dijo—: por nuestro buen caballero Uwaine haré lo que deseas. Que el cuerpo de Accolon sea llevado a la capilla con toda la pompa.
Morgana recobró la voz para protestar:
—¡No, Ginebra! Enterradlo decentemente, si vuestro buen corazón lo permite. Pero que no haya ritos cristianos; él no lo era. Uriens está tan apesadumbrado que no sabe lo que dice.
—Callad, madre —protestó Uwaine, apretándole el hombro—. Por mi bien y el de mi padre, no causéis más escándalo. Si Accolon no servía a Cristo, tanto más necesita la misericordia de Dios contra la muerte de traidor que tendría que haber recibido.
Morgana quiso protestar, pero la voz no la obedecía. Dejó que el joven la llevara dentro, pero una vez allí se desprendió de su brazo para caminar sola. Se sentía helada y sin vida. Parecían haber pasado unas cuantas horas desde que yaciera en brazos de Accolon, en el país de las hadas. Ahora se encontraba hundida hasta las rodillas en una marea implacable que le arrebataba todo otra vez, y el mundo se llenaba con las miradas acusadoras de Uwaine y su padre.
—Sí, sé que fuisteis vos quien planeó esta traición —dijo Uwaine—. Pero no siento piedad por Accolon, que se dejó conducir al mal por una mujer. Tened la decencia de no envolver más a mi padre en vuestras malvadas maquinaciones contra nuestro rey. —Después de echarle una mirada fulminante se volvió hacia Uriens, que se aferraba a un mueble, como aturdido; lo sentó en una silla y se arrodilló para besarle la mano—. Querido padre, aún estoy yo a vuestro lado...
—Oh, mi hijo, mi hijo... —gritó Uriens, desesperado.
—Descansad, padre. Tenéis que ser fuerte. Pero ahora dejadme atender a mi madre, que también está enferma.
—¡De madre la tratas! —clamó el anciano, irguiéndose para mirar a Morgana con ira implacable—. ¡No quiero oírte jamás llamar madre a esa mujer abominable! ¡A ella, que con sus brujerías indujo a mi buen hijo a rebelarse contra su rey! Y ahora pienso que también fue su maligna hechicería la que causó la muerte de Avalloch... Sí, y la de ese otro hijo que habría tenido que darme. ¡Tres hijos míos ha enviado a la muerte! Cuida que no trate de seducirte, llevándote a la muerte y a la destrucción. ¡No, no es tu madre!
—¡Padre! ¡Señor! —protestó Uwaine. Y ofreció una mano a Morgana—. Perdonadlo; no sabe lo que dice. Ambos estáis enloquecidos de dolor. En el nombre de Dios, os ruego que tengáis calma. Demasiado pesar hemos sufrido ya en este día.
Pero Morgana apenas lo oía. Ese hombre, ese esposo que ella no había querido, era lo único que quedaba entre la ruina de sus planes. Tendría que haberlo dejado morir en el país de las hadas, pero allí estaba, chocheando en la plenitud de su inútil vejez. Accolon había muerto: Accolon, el que trataba de recuperar todo lo que su padre había traicionado, todo lo que Arturo había traicionado... y ahora sólo quedaba ese anciano chocho.
Cogió bruscamente de su cinturón la hoz de Avalón y, apartando los brazos de Uwaine, que intentaba retenerla, se lanzó hacia delante con la daga en alto. Apenas sabía lo que pensaba hacer.
Un puño de hierro le sujetó la muñeca, arrancándole la hoz.
—No. Soltad... ¡Madre! —suplicó Uwaine—. ¿Estáis endemoniada? Mirad, madre, es sólo mi padre... Ah, Dios, ¿no tendréis un poco de piedad por su dolor? No sabe lo que dice. Yo tampoco os acuso. Madre, madre, escuchad, dadme esa daga...
Por fin, las exclamaciones repetidas, el amor y la angustia de la voz, atravesaron la bruma que nublaba los ojos y la mente de Morgana. Se dejó arrebatar el pequeño puñal. Como si lo viera desde mil leguas de distancia, notó que tenía un corte sangrante en los dedos. Uwaine también se había cortado.
—Querido padre, perdonadla —suplicó el joven, inclinándose hacia Uriens, que estaba pálido como la muerte—. Está afligida; también amaba a mi hermano. Y recordad lo enferma que ha estado. Permitid, madre, que os haga llevar de nuevo a la cama. Coged, coged esto. —Le puso la hoz de nuevo en la mano—. Sé que era de vuestra madre tutelar. Ah, pobre madre...
Morgana sintió las lágrimas calientes de Uwaine en su frente. Ella también habría querido llorar, dejar correr todo el dolor, la terrible desesperación. Uriens también sollozaba, pero ella estaba fría, sin una lágrima. Todo cuanto veía adoptaba forma gigantesca y amenazadora, pero también muy lejana.
Las mujeres alzaron su cuerpo rígido para llevarla a la cama; le quitaron la corona y la túnica que se había puesto para celebrar su triunfo, pero ya no importaba. Mucho rato después volvió en sí; lavada y con una camisa limpia, descansaba junto a Uriens, con una de sus mujeres dormitando en un banquillo. Se incorporó para contemplar al anciano; dormía con la cara demacrada, enrojecida por el llanto. Fue como observar a un extraño.
La había tratado bien, sí. «Pero todo eso ha quedado atrás-mi obra en sus tierras está hecha. Jamás volveré a verlo mientras viva.»
Accolon había muerto y sus planes fracasado. Arturo aún tenía la espada Escalibur y la vaina encantada que lo protegía; puesto que su amante había fallado en la tarea, ella misma tendría que ser la mano de Avalón que lo derribara.
Con movimientos tan silenciosos que no habrían despertado a un pájaro dormido, se puso la ropa y ató la daga de Avalón a su cintura. Dejando allí los finos vestidos y las joyas que Uriens le había dado, se envolvió en su más sencilla túnica, no muy diferente de las que usaban las sacerdotisas. Buscó su bolsa de hierbas y medicinas; en la oscuridad, al tacto, se pintó en la frente la luna oscura. Luego, cubierta con la capa de una criada, bajó la escalera sin hacer ruido.
Desde la capilla llegaban los cánticos que Uwaine había organizado para su hermano. Ya no importaba: Accolon era libre. Ya nada importaba, salvo recuperar la espada de Avalón. Morgana volvió la espalda a la capilla. Algún día hallaría tiempo para llorarlo; ahora tenía que cumplir donde él había fracasado.
Fue a la cuadra en busca de su caballo y logró ensillarlo con mano torpe. Mareada como estaba, casi no pudo subir a la montura. Por un momento se tambaleó y pensó que iba a caer. Luego susurró una orden al caballo, que partió al trote. Desde el pie de la colina se volvió para echar una última mirada a Camelot.
«Sólo volveré aquí una vez en mi vida. Y entonces ya no existirá un Camelot al que pueda volver.» Y mientras susurraba las palabras se preguntó qué significaban.
Pese a haber ido a Avalón con frecuencia, sólo una vez había pisado la isla de los Sacerdotes. La abadía de Glastonbury era un destino más extraño para Morgana que el cruce de las brumas hacia las tierras ocultas. Allí había un remero, al que entregó una moneda para que la llevara al otro lado del lago.
A aquella hora, poco antes del amanecer, el aire era fresco y límpido. Las campanas sonaban con claridad; Morgana vio una larga fila de siluetas vestidas de gris que avanzaban lentamente hacia la iglesia: los hermanos, que se levantaban temprano para rezar y cantar sus himnos. Durante un momento Morgana oyó en silencio: allí estaban sepultadas su madre y Viviana. Por un momento las lágrimas le quemaron los ojos. «Dejadlo estar. Que haya paz entre vosotros, hijos.» Parecía ser la voz olvidada de Igraine la que así le murmuraba.
Todas las siluetas grises estaban ya dentro de la iglesia. A cierta distancia de la abadía vivían las monjas, bajo el voto de ser vírgenes del Cristo hasta su muerte. Morgana no creía, como algunas de sus compañeras de Avalón, que monjes y monjas se limitaran a fingir castidad para impresionar a los campesinos, mientras se permitían todos los caprichos tras las puertas cerradas de los monasterios. Eso le habría parecido despreciable; la hipocresía era repugnante. Pero la idea de que una fuerza presuntamente divina prefiriera la infecundidad a la fructificación... era una terrible traición contra las mismas fuerzas que daban vida al mundo.
Volvió la espalda a las campanas para caminar sigilosamente hacia la casa de huéspedes, proyectando la mente, invocando la videncia para que la condujera hacia Arturo.
En la casa de huéspedes había tres mujeres: una dormitaba junto a la puerta; otra revolvía una cacerola de gachas en la cocina, en la parte trasera; había una tercera a la puerta del cuarto donde ella percibía, muy vagamente, la presencia de Arturo, profundamente dormido. Una de ellas se levantó para atenderla, preguntando en un susurro:
—¿Quién sois y por qué venís a estas horas?
—Soy la reina Morgana de Gales del norte y Cornualles —respondió, en voz baja y autoritaria—. He venido para ver a mi hermano. ¿Osaríais prohibírmelo?
Mirándola a los ojos, movió la mano en el más simple de los hechizos que le habían enseñado para dominar; la mujer se echó atrás, sin poder hablar ni detenerla. Más tarde hablaría de encantamientos y de miedos, pero no había sido más que el simple imperio de una voluntad poderosa sobre otra que se había entregado deliberadamente a la sumisión.
Dentro de la habitación ardía una luz tenue que le permitió ver a Arturo: ojeroso, con la barba crecida y el pelo rubio oscurecido por el sudor. La vaina yacía a los pies de la cama, como si él, anticipándose a sus intenciones, la mantuviera a su alcance Y en la mano sostenía el pomo de Escalibur.
«De algún modo su mente le avisó», pensó Morgana consternada. Arturo también tenía el don de la videncia; aun' que no se pareciera al pueblo moreno de Britania, descendía de la antigua estirpe real de Avalen y había podido llegar a sus pensamientos. Morgana comprendió que, si intentaba coger la espada, él despertaría... para matarla. No se hacía ilusiones al respecto. Aunque se creyera buen cristiano, por alguna mística razón, Escalibur se había enredado con el espíritu mismo de su reinado. De otro modo no habría tenido inconveniente en devolverla a Avalón y hacerse fabricar otra mejor. Pero Escalibur se había convertido para él en el símbolo visible y último de lo que él era como rey.
Morgana posó la mano en su daga; tenía filo de navaja. Si era preciso, podía moverse con tanta velocidad como una serpiente al ataque. Si cortaba la gran arteria del cuello, Arturo moriría antes de poder lanzar un grito.
No sería la primera vez que matara. Había enviado a Avalloch a la muerte sin vacilación. Apenas tres días antes había acabado con el inofensivo niño que llevaba en el vientre. El que dormía ante ella era, sin duda, el peor traidor. Un solo golpe, silencioso y veloz... Ah, pero ése era el niño que Igraine le había puesto en los brazos, su primer amor, el padre de su hijo, el Astado, el rey...
«¡Ataca, necia! ¡Para eso has venido!»
«No. Basta de muerte. Nacimos de un mismo vientre. No podría enfrentarme a mi madre en el Más Allá manchada con la sangre de mi hermano.» Por un momento, sabiendo que estaba en el límite mismo de la locura, oyó la voz impaciente de Igraine: «¡Te dije que cuidaras del niño, Morgana!»
Arturo pareció moverse en sueños, como si también hubiera oído aquella voz. Morgana envainó nuevamente la daga y alargó la mano hacia la vaina. A ella tenía derecho: la había bordado con sus propias manos, suyos eran los hechizos bordados en ella.
Escondió la vaina bajo su capa y salió deprisa hacia la barca. Mientras el hombre la llevaba a remo, sintió un escozor en la piel y creyó ver, como una sombra, la barca de Avalón. En la orilla opuesta la rodearon los tripulantes de la barca de Avalón. Deprisa, deprisa, tenía que llegar a Avalón... Pero estaba amaneciendo y la sombra de la iglesia se extendía sobre el agua. De pronto el sol inundó el paisaje y el resonar de las campanas llegó a todas partes. Morgana quedo paralizada; en medio de ese clamor no podía convocar las brumas ni pronunciar el ensalmo.
—¿Podéis llevarme a Avalón? —preguntó a uno de los hombres—. ¡Pronto!
—No puedo, señora. Cada vez se hace más difícil sin una sacerdotisa que pronuncie el conjuro. Y aun así, al amanecer, al mediodía y al ocaso, cuando las campanas llaman a oración, no hay manera de cruzar las brumas. Ahora no. A estas horas el hechizo ya no abre el camino; pero si esperamos a que las campanas callen tal vez podamos regresar.
Morgana se preguntó por qué sucedía aquello. Estaba relacionado con el hecho de que el mundo fuera como los hombres creían que era. Año tras año, a lo largo de tres o cuatro generaciones, las mentes humanas se habían encallecido en la creencia de que había un solo Dios, un solo mundo, una sola manera de describir la realidad, de que cuanto se opusiera a esa singularidad tema que ser malo, demoníaco, y de que el sonido de sus campanas y la sombra de sus iglesias mantendría lejos ese mar. Y cuanto más gente lo creía, más era así. Y Avalón se reducía a un sueño a la deriva en otro mundo, casi inaccesible.
Oh, sí, aún podía convocar las brumas... pero no bajo esa sombra, con el tañido de las campanas. Estaban atrapados en la orilla del lago. Y entonces vio que de la isla de los Sacerdotes partía una barca en su busca. Arturo había descubierto la falta de su vaina. Ahora la perseguirían.
Bien, que la siguieran. Había otros modos de entrar en Avalón pese a la sombra de la iglesia. Montó rápidamente para cabalgar por la orilla del lago, describiendo un círculo; así llegaría a un lugar por donde se podían cruzar las brumas, al menos en verano, por detrás del Tozal.
Sabía que los hombrecillos morenos corrían detrás de su caballo; eran capaces de hacerlo durante medio día, en caso necesario. Pero ya se oía el golpeteo de los cascos. Arturo llegaba pisándole los talones con caballeros armados. Clavó los talones a su caballo, pero era un palafrén, no apto para la carrera.
Bajó de la silla, con la vaina en la mano.
—Dispersaos —susurró a los hombres.
Uno por uno parecieron fundirse con los árboles y las nieblas; nadie les vería si ellos no querían ser hallados. Morgana aferró la vaina y echó a correr por la orilla del lago. En la mente oía la voz de Arturo, percibía su cólera.
Él tenía Escalibur: su mente la percibía como un gran fulgor la prenda sagrada de Avalen. Pero jamás recuperaría la vaina. La cogió con ambas manos para hacerla girar sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas lago adentro: allí la vio hundirse en las aguas profundas, insondables. Ninguna mano humana podría recobrarla; allí quedaría hasta que se pudriera el material, hasta que el último de los hechizos bordados en ella desapareciera.
Arturo la perseguía a caballo, desnuda la Escalibur en la mano... Pero ella y su escolta habían desaparecido. Morgana se recogió en silencio, fundiéndose con las sombras y los árboles; mientras permaneciera inmóvil, cubierta por el silencio de la sacerdotisa, ningún mortal podría ver siquiera su sombra.
Arturo gritó su nombre.
—¡Morgana! ¡Morgana!
La llamó por tercera vez, pero hasta las sombras permanecieron quietas. Por fin se cansó de andar en círculos, confundido, y llamó a su escolta. Lo encontraron tambaleándose en la montura, con los vendajes empapándose lentamente de sangre, y se lo llevaron por donde habían llegado.
Entonces Morgana levantó la mano y una vez más regresaron al mundo los sonidos normales del viento, las aves y los árboles.
HABLA MORGANA...
En años posteriores oí contar que robé la vaina por medio de brujerías, que Arturo me persiguió con cien jinetes y que yo también iba rodeada por un centenar de caballeros del pueblo de las hadas, y cuando Arturo iba a alcanzarme me convertí en un círculo de piedras, junto con mis hombres. Algún día, sin duda, añadirán que después pedí mi carro tirado por dragones alados para volar al reino de las hadas.
Pero no fue así. No fue más que eso: la gente pequeña sabe esconderse en los bosques, confundiéndose con los árboles y las sombras, y aquel día yo era uno de ellos, como me habían enseñado en Avalón. Cuando los caballeros se llevaron a Arturo, casi desvanecido por la larga persecución y el frío sufrido en la herida, me despedí de los hombres de Avalón y continué hasta Tintagel. Pero al llegar ya no me importaba lo que hicieran en Camelot, pues estaba muy enferma.
Aún ignoro qué me aquejaba; sólo sé que se fue el verano y que las hojas empezaron a caer mientras yacía en mi cama, atendida por las criadas que había encontrado allí, sin que me interesara volver a levantarme. Tenía un poco de fiebre, un cansancio tan grande que no me decidía a incorporarme ni a comer, una pesadez de ánimo tal que poco me importaba vivir o morir. Mis criadas (a una o dos las recordaba de mi infancia) creían que estaba hechizada. Y bien pudiera ser.
Marco de Cornualles me rindió tributo. «La estrella de Arturo va en ascenso —pensé—; sin duda cree que he venido por mandato suyo y no quiere enemistarse con él, ni siquiera por estas tierras que considera suyas. Hace un año quizá le habría prometido una parte, a cambio de que mandara a un grupo de insurrectos contra Arturo.» Pero muerto Accolon ya nada importaba. Escalibur seguía en poder de Arturo. Si la Diosa deseaba otra cosa tendría que quitársela ella misma, pues yo había fracasado y ya no era su sacerdotisa.
Creo que era lo que más dolía: haber fracasado sin que ella me hubiera tendido una mano para ayudarme a imponer su voluntad. Arturo, los curas y el traidor Kevin habían sido más fuertes que la magia de Avalón. Ya no quedaba nadie.
Ya no quedaba nadie, nadie. Lloraba sin cesar por Accolon y por el niño cuya vida había cesado al comenzar. Lloraba también por Arturo, convertido en mi enemigo e, inexplicablemente, también por Uriens y por mi vida en Gales, la única paz que había conocido.
Había perdido o entregado a la muerte a todos mis seres amados: Igraine, Viviana, Accolon, Arturo. Lanzarote y Ginebra me temían y me odiaban, y también Uwaine, que había sido como un hijo. A nadie le importaba que yo viviera o muriera. Tampoco a mí.
Ya había caído la última hoja, se iniciaban las temibles tempestades del invierno, cuando una de mis mujeres vino a decir que un hombre deseaba verme.
—¿En esta época del año? —Miré por la ventana, la lluvia incesante que caía del cielo, tan gris y lóbrego como el interior de mi mente. ¿Qué viajero osaba venir con aquel tiempo, luchando con las tormentas y la oscuridad? Quienquiera que fuese, no me interesaba—. Dile que la duquesa de Cornualles no recibe a nadie. Que se vaya.
—¿ Con la lluvia y en una noche como ésta, señora ?
Me sorprendió que la mujer protestara; casi todas me temían, creyéndome hechicera, y yo se lo dejaba creer. Pero la mujer tenía razón: Tintagel nunca había negado su hospitalidad.
—Dale la hospitalidad que corresponda a su rango —dije—, comida y lecho. Pero dile que estoy enferma y que no puedo recibirlo.
La criada se fue. Mientras contemplaba la tormenta, traté de regresar al apacible vacío donde ahora me sentía más a gusto. Pero muy poco después la puerta volvió a abrirse. Me incorporé sobresaltada, trémula de ira, la primera emoción que me permitía sentir en varias semanas.
—No te he llamado ni te ordené que regresaras —dije a la mujer—. ¿Qué atrevimiento es éste?
—Se me ha dado un mensaje para vos, señora —replicó—. Y no osé negarme, viniendo de quien venía. Él dijo: «No apelo a la duquesa de Cornualles, sino a la Dama de Avalón, que no puede negar audiencia al Merlín, si éste pide audiencia y consejo. »
Contra mi voluntad, aquello me intrigó. ¿Merlín? ¿Acaso Kevin no se había aliado con Arturo y los cristianos, traicionando a Avalón ? Pero tal vez era otro hombre el que ahora ostentaba ese cargo... Y entonces pensé en mi hijo Gwydion, o Mordret... Quizás era él quien lo ocupaba, pues sólo él podía considerarme todavía Dama de Avalón. Tras un largo silencio resolví:
—Dile que le recibiré... Pero así no. Manda a alguien para que me vista.
Sabía que estaba demasiado débil para hacerlo sola, pero no quería recibir a nadie de aquel modo, enferma, débil y en mi alcoba. La sacerdotisa de Avalón se las compondría para estar ante Merlín, aunque trajera la sentencia de muerte por todos mis fracasos. ¡Seguía siendo Morgana!
Logré levantarme para que me pusieran el vestido y los zapatos, me trenzaran el pelo y lo cubrieran con el velo de sacerdotisa. Hasta repinté el símbolo de la luna en mi frente: me temblaban las manos y estaba tan débil que me arrastré por la empinada escalera aferrada del brazo de la mujer. Pero Merlín no tenía que ver mi fragilidad.
En el salón habían encendido el fuego; humeaba un poco, como siempre en días de lluvia. A través del humo sólo pude ver una silueta de hombre sentada junto al hogar, de espaldas a mi, envuelta en un manto gris. Pero a su lado se erguía un arpa inconfundible: por Mi señora reconocí al dueño. Kevin tenia el pelo completamente blanco, pero cuando entré irguió el cuerpo giboso.
—Conque os hacéis llamar Merlín de Britania, aunque sólo servís a Arturo y desafiáis la voluntad de Avalón —dije.
—Ya no sé qué título darme —replicó Kevin en voz baja—, salvo el de criado de quienes sirven a los dioses, que son todos Uno.
—¿ Y a qué venís ?
—Tampoco lo sé —dijo la voz melodiosa que yo tanto había amado—, como no sea a pagar una deuda contraída cuando estas colinas aún no existían, querida.
Y entonces levantó la voz para llamar a la criada:
—¡Tu señora está enferma! ¡Llévala a un asiento!
Una bruma gris parecía ondular en torno a mí. Cuando se despejó me encontré sentada junto al fuego, frente a Kevin. La mujer había desaparecido.
—Pobre Morgana, pobre niña —dijo.
Y por primera vez desde que la muerte de Accolon me convirtiera en piedra sentí que podía llorar. Y apreté los dientes para contener el llanto, pues si derramaba una sola lágrima no podría cesar hasta fundirme en un lago.
—No soy una niña, arpista Kevin —dije, apretando los dientes—, y por falsedad habéis llegado a mi presencia. Decid lo que tengáis para decir y seguid vuestro camino.
—Dama de Avalón...
—No lo soy. —En nuestro último encuentro había apartado de mía ese hombre, gritándole que era un traidor. Ya no parecía importar, puesto que yo también había traicionado a Avalón.
¿ Cómo podía juzgarlo ?
—¿ Qué sois, pues ? —inquirió en voz baja—. Cuervo es ya anciana y lleva años en silencio. Niniana jamás tendrá poder para gobernar. Allí se os necesita.
—La última vez que hablamos —le interrumpí— dijisteis que los días de Avalón habían terminado. ¿Por qué sentar a alguien en el sitial de Viviana, salvo a una criatura mal preparada para ese alto cargo, a la espera del día en que Avalón se esfume para siempre entre las brumas? —Sentía en la garganta una ardiente amargura—. Puesto que habéis cambiado Avalón por el estandarte de Arturo, ¿ no será más fácil vuestra tarea si nadie reina allí, salvo una vetusta profetisa y una joven sin poder ?
—Niniana es el amor de, Gwydion y creación suya —observó Kevin—. Y se me ocurre que allí necesitan vuestra voz y vuestras manos. Aunque Avalón esté condenado a desaparecer en la niebla, ¿os negaríais a ir con ella? Nunca os tuve por cobarde, Morgana. —Y clavó sus ojos en los míos—. En este exilio moriréis de dolor.
Aparté la cara, diciendo:
—Para eso vine. —Y por primera vez comprendí que, en verdad, había ido hasta allí para morir—. Todo lo que he intentado está en ruinas. He fallado, he fallado. Vuestro es el triunfo Merlín: Arturo ha vencido.
Kevin negó con la cabeza.
—Ah, no, querida, no es triunfo. Sólo hago lo que los dioses me han encomendado. También vos. Por cierto, si vuestro destino es presenciar el fin del mundo que hemos conocido, mi muy amada, que ese destino nos encuentre a cada uno en su sitio, cumpliendo con lo que nuestro Dios nos ha ordenado. A mí me corresponde convocaros a Avalón, Morgana, no sé por qué. Mi tarea sería más sencilla si allí sólo estuviera Niniana, pero vuestro sitio está en Avalón y el mío, donde los dioses decreten. Y en Avalón hallaréis cura.
—Cura —dije despectivamente—. No me interesa.
Kevin me miró con tristeza. «Mi muy amada», me había llamado. Sentí entonces que sólo él me conocía tal como era. Ante todos los demás, aun ante Arturo, había lucido una cara diferente, tratando siempre de fingirme distinta y mejor de lo que era. Sólo para Kevin era Morgana, simplemente. Siempre había pensado que el amor era otra cosa: el ardor que me inspiraran Lanzarote y Accolon. Por Kevin había sentido poco más que una compasión distante, amistad, tibieza; lo que le había dado no parecía gran cosa. Sin embargo... sin embargo, sólo él acudía a mí, sólo a él le importaba que no muriera allí de pena.
Pero ¿cómo se atrevía a irrumpir en mi paz, ahora que yo casi había alcanzado esa total quietud que está más allá de la vida ?
—No —dije, volviéndole la espalda. Si aceptaba vivir, volver a Avalón, tendría que entrar nuevamente en una lucha a muerte con Arturo, a quien amaba; tendría que ver a Lanzarote aún encerrado en la prisión de amor de Ginebra.
No. Allí tenía silencio y paz. No tardaría mucho tiempo en pasar a una paz aún más profunda. El mareo próximo a la muerte se acercaba cada vez más. Y Kevin, el traidor, ¿me haría regresar?
—No —dije otra vez. Y me cubrí la cara con las manos—. Déjame en paz, arpista Kevin. He venido aquí para morir. Déjame ya.
No se movió ni dijo nada. Permanecí muy quieta, con el velo sobre la cara. Después de un rato se iría, sin duda. Y yo— seguiría en mi asiento hasta que las mujeres me cargaran hasta el lecho, y ya no volvería a levantarme.
Y entonces, en el silencio, oí el suave sonido del arpa. Kevin tocaba. Después de un momento cantó.
Yo conocía una parte de la balada: la del antiguo bardo Orfeo, que sometía a las bestias con su música. Pero él continuó cantando otra parte, un misterio que yo nunca había oído. Contaba que Orfeo, al perder a su amada, había descendido al Otro mundo para rescatarla.
Su voz. hablaba desde el alma..., y oí que mi voz rogaba:
—No trates de rescatarme. En estas tierras eternas todo está en paz, no hay dolor ni lucha; aquí puedo olvidar tanto el amor como el pesar.
La habitación se borró a mi alrededor. Ya no sentía el olor del humo, el aliento glacial de la lluvia tras la ventana; ya no tenía conciencia de mi cuerpo, enfermo y mareado. Me pareció estar en un jardín, lleno de flores sin perfume y de paz eterna, donde sólo el son distante del arpa rompía el silencio, a desgana. Y el arpa cantaba para mí, sin que lo deseara.
Hablaba del viento de Avalón, de las flores del manzanar, del aroma a manzanas maduras. Me traía la frescura de la niebla sobre el lago, la carrera de los ciervos en el bosque, los brazos de Lanzarote rodeándome. Volví a sentir en el regazo a mi hijo, su pelo suave contra la cara... ¿O era Arturo que se aferraba a mí, tocándome la mejilla con sus manecitas? Una vez más, Viviana me tocó la frente en el gesto de la bendición y los vientos se arremolinaron en la oscuridad del eclipse, mientras la voz de Accolon pronunciaba mi nombre.
Y ya no era sólo el son del arpa, sino las voces de los muertos y los vivos, que me gritaban: «Regresa, la vida te llama con todo su placer y su dolor...» Y entonces de la voz del instrumento surgió una nota nueva.
—Soy yo quien te llama, Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Madre...
Levanté la cabeza; ya no veía el cuerpo contrahecho de Kevin y sus facciones dolientes; su lugar estaba ocupado por Alguien, alto y magnífico, glorioso de sol el rostro; en sus manos, el Arpa y el Arco. Contuve el aliento ante el Dios, mientras la voz cantaba: «Vuelve a la vida, regresa a mí...»
Me esforcé por apartar la mirada.
—No es el Dios quien puede darme órdenes, sino la Diosa.
—Pero la Diosa eres tú —dijo la voz familiar, en el silencio de la eternidad— y soy yo quien te llama.
Y por un momento, como en las aguas serenas del espejo de Avalón, me vi ataviada y coronada con la alta diadema de la Señora de la Vida.
—Pero ya soy anciana. Ya no pertenezco a la vida, sino a la muerte —susurré.
Y en el silencio surgieron repentinamente, en los labios del Dios, las palabras rituales tantas veces oídas:
—Ella será vieja v joven según le plazca... —Y en el reflejo mi cara volvió a ser joven y bella. Aun anciana y yerma, la vida palpitaba en mí como en la tierra y la Dama. Di un paso: luego otro: trepaba, trepaba para salir de la oscuridad, siguiendo las notas lejanas del arpa que me hablaba de las verdes colinas de Avalón, de las aguas de vida... Y me encontré con las manos extendidas hacia Kevin... Y él dejó delicadamente el arpa y me sostuvo en los brazos, medio desmayada. Por un momento me quemaron las manos refulgentes del Dios..., pero era sólo la voz dulce, musical, medio burlona de Kevin la que decía:
—No puedo sosteneros, Morgana, como bien sabéis. —y me instaló delicadamente en mi silla—. ¿ Desde cuándo no coméis ?
—No lo recuerdo —confesé.
De pronto cobré conciencia de mi mortal debilidad. Kevin llamó a la criada y dijo, con la voz suave y autoritaria del druida y el sanador—: Trae a tu señora un poco de pan y leche caliente con miel.
Cuando regresó, Kevin mojó el pan en la leche y me lo fue dando.
—Basta —dijo—. Habéis ayunado demasiado tiempo. Pero antes de dormir beberéis un poco más de leche con un huevo batido. Tal vez pasado mañana estéis en condiciones de viajar.
Y de pronto me eché a llorar. Lloraba, al fin, por Accolon, amortajado; por Arturo, que ahora me odiaba; por Elaine, que había sido mi amiga; por Viviana, en su tumba cristiana; por él y por mí. Por mí, que había tenido que pasar por todas esas cosas. Y Kevin dijo otra vez.: «Pobre Morgana, pobre niña», y me estrechó contra su pecho huesudo. Lloré y lloré hasta quedar en silencio, entonces llamó a mis criadas para que me acostaran.
Y por primera vez en muchos días, dormí. Y dos días después partí hacia Avalón.
Recuerdo poco de ese viaje al norte, enferma de cuerpo y mente. Ni siquiera me extrañó que Kevin no me acompañara hasta el lago. Llegué a sus orillas en el ocaso, cuando las aguas parecen tornarse carmesíes y el cielo es como un incendio; entre esas llamas apareció la barca, cubierta de colgaduras negras, con los remos silenciosos como un sueño. Por un momento me pareció que era la Barca sagrada de ese mar sin orillas del que no puedo hablar, y que la silueta oscura de la proa era Ella, como si de algún modo yo franqueara el vacío entre la tierra y el cielo... pero no sé sifué real o no. Luego las brumas cayeron sobre nosotros y sentí, en el fondo del alma, ese cambio indicativo de que, una vez más, estaba en mi hogar.
Niniana me recibió en la orilla con un abrazo, no como a la desconocida que sólo había visto dos veces, sino como recibe una hija a su madre después de no verla durante muchos años. Luego me llevó a la casa que había ocupado Viviana. Esta vez me atendió personalmente; me acostó en el cuarto interior y me dio agua del Pozo Sagrado. Al probarla supe que, aunque la curación sería larga, no estaba fuera de mi alcance.
Ya había conocido bastante del poder; me alegraba desprenderme de las cargas mundanas, dejarlas en manos de otros y permitir que mis hermanas me cuidaran. Poco a poco, en el silencio de Avalón, fui recobrando mis fuerzas. Allí pude llorar por Accolon, no ya por el fin de mis planes y esperanzas. Ahora comprendía que todo había sido una locura: yo no era reina, sino sacerdotisa de Avalón. Pero lloré por ese breve y amargo verano de nuestro amor, y por la criatura que no había llegado a nacer, y sufrí porque hubiera sido mi mano la que la enviara a las sombras.
Fue una larga temporada de duelo; a veces me preguntaba si alguna vez me libraría de él. Pero al fin pude recordar los días de amor sin que el dolor interminable ascendiera en forma de lágrimas desde el fondo de mi ser. No hay pesar como el recuerdo del amor que se ha ido para siempre. Pero un día comprendí que el tiempo del luto había terminado; mi amante y mi hijo estaban en la otra orilla; yo, viva y en Avalón. Y tenía como misión ser allí la Dama. No sé cuántos años viví en Avalón antes del final. Sólo recuerdo que flotaba en una paz vasta e innominada, entre el gozo y el pesar, conociendo sólo la serenidad y las pequeñas tareas de todos los días. Niniana estaba siempre a mi lado. También Nimue, que se había convertido en una doncella alta y rubia, silenciosa, tan bella como Elaine cuando nos conocimos.
Se convirtió en la hija que nunca tuve. Todos los días venía a mí y yo le enseñaba todo aquello que había aprendido de Viviana en los primeros años que pasara en Avalón
En aquellos últimos días llegaban a Avalón, en gran número, quienes habían visto el Santo Espino en su primera floración para los seguidores de Cristo, escapando de los aseladores vientos de la persecución y el prejuicio. Patricio había establecido nuevas formas de culto, una visión del mundo donde no había lugar para la belleza y el misterio de las cosas naturales. De esos cristianos fugitivos que llegaban a nosotros aprendí, por fin, algo sobre el Nazareno, ese lujo de carpintero que alcanzara en vida la divinidad y predicara la tolerancia. Así comprendí que mi pelea no era contra él, sino contra la estrechez de miras de sus necios curas.
No sé si pasaron tres años, o cinco o diez, antes del final Los susurros del mundo exterior me llegaban como sombras, como ecos de las campanas que a veces se oían en nuestras costas. Supe de la muerte de Uriens, pero no lo lloré: para mí estaba muerto desde hacía muchos años. Espero que, al final, encontrase algún consuelo para sus dolores; para mí había sido tan bueno como le fue posible, y por eso lo dejé en paz.
De vez en cuando me llegaban rumores de las hazañas de Arturo y sus caballeros, pero en la serenidad de Avalón aquello parecía no tener importancia, como si fueran leyendas antiguas que hubiera oído mucho antes, en la infancia.
Y una primavera, cuando los manzanos de Avalón empezaban a blanquear con los primeros capullos, Cuervo rompió el silencio con un grito. Mi mente, por fuerza, volvió a las cosas mundanas que habría querido dejar atrás para siempre.
9
—La espada, la espada de los Misterios ha desaparecido... Mirad ahora el cáliz, mirad todo lo de la Regalía Sagrada... se ha ido, se ha ido, nos ha sido arrebatado...
El grito despertó a Morgana, pero cuando se acercó de puntillas hasta la puerta del cuarto donde dormía Cuervo, sola y callada como siempre, encontró dormidas a las mujeres que la atendían; no lo habían oído.
—Pero si todo está en silencio, señora —le dijeron—. ¿Estáis segura de que no fue un mal sueño?
—Si fue un mal sueño, también lo tuvo la sacerdotisa Cuervo —replicó Morgana, observando las caras despreocupadas de las muchachas. Cada año que pasaba, las doncellas de la Casa parecían más jóvenes y más aniñadas. ¿Cómo confiar las cosas sagradas a niñas de pechos incipientes?
Una vez más, el terrible grito resonó en todo Avalón, causando alarma por doquier. Pero cuando Morgana exclamó: «Otra vez, ¿lo oísteis?», ellas volvieron a mirarla con desconcierto, diciendo:
—¿Soñáis ahora con los ojos abiertos, señora?
Morgana cayó entonces en la cuenta de que ese alarido de terror y pena no había sido un sonido real.
—Entraré a verla —dijo.
Cuervo estaba incorporada en la cama, con la cabellera suelta en gran desaliño y los ojos enloquecidos de terror; por un momento Morgana pensó que. realmente, su mente había captado algún mal sueño. Pero Cuervo negó con la cabeza; ya estaba completamente despierta y sobria. Aspiró muy hondo, esforzándose por hablar, por superar sus años de silencio.
Por fin, temblando de pies a cabeza, dijo:
—Lo vi... lo vi... traición, Morgana, dentro de los lugar sagrados de la misma Avalen. No pude verle la cara, pero tenía en la mano la gran espada Escalibur.
Morgana alargó una mano para tranquilizarla, diciendo:
—Cuando salga el sol miraremos dentro del espejo. No te molestes en hablar, querida.
Cuervo aún temblaba. A la luz vacilante de la antorcha Morgana vio su mano arrugada, cubierta por las manchas oscuras de la edad, y los dedos de Cuervo, cuerdas retorcidas en torno a los huesos estrechos. «Somos dos ancianas —pensó— nosotras, que llegamos doncellas para atender a Viviana. Ah Diosa, cómo pasan los años...»
—Pero ahora tengo que hablar —susurró su compañera—. He guardado silencio demasiado tiempo... Guardé silencio aun temiendo que sucediera esto. Escucha el tronar... y la lluvia. Viene tormenta; la tempestad estallará sobre Avalón y la barrerá... inundación y oscuridad sobre la tierra...
—¡Calla, querida, calla! —susurró Morgana, abrazando a la mujer estremecida; se preguntaba si le habría fallado la mente, si todo era una ilusión, un delirio de la fiebre. No había truenos ni lluvia; la luna refulgía sobre Avalón y los huertos, blancos de flores bajo sus rayos—. No tengas miedo. Me quedaré aquí, contigo, y por la mañana miraremos dentro del espejo para ver si hay algo de realidad en todo esto.
Cuervo esbozó una sonrisa triste. Luego apagó la antorcha; en la súbita oscuridad Morgana pudo ver, por las ranuras de la madera, un súbito fulgor de relámpagos en la distancia. Silencio; luego, muy lejano, un trueno grave.
—No sueño, Morgana. Vendrá tormenta y tengo miedo. Tú eres más valerosa que yo. Has vivido en el mundo y conoces las penas de verdad. Pero ahora quizá deba romper el silencio para siempre... y tengo miedo...
Morgana se acostó a su lado, extendiendo la manta sobre ambas, y la cogió en sus brazos para calmar sus temblores. Mientras oía la respiración de su compañera recordó la noche en que llevara a Nimue: Cuervo había ido entonces a ella, para darle la bienvenida a Avalón. «¿Por qué me parece ahora que, de todos los amores que he conocido, éste es el más auténtico?» Pero se limitó a estrecharla con suavidad, reconfortándola. Después de largo rato las sobresaltó un gran redoblar de truenos.
—¿Ves? —susurró Cuervo.
—Calla, querida; es sólo una tormenta.
Y mientras lo decía se desató una lluvia torrencial: un viento frío entró en la habitación, ahogando las palabras. Morgana quedó en silencio, con los dedos enlazados a los de Cuervo. «Es sólo una tormenta», pensaba. Pero el terror de su amiga se le estaba contagiando; también ella se estremeció.
«Una tempestad que surgirá del Cielo para estrellarse contra Camelot, acabando con los años de paz que Arturo trajo a esta tierra.»
Trató de convocar la videncia, pero los truenos parecían sofocar los pensamientos; sólo pudo estarse quieta junto a Cuervo, repitiéndose una y otra vez: «Es sólo una tempestad: lluvia, viento y truenos. No es la ira de la Diosa.»
Después de largo rato pasó la tormenta. Morgana despertó a un mundo renovado, el cielo pálido y sin nubes, el agua destellando en cada hoja y en cada brizna de hierba, como si alguien hubiera sumergido el mundo en lluvia sin sacudirlo ni secarlo. Si de verdad la tormenta de Cuervo iba a estallar sobre Camelot, ¿dejaría al mundo así de bello a su paso? No. no lo creía.
Cuervo, al despertar, la miró con los ojos dilatados por el miedo.
—Iremos de inmediato en busca de Niniana —le dijo Morgana, serena y práctica como siempre—. Luego, al espejo, antes de que salga el sol. Si la ira de la Diosa está a punto de descender sobre nosotros, es preciso saber cómo y por qué.
Cuervo hizo un gesto de asentimiento. Pero cuando estaban ya vestidas y a punto de salir le tocó el brazo.
—Ve por Niniana —susurró—. Yo traeré... a Nimue. También forma parte de esto.
Por un momento Morgana, sorprendida, estuvo a punto de protestar. Luego echó una mirada al cielo claro de Levante y echó a andar. Tal vez Cuervo había visto, en el mal sueño de la profecía, el motivo por el que Nimue había sido llevada a la isla y mantenida en reclusión. Mientras cruzaba el huerto mojado, callada y sola, vio que no todo era bella calma: el viento había destrozado las flores, formando una capa blanca, como de nieve; ese otoño habría poca fruta. «Podemos arar el suelo y plantar la semilla, pero la cosecha sólo depende del favor de la Diosa... ¿Por qué me preocupo, pues? Será como ella desee.»
Niniana, arrancada al sueño, la miró como si la creyera loca. «¡No es una verdadera sacerdotisa!», pensó Morgana; «Merlín dijo la verdad: la escogieron sólo por ser pariente de Taliesin. Tal vez haya llegado el momento de ocupar mi puesto, dejando de fingir que es la Dama de Avalón.» No quería ofender a Niniana ni parecer deseosa de poder. Pero ninguna sacerdotisa escogida por la Diosa habría podido seguir durmiendo tras el grito de Cuervo. Sin embargo, esa mujer había pasado por las duras pruebas sacerdotales sin que la Diosa la rechazara; ¿qué papel le tenía destinado?
—Os digo, Niniana, que lo he visto, y también Cuervo. Tenemos que mirar dentro del espejo antes del amanecer.
—No doy mucha fe a esas cosas —musitó la Dama—-. Lo que deba ser, será. Pero si es preciso os acompañaré.
Mudas, como manchas negras en el mundo blanco y acuoso, marcharon hacia el estanque. Morgana veía de soslayo la forma alta y silente de Cuervo, velada, y a Nimue, llena de flores pálidas como la mañana. La belleza de la muchacha era asombrosa; ni Ginebra en plena juventud había sido tan hermosa. Sintió una punzada de celos y angustia. «Yo no recibí ese don de la Diosa a cambio de todo lo que debí sacrificar.»
—Nimue es doncella —observó Niniana—. Es ella quien tiene que mirar en el espejo.
Las cuatro siluetas oscuras se reflejaban en la superficie clara del estanque, contra el pálido fondo del cielo, donde algunas vetas rosas anunciaban el amanecer. Nimue se acercó a la orilla, separándose la cabellera rubia con ambas manos. Morgana vio en su mente la superficie de un cuenco de plata y la cara hipnótica de Viviana.
—¿Qué deseáis que vea, madre? —preguntó Nimue. en voz baja y vacilante.
Morgana esperó a que Cuervo hablara, pero sólo hubo silencio. Por fin dijo:
—Si Avalón ha sido violada y víctima de traición. ¿Qué ha sido de la Regalía Sagrada?
Silencio. Sólo unos gorjeos en los árboles y el sonido del agua al caer del canal que formaba ese estanque. Más abajo, en la pendiente, se veían los parches blancos de los huertos malogrados; muy arriba, las siluetas pálidas de las piedras que circundaban el Tozal.
Silencio. Por fin Nimue se removió, susurrando:
—No puedo verle la cara.
Y el estanque onduló, y Morgana creyó ver ana forma encorvada que se movía lentamente y con dificultad... el cuarto a donde ella había acompañado a Viviana y a Taliesin, el día en que pusieron a Escalibur en manos de Arturo. Oyó la voz imponente de Merlín: «No... tocar la Regalía Sagrada sin preparación equivale a la muerte...» Pero el tenía derecho: era Merlín de Britania. Retiró de su escondrijo la lanza, el cáliz y el plato y los ocultó bajo su manto; luego salió para cruzar el lago hacia el lugar donde Escalibur relumbraba en la oscuridad. La Regalía Sagrada ya estaba reunida.
—¡Merlín! —susurró Niniana—. Pero ¿porqué?
Morgana sintió la cara rígida.
—Una vez me habló de esto. Dijo que Avalón estaba ya fuera del mundo y que los objetos sagrados tenían que estar dentro del mundo, al servicio del hombre y de los dioses, comoquiera que se les llamara.
—Va a profanarlos —se acaloró la Dama—. Pero ¿por qué?
En el silencio Morgana oyó el cántico de los monjes. Luego la luz del sol tocó el espejo, y al fulgor del sol naciente fue como si el mundo ardiera a la luz de una cruz en llamas. Cerró los ojos, cubriéndose la cara con las manos.
—Déjalos ir, Morgana —susurró Cuervo—. La diosa cuidará de lo suyo.
Una vez más Morgana oyó el cántico de los monjes: Kirie eleison, Christe eleison... «Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad...» La Regalía Sagrada sólo era un conjunto de símbolos. Si la Diosa había permitido que sucediera aquello era una señal de que Avalón ya no los necesitaba, de que tenían que pasar al mundo para estar al servicio de la humanidad.
La cruz en llamas seguía ardiendo ante sus ojos; se los cubrió, apartando la cara.
—Ni siquiera yo puedo abrogar el voto de Merlín. Pronunció un solemne juramento y celebró el gran matrimonio con la tierra en nombre del rey; ahora es perjuro y su vida está condenada. Pero antes de ajustar cuentas con el traidor tengo que ocuparme de la traición. La Regalía tiene que regresar a Avalón, aunque deba traerla con mis manos. Al amanecer partiré hacia Camelot.
Y de pronto un susurro de Nimue le reveló su plan completo:
—¿Tengo que ir yo también? ¿Me corresponde vengar a la Diosa?
Ella, Morgana, tenía que ocuparse de la Regalía Sagrada, que había sido puesta bajo su cuidado. Pero Nimue sería el instrumento del castigo para el traidor.
Kevin no conocía a Nimue, pues vivía recluida. Y como sucede siempre cuando la Diosa descarga su furia, serían las propias fortalezas mal defendidas de Merlín las que lo llevarían a su castigo.
Con los puños apretados, dijo lentamente:
—Irás a Camelot, Nimue. Eres prima de Ginebra e hija de Lanzarote. Rogarás a la reina que te permita vivir entre sus damas, sin decir a nadie, ni siquiera al rey Arturo, que has morado en Avalón. Si es preciso, finge que te has convertido al cristianismo. Allí conocerás al Merlín. Tiene una gran debilidad: cree que las mujeres lo desdeñan por ser feo y cojo. Por la mujer que no le tenga miedo ni repugnancia, por la que le devuelva la virilidad que quiere y teme, hará cualquier cosa, hasta dar la vida. —Miró directamente a los ojos asustados de la muchacha—. Lo seducirás para llevarlo a tu lecho, Nimue. Lo atarás a ti con un hechizo tal que será tu esclavo en cuerpo y alma.
—Y luego qué? —preguntó trémula—. ¿Tengo que matarlo?
Morgana iba a responder, pero Niniana se le adelantó.
—La muerte que pudieras darle sería demasiado rápida para un traidor como él. Tienes que traerlo a Avalón bajo un encantamiento, Nimue. Aquí recibirá la muerte maldita de los traidores, en el robledal.
Morgana recordó, estremecida, cuál era ese destino: lo despellejarían vivo y lo encerrarían en el hueco del roble, luego se cerraría la abertura con adobe de zarzas, dejando el espacio mínimo para que no le faltara aliento, a fin de que no muriera muy pronto. Inclinó la cabeza, tratando de disimular su temor. El reflejo cegador había desaparecido del agua; el cielo goteaba nubes pálidas. Niniana dijo:
—Aquí hemos terminado. Venid, madre...
Pero Morgana se desprendió.
—No, no hemos terminado. Yo también tengo que ir a Camelot. Tengo que saber qué uso ha dado el traidor a la Regalía Sagrada. —Y suspiró; había albergado la esperanza de no abandonar jamás las costas de Avalón, pero no había quien pudiera hacer su parte.
Cuervo alargó la mano. Temblaba tanto que parecía a punto de caer. Su voz malograda era sólo un murmullo lejano y cascado, como el viento entre las ramas secas.
—Yo también debo ir. Es mi sino: no podré descansar con los que me han precedido en el territorio encantado. Iré contigo, Morgana.
—No, no, Cuervo —protestó Morgana—. ¡Tú no! —En cincuenta años su compañera no había puesto un pie fuera de Avalón; ¡no podría sobrevivir al viaje! Pero nada pudo quebrar su decisión; aunque trémula de terror, fue inflexible: había visto su destino y tenía que acompañar a Morgana a cualquier precio.
—Pero no iré a Camelot como lo haría Niniana. con la pompa de las sacerdotisas —argumentó—. Iré disfrazada de anciana campesina, como solía hacerlo Viviana.
Cuervo negó con la cabeza, diciendo:
—Cualquier camino que tú puedas recorrer, también yo lo recorreré.
Morgana aún sentía un miedo mortal, no por sí misma, sino por su amiga. Pero aceptó y ambas se dispusieron a partir. Más tarde salieron de Avalón por las sendas secretas: Nimue, con la pompa correspondiente a una prima de la reina, por las carreteras principales; Morgana y Cuervo, a pie, envueltas en sombríos harapos de mendigas, por caminos secundarios.
Cuervo era más fuerte de lo que Morgana pensaba; a veces parecía ser la más fuerte de las dos. Mendigaban restos de comida a la puerta de las granjas o robaban algún trozo de pan arrojado a los perros. Una vez durmieron en una aldea desierta; otra, bajo un almiar. Y en esa última noche Cuervo habló por primera vez en todo el viaje.
—Morgana —dijo. Estaban acostadas codo a codo, envueltas en sus capas, bajo la sombra de la paja—. Mañana es Pascua en Camelot; tenemos que estar allí al amanecer.
Habría querido preguntarle por qué, pero sabía que Cuervo sólo podría darle una respuesta: que lo había visto en su sino.
—Entonces partiremos antes del alba. Estamos apenas a una hora de marcha. Si me lo hubieras dicho antes, habríamos continuado caminando y ahora dormiríamos a la sombra de Camelot.
—No pude —murmuró Cuervo. Y sollozó en la oscuridad—. ¡Tengo tanto miedo!
Morgana replicó bruscamente:
—¡Te dije que tenías que quedarte en Avalón!
—Pero tenía que trabajar para la Diosa —susurró su compañera—. He pasado todos estos años al amparo de Avalón; ahora nuestra Madre me lo exige todo a cambio de la seguridad que me dio. Pero tengo miedo, mucho miedo. Abrázame.
Morgana la estrechó con fuerza, meciéndola como a una criatura. Entraron juntas en un gran silencio, tocándose, juntos los cuerpos en una especie de frenesí. Morgana sintió que el mundo se estremecía en un extraño ritmo sacramental, en la ti-niebla del lado oscuro de la luna: de mujer a mujer, afirmaban la vida a la sombra de la muerte, y la Diosa, en el silencio, les respondía.
Por fin se aquietaron los sollozos de Cuervo. Yacía inmóvil como un cadáver. Morgana pensó, mientras su corazón aminoraba el ritmo: «Tengo que dejarla ir. aun a las sombras de la muerte, si ésa es la voluntad de la Diosa.»
Y no pudo siquiera llorar.
En el tumulto que reinaba en las puertas de Camelot, esa mañana nadie prestó la menor atención a dos campesinas ya entradas en años Morgana estaba habituada a aquello; Cuervo, que hasta entonces había vivido recluida, se puso blanca como un hueso y trató de ocultarse bajo su chal harapiento. Morgana también se mantenía envuelta en el chal; alguien podía reconocerla, pese a los mechones blancos y el atuendo de aldeana.
Un boyero que cruzaba el patio con un ternero tropezó con Cuervo y. ante su expresión consternada, la maldijo. Morgana se apresuró a decir:
—Mi hermana es sordomuda.
El hombre mudó el semblante.
—Ah pobre Mirad, arriba están ofreciendo una buena comida a todos, en la parte baja del salón real. Podéis entrar por esa puerta para observarlos cuando entren. Para hoy el rey ha planeado algo grande con uno de sus curas. ¿Venís de lejos, que no conocéis la costumbre? Bueno, nunca se sienta al festín sin ofrecer alguna gran maravilla. Y hemos sabido que hoy habrá algo realmente portentoso.
«No lo dudo», pensó Morgana, desdeñosa. Pero se limito a darle las gracias, en el rudo dialecto campesino que estaba utilizando y se llevó a Cuervo hacia el salón, que se estaba llenando rápidamente. La generosidad del rey en días festivos era bien conocida; para muchos sería la mejor comida del ano. El que olía a carne asada, era el comentario goloso de quienes se empujaban a su alrededor. En Morgana solo despertaba nauseas, después de echar un vistazo a la cara demudada de Cuervo, decidió retirarse.
«No tendría que haberla traído. Cuando haya hecho lo que debo, ¿cómo haré para huir a Avalón con ella en estas condiciones.»
Encontró un rincón donde podrían verlo todo sin llamar atención En el extremo elevado del salón se veía la gran mesa redonda casi legendaria en los alrededores, con el estrado para la pareja real y los nombres de los caballeros pintados sobre los sitios de costumbre. En las paredes pendían coloridos estandartes. Después de pasar años en la austeridad de Avalón, todo aquello le pareció estridente y vulgar.
Después de un largo rato se produjo una conmoción; sonaron las trompetas y por la muchedumbre corrió un murmullo. Al ver que Cay abría las grandes puertas, Morgana se echó atrás: ¡él la reconocería con cualquier disfraz! Pero no tenía motivos para mirar en esa dirección.
¿Cuántos años había pasado en la serena deriva de Avalón? No tenía ni idea. Pero Arturo parecía aún más alto y majestuoso; su pelo era tan rubio que era imposible ver si tenía vetas plateadas en los rizos cuidadosamente peinados. También Ginebra, pese a los pechos caídos bajo el complejo vestido, se mantenía erguida y esbelta como siempre.
—Mirad qué joven parece la reina —murmuró una mujer—. Sin embargo, Arturo la desposó el año que tuve a mi primer hijo... y miradme. —Estaba encorvada y sin dientes, como un arco tensado—. Dicen que la hermana del rey, esa bruja a la que llaman Morgana de las Hadas, les dio hechizos para que se conservaran jóvenes.
—Con hechizos o sin ellos —murmuró con acritud otra anciana desdentada—, si la reina Ginebra tuviera que limpiar una cuadra por la mañana y por la noche, y parir un hijo todos los años, y amamantarlo en los tiempos buenos y en los malos, poco le quedaría de esa belleza, bendita sea. Las cosas son como son, pero que me expliquen los curas por qué ella se llevó todo lo bueno de la vida y a mí me tocó la miseria.
—Deja de gruñir —dijo la primera—. Hoy te llenarás la panza y podrás ver a todos los grandes. Recuerda lo que decían los ancianos druidas: la reina Ginebra es reina porque fue buena en sus últimas existencias; tú y yo somos pobres y feas porque fuimos ignorantes. Algún día nos tocará mejor suerte, si nos portamos bien en esta vida.
—Oh, sí —gruñó la otra vieja—: curas y druidas son lo mismo. Digan lo que digan, unos nacemos en la miseria y morimos en la miseria, mientras que otros lo tienen todo al alcance de la mano.
—Pero me han dicho que no es muy feliz —comentó otra en el grupo—. Por muy reina que sea, no ha podido tener un solo hijo, mientras que yo tengo un buen muchacho para que me labre la tierra, una hija casada con el hombre de la granja vecina y otra que trabaja para las monjas en Glastonbury. En cambio ella ha tenido que adoptar al señor Galahad, el hijo de Lanzarote y su prima Elaine, como heredero de Arturo.
—Oh, sí. eso es lo que dicen —comentó una cuarta anciana—, pero nosotras sabemos que a los seis o siete años de reinado se ausentó de la corte. ¿No creéis que todos estaban contando con los dedos? La esposa de mi hijastro servía aquí, en las cocinas, y cuenta que en todas partes se comentaba que la reina pasaba las noches en cama ajena.
—Calla, anciana chismosa —dijo la primera—. Si un chambelán te oye decir eso acabarás en el estanque. Yo creo que Galahad será un buen rey, Dios dé larga vida a Arturo. ¿Y qué importa quién sea su madre? A mí me parece que es un bastardo de Arturo; los dos son rubios. Y mirad al señor Mordret: de él sí sabemos que el rey lo tuvo con no sé qué ramera.
—Yo he oído algo peor —apuntó una—: que Mordret es hijo de una bruja y que Arturo lo trajo a la corte a cambio de que le dieran cien años de vida. ¿No veis que no envejece? Debe de tener más de cincuenta años y parece de treinta.
Otra anciana profirió una palabra obscena:
—¿Qué sentido tiene todo eso? La madre de Arturo llevaba la sangre antigua de Avalón, como la señora Morgana. que era morena, y Lanzarote. Debe de ser como decían antes: que Mordret es hijo de Lanzarote y la señora Morgana. Basta con echarles una mirada. Y ella es hermosa, a su modo.
—No está entre las señoras —observó una de las mujeres.
La suegra de la fregona explicó con autoridad:
—¡Pero si riñó con Arturo y se fue al país de las hadas! Pero todo el mundo sabe que, la noche de Todos los Santos, vuela alrededor del castillo montada en una rama de avellano. Y quien la ve por casualidad queda ciego.
Morgana escondió la cara entre los harapos para sofocar la risa. Cuervo, que escuchaba, se volvió a mirarla con indignación.
Los caballeros se estaban sentando en los lugares de costumbre. Lanzarote, al hacerlo, levantó la cabeza y recorrió el salón con una mirada penetrante; por un momento, Morgana tuvo la sensación de que la estaba buscando y bajó la cabeza, estremecida. Los chambelanes comenzaron a recorrer el salón, escanciando vino a los señores y buena cerveza a los campesinos. Morgana alargó su copa y la de Cuervo.
—¡Bebe! —ordenó a su compañera—. Pareces un cadáver. Tienes que estar fuerte para lo que venga.
Cuervo se llevó la taza de madera a los labios, pero apenas pudo tragar un sorbo. Una de las mujeres preguntó:
—¿Tu hermana está enferma?
—Está asustada—explicó Morgana—. Es la primera vez que viene a la corte.
—¿Verdad que los señores y sus damas son elegantes? ¡Qué espectáculo! Y pronto nos servirán una buena comida —dijo a Cuervo—. Eh, ¿no me oyes?
—No es sorda, sino muda. Creo que entiende algo de lo que le digo, pero sólo a mí.
—Ahora que lo mencionas, sí, parece lela. —La mujer dio a Cuervo unas palmaditas en la cabeza, como si fuera un perro—. ¿Siempre fue así? Qué pena, y tú tienes que cuidarla. Eres buena mujer. A veces, la gente que tiene un hijo así lo ata a un árbol, como si fuera un animal. En cambio tú la traes a la corte. ¡Mira a ese sacerdote, con sus vestiduras de oro! Es el obispo Patricio; dicen que en su país expulsó a todas las serpientes. ¡Qué te parece! ¿Las combatiría a palos?
—Es una manera de decir que expulsó a todos los druidas —dijo Morgana—; se les llama serpientes de sabiduría.
—¿Qué sabes tú de eso? —se burló la otra—. A mí me dijeron que eran serpientes. Y de cualquier modo, la gente sabia como los druidas y los curas nunca pelea: se pone de acuerdo.
—Es muy probable —concordó Morgana, para no llamar la atención.
Detrás de Patricio había alguien con hábito de monje: una figura gibosa, encorvada, que se movía con dificultad... ¿Qué hacía Kevin en el cortejo del obispo? Su necesidad de saber se impuso al miedo de hacerse notar.
—¿Qué van a hacer? Yo pensaba que oían misa en la capilla, por la mañana.
Una de las mujeres respondió:
—Dicen que, como en la capilla entran muy pocos, hoy habrá una misa especial para todos, antes de comer. Mirad: los hombres del obispo traen un altar, con mantel blanco y todo. ¡Chist! ¡Escuchad!
Morgana creyó volverse loca de ira y desesperación. ¿Irían a profanar la Regalía Sagrada sin remedio, utilizándola en una Misa cristiana?
—Acercaos todos —dijo el prelado—, pues hoy el orden antiguo cede paso al nuevo. Cristo ha triunfado sobre los supuestos dioses, que ahora se someterán a su nombre. Pues Cristo dijo a la humanidad: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.» Y también: «Nadie puede llegar al Padre, salvo los que vengan en mi nombre, pues no hay otro nombre bajo el Cielo con el que podáis ser salvos.» Y en prueba de ello, todas las cosas que antes estaban dedicadas a los falsos dioses serán ahora consagradas a Cristo y al servicio del Dios verdadero.
Pero Morgana no oyó más: de pronto supo lo que tenía que hacer. Tocó a Cuervo en el brazo, aún allí, en medio del salón atestado, estaban abiertas la una a la otra. «Quieren usar la Regalía Sagrada de la Diosa para convocar su Presencia que es Una…, pero lo harán en el intransigente nombre de ese Cristo que llama demonios a los demás dioses. Han profanado el cáliz con vino, en vez de llenarlo con agua pura del manantial.
« El cáliz de la Madre es el caldero de Ceridwen. del que todos los hombres se nutren. Habéis convocado a la Diosa, ¡oh, curas caprichosos!, pero ¿os enfrentaríais a ella si se presentará? ».
Morgana unió las manos en la invocación más ferviente de su vida: «Soy tu sacerdotisa, ¡oh, Madre! ¡Úsame según tu voluntad, te lo imploro!»
Experimentó el ímpetu descendiente del poder; sintió que se hacía más y más alta, como si esa potencia corriera por su cuerpo y su alma, colmándola. Ya no percibía las manos de Cuervo, que la sostenían en alto, llenándola como al cáliz con el vino sagrado de la Santa Presencia.
: Avanzó. Patricio, atónito, retrocedió ante ella. No sentía ningún temor, aun sabiendo que tocar sin preparación la Regalía Sagrada significaba la muerte. En un remoto rincón de la conciencia, se preguntó cómo habría hecho Kevin para preparar al obispo. ¿Acaso había revelado también ese secreto? Entonces tuvo la certeza de que toda su vida había sido una preparación para ese momento en que, como si fuera la misma Diosa, levantaría el cáliz entre las manos.
Después algunos dirían que vieron a una doncella vestida de refulgente blancura llevando el cáliz por todo el salón; otros, que un gran viento invadió el ambiente, y el son de muchas arpas. Morgana sólo supo que, al levantar la copa entre las manos, la vio brillar como una piedra preciosa, un rubí, un corazón vivo que palpitara entre sus manos... Avanzó hacia el obispo, que cayo de rodillas ante ella, y le susurró: —Bebe. Ésta es la Santa Presencia. Patricio bebió. Morgana se preguntó por un momento que era lo que él veía. Pero lo dejó atrás para continuar caminando, o el cáliz se movió arrastrándola consigo. Oyó el ruido de muchas alas que se agitaban ante ella y percibió un aroma dulce que no era de incienso ni de perfume... El cáliz, dirían algunos después, era invisible; según otros, refulgía como una gran estrella, cegando a cuantos lo miraran... Cada uno de los presentes en el salón encontró su plato lleno de la comida que más le gustaba; más adelante Morgana oiría ese comentario una y otra vez,; de ese modo supo que había tenido en las manos el caldero de Ceridwen. Pero otros de los relatos no tenían explicación; ella tampoco la necesitaba: «Es la Diosa, que obra según su voluntad.»
Cuando llegó frente a Lanzarote lo oyó susurrar, sobrecogido:
—¿Sois vos, madre, o estoy soñando? —Y le acercó la copa a los labios, desbordante de ternura; en ese momento era la madre de todos.
Hasta Arturo se arrodilló ante ella, en tanto el cáliz pasaba brevemente por sus labios.
«Soy todas las cosas: virgen y madre, la que da vida y muerte. Ignoradme y pagad las consecuencias, vosotros, los que convocáis otros nombres. Sabed que soy Una.»
De todos los presentes en el gran salón sólo Nimue la reconoció, atónita; ella también había aprendido a identificar a la Diosa, cualquiera que fuese la forma que adoptara.
—Tú también, hija mía —le susurró con infinita compasión. Y Nimue se arrodilló para beber, y Morgana sintió en ella una oleada de lascivia y venganza, y pensó: «Sí, esto también forma parte de mí.»
Morgana vaciló, pero la fuerza de Cuervo volvió a levantarla. Y continuó su ronda por el gran salón; hombres y mujeres se arrodillaban para beber, y por ella corrían dulzura y bienaventuranza en tanto caminaba como llevada por grandes alas... Y entonces apareció ante ella el rostro de Mordret.
«No soy tu madre, soy la Madre de Todos...»
Galahad estaba pálido, sobrecogido. Gareth, Gawaine, Lucano, Bedivere, Palomides, Cay... Los viejos caballeros, todos ellos, y muchos a los que no conocía. E incluso los que habían abandonado este mundo llegaban a comulgar con ellos ante la mesa redonda: Héctor, Lot, el joven Tristán, al que mató Marco en un ataque de celos; Lionel, Bors, Balín y Balan de la mano, otra vez hermanos más allá de las puertas de la muerte. Todos los que se habían reunido en torno de la mesa redonda, en el pasado y en el presente, estaban reunidos en aquel momento, ante los sabios ojos de Taliesin. Y allí estaba Kevin, arrodillado ante ella, con el cáliz en los labios...
«Incluso a ti. Hoy os perdono a todos. Lo que ha de venir aún no es visible...»
Por fin se llevó el cáliz a los labios para beber ella también El agua del Pozo Sagrado le supo dulce. Y entonces vio que los demás estaban comiendo y bebiendo, y cuando mordió un trozo de pan fue como la delicada torta de avena y miel que le amasaba Igraine en su infancia.
Dejó la copa en el altar, donde refulgió como una estrella.
«¡Ahora! Ahora, Cuervo, la gran magia. La copa, el plato y la lanza tienen que desaparecer de este mundo para siempre, volver sanos y salvos a Avalón, donde no vuelvan a ser tocados ni profanados por ningún mortal. Que nunca más sean utilizados para nuestra magia entre las piedras del círculo, pues han sido profanados en un altar cristiano. Pero tampoco los usarán los sacerdotes de un Dios que niega cualquier otra verdad.»
Sintió el contacto de Cuervo, manos que aferraban las suyas, las de Cuervo y otras... Y en el salón las grandes alas parecieron agitarse por última vez. Un gran viento atravesó la habitación y desapareció. La sala se llenó de blanca luz diurna. El altar estaba desnudo; el mantel blanco, arrugado y vacío. Morgana vio la palidez aterrorizada del obispo Patricio.
—Dios nos ha visitado —susurró—. Hoy hemos bebido el vino de la vida en el Santo Grial.
Gawaine se levantó de un salto.
—Pero ¿quién ha robado el cáliz sagrado? —gritó—. ¡Lo hemos visto velado! ¡Juro que iré en su busca para devolverlo a esta corte! Y a esa búsqueda dedicaré doce meses y un día, hasta que vea con más claridad que aquí...
«Tenia que ser Gawaine —pensó Morgana—, siempre el primero en enfrentarse a lo desconocido.» Galahad se levantó, pálido y radiante de entusiasmo.
—¿Doce meses, señor Gawaine? Juro que dedicaré el resto de mi vida, si es necesario, hasta que vea el Grial ante mí.
Arturo alzó una mano, tratando de hablar, pero la fiebre se había apoderado de los caballeros. Todos se comprometían a gritos, hablando al mismo tiempo. «Ahora no hay causa más cara a sus corazones —pensó Morgana—. Las guerras terminaron y creen que esto los unirá en el antiguo fervor. Pero en cambio los esparcirá a los cuatro vientos. La Diosa obra según su voluntad.»
Mordret se había levantado para hablar, pero Morgana sólo vio a Cuervo, caída en el suelo. A su alrededor las ancianas campesinas seguían hablando sobre los delicados alimentos y bebidas que habían saboreado bajo el hechizo del caldero, pero Cuervo yacía silenciosa, pálida como la muerte.
Y Morgana, al inclinarse junto a ella, supo que el peso de la gran magia había sido demasiado para aquella mujer aterrorizada. Había resistido con firmeza, volcando todas sus energías para fortalecer generosamente a Morgana, hasta que la copa desapareció rumbo a Avalón: entonces, perdida la fuerza, la vida se le fue con la copa. La estrechó contra sí. enloquecida de pena y desesperación.
«La he matado también a ella. En verdad acabo de matar al último ser que amaba. Madre, Diosa, ¿por qué no fui yo? Ya no tengo nada por que vivir, nadie a quien amar. Y Cuervo nunca hizo daño a nadie...»
Nimue bajó del estrado, donde estaba junto a la reina, para hablar dulcemente con Merlín. Arturo dialogaba con Lanzarote; con la cara bañada en lágrimas, ambos se abrazaron como no lo hacían desde la juventud. Luego el rey bajó para avanzar entre sus súbditos.
—¿Va todo bien, pueblo mío?
No le hablaban más que del mágico festín, pero cuando estuvo cerca alguien gritó:
—Aquí ha muerto una anciana sordomuda, mi señor Arturo. La impresión fue demasiado fuerte para ella.
Arturo se aproximó. Cuervo yacía sin vida en brazos de Morgana, que no levantó la cabeza. ¿La reconocería con un grito, con una acusación de brujería?
Su voz sonó suave y familiar, pero lejana.
—¿Era tu hermana, buena mujer? Lamento que haya sucedido en plena fiesta, pero Dios se la ha llevado en un momento de bienaventuranza, en brazos de su ángel. ¿Quieres que sea sepultada aquí? Si lo deseas, descansará en el patio de la iglesia.
Las mujeres del grupo ahogaron una exclamación; Morgana comprendió que, en verdad, era lo más caritativo que podía ofrecer, pero respondió que no, sin descubrirse la cabeza. Y luego, sin poder resistirse, le miró a los ojos.
Ambos habían cambiado mucho. Morgana estaba vieja y abrumada. Pero tampoco Arturo era ya el joven Macho rey.
Jamás sabría si Arturo la reconoció. Sus miradas se cruzaron un momento. Luego él dijo con suavidad:
—¿Prefieres llevarla a tu casa? Como desees, madre. Di a mis mozos de cuadra que te den un caballo. Muéstrales esto.
Y le puso un anillo en la mano. Morgana inclinó la cabeza, cerrando con fuerza los ojos para contener las lágrimas. Cuando volvió a abrirlos Arturo ya no estaba.
—Oye, te ayudaré a cargarla —dijo una de las mujeres.
Luego se ofreció otra, y entre todas sacaron del salón el liviano cuerpo de Cuervo. Morgana se volvió a contemplar el salón de la mesa redonda, sabiendo que jamás volvería a pisar Camelot.
Había cumplido su misión y tenía que regresar a Avalón Pero regresaría sola. En adelante estaría siempre sola.
10
Ginebra, que vigilaba los preparativos en el salón, contempló el cáliz con emociones confusas. Una parte de ella decía: «Este objeto tan bello tendría que estar dedicado al servicio de Cristo, como dice Patricio; hasta Merlín ha venido finalmente a la cruz.» Pero la otra insistía, casi contra su voluntad: «No. Sería mejor destruirlo, fundir el oro para hacer otro cáliz consagrado, desde el primer momento, al servicio del Dios verdadero. Éste es de la Diosa, la gran meretriz. Tienen razón los sacerdotes al decir que con la mujer llegó el mal a este mundo.» Y de inmediato se sintió confusa, pues no todo lo femenino podía ser malo, si incluso Dios había escogido a una mujer para que gestara a Su hijo.
Su expresión se ablandó al mirar a Nimue, la hija de Elaine, tan parecida a su madre, pero aún más bella, pues tenía algo de la alegría y la gracia del joven Lanzarote. Bella y dulce como era, parecía increíble que hubiera en ella algo malo; sin embargo, la joven había servido a la Diosa desde la niñez. Y ahora, arrepentida, había llegado a Camelot suplicando que nadie supiera de su estancia en Avalón, ni siquiera el obispo Patricio, ni el mismo Arturo. Y como era difícil negarle nada, Ginebra se había comprometido a guardarle el secreto.
Miró a Patricio, que estaba a punto de coger el cáliz en las manos. Y entonces...
... Y entonces Ginebra creyó ver que un gran ángel, cuyas alas caían en sombras detrás de la silueta reluciente, alzaba entre sus manos una copa que refulgía como una gran estrella. Era carmesí, como un corazón palpitante, como un rubí... No, brillaba con un azul tan intenso como el del cielo despejado, y despedía un aroma como el de todas las rosas de todos los jardines que había conocido en su vida. Y de pronto pareció atravesar el salón un viento fuerte y limpio, y aunque estaban en Misa. Ginebra tuvo la sensación de que podía abandonar su asiento y correr a las colinas, a los grandes espacios que pertenecían a Dios, bajo su ancho cielo purificador. En el fondo de su corazón supo que jamás volvería a tener miedo de abandonar la prisión de su alcoba y su sala: podría caminar sin temor bajo el firmamento, por las colinas, pues dondequiera que fuera Dios estaría con ella. Sonrió; incrédula, se oyó reír en voz alta. «Si no puedo hallar gozo en Dios, ¿qué es Dios para mí?»
En aquel momento, entre dulces aromas y alegría, vio al ángel ante sí y el cáliz en sus labios. Bebió, trémula y con la mirada baja, pero un roce en la cabeza le hizo levantar los ojos: no era un ángel, sino una mujer velada de azul, con grandes ojos tristes. Sin ningún sonido, la mujer le dijo: «Antes de que Cristo existiera, existía yo, y yo fui quien te hizo como eres. Por lo tanto, mi amada hija, olvida toda vergüenza y regocíjate, puesto que eres de la misma naturaleza que yo.»
Ginebra sintió que su cuerpo y su corazón estaban hechos de gozo puro. Desde la infancia no se había sentido tan feliz, ni siquiera entre los brazos de Lanzarote. «¡ Ah, si yo hubiera podido dar esto a mi amante!» Supo que esa Presencia, fuera lo que fuese, había continuado su marcha y eso la entristeció, pero el gozo aún palpitaba dentro de ella. Levantó la mirada, llena de amor, en el momento en que el ángel acercaba la copa ardiente a los labios de Lanzarote. «¡Ah, si ella te diera algo de este júbilo, mi doliente enamorado!»
Las fieras llamas y el impetuoso viento que colmaron el salón, se acallaron. Ginebra comió y bebió sin saber qué. sólo que era dulce y sabroso, y se entregó al deleite. «Lo que ha sucedido hoy entre nosotros es sagrado...»
Se hizo el silencio; el salón parecía desnudo y vacío en el pálido mediodía. Gawaine se levantó con un grito. Después de él, Galahad.
—Juro que dedicaré toda mi vida, si fuera necesario, hasta que vea claramente al Grial ante mí.
El obispo Patricio parecía a punto de desmayarse; Ginebra recordó entonces que era anciano. Y el altar había quedado vacío. Se levantó rápidamente para acercarse a él.
—Padre... —dijo, acercándole a los labios una copa de vino.
El obispo bebió un sorbo. Mientras el color volvía a su cara arrugada, susurró:
—Sin duda algo santo ha sucedido entre nosotros. En verdad se me ha dado de comer a la Mesa del Señor, con el mismo cáliz del que bebió aquella última noche, antes de ir a la Pasión.
Ginebra empezaba a comprender lo que había sucedido: lo que había llegado aquel día hasta ellos, por voluntad de Dios, era una visión. El obispo susurró:
—¿Visteis, mi reina, el mismo cáliz de Cristo...?
Ella observó delicadamente.
—Ay, no. querido padre. Tal vez no fui digna de eso. Pero creo que vi un ángel, y por un momento pensé que era la Santa madre de Dios quien estaba ante mí...
—Dios ha dado una visión a cada uno de nosotros —dijo Patricio—. ¡Cuánto he rezado pidiendo que algo se presentara ante nosotros, para inspirar a estos hombres el amor del verdadero Cristo!
Ginebra pensó en el antiguo proverbio: «Ten cuidado con lo que pides en tus oraciones, pues podría serte concedido.» Sin duda, algo inspiraba a esos hombres, pues se levantaron uno tras otro, jurando dedicar un año y un día a la búsqueda. Y ella pensó: «Todos los de la mesa redonda se esparcen ahora a los cuatro vientos.»
Miró hacia el altar donde había estado el cáliz. «No —pensó—, el obispo Patricio y Kevin se equivocaron al igual que Arturo. No es posible llamar así a Dios, para ponerlo al servicio de nuestros fines. Dios sopla sobre los propósitos humanos como un viento poderoso y los hace pedazos.»
Y luego se preguntó: «¿Qué me sucede? ¿Por qué critico a Arturo, al mismo obispo, por lo que hicieron?» Y de pronto, con nuevas energías, se dijo: «¡Dios santo, sí! No son dioses: sólo hombres. Sus propósitos no son santos.» Miró a Arturo, que caminaba ahora entre los súbditos, en el extremo opuesto del salón. Allí abajo había sucedido algo: una campesina yacía muerta, quizás aniquilada por el gozo de la sagrada Presencia. Regresó con expresión dolorida.
—¿Es preciso que os vayáis, Gawaine, Galahad? ¿Tú también, hijo mío? ¿Bors... Lionel... Todos?
—Mi señor Arturo —pronunció Mordret. Como siempre, vestía el color carmesí que tan bien le sentaba y que exageraba de modo casi caricaturesco su parecido con el joven Lanzarote.
La voz del rey sonó suave.
—¿Qué pasa, querido muchacho?
—Señor: os pido licencia para no participar de esta búsqueda. Aunque les sea impuesta a todos vuestros caballeros, alguien tiene que permanecer a vuestro lado.
Ginebra sintió una ternura desbordante por él. «¡ Ah. éste es el verdadero hijo de Arturo y no Galahad, todo sueños y visiones!» ¿Cómo había podido verlo con antipatía y desconfianza?
—Que Dios te bendiga, Mordret —le dijo, de todo corazón.
Y el joven le sonrió. Arturo inclinó la cabeza, diciendo:
—Así sea, hijo mío.
Por primera vez Arturo lo llamaba así ante otras personas; así pudo Ginebra medir su conmoción.
—Dios nos ayude a los dos. Gwydion... Mordret. Con tantos de mis caballeros esparcidos por el mundo, sólo Dios sabe si regresarán alguna vez. —Y estrechó las manos de su hijo. Por un momento Ginebra creyó ver que se apoyaba en él.
Lanzarote se acercó a ella con una reverencia:
—¿Puedo despedirme de vos, señora?
Ginebra tuvo la sensación de que las lágrimas estaban tan próximas como el júbilo:
—Ah, amor mío, ¿es preciso que partas en esta búsqueda?
Y no le importó quién oyera sus palabras. También Arturo parecía atribulado al estrechar la mano a su primo y amigo.
—¿Nos dejas, Lanzarote?
Éste asintió; en su rostro brillaba algo ultraterreno, extático. Conque ese gran regocijo había llegado también a él. Pero entonces ¿por qué tenía que salir en su búsqueda?
—Durante todos estos años, amor mío —le dijo Ginebra—, me aseguraste que no eras tan buen cristiano. ¿Por qué tienes que alejarte de mí?
Lo vio buscar penosamente las palabras.
—Durante todos estos años dudaba que Dios fuera sólo una antigua leyenda repetida por los curas para asustarnos. Ahora he visto... —Se humedeció los labios con la lengua, tratando de hallar vocablos para algo que los superaba—. He visto... algo. Si una visión puede presentarse así, sea de Cristo o del diablo...
—Sin duda provino de Dios, Lanzarote —lo interrumpió Ginebra.
—Eso dices tú, pues has visto y sabes. —Le cogió una mano para apoyársela en el corazón—. Yo no estoy seguro. Pienso que mi madre pudo burlarse de mí... o que todos los dioses son un mismo Dios, como decía Taliesin. Me siento indeciso entre la tiniebla del no saber nunca y la luz más allá de la desolación, que me dice... Fue como si me llamara una gran campana, desde muy lejos, una luz como los lejanos resplandores de la ciénaga, diciendo: «Sígueme.» Y sé que la verdad está allí, casi a mi alcance, y que puedo ir hacia ella y desgarrar el velo que la cubre. ¿Me negarías la búsqueda, Ginebra, ahora que hay algo realmente digno de ser buscado?
Era como si no estuvieran en la corte, delante de todos, sino solos en una habitación. Ginebra comprendió que podía imponerse a él en todo lo demás, pero ¿quién puede interponerse entre un hombre y su alma? Le alargó las manos, como si lo abrazara a los ojos de todos y a plena luz del día:
—Ve, pues, amado mío, y que Dios recompense tu búsqueda con la verdad que deseas.
Y Lanzarote dijo:
—Dios te acompañe siempre, mi reina, y ojalá permita que algún día vuelva a ti.
Luego se volvió hacia Arturo, pero Ginebra no oyó lo que le decía. Sólo vio que abrazaba a su primo como en los tiempos en que todos eran jóvenes e inocentes.
Arturo presenció su partida, con una mano en el hombro de Ginebra.
—A veces —dijo delicadamente— pienso que Lanzarote es el mejor de todos nosotros.
Y ella se volvió a mirarlo, con el corazón desbordante de amor por ese buen hombre que era su esposo.
—Yo también lo creo, mi querido amor.
—Os amo a ambos, Ginebra —declaró Arturo, sorprendiéndola—. No hay en la tierra nada que esté por encima de ti. Casi me alegro de que no me hayas dado hijos, pues así no puedes pensar que te amo por eso. Por encima de ti sólo está mi deber hacia este país que Dios ha puesto bajo mi tutela, y eso no puede inspirarte celos.
—No —reconoció Ginebra, delicadamente. Y de pronto, por una vez con absoluta sinceridad y sin reservas, aseguró—: Y yo también te amo, Arturo. No lo dudes.
—No lo he dudado nunca ni por un momento, amor mío.
Y Arturo le besó las manos, colmándola otra vez de desbordante alegría. «¿Qué mujer ha tenido la suerte de ser amada por los dos hombres más grandes de este mundo?»
A su alrededor se elevaban los ruidos de la corte, exigiendo que se atendieran las cosas cotidianas. Al parecer cada uno había visto algo diferente: un ángel, una doncella que portaba el Grial, la Santa madre. Y muchos no habían visto nada, salvo una luz tan intensa que resultaba insoportable, y se habían sentido colmados de paz y gozo, y habían comido y bebido aquello que más les agradaba.
Empezaba a circular el rumor de que, por la gracia de Cristo, lo que habían visto era el mismo Grial del que Jesús bebiera en la última cena entre sus discípulos, al compartir el pan y el vino como si fueran el cuerpo y la sangre del antiguo sacrificio. ¿Acaso el obispo Patricio había escogido el momento de confusión para divulgar la historia?
Ginebra se persignó al recordar una leyenda que le había contado Morgana: en Avalón se decía que Jesús de Nazaret se había educado, en su juventud, entre los sabios druidas de Glastonbury; después de su muerte, José de Arimatea, su padre adoptivo, había clavado allí su bastón, que floreció convertido en el Santo Espino. ¿No era razonable pensar que ese mismo José hubiera llevado el cáliz del sacrificio? Sin duda lo acontecido era algo divino, pues tanta belleza, tanto gozo, no podían ser pecado.
Sin embargo, dijera el obispo lo que dijese, también había sido un mal regalo, pensó Ginebra, estremecida. Uno a uno, los caballeros partían hacia su búsqueda y el salón iba quedando desierto. Sólo quedaban Mordret y Cay, demasiado envejecido y cojo para montar. Arturo volvió la espalda a su mayordomo, diciendo:
—Ah, tendría que haber ido con ellos, pero no puedo. No quise destruirles el sueño.
Ginebra se acercó para escanciarle más vino; de pronto lamentó no estar con él en sus habitaciones, a solas.
—Tú urdiste lo que sucedió, Arturo. Me dijiste que estabas preparando algo asombroso para la Pascua.
—Sí —reconoció él, apoyándose en la silla, fatigado—, pero sólo sabía que el Merlín había traído la Regalía Sagrada de Avalón. —Puso una mano sobre la espada—. Nos pareció que los sacratísimos Misterios del mundo antiguo tenían que ser puestos al servicio de Dios, puesto que todos los dioses son Uno. Pero ignoro lo que sucedió hoy en el salón.
—¿Lo ignoras? ¿Tú? ¿No crees que hemos presenciado un milagro, que Dios vino a nosotros para decirnos que el Santo Grial debía ser reclamado para su servicio?
—A ratos —reconoció Arturo, lentamente—. Luego me pregunto si no fue la magia de Merlín lo que nos encantó. Ahora todos mis caballeros han partido y nadie sabe si volverán. —Alzó la cara; Ginebra notó, como desde una gran distancia, que tenía las cejas completamente blancas y muy plateado el pelo rubio—. ¿Sabes que Morgana estuvo aquí?
—¿Morgana? —Ginebra negó con la cabeza—. No, no lo sabía. ¿Por qué no vino a saludarnos?
Arturo sonrió.
—¿Y lo preguntas? Abandonó esta corte después de darme un gran disgusto.
Una vez más buscó la empuñadura de Escalibur, como para asegurarse de que aún estaba allí, ahora enfundada en una vaina de cuero crudo, tosca y fea. Ginebra nunca se había atrevido a preguntarle qué había sido de la otra; en ese momento adivinó que estaba relacionada con la pelea.
—¿No sabías que se rebeló contra mí? —añadió Arturo—. Quería poner a su amante Accolon en mi trono.
Ginebra no se sentía capaz de encolerizarse contra ningún ser viviente, tras la gozosa visión de aquel día; lo que sintió fue pena por Morgana y por Arturo, que había amado y confiado en su hermana.
—¿Por qué no me lo dijiste? Nunca confié en ella.
—Por eso. —Arturo le apretó la mano—. Pero Morgana estuvo hoy aquí, disfrazada de anciana campesina. Parecía anciana, Ginebra: vieja, inofensiva y enferma. No creo que haya venido a hacer ningún mal; en todo caso, fue evitado por esa visión sagrada...
Y guardó silencio. Ginebra comprendió, con segura intuición, que no deseaba reconocer en voz alta su amor y su nostalgia por Morgana. Y pensó que el amor era la mayor verdad de la vida, y que no se podía pesar ni medir, porque era un flujo eterno e infinito, de modo que cuanto más se amaba, más amor se tenía para dar.
Incluso por el Merlín sentía ahora ese flujo de calidez y ternura.
—Mira cómo forcejea Kevin con su arpa. ¿Mando a alguien para que lo ayude, Arturo?
Su esposo respondió, sonriendo:
—No hace falta. Nimue lo está ayudando, ¿ves?
Y una vez más Ginebra sintió el torrente de amor, ahora por la hija de Lanzarote e Elaine. Su mano bajo el brazo de Merlín, como en la antigua leyenda de la doncella que se enamoraba de una bestia salvaje. Ah, pero hoy hasta Merlín podía inspirar amor. Y se alegró de que allí estuvieran las manos jóvenes y fuertes de Nimue para ayudarlo.
Y mientras pasaban los días en la corte de Camelot, casi desierta, Nimue se parecía más y más a la hija que nunca había tenido. Cuando hablaba, la muchacha la escuchaba con atención cortés, la halagaba sutilmente y se apresuraba a servirla. Sólo en una cosa disgustaba a Ginebra: dedicaba demasiado tiempo a escuchar al Merlín.
—Aunque ahora se diga cristiano, hija —le advirtió la reina—, en el fondo es un anciano pagano, consagrado según los ritos bárbaros de los druidas. Aún lleva las serpientes en las muñecas.
Nimue acarició sus muñecas satinadas.
—También las lleva Arturo —observó delicadamente—. Y yo habría hecho el mismo juramento si no hubiera visto la gran luz. Es un hombre sabio. Y en toda Britania nadie toca el arpa con tanta dulzura como él.
—Y allí está Avalón, como vínculo entre vosotros —apuntó Ginebra, en tono algo más áspero de lo que pensaba.
—No, no. Os lo ruego, prima: no se lo digáis. Nunca me vio allí. No quiero que me crea apóstata.
Parecía tan afligida que la reina le dijo con afecto:
—Bueno, no se lo diré. No he dicho a nadie, ni siquiera a Arturo, que viniste de Avalón.
—Me gusta tanto la música del arpa... ¿No puedo charlar con él? —suplicó Nimue.
Ginebra sonrió con indulgencia.
—Tu padre también era buen músico. Yo preferiría que Merlín se limitara a su arpa y no pretendiera aconsejar a Arturo. —Luego agregó, estremecida—: ¡Para mí ese hombre es un monstruo!
Nimue dijo, paciente:
—Lamento veros tan contraria a él, prima. No es culpa suya no ser tan hermoso como mi padre ni tan fuerte como Gareth. Las Sagradas Escrituras nos dicen que Dios hace sufrir a sus elegidos. Tal vez Kevin padece ese mal por algún pecado que cometió en otra vida.
—El obispo Patricio dice que es una idea pagana, eso de que nacemos una y otra vez. De lo contrario jamás podríamos ir al Cielo.
Nimue sonrió.
—Oh, no, prima, pues hasta las Santas Escrituras dicen que Cristo dijo: «Os digo que Elías ya ha venido a vosotros y no lo conocéis», y se refería a Juan, el Bautista. Y si el mismo Cristo creía que los hombres renacen, ¿cómo puede ser un error que lo creamos?
Ginebra se preguntó cómo podía saber Nimue tanto sobre la Biblia, si había vivido en Avalón. Luego recordó que también Morgana la conocía mejor que ella. La joven continuó:
—Tal vez los sacerdotes no quieren que pensemos en otras vidas por temor a que no nos esforcemos en alcanzar la perfección en ésta.
—Esa doctrina me parece peligrosa —objetó la reina—. Si la gente creyera que todos nos salvaremos finalmente en una u otra vida, ¿qué nos impediría cometer pecados en ésta?
—No creo que el miedo impida jamás a la humanidad cometer pecados —dijo Nimue—. Sólo la sabiduría acumulada vida tras vida.
—¡Oh, calla, niña! ¡Que nadie te oiga decir esas herejías! —Después de un momento agregó—: Sin embargo, después de Pascua, me parece que en el amor de Dios hay una infinita misericordia; quizás a Él no le interesan tanto los pecados... ¿Crees que Cristo volverá, Nimue?
«No —pensó la joven—; creo que los grandes iluminados, como Cristo, sólo vienen una vez, después de muchas existencias, y pasan para siempre a la eternidad. Pero los divinos envían a otros grandes maestros para que prediquen la verdad, aunque la humanidad los reciba siempre con la cruz, la hoguera y las piedras.»
—Lo que yo crea no importa, prima; lo que importa es la verdad. Algunos sacerdotes hablan de un Dios de amor y otros, de un Dios malo y vengativo. A veces pienso que ésos fueron enviados como castigo para la gente y no me parece del todo irrazonable que los druidas sean los buenos.
Ginebra se dijo que debía de haber algún error en ese razonamiento, pero no lo descubrió.
—Bueno, querida, puede que tengas razón. Pero aun así me inquieta verte con Merlín. Aunque Morgana tenía buena opinión de él. Hasta se rumoreaba que eran amantes. A menudo me he preguntado cómo pudo dejarse tocar por él, siendo tan remilgada.
Nimue, que ignoraba el dato, lo guardó en su mente como referencia. ¿Era así como Morgana había sabido lo de sus fortalezas mal defendidas? Pero se limitó a decir:
—De todo lo que aprendí en Avalen, lo que más me gustaba era la música. Y Kevin me ha prometido ayudarme a conseguir un arpa, pues salí de allí sin traer la mía. ¿Puedo mandar por él, prima?
Ginebra vaciló, pero no pudo resistir la dulce súplica de la sonriente joven:
—Sin duda, querida.
11
Al rato llegó Merlín, seguido por un criado que llevaba a Mi señora. Caminaba con dos bastones, arrastrando el cuerpo torturado. Pero sonrió a las señoras, diciendo:
—Suponed, mi reina, señora Nimue, que mi espíritu os ha hecho la reverencia cortés que mi cuerpo rebelde ya no es capaz de hacer.
La joven susurró:
—Os lo ruego, prima, invitadle a tomar asiento; no puede pasar mucho tiempo de pie.
Ginebra lo autorizó con un gesto; por una vez se alegraba de la miopía que le impedía ver con claridad el cuerpo maltrecho. Nimue tuvo un momento de temor, pensando que el criado podía ser de Avalón y reconocerla, pero era sólo un criado de la corte. ¿Cómo era posible que Morgana o la anciana Cuervo hubieran visto tan lejos en el futuro para mantenerla en reclusión, a fin de que en Avalón hubiera una sacerdotisa bien preparada a quien Merlín no conociera?
Puso otro almohadón bajo el brazo de Merlín, cuyos huesos parecían asomar por la piel. Al rozarle el codo notó que sus articulaciones quemaban. Y tuvo un momento de piedad y rebelión.
«¡Es obvio que la Diosa ya se está vengando! Este hombre ya ha sufrido mucho. Si Cristo padeció un día en la cruz, éste ha pasado toda su vida crucificado en este cuerpo deforme.»
Pero otros habían sufrido por su credo sin doblegarse ni traicionar los Misterios, de modo que endureció su corazón para decir con dulzura:
—¿Tocaríais para mí, señor Merlín?
—Por vos, mi señora, me gustaría ser como aquel antiguo bardo que hacía bailar a los árboles con su música.
—¡Oh, no! —protestó Nimue, riendo—. Si vinieran a bailar aquí llenarían el salón de tierra. Dejad los árboles donde están, os lo ruego, y cantad.
Merlín acercó las manos al arpa y comenzó a tocar. Nimue sentada en el suelo junto a él, lo miraba con atención. Él la contemplaba como un perro observa a su amo: con humilde devoción e interés absoluto. Ginebra, que siempre había sido blanco de ese intenso homenaje a la belleza, se extrañó de que la joven pudiera permanecer tan cerca de aquella fealdad.
Algo en Nimue la intrigaba, como si su concentración no fuera lo que parecía. No era el deleite del músico por la obra ajena ni la admiración ingenua de una virgen por el hombre de mundo maduro. Tampoco se trataba de una pasión súbita, cosa que habría podido entender. ¿Lascivia, simplemente? Por parte de Kevin. podría haber sido, pues la niña era hermosa, pero Ginebra no podía creer que Nimue se dejara excitar por él, después de haberse mantenido fría e inalcanzable para los más apuestos caballeros de la corte.
Desde su sitio, a los pies de Merlín, Nimue percibió que Ginebra la observaba, pero no apartó la mirada de Kevin. «En cierto modo es como si le encantara», pensó. Para sus fines tenía que tenerlo por completo a su merced, esclavo y víctima. Y una vez más tuvo que ahogar un destello de piedad: ese hombre había entregado los Misterios a la profanación y traicionado su juramento. No, tenía que morir como un perro.
El arpa quedó en silencio. Kevin dijo:
—Tengo un arpa para vos, señora, si la aceptáis. La hice con mis manos en Avalón, cuando era joven, y la he llevado conmigo mucho tiempo. Si la queréis, es vuestra.
Pese a sus protestas de que el regalo era demasiado valioso, Nimue se regocijó: sería fácil atarlo a ella teniendo un objeto que él apreciaba tanto, que había hecho con sus manos. «Él mismo, voluntariamente, ha puesto su alma en mis manos», pensó con satisfacción.
Cuando llevaron el arpa la acarició; aunque era pequeña y tosca, la madera estaba pulida de tanto descansar contra el cuerpo de Kevin y sus manos habían tocado las cuerdas con amor. En ese mismo instante se demoraban tiernamente en ellas.
Nimue probó su musicalidad; en verdad, el tono era muy dulce. Y él la había fabricado siendo muy joven, con esas manos mutiladas... Volvió a sentir una oleada de piedad y dolor. «¿Por qué no se limitó a su música, en vez de entrometerse con cuestiones de Estado?»
—Sois demasiado bueno conmigo. —Dejó que su voz temblara, con la esperanza de que él lo interpretara como pasión y no como triunfo.
Pero aún era demasiado pronto. La luna estaba en cuarto creciente; una magia tan poderosa como aquella sólo se podía lograr en la luna nueva, ese momento en que la Dama no arroja su luz al mundo y hace conocer sus propósitos ocultos.
Para que el conjuro fuera pleno tenía que involucrar al mismo tiempo al hechizado y a la hechicera. Y Nimue supo, con un espasmo de terror, que el encantamiento actuaría también contra ella. No podía fingir pasión y deseo: era preciso que los sintiera también. El miedo le apretó el corazón al comprender que, así como Merlín estaría indefenso en sus manos, bien podía ser que ella quedara igualmente indefensa en las suyas. «¿Y yo, oh. Madre? Es un precio demasiado grande. Que no caiga sobre mí, no, no, tengo miedo...»
—Bueno, Nimue, querida —dijo Ginebra—, ahora que tienes el arpa en las manos, ¿No vas a tocar y a cantar para mí?
Nimue dejó que el cabello le cayera como una cortina sobre la cara, mirando tímidamente al Merlín:
—¿Tengo que hacerlo?
—Os lo ruego —dijo él—. Vuestra voz es melodiosa y percibo que vuestras manos arrancarán encantamientos a las cuerdas.
«Así será, si la Diosa me ayuda.» Nimue aplicó los dedos al instrumento, recordando que no tenía que tocar ninguna canción de Avalón que Kevin pudiera reconocer. Comenzó con algo que había oído en la corte: una canción de taberna, no muy decorosa para una doncella. Luego, un lamento aprendido de cierto arpista del norte: el lamento de un pescador que busca las luces de su casa desde el mar. Al terminar la canción se levantó tímidamente.
—Os agradezco que me prestarais el arpa. ¿Puedo pedírosla en otra ocasión, para no perder la práctica?
—Os la regalo —dijo Kevin—. Ahora que he oído vuestra música, no podría pertenecer a nadie más. Conservadla, os lo ruego. Tengo varias.
—Sois muy amable —murmuró Nimue—. Ahora que tengo con qué hacer música, os ruego que no me privéis de la vuestra.
—Tocaré para vos cuantas veces me lo pidáis —aseveró Kevin.
Y Nimue comprendió que lo decía con el corazón. Al inclinarse para recibir el instrumento se las compuso para rozarlo, murmurando por lo bajo:
—No bastan las palabras para expresar mi gratitud. Quizá llegue el momento en que pueda manifestárosla de manera más adecuada.
El bardo la miró deslumbrado. La joven se descubrió sosteniéndole la mirada con idéntica intensidad.
«Hechizo de doble filo, ciertamente. Yo también soy víctima.»
Cuando se fue, Nimue se sentó junto a Ginebra, obediente y trató de concentrarse en la tarea de hilar.
—Qué bien tocas, Nimue —comentó la reina—. No hace falta que te pregunte dónde aprendiste. Cierta vez Morgana cantó ese mismo lamento.
Nimue desvió los ojos.
—Contadme algo de Morgana. Ya no vivía en Avalón cuando llegué. Estaba casada con un rey... ¿El de Lothian?
—Gales del norte —corrigió Ginebra.
Nimue, que lo sabía perfectamente, no era del todo falsa. Para ella Morgana seguía siendo una incógnita y deseaba saber cómo la veían quienes la habían conocido en el mundo.
—Era una de mis damas —continuó la reina—. Arturo me la asignó el día que nos casamos. Se habían criado separados y él apenas la conocía.
Mientras escuchaba con atención, Nimue comprendió que había algo más bajo la antipatía de Ginebra: respeto, algo de temor y hasta ternura. «Si no fuera tan fanáticamente cristiana la habría amado», se dijo. Pero no pudo dedicar a su relato una atención plena: su mente era un torbellino.
«Tengo miedo; puedo convertirme en esclava y víctima de Merlín, en vez de ser a la inversa. ¡ Diosa, eres tú quien tiene que enfrentarse a él!»
Faltaban cuatro noches para la luna llena y ya sentía la agitación de la marea de vida. Pensó en la mirada intensa de Kevin, en sus ojos mágicos y su bella voz, y comprendió que ya estaba profundamente enredada en su hechizo. El cuerpo contrahecho había dejado de provocarle repugnancia; sólo percibía la fuerza y la energía vital que de él fluían.
«Si me entrego a él con luna llena —se dijo—, las mareas de la vida estarán en su punto culminante; entonces mis propósitos serán suyos y nos fundiremos en una sola carne.» Sintió como un dolor apagado el deseo de ser acariciada por esas manos sensibles, de sentir su aliento cálido contra la boca; supo que era, en parte, el eco del deseo y la frustración de Merlín; el vínculo mágico que ella había creado entre ambos exigía que también ella sufriera su tormento.
«Cuando la vida corre en plenitud, al redondearse la luna, la Diosa recibe el cuerpo de su amante.»
No era del todo inconcebible. Ella era hija del campeón de la reina; Kevin, a diferencia de los sacerdotes cristianos, podía casarse y tenía un alto puesto en la corte como consejero del rey. «Podríamos ser felices... cuando llegue el plenilunio engendrará un hijo en mi vientre... y lo gestaré con alegría... él no nació monstruoso y puede tener hijos bellos...» Se interrumpió, perturbada por la magnitud de sus fantasías. No, no tenía que involucrarse tanto en el hechizo. Tenía que negarse, al menos mientras el cuarto creciente hacía de su sangre un tormento de frustración. Era preciso esperar, esperar...
Como había esperado todos aquellos años. Hay magia en ceder a la vida, como lo sabían las sacerdotisas de Avalón cuando invocaban a la Diosa ante las fogatas de Beltane. Pero hay una magia más honda que proviene de reservar ese poder, poniendo diques a la corriente; por eso los cristianos insistían en que sus religiosos vivieran en castidad y reclusión. Nimue era un recipiente cargado de poder, como la Regalía Sagrada, y todo eso estaría a su disposición para esclavizar al Merlín... Pero tenía que esperar a que la marea bajara y volviera a crecer. Durante la luna nueva tenía que tomar el otro influjo, el que proviene del otro lado de la luna... No fértil, sino estéril, una oscura magia más antigua que la vida humana.
Y Merlín sabía de esas cosas; sabía de la antigua maldición de la luna nueva y el vientre estéril. Era menester hechizarlo de tal manera que no se preguntara por qué lo rechazaba durante el plenilunio y lo buscaba cuando el influjo menguaba.
«Tengo que cegarlo de deseo hasta tal punto que olvide cuanto aprendió en Avalón.» Y al mismo tiempo tenía que contener el propio y no dejarse dominar por el de él. No sería fácil.
Empezó a idear una treta. «Habladme de vuestra niñez —le diría—; contadme cómo os hicisteis esas heridas.» La solidaridad sería un vínculo peligroso; sabía cómo tocarlo, con la punta de los dedos... Y supo, con desesperación, que estaba buscando « manera de acercarse, de tocarlo, no por su objetivo, sino por apetito.
«¿Podré realizar este hechizo sin que sea también mi desgracia?»
—No estuvisteis en el festín de la reina —murmuró Merlín mirándola a los ojos—. Y yo había compuesto una canción par vos. Era el plenilunio y había mucho poder en la luna, señora
Nimue lo miró con toda intención.
—¿De veras? ¡Sé tan poco de esas cosas! ¿Sois mago, mi señor Merlín? A veces me siento indefensa, como si estuvierais lanzando vuestra magia sobre mí.
Durante el plenilunio había permanecido escondida, con la seguridad de que, si él la miraba a los ojos, podría adivinarle los pensamientos. Ahora, pasado el poder del influjo mágico, podía guardarse mejor.
—Tenéis que cantarme ahora vuestra canción.
Y se sentó a escuchar, sintiendo que todo su cuerpo se estremecía como las cuerdas del arpa. «No lo soporto, no puedo. Tengo que actuar en cuanto la luna esté en sombras.» Otro ciclo y sucumbiría a la marejada de hambre y deseo que estaba acumulando entre ambos. «Y ya no podría traicionarle. Sería suya para siempre, por el resto de esta vida y más allá.»
Alargó la mano para tocar las muñecas torcidas y el contacto la llenó de inquietud. Sólo pudo imaginar, por la súbita dilatación de las pupilas y !a brusca inspiración, lo que había representado para Kevin.
«Cristo dijo que e! arrepentimiento sincero borra cualquier pecado...» Pero el destino y las leyes del universo no se pueden apartar con tanta facilidad. Las estrellas no detienen su curso porque alguien les grite: «¡Deteneos!» Traicionar al Merlín era su destino y no se atrevía a cuestionarlo.
Kevin había dejado de tocar para cogerle delicadamente la mano. Como enajenada, Nimue le besó los dedos. «Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás.» No: había sido demasiado tarde al inclinar la cabeza ante Morgana. aceptando la misión. Había sido demasiado tarde ya al jurar fidelidad a Avalón.
—Habladme de vos —susurró—. Quiero saberlo todo, mi señor.
—No me llaméis así. Mi nombre es Kevin.
—Kevin —repitió Nimue, con voz suave y tierna, rozándole ligeramente el brazo con los dedos.
Día tras día fue tejiendo su hechizo con miradas, contactos y susurros, en tanto la luna menguaba hacia la tiniebla. Después de aquel beso fugaz volvió a apartarse, como si se hubiera asustado. Y era cierto: nunca, en todos sus años de reclusión, se había supuesto capaz de tanta pasión. Y sabía que los hechizos la estaban acentuando en ella tanto como en él. Por fin, tentado más allá de su resistencia por el suave roce del cabello en su cara, Kevin la sujetó para estrecharla entre sus brazos. Entonces Nimue se debatió con auténtico miedo.
—No, no... No puedo... Estáis loco... Soltadme, os lo ruego .—exclamó.
El Merlín la estrechó con más fuerza, escondiendo la cara en su seno, cubriéndole de besos los pechos. Nimue rompió en ligero llanto.
—No, no... Tengo miedo, tengo miedo...
Entonces Kevin la soltó, casi aturdido, con la respiración acelerada, los ojos cerrados y las manos laxas. Después de un momento murmuró:
—Mi bien amada, mi precioso pájaro blanco, corazón mío, perdóname, perdóname...
Nimue comprendió que ahora podía usar el miedo, tan auténtico, para sus fines.
—Confié en ti —gimoteó—. Confié en ti...
—Hiciste mal —replicó Kevin, ronco—. Soy sólo un hombre y no menos que eso. —Y ella hizo una mueca de dolor ante la amargura de su tono—. Soy un hombre de carne y hueso y te amo, Nimue. Y tú juegas conmigo como con un perrillo faldero. ¿Crees que soy menos hombre por ser tullido?
Nimue le tendió las manos, sabiendo que temblaban, sabiendo que él jamás adivinaría por qué. Protegió con cautela sus pensamientos.
—Nunca lo creí. Perdóname, Kevin. Es que..., no pude evitarlo.
«Y es cierto. Todo es cierto, Madre. Pero no como él lo cree. Lo que digo no es lo que él oye.»
Sin embargo, pese a toda la compasión y el deseo también experimentaba un poco de desprecio. «De otro modo no podría soportar lo que estoy haciendo. Pero es despreciable que un hombre esté tan a merced del deseo... Yo también tiemblo y me siento desgarrada... pero no me pongo a merced de mis apetitos carnales.»
Para eso Morgana le había dado la clave de aquel hombre, poniéndolo por completo en sus manos. Había llegado el momento de pronunciar las palabras que consolidarían el hechizo. haciéndole suyo en cuerpo y alma, para que pudiera llevarlo a Avalón y a su destino.
«¡ Finge! ¡ Finge ser una de esas vírgenes temerarias de las que Ginebra está rodeada, que tienen el cerebro entre las piernas!»
—Lo siento —tartamudeó—. Sé que eres un hombre T mentó haberme asustado... —Y le echó una mirada de soslayo entre el largo pelo, temiendo revelar su falsedad si él la miraba a los ojos—. Yo... yo... sí, quería que me besaras, pero m asustó que fueras tan fogoso. Éste no es buen momento ni buen lugar. Alguien podría aparecer de repente y la reina se enfada ría. Siempre nos advierte que no debemos ir por ahí con hombres.
«¿Será tan necio para creerse las estupideces que balbuceo?»
—¡Pobre amada mía! —Kevin le cubrió las manos de besos contritos—. Soy una bestia. ¡ Asustarte cuando te amo tanto, tanto que no puedo soportarlo! Nimue, Nimue, ¿tanto temes el enfado de la reina? No puedo... —se interrumpió para aspirar profundamente—. No puedo vivir así. ¿Preferirías que abandonara la corte? Nunca he... —Hizo otra pausa—. No puedo vivir sin ti. Si no eres mía voy a morir. ¿No te compadeces de mí, amada mía?
Nimue bajó los ojos con un largo suspiro, observando su rostro contraído, su respiración agitada. Por fin susurró:
—¿Qué puedo decirte?
—¡Di que me amas!
—Te amo. —Ella sabía que estaba hablando como hechizada—. Bien sabes que sí.
—Di que me entregarás todo tu amor, dilo... Ah, Nimue, Nimue, eres tan joven y bella... Y yo, tan contrahecho y feo... No puedo creer que me quieras. Aun ahora temo estar soñando, que sólo quieras burlarte de esta bestia tendida a tus pies como un perro...
—No —dijo. Y de inmediato, como si la intimidara su osadía, le rozó los párpados con dos besos levísimos, dos golondrinas fugaces.
—¿Vendrás a mi lecho, Nimue?
—Tengo miedo —susurró—. Podrían vernos... Y no me atrevo a ser tan ligera... Si nos descubrieran... —Frunció los labios en un mohín infantil—. Si nos descubrieran, la gente solo pensaría de ti que eres muy hombre, mientras que a mí me señalarían con el dedo, como a las rameras. —Y dejó que las lagrimas corrieran por sus mejillas, aunque en su interior todo era triunfo.
—Haría cualquier cosa por protegerte, por tranquilizarte— murmuró Kevin, con la voz trémula de sinceridad.
—Sé que los hombres gustáis de jactaros de vuestras conquistas. ¿Cómo puedo saber que no alardearás por todo Camelot de que la prima de la reina te ha concedido sus favores y su virginidad?
—Confía en mí, te lo ruego. ¿Qué prueba puedo darte de mi sinceridad? Sabes que soy tuyo en cuerpo, corazón y alma.
—La retuvo entre sus manos, susurrando—: ¿Cuándo serás mía? ¿Cómo? ¿Qué puedo hacer para demostrarte que te amo por encima de todas las cosas?
Nimue vacilaba.
—No puedo llevarte a mi cama. Comparto mi cuarto con cuatro de las damas. Cualquier hombre que llegara hasta allí sería detenido por los guardias.
Kevin se inclinó otra vez para cubrirle de besos las manos.
—Jamás te causaría ese bochorno, pobre amor mío. Tengo habitación propia; es apenas un cubículo, casi una perrera, y sólo porque los hombres del rey no quieren compartir alojamiento conmigo. No sé si te animarías a ir allí.
—Tiene que haber algún modo mejor —susurró Nimue, siempre con voz suave y tierna. «Maldito seas, ¿cómo haré para sugerirlo sin dejar de fingirme inocente y estúpida?»—. No recuerdo que haya en el castillo ningún lugar donde podamos estar a salvo, pero...
Se puso de pie junto a la silla para apretarse contra él, rozándole la frente con los pechos. Kevin la rodeó con los brazos, sepultando la cara en su cuerpo, temblorosos los hombros.
—En esta época del año... las noches son tibias y llueve muy poco. ¿Te animarías a salir conmigo, Nimue?
La muchacha murmuró, tan ingenuamente como pudo:
—Por estar contigo me atrevo a cualquier cosa, amor mío.
—Entonces..., ¿esta noche?
—Oh —susurró, acobardada—, la luna brilla tanto... Nos verían. Espera unos días, hasta que no haya luna.
—Cuando la luna está en sombras... —Kevin hizo una mueca de temor.
Nimue comprendió que era el momento peligroso en que el pez, tan minuciosamente atrapado, podía escapar del anzuelo y quedar libre. En Avalón, durante la luna nueva, las sacerdotisas se recluían y toda magia quedaba en suspenso. Pero él ignoraba que Nimue provenía de Avalón. ¿Se impondría el temor, o el deseo?
—Es un momento espectral —dijo Merlín.
—Pero temo que nos vean. No sabes como se enfadaría la reina si supiera que tengo el impudor de desearte.—Se arrimó un poco más a él—. Tú y yo no necesitamos de la luna para vernos.
Kevin la estrechó con fuerza, escondiendo la cabeza entre sus pechos.
—Amor mío —susurró—, será como tú quieras, con luna o sin ella.
—¿Y después me llevarás lejos de Camelot? No quiero sufrir vergüenza.
—Adonde quieras. Lo juro... Lo juro por tu Dios, si quieres.
Nimue movió las manos entre los rizos limpios de su pelo.
—El Dios cristiano no quiere a los amantes y detesta que una mujer yazga con un hombre. Júralo por tu Dios, Kevin, por las serpientes que llevas en las muñecas.
—Lo juro —murmuró él. Y la importancia de ese voto pareció agitar el aire en torno a ellos.
«Oh, necio, has jurado tu muerte...» Nimue se estremeció, pero Kevin sólo sabía de esos pechos en los que apoyaba los labios. Como futuro amante, se tomó el privilegio de tocarlos, besarlos, apartar un poco la túnica para encerrarlos en sus manos.
—No sé cómo haré para soportar la espera —dijo.
—Tampoco yo —susurró ella. Y lo decía con todo el corazón.
«Ojalá esto hubiera terminado...»
La luna no era visible, pero su marea cambiaría dentro de tres días, exactamente dos horas después del crepúsculo; sentía su mengua como una gran enfermedad en la sangre, que le robaba la vida de las venas. Pasó la mayor parte de aquellos tres días en su alcoba, aduciendo que se encontraba mal, lo cual no distaba mucho de la verdad. Estuvo la mayor parte del tiempo a solas, con las manos en el arpa de Kevin, meditando para llenar el éter con el mágico vínculo que existía entre ambos.
Era una hora malhadada y Kevin lo sabía tan bien como ella, pero estaba tan cegado por la promesa de su amor que no le importaba.
Llegó el día en que la luna estaría en sombras; Nimue la sentía en todo el cuerpo. Se preparó una tisana de hierbas para postergar su sangre menstrual, para no disgustarle ni recordarle los tabúes de Avalón. Tenía que apartar su mente de las realidades físicas del acto; pese a toda su preparación, en verdad era la nerviosa virgen que pretendía ser. Tanto mejor: así no sería necesario fingir; sería, simplemente, la muchacha que se entrega por primera vez al hombre que ama y desea. Lo que sucediera después sería lo que la Diosa había ordenado.
No supo qué hacer para pasar el tiempo. La cháchara de las damas nunca le había parecido tan vacua e insustancial. Por la tarde, puesto que no podía concentrarse en el hilado, llevó el arpa de Kevin y cantó para ellas. A pesar de todo, hasta el más largo de los días llega a su anochecer. Lavada y perfumada, se sentó en el salón cerca de Ginebra, picando la comida, descompuesta y mareada; le repugnaban los perros bajo la mesa, la grosería de los modales. Vio a Kevin sentado entre los consejeros del rey y casi pudo sentir sus manos hambrientas en los pechos. La mirada que le dirigió era casi audible:
«Esta noche. Esta noche, amada mía. Esta noche.»
«Ah, Diosa, cómo puedo hacer esto a un hombre que me ama, que ha puesto toda su alma en mis manos... Pero he jurado y tengo que respetar mi juramento; de lo contrario sería tan traidora como él.»
Mientras las damas de la reina iban hacia sus habitaciones, los dos se cruzaron en el salón inferior.
—He escondido tu caballo y el mío en los bosques, más allá de la puerta —le dijo, en voz muy baja y rápida—. Después te llevaré adonde quieras.
«No imaginas dónde será.» Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Sin poder dominar las lágrimas, respondió:
—Ah, Kevin... Te amo. —Y era cierto. Se había enredado hasta tal punto en el corazón de Merlín que no concebía separarse de él. El aire de la noche parecía lleno de magia.
Los demás tenían que pensar que Nimue se había ausentado con algún recado. Dijo a las damas con las que compartía el dormitorio que había prometido un remedio para el dolor de muelas a una de las mujeres y que tardaría varias horas en regresar. Luego se escabulló, abrigada con su capa más gruesa y oscura y la pequeña hoz de su iniciación en una bolsa atada a la cintura; pasara lo que pasare, Kevin no tenía que verla.
Tinieblas. No había siquiera sombras en el patio sin luna. Descubrió que temblaba al caminar con cautela, a la débil luz de las estrellas. Más allá la oscuridad se hizo más intensa; entonces oyó el murmullo apagado y ronco:
—¿Nimue?
—Soy yo, amado mío.
«¿Cuál es la falsedad mayor: faltar a mi juramento a Avalón o mentir así a Kevin? ¿Existe acaso una mentira buena?»
Cuando la cogió del brazo, el contacto de su mano caliente le hizo arder la sangre. Ahora los dos estaban profundamente enredados en la magia de la hora. Ya fuera de la puerta, descendieron la empinada cuesta que elevaba el antiguo fuerte de Camelot, sobre las colinas circundantes. En invierno aquello se convertía en un río pantanoso; ahora estaba seco, cubierto por la vegetación maloliente de las tierras húmedas; Kevin la condujo a un bosquecillo.
«Ah, Diosa, siempre supe que perdería mi doncellez en un bosquecillo... pero no sospechaba que sería con todo el embrujo de la luna nueva.»
Kevin la estrechó contra sí para besarla. Todo su cuerpo parecía arder. Tendió las dos capas en la hierba y la acostó. Sus manos contrahechas temblaban tanto entre los cordones del vestido que ella misma tuvo que desatarlos.
—Me alegro de que esté oscuro —dijo él, con un hilo de voz—. De ese modo no te horrorizarás de mi cuerpo deforme.
—Nada tuyo podría asustarme, amor mío —susurró ella, alargando las manos.
En ese momento lo decía con toda sinceridad, envuelta en el hechizo que también a ella la había atrapado. A pesar de la magia, la falta de experiencia hizo que se apartara, con auténtico miedo, ante el contacto de su virilidad enhiesta. Él la calmó con besos y caricias. Nimue percibía el ardor de la marea baja, la densa lobreguez de la hora arcana. En el momento en que llegaba a su culminación lo atrajo hacia ella, sabiendo que, si se demoraba hasta que la luna nueva apareciera en el cielo, perdería gran parte de su poder.
—Nimue, Nimue —murmuró él, notando que temblaba—, pequeña mía, eres doncella... Si quieres, podemos... damos mutuamente placer sin que yo tome tu virginidad...
Ante su ofrecimiento sintió deseos de llorar: que él, aun enloquecido por el deseo, esa cosa pesada que se retorcía entre ambos, pudiera ser tan considerado. Pero exclamó:
—¡No, no! Te deseo.
Y lo estrechó fogosamente contra ella, guiándolo con las manos. Recibió casi con gozo el dolor súbito, la sangre, la culminación del frenético deseo de Kevin, y se aferró a él, jadeando, alentándolo con exclamaciones apasionadas. En el último instante lo apartó de sí, sofocado y suplicante.
—¿Eres mío? ¡Júramelo!
—¡Lo juro! Ah, no soporto... no puedo... deja que...
—¡Espera! ¡Júralo! ¿Eres mío? ¡Dilo!
—Lo juro, lo juro por mi alma.
—Por tercera vez: eres mío.
—¡Soy tuyo!¡Lo juro!
Y Nimue percibió su brusco espasmo de miedo al comprender lo que había sucedido. Pero ahora era prisionero de su frenesí; se movía sobre ella como desesperado, boqueando, gimiendo como en un tormento insoportable. En el momento exacto de la marea más baja, cuando la magia del hechizo descendió sobre ellos, Kevin lanzó un grito y cayó pesadamente sobre su cuerpo. Quedó inmóvil, como si estuviera muerto, y ella se estremeció. No encontraba en aquello el placer del que le habían hablado, pero sí algo más satisfactorio: un triunfo enorme. Pues el embrujo los rodeaba densamente y ella era dueña de su espíritu, su alma, su esencia. En el instante en que se invertía la marea, buscó con los dedos el esperma mezclado con la sangre de su doncellez; con eso marcó la frente de Kevin. El contacto obró el hechizo; él se incorporó, laxo y sin vida.
—Kevin —le indicó—. Monta a caballo.
Él se levantó con movimientos de plomo y se volvió hacia el caballo.
—Primero vístete —especificó Nimue.
Mecánicamente él se puso la túnica y la ciñó a la cintura, con gestos rígidos. A la luz de las estrellas Nimue vio el brillo de sus ojos: ahora sabía, bajo el dominio del embrujo, que lo había traicionado. Con la garganta anudada por la angustia y una salvaje ternura, sintió el impulso de atraerlo otra vez hacia sí, romper el hechizo, cubrirle la cara de besos y llorar por la traición de ese amor.
«Pero yo también he jurado y así lo manda el destino.»
Se puso la túnica y montó. Ambos tomaron silenciosamente el camino de Avalón. Al amanecer, la barca los estaría esperando en la orilla.
Unas horas antes del alba Morgana despertó de un sueño inquieto, presintiendo que Nimue había cumplido su misión. Después de vestirse en silencio, despertó a Niniana y a las sacerdotisas que la asistían. El cortejo descendió lentamente a la orilla, con vestimentas oscuras, las cabelleras peinadas una sola trenza y las hoces de mangos negros atadas a la cintura. En silencio, las mujeres aguardaron a que el cielo empezará a encenderse con el matiz rosado de la primera luz; entonces Morgana ordenó por señas que la barca partiera y la vio desaparecer entre la bruma.
Esperaron. La luz se hizo más fuerte. En el momento en que asomaba el sol, la barca volvió a surgir de entre la niebla Morgana vio a Nimue en la proa, alta y erguida, pero con la cara oculta por la sombra de la capucha. En el fondo de la embarcación había un bulto caído.
«¿Qué le ha hecho? ¿Lo trae muerto o embrujado?» Morgana se descubrió deseando que estuviera muerto, que se hubiera quitado la vida por desesperación o terror. Dos veces había imprecado a Kevin, tachándolo de traidor a Avalón; sobre su tercera traición no había dudas: retirar la Regalía Sagrada de su escondite. Oh, merecía la muerte, sí, incluso la muerte que sufriría esa mañana. Todos los druidas habían confirmado que tenía que morir en el robledal, sin la prontitud de la misericordia. Traición como la suya no se conocía en toda la Britania desde los tiempos de Eilan, la que había divulgado falsos oráculos para impedir que las Tribus se alzaran contra los romanos.
Dos miembros de la tripulación ayudaron al Merlín a levantarse. Iba a medio vestir, con la túnica mal puesta, ocultando apenas su desnudez. Estaba desaliñado y pálido... ¿Drogado o embrujado? Trató de caminar, pero al faltarle sus bastones se tambaleó y tuvo que aferrarse a lo que encontró a mano. Nimue permanecía inmóvil, sin mirarlo, con el rostro escondido en el manto. Pero al elevarse los primeros rayos del sol se echó la capucha atrás; en aquel momento el encantamiento abandonó a Kevin y a sus ojos asomó la conciencia: sabía dónde estaba y qué había sucedido.
Morgana vio que miraba a Nimue, parpadeando al reconocer la barca de Avalón. De pronto fue plenamente consciente de la traición; entonces bajó la cabeza, con horror y vergüenza.
Luego miró a Nimue. La muchacha estaba pálida y débil, despeinada, aunque había intentado trenzarse el pelo apresuradamente. Con labios trémulos, se apresuró a apartar la mirada.
«Ella también lo amaba —pensó Morgana—. Debí prever que un hechizo tan poderoso afectaría a quien lo utilizara.»
Pero Nimue se inclinó profundamente, como lo exigía la costumbre de Avalón.
—Señora y madre —dijo, inexpresivamente—, os he traído al perjuro que entregó la Regalía Sagrada.
Morgana se adelantó para abrazarla, aunque la muchacha rehuyó el gesto.
—Celebro tu regreso a nosotras, Nimue, sacerdotisa y hermana.
Y le dio un beso en la mejilla húmeda. La angustia de Nimue era perceptible en todo su cuerpo. «Ah, Diosa, ¿esto la ha destruido a ella también? En tal caso, hemos comprado la vida de Kevin a un precio demasiado alto.»
—Ya puedes irte, Nimue —añadió, compasiva—. Deja que te lleven a la Casa de las doncellas; tu misión está cumplida. No es necesario que presencies lo que ha de suceder. Has hecho tu parte y sufrido lo suficiente.
Nimue susurró:
—¿Qué será de... de él?
Morgana la estrechó con fuerza.
—Hija, hija, no tienes por qué preocuparte por eso. Has cumplido tu parte con valor y fortaleza. Con eso basta.
La muchacha contuvo el aliento como si estuviera al borde del llanto. Miró a Kevin, pero él no alzó los ojos. Por fin, temblando tanto que apenas podía caminar, se dejó llevar por dos de las sacerdotisas, a las que Morgana dijo en voz baja:
—No la atormentéis con preguntas. Dejadla en paz.
Luego se volvió hacia Kevin. Al mirarlo a los ojos la asaltó el dolor. Ese hombre había sido su amante, pero más que eso: fue el único que nunca trató de enredarla en maniobras políticas; nunca intentó utilizarla por su nacimiento ni su posición elevada; tampoco le había pedido nada, salvo amor. En Tintagel la había arrancado del infierno, presentándose a ella como el Dios. La suya bien podía ser la única amistad que hizo en toda su vida.
Forzó el paso de las palabras por el tremendo nudo de su garganta.
—Y bien, arpista Kevin, falso Merlín, Mensajero perjuro, ¿tienes algo que decir antes de enfrentarte a la condena de la Diosa?
El negó con la cabeza.
—Nada que podáis considerar importante, Dama del Lago.
Morgana recordó, en un fogonazo de dolor, que había sido el primero en darle ese título.
—Sea. —Su cara parecía de piedra—. Llevadlo a su condena.
Kevin dio un paso vacilante entre sus captores, pero de in mediato echó la cabeza atrás, desafiante.
—No, esperad —dijo—. Creo que tengo algo que deciros Morgana de Avalón, pese a todo. Una vez os dije que mi vida era poca cosa para comprometer ante la Madre. Tenéis que saber que por Ella he obrado así.
—¿Estáis diciendo que por la Diosa entregasteis la Regalía Sagrada a los curas? —Acusó Niniana, con la voz cortante de desprecio—. ¡Entonces no sois sólo perjuro, sino también loco! ¡Llevaos a ese traidor!
Pero Morgana hizo un gesto.
—Escuchémosle.
—Es precisamente así—dijo Kevin—. Como os dije cierta vez, señora: los días de Avalón han terminado. El Nazareno ha vencido: tendremos que adentrarnos más y más en las brumas, hasta no ser más que una leyenda y un sueño. ¿Queréis llevaros la Regalía Sagrada a esa tiniebla, protegiéndola cuidadosamente para el amanecer de otro día que jamás llegará? Aunque Avalón perezca, creo que los objetos sacros tienen que permanecer en el mundo, al servicio de lo divino, cualquiera que sea el nombre que se dé a los dioses. Y por lo que he hecho la Diosa se ha manifestado, al menos una vez, en ese otro mundo, de un modo que jamás será olvidado. El paso del Grial será recordado, Morgana mía, cuando vos y yo seamos sólo leyendas para contar junto al fuego. No creo que eso sea en vano. Tampoco tendríais que pensarlo vos, que llevasteis ese cáliz. Y ahora haced conmigo lo que queráis.
Morgana inclinó la cabeza. El recuerdo de ese momento de éxtasis y revelación, en que había ofrecido el Grial bajo la forma de la Diosa, la acompañaría hasta la muerte; para quienes habían experimentado esa visión la vida ya no volvería a ser la misma. Pero ahora tenía que enfrentarse a Kevin como Diosa vengadora, la Parca, la Cerda furiosa capaz de devorar a su cría, el Gran Cuervo, la Destructora...
No obstante, la Diosa había recibido mucho de él. Le tendió la mano... y se detuvo, pues bajo los dedos vio otra vez lo que había visto antes: una calavera.
«Está condenado y ve su muerte. Yo la veo también... Pero no ha de sufrir ni será torturado. Dijo la verdad: ha hecho lo que la Diosa le ordenó y yo debo hacer lo mismo.»
Afirmó la voz antes de hablar. Se oyeron truenos lejanos.
—La Diosa es misericordiosa. Llevadlo al robledal, corno ha sido ordenado, pero allí matadlo con celeridad, de un solo golpe. Enterradlo debajo del roble grande, que en adelante será evitado por todos los hombres. Kevin, último de los Mensajeros de la Diosa, te maldigo condenándote a olvidarlo todo, a renacer sin sacerdocio y sin iluminación; que todo lo que hayas hecho en tus vidas anteriores quede borrado; que tu alma regrese a los que sólo han nacido una vez. Cien veces volverás, arpista Kevin, siempre buscando a la Diosa sin hallarla. Pero te digo que, finalmente, si Ella quiere volverá a encontrarte.
Kevin la miró a los ojos, esbozando esa sonrisa dulce y extraña; luego dijo, casi en un susurro:
—Adiós, pues, Dama del Lago. Decid a Nimue que la amé... O tal vez se lo diga yo mismo. Pues creo que pasará mucho tiempo antes de que vos y yo nos reencontremos, Morgana.
Otra vez un trueno lejano subrayó sus palabras. Morgana, estremecida, lo vio alejarse cojeando, sin mirar atrás, apoyado en los brazos de sus custodios.
«¿Por qué me siento avergonzada? Fui misericordiosa. Podría haberlo hecho torturar. También a mí me considerarán débil y traidora por no haberlo hecho pedir a gritos la muerte... ¿Soy débil por no permitir que torturaran al hombre que una vez amé? ¿Será su muerte tan fácil que la Diosa busque venganza contra mí? Sea, aunque yo deba enfrentarme a la muerte que no ordené para él.»
Y contempló las nubes de tormenta con una mueca de dolor. «Kevin ha sufrido toda la vida. No sumaré a su destino otra cosa que la muerte.» En el cielo estalló un relámpago. Morgana se estremeció... ¿O era solo el viento frío que se levantaba con la tormenta? «Así perece el último de los grandes Merlines, con la tempestad que ahora se abate sobre Avalón», pensó.
Hizo un gesto hacia Niniana.
—Id a ver que mi sentencia sea cumplida al pie de la letra. Que lo maten de un solo golpe y no dejen su cuerpo sobre tierra ni siquiera una hora.
Vio que su compañera la observaba, como si todos supieran que él había sido su amante. Pero Niniana se limitó a preguntar:
—¿Y vos?
—Iré a reunirme con Nimue. Me necesita.
Pero Nimue no estaba en la Casa de las doncellas. Morgana cruzó deprisa los patios barridos por la lluvia, pero tampoco la halló en la recoleta vivienda que había ocupado con Cuervo. No estaba en el templo. Una de las sacerdotisas le dijo que Nimue había rehusado aceptar comida, vino e incluso un baño. Morgana sentía crecer en ella, con cada chasquido de los rayos, una terrible aprensión. La tempestad iba en aumento. Convocó todos los criados del templo para iniciar la búsqueda, pero entonces regresó Niniana, muy pálida, acompañada por los hombres a quienes había encomendado la ejecución de Kevin
—¿Qué pasa? —interpeló Morgana, con voz fría— porqué no se cumplió mi sentencia?
—Fue ejecutado de un solo golpe. Dama del Lago —susurró Niniana—, pero con ese único golpe cayó un rayo que partió en dos al gran roble sagrado. Está hendido de la copa a la raíz
Morgana sintió un nudo en la garganta. «No es tan extraño Hay tormenta y los rayos siempre caen en el punto más alto Pero que sucediera a la misma hora en que Kevin profetizaba el fin de Avalón...»
Para que no la vieran temblar, se abrazó el cuerpo con los brazos bajo el manto. ¿Cómo haría para separar ese mal presagio de la inminente destrucción de Avalón?
—El Dios ha preparado un lugar para el traidor. Enterradlo dentro de la hendidura del roble.
Todos se inclinaron en señal de aquiescencia y se alejaron, entre el tronar y el súbito repiqueteo de la lluvia. Morgana, afligida, cayó en la cuenta de que se había olvidado de Nimue. Pero una voz dentro de ella decía: «Ya es demasiado tarde.»
La encontraron a mediodía, cuando salió el sol, ya pasada la tormenta. Flotaba entre los juncos del lago, con el cabello extendido en la superficie, como si fueran algas. Y Morgana, aturdida de pena, no lamentó del todo que el arpista Kevin no hubiera partido solo hacia la tierra de las sombras, más allá de la muerte.
12
En los lúgubres días que siguieron a la muerte de Kevin, Morgana se dijo a menudo que, en verdad, la Diosa había asumido la misión de destruir a los caballeros de la mesa redonda. Pero ¿por qué deseaba destruir también Avalón?
«Estoy envejeciendo. Cuervo ha muerto y también Nimue, que habría tenido que ser la Dama después de mí. Y la Diosa no ha designado a ninguna otra profetisa. Kevin yace sepultado dentro del roble. ¿Qué será ahora de Avalón?»
Era como si el mundo estuviera mudando de sitio; más allá de las brumas, se movía a una velocidad cada vez mayor. Ya nadie podía abrir la entrada entre las nieblas, salvo ella y una o dos de las sacerdotisas de más edad. Y a veces, cuando salía a caminar, ya no veía el sol ni la luna; así se percataba de que había cruzado las fronteras del país de las hadas, aunque muy rara vez entreveía a su gente entre los árboles y nunca a la reina.
«La Diosa vino al mundo por última vez cuando recorrió el salón de Camelot con el Grial en las manos», pensó. Y luego, confundida, se preguntó si había sido en verdad la Diosa la que lo hiciera o sólo ella y Cuervo, creando ilusiones.
«He convocado a la Diosa y la hallo dentro de mí misma.»
Y Morgana supo que ya nunca podría buscar consuelo o consejo fuera de sí misma: sólo en su interior. De vez en cuando, siguiendo la costumbre de toda una vida, trataba de invocar la imagen de la Diosa para que la guiara, pero no veía nada; a veces, la cara de Igraine, joven y bella. En ocasiones, la de Viviana.
«Ellas son la Diosa. La Diosa soy yo. No hay nadie más.»
Poco le interesaba mirar dentro del espejo mágico, pero de vez en vez, cuando la luna estaba en sombras, iba a beber del manantial y miraba dentro del agua. Pero sólo veía imágenes fugaces e intrigantes: los caballeros de la mesa redonda, viajando de un lado a otro, siguiendo sueños y visiones sin que ningún hallara el verdadero Grial. Algunos, olvidando la búsqueda cabalgaban abiertamente en busca de andanzas; otros se encontraron con más aventuras de las que podían afrontar y acabaron por perecer; algunos hicieron buenas obras y otros, maldades Un o dos, en penetrantes visiones de fe, soñaron un Grial propio v murieron. Otros, siguiendo el mensaje de sus videncias, peregrinaron a la Tierra Santa; hubo quienes, siguiendo los vientos que soplaban por entonces en el mundo entero, se hicieron ermitaños, buscando, en cuevas y toscos refugios, una vida de silencio y penitencia...
Una o dos veces vio fugazmente una cara conocida: Mordret, en Camelot, junto a Arturo. También a Galahad, en su búsqueda del Grial, pero luego dejó de verlo y se preguntó si la búsqueda lo habría llevado a la muerte.
Y una vez reconoció a Lanzarote, medio desnudo, cubierto con pieles de animales, largo y desaliñado el pelo; corría por un bosque sin armadura ni espada, con un brillo de locura en los ojos. Había imaginado que esa búsqueda sólo podía llevarlo a la demencia y la desesperación. Volvió a buscarlo en el espejo de luna en luna, pero durante mucho tiempo no tuvo éxito. Por fin lo encontró dormido sobre paja, vestido con harapos; a su alrededor se alzaban los muros de una mazmorra. Y ya no lo vio más.
«Ah, dioses, ¿acaso él también se ha ido, como tantos de los hombres de Arturo? En verdad el Grial no fue una bendición para la corte, sino una maldición. Y así tenía que ser: una maldición contra el traidor que lo profanó. Y ahora ha desaparecido de Avalón para siempre.»
Durante mucho tiempo Morgana estuvo convencida de que el Grial había sido llevado por la Diosa a los reinos divinos, para que la humanidad ya no pudiera volver a profanarlo, y se contentó con eso, pues había sido mancillado con el vino de los cristianos y ella no sabía cómo purificarlo.
Algunos rumores del mundo exterior le llegaban a través de las antiguas hermandades de sacerdotes cristianos que, en aquellos días, llegaban a Avalón huyendo de la obligada conformidad con ese nuevo sacerdocio empeñado en borrar cualquier cu que no fuera el propio. Ahora decían que aquel cáliz fue, en verdad, el que Cristo usó en la última cena, que estaba ahora en cielo y que ya no se volvería a ver en el mundo. Pero también comentaba que había sido visto en «la otra isla», Ynis Witrin, refulgente en el fondo del pozo: el mismo pozo que, en Avalón, el sagrado espejo de la Diosa. Por eso los curas de Ynis Witrin empezaban a llamarlo «el Pozo del Cáliz».
Y cuando los ancianos sacerdotes ya llevaban un tiempo en Avalón, Morgana empezó a oír rumores de que, en ocasiones, el Grial aparecía durante un momento sobre su altar. «Será como la Diosa quiera. No lo profanarán.» Pero ignoraba si estaba en verdad en la vetusta iglesia de la hermandad cristiana..., que había sido construida en el mismo sitio donde se alzaba la iglesia en la otra isla. Por eso decían que, cuando las brumas se atenuaban, la antigua hermandad de Avalón oía los cánticos de los monjes en su iglesia de Ynis Witrin. Morgana recordaba entonces el día en que las nieblas, al atenuarse, habían permitido que Ginebra pasara a Avalón.
En Avalón, el tiempo transcurría ahora de una manera extraña. Morgana ignoraba si ya había pasado el año y un día al que se comprometieran los caballeros. A veces pensaba que el mundo exterior debía de haber visto pasar varios años.
Pensaba mucho en las palabras de Kevin: «... las brumas se están cerrando sobre Avalón ».
Y un día fue convocada a la orilla del lago. No necesitó de la videncia para saber quién llegaba en la barca. Lanzarote ya tenía el pelo completamente gris; estaba delgado y demacrado. Pero cuando bajó de la barca, siendo sólo una sombra de su antigua gracia, Morgana se adelantó para cogerle las manos y no encontró en su cara rastros de locura.
Cuando él la miró a los ojos tuvo la súbita sensación de ser la Morgana de antaño, cuando el templo estaba lleno de sacerdotisas y druidas, cuando Avalón no era una tierra solitaria a la deriva entre la niebla, con un puñado escaso de ancianas sacerdotisas, algunos druidas entrados en años y unos cuantos cristianos antiguos, medio olvidados.
—¿Cómo es posible que el tiempo te afecte tan poco, Morgana? —le preguntó Lanzarote—. Todo parece cambiado, aun aquí, en Avalón. Mira, ¡hasta el círculo de piedras está oculto en las brumas!
—Oh, todavía están allí —aseguró Morgana—, aunque ahora algunos nos extraviamos al buscarlas. Tal vez algún día desaparezcan por completo en la niebla, para no ser derribadas jamás por manos humanas ni por los vientos del tiempo. Ya nadie rinde culto allí; las fogatas de Beltane han dejado de encenderse incluso en Avalón, aunque dicen que todavía se celebran los ritos antiguos en Cornualles y en Gales del norte. Los del pueblo pequeño no los dejarán morir mientras sobreviva uno solo de ellos. Me sorprende que pudieras llegar hasta aquí, primo.
Lanzarote sonrió; entonces vio en sus ojos los rastros del dolor y hasta de la demencia.
—Caramba, apenas tenía conciencia de venir hacia aquí prima. Ahora la memoria me juega una mala pasada. Estuve loco, Morgana. Deseché la espada; vivía en el bosque, como un animal, y en algún momento, no sé por cuánto tiempo, estuve confinado en una extraña mazmorra.
—La vi —susurró Morgana—, pero no sabía qué significaba.
—Tampoco yo. Y todavía no lo sé. Recuerdo muy poco de aquella época. Creo que es una bendición no recordar lo que hice. No fue la primera vez; en los años que pasé con Elaine hubo momentos en que apenas tenía conciencia de lo que hacía.
—Pero ya estás bien —señaló Morgana, deprisa—. Ven a desayunar conmigo, primo. Es demasiado temprano para cualquier otra cosa, cualquiera que sea el motivo que te trajo.
Lo llevó a su vivienda; con excepción de las sacerdotisas que la atendían, Lanzarote era la primera persona que entraba allí desde hacía años. Aquella mañana había pescado del lago, que ella le sirvió con sus manos.
—Ah, qué rico —dijo él, masticando con apetito.
Morgana se preguntó cuánto tiempo llevaría sin acordarse de comer. Iba tan pulcramente peinado como de costumbre; ahora tenía el pelo completamente encanecido y retazos blancos en la barba, cuidadosamente recortada; su capa, aunque raída y gastada por los viajes, estaba bien cepillada y limpia. Viendo que ella observaba la prenda, rió un poco.
—Perdí, no sé dónde, capa, espada y armadura; tal vez me los robaran en alguna mala aventura, o quizá los desechara en mi locura. Sólo recuerdo borrosamente que un día alguien me llamó por mi nombre; era uno de los caballeros, quizá Lamorak. Yo estaba demasiado débil para viajar con él, que partía al día siguiente, pero empecé a recordar poco a poco quién era. Entonces me dieron una túnica y me permitieron sentarme a la mesa y comer con mi cuchillo, en vez de arrojarme las sobras en un cuenco de madera. —Su risa sonó trémula y nerviosa—. Creo que herí a algunos de ellos. Parece que perdí casi todo un año de mi vida; sólo recuerdo nimiedades. Lo que más me preocupaba era no darme a conocer, por no arrojar vergüenza sobre Arturo y sus caballeros. —Hizo una pausa; Morgana calculó su tormento por lo que no decía—. Bueno, lentamente recuperé las fuerzas suficientes para viajar. Lamorak me había dejado dinero para un caballo y provisiones. Pero la mayor parte de ese año está en sombras.
Cogió el pan restante para recoger decididamente los restos de pescado. Morgana le preguntó:
—¿Y qué fue de la búsqueda?
—¿Qué, en verdad? He sabido muy poco, aquí y allá, mientras viajaba por el país. Gawaine fue el primero en regresar a Camelot.
Morgana sonrió, casi contra su voluntad.
—Siempre fue inconstante en todo.
—Salvo en su lealtad a Arturo —corrigió Lanzarote—. Y mientras venía hacia aquí me encontré con Gareth.
—¡El querido Gareth! Es el mejor de los hijos de Morgause. ¿Qué te dijo?
—Dijo que había tenido una visión —musitó Lanzarote—, en la que se le ordenaba regresar a la corte y cumplir con su rey y sus tierras, sin demorarse buscando espejismos de objetos sagrados. Charló largamente conmigo, rogándome que abandonara la búsqueda del Grial para acompañarlo a Camelot.
—Me sorprende que no lo hicieras.
Lanzarote sonrió.
—También a mí, prima. Le he prometido regresar en cuanto pueda. —De pronto su expresión se tornó grave—. Gareth me dijo que ahora Mordret está siempre cerca de Arturo. Que lo mejor sería buscar a Galahad y pedirle que regresara de inmediato, pues desconfía de Mordret y su influencia sobre el rey. Lamento hablar mal de tu hijo, Morgana.
Ella comentó:
—Una vez me dijo que Galahad no viviría lo suficiente para gobernar, pero me juró que no tendría ninguna participación en su muerte.
Lanzarote parecía atribulado.
—He visto cuántas desgracias pueden acontecer en esta maldita búsqueda. Dios permita que pueda hallar a Galahad antes de que sea víctima de algo así.
Entre ellos se hizo el silencio. Morgana pensaba: «En el fondo lo sabía: por eso Mordret rechazó la búsqueda.» Y cayó en la cuenta de que ya no creía que Gwydion, Mordret, llegara a reinar desde Avalón. Se preguntó cuándo había empezado a aceptarlo. Tal vez a la muerte de Accolon, puesto que la Diosa no había dado protección a su elegido.
«Galahad será rey, un rey cristiano. Y eso puede significa que mate a Gwydion. ¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?» Pero si el tiempo de Avalón había llegado a su fin, tal vez Galahad ocupara el trono en paz, sin necesidad de matar a su rival.
Lanzarote miró hacia el rincón.
—¿Es el arpa de Viviana?
—Sí —confirmó Morgana—. La mía quedó en Tintagel Pero supongo que es tuya, si la quieres, por derecho de herencia.
—Ya no toco ni tengo voluntad de hacer música, Morgana. Es tuya por derecho, como todo lo que pertenecía a mi madre.
Morgana recordó unas palabras que le habían llegado al corazón, una vida entera atrás: «Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana.» Ahora el recuerdo no encerraba dolor, sino calidez; Viviana no desaparecería por completo mientras algo sobreviviera en ella. Lanzarote agregó, a trompicones:
—Quedamos tan pocos... somos tan pocos los que recordamos los viejos tiempos de Caerleon... e incluso los de Camelot...
—Allá está Arturo —apuntó Morgana—. Y Gawaine, Gareth, Cay... y muchos más, querido. Sin duda se preguntan todos los días dónde está Lanzarote. ¿Por qué has venido aquí en vez de estar allí?
—Como dije, la mente me juega una mala pasada. Vine casi sin saberlo. Pero ya que estoy aquí, tendría que preguntar... Me dijiste que Nimue estaba en Avalón. Tendría que preguntarte qué ha sido de ella. ¿Está bien? ¿Se encuentra a gusto entre las sacerdotisas?
—Lo siento —murmuró Morgana—. Parece que sólo tengo malas noticias para daros. Nimue murió hace un año.
No diría más. Lanzarote ignoraba la traición de Merlín, la última visita de Nimue a la corte. Conocer el resto sólo serviría para entristecerlo más. Él no hizo preguntas; sólo bajó la vista, con un fuerte suspiro. Al fin dijo:
—Y la menor, la pequeña Ginebra, está casada y vive en la baja Britania. Y la búsqueda se ha tragado a Galahad. Nunca me esforcé por conocer a mis hijos. Los dejé casi enteramente en manos de Elaine, incluso al varón, pensando que eran lo único que podía darle. Cuando partimos de Camelot viajé con Galana durante un tiempo; en esos diez días lo conocí mejor que en los dieciséis años anteriores. Tal vez sea buen rey, si sobrevive.
Miró a Morgana, casi suplicante, y ella comprendió que deseaba una respuesta tranquilizadora, pero no la tenía. Por fin le dijo:
—Si sobrevive será buen rey, pero rey cristiano. —Por un momento los sonidos de Avalón parecieron apagarse a su alrededor, como si hasta las olas del lago y el susurro de los juncos callaran para oír sus palabras—. Si sobrevive a la búsqueda del Grial, gobernará rodeado por los curas; en todo el país habrá un solo Dios y una sola religión.
—¿Tan trágico sería eso, Morgana? —preguntó Lanzarote en voz baja—. El Dios cristiano está causando un renacimiento espiritual en todo el país. ¿Es malo eso, si la humanidad ha olvidado los Misterios?
—No los ha olvidado —corrigió Morgana—: los ha encontrado demasiado difíciles. Los hombres quieren un Dios que cuide de ellos y no les exija buscar la iluminación; que los acepte tal como son, con todos sus pecados, y los borre con arrepentimiento.
Lanzarote sonrió con amargura.
—No quieren esperar a la justicia divina: la quieren ahora. Ese es el cebo que les ofrece esta nueva raza de sacerdotes.
Morgana comprendió que eso era verdad y bajó la cabeza, angustiada.
—Y como es su visión del Dios lo que da forma a la realidad, así ha de ser. La Diosa fue real mientras la humanidad le rindió homenaje y creó su forma. Ahora creará el tipo de Dios que cree desear... el Dios que merece, quizá.
Y así tenía que ser, pues la realidad era lo que el hombre veía de ella. Bajo las enseñanzas de los curas, la naturaleza pasaría a ser maligna, ajena y hostil. Los dioses antiguos, demonios, surgidos de esa parte de sí que el hombre estaba dispuesto a sacrificar o dominar, en vez de dejarse guiar por ella. Recordó algo que había leído en Gales, en los libros del sacerdote:
—Y de esa manera todos los hombres se convertirán en eunucos por el Reino de Dios. Creo que no me interesa vivir en ese mundo, Lanzarote.
El fatigado caballero negó con la cabeza, suspirando.
—Tampoco a mí, Morgana. Pero tal vez sea un mundo más sencillo que el nuestro, donde será más fácil saber qué es lo correcto. Vine en busca de Galahad porque, a pesar de ser cristiano, sería mejor rey que Mordret.
Morgana apretó los puños bajo las mangas.
—¿Viniste a buscarlo aquí, Lanzarote? Era tan d como Elaine; jamás querría pisar este mundo de brujerías.
—Como te he dicho, ignoraba que viniera hacia aquí. Quería llegar a Ynis Witrin y a la isla de los Sacerdotes, pues me llegaron rumores de que en aquella iglesia aparece en ocasiones un mágico fulgor. Supuse que Galahad podía haber ido allí. Y otra vieja costumbre me trajo aquí.
Morgana le preguntó con seriedad, cara a cara:
—¿Qué piensas de esa búsqueda, Lanzarote?
—En verdad, prima, no lo sé. Sólo sé que, el día que vimos el Grial en Camelot, algo muy santo vino a nosotros. Por primera vez sentí que había un Misterio más allá de esta vida. Por eso inicié la búsqueda, aun pensando en parte que era una locura Y mientras viajaba con Galahad su fe era como una burla de la mía. ¡El muchacho era tan puro, tan simple y bueno...! Y yo, anciano y manchado... —Lanzarote bajó la vista al suelo; Morgana vio que tragaba saliva con dificultad—. Por eso me separé de él, finalmente: para no dañar esa fe inmaculada. Fue entonces cuando la niebla y la penumbra invadieron mi mente; no sé adonde fui; me parecía que Galahad conocía todos mis pecados y me despreciaba por ellos.
Hablaba en voz alta, excitado. Por un momento Morgana vio regresar a sus ojos ese brillo insano.
—No pienses en esa época, querido —se apresuró a decir—. Ya pasó.
Lanzarote aspiró muy hondo; sus pupilas se apagaron.
—Ahora mi búsqueda es buscar a Galahad. No sé qué vio él, por qué la llamada del Grial fue tan poderosa para unos y tan débil para otros. De todos los caballeros, creo que sólo Mordret no vio nada; en todo caso, se lo reservó.
«Mi hijo se educó en Avalón; no puede haberse dejado engañar por la magia de la Diosa», pensó Morgana. Iba a explicar a Lanzarote lo que había visto, para no permitir que un hombre de Avalón confundiera aquello con un misterio cristiano, pero al percibir esa nota extraña en su voz optó por callar. La Diosa le había ofrecido una visión consoladora; no le correspondía a ella destruirla con una palabra.
Eso era lo que Ella había buscado: tras el perjurio de Arturo, la Diosa había diseminado a sus caballeros. Y la ironía final era que la más sagrada de sus visiones inspirara la leyenda mas apasionada del culto cristiano. Por fin Morgana dijo, alargando una mano:
—A veces pienso que no importa lo que hagamos. Los dioses nos mueven a su antojo.
—Si yo creyera eso —replicó él—, me volvería loco de una vez por todas.
Morgana sonrió con tristeza.
—Y yo enloquecería si no lo creyera. —«Tengo que creer que nunca tuve alternativa... que no pude rehusar a la consagración del rey ni aniquilar a Mordret antes de que naciera, negarme al casamiento con Uriens, detenerme antes de causar la muerte de Avalloch..., retener a mi lado a Accolon..., ni evitar la muerte de Kevin y de Nimue...»
Lanzarote dijo:
—Morgana, no puedo creer que sea la voluntad de Dios que Arturo y su corte caigan en manos de Mordret. Llamé a la barca y vine a Avalón sin pensarlo, pero ahora creo que obré mejor de lo que pensaba. Tú, que tienes el don de la videncia, puedes mirar dentro del espejo y decirme dónde está Galahad. Estoy dispuesto a enfrentarme a su cólera, exigiéndole que abandone la búsqueda y regrese a Camelot.
El suelo pareció estremecerse bajo los pies de Morgana, como si hubiera pisado arenas movedizas. Se oyó a sí misma decir, como desde una gran distancia:
—Volverás a Camelot con tu hijo, Lanzarote... —Y se preguntó por qué el frío parecía helarle las entrañas—. Miraré en el espejo por ti, primo, pero no conozco a Galahad. Tal vez no vea nada que pueda serte útil.
—Prométeme que harás lo posible —rogó él.
—Será lo que la Diosa quiera. Ven.
Cuando el sol ya estaba alto descendieron por la colina hacia el Pozo Sagrado. Arriba graznó un cuervo, una sola vez. Lanzarote se persignó contra el mal presagio, pero Morgana levantó la vista, preguntando:
—¿Qué has dicho, hermana?
La voz de Cuervo dijo en su mente: «No temas. Mordret no matará a Galahad. Y Arturo matará a Mordret.»
Morgana dijo en voz alta:
—Arturo aún será Macho rey...
Lanzarote se volvió para mirarla fijamente.
—¿Qué has dicho, Morgana?
Cuervo volvió a hablar: «Al Pozo Sagrado no: a la capilla, ahora mismo. Es el momento prefijado.»
—¿Adonde vamos? —preguntó Lanzarote—. ¿Ya no recuerdo el camino hacia el Pozo?
Y Morgana, alzando la cabeza, cayó en la cuenta de que sus pasos los habían llevado, no al Pozo, sino a la pequeña capilla donde la antigua hermandad cristiana celebraba sus oficios. Según se contaba, había sido construida cuando José de Arimatea hundió su cayado en el suelo de la colina que llamaban Wearyall. Morgana alargó la mano para coger una rama del Santo Espino; la púa se le clavó hasta el hueso. Sin saber lo que hacía marcó la frente de Lanzarote con las gotas de sangre.
Él la miró con sobresalto. Morgana oyó el cántico de los sacerdotes: Kirie eleison, Christe eleison... Entró calladamente y, para su sorpresa, se arrodilló. La capilla estaba llena de bruma. A través de la niebla creía ver la otra capilla, la de Ynis Witrin, y eran dos los conjuntos de voces que cantaban... kirie eleison... Percibía también voces femeninas. Debían de ser las monjas de Ynis Witrin, pues en la capilla de Avalen no había mujeres.
Por un momento vio a Igraine, arrodillada a su lado, y oyó su voz clara y suave, cantando: Christe eleison... El sacerdote estaba ante el altar. Y entonces le pareció que también Nimue estaba allí, suelta la cabellera dorada en la espalda, tan encantadora como Ginebra cuando vivía allí, en el convento. Pero en vez de la antigua furia de celos, Morgana la miró con purísimo amor.
Se espesó la niebla; ya casi no podía ver a Lanzarote, arrodillado junto a ella. Pero ante el altar de la otra capilla estaba Galahad, con el rostro elevado, lleno de un fulgor reflejado. Y supo que él también veía, a través de la bruma, la capilla de Avalón donde estaba el Grial.
Oyó un sonido de diminutas campanas en Ynis Witrin, y la suave voz de Taliesin, que murmuraba:
—Pues la noche en que Cristo fue traicionado, el Maestro cogió la copa y la bendijo, diciendo: «Bebed todos de este cáliz, pues es mi sangre, que será derramada por vosotros,»
Vio la sombra del sacerdote que elevaba el cáliz de la comunión, pero fue la damisela del Grial, Nimue... ¿o quizás ella misma?... la que le acercó la copa a los labios. Lanzarote corrió hacia delante, gritando:
—¡Ah, la luz... la luz!
Y cayó de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos. Luego se deslizó hacia delante hasta quedar tendido en el suelo.
Ante el contacto con el Grial, la cara ensombrecida del joven se tornó clara, sólida, real, y las brumas desaparecieron. Galahad se arrodilló para beber de la copa.
—Pues así como el vino de muchas uvas fue aplastado para hacer un solo vino, así también, cuando nos unamos en este sacrificio perfecto y sin sangre, así todos seremos Uno bajo la Gran Luz que es Infinita...
Y con el fulgor del éxtasis en la cara, el joven lanzó un suspiro de gozo absoluto y miró de lleno hacia la luz. Alargó la mano para coger el cáliz en las manos... y cayó hacia delante, hacia el suelo de la capilla. También quedó tendido allí, inmóvil.
«Tocar los objetos sagrados sin preparación equivale a la muerte...»
Morgana vio que Nimue (¿o acaso era ella misma?) cubría la cara de Galahad con un velo blanco. Luego la joven desapareció y el cáliz quedó en el altar. Era sólo el cáliz de oro de los Misterios, sin rastro de la luz ultraterrena... Morgana no tenía la certeza de que estuviera allí... La niebla lo rodeaba todo. Y Galahad yacía muerto en el suelo de la capilla de Avalón, frío e inmóvil junto a Lanzarote.
Pasó largo rato antes de que Lanzarote se moviera. Cuando levantó la cabeza, Morgana vio su rostro ensombrecido por la tragedia.
—Y yo no fui digno de seguirlo —murmuró.
—Debes llevarlo a Camelot —dijo Morgana, delicadamente—. Ha ganado la búsqueda del Grial... pero fue la última. No pudo soportar la luz.
—Tampoco yo —susurró Lanzarote—. Mira: aún tiene la luz en la cara. ¿Qué vio?
Morgana cabeceó lentamente; un escalofrío le trepaba por los brazos.
—Ni tú ni yo lo sabremos jamás, Lanzarote. Sólo sé que murió con el Grial en los labios.
Su primo contempló el altar. Los sacerdotes se habían retirado silenciosamente, dejando a Morgana sola con el difunto y el vivo. Y el cáliz, rodeado de nieblas, aún relumbraba allí.
—Sí —dijo Lanzarote, levantándose—. Y esto volverá conmigo a Camelot, para que todos sepan que la búsqueda ha terminado. Ya ningún caballero buscará lo desconocido hasta morir o enloquecer...
Dio un paso hacia el altar, pero Morgana lo rodeó con los brazos para impedírselo.
—¡No, no! No es para ti. ¡Caíste fulminado con sólo verlo! Tocar sin preparación las cosas sagradas equivale a la muerte.
—Entonces moriré por el Grial.
Pero Morgana lo retuvo con fuerza y pronto sintió cedía.
—¿Por qué, Morgana? ¿Por qué tiene que continuar esta locura suicida?
—No —dijo ella—. La búsqueda del Grial ha terminado Se te ha salvado para que lleves la nueva a Camelot. Pero no puedes llevar el cáliz, nadie puede sostenerlo, confinarlo. Quienes lo busquen con fe...
Oyó su voz sin saber lo que estaba a punto de decir:
—... Lo hallarán siempre... aquí, más allá de las tierras mortales Pero si regresara contigo a Camelot, caería en manos de los curas más intransigentes, que lo usarían como a un peón de ajedrez. Te lo ruego, Lanzarote: déjalo aquí, en Avalón. Deja que, en este nuevo mundo carente de magia, haya al menos un Misterio que los sacerdotes no puedan reducir a sus dogmas. —Las lágrimas le quebraron la voz—. En los días venideros, ellos indicarán a la humanidad qué es bueno y qué es malo, qué pensar, cómo rezar, en qué creer. No puedo ver hasta el fin. Quizá la humanidad deba pasar un tiempo de penumbra a fin de reconocer, algún día, la bendición de la luz. Pero que haya un destello de esperanza en esa penumbra, Lanzarote. Una vez el Grial fue a Camelot. Que el recuerdo de su paso por allí no sea mancillado por su cautiverio en algún altar mundano. Que el hombre tenga un Misterio, una fuente de visión para seguir.
Su voz se había ido secando hasta parecer el graznido del último cuervo. Lanzarote se inclinó profundamente ante ella.
—Morgana... ¿eres realmente Morgana? Ya no sé quién eres, qué eres. Pero lo que dices es verdad. Que el Grial permanezca eternamente en Avalón.
A un gesto de Morgana, las gentes pequeñas de Avalón levantaron el cuerpo de Galahad para llevarlo en silencio a la barca. De la mano de Lanzarote, Morgana bajó a la orilla. Allí contempló el cadáver tendido en la embarcación: por un momento le pareció que era Arturo quien yacía allí, pero luego la visión onduló hasta desaparecer, dejando sólo a Galahad, con ese misterioso fulgor de paz en la cara.
—Y vas a Camelot con tu hijo —musitó—, pero no como lo preví. Creo que la videncia es una burla: vemos lo que los dioses nos permiten, pero no sabemos qué significa. Creo que no volveré a emplear ese don, primo.
—Dios así lo quiera. —Lanzarote le estrechó las manos un instante. Luego se las besó.
—Y así nos separamos, por fin —dijo delicadamente, entonces, pese a lo que terminaba de decir sobre la videncia, Morgana se vio con los ojos de Lanzarote: la virgen con la que había descansado en el círculo de piedras, de la que se había alejado por miedo a la Diosa; la mujer a la que recurriera en un frenesí de deseo, tratando de borrar la culpa de su amor por Ginebra y Arturo; la mujer pálida y terrible, con la antorcha en alto, al sorprenderlo en la cama de Elaine. Y ahora, la Dama oscura y callada, ensombrecida en luces, que lo había apartado del Grial.
Le besó en la frente. No había necesidad de palabras: ambos sabían que era una despedida y una bendición. Mientras Lanzarote se apartaba lentamente para abordar la mágica embarcación, Morgana observó sus hombros caídos, el brillo del sol poniente en su pelo, ya completamente blanco, y se vio nuevamente con sus ojos.
«Yo también soy vieja...», pensó.
Ahora sabía por qué nunca había vuelto a ver a la reina de las hadas.
«Ahora yo soy la reina. No hay más Diosa que ésta, y soy yo.»
«Sin embargo, más allá de esto existe ella, como está en Igraine, Viviana, Morgause, Nimue y la reina. Y ellas vivirán también en mí, como ella...
«Y dentro de Avalón viven por siempre.»
13
Muy al norte, en el país de Lothian, las noticias que llegaban sobre la búsqueda del Grial eran escasas y poco fiables. Morgause esperaba el regreso de Lamorak, su joven amante. Medio año después supo que había muerto en la búsqueda. «No fue el primero, ni será el último en morir por esta monstruosa locura que lleva a los hombres en pos de lo desconocido —pensó—. Siempre he creído que las religiones y los dioses eran una forma de la locura. ¡Mira lo que han acarreado a Arturo! Y ahora se han llevado a Lamorak, todavía tan joven.»
Pero él ya no estaba y, aunque lo echara de menos, no tenía por qué resignarse a la vejez y a un lecho solitario. Se observó en el viejo espejo de bronce, borró los rastros de las lágrimas y volvió a examinarse. Si bien ya no tenía la belleza madura que había deslumbrado a Lamorak, aún estaba de buen ver y conservaba todos los dientes. Además, era rica y reina de Lothian. Siempre habría hombres en el mundo, todos necios, con los que una mujer astuta podía hacer lo que le diera la gana.
De vez en cuando llegaba hasta ella alguna leyenda sobre la búsqueda, cada una más fabulosa que la anterior. Supo que Lamorak había vuelto al castillo de Pelinor, atraído por el viejo rumor de una vasija mágica que se conservaba en una cripta debajo del castillo; allí murió, gritando que el Grial flotaba ante él en las manos de una doncella, en las manos de su hermana Elaine. También llegaron nuevas de que Lanzarote estaba encarcelado en algún lugar de los viejos dominios de Héctor; estaba loco y nadie se atrevía a informar al rey Arturo. Luego se supo que, tras haber sido reconocido por Bors, su hermanastro, había recobrado el juicio y partido otra vez, ya para continuar la búsqueda, ya para volver a Camelot. Con un poco de suerte, también moriría en la búsqueda, de lo contrario, el cebo de Ginebra lo atraería nuevamente hacia Arturo y su corte.
Sólo su Gwydion permanecía sensatamente en Camelot, cerca de Arturo. ¡Ojalá Gawaine y Gareth hubieran hecho lo mismo! Pero, al menos, sus hijos habían retomado el lugar que les correspondía junto al rey.
Pero tenía otra manera de averiguar lo que estaba sucediendo. Durante muchos años había creído que las puertas de la magia y la videncia estaban cerradas para ella, exceptuando los pequeños trucos que aprendió por sí sola. Después empezó a comprender que la magia estaba allí, esperándola, sin complejas reglas y limitaciones druídicas para su uso. No tenía nada que ver con los dioses, con el bien ni con el mal; estaba simplemente allí, a disposición de quien tuviera la temeraria voluntad de utilizarla.
Aquella noche, encerrada lejos de sus criados, hizo los preparativos. El perro blanco que había llevado le inspiraba una imparcial compasión; tuvo un momento de repulsión al cortarle el cuello y recoger la sangre caliente en el cuenco, pero al fin y al cabo era su perro, tan suyo como el cerdo que podría haber sacrificado para la cena. Y en la sangre vertida había un poder más fuerte y directo que el que el sacerdocio de Avalón acumulaba con su interminable disciplina. Delante del hogar yacía una de las criadas, debidamente drogada; esta vez era una que no le era especialmente necesaria ni le merecía mayor afecto. Había aprendido la lección la última vez que lo intentó. En aquella ocasión desperdició a una buena hilandera; al menos ésta no sería una pérdida para nadie.
Los preliminares aún le inspiraban ciertos escrúpulos. La sangre que le manchaba las manos y la frente era desagradablemente pringosa, pero casi podía ver surgir de ella, como si fuera humo, finas volutas de poder mágico. La luna se había reducido en el cielo a un delgadísimo destello; la que esperaba su llamada en Camelot estaría ya preparada. En el momento exacto en que la luna entró en el cuadrante correcto, Morgause vertió el resto de la sangre en el fuego y pronunció tres veces, en voz alta:
—¡Morag! ¡Morag! ¡Morag!
La sirvienta drogada (Morgause recordó vagamente que se llamaba Becca o algo así) se movió un poco junto al fuego; sus ojos vagos adquirieron profundidad y firmeza. Por un momento, al levantarse, pareció lucir el atuendo elegante de las damas de Ginebra.
—Estoy aquí, a vuestra disposición. ¿Qué deseáis de mí reina de las Tinieblas?
—Cuéntame de la corte. ¿Qué hay de la reina?
—Está muy sola desde que Lanzarote partió, pero a menudo se hace acompañar por el joven Gwydion. Se le ha oído decir que es como el hijo que nunca tuvo. Parece haber olvidado que es hijo de la reina Morgana —dijo la muchacha, con la cuidada pronunciación de las cortesanas del sur, incongruente en una fregona de ojos vacuos y manos encallecidas.
—¿Aún le pones la pócima en el vino, a la hora de acostarse?
—No hay necesidad, mi reina. —La voz extraña parecía surgir a través de la muchacha, desde atrás—. Hace ya más de un año que la reina no tiene la menstruación. Y de cualquier modo, el rey la visita muy rara vez en su lecho.
Morgause podía olvidar el último de sus temores: que, contra todas las probabilidades, Ginebra tuviera tardíamente un hijo que pusiera en peligro la posición de Gwydion en la corte. Claro que éste no habría tenido ningún escrúpulo en poner fin a ese pequeño rival indeseable, pero era mejor no correr el riesgo: al fin y al cabo, el mismo Arturo había escapado de todas las conspiraciones de Lot hasta ser coronado.
«Esperé demasiado. Lot y yo tendríamos que haber sido reyes de este país hace muchos años. Ahora no hay quien me detenga. Viviana ya no existe y Morgana es anciana. Gwydion me hará reina. Soy la única mujer a quien escuchará.»
—¿Qué hay de Mordret, Morag? ¿El rey y la reina confían en él?
Pero la voz se tornó densa y gangosa.
—No estoy segura... A menudo acompaña al rey... Una vez oí que Arturo le decía... Eh, me duele la cabeza. ¿Qué hago aquí, junto al fuego? La cocinera me va a despellejar...
Era la voz idiota de Becca. Morgause comprendió que Morag, allá en la lejana Camelot, había vuelto a hundirse en el extraño sueño en el que se comunicaba con la reina de Lothian o la reina de las hadas. Cogió el cuenco de sangre para arrojar al fuego las últimas gotas.
—¡Morag, Morag! ¡Escúchame! ¡Te lo ordeno!
—Mi reina —dijo la remota voz—, el señor Mordret tiene siempre a su lado a una damisela de la Dama del Lago. Dicen que tiene cierto parentesco con Arturo.
«Niniana, la hija de Taliesin —pensó Morgause—. Ignoraba que hubiera abandonado Avalón. Pero ¿qué razón tendría para quedarse?»
—Sir Mordret ha sido nombrado capitán de caballería en ausencia de Lanzarote. Hay rumores... Eh, el fuego, mi señora, ¿queréis incendiar todo el castillo?
Becca gimoteaba junto al hogar, frotándose los ojos. Morgause, enfurecida, le dio un salvaje empellón. La muchacha cayó al fuego, entre gritos, pero todavía estaba maniatada y no pudo apartarse de las llamas.
—¡Maldita sea! ¡Va a despertar a toda la casa!
La señora trató de sacarla, pero las llamas habían alcanzado el vestido y sus gritos horribles se le clavaban en los oídos como agujas al rojo. «Pobre muchacha —pensó, con un resto de piedad—, ya no se puede hacer nada por ella; quedaría tan quemada que no podríamos ayudarla.» Sin pensar en sus propias quemaduras, apartó a la chica del fuego y, con un solo golpe, le cortó el cuello de oreja a oreja. La sangre manó sobre las llamas. Un chorro de humo se elevó por la chimenea.
Morgause sintió que la estremecía ese poder inesperado, como si se extendiera por toda la habitación, por todo el reino de Lothian, por el mundo entero... Le parecía estar suspendida, incorpórea, sobre la tierra. Nuevamente, después de años en paz, había ejércitos en marcha; en la costa oeste había barcos con forma de dragón, de los que desembarcaban hombres velludos que saqueaban e incendiaban ciudades, destruyendo monasterios, raptando a las mujeres de los conventos amurallados... Como un viento carmesí que llegaba hasta las fronteras de Camelot... No sabía con certeza si lo que veía estaba sucediendo en esos instantes o era algo por llegar.
—¡Quiero ver a mis hijos en la búsqueda del Grial! —clamó en la creciente oscuridad.
El cuarto se llenó de una lobreguez súbita, negra y densa, que olía curiosamente a quemado, mientras Morgause caía de rodillas. El humo se despejó un poco, arremolinándose en la oscuridad, como el de una olla bullente. A la luz creciente vio la cara de Gareth, el menor de sus hijos. Estaba sucio y agotado por el viaje, con la ropa harapienta, pero sonreía con su alegría de siempre. Y al aumentar la luz Morgause pudo ver lo que miraba: el rostro de Lanzarote.
Ah, Ginebra ya no se deslumbraría con él, con ese hombre enfermo y consumido, de pelo gris y marcas de locura y sufrimiento en torno a los ojos. Parecía un espantapájaros en tierra sembrada. La recorrió el viejo odio: era intolerable que el mejor de sus hijos amara y siguiera a ese hombre como cuando era niño.
—No, Gareth —oyó la voz de Lanzarote, suave en el silencio ahumado de la habitación—, ya sabes por qué no regreso a la corte. No mencionaré mi paz de espíritu ni la de la reina. Pero he jurado buscar el Grial durante un año y un día.
—¡Pero es una locura! ¿Qué demonios significa el Grial frente a las necesidades de nuestro rey? Tú y yo le juramos lealtad años antes de haber visto el Grial. Cuando pienso que Arturo, en la corte, no tiene a ninguno de sus hombres leales, salvo a los lisiados, los enfermos y los cobardes... A veces me pregunto si no habrá sido el mismo diablo quien fingió una obra divina para esparcir a los caballeros.
Lanzarote replicó en voz baja:
—Sé que aquello vino de Dios, Gareth. No trates de quitármelo. —Y por un momento la luz de la demencia volvió a centellear en sus ojos.
La voz de Gareth sonó extrañamente apagada.
—No puede ser voluntad de Dios que se malogre de este modo lo que Arturo tardó más de veinticinco años en forjar. ¿Sabes que hay nórdicos salvajes desembarcando en las costas? Y cuando los habitantes de esas tierras claman por las legiones de Arturo, no hay nadie que vaya en su ayuda. Así se están reuniendo nuevamente los ejércitos sajones, mientras Arturo permanece ocioso en Camelot y tú buscas tu alma. Lanzarote, te lo ruego: si no quieres volver a la corte, busca al menos a Galahad y haz que vuelva junto a Arturo. Si el rey envejece y su voluntad se debilita (Dios no lo permita), tal vez tu hijo deba ocupar su lugar, pues todos saben que es su hijo adoptivo y heredero.
—¿Galahad? —repitió Lanzarote, sombrío—. ¿Crees que tengo mucha influencia sobre mi hijo? Tú y los otros jurasteis buscar el Grial durante un año y un día; él dijo que le dedicaría la vida entera.
—¡No! —Gareth se inclinó desde el caballo para asir a Lanzarote por un hombro—. Por eso tienes que buscarlo y hacer que regrese a Camelot, a cualquier precio. Ah, Dios... Gwydion me inspira afecto, pero... ¿Cómo decirlo? Desconfío del poder que ese hombre tiene sobre nuestro rey. Los sajones que piden audiencia con Arturo terminan hablando con él. Y entre ellos, como bien sabes, el heredero es el hijo de la hermana.
Lanzarote dijo, con leve sonrisa:
—Así era aquí antes de que vinieran los romanos.
—¿Y no lucharás por los derechos de tu hijo?
—Es Arturo quien tiene que decir quién lo sucederá en el trono, si en verdad hemos de tener otro rey después de él. A veces pienso que, cuando Arturo desaparezca, las sombras caerán sobre esta tierra. Pero si es tu voluntad, Gareth, iré en busca de Galahad.
—Cuanto antes —lo urgió su primo.
—¿Y si no quiere venir?
—Si no quiere venir —dijo Gareth, lentamente—, quizá no sea el rey que necesitamos para suceder a Arturo. En ese caso estaremos en manos de Dios. ¡Y que Él nos ampare a todos!
Lanzarote volvió a abrazarlo.
—Todos estamos en manos de Dios, pase lo que pase. Pero te juro que buscaré a Galahad para llevarlo conmigo a Camelot.
El fulgor desapareció; el rostro de Gareth desapareció en la penumbra y, por un momento, sólo quedaron los ojos de Lanzarote, tan parecidos a los de Viviana que Morgause sintió sobre ella la mirada desaprobatoria de su hermana, como si le dijera: «¿Qué has hecho ahora, Morgause?» Luego también eso desapareció. Morgause quedó sola con el fuego, cuyo humo había perdido todo su poder, y el cadáver laxo y desangrado de la muchacha tendido frente al hogar.
¡ Maldito Lanzarote, que aún podía malograrle los planes! El odio atravesó a Morgause como un dolor, un nudo en la garganta que descendía hasta el mismo vientre. Le dolía la cabeza y se sentía mortalmente descompuesta por las secuelas de la magia. Sólo quería dejarse caer allí y dormir muchas horas, pero tenía que ser fuerte, fuerte como los embrujos que había convocado: ¡era reina de Lothian, reina de las Tinieblas!
Abrió la puerta para arrojar al perro muerto en el estercolero, sin percatarse del hedor. En cuanto al cadáver de la fregona, no podía moverlo sola. Cuando iba a pedir ayuda se detuvo en seco: no podía dejarse ver así, con la cara aún manchada de sangre. Se lavó con el agua de la jofaina y se trenzó nuevamente el cabello. Las manchas del vestido no tenían remedio, pero con el fuego apagado había muy poca luz en la habitación. Por fin llamó a su chambelán, que acudió con ávida curiosidad en la cara.
—¿Qué sucede, mi reina? Oí gritos. —Alzó la lámpara y Morgause creyó verse a través de sus ojos: bella en su desaliño. «Si extendiera la mano podría hacerlo mío sobre el cadáver de la muchacha», pensó, con el extraño dolor del deseo. Pero desechó la idea; ya habría tiempo para eso.
—Sí, hemos sufrido una gran desgracia. La pobre Becca... —Señaló el cadáver—. Cayó en el fuego. Cuando quise atenderle las quemaduras, me quitó el cuchillo de la mano para cortarse el cuello. El dolor tiene que de haberla enloquecido, pobre Mira: estoy cubierta de sangre.
El hombre, con una exclamación consternada, fue a examinar el cuerpo sin vida.
—Bueno, la pobre chica no estaba muy en sus cabales. No tendríais que haberle permitido entrar aquí, señora.
El tono de reproche perturbó a Morgause. ¿Cómo se le había ocurrido meter a ése en su cama?
—No te llamé para que juzgaras mis actos. Sácala de aquí y hazla enterrar decentemente. Que vengan mis damas. Al amanecer parto hacia Camelot.
Caía la noche; una densa llovizna hacía borroso el camino. Morgause, mojada y con frío, sintió fastidio cuando su capitán de caballería se acercó para preguntarle:
—¿Estáis segura, señora, de que no hemos errado el camino?
Hacía meses que le había echado el ojo; se llamaba Cormac; era alto y joven, de rostro aguileño, hombros anchos y muslos fuertes. Y ahora tenía la sensación de que todos los hombres eran estúpidos; habría hecho mejor dejándolo en casa y mandando el grupo ella misma. Pero había cosas que ni la reina de Lothian podía hacer.
—No reconozco ninguna de estas sendas. No obstante, por la distancia que hemos recorrido hoy, estoy segura de que estamos cerca de Camelot... a menos que hayas perdido el rumbo en la niebla y estemos viajando nuevamente hacia el norte, Cormac.
En una situación normal no le habría disgustado pasar otra noche en el camino, bajo su cómodo pabellón, con todas las comodidades y, quizás, ese joven para calentarle la cama. «Desde que descubrí la hechicería tengo a todos a mis pies, pero ya no me interesan. Es extraño que no haya buscado a nadie desde que supe de la muerte de Lamorak. ¿Estaré envejeciendo?» Horrorizada por la idea, decidió pasar la noche con Cormac... Pero antes tenían que llegar a Camelot, para defender los intereses de Gwydion y ofrecerle consejo.
—El camino tiene que estar aquí, idiota. He hecho este viaje tantas veces como dedos tengo en las dos manos. ¿Me crees necia?
—Dios no lo permita, señora. Y yo también he cabalgado a menudo por aquí. Sin embargo, me parece que nos hemos extraviado.
Morgause se atragantó con la exasperación. Repasó mentalmente el camino que había recorrido tantas veces desde Lothian, dejando la calzada romana y tomando la transitada senda que bordeaba las marismas de la isla del Dragón; luego, a lo largo del barranco, hasta encontrar el camino de Camelot, que Arturo había hecho ensanchar y empedrar hasta dejarlo tan firme como la buena vía romana.
—¡De algún modo te has pasado el camino a Camelot, idiota! Allí está el antiguo fragmento de muralla romana. No sé cómo, pero teníamos que haber llegado al desvío a Camelot hace media hora.
No había más remedio que retroceder, pero se estaba cerrando la noche. Morgause se levantó la capucha y azuzó a su caballo. En esa época del año aún tenía que quedar una hora de luz, pero sólo se veía un levísimo resplandor hacia el oeste.
—Aquí está —dijo una de sus damas—. ¿Veis ese grupo de cuatro manzanos? Un verano vine a cortar un esqueje para el huerto de la reina.
Pero no había camino: sólo un pequeño sendero que serpenteaba trepando la colina yerma, en vez de un ancho camino. Y allá arriba, aún entre la niebla, tendrían que haber estado las luces de Camelot.
—Tonterías —aseguró Morgause, con brusquedad—. De algún modo nos hemos pasado el camino. ¿O me dirás que sólo hay un grupo de cuatro manzanos en el reino de Arturo?
—Pero es aquí donde tendría que estar el camino, lo juro —gruñó Cormac.
Sin embargo, puso a toda la caravana en movimiento y continuaron avanzando, bajo una lluvia que caía como si se hubiera iniciado en los comienzos del tiempo y ya no supiera detenerse. Morgause, cansada y con frío, suspiraba por una cena caliente, ponche de vino y una cama blanda. Cuando Cormac volvió a acercarse lo interpeló con irritación:
—¿Y ahora qué, idiota? ¿Te has vuelto a pasar esa ancha carretera?
—Lo siento, mi reina, pero... Mirad: estamos otra vez donde nos detuvimos para que los caballos descansaran, después de abandonar la vía romana. Allí está el trapo con que me limpié el barro.
Morgause estalló:
—¿Qué reina ha tenido que soportar a tantos estúpidos como yo? —gritó—. ¡La segunda ciudad del país, después de Londínium. y no podemos hallarla! ¿Vamos a pasarnos la noche yendo y viniendo por esta calzada?
Al fin no hubo más remedio que encender las lámparas retroceder nuevamente hacia el sur. Morgana se puso personal mente a la vanguardia, junto a Cormac. La niebla y la lluvia parecían apagar hasta los ecos. Por fin volvieron a encontrarse ante el fragmento de muralla romano. Cormac lanzó un jura mentó, pero se le notaba asustado.
—Lo siento, señora. No lo comprendo.
—¡El diablo os lleve a todos! —chilló Morgause_ ¡Nos pasaremos la noche dando vueltas y vueltas!
Pero ella también reconocía la ruina. Aspiró una larga bocanada de aire, exasperada, pero resignada.
—Quizá por la mañana haya amainado. Y si es necesario podemos regresar a la muralla romana.
—Siempre que no hayamos entrado, quién sabe cómo, en el país de las hadas —murmuró una de las mujeres, persignándose subrepticiamente.
Morgause vio su gesto, pero se limitó a decir:
—¡Basta de idioteces! No podemos continuar. Apresuraos a instalar el campamento. Por la mañana ya veremos qué hacemos.
Había pensado llamar a Cormac, tan sólo para no dar espacio al miedo que empezaba a invadirla, pero no lo hizo. Desvelada entre sus mujeres, inquieta, repasó mentalmente todos los pasos del viaje. No se oía ningún ruido en la noche, ni siquiera el croar de las ranas en los pantanos. No era posible pasar de largo una gran ciudad como Camelot, pero había desaparecido. ¿O acaso ella misma, con toda su caravana, había desaparecido en el mundo de la hechicería? Y cada vez que llegaba a ese punto se arrepentía de haber puesto a Cormac a montar guardia; con él a su lado no habría tenido esa terrorífica sensación de que el mundo estaba demencialmente desarticulado. Una y otra vez trató de dormir y se encontró con los ojos muy abiertos en la oscuridad, totalmente despierta.
En algún momento de la noche la lluvia cesó. Al romperé! día, aunque por doquier se elevaba una niebla húmeda, el cíe o estaba despejado. Morgause despertó de un sueño breve y nervioso; había visto a Morgana, encanecida y anciana, mirando dentro de un espejo como el suyo. Salió del pabellón para mirar colina arriba, con la esperanza de que Camelot estuviera don e tenía que estar, con la ancha carretera que llevaba hasta las torres. Pero estaban junto a las ruinas de la muralla romana, una milla más al sur, y en la colina verde, cubierta de hierbas altas, nada sobresalía.
Cabalgaron lentamente por el camino embarrado, señalado por las huellas que habían dejado por la noche, en sus idas y venidas. Un rebaño pastaba a un lado, pero cuando el capitán de Morgause quiso hablar con el pastor, el hombre se escondió tras una pared y no hubo modo de hacerlo salir.
—¿Y ésta es la paz de Arturo? —se extrañó Morgause en voz alta.
Cormac respondió con deferencia:
—Creo, señora, que aquí hay algún encantamiento. Esto no es Camelot.
—¿Y qué es, por Dios? —preguntó ella.
Pero el joven se limitó a murmurar:
—¿Qué es en verdad, por Dios?
El gimoteo asustado de una de las damas hizo que Morgause levantara nuevamente la cabeza. Por un momento fue como si Viviana hablara en su mente, diciéndole lo que ella sólo creía a medias: que Avalón se había adentrado en las brumas, que quien lo buscara sin saber el camino sólo llegaría a la isla de Glastonbury.
Podían regresar a la vía romana... Pero tenía el extraño temor de que también hubiera desaparecido, y también Lothian, dejándola sola en la faz de la tierra con ese puñado de personas. ¿Acaso Camelot y todos sus habitantes habían sido llevados al cielo de los cristianos? ¿O el mundo entero había llegado a su fin y sólo quedaban en él unos cuantos extraviados?
Pero no podían quedarse allí, contemplando el sendero vacío.
—Volveremos a la vía romana —dijo.
¿Por qué estaba todo tan callado, como si en el mundo entero sólo resonaran los cascos de sus caballos? Cuando estaban a punto de llegar al camino romano oyeron un ruido de cascos: un jinete se acercaba desde Glastonbury, a paso lento y decidido. En la niebla se distinguía una silueta oscura, seguida por un animal muy cargado. Al cabo de un momento, uno de sus hombres exclamó:
—¡Vaya, pero si es el señor Lanzarote del Lago! ¡Buenos días os dé Dios, señor!
—¡Hola! ¿Quién va? —Era, en verdad, la conocida voz de Lanzarote.
Según se acercaba, el familiar sonido del caballo y la muía Parecieron liberar algo en el mundo que les rodeaba: los ladridos de unos perros, a lo lejos, rompieron el silencio sepulcral con su ruido simple y normal.
—¡La reina de Lothian! —respondió Cormac.
Lanzarote detuvo su caballo frente a ella.
—Ah, tía, no esperaba encontraros aquí. ¿Os acompañan por ventura mis primos, Gawaine o Gareth?
—No —respondió Morgause—. Viajo sola hacia Camelot. —«¡Si todavía existe!», añadió para sus adentros, irritada.
Posó una mirada atenta en la cara de Lanzarote. Parecía fatigado, con la ropa raída y no del todo limpia; su capa no era digna ni de un lacayo. «¡ Ah, Lanzarote! Ginebra no te encontrará ahora tan hermoso. Yo misma ya no te invitaría a mi lecho.»
Entonces él sonrió y Morgause se dijo: «A pesar de todo sigue siendo hermoso.»
—¿Queréis que viajemos juntos, tía? En verdad me trae la más dolorosa misión.
—Supe que habíais partido a la búsqueda del Grial. ¿Habéis fracasado, que estáis tan cariacontecido?
—No es para hombres como yo hallar el mayor de los Misterios. Pero traigo conmigo a quien lo tuvo en sus manos. Y vengo a decir que la búsqueda ha terminado: el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo.
En ese momento Morgause vio que la muía cargaba el cadáver cubierto de un hombre.
—¿Quién...? —susurró.
—Galahad —respondió Lanzarote, en voz baja—. Mi hijo halló el Grial. Ahora sabemos que no es posible mirarlo y sobrevivir. Ojalá hubiera sido yo, por lo menos para no llevar a mi rey una noticia tan amarga: quien tenía que sucederlo se ha ido a un mundo en el que podrá continuar eternamente esta búsqueda, sin mácula.
Morgause se estremeció. «Ahora el país quedará sin rey, gobernado por los curas que tienen a Arturo en sus manos...» Pero desechó furiosamente esas fantasías. «Galahad ha muerto. Arturo tiene que nombrar a Gwydion su sucesor.»
Lanzarote miró con pesar la muía cargada, pero sólo dijo:
—¿Continuamos? Anoche no pensaba detenerme, pero la niebla era espesa y temí extraviarme. Esto parecía Avalón.
—Nosotros no pudimos hallar Camelot... —empezó Cormac.
Pero Morgause lo interrumpió, nerviosa:
—¡Basta de tonterías! En la oscuridad equivocamos el camino y pasamos la mitad de la noche yendo y viniendo. Nosotros también queremos llegar a Camelot cuanto antes, sobrino.
Uno o dos de sus hombres, que conocían a Lanzarote y a su hijo, se acercaron al cuerpo, con expresiones de solidaridad y palabras amables. El caballero del lago los escuchó a todos con expresión apesadumbrada. Luego musitó:
—Más tarde habrá tiempo para el duelo, muchachos. Dios sabe que no me urge dar esta noticia a Arturo, pero demorarla no la hará menos dura. Continuemos la marcha.
La niebla fue atenuándose con el ascenso del sol. Partieron por el mismo camino que la caravana había estado recorriendo durante horas. Muy poco después, otro sonido rompió el extraño silencio de aquella mañana espectral. Era un toque de trompeta, claro y agudo, surgido de las alturas de Camelot. Ante Morgause, junto al grupo de cuatro manzanos, se extendía la carretera construida por Arturo para sus mesnadas, ancha e inconfundible a la luz del sol.
Pareció adecuado que la primera persona a quien Morgause viera en Camelot fuera su hijo Gareth. Él se adelantó a grandes pasos para darles la voz de alto ante las grandes puertas; al reconocer a Lanzarote corrió hacia él. El caballero del lago descabalgó para estrecharlo en un gran abrazo.
—Conque eres tú, primo.
—Yo, sí. Cay ya está demasiado anciano y cojo para patrullar las murallas de Camelot. ¡ Ah, en buen día regresas a Camelot, primo! Pero veo que no hallaste a Galahad.
—Lo encontré, sí —dijo Lanzarote, tristemente.
Y el rostro franco de Gareth, aún juvenil pese a la barba, se llenó de consternación al ver el contorno del cadáver bajo el sudario.
—Tengo que dar inmediatamente esta noticia a Arturo. Llévame a él, Gareth.
El joven, con la cabeza gacha, apoyó una mano en el hombro de Lanzarote.
—¡Ah, qué mala fecha para Camelot! ¡Ya decía yo que el Grial era obra de algún demonio!
Lanzarote negó con la cabeza. Morgause tuvo la sensación de que algo brillaba a través de él, como si su cuerpo fuera transparente; había un gozo oculto en su triste sonrisa.
—No, querido primo —dijo—; borra eso de tu mente para siempre. Galahad ha recibido lo que Dios quiso darle, y así nos sucederá a todos. El Señor permita que lo recibamos con tanto valor como él.
—Amén —dijo Gareth.
Y se persignó, horrorizando a su madre. Luego levantó la vista hacia ella y se sobresaltó
—¿Sois vos, madre? Perdonad. Sois la persona a quien menos esperaba ver en compañía de Lanzarote. —Y se inclinó en un obediente besamanos—. Venid, señora. Voy a llamara un chambelán para que os conduzca a la reina. Ella os recibirá entre sus damas mientras Lanzarote habla con el rey.
Morgause se dejó llevar, preguntándose para qué había ido En Lothian reinaba por derecho; allí, en Camelot, sólo podía sentarse entre las damas de Ginebra y, de cuanto sucediera, sólo sabría lo que sus hijos creyeran conveniente decirle. Se dirigió al chambelán:
—Di a mi hijo Gwydion..., al señor Mordret.... que ha venido su madre. Pídele que venga a verme en cuanto le sea posible.
No obstante, hundida en el abatimiento, se preguntó si Gwydion se molestaría siquiera en presentarle sus respetos como lo había hecho Gareth. Y una vez más presintió que el viaje a Camelot había sido un error.
14
Durante muchos años Ginebra había tenido la sensación de que, en presencia de los caballeros de la mesa redonda, Arturo no le pertenecía. Esa intromisión le producía resentimiento; a menudo pensaba que, de no estar rodeados por la corte, quizá podrían haber llevado una vida más feliz.
Sin embargo, durante el año de la búsqueda del Grial, empezó a comprender que, después de todo, había sido afortunada, pues con la partida de los caballeros Camelot era como una aldea de fantasmas y Arturo, el espectro que la rondaba, paseándose calladamente por el castillo desierto.
No se podía decir que la compañía de su esposo no le agradara, ahora que por fin era totalmente suyo. Pero sólo entonces llegó a entender cuánto había puesto él de sí en sus legiones y en la construcción de Camelot. La trataba siempre con generosa amabilidad, pero se habría dicho que una parte de él estaba ausente, con sus caballeros, y sólo una pequeña fracción del hombre que era estaba con ella. Ahora Ginebra se percataba de que quedaba disminuido sin la función de rey a la que había dedicado una parte tan grande de su vida. Y se avergonzaba de notarlo.
De los ausentes nunca se hablaba. Durante el año de la búsqueda vivieron tranquilos y en paz, día tras día, charlando sólo de cosas cotidianas: el pan y la carne, las frutas del huerto o el vino de las bodegas, una capa nueva o la hebilla de un zapato. Cierta vez, recorriendo con la mirada el salón desierto, Arturo dijo:
—¿No tendríamos que guardar la mesa redonda hasta que regresen, amor mío? Aun en esta gran sala deja poco espacio para moverse, y ahora que está tan vacía...
—No —dijo Ginebra rápidamente—. No, querido, déjala. Este salón fue construido para la mesa redonda. Sin ella parecería un granero abandonado.
Arturo sonrió como si la respuesta lo alegrara.
—Y cuando los caballeros regresen de la búsqueda podremos celebrar otro gran festín —dijo.
Pero luego quedó en silencio. Ginebra adivinó que se preguntaba cuántos regresarían.
Aún tenían a Cay, al anciano Lucano y a dos o tres de los caballeros que estaban envejecidos, enfermos o afectados por viejas heridas. Y Gwydion, ahora Mordret, que era como un hijo ya adulto. A menudo Ginebra, al mirarlo, pensaba: «Éste es el hijo que podría haber tenido con Lanzarote», y un calor ardoroso le recorría el cuerpo entero, cubriéndola de sudor al pensar en la noche en que el mismo Arturo la había arrojado a los brazos de su campeón. En realidad, esos calores iban y venían a menudo; jamás sabía si la habitación estaba caldeada o si provenía de su interior. Gwydion la trataba con gentileza y deferencia; la llamaba «mi señora»; a veces, tímidamente, «tía». Era como Lanzarote, pero más callado, menos despreocupado. Lanzarote tenía siempre a mano un chiste o un juego de palabras; Gwydion, en cambio, sonreía y dejaba caer una frase ingeniosa que era como un golpe o un aguijonazo. Su humor era perverso, pero ante sus chistes crueles ella no podía menos que reír.
Una noche, mientras cenaban con su reducida corte, Arturo dijo:
—Hasta el regreso de Lanzarote, sobrino, me gustaría que ocuparas su puesto como capitán de caballería.
Gwydion rió entre dientes.
—Será una tarea liviana, tío y señor: ahora quedan pocos caballos en la cuadra. Vuestros caballeros se llevaron los mejores. ¡Y quién sabe si ha de ser algún caballo el que encuentre ese buscado Grial!
—Oh, calla —protestó Ginebra—. No te burles de su búsqueda.
—¿Por qué no, tía? Hasta un viejo y maltrecho caballo de combate puede buscar, al fin, el reposo espiritual.
Arturo rió, incómodo.
—¿Necesitaremos otra vez de los caballos de guerra? Desde Monte Badon, gracias a Dios, hemos tenido paz en esta tierra.
—Exceptuando lo de Lucio —indicó Gwydion—. Y si algo he aprendido en mi vida, es que la paz nunca dura. A la costa están llegando naves con forma de dragón de las que desembarcan nórdicos salvajes. Y cuando los hombres claman por la ayuda de las legiones de Arturo, sólo se les responde que los caballeros han partido en busca de la paz espiritual. Entonces piden ayuda a los reyes sajones del sur. Pero cuando la búsqueda termine llamarán otra vez a Arturo... Y me parece que, llegado ese día, los caballos de combate pueden escasear.
—Bueno, te he dicho que tienes que ocuparte de eso —dijo Arturo. Ginebra notó que hablaba con irritación de anciano, sin la energía de antaño—. Como capitán de caballería tienes autoridad para conseguir corceles en mi nombre. Lanzarote solía tratar con comerciantes del sur.
—Y lo mismo haré yo —aseveró Gwydion—. Antes no había caballos mejores que los de España, pero ahora, tío y señor, los mejores vienen del África, según he sabido por un caballero español llamado Palomides.
—Conocí a Palomides —dijo Arturo—. Tenía una espada de acero español; en nuestro país no las hay con ese filo de navaja. Los nórdicos no tienen buenas armas.
—Pero son combatientes fogosos —señaló Gwydion—. Se dejan arrastrar por la fiebre de la batalla e incluso arrojan los escudos en mitad del combate... No, mi rey: quizá tengamos paz por un tiempo, pero ya tenemos nórdicos e irlandeses salvajes en nuestras costas. Pero la guerra con los sajones benefició a este país.
—¿Que lo benefició? —Arturo miró al joven con estupefacción—. ¿Qué dices, sobrino?
—Cuando los romanos nos dejaron, mi señor Arturo, estábamos aislados en el fin del mundo, solos con Tribus medio salvajes. La guerra con los sajones nos obligó a comerciar con otros países y a construir nuevas ciudades. Por no mencionar la actuación de los sacerdotes, que ahora han convertido a los sajones en gente civilizada, con reyes que os rinden tributo. Sin la guerra contra los sajones, el reinado de Uther habría quedado en el olvido, como el de Máximo.
Arturo dijo con humor:
—Sin duda piensas que estos veinte años de paz han puesto en peligro a Camelot, que necesitamos más luchas para volver al mundo. Se nota que no eres guerrero, joven. ¡Yo no tengo esa visión romántica de la guerra!
Gwydion le devolvió la sonrisa.
—¿Qué os hace pensar que no soy guerrero, mi señor? Combatí contra Lucio con vuestros hombres y tuve tiempo sobrado para analizar las guerras y su valor. Sin ellas seríais menos importante que esos reyezuelos de Gales e Irlanda. ¿Quién recuerda ya a los gobernantes de Tara?
—¿Y tú crees que con Camelot podría suceder lo mismo?
—Ah, tío y rey mío, ¿queréis la sapiencia del druida o los halagos del cortesano?
Arturo se echó a reír.
—Oigamos el astuto consejo del Mordret.
—El cortesano os diría, señor, que el reinado de Arturo vivirá para siempre en el mundo. Y el druida, que todos los hombres perecen, junto con su sabiduría y sus glorias, como sucedió con la Atlántida hundida bajo las olas. Sólo perduran los dioses.
—¿Y qué diría mi sobrino y amigo?
—Vuestro sobrino —dio a la palabra el énfasis suficiente para que Ginebra percibiera que tendría que haber sido «vuestro hijo»— os diría, señor, que vivimos para el día de hoy, no para lo que la historia pueda decir de nosotros dentro de un milenio. Y así, vuestro sobrino os aconsejaría llenar vuestras cuadras, para que vuelvan a reflejar los tiempos nobles en que Arturo y sus combatientes eran temidos por todos. Que nadie diga que el rey envejece y ya no se ocupa de mantener en forma a sus hombres.
Arturo le dio una amistosa palmada en el hombro.
—Sea, querido muchacho. Confío en tu juicio. Compra los mejores caballos y ocúpate de hacerlos adiestrar.
—Para eso tendré que buscar sajones —advirtió Gwydion—. ¿Estáis dispuesto a que aprendan los secretos del combate a caballo, ahora que son nuestros aliados?
El rey puso cara de preocupación.
—Temo que tendré que dejar también eso en tus manos.
—Haré lo que pueda —prometió Gwydion—. Pero nos hemos entretenido mucho en esta conversación, mi señor, y las damas están cansadas. —Se inclinó hacia Ginebra con una sonrisa conquistadora—. ¿Queréis música? No dudo que la señora Niniana estará encantada de traer su arpa y de cantar para vos, mi rey y señor.
—Siempre me alegra oír la música de mi parienta —dijo gravemente Arturo—, si a mi señora le complace.
Ginebra hizo un gesto afirmativo a Niniana, que fue en busca de su arpa y cantó para ellos. La reina escuchó con placer; Niniana tocaba bien y su voz era melodiosa, aunque no tan pura ni tan potente como la de Morgana. Pero mientras observaba a Gwydion, que no apartaba la vista de la hija de Taliesin, pensó: «¿Por qué será que en esta corte cristiana tiene que haber siempre una de esas damiselas del lago?» Eso la preocupaba, aunque tanto Gwydion como Niniana parecían buenos cristianos e iban a misa todos los domingos. Ginebra, que tema muy buenos recuerdos de Taliesin, había recibido con gusto a su hija entre sus damas, a petición de Gwydion, pero ahora le parecía que Niniana, sin llamar la atención, había asumido el primer puesto entre las mujeres. Arturo siempre la trataba con deferencia y a menudo le pedía que cantara. A veces, observándolos, Ginebra se preguntaba si acaso la consideraba algo más que un familiar.
Pero no, seguramente no. Si Niniana tenía un amante en la corte, con toda probabilidad era el mismo Gwydion. Aun así, le dolía el corazón al verla tan hermosa, mientras que ella envejecía: su pelo se apagaba, sus mejillas perdían el color, sus carnes cedían... Por eso, cuando Niniana recogió el instrumento para retirarse, Ginebra arrugó el entrecejo. Arturo, que se acercaba para salir con ella del salón, preguntó:
—Estás ceñuda, querida esposa. ¿Qué te molesta?
—Gwydion dijo que estabas viejo.
—Hace treinta y un años que ocupo el trono de Britania contigo a mi lado, Ginebra. ¿Hay alguien en este reino que todavía pueda considerarnos jóvenes? Tendrías que sentirte complacida de que Gwydion no me halagara con falsas palabras. Habla con franqueza y por eso lo aprecio. Ojalá...
—Ya sé —lo interrumpió Ginebra, enfadada—. Querrías poder reconocerlo como hijo, para que fuera él y no Galahad quien heredara el trono.
Arturo enrojeció.
—¿Es preciso que nos tratemos con acritud cada vez que tocamos ese tema? Los curas no lo queman por rey. No hay más que decir.
—No puedo olvidar de quién es hijo...
—Y yo no puedo olvidar que es mi hijo —repuso Arturo delicadamente.
—No confío en Morgana. Tú mismo has descubierto que...
Viendo que Arturo endurecía la cara, comprendió que no quería hablar de la cuestión.
—Mi hijo fue criado por la reina de Lothian, cuyos hijos han sido el puntal de mi reinado. Ahora Gwydion apunta a ser como Gareth y Gawaine: los mejores de mis amigos y caballeros. Y no puedo pensar mal de él por haberse quedado conmigo mientras los demás me abandonaban por la búsqueda.
Ginebra no quería reñir con él.
—Créeme, mi señor: te amo más que a nada de esta tierra.
—Desde luego, amor mío, te creo. Como dicen los sajones: «Bienaventurado el hombre que tiene un buen amigo, una buena esposa y una buena espada.» Y yo lo tengo todo, Ginebra. No era mi intención sacar a relucir viejos pesares, pero entre Morgana y yo el daño se produjo hace años. —Por una vez había pronunciado el nombre de su hermana sin una fría tensión en las facciones—. ¿No cabe agradecer que, cometido el pecado y sin manera de recuperar la inocencia, Dios me haya dado un buen hijo a cambio de ese mal? Morgana y yo no nos separamos como amigos y no sé qué ha sido de ella, pero su hijo es ahora el puntal de mi trono. ¿Tengo que desconfiar de él por la madre que lo dio a luz?
Ginebra habría querido decir: «No confío en él porque se educó en Avalón», pero calló. No obstante, cuando Arturo le preguntó delicadamente, a la puerta de su cuarto, si quería que pasaran la noche juntos, ella esquivó su mirada, diciendo:
—No... No, estoy fatigada. —Y trató de no ver su expresión de alivio. Se preguntó si acaso compartiría su lecho con Niniana o con alguna otra, pero no estaba dispuesta a rebajarse interrogando al chambelán. «Si no es conmigo, ¿qué puede importarme con quién sea?»
El año continuó hasta las tinieblas del invierno y después rumbo a la primavera. Un día Ginebra dijo, apasionadamente:
—¡Ojalá terminara esa búsqueda y los caballeros volvieran de una vez, con el Grial o sin él!
—Oh, querida, lo han jurado —observó Arturo.
Pero ese mismo día un caballero subió por el sendero de Camelot. Era Gawaine.
—¿Eres tú, primo? —Arturo lo besó en ambas mejillas—. No tenía esperanzas de verte hasta que hubiera acabado el año.
¿No juraste ir tras el Grial durante un año y un día?
—Así fue —respondió Gawaine—. Pero no falto a mi juramento. La última vez que vi el Grial fue en este mismo castillo, Arturo; es tan probable que vuelva a verlo aquí como en cualquier otro rincón del mundo. He cabalgado de un lado a otro sin saber de él. Un día se me ocurrió que podía buscarlo donde ya lo había visto: en Camelot y en la presencia de mi rey, aunque sea en el altar de la misa todos los domingos.
Arturo lo abrazó con una sonrisa. Tenía los ojos húmedos.
—Pasa, primo —dijo, simplemente—. Bienvenido a casa.
Y unos días después también regresó Gareth.
—Tuve una visión, y creo que fue Dios quien me la envió —contó durante la comida—. Soñé que veía el Grial descubierto y bello ante mí. Luego, una voz me habló desde la luz que lo rodeaba, diciendo: «Gareth, caballero de Arturo, esto es todo lo que volverás a ver del Grial en esta vida. ¿Para qué buscar nuevas glorias, cuando tu rey te necesita en Camelot?» Por eso inicié el regreso. En el camino me encontré con Lanzarote y le pedí que hiciera lo mismo.
—¿Crees que en verdad visteis el Grial? —preguntó Gwydion.
Gareth se echó a reír.
—Puede que el Grial sea sólo un sueño. Y cuando soñé con él, me ordenó cumplir con mi obligación ante mi rey y señor.
—Supongo que pronto tendremos a Lanzarote entre nosotros.
—Espero que se decida a volver —dijo Gawaine—, pues en verdad nos hace falta. Pero pronto será la Pascua; entonces podremos tenerlos a todos aquí.
Más tarde, Gareth pidió a Gwydion que llevara su arpa y cantara. A Ginebra no le habría extrañado que él dejara la música a cargo de Niniana, pero el joven llevó un instrumento que ella reconoció.
—¿Ésa no es el arpa de Morgana?
—Sí. La dejó en Camelot al partir. Mientras no venga por ella, es mía; dudo que me la niegue, puesto que no me ha dado otra cosa.
—Salvo la vida—señaló Arturo, en tono de leve reproche.
Gwydion volvió hacia él una mirada tan amarga que Ginebra se sintió muy inquieta. Su tono salvaje apenas se oía a cinco pasos de distancia.
—¿Y tengo que estarle agradecido por eso, rey y señor mío?
Antes de que Arturo pudiera decir nada, Gwydion aplicó los dedos a las cuerdas y comenzó a tocar. Pero la canción escogida escandalizó a Ginebra.
Cantó la balada del rey Pescador, que moraba en un castillo en mitad de un gran páramo; según menguaban sus energías, al envejecer el rey, así la tierra se marchitaba sin dar cosechas, hasta que un hombre más joven fuera a darle el golpe de gracia que vertería la sangre del anciano monarca sobre la tierra; entonces ésta rejuvenecía con el nuevo rey y florecía con su juventud.
—¿Eso piensas? —interpeló Arturo, molesto—. ¿Que el país donde manda un rey anciano no puede sino marchitarse?
—No, mi señor. ¿Qué haríamos sin la sapiencia de vuestros muchos años? En los tiempos de las Tribus era así: cuando el Macho rey envejecía, otro surgía del rebaño para derribarlo Pero ésta es una corte cristiana y esa costumbre no existe, mi rey. Tal vez la balada del rey Pescador es sólo un símbolo de la hierba que, como dicen vuestras Escrituras, es como la carne del hombre: sólo dura una estación.
Y cantó delicadamente, pulsando las cuerdas:
Pues, ¡ay!, los días del hombre son una hoja caída.
Tú también serás olvidado,
como la flor que cayó en la hierba.
Sin embargo, así como vuelve la primavera,
así florece la tierra y la vida regresa...
—¿Eso es de las Escrituras, Gwydion?—preguntó Ginebra.
Él negó con la cabeza.
—Es un antiguo himno de los druidas. Cada religión tiene uno. Tal vez, en verdad, todas las religiones son una misma.
Arturo le preguntó en voz baja:
—¿Eres cristiano, hijo mío?
Gwydion tardó un momento en responder:
—Fui educado como druida y no rompo mis juramentos.
Y se levantó tranquilamente para salir del salón. Arturo, que lo seguía con la mirada, no abrió la boca, ni siquiera para reprobar esa falta de cortesía. Gawaine, en cambio, estaba ceñudo.
—¿Le permitiréis retirarse con tan poca ceremonia, señor?
—Oh, déjale, déjale —replicó Arturo—. Aquí todos somos parientes. No pido que me traten siempre como si estuviera en el trono. El sabe que es hijo mío, como lo saben todos los presentes. ¿Quieres que se comporte siempre como cortesano?
Pero Gareth también lo miraba con irritación.
—Desearía, con todo mi corazón, que Galahad volviera a la corte —dijo—. Dios le dé una visión como la mía, pues lo necesitáis más que a mí, Arturo. Y si no viene pronto, yo mismo saldré en su busca.
Pocos días antes de Pentecostés, Lanzarote llegó finalmente a Camelot.
Al ver la caravana que se acercaba, Gareth había reunido a todos los hombres ante las puertas para darles la bienvenida, pero Ginebra, junto a Arturo, prestó poca atención a la reina Morgause, excepto para preguntarse a qué venía. Lanzarote se arrodilló ante su señor para darle la triste noticia. También ella percibió su dolor; siempre había sido así: lo que pesara sobre el corazón de Lanzarote era como un azote contra el suyo. Arturo hizo que se levantara para abrazarlo, con los ojos húmedos.
—Yo también he perdido, querido amigo. Será muy llorado.
Y Ginebra, sin poder soportarlo más, se adelantó para dar la mano a Lanzarote delante de todos, diciendo con voz trémula:
—Deseaba tu regreso, Lanzarote, pero lamento que sea con tan triste nueva.
Arturo dijo a sus hombres:
—Llevadlo a la capilla donde fue armado caballero. Mañana será sepultado como corresponde a mi hijo y heredero.
Al volverse se tambaleó un poco. Gwydion se apresuró a ponerle una mano bajo el brazo para darle apoyo. Ginebra, que ahora casi nunca lloraba, sintió deseos de sollozar al ver a Lanzarote tan demacrado y dolido. ¿Qué le habría sucedido durante aquel año? ¿Una larga enfermedad, demasiado ayuno, cansancio, heridas? Nunca lo había visto tan pesaroso, ni siquiera cuando vino a hablarle de su boda con Elaine. Suspiró al ver que Arturo se apoyaba pesadamente en el brazo de Gwydion. Lanzarote le estrechó la mano, diciendo con suavidad:
—Ahora me alegro de que Arturo haya podido conocer y apreciar a su hijo. Eso aliviará su pena.
Ginebra negó con la cabeza. ¡El hijo de Morgana, heredero de Arturo! Pero ya no había remedio.
Gareth se acercó y le hizo una reverencia, diciendo:
—Señora, ha venido mi madre...
Y Ginebra recordó que no podía quedarse entre los hombres, que su lugar estaba con las damas, que no podía dedicar una palabra de consuelo a Arturo, ni siquiera a Lanzarote.
—Es un placer darte la bienvenida, reina Morgause —saludó fríamente. «Pero en verdad no es un placer; por lo que a mí concierne, ojalá te hubieras quedado en Lothian o en el infierno.» Entonces vio que Arturo caminaba entre Niniana y Gwydion—. Señora Niniana —dijo, cejijunta—, creo que las mujeres ya tenemos que retirarnos. Busca un cuarto de huéspedes para la reina de Lothian y ocúpate de que lo preparen.
Gwydion pareció enfadarse, pero no había nada que decir. Mientras las damas abandonaban el patio, Ginebra se dijo que ser reina tenía sus ventajas.
Durante todo aquel día fueron llegando a la corte de Arturo guerreros y los caballeros de la mesa redonda. Ginebra estuvo atareada con los preparativos para el festín del día siguiente, en que se celebraría el funeral. El día de Pentecostés se reunirían todos los hombres que hubieran vuelto de la búsqueda. Reconoció muchas caras, pero había otras que jamás regresarían: Perceval, Bors, Lamorak... Dirigió una mirada más tierna a Morgause, sabiendo que lamentaba sinceramente la muerte de su joven amante; aunque hubiera hecho el ridículo con él, el dolor siempre es dolor. Durante la misa de funeral por Galahad, cuando el sacerdote mencionó a todos los que habían caído en la búsqueda, vio que Morgause escondía tras el velo la cara roja e hinchada por el llanto.
La noche anterior Lanzarote había velado junto al cuerpo de su hijo en la capilla, sin que Ginebra tuviera ocasión de cambiar con él algunas palabras en privado. Después de la misa, durante la comida, hizo que se sentara junto a ella y Arturo; le llenó la copa con la esperanza de que bebiera hasta la ebriedad, olvidando el duelo. Le apenaba ver su rostro arrugado, tan demacrado por el dolor y las privaciones, y los rizos blancos en tomo a la cara. Ella, que tanto lo amaba, no podía siquiera abrazarlo para llorar con él; eso parecía ahora más horrible que nunca, pero él no la miraba siquiera a los ojos.
Arturo se puso de pie para brindar por los caballeros que ya no volverían.
—Aquí, ante todos vosotros, juro que sus esposas y sus hijos no sufrirán privaciones mientras yo viva y en Camelot haya una piedra sobre otra —dijo—. Comparto vuestro pesar. El heredero de mi trono murió en la búsqueda del Grial.
Extendió una mano hacia Gwydion, que se le acercó lentamente. Parecía más joven con su sencilla túnica blanca y el pelo oscuro sujeto por una cinta dorada. Arturo dijo:
—A diferencia de otros hombres, un rey no puede permitirse largos duelos, caballeros. Os pido que lloréis conmigo por mi perdido sobrino e hijo adoptivo, que ya no podrá reinar a mi lado. Pero aunque el dolor es aún reciente, os pido que aceptéis como heredero mío a Gwydion, el señor Mordret, el hijo de mi única hermana, Morgana de Avalón. Gwydion es joven, pero ha llegado a ser uno de mis sapientes consejeros. —Alzó la copa para beber—. A tu salud, hijo, y por tu reinado, cuando el mío acabe.
El joven se arrodilló ante él.
—Que vuestro reinado sea largo, padre.
Ginebra creyó ver que parpadeaba para contener las lágrimas; entonces le tuvo más aprecio. Después de beber, los caballeros rompieron en vítores, con Gareth a la cabeza.
Pero la reina guardaba silencio. Por fin se volvió hacia Lanzarote, susurrando:
—¡Podría haber esperado! ¡Podría haber consultado a sus consejeros!
—¿No sabías de sus intenciones? —preguntó. Le cogió la mano y se la retuvo delicadamente, acariciándole los dedos, que se habían vuelto delgados y huesudos. Ginebra se sintió avergonzada y quiso retirarlos, pero Lanzarote no se lo permitió—. Arturo no tendría que haberlo hecho sin avisarte.
Y Ginebra pensó vagamente que nunca, ni por un momento, lo había oído criticar a Arturo. Él iba a besarle la mano, pero se la soltó al ver que Arturo se aproximaba con Gwydion. Los criados llevaban ya bandejas humeantes de carne, fruta fresca y pan caliente. La reina se dejó llenar el plato, pero apenas lo tocó. Sonrió al ver que, según estaba dispuesto, tenía que compartirlo con Lanzarote, tal como solían hacerlo en Pentecostés, y que Niniana estaba comiendo del plato de Arturo. La alivió un poco oír que él la llamaba «hija mía»; tal vez ya la aceptaba como posible esposa de su hijo. Para sorpresa suya, Lanzarote pareció adivinarle el pensamiento.
—¿Nuestra próxima fiesta ha de ser una boda? Yo habría pensado que el parentesco entre ellos es demasiado cercano.
—¿Importaría eso en Avalón? —preguntó Ginebra, con voz más dura de lo que pensaba.
Lanzarote se encogió de hombros.
—No lo sé. Cuando era niño me hablaron de un país lejano donde los de la casa real se casaban siempre entre hermanos, para que la sangre de los reyes no se diluyera, y esa dinastía perduró mil años.
—Paganos que no sabían de su pecado —dijo Ginebra.
Pero Gwydion no parecía haber padecido por el pecado de sus padres. No tenía motivos para dudar en casarse con la hija de Taliesin, siendo bisnieto del gran druida.
«Dios castigará a Camelot por ese pecado —pensó súbitamente—. Por el de Arturo, por el mío... y el de Lanzarote.» A sus espaldas. Arturo dijo a Gwydion.
—Una vez dijiste que Galahad no viviría para ser coronado
—También recordaréis, padre y señor mío, que dije que moriría honorablemente por la cruz que adoraba, y así fue replicó el joven, delicadamente.
—¿Qué más prevés, hijo?
—No me lo preguntéis, señor Arturo. Los dioses son buenos al impedir que el hombre conozca su fin. Aunque lo supiera, no os lo diría.
Y Ginebra, con un súbito escalofrío, pensó: «Tal vez Dios nos ha castigado ya por nuestros pecados al enviarnos a Mordret.» Pero luego quedó consternada. «¿Cómo puedo pensar eso de quien ha sido un verdadero hijo para Arturo? ¡Él no tiene la culpa!»
Observó a Lanzarote, que estaba a mil leguas de allí, perdido dentro de sí mismo, donde ella jamás podría seguirlo. Con torpeza, buscándolo del mejor modo posible, preguntó:
—¿Y no pudiste hallar el Grial?
Vio que Lanzarote atravesaba lentamente aquella larga distancia.
—Me acerqué más de lo que puede acercarse un pecador sin perecer. Pero se me salvó la vida para que dijera a la corte de Arturo que el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo. —Volvió a guardar silencio. Luego dijo, siempre remoto—: Habría ido tras él hasta el fin del mundo, pero no se me dio oportunidad.
«¿Acaso no querías regresar por mí?», pensó Ginebra. Entonces comprendió que Lanzarote y Arturo se parecían más de lo imaginado. Ella nunca había sido para ellos más que una distracción entre guerra y búsqueda; la vida real del hombre se desarrollaba en un mundo donde el amor no tenía significado. Lanzarote había dedicado su existencia a combatir junto a Arturo; ahora, a falta de guerras, se entregaba a un gran Misterio. El Grial se interponía entre ellos, como antes Arturo y el honor de caballero.
El dolor era insoportable. Durante toda su vida Ginebra no había tenido más que eso. No resistió el impulso de estrecharle la mano, susurrando:
—Te he echado de menos.
Y se horrorizó ante el deseo que percibía en su voz. «Pensará que soy como Morgause...» Lanzarote dijo delicadamente:
—Como yo a ti, Ginebra. —Y luego, como si pudiera leer dentro de su corazón hambriento, añadió en voz baja—: Con Grial o sin él, amada mía, nada podría haberme traído, salvo tu recuerdo. Podría haber permanecido allí durante el resto de mi vida, rezando por ver nuevamente ese Misterio. Pero soy sólo un hombre.
Entonces Ginebra, comprendiendo lo que insinuaba, le estrechó la mano.
—¿Quieres que aleje a mis mujeres?
Lanzarote vaciló un instante. Ginebra sintió aquel viejo temor: ¿cómo osaba ser tan atrevida, tan falta de pudor femenino? Esos momentos eran siempre como la muerte. Luego Lanzarote le apretó los dedos, diciendo:
—Sí, amor mío.
Pero mientras lo esperaba, sola en la oscuridad, se preguntó amargamente si ese «sí» había sido como los de Arturo: un ofrecimiento hecho por pura piedad o por halagar su amor propio. Su esposo podría haber dejado de invitarla, ya que no había la menor esperanza de que ella le diera un hijo tardío, pero era demasiado bondadoso para dar pie a que las damas sonrieran a espaldas de su reina. Aun así, era como una puñalada notar que siempre parecía aliviado si ella no aceptaba. A veces le hacía entrar para que pasaran un rato charlando; le reconfortaba estar entre sus brazos, pero no le exigía más. Ahora se preguntaba si acaso no la deseaba, si la había deseado alguna vez o sólo había acudido a ella porque era la esposa que tenía que darle hijos.
«Todos elogiaban mi hermosura y me deseaban, salvo el esposo que me dieron. Y ahora, quizás, incluso Lanzarote viene a mí sólo porque la bondad le impide abandonarme.» Se sintió febril y sudorosa. Mientras se lavaba con el agua fría de la jofaina se tocó los pechos caídos. «Ah, soy anciana... Sin duda le repugnará que esta carne vieja y fea le desee todavía como cuando era joven y bella.»
Entonces oyó tras ella una pisada y Lanzarote la cogió en sus brazos, haciéndole olvidar los temores. Pero cuando se hubo ido, Ginebra no pudo dormir.
«No tendría que arriesgarme a esto. Pero no tengo otra cosa... Y Lanzarote tampoco.» Había perdido a su hijo y a su esposa; su antigua intimidad con Arturo había desaparecido para siempre. La necesitaba; sin ella estaría completamente solo Había regresado a la corte porque la necesitaba.
Y por eso, aunque fuera pecado, parecía un pecado mayor dejarlo sin consuelo.
«Aunque los dos nos condenemos —pensó—, jamás lo rechazaré. Dios es un Dios de amor.» ¿Cómo podía, pues, condenar lo único de su vida que había nacido del amor? Y si lo hacía (pensó, aterrorizada por su blasfemia) no era el Dios que ella había adorado siempre y poco importaba lo que pudiera pensar.
15
Aquel verano hubo guerra otra vez; los nórdicos invadieron las costas occidentales y las legiones de Arturo salieron a presentar batalla; los seguían los reyes sajones del país del sur: Ceardig y sus hombres. La reina Morgause permaneció en Camelot: era peligroso que fuera sola a Lothian y no se podía prescindir de nadie para que la escoltara.
Regresaron ya avanzado el verano. Cuando se oyeron las trompetas, Morgause estaba en el salón de las mujeres, con Ginebra y sus damas.
—¡Es Arturo, que regresa! —exclamó la reina levantándose del asiento.
Inmediatamente todas las mujeres dejaron caer el huso para agolparse a su alrededor.
—¿Cómo lo sabéis?
Ginebra se echó a reír.
—Un mensajero me trajo anoche la noticia —dijo—. ¿Creéis que me dedico a las hechicerías, a mi edad?
Paseó la vista entre las muchachas entusiasmadas; a menudo Morgause tenía la sensación de que todas sus damas eran niñas de catorce o quince años, que aprovechaban la menor excusa para abandonar las labores.
La reina preguntó, indulgente:
—¿Subimos a verlos desde lo alto?
Entre parloteos y risitas, en pequeños grupos, partieron corriendo. Ginebra, de buen talante, llamó a una de las criadas para que ordenara el cuarto y las siguió a un paso más digno, acompañada por Morgause. Desde la cumbre de la colina se veía el ancho camino que conducía a Camelot.
—Mirad, allí está el rey...
—Y el señor Mordret, a su lado...
—Y allí va el señor Lanzarote... Oh, tiene la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo.
—Dejadme ver —ordenó Ginebra, apartándolas a un lado. Morgause reconoció a Gwydion, que cabalgaba junto a Arturo; no parecía herido, según vio con un suspiro de alivio. También vio a Cormac, igualmente indemne. Gareth era fácil de reconocer, pues era el más alto de cuantos acompañaban a Arturo, y su pelo rubio refulgía como un halo. Gawaine, siempre detrás de Arturo, se mantenía muy erguido en la silla, pero cuando estuvieron más cerca vio que tenía la cara amoratada y la boca tumefacta, como si hubiera perdido uno o dos dientes.
—¡Qué apuesto es el señor Mordret! —comentó una de las niñas—. La reina dice que es igual que el señor Lanzarote en su juventud.
Dio un codazo a su vecina y ambas rieron infantilmente. Morgause suspiró, celosa de verlas tan jóvenes y hermosas, susurrando sobre este caballero o aquel otro.
—Todos los caballeros sajones llevan barba. ¿Por qué les gusta ser tan peludos, como los perros?
—Es una moda —dijo Morgause—. Cuando yo era joven, cristianos y paganos se afeitaban por igual. Ahora la moda ha cambiado. Gwydion también se dejará la barba, un día de éstos. ¿Te gustaría menos así, Niniana?
La joven sonrió.
—No, prima. Con barba o afeitado, me da igual. Ah, mirad, allí viene el rey Ceardig con los suyos. ¿Habrá que hospedarlos a todos en Camelot? ¿Tengo que dar aviso a los mayordomos, señora?
—Ve, querida, por favor —dijo Ginebra. Y Niniana se alejo hacia el salón. Las niñas se empujaban unas a otras para vez mejor—. Bueno, bueno... Volved a la rueca. No es decoroso mirar así a los hombres. Entrad ya, que los veréis esta noche, en el salón grande. Tendremos un festín, y eso significa que hay trabajo para todas.
Aunque mohínas, volvieron al salón. Ginebra las siguió con Morgause, suspirando.
—Cielo santo, ¿cuándo hubo semejante tropel de niñas díscolas? Y tengo que arreglármelas para guiarlas y conservarlas castas. Me avergüenza ver mi corte tan llena de locuelas insolentes.
—Oh, vamos, querida —adujo Morgause, perezosa—, vos también tuvisteis quince años. ¿Nunca espiasteis a un joven apuesto, imaginando cómo sería besarlo?
—No sé qué hacías tú a los quince años —le espetó la reina—, pero yo estaba en un convento. ¡Me parece que sería buen lugar para todas estas descocadas!
La otra reía.
—A los catorce años se me iban los ojos detrás todo lo que llevara pantalones. Igraine lo sabía bien, pues cuando se casó con Uther, su primera medida fue casarme con Lot, para tenerme lejos de la corte. Decid la verdad, Ginebra: aun tras los muros de vuestro convento, ¿nunca mirasteis a ningún caballero joven y gallardo?
La reina bajó la mirada a sus sandalias.
—Hace tanto tiempo... —luego se dominó—. Anoche los cazadores trajeron un ciervo. Voy a ordenar que lo asen para la cena. Y tal vez convenga matar uno o dos cerdos, si vamos a hospedar a todos esos sajones. También hay que poner paja fresca en las habitaciones donde duerman, porque no tenemos camas suficientes.
—Encomendadlo a vuestras doncellas —sugirió Morgause—. Deben aprender a desenvolverse con huéspedes en un gran salón; ¿para qué, si no, las ponen bajo vuestro cuidado? Además, el deber de la reina es dar la bienvenida a su señor cuando regresa de la guerra.
—Tienes razón.
Ginebra encargó a su paje que diera las órdenes y ambas se dirigieron a las grandes puertas de Camelot. Morgause pensó: «Caramba, es como si hubiéramos sido siempre amigas. Pero quedamos tan pocas de aquella época...»
La misma sensación tuvo por la noche, al ver el gran salón decorado y refulgente de ropa fina. Era casi como en los grandes tiempos de Camelot. Sin embargo, eran muchos los antiguos caballeros que ya no volverían, caídos en las guerras o en la búsqueda del Grial. No era frecuente que Morgause recordara sus años y eso la asustó. La mitad de los asientos de la mesa redonda estaban ocupados por sajones de grandes barbas y toscas capas, o por jóvenes que apenas parecían tener edad suficiente para sostener un arma. Hasta su pequeño Gareth era uno de los caballeros de más edad, a quien los más recientes trataban con asombroso respeto. En cuanto a Gwydion (aunque la mayoría lo llamaba señor Mordret) parecía todo un líder entre los más jóvenes.
Las damas y los mayordomos habían hecho un buen trabajo: había carne asada y hervida en abundancia y grandes pasteles de carne con salsa, bandejas de manzanas tempranas y uvas, pan caliente y gachas de lentejas. En la mesa redonda, acabado el festín, los sajones continuaron bebiendo y entreteniéndose con sus acertijos favoritos, mientras Arturo llamaba a Niniana para que cantara. Ginebra tenía a su lado a Lanzarote, que había sido herido por un hacha de combate y no podía mover el brazo. Le estaba cortando la carne, pero Morgause notó que nadie prestaba la menor atención.
Gareth y Gawaine se habían sentado algo más allá; Gwydion, muy cerca de ellos, compartía un plato con Niniana; se había bañado y peinado con rizos, pero tenía una pierna vendada y apoyada en un taburete. Morgause se acercó a saludarlos.
—¿Estás herido, hijo mío?
—No es nada —dijo Gwydion—. Ya soy mayor para correr a vuestro regazo cuando me golpeo el dedo gordo, madre.
—No parece tan poca cosa —señaló Morgause, observando el vendaje y la sangre seca de los bordes—. Pero si lo prefieres, te dejaré en paz. ¿Y esa nueva túnica?
Era del estilo de la que usaban muchos sajones, con mangas tan largas que cubrían la mano hasta los nudillos. La de Gwydion era de paño azul con bordados carmesíes.
—Es un regalo de Ceardig. Como él dijo, resulta conveniente en una corte cristiana, pues oculta las serpientes de Avalón. —Torció la boca—. ¡Tendría que regalar una así a mi señor Arturo, para Año Nuevo!
—Dudo que nadie notara la diferencia —dijo Gawaine—. Ya nadie piensa en Avalón, y los tatuajes de Arturo están tan descoloridos que ni se ven.
Morgause observó la cara y los ojos amoratados de su hijo mayor. En efecto, había perdido más de un diente; también tenía cortes y cardenales en las manos.
—¿Y tú también fuiste herido, hijo?
—No por el enemigo —gruñó Gawaine—. Esto lo recibí de un amigo sajón. ¡Malditos sean todos esos cretinos sin educación! ¡Me gustaban más cuando eran enemigos!
—¿Te peleaste con uno?
—Sí, y lo haría otra vez si se atreviera a pronunciar una palabra contra mi rey —aseguró Gawaine, furioso—. Y tampoco necesitaba que mi hermano menor viniera a rescatarme.
—Te doblaba en tamaño —adujo Gareth—, te había derribado y estaba a punto de quebrarte las costillas o la columna. ¿Iba yo a quedarme cruzado de brazos mientras ese deslenguado maltrataba a mi hermano y calumniaba a mi primo? Ahora lo pensará dos veces antes de hablar.
—Aun así —objetó Gwydion, en voz baja—, no puedes acallar a todo el ejército sajón, Gareth, sobre todo si lo que dicen es verdad. Cuando un hombre permite que otro ocupe su lugar en el lecho conyugal, eso tiene un nombre, y no es bonito.
—¡Cómo te atreves! —Gareth se levantó a medias y aferró a Gwydion por el cuello de la túnica sajona. Éste levantó las manos para desasirse.
—¡Tranquilo, hermano! ¿Vas a tratarme como al sajón, sólo porque digo la verdad aquí, en familia? ¿O quieres que haga como toda esta corte, que ve a la reina con su amante y no dice nada?
Gareth lo soltó lentamente.
—Si Arturo no tiene quejas sobre la conducta de su señora, ¿quién soy yo para decir nada?
—¡Maldita sea esa mujer! —murmuró Gawaine—. ¡Lamento que Arturo no la repudiase cuando todavía estaba a tiempo! No me gusta esta corte, tan cristiana y llena de sajones. Cuando Arturo me armó caballero no había en todo el país un sajón que supiera de religión lo que un cerdo en su porqueriza.
Gwydion dejó escapar una exclamación despectiva. Gawaine se volvió hacia él.
—Los conozco mejor que tú. Ya combatía contra los sajones cuando tú aún mojabas pañales. ¿Vamos a gobernar la corte según nos indiquen esas bestias peludas?
—No conoces a los sajones ni la mitad que yo —aseveró Gwydion—. Tratar a un hombre con un hacha de combate en la mano no es manera de conocerlo. Yo he vivido en sus cortes, me he embriagado con ellos y cortejado a sus mujeres. Y están en lo cierto al decir que Arturo y su corte son corruptos, demasiado paganos.
—Buenos son ellos para hablar —resopló Gawaine.
—De cualquier modo —observó Gwydion—, no es motivo de risa que estos hombres tilden a Arturo de corrupto sin que se les reproche.
—¡Me parece que Gawaine y yo se lo reprochamos un poco! —gruñó Gareth—¿Vais a pelear con toda la corte sajona? Sería mejor corregir el motivo de la calumnia —objetó Gwydion—. ¿Acaso Arturo no puede manejar mejor a su esposa?
Gawaine aseveró:
—No seré yo quien hable mal de Ginebra ante las barbas de Arturo.
—Pero es preciso. Arturo no puede reinar sobre todos estos hombres si es su hazmerreír. ¿Cómo van a jurar seguirlo en la paz y en la guerra, si lo tienen por cornudo? Es preciso que corrija la corrupción de esta corte. Podría meter a su mujer en un convento, alejar a Lanzarote...
Gawaine echó una mirada nerviosa a su alrededor.
—¡Bájala voz, por todos los santos! —dijo—. ¡No son cosas que se puedan siquiera susurrar en público!
—Es mejor susurrarlas entre nosotros y no que circulen por todo el país —advirtió Gwydion—. ¡Por Dios, si los tiene sentados junto a él y les sonríe! ¿Acaso Camelot va a convertirse en una broma y la mesa redonda en un burdel?
—Cierra esa sucia boca si no quieres que te la cierre yo —bramó Gawaine. aterrándolo por los hombros con dedos de hierro.
—Si lo que digo fuera mentira, bien podrías tratar de cerrarme la boca, pero ¿puedes detener la verdad con los puños? ¿O persistes en afirmar que Ginebra y Lanzarote son inocentes? De ti, Gareth, que siempre has sido su mascota, podría justificar que no puedas pensar mal de tu amigo...
Gareth rechinó los dientes.
—Yo también desearía que esa mujer estuviera en el fondo del mar o tras los muros del convento más inaccesible. Pero mientras Arturo no hable, yo mantendré la boca cerrada. Y ya están en edad de ser discretos. Todos sabemos desde hace años que él siempre fue su paladín.
—Si yo tuviera pruebas, quizá lograra que Arturo me escuchara —dijo Gwydion.
—¡Ten la certeza de que Arturo sabe todo lo que hace falta, maldito seas! Pero a él le corresponde permitirlo u oponerse... Y no quiere oír una sola palabra contra ninguno de los dos. —Gawaine tragó saliva—. Lanzarote es mi primo y amigo, pero..., maldito seas, ¿crees que no lo he intentado?
—¿Y qué dijo Arturo?
—Que la reina estaba por encima de mis críticas y que cuanto ella hiciera estaba bien. Fue cortés, pero me di cuenta de que me estaba advirtiendo que no me entrometiera.
—Pero si el asunto despertara su atención de modo que ya no pudiera ignorarlo... —propuso Gwydion en voz baja, pensativo.
Luego alzó la mano en una señal. Niniana, que estaba sentada a los pies de Arturo, tocando el arpa, pidió autorización al rey y se levantó para acercarse.
—Mi señora—dijo Gwydion, inclinando delicadamente la cabeza en dirección a Ginebra—, ¿no es cierto que ella suele alejar a sus damas durante la noche?
La joven respondió en voz baja:
—No lo ha hecho desde que la legión partió de Camelot.
—Al menos sabemos que la señora es leal —observó Gwydion, cínicamente—. No distribuye sus favores a diestra y siniestra.
—Nadie la ha acusado de libertinaje —protestó Gareth, furioso—. Y a su edad... Los dos son mayores que tú, Gawaine. Lo que hagan ya no puede ser perjudicial para nadie.
—Hablo en serio —afirmó Gwydion, con igual apasionamiento—. Si Arturo ha de seguir siendo gran rey...
—¿No querrás decir: «Cuando yo sea gran rey después de Arturo...»?
—¿Qué preferirías, hermano? ¿Que, al desaparecer Arturo, yo entregara este país a los sajones?
Ambos tenían las cabezas juntas y discutían en susurros furiosos. Morgause comprendió que se habían olvidado hasta de su existencia.
—¡Caramba, pensaba que tenías mucho aprecio a los sajones! —exclamó Gareth, desdeñoso y furibundo—. ¿No te gustaría que mandaran ellos?
—Escúchame —protestó Gwydion, iracundo.
Pero Gareth lo aferró otra vez.
—Te oirá toda la corte, si no bajas la voz. Arturo te está mirando; le llamó la atención que Niniana viniera hacia aquí. ¡Tal vez no sea el único que deba vigilar a su señora!
—¡Calla! —Gwydion se liberó de sus manos.
Arturo alzó la voz.
—¡Qué! ¿Mis leales primos de Lothian riñen entre ellos? ¡Quiero paz en mi salón, parientes! Ven, Gawaine; el rey Ceardig pregunta si quieres jugar a los acertijos con él. Gawaine se levantó, pero Gwydion musitó:
—Aquí tienes un acertijo: cuando un hombre no cuida de su propiedad, ¿qué han de hacer los que tienen interés en ella?
El otro se fue a grandes pasos, fingiendo no haber oído. Niniana se inclinó hacia su amante, susurrando:
—Déjalo ya. Hay demasiados oídos. Ya has plantado la semilla. Ahora habla con otros caballeros. ¿Crees acaso que sólo tú viste... eso?
Y movió ligeramente el codo. Morgause, siguiendo el leve gesto, vio que Ginebra y Lanzarote tenían un tablero en las rodillas y estaban inclinados sobre el juego, con las cabezas muy juntas.
—Deben de ser muchos los que piensan que esto afecta el honor de Camelot —murmuró Niniana—. Sólo hace falta encontrar a hombres con menos... prejuicios que tus hermanos de Lothian, Gwydion.
Pero él miraba con furia a Gareth.
—¡Lanzarote, siempre Lanzarote! —murmuró.
Y Morgause, que paseaba la vista entre ambos, pensó en cierto niño que hablaba con un palo pintado de rojo y azul al que llamaba «Lanzarote». Pensó también en el pequeño Gwydion, que seguía a Gareth como un cachorro. «Es su Lanzarote», pensó. «¿Qué resultará de esto?»
Pero su inquietud se ahogó en maldad. «Ya es hora de que Lanzarote responda por todo lo que ha forjado», pensó.
Niniana, en la parte más alta de Camelot, contemplaba la niebla que rodeaba la colina. Al oír unos pasos tras ella, dijo, sin volverse:
—¿Gwydion?
—¿Quién si no? —La rodeó con los brazos para estrecharla con fuerza y ella volvió la cabeza para besarlo.
—¿Arturo te besa así? —inquirió Gwydion, sin soltarla.
Librándose del abrazo, Niniana se le encaró.
—¿Estás celoso del rey? ¿No fuiste tú quien me indicó que me ganara su confianza?
—Ya ha gozado sobradamente de lo que me pertenece.
—Arturo es hombre cristiano; no diré más. Y tú eres mi gran amor. Pero soy Niniana de Avalón y no tengo que rendir cuentas a nadie por lo que hago con lo que la Diosa me dio. Y si eso no te gusta, Gwydion, regresaré a Avalón.
Gwydion esbozó una de esas cínicas sonrisas, lo que menos le gustaba de él.
—Si hallas el camino —dijo—. Podrías descubrir que ya no es tan fácil. —Luego el cinismo desapareció de su cara—. No me importa lo que haga Arturo en el tiempo que le resta. Como Galahad, puede gozar de su momento, pues no le durará mucho. —Bajó la vista al mar de niebla que rodeaba Camelot—. Cuando se despeje la bruma, desde aquí veremos Avalón, y quizá también la isla del Dragón. —Suspiró—. ¿Sabías que algunos de los sajones se están mudando allí? En la isla del Dragón ha habido cacerías de ciervos, aunque Arturo lo prohibió.
La cara de Niniana se endureció de cólera.
—Es preciso ponerle fin. Ese lugar es sagrado, y también los ciervos...
—Y las gentes pequeñas que son sus dueños. Pero el sajón Aedwin las masacró. Se justificó ante Arturo diciendo que habían disparado dardos envenenados contra sus hombres. Ahora cazan los ciervos... Y Arturo guerreará contra Aedwin, si es preciso.
—¿Arturo va a guerrear por ellos? —se sorprendió Niniana—. ¿No había traicionado a Avalón?
—Pero a la gente inofensiva de la isla, no. —Gwydion quedó en silencio, deslizando un dedo a lo largo de las serpientes tatuadas en sus muñecas. Luego se las cubrió con la túnica sajona—. Me pregunto si aún podría derribar a un Macho rey valiéndome sólo de las manos y un cuchillo de pedernal,
—No dudo que podrías, puesto ante el desafío —dijo Niniana—. Queda por ver si podría Arturo. Porque si no...
La frase quedó en el aire. Él comentó sombríamente, observando la niebla cerrada:
—No creo que se despeje. Aquí siempre hay brumas, ya tan densas que algunos de los mensajeros sajones no encuentran el camino... ¡Oye, Niniana! ¿También Camelot ha de perderse en las brumas?
Iba a responderle con alguna broma despreocupada o una frase tranquilizadora, pero se contuvo.
—No lo sé —reconoció—. La isla del Dragón ha sido profanada; sus habitantes están muertos o moribundos, el rebaño sagrado es presa de los cazadores sajones. Los nórdicos hacen incursiones en nuestras costas. ¿Llegará el día en que saqueen Camelot, tal como los godos derribaron Roma?
—Si lo hubiera sabido a tiempo —musitó Gwydion con sofocada violencia, entrechocando los puños—, si los sajones hubieran advertido a Arturo, él habría podido enviarme a proteger el territorio sagrado donde fue consagrado Macho rey. Ahora que el altar de la Diosa ha sido derribado sin que él muriera por protegerlo, su reinado está perdido.
Niniana percibió lo que no decía: «Y también el mío.»
—Tú no sabías que estaba en peligro —observó.
—De eso también tiene \a culpa Arturo. Los sajones actuaron sin pensar en consultarle: ¿eso no te dice lo poco que lo valoran como gran rey? ¿Y por qué? Yo te lo diré, Niniana-desprecian al Astado que no domina a sus mujeres.
—Tú. que te criaste en Avalón —replicó ella, enfadada—, ¿juzgas a Arturo por las normas sajonas, peores aún que las romanas? Vas a ser rey, Gwydion, porque llevas la sangre real de Avalón y por ser hijo de la Diosa.
—¡Bah! —Gwydion escupió en el suelo y agregó una obscenidad—. ¿Nunca se te ocurrió que Avalón ha caído como Roma, porque había corrupción en el corazón del reino? Según las leyes de Avalón, Ginebra sólo ha ejercido su derecho: la reina elige al consorte y Arturo debería ser derribado por Lanzarote. ¡Y Lanzarote es hijo de la Dama del Lago! ¿Por qué no reemplazar a Arturo por él? Pero ¿tenemos que tener por rey al hombre que una mujer quiera en su cama? —Volvió a escupir—. No, Niniana: esos días han pasado: tanto los romanos como los sajones saben cómo tiene que ser el mundo. La tierra ya no es un gran vientre que alumbra hombres; ahora es el movimiento de hombres y ejércitos lo que resuelve las cosas. ¿Qué pueblo me aceptaría como rey sólo por ser hijo de cierta mujer? Ahora quien gobierna es el hijo varón del rey, ¿y vamos a rechazar algo bueno sólo porque los romanos lo hicieron antes? Hoy tenemos mejores naves; descubriremos tierras más allá de los antiguos continentes que se hundieron en el mar. ¿Y cómo ha de seguirnos hasta allí una Diosa atada a este trozo de tierra y a sus cosechas? El mundo ya no es de las diosas, Niniana, sino de los dioses, quizá de un solo Dios. No debo derribar a Arturo: el tiempo y los cambios se ocuparán de eso.
A Niniana le corrió por la espalda el escozor de la videncia.
—¿Y qué será de ti, Macho rey de Avalón? ¿Qué será de la Madre que te envió en su nombre?
—¿Crees que pienso perderme en las brumas con Avalón y Camelot? Quiero ser gran rey... Y para eso tengo que conservar la corte de Arturo en todo su esplendor. Por eso Lanzarote tiene que desaparecer. Arturo tendrá que alejarlo definitivamente, y probablemente también a Ginebra. ¿Estás conmigo o no, Niniana?
Ella, mortalmente pálida, apretó los puños. Habría querido tener el poder de Morgana para formar un puente desde el cielo a la tierra y fulminarlo con el rayo de la Diosa enfurecida. La media luna de su frente ardía de cólera.
—¿Tengo que ayudarte a traicionar a una mujer sólo por ejercer el derecho que la Diosa nos ha dado a todas, el de escoger a nuestro hombre?
Gwydion soltó una risa burlona.
—Ginebra renunció a ese derecho cuando se arrodilló a los pies del Dios de los esclavos.
—Aun así no tengo por qué traicionarla.
—¿No me avisarás cuando vuelva a alejar a sus mujeres a la hora de acostarse?
—No —dijo Niniana—. Por la Diosa que no. ¡Y la traición de Arturo a Avalón no es nada al lado de la tuya!
Le volvió la espalda para abandonarlo, pero Gwydion la retuvo allí.
—¡Harás lo que yo te ordene!
Niniana forcejeó hasta liberar sus muñecas amoratadas.
—¿Lo que tú me ordenes? ¡Ni en un millar de años! —exclamó, sofocada por la furia—. ¡Ten cuidado, puesto que has alzado la mano contra la Dama de Avalón! ¡Ya sabrá Arturo qué clase de víbora ha puesto en su pecho!
En un arrebato de ira, Gwydion la sujetó por la otra muñeca y la golpeó con toda su fuerza en la sien. Niniana cayó al suelo sin un grito. Él estaba tan iracundo que no hizo el menor intento de detener su caída.
—¡Bien te apodaron los sajones! —dijo una voz grave y salvaje, entre la niebla—. ¡Consejo maligno, Mordret... asesino!
Gwydion se volvió con un movimiento convulso, bajando los ojos al cuerpo caído a sus pies.
—¿Asesino? ¡No! Sólo me enfadé con ella... Pero no quería hacerle daño... —Miró a su alrededor, sin poder distinguir nada en la niebla, cada vez más densa. Sin embargo, reconocía aquella voz—. ¡Morgana! Señora... ¡Madre!
Se arrodilló, con el pánico oprimiéndole la garganta, e incorporó a Niniana para buscarle el pulso. Pero yacía sin aliento, sin vida.
—¡Morgana! ¿Dónde estáis, dónde? ¡Descubrios, maldita sea!
Pero sólo Niniana estaba allí, exánime e inmóvil a sus pies. La estrechó contra sí, implorando:
—¡Niniana! Niniana, amor mío, ¡háblame!
—No volverá a hablarte —dijo la voz incorpórea.
Pero mientras Gwydion se volvía a un lado y a otro, una sólida figura de mujer se materializó en la niebla.
—¡Oh! ¿Qué has hecho, hijo mío?
—¿Erais vos? ¿Erais vos?—inquirió él, con la voz quebrada por la histeria—. ¿Vos me llamasteis asesino?
Morgause dio un paso atrás, medio asustada.
—No, no, acabo de llegar... ¿Qué hiciste?
Lo recibió en sus brazos y lo sostuvo, acariciándolo como si aún tuviera doce años.
—Niniana me enfureció... Me amenazó... Pongo a los dioses por testigos, madre: no quería hacerle daño, pero me amenazó con revelar a Arturo que yo conspiraba contra su precioso Lanzarote —explicó Gwydion, casi balbuceando—. La golpeé. Juro que sólo quería asustarla, pero cayó...
Morgause lo soltó para arrodillarse junto a la joven.
—La golpeaste con mala suerte, hijo mío. Ha muerto. Ya no puedes hacer nada. Tenemos que informar a los senescales de Arturo.
Gwydion se puso lívido.
—¡A los senescales, madre! ¿Qué dirá Arturo?
Morgause sintió que se le fundía el corazón. Lo tenía en sus manos, como cuando era una criatura indefensa a la que Lot quería hacer matar. Su vida le pertenecía y él no lo ignoraba. Lo estrechó contra su pecho.
—No importa, querido. No tienes que sufrir por esto, tal como no sufres por los hombres que mataste en combate. —Clavó una mirada triunfal en el cuerpo sin vida de Niniana—. Pudo haber caído en la niebla. Hasta el pie de la colina hay una larga distancia. Sujétala por los pies, así. Lo hecho, hecho está y ya nada de lo que le suceda cambiará las cosas.
Crecía su antiguo odio hacia Arturo; Gwydion lo derribaría..., y lo haría con su ayuda. Y cuando todo acabara, ella reinaría a su lado: ¡la señora que lo había puesto en el trono! Niniana ya no se interponía entre ambos; ella sería su único respaldo, su única ayuda. En silencio, el cuerpo liviano de la Dama de Avalón desapareció entre la niebla. Más tarde, cuando Arturo la mandara llamar, se iniciaría la búsqueda. Pero Gwydion, mirando entre la bruma como hipnotizado, por un momento creyó ver la negra barca de Avalón, entre Camelot y la isla del Dragón, y le pareció que Niniana, vestida de negro, como corresponde a la Parca, le hacía señas desde la embarcación. De inmediato desapareció.
—Ven, hijo mío —dijo Morgause—. Pasaste esta mañana en mis habitaciones. En cuanto al resto del día, tienes que acompañar a Arturo en su salón. Recuerda que no has visto a Niniana. Cuando te encuentres con Arturo le preguntarás por ella; muéstrate un poco celoso, como si temieras encontrarla en su lecho.
Fue un bálsamo para su corazón que Gwydion se aferrara a ella, murmurando:
—Así lo haré, madre. Sois la mejor madre, la mejor de las mujeres.
Y Morgause lo estrechó durante un momento y le dio un beso más, saboreando su poder, antes de soltarlo.
16
Ginebra, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, esperaba oír las pisadas de Lanzarote. pero pensaba en Morgause. que había sonreído casi lascivamente al murmurar:
—Ah, querida, ¡cómo os envidio! Cormac es un joven apuesto y muy fogoso, pero no tiene la gracia ni la belleza de vuestro amante.
Ginebra, con la cabeza gacha, no había respondido. ¿Quién era ella para despreciar a Morgause, si estaba naciendo lo mismo? Pero era peligroso; el domingo anterior, el obispo había predicado sobre el gran mandamiento contra el adulterio, que estaba en las mismas raíces del modo de vida cristiano.
No era el cuerpo de Lanzarote lo que deseaba. En realidad, era raro que la poseyera de ese modo que era pecado y deshonor, salvo en aquellos primeros años en que contaban con la aquiescencia de Arturo, para ver si Ginebra podía dar un heredero al reino. Había otras maneras de encontrar placer que parecían menos pecaminosas, menos transgresoras de los derechos maritales de Arturo. Y aun así, lo que más deseaba era estar con él, más con el alma que con el cuerpo. ¿Cómo podía un Dios de amor condenar ese auténtico amor del corazón?
Se oyó una pisada ligera en la oscuridad.
—¿Lanzarote? —susurró.
—No.
La confundió el destello de una pequeña lámpara en la oscuridad. Por un momento creyó ver la cara amada, nuevamente joven. Luego comprendió de quién se trataba.
—¿Cómo te atreves? Mis mujeres no están lejos. Puedo gritar y nadie creerá que te hice venir.
—Quieta —ordenó él—. Hay un puñal en vuestro cuello, mi señora. —Y mientras Ginebra se encogía, aferrada a las sábanas dijo—: Oh, no os ufanéis, señora; no he venido a violaros. Vuestros encantos son demasiado rancios para mí y han sido paladeados en exceso.
—Basta —dijo una voz ronca en la oscuridad—. ¡No te burles de ella, hombre! Sucio asunto éste de espiar en alcobas. ¡Ojalá no lo hubiera aceptado! Quietos, todos, y escondeos en los rincones.
Con los ojos ya adaptados a la penumbra, Ginebra reconoció la cara de Gawaine y. más allá, una silueta familiar.
—¡Gareth! ¿Qué haces aquí? —preguntó con tristeza—. Creía que eras el mejor amigo de Lanzarote.
—Y lo soy —respondió, ceñudo—. He venido para que sólo se haga justicia con él. Ése —señaló a Gwydion con un gesto desdeñoso— querría cortarle el cuello y dejar que se os acusase de asesinato.
—Quedaos quieta —ordenó Gwydion. La luz se apagó. Ginebra sintió el pinchazo del puñal en el cuello—. Si pronunciáis un solo sonido para darle aviso, señora, acabaré con vos aunque deba asumir el riesgo de explicar el porqué a mi señor Arturo.
La punta se clavó hasta que Ginebra, con un gesto de dolor, se preguntó si le habría hecho sangre. Oía leves ruidos: roce de prendas, tintineo de armas velozmente apagados. ¿Cuántos hombres habían llegado para esa emboscada? Se retorció las manos, desesperada. Si al menos pudiera advertir a Lanzarote... Pero se encontraba como un animal en la trampa, indefensa.
El tiempo transcurrió despacio para la mujer atrapada entre las almohadas y el puñal. Después de mucho rato oyó un silbido suave, como un reclamo de pájaro. Percibiendo la tensión de sus músculos, Gwydion preguntó con un áspero susurro:
—¿La señal de Lanzarote?
Y le clavó otra vez el puñal en la elástica piel del cuello.
—Sí —susurró Ginebra, sudando de terror.
A su lado la paja crujió, en tanto él cambiaba de posición y se apartaba.
—En este cuarto hay doce hombres. Tratad de darle aviso y no viviréis un instante más.
Se oían ruidos en la antecámara: la capa de Lanzarote. la espada... Ah, Dios, ¿le sorprenderían desnudo y desarmado? Volvió a ponerse tensa, sintiendo por anticipado la puñalada en el cuerpo. Pero tenía que advertirle, gritar... Abrió los labios, pero Gwydion (¿tenía acaso el don de la videncia para saberlo?) le apretó cruelmente la cara con una mano, sofocando su voz. Ginebra se retorció bajo la mano. Entonces percibió el peso de Lanzarote en la cama.
—¿Ginebra? —susurró—. ¿Qué pasa? Me pareció oírte gritar, amada mía.
Ella logró desprenderse de la mano.
—¡Corre! —aulló—. ;Es una trampa!
—¡Por las puertas del infierno!
Sintió que Lanzarote saltaba hacia atrás como un gato. Llameó la lámpara de Gwydion; de algún modo la luz pasó de mano en mano, hasta que todo el cuarto estuvo iluminado. Gawaine, Cay y Gareth, seguidos por diez siluetas sombrías, dieron un paso adelante. Ginebra se acurrucó bajo las mantas. Lanzarote permanecía inmóvil, desnudo y desarmado.
—Mordret —dijo, despectivo—. ¡Una treta digna de vos!
—En el nombre del rey, Lanzarote —dijo Gawaine, formalmente—, os acuso de alta traición. Entregadme vuestra espada.
—Olvida eso —intervino Gwydion—. Ve por ella.
—¡Gareth! ¿Por qué te prestaste a esto, Dios?
Los ojos de Gareth brillaban a la luz del candil como por efecto de las lágrimas.
—Nunca lo habría creído de ti, Lanzarote. Ojalá hubiera caído en el combate antes de presenciar este día.
Lanzarote inclinó la cabeza. Ginebra vio que recorría la habitación con una mirada de pánico.
—Oh, Dios —murmuró—, así me miró Pelinor cuando me sorprendió en la cama con Elaine... ¿Tengo acaso que traicionar siempre a todos?
Ginebra habría querido abrazarlo, llorar de piedad y dolor, darle amparo. Pero él no la miraba.
—Vuestra espada —dijo Gawaine, en voz baja—. Y vestios, Lanzarote. No os presentaré así ante Arturo, desnudo y en desgracia. Ya somos demasiados los que presenciamos vuestra vergüenza.
—No dejéis que eche mano de su espada —protestó en la oscuridad una voz sin rostro.
Pero Gawaine acalló despectivamente a quien hablaba. Lanzarote les volvió lentamente la espalda para ir hacia la pequeña antecámara donde había dejado la ropa y sus armas. Ginebra oyó que se vestía. Gareth esperaba con la mano en el pomo de la espada. Lanzarote volvió vestido, aunque desarmado, con las manos a la vista.
—Por vuestro bien, me alegra que nos acompañéis sin resistencia—dijo Gwydion—. Madre...
Se volvió hacia las sombras. Ginebra quedó consternada al ver allí a la reina Morgause.
—Ocupaos de la reina. La dejo a vuestro cargo hasta que Arturo se ocupe de ella.
Morgause avanzó hacia la cama. Por primera vez, Ginebra reparó en su corpulencia y en la línea implacable de su mandíbula.
—Venid, señora; poneos el vestido —dijo—. Os ayudaré a recogeros el pelo. No conviene que os presentéis ante el rey desnuda. Y agradeced que hubiera aquí una mujer. —Miró despectivamente a los hombres—. Éstos querían esperar y atraparle mientras os montaba.
Ginebra se encogió ante la brutalidad de las palabras. Lentamente, con dedos torpes, empezó a ponerse la túnica.
—¿Es preciso que me vista delante de todos estos hombres?
Gwydion no esperó a que Morgause respondiera:
—¡No tratéis de ablandarnos, mujer desvergonzada! ¿Osaréis fingir que os resta algo de decencia o de pudor? ¡Poneos ese vestido, señora, si no queréis que mi madre os meta en él como en un saco!
«Madre, la llama. No me extraña que Gwydion sea implacable y cruel, si lo ha criado la reina de Lothian.» Sin embargo, Morgause se le había revelado muchas veces como una mujer simplemente perezosa, alegre y llena de apetitos; ¿qué podía haberla llevado a aquello?
Mientras Ginebra se ataba los cordones del calzado, Lanzarote preguntó en voz baja:
—¿Es mi espada lo que pedís, pues?
—Ya lo sabéis —dijo Gawaine.
—Bien, entonces... —Moviéndose a tal velocidad que la vista apenas pudo seguirlo, Lanzarote saltó hacia Gawaine y, en otro movimiento felino, le quitó la espada—. ¡Venid a buscarla, condenados!
Y embistió contra Gwydion, quien cayó aullando, con una gran herida sangrante en las nalgas. Luego, mientras Cay se adelantaba con la espada en la mano, el caballero del lago lo empujó con una almohada, haciéndolo caer contra los hombres que avanzaban, quienes tropezaron con él. Luego subió de un salto al lecho y dijo secamente a Ginebra:
—¡Estáte muy quieta y preparada!
Con una exclamación ahogada, ella se acurrucó en un rincón. Iban de nuevo hacia él. Lanzarote atravesó a uno con la espada, se trabó en breve combate con otro y, pasando por sobre su cadáver, embistió contra un atacante que permanecía en las sombras. La gigantesca silueta de Gareth se derrumbó lentamente. Lanzarote ya estaba batiéndose con otro, pero Gwydion, sangrante, gritó:
—¡Gareth! —Y se arrojó sobre el cuerpo de su hermano adoptivo.
En esa pausa horrenda, mientras Gwydion sollozaba, Ginebra sintió que Lanzarote la alzaba con un brazo. Giró para clavar la espada en alguien que estaba junto a la puerta. Un momento después la dejaba en el corredor, empujándola hacia delante con frenética prisa. Alguien surgió de la oscuridad; él lo liquidó mientras corría.
—Hacia las cuadras —jadeó—. Caballos. Sal, deprisa.
—¡Espera! —Ginebra lo sujetó por un brazo—. Si imploramos la piedad de Arturo.... o si escapas mientras yo me quedo a afrontarlo...
—Gareth podría haber hecho justicia. Pero con la mano de Gwydion en esto, ¿crees que alguno de los dos llegará vivo ante el rey? ¡Bien puesto tiene el nombre de Mordret!
La llevó precipitadamente a la cuadra y ensilló su caballo.
—No hay tiempo para buscar el tuyo. Monta detrás de mí y sujétate bien. Tendré que arrollar a los guardias de la puerta.
Y Ginebra cayó en la cuenta de que estaba ante un Lanzarote distinto: no era su amante, sino el encallecido guerrero. ¿A cuántos había matado esa noche? No tuvo tiempo para sentir miedo, pues él ya la estaba subiendo a su grupa.
—Atérrate a mí. No podré cuidarte. —Luego giró para darle un duro beso—. Esto es culpa mía. Tendría que haber previsto que ese bastardo infernal nos estaría espiando. Bueno, como sea, al menos ha terminado. Basta de mentiras y de ocultarnos. Eres mía para siempre.
Y se apartó. Ginebra notó que temblaba, pero él aferró salvajemente las riendas.
—¡Allá vamos!
Morgause, horrorizada, vio que Gwydion se arrodillaba junto a su hijo menor. Recordó las palabras dichas medio en serio, años atrás... Gwydion se había negado a participar en los torneos cuando Gareth estaba en el bando opuesto: «Me parecía que estabas moribundo, y yo sabía que era culpa mía... No quiero tentar al destino.»
Lo había hecho Lanzarote. Lanzarote, a quien Gareth había amado siempre como a ningún otro hombre.
Uno de los que estaban en la habitación se adelantó para decir:
—Se escapan.
—¿Qué puede importarme? —Gwydion hizo una mueca de dolor.
Morgause cayó en la cuenta de que su sangre se estaba mezclando en el suelo con la de Gareth. Entonces cogió la sábana de hilo de la cama y la desgarró para taponar la herida del joven.
Gawaine dijo, sombrío:
—Ahora nadie, en toda Britania, les dará cobijo. Lanzarote es un proscrito. Se le ha sorprendido en acto de traición a su rey y ha perdido el derecho a la vida. ¡Dios, cómo lamento que hayamos llegado a esto!
Después de echar un vistazo a la herida de Gwydion se encogió de hombros.
—Es superficial. Ya está dejando de sangrar. Cicatrizará, pero no podrás sentarte cómodamente durante varios días. Gareth... —Se le quebró la voz; el hombre rudo y encanecido rompió en sollozos como un niño—. Gareth tuvo peor suerte. Y Lanzarote pagará esto con su vida, aunque me cueste la mía. ¡Ah, Dios, Gareth, mi pequeño, mi hermano...!
Y Gawaine se agachó para acunar ese corpachón, diciendo con dificultad:
—¿Valía la pena, Gwydion? ¿Valía la vida de Gareth?
—Ven, muchacho —dijo Morgause, con un nudo en la garganta. Gareth, su pequeño, su último hijo: lo había perdido mucho tiempo antes por Arturo, pero aún recordaba al niño rubio con su caballero de madera pintada en las manos. «Algún día vos y yo iremos juntos en una gesta, señor Lanzarote...» Siempre Lanzarote. Pero ahora Lanzarote se había excedido. En todo el país, todas las manos se alzarían contra él. Pero aún tenía a su querido Gwydion, el que iba a ser rey, a su lado.
—Ven, muchacho, vamos; ya no puedes hacer nada por Gareth. Deja que te vende la herida. Luego iremos en busca de Arturo y le contaremos lo que ha sucedido, para que haga salir a sus hombres en busca de los traidores...
Gwydion retiró el brazo que ella sujetaba.
—Apártate de mí ¡y maldita seas! —dijo con voz terrible—. Gareth era el mejor de nosotros. ¡No lo habría sacrificado por diez reyes! Fuiste tú, con tu inquina, siempre azuzándome contra Arturo. ¡Como si me importara con quién duerme la reina! ¡Como si Ginebra fuera peor que tú, que siempre tuviste a alguien en tu cama!
—Oh, hijo mío —susurró Morgause, asustada—. ¿Cómo puedes hablarme así? Gareth era mi hijo...
—¿Cuándo te cuidaste de Gareth ni de nosotros, de nada que no fuera tu placer y tu ambición? ¡No me empujaste hacia el trono por mi propio bien, sino para ejercer el poder! —Gwydion apartó las manos con que ella intentaba aferrado—. ¡Vuelve a Lothian! ¡Vuelve al infierno, si el diablo te acepta! Pero si vuelvo a verte, juro que me olvidaré de todo, salvo de que mataste al único hermano que amé.
Y mientras Gawaine sacaba apresuradamente a su madre de la alcoba, Morgause oyó que el joven volvía a sollozar:
—Oh. Gareth, Gareth, preferiría haber muerto yo...
Gawaine ordenó brevemente:
—Cormac, lleva a la reina de Lothian a su cuarto.
Un brazo fuerte la sostuvo para caminar por el pasillo. Cuando aquellos horribles sollozos quedaron atrás, Morgause volvió a respirar libremente. ¿Cómo podía el muchacho volverse así contra ella, que sólo buscaba su bien? Guardaría un duelo decente por Gareth, claro, pero había sido un hombre de Arturo. Gwydion tendría que haberlo entendido así. Levantó la vista hacia Cormac.
—No puedo caminar tan deprisa. Aminora el paso.
—Por supuesto, mi señora.
Morgause era muy sensible al brazo que la envolvía y le prestaba apoyo. Se recostó un poco contra él. Aunque se había jactado ante Ginebra de su joven amante, la verdad era que aún no lo había llevado a su cama; lo mantenía en suspenso, demorando las cosas.
—Siempre has sido fiel a tu reina, Cormac.
—Soy fiel a mi casa real, como lo ha sido toda mi familia —dijo el mozo en el idioma del norte.
Morgause sonrió.
—Aquí está mi alcoba. Ayúdame a entrar, ¿quieres? Apenas puedo caminar...
Cormac la sostuvo hasta depositarla en el lecho.
—¿Quiere mi señora que llame a sus damas?
—No —susurró Morgause, sujetándole las manos; sabía que sus lágrimas eran seductoras—. Has sido leal a mí, Cormac. y ahora voy a recompensar tu lealtad. Ven...
Le alargó los brazos, con los ojos casi cerrados, pero volvió a abrirlos con espanto, viendo que él se apartaba con azoramiento.
—Creo... Creo que estáis perturbada, señora —tartamudeó—. ¿Por quién me tomáis? ¡Caramba, señora, si os respeto como a mi propia abuela! ¿Iba yo a aprovecharme de una anciana trastornada por el dolor? Permitid que llame a vuestra criada para que os prepare un buen ponche, y me olvidaré de lo que habéis dicho en el desvarío del pesar, señora.
Morgause acusó el golpe en la boca del estómago y sus ecos repetidos en el corazón: «mi propia abuela...», «anciana...», «el desvarío del pesar...». El mundo entero había enloquecido: Gwydion, loco de ingratitud; ese hombre, que tanto tiempo la había mirado con deseo, se volvía contra ella. Quiso gritar, llamar a sus criados para que lo azotaran hasta dejarlo ensangrentado y aullando. Pero cuando abrió la boca para hacerlo, sobre ella pareció descender todo el peso de su vida en un cansancio mortal.
-—Sí —dijo inexpresivamente—, no sé lo que digo. Llama a mis mujeres, Cormac, y diles que me traigan un poco de vino. Al amanecer partiremos hacia Lothian.
Y quedó sentada en la cama, sin fuerzas para levantar las manos.
«Soy una anciana. Y he perdido a mi hijo Gareth, y he perdido a Gwydion, y jamás podré reinar en Camelot. He vivido demasiado tiempo.»
17
Aferrada a la espalda de Lanzarote, con la túnica recogida por encima de las rodillas y las piernas desnudas colgando, Ginebra cerró los ojos. Galopaban en mitad de la noche y no sabía hacia dónde. Lanzarote era un extraño guerrero de rasgos duros al que ella no conocía. «En otros tiempos me habría aterrorizado viajar así. por la noche y a cielo abierto...» Pero se sentía exaltada, llena de entusiasmo. En el fondo de su mente también había dolor: pesar por el amable Gareth, que había sido como un hijo para Arturo y merecía mejor suerte que morir así; ¿sabría Lanzarote a quién había matado? Y también se apenaba por el fin de su vida con Arturo. Tras lo que había sucedido esa noche, ya no había modo de regresar. Tuvo que inclinarse hacia delante para oír a Lanzarote.
—Tendremos que detenernos pronto. El caballo tiene que descansar. Y si continuamos a la luz del día, mi cara y la tuya son conocidas en todo este paraje.
Ginebra asintió con la cabeza, sin aliento para hablar. Al cabo de un rato se adentraron en un bosquecillo, donde Lanzarote frenó al animal y la bajó de la montura. Después de abrevar al caballo, extendió su manto en el suelo para que ella se sentara.
—Aún tengo la espada de Gawaine —dijo—. Cuando era niño oía hablar de la locura del guerrero, pero no sabía que la llevábamos en la sangre. —Suspiró pesadamente—. Hay sangre en el acero. ¿A quién maté, Ginebra?
Ella no soportaba verlo tan angustiado y culpable.
—Hubo más de uno.
—Sé que herí a Gwydion... Mordret, maldito sea. Lo herí cuando aún era responsable de mis actos. —Su voz se endureció—. No creo haber tenido la suerte de matarlo, ¿verdad?
Ginebra negó con la cabeza.
—¿A quién?
No contestó. Lanzarote se inclinó para asirla por los hombros, con tanta brusquedad que ella temió por un instante al guerrero, como no había temido al amante.
—¡Dímelo, Ginebra, por el amor de Dios! ¿Maté a mi primo Gawaine?
A eso pudo responder sin vacilación:
—No. Te lo juro. A Gawaine, no.
—Pudo haber sido cualquiera —musitó Lanzarote, mirando fijamente la espada. De pronto se estremeció—. Te lo juro, Ginebra: no sabía siquiera que tuviese una espada en la mano. Golpeé a Gwydion como si hubiera sido un perro. Después, sólo recuerdo que cabalgábamos... —Y se arrodilló ante ella, trémulo—. Creo que he enloquecido otra vez, como antes.
Ginebra lo estrechó contra sí, en una pasión de salvaje ternura.
—No, no —murmuró—. Ah, no, amor mío. Yo soy la culpable de todo esto: la desgracia, el exilio.
—¿Y lo dices tú, cuando yo te he alejado de cuanto tenías?
Temeraria, Ginebra se apretó contra Lanzarote, diciendo:
—¡Ojalá lo hubieras hecho antes!
—Ah, aún no es tarde. Contigo a mi lado vuelvo a ser joven. Y tú..., nunca te he visto más hermosa, amor mío. —La acostó de espaldas en el manto, riendo con súbito abandono—. Ah, ya no hay nada que se interponga entre nosotros, nada que nos interrumpa, Ginebra, mi Ginebra...
Al dejarse abrazar, ella recordó el sol naciente y una habitación en el castillo de Meleagrant. Así volvía a ser. Y se aferró a él, como si no hubiera otra cosa en el mundo para ellos, nunca más.
Durmieron un poco, acurrucados en el manto, y despertaron todavía abrazados; el sol los buscaba por entre las ramas verdes. Lanzarote le tocó la cara, sonriendo.
—¿Sabes que nunca había despertado entre tus brazos sin miedo? Ahora soy feliz, pese a todo...
Y rió con un tono de desenfreno. Tenía la túnica arrugada y hojas en el pelo blanco y en la barba. Ginebra tocó la hojarasca en su cabello, ya medio suelto. No tenía con qué peinarse, pero lo dividió en trozos para trenzarlo y ató el extremo con una tira arrancada del borde de su falda desgarrada.
—¡Qué par de truhanes somos! —exclamó, riendo—. ¿Quién reconocería a la gran reina y al bravo Lanzarote?
—¿Te importa?
—No. amor mío. En absoluto.
Lanzarote se quitó las hojas del pelo y la barba.
—Tengo que ir en busca del caballo —dijo—. Tal vez haya por aquí alguna granja donde nos den pan y un sorbo de cerveza para ti. No tengo una sola moneda, nada de valor, salvo mi espada y esto. —Tocaba un pequeño alfiler de oro prendido a su túnica—. Al menos, por el momento, no somos mendigos. Si pudiéramos llegar al castillo de Pelinor, aún tengo allí la casa donde vivía con Elaine, criados... y oro con que pagar el pasaje del barco. ¿Vendrías conmigo a la baja Britania, Ginebra?
—A cualquier sitio —susurró ella, con voz quebrada.
Y en ese momento lo decía de corazón: a la baja Britania, a Roma, al fin del mundo, mientras pudiera estar con él para siempre. Lo atrajo de nuevo hacia sí y lo olvidó todo entre sus brazos.
Pero horas después, ya montada a su grupa, cayó en un silencio preocupado. Sí, podían cruzar el mar, sin duda. Pero cuando el relato de aquella noche se divulgara por el mundo, sobre Arturo caerían la vergüenza y el desprecio; el honor le obligaría a buscarlos dondequiera que fuesen. Además, tarde o temprano Lanzarote sabría que había matado a su amigo más querido, aparte del mismo rey, y la culpa le consumiría. Tendría que vivir con el amor y el odio desgarrándole el corazón, hasta que algún día la mente se le hiciera pedazos, y entonces caería otra vez en la demencia. Ginebra se apretó al calor de su cuerpo y lloró, con la cabeza apoyada en su espalda. Por primera vez comprendió que. de los dos, ella era la más fuerte. Y eso le partió el corazón con una espada mortífera.
Cuando se detuvieron otra vez tenía los ojos secos, pero el llanto se le había adentrado en el corazón, donde no cesaría jamás.
—No cruzaré el mar contigo, Lanzarote. No quiero desunir a los caballeros de la mesa redonda. Cuando Mordret logre su propósito, habrá disenso entre todos —dijo—, y llegará el día en que Arturo necesite a todos sus amigos. No quiero ser como la mujer de Troya, la del poema que solías contarme.
—Pero ¿qué harás?
Ginebra trató de no percibir en su voz el ápice de alivio que había tras el desconcierto y la pena.
—Llévame a la isla de Glastonbury. Allí está el convento en el que me eduqué. Allí quiero ir. Sólo diré que malas lenguas hicieron que tú y Arturo riñerais por mí. Pasado algún tiempo mandaré recado a Arturo, para que sepa dónde me encuentro y que no estoy contigo. Entonces podrá hacer honorablemente las paces contigo.
Lanzarote protestó:
—¡No! No puedo dejar que te vayas...
Pero Ginebra supo, con un vuelco en el corazón, que no le costaría persuadirlo. En el fondo, quizá deseaba que peleara por ella, que la llevara a la baja Britania por la fuerza de su voluntad y su pasión. Pero Lanzarote no era así. Y tal como era lo había amado siempre y lo amaría durante el resto de su vida.
Por fin él dejó de discutir y puso su montura rumbo a Glastonbury.
Con la sombra larga de la iglesia sobre las aguas, abordaron finalmente la embarcación que los llevaría a la isla; las campanas de la iglesia estaban tocando el Ángelus. Ginebra inclinó la cabeza para susurrar una oración: «María, Santa madre de Dios, ten piedad de mí, pecadora...»
Y durante un momento tuvo la sensación de estar bajo una luz potente, como el día que el Grial pasó por el salón. Lanzarote, sentado a proa, mantenía la cabeza gacha. No había vuelto a tocarla, de lo cual se alegraba: el solo contacto de su mano la habría debilitado en su decisión. La niebla se cernía sobre el lago; por un instante Ginebra creyó ver una sombra: una barca con velos negros y una silueta oscura en la proa... Pero no, era sólo una sombra.
La barca rozó la orilla. Lanzarote la ayudó a desembarcar.
—¿Estás segura, Ginebra?
—Estoy segura —confirmó ella, tratando de parecer más firme de lo que se sentía.
—Entonces te acompañaré hasta las puertas del convento.
Y de pronto comprendió que eso requería de Lanzarote más valor que toda la matanza llevada a cabo por ella.
La anciana abadesa la reconoció con gran asombro, pero Ginebra le contó lo que había decidido: que deseaba refugiarse allí hasta que Arturo y Lanzarote resolvieran la rencilla causada entre ellos por las malas lenguas. La abadesa le dio unas palmaditas en la mejilla, como si aún fuera la pupila de antaño.
—Puedes quedarte tanto tiempo como desees, hija mía. Para siempre, si ésa es tu voluntad. En la casa de Dios no rechazamos a nadie. Pero aquí no serás reina —le advirtió—, sino una hermana más.
Ginebra suspiró con alivio absoluto. Hasta entonces no se había percatado del gran peso que era ser reina.
—Tengo que despedirme de mi caballero, desearle buena suerte y encomendarle que resuelva su rencilla con mi esposo.
La abadesa asintió gravemente.
—En estos tiempos nuestro buen rey Arturo no puede prescindir de uno solo de sus caballeros, mucho menos del gran señor Lanzarote.
Lanzarote se paseaba, inquieto, por la antesala del convento.
—No soporto despedirme de ti aquí, Ginebra. ¡ Ah, señora, amor mío!, ¿tiene que ser de este modo?
—Así debe ser —respondió Ginebra, implacable. Pero sabía que, por primera vez, actuaba sin pensar en sí misma—. Tu corazón estará siempre con Arturo, querido. A menudo pienso que nuestro único pecado no fue amarnos, sino permitir que ese amor estorbara el vuestro. —«Si todo hubiera quedado entre los tres como aquella noche de Beltane... —pensó—. El pecado no fue yacer juntos, sino que hubo tensiones y, por lo tanto, menos amor»—. Te devuelvo a Arturo con todo mi corazón. Dile en mi nombre que nunca dejé de amarlo.
Lanzarote pareció transfigurarse.
—Ahora lo sé —dijo—. Tampoco yo. y siempre sentí que te engañaba por amarle. —Habría querido darle un beso, pero en aquel lugar no era decoroso. A cambio le besó la mano—. Reza por mí, señora.
«Mi amor por ti es una plegaria —pensó Ginebra—. El amor es la única oración que conozco.» Nunca lo había amado tanto como en aquel momento, al oír que las puertas del convento se cerraban, duras y definitivas. Y los muros la cercaron.
¡Qué protegida y a salvo la habían hecho sentir aquellos muros, en tiempos pasados! Ahora tendría que caminar entre ellos durante el resto de su vida. Y mientras cruzaba el claustro de las monjas sintió que se cerraban sobre ella como una trampa.
«Por mi amor —pensó—, y por amor a Dios.» Y una pequeña semilla de consuelo se sembró en ella. Lanzarote iría a rezar a la iglesia donde Galahad había muerto. Quizá recordara aquel día en que, al abrirse las brumas de Avalón, ellos y Morgana se habían encontrado sumergidos hasta la rodilla en las aguas del lago. Y pensó también en Morgana con una súbita pasión de amor y ternura. «María, Santa madre de Dios, acompáñala para que algún día llegue a ti.»
Los muros, los muros la volverían loca. Jamás volvería a ser libre...
No. Por su amor y por amor a Dios, aprendería a amarlos otra vez. Con las manos unidas en la oración, Ginebra caminó por el claustro hacia el recinto de las hermanas y entró allí para siempre.
HABLA MORGANA...
Creía haber dejado atrás la videncia; Viviana había renunciado a ella siendo más joven. Pero no había quien me reemplazara en el altar de la Diosa. Lo comprendí al contemplar la muerte de Niniana, indefensa, y no pude tenderle la mano.
Yo había dejado a ese monstruo sobre el mundo, había accedido a la maniobra que lo llevaría a derribar al Macho rey. Y vi desde lejos que, en la isla del Dragón, derrumbaban el altar y cazaban los cierros en el bosque, sin amor, sin desafío, sin apelar a la Diosa, y perseguían a su pueblo como a sus ciervos. Las mareas del mundo estaban cambiando. A veces veía también Camelot, a la deriva en la niebla, y las guerras que volvían a desatarse por todo el país; ahora eran los nórdicos quienes saqueaban e incendiaban. Otro mundo; Dioses nuevos.
En verdad, la Diosa había desaparecido incluso de Avalón. Y yo, mortal como era, permanecía sola allí. No obstante, una noche tuve un sueño, una visión, un fragmento de videncia que me impulsó hacia el espejo, a la hora de la luna en sombras.
Al principio sólo vi las guerras que asolaban el país. Nunca supe qué sucedió entre Arturo y Gwydion, pero tras la huida de Ginebra con su paladín estallaron rencillas entre los antiguos caballeros; entre Gawaine y Lanzarote, guerra declarada. Más adelante, ya en agonía, el generoso Gawaine suplicó a Arturo, con su último aliento, que hiciera las paces con Lanzarote y lo llamara nuevamente a Camelot. Pero era demasiado tarde: ni el mismo caballero del lago podría ya reunir a las legiones del rey. La mitad de sus hombres seguían a Gwydion, así como la mayoría de los sajones, y hasta algunos nórdicos renegados. Y en esa hora previa al amanecer el espejo se aclaró; la luz ultraterrena me reveló la cara de mi hijo con una espada en la mano, caminando en lentos círculos en medio de la oscuridad, buscando...
Buscando al Macho rey para desafiarlo, como lo había hecho Arturo en sus tiempos: menudo, moreno y mortífero.
Arturo se había conformado con esperar a la muerte de su padre para asumir el poder; ahora, padre e hijo eran enemigos. Me pareció ver el suelo enrojecido por la sangre. Y en las tinieblas circundantes creí ver también a Arturo, alto, rubio y solo, apartado de sus hombres..., con Escalibur desnuda en la mano.
Pero también veía a Arturo dormido en su tienda, bajo la custodia de Lanzarote, y a Gwydion durmiendo entre sus mesnadas.
—¡Arturo! ¡Aceptad mi desafío, Arturo! ¿O me teméis demasiado ?
—Nadie puede decir que yo haya rehuido jamás un desafío. —Arturo se volvió al salir Gwydion del bosque—. Conque eres tú, Mordret. Nunca creí del todo que te hubieras vuelto contra mí, pero ahora lo veo con mis propios ojos. ¿Qué he hecho? ¿Por qué te has convertido en mi enemigo? ¿Por qué, hijo?
—¿Pensáis acaso que alguna vez no lo fui, padre? —Hablaba con gran amargura—. ¿Para qué fui concebido y alumbrado sino para este momento, para desafiaros por una causa que ya no está dentro de este mundo? Ya no sé por qué tengo que desafiaros, pero en mi vida no queda sino este odio.
Arturo dijo en voz baja:
—Sabía que Morgana me odiaba, pero nunca sospeché cuánto. ¿ Debes hacer su voluntad incluso en esto, Gwydion ?
—¿ Creéis que lo hago por su voluntad, estúpido ? —bramó él—. Si algo pudiera inducirme a perdonaros sería eso, cumplir la voluntad de Morgana, cuando no sé a cuál de los dos odio más.
Y entonces me encontré en las orillas del lago, donde ambos se desafiaban mutuamente, situada entre ellos, vestida con la túnica de las sacerdotisas.
—¿ Es necesario esto ? Os exhorto a ambos, en nombre de la Diosa, a zanjar vuestra disputa. Pequé contra ti, Arturo, y contra ti, Gwydion. Es a mí a quien odiáis, y en el nombre de la Diosa os imploro...
—¿Qué me importa la Diosa? —Arturo apretó el pomo de Escalibur—. Siempre la he visto en tu cara, pero tú me volviste la espalda. Y como la Diosa me rechazaba, busqué otro Dios.
Y Gwydion dijo, mirándome con desprecio:
—Yo no necesitaba a la Diosa, sino a la mujer que me había dado a luz. Y tú me dejaste en manos de alguien que no temía a ningún dios.
Traté de exclamar: «¡No tenía alternativa! No pude escoger...» Pero ambos se embistieron con sus espadas, arremetiendo a través de mí como si estuviera hecha de aire. Y fue como si sus espadas se cruzaran dentro de mi cuerpo. Un momento después estaba nuevamente en Avalón, mirando con horror dentro del espejo, donde no se veía nada. Nada, salvo una creciente mancha de sangre en las aguas sagradas del Pozo. Notaba la boca seca y el corazón acelerado: en los labios, amargo, el sabor del desastre y la muerte.
¡Había fracasado! Había fallado a la Diosa, si en verdad existía alguna Diosa, aparte de mí; había fallado a Avalón, a Arturo, a mi hermano, a mi hijo, a mi amante. Cuanto había pretendido estaba en ruinas. En el cielo se encendía un débil rubor allí donde el sol no tardaría en asomar. Y supe que, más allá de las brumas de Avalón, Arturo y Gwydion se enfrentarían aquel día por última vez.
Mientras descendía a la orilla para invocar la barca, me pareció que las pequeñas gentes morenas me rodeaban por doquier; caminaba entre ellas como la sacerdotisa que había sido. Me encontré sola en la barca, pero segura de que había otras a mi lado: Morgana, la doncella, la que había enviado a Arturo contra el Macho rey; Morgana, la madre, desgarrada por el nacimiento de Gwydion; la reina de Gales del norte, invocando el eclipse para impeler a Accolon contra Arturo, y la reina Tenebrosa de las hadas... ¿ O era la Parca? Y mientras la barca se acercaba a la costa oí al último de los seguidores de Arturo.
—Mirad, mirad allí, la barca con las cuatro reinas en el amanecer, la barca encantada de Avalón...
Yacía allí, con el pelo pegajoso de sangre: mi Gwydion, mi amante, mi hermano... y a sus pies, muerto, Gwydion, mi hijo. Me incliné para cubrirle la cara con mi propio velo. Y supe que así terminaba una época. En tiempos pasados el ciervo joven había derribado al Macho rey para ocupar su puesto. Pero las cacerías habían terminado con los rebaños, el Macho rey acababa de matar al ciervo joven y ya nadie lo reemplazaría.
Y el Macho rey moriría a su vez… Me arrodillé a su lado.
—La espada, Arturo. Escalibur. Cógela y arrójala lejos, a las aguas del lago.
La Regalía Sagrada ya no estaba en este mundo; la última pieza, la Escalibur, tenía que ir tras el resto. Pero él protestó en susurros, aferrado a ella.
—No... Debo conservarla para quienes vengan después... La espada de Arturo, para convocarlos... —Luego miró a Lanzarote a los ojos—. Cógela, Galahad. ¿No oyes las trompetas de Camelot, que convocan a las legiones de Arturo? Cógela..., para los caballeros.
—No —dije delicadamente—. Esos tiempos han terminado. Nadie, después de ti, puede reclamar la espada de Arturo. —Le retiré delicadamente los dedos de la empuñadura—. Tómala, Lanzarote, pero arrójala a las aguas del lago. Que las brumas de Avalón la traguen para siempre.
Lanzarote me obedeció en silencio. No sé si me veía, ni por quién me tomaba. Luego acuné a Arturo contra mi pecho, sabiendo que su vida se esfumaba. Pero estaba más allá de las lágrimas.
—Morgana —susurró, con ojos desconcertados y llenos de dolor—. Morgana, ¿ todo esto fue por nada ? ¿Todo lo que hicimos, lo que intentamos hacer? ¿Por qué fallamos?
Era lo que yo también me preguntaba. Pero de algún sitio brotó la respuesta.
—Tú no fallaste, hermano, amor, hijo mío. Mantuviste el país en paz durante muchos años, para que los sajones no lo destruyeran. Alejaste las tinieblas durante toda una generación, hasta que se convirtieron en hombres civilizados, capaces de hacer música y de creer en Dios, y lucharán por salvar algo de los bellos tiempos pasados. Si a la muerte de Uther esta tierra hubiera caído en manos de los sajones, todo lo bello y lo bueno habría perecido para siempre en la Britania. Por eso digo que no fallaste, amor mío. Nadie sabe cómo hace la Diosa su voluntad, pero así ha de ser.
Aun entonces ignoraba si estaba diciendo la verdad o si sólo hablaba para reconfortarlo, como si fuera otra vez el niño que Igraine me había puesto en los brazos cuando yo misma era aún niña, diciéndome: «Morgana, cuida de tu hermano. » Y yo lo había hecho, lo haría siempre, aun más allá de la vida. ¿ O acaso había sido la misma Diosa la que me pusiera a Arturo en los brazos?
Arturo presionó con dedos ya débiles la gran herida abierta en su pecho.
—Si al menos tuviera... la vaina que tú me hiciste, Morgana... no estaría aquí, desangrándome... Soñé, Morgana... y en mi sueño te llamaba, pero no podía abrazarte...
Lo estreché contra mí. Con la primera luz del sol naciente vi que Lanzarote levantaba la Escalibur para arrojarla lejos. Voló por el aire girando, sobre sí misma; el sol centelleaba en ella como en el ala de un pájaro blanco. Luego cayó. No vi más; tenía los ojos nublados por las lágrimas y la luz creciente.
Luego oí la voz de Lanzarote:
—Vi que una mano surgía del lago... La mano cogió la espada y la blandió tres veces en el aire. Luego se sumergió con ella.
Yo no había visto nada: sólo el reflejo de la luz en un pez que rompió la superficie del agua. Pero no dudo que él viera lo que dijo.
—Morgana —susurró Arturo—, ¿eres tú, en verdad? No te veo. Está tan oscuro... ¿Se ha puesto el sol? Llévame a Avalón, Morgana, para que puedas curarme esta herida. Llévame a casa...
Su cabeza pesaba contra mi pecho como el niño en mis brazos de niña; pesaba como el Macho rey que viniera triunfalmente a mí. «Morgana —había dicho mi madre, impaciente—, cuida del pequeño...» Yo cargué con él para siempre; lo estreché contra mí y le enjugué las lágrimas con mí velo. Y él me cogió la mano.
—Pero si eres tú —murmuró—, eres tú, Morgana... Has vuelto a mí..., y eres tan joven y bella... Siempre veré a la Diosa con tu rostro... Morgana, no volverás a abandonarme, ¿verdad?
—No volveré a abandonarte, hermano mío, mi pequeño, mi amor —le susurré.
Lo besé en los ojos. Y murió, precisamente cuando se despejaba la bruma y el sol brillaba en las costas de Avalón.
Epílogo
La primavera del año siguiente Morgana tuvo un sueño extraño.
Soñó que estaba en la antigua capilla cristiana de Avalón, construida por José de Arimatea. Y allí, ante el altar donde había muerto Galahad, vio a Lanzarote con vestiduras de sacerdote, solemne y diáfano el rostro. En el sueño, ella se aproximó para recibir el pan y el vino, y Lanzarote le acercó el cáliz a los labios. Luego se arrodilló a su vez, diciéndole: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa. Pues todos los dioses son un mismo Dios y todos somos Uno, al servicio del Único.»
Y al coger la copa en las manos para acercarla a los labios de Lanzarote, lo vio joven y hermoso como antaño. Y vio que la copa era el Grial. Entonces él gritó, como al ver a Galahad arrodillado: «Ah, la luz... la luz...» Y cayó al suelo, inmóvil.
Morgana despertó en la aislada vivienda de Avalón, con ese grito de éxtasis reseñándole en los oídos. Pero estaba sola.
Era muy temprano y la bruma se espesaba sobre Avalón. Se vistió en silencio con el atuendo oscuro de las sacerdotisas, pero se ató el velo de modo que la media luna tatuada fuera invisible en su frente.
Salió a la quietud del alba, para descender hacia el Pozo Sagrado. En el silencio imperante percibía silenciosas pisadas tras ella. Nunca estaba sola: las gentes pequeñas y morenas la acompañaban siempre, aunque rara vez las viera; ella era su madre y su sacerdotisa, jamás la abandonarían. Pero cuando se acercó a la sombra de la antigua capilla cristiana, las pisadas fueron quedando atrás: no la seguirían a ese territorio. Morgana se detuvo ante la puerta.
Dentro de la capilla había un resplandor: el de la luz votiva que conservaban en el santuario. Por un momento, el recuerdo de su sueño fue tan real que sintió la tentación de entrar... pero no. No tenía nada que hacer en aquel lugar. Y el Grial. si en verdad estaba allí, había quedado fuera de su alcance.
No obstante, el sueño no la abandonaba. ¿,Habría sido una advertencia? Lanzarote era más joven que ella, pero ignoraba cómo corría el tiempo en el mundo exterior. Avalón se había hundido tanto en las brumas que podían pasar tres, cinco, siete años fuera mientras allí transcurría uno solo. Por eso tenía que actuar ahora, mientras aún podía moverse entre ambos mundos.
Se arrodilló ante el Santo Espino, pidiendo licencia al arbusto con una oración, y cortó un esqueje. No era el primero: en los últimos años, cada vez que alguien visitaba Avalón, fuera druida viajero o cristiano peregrino, ella le daba un brote del Santo Espino, para que éste aún pudiera florecer en el mundo exterior. Pero esto tenía que hacerlo con sus propias manos.
Nunca había pisado la otra isla, salvo para la coronación de Arturo, pero ahora invocó a la barca y, cuando estuvo en el centro del lago, la impulsó dentro de las nieblas. Cuando la embarcación se deslizó nuevamente hacia el sol, sobre las aguas se extendía la sombra larga de la iglesia. Se oía el suave tañer de una campana. Sus seguidores hicieron un gesto de miedo ante el sonido: tampoco allí la seguirían. Después de dejarla en tierra, sin ser vista, la barca se desvaneció nuevamente entre la bruma. Y entonces, con el cesto al brazo, como cualquier vendedora ambulante que llegara en peregrinaje, Morgana tomó el camino que ascendía desde la orilla.
«Hace apenas cien años, menos aún en Avalón, que estos mundos comenzaron a divergir, pero ya son diferentes.» Allí los árboles eran distintos, y también los caminos. Al pie de una pequeña colina se detuvo, desconcertada: en Avalón no había nada similar. Y entonces vio serpentear cuesta abajo, hacia la pequeña iglesia, una procesión de monjes que llevaban un cuerpo en un ataúd.
«Conque vi la verdad, aunque pareciera un sueño...» Los monjes lo dejaron en el suelo antes de llevarlo al interior de la iglesia. Entonces Morgana se adelantó para retirar el paño mortuorio que le cubría la cara.
Vio a Lanzarote, ojeroso y arrugado, mucho más viejo que la última vez. Pero fue sólo un instante. Luego vio solamente una dulce y maravillosa expresión de paz. Parecía sonreír, con la mirada mucho más allá. Y así supo en qué se habían posado sus ojos moribundos.
—Conque al fin hallaste tu Grial —susurró.
Uno de los monjes preguntó:
—¿Lo conocisteis en el mundo, hermana?
Y Morgana comprendió que, por su vestimenta oscura, la había tomado por una monja.
—Era... pariente mío.
«Primo, amante, amigo... Pero eso fue hace mucho tiempo. Al final fuimos sacerdote y sacerdotisa.»
—Eso me pareció —dijo el monje—. En la corte de Arturo lo llamaban Lanzarote, pero entre nosotros era Galahad. Estuvo con nosotros muchos años. Hace apenas unos días que se ordenó sacerdote.
«Conque viniste en busca de un Dios que no se burlara de ti, primo mío.»
Los monjes volvieron a levantar el ataúd. El que había hablado le dijo:
—Rezad por su alma, hermana.
Y Morgana inclinó la cabeza. No podía llorarlo tras haber visto en su rostro el reflejo de esa luz remota. Pero tampoco lo seguiría a la iglesia. «Aquí el velo es muy tenue. Aquí Galahad vio la luz del Grial, en la otra capilla, la de Avalón, y tocó el cáliz a través de los mundos, y así murió. Y aquí, por fin, Lanzarote ha seguido a su hijo.»
Morgana echó a andar lentamente por el sendero, medio decidida a abandonar su propósito. ¿Qué podía importar? Pero cuando se detuvo, vacilante, un anciano jardinero levantó la cabeza, arrodillado en un parterre de flores.
—No os conozco, hermana. No sois de las que viven aquí. ¿Venís en peregrinaje?
En cierto modo, así era.
—Busco la sepultura de una parienta mía, la Dama del Lago.
—Ah, sí, eso fue hace muchos años, durante el reinado de nuestro buen rey Arturo —dijo el hombre—. Se encuentra más allá, donde lo vean los peregrinos. Desde allí parte el sendero hacia el convento de las hermanas. Si tenéis hambre, allí os darán algo de comer.
«¿A eso hemos llegado? ¿Parezco una mendiga?» Pero el hombre no tenía mala intención, de modo que le dio las gracias y marchó en la dirección indicada.
Arturo había construido una noble tumba para Viviana, pero allí sólo había unos cuantos huesos que volvían lentamente a la tierra. ¿Por qué le había afectado tanto? Viviana no estaba allí. Sin embargo, al inclinar la cabeza ante el túmulo, se descubrió llorando.
Al cabo de un rato se le acercó una mujer de velo blanco y túnica oscura, no muy diferente a la suya.
—¿Por qué lloráis, hermana? La que aquí yace está en paz en manos de Dios; no necesita de lágrimas. ¿Quizás era parienta vuestra?
Morgana asintió con la cabeza.
—Siempre rezamos por ella —dijo la monja—. Aunque ignoro su nombre, dicen que fue amiga y benefactora de nuestro buen rey Arturo, en tiempos pasados.
Morgana también bajó la cabeza para murmurar una oración. Mientras rezaba resonaron las campanas y se echó atrás. ¿Sólo las campanadas y los salmos dolientes oía Viviana, en vez de las arpas de Avalón? Pero entonces recordó lo que había dicho Lanzarote en su sueño: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa, pues todos los dioses son un mismo Dios...»
—Acompañadme al claustro, hermana —dijo la monja, sonriendo—. Estaréis cansada y hambrienta.
Morgana llegó con ella hasta las puertas del convento, pero no quiso entrar.
—No tengo hambre —dijo—, pero si me dierais un poco de agua...
—Por supuesto. —La mujer de negro hizo una seña. Una muchacha llevó una jarra de agua y le sirvió una copa. Mientras Morgana se la llevaba a los labios, la monja explicó—: Sólo bebemos del pozo del cáliz. Es un lugar sagrado, ¿sabéis?
Fue como la voz de Viviana en sus oídos: «Las sacerdotisas sólo beben el agua del Pozo Sagrado.»
Sus dos compañeras inclinaron la cabeza ante una mujer que llegaba del claustro.
—Es nuestra abadesa —presentó la monja que la había guiado.
«La he visto antes», se dijo Morgana. Y mientras ese pensamiento cruzaba por su mente, la abadesa dijo:
—¿No me reconocéis, Morgana? Os creíamos muerta hace tiempo.
Ella le sonrió, preocupada.
—Lo siento..., es que no...
—No me recordáis, desde luego, pero os vi muchas veces en Camelot, cuando era mucho más joven. Soy Leonor, la esposa de Gareth; cuando mis hijos estuvieron criados vine a terminar mis días aquí. ¿Os trajo el funeral de Lanzarote? —Sonrió—. Tendría que decir «padre Galahad». pero me cuesta recordarlo. Y ahora que está en el cielo ya no tiene importancia. —Otra sonrisa—. Ya no sé quién reina ni si Camelot aún está en pie; hay guerra otra vez en el país, no como en los tiempos de Arturo. Todo aquello parece tan remoto...
—Vine a visitar la tumba de Viviana. Está sepultada aquí, ¿lo recordáis?
—He visto la tumba —dijo la abadesa—, pero aquello pasó antes de que yo llegara a Camelot.
—Tengo que pediros un favor. —Morgana tocó el cesto que llevaba al brazo—. Esto es del Santo Espino que crece en las colinas de Avalón; se dice que brotó del cayado que el padre adoptivo de Cristo clavó en la tierra. Me gustaría plantar un esqueje de esa planta en la tumba de Viviana.
—Plantadla, si queréis —dijo Leonor—. No creo que nadie se oponga. Me parece justo que esté aquí, en el mundo, y no escondido en Avalón. —Luego miró a Morgana, consternada—. ¡ Avalón! ¿Venís desde esa tierra pecaminosa?
«En otra época me habría enfadado con ella», pensó Morgana.
—No es pecaminosa, pese a lo que digan los curas, Leonor —aclaró delicadamente—. ¿Creéis que el padre adoptivo de Cristo habría clavado allí su cayado, si la tierra le pareciera maligna? ¿Acaso el Espíritu Santo no está en todas partes?
La mujer bajó la cabeza.
—Tenéis razón. Mandaré que algunas novicias os ayuden a plantarlo.
Habría preferido estar sola, pero sabía que era un gesto de amabilidad. Siempre había creído que las monjas de los conventos eran tristes y dolientes, pero las novicias eran criaturas inocentes y alegres como petirrojos. Le hablaron con animación de su nueva capilla y hasta le aconsejaron que descansara las piernas mientras cavaban el hoyo para el esqueje.
—¿Y es de vuestra familia, la que está sepultada aquí? —preguntó una de las muchachas—. ¿Sabéis leer lo que dice? Yo nunca imaginé que aprendería a leer, pues mi madre decía que no era adecuado, pero aquí me enseñaron a leer el libro de oraciones en latín. Mirad —dijo, orgullosa. Y leyó—: «El rey Arturo hizo este sepulcro para su tía y benefactora, la Dama del
Lago, muerta a traición en su corte de Camelot.» No puedo leer la fecha, pero fue hace mucho tiempo.
—Debió de ser muy santa —comentó otra—, pues se dice que Arturo fue el mejor y más cristiano de los reyes. ¡No habría enterrado aquí a ninguna mujer que no fuera una santa!
Morgana sonrió. Le hacían pensar en las muchachas de la Casa de las doncellas.
—Yo la amaba, aunque no la consideraría una santa. En vida, fue considerada por algunos una perversa hechicera.
—El rey Arturo no habría enterrado a una hechicera perversa entre gente santa —aseguró la niña—. En cuanto a las brujerías... bueno, en todas partes hay ignorantes que están dispuestos a creer bruja a quien sepa un poco más que ellos. ¿Vais a tomar los hábitos aquí, madre? —preguntó.
Morgana se sorprendió ante esa palabra; luego comprendió que se dirigían a ella con el mismo respeto que las doncellas de Avalón, como si ocupara entre ellas un grado superior.
—He hecho mis votos en otro lugar, hija mía.
—¿Vuestro convento es tan bonito como éste? La madre Leonor es bondadosa y aquí todas somos muy felices. Una vez hubo entre nosotras una mujer que fue reina. Se me ocurrió que os gustaría quedaros para rezar por el alma de vuestra parienta. —La muchacha se levantó para sacudirse la túnica oscura—. Ya podéis plantar vuestro esqueje, madre... ¿O preferís que yo lo ponga en la tierra?
—No, lo haré yo —dijo Morgana. Y se arrodilló para presionar la tierra blanda en torno a las raíces.
Mientras ella se levantaba, la muchacha dijo:
—Si queréis, madre, os prometo venir a rezar por ella todos los domingos.
Por algún motivo absurdo, Morgana sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Rezar siempre es bueno. Te estoy agradecida, hija mía.
—Y vos, en vuestro convento, rezad también por mí —añadió simplemente la joven, cogiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Dejad que os sacuda la túnica, madre. Ahora tenéis que conocer nuestra capilla.
Morgana iba a protestar. Al abandonar la corte de Arturo había jurado no pisar nunca más una iglesia cristiana. Pero esa niña se parecía tanto a sus jóvenes sacerdotisas que se dejó llevar a la iglesia.
«En este mismo sitio, en aquel otro mundo, debe de estar la iglesia en la que rinden culto los cristianos antiguos; algo del carácter sagrado de Avalón parece haberse filtrado entre los mundos, a través de las brumas», pensó. No se arrodilló ni hizo la señal de la cruz, pero inclinó la cabeza ante, el altar, hasta que la muchacha le tiró delicadamente de la mano.
—Venid a nuestra capilla, la de las hermanas. Venid, madre.
Morgana la siguió hasta la pequeña capilla lateral. Allí había flores: brazadas de flores de manzano, ante una estatua que representaba a una mujer velada y coronada por un halo de luz, con un niño en los brazos. Morgana aspiró una trémula bocanada de aire e inclinó la cabeza ante la Diosa.
—Aquí tenemos a la Madre de Cristo —dijo la muchacha—. María, sin pecado concebida. Dios es tan grande y terrible que siempre tengo miedo delante de su altar, pero aquí podemos venir como a nuestra Madre. Y tenemos estatuillas de nuestras santas: Magdalena, que amaba a Jesús y le secó los pies con su cabello, y Marta, que cocinó para él. Y aquí, una estatua muy antigua que nos dio nuestro obispo; es una santa de su tierra natal, llamada Brígida...
Al observar la estatua de Brígida, Morgana percibió el poder que manaba de ella, grandes oleadas que impregnaban la capilla.
«Pero Brígida no es una santa cristiana —pensó, inclinando la cabeza—, aunque así lo crea Patricio. Ésta es la Diosa tal como la adoran en Irlanda. Estas mujeres, aunque piensen otra cosa, sienten el poder de la Inmortal. Por mucho que la destierren, Ella prevalecerá. La Diosa jamás se apartará de la humanidad.»
Y Morgana, con la cabeza gacha, susurró la primera oración sincera que había pronunciado en una iglesia cristiana.
—Oh, mirad —dijo la novicia, cuando salieron nuevamente a la luz del día—, aquí también tenemos espinos santos, aunque no es el que plantasteis en la tumba de vuestra parienta.
«¿Y yo creí que podía mediar en esto?», se dijo Morgana. Así como todo lo consagrado se mudaba de Avalón al mundo de los hombres, donde era más necesario, así había llegado esa planta sagrada.
—Sí, tenéis el Santo Espino. Y en días venideros, mientras perdure este país, todas las reinas lo recibirán en Navidad, como prenda de quien reina tanto en el Cielo como en Avalón.
—No sé de qué estáis hablando, madre, pero os agradezco la bendición —dijo la joven novicia—. La abadesa os espera en la casa de huéspedes para desayunar con vos. Pero tal vez queráis rezar un rato en la capilla de la Señora. A veces la Santa madre puede aclararnos las cosas, si una está sola con Ella.
Morgana asintió sin poder hablar.
—Muy bien —dijo la muchacha—. Cuando estéis dispuesta, no tenéis más que ir a la casa de huéspedes.
Morgana volvió a la capilla y, con la cabeza inclinada, se dejó caer finalmente de rodillas.
—Perdóname, Madre —susurró—, por haber creído que tenía que hacer lo que, ahora bien lo veo, puedes obrar por ti misma. La Diosa está dentro de nosotros, sí, pero ahora sé que también estás en el mundo, ahora y siempre, así como en Avalón y en el corazón de todos los hombres y mujeres. Vive ahora también en mí y guíame: dime cuándo tengo que dejar que sólo se haga tu voluntad.
Pasó largo rato en silencio, de rodillas, con la cabeza inclinada. Por fin levantó la mirada, como si algo la obligara. Tal como la había visto en el altar de la antigua hermandad cristiana de Avalón, tal como la viera entre sus manos en el salón de Arturo, divisó una luz en el altar, y en las manos de la Señora... y la sombra, sólo la sombra de un cáliz.
«Está en Avalón, pero también aquí. Está en todas partes. Y quienes necesiten de un signo en este mundo lo verán siempre.»
Percibió un dulce perfume que no provenía de las flores. Y por un instante le pareció oír la voz de Igraine que le susurraba..., pero no distinguió las palabras... Y eran las manos de Igraine las que le tocaban la cabeza. Al levantarse, cegada por las lágrimas, cayó súbitamente sobre ella algo parecido a un torrente de luz:
«No, no fracasamos. Lo que dije a Arturo para consolarlo en su agonía era la verdad. Yo ejecuté la obra de la Madre en Avalón, hasta que quienes llegaron después de nosotros pudieron, por fin, traerla a este mundo. No fracasé: hice lo que Ella me había asignado. No fue Ella, sino yo, en mi orgullo, quien creí que podría haber hecho más.»
Fuera de la capilla el sol calentaba la tierra y había un fresco aroma de primavera en el aire. Cuando la brisa matinal movió los manzanos, Morgana vio que las flores darían fruta a su tiempo.
Volvió la cara hacia la casa de huéspedes. ¿Tenía que ir a desayunar con las monjas, hablar quizá de los viejos tiempos en Camelot? Morgana sonrió ligeramente. No; le despertaban la misma ternura que los manzanos en flor, pero aquel tiempo había pasado. Volvió la espalda al convento y descendió hacia el lago por el viejo camino de la costa. Por allí había un sitio donde el velo que separaba ambos mundos se volvía más sutil. Ya no necesitaba invocar la barca: le bastaba con cruzar aquellas brumas para entrar en Avalón. Su obra había concluido.
FIN
Acerca de la autora
Marion Zimmer Bradley nació en Albany. estado de Nueva York, y ha fallecido recientemente en Berkeley. California, a consecuencia de un ataque al corazón. Empezó a escribir siendo apenas una adolescente y, a los diecisiete años, ya había creado una revista para los amantes de la ciencia ficción. En 1964 se licenció por la Universidad Hardin-Simmons de Abilene, Texas, y más tarde siguió cursos de postgrado en la Universidad de Berkeley. Esta incansable escritora cuenta con una extensa obra que ha puesto de manifiesto su especial capacidad de fabulación dentro del género de literatura fantástica. Su fama se debe principalmente a la serie de Avalón, que comprende también The Forests of Avalon y Lady of Avalon, de próxima publicación con este sello editorial.