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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


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    LAS LLANURAS DEL TRANSITO (Jean M. Auel) - Parte 3

    Publicado en septiembre 12, 2010
    Parte 1, Parte 2


    33

    Jondalar cerró los ojos, incapaz de presenciar el último y violento instante de la vida de Ayla. Su propia vida carecería de sentido para él cuando ella hubiese desaparecido... Entonces, ¿por qué estaba allí de pie, temeroso de las lanzas amenazadoras cuando no le importaba vivir o morir? Tenía las manos atadas, pero sus piernas estaban libres. Tal vez pudiera correr hacía allí y derribar de un golpe a Attaroa.
    Oyó una conmoción cerca de la puerta del cercado, en el momento mismo en que decidió ignorar las afiladas lanzas y tratar de ayudar a Ayla. El ruido procedente del cercado distrajo a sus guardianas y entonces él se abalanzó repentinamente hacia delante, apartó las lanzas y corrió hacia las dos mujeres que se debatían en el suelo.
    De pronto, una mancha oscura pasó frente a las personas que observaban la escena, rozó la pierna de Jondalar y saltó sobre Attaroa. El impulso del ataque echó hacia atrás a la jefa y sus afilados y poderosos colmillos se cerraron sobre el cuello de la mujer y atravesaron la piel. La jefa se encontró de espaldas en el suelo, tratando de rechazar a una furia de dientes y piel que gruñía con ferocidad. Consiguió asestar una puñalada al cuerpo pesado y peludo antes de soltar el arma, pero el único resultado fue un gruñido siniestro y una desgarradura más profunda provocada por las mandíbulas que presionaban más y más, en un apretón que la privaba del aire.
    Attaroa trató de gritar mientras la oscuridad se cernía sobre ella, pero justo en ese momento, un afilado canino seccionó una arteria y el sonido que todos oyeron fue un gorgoteo horrible y un espantoso estertor. Después, la mujer alta y hermosa quedó inerte y ya no luchó. Siempre gruñendo, Lobo la sacudió para convencerse de que no ofrecía más resistencia.
    — ¡Lobo! —gritó Ayla, quien consiguió dominar su propia impresión y se sentó—. ¡Oh! ¡Lobo!
    Cuando el lobo soltó la presa, un caño de sangre brotó de la arteria seccionada y le salpicó. El animal se arrastró hacia Ayla, con la cola entre las patas en actitud de disculpa, como si pidiera la aprobación de su ama. La mujer le había ordenado que permaneciese oculto y él sabía que había desobedecido sus deseos. Sin embargo, al ver el ataque de que ella era víctima, se precipitó a defenderla, porque comprendió que corría peligro. Pero ahora no estaba seguro de la reacción que su desobediencia provocaría. Más que cualquier otra cosa, detestaba que la joven le reprendiese.
    Sin embargo, cuando Ayla abrió los brazos, tendiéndolos hacia él, comprendió enseguida que se había comportado bien y su trasgresión le era perdonada, por lo que se arrojó alegremente sobre ella. Ayla le abrazó, hundiendo el rostro en el pelaje de Lobo, mientras lágrimas de alivio brotaban de sus ojos.
    —Lobo, me has salvado la vida —sollozó. Él la miró, manchándole la cara con la sangre tibia y húmeda de Attaroa que conservaba sobre el hocico.
    Los habitantes del Campamento retrocedieron ante aquel espectáculo, contemplando boquiabiertos, maravillados, a la mujer rubia que abrazaba a un corpulento lobo que acababa de matar a otra mujer en un furioso ataque. Ella se había dirigido al animal con el vocablo mamutoi que significaba lobo, la cual era análoga al nombre con el que ellos designaban al cazador carnívoro, y sabían que estaba hablándole, exactamente como si él pudiera entenderla, del mismo modo que hablaba con los caballos.
    Por consiguiente, no tenía nada de extraño que aquella forastera no hubiera demostrado temor ante Attaroa. Su magia era tan poderosa que no sólo conseguía imponerse a los caballos, sino también a los lobos. Advirtieron que tampoco el hombre daba muestras de preocupación, y le vieron arrodillarse al lado de la mujer y el lobo. Incluso había ignorado las lanzas de las Lobas, quienes, atónitas, habían retrocedido unos pasos y permanecían a la expectativa. De pronto, descubrieron a un hombre detrás de Jondalar, ¡un hombre con un cuchillo! ¿De dónde lo habría sacado?
    —Jondalar, voy a quitarte las cuerdas —dijo Ebulan, mientras cortaba sus ligaduras.
    Jondalar miró alrededor cuando sintió las manos libres. Otros hombres se habían mezclado con la gente, varios más se dirigían hacia la hoguera tras haber abandonado el Cercado.
    — ¿Quién los ha puesto en libertad?
    —Tú —dijo Ebulan.
    — ¿Qué quieres decir? Yo estaba maniatado.
    —Pero nos diste los cuchillos... y el coraje para intentarlo —dijo Ebulan—. Ardemun se deslizó detrás de la mujer que estaba de guardia a la entrada y la golpeó con su báculo. Después, cortamos las cuerdas que cierran la entrada. Todos seguían con gran atención la lucha, y entonces apareció el lobo... —Su voz se apagó y sacudió la cabeza, mientras miraba a la mujer y al lobo.
    Jondalar no advirtió que el hombre estaba demasiado impresionado para continuar hablando, ya que había algo que le importaba mucho más.
    — ¿Estás bien, Ayla? ¿Te hirió? —preguntó, abrazando tanto a la mujer como al lobo. El animal pasó de lamer a Ayla a lamer a Jondalar.
    —Un pequeño rasguño en el cuello. No es nada —contestó ella, aferrándose al hombre y al excitado lobo—. Me parece que logró herir a Lobo, pero espero que no sea grave.
    —Jamás habría permitido que regresaras si hubiera imaginado que intentaría matarte, Ayla, y nada menos que aquí, en el festín. Pero debería haberlo pensado. Fui un estúpido, porque no comprendí cuán peligrosa era —dijo Jondalar, abrazando con fuerza a Ayla.
    —No; no eres ningún estúpido. Yo tampoco pensé que intentaría atacarme, y no supe cómo defenderme. De no haber sido por Lobo...
    Ambos miraron al animal, rebosantes de gratitud.
    —Debo reconocer que durante este Viaje hubo ocasiones en que quise dejar atrás a Lobo. Pensé que era una carga excesiva, que dificultaba aún más nuestro Viaje. Cuando descubrí que habías ido a buscarle después de cruzar el río de la Hermana me enojé mucho. La idea de que hubieras corrido peligro por causa suya me trastornó.
    Jondalar abarcó con ambas manos la cabeza del lobo y le miró a los ojos.
    —Lobo, lo prometo, jamás te dejaré atrás. Arriesgaré mi vida por salvar la tuya, bestia gloriosa y colérica —dijo el hombre, revolviendo el pelaje del animal y frotándole detrás de las orejas.
    Lobo lamió el cuello y la cara de Jondalar, y aferró entre sus mandíbulas con infinita suavidad el cuello y el mentón del hombre, para demostrarle su afecto. Lobo experimentaba casi los mismos sentimientos por Jondalar que por Ayla, y gruñó satisfecho ante la atención y la aprobación de que era objeto por parte de los dos.
    Pero la gente que estaba observando prorrumpió en exclamaciones, mezcla de asombro y temor cuando vio que el hombre exponía al animal su cuello vulnerable. Habían visto al mismo lobo apretar el cuello de Attaroa entre sus mandíbulas poderosas y matarla; por tanto, para ellos la actitud de Jondalar guardaba estrecha relación con la magia, puesto que revelaba un control inconcebible sobre los espíritus de los animales.
    Ayla y Jondalar se incorporaron, con el lobo entre ellos, mientras la gente vacilante les contemplaba, indecisa acerca de lo que se avecinaba. Varias personas miraron a S'Armuna. La mujer se adelantó hacia los visitantes, observando con cautela al lobo.
    —Al fin nos hemos librado de ella —dijo.
    Ayla sonrió. Adivinó la inquietud de la mujer.
    —Lobo no te lastimará —aseguró—. Atacó sólo para protegerme. S’Armuna advirtió que Ayla no traducía al zelandoni el nombre del animal, y advirtió que usaba la palabra como nombre propio de la bestia.
    —Es lógico que su muerte se haya producido por obra de un lobo. Sabía que habíais venido aquí por una razón concreta. Ya no estamos dominados por su fuerza, sojuzgados por su locura —dijo la mujer—. Pero, ¿qué haremos ahora?
    Era una pregunta retórica, que ella misma se hacía, en vez de estar dirigida a los oyentes.
    Ayla contempló el cuerpo inmóvil de la mujer que tan sólo unos momentos antes había manifestado tanta malevolencia pero también una vida tan vibrante, y la joven cobró conciencia de la fragilidad de la vida. De no haber sido por la intervención de Lobo, hubiera sido ella la que yacería muerta. Se estremeció al pensarlo.
    —Creo que alguien debería retirar el cuerpo y prepararlo para la sepultura. —Ayla habló en mamutoi, con el fin de ser entendida sin que fuera necesaria la traducción.
    — ¿Merece que la enterremos? ¿Por qué no arrojamos su cuerpo a los comedores de carroña? —inquirió una voz masculina.
    — ¿Quién habla? —preguntó Ayla.
    Jondalar conocía al hombre que se adelantó, un poco vacilante.
    —Me llaman Olamun —dijo.
    Ayla hizo un gesto de saludo.
    —Olamun, tienes derecho a sentirte irritado, pero Attaroa fue empujada a la violencia por la violencia que otros ejercieron sobre ella. El mal que había en su espíritu ansía perdurar, quiere dejarte un legado de su violencia. Abandona eso. No permitas que tu justa cólera te lleve a caer en la trampa tendida por el espíritu inquieto de esta mujer. Es hora de poner fin a ese sistema. Attaroa era un ser humano. Enterrémosla con la dignidad que ella no pudo encontrar en vida y dejemos en paz su espíritu.
    Jondalar se sorprendió ante la respuesta de Ayla, propia de un zelandoni, una respuesta sensata y moderada.
    Olamun asintió en silencio.
    —Pero, ¿quién la enterrará? ¿Quién la preparará? —preguntó Ayla a continuación.
    —Eso incumbe a La Que Sirve a la Madre —dijo S’Armuna.
    —Quizás con la ayuda de quienes fueron sus cómplices en esta vida —propuso Ayla, en vista de que el cadáver era excesivamente pesado y la mujer mayor no podía manipularlo sola.
    Todos se volvieron entonces para mirar a Epadoa y a las Lobas. Pareció que éstas estrechaban sus filas, como si cada una de ellas extrajera valor de las demás.
    —Y después, que la acompañen al otro mundo —dijo otra voz masculina.
    Hubo gritos de aceptación entre la gente y se produjo un movimiento de amenaza hacia las cazadoras. Epadoa se mantuvo firme y blandió su lanza.
    De pronto, una joven Loba se apartó de sus compañeras.
    —Yo nunca quise ser Loba. Sólo deseaba aprender a cazar, porque no quería pasar hambre.
    Epadoa la miró hostil, pero la joven adoptó una actitud desafiante.
    —Que Epadoa descubra lo que significa tener hambre —dijo de nuevo la voz masculina—. Que esté sin comer hasta que llegue al otro mundo. De ese modo, también su espíritu sentirá el hambre.
    La gente que avanzaba hacia las cazadoras y Ayla provocó en Lobo un gruñido de advertencia. Jondalar se arrodilló rápidamente para calmarle, pero su reacción hizo que la gente retrocediera. Miraron con cierto sobresalto a la mujer y al animal.
    —El espíritu de Attaroa todavía está entre nosotros —dijo Ayla sin preguntar esta vez quién había hablado—, alentando la violencia y la venganza.
    —Pero Epadoa debe pagar el mal que hizo.
    Ayla vio que la madre de Cavoa se adelantaba. Su joven hija embarazada estaba detrás, ofreciéndole apoyo moral.
    Jondalar se incorporó y permaneció de pie al lado de Ayla. No podía evitar el pensamiento de que la mujer tenía derecho a la venganza por la muerte de su hijo. Miró a S’Armuna. La Que Servía a la Madre debía ser la que contestara, se dijo Jondalar, pero también ella esperaba la respuesta de Ayla.
    —La mujer que mató a tu hijo ya se ha ido al otro mundo —habló Ayla—. Epadoa tendrá que pagar sólo por el mal que ella haya causado.
    —Tiene que pagar por mucho más. ¿Qué me dices del daño que infligió a estos niños? —Ebulan era quien hablaba. Retrocedió un paso para permitir que Ayla viera a dos jovencitos apoyados en un anciano de expresión cadavérica.
    Ayla se sobresaltó cuando vio al hombre; ¡por un instante pensó que estaba mirando a Creb! Era alto y delgado; en cambio el santón del Clan había sido bajo y robusto, pero su rostro arrugado y los ojos oscuros tenían el mismo aire de compasión y dignidad, y era evidente que despertaba la misma clase de respeto.
    El primer pensamiento de Ayla fue brindarle el gesto de respeto usado en el Clan, sentándose a sus pies y esperando que él la tocase el hombro, pero comprendió que esa actitud sería mal interpretada. Así pues, decidió ofrecerle la consideración de la cortesía formal. Se volvió hacia el hombre alto que se mantenía a su lado.
    —Jondalar, no puedo hablar de forma adecuada con este hombre sin una presentación en regla —dijo.
    Jondalar comprendió enseguida lo que ella sentía. También él experimentaba un sentimiento de especial respeto por el hombre. Se adelantó y condujo a Ayla junto al anciano.
    —S'Amodun, el muy respetado de los S'Armunai, te presento a Ayla, del Campamento del León de los Mamutoi, Hija del Hogar del Mamut, Elegida por el Espíritu del León Cavernario y Protegida por el Oso Cavernario.
    Ayla se sorprendió al oír que Jondalar agregaba la última parte. Nadie había designado al Oso Cavernario como protector de la joven, pero cuando pensó en ello, consideró que podía ser cierto, por lo menos a causa de Creb. El Oso Cavernario la había elegido —era el tótem de Mog-ur— y Creb aparecía con tanta frecuencia en los sueños de Ayla que ella estaba segura de que la guiaba y protegía, quizás con la ayuda del Gran Oso Cavernario del Clan.
    —S’Amodun de los S’Armunai da la bienvenida a la Hija del Hogar del Mamut —dijo el anciano, mientras sostenía entre las suyas las manos de Ayla. No era el único que consideraba el Hogar del Mamut como el más impresionante de los antecedentes de Ayla. La mayoría de las personas que estaban allí comprendían la importancia del Hogar del Mamut para los Mamutoi; la convertía en la igual de S’Armuna, La Que Servía a la Madre.
    Ésta pensó que lo del Hogar del Mamut aclaraba muchos de los interrogantes que se había planteado. Pero, ¿dónde estaba su tatuaje? ¿Acaso no se marcaba con un tatuaje a los que eran aceptados en el Hogar del Mamut?
    —Me complace que me des la bienvenida, Muy Respetado S’Amodun —dijo Ayla, hablando en s'armunai.
    —Conoces bien nuestra...lengua —el hombre sonrió—, pero acabas de decir dos veces lo mismo. Mi nombre es Amodun. S’Amodun significa «Muy Respetado Amodun» o «Muy Honrado», o lo que desees expresar y sobre lo cual quieras llamar especialmente la atención —explicó—. Es un título impuesto por la voluntad del campamento. No estoy seguro de merecerlo.
    Ella intuía el motivo por el que el anciano había hablado así.
    —Te agradezco la aclaración, S’Amodun —contestó Ayla, mientras bajaba los ojos y asentía con gratitud. De cerca, le recordaba todavía más a Creb, con sus ojos profundos, oscuros y luminosos, la nariz prominente, las cejas espesas y los rasgos en general acentuados. Tuvo que imponerse conscientemente a la educación recibida en el Clan, según la cual las mujeres no debían mirar directamente a los hombres, para alzar la cabeza y hablarle.
    —Te haré una pregunta —dijo ella, en mamutoi, lengua en la que se expresaba mejor.
    —Responderé si puedo —repuso S’Amodun.
    Ayla miró a los dos muchachos que estaban de pie, uno a cada lado del anciano.
    —La gente de este campamento quiere que Epadoa pague por el mal que hizo. Sobre todo estos niños han sufrido mucho por su causa. Mañana veré si puedo hacer algo para aliviarles. Pero, ¿qué castigo debe sufrir Epadoa por haber cumplido los deseos de su jefa?
    Involuntariamente, la mayoría de los presentes miró el cuerpo de Attaroa, todavía tendido donde Lobo lo había dejado; luego, centenares de ojos se clavaron en Epadoa. La mujer permanecía erguida inmutable, preparada para aceptar su castigo. En el fondo de su corazón, siempre había sabido que le llegaría el momento de pagar sus culpas.
    Jondalar miró a Ayla, un tanto atemorizado, diciéndose que había hecho exactamente lo que correspondía. Cualquier cosa que pudiera decir, incluso con el temeroso respecto que se había granjeado, las palabras de una extraña nunca serían aceptadas por aquella gente tan fácilmente como las pronunciadas por S’Amodun.
    —Creo que Epadoa debe pagar por el mal que hizo —dijo el hombre. Muchas personas asintieron satisfechos, en especial Cavoa y su madre—. Pero en este mundo, no en el otro. Tenías razón al decir que era hora de interrumpir la cadena de los acontecimientos infaustos. Ha habido un exceso de violencia y mucha maldad en este Campamento durante demasiado tiempo. Los hombres han sufrido mucho en los últimos años, pero algunos de ellos lastimaron primero a las mujeres. Ha llegado el momento de terminar con todo eso.
    —Entonces, ¿cómo pagará Epadoa sus culpas? —preguntó la dolorida madre—. ¿Cuál será su castigo?
    —No será un castigo, Esadoa, será una restitución. Debe devolver todo lo que cogió e incluso más. Puede empezar por Doban. No importa lo que la Hija del Hogar del Mamut pueda hacer por él, es improbable que Doban se recobre por completo. Sufrirá las consecuencias del mal por el resto de su vida. Odevan también padecerá, pero tiene madre y parientes. Doban no tiene madre ni parientes que lo cuiden, nadie que se ocupe de que aprenda un oficio o desarrolle una habilidad. Yo haría a Epadoa responsable de Doban, como si ella fuera su madre. Quizá nunca lo ame, y es posible que él la odie, pero ella debe asumir la responsabilidad.
    Hubo gestos de aprobación. No todos estaban de acuerdo, pero alguien tenía que cuidar a Doban. Aunque todos habían lamentado su sufrimiento, no era un joven apreciado cuando vivía con Attaroa, y nadie deseaba acogerle en su hogar. La mayoría consideró que si se oponían a la idea de S’Amodun, tal vez se les pidiera que abriesen sus puertas al joven.
    Ayla sonrió. Pensó que era una solución perfecta, y aunque al principio quizás existiera odio y falta de confianza, era posible que la relación llegara a ser más cordial. Era indudable que S’Amodun era un hombre sabio. La idea de la restitución parecía mucho más útil que el castigo, y además hizo que se le ocurriera algo.
    —Yo propondría otra sugerencia —dijo—. Este Campamento no está bien abastecido para el invierno y hacia la primavera todos podrían llegar a pasar hambre. Los hombres están débiles y hace muchos años que no han cazado. Lo más lógico es que muchos hayan perdido su destreza. En la actualidad, Epadoa y las mujeres adiestradas por ella son las mejores cazadoras del Campamento. Creo que sería sensato que ellas continuaran cazando; pero deben compartir la carne con todos.
    La gente asentía. La perspectiva de afrontar el hambre no era atractiva.
    —Apenas algunos de los hombres hayan recobrado las fuerzas y quieran comenzar a cazar, será responsabilidad de Epadoa ayudarles y cazar con ellos. El único modo de evitar el hambre en la primavera próxima es que las mujeres y los hombres cooperen. Un Campamento necesita la contribución de todos para prosperar. El resto de las mujeres y los hombres mayores o más débiles, deben recoger la mayor cantidad posible de alimento.
    — ¡Es invierno! Ahora no hay nada que recoger —rebatió una de las jóvenes Lobas.
    —Es cierto que en invierno no puede recogerse demasiado y que cosechar lo que haya exigirá trabajo; pero es posible hallar el alimento, y lo que se encuentre aliviará la situación —dijo Ayla.
    —Tiene razón —confirmó Jondalar—. He visto y comido alimentos que Ayla encontró, incluso en invierno. Es más, esta noche habéis saboreado algunas cosas que ella recogió. Recogió los piñones de los pinos que están cerca del río.
    —Los líquenes que les gustan a los renos son comestibles —dijo una de las mujeres más ancianas—, si se sabe cómo prepararlos.
    —Y el trigo, el mijo y otras plantas y hierbas todavía tienen semillas —añadió Esadoa—. Podemos recolectarlas.
    —Sí, pero tened cuidado con el raigrás. Puede contener elementos perjudiciales y a menudo fatales. Si tiene mal aspecto y huele mal, probablemente está repleto de hongos, y hay que evitarlos —aconsejó Ayla—. Pero ciertas bayas y frutos comestibles subsisten incluso hasta bien entrado el invierno; es más, descubrí un árbol que aún tenía algunas manzanas, y también es comestible la corteza interior de la mayor parte de los árboles.
    —Necesitaremos cuchillos —se preocupó Esadoa—, los que tenemos no son demasiado buenos.
    —Yo os fabricaré algunos —prometió Jondalar.
    —Zelandonii, ¿me enseñarás a fabricar cuchillos? —preguntó Doban.
    —Desde luego —la pregunta complació a Jondalar—; lo haré con mucho gusto, y también te enseñaré a hacer otras herramientas.
    —A mí también me gustaría aprender más acerca de eso —dijo Ebulan—. Nos harán falta armas para cazar.
    —Le enseñaré a todo el que desee aprender, o por lo menos le iniciaré. Se necesitan muchos años para llegar a la maestría. Quizás el verano próximo, si asistís a la Asamblea S’Armunai, encontraréis a alguien que continuará enseñándoos.
    La sonrisa del muchacho se convirtió en un gesto de contrariedad; comprendió que el hombre de elevada estatura no permanecería en el poblado.
    —Mientras permanezca aquí os explicaré todo lo que pueda —dijo Jondalar—. En este Viaje hemos tenido que fabricar muchas armas de caza.
    — ¿Qué me dices de ese... palo que arroja lanzas... como el que ella usó para liberarte?
    Era Epadoa quien había hablado, y todos se volvieron a mirarla. La jefa de las Lobas había permanecido en silencio y su repentino comentario les recordó que Ayla había liberado a Jondalar de sus ataduras con un tiro de lanza muy preciso desde bastante distancia. Les había parecido algo tan milagroso que la mayoría no creyó que se tratara de una habilidad que pudiera aprenderse.
    — ¿El lanzavenablos? Sí; les enseñaré a utilizarlo a todos los que estén interesados en ello.
    — ¿Incluidas las mujeres? —preguntó Epadoa.
    —Desde luego. Cuando hayáis aprendido a usar buenas armas de caza, no tendréis que ir al Río de la Gran Madre a empujar caballos para que caigan al abismo. Aquí contáis con uno de los mejores territorios de caza que he visto jamás... y está allí, cerca del río.
    —Así es —dijo Ebulan—. Recuerdo sobre todo que allí cazábamos mamuts. Cuando yo era niño, solían apostar un centinela y encender hogueras al divisar las futuras presas.
    —Me lo había imaginado —dijo Jondalar.
    Ayla sonreía.
    —Creo que la cadena está rompiéndose. Ya no se oye hablar al espíritu de Attaroa —dijo mientras acariciaba la piel de Lobo. A continuación se dirigió a la jefa de las Lobas—: Epadoa, cuando empecé aprendí a cazar depredadores de cuatro patas y entre ellos había lobos. El cuero del lobo debe ser cálido y útil para fabricar capuchas, y el lobo que amenaza en serio debe ser sacrificado; pero aprenderías más observando a los lobos vivos que tendiéndoles trampas y devorándolos después de muertos.
    Todas las Lobas se miraron unas a otras con expresión culpable. ¿Cómo lo sabía? Entre los S’Armunai la carne de lobo estaba prohibida y era considerada especialmente perjudicial para las mujeres.
    La jefa de las cazadoras escudriñó a la mujer rubia, tratando de descubrir en ella algo más de lo que se apreciaba a simple vista. Ahora que Attaroa había muerto y que ella sabía que no iban a matarla por lo que había hecho, experimentaba un sentimiento de liberación. Se alegraba de que todo hubiera concluido. La jefa había sido una mujer tan imperiosa que la joven cazadora había llegado a sentirse subyugada por aquélla, razón por la que solía hacer muchas cosas para complacerla, aunque ahora no le agradaba pensar en ello. En numerosas ocasiones le había disgustado tener que actuar como Attaroa quería, aunque no lo reconociese, ni siquiera en su fuero interno. Cuando vio al hombre de elevada estatura mientras ella y sus compañeras cazaban caballos, había confiado en que si se lo llevaba a Attaroa, ésta lo convertiría en su juguete, y tal vez fuese a salvar a alguno de los hombres del Campamento, prisioneros en el Cercado.
    No había deseado lastimar a Doban; sin embargo, temió que, de no cumplir las órdenes de Attaroa, la jefa la mataría de la misma manera en que había destruido a su propio hijo. ¿Por qué aquella Hija del Hogar del Mamut habría preferido a S’Amodun antes que a Esadoa, pidiéndole que la juzgara? Era una decisión que le había salvado la vida. Ya no sería fácil vivir en el Campamento. Muchos la odiaban, pero Epadoa agradecía la oportunidad de redimirse. Se ocuparía del niño, aunque él la detestase. Le debía eso al menos.
    Pero, ¿quién era aquella Ayla? ¿Había venido para acabar con la tiranía que Attaroa ejercía sobre el Campamento, como todos parecían creer? ¿Y qué decir del hombre? ¿Qué clase de magia poseía, que las lanzas no le alcanzaban? ¿Y cómo se las habían arreglado los hombres del cercado para conseguir cuchillos? ¿Era él quien les ayudó? ¿Montaban a caballo porque éste era el animal más cazado por las Lobas, pese a que el resto de los S’Armunai eran cazadores de mamuts, lo mismo que sus parientes los Mamutoi? ¿Era el lobo un espíritu lobo, que había venido a vengar a su especie? De una cosa sí estaba segura: jamás volvería a cazar lobos, y renunciaría a darse a sí misma el nombre de Loba.
    Ayla regresó al sitio donde se encontraba el cadáver de la jefa y vio a S’Armuna. La Que Servía a la Madre lo había presenciado todo pero había comentado poco, y Ayla recordó su angustia y su remordimiento. La habló directamente, en voz baja.
    —S’Armuna, aunque el espíritu de Attaroa se aleje por fin de este Campamento, no será fácil modificar las viejas costumbres. Los hombres han salido del Cercado —me alegro de que hayan logrado liberarse y estoy segura de que recordarán con orgullo este hecho—, pero pasará mucho tiempo antes de que olviden a Attaroa y los años que vivieron encerrados allí. Tú eres la que puede ayudar, pero será una grave responsabilidad.
    La mujer asintió. Se daba perfecta cuenta de que se le ofrecía la oportunidad de pagar por su actitud anterior, así como por haber abusado del poder de la Madre; era más de lo que se había atrevido a esperar. Ante todo, era necesario sepultar a Attaroa y convertirla en algo perteneciente al pasado. Con aire decidido se volvió hacia la gente.
    —Todavía hay comida. Concluyamos juntos este festín. Es hora de derribar la empalizada que fue levantada por los hombres y las mujeres de este Campamento; hora de compartir el alimento y el fuego, además del calor de la comunidad. Ha llegado el momento de que volvamos a ser un mismo pueblo, ninguno de cuyos miembros será más importante que otro. Todos poseéis cualidades y habilidades, y si cada uno contribuye y ayuda, este Campamento prosperará.
    Los hombres y las mujeres asintieron. Abundaban las parejas que habían vuelto a encontrarse, tras largos años de obligada separación. Otras personas se mezclaron con el resto para compartir el alimento, el fuego y la compañía humana.
    —Epadoa. —S’Armuna le hizo señas para que se acercara, mientras la gente comenzaba a comer. Cuando la cazadora estuvo a su lado, agregó—: Conviene trasladar el cuerpo de Attaroa y prepararlo para la sepultura.
    — ¿La llevaremos a su vivienda?
    —No —dijo S'Armuna tras vacilar unos segundos—. Llevadla al Cercado y depositadla en el refugio. Creo que los hombres deben disfrutar esta noche del calor de la vivienda de Attaroa. Muchos están débiles y enfermos. Quizás necesitemos esa morada durante algún tiempo. ¿Tienes tú sitio donde dormir?
    —Sí. Cuando podía separarme de Attaroa, dormía en casa de Unavoa.
    —En mi opinión deberías mudarte allí por ahora, si Unavoa y tú estáis de acuerdo.
    —Creo que a las dos nos gustará.
    —Después, nos ocuparemos de Doban.
    —Sí; lo haremos.
    Jondalar observó a Ayla que se alejaba con Epadoa y las cazadoras, transportando el cuerpo de la jefa, y se sintió orgulloso de ella y hasta algo sorprendido. En realidad, Ayla había demostrado sabiduría poniéndose a la altura del propio Zelandoni. Las únicas ocasiones en las que había visto antes a la joven asumir el control era cuando alguien estaba herido o enfermo, o bien necesitaba sus conocimientos específicos. Entonces, al pensar en ello, comprendió que todos los habitantes del poblado estaban heridos y enfermos. Quizás no fuera tan extraño que Ayla supiese cómo manejar la situación.
    Por la mañana, Jondalar fue a buscar a los caballos y a recoger las cosas que habían apartado al abandonar el curso del Río de la Gran Madre para seguir la pista de Whinney. Parecía como si aquel episodio hubiera sucedido mucho tiempo atrás, y en ese momento Jondalar comprendió que el Viaje se había retrasado considerablemente. Habían recorrido una parte tan grande de la distancia que él creía preciso salvar para llegar al glaciar, que llegó a tener la certeza de que realizarían la travesía con tiempo sobrado. Sin embargo, el invierno estaba ya muy avanzado y se encontraban demasiado lejos de la meta.
    El Campamento, desde luego, necesitaba ayuda, y Jondalar presentía que Ayla no partiría antes de haber hecho todo lo que ella considerase necesario. Recordó que también él había prometido, y estaba entusiasmado ante la perspectiva de enseñar a Doban y a los otros a trabajar el pedernal, así como a manejar el lanzavenablos; pero había comenzado a nacer en él una particular inquietud. Tenían que cruzar el glaciar antes de que el deshielo de primavera lo convirtiera en una zona demasiado traicionera; por consiguiente, debían ponerse en marcha cuanto antes.
    S’Armuna y Ayla cooperaron para examinar y tratar a los muchachos y los hombres del Campamento. Su ayuda fue demasiado tardía para uno de ellos, el cual murió en la vivienda de Attaroa la primera noche que pasó fuera del Cercado, de una gangrena tan avanzada que tenía ambas piernas paralizadas. Casi todos los demás necesitaban ser tratados de una herida o una enfermedad, y todos sin excepción estaban desnutridos. Por añadidura, de sus cuerpos se desprendía el hedor característico del cercado, y todos estaban increíblemente sucios.
    S’Armuna decidió no encender todavía el horno. No disponía de tiempo, aunque la hechicera pensaba que, en el momento oportuno, podría ser una poderosa ceremonia curativa. En lugar de ello, utilizaron el fuego encendido en la cámara interior para calentar agua destinada a los baños y el tratamiento de las heridas; pero lo que todos necesitaban especialmente era alimento y calor. Después de que las curadoras prestaron la ayuda posible, aquellos que no padecían heridas ni trastornos graves y tenían madres, compañeros o parientes con quienes convivir, se trasladaron a sus respectivas moradas.
    El estado en que se encontraban los niños y los adolescentes irritaba profundamente a Ayla. Incluso S’Armuna se sentía abrumada, sobre todo porque antes había cerrado los ojos ya que prefería ignorar la gravedad de la situación.
    Esa noche, después de compartir otra comida, Ayla y S’Armuna describieron algunos de los problemas con que se habían encontrado, explicaron las necesidades generales y respondieron a las preguntas que les fueron hechas. Pero el día había sido largo y Ayla, finalmente, expresó su necesidad de descansar. Cuando se puso en pie para partir, alguien formuló una última pregunta acerca de uno de los niños. Cuando Ayla contestó, otra mujer hizo un comentario acerca de la jefa perversa, achacando toda la culpa a Attaroa e inhibiéndose virtuosamente de toda responsabilidad. Semejante actitud provocó la ira de Ayla, quien entonces hizo unas declaraciones dictadas por la profunda cólera que había ido acumulándose en ella a lo largo de toda la jornada.
    —Attaroa fue una mujer fuerte, con una voluntad fuerte, pero por muy fuerte que sea una persona, dos personas, o cinco o diez son más fuertes. Si todos vosotros os hubierais mostrado dispuestos a resistir, habría sido posible poner coto a sus desafueros mucho antes. Por tanto, todos vosotros, como Campamento, hombres y mujeres, sois responsables en parte del sufrimiento de estos niños. y podéis estar seguros de que tanto ellos como los adultos sufrirán mucho tiempo a consecuencia de esta... esta abominación. —Ayla trató de contener su furia—. Tendrán que ser atendidos por todo el Campamento. Son responsabilidad vuestra, y será así por el resto de sus vidas. Han sufrido, y en su sufrimiento se convirtieron en los elegidos de Muna. Quien rehúse ayudarles tendrá que responder ante Ella.
    Ayla les volvió la espalda para salir, seguida de Jondalar, pero las palabras que la joven acababa de pronunciar tenían más importancia de lo que ella pensaba. La mayoría de la gente estaba convencida de que no era una mujer común y corriente, hasta el punto de que muchos afirmaban que era una encarnación de la Gran Madre Misma; una munai viva, en forma humana, que había aparecido para apoderarse de Attaroa y liberar a los hombres. Si no era así, ¿cómo podía explicarse el prodigio de los caballos, que acudían cuando ella silbaba? ¿O el del lobo, enorme incluso teniendo en cuenta que pertenecía a una especie norteña de animales corpulentos, el cual la seguía a donde quiera que ella iba, sentándose tranquilamente a sus pies, obediente a sus órdenes? ¿Acaso no era la Gran Madre Tierra quien había originado el espíritu de todos los animales?
    De acuerdo con los rumores, la Madre había creado tanto a los hombres como a las mujeres por una razón, y Ella les había otorgado el Don de los Placeres con el fin de que La honrasen. Los espíritus de los hombres y de las mujeres eran necesarios para crear vida nueva, y Muna había llegado para dejar bien claro que quien intentara crear de otro modo a Sus hijos cometería una abominación. ¿Acaso Ella no había traído al zelandonii para demostrarles lo que sentía? ¿Aquel hombre, que era la expresión de Su amante y compañero? Más alto y más apuesto que la mayoría de los hombres, con la piel clara y los cabellos rubios, como la luna. Jondalar advirtió un cambio en el trato que el Campamento le dispensaba, y eso le inquietaba. No le gustaba gran cosa.

    El primer día fue de intenso trabajo, a pesar de la colaboración de las dos curanderas y la ayuda de la mayor parte del Campamento, tanto que Ayla retrasó el tratamiento especial que deseaba aplicar a los niños que sufrían dislocaciones. S’Armuna incluso había aplazado el entierro de Attaroa. A la mañana siguiente, elegido el lugar, se cavó una tumba. Una sencilla ceremonia dirigida por La Que Servía devolvió por fin a la jefa al seno de la Gran Madre Tierra.
    Unos pocos incluso experimentaron cierto pesar. Epadoa había creído que no sentiría nada; sin embargo, no era así. A causa de la actitud de la mayoría del Campamento, no podía expresar nada, pero Ayla adivinó, gracias al lenguaje del cuerpo de Epadoa, a sus posturas y expresiones, que la mujer trataba de contenerse. También el comportamiento de Doban era extraño, y Ayla supuso que tenía que luchar con sus emociones contradictorias. Durante la mayor parte de su breve vida, Attaroa había sido la única madre que Doban había conocido. Se había sentido traicionado cuando ella le volvió la espalda, pero el amor de Attaroa siempre había sido inconstante, y Doban, por mucho que se lo propusiera, no podía ignorar por completo los lazos de afecto que le habían unido a aquella mujer.
    Había que liberar el dolor. Ayla lo sabía por la experiencia acumulada a través de sus propias pérdidas. Se había propuesto intentar el tratamiento del muchacho inmediatamente después del entierro. Pero ahora se preguntaba si no sería conveniente esperar más. Tal vez no fuera aquel el día apropiado para intentarlo, aunque era posible que la necesidad de concentrar la atención en otra cosa les beneficiase a ambos. Se acercó a Epadoa en el camino de regreso al campamento.
    —Intentaré arreglar la pierna dislocada de Doban y necesitaré ayuda. ¿Quieres colaborar conmigo?
    — ¿No sería demasiado doloroso para él? —preguntó Epadoa. Recordaba muy bien los gritos de dolor de Doban y comenzaba a adoptar una actitud protectora con respecto al muchacho. No era su hijo, pero, por lo menos, estaba a su cargo, y ella se tomaba en serio el asunto. Además, estaba segura de que su propia vida dependía de que lo hiciera.
    —Le dormiré. No sentirá nada, aunque sufrirá algo cuando despierte, y tendrá que moverse con mucho cuidado durante algún tiempo —explicó Ayla—. No podrá caminar.
    —Le llevaré en brazos —dijo Epadoa. Cuando regresaron a la morada grande, Ayla explicó al muchacho que iba a tratar de enderezarle la pierna. Doban intentó alejarse de ella, dominado por el temor, y cuando vio que Epadoa entraba en la vivienda, sus ojos expresaron verdadero terror.
    — ¡No! ¡Me hará daño! —gritó Doban al ver a la Loba. Si hubiera podido echar a correr, con gusto lo habría hecho.
    Epadoa se detuvo, erguida y rígida, junto al lecho que el joven ocupaba.
    —No te lastimaré. Te lo prometo. Jamás volveré a hacerte daño —aseguró—. Y no permitiré que nadie te lastime... tampoco esta mujer.
    El la miró, aprensivo, pero deseoso de creerla. Necesitaba desesperadamente creerla.
    —S’Armuna, asegúrate de que entiende lo que voy a decirle —pidió Ayla. Después, se inclinó hasta clavar su mirada en los ojos asustados de Doban.
    —Escucha, Doban, te daré una bebida. No tiene muy buen sabor, pero de todos modos deseo que la bebas. Al poco rato empezarás a sentir mucho sueño. Cuando te pase, debes acostarte aquí mismo. Mientras duermes, trataré de arreglar tu pierna, de ponerla en la posición que tenía antes. No lo notarás, porque estarás durmiendo. Cuando despiertes, sentirás un poco de dolor, pero también es posible que la pierna haya mejorado. Si te duele demasiado, dímelo, o díselo a S’Armuna o a Epadoa, alguien te acompañará todo el tiempo, y ellas te traerán algo de beber que te aliviará. ¿Entiendes?
    — ¿Zelandon vendrá aquí a verme?
    —Sí, le traeré ahora mismo, si lo deseas.
    — ¿Y S’Amodun?
    —Sí, los dos, si así lo deseas.
    — ¿Y no permitirás que ella me lastime? —Doban miraba a Epadoa.
    —Lo prometo. No le permitiré que te haga daño. No permitiré que nadie te haga daño. Doban miró a S’Armuna, y después a Ayla.
    —Dame la bebida —dijo.
    El proceso no fue diferente del trabajo que había hecho Ayla con el brazo roto de Roshario. La bebida relajó los músculos del paciente y le adormeció. Fue necesario un gran esfuerzo físico para enderezar la pierna, pero cuando ésta recuperó la posición correcta, todos lo advirtieron. Ayla comprendió que la pierna había sufrido daño y que nunca volvería a su estado inicial; pero el cuerpo de Doban parecía ahora casi normal.
    Epadoa retornó a la vivienda grande, pues la mayoría de los hombres y los muchachos se habían distribuido en las moradas de sus parientes, y permaneció casi constantemente al lado de Doban. Ayla percibió los comienzos vacilantes de la confianza que comenzaba a establecerse entre ellos. Tenía la certeza de que eso era precisamente lo que S’Amodun había previsto.
    Realizaron la misma operación con Odevan, pero Ayla temió que el proceso de curación en este caso sería más difícil, y que en el futuro la pierna de Odevan tendería a salirse de su sitio y a dislocarse con facilidad.
    Ante Ayla, S’Armuna se sentía impresionada y un tanto temerosa, preguntándose en su fuero interno si los rumores acerca de la joven no encerrarían una parte de verdad. Parecía una mujer común y corriente, hablaba, dormía y compartía los Placeres con el hombre alto y rubio, como cualquier otra mujer, pero su conocimiento sobre la vida vegetal y las propiedades médicas de cada planta era extraordinario. Todos lo comentaban. Merced a su cooperación con Ayla, se acrecentó el prestigio de S'Armuna, y aunque la hechicera aprendió a dominar el sentimiento de temor frente al lobo, era imposible verle al lado de Ayla y no creer que la joven controlaba el espíritu del animal. Cuando él no la seguía, sus ojos no la perdían de vista. Sucedía lo mismo con el hombre, aunque lógicamente su actitud no despertaba tanta curiosidad.
    La mujer mayor no prestaba demasiada atención a los caballos, porque éstos estaban pastando la mayor parte del tiempo. Ayla decía que se sentía contenta de permitir que descansaran. En cualquier caso, S'Armuna había visto a Ayla y Jondalar montándolos. El hombre cabalgaba con bastante destreza en el corcel castaño, pero ver a la joven a lomos de la yegua inducía a pensar que formaban una unidad perfecta.
    No obstante, La Que Servía a la Madre observaba una actitud escéptica. Había sido adiestrada por los Zelandonii y sabía que, a menudo, eran alentadas tales ideas. Había aprendido y utilizado con frecuencia los trucos para desorientar a la gente, la manera de inducir a hombres y mujeres a creer lo que ellos deseaban creer. No concebía esos métodos como una forma de engaño —nadie estaba más convencida que la propia S'Armuna de la validez de su vocación—, pero utilizaba los medios que tenía al alcance de la mano para allanar el camino y persuadir a otros de que la siguieran. A menudo era factible ayudar a la gente valiéndose de tales recursos, sobre todo cuando se trataba de individuos cuyos problemas y enfermedades carecían de causa discernible —excepto, tal vez, las maldiciones de seres perversos y poderosos.
    Aunque S’Armuna no estaba dispuesta a aceptar todos los rumores, tampoco los refutaba. Los habitantes del Campamento deseaban creer que todo lo que Ayla y Jondalar decían equivalía a un pronunciamiento de la Madre, y S’Armuna utilizaba esta convicción para fomentar algunos cambios necesarios. Por ejemplo, cuando Ayla habló de un Consejo Mamutoi de Hermanas y del Consejo de Hermanos, S’Armuna organizó el Campamento y logró que se designaran consejos análogos. Cuando Jondalar mencionó la posibilidad de buscar a alguien de otro Campamento, con el fin de que continuara la instrucción en el oficio de trabajar el pedernal, es decir, las enseñanzas que él había comenzado a impartir, S'Armuna impulsó el plan de enviar una delegación a otros Campamentos S’Armunai con el propósito de renovar los lazos de afecto y amistad con parientes y amigos, restableciendo así las relaciones.
    Una noche en que hacía mucho frío y el cielo estaba tan claro que las estrellas brillaban en lo alto, un grupo de personas se reunió frente a la entrada de la amplia morada de la ex jefa, lugar que se estaba convirtiendo en un centro de actividades comunitarias después de haber servido como un centro hospitalario en el que se atendía y rehabilitaba a los heridos y tullidos. Hablaban de las misteriosas luces que parpadeaban en el cielo, y S’Armuna respondía a las preguntas o sugería interpretaciones. Tenía que pasar tanto tiempo allí —curando con medicinas y ceremonias, o bien reuniéndose con la gente para trazar planes y analizar problemas— que había comenzado a trasladar algunas de sus cosas, y a menudo dejaba solos en su pequeña morada a Ayla y a Jondalar. La organización comenzó aparecerse a la de otros campamentos y cavernas conocidos por Ayla y Jondalar con la residencia de La Que Servía a la Madre transformada en punto de reunión de la gente.
    Después de que los dos visitantes se apartaran de los que contemplaban las estrellas, alejándose seguidos por Lobo, alguien preguntó a S’Armuna acerca del lobo que nunca se separaba de Ayla. La Que Servía a la Madre señaló uno de los puntos luminosos en el cielo.
    —Ésa es la estrella del Lobo —fue todo lo que dijo.

    Los días pasaron deprisa. Cuando los hombres y los muchachos comenzaron a recobrarse y ya no la necesitaron como curandera, Ayla decidió acompañar a los que buscaban los escasos alimentos invernales. Jondalar estaba atareado enseñando su oficio y el modo de fabricar los lanzavenablos y emplearlos para cazar con ellos. El campamento comenzó a acumular una diversidad de alimentos que podían ser conservados y almacenados fácilmente cuando la temperatura era muy baja; sobre todo, se hacía acopio de carne. Al principio habían tropezado con algunas dificultades para acostumbrarse a la nueva organización, y varios hombres se habían instalado en viviendas que las mujeres consideraban suyas. Pero poco a poco comenzaban a allanarse los obstáculos.
    S’Armuna consideró que era el momento oportuno para cocer las figuras en el horno, e incluso había hablado con sus dos visitantes de la posibilidad de organizar una nueva Ceremonia del Fuego. Estaban en el lugar en el que había sido instalado el horno de cerámica, utilizando parte del combustible recogido durante el verano y el otoño para alimentar el fuego, tanto con fines médicos como para el uso cotidiano. S’Armuna explicó que sería necesario obtener más combustible, y eso significaría mucho trabajo.
    —Jondalar, ¿puedes fabricar algunas herramientas para cortar árboles? —preguntó.
    —Estoy dispuesto a fabricar hachas, mazos y cuñas, lo que quieras; pero lo malo es que los árboles verdes no arden bien.
    —También quemaré hueso de mamut; claro que para eso primero necesitamos encender un fuego muy vivo, y tiene que arder mucho tiempo. Hace falta gran cantidad de combustible para realizar la Ceremonia del Fuego.
    Cuando salieron del pequeño refugio, Ayla volvió los ojos hacia el lugar que ocupaba el Cercado. Aunque la gente había estado utilizando fragmentos del material, no lo habían demolido. Ayla había mencionado en cierta ocasión que las estacas podían usarse para construir un espacio cerrado, una especie de corral que serviría para encerrar a los animales. A raíz de este comentario, los habitantes del Campamento tendían a evitar la utilización de la madera; y ahora que todos se habían acostumbrado a su presencia, casi no la veían.
    —No necesitáis talar árboles —dijo Ayla de repente—. Jondalar puede fabricar herramientas para cortar la madera que os permitirán aprovechar las tablas del Cercado.
    Miraron la empalizada con ojos distintos; S’Armuna incluso vio más allá. Empezó a concebir los planes para su nueva ceremonia.
    — ¡Eso es perfecto! —exclamó—. ¡Destruiremos este lugar y comenzaremos una ceremonia nueva y beneficiosa! Podrá participar todo el mundo, y todos se alegrarán de ver que el Cercado desaparece. Será un comienzo nuevo para nosotros y también vosotros lo presenciaréis.
    —No estoy muy seguro de eso —dijo Jondalar—. ¿Cuánto tiempo durará?
    —No podemos darnos excesiva prisa. Esto es demasiado importante para nosotros.
    —Es lo que pensaba. Tenemos que marcharnos pronto.
    —Pero la época más fría del año no tardará en llegar —objetó S’Armuna.
    —Y poco después se iniciará el deshielo de primavera.
    —S’Armuna, tú atravesaste el glaciar. Te consta que podemos cruzarlo únicamente en invierno. Prometí a algunos losadunai visitarles en su Caverna en el camino de regreso y que pasaríamos unos días con ellos. Aunque no nos detengamos allí mucho tiempo, sería un lugar apropiado para descansar y prepararnos para cruzar.
    —Entonces —S’Armuna hizo un gesto de asentimiento—, aprovecharé la Ceremonia del Fuego para anunciar vuestra partida. Muchos de nosotros concebimos la esperanza de que permaneceríais aquí, y todos lamentaremos vuestra ausencia.
    —Confiaba en la posibilidad de presenciar una Ceremonia del Fuego —dijo Ayla—, y de conocer al bebé de Cavoa, pero Jondalar tiene razón. Es hora de que partamos.
    Jondalar decidió fabricar enseguida las herramientas para S’Armuna. Había descubierto en las inmediaciones del Campamento una provisión de buen pedernal, y con la ayuda de dos de los habitantes fue a buscar la cantidad suficiente para hacer hachas y otros instrumentos destinados a cortar la madera. Ayla se dirigió a la pequeña morada para recoger las pertenencias de los dos y ver si les hacía falta algo más. Acababa de distribuirlo todo en el suelo, cuando oyó un ruido en la entrada. Levantó la mirada y vio a Cavoa.
    —Ayla, ¿te molesto? —preguntó ésta.
    —No, pasa.
    La joven, con su avanzado embarazo, entró en la vivienda y se acercó al borde de una plataforma para dormir situada enfrente de Ayla.
    —S’Armuna me ha dicho que os marcháis.
    —Sí; dentro de un día o dos.
    —Pensé que os quedaríais para asistir a la Ceremonia del Fuego.
    —Yo lo deseaba, pero Jondalar ansía partir cuanto antes. Dice que debemos cruzar un glaciar antes de la primavera.
    —He hecho una cosa para ti, algo que pensaba darte después de la Ceremonia —dijo Cavoa, sacando un envoltorio de cuero que guardaba entre sus ropas—. Todavía deseo dártelo, pero si se moja se estropeará.
    Entregó el envoltorio a Ayla, quien, al abrirlo, descubrió en su interior una cabecita de leona, exquisitamente modelada en arcilla.
    — ¡Cavoa! Es hermosa. Más que hermosa. Es la esencia de una leona cavernaria. Ignoraba que fueses tan hábil.
    La joven sonrió.
    — ¿Te gusta?
    —Conocí a un hombre, un mamutoi, que hacía obras en marfil, un excelente artista. Me enseñó a mirar las cosas talladas y pintadas, a apreciar su valor y sé que esto le hubiera gustado mucho —aseguró Ayla.
    —He tallado figuras en madera, marfil y asta. Lo he hecho desde que tuve uso de razón. Por eso S’Armuna me pidió que trabajara con ella. S’Armuna ha sido maravillosa conmigo. Trató de ayudarnos... También fue buena con Omel. Permitió que Omel mantuviera el secreto y nunca le exigió nada, a diferencia de lo que habrían hecho algunos. Muchas personas sentían una enorme curiosidad.
    Cavoa bajó los ojos y pareció luchar por contener las lágrimas.
    —Creo que echas de menos a tus amigos —dijo dulcemente Ayla—. Seguramente fue difícil para Omel mantener un secreto así.
    —Omel tenía que hacerlo.
    — ¿A causa de Brugar? Según S’Armuna parece ser que Brugar profirió terribles amenazas.
    —No, no a causa de Brugar ni de Attaroa. No me gustaba Brugar, y recuerdo que él atribuía a Attaroa la culpa del defecto físico de Omel... aunque en esa época yo era pequeña; pero creo que temía a Omel más de lo que Omel le temía a él, y Attaroa conocía la razón.
    Ayla adivinó lo que inquietaba a Cavoa.
    —Y tú también la conocías, ¿verdad?
    La joven frunció el ceño.
    —Sí —murmuró; después miró a Ayla—. Confiaba en que estarías aquí cuando llegase el momento. Quiero que todo salga bien con mi hijo, no como...
    No era necesario añadir más. Cavoa temía que su hijo naciera con alguna anormalidad, y decirlo claramente la asustaba aún más.
    —Bien; todavía no me he ido, ¿y quién sabe? Creo que puedes tener ese hijo de un momento a otro —afirmó Ayla—. Quizás estaremos aún aquí.
    —Así lo espero. ¡Ya has hecho tanto por nosotros! Ojalá hubieseis llegado antes de que Omel y los otros...
    Ayla vio lágrimas en los ojos de la joven.
    —Sé que echas de menos a tus amigos, pero pronto darás a luz tu propio hijo, el hijo de tu cuerpo. Creo que eso te ayudará. ¿Has pensado en algún nombre?
    —Durante mucho tiempo no me preocupé de eso. Sabía que no tenía mucho sentido pensar en el nombre de un varón, y no sabía si me permitirían elegir el nombre de una niña. Pero ahora, si es varón, no sé si ponerle el nombre de mi hermano, o... de otro hombre que conocí. Pero si es una niña, quiero que lleve el nombre de S’Armuna. Ella me ayudó a... verme con él...
    Un sollozo de angustia interrumpió sus palabras. Ayla abrazó a la joven. El dolor tenía que manifestarse y era bueno que ella lo expresara. El Campamento aún estaba saturado de un sufrimiento del que tenía que liberarse. Ayla confiaba en que la ceremonia planeada por S’Armuna contribuiría a mejorar la situación. Cuando al fin cesaron sus lágrimas, Cavoa se apartó un poco y se limpió los ojos con el dorso de la mano. Ayla miró en torno suyo para buscar algo que darle a la joven y enjugar sus lágrimas. Abrió entonces un paquete que llevaba consigo desde hacía varios años y entregó a la joven la envoltura de cuero suave. Pero cuando Cavoa vio lo que había adentro, sus ojos se abrieron como platos, en un gesto de incredulidad. Era una munai, la figurilla de una mujer tallada en marfil; pero esa munai tenía cara, ¡y la cara era la de Ayla!
    Desvió la mirada, como si hubiera visto algo que no debía contemplar, se enjugó las lágrimas y salió deprisa sin aceptar el obsequio. Ayla frunció el ceño mientras devolvía la talla realizada por Jondalar a la protección del cuero suave. Comprendía que había asustado a Cavoa.
    Trató de apartarla de su mente, ocupándose en guardar sus escasas pertenencias. Cogió el saquito que contenía las piedras de hacer fuego y lo vació para ver cuántos restos metálicos de la pirita de hierro amarillo—grisácea le quedaban aún. Quería regalar un trozo a S’Armuna, pero no sabía si sería fácil encontrarla en abundancia cerca del hogar de Jondalar, y Ayla deseaba reservar algunas para regalarlas a los parientes del hombre. Decidió separarse de una, pero sólo una, y eligió un nódulo de buen tamaño, guardando el resto de nuevo.
    Al salir, Ayla vio que Cavoa abandonaba la vivienda grande, en el momento mismo en que ella entraba. Sonrió a la joven, quien respondió con una sonrisa nerviosa, y una vez dentro de la casa, Ayla tuvo la impresión de que S’Armuna la miraba de un modo extraño. Al parecer, la talla de Jondalar había originado cierta inquietud. Ayla esperó a que otra persona saliera de la vivienda, para quedarse a solas con S’Armuna.
    —Tengo algo que quiero darte antes de partir; algo que descubrí cuando vivía sola en mi valle —dijo, y abrió la mano para mostrar la piedra—. Se me ha ocurrido que podría serte de utilidad para tu Ceremonia del Fuego.
    S’Armuna miró la piedra, y después a Ayla, con una expresión interrogadora en su semblante.
    —Sé que parece increíble, pero en esta piedra hay fuego. Te lo demostraré.
    Ayla se aproximó al hogar, apartó la yesca que los S’Armunai usaban, y reunió pequeñas astillas alrededor del tejido esponjoso y seco de la espadaña. Luego se inclinó y golpeó la pirita con el pedernal. Saltó una chispa grande y candente que cayó sobre la yesca, y cuando Ayla sopló encima, surgió milagrosamente una llamita. Agregó más astillas para alimentarla, y al levantar la mirada vio que la aturdida mujer la contemplaba incrédula.
    —Cavoa me dijo que vio una munai con tu cara, y ahora haces fuego. ¿Eres... eres lo que dicen que eres?
    —Jondalar creó esa talla por el amor que me profesaba —sonrió Ayla—. Dijo que deseaba capturar mi espíritu, y después me la regaló. No es una donii ni una munai. Es tan sólo un símbolo de sus sentimientos; por mi parte, desde mañana te enseñaré de buena gana cómo se hace fuego. No se trata de mí, sino de algo que hay en la piedra.
    — ¿Puedo pasar? —La voz procedía de la entrada, y las dos mujeres se volvieron a mirar a Cavoa—. Olvidé mis manoplas, y vengo a buscarlas.
    S’Armuna y Ayla se miraron.
    —No veo inconveniente —dijo Ayla.
    —Al fin y al cabo Cavoa es mi ayudanta —observó S'Armuna.
    —Entonces, os enseñaré a las dos cómo funciona la piedra del fuego.
    Después de repetir el proceso, invitó a S’Armuna y Cavoa a que probaran suerte. Con ello consiguió que las dos mujeres se sintieran más tranquilas, aunque no menos asombradas ante las propiedades de la extraña piedra. Cavoa incluso tuvo valor suficiente para preguntarle a Ayla acerca de la munai.
    —Esa figura que me enseñaste...
    —Jondalar la hizo para mí, al poco tiempo de conocernos. Su propósito fue demostrar lo que sentía por mí —explicó Ayla.
    —Eso significa que si yo deseara demostrar a una persona lo mucho que me importaba, ¿podría hacer una talla que reprodujera el rostro de esa persona? —preguntó Cavoa.
    —Claro que sí. Cuando tallas una munai, sabes por qué lo haces. En tu interior experimentas un sentimiento especial, ¿no es verdad?
    —Sí; y también existen ciertos ritos —dijo la joven.
    —Creo que la diferencia estriba en el sentimiento que pongas en ello.
    —Por lo tanto, yo podría tallar la cara de alguien, si el sentimiento que pusiera en ello fuese positivo.
    —No creo que hubiera nada de malo. Además, Cavoa, eres una excelente artista.
    —Pero quizás sería mejor —advirtió S'Armuna— que no tallaras la figura entera. Si te limitases a la cabeza, no habría confusión.
    Cavoa asintió para indicar que estaba de acuerdo; después, las dos miraron a Ayla como si esperaran la aprobación de la visitante. En lo más hondo de sus pensamientos las dos mujeres todavía se preguntaban quién era en realidad la forastera.

    Ayla y Jondalar despertaron a la mañana siguiente con la intención de partir, pero en el exterior la nieve seca caía con tanta fuerza que incluso resultaba difícil ver las restantes casas del poblado.
    —No creo que debamos partir hoy, con una ventisca como ésta —dijo Jondalar, aunque detestaba la idea de retrasarse—. Espero que amaine pronto.
    Ayla salió al campo y silbó llamando a los caballos, pues deseaba comprobar que estaban bien. Se sintió aliviada cuando les vio aparecer surgiendo de la bruma de la nieve impulsada por el viento, y los condujo a un lugar que estaba más cerca del Campamento, el cual se encontraba protegido del viento. Al regresar, pensaba en el viaje de retorno al Río de la Gran Madre, pues era ella la que conocía el camino. Estaba tan enfrascada en sus pensamientos que, al principio, no oyó su nombre murmurado por una voz.
    — ¡Ayla! —Ahora el murmullo era más audible. Ayla miró alrededor y vio a Cavoa en una esquina de la pequeña vivienda; la joven se ocultaba y le hacía señas.
    — ¿Qué sucede, Cavoa?
    —Quiero mostrarte algo, y saber si es de tu gusto —dijo la joven.
    Cuando Ayla se acercó, Cavoa se quitó la manopla. Tenía en la mano un objeto pequeño y redondeado, del color del marfil de mamut. Lo depositó con cuidado en la palma de Ayla—. Acabo de terminarlo —dijo.
    Ayla lo sostuvo delante de sus ojos y sonrió con expresión de asombro.
    — ¡Cavoa! Sabía que eras buena artista, pero ignoraba que fueras tan excelente —dijo, mientras examinaba cuidadosamente la pequeña talla que representaba a S’Armuna.
    Sólo era la cabeza de la mujer; el cuerpo no estaba tan siquiera sugerido, tampoco el cuello había sido reproducido, pero no cabía duda de que se trataba de S’Armuna. Los cabellos estaban recogidos en un rodete cerca de la coronilla, y la cara afilada aparecía levemente desviada, con uno de los lados un poco más pequeño que el otro; pero la belleza y la dignidad de la mujer eran visibles. Parecían emanar del interior de la pequeña obra de arte.
    — ¿Crees que está bien hecha? ¿Te parece que le gustará? —preguntó Cavoa—. Quise hacer algo especial para ella.
    —A mí me gustaría —contestó Ayla—, y creo que expresa muy bien lo que sientes por ella. Cavoa, posees un don extraordinario y maravilloso, pero debes tener la certeza de que lo usas bien. En él puede residir un gran poder. S’Armuna demostró sabiduría cuando te eligió como su colaboradora.

    A última hora de la tarde se había desatado una ventisca estremecedora, y era peligroso alejarse unos metros más allá de la entrada de la vivienda. S’Armuna acababa de coger un manojo de plantas secas que colgaban del bastidor instalado cerca de la entrada, disponiéndose a agregarlo a un nuevo montón de hierbas que estaba mezclando con el propósito de preparar una bebida fuerte destinada a la Ceremonia del Fuego. En él sólo había unas ascuas, y Ayla y Jondalar terminaron de acostarse. La hechicera proyectaba retirarse apenas concluir su trabajo.
    De pronto, una bocanada de aire frío y un golpe de viento acompañaron el ruido que hizo al abrirse la pesada cortina colgada a la entrada. Esadoa irrumpió en la habitación, y en su rostro se manifestaba claramente su inquietud.
    — ¡S'Armuna! ¡Deprisa! ¡Es Cavoa! Le llegó la hora... Ayla apartó las mantas y comenzó a vestirse antes de que la mujer pudiera contestar.
    —Vaya noche que ha elegido para dar a luz —dijo S’Armuna, sin perder la calma, en parte para tranquilizar a la inquieta futura abuela—. Todo marchará bien, Esadoa. No tendrá el niño antes de que lleguemos a tu vivienda.
    —No está en mi morada. Insistió en salir con esta noche para ir a la casa grande. No conozco la causa, pero quiere que su hijo nazca allí. Y desea que también Ayla esté presente. Dice que es el único modo de tener la certeza de que todo irá bien. S’Armuna frunció el ceño preocupada.
    —Esta noche no hay nadie allí, ha sido una insensatez empeñarse en salir con este tiempo.
    —Lo sé, pero no pude impedirlo —se disculpó Esadoa, dirigiéndose hacia la entrada.
    —Espera un momento —dijo S'Armuna—. Más vale que salgamos juntas. En una tormenta como ésta es fácil perderse entre una casa y la siguiente.
    —Lobo no permitirá que nos perdamos —dijo Ayla, señalando al animal acurrucado junto a la cama de los dos viajeros.
    — ¿Estará mal que yo vaya también? —preguntó Jondalar. En realidad no tenía gran interés en presenciar el alumbramiento, pero le angustiaba la salida de Ayla en medio de la terrible ventisca. S’Armuna miró a Esadoa.
    —No me opongo, pero, ¿puede un hombre asistir aun parto? —inquirió Esadoa.
    —No hay nada que lo impida —dijo S'Armuna—, y quizás sea bueno tener un hombre cerca, puesto que ella carece de compañero.
    Así pues, las tres mujeres y el hombre salieron dispuestos a afrontar los embates del viento que aullaba. Cuando llegaron a la morada grande, encontraron a la joven tumbada frente a un hogar frío y vacío, con el cuerpo tenso a causa del dolor y una expresión de temor en los ojos. Su rostro reflejó alegría y consuelo cuando vio entrar a su madre que llegaba con los otros. Instantes después, Ayla había encendido el fuego —con gran sorpresa de Esadoa—, mientras Jondalar salía a buscar nieve para fundirla, pues necesitaban agua; Esadoa sacó la ropa de cama que tenía guardada y preparó una plataforma a modo de lecho, en tanto S’Armuna elegía diversas hierbas que podían hacerle falta de la provisión que antes había depositado allí.
    Ayla acomodó a la joven, disponiéndolo todo de manera que pudiera sentarse cómodamente o acostarse si lo prefería, pero esperó a S’Armuna, y enseguida ambas examinaron a Cavoa. Luego de tranquilizarla y dejarla con su madre, las dos curanderas regresaron junto al fuego y hablaron en voz baja.
    — ¿Lo has visto? —preguntó S’Armuna.
    —Sí. ¿Sabes lo que significa?
    —Tengo una idea, pero creo que tendremos que esperar y ver. Jondalar había tratado de mantenerse apartado, fuera del paso de las mujeres, y ahora se aproximó lentamente a S'Armuna y Ayla. Algo en la expresión de las dos le indujo a pensar que estaban preocupadas, lo que acabó inquietándole también. Se sentó sobre la plataforma para dormir y acarició distraídamente la cabeza del lobo.
    Mientras esperaban, Jondalar se puso en pie y paseó nervioso, observado por Lobo. Deseaba que el tiempo pasara más deprisa o que la tormenta amainara, o que tuviese algo que hacer. Le dijo unas palabras de aliento a la joven y le sonrió con frecuencia, pero, en definitiva, se sentía totalmente inútil. No había nada que él pudiera hacer. Finalmente, mientras avanzaba la noche, dormitó un poco acostado en uno de los lechos, mientras el sonido espectral de la tormenta que rugía de puertas afuera contrastaba con la escena de los que esperaban en el interior de la morada, todo ello acompañada por los gemidos periódicos emitidos por la parturienta. Los sonidos, lenta pero inexorablemente, acabarían confundiéndose.
    Despertó cuando oyó voces excitadas en medio de una febril actividad. La luz se filtraba por las grietas alrededor del respiradero. Se incorporó, estiró los brazos y se frotó los ojos. Ignorado por las tres mujeres, salió de la morada para orinar. Le alegró comprobar que la tormenta había amainado, aunque algunos copos secos todavía revoloteaban arrastrados por el viento.
    Cuando se disponía a entrar en la vivienda, oyó el vagido inconfundible de un recién nacido. Sonrió pero esperó fuera, pues no estaba seguro de que fuese el momento adecuado para entrar. De pronto, sorprendido, oyó otro vagido, al que se unió el primero formando dúo. ¡Eran dos! No pudo resistir más. Tenía que entrar. Ayla, que sostenía en sus brazos una criatura envuelta en una manta, sonrió al verle.
    — ¡Un varón, Jondalar! —exclamó.
    S’Armuna se ocupaba del segundo recién nacido, y se disponía a anudar el cordón umbilical.
    —Y una niña —anunció la hechicera—. ¡Mellizos! Es un signo favorable. Desde que Attaroa se convirtió en jefa nacieron muy pocos niños, pero creo que eso ahora cambiará. En mi opinión es la manera que tiene de decirnos que el Campamento de las Tres Hermanas pronto tendrá más habitantes y volverá a llenarse de vida.

    — ¿Regresarás algún día? —peguntó Doban al hombre de elevada estatura. Ahora se movía con mucha más soltura, aunque todavía usaba la muleta que Jondalar le había fabricado.
    —No lo creo, Doban. Con un Viaje largo basta. Es hora de volver a casa, de asentarme y fundar mi hogar.
    —Zelandon, ¡ojalá vivieras más cerca!
    —Lo mismo digo. Serás un buen tallador de pedernal y me gustaría continuar enseñándote. A propósito, Doban, debes llamarme Jondalar.
    —No. Tú eres Zelandon.
    — ¿Quieres decir zelandonii?
    —No, quiero decir Zelandon.
    —No se refiere al nombre de tu pueblo. —S’Amodun sonrió y aclaró—: te ha denominado Elandon, pero te honra llamándote S'Elandon.
    —Gracias, Doban. —Jondalar se sonrojó, halagado—. Tal vez yo debería llamarte S'Ardoban.
    —Todavía no. Cuando aprenda a trabajar el pedernal como tú lo haces, podrás llamarme S’Ardoban.
    Jondalar abrazó fuertemente al joven; luego apoyó la mano en los hombros de algunos otros y departió con ellos. Los caballos, cargados y preparados para partir, se habían alejado un poco. Lobo estaba acostado en el suelo y observaba al hombre. Se incorporó contento cuando vio que Ayla y S’Armuna salían de la vivienda. Jondalar también se alegró de ver a la joven.
    —Es hermoso —decía la mujer de más edad—, y me abruma que su afecto por mí la llevara a hacerlo, pero... ¿no crees que es peligroso?
    —Mientras se limite a tallar tu cara, ¿por qué habría de ser peligroso? Puede acercarte a la Madre, puede aportarte un mayor conocimiento —dijo Ayla.
    Se abrazaron, y después S’Armuna estrechó con fuerza a Jondalar. Retrocedió un paso cuando llamaron a los caballos, pero extendió la mano y tocó el brazo del hombre para retenerle un momento más.
    —Jondalar, cuando veas a Marthona dile que S’Armu... no, dile que Bodoa le envía su afecto.
    —Lo haré. Estoy seguro de que eso la complacerá —dijo Jondalar, mientras montaba en Corredor.
    Se volvieron y saludaron con la mano, pero Jondalar se sintió aliviado de partir. Nunca podría recordar aquel campamento sin experimentar sentimientos contradictorios.
    La nieve comenzó a caer de nuevo cuando se pusieron en marcha. Los habitantes del Campamento agitaban las manos en señal de despedida y les deseaban buena suerte.
    —Buen viaje, S'Elandon.
    —Buen viaje, S'Ayla.
    Mientras se alejaban bajo la lluvia de copos blancos que enturbiaban la visión, entre quienes contemplaban su partida no había uno solo que no creyera —o no quisiera creer— que Ayla y Jondalar habían aparecido allí para salvarlos del yugo de Attaroa y libertar a los hombres. Apenas la pareja montada a caballo desapareció de la vista, se transformarían en la Gran Madre Tierra y Su Rubio y Celestial compañero, y se montarían en los vientos para atravesar los cielos, seguidos por su fiel protector, la Estrena del Lobo.

    34

    Regresaron al Río de la Gran Madre y Ayla encabezó la marcha por el mismo sendero que había seguido para descubrir el Campamento S’Armunai; pero cuando llegaron al cruce del río, decidieron vadear el afluente más pequeño y después enfilar hacia el suroeste. En busca del río cabalgaron por la campiña atravesando llanuras batidas por el viento de la antigua cuenca de tierras bajas que separaba los grandes sistemas montañosos.
    A pesar de que nevaba poco, con frecuencia tenían que protegerse de la ventisca más o menos inclemente. En el frío intenso, los copos de nieve seca se elevaban y desplazaban de un lugar a otro impulsadas por los vientos implacables, hasta convertirse en un polvo helado que a veces se mezclaba con las partículas de polvo de roca —loess— provenientes de las márgenes de los glaciares en movimiento. Cuando el viento era muy fuerte, les quemaba la piel desnuda. Las hierbas achaparradas de los lugares más expuestos hacía mucho que habían sido aplastadas, pero los vientos que impedían que la nieve se acumulase, excepto en los parajes resguardados, destapaban el forraje amarillento en la medida suficiente para permitir que los caballos pastaran.
    Para Ayla, el trayecto de regreso fue mucho más rápido —ahora no se esforzaba por seguir una pista en un terreno difícil—, pero Jondalar se sorprendió ante la distancia que era preciso recorrer para llegar al río. Nunca hubiera imaginado haber estado tan al norte. Sospechó que el Campamento S’Armunai no estaba lejos del Gran Hielo.
    Acertaba en sus cálculos. Si hubieran avanzado hacia el norte, podrían haber llegado a la maciza pared frontal del hielo continental en dos o tres días. A principios del verano, poco antes de iniciar el Viaje, cazaron mamuts en la cara helada de la misma gigantesca barrera septentrional, pero mucho más hacia el este. Después descendieron a lo largo de la cara oriental de un pronunciado arco de montañas, rodeando la base meridional, y ascendieron por el flanco occidental de la cadena casi hasta alcanzar de nuevo las estribaciones del glaciar de enormes proporciones.
    Dejando atrás los últimos ramales de las montañas que habían prevalecido en el curso de sus viajes, viraron hacia el oeste cuando llegaron al Río de la Gran Madre y comenzaron a aproximarse al promontorio septentrional de la cadena aún más ancha y elevada que aparecía al oeste. Estaban desandando camino en busca del lugar en el que habían dejado el equipo y las provisiones, por lo que seguían la misma ruta que habían comenzado en una etapa anterior a la estación, cuando Jondalar creyó que disponían de tiempo sobrado... hasta la noche en que el rebaño salvaje les arrebató a Whinney.
    —Las señales parecen conocidas; debe ser por aquí —dijo Jondalar. — Recuerdo ese peñasco, pero todo lo demás parece distinto
    Ayla examinaba el paisaje que se le antojaba diferente. Se había acumulado más nieve, asentada firmemente en aquel paraje. La orilla del río estaba helada, y con la nieve amontonada en pequeños montículos que tapaban todas las grietas, era difícil saber dónde terminaba la orilla y comenzaba el río. Los fuertes vientos y el hielo que se había formado sobre las ramas durante los sucesivos períodos de congelación y deshielo de la temporada, habían derribado varios árboles. Los matorrales y los arbustos se doblaban bajo el peso del agua helada adherida a las ramas; cubiertas de nieve, a menudo semejaban, a los ojos de los viajeros, elevaciones o montículos de rocas, hasta que se quebraban cuando ellos intentaban remontarlos.
    La mujer y el hombre se detuvieron cerca de un bosquecillo y exploraron cuidadosamente el sector, tratando de descubrir algo que les proporcionase algún indicio del lugar donde habían dejado la tienda y los alimentos.
    —Seguramente estamos cerca. Sé que éste es el lugar indicado, aunque lo encuentro muy distinto —dijo Ayla, quien, tras una corta pausa, miró al hombre—. Muchas cosas son diferentes de lo que parecen, ¿no es así, Jondalar?
    —Bien, sí —él la miró desconcertado—; en invierno las cosas parecen distintas que en verano. Es lógico.
    —No me refiero sólo a la tierra —dijo Ayla—. Es difícil de explicar. Es como cuando partimos y S’Armuna te encargó que le dijeras a tu madre que le enviaba su afecto, pero agregó que lo enviaba Bodoa. Ese era el nombre que tu madre usaba para ella, ¿verdad?
    —Sí; estoy seguro de que fue eso lo que quiso decir. Cuando era joven probablemente la llamaban Bodoa.
    —Pero tuvo que renunciar a su propio nombre cuando se convirtió en S’Armuna. Exactamente como la Zelandoni de quien hablamos, la que fue conocida con el nombre de Zolena —dijo Ayla.
    —Se renuncia de buena gana al nombre. Es parte de la transformación de La Que Sirve a la Madre —dijo Jondalar.
    —Entiendo. Sucedió lo mismo cuando Creb se convirtió en Mog-ur. No tuvo que renunciar a su nombre inicial, pero cuando dirigía una ceremonia como Mog-ur era alguien distinto. Cuando era Creb, se asemejaba a su tótem natal, el Corzo, y era tímido y discreto, parecía que estaba observándolo todo desde su escondrijo. Pero cuando era Mog-ur, adoptaba la actitud de un ser poderoso y dominante, como correspondía a su tótem del Oso Cavernario —dijo Ayla—. Nunca era exactamente lo que parecía.
    —Ayla, contigo también pasa un poco lo mismo. Casi siempre escuchas mucho y no dices gran cosa. Pero cuando alguien está herido o se ve en dificultades, tú casi te conviertes en una persona distinta. Asumes el control. Dices a la gente lo que tiene que hacer, y la gente obedece.
    —Nunca lo pensé de ese modo. —Ayla frunció el ceño—. Se trata sólo de que deseo ayudar.
    —Lo sé. Pero es más que el deseo de ayudar. Por lo general sabes lo que es necesario hacer, y la mayoría de la gente lo advierte. Creo que por eso hace lo que dices. En mi opinión, podrías ser La Que Sirve a la Madre, si tú lo quisieras —dijo Jondalar.
    —No creo que quisiera eso. —Ayla frunció aún más el entrecejo—. No desearía renunciar a mi nombre. Es lo único que me queda de mi verdadera madre, del tiempo anterior a mi vida en el Clan. —De pronto, su cuerpo se puso rígido en tanto señalaba un montículo cubierto de nieve, extrañamente simétrico—. ¡Jondalar!, mira allí...
    El hombre fijó la vista en el lugar que ella indicaba, al principio sin ver lo que Ayla veía; de súbito, la forma cobró significado en su conciencia.
    — ¿Será eso...? —dijo, y espoleó a Corredor. El montículo estaba en el centro de una maraña de espinos, y ese detalle acentuó la excitación de los dos viajeros. Desmontaron, Jondalar encontró una rama gruesa y comenzó a abrirse paso a través del matorral de espinos. Cuando llegó al centro y tocó el montículo simétrico, la nieve se desprendió y apareció el bote redondo invertido.
    — ¡Es aquí! —exclamó Ayla. Golpearon y sacudieron las largas ramas de espino, hasta que pudieron llegar al bote y a los bultos cuidadosamente envueltos que estaban ocultos debajo.
    Sin embargo, la protección no había sido totalmente eficaz, y fue Lobo quien les aportó el primer indicio. Era evidente que estaba agitado por un olor que todavía flotaba en el lugar, y cuando encontraron excrementos de lobo, comprendieron la razón. Los lobos habían saqueado el escondrijo. Sus intentos de abrir a dentelladas los bultos habían tenido éxito en algunos casos. Incluso la tienda estaba desgarrada, pero les sorprendió que el daño no fuera aún más grave. Por regla general, los lobos no podían mantenerse alejados del cuero, y una vez caía en sus fauces, les encantaba masticarlo.
    —Podemos agradecérselo al repelente. Seguramente evitó que provocaran más daño —dijo Jondalar, complacido porque la mezcla de Ayla había evitado no sólo que Lobo, su compañero de viaje, se mantuviera apartado de las cosas, sino que había servido para ahuyentar a otros ejemplares de su especie—. Siempre creí que Lobo hacía más difícil nuestro Viaje. En cambio, de no haber sido por él, probablemente ni siquiera tendríamos una tienda. Ven aquí, muchacho —dijo Jondalar, dándose unas palmadas en el pecho e invitando al animal a saltar y apoyar allí sus patas—. ¡Otra vez lo has conseguido! Nos has salvado la vida o por lo menos la tienda.
    Ayla le vio apuñar el espeso pelaje del cuello del lobo, y sonrió. Le complacía ver el cambio de actitud de Jondalar con respecto al animal. No es que Jondalar se hubiera mostrado antes duro con él, o que no le tuviese simpatía. Era sencillamente que nunca se había mostrado tan francamente cordial y afectuoso. Era evidente que a Lobo también le encantaba verse tratado con tanto cariño.
    Aunque habría sufrido daños mucho peores de no haber sido por el repelente contra lobos, de todos modos la sustancia no había impedido que éstos saquearan los depósitos de alimentos utilizados como reserva. La destrucción había sido devastadora. La mayor parte de la carne seca y las tortas de alimento para los viajes habían desaparecido y muchos de los paquetes de frutas secas, verduras y granos habían sido desgarrados o faltaban, quizás devorados por otros animales después de la incursión de los lobos.
    —Tal vez deberíamos de haber aceptado más alimentos de los que nos ofrecieron los S'Armunai cuando partimos —dijo Ayla—, pero ellos ya tenían poco para su propio consumo. Claro que siempre podríamos regresar.
    —Prefiero no hacerlo. Veamos lo que tenemos. Si cazamos, tal vez tengamos suficiente para llegar donde habitan los Losadunai. Thonolan y yo conocimos a algunos y pasamos la noche con ellos. Nos invitaron a volver y a quedarnos algún tiempo en su poblado.
    — ¿Nos darán alimentos para continuar nuestro Viaje? —preguntó Ayla.
    —Creo que sí —respondió Jondalar; añadió sonriendo—: En realidad, estoy seguro de que lo harán. ¡Existe una promesa de futuro que les obliga!
    — ¿Una promesa de futuro? —dijo Ayla, mirándole extrañada—. ¿Son parientes tuyos, como los Sharamudoi?
    —No, no son parientes pero sí amigos y han traficado con los Zelandonii. Algunos conocen la lengua.
    —Ya me hablaste de eso, aunque nunca entendí bien lo que significaba una «promesa de futuro».
    —Una promesa de futuro es el compromiso de dar lo que el otro pida, en cualquier momento del futuro, a cambio de algo dado, o lo que es más usual, ganado anteriormente. En general, se utiliza para pagar una deuda cuando alguien juega y pierde más de lo que puede pagar, pero también se emplea en otras circunstancias —explicó el hombre.
    — ¿Cuáles son esas otras circunstancias? —preguntó Ayla. Tenía la sensación de que la idea comprendía otras cosas, y de que podía ser importante que ella comprendiese.
    —Bien; a veces sirve para recompensar a alguien por lo que hizo, casi siempre algo especial, pero de difícil evaluación —dijo Jondalar—. Como no te impone límites, una promesa de futuro puede ser una obligación muy pesada, pero la mayoría de las personas no piden más de lo que corresponde. A menudo el hecho mismo de aceptar la obligación de una promesa de futuro revela confianza y buena fe. Es una manera de proponer amistad.
    Ayla asintió. Sí; como ella había previsto, el asunto tenía sus sutilezas.
    —Laduni me debe una promesa de futuro —continuó diciendo el hombre—. No es una reclamación importante, pero está obligado a darme lo que yo le pida, y puedo pedir lo que quiera. Creo que se alegrará de cumplir su obligación entregándome algunos alimentos, cosa que de todos modos haría.
    — ¿Los Losadunai están lejos de aquí? —preguntó Ayla.
    —A bastante distancia. Viven sobre el extremo occidental de estas montañas, y nos encontramos en el extremo oriental; pero no es un viaje muy difícil si seguimos el curso del río. Desde luego tendremos que cruzarlo. Viven en la orilla opuesta, pero podemos realizar el cruce después de remontar el río —dijo Jondalar.
    Decidieron acampar allí esa noche y examinaron con cuidado todas sus pertenencias. Lo que había desaparecido era principalmente el alimento. Cuando reunieron todo lo que pudieron rescatar, formaron una pila no demasiado grande; comprendieron que la situación podría haber sido peor. Tendrían que cazar y recolectar mucho en el camino, pero la mayor parte de los objetos estaba intacta, y sería perfectamente utilizable con algunos trabajos de remiendo y reparación, con excepción del recipiente destinado a guardar la carne, el cual había sido completamente despedazado. El bote redondo protegió durante algún tiempo las cosas, aunque no había servido para salvarlas de los dientes de los lobos. Por la mañana tendrían que decidir si se llevaban el bote redondo cubierto de cuero.
    —Estamos entrando en un terreno más montañoso. Creo que lo mejor sería dejarlo aquí —dijo Jondalar.
    Ayla estaba ocupada en examinar las pértigas. De las tres pértigas que ella había usado para mantener el alimento a salvo de los animales, una estaba rota, pero ellos sólo necesitaban dos para las angarillas.
    — ¿Por qué no nos lo llevamos ahora? Si se convierte en un verdadero problema, siempre estamos a tiempo de abandonarlo. ¿No te parece? —propuso Ayla.

    Viajando hacia el oeste, pronto dejaron atrás la cuenca de tierras bajas que formaban una llanura azotada por los vientos. El curso este—oeste del Río de la Gran Madre que ellos seguían era la línea divisoria de una gran batalla entre las fuerzas más poderosas de la tierra, una batalla librada con el movimiento infinitamente lento de los tiempos geológicos. Hacia el sur se encontraba la elevación de las altas montañas occidentales, cuyas estribaciones más encumbradas nunca eran calentadas por el sol y el calor del verano. Las elevadas prominencias acumulaban nieve y hielo año tras año y, más lejos, los picos más altos de la cadena relucían en el aire diáfano y frío.
    Las mesetas del norte estaban formadas por la roca cristalina básica de un inmenso macizo, constituido por los vestigios redondeados y suavizados de antiguas montañas que se habían desgastado en el transcurso de eones. Se habían formado sobre la tierra en la época más temprana y estaban unidas al lecho de rocas más profundo. Contra ese cimiento inconmovible, la fuerza irresistible de los continentes, que se desplazaban lenta e inexorablemente desde el sur, había aplastado y plegado la corteza de roca dura de la Tierra, formando el imponente sistema de montañas que se extendía atravesando la región.
    Pero el antiguo macizo no había salido indemne de las grandes fuerzas que crearon las montañas de altas cumbres. La inclinación, el resquebrajamiento y la ruptura de la roca, que se manifestaba en la destrucción de su estructura cristalina solidificada, relataba en la piedra la historia de los movimientos y los plegamientos violentos que había soportado mientras se mantenía firme frente a las presiones inconcebibles originadas en el sur. En la misma época, no sólo existía ya la alta cadena occidental a la izquierda de los dos viajeros, y otra también hacia el este, todavía más lejos, formada por el movimiento de los continentes que presionaban contra el inconmovible lecho de piedra, sino que también existía la larga y arqueada cadena oriental que ellos habían rodeado, y la serie completa de formaciones montañosas continuaba hacia el este, elevándose hasta los picos más altos de la tierra.
    Más tarde, durante la Edad de Hielo, cuando las temperaturas anuales eran más bajas, el casquete helado se extendía hasta un nivel mucho más bajo en los flancos de las macizas cadenas montañosas, cubriendo incluso las alturas moderadas con una brillante corteza de cristal. Colmando y ampliando los valles y los barrancos mientras se desplazaba lentamente, el hielo glaciar dejaba detrás láminas desbordadas y terrazas de grava, y tallaba afiladas y altas torres de piedra en las cumbres más jóvenes toscamente recortadas. La nieve y el hielo también cubrían las mesetas septentrionales en invierno. Pero sólo la elevación más alta, cerca de las montañas heladas, alimentaba un verdadero glaciar, una capa duradera de hielo que persistía en verano y en invierno.
    Con las estribaciones redondeadas de las montañas erosionadas que hacia el norte se extendían para formar mesetas y terrazas relativamente llanas, el curso superior de los ríos que corrían a través del antiguo territorio tenía valles poco profundos y suaves pendientes, aunque éstos cobraban un carácter más accidentado en el curso medio de las corrientes de agua. Excepto los que caían directamente por la cara del macizo, los ríos que descendían por las pendientes más acentuadas del lado meridional fluían con mayor velocidad. La demarcación entre la suave meseta septentrional y el sur montañoso era la tierra fértil de fecundo loess a través de la cual corría el Río de la Madre.
    Ayla y Jondalar se dirigieron casi al oeste al continuar su Viaje, y se desplazaron junto a la orilla norte del curso de agua, atravesando las llanuras abiertas y el valle fluvial. Aunque ya no era la enorme y voluminosa madre de ríos que había sido en su curso anterior, el Río de la Gran Madre todavía era importante, y al cabo de unos días, fiel a su naturaleza, volvió a dividirse en varios canales.
    Medio día de viaje después, alcanzaron otro importante afluente, y la encrespada confluencia cuyas aguas procedían de terrenos más altos, aparecía formidable, con carámbanos que se extendían en cortinas heladas y montículos de hielo quebrado que revestían las dos orillas. Los ríos que se unían al norte ya no venían de las tierras altas y las estribaciones de las conocidas montañas que dejaban atrás. Estas aguas provenían del terreno casi desconocido que se extendía al oeste. En vez de cruzar el peligroso río, o intentar seguirlo hasta su curso superior, Jondalar decidió volver y cruzar, en cambio, los diferentes ramales de la Gran Madre.
    En definitiva, fue una decisión acertada. Aunque algunos canales eran anchos y estaban atestados de hielo en las orillas, en general el agua helada apenas llegaba a los flancos de los caballos. No les preocupó mucho hasta más avanzada la tarde, pero Ayla y Jondalar, los dos caballos y el lobo consiguieron por fin terminar de cruzar el Río de la Gran Madre. Después de sus peligrosas y traumáticas experiencias en otros ríos, cruzaron las corrientes de agua con tan escasos incidentes que resultó casi decepcionante; aunque a decir verdad, no lo lamentaron.
    En el frío intenso del invierno, el mero hecho de viajar ya era de por sí bastante peligroso. La mayoría de la gente se mantenía encerrada y abrigada en viviendas cálidas, y amigos y parientes salían a buscar a todo el que permaneciera demasiado tiempo al aire libre. Ayla y Jondalar dependían exclusivamente de ellos mismos. Si sucedía algo, sólo contaban cada uno con el otro y con sus acompañantes, los animales.
    El terreno ascendió gradualmente y comenzaron a advertir un cambio sutil en la vegetación. Abetos y alerces aparecieron entre los diferentes tipos de pino que crecían en las riberas. La temperatura de las llanuras de los valles fluviales era extremadamente fría; a causa de las inversiones atmosféricas, con frecuencia más fría de cuanto lo era a mayor altura en las montañas circundantes. Aunque la nieve y el hielo bloqueaban las tierras altas que se extendían en los flancos, en el valle fluvial rara vez nevaba. Las escasas ventiscas, moderadas y secas, que se producían, provocaban escasa acumulación en el suelo helado, excepto en los huecos y las depresiones, y a veces ni siquiera allí. Cuando no había nieve, el único modo de conseguir agua para beber ellos y los animales era echar mano de las hachas de piedra, cortar hielo del río helado y derretirlo.
    La situación determinó que Ayla prestara mayor atención a los animales que recorrían las llanuras en el valle de la Madre. Pertenecían a las mismas variedades que habían visto en las estepas durante el viaje, pero predominaban las criaturas amantes del frío. Ayla sabía que aquellos animales podían alimentarse con la vegetación seca que era fácil obtener en las planicies heladas, aunque esencialmente sin nieve. Se preguntó, no obstante, cómo obtendrían el agua.
    Pensó que los lobos y otros carnívoros probablemente satisfacían parte de sus necesidades de líquido con la sangre de sus presas y que, como recorrían un territorio dilatado, podían hallar depósitos de nieve o pedazos sueltos de hielo que masticarían. Pero, ¿qué podía decirse de los caballos y otros animales que pastaban y ramoneaban? ¿Cómo podían hallar agua en una región que en invierno era un desierto helado? Había bastante nieve en ciertas zonas, pero otras eran regiones áridas de piedra y hielo. Sin embargo, por seco que fuera el territorio, si existía en él algún forraje, sin duda estaba habitado por animales.
    Aunque todavía escaseaban, Ayla observó que había más rinocerontes lanudos de los que jamás había visto en un solo lugar, y si bien no formaban rebaños, aparecían por todas partes. También vio bastantes bueyes almizcleros. Ambas especies gustaban del territorio abierto, ventoso y seco, pero los rinocerontes preferían las hierbas y los juncos, en tanto que los bueyes almizcleros, fieles a su naturaleza de criaturas caprinas, ramoneaban los arbustos más leñosos. Los grandes renos y los gigantescos megaceros de enormes cornamentas compartían asimismo la tierra helada, al igual que los caballos, con su espeso pelaje invernal, pero si había un animal que destacaba entre las demás especies del valle del curso del Río de la Gran Madre, éste era sin duda el mamut.
    Ayla no se cansaba jamás de observar las enormes bestias. Aunque en ocasiones eran acosadas y cazadas, manifestaban tal ausencia de temor que casi parecían domesticadas. A menudo permitían que el hombre y la mujer se les acercaran mucho, pues no veían peligro en ellos. El peligro existía, en todo caso, para los humanos. Aunque los mamuts lanudos no eran los ejemplares más gigantescos de su especie, desde luego eran los más grandes que los humanos habían visto nunca —o que la mayoría de la gente probablemente vería— y con su desgreñado pelaje, aún más abundante en invierno, y sus inmensos colmillos curvos, de cerca, parecían todavía más voluminosos de lo que Ayla recordaba.
    Los enormes colmillos comenzaban, en los becerros, con puntas de unos cuatro centímetros de longitud, es decir unos incisivos superiores agrandados. Un año después, desaparecían esos colmillos de leche, reemplazados por colmillos permanentes que seguían creciendo siempre. Si bien los colmillos de los mamuts eran adornos sociales, importantes en las relaciones con ejemplares de su propia especie, también cumplían una función más práctica. Los usaban para quebrar el hielo, y en este sentido las habilidades de los mamuts eran extraordinarias.
    La primera vez que Ayla observó tal práctica, había estado mirando un rebaño de hembras que se acercaba al río helado. Algunos utilizaron sus colmillos, un poco más pequeños y más rectos que los colmillos de marfil de los machos, para apoderarse del hielo retenido en las grietas de las rocas. Al principio, semejante actividad desconcertó a Ayla, hasta que se dio cuenta de que un animal pequeño cogió un trozo con su trompa de reducido tamaño y se lo llevaba a la boca.
    — ¡Agua! —dijo Ayla—. Jondalar, es así como consiguen agua. Me preguntaba precisamente cómo lo harían.
    —Tienes razón. Antes nunca me paré a pensar en el asunto, pero ahora que lo mencionas, creo que Dalanar dijo algo al respecto. Por otra parte, hay muchos proverbios acerca de los mamuts. El único que recuerdo es éste: «Nunca vayas hacia delante cuando los mamuts van hacia el norte». Aunque podría decirse lo mismo en relación a los rinocerontes.
    —No comprendo ese proverbio —dijo Ayla.
    —Significa que se aproxima una tormenta de nieve —dijo Jondalar—. Por lo visto ellos siempre lo presienten. A esos grandes animales lanudos no les gusta mucho la nieve. Cubre las plantas que son su alimento. Pueden usar los colmillos y las trompas para apartar un poco la nieve, pero no cuando es realmente profunda; además, se atascan en la nieve. Y la cosa es especialmente grave cuando se derrite la nieve para helarse a las pocas horas. Se acuestan de noche, cuando todavía el terreno está blando a causa del sol de la tarde, y por la mañana su pelaje está helado y sujeto al suelo. No pueden moverse. En esos casos es fácil cazarlos, pero si no hay cazadores cerca y no deshiela, pueden llegar a morir lentamente de hambre. Se han dado casos en los que algunos mamuts han perecido congelados, y eso les sucede de manera especial a los más pequeños.
    — ¿Qué tiene que ver todo eso con la marcha hacia el norte?
    —Cuanto más cerca se está del hielo, hay menos nieve. ¿Recuerdas cómo era cuando fuimos a cazar mamuts con los Mamutoi? No había otra agua en los alrededores que la del arroyo procedente del propio glaciar, y estábamos en verano. En invierno, todo está congelado.
    — ¿Por eso hay aquí tan poca nieve?
    —Sí; esta región siempre es fría y seca, sobre todo en invierno. Todos dicen que es así por la proximidad de los glaciares. Se encuentran en las montañas del sur, y el Gran Hielo no está demasiado lejos hacia el norte. La mayor parte del territorio que nos separa de ese lugar es el país de los cabezas chatas... quiero decir el país del Clan. Comienza un poco al oeste de aquí. —Jondalar advirtió la expresión de Ayla ante su error verbal, y se sintió avergonzado—. De todos modos, hay otro dicho acerca de los mamuts y el agua, pero no puedo recordar exactamente cómo es. Se trata de algo así como «Si no puedes encontrar agua, busca a un mamut».
    —Entiendo lo que quiere decir ese proverbio —dijo Ayla, apartando los ojos de Jondalar para mirar un poco más lejos. El hombre la imitó.
    Los mamuts hembras se habían desplazado río arriba, uniéndose a unos pocos machos. Varias hembras trabajaban sobre un banco de hielo estrecho y casi vertical que se había formado en la orilla del río. Los machos más grandes, incluso un veterano de porte muy digno, con mechones de pelos grises, cuyos colmillos impresionantes, aunque menos útiles, habían crecido tanto que se le cruzaban por delante, estaban raspando y horadando enormes pedazos de hielo depositados en las orillas. Después, los alzaban con las trompas arrojándolos al suelo con gran estrépito para convertirlos en pedazos más manejables, todo ello acompañado de mugidos, rezongos, patadas y trompeteos. Las enormes criaturas lanudas parecían convertir el asunto en un juego.
    La ruidosa actividad de romper hielo era una práctica que todos los mamuts aprendían. Incluso los jóvenes que sólo contaban dos o tres años y que habían perdido poco antes sus colmillos infantiles, mostraban cierto desgaste en los bordes externos del extremo de sus minúsculas defensas de cinco centímetros; era el resultado de raspar el hielo. En cuanto a las puntas de los colmillos de setenta centímetros de los animales de diez años, aparecían muy gastados como consecuencia de la práctica de elevar y bajar la cabeza contra las superficies verticales. Cuando los jóvenes mamuts alcanzaban la edad de veinticinco años, sus colmillos comenzaban a crecer hacia delante, hacia arriba y hacia dentro, y la forma de utilizarlos cambiaba. Las superficies interiores comenzaban a mostrar parte del desgaste determinado por el raspado del hielo y la maniobra que consistía en separar la nieve que caía sobre la hierba seca y las plantas de las estepas. Sin embargo, quebrar el hielo podía ser una actividad peligrosa, pues los colmillos a menudo se rompían al mismo tiempo que el hielo. No obstante, los extremos quebrados volvían a afilarse en ocasiones debido a ulteriores maniobras de raspar y horadar el hielo.
    Ayla advirtió que otros animales se habían reunido alrededor. Los rebaños de animales lanudos, con sus poderosos colmillos, quebraban el hielo suficiente para ellos mismos, incluidos los animales jóvenes y los viejos, así como para una comunidad de seguidores. Otros muchos animales sacaban provecho de esta actividad y seguían de cerca a los mamuts migratorios. Los grandes animales lanudos no sólo formaban en invierno pilas de trozos de hielo, masticados por otros animales para aprovechar la humedad, sino que en verano a veces usaban sus colmillos y sus patas para abrir pozos en los lechos secos de los ríos; después, esos pozos se llenaban de agua y eran utilizados por diversos animales para saciar su sed.
    Mientras seguían el curso de agua helada, la mujer y el hombre cabalgaban, y a menudo caminaban, bastante cerca de las orillas del Río de la Gran Madre. Como la nieve escaseaba tanto, no existía ninguna engañosa capa blanca que cubriera y disimulase el suelo, y la vegetación adormecida revelaba su grisáceo aspecto invernal. Los altos tallos de los juncos estivales y las plantas de espadaña se alzaban valerosos saliendo de su lecho helado en el suelo pantanoso, mientras los helechos y los juncos muertos yacían junto al hielo amontonado a lo largo de las orillas. Los líquenes se aferraban a las rocas como las escaras a las heridas que cicatrizan, y los musgos se habían mustiado para formar quebradizos y secos colchones.
    Los largos y esqueléticos dedos de las ramas sin hojas se agitaban movidos por el viento intenso y penetrante, aunque sólo un ojo experto podía discernir si eran sauces, alerces o alisos. Las coníferas de color verde oscuro —abetos y diferentes clases de pino— podían distinguirse más fácilmente, y aunque los alerces habían perdido las agujas, su forma era reveladora. Cuando ascendieron a lugares más elevados para cazar, vieron alerces enanos y pequeños pinos que se mantenían cerca del suelo.
    La caza menor suministraba la mayor parte de la comida; la caza mayor generalmente exigía más tiempo, pues había que acosar y abatir, y ellos no querían retrasarse, aunque no vacilaron en perseguir a un ciervo cuando lo vieron. La carne se congeló deprisa, e incluso Lobo no necesitó cazar durante un tiempo.
    Conejos, liebres y algún que otro castor, abundantes en la región montañosa, eran el alimento más habitual; también prevalecían los animales esteparios de los climas continentales más secos, marmotas y hámsters gigantes, y a los dos viajeros siempre les alegraba descubrir perdices blancas, las gordas y níveas aves de patas emplumadas.
    Generalmente aprovechaban bien la honda de Ayla; tendían a reservar los lanzavenablos para la caza mayor. Era más fácil encontrar piedras que fabricar lanzas nuevas para reemplazar a las que se perdían o quebraban. Pero ciertos días la caza les hacía entretenerse demasiado, y todo lo que fuera perder tiempo irritaba a Jondalar.
    A menudo complementaban su dieta, en la que predominaba en exceso la carne magra, con el revestimiento interior de la corteza de las coníferas y otros árboles, por lo general cocido en un caldo con carne, y se llevaban una alegría cuando encontraban bayas, heladas pero todavía unidas al arbusto. Las bayas de enebro, que eran especialmente sabrosas con carne, siempre que no se consumieran en gran cantidad, constituían uno de los ingredientes principales; los escaramujos eran más esporádicos, pero solían abundar, cuando los encontraban, y su sabor era más dulce una vez congelados; la baya rastrera, con un follaje verde que semejaba agujas, tenía bayas negras pequeñas y lustrosas que a menudo persistían a lo largo del invierno, lo mismo que las gayubas azules y los viburnos rojos.
    Ayla agregaba también granos y semillas a las sopas de carnes; las recogían con muchos esfuerzos de las hierbas secas que aún tenían semillas, aunque encontrarlas llevaba tiempo. La mayor parte del follaje de las hierbas con semillas se había des integrado hacía mucho tiempo, y las plantas que estaban adormecidas hasta los deshielos de primavera despertarían entonces a una nueva vida. Ayla añoraba las frutas y los vegetales secos que habían sido destruidos por los lobos, aunque no lamentaba haber entregado aquellas provisiones a los S’Armunai.
    Aunque en verano Whinney y Corredor eran casi exclusivamente herbívoros, Ayla observó que su dieta se había ampliado al ramoneo de las puntas de las ramitas, la masticación de la corteza interior de los árboles y cierta variedad especial de liquen, del tipo preferido por los renos. Recolectó algunas de estas plantas y las probó en pequeñas porciones, luego preparó otra parte para ella y Jondalar. Comprobaron que el gusto era intenso pero tolerable, por lo que Ayla decidió experimentar diferentes modos de cocinarlas.
    Otra fuente de alimento en invierno la proporcionaban los pequeños roedores, por ejemplo los ratones y los lemnings; no los animales mismos —Ayla solía entregárselos a Lobo, en recompensa por haber ayudado a descubrirlos— sino sus nidos. Buscaba los indicios sutiles que sugerían la existencia de una madriguera, después abría el suelo helado con un palo de cavar y encontraba a los animalitos rodeados por las semillas, las nueces y los bulbos que habían almacenado.
    Además, Ayla tenía su saquito de medicinas. Cuando recordaba todo el daño sufrido por las cosas que habían dejado ocultas, se estremecía al pensar lo que habría sucedido de haber estado allí su saquito de medicinas. A ella jamás se le hubiera ocurrido dejarlo allí, pero, aun así, la posibilidad de perderlo le contraía el estómago. Formaba parte de su ser hasta tal extremo, que se habría sentido perdida sin él. En realidad, su importancia era incalculable, ya que los elementos contenidos en el saquito de piel de nutria, así como la extensa historia del saber acumulado por vía de prueba y error que le había sido transmitida, mantenía a los viajeros más sanos de lo que cualquiera de ellos alcanzaba a comprender.
    Por ejemplo, Ayla sabía que podían utilizarse diferentes hierbas, cortezas y raíces para tratar de prevenir algunas enfermedades. Aunque no las denominaba enfermedades por carencia, ni tenía nombre para las vitaminas y los vestigios de minerales contenidos en las hierbas, así como tampoco sabía exactamente cómo actuaban, llevaba muchas de estas plantas en su saquito de medicinas y las incorporaba con regularidad alas infusiones que ambos bebían.
    También utilizaba la vegetación que estaba al alcance de la mano incluso en invierno, por ejemplo las agujas de las plantas de verdor permanente, y en particular los brotes más recientes arrancados de las puntas de las ramas, las cuales poseían en abundancia las vitaminas que prevenían el escorbuto. Las agregaba regularmente a las bebidas cotidianas, sobre todo porque a ambos les agradaba el sabor áspero, como de cítrico, aunque ella en efecto conocía además sus propiedades beneficiosas y tenía una idea bastante acabada de la oportunidad y el modo de usarlos. A menudo había preparado infusiones de agujas para las personas que sufrían de encías sangrantes y cuyos dientes se aflojaban durante los prolongados inviernos en que se alimentaban esencialmente de carne seca, una dieta determinada por las preferencias o por la necesidad.
    Desarrollaron un sistema para buscar forraje apenas sin detenerse a medida que avanzaban hacia el oeste, lo que les permitió aprovechar el mayor tiempo posible para viajar. Si bien las comidas eran escasas, rara vez suprimían alguna por completo, aunque con tan poca grasa en la dieta y el ejercicio permanente de todos los días terminaron por adelgazar. No conversaban del asunto con frecuencia, pero ambos estaban cansándose del Viaje y ansiaban llegar a su destino. Durante el día, nunca hablaban mucho.
    Montados a caballo, o caminando y llevando a los corceles de la cuerda, Ayla y Jondalar avanzaban con frecuencia en fila, bastante cerca el uno del otro como para escuchar un comentario formulado en voz alta, pero no tan cerca como para entablar una conversación. En consecuencia, ambos disponían de tiempo sobrado para meditar tranquilamente y ahondar en sus propios pensamientos. Solían cambiar impresiones por la noche, cuando comían o yacían uno al lado del otro, protegidos por pieles de dormir.
    Ayla pensaba con frecuencia en sus últimas experiencias. Había estado recordando los episodios del Campamento de las Tres Hermanas, comparando a los S’Armunai y sus crueles jefes como Attaroa y Brugar, con sus parientes los Mamutoi y sus líderes, que cooperaban y mantenían una relación cordial de hermana—hermano. Y pensaba también en los Zelandonii, el pueblo del hombre a quien ella amaba. Jondalar tenía tantas cualidades positivas, que ella estaba segura de que los Zelandonii debían ser personas esencialmente buenas; pero en vista de los sentimientos que abrigaban hacia el Clan, continuaba preguntándose si la aceptarían. Incluso S’Armuna había hecho veladas insinuaciones acerca de la intensa aversión que experimentaban hacia los individuos a quienes llamaban cabezas chatas; sin embargo, Ayla estaba segura de que ningún zelandonii sería jamás tan cruel como la mujer que había desempeñado la función de jefa de los S’Armunai.
    —Jondalar, no sé cómo pudo hacer Attaroa las cosas que hizo —observó Ayla, mientras concluían la cena—. Todo eso me causa verdadera sorpresa.
    — ¿Y eso? ¿Qué es lo que te sorprende?
    —Mi raza, los Otros. Cuando te conocí, me sentí agradecida porque por fin había conocido a alguien como yo. Me alivió saber que no era la única en el mundo. Y después, cuando comprobé que eras tan maravilloso, tan bueno, considerado y afectuoso, pensé que todas las personas de mi raza serían como tú —dijo—, y eso hizo que me sintiera bien.
    Se disponía a recordarle la impresión tan desagradable que se llevó cuando él reaccionó con tanta repugnancia el día en que ella le relató su vida con el Clan, pero cambió de actitud cuando vio que Jondalar sonreía, sonrojado de placer, evidentemente satisfecho. Había sentido una oleada de arrobo ante las palabras de Ayla, y pensaba que también ella era maravillosa.
    —Después, cuando conocimos a los Mamutoi, a Talut y el Campamento del León —continuó Ayla—, tuve la certeza de que los Otros eran buenas personas. Se ayudaban mutuamente y todos intervenían en las decisiones. Eran cordiales y reían mucho, y no rechazaban una idea sólo porque no la habían escuchado antes. Por supuesto, estaba Frebec que, a fin de cuentas, tampoco era tan malo. Incluso aquellos que en la Asamblea Estival se volvieron contra mí un tiempo a causa del Clan, y hasta algunos de los Sharamudoi lo hicieron por un temor mal entendido, no por mala intención. Pero Attaroa era perversa como una hiena.
    —Attaroa era sólo una persona —le recordó Jondalar.
    —Sí, pero mira sobre cuántos influyó. S'Armuna puso su saber sagrado al servicio de Attaroa para ayudarla e inutilizar gente, a pesar de que lo lamentara después, y Epadoa estaba dispuesta a hacer cuanto Attaroa dijese.
    —Tenían motivos para ello. Las mujeres habían sido maltratadas con saña.
    —Conozco los motivos. S’Armuna creyó que hacía lo que era justo, y creo que Epadoa amaba la caza y amó a Attaroa porque le permitía cazar. Conozco ese sentimiento. Yo también amo cazar, y me opuse al Clan e hice cosas que no me permitían hacer sólo porque deseaba cazar.
    —Bien; ahora Epadoa puede cazar para todo el Campamento, y no creo que sea una persona tan mala —dijo Jondalar—. Me parece que está descubriendo la clase de amor que siente una madre. Doban me dijo que le prometió que nunca volvería a hacerle daño y jamás permitiría que otros le lastimasen. Es posible que el afecto que siente por él sea incluso más profundo por haberle herido tanto, y ahora tiene la oportunidad de compensar lo que hizo.
    —En realidad Epadoa no deseaba inutilizar a esos muchachos. Le confesó a S’Armuna que temía que si no acataba las órdenes de Attaroa ésta los mataría. Ésas fueron sus razones. Incluso Attaroa tenía razones. En su vida había tantas cosas negativas, que se convirtió en un ser perverso. Ya no era humana, pero no existen razones suficientes que la justifiquen. ¿Cómo pudo hacer las cosas que hizo? Incluso Broud, malo como era, no era tan perverso, aunque me odiaba. Jamás lastimó a los niños. Yo solía pensar que mi gente era buena, pero ahora ya no estoy tan segura —dijo Ayla, con una expresión triste y acongojada.
    —Ayla, hay personas buenas y personas malas, y en cada cual hay algo de bueno y de malo. —El ceño fruncido de Jondalar revelaba su preocupación. Se daba cuenta de que ella estaba intentando armonizar las impresiones que había recogido en su más reciente e ingrata experiencia con su esquema personal de las cosas, y él sabía que eso era importante—. Sin embargo, la mayoría de la gente es decente —afirmó—, y todos tratan de ayudarse mutuamente. Saben que es necesario; al fin y al cabo, uno no puede prever cuándo necesitará ayuda; por consiguiente, casi todos prefieren mostrarse amistosos.
    —Pero hay algunos que están deformados, como Attaroa —dijo Ayla.
    —Es cierto. —El hombre asintió, dándole la razón—. También hay algunos que sólo dan lo indispensable, y hasta preferirían no dar nada, pero eso no los convierte en seres malvados.
    —No obstante, una mala persona puede acarrear la peor de las suertes a las personas buenas, como Attaroa hizo con S’Armuna y Epadoa.
    —Pienso que lo mejor que podemos hacer es tratar de evitar que los seres perversos y crueles provoquen demasiado daño. Quizás debamos considerarnos afortunados de que no haya muchas mujeres como ella. Pero Ayla, no permitas que una persona mala desvirtúe tu concepto de la gente.
    —Attaroa no pudo lograr que yo modificara mis sentimientos acerca de las personas que conozco y, Jondalar, estoy segura de que tienes razón acerca de la mayoría de la gente; pero ella logró que yo aprendiera a mostrarme más cautelosa y más prudente.
    —No está mal cierta cautela al principio, pero concede a la gente la oportunidad de demostrar sus cualidades antes de llegar a la conclusión de que es mala.

    La meseta que se extendía en el lado norte del río les acompañó mientras continuaban la marcha hacia el oeste. Las plantas verdes deformadas por el viento en las cimas redondeadas y las planicies llanas del macizo se recortaban contra el cielo. El río volvía a dividirse en varios canales que corrían atravesando una cuenca cerrada de tierras bajas. Los extremos meridional y septentrional del valle mantenían sus diferencias características, pero la roca baja estaba agrietada y había fallas que alcanzaban gran profundidad entre el río y el promontorio de piedra caliza de las altas montañas meridionales. Hacia el oeste, se divisaba el empinado reborde de piedra caliza de una falla. El curso del río viraba hacia el noroeste.
    El extremo oriental de la cuenca de tierras bajas también estaba bordeado por el risco de una falla, provocada no tanto por la elevación de la piedra caliza cuanto por la depresión del suelo del valle cerrado. Hacia el sur, la tierra se extendía en una suave pendiente durante cierta distancia, antes de elevarse hacia las montañas; pero la meseta de granito del norte se aproximaba al río, hasta que comenzaba a empinarse bruscamente a poca distancia del agua.
    Acamparon en el valle cerrado y bajo. Cerca del río, la suave corteza gris y las ramas desnudas de las hayas aparecían entre los abetos, los pinos y los alerces; el lugar estaba lo bastante protegido para permitir el crecimiento de algunos árboles de hoja caduca. Vagando alrededor y cerca de los árboles, en aparente confusión, había un pequeño rebaño de mamuts, hembras y machos. Ayla se aproximó lo más que pudo para ver lo que sucedía.
    Un mamut estaba echado; era un viejo gigantesco con enormes colmillos que se le cruzaban al frente. Ayla se preguntó si sería el mismo grupo que habían visto antes quebrando el hielo. ¿Era posible que hubiera dos mamuts tan viejos en la misma región? Jondalar se acercó a la joven.
    —Me temo que está muriéndose. Ojalá pudiera hacer algo por él —dijo Ayla.
    —Probablemente ha perdido los dientes. Una vez que sucede eso, nadie puede hacer nada, excepto lo que están haciendo. Permanecen a su lado, le acompañan.
    —Quizás ninguno de nosotros podría pedir más.
    A pesar de su cuerpo relativamente compacto, cada mamut adulto consumía diariamente grandes cantidades de alimento, sobre todo hierbas altas de tallo leñoso y a veces arbolillos. Con una dieta tan fibrosa, los dientes eran esenciales. Su importancia era tal que el plazo de vida de un mamut estaba condicionado por sus dientes.
    Un mamut lanudo tenía varios juegos de grandes molares a lo largo de su vida, es decir unos setenta años, por lo general seis a cada lado, arriba y abajo. Cada diente pesaba alrededor de cuatro kilogramos y estaba adaptado especialmente para la masticación de los pastos duros. La superficie estaba formada por numerosos rebordes sumamente duros, finos y paralelos —placas de dentina cubiertas con esmalte— y poseían coronas más altas y más rebordes que los dientes de otra especie cualquiera, anterior o ulterior. Los mamuts eran ante todo comedores de pasto. Los jirones de corteza que arrancaban de los árboles, sobre todo en invierno, las hierbas de primavera y las hojas, las ramas y los arbolillos ocasionales, eran sólo un complemento de su dieta principal consistente en pastos duros y fibrosos.
    Los molares más tempranos y pequeños se formaban cerca de la parte delantera de cada mandíbula, y el resto crecía detrás y avanzaba en una progresión regular durante toda la vida del animal, y sólo un diente o dos se usaban en cada ocasión. A pesar de su fortaleza, la importante superficie de masticación se desgastaba a medida que se desplazaba hacia delante y las raíces se des integraban. Finalmente, los últimos fragmentos de cada molar, delgados e inútiles, se caían, y los nuevos sustituían a los antiguos.
    Los últimos molares comenzaban a ser utilizados alrededor de los cincuenta años, y cuando casi habían desaparecido, los viejos animales de pelo grisáceo ya no podían continuar masticando el pasto duro. Aún podían consumir hojas y plantas más blandas, vegetales de primavera que en otras estaciones no estaban a su alcance. Desesperados, los veteranos mal alimentados a menudo abandonaban el rebaño en busca de pastos más verdes, pero lo único que encontraban era la muerte. El rebaño sabía cuándo estaba próximo el fin, y era algo corriente ver a los animales compartiendo los últimos días de los viejos.
    Los otros mamuts demostraban con respecto a los moribundos una actitud tan protectora como la que observaban en relación con los recién nacidos y se reunían a su alrededor, tratando de ayudar a levantarse al caído. Cuando todo había concluido, sepultaban el cadáver bajo pilas de tierra, hierba, hojas o nieve. Era bien sabido que los mamuts incluso sepultaban a otros animales muertos, y también a los seres humanos.
    Ayla, Jondalar y sus compañeros cuadrúpedos comprobaron que el camino se elevaba cada vez más y se hacía más difícil a medida que dejaban atrás las tierras bajas y a los mamuts. Estaban aproximándose a un barranco. Una estribación del antiguo macizo septentrional se había extendido muy al sur, y estaba dividido por el río. Subieron cada vez más, mientras las aguas del río irrumpían por el estrecho desfiladero, demasiado veloces para congelarse, pero arrastrando los témpanos de hielo provenientes de los tramos más tranquilos, situados hacia el oeste. Era extraño ver cómo se movía el agua a pesar de la enorme cantidad de hielo. Frente a los elevados contrafuertes que se extendían hacia el sur, había mesetas, colinas coronadas por altas plataformas, en las cuales crecían espesos bosques de coníferas, con las ramas salpicadas de nieve. El fino ramaje de los árboles de hoja caduca, así como los matorrales, aparecían pintados de blanco por una capa de lluvia helada, lo cual acentuaba tanto las ramas grandes como las pequeñas, y éstas atraían a Ayla con su belleza invernal.
    La altura continuó aumentando, y las tierras bajas entre los riscos nunca descendían tanto como las precedentes. El aire era frío, terso y claro, e incluso cuando había nubes, no nevaba. La precipitación disminuyó a medida que avanzaba el invierno. La única humedad en el aire era el aliento tibio expulsado por los seres humanos y los animales.
    El río de hielo se empequeñecía cada vez que atravesaban el valle de un afluente helado. En el extremo occidental de la tierra baja había otro barranco. Ascendieron al risco rocoso, y cuando llegaron al punto más alto, miraron al frente y se detuvieron, sobrecogidos por el espectáculo. A cierta distancia, el río se había dividido otra vez. Los viajeros no sabían si era la última vez que se separaría en los ramales y canales que habían caracterizado su avance a través de las llanuras desnudas por las que atravesaba durante gran parte de su recorrido. El barranco que se abría poco antes de las tierras bajas se curvaba bruscamente en el momento en que los diferentes canales se agrupaban, y allí se formaba un curioso torbellino por cuyas profundidades desfilaban el hielo y los restos flotantes, antes de caer en una depresión, un poco más lejos, donde rápidamente volvían a congelarse las aguas.
    Se detuvieron en el lugar más elevado para mirar hacia abajo y vieron un pequeño tronco que describía interminables círculos y se hundía cada vez más en cada giro.
    —No desearía caer allí —dijo Ayla, estremeciéndose ante la idea.
    —Tampoco yo —respondió Jondalar.
    La mirada de Ayla se sintió atraída por otro lugar distante.
    —Jondalar, ¿de dónde vienen esas nubes de vapor? —preguntó—. Está helando y las montañas están cubiertas de nieve.
    —Son fuentes de agua caliente, aguas que reciben el aliento cálido de la propia Doni. Algunas personas temen acercarse a esos lugares, pero la gente a la que yo quiero visitar habita cerca de uno de esos pozos profundos de agua caliente, o al menos eso me dijeron. Los pozos de agua caliente son sagrados para ellos, aunque algunos huelen muy mal. Se dice que usan el agua para curar enfermedades.
    — ¿Cuánto tiempo pasará antes de que lleguemos a casa de esas personas que tú conoces, las que usan el agua para curar enfermedades? —preguntó Ayla.
    Todo lo que podía enriquecer su caudal de conocimientos médicos siempre avivaba el interés de Ayla. Por otra parte, la comida empezaba a escasear y ellos no querían perder tiempo buscándola, pero lo cierto es que se habían acostado hambrientos un par de días.
    La pendiente del terreno se acentuó perceptiblemente después de la última cuenca llana. Estaban encerrados por montañas a derecha y a izquierda. Hacia el sur, el manto de hielo tenía cada vez mayor elevación a medida que avanzaban en dirección al oeste. En lontananza, hacia el sur, y un poco hacia el oeste, dos picos se elevaban a gran altura sobre las restantes y accidentadas cumbres montañosas, uno más alto que el otro, como un matrimonio vigilando a sus niños.
    Donde las tierras altas se nivelaban, en las inmediaciones de un tramo del río caracterizado por las aguas poco profundas, Jondalar viró hacia el sur, alejándose del río, para acercarse a una nube de vapor que se elevaba en la lejanía. Subieron a un risco bajo y desde la cumbre contemplaron un prado cubierto de nieve a orillas de un estanque de agua humeante, cerca de una caverna.
    Varias personas les habían visto llegar y les miraban consternados, incapaces de moverse. Sin embargo, un hombre blandió una lanza con aire amenazador.

    35

    —Creo que será mejor que desmontemos y nos acerquemos a pie —dijo Jondalar, al ver que varios hombres que portaban lanzas y algunas mujeres se acercaban cautelosamente—. A estas alturas deberíamos recordar que la gente siente temor y sospecha cuando nos ve cabalgando. Probablemente hubiéramos debido ocultarnos y llegar caminando, para después ir a buscarles, cuando ya hubiéramos tenido tiempo de explicar que viajamos con animales.
    Ambos desmontaron y a Jondalar se le vino un súbito y acerbo recuerdo de su «hermanito», Thonolan, mostrando su sonrisa amplia y cordial y acercándose confiadamente a una Caverna o un Campamento de desconocidos. En una especie de imitación, el hombre alto y rubio sonrió ampliamente, hizo un gesto cordial y retiró la capucha de su chaquetón, de modo que le viesen más fácilmente; después se acercó con las dos manos extendidas, para mostrar que se acercaba francamente y no tenía nada que ocultar.
    —Estoy buscando a Laduni de los Losadunai. Soy Jondalar de los Zelandonii —dijo—. Mi hermano y yo fuimos hacia el este en un Viaje, hace pocos años, y Laduni nos pidió que, al regreso, nos detuviéramos y os visitáramos.
    —Yo soy Laduni —dijo un hombre, que habló en un zelandoni con leve acento. Se acercó a ellos, manteniendo la lanza preparada y mirando con atención para asegurarse de que el extraño era quien decía ser—. ¿Jondalar? ¿De los Zelandonii? Sí, pareces el hombre a quien conocí.
    Jondalar percibió el tono cauteloso.
    — ¡Lo parezco porque lo soy! Me alegro de verte, Laduni —dijo, con expresión cálida—. No estaba seguro de haberme acercado al lugar apropiado. He recorrido todo el camino que nos separa del fin del Río de la Gran Madre, y hasta he ido más lejos, pero ahora, más cerca de mi hogar, he tenido dificultades para encontrar tu Caverna, pero el vapor de tus pozos de agua caliente me ha servido de referencia. He traído conmigo a una persona y deseo que la conozcas.
    El hombre mayor miró a Jondalar, tratando de descubrir algún indicio de que fuese otra persona distinta de la que parecía: un hombre que había llegado del modo más extraño. Parecía un poco mayor, lo que era razonable, y se asemejaba a Dalanar. Había visto de nuevo al anciano tallador de pedernal unos pocos años antes, cuando él se había acercado en una misión comercial, y, según sospechaba Laduni, para comprobar si el hijo de su hogar y su hermano habían pasado por allí. Dalanar se alegrará mucho de verle, pensó Laduni. Se acercó a Jondalar, sosteniendo la lanza con más naturalidad, pero siempre en una posición que le permitiera usarla prestamente. Volvió los ojos hacia los dos caballos extrañamente dóciles, y vio por primera vez que quien estaba cerca de los animales era una mujer.
    —Esos dos caballos no se parecen a los que tenemos aquí. ¿En el este son más dóciles? Seguramente es mucho más fácil cazarlos —dijo Laduni.
    De pronto, el hombre se puso en guardia, movió la lanza como disponiéndose a arrojarla y apuntó a Ayla.
    — ¡No te muevas! —dijo.
    Sucedió todo con tal rapidez, que Jondalar no tuvo tiempo de reaccionar.
    — ¡Laduni! ¿Qué estás haciendo?
    —Un lobo os ha seguido. Y parece que no teme dejarse ver por todos.
    — ¡No! —gritó Ayla, interponiéndose entre el lobo y el hombre de la lanza.
    —Este lobo viaja con nosotros. ¡No lo mates! —dijo Jondalar, corriendo a interponerse entre Laduni y Ayla.
    Ella se arrodilló y abrazó al lobo, sosteniéndolo firmemente, en parte para protegerlo y en parte para proteger al hombre de la lanza. Lobo tenía el pelo erizado, había contraído los labios, mostraba los colmillos y un rezongo salvaje brotaba de su garganta.
    Laduni estaba desconcertado. Había actuado para proteger a los visitantes, pero éstos se comportaban como si la intención de Laduni hubiese sido herirlos. Dirigió a Jondalar una mirada interrogadora.
    —Por favor, deja esa lanza, Laduni —dijo Jondalar—. El lobo es nuestro compañero, lo mismo que lo son los caballos. Nos salvó la vida. Te prometo que no hará ningún mal a nadie mientras nadie le amenace o amenace a la mujer. Sé que esto debe parecerte extraño, pero, si me das una oportunidad, te lo explicaré.
    Laduni bajó lentamente la lanza y miró cautelosamente al corpulento lobo. Una vez eliminada la amenaza, Ayla calmó al animal; después se irguió y caminó hacia Jondalar y Laduni, ordenando a Lobo que se mantuviese cerca de ella.
    —Por favor, disculpa a Lobo si se le erizó el pelo —dijo Ayla—. En realidad, simpatiza con la gente cuando la conoce, pero hemos tenido una experiencia desagradable con algunas personas, al este de aquí. Ahora se muestra más nervioso con los desconocidos y adopta una actitud más protectora.
    Laduni advirtió que ella hablaba bastante bien el zelandoni, pero su extraño acento mostraba inmediatamente que era extranjera. También percibió... otra cosa... no estaba seguro qué. No era nada que él pudiera definir específicamente. Había visto antes muchas mujeres rubias, de ojos azules, pero el dibujo de sus pómulos, la forma de sus rasgos o su rostro, algo confería a esa joven un aspecto extraño. Fuera lo que fuese, no menoscababa en los más mínimo el hecho de que era una mujer maravillosamente bella. En todo caso, agregaba un elemento misterioso.
    Laduni miró a Jondalar y sonrió. Al recordar la última visita, no le sorprendió que el alto y apuesto zelandonii regresara de un largo Viaje con una belleza exótica; pero nadie hubiera podido prever que también traería recuerdos vivos de sus aventuras, como caballos y un lobo. Ansiaba ardientemente escuchar los relatos que ellos le ofrecerían.
    Jondalar había advertido la mirada de aprecio en los ojos de Laduni cuando vio a Ayla, y cuando el hombre sonrió, también Jondalar comenzó a tranquilizarse.
    —Ésta es la persona que deseaba presentarte —dijo Jondalar—. Laduni, cazador de los Losadunai, ésta es Ayla, del Campamento del León de los Mamutoi, Elegida por el León de la Caverna, Protegida por el Oso Cavernario e Hija del Hogar del Mamut.
    Ayla había alzado las dos manos y mostrado las palmas, en un saludo que expresaba franqueza y amistad, cuando Jondalar comenzó la presentación formal.
    —Te saludo, Laduni, Maestro Cazador de los Losadunai —dijo Ayla.
    Laduni se preguntó cómo era posible que Ayla supiese que él era el principal cazador de su pueblo. Jondalar no la había dicho. Quizás se la había explicado antes, pero ella había sido astuta al mencionarlo. Además, era natural que la mujer comprendiese ese tipo de cosas. Con tantos títulos y afiliaciones, debía ser una mujer de elevada jerarquía en su pueblo. Laduni pensó: «Yo podría haber adivinado que la mujer que él trajese tendría esa condición, pues tanto la madre de Jondalar como el hombre de su hogar han conocido las responsabilidades de la jefatura. El hijo tiene que ser fiel a la sangre de la madre y al espíritu del hombre».
    Laduni aceptó las dos manos de Ayla.
    —En nombre de Yuma, la Gran Madre Tierra, eres bienvenida, Ayla del Campamento del León de los Mamutoi, Elegida del León, Protegida por el Gran Oso e Hija del Hogar del Mamut —dijo Laduni.
    —Te agradezco la bienvenida —dijo Ayla, manteniéndose en una actitud formal—. Y si puedo, quisiera presentarte a Lobo, para que sepa que eres amigo nuestro.
    Laduni frunció el entrecejo, no muy seguro de que realmente deseara conocer a un lobo, pero, en aquellas circunstancias, consideró que no tenía otra alternativa.
    —Lobo, éste es Laduni de los Losadunai —dijo Ayla, tomando la mano del hombre y acercándola al hocico del lobo—. Es un amigo. —Después que Lobo olfateó la mano del desconocido, impregnada con el olor de la mano de Ayla, pareció comprender que era alguien a quien debía aceptar. Olfateó las partes masculinas del hombre, para gran consternación de Laduni.
    —Está bien, Lobo —dijo Ayla, indicándole con una señal que se retirara. Después, dirigiéndose a Laduni, agregó—: Ahora sabe que eres un amigo y que eres un hombre. Si deseas darle la bienvenida, te diré que le gusta que le palmeen la cabeza y le rasquen detrás de las orejas.
    Aunque todavía se mostraba cauteloso, la idea de tocar a un lobo vivo le atraía. Con cierto reparo extendió la mano y tocó el áspero pelaje; al ver que se aceptaba su contacto, palmeó la cabeza del animal, y después le tocó un poco detrás de las orejas, complacido por la experiencia. No era que no hubiese tocado nunca la piel de un lobo, pero jamás en un animal vivo.
    —Lamento haber amenazado a vuestro compañero —dijo—. Es que nunca he visto que un lobo acompañase a la gente por propia voluntad, y el caso es que tampoco he visto que sucediese eso con los caballos.
    —Es comprensible —dijo Ayla—. Después te llevaré a conocer a los caballos. Tienden a mostrarse tímidos frente a los extraños y necesitan un tiempo para acostumbrarse a la gente nueva.
    — ¿Todos los animales del este son tan amistosos? —preguntó Laduni, insistiendo en que le respondiesen a una pregunta que podría interesar a todo cazador. Jondalar sonrió.
    —No, los animales son iguales en todas partes. Éstos son especiales a causa de Ayla.
    Laduni asintió luchando contra el impulso de formular nuevas preguntas, pues sabía que la Caverna entera desearía escuchar el relato.
    —Os doy la bienvenida y os invito a entrar para compartir el calor, el alimento y un lugar donde descansar, pero creo que primero debería ir a explicar al resto de la Caverna quiénes sois.
    Laduni retrocedió hacia el grupo reunido frente a una gran abertura en un costado de la pared de roca. Explicó que había conocido a Jondalar unos pocos años antes, cuando comenzaba su Viaje, y que le había invitado a visitarle a su regreso. Mencionó que Jondalar estaba emparentado con Dalanar, destacó especialmente que eran personas comunes y no una especie de espíritus amenazadores y que ellos les explicarían todo lo que fuese necesario acerca de los caballos y el lobo.
    —Sin duda, podrán contarnos algunas cosas interesantes —concluyó, consciente de que eso representaba una atracción para un grupo de personas que básicamente se habían mantenido encerradas en una caverna desde el comienzo del invierno y que ya comenzaban a estar hartos.
    La lengua en que habló no fue el zelandoni que había empleado con los viajeros, pero después de escuchar un rato, Ayla llegó a la conclusión de que percibía algunas semejanzas. Advirtió que, si bien acentuaban y pronunciaban las palabras de distinto modo, los Losadunai estaban emparentados con los Zelandonii de la misma manera que los S’Armunai y los Sharamudoi estaban relacionados con los Mamutoi. Esta lengua incluso tenía cierta relación con el s'armunai. Había entendido algunas palabras y percibido el sesgo de varios comentarios de Laduni. En unos pocos días más lo estaría hablando correctamente.
    El talento que Ayla demostraba para las lenguas, a ella misma no la sorprendía. No intentaba conscientemente aprenderlas, pero la agudeza de su oído para los matices y las inflexiones, y su habilidad para percibir las relaciones le facilitaban la tarea. La pérdida de su propia lengua en el trauma de la desaparición de su pueblo, cuando ella era muy pequeña, y la necesidad de aprender un modo distinto de comunicarse, pero que utilizaba las mismas áreas del cerebro que funcionaban en el lenguaje hablado, potenciaban sus cualidades verbales naturales. Su necesidad de aprender a comunicarse de nuevo cuando descubrió que no podía hacerlo, le había aportado un incentivo inconsciente aunque profundo que la llevaba a aprender todas las lenguas desconocidas. La combinación de la capacidad natural y las circunstancias le habían conferido esa habilidad.
    —Losaduna dice que sois bienvenidos y que podéis permanecer en el hogar de los visitantes —dijo Laduni después de terminar su explicación.
    —Ante todo, necesitamos descargar los caballos y acomodarlos —dijo Jondalar—. Este campo que se extiende frente a la caverna tiene al parecer buenos pastos de invierno. ¿Alguien se opondrá si los dejamos aquí?
    —Podéis usar como queráis el campo —dijo Laduni—. Creo que a todos les llamará la atención ver tan de cerca a los caballos.
    No pudo evitar una mirada a Ayla, y en su cara se manifestaba el deseo de saber qué les había hecho a los animales. Parecía evidente que dominaba a ciertos espíritus muy poderosos.
    —Quiero preguntar otra cosa —dijo Ayla—. Lobo está acostumbrado a dormir cerca de nosotros. Se sentiría muy incómodo en otro lugar. Si la presencia del lobo en la Caverna incomoda a tu Losaduna o a otros miembros de tu pueblo, levantaremos nuestra tienda y dormiremos fuera.
    Laduni habló de nuevo a la gente, y después de intercambiar algunas palabras, retornó a donde estaban los visitantes.
    —Desean que entréis, pero algunas madres temen por sus hijos —dijo.
    —Comprendo lo que sienten. Puedo prometer que Lobo no atacará a nadie, pero si eso no es suficiente, permaneceremos fuera.
    Hubo otra conversación, y al fin Laduni dijo:
    —Dicen que podéis entrar.
    Laduni les acompañó cuando Ayla y Jondalar fueron a descargar los caballos, y se sintió tan impresionado de conocer a Whinney y Corredor como antes lo había estado cuando le presentaron a Lobo. Laduni había intervenido en muchas cacerías de caballos, pero jamás había tocado uno, excepto por casualidad cuando se acercaba bastante durante la caza. Ayla percibía el goce que Laduni sentía y pensó que más tarde podía ofrecerle un paseo sobre el lomo de Whinney.
    Mientras regresaban a la caverna, arrastrando las cosas depositadas en el bote redondo, Laduni preguntó a Jondalar por su hermano. Cuando vio la expresión de dolor en la cara del hombre de elevada estatura, comprendió, incluso antes de que Jondalar contestase, que había sobrevenido una tragedia.
    —Thonolan murió. Le mató un león cavernario.
    —Lamento saberlo. Yo simpatizaba con él —dijo Laduni.
    —Todos simpatizaban con él.
    —Deseaba profundamente seguir el curso del Río de la Gran Madre hasta el fin. ¿Consiguió llegar?
    —Sí, llegó al fin del Donau antes de morir, pero a esa altura del Viaje ya no tenía ánimo. Se había enamorado de una mujer y unido con ella, pero la mujer murió de parto —dijo Jondalar—. Eso le cambió, le destrozó el corazón. Después, ya no quiso vivir.
    Laduni meneó la cabeza.
    — ¡Qué lástima! Estaba tan lleno de vida. Filonia pensó en él mucho tiempo después de que os marcharais. Siempre conservó la esperanza de que regresaría.
    — ¿Cómo está Filonia? —preguntó Jondalar, que recordó ahora a la bonita y joven hija del hogar de Laduni.
    El hombre de más edad sonrió.
    —Ahora está unida y Duna le sonríe. Tiene dos hijos. Poco después de que partierais, descubrió que había recibido la bendición. Cuando se difundió la noticia de que estaba embarazada, creo que todos los Losadunai en condiciones de casarse descubrieron un motivo para visitar nuestra Caverna.
    —Me imagino. Según recuerdo, era una hermosa joven. Hizo un Viaje, ¿verdad?
    —Sí, con un primo mayor.
    — ¿Y tiene dos hijos? —preguntó Jondalar.
    Los ojos de Laduni chispearon de gozo.
    —Una hija de la primera bendición, Thonolia (Filonia estaba segura de que era hija del espíritu de tu hermano), y no hace mucho tuvo un varón. Está viviendo en la Caverna de su compañero. Allí tenían más espacio, pero no están lejos de aquí y nosotros vemos regularmente a Filonia y a sus hijos.
    Había satisfacción y alegría en la voz de Laduni.
    —Ojalá Thonolia sea hija del espíritu de Thonolan. Me agradaría pensar que todavía hay un fragmento de su espíritu en este mundo —dijo Jondalar.
    Jondalar se preguntó: « ¿Podía suceder tan deprisa? Thonolan sólo pasó una noche con ella. ¿Su espíritu era tan potente? O, si Ayla tiene razón, ¿es posible que Thonolan hiciera que un niño comenzara acrecer en Filonia con la esencia de su virilidad esa noche que estuvimos con ellos?». Recordó a la mujer con quien él había estado.
    — ¿Cómo está Lanalia? —preguntó.
    —Está bien. Ahora ha ido a visitar a unos parientes que viven en otra Caverna. Tratan de encontrarle compañero. Un hombre perdió a su mujer y en su hogar quedaron tres niños pequeños; Lanalia nunca tuvo hijos, aunque siempre los deseó. Si ella le considera compatible, se unirá y adoptará a los niños. Puede ser un arreglo muy satisfactorio y ella está muy entusiasmada.
    —Me alegro por ella y le deseo mucha felicidad —dijo Jondalar, que intentó disimular su decepción. Había abrigado la esperanza de que hubiera quedado embarazada después de compartir Placeres con él. En todo caso y fuera lo que fuese, el espíritu de un hombre o la esencia de su virilidad, Thonolan ha probado la fuerza del suyo; pero, « ¿qué pasa conmigo? ¿Mi esencia o mi espíritu tiene fuerza suficiente para iniciar un niño que crezca dentro de una mujer?», se preguntó.
    Cuando entraron en la caverna, Ayla miró alrededor con interés. Había visto muchas viviendas de los Otros: refugios livianos o portátiles utilizados en verano y estructuras permanentes más sólidas que podían soportar los rigores del invierno. Algunas estaban construidas con huesos de mamut y cubiertas con paja y arcilla; en otras se había empleado madera y estaban protegidas por un saliente o descansaban sobre una plataforma rodante; pero nunca había visto una caverna como ésta después de separarse del Clan. Tenía una ancha entrada que miraba al sureste, y el interior era grato y espacioso. Pensó que a Brun le habría gustado esta caverna.
    Cuando los ojos de Ayla se acostumbraron a la escasa luz y vio el interior, se sorprendió. Había esperado ver varios hogares en diferentes lugares, el hogar de cada familia. Había rincones para hacer fuego en el interior de la caverna, pero estaban dentro o cerca de las entradas a unas estructuras formadas por cueros atados a estacas. Eran análogos a las tiendas, pero no tenían forma cónica y estaban abiertos arriba —no necesitaban protegerse del tiempo en el interior de la caverna—. Hasta donde podía verificar, cumplían la función de tabiques para evitar que una mirada casual se posara en el espacio interior. Ayla recordó la prohibición del Clan de mirar directamente el espacio de una vivienda, definida por límites de piedra, en el hogar de otro hombre. Era una cuestión de tradición y autocontrol, pero comprendió que el propósito era el mismo: proteger la intimidad.
    Laduni les condujo hacia uno de los espacios cerrados por los tabiques.
    —Vuestra experiencia negativa no ha tenido que ver con una banda de pendencieros, ¿verdad? —preguntó.
    —No, ¿ha habido problemas? —preguntó Jondalar—. Cuando nos encontramos antes, tú hablaste de cierto joven que había agrupado a varios seguidores. Estaban divirtiéndose con la gente del Clan... los cabezas chatas. —Miró a Ayla, pero comprendió que Laduni jamás comprendería la palabra «Clan»—. Se dedicaban a golpear a los hombres y después a gozar de sus Placeres con las mujeres. Se hablaba de gente pendenciera que andaba buscando dificultades a todos.
    Cuando Ayla oyó «cabezas chatas», escuchó atentamente, deseosa de saber si en las proximidades había muchos individuos del Clan.
    —Sí, ésos son. Charoli y su grupo —dijo Laduni—. Es posible que hayan comenzado con simples bromas pesadas, pero la cosa ha llegado mucho más lejos.
    —Había creído que a estas alturas esos jóvenes ya habían puesto fin a esa clase de comportamiento —dijo Jondalar.
    —Se trata de Charoli. Imagino que cada uno por separado no es un joven perverso, pero él los alienta. Losaduna dice que Charoli desea demostrar su valor, afirmar su condición de hombre, porque creció sin la presencia de un hombre en su hogar.
    —Muchas mujeres han criado ellas solas a varones, y éstos se convirtieron en hombres excelentes —dijo Jondalar.
    Se habían volcado tanto en la conversación que habían dejado de andar y se detuvieron en el centro de la caverna. La gente se agrupaba alrededor.
    —Sí, por supuesto. Pero el compañero de su madre desapareció cuando él era apenas un niño y ella nunca volvió a unirse. En cambio, volcó toda su atención en el niño y le consintió todo, incluso cosas que no correspondían a su edad. Cuando hubiera debido enseñarle un oficio y las obligaciones de un adulto. Ahora, todos tienen que andar tratando de ponerle freno.
    — ¿Qué ha sucedido? —preguntó Jondalar.
    —Una muchacha de nuestra Caverna estaba cerca del río poniendo trampas. Se había convertido en mujercita pocas lunas antes y aún no había pasado por sus Ritos de los Primeros Placeres. Esperaba que llegase la ceremonia, en la asamblea siguiente. Charoli y su grupo la vieron sola y todos la forzaron...
    — ¿Todos? ¿La tomaron? ¿Por la fuerza? —preguntó Jondalar, desconcertado. Una jovencita, que todavía no era mujer. ¡Me parece increíble!
    —Todos —dijo Laduni, con una fría cólera que era peor que la irritación momentánea—. ¡Y no lo toleraremos! No sé si se han cansado de las mujeres de los cabezas chatas o qué excusa se han dado a sí mismos, pero eso ha sido ya demasiado. Le provocaron dolor y una gran hemorragia. Ella dice que no quiere saber nada más con los hombres, nunca más. Y ha rehusado pasar por los ritos de la feminidad.
    —Eso es terrible, pero no podemos criticarla. No es así como una joven debe aprender lo que es el Don de Doni —dijo Jondalar.
    —Su madre teme que si se niega a honrar a la Madre con la ceremonia, jamás tendrá hijos.
    —Quizás tenga razón, pero, ¿qué puede hacerse? —preguntó Jondalar.
    —Su madre quiere ver muerto a Charoli y desea que declaremos una cruzada de sangre contra su Caverna —dijo Laduni—. La venganza es el derecho de esa mujer, pero una cruzada de sangre puede destruirnos a todos. Además, no ha sido la Caverna de Charoli la que ha provocado estos desmanes. Se trata de su grupo, y algunos ni siquiera pertenecen a la Caverna en la que nació Charoli. He enviado un mensaje a Tomasi, el jefe de cazadores de la Caverna, y le sugerí una idea.
    — ¿Una idea? ¿Cuál es tu plan?
    —Creo que es tarea de todos los Losadunai detener a Charoli y a su grupo. Confío en que Tomasi se una a mí para tratar de convencer a todos de que devuelvan a esos jóvenes al control de la Caverna. Incluso ha sugerido que acepte que la madre de Madenia tiene derecho a su venganza, en lugar de soportar los estragos de una cruzada general. Pero Tomasi está emparentado con la madre de Charoli.
    —Eso implica tener que tomar una decisión grave —dijo Jondalar. Advirtió que Ayla había estado escuchando atentamente—. ¿Alguien sabe dónde está el grupo de Charoli? No pueden alojarse con alguien de tu gente. Es imposible que una Caverna de Losadunai tolere a rufianes como ésos en su seno.
    —Al sur de aquí hay un área desierta, con ríos subterráneos y muchas cavernas. Corre el rumor de que se ocultan en una de las cavernas que está cerca del límite con esa región.
    —Quizás sea difícil dar con ellos si hay muchas cavernas.
    —Pero no pueden permanecer siempre allí. Necesitan conseguir alimento y es posible seguirles el rastro y encontrarlos. Un buen rastreador puede seguirles la pista más fácilmente que a un animal. Pero es necesario que todas las Cavernas cooperen, de ese modo no llevará mucho tiempo descubrirlos.
    — ¿Qué haréis con ellos cuando los encontréis? —Esta vez fue Ayla quien formuló la pregunta.
    —Creo que una vez que consigamos separar a todos esos jóvenes rufianes, no será difícil romper los vínculos que les unen. Cada una de las Cavernas puede resolver el problema de uno o dos de sus miembros a su propio modo. Dudo que la mayoría de ellos desee realmente vivir al margen de los Losadunai y no ser miembros de una Caverna. Más tarde o más temprano querrán tener compañeras y no muchas mujeres desearán vivir como ellos viven.
    —Creo que tienes razón —dijo Jondalar.
    —Lamento mucho que le haya sucedido eso a la joven —dijo Ayla—. ¿Cómo se llama? ¿Madenia?
    La expresión de Ayla revelaba que se sentía muy turbada.
    —Yo también lo lamento —agregó Jondalar—. Ojalá pudiéramos quedarnos aquí y echar una mano, pero si no cruzamos pronto el glaciar, tendremos que permanecer aquí hasta el próximo invierno.
    —Quizás ya sea demasiado tarde para realizar esa travesía este invierno —dijo Laduni.
    — ¿Demasiado tarde? —repitió Jondalar—. Pero hace frío, es invierno. Todo constituye un sólido congelado. Ahora, la nieve llena sin duda todas las grietas.
    —Sí. Ahora es invierno, pero cuando la estación está tan avanzada, uno nunca sabe. Tal vez podríais cruzar, pero si el viento primaveral empieza a soplar temprano, y a veces sucede, toda la nieve se derretirá deprisa. El glaciar puede ser traicionero durante el primer deshielo de primavera, y en estas circunstancias, no creo que sea seguro dar un rodeo por el país de los cabezas chatas en dirección al norte. En estos momentos no mantienen una actitud muy cordial. La banda de Charoli les ha encrespado. Incluso los animales demuestran una actitud protectora para con sus hembras y lucharán para defenderlas.
    —No son animales —dijo Ayla, saliendo en su defensa—. Son personas, sólo que distintas.
    Laduni refrenó su lengua: no quería ofender a una visitante y huésped. «Como está tan cerca de los animales, quizás piense que todos los animales son personas. Si un lobo la protege y ella le trata como si fuera un ser humano, ¿puede extrañar que considere personas también a los cabezas chata? —pensó Laduni—. Sé que pueden ser inteligentes, pero no son humanos.»
    Varias personas se habían reunido a su alrededor mientras hablaban. Uno de ellos, un hombre de edad madura, pequeño y delgado, con una sonrisa tímida, dijo:
    —Laduni, ¿no crees que deberías acomodarlos?
    —Comienzo a preguntarme si os proponéis tenerlos aquí hablando el día entero —agregó la mujer que estaba junto al hombre.
    Era una mujer regordeta, apenas unos centímetros más baja que el hombre, con una cara de expresión amistosa.
    —Disculpad, por supuesto que tenéis razón. Permitidme que os presente —dijo Laduni. Miró primero a Ayla y después se volvió hacia el hombre—. Losaduna, El Que Sirve a la Madre en la Caverna del Pozo de Agua Caliente de los Losadunai, ésta es Ayla del Campamento del León de los Mamutoi, Elegida del León, Protegida por el Gran Oso, e hija del Hogar del Mamut.
    — ¡El Hogar del Mamut! Entonces eres La Que Sirve a la Madre —dijo el hombre con una sonrisa sorprendida, antes incluso de saludar a Ayla.
    —No, soy Hija del Hogar del Mamut. Mamut estaba enseñándome, pero nunca me inició —explicó Ayla.
    — ¡Pero naciste para eso! Seguramente eres también una elegida de la Madre, lo mismo que el resto —dijo el hombre, sin duda complacido.
    —Losaduna, todavía no le has dado la bienvenida —dijo con acento crítico la mujer regordeta.
    El hombre pareció desconcertado un momento.
    —No, me parece que no lo he hecho. ¡Siempre las mismas formalidades! En nombre de Duna, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi, Elegida por el Campamento del León e Hija del Hogar del Mamut.
    La mujer que estaba junto a Losaduna suspiró y meneó la cabeza.
    —Lo ha mezclado todo, pero si se tratase de una ceremonia poco conocida o una leyenda acerca de la Madre, no hubiera olvidado ningún detalle —dijo.
    Ayla no pudo evitar una sonrisa. Nunca había conocido a Uno que Servía a La Madre que pareciera menos cualificado para desempeñar esa función. Los que había conocido antes eran todos individuos muy seguros, fácilmente identificables, con una presencia impresionante, y no por cierto como este hombre tímido y desconfiado, despreocupado de su apariencia y un comportamiento amable y un tanto vergonzoso. Pero la mujer parecía saber dónde radicaba la fuerza del hombre y Laduni no mostraba falta de respeto. Era evidente que en Losaduna había más cualidades que las aparentes.
    —Está bien —dijo Ayla a la mujer—. A decir verdad, no se equivocó. —Después de todo, también había sido elegida por el Campamento del León; adoptada, no nacida en su seno, pensó Ayla. Después se dirigió al hombre, que le había cogido las dos manos y aún las sostenía—. Saludo a El Que Sirve a la Gran Madre de Todos, y te agradezco la bienvenida, Losaduna.
    El hombre sonrió ante la forma en que Ayla utilizaba otro de los nombres de la Duna, y Laduni comenzó a hablar.
    —Solandia de los Losadunai, nacida en la Caverna del Río de la Colina, compañera de Losaduna, ésta es Ayla del Campamento del León de los Mamutoi, Elegida del León, Protegida del Gran Oso e Hija del Hogar del Mamut.
    —Te saludo, Ayla de los Mamutoi, y te invito a nuestra vivienda —dijo Solandia. Ya se habían repetido muchas veces los títulos completos y los parentescos. No creía necesario volver a repetirlos.
    —Gracias, Solandia —dijo. Entonces, Laduni miró a Jondalar.
    —Losaduna, El Que Sirve a La Madre en la Caverna del Pozo de Aguas Calientes de los Losadunai, éste es Jondalar, Maestro Tallador del Pedernal de la Novena Caverna, Hermano de Joharran, jefe de la Novena Caverna, nacido en el Hogar de Dalanar, jefe y fundador de los Lanzadonii.
    Ayla nunca había oído antes todos los títulos y parentescos de Jondalar y quedó sorprendida. Aunque no comprendía totalmente el significado, todo eso sonaba muy impresionante. Después que Jondalar repitió la letanía y fue presentado formalmente, les llevaron, por fin, a la gran sala y al espacio ceremonial asignado a Losaduna.
    Lobo, que había estado sentado prácticamente cerca de la pierna de Ayla, emitió un breve gruñido cuando llegaron a la entrada del espacio destinado a vivienda. Había visto dentro a un niño pero su reacción asustó a Solandia, que corrió hacia el interior y cogió en brazos al pequeño.
    —Tengo cuatro hijos; no sé si ese lobo debería estar aquí —dijo, y el miedo le agudizó la voz—. Micheri ni siquiera anda. ¿Cómo puedo estar segura de que no se arrojará sobre mi pequeño?
    —Lobo no hará daño al pequeño —dijo Ayla—. Creció con niños y los ama. Es más gentil con ellos que con los adultos. No quería arrojarse sobre el niño; lo que pasa es que se siente muy feliz de verlo.
    Ayla ordenó a Lobo que se echase, pero el animal no pudo disimular sus prisas al ver a los niños. Solandia miró con cautela al carnívoro. No podía saber si la ansiedad que el animal mostraba venía del placer o del hambre, pero también sentía curiosidad por los visitantes. Uno de los aspectos más gratos de ser la compañera de Losaduna consistía en que se le ofrecía la ventaja de ser la primera en hablar con los escasos visitantes y podía pasar más tiempo con ellos porque generalmente se alojaban en el hogar ceremonial.
    —Bien, sí, he dicho que podía quedarse aquí —afirmó.
    Ayla entró con Lobo, le condujo a un rincón apartado y le ordenó que permaneciera allí. Le acompañó un rato, consciente de que la situación era especialmente difícil para el animal, pero pareció que, por el momento, le satisfacía el mero hecho de mirar a los niños.
    Su comportamiento serenó a Solandia, y después de servir a sus invitados una infusión caliente que les reconfortó, presentó a sus hijos y volvió a la tarea de preparar la comida que había comenzado. La presencia del animal pasó a segundo plano. Pero los niños estaban fascinados. Ayla los observó, tratando de mostrarse discreta. Calculó que el mayor de los cuatro, llamado Larogi, era un niño de unos diez años. Había una niña que podía tener siete años y se llamaba Dosalia y otra de alrededor de cuatro años, Neladia. Aunque el niño aún no sabía andar, eso no limitaba su movilidad. Estaba en esa etapa en que se gatea y era veloz y activo sobre sus cuatro miembros.
    Los niños mayores miraban con cautela a Lobo: la mayor de las niñas cogió al más pequeño y lo sostuvo en brazos mientras contemplaba al animal; pero, al cabo de un rato, cuando vio que no sucedía nada, volvió a depositarlo en el suelo. Mientras Jondalar hablaba con Losaduna, Ayla comenzó a distribuir sus cosas. Había ropa de cama para los invitados, y confió en que mientras estuvieran allí, dispondría de tiempo para limpiar las pieles de dormir.
    De pronto brotó una cascada de risa infantil. Ayla contuvo la respiración y desvió la mirada hacia el rincón donde había dejado a Lobo. Reinó un absoluto silencio en el resto de la morada mientras todos contemplaban maravillados y temerosos al niño, que se había acercado al rincón y estaba sentado al lado del corpulento lobo, tirándole del pelo. Ayla miró a Solandia, y la vio transfigurada cuando su precioso niño procedió a tocar, empujar y tironear al lobo, que se limitó a mover la cola y parecía complacido. Finalmente, Ayla se acercó, cogió al niño y se lo devolvió a su madre.
    —Tienes razón —dijo asombrada Solandia—, ¡ese lobo ama a los niños! Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, jamás lo habría creído.
    No había pasado mucho tiempo cuando el resto de los hijos de Solandia se aproximaron al lobo, que deseaba jugar. Tras un pequeño incidente provocado por una travesura del niño mayor, a la que Lobo respondió sujetando con los dientes las manos del niño y gruñendo, pero sin morder, Ayla explicó que debían tratarle con respeto. La reacción de Lobo asustó al niño en la medida indispensable para inducirle a moderar sus impulsos. Cuando salieron, todos los niños de la comunidad observaron fascinados a los cuatro hijos de Solandia y al lobo. Los niños de Solandia eran envidiados por su especial privilegio de vivir con el animal.
    Antes de que oscureciera, Ayla fue a inspeccionar a los caballos. Cuando salió de la caverna, oyó el saludo de Whinney, y adivinó que su amiga se había sentido un poco inquieta. Cuando Ayla relinchó a su vez, lo que provocó que varios miembros del grupo volviesen la cabeza hacia ella y la miraran sorprendidos, Corredor respondió con un relincho un poco más estrepitoso. Ayla atravesó el campo, cubierto por una densa capa de nieve en las proximidades de la caverna, para prestar un poco de atención a los caballos y asegurarse de que ambos estaban bien. Whinney la vio llegar con la cola levantada, en una actitud alerta y vivaz. Cuando la mujer se aproximó, la yegua inclinó la cabeza, después la elevó bruscamente y describió con el hocico un círculo en el aire. Corredor, igualmente complacido de ver a Ayla, brincó y se elevó sobre las patas traseras.
    Para ellos era una situación nueva encontrarse otra vez con tanta gente alrededor, y aquella mujer que les era familiar los reconfortaba. Corredor alzó el cuello e irguió las orejas hacia delante cuando Jondalar apareció en la boca de la caverna y recorrió la mitad del campo para ir al encuentro del hombre. Después de acariciar, abrazar y hablar a la yegua, Ayla decidió que al día siguiente cardaría a Whinney, por la tranquilidad que eso les daría a los dos.
    Encabezados por los cuatro hijos de Solandia, todos los niños se habían reunido y se acercaban a Ayla, a Jondalar y a los caballos. Los fascinantes forasteros dejaron que los niños tocaran o acariciasen a uno u otro de los caballos, y Ayla permitió que unos pocos montaran sobre el lomo de Whinney, una situación que muchos adultos observaron con cierta envidia. Ayla se proponía dejar que cabalgasen los adultos que desearan intentarlo, pero consideró que todavía era demasiado pronto para hacerlo. Los caballos necesitaban descansar y no quería cansarlos excesivamente.
    Con palas fabricadas con grandes astas, ella y Jondalar comenzaron a apartar la densa nieve de algunos rodales del pastizal que estaba más cerca de la caverna, con el fin de que los caballos pudieran pacer con más facilidad. Algunos otros se agregaron para agilizar el trabajo. El paleo de la nieve recordó a Jondalar un problema que había estado intentado resolver desde hacía algún tiempo. ¿Cómo encontrarían alimento y forraje, y lo que era más importante, agua potable suficiente para ellos, un lobo y dos caballos mientras cruzaban una extensión congelada de hielo glacial?

    Más avanzada la tarde, todos se reunieron en el amplio espacio ceremonial para escuchar el relato de los viajes y las aventuras de Jondalar y Ayla. Los Losadunai estaban especialmente interesados en los animales. Solandia ya había comenzado a contar con Lobo para distraer a sus hijos, y la contemplación de las escenas del lobo jugando con ellos distraía también a los adultos. Era difícil creerlo. Ayla no suministró detalles acerca del Clan o de la maldición mortal que la había obligado a alejarse, aunque sí aludió a que habían surgido ciertas diferencias.
    Los Losadunai pensaban que el Clan era sencillamente un grupo de personas que vivían a gran distancia, hacia el este, y aunque Ayla intentó explicar que el proceso que permitía que los animales se acostumbrasen a la gente no era nada sobrenatural, nadie le creyó del todo. La idea de que un ser humano podía domesticar a un caballo o un lobo salvaje no era fácilmente aceptable. La mayoría de la gente suponía que el tiempo que Ayla había vivido sola en el valle había sido un período de prueba y abstinencia, al que se sometían muchos que se creían llamados a Servir a la Madre; a los ojos de aquella gente, la conducta de Ayla con los animales garantizaba la validez de su Vocación. Si aún no era La Que Servía, se trataba sólo de una cuestión de tiempo.
    Pero los Losadunai se conmovieron cuando conocieron las dificultades de sus visitantes con Attaroa y los S’Armunai.
    —No me extraña que hayamos tenido tan escasos visitantes del este durante los últimos años. ¿Y dices que uno de los hombres apresados allí era un losadunai? –preguntó Laduni.
    —Sí. Ignoro cuál sería su nombre aquí, pero allí se llamaba Ardemun —dijo Jondalar—. Se había herido a sí mismo, y estaba tullido. No podía caminar muy bien y ciertamente no estaba en condiciones de huir, de modo que Attaroa le permitía recorrer libremente por el Campamento. Él fue quien liberó a los hombres.
    —Recuerdo un joven que salió en un Viaje —dijo una mujer de más edad—. Antes conocía su nombre, pero no puedo recordar, espera un momento... tenía un apodo... Ardemun... Ardi... no, Mardi. ¿Solía llamarse a sí mismo Mardi?
    — ¿Te refieres a Menardi? —dijo un hombre—. Le recuerdo de las Asambleas Estivales. Le llamaban Mardi y partió para un Viaje. De modo que ése fue su destino. Tiene un hermano que se alegrará de saber que está vivo.
    —Es bueno saber que ahora se puede viajar de nuevo con seguridad. Habéis tenido suerte de esquivar a esa gente en el camino hacia el este.
    —Thonolan tenía prisa por avanzar todo lo posible a lo largo del Río de la Gran Madre. No deseaba detenerse —explicó Jondalar—, de modo que permanecimos de este lado del río. Podemos considerarnos afortunados.
    Cuando la asamblea se disolvió, Ayla se alegró porque esa noche podía acostarse en un lugar cálido y seco, sin viento. Se durmió poco después.

    Ayla sonrió a Solandia, que estaba sentada junto al fuego amamantando a Micheri. Se había despertado temprano y decidió preparar el desayuno para ella y Jondalar. Buscó con los ojos la pila de madera o estiércol seco, es decir, el combustible que usaban y que generalmente se conservaba cerca; pero sólo vio una pila de piedras pardas.
    —Deseo preparar una infusión —dijo—. ¿Qué quemáis? Si me dices dónde está, yo iré a buscarlo.
    —No es necesario. Aquí hay mucho —dijo Solandia.
    Ayla miró alrededor, y como aún no veía el material combustible para el hogar, pensó que Solandia no la había entendido.
    Solandia advirtió la mirada de desconcierto y sonrió. Extendió la mano y cogió una de las piedras pardas.
    —Usamos esto, la piedra que arde —dijo.
    Ayla recibió la piedra de la mano de Solandia y la examinó atentamente. Vio una peculiar veta de madera; sin embargo, se trataba de piedra, no de madera. Nunca había visto antes nada semejante; era lignito, el carbón pardo, un material intermedio entre la turba y el carbón bituminoso. Jondalar había despertado y se acercó por detrás a Ayla. Ésta le dedicó una sonrisa y después le entregó la piedra.
    —Solandia dice que esto es lo que queman en el hogar —afirmó, mientras miraba la mancha que le había dejado en la mano.
    Ahora tocó a Jondalar el turno de examinar el objeto y mostrarse extrañado.
    —Sí, se parece a la madera, pero es piedra. Aunque no es una piedra dura como el pedernal. Seguramente se quiebra con facilidad.
    —Sí —dijo Solandia—. La piedra de quemar se quiebra fácilmente.
    — ¿De dónde procede? —preguntó Jondalar.
    —Del sur, en dirección a las montañas. Allí hay campos enteros. Todavía usamos algo de madera, para iniciar el fuego, pero esto arde con más calor y más tiempo que la madera —dijo la mujer.
    Ayla y Jondalar se miraron, y una expresión de vivo interés se cruzó entre los dos.
    —Conseguiré una —dijo Jondalar. Cuando regresó, Losaduna y el hijo mayor, llamado Larogi, habían despertado—. Vosotros tenéis piedras para quemar, nosotros tenemos una piedra para hacer fuego, una piedra que enciende el fuego.
    — ¿Y Ayla la descubrió? —dijo Losaduna, más como afirmación que como pregunta.
    — ¿Cómo lo has descubierto? —preguntó Jondalar.
    —Quizás porque él descubrió las piedras que arden —dijo Solandia.
    —Se parecían bastante a la madera y pensé que debía probar si ardían. Y lo conseguí —dijo Losaduna.
    Jondalar asintió.
    —Ayla, ¿por qué no se lo demuestras? —dijo, y entregó a la joven la pirita de hierro y el pedernal junto con la yesca.
    Ayla preparó la yesca, después movió en su mano la piedra metálica amarilla, hasta que encontró una posición cómoda y la muesca, adaptada a la pirita de hierro gracias al uso permanente, quedó en la posición adecuada. Después cogió el pedazo de pedernal. Su movimiento era tan diestro que casi nunca necesitaba más de un golpe para obtener una chispa. La yesca recogió la chispa y, con unos pocos soplos de aire, apareció una llamita. Se oyó un suspiro colectivo de los observadores, que habían estado conteniendo la respiración.
    —Es sorprendente —dijo Losaduna.
    —No más sorprendente que vuestras piedras que arden —dijo Ayla—. Tenemos unas pocas piedras de más. Me gustaría regalarte una para la Caverna. Quizás podamos demostrar su uso durante la Ceremonia.
    — ¡Sí! Sería la ocasión perfecta y yo aceptaré de buena gana tu regalo para la Caverna —dijo Losaduna—. Pero debemos ofrecerte algo a cambio.
    —Laduni ya ha prometido darnos todo lo que necesitemos para atravesar el glaciar y continuar nuestro Viaje. Me debe una promesa de futuro, aunque de todos modos me habría suministrado todo lo que necesito. Los lobos encontraron nuestro escondrijo y se apoderaron de nuestros alimentos del viaje —dijo Jondalar.
    — ¿Pensáis cruzar el glaciar con los caballos? —preguntó Losaduna.
    —Sí, naturalmente —dijo Ayla.
    — ¿Cómo os las arreglaréis para alimentarlos? Y dos caballos seguramente beben mucho más que dos personas. ¿Qué haréis para conseguir agua cuando todo esté congelado? —preguntó El Que Sirve.
    Ayla miró a Jondalar.
    —Ya he estado pensando en eso —dijo el hombre—. Quizás pudiéramos llevar un poco de hierba seca en el bote redondo.
    — ¿Y tal vez quemar piedras? Si podéis encontrar un lugar para encender fuego sobre el hielo. No tendréis que preocuparos de que se humedezca y necesitaréis llevar mucho menos peso —dijo Losaduna.
    Jondalar adoptó una expresión pensativa; después, una sonrisa ancha y feliz le iluminó la cara.
    — ¡Eso serviría! Podemos guardarlas en el bote redondo, que se deslizará sobre el hielo incluso con una carga pesada, y agregar unas pocas piedras más, para que sirvan de base a un hogar. He estado preocupándome tanto tiempo por ese asunto... Losaduna, no sé cómo agradecértelo.

    Ayla descubrió por casualidad, cuando alcanzó a escuchar a algunas personas que hablaban de ella, que consideraban que su extraña entonación verbal era un acento mamutoi, aunque Solandia lo creía un defecto secundario del habla. Por mucho que se esforzara, no podía superar la dificultad que tenía con ciertos sonidos; pero la alegraba que nadie más pareciera especialmente preocupado por ese asunto.
    Al cabo de unos cuantos días, Ayla llegó a conocer mejor al grupo de Losadunai que vivía cerca del pozo de aguas calientes —se denominaba «Caverna» al grupo, tanto si ocupaban una como si no—. Le agradaban sobre todo las personas cuya vivienda compartían, es decir, Solandia, Losaduna y los niños, y ahora comprendía cuánto había echado de menos la compañía de personas cordiales que se comportasen normalmente. La mujer hablaba razonablemente bien la lengua del pueblo de Jondalar, a la que agregaba algunas palabras en losadunai; pero ella y Ayla no tenían dificultades para entenderse.
    Se sintió incluso más atraída por la compañía de El Que Servía cuando descubrió que tenían un interés común. Aunque supuestamente Losaduna era quien debía saber de plantas, hierbas y medicinas, en realidad era Solandia quien había asimilado la mayor parte de ese conocimiento. Ese estado de cosas recordaba a Ayla la experiencia de Iza y Creb; Solandia trataba las enfermedades de los habitantes de la Caverna con una medicina práctica de hierbas, y dejaba a cargo de su compañero el exorcismo de los espíritus y de otras emanaciones nocivas desconocidas. Ayla también estaba intrigada por Losaduna, que demostraba gran interés por las historias, las leyendas, los mitos y el mundo de los espíritus —los aspectos intelectuales cuyo conocimiento a ella le habían prohibido cuando vivía con el Clan— y la joven estaba comenzando a apreciar el caudal de conocimientos que él poseía.
    Tan pronto descubrió el sincero interés de Ayla por la Gran Madre Tierra y el mundo inmaterial de los espíritus, su ágil inteligencia y su sorprendente capacidad para memorizar, se mostró muy deseoso de transmitirle el saber. Incluso sin comprenderlos totalmente, Ayla empezó muy pronto a recitar muchos versos de leyendas e historias, así como el contenido y el orden exacto de los ritos y las ceremonias. Él hablaba con soltura en zelandoni, aunque lo hacía con un fuerte acento losadunai en la expresión y el fraseo, de modo que las lenguas estaban tan próximas una a la otra que la mayor parte del ritmo y el metro de los versos se conservaba, pese a que se perdía parte de la rima. Más fascinantes incluso para ambos eran las diferencias de menor entidad y muchas analogías entre la interpretación de Losaduna y la sabiduría heredada de los Mamutoi. Losaduna deseaba conocer las variaciones y las discrepancias, y Ayla comprobó que ella no sólo era un acólito, como le había sucedido con Mamut, sino hasta cierto punto una maestra, que explicaba las costumbres orientales, o por lo menos las que ella conocía.
    Jondalar también se sentía muy cómodo con la gente de la Caverna recuperando todo lo que había dejado atrás, ahora que tenía a su alrededor tal variedad de individuos. Pasaba mucho tiempo con Laduni y otros cazadores, pero Solandia estaba sorprendida ante el interés que demostraba por sus niños. En efecto, le agradaban los niños, pero lo que le interesaba no era tanto los hijos de Solandia, sino las ocasiones en que podía verla con los niños. Sobre todo cuando amamantaba al más pequeño, Jondalar ansiaba que llegase el momento en que Ayla tuviese un niño, hijo de su espíritu, así lo esperaba, o por lo menos un hijo o una hija de su hogar.
    Micheri, el hijo más pequeño de Solandia, suscitaba sentimientos análogos en Ayla, pero ella continuaba preparando todas las mañanas su bebida anticonceptiva. Las descripciones del glaciar que aún tenían que cruzar eran tan terribles que Ayla ni siquiera estaba dispuesta a considerar todavía la posibilidad de iniciar un niño con Jondalar.
    Si bien se sentía agradecido porque eso no había sucedido mientras viajaban, Jondalar era presa de sentimientos contradictorios. Comenzaba a preocuparse porque la Gran Madre Tierra no se decidía a bendecir a Ayla con el embarazo, y sentía que, por alguna razón, la culpa le correspondía a él. Una tarde expresó su desazón a Losaduna.
    —La Madre decidirá cuándo ha llegado el momento —dijo el hombre—. Quizás Ella ha pensado que los viajes que estáis realizando son muy difíciles. De todos modos, ésta puede ser la ocasión de una ceremonia en honor de la Madre. Después, podéis pedirle que conceda un hijo a Ayla.
    —Tal vez tengas razón —dijo Jondalar—. En todo caso, no será perjudicial. —Rió con cierto tono despectivo—. Alguien me dijo cierta vez que yo era un favorito de la Madre y que Ella jamás me negaría lo que yo le pidiese. —Ahora arrugó el entrecejo—. Pero el caso es que Thonolan murió.
    — ¿Realmente Le pediste que no le dejase morir? —preguntó Losaduna.
    —Bien, no. Todo fue muy rápido —reconoció Jondalar—. Y aquel león también me maltrató a mí.
    —Piensa en ello algunas veces. Trata de recordar si jamás Le pediste algo directamente y si Ella satisfizo o rechazó tu petición. Sea como fuere, hablaré con Laduni sobre la conveniencia de una Ceremonia en honor de la Madre —dijo Losaduna—. Deseo hacer algo porque trato de ayudar a Madenia y una Ceremonia de Honor puede ser precisamente lo que convenga. No quiere abandonar el lecho. Ni siquiera acepta levantarse para escuchar tus relatos y eso que a Madenia le solían gustar mucho las anécdotas acerca de los viajes.
    —Sin duda, para ella fue una prueba terrible —dijo Jondalar, estremeciéndose ante la idea.
    —Sí, yo confiaba en que a estas horas ya se habría recobrado. Me pregunto si un rito de purificación en el Pozo del Agua Caliente la ayudará —dijo, pero era evidente que no esperaba una respuesta de Jondalar. Su mente ya se había sumido en otros pensamientos, mientras comenzaba a meditar en el rito. De pronto, elevó la mirada—. ¿Sabes dónde está Ayla? Creo que le pediré que se una a nosotros. Puede ayudarnos.

    —Losaduna ha estado explicándome y me interesa mucho ese rito que estáis planeando —dijo Ayla—. Pero no me siento tan segura acerca de la Ceremonia para Honrar a la Madre.
    —Es una ceremonia importante —dijo Jondalar, frunciendo el entrecejo—. La mayoría de la gente está interesada en ello.
    Si ella no se sentía feliz con aquel asunto, Jondalar se preguntaba si el intento daría resultado.
    —Quizás si lo conociera mejor, yo diría lo mismo. Tengo mucho que aprender y Losaduna está dispuesto a enseñarme. Me gustaría permanecer aquí algún tiempo.
    —Tendremos que partir muy pronto. Si esperamos mucho más, llegará la primavera. Nos quedaremos para asistir a la Ceremonia en Honor de la Madre, y después tendremos que irnos —dijo Jondalar.
    —Casi deseo permanecer aquí hasta el invierno próximo. Estoy muy cansada de viajar —dijo Ayla. No expresó el pensamiento siguiente, aunque era precisamente el que había estado perturbándola: «Esta gente está dispuesta a aceptarme; ignoro si tu pueblo lo hará».
    —Yo también estoy cansado de viajar, pero una vez que atravesemos el glaciar, no está lejos. Nos detendremos para visitar a Dalanar e informarle de que he regresado; después, el resto del camino será fácil.
    Ayla asintió, pero tenía la sensación de que aún les faltaba mucho camino y que decirlo era más fácil que hacerlo.

    36

    — ¿Quieres que haga algo? —preguntó Ayla.
    —Todavía no lo sé —respondió Losaduna—. Creo que, en vista de las circunstancias, una mujer debería acompañarnos. Madenia sabe que soy El Que Sirve a la Madre, pero soy hombre, y en este momento rechaza a los hombres. Creo que sería muy útil que hablase del episodio, y, en ocasiones, es más fácil conversar con un forastero que merece sus simpatías. La gente teme que la persona conocida recuerde siempre los secretos profundos que le ha revelado y que, cada vez que vea a esa persona, el encuentro pueda reavivar su sufrimiento y su cólera.
    — ¿Hay algo que yo deba decir o hacer?
    —Tienes una sensibilidad natural y tú misma sabrás a qué atenerte. Además, posees una rara y natural capacidad para las lenguas nuevas. Estoy sinceramente sorprendido de la rapidez con que has aprendido a hablar el losadunai, y te estoy agradecido también en nombre de Madenia —dijo Losaduna.
    Ayla se sintió incómoda ante tanto elogio y desvió la mirada. Todo eso no le parecía sorprendente en modo alguno.
    —Es muy parecido al zelandoni —dijo.
    Losaduna percibió la incomodidad de Ayla, y no insistió en el tema. Ambos volvieron la mirada cuando entró Solandia.
    —Todo está dispuesto —dijo la mujer—. Me llevaré a los niños y prepararé este lugar para ti cuando hayas terminado. ¡Ah!, Y eso me recuerda una cosa: Ayla, ¿tienes inconveniente en que me lleve a Lobo? El niño más pequeño se ha apegado mucho al animal, y él los mantiene a todos ocupados. —La mujer sonrió—. ¿Quién hubiera pensado que alguna vez pediría que un lobo viniese a cuidar a mis hijos?
    —Creo que será mejor que te acompañe —dijo Ayla—. Madenia no conoce a Lobo.
    —Bien, ¿vamos a buscarla? —preguntó Losaduna.
    Mientras caminaban juntos hacia la morada de Madenia y su madre, Ayla advirtió que ella era más alta que el hombre y recordó que, al verle la primera vez, había tenido la impresión de que era un individuo pequeño y tímido. La sorprendía cómo había cambiado su opinión sobre Losaduna. Aunque tenía escasa estatura y adoptaba una actitud reservada, su intelecto firme le confería estatura, su tranquila dignidad disimulaba una sensibilidad profunda y una presencia enérgica.
    Losaduna rascó el rígido cuero crudo extendido sobre un rectángulo de delgadas varas. La puerta de entrada se abrió hacia fuera y fueron recibidos por una mujer mayor. Frunció el entrecejo cuando vio a Ayla y le dirigió una mirada agria; sin duda estaba incómoda porque la forastera había venido.
    La mujer atacó de inmediato, desbordante de acritud y cólera.
    — ¿Todavía no han encontrado a ese hombre? A ese hombre que me robó a los nietos, antes incluso de que tuviesen oportunidad de nacer.
    —Verdegia, que encontremos a Charoli no significa que recuperarás a tus nietos, y ésa no es mi preocupación en este momento. Me interesa Madenia. ¿Cómo está? —dijo Losaduna.
    —No quiere abandonar la cama y apenas come. Ni siquiera acepta haber vuelto. Era una niña muy bonita y estaba convirtiéndose en una hermosa mujer. No hubiera tenido dificultad en encontrar compañero, pero Charoli y sus hombres la han destruido.
    — ¿Por qué crees que está tan mal? —preguntó Ayla.
    La mujer mayor miró a Ayla como si fuera estúpida.
    — ¿Esta mujer no sabe nada? —preguntó Verdegia a Losaduna, después se volvió hacia Ayla—. Madenia ni siquiera pasó por sus Primeros Ritos. Está mancillada, arruinada. Ahora, la Madre jamás la bendecirá.
    —No estés tan segura de eso. La Madre no es tan cruel —dijo el hombre—. Conoce las cosas de Sus hijos y ha suministrado los medios, otros modos de ayudarlos. Es posible limpiar y purificar a Madenia, renovarla, de modo que todavía acepte pasar por sus Ritos de los Primeros Placeres.
    —De nada servirá. Rechaza todo lo que tenga que ver con los hombres, incluso los Primeros Ritos —dijo Verdegia—. Todos mis hijos fueron a vivir con sus compañeras; todos dijeron que no disponíamos de espacio en nuestra caverna para tantas familias nuevas. Madenia es mi última hija, la hija única. Desde que mi hombre murió, he estado esperando que trajera aquí a un compañero, que hubiera cerca un hombre que ayudase a mantener a los niños que ella tuviera, es decir, a mis nietos. Ahora ya no tendré nietos que vivan aquí. Y todo a causa de ese... de ese hombre —escupió la palabra—, y nadie hace nada al respecto.
    —Sabes que Laduni espera tener noticias de Tomasi —dijo Losaduna.
    — ¡Tomasi! —Verdegia escupió el nombre—. ¿De qué nos sirve ese individuo? Su Caverna produjo a ese... ese hombre.
    —Tienes que darles una oportunidad. Pero no necesitamos esperar a que hagan algo para ayudar a Madenia. Después que se vea limpia y renovada, tal vez cambie de actitud con respecto a sus Primeros Ritos. Por lo menos, debemos intentarlo.
    —Puedes intentarlo, pero no se levantará —dijo la mujer.
    —Tal vez podamos reanimarla —dijo Losaduna—. ¿Dónde está?
    —Allí, detrás de la cortina —dijo Verdegia, señalando un espacio cerrado próximo a la pared de piedra.
    Losaduna se acercó al lugar y apartó la cortina, de modo que la luz entró en la alcoba en sombras. La muchacha, sentada en la cama, levantó una mano para evitar el golpe de luz.
    —Madenia, levántate ahora —dijo Losaduna. Su tono era firme pero amable. Ella volvió la cara—. Ayla, ayúdame.
    Los dos la obligaron a sentarse y después la ayudaron a ponerse en pie. Madenia no se resistía, pero tampoco cooperaba. Uno a cada lado, la sacaron del espacio cerrado y salieron de la caverna. Pareció que la jovencita no advertía que el suelo estaba helado y cubierto de nieve, y eso a pesar de que estaba descalza. La llevaron a una amplia tienda cónica que Ayla no había visto antes. Estaba escondida en un lateral de la caverna; separada del resto por rocas y matorrales; del respiradero practicado en el extremo superior salía vapor. En el aire había un fuerte olor a azufre.
    Una vez dentro, Losaduna cogió un pedazo de cuero que cubría la abertura y lo ató. Estaban en un pequeño espacio de acceso, separado del resto del interior por pesadas cortinas de cuero, que a Ayla le parecieron de mamut. Aunque la temperatura era muy baja, dentro hacía calor. Se había levantado una tienda de paredes dobles sobre una fuente de aguas termales, que proporcionaba calefacción; pero, a pesar del vapor, las paredes parecían bastante secas. Aunque se formaba un poco de humedad, que se convertía en gotas que descendían por los costados en pendiente hasta el borde del lienzo que cubría el suelo, la mayor parte de la condensación aparecía sobre la cara exterior de la pared externa, donde el frío de fuera entraba en contacto con el calor y el vapor del ambiente cerrado. El espacio de aire aislante que quedaba entre las dos paredes tenía una temperatura más elevada y mantenía casi seca la pared interior.
    Losaduna les ordenó que se desnudasen, y cuando Madenia se negó, el hombre dijo a Ayla que lo hiciera ella. La joven se aferró a sus ropas cuando Ayla intentó quitárselas y miró con los ojos muy abiertos al Que Servía a la Madre.
    —Trata de desnudarla, pero si no te lo permite, tráetela vestida —dijo Losaduna, y después se deslizó detrás de la pesada cortina, que dejó escapar un hilo de vapor. Cuando el hombre se retiró, Ayla consiguió despojar de sus prendas a la joven, después se desnudó a toda prisa también ella y condujo a Madenia a la habitación que estaba al otro lado de la cortina.
    Las nubes de vapor velaban el espacio interior con una neblina tibia que desdibujaba los perfiles y difuminaba los detalles, pero Ayla alcanzó a ver un estanque revestido de piedras junto a una fuente natural de agua caliente. Un orificio que conectaba los dos espacios estaba obturado con un tapón de madera tallada. En el lado opuesto del estanque, un tronco vaciado, que traía agua fría de un arroyo cercano, había sido elevado de modo que se inclinaba en dirección contraria al estanque, con lo que se evitaba que el flujo entrase en él. Cuando las nubes de vapor se disiparon un momento, vio que el interior de la tienda estaba pintado con imágenes de animales, muchos de ellos preñados, y la mayor parte descoloridos a causa de la condensación del agua; también había misteriosos triángulos, círculos, trapezoides y otras formas geométricas.
    Alrededor de los estanques, pero sin llegar a cubrir todo el espacio que los separaba de la pared de la tienda, se habían dispuesto gruesos colchones de lana afelpada de musmón sobre la que cubría el suelo, de modo que los pies reposaban descalzos sobre un piso maravillosamente suave y tibio. El revestimiento estaba marcado por formas y líneas que conducían al lateral izquierdo y menos profundo del estanque. Podían verse bancos de piedra bajo el agua, contra la pared del lateral derecho, que era más profundo. Cerca del fondo había una plataforma elevada de tierra, que sostenía tres parpadeantes lámparas de piedra —cuencos en forma de plato, llenos de grasa derretida, con una mecha de una sustancia aromática flotando en el centro— que rodeaban una estatuilla de una mujer de proporciones generosas. Ayla la identificó como una figura que representaba a la Gran Madre Tierra.
    Un hogar cuidadosamente construido en el interior de un círculo casi perfecto de piedras redondas, prácticamente idénticas por la forma y el tamaño, estaba frente al altar de tierra. Losaduna emergió de la bruma de vapor y tomó una varita que estaba junto a una de las lámparas. Tenía una burbuja de material oscuro en un extremo y él la acercó a la llama. Prendió enseguida y, por el olor, Ayla comprendió que había sido sumergida en brea. Losaduna acercó la varita, protegiendo la llama con la mano, al hogar ya preparado, y al prender la yesca, encendió el fuego. Se desprendió un olor intensamente aromático pero agradable, que disimuló el del azufre.
    —Seguidme —dijo. Después, apoyando el pie izquierdo en uno de los acolchados de lana que estaban entre las dos líneas paralelas, comenzó a caminar alrededor del estanque a lo largo de un sendero definido con precisión. Madenia caminó detrás, sin saber dónde ponía los pies ni preocuparse por ello; pero Ayla, que observaba a Losaduna, siguió sus pasos. Realizaron un recorrido completo del estanque y la fuente de agua caliente, pasaron sobre el conducto de agua fría y atravesaron una profunda zanja de desagüe. Cuando inició la segunda vuelta, Losaduna comenzó a cantar en una especie de canturreo invocando a la Madre con nombres y títulos:
    «Oh, Duna, Gran Madre Tierra, Proveedora Grande y Benéfica, Gran Madre de Todos, La Original, Primera Madre, La que bendice a todas las mujeres, Madre Muy Compasiva, escucha nuestro ruego.»
    El hombre repitió varias veces la invocación y todos describieron por segunda vez un círculo alrededor del agua.
    Cuando apoyó el pie izquierdo entre las líneas paralelas del primer acolchado, para iniciar el tercer círculo, había llegado a las palabras «Madre Muy Compasiva, escucha nuestro ruego», pero, en lugar de repetirlas, continuó con: «Oh Duna, Gran Madre Tierra, una de Tus propias hijas fue herida. Una de Tus propias hijas ha sido violada. Una de Tus propias hijas debe ser limpiada y purificada para recibir Tu bendición. Grande y Benéfica Proveedora, una de Tus propias hijas necesita Tu ayuda. Es necesario curarla. Es necesario recobrarla. Renuévala, Gran Madre de Todos, y ayúdala a conocer la alegría de Tus Dones. Ayúdala, Tú la Original, a conocer Tus Ritos de los Primeros Placeres. Ayúdala, Primera Madre, a recibir Tu Bendición. Madre Muy Compasiva, ayuda a Madenia, hija de Verdegia, hija de los Losadunai, los Hijos de la Tierra que viven cerca de las altas montañas».
    Ayla estaba conmovida y fascinada por las palabras y la ceremonia, y le pareció que advertía señales de interés en Madenia, lo cual le agradó. Después de terminar el tercer circuito, Losaduna las condujo, también ahora con pasos cuidadosamente dados mientras continuaba su ruego, al altar de tierra, en donde ardían las tres lámparas alrededor de la figurilla de la Madre, es decir, el Dunai. Al lado de otra lámpara había un objeto semejante a un cuchillo, tallado en hueso. Era bastante ancho, de doble filo, con una punta un tanto redondeada. Losaduna lo recogió y después llevó al hogar a las dos mujeres.
    Se sentaron alrededor del fuego, frente al estanque, muy juntos, con Madenia en el centro. El hombre agregó a las llamas piedras de quemar, después de retirarlas de una pila cercana. Más tarde, de una alacena que estaba a un lado de la plataforma elevada de tierra, Losaduna tomó un cuenco. Estaba hecho de piedra, y era probable que originalmente tuviera la forma de un cuenco natural, pero se le habían ahondado golpeándolo con un martillo duro. El fondo estaba ennegrecido. Llenó el cuenco con agua de un pequeño recipiente que también estaba en el nicho, agregó hojas secas de un canastillo y puso el cuenco de piedra directamente sobre los carbones candentes.
    Después, en una zona lisa de tierra fina y seca, rodeada por acolchados de lana, hizo una marca con el cuchillo de hueso. De pronto, Ayla comprendió qué era aquel implemento de hueso. Los Mamutoi usaban un instrumento análogo para dejar marcas en la tierra, llevar la cuenta de las cosas y los resultados del juego, planear estrategias de caza; y también, cuando se contaba una historia, para trazar imágenes que ilustraban la narración. Mientras Losaduna continuaba haciendo marcas, Ayla comprendió que usaba el cuchillo para apoyar el relato de una historia, aunque no se trataba de un relato destinado simplemente a entretener. Narró la historia acompañándose del mismo canturreo que había empleado para formular su ruego, dibujando pájaros para destacar y reforzar los puntos que le interesaba recalcar. Ayla se dio muy pronto cuenta de que la historia era una repetición alegórica del ataque a Madenia, empleando pájaros como personajes.
    Ahora era evidente que la joven estaba reaccionando y que se identificaba con el pajarillo hembra mencionado por Losaduna; de pronto, con un sollozo estridente, comenzó a llorar. Con el lado liso del cuchillo de dibujar, El Que Servía a la Madre borró toda la escena.
    — ¡Desapareció! Nunca sucedió —dijo, y después trazó sólo una imagen del pajarillo—. Ahora está de nuevo entera, como era al comienzo. Con la ayuda de la Madre, eso es lo que te sucederá, Madenia. Todo habrá pasado, como si nunca hubiese sucedido.
    Un aroma de menta, con una intensidad conocida pero que Ayla no atinaba a identificar, comenzó a difundirse por toda la tienda llena de vapor. Losaduna inspeccionó el agua que se calentaba sobre el carbón y después sacó una taza.
    —Bebe esto —dijo.
    Madenia se sorprendió, pero antes de que pudiera pensar u oponerse, bebió el líquido. Sacó otra taza para Ayla y finalmente una para sí mismo. Después, se puso en pie y las condujo al estanque.
    Losaduna entró en el agua humeante con movimientos lentos, pero sin vacilar. Madenia le siguió y, sin pensarlo, Ayla la imitó. Pero cuando hundió el pie en el agua, lo retiró deprisa. ¡Estaba muy caliente! «Esta agua tiene una temperatura suficiente para cocinar», se dijo para sus adentros. Sólo poniendo en juego toda su voluntad consiguió devolver el pie al agua, pero permaneció así unos minutos, antes de decidirse a dar otro paso. Ayla se había bañado o nadado a menudo en las aguas frías de los ríos, los arroyos y los estanques, incluso en agua fría que necesitaba romper una capa de hielo, y también se había lavado con agua calentada al fuego; pero nunca se había sumergido hasta entonces en agua caliente.
    Aunque Losaduna las introdujo lentamente en el estanque, para que se fuesen acostumbrando al calor, Ayla necesitó mucho más tiempo para llegar a los asientos de piedra. Pero cuando se sumergió más en el agua, sintió los efectos calmantes del calor. Cuando se sentó y el agua le llegó al mentón, comenzó a aflojar los músculos. Se dijo que no era tan desagradable una vez que uno se acostumbraba. En realidad, el calor hacía bien.
    Cuando estuvieron instalados y se acostumbraron al agua, Losaduna indicó a Ayla que contuviese la respiración y metiese la cabeza bajo el agua. Cuando ella emergió, sonriendo, Losaduna dijo a Madenia que hiciera lo mismo. Después, él también se sumergió y salió del estanque con las mujeres.
    Losaduna se acercó a la cortina de la entrada y levantó un cuenco de madera que estaba del lado interior. En el cuenco había una sustancia espesa, de color amarillo pálido, que parecía una espuma densa. Depositó el cuenco en un lugar que estaba pavimentado con piedras lisas ajustadas. Introdujo la mano, sacó un puñado de espuma y la pasó sobre su cuerpo; dijo a Ayla que hiciera lo mismo con Madenia y luego con su propio cuerpo, y que no olvidase sus cabellos.
    El hombre canturreó sin palabras mientras se frotaba con la sustancia suave y resbaladiza, pero Ayla tuvo la sensación de que su canto no era tanto un rito cuanto una manifestación de placer. Ella se sentía un poco aturdida y se preguntó si sería el resultado del brebaje que habían bebido.
    Cuando terminaron y habían usado toda la espuma jabonosa, Losaduna tomó el cuenco de madera, se acercó al estanque y lo llenó con agua; después, regresó al lugar pavimentado con piedras y volcó el agua sobre su cabeza, para quitarse la espuma. Volcó sobre sí mismo otros cuencos de agua, y después trajo más y los vertió sobre Madenia y sobre Ayla. El agua corrió lejos del estanque, entre las grietas de las piedras del pavimento. Después, El Que Servía a la Madre las condujo de nuevo al estanque de agua caliente, otra vez cantando sin palabras.
    Mientras estaban sentados, se empapaban y casi flotaban en el agua mineralizada, Ayla sintió que se le aflojaban completamente los músculos. El estanque de agua caliente le recordaba los baños de sudor de los Mamutoi, pero esto era quizás incluso mejor. Cuando Losaduna llegó a la conclusión de que ya habían tenido suficiente, se inclinó hacia el extremo más profundo del estanque y retiró un tapón de madera. Mientras el agua comenzaba a escaparse por el conducto profundo, el hombre inició una sucesión de gritos, que por un momento la impresionaron.
    — ¡Malos espíritus, fuera! Aguas purificadoras de la Madre, borrad todos los rastros del contacto con Charoli y todos sus hombres. Impurezas, escapaos con el agua, abandonad este lugar. Cuando el agua haya salido, Madenia estará limpia y purificada. ¡Los poderes de la Madre la han devuelto al estado anterior!
    Todos salieron del agua. Sin detenerse a recoger las ropas, Losaduna las condujo fuera del recinto. Tenían el cuerpo tan caliente por el agua que el viento frío y el suelo congelado sobre la piel desnuda les parecieron refrescantes. Las pocas personas que estaban fuera los ignoraron o desviaron la mirada al cruzarse con ellos. Con un sentimiento de desagrado, Ayla recordó de pronto otra ocasión en que la gente la miraba directamente, pero se negaba a verla. Mas aquello no era lo mismo que sufrir la maldición del Clan. Ella podía adivinar que ahora la gente realmente los veía. Fingían que no era así, más por cortesía que como una maldición. La caminata les aterió rápidamente, y cuando llegaron al refugio ceremonial, agradecieron encontrar mantas secas y suaves para envolverse, y una infusión de menta caliente.
    Ayla se miró las manos cerradas alrededor de la taza. ¡Estaban arrugadas, pero absolutamente limpias! Cuando comenzó a peinarse los cabellos con un objeto que tenía varios dientes de hueso, advirtió que crujían cuando les pasaba el peine.
    — ¿Qué era esa espuma suave y resbaladiza? —preguntó—. Limpia como la raíz jabonosa, pero mucho mejor.
    —Solandia la fabrica —dijo Losaduna—. Tiene algo que ver con las cenizas de madera y la grasa, pero tendrás que preguntárselo a ella.
    Cuando terminó con sus cabellos, Ayla comenzó a peinar los de Madenia.
    — ¿Cómo conseguís que el agua esté tan caliente? El hombre sonrió.
    —Es un don de la Madre a los Losadunai. En esta región hay varias fuentes de agua caliente. Algunas pueden ser usadas por todos, en cualquier momento, pero otras son más sagradas. Creemos que ésta es el centro, la fuente de la cual derivan las otras, y por eso es la más sagrada de todas. De ahí que esta Caverna merezca honras especiales. Y también por eso es tan difícil para una persona salir de aquí; pero nuestra Caverna ya tiene muchos habitantes, de modo que un grupo de jóvenes está pensando en la fundación de una nueva Caverna. Río abajo, sobre la otra orilla, hay un lugar que les agradaría; pero ése es territorio de los cabezas chatas, o está muy cerca de ellos, de manera que no han decidido lo que van a hacer.
    Ayla asintió, sintiendo el cuerpo tan caliente y relajado que no deseaba moverse. Vio que Madenia también estaba más serena, no tan rígida ni tan retraída.
    — ¡Que maravilloso Don es el agua caliente! —dijo Ayla.
    —Es importante que aprendamos a apreciar todos los dones de la Madre —afirmó el hombre—, pero sobre todo su Don del Placer.
    Madenia se puso rígida.
    — ¡Su Don es mentira! ¡No es placer sino dolor! —Era la primera vez que hablaba—. Aunque yo les rogaba, no se detenían. Sólo se reían, ¡y cuando uno terminaba empezaba otro! Yo quería morirme —dijo Madenia, y sollozó.
    Ayla se puso en pie, se acercó a la joven y la abrazó.
    — ¡Era mi primera vez y no querían detenerse! No querían detenerse —gritó varias veces Madenia—. ¡Ningún hombre volverá a tocarme!
    —Tienes derecho a estar furiosa. Tienes derecho a llorar. Te hicieron algo terrible. Sé lo que sientes —dijo Ayla.
    La joven la apartó.
    — ¿Cómo sabes lo que siento? —dijo, desbordando amargura e irritación.
    —Una vez fue también dolor y humillación para mí —dijo Ayla. La joven pareció sorprendida, pero Losaduna asintió, como si de pronto comprendiese algo.
    —Madenia —dijo Ayla con voz dulce—, cuando yo tenía más o menos la misma edad que tú, e incluso creo que era un poco más joven, pero no mucho después de comenzar mi período lunar, también fui forzada. Era mi primera vez. No sabía que eso estaba destinado al Placer. Para mí fue sólo sufrimiento.
    — ¿Pero fue un solo hombre? —dijo Madenia.
    —Un solo hombre, pero después me lo impuso muchas veces, ¡y yo le odiaba! —dijo Ayla, sorprendida de la cólera que aún sentía.
    — ¿Muchas veces? ¿Incluso después de ser forzada la primera vez? ¿Cómo es posible que nadie se lo impidiese?
    —Creían que estaba en su derecho. Pensaron que mi actitud era equivocada cuando sentía tanta cólera y tanto odio, y no entendían por qué sufría. Comencé a preguntarme si en mí había algo que estaba mal. Después de un tiempo, ya no sentí dolor, pero tampoco Placer. No lo hacía por darme Placer. Lo hacía para humillarme, y yo jamás dejé de aborrecer aquello. Pero... dejé de preocuparme. Sucedió algo maravilloso, y no me importaba lo que él hiciera, yo pensaba en otra cosa, algo que era grato, y le ignoraba. Cuando él no pudo lograr que yo sintiera nada, ni siquiera cólera, creo que se sintió humillado y finalmente me echó. Pero yo no quería que ningún hombre volviera a tocarme.
    — ¡Ningún hombre volverá a tocarme jamás! —exclamó Madenia.
    —Madenia, no todos los hombres son como Charoli y su gente. Algunos se parecen a Jondalar. Él fue quien me enseñó la alegría y el Placer del Don de la Madre, y te aseguro que es un Don maravilloso. Concédete a ti misma la oportunidad de conocer a un hombre como Jondalar, y tú también aprenderás a saborear esa alegría.
    Madenia meneó la cabeza.
    — ¡No! ¡No! ¡Es terrible!
    —Sé que fue terrible. Incluso es posible abusar de los mejores dones y convertir el bien en mal. Pero un día querrás ser madre y nunca serás madre, Madenia, si no compartes con un hombre el Don de la Madre —dijo Ayla.
    Madenia lloraba; tenía la cara húmeda de lágrimas.
    —No digas eso. No deseo escucharlo.
    —Sé que no lo deseas, pero es la verdad. No permitas que Charoli destruya lo bueno que hay en ti. No permitas que te arrebaten tu posibilidad de ser madre. Realiza tus Primeros Ritos y así podrás saber que no es necesario que sea tan terrible. Yo finalmente lo supe, aunque no hubo una asamblea ni una ceremonia para celebrarlo. La Madre encontró el modo de darme esa alegría. Me envió a Jondalar. Madenia, el Don es algo más que los Placeres; es mucho más, si se comparte con delicadeza y amor. Si el dolor que yo sufrí la primera vez fue el precio que tuve que pagar, de buena gana lo pagaría muchas veces por el amor que he conocido. Has sufrido tanto que quizás la Madre también te dé a ti algo especial, si Le concedes una oportunidad. Piénsalo, Madenia. No digas que no antes de haberlo pensado.
    Ayla despertó sintiéndose más descansada y renovada de lo que le había sucedido nunca. Sonrió perezosamente y extendió la mano hacia Jondalar, pero él ya se había levantado y había salido. Sintió una punzada de decepción; después recordó que él la había despertado para comunicarle que saldría a cazar con Laduni y algunos de los cazadores y para preguntarle de nuevo si deseaba ir con ellos. Ella había rechazado el mismo ofrecimiento que le habían hecho la noche anterior, porque tenía otros planes para la jornada y se había quedado en la cama gozando del raro lujo de arrebujarse bajo las pieles cálidas.
    Ahora decidió levantarse. Se estiró y se pasó las manos por los cabellos, complacida con su sedosa suavidad. Solandia había prometido explicarle cómo preparar la sustancia espumosa que la había hecho sentirse tan limpia y había dejado tan suaves sus cabellos.
    El desayuno estuvo constituido por el mismo alimento que habían consumido desde la llegada, un caldo con trozos de pescado de agua dulce seco, capturado durante un período anterior del año en las aguas del Río de la Gran Madre.
    Jondalar le había explicado que la Caverna estaba escasa de provisiones y que por eso saldría a cazar, a pesar de que lo que la gente más ansiaba no era la carne o el pescado. No pasaban hambre, tampoco carecían de comida —tenían suficiente para sus necesidades— pero estaban tan próximos al término del invierno que la variedad era limitada. Todos estaban cansados de la carne del pescado seco. Hasta la carne fresca supondría un cambio, aunque no totalmente satisfactorio. Deseaban los productos verdes, los brotes de las plantas y los frutos nuevos, los primeros productos de la primavera. Ayla había realizado una incursión por la zona que se extendía alrededor de la caverna, pero los Losadunai habían estado fuera durante toda la estación y lo habían dejado limpio. Aún conservaban una provisión razonable de grasa, lo que les permitía obviar la necesidad de proteínas y les suministraba calorías suficientes para mantenerlos saludables, aunque generalmente se le agregaba a las sopas preparadas para las comidas siguientes del día.
    El festín que sería parte de la Ceremonia de la Madre, al día siguiente, tendría proporciones bastante limitadas. Ayla ya había decidido aportar sus últimas reservas de sal y otras hierbas para condimentar y acentuar el sabor, así como también valiosos nutrientes: las vitaminas y los minerales que el cuerpo de aquella gente necesitaba y que era la causa principal del ansia general. Solandia le había mostrado la pequeña provisión de bebidas fermentadas, en su mayor parte cerveza de alerce, que, según decía, darían a la ocasión un carácter festivo.
    La mujer también se proponía usar parte de la grasa almacenada para confeccionar una nueva tanda de sopa. Cuando Ayla expresó su preocupación ante la perspectiva de que estuvieran utilizando alimentos necesarios, Solandia dijo que a Losaduna le gustaba emplearlos en las ceremonias y afirmó, además, que su provisión de jabón estaba casi agotada. Mientras la mujer mayor cuidaba de sus niños y lo preparaba todo, Ayla salió con Lobo para inspeccionar a Whinney y a Corredor y pasar un rato con ellos.
    Solandia se acercó a la gran abertura de la cueva para decir a Ayla que estaba pronta, pero permaneció allí un momento y observó a la visitante. Ayla acababa de regresar de un galope a través del campo y reía y jugaba con los animales. Por el comportamiento de Ayla hacia ellos, Solandia llegó a la conclusión de que los animales eran como los hijos de la joven.
    Algunos de los niños de la Caverna también estaban mirando; entre ellos había un par de hijos de Solandia. Gritaban y llamaban a Lobo, que miraba a Ayla, sin duda deseoso de unirse a los pequeños, pero esperando su aprobación. Ayla vio a la mujer en la entrada de la caverna y se acercó deprisa a Solandia.
    —Confiaba en que Lobo podría entretener al más pequeño —dijo Solandia—. Verdegia y Madenia vendrán a ayudarnos, pero el proceso necesita mucha concentración.
    — ¡Oh, madre! —dijo Dosalia, la hija mayor. Era una de las que había intentado atraer al lobo—. El niño siempre está deseando jugar con él.
    —Bien, si quieres ocuparte tú de cuidar al pequeño... La niña frunció el entrecejo y después sonrió.
    — ¿Podemos traerle aquí? No hay viento y yo le abrigaré bien.
    —Imagino que puedes hacerlo —dijo Solandia.
    Ayla miró al lobo, que le observaba expectante.
    —Lobo, cuida al pequeño —dijo. Él gimió, lo que, al parecer, era su respuesta.
    —Tengo una porción de buena grasa de mamut, que derretí en el otoño —dijo Solandia, mientras se acercaba al espacio cerrado de su morada—. Tuvimos suerte cazando al mamut el año pasado. Por eso todavía tenemos mucha grasa, y eso es bueno. El invierno habría sido duro sin ella. He comenzado a derretir la grasa. —Llegaron a la entrada en el momento mismo en que los niños salían, trayendo con ellos al más pequeño—. No perdáis el mitón de Micheri —les gritó Solandia.
    Verdegia y Madenia ya estaban dentro.
    —He traído un poco de ceniza —dijo Verdegia. Madenia se limitó a esbozar una sonrisa un tanto vacilante.
    Solandia se sintió complacida de verla dispuesta a abandonar la cama y a alternar de nuevo con la gente. No sabía qué habían hecho en la fuente de aguas calientes, pero presumía que había dado buenos resultados.
    —Madenia, he puesto algunas piedras de cocinar en el fuego, para preparar una infusión. ¿Quieres ocuparte de eso? —preguntó—. Después, usaré el resto para recalentar el agua que permitirá derretir la grasa.
    — ¿Dónde quieres que deje estas cenizas? —preguntó Verdegia.
    —Puedes mezclarlas con las mías. Ya he comenzado a hacer la colada, pero no hace mucho.
    —Losaduna me dijo que usas grasa y ceniza —comentó Ayla.
    —Y agua —agregó Solandia.
    —Parece una combinación extraña.
    —Sí, así es.
    — ¿Qué te inclinó a mezclar esas cosas? Es decir, ¿cómo llegaste a descubrirlo la primera vez?
    Solandia sonrió.
    —En realidad, fue una casualidad. Habíamos estado cazando. Yo había encendido un fuego fuera, en un pozo profundo, y sobre él se asaba algo de carne gorda de mamut. Comenzó a llover con mucha fuerza. Tomé la carne y el asador y traté de protegerme. Apenas amainó, volvimos aquí, a la caverna, pero me olvidé de traer un cuenco de madera apropiado para cocinar y vine a buscarlo al día siguiente. El pozo del fuego estaba lleno de agua; en el líquido flotaba algo que parecía una espuma espesa. Nunca me habría preocupado de mirarla, pero una cuchara cayó en el líquido y tuve que meter la mano para retirarla. Fui al arroyo para enjuagármela. La sentí suave y resbaladiza, como sucede con las buenas raíces jabonosas, pero era algo mejor, ¡y mis manos estaban tan limpias! También la cuchara. Toda la grasa desapareció. Volví y puse la espuma en el cuenco y me la llevé.
    — ¿Es tan fácil obtenerla? —preguntó Ayla.
    —No. En realidad no es fácil. No se trata de que sea muy difícil, pero, en efecto, se requiere cierta práctica —dijo Solandia—. La primera vez fue cuestión de suerte. Sin duda, todo estuvo en su justa medida. Después, seguí trabajando en el asunto, pero a veces todavía falla.
    — ¿Cómo lo haces? Seguramente has hallado ciertas fórmulas que son eficaces la mayoría de las veces.
    —No es difícil explicarlo. Mezclo grasa derretida limpia, cualquier base de grasa sirve, pero cada una cambia un poco el resultado. Prefiero sobre todo la grasa de mamut. Después, tomo una porción de cenizas de madera, las mezclo con agua caliente y dejo que se empapen un rato. Más tarde, las paso por un cedazo o un canasto con agujeros en el fondo. La mezcla de esa colada es fuerte. Comprobé que puede quemarte o lastimarte la piel. Tienes que lavarte inmediatamente. De todos modos, tienes que agitar esa mezcla fuerte en la grasa. Con un poco de suerte, el resultado es una espuma suave, que limpia todo, incluso el cuero.
    —Pero no siempre tienes suerte —dijo Verdegia.
    —No. Muchas cosas pueden salir mal. A veces revuelves y revuelves y revuelves, y no se mezcla. Cuando sucede eso, calentar un poco la mezcla puede facilitar las cosas. En otras ocasiones, los ingredientes se disgregan y puede resultar una capa demasiado fuerte y otra demasiado grasienta. Otras veces, forma grumos que no terminan de mezclarse. En ciertos casos, obtener un resultado satisfactorio es más difícil que en otros, pero el producto no es malo. Sea como fuere, tiende a endurecerse a medida que pasa el tiempo.
    —Pero a veces consigues lo que quieres, como la primera vez —dijo Ayla.
    —Una cosa que aprendí es que tanto la grasa como el líquido de las cenizas deben tener más o menos la misma temperatura que la piel de tu muñeca —dijo Solandia—. Cuando te salpicas un poco, no debes sentirla fría o caliente. El líquido del fresno es más difícil, porque es fuerte y puede quemar un poco; en ese caso, tienes que lavarte inmediatamente con agua fría. Si quema demasiado, sabes que necesitas agregar más agua. Generalmente no quema en exceso, pero no quisiera que me tocase los ojos. Puede arder incluso si te acercas demasiado a los vapores.
    — ¡Y puede oler mal! —dijo Madenia.
    —Es cierto —dijo Solandia—. Puede oler. Por eso generalmente me acerco al centro de la caverna para mezclarlo, a pesar de que tengo aquí todo lo necesario para la mezcla.
    — ¡Madre! ¡Madre! ¡Ven enseguida!
    Neladia, la segunda hija de Solandia, entró deprisa y después volvió a salir corriendo.
    — ¿Qué sucede? ¿Le ha pasado algo al niño? —preguntó la mujer, abalanzándose en pos de su hija. Todos los demás la siguieron y salieron a la boca de la caverna.
    — ¡Mira! —dijo Dosalia. Todos miraron hacia fuera—. ¡El niño está caminando!
    Era Micheri, de pie al lado del lobo, colgado del pelaje del animal, con una amplia sonrisa de satisfacción, dando pasos inseguros mientras Lobo se adelantaba lentamente y con mucho cuidado. Todos sonrieron aliviados y también complacidos.
    — ¿Este lobo sonríe? —preguntó Solandia—. Yo diría que sí. Parece tan complacido consigo mismo que sonríe.
    —Yo pienso lo mismo —dijo Ayla—. A menudo he pensado que podía sonreír.

    —No es sólo con fines ceremoniales, Ayla —decía Losaduna—. A menudo usamos las aguas calientes sólo para bañarnos. Si quieres que Jondalar las use para relajarse, no tenemos nada que oponer. Las Aguas Sagradas de la Madre son como Sus restantes Dones para Sus hijos. Su destino es ser usadas, aprovechadas y apreciadas. Del mismo modo que es necesario apreciar esta infusión que has preparado —agregó, sosteniendo en alto la taza.
    Casi todos los habitantes de la Caverna, es decir, los que no habían salido de caza, estaban sentados alrededor de un hogar, en el sector central abierto de la caverna. La mayor parte de las comidas eran muy informales, salvo en las ocasiones especiales. A veces, la gente comía por separado, en grupos familiares, y otras lo hacía con los demás. En esta ocasión, los que habían permanecido en la caverna habían esperado para consumir juntos una comida de mediodía; la razón principal era que todos estaban interesados en los visitantes. La comida consistía en una sustanciosa sopa de carne magra y seca de ciervo, enriquecida con grasa de mamut, que la convertía en un plato nutritivo y bastante satisfactorio. Todos estaban concluyendo la comida con la infusión que Ayla había preparado y todos habían comentado que tenía muy buen sabor.
    —Cuando regresen, quizás usemos el estanque. Creo que a él le agradaría un baño caliente y yo desearía compartirlo con Jondalar —dijo Ayla.
    —Será mejor que le adviertas, Losaduna —dijo una mujer, con una sonrisa de complicidad.
    La habían presentado diciendo que era la compañera de Laduni.
    — ¿Que me advierta de qué, Laronia? —preguntó Ayla.
    —A veces uno tiene que elegir entre los Dones de la Madre.
    — ¿Qué quieres decir?
    —Significa que las Aguas Sagradas pueden relajar demasiado —dijo Solandia.
    —Todavía no entiendo —dijo Ayla, frunciendo el entrecejo. Sabía que todos estaban hablando del tema y que en todo aquello había implícito cierto ingrediente de picardía.
    —Si llevas a Jondalar a tomar un baño caliente, debilitará la fuerza de su virilidad —dijo Verdegia, más directa que los otros—, y es posible que pase un par de horas antes de que pueda recuperar toda su fuerza. De modo que no esperes demasiado de él después de un baño, por lo menos inmediatamente. Algunos hombres no se sumergen en las Aguas Sagradas de la Madre precisamente por esa razón. Temen que su virilidad se agote en la Aguas Sagradas y nunca la recuperen.
    — ¿Es eso posible? —preguntó Ayla, mirando a Losaduna.
    —No lo he visto nunca, ni he oído que eso suceda —dijo el hombre—. En todo caso, yo diría que es cierto lo contrario. Al cabo de un tiempo, un hombre se muestra más interesado; pero creo que eso es así porque está relajado y experimenta una sensación de bienestar.
    —En efecto, me sentí muy bien después del baño caliente y dormí profundamente, pero creo que en eso influyó algo más que el agua —dijo Ayla—. ¿Quizás la taza de hierbas?
    El hombre sonrió.
    —Eso fue un rito importante. En una ceremonia siempre hay otras cosas.
    —Bien, estoy dispuesta a volver a las Aguas Sagradas, pero creo que esperaré a Jondalar. ¿Creéis que los cazadores volverán pronto?
    —Estoy segura de que así será —dijo Laronia—. Laduni sabe que es necesario hacer ciertas cosas antes del Festival de la Madre que celebraremos mañana. No creo que hubieran debido salir hoy, pero él deseaba ver cómo funciona el arma que Jondalar usa para cazar a gran distancia. ¿Cómo se llama?
    —Es un lanzavenablos y funciona muy bien —dijo Ayla—, pero, como sucede con estas cosas, requiere práctica. Y hemos practicado mucho durante este Viaje.
    — ¿Usas su lanzavenablos? —preguntó Madenia.
    —Tengo el mío —dijo Ayla—. Siempre me gustó cazar.
    — ¿Por qué no has ido con ellos? —preguntó la joven.
    —Porque deseaba aprender a fabricar esa sustancia que limpia. Y, además, necesito limpiar y reparar algunas prendas —dijo Ayla, poniéndose en pie y caminando hacia la tienda ceremonial. De pronto, se detuvo—. Yo también desearía mostraros algo —dijo—. ¿Alguien sabe lo que es un pasahilos? —Advirtió miradas desconcertadas y cabezas que negaban—. Si esperáis aquí un momento, traeré el mío y os lo mostraré.
    Ayla regresó del espacio que ella ocupaba con sus instrumentos de costura y algunas prendas que deseaba arreglar. Cuando todos se reunieron alrededor para ver otra de las cosas sorprendentes traídas por los viajeros, eligió entre ellas un pequeño cilindro –pro—venía de la pata hueca y liviana de un pájaro— y de él retiró dos agujas de marfil. Entregó una a Solandia.
    La mujer examinó muy atentamente aquella asta en miniatura y muy lustrosa. Por un extremo terminaba en una punta afilada, parecida a un punzón. El otro extremo era un poco más grueso, y por extraño que pareciera, tenía un orificio muy pequeño que pasaba de un lado a otro. Se quedó pensativa y de pronto tuvo una sospecha acerca de su aplicación.
    — ¿Has dicho que esto es un pasahilos? —dijo, entregándoselo a Laronia.
    —Sí. Te mostraré cómo se usa —dijo Ayla, separando un delgado trozo de tendón de un manojo más espeso y fibroso. Humedeció el extremo y lo alisó de modo que formase una punta; después esperó a que se secara. El hilo de tendón se endureció levemente y mantuvo su forma. Lo pasó por el orificio del extremo de la minúscula asta de marfil y después lo dejó momentáneamente a un lado. Acto seguido, cogió un pequeño instrumento de pedernal que tenía una punta afilada y empezó a perforar orificios cerca de los bordes de una prenda cuyas puntadas se habían desprendido a lo largo de la costura; algunas incluso habían desgarrado el cuero. Los nuevos orificios estaban a muy corta distancia de los anteriores.
    Después de perforar los orificios para la nueva costura, Ayla se dispuso a demostrar la utilidad del nuevo implemento. Pasó la punta de la aguja de marfil por los orificios del cuero, y aferrando el pequeño instrumento, tiró para arrastrar el hilo, lo que concluyó con un elegante gesto.
    — ¡Ah! —La gente que estaba sentada cerca, y sobre todo las mujeres, emitieron un suspiro colectivo—. ¡Mirad eso! No necesitó tirar del hilo, pasó directamente. ¿Puedo probarlo?
    Ayla pasó la prenda a las mujeres y les permitió experimentar, al mismo tiempo que se lo explicaba y se lo mostraba, comentándoles cómo había concebido la idea y de qué modo todos los miembros del Campamento del León la habían ayudado a darle forma y eficacia.
    —Éste es un punzón muy bueno —comentó Solandia, que estaba examinándolo de cerca.
    —Lo fabricó Wymez, del Campamento del León. Él también fabricó el punzón para perforar el orificio por donde pasa el hilo —dijo Ayla.
    —Sin duda es muy difícil fabricar este instrumento —dijo Losaduna.
    —Jondalar afirma que Wymez es el único tallador de pedernal a quien él ha conocido tan bueno como Dalanar, y quizás un poco mejor.
    —Es un gran elogio viniendo de él —dijo Losaduna—. Todos saben que Dalanar es el gran maestro del trabajo de la piedra. Su habilidad es conocida incluso de este lado del glaciar, entre los Losadunai.
    —Pero Wymez es también un maestro.
    Todos se volvieron sorprendidos al oír la voz que acababa de hablar; vieron a Jondalar, a Laduni y a varios más que entraban en la caverna, trayendo un íbice que acababan de cazar.
    — ¡Habéis tenido suerte! —dijo Verdegia—. Y si nadie se opone, quisiera la piel. Estaba necesitando un poco de lana de íbice para reparar la ropa de cama destinada a la Ceremonia Matrimonial de Madenia. —Verdegia deseaba formular su petición antes que nadie.
    — ¡Madre! —dijo Madenia, avergonzada—. ¿Cómo puedes hablar de Ceremonia Matrimonial?
    —Madenia debe pasar por los Primeros Ritos antes de pensar en una Ceremonia Matrimonial —dijo Losaduna.
    —Por lo que a mí respecta, puede llevarse la piel —dijo Laronia—, y no me importa para qué la va a usar.
    Laronia sabía que había cierta dosis de avaricia en la solicitud de Verdegia. No era frecuente que lograran cazar a la esquiva cabra salvaje; su lana escaseaba y, por eso mismo, era valiosa, sobre todo a finales del invierno, después de toda una estación durante la cual había aumentado su espesor y densidad, pero antes de que la muda de primavera le confiriese un aspecto deslucido.
    —Tampoco a mí me interesa. Verdegia puede quedarse con la piel —dijo Solandia—. La carne fresca de íbice será, en cambio, bienvenida, no importa quién se quede con la piel, y será especialmente agradable consumirla en el Festival de la Madre.
    Otros varios asintieron y nadie se opuso. Verdegia sonrió y trató de no exteriorizar su satisfacción. Al adelantarse a formular su petición, se había asegurado la posesión de la valiosa piel, que era precisamente lo que deseaba.
    —La carne fresca de íbice será más sabrosa con las cebollas secas que he traído, y, además, también tengo arándanos.
    De nuevo todos volvieron la mirada hacia la entrada de la caverna. Ayla vio a una joven, a quien no conocía, con un niño en brazos; llevaba de la mano a una niña pequeña y la seguía un joven.
    — ¡Filonia! —dijeron a coro varias personas.
    Laronia y Laduni corrieron hacia ella, acompañados por el resto de la Caverna. Sin duda, la joven no era allí una extraña. Después de festivos abrazos de salutación, Laronia se encargó del niño y Laduni alzó en brazos a la pequeña, que había corrido hacia él, y la sentó sobre sus hombros. La niña miró a todos con una sonrisa complacida.
    Jondalar estaba al lado de Ayla, sonriendo ante la feliz escena.
    — ¡Esta niña podría ser mi hermana! —dijo.
    —Filonia, mira quién está aquí —dijo Laduni, acercando a la joven.
    — ¿Jondalar? ¿Eres tú? —dijo, mirándole con emocionada sorpresa—. No creí que regresaras jamás. ¿Dónde está Thonolan? ¡Es alguien a quien desearía ver!
    —Lo siento, Filonia. Ahora camina por el otro mundo —dijo Jondalar.
    — ¡Oh! Lo siento mucho. Deseaba que conociera a Thonolia. Estoy segura de que es la hija de su espíritu.
    —Yo también estoy seguro. Se parece mucho a mi hermana, y ambos nacieron en el mismo hogar. Ojalá mi madre pudiera verla, pero creo que, de todos modos, le encantará saber que queda algo de Thonolan en este mundo, que queda un hijo de su espíritu —dijo Jondalar.
    —Pero no has regresado solo —dijo.
    —No, no ha regresado solo —confirmó Laduni—, y espera a conocer a algunos de sus restantes compañeros de viaje. No te lo vas a creer.
    —Además, has llegado en el momento más oportuno. Mañana celebraremos un Festival de la Madre —dijo Laronia.

    37

    Los habitantes de la Caverna de las Sagradas Fuentes de Aguas Calientes esperaban con mucho entusiasmo el Festival para Honrar a la Madre. En medio del invierno, cuando la vida generalmente era más gris y aburrida, Ayla y Jondalar habían llegado y habían provocado la suficiente conmoción como para mantener estimulada durante mucho tiempo a la Caverna; y contando con las inevitables anécdotas que serían el resultado de la visita, el interés se mantendría durante varios años. En el momento en que aparecieron cabalgando sobre el lomo de los caballos y seguidos por el Lobo que Amaba a los Niños, todos se habían formulado muchísimos interrogantes. Podían contar interesantísimas historias acerca de su viaje, y eran portadores de ideas nuevas y sugestivas; traían consigo artefactos fascinantes como los lanzavenablos y los pasahilos y se los mostraban a todos.
    Ahora, todos hablaban acerca de cierta magia que la mujer les revelaría durante la ceremonia; era algo relacionado con el fuego, semejante a las piedras para quemar que ellos usaban. Losaduna había mencionado el asunto mientras tomaban la comida de la tarde. Los visitantes habían prometido ofrecer una demostración del lanzavenablos en el campo que se extendía frente a la caverna, con el propósito de que todos pudiesen apreciar sus posibilidades; Ayla se proponía demostrar lo que podía hacerse con una honda. Pero ni siquiera las exhibiciones prometidas avivaban la curiosidad de la gente tanto como el misterio relacionado con el fuego.
    Ayla descubrió que ser constantemente el centro de la atención podía resultar tan agotador, aunque de un modo distinto, como viajar constantemente. A lo largo de la tarde la gente la había acribillado a preguntas y pedido su opinión y sus ideas con relación a temas acerca de los cuales carecía de conocimientos. Cuando el sol comenzó a ponerse, se retiró de la reunión alrededor del fuego, en el sector central de la caverna, para ir a acostarse. Lobo la acompañó y Jondalar la siguió poco después, dejando a la Caverna en libertad de chismorrear y hacer conjeturas en ausencia de los dos viajeros.
    En el lugar para dormir que les habían asignado en un sector del espacio ceremonial y de vivienda de Losaduna, realizaron algunos preparativos con vistas al día siguiente; después se deslizaron bajo las pieles. Jondalar la abrazó y contempló la posibilidad de esbozar los gestos iniciales que a los ojos de Ayla eran la «señal» que él emitía cuando deseaba que ambos se unieran; pero Ayla parecía nerviosa e irritable, y él, por su parte, deseaba ahorrar fuerzas. Uno nunca sabía lo que podía esperarle en un Festival de la Madre; Losaduna había sugerido que podía ser un acierto moderarse y esperar para honrar a la Madre hasta que pasara el rito especial que habían proyectado.
    Jondalar había hablado con El Que Servía a la Madre acerca de sus inquietudes respecto de su capacidad para tener hijos nacidos en su propio hogar y sobre la posibilidad de que la Gran Madre considerase que su espíritu era aceptable para crear una nueva vida. Habían llegado a la conclusión de que era conveniente un rito privado antes del festival para solicitar directamente la Ayuda de la Madre.
    Ayla permaneció despierta mucho después de oír la respiración más pesada del hombre que estaba a su lado en el suelo; se sentía fatigada, pero no conseguía dormir. Cambiaba su posición con frecuencia, evitando molestar a Jondalar con sus movimientos inquietos. Aunque dormitaba, no lograba conciliar el sueño profundo y sus pensamientos adoptaban formas extrañas mientras vacilaba entre las imágenes de la vigilia y los sueños caprichosos...

    El prado mostraba su verdor reciente, con los lujuriosos brotes nuevos de la primavera, realzados por los diferentes matices de las flores coloridas. A lo lejos, el frente de color blanco marfil de una pared de roca, perforada por cavernas y surcada por hilos negros que se elevaban y rodeaban los salientes de los grandes riscos, casi relucía bañado por la luz que se derramaba desde el cielo azul alto y diáfano. La luz del sol reflejada relucía desde el río y corría a lo largo de la base, acercándose a veces y otras alejándose, y en general dibujando los contornos de la muralla sin seguirlos exactamente.
    En un punto medio del campo que se extendía formando un terreno llano, lejos del río, un hombre estaba de pie y la miraba. Era un hombre del Clan. De pronto, se volvió y caminó hacia el risco, apoyado en un báculo y arrastrando un pie, aunque avanzaba a buen paso. A pesar de que el hombre no dijo ni sugirió una palabra, Ayla sabía que deseaba que le siguiese. Caminó deprisa en pos del hombre, y cuando estuvieron a la par, él la miró con su único ojo bueno. Era un ojo de líquido marrón oscuro, colmado de compasión y poder. Ella sabía que su capa de piel de oso cubría el muñón de un brazo que le habían amputado a la altura del codo cuando era niño. Su abuela, una hechicera de mucha reputación, había cortado el miembro útil y paralizado cuando sobrevino la gangrena, después de ser destrozado por un oso de las cavernas. Creb había perdido el ojo en el mismo episodio.
    Cuando se aproximaron a la muralla de roca, ella vio una extraña formación cerca de la cumbre del risco saliente. Un peñasco alargado, más o menos chato, en forma de columna, más oscuro que el entorno cremoso de piedra caliza que los sustentaba, se inclinaba sobre el borde, como si se hubiese detenido en ese sitio en el momento mismo de comenzar a desplomarse. La piedra no sólo producía la impresión de que se caería de un momento a otro, lo cual la inquietaba, sino que ella sabía al respecto algo que era importante; algo que debía recordar, algo que ella había hecho, o debía hacer, o no debía hacer.
    Cerró los ojos, tratando de recordar. Vio la oscuridad, una oscuridad espesa, aterciopelada y palpable, tan absolutamente desprovista de luz como sólo puede hallarse en una caverna que se interna en la montaña. Un tenue parpadeo apareció en la distancia; ella avanzó a tientas en un estrecho pasaje, en dirección a la luz. Cuando se aproximó, vio a Creb con otros Mog-urs, y de pronto experimentó un intenso temor. No deseaba ese recuerdo y se apresuró a abrir los ojos.
    Y se encontró en la orilla del pequeño río que seguía su curso serpenteante a lo largo de la base de la muralla. Miró más allá del agua y vio que Creb ascendía por un sendero, en dirección a la formación de piedra que estaba a punto de caer. Ayla se había retrasado y ahora no sabía cómo cruzar el río para alcanzarle. Le llamó: «Creb, lo siento. No fue mi intención seguirte hasta el interior de la caverna».
    Él se volvió y repitió las señas, dando a entender que había mucha urgencia. «Deprisa —dijo con señas desde el lado opuesto del río, que ahora era más ancho, más profundo, y estaba cubierto de hielo—. ¡No esperes más! ¡Deprisa! »
    El hielo se extendía y alejaba a Creb. « ¡Espérame! ¡Creb, no me dejes aquí!», exclamó Ayla.

    — ¡Ayla! ¡Ayla, despierta! De nuevo estás soñando —dijo Jondalar, moviéndola suavemente.
    Ella abrió los ojos y experimentó una profunda sensación de pérdida y un temor extrañamente intenso. Vio las paredes cubiertas de cuero de la vivienda y un resplandor rojizo proveniente del hogar, y miró la silueta envuelta en sombras del hombre que estaba a su lado. Extendió la mano y le cogió.
    — ¡Jondalar, tenemos que darnos prisa! Tenemos que partir inmediatamente de aquí —dijo.
    —Lo haremos —dijo—. Tan pronto como podamos. Pero mañana es el Festival de la Madre y después tendremos que decidir lo que necesitamos para cruzar el hielo.
    — ¡El hielo! —dijo Ayla—. ¡Tenemos que cruzar un río de hielo!
    —Sí, lo sé —dijo Jondalar, sosteniéndola y tratando de calmarla—. Pero necesitamos planear cómo lo podremos hacer con los caballos y Lobo. Necesitamos alimentos y descubrir el modo de conseguir agua para todos. Allí arriba el hielo es una masa permanente sólida.
    —Creb dijo que nos diéramos prisa. ¡Tenemos que partir!
    —Ayla, en cuanto podamos. Te lo prometo, en cuanto podamos —dijo Jondalar, sintiendo una punzada de inquietud.
    Sí, necesitaban partir y atravesar el glaciar cuanto antes, pero no podían irse antes del Festival de la Madre.

    Aunque contribuyó poco a entibiar el aire helado, el sol del final de la tarde se filtró a través de las ramas de los árboles, que descomponían los rayos pero no impedían el paso de la luz cegadora que venía del oeste. Hacia el este, los picos de las montañas cubiertas de hielo, que reflejaban el globo brillante que se hundía entre impresionantes nubes, estaban envueltos en un suave resplandor rosado que parecía surgir del interior del hielo. La luz desaparecería pronto, pero Jondalar y Ayla estaban todavía en el campo, frente a la Caverna, aunque el propio Jondalar observaba al mismo tiempo que los demás.
    Ayla respiró hondo y contuvo el aire, pues no quería estropear su visión con la niebla vaporosa de su aliento mientras apuntaba cuidadosamente. Movió las dos piedras que tenía en la mano; después puso una en la honda, echó hacia atrás la mano que sostenía la piedra y disparó soltando un extremo. Después, partiendo del extremo que aún sostenía, deslizó deprisa la mano para recuperar el extremo suelto, puso la segunda piedra en la honda, echó otra vez la mano hacia atrás y disparó. Podía disparar dos piedras con más velocidad de lo que nadie había conseguido jamás.
    — ¡Ah! ¡Mirad eso! —Las personas que habían estado de pie frente a la amplia entrada de la caverna durante las demostraciones con el lanzavenablos y la honda también respiraron hondo y dejaron escapar el aire que habían estado conteniendo, mientras hacían comentarios sorprendidos y ponderativos.
    —Destrozó las dos bolas de nieve que están al fondo del campo.
    —Pensé que era buena con el lanzavenablos, pero es incluso mejor con la honda.
    —Dijo que se necesitaba práctica para aprender a arrojar bien las lanzas, pero, ¿cuánta práctica ha necesitado para arrojar así las piedras? —dijo Larogi—. Creo que será más fácil aprender a usar el lanzavenablos.
    La demostración había concluido, y mientras caía la noche, Laduni se detuvo frente a la gente y anunció que el festín estaba casi a punto.
    —Será servido en el hogar central, pero primero Losaduna consagrará el Festival de la Madre del Hogar Ceremonial y Ayla hará otra demostración. Lo que os va a mostrar es realmente notable.
    Mientras la gente, todavía sorprendida, comenzaba a regresar a la caverna y se internaba hasta el fondo, lejos de la amplia entrada, Ayla vio que Madenia conversaba con algunos amigos y se alegró de comprobar que estaba sonriendo. Muchos habían comentado cuánto les complacía verla incorporarse a las actividades del grupo, aunque aún se advertía en ella una actitud tímida y retraída. Ayla no pudo evitar la idea de que las cosas eran muy distintas cuando la gente colaboraba. A diferencia de su propia experiencia, en la que todos habían pensado que Broud tenía derecho a forzarla cuando se le antojara y creían que Ayla era una mujer extraña porque se resistía y por eso la odiaba, Madenia contaba con el apoyo de su gente. Colaboraban con ella. Estaban encolerizados con quienes la habían forzado, comprendían que eso había sido una tortura y deseaban reparar el mal que le habían infligido.
    Una vez que todos estuvieron instalados en el espacio cerrado del Hogar Ceremonial, El Que Servía a la Madre surgió de las sombras y permaneció en pie detrás de un hogar encendido, rodeado por un círculo de piedras redondas casi perfectamente iguales unas a otras. Tomó una pequeña vara con el extremo sumergido en brea, la acercó al fuego hasta que se encendió y después se volvió y caminó hasta la pared de piedra de la caverna.
    Como su cuerpo impedía la visión, Ayla no pudo ver lo que estaba haciendo, pero, cuando una luz brillante le envolvió, la joven comprendió que había encendido algún tipo de fuego, probablemente una lámpara. Losaduna realizó algunos movimientos y comenzó a entonar una letanía conocida, la misma repetición de los diferentes nombres de la Madre que él había entonado durante el rito de purificación de Madenia. Estaba invocando al espíritu de la Madre.
    Cuando se apartó de aquel lugar y se volvió hacia el grupo allí reunido, Ayla comprobó que el resplandor provenía de una lámpara de piedra que había encendido en un nicho excavado en la pared de la caverna. La lámpara proyectaba sombras móviles, más grandes que el objeto que las producía y que correspondía a una pequeña dunai; la luz destacaba la figura exquisitamente tallada de una mujer con generosos atributos maternales: pechos grandes y estómago redondeado; no estaba embarazada, pero presentaba abundantes reservas de tejido adiposo.
    —Gran Madre Tierra, Antepasado Original y Creadora de Toda la Vida, Tus hijos han venido a manifestarte su aprecio y a agradecer todos Tus Dones, grandes y pequeños, han venido a honrarte —canturreó Losaduna y los habitantes de la caverna se unieron a él—. Por las rocas y las piedras, los huesos de la tierra que da parte de su espíritu para nutrir el suelo, hemos venido a honrarte. Por el suelo que parte de su espíritu para nutrir a las plantas que crecen, hemos venido a honrarte. Por las plantas que crecen y ceden parte de su espíritu para nutrir a los animales, hemos venido a honrarte. Por los animales que dan parte de su espíritu para nutrir a los comedores de carne, hemos venido a honrarte. Y por todos los que ceden parte de su espíritu para alimentar, vestir y proteger a Tus hijos, hemos venido a honrarte.
    Todos conocían las palabras. Ayla advirtió que incluso Jondalar se había unido al resto, aunque decía las palabras en zelandoni. Ella comenzó pronto a repetir parte de las «honras» y, aunque no conocía el resto, sabía que eran importantes. Tan pronto las oyó, comprendió que jamás podría olvidarlas.
    —Por Tu grande y brillante hijo que ilumina el día y Tu bella y reluciente compañera que protege la noche, hemos venido a honrarte. Por Tus aguas que permiten la vida, colman los ríos y los mares y llueven desde los cielos, hemos venido a honrarte. Por Tu Don de la Vida y Tu bendición que recae sobre las mujeres y les permite crear vida como Tú haces, hemos venido a honrarte. Por los hombres, que fueron creados para ayudar a las mujeres a formar la nueva vida y de cuyo espíritu Tú te sirves para ayudar a las mujeres a crearla, hemos venido a honrarte. Y por Tu Don de los Placeres que los hombres y las mujeres obtienen cada uno del otro y que abren a una mujer de modo que pueda dar a luz, hemos venido a honrarte. Gran Madre Tierra, Tus hijos se reúnen esta noche para honrarte.
    El silencio que reinó en la caverna después de terminar la invocación comunitaria era profundo. Entonces, un niño muy pequeño lloró y pareció que aquel llanto era absolutamente oportuno.
    Losaduna retrocedió y pareció hundirse en las sombras. Después, Solandia se puso en pie, tomó un canasto que había cerca del Hogar Ceremonial y derramó cenizas y tierra sobre las llamas del hogar redondo, sofocando el fuego ceremonial y hundiendo toda la escena en una semioscuridad. Hubo algunas exclamaciones de sorpresa de la gente y todos inclinaron hacia delante el cuerpo, expectantes. La única luz provenía de la pequeña lámpara de aceite que ardía en el nicho, de modo que las figuras móviles de la Madre parecieron agrandarse, hasta que pareció llenaban todo el espacio. Aunque el fuego nunca había sido apagado anteriormente de ese modo, el efecto no pasó inadvertido para Losaduna.
    Los dos visitantes y la gente que vivía en el Hogar Ceremonial habían practicado antes, y cada uno sabía lo que tenía que hacer. Cuando todos se tranquilizaron, Ayla atravesó la zona que quedaba en sombras en dirección a un hogar distinto. Se había decidido que las posibilidades de la piedra del fuego se demostrarían de un modo más ventajoso y con un efecto más dramático si Ayla encendía un fuego nuevo en un hogar apagado con la mayor rapidez posible después de sofocado el fuego ceremonial. Una yesca de combustión rápida, formada por musgos secos, había sido depositada en el segundo hogar; al lado había astillas y algunos trozos más grandes de madera para quemar. Después se agregaría el carbón pardo para mantener alimentado el fuego.
    Mientras practicaban, habían descubierto que el viento ayudaba a avivar la chispa y que ese efecto lo producía sobre todo la corriente de aire que entraba cuando se abría la cortina de cuero del espacio Ceremonial; Jondalar estaba de pie al lado de la cortina. Ayla se arrodilló, y sosteniendo la pirita de hierro en una mano y un pedazo de pedernal en la otra, chocó un objeto contra el otro, produciendo una chispa que pudo verse claramente en el área oscurecida. Golpeó de nuevo los dos objetos, sosteniéndolos en un ángulo un poco distinto, lo que determinó que la chispa obtenida incidiera sobre la yesca.
    Ésa fue la señal para Jondalar, que abrió la cortina de la entrada. Al mismo tiempo que la corriente fría penetraba en la caverna, Ayla, inclinada sobre la chispa desnuda que aún brillaba entre el musgo seco, sopló suavemente. De pronto, el musgo se encendió y envolvió la yesca, provocando un coro de comentarios sorprendidos y excitados. Se agregaron astillas. En el refugio en sombras, la llama emitió un resplandor rojizo que iluminó las caras de todos y pareció más grande de lo que era realmente.
    La gente comenzó a hablar, con expresiones rápidas y excitadas, que eran la expresión de su asombro; los comentarios aliviaron la tensión que Ayla había estado alimentando con la expectativa. En pocos momentos —a los componentes de la Caverna les pareció que había sido algo casi instantáneo— se había encendido el fuego. Ayla oyó algunos comentarios.
    — ¿Cómo lo consiguió?
    — ¿Cómo es posible que alguien encienda fuego con tal rapidez?
    Se prendió otro fuego con una astilla encendida en el Hogar Ceremonial; después, El Que Servía a la Madre se situó entre los dos sectores de llamas luminosas y habló:
    —Muchas personas que no lo han visto no creen que las piedras puedan arder, a menos que tengamos una para demostrarlo, pero las piedras que arden son el Don de la Gran Madre Tierra a los Losadunai. A nuestros visitantes también se les ha concedido un don, una piedra del fuego; una piedra que produce una chispa para encender el fuego cuando se la golpea con un pedazo de pedernal. Ayla y Jondalar están dispuestos a regalarnos un fragmento de la piedra del fuego, no sólo para usarla sino también para que la reconozcamos en el caso de que encontremos alguna. A cambio, quieren que les suministremos alimentos suficientes y algunas otras cosas para cruzar el glaciar —dijo Losaduna.
    —Ya se lo he prometido —dijo Laduni—. Jondalar tiene sobre mí una Promesa de Futuro, y eso es lo que me pidió... aunque no se trata de una petición grave. De todos modos, les habríamos suministrado alimentos y provisiones.
    Hubo un coro de voces que manifestaron su acuerdo. Jondalar sabía que los Losadunai les habrían proporcionado alimentos, del mismo modo que Ayla y él habrían regalado una piedra del fuego a la Caverna, pero no quería que más tarde lamentaran haberles cedido suministros y alimentos que podían provocar una situación de escasez si la primavera y la nueva estación de la abundancia llegaban tarde. Deseaba que sintieran que estaban haciendo una transacción ventajosa; y también deseaba algo más. Se puso en pie.
    —Hemos dado a Losaduna una piedra de fuego, que todos pueden usar —dijo—, pero en mi petición hay más de lo que parece. Necesitamos más alimentos y suministros de los que necesitamos para nosotros mismos. No viajamos solos. Nuestros acompañantes son dos caballos y un lobo y necesitamos ayuda para atravesar el hielo con ellos. Necesitaremos alimentos para nosotros y para ellos; pero, lo que es incluso más importante, necesitaremos agua. Si se tratara sólo de Ayla y de mí, podríamos llevar un saco de agua lleno de nieve y hielo bajo nuestras túnicas, cerca de la piel, y así obtendríamos agua suficiente para nosotros, y quizás para Lobo; pero los caballos beben mucha agua. Por ese sistema no podemos derretir suficiente líquido. Os diré la verdad; necesitamos hallar el modo de transportar o derretir agua suficiente para atravesar todos el glaciar.
    Hubo un coro de voces cargadas de sugerencias e ideas, pero Laduni las acalló.
    —Pensemos en el asunto y reunámonos mañana con nuestras sugerencias. Esta noche es el festival.
    Jondalar y Ayla ya habían suministrado motivos más que suficientes de agradable excitación y de misterio para animar los meses invernales generalmente sombríos de la Caverna y habían suministrado un buen número de anécdotas que luego podrían relatar en las Asambleas Estivales. Ahora venía a sumarse el regalo de la piedra de fuego y, como complemento, el desafío de resolver un problema muy especial, un fascinante enigma práctico y teórico que proporcionaría a todos la oportunidad de poner a contribución su capacidad mental. Los viajeros contarían con una ayuda bien dispuesta y entusiasta.

    Madenia había acudido al Hogar Ceremonial para ver la demostración con la prueba del fuego, y Jondalar mal podía ignorar que la joven había estado observándole muy atentamente. Él le había sonreído varias veces, a lo que Madenia había respondido sonrojándose y desviando la mirada. Jondalar se acercó a ella cuando la asamblea estaba disolviéndose y abandonando el Hogar Ceremonial.
    —Hola, Madenia —dijo—. ¿Qué te ha parecido la piedra del fuego?
    Era consciente de la atracción que a menudo ejercía sobre las jóvenes tímidas, antes de los Primeros Ritos, las jóvenes que no sabían qué podían esperar y se mostraban un poco temerosas, sobre todo en el caso en que se había pedido al propio Jondalar que las iniciara en el Don de los Placeres de la Madre. A Jondalar siempre le había agradado revelarles el Don durante los Primeros Ritos y lo cierto es que tenía una capacidad especial para ello; ésa era precisamente la razón por la cual le solicitaban con tanta frecuencia. El temor de Madenia se asentaba sobre buenos fundamentos; no eran las inquietudes amorfas de la mayoría de las jóvenes y a Jondalar le había parecido que era un desafío aún más importante lograr que llegase a conocer la alegría más que el sufrimiento.
    Jondalar la miró con sus ojos azules de sorprendente luminosidad y sintió deseos de permanecer allí el tiempo suficiente para poder participar en los ritos estivales de los Losadunai. Deseaba sinceramente ayudar a Madenia a superar sus temores y, en verdad, se sentía atraído por ella, lo cual subrayaba la potencia integral de su encanto, su magnetismo meramente masculino. El hombre apuesto y sensible sonrió a la muchacha y ella sintió que casi se le cortaba el aliento.
    Madenia nunca había sentido antes algo semejante. Todo su ser sintió una oleada cálida, casi un fuego, y experimentó el ansia abrumadora de tocarle y de conseguir que él la tocase; pero la joven no sabía muy bien cómo manejar ese tipo de sentimientos. Trató de sonreír; después, avergonzada, abrió mucho los ojos y contuvo una exclamación ante su propia audacia. Retrocedió y estuvo a punto de huir a su propia morada. Su madre vio que se alejaba y la siguió. Jondalar ya había advertido antes esa reacción de Madenia. No era extraño que las jóvenes tímidas respondiesen de ese modo a Jondalar; esa actitud las hacía aún más atractivas.
    — ¿Qué le has hecho a esa pobre niña, Jondalar?
    Miró a la mujer que había hablado y le dirigió una sonrisa.
    —No sé por qué lo pregunto. Recuerdo el tiempo en que esa mirada casi me destruyó. Pero tu hermano también tenía su encanto.
    —Y logró que recibieras la bendición —dijo Jondalar—. Te encuentro muy bien, Filonia. Feliz.
    —Sí, Thonolan me dejó un fragmento de su espíritu y me siento feliz. Tú también pareces feliz. ¿Dónde conociste a esa Ayla?
    —Es una historia larga, pero te diré que me salvó la vida. Fue demasiado tarde para Thonolan.
    —Oí decir que le mató un león cavernario. Lo siento mucho.
    Jondalar asintió, y cerró los ojos con un inevitable gesto de dolor.
    — ¡Madre! —dijo una niña. Era Thonolia, que llegó cogida de la mano por la hija mayor de Solandia—. ¿Puedo comer en el hogar de Salia y jugar con el lobo? Como sabes, el lobo simpatiza con los niños.
    Filonia miró a Jondalar con un gesto de aprensión.
    —Lobo no la lastimará. Es cierto, simpatiza con los niños. Pregúntaselo a Solandia. Lo aprovecha para entretener a su hijo más pequeño —dijo Jondalar—. Lobo se crió con los niños y Ayla le enseñó. Tienes razón, es una mujer notable, sobre todo con los animales.
    —Imagino que no hay inconveniente, Thonolia. No creo que este hombre te permita hacer nada que pueda hacerte daño. Es el hermano del hombre de quien tomaste el nombre.
    Se produjo una ruidosa conmoción. Se volvieron para ver a qué obedecía y las niñas se alejaron corriendo.
    — ¿Cuándo habrá alguien que haga algo respecto a ese... a ese Charoli? ¿Cuánto debe esperar una madre? —se quejó Verdegia a Laduni—. Tal vez debamos convocar un Consejo de Madres si los hombres no pueden resolver el asunto. Estoy segura de que entenderán los sentimientos del corazón de una madre y juzgarán con suficiente rapidez.
    Losaduna se había unido a Laduni para apoyarle. La convocatoria del Consejo de Madres generalmente era el último recurso. Podía tener graves consecuencias; era un expediente al que sólo se acudía cuando no se encontraba otro modo de resolver un problema.
    —Verdegia, no nos precipitemos. El mensajero enviado para hablar con Tomasi debe regresar de un momento a otro. Ciertamente, puedes esperar un poco más. Además, Madenia está mucho mejor. ¿No lo crees así?
    —No estoy tan segura. Ha venido a refugiarse en nuestro hogar y no quiere decirme qué le pasa. Dice que no es nada y que no debo preocuparme por eso. Pero, ¿cómo puedo evitarlo? —dijo Verdegia.
    —Yo podría decirte qué le pasa —dijo por lo bajo Filonia—, pero no estoy segura de que Verdegia lo entienda. De todos modos, tiene razón. Hay que hacer algo respecto de Charoli. Todas las Cavernas están hablando de él.
    — ¿Qué puede hacerse? —preguntó Ayla, uniéndose a las otras dos.
    —No lo sé —dijo Filonia, sonriendo a la mujer. Ayla había venido para ver al hijo de Filonia y era evidente que el niño le agradaba—. Pero creo que el plan de Laduni es bueno. Piensa que todas las Cavernas deben cooperar para encontrar y traer aquí a esos jóvenes. Le gustaría que esos miembros de esa banda se separasen unos de otros y se apartasen de la influencia de Charoli.
    —Sí, parece una buena idea —dijo Jondalar.
    —El problema es la Caverna de Charoli y si Tomasi, que está emparentado con la madre de Charoli, estaría dispuesto a cooperar en esto —dijo Filonia.
    —Sabremos a qué atenernos cuando regrese el mensajero, pero puedo comprender lo que Verdegia siente. Si algo semejante le sucediera a Thonolia...
    Meneó la cabeza, porque no pudo seguir hablando.
    —Creo que la mayoría de la gente comprende lo que Madenia y su madre sienten —dijo Jondalar—. En general, la gente es decente, pero una mala persona puede provocar muchas dificultades a todo el mundo.
    Ayla recordaba a Attaroa y estaba pensando lo mismo.
    — ¡Alguien viene! ¡Alguien viene!
    Larogi y varios de sus amigos entraron corriendo en la caverna para proclamar a gritos la noticia; Ayla se preguntó qué habrían estado haciendo fuera, en medio del frío y la oscuridad. Pocos momentos después aparecieron, seguidos por un hombre de mediana edad.
    — ¡Rendoli! Tu llegada no podía ser más oportuna —dijo Laduni, con evidente alivio—. Dame la alforja y toma algo caliente. Has llegado a tiempo para participar en el Festival de la Madre.
    —Es el mensajero que Laduni envió a Tomasi —dijo Filonia, sorprendida de verle.
    —Bien, ¿qué ha dicho? —preguntó Verdegia.
    —Verdegia —dijo Losaduna—, permite que este hombre descanse y recupere el aliento. ¡Acaba de llegar!
    —Está bien —dijo Rendoli, mientras dejaba la alforja y aceptaba de Solandia una taza de infusión caliente—. La banda de Charoli atacó la Caverna que está cerca del desierto en el que se ocultan. Robaron comida y armas, y casi matan a la persona que intentó detenerlos. La mujer todavía está malherida y es probable que no se recobre. Todas las Cavernas están furiosas. Cuando se enteraron del asunto de Madenia, fue la gota que desbordó el vaso. A pesar de su parentesco con la madre de Charoli, Tomasi está dispuesto a aunar fuerzas con las restantes Cavernas para perseguir a esos jóvenes y detenerlos. Tomasi solicitó una asamblea con la mayor cantidad posible de Cavernas. Por eso he tardado tanto en regresar. Esperé que se celebrara la asamblea. La mayor parte de las Cavernas cercanas enviaron a varias personas. Tuve que adoptar decisiones en nombre de nuestra gente.
    —Estoy seguro de que fueron decisiones acertadas —dijo Laduni—. Me alegro de que hayas estado allí. ¿Qué opinaron de mi sugerencia?
    —Ya la han aceptado, Laduni. Cada Caverna enviará exploradores para rastrearlos, algunos ya han partido. Una vez que encuentren a la banda de Charoli, la mayoría de los cazadores de cada Caverna saldrá a perseguirlos y traerlos. Nadie desea continuar soportándolos. Tomasi quiere apresarlos antes de la Asamblea Estival. —El hombre se volvió para mirar a Verdegia—. Y desean que tú acudas para presentar los cargos y la demanda —dijo.
    Verdegia estaba casi apaciguada, pero aún no se sentía del todo feliz debido a la renuncia de Madenia a participar en la ceremonia que debía convertirla oficialmente en mujer y que, con suerte, le permitiría formar niños: los futuros nietos de Verdegia.
    —De buena gana presentaré los cargos y la demanda —dijo Verdegia—, y si ella no acepta someterse a los Primeros Ritos, podéis tener la certeza de que yo no olvidaré el asunto.
    —Confío en que hasta el verano próximo ella cambie de actitud. Creo que está evolucionando después del rito de purificación. Ahora conversa más con la gente. Pienso que Ayla la ayudó —dijo Losaduna.
    Después que Rendoli fue al espacio de su vivienda, Losaduna encontró la mirada de Jondalar y le dirigió un gesto. El hombre de elevada estatura se disculpó y siguió a Losaduna, que entró en el Hogar Ceremonial. Ayla habría deseado acompañarlos, pero, por la actitud de los dos, adivinó que deseaban estar solos.
    —Me pregunto qué harán —dijo Ayla.
    —Imagino que se trata de un rito personal —dijo Filonia, y la respuesta avivó todavía más la curiosidad de Ayla.

    — ¿Tienes algo que tú mismo hayas fabricado? —preguntó Losaduna.
    —Fabriqué una hoja. No tuve tiempo de afinarla, pero es todo lo perfecta que estuvo a mi alcance —dijo Jondalar, y sacó del interior de su túnica un bulto pequeño revestido de cuero. Lo abrió y mostró una pequeña punta de piedra con un borde romo, aunque bastante afilado para afeitarse con él. Un extremo terminaba en punta. El otro extremo tenía un espigón que podía insertarse en el mango de un cuchillo.
    Losaduna lo examinó atentamente.
    —Es un trabajo excelente —comentó—. Estoy seguro de que será aceptable.
    Jondalar emitió un suspiro de alivio, aunque en realidad no suponía que le afectara tanto.
    — ¿Y algo de ella?
    —Eso ha sido más difícil. Hemos estado viajando únicamente con las cosas más esenciales y ella sabe dónde pone todo lo que tiene. Mantiene aparte algunas cosas, la mayoría regalos de otras personas y no he querido desordenarlas. Después, recordé que me habías dicho que no importaba que fuese un objeto muy pequeño, mientras se tratase de algo muy personal —afirmó Jondalar, y mostró un objeto minúsculo que también estaba en el envoltorio de cuero. Después, pasó a explicar—: Ella usa un amuleto, un saquito decorado en el que guarda objetos de su niñez. Lo considera muy importante y solamente lo deja cuando está nadando o bañándose y eso no siempre. Lo dejó en nuestra morada cuando fue a las fuentes sagradas de agua caliente, y yo corté una de las cuentas que lo adornan.
    Losaduna sonrió.
    — ¡Bien! ¡Esto es perfecto! Y tu actitud fue muy astuta. He visto ese amuleto y es algo muy personal para ella. Envuélvelo todo y dame el paquete.
    Jondalar hizo lo que su interlocutor decía, pero Losaduna advirtió una mirada inquisitiva cuando el joven le entregó el envoltorio.
    —No puedo decirte dónde lo pondré, pero Ella lo sabrá. Ahora, debo explicarte ciertas cosas y hacerte algunas preguntas —dijo Losaduna.
    Jondalar asintió.
    —Trataré de contestar.
    —Deseas que en tu hogar nazca un niño de Ayla, ¿no es así?
    —Sí.
    — ¿Entiendes que un niño nacido en tu hogar quizás no pueda provenir de tu espíritu?
    —Sí.
    — ¿Qué piensas acerca de eso? ¿Te importa a quién pueda pertenecer el espíritu utilizado?
    —Desearía que perteneciera a mi espíritu, pero... tal vez mi espíritu no sea el adecuado. Quizás no es tan fuerte, o la Madre no puede usarlo, o tal vez Ella no desea usarlo. De todos modos, nadie jamás está seguro de a quién pertenece el espíritu, pero si Ayla tuviese un hijo y éste naciese en mi hogar, yo lo consideraría suficiente. Creo que casi me sentiría yo mismo una madre —dijo Jondalar; su convicción era evidente.
    Losaduna asintió.
    —Bien. Esta noche honraremos a la madre, de modo que ésta es una ocasión muy propicia. Sabes que esas mujeres que la honran especialmente son las mismas que con más frecuencia reciben la bendición. Ayla es una mujer hermosa, y no tendrá dificultad para encontrar un hombre o varios hombres con quienes compartir los Placeres.
    Cuando El Que Servía a la Madre vio fruncir el entrecejo al hombre de elevada estatura, comprendió que Jondalar era de los que difícilmente aceptaban que la mujer que él elegía escogiera a otro, aunque fuera sólo con fines ceremoniales.
    —Tienes que alentarla, Jondalar. La ceremonia honra a la Madre y es muy importante que desees sinceramente que Ayla tenga un hijo nacido en tu hogar. Ya he comprobado antes la eficacia de esta ceremonia. Muchas mujeres quedan embarazadas casi inmediatamente. La Madre puede sentirse tan complacida contigo que quizás use tu espíritu, sobre todo si la honras con todas tus fuerzas.
    Jondalar cerró los ojos y asintió, pero Losaduna vio que tenía las mandíbulas tensas y le rechinaban los dientes. Para aquel hombre la ceremonia no sería fácil.
    —Ella nunca intervino en un Festival para Honrar a la Madre. ¿Qué sucederá si ella... no acepta a otro? —preguntó Jondalar—. ¿Yo también debo rechazarla?
    —Debes alentarla a que comparta la Ceremonia con otros, pero, por supuesto, a ella le toca decidir. Nunca debes rechazar a una mujer, si puedes evitarlo, en Su Festival, pero sobre todo no debes rechazar a la mujer que elegiste para que sea tu compañera, Jondalar, yo no me preocuparía por eso. La mayoría de las mujeres comparten el espíritu de la ceremonia y no encuentran dificultad en gozar del Festival de la Madre —dijo Losaduna—. Pero es extraño que no hayan educado a Ayla de modo que conozca a la Madre. No sabía que había personas que no la reconocieran.
    —La gente que la crió era... extraña en muchos aspectos —dijo Jondalar.
    —Sin duda, así era —dijo Losaduna—. Ahora, vamos a pedir a la Madre.
    «Pedir a la Madre. Pedir a la Madre.» La frase se repetía en la mente de Jondalar mientras se acercaban al fondo del espacio ceremonial. De pronto recordó que le habían dicho que él contaba con los favores de la Madre, tanto que ninguna mujer podía rechazarle, ni siquiera la propia Doni; tan favorecido, que si alguna vez solicitaba algo de la Madre, Ella le concedería su petición. También le habían advertido que se mostrase cauteloso frente a un poder así; podía conseguir lo que solicitaba. En aquel momento, esperaba fervientemente que fuera verdad.
    Se detuvieron frente al nicho en que la lámpara aún seguía ardiendo.
    —Toma la dunai y sostenla en tus manos —le ordenó El Que Servía a la Madre.
    Jondalar alargó la mano hacia el nicho y levantó con cuidado la figura de la Madre. Era una de las tallas más hermosas que jamás hubiese visto. Tenía el cuerpo perfectamente formado. Parecía como si la figura que tenía en la mano la hubiese tallado el escultor conforme a un modelo vivo de una mujer bien proporcionada de formas generosas. Jondalar había visto con bastante frecuencia mujeres desnudas, en el curso normal de la vida, en espacios estrechos, y sabía cuál era el aspecto de una persona del otro sexo. Los brazos, que descansaban sobre el amplio busto de la figura, apenas estaban sugeridos, pero incluso así, los dedos aparecían bien definidos, lo mismo que los brazaletes en los antebrazos. Las dos piernas se unían en una especie de soporte que se incrustaba en el suelo.
    La cabeza era sorprendente. La mayor parte de las donii que él había visto apenas tenían algo más que una perilla como cabeza, a veces con una cara definida por la línea del peinado, pero sin rasgos. Esta figura tenía un minucioso peinado con hileras de rizos apretados que enmarcaban toda la cabeza y el rostro. Excepto por la diferencia de hechura, nada diferenciaba la parte posterior y la frontal de la cabeza.
    Cuando examinó atentamente la figura, le sorprendió comprobar que había sido tallada en piedra caliza. El marfil o el hueso o la madera permitían un trabajo más fácil, y la figura tenía detalles tan perfectos y un acabado tan hermoso que era difícil creer que alguien la hubiese esculpido en piedra. Jondalar se dijo que sin duda muchas herramientas de pedernal habían perdido el filo durante la confección de la estatuilla.
    Jondalar advirtió que El Que Servía a la Madre había estado cantando. Jondalar había estado tan absorto en el estudio de la donii que, al principio, no lo había advertido, pero ya había aprendido bastante losadunai, de modo que, al escuchar atentamente, comprendió algunos de los nombres de la Madre y se dio cuenta de que Losaduna había comenzado el rito. Esperó, confiando en que su apreciación de las cualidades estéticas materiales de la talla no le distrajesen de la más importante esencia espiritual de la ceremonia. Aunque la donii era un símbolo de la Madre y, según se creía, representaba un lugar de descanso para una de sus muchas formas espirituales, Jondalar sabía que la figura tallada no era la Gran Madre Tierra.
    —Ahora piensa claramente en ello, y con tus propias palabras, desde el fondo de tu corazón, pide a la Madre lo que deseas —dijo Losaduna—. La posesión de la dunai te ayudará a concentrar todos tus pensamientos y sentimientos en esa petición. No vaciles en decir todo lo que pienses. Recuerda: lo que estás solicitando es grato a la Madre de Todos.
    Jondalar cerró los ojos para pensar en ello, para facilitar su propia concentración.
    —Oh, Doni, Gran Madre Tierra —comenzó—. En mi vida hubo momentos en que pensé... ciertas cosas que quizás te desagradaron. No fue mi intención desagradarte, pero... sucedieron cosas... Hubo un momento en que pensé que nunca hallaría una mujer a quien pudiese amar realmente, y me pregunté si era porque Tú estabas enojada a causa de... esas cosas.
    Losaduna pensó: «Algo muy malo seguramente sucedió en la vida de este hombre. Es un hombre tan bueno y parece tan seguro de sí mismo; es difícil creer que pueda experimentar por ello tanta vergüenza y tanta inquietud».
    —Y entonces, después de viajar más allá del fin de Tu río y de perder... a mi hermano, a quien amaba más que a nadie, trajiste a mi vida a Ayla, y finalmente supe lo que significa enamorarse. Te doy las gracias por Ayla. Si no hubiese nadie más en mi vida, ni familia, ni amigos, me sentiría satisfecho con tal de que Ayla estuviera conmigo. Pero, si eso te place, Gran Madre, yo desearía... yo quisiera... una cosa más. 'Te pediría... un niño. Un niño nacido de Ayla, nacido en mi hogar, y si es posible nacido de mi espíritu o nacido de mi propia esencia, como cree Ayla. Si no es posible, si mi espíritu no es... suficiente, permite que Ayla tenga el niño que ella desea y permítele nacer en mi hogar, de modo que pueda ser mío en mi corazón. Jondalar comenzó a devolver la donii a su lugar, pero aún no había concluido. Se detuvo y sostuvo la figura con ambas manos.
    —Una cosa más. Si Ayla quedara embarazada de un hijo de mi espíritu, me agradaría saber que es el hijo de mi espíritu.
    «Interesante petición —pensó Losaduna—. La mayoría de los hombres podía querer saberlo, pero, en realidad, eso no importaba tanto. ¿Por qué es tan importante para él? ¿Y por qué aludió aun hijo de su esencia... como cree Ayla? Quisiera preguntárselo a ella, pero éste es un rito privado. No puedo decirle a ella lo que él ha dicho aquí. Quizás en cierta ocasión podamos comentarlo desde un punto de vista filosófico.»

    Ayla observó a los hombres que salían del Hogar Ceremonial. Estaba segura de que ambos habían hecho lo que se proponían hacer, pero el hombre de menor estatura tenía una expresión dubitativa y la posición de los hombros sugería cierta insatisfacción, y el más alto mostraba el cuerpo rígido, y en la cara cierta contrariedad, pero al mismo tiempo decisión. Esa extraña corriente subterránea determinó que sintiese todavía más curiosidad por lo que había sucedido allí dentro.
    —Confío en que ella cambiará de actitud —decía Losaduna mientras los dos se acercaban—. Creo que el modo más eficaz de que ella supere su terrible experiencia es que afronte sus Primeros Ritos. De todos modos, tendremos que poner mucho cuidado a la hora de elegir a alguien para ella. Jondalar, ojalá permanecieras aquí. Me parece que le interesas. Y creo que es bueno ver que muestra afecto por un hombre.
    —Quisiera ayudar, pero no podemos quedarnos. Debemos partir cuanto antes, mañana o al día siguiente, si es posible.
    —Por supuesto, tienes razón. La estación puede variar de un momento a otro. Presta atención si adviertes que uno de vosotros se muestra irritable —dijo Losaduna.
    —La Desazón —dijo Jondalar.
    — ¿Qué es la Desazón? —preguntó Ayla.
    —Llega con el licuador de nieve, el viento de primavera —dijo Losaduna—. El viento viene del suroeste, cálido y seco, y tiene fuerza suficiente para derribar árboles. Derrite la nieve con tal rapidez que los altos ventisqueros pueden desaparecer en un día; si comienza a soplar cuando estás en el glaciar, tal vez no consigas cruzarlo. El hielo puede hundirse bajo tus pies y arrojarte a una grieta, o formar un río que se cruzará en tu camino, o abrir un abismo frente a ti. Llega con tal rapidez que los malos espíritus que gustan del frío no pueden apartarse de su camino. Los destruye, los arrastra fuera de los lugares ocultos, los empuja hacia delante. Por eso los malos espíritus cabalgan delante del viento que funde la nieve y generalmente llegan antes que él. Traen la Desazón. Si sabes lo que se avecina y puedes controlarlo, esos malos espíritus quizás representen una advertencia; pero son sutiles y no es fácil aprovechar en beneficio propio a los malos espíritus.
    — ¿Cómo sabes cuándo han llegado los malos espíritus? —preguntó Ayla.
    —Como dije antes, presta atención si comienzas a sentirte irritable. Puedes enfermar y, si ya estás enferma, pueden agravar tu estado, pero lo más frecuente es que se limiten a infundirte el deseo de discutir o reñir. Algunas personas se encolerizan, pero todos saben que eso es consecuencia de la Desazón y no puede culparse por ello a la gente, a menos que provoque daños o lesiones graves a los demás; e incluso eso es disculpable. Después, la gente se alegra de la llegada de los vientos que funden la nieve, porque traen consigo nuevas plantas, la renovación de la vida; pero nadie desea que llegue la Desazón.
    — ¡Venid y comed! —Era la voz de Solandia; no habían advertido que se acercaba—. La gente ya está volviendo a buscar una segunda ración. Si no os dais prisa, no quedará nada.
    Se acercaron al hogar central, en el que ardía un gran fuego, avivado por las corrientes de aire que entraban por la boca de la caverna. Aunque no estaba completamente vestida para el intenso frío que reinaba fuera, la mayoría de la gente usaba prendas de abrigo en las áreas comunes de la caverna, abiertas al frío y a los vientos. El asado de íbice aparecía jugoso en el medio, aunque, al mantenerlo caliente, estaba cociéndose en demasía; la carne fresca era una variación bienvenida. También había una espesa sopa de carne, preparada con carne seca, grasa de mamut, algunos trozos de raíces secas y arándanos de la montaña; casi la última reserva de las verduras y las frutas almacenadas. Todos ansiaban que llegasen cuanto antes las verduras frescas de la primavera.
    Pero el viento intenso y frío todavía dejaba sentir sus efectos y, por mucho que deseara la primavera, Jondalar deseaba todavía más que el invierno se prolongase un poco, hasta el momento mismo en que ellos completaran la travesía del glaciar que tenían por delante.

    38

    Después de la comida, Losaduna anunció que se ofrecería algo en el Gran Ceremonial. Ayla y Jondalar no sabían de qué se trataba, pero pronto se enteraron de que era una bebida que se servía caliente. El sabor era agradable y más o menos conocido. Ayla pensó que podía ser cierto tipo de jugo de frutas levemente fermentado, sazonado con hierbas. La sorprendió enterarse por Solandia de que era savia de alerce como ingrediente principal, y que el jugo de frutas era sólo un ingrediente más.
    Según se comprobó, el gusto era engañoso. La bebida era más fuerte de lo que Ayla había creído, y cuando la joven preguntó, Solandia le reveló que las hierbas aportaban una parte considerable de su fuerza. Entonces, Ayla comprendió que el gusto ya conocido provenía del ajenjo, una hierba muy potente que podía ser peligrosa si se la consumía en exceso o se la usaba con demasiada frecuencia. Había sido difícil apreciarlo a causa de la aspérula y otros sabores aromáticos de gusto agradable e intensamente perfumados. Se preguntó cuales podían ser los restantes ingredientes, y eso la llevó a saborear y analizar más seriamente la bebida.
    Preguntó a Solandia acerca de la potente hierba y mencionó sus posibles peligros. La mujer explicó que la planta, a la que denominaba absinta, se usaba poco, excepto en esa bebida, reservada exclusivamente para los Festivales de la Madre. Por la naturaleza sagrada del brebaje, Solandia solía mostrarse renuente a revelar los ingredientes específicos de la bebida, pero las preguntas de Ayla eran tan precisas y demostraban tanto conocimiento que en este caso Solandia no tuvo más remedio que contestar.
    Ayla descubrió que la bebida no era en absoluto lo que parecía. Lo que al principio ella había creído que era una bebida sencilla, de gusto agradable, en realidad constituía una mezcla completa y potente, preparada especialmente para alentar la relajación, la espontaneidad y la cálida interacción que eran deseables durante el Festival para Honrar a la Madre.
    Cuando la gente de la Caverna comenzó a acercarse al Hogar ceremonial, Ayla advirtió inicialmente una conciencia más vivaz como resultado de todo lo que había bebido; pero esa actitud pronto cedió su lugar a un sentimiento agradable, lánguido y cálido, que la indujo a olvidar sus preocupaciones analíticas. Advirtió que Jondalar y otros hablaban con Madenia; apartándose bruscamente de Solandia, enfiló hacia el grupo. Todos los hombres que estaban allí la vieron acercarse y se sintieron complacidos por lo que veían. Sonrió al aproximarse al grupo, y Jondalar percibió el intenso amor que esa sonrisa siempre despertaba. No sería fácil seguir las instrucciones de Losaduna y alentarla a realizar plenamente la experiencia del Festival de la Madre, incluso después de consumir la bebida relajante que El Que Servía a la Madre le había exhortado a tomar. Jondalar respiró hondo; después bebió el resto del líquido que quedaba en su copa.
    Filonia, y sobre todo su compañero Doraldi, a quien ella había conocido antes, se contaban entre los que saludaron cálidamente a Ayla.
    —Tu copa está vacía —dijo él; sacó un cucharón lleno de un cuenco de madera y lo vertió en la copa de Ayla.
    —También a mí puedes darme un poco más —dijo Jondalar, con una voz exageradamente animosa. Losaduna advirtió la cordialidad forzada del hombre, pero no creyó que los otros prestasen demasiada atención. Sin embargo, había una persona que observó el cambio en Jondalar. Ayla le miró, percibió el movimiento de su mandíbula y comprendió que algo le molestaba. También tomó nota de la rápida observación de Losaduna. Supo que sucedía algo entre ellos, pero la bebida estaba provocando su efecto en Ayla, y ésta envió el asunto al fondo de su mente para pensar en ello más tarde. De pronto, un redoble de tambores resonó en el espacio cerrado.
    — ¡Comienza la danza! —dijo Filonia—. ¡Vamos, Jondalar! Te enseñaré los pasos.
    Tomó de la mano a Jondalar y le condujo hacia el centro del lugar.
    —Madenia, baila tú también —la exhortó Losaduna.
    —Sí —dijo Jondalar—. Ven tú también. ¿Conoces los pasos?
    Sonrió a la joven y Ayla pensó que parecía que aflojaba la tensión. Jondalar había estado conversando y prestando atención a Madenia a lo largo del día, y aunque se había mostrado tímida y reservada, tenía cabal conciencia de la presencia del hombre de elevada estatura. Cada vez que él la miraba con sus ojos premiosos, Madenia sentía que se le aceleraban los latidos del corazón. Cuando la cogió de la mano para llevarla a la pista de baile, ella experimentó una sucesión de escalofríos y temblores simultáneos, y no podría haber resistido aunque lo hubiese querido.
    Filonia frunció el entrecejo un momento, pero después sonrió a la Joven.
    —Ambas podemos enseñarte los pasos —dijo, mientras los acercaba al lugar en que bailaban.
    —Puedo mostrarte... —empezó a decir Doraldi a Ayla, en el momento mismo en que Laduni decía:
    —De buena gana... —Se sonrieron el uno al otro, tratando cada uno de ofrecer al otro la oportunidad de hablar.
    La sonrisa de Ayla los abarcó a los dos.
    —Quizás ambos podríais enseñarme los pasos.
    Doraldi inclinó la cabeza para expresar su aprobación y Laduni le dedicó una sonrisa complacida; cada uno de los hombres tomó una mano de Ayla y la condujo al lugar en el que ya estaban reuniéndose los que deseaban bailar. Mientras se disponían en círculos, enseñaron a los visitantes algunos pasos esenciales; después, todos se cogieron de la mano y sonó una flauta. Ayla se sobresaltó al oír el sonido. No había oído sonar una flauta desde que Manen había tocado ese instrumento en la Asamblea Estival de los Mamutoi. ¿Había pasado menos de un año desde que ella se había alejado de la Asamblea? Parecía mucho más tiempo y jamás volvería a verlos.
    Parpadeó porque se le llenaron los ojos de lágrimas ante el pensamiento, mas como había comenzado la danza, no tuvo mucho tiempo para demorarse en dolorosas nostalgias. Al principio era fácil seguir el ritmo, pero a medida que avanzó la noche, se fue acelerando y haciendo más complejo. Ayla era sin duda el centro de atención. Todos los hombres la creían irresistible. Se agrupaban alrededor de ella, rivalizando para atraer su atención, lanzando indirectas y formulando incluso invitaciones lisas y llanas, mal disimuladas bajo la forma de bromas. Jondalar coqueteó amablemente con Madenia y de modo más evidente con Filonia, pero tomando nota de cuantos hombres rodeaban a Ayla.
    La danza llegó a hacerse cada vez más complicada, con pasos intrincados y cambios de lugar, y Ayla danzó con todos. Se rió de sus bromas y de los comentarios lascivos, y la gente se apartaba para volver a llenar las copas, o las parejas se retiraban a rincones discretos. Laduni saltó al centro y ofreció una enérgica actuación solista. Hacia el final del número se le unió su compañera.
    Ayla estaba sedienta y varias personas la acompañaron cuando fue a buscar otra copa. Advirtió que Doraldi caminaba a su lado.
    —Yo también quisiera un poco de bebida —dijo Madenia.
    —Lo siento —dijo Losaduna, poniendo la mano sobre la copa de Madenia—. Querida, todavía no has tenido tus Ritos de los Primeros Placeres. Tendrás que tomar otra bebida.
    Madenia frunció el ceño y comenzó a protestar; después fueron a buscar una taza de la inocua bebida que ella había estado consumiendo.
    Losaduna no deseaba concederle ninguno de los privilegios de la feminidad mientras no pasara por la ceremonia que se la confería; por otra parte, estaba haciendo todo lo posible para inducirla a aceptar el importante rito. Al mismo tiempo, explicaba a todos que, a pesar de su terrible experiencia, se encontraba purificada, devuelta a su estado anterior y que, por tanto, debía someterse a las mismas restricciones y ser tratada con el mismo cuidado y la misma atención especiales que se dispensaban a otra joven cualquiera que se encontrase a un paso de la condición de mujer. Losaduna creía que era el único modo en que podría recobrarse totalmente del criminal ataque y la violación múltiple que había sufrido.
    Ayla y Doraldi fueron los últimos que continuaron bebiendo, y como todos los demás desaparecían en una dirección o en otra, ahora quedaron solos. Doraldi se volvió hacia ella.
    —Ayla, eres una mujer muy hermosa —dijo.
    Cuando estaba creciendo, siempre había sido la mujer alta y fea, y siempre que Jondalar le había dicho que era hermosa, Ayla pensaba que procedía así porque la amaba. No se creía hermosa y el comentario de Doraldi la sorprendió.
    —No —dijo riendo—. ¡No soy hermosa!
    La observación de Ayla desconcertó a Doraldi. No era lo que él había esperado oír.
    —Pero... pero sí, lo eres —le dijo.
    Doraldi había estado tratando de interesarla toda la velada, y aunque la conversación de Ayla era cordial y cálida y parecía evidente que le agradaba la danza y se movía con una sensualidad natural que alentaba los esfuerzos del hombre, éste no había podido encender la chispa que le permitiría llegar más lejos. Sabía que no era un hombre sin atractivos, y esa noche era el Festival de la Madre, pero, al parecer, no llegaba el momento en que pudiera manifestar sus deseos. Finalmente, decidió lanzar un ataque más directo.
    —Ayla —dijo, deslizando el brazo alrededor de la cintura de la joven. Sintió que ella tensaba el cuerpo un momento, pero Doraldi persistió y se inclinó para rozarle la oreja—. Sí, eres una mujer hermosa —murmuró.
    Ayla se volvió para mirarle, pero, en lugar de inclinarse hacia él en una actitud aquiescente, se echó hacia atrás. Doraldi le rodeó la cintura con el otro brazo, para acercarla. Ella trató de apartarse y apoyó las manos en los hombros de Doraldi y le miró a los ojos.
    Ayla no había comprendido cabalmente el significado del Festival de la Madre. Había creído que era sólo una reunión cálida y cordial, a pesar de que se había hablado de «honrar» a la Madre, y ella sabía lo que eso significaba generalmente. Cuando vio que algunas parejas, y a veces tres o más personas, se retiraban a los lugares más oscuros, alrededor de los tabiques de cuero, comenzó a comprender mejor, pero sólo cuando miró a Doraldi y percibió su deseo, supo finalmente lo que le esperaba.
    Él la atrajo y se inclinó hacia delante para besarla. Ayla experimentó cierta calidez hacia él y reaccionó con cierto sentimiento. La mano de Doraldi buscó el seno de Ayla y después trató de deslizarla bajo la túnica. Él era atractivo, la sensación no era desagradable y Ayla se sentía relajada y dispuesta a mostrarse complaciente; pero necesitaba tiempo para pensar. Era difícil resistir y su mente no pensaba con claridad; de pronto, oyó sonidos rítmicos.
    —Volvamos con los bailarines —dijo Ayla.
    — ¿Por qué? De todos modos, ya no son muchos los que bailan.
    —Deseo ejecutar una danza mamutoi —dijo Ayla.
    Doraldi aceptó. Ella había respondido y él podía esperar un poco más.
    Cuando llegaron al centro del lugar, Ayla vio que Jondalar estaba allí. Bailaba con Madenia, sosteniéndole las manos y enseñándole un paso que había aprendido con los Sharamudoi. Filonia, Losaduna, Solandia y unos pocos más batían palmas cerca de los bailarines. El flautista y el que marcaba los ritmos habían encontrado compañeras.
    Ayla y Doraldi se unieron a los que batían palmas. Ella vio la mirada de Jondalar y pasó de batir palmas a golpearse los muslos, estilo mamutoi. Madenia se paró a mirar y después retrocedió, mientras Jondalar se unía a Ayla en un complicado ritmo de batir los muslos. Pronto comenzaron a moverse juntos, a separarse y a girar uno alrededor del otro, mirando al compañero por encima del hombro. Cuando estuvieron cara a cara, extendieron las manos para unirlas. En el momento en que percibió su mirada, Ayla vio únicamente a Jondalar. La calidez y la cordialidad generalizados que había sentido por Doraldi se perdieron en su abrumadora respuesta al deseo, la necesidad y el amor que se manifestaban en los ojos muy azules que en ese momento la contemplaban.
    La correspondencia entre ellos era evidente para todos. Losaduna los observó atentamente un momento y después esbozó un gesto imperceptible de asentimiento. Era evidente que la Madre estaba manifestando Sus deseos. Doraldi se encogió de hombros y después sonrió a Filonia. Madenia abrió unos ojos muy grandes. Sabía que estaba viendo algo extraño y muy hermoso.
    Cuando Ayla y Jondalar terminaron de bailar, estaban abrazados, indiferentes a todos los que se encontraban a su alrededor. Solandia empezó a aplaudir y pronto todos los que aún permanecían allí se unieron al aplauso. El sonido llegó finalmente a los dos viajeros. Se separaron, sintiéndose un tanto avergonzados.
    —Creo que todavía quedan una copa o dos —dijo Solandia—. ¿Terminamos la bebida?
    — ¡Es una buena idea! —dijo Jondalar, con el brazo alrededor de Ayla. Ahora no quería dejarla escapar.
    Doraldi tomó el ancho cuenco de madera para servir el resto de la bebida especial y miró a Filonia. Pensó que, en realidad, era muy afortunado: «Ella era una mujer hermosa y ha traído dos hijos a mi hogar. Sólo porque era el Festival de la Madre no significaba que tuviera que honrarla con una mujer que no era mi compañera».
    Jondalar concluyó la bebida de un trago, levantó su copa y de pronto alzó en brazos a Ayla y la llevó al lecho de ambos. Ayla se sentía extrañamente aturdida, desbordante de alegría, casi como si hubiese evitado un destino ingrato, pero su alegría era mínima comparada con la de Jondalar. Él la había observado la noche entera, había visto cómo todos los hombres la deseaban y había intentado ofrecerle todas las oportunidades, según el consejo de Losaduna; estaba seguro de, que ella habría terminado eligiendo a otro.
    El propio Jondalar podría haber ido con otras muchas veces, pero no deseaba retirarse hasta que tuviese la certeza de que ella había salido. Por eso había permanecido con Madenia, consciente de que ella no estaba aún a disposición de los hombres. Le complacía atenderla, ver que se tranquilizaba cuando estaba cerca de él, apreciar los comienzos de la mujer que Madenia sería. Aunque no hubiese criticado a Filonia si se hubiese ido con otro, y, en efecto, tuvo muchas oportunidades, se alegraba de que permaneciera a su lado. Habría detestado sentirse solo si Ayla elegía a otro hombre. Hablaban de muchas cosas. Thonolan y sus viajes con Jondalar, los hijos que ella tenía, y especialmente Thonolia, y Doraldi, y cuánto le amaba ella, pero Jondalar no podía decidirse a hablar mucho de Ayla.
    Después, al final, cuando Ayla se le acercó, Jondalar apenas podía creerlo. La depositó cuidadosamente sobre la plataforma para dormir, la miró y vio el amor que se expresaba en los ojos de la joven; sintió una sensación dolorosa en la garganta, mientras contenía las lágrimas. Había hecho todo lo que Losaduna le había indicado, le había ofrecido todas las oportunidades e incluso había tratado de alentarla; pero al fin, Ayla acudió a él. Se preguntó si ése sería un signo de la Madre que le indicaba que si Ayla quedaba embarazada, sería un hijo del espíritu de Jondalar.
    Cambió la posición de los tabiques móviles que les separaban del resto, y cuando ella comenzó a incorporarse y a despojarse de las ropas, él le ayudó suavemente a acostarse otra vez.
    —Esta noche es mía —dijo—. Yo quiero hacerlo todo.
    Ella se recostó y asintió con una leve sonrisa, experimentando un sentimiento de expectativa. Jondalar pasó al otro lado de los tabiques, trajo un palito ardiendo, encendió una lamparita y la depositó en un nicho. No proyectaba mucha luz, sólo la suficiente para apenas ver. Jondalar comenzó a desnudarse y después se detuvo.
    — ¿Crees que podríamos encontrar el camino que lleva a la fuente de agua caliente utilizando esto? —preguntó, señalando la lámpara.
    —Dicen que agota a un hombre, que ablanda su virilidad —dijo Ayla.
    —Créeme, eso no sucederá esta noche —dijo Jondalar, con una sonrisa.
    —En ese caso, creo que podría ser divertido —dijo Ayla.
    Se pusieron las chaquetas, recogieron la lámpara y salieron deprisa. Losaduna se preguntó si su intención sería aliviar una necesidad, pero después reflexionó un momento y sonrió. Las fuentes de agua caliente jamás le habían aplacado mucho tiempo. Sólo le proporcionaban a veces un pequeño suplemento de control. Pero Losaduna no fue el único que les vio salir.
    Nunca se excluía a los niños de los Festivales de la Madre. Aprendían las habilidades y las actividades que debían conocer cuando fueran adultos observando a los adultos. Cuando organizaban juegos, a menudo imitaban a los mayores, y antes de que fuesen realmente capaces de realizar actos sexuales serios los varones se arrojaban sobre las niñas imitando a los padres y las niñas fingían que daban a luz muñecas, y en eso imitaban a sus madres. Poco después que adquirían la capacidad necesaria, entraban en la edad adulta con ritos que no sólo les conferían la categoría sino también las responsabilidades del adulto, aunque no siempre elegían pareja estable durante los años siguientes.
    Los niños nacían a su debido tiempo, cuando la Madre decidía bendecir a una mujer, pero, por extraño que pudiera parecer, rara vez eran hijos de mujeres muy jóvenes. Se acogía con satisfacción a todos los niños, y la familia grande y los amigos íntimos que formaban una Caverna los acogían de buen grado, los cuidaban y criaban.
    Madenia había presenciado los Festivales de la Madre desde cuando podía recordar, pero esta vez el asunto tenía un significado distinto. Había observado a varias parejas —al parecer, eso no lastimaba a nadie, por lo menos no como a ella la habían herido, a pesar de que algunas mujeres elegían a varios hombres—, pero a ella le interesaban sobre todo Ayla y Jondalar. Apenas los dos viajeros salieron de la caverna, Madenia se puso la chaqueta y les siguió.
    Ayla y Jondalar llegaron a la tienda de paredes dobles, entraron en el segundo recinto y sintieron complacidos el efecto del vapor tibio. Permanecieron de pie adentro, mirando alrededor, y después depositaron la lámpara sobre el altar de tierra que se elevaba a cierta altura.
    Se quitaron las chaquetas y se sentaron sobre los colchones de lana afelpada que cubrían el suelo.
    Jondalar comenzó por quitarle las botas a Ayla; después se quitó las suyas. Besó a la joven prolongada y afectuosamente, mientras desataba los lazos de su túnica y de su prenda interior y las pasaba por encima de la cabeza de la mujer; después se inclinó para besarle los pezones. Desató también los calzones revestidos de piel y la prenda interior parecida a una braga y las retiró, deteniéndose para acariciar el montículo cubierto de suave vello —no se habían molestado en ponerse los calzones externos, con la piel hacia fuera—. Después se desnudó él mismo y abrazó a Ayla, deleitándose al sentir la piel femenina junto a la suya; y en ese mismo instante la deseó.
    La condujo al estanque de cuyas aguas se desprendía vapor. Se sumergieron una vez y después pasaron al sector donde debían lavarse. Jondalar extrajo del cuenco un puñado de suave jabón y comenzó a frotarlo sobre la espalda de Ayla y sus dos redondeces iguales, evitando por el momento los lugares sugestivamente tibios y húmedos. El contacto era suave y resbaladizo, y a él le encantaba el roce con la piel femenina. Ayla cerró los ojos, sintió que las manos de Jondalar la acariciaban del modo en que, como él sabía muy bien, más le gustaba, y ella se entregó a ese contacto maravillosamente dulce y experimentó las sensaciones más intensas.
    Jondalar cogió otro puñado de jabón y lo deslizó sobre las piernas de Ayla, que fue levantando cada pie y sintiendo un leve espasmo cuando él le hacía cosquillas en la planta. Después la obligó a volverse y la miró de frente, pero no se apresuró a besarla, explorando lenta y suavemente los labios y la lengua, sintiendo su reacción. Su propia reacción ya se estaba manifestando y su virilidad parecía moverse por propia voluntad, mientras pugnaba por entrar en contacto con la mujer.
    Con otra pequeña porción de jabón comenzó bajo los brazos de Ayla, acariciándola con la espuma deliciosa y resbaladiza hasta llegar a los pechos llenos y firmes y sintiendo que los pezones se endurecían bajo sus palmas. Un estremecimiento casi fulgurante recorrió el cuerpo de Ayla cuando él le tocó los pezones extrañamente sensibles hasta llegar a ese lugar profundo de Ayla que esperaba a Jondalar. Cuando descendió por el estómago y los muslos, ella gimió expectante. Con las manos todavía jabonosas, él le acarició los pliegues, encontró el lugar femenino de los Placeres y lo frotó ligeramente. Después cogió el cuenco de enjuagar, lo llenó con agua del estanque caliente y comenzó a verter el líquido sobre ella. Derramó otros cuencos sobre Ayla antes de llevarla de nuevo al agua caliente.
    Se sentaron en los asientos de piedra, muy cerca el uno del otro, presionando la piel tibia contra la piel tibia y sumergiéndose hasta que sólo sus cabezas quedaron fuera de la superficie del agua. Después, cogiéndola de la mano, Jondalar condujo a Ayla de nuevo fuera del agua. La acostó sobre las esteras blandas y se limitó a mirarla un momento, reluciente y húmeda, y esperándole.
    Ayla vio sorprendida que, primero, le abría los muslos y pasaba su lengua sobre toda la extensión de los pliegues. No percibió el gusto de la sal; y el sabor especial de Ayla había desaparecido; era una experiencia nueva, gustarla sin saborearla, pero mientras gozaba con la novedad del caso, oyó que ella comenzaba a gemir y a proferir exclamaciones. Parecía como si hubiera llegado de repente, pero Ayla comprendió que estaba demasiado a punto. Sintió que su propia excitación se acentuaba y alcanzaba una cima; después, los espasmos de placer la recorrieron una y otra vez y, de pronto, él percibió el sabor de Ayla.
    Ella extendió las manos hacia Jondalar y, cuando él la montó y penetró, la joven le guió hacia su propio interior. Ayla elevó las caderas en el momento mismo en que él presionaba y ambos suspiraron con profunda satisfacción. Cuando él se retiró, Ayla sintió el deseo doloroso de recuperarlo. Jondalar sintió que la caricia plena y tibia aprisionaba por completo su miembro y casi alcanzó una incontenible explosión. Cuando retrocedió de nuevo, comprendió que él mismo estaba a punto, y en ese momento un gemido agudo escapó de sus labios. Ayla se elevó hacia él; Jondalar culminó en el momento en que el impulso explosivo se manifestó y llenó el pozo de Ayla y se mezcló con su propia y tibia humedad. En ese instante, él manifestó en un grito la plenitud de su goce.
    Descansó sobre ella un momento, porque sabía que a Ayla le encantaba en esas circunstancias sentir el peso del cuerpo masculino. Cuando, al fin, rodó de costado, la miró, vio su sonrisa lánguida y tuvo que besarla. Las lenguas de ambos exploraron, suave y dulcemente, sin apremio, y ella comenzó asentir de nuevo un atisbo de excitación. Jondalar advirtió esa respuesta más intensa y reaccionó del mismo modo. Esta vez sin la misma urgencia de antes, le besó la boca, después cada uno de los ojos, y encontró sus orejas y los lugares más tiernos y sensibles de su cuello. Descendió y encontró el pezón. Sin prisa, sorbió y mordisqueó uno, mientras acariciaba y pellizcaba el otro; después invirtió el orden hasta que Ayla presionó sobre él, deseando más y más a medida que la sensación se intensificaba.
    Y la de Jondalar también. Su virilidad agotada comenzaba a hincharse otra vez y, cuando ella la sintió, se sentó bruscamente y se inclinó para recibirla en su boca y ayudarla acrecer. Él se recostó para gozar de las sensaciones que ella le provocaba en todo el cuerpo, mientras Ayla recibía todo lo que podía del miembro, sorbiéndolo con fuerza, soltándolo y dejándolo que se deslizara. Ayla encontró el reborde duro que estaba debajo y lo frotó rápidamente con la lengua; después, retrayendo un poco el prepucio, rodeó la cabeza suave, cada vez más rápidamente, con su lengua. Él gimió cuando las oleadas de fuego le recorrieron el cuerpo; después la obligó a girar hasta que quedó a horcajadas; Jondalar alzó un poco la cabeza para saborear el pétalo caliente de la flor de Ayla.
    Casi en el mismo momento, ambos sintieron que se elevaban más y más y, cuando él la saboreó de nuevo, se retiró un poco, la obligó a girar de modo que quedó de rodillas, dirigió su propia penetración y sintió de nuevo el pozo íntegro y profundo. Ella retrocedía con cada golpe, balanceándose, moviéndose, hundiendo la virilidad y retirándola, sintiendo cada avance y cada retirada y, después, cuando todo se repitió, primero ella y en el golpe siguiente él, sintieron el impulso maravilloso del gran Don de los Placeres de la Madre.
    Ambos se derrumbaron, exhaustos, grata, maravillosa y lánguidamente exhaustos. Durante un momento sintieron una corriente de aire, pero no se movieron; incluso se quedaron adormecidos. Cuando despertaron, se incorporaron y se lavaron de nuevo; después se sumergieron en el agua caliente. Para su sorpresa, cuando salieron encontraron mantas de cuero suave, limpio, seco y aterciopelado para secarse; estaban junto a la entrada.

    Madenia retornó a la caverna, experimentando sentimientos que nunca había conocido. La había impresionado la pasión intensa pero controlada, la afectuosa ternura de Jondalar y la entusiasta respuesta de Ayla y su inclinación sin reservas a entregarse a Jondalar, a confiar plenamente en él. La experiencia de ambos en nada se parecía a la que ella había soportado. Los Placeres de los dos habían sido intensos y físicos, pero no brutales; no se trataba de arrebatar a uno para satisfacer la lascivia del otro; sino de dar y compartir para complacerse y gratificarse mutuamente. Ayla le había dicho la verdad; los Placeres de la Madre podían ser una cosa sugestiva y sensual, una alegre y placentera celebración del amor mutuo.
    Y aunque no sabía muy bien qué hacer al respecto, estaba excitada física y emocionalmente. Tenía los ojos llenos de lágrimas. En ese momento, deseaba a Jondalar. Deseaba que él pudiera ser el hombre con quien compartiría los ritos de feminidad, si bien sabía que eso no era posible. En ese momento llegó a la conclusión de que si podía tener a alguien como él, aceptaría pasar por la ceremonia y afrontar sus Ritos de los Primeros Placeres en la siguiente Asamblea Estival.

    Nadie se sentía demasiado animado a la mañana siguiente. Ayla preparó la bebida «para la mañana siguiente» que había ideado para las jaquecas que sobrevenían después de las celebraciones del Campamento del León, aunque sólo disponía de ingredientes para la gente del Hogar Ceremonial. Examinó con cuidado su reserva de infusión anticonceptiva que tomaba todas las mañanas y decidió que debía durarle hasta la nueva estación, hasta el momento en que podría recoger más elementos. Afortunadamente, no era necesario emplear mucho.
    Antes del mediodía, Madenia fue a ver a los visitantes. Sonrió tímidamente a Jondalar y anunció que había decidido tener sus Primeros Ritos.
    —Maravilloso, Madenia. No lo lamentarás —dijo el hombre de elevada estatura, apuesto y maravillosamente gentil.
    Ella le miró con una expresión de tanta adoración que él se inclinó y la besó en la mejilla, después se apoyó en el cuello de la joven y respiró a su oído. Jondalar volvió a enderezarse y le sonrió; ella sintió que se perdía en aquellos extraordinarios ojos azules. El corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar. En ese momento, el principal deseo de Madenia era que Jondalar fuese el elegido para el Rito de los Primeros Placeres que le esperaban. Después se sintió perturbada y temerosa, porque seguramente él adivinaba lo que ella estaba pensando. De pronto, huyó del sector ocupado por el hogar.
    —Lástima que no vivamos más cerca de los Losadunai —dijo Jondalar, mirando a la joven que se alejaba—. Me gustaría ayudar a esa joven, pero estoy seguro de que ya encontrarán a alguien.
    —Sí, estoy segura de que lo encontrarán, pero ojalá no esté alimentando esperanzas demasiado vivas. Le he dicho que algún día ella podría encontrar a alguien como tú, Jondalar, que ya había sufrido bastante y se lo merecía. Así lo espero por su bien —dijo Ayla—, pero no hay muchos como tú.
    —Todas las jóvenes tienen esperanzas y aspiraciones elevadas —dijo Jondalar—, pero antes de la primera vez todo es imaginación.
    —Pero ella tiene algo en qué basar su imaginación.
    —Por supuesto, todas saben más o menos lo que pueden esperar. No se trata de que nunca haya estado cerca de los hombres y las mujeres —dijo él.
    —Jondalar, es algo más que eso. ¿Quién crees que nos dejó anoche aquellas mantas secas?
    —Pensé que era Losaduna, o quizás Solandia.
    —Fueron a acostarse antes que nosotros; tenían que ofrecer sus propias honras. Se lo he preguntado. Ni siquiera sabían que habíamos ido a las aguas sagradas, aunque Losaduna pareció particularmente complacido por ello.
    —Si no fueron ellos, ¿entonces quién...? ¿Madenia?
    —Estoy casi segura de que fue ella.
    Jondalar frunció el entrecejo, tratando de concentrarse.
    —Hemos estado viajando solos y juntos tanto tiempo que... Nunca lo he dicho antes, pero... me siento un poco... no sé... creo que renuente a mostrarme tan impetuoso, tan libre cuando estamos con gente. Anoche creí que estábamos solos. Si hubiera sabido que ella estaba allí, tal vez no me habría mostrado tan... desenfrenado —dijo.
    Ayla sonrió.
    —Lo sé —dijo. A medida que pasaba el tiempo, ella comprendía cada vez mejor que a él no le agradaba revelar la faceta profundamente sensible de su carácter, y le complacía que se manifestara ante ella tan espontáneo, en palabras y en actos—. Me alegro de que no supieras que ella estaba allí, tanto por mí como por ella.
    — ¿Por qué por ella? —preguntó Jondalar.
    —Creo que eso es lo que la convenció de que debía aceptar la ceremonia de la feminidad. Ella ha estado rodeada de hombres y mujeres que compartían los Placeres con tanta frecuencia que ya no pensaba en ese asunto hasta que la forzaron. Después, ya no pudo pensar más que en el dolor y el horror de que la usaran como una cosa, sin consideración para su condición de mujer. Es difícil explicarlo, Jondalar. Una experiencia de esa clase consigue que te sientas... terrible.
    —Estoy segura de que así es, creo que el asunto tuvo otras consecuencias —dijo el hombre—. Después que una joven pasó por su primer período lunar, pero antes de realizar sus Primeros Ritos, es más vulnerable... y más deseable. Todos los hombres se sienten atraídos por ella, quizás porque no se permite tocarla. En otra ocasión cualquiera, una mujer está en libertad de elegir a un hombre o de rechazarlos a todos, pero en ese momento es peligroso para ella.
    —Del mismo modo que se suponía que Latie ni siquiera debía mirar a sus hermanos —dijo Ayla—. Mamut lo explicó.
    —Quizás no sea exactamente la misma situación —dijo Jondalar—. En este estado, corresponde a la niña—mujer mostrarse circunspecta, y eso no siempre es fácil. Es el centro de atención; todos los hombres la desean, sobre todo los más jóvenes, y a veces puede ser difícil resistir. La siguen, ensayando todos los recursos conocidos para conseguir que ceda ante ellos. Algunas muchachas ceden, sobre todo las que tuvieron que esperar mucho antes de la Asamblea Estival. Pero si ella permite que la abran sin los ritos apropiados, bien... no merece buena opinión. Si la descubren, y a veces la Madre la bendice antes de que sea mujer, todos se enteran de que fue abierta... la gente puede ser cruel. Le echan la culpa y se burlan de ella.
    —Pero, ¿por qué han de culparla? Deberían culpar a los hombres que no la dejaron en paz —dijo Ayla, irritada ante la injusticia.
    —La gente dice que si ella no puede moderarse, carece de las cualidades que son necesarias para asumir las responsabilidades de la Maternidad y el Liderazgo. Nunca se la elegirá para ocupar un lugar en el Consejo de Madres, o de Hermanas, o cualquiera que sea el nombre con que la gente designa a ese grupo de la más elevada autoridad, y, por tanto, ella se rebaja y se convierte en una persona menos deseable como compañera. No se trata de que pierda la jerarquía de su madre o de su hogar (no pueden quitarle aquello con lo cual nace), pero sí de que jamás será elegida por un hombre de elevado rango, ni siquiera por alguien que pueda alcanzar esa categoría. Creo que Madenia temía esto tanto o más que otras cosas —dijo Jondalar.
    —No me extraña que Verdegia dijera que la habían aniquilado. —Ayla acentuó más el ceño, preocupada—. Jondalar, ¿su pueblo aceptará el rito purificador de Losaduna? Sabes que una vez que fue abierta, en realidad nunca puede retornar a lo que era.
    —Creo que sí. No es que no diera muestras de moderación. La forzaron, y la gente está tan irritada contra Charoli como para cargarle a él la culpa. Tal vez algunos continúen adoptando una actitud reservada, pero también tendrá de su lado a muchos defensores.
    Ayla guardó silencio un rato.
    —La gente es complicada, ¿verdad? A veces me pregunto si nada es realmente lo que parece.

    —Laduni, creo que las cosas andarán bien —dijo Jondalar—. ¡Sí, creo que todo saldrá bien! Vamos a repasar de nuevo este asunto. Utilizaremos el bote redondo para transportar pasto seco y un número suficiente de piedras de quemar con el fin de derretir el hielo y obtener agua, más algunas piedras suplementarias sobre las cuales encenderemos el fuego, así como el grueso cuero de mamut para depositar encima las piedras, que de esa forma no se hundirán en el hielo cuando se caliente. Podemos llevar alimento para nosotros y probablemente para Lobo en canastos cerrados y en los macutos que cargamos a la espalda.
    —Será una carga pesada —dijo Laduni—, pero no tendréis que hervir el agua, lo que os permitirá ahorrar las piedras de quemar. Tendréis que derretir tan sólo lo necesario para dar de beber a los caballos y para beber vosotros y también el lobo. No necesitaréis calentar el agua, sólo asegurarse de que no está helada. Y tratad de beber lo suficiente; no intentéis ahorrar líquido. Si lleváis ropas abrigadas, descansáis lo suficiente y bebéis bastante agua, podréis resistir el frío.
    —Creo que deberíais probar antes, para saber cuánto necesitaréis —dijo Laronia.
    Ayla observó que la sugerencia provenía de la compañera de Laduni.
    —Es una buena idea —dijo.
    —Pero Laduni tiene razón, será una carga pesada —agregó Laronia.
    —Tendremos que revisar nuestras cosas y dejar todo lo que podamos —afirmó Jondalar—. No necesitaremos mucho. Tan pronto crucemos, estaremos cerca del Campamento de Dalanar.
    Ya se habían limitado a lo más indispensable. ¿Cuánto más podían dejar allí?, pensó Ayla mientras se disolvía la reunión. Madenia se acercó a ella cuando retornaba al lugar en que dormía. La niña—mujer no sólo sentía un intenso afecto por Jondalar, sino que, hasta cierto punto, también tendía a idolatrar a Ayla, lo cual hacía que ésta se sintiera un tanto incómoda. Pero Madenia le agradaba y ahora preguntó a la jovencita si deseaba acompañarla mientras ordenaba sus cosas.
    Mientras Ayla comenzaba a sacar y distribuir sus pertenencias, trató de recordar cuántas veces había hecho lo mismo durante este Viaje. Sería difícil elegir. Todo tenía algún significado para ella, pero si querían cruzar ese formidable glaciar que tanto había inquietado a Jondalar desde el comienzo, y hacerlo con Whinney, Corredor y Lobo, tenía que eliminar todo lo posible. El primer paquete que abrió contenía el hermoso conjunto de suave cuero de gamuza que le había regalado Roshario. Lo cogió y después lo desplegó frente a ella.
    — ¡Aaah! ¡Qué hermoso! Los dibujos cosidos y el corte. Nunca he visto nada semejante —dijo Madenia, incapaz de resistir la tentación de extender la mano y tocarlo—. ¡Y qué suave! Nunca he tocado nada tan delicado.
    —Me lo regaló una mujer de los Sharamudoi, un pueblo que vive muy lejos de aquí, cerca de la desembocadura del Río de la Gran Madre, el lugar donde es realmente un gran río. Ni siquiera puedes imaginar cuán importante llega a ser el Río de la Madre. En realidad, los Sharamudoi son dos pueblos. Los Shamudoi viven en tierra y cazan la gamuza. ¿Conoces ese animal? —preguntó Ayla. Madenia meneó la cabeza—. Es un animal, parecido a un íbice, pero más pequeño.
    —Sí, conozco algo así, pero aquí le damos un nombre distinto —dijo Madenia.
    —Los Ramudoi constituyen el Pueblo del Río y cazan el gran esturión... es un pez enorme. Ambos tienen un modo especial de curtir el cuero de la gamuza para obtener algo tan suave y flexible como esto.
    Ayla cogió la túnica bordada y recordó a los Sharamudoi a quienes había conocido. Parecía haber pasado mucho tiempo. Podría haber vivido con ellos; aún sentía lo mismo que entonces y sabía que jamás volvería a verlos. Se resistía a la idea de dejar allí el regalo de Roshario. Y entonces vio los ojos brillantes de Madenia, que admiraba la prenda, y tomó una decisión.
    —Madenia, ¿te gustaría quedarte con ella?
    Madenia apartó bruscamente las manos, como si hubiese tocado algo caliente.
    — ¡No puedo! A ti te lo regalaron.
    —Tenemos que aligerar nuestra carga. Creo que Roshario se sentiría complacida si lo aceptaras, puesto que tanto te atrae. Está destinado a ser un conjunto matrimonial, pero yo ya tengo uno.
    — ¿Estás segura? —dijo Madenia.
    Ayla vio que los ojos de la jovencita relucían, incrédulos ante la idea de poseer un conjunto tan bello y exótico.
    —Sí, estoy segura. Puedes recibirlo como tu Conjunto Matrimonial, si lo consideras adecuado. Piensa que es un regalo que te hago porque deseo que me recuerdes.
    —No necesito un regalo para recordarte —dijo Madenia con los ojos brillantes de lágrimas—. Jamás te olvidaré. Gracias a ti quizás un día yo tenga mi Ceremonia Matrimonial, y entonces usaré esta prenda.
    No podía esperar el momento de mostrar el conjunto a su madre y a todos sus amigos y a las personas de la misma edad en la Asamblea Estival.
    A Ayla le reconfortó su decisión de regalar el conjunto a Madenia.
    — ¿Te agradaría ver mi Conjunto Matrimonial?
    —Oh, sí —dijo Madenia.
    Ayla desenvolvió la túnica que Nezzie le había confeccionado cuando la joven proyectaba unirse con Ranec. El color era amarillo ocre, el mismo de los cabellos de la joven. En su interior podría verse la talla de un caballo, y dos trozos casi perfectamente armónicos de ámbar color miel. Madenia no podía creer que Ayla tuviese dos conjuntos de tan exótica belleza y, sin embargo, tan distintos uno del otro; pero temía decir demasiado, por miedo a que Ayla se sintiese obligada a regalarle también el segundo conjunto.
    Ayla examinó la prenda, tratando de decidir qué haría con ella. Después meneó la cabeza. No, no podía separarse de ella, era su Túnica Matrimonial. La usaría cuando se uniese con Jondalar. En cierto modo, en aquel conjunto había una parte de Ranec. Levantó el caballito tallado en marfil de mamut y lo acarició distraídamente. También lo conservaría. Pensó en Ranec, y se preguntó cómo estaría. Nunca nadie la había amado más y ella jamás lo olvidaría. Podría haberse unido con él y haber sido feliz, si no hubiese amado tanto a Jondalar.
    Madenia había tratado de moderar su curiosidad, pero, finalmente, no pudo evitar la pregunta.
    — ¿Qué son esas piedras?
    —Se las llama ámbar. Me las regaló la jefa del Campamento del León.
    — ¿Eso es una talla de tu caballo?
    Ayla la miró sonriente.
    —Sí, es una talla de Whinney. La realizó para mí un hombre de ojos alegres y la piel del color del pelaje de Corredor. Incluso Jondalar ha dicho que nunca conoció mejor tallista.
    — ¿Un hombre de piel oscura? —preguntó incrédula Madenia. Ayla sonrió divertida. No podía criticar a Madenia que dudase.
    —Sí, era un mamutoi y se llamaba Ranec. La primera vez que lo vi, no pude apartar los ojos de él. Me temo que me mostré muy descortés. Me dijeron que su madre era oscura como... como un pedazo de esa piedra de quemar. Vivía muy al sur, después de un gran mar. Un mamutoi llamado Wymez realizó un Gran Viaje. Se unió con ella y en su hogar nació el hijo. Ella murió en el camino de regreso, de modo que él volvió solo con el niño. La hermana de ese hombre lo crió.
    Madenia tuvo un leve estremecimiento de excitación. Creía que al sur estaban únicamente las montañas, y que éstas se prolongaban indefinidamente. Ayla había viajado muy lejos y sabía mucho. Quizás un día ella haría un Viaje, como Ayla, y conocería a un hombre de piel oscura que tallaría para ella un hermoso caballo y a personas que le regalarían bellas prendas; se encontraría con caballos que le permitirían montar y con un lobo que amaría a los niños y con un hombre como Jondalar que montaría en los caballos y la acompañaría en ese largo Viaje. Madenia estaba absorta en su soñar despierta imaginando grandes aventuras.
    Nunca había conocido a nadie como Ayla. Idolatraba a la bella mujer que tenía una vida tan sugestiva y abrigaba la esperanza de llegar a ser como ella. Ayla hablaba con un acento extraño, pero eso, a lo sumo, reforzaba su misterio; ¿acaso no había soportado también ella el ataque violento de un hombre cuando todavía era una niña? Ayla había superado el trance, pero comprendía los sentimientos de otra persona. En la calidez, el amor y la comprensión de la gente que la rodeaba, Madenia comenzaba a recuperarse del horror del incidente. Comenzó a imaginarse a sí misma, madura y sabia, explicando a otra joven, que había soportado una agresión similar, cómo había sido su experiencia y ayudándola a superar el trance.
    Mientras Madenia soñaba despierta, vio cómo Ayla recogía un paquete bien envuelto. Lo sostuvo en la mano, pero no lo abrió; sabía exactamente qué había en su interior y no quería dejarlo allí.
    — ¿Qué es eso? —preguntó cuando Ayla lo apartó a un lado.
    Ayla lo tomó de nuevo; tampoco ella lo había visto desde hacía algún tiempo. Miró alrededor para asegurarse de que Jondalar no estaba cerca y después desató los nudos. Dentro había una túnica blanquísima adornada con colas de armiño. Madenia miró con ojos grandes y redondos.
    — ¡Esto es blanco como la nieve! Nunca he visto un cuero teñido así de blanco —dijo.
    —La fabricación de cuero blanco es un secreto del Hogar de la Cigüeña. Me enseñó a fabricarlo una anciana, que lo aprendió de su madre —explicó Ayla—. No tenía a quién transmitir ese saber, y por eso, cuando le pedí que me enseñara, aceptó.
    — ¿Tú has confeccionado eso? —preguntó Madenia.
    —Sí, para Jondalar, pero él no lo sabe. Se lo regalaré cuando lleguemos a su hogar; espero que para nuestra Ceremonia Matrimonial —dijo Ayla.
    Cuando lo levantó un poco más, de él cayó otro envoltorio. Madenia alcanzó a ver que era una túnica de hombre. Excepto las colas de armiño, no llevaba adornos, ni dibujos, ni diseños bordados, ni conchas ni cuentas; la verdad era que no las necesitaba. Los adornos distraerían la atención. En su sencillez, la blancura absoluta del color era el principal motivo de asombro.
    Ayla abrió el paquete más pequeño. Dentro estaba la extraña figura de una mujer con la cara tallada. Si la joven no hubiese acabado de ver una maravilla tras otra, podría haberse atemorizado; las dunai nunca tenían caras. Pero, por alguna razón, era justo que la representación de Ayla la tuviese.
    —Jondalar hizo esto para mí —dijo Ayla—. Me dijo que su intención había sido apresar mi espíritu y que estaba destinada a mi ceremonia de la feminidad, la primera vez que él me enseñó el Don del Placer de la Madre. No había nadie más que participara de aquello, pero no lo necesitábamos. Jondalar lo convirtió en una ceremonia. Después me entregó esto, diciéndome que lo conservase porque posee mucho poder, según él.
    —Lo creo —dijo Madenia. No sentía deseo de tocarlo, pero no dudaba de que Ayla podía controlar el poder encerrado en la figura.
    Ayla percibió la inquietud de Madenia y volvió a guardar la figura. La deslizó bajo la túnica blanca cuidadosamente plegada, y envolvió ésta en los finos cueros de conejo, cosidos unos con otros para protegerla, y después ató todo con las cuerdas.
    Otro envoltorio guardaba algunos de los regalos que había recibido en su ceremonia de adopción, cuando la habían aceptado en el pueblo de los Mamutoi. Debía conservarlos. Por supuesto, llevaría consigo su saquito de medicinas y también las piedras del fuego y los útiles para encenderlo, los instrumentos de costura, una muda de ropa interior, forros de fieltro para las botas, las mantas para dormir y las armas para cazar. Examinó sus cuencos y los utensilios de cocina, y eliminó todo lo que no fuera absolutamente esencial. Tendría que esperar a que llegase Jondalar para decidir acerca de las tiendas, las cuerdas y otras cosas.
    Cuando ella y Madenia se disponían a salir, Jondalar entró en el espacio destinado a vivienda. Él y varios hombres más acababan de regresar con una carga de carbón pardo y Jondalar venía para ordenar sus cosas. En ese momento entraron otras personas, incluso Solandia y sus hijos, con Lobo.
    —Realmente he llegado a depender de este animal, y yo lo voy a echar de menos. No creo que queráis dejarlo aquí —dijo.
    Ayla hizo una señal a Lobo. Pese a todo el amor que profesaba a los niños, el animal se acercó inmediatamente y se detuvo frente a Ayla, mirándola expectante.
    —No, Solandia. Creo que no podría hacerlo.
    —Me lo suponía, pero tenía que preguntar. Sabes, también a ti te echaré de menos —agregó.
    —Y yo a ti. La parte más dura de este Viaje ha sido hacer amigos y después separarse y saber que probablemente nunca volveré a verlos —dijo Ayla.
    —Laduni —dijo Jondalar, que traía un trozo de marfil de mamut con extrañas marcas grabadas en su superficie—. Talut, el jefe del Campamento del León, trazó este mapa de la región que está en el lejano este y que representa la primera parte de nuestro Viaje. Había abrigado la esperanza de conservarlo como un recuerdo de su persona. No es esencial, pero lamentaría perderlo. ¿Aceptarías guardarlo? Quién sabe, tal vez algún día tenga que volver a buscarlo.
    —Sí, lo guardaré para ti —dijo Laduni, recibiendo el mapa sobre marfil y examinándolo—. Parece interesante. Podrías explicármelo antes de partir. Confío en que vuelvas, pero si no lo haces, quizás alguien que viaja en la misma dirección tenga sitio para él y yo pueda remitírtelo.
    —Tal vez deje aquí algunas herramientas. Puedes conservarlas o no. Siempre siento tener que renunciar a un martillo al que estoy acostumbrado, pero no dudo de que podré reemplazarlo tan pronto lleguemos a los Lanzadonii. Dalanar siempre tiene buenas provisiones cerca de su vivienda. Dejaré mis martillos de hueso y algunas hojas. Pero conservaré una azuela y un hacha para cortar hielo.
    Después se acercaron al rincón en que dormían.
    —Ayla, ¿qué llevas? —Jondalar preguntó.
    —Está todo aquí, sobre la plataforma de dormir.
    Jondalar vio el paquete misterioso entre sus otras cosas.
    —Lo que hay ahí seguramente es muy valioso —dijo.
    —Yo lo llevaré —dijo ella.
    Madenia sonrió astutamente, complacida porque conocía el secreto. Eso hacía que se sintiera muy especial.
    — ¿Y qué dices de esto? —preguntó Jondalar, señalando otro envoltorio.
    —Son regalos del Campamento del León —dijo Ayla, y lo abrió para mostrar su contenido a Jondalar. Él examinó la hermosa punta de lanza que Wymez había regalado a Ayla y la cogió para mostrársela a Laduni.
    —Mira esto.
    Era una hoja grande, más larga que la mano de Jondalar y ancha como su palma, pero con un grosor menor que la punta de su dedo meñique y ahusada hasta convertirse en un filo muy delgado en los bordes.
    —Está trabajado por las dos caras —dijo Laduni, volviéndola de un lado y de otro—. Pero ¿cómo consiguió afinarla tanto? Creía que trabajar los dos lados de una piedra era una técnica tosca empleada en las hachas sencillas y en otras herramientas parecidas; pero ésta no es tosca. Es la mejor demostración de habilidad que he visto nunca.
    —La fabricó Wymez —dijo Jondalar—. Ya te he dicho que era bueno. Calienta el pedernal antes de trabajarlo. El calor modifica la calidad de la piedra, facilita el desprendimiento de escamas finas, y de ese modo se consigue un filo tan delgado. No veo el momento de enseñársela a Dalanar.
    —Estoy seguro de que lo apreciará —dijo Laduni. Jondalar devolvió el objeto a Ayla y ella lo envolvió de nuevo con mucho cuidado.
    —Creo que llevaremos una sola tienda, más bien como un cortavientos —observó Jondalar.
    — ¿Y qué te parece un lienzo para cubrir el suelo? —dijo Ayla.
    —Tenemos una carga tan pesada de rocas y piedras, que detesto llevar más de lo necesario.
    —Un glaciar es hielo. Quizás nos venga bien algo que cubra el suelo.
    —Pienso que tienes razón —dijo Jondalar.
    — ¿Y estas cuerdas?
    — ¿Crees realmente que las necesitamos?
    —Sugiero que las llevéis —dijo Laduni—. Las cuerdas pueden ser muy útiles.
    —Si lo piensas así, aceptaré tu consejo —dijo Jondalar.
    Habían apartado y ordenado todo lo posible la noche anterior; pasaron la tarde despidiéndose de la gente a la que habían llegado a apreciar tanto en el breve tiempo de su estancia allí. Verdegia se las arregló para hablar con Ayla.
    —Ayla, quiero darte las gracias.
    —No es necesario dármelas. Somos nosotros quienes se las debemos dar a todos los que están aquí.
    —Me refiero a lo que has hecho por Madenia. Para ser sincera, no sé muy bien lo que hiciste ni qué le dijiste, pero sé que tu intervención cambió las cosas. Antes de que vinieras, se ocultaba en un rincón oscuro y deseaba que le llegase la muerte. Ni siquiera aceptaba hablar conmigo y tampoco quería saber nada sobre el tema de convertirse en mujer. Yo temía que todo estuviese ya perdido. Ahora, casi ha vuelto a la situación anterior y ansía que llegue el momento de celebrar sus Primeros Ritos. Sólo ruego que no suceda nada que otra vez la lleve a cambiar de idea antes del verano.
    —Creo que seguirá bien mientras la gente continúe apoyándola —dijo Ayla—. Como sabes, ésa ha sido la ayuda principal.
    —De todos modos, deseo ver castigado a Charoli —dijo Verdegia.
    —Supongo que todos lo desean. Ahora que la gente está dispuesta a buscarle, creo que recibirá su castigo. Madenia será vengada, tendrá sus Primeros Ritos y se convertirá en mujer. Verdegia, llegarás a tener nietos.

    Por la mañana se levantaron temprano, dieron los últimos toques a sus cosas y volvieron a la caverna para tomar la última comida de la mañana con los Losadunai. Allí estaban todos para despedirlos. Losaduna animó a Ayla a memorizar algunos versos más del antiguo saber, y casi se emocionó cuando ella le dio un abrazo de despedida. Después se fue rápidamente a conversar con Jondalar. Solandia no disimuló lo que sentía, y dijo a los dos viajeros que lamentaba verlos partir. Incluso Lobo parecía saber que no volvería a ver a los niños, y a éstos les sucedía lo mismo. Lamió la cara del más pequeño y, por primera vez, Micheri lloró.
    Pero cuando salían de la caverna, Madenia sorprendió a Ayla y a Jondalar. Se había puesto el magnífico conjunto que Ayla le había regalado, se abrazó a ella e hizo un esfuerzo para no echarse a llorar. Jondalar le dijo que estaba muy hermosa, y lo afirmaba sinceramente. Las ropas le daban un aire de extraña belleza y de madurez, y sugerían la auténtica mujer que llegaría a ser algún día.
    Mientras montaban en los caballos, ahora descansados y ansiosos de partir, volvieron los ojos hacia las personas que estaban alrededor de la entrada de la caverna; entre todas ellas, Madenia era la que más destacaba. Aún era joven, y mientras todos saludaban con la mano, las lágrimas descendían por sus mejillas.
    —Jamás olvidaré a ninguno de los dos —gritó, y después entró corriendo en la caverna.
    Mientras se alejaban cabalgando, de vuelta al Río de la Gran Madre, que era apenas más que un arroyo, Ayla pensó que nunca olvidaría a Madenia ni a su gente. Jondalar también sentía la despedida, pero sus pensamientos se centraban en las dificultades que aún debían afrontar. Sabía que aún faltaba la parte más difícil de su Viaje.

    39

    Jondalar y Ayla enfilaron hacia el norte, de regreso al Donau, el Río de la Gran Madre que había guiado sus pasos durante una parte tan considerable de su Viaje. Cuando llegaron allí, viraron de nuevo hacia el oeste y continuaron siguiendo la corriente en dirección a sus comienzos, pero el gran curso de agua había cambiado su fisonomía. Ya no era un enorme y sinuoso caudal que corría con grave dignidad atravesando las llanuras, recibiendo innumerables afluentes y cantidades de sedimento, para dividirse después en canales y formar lagos cerrados.
    Cerca de su fuente, era un río más claro y luminoso, una corriente más angosta y menos profunda que avanzaba sobre su ancho lecho de rocas y descendía deprisa por la empinada ladera de la montaña. Pero el camino de los viajeros hacia el oeste, a lo largo del río de rápido curso, se había convertido en un ascenso permanente cuesta arriba, un avance que les acercaba cada vez más a la cita inevitable con la espesa capa de hielo permanente que cubría la ancha y alta extensión de la accidentada meseta que tenían enfrente.
    Las formas de los glaciares seguían los perfiles del suelo. Los que aparecían sobre las cumbres de las montañas eran irregulares promontorios de hielo; los que estaban en la parte inferior se extendían como grandes panes, con un espesor casi uniforme, elevándose un poco más en el centro y dejando detrás acumulaciones de grava y excavando depresiones que se convertían en lagos y estanques. En su límite más avanzado, el lóbulo más meridional de la vasta masa continental de hielo, cuyo extremo superior casi llano era tan alto como las montañas que estaban alrededor, quedaba separado por menos de cinco grados de latitud del punto en que hubiera podido reunirse con las estribaciones septentrionales de las montañas. El territorio entre las dos masas era el más frío de la Tierra.
    A diferencia de los glaciares de las montañas, los ríos helados que se deslizaban lentamente por las laderas de las montañas, el hielo permanente de las tierras altas redondeadas y casi llanas —el glaciar que tanto inquietaba a Jondalar, y que aún se extendía al oeste de los dos viajeros— era un glaciar llano, una versión en miniatura de la capa grande y espesa de hielo que se extendía sobre las llanuras del continente hacia el norte.
    Mientras Ayla y Jondalar continuaron caminando a lo largo del río, cada paso que daban les llevaba a terrenos más altos. Realizaban el ascenso muy atentos a dosificar las fuerzas de los caballos que iban muy cargados, y con mucha frecuencia los llevaban del ramal en lugar de montarlos. Ayla estaba especialmente preocupada por Whinney, que cargaba la parte más importante de las piedras para hacer fuego, que, según ellos esperaban, asegurarían la supervivencia de sus compañeros de viaje cuando cruzaran la superficie helada, un terreno en que los caballos jamás se habrían aventurado por propia iniciativa.
    Además de la angarilla de Whinney, los dos caballos transportaban pesados bultos, aunque la carga puesta sobre el lomo de la yegua era más liviana, para compensar la molestia del artefacto que arrastraba. La carga de Corredor era una pila tan alta que a veces parecía engorrosa; pero incluso los equipajes de la mujer y el hombre eran pesados. Sólo el lobo se veía liberado de cargas adicionales, y Ayla ya había comenzado a examinar sus movimientos desenvueltos: también él podía llevar una parte del equipaje.
    —Todo este esfuerzo para transportar piedras —comentó Ayla por la mañana, mientras acomodaba su petate—. Si alguien nos viera subiendo por montañas con esta pesada carga de piedra, diría que somos bastante raros.
    —Muchos más nos considerarían raros porque viajamos con dos caballos y un lobo —replicó Jondalar—, pero si deseamos encontrarlas mientras atravesamos el hielo, necesitamos viajar soportando la carga de las piedras. Y de una cosa podemos alegrarnos.
    — ¿De qué?
    —De lo fácil que será la marcha una vez que hayamos pasado al lado opuesto.
    El curso superior del río atravesaba el promontorio norte de la cadena de montañas del sur; era tan enorme que los viajeros apenas podían imaginarse esas proporciones inmensas. Los Losadunai vivían en una región, exactamente al sur del río, formada por montañas, redondas y muy grandes, de piedra caliza, con amplias áreas de mesetas relativamente llanas, aunque desgastadas por la acción del viento y del agua; las alturas erosionadas tenían amplitud suficiente para ostentar relucientes coronas de hielo durante el año. Entre el río y las montañas había un paisaje de vegetación adormecida, que cubría una zona de piedra arenisca. A su vez, esta área estaba cubierta por un liviano manto de nieve invernal, que des dibujaba el límite inferior del hielo permanente, pero el resplandor del azul glaciar permitía apreciar su naturaleza.
    Hacia el norte, del otro lado del río, el antiguo macizo cristalino se elevaba bruscamente, y la superficie ondulante estaba a veces dominada por grietas rocosas y cubiertas por rimeros de bloques de piedra, con altas hierbas entre ellos. Mirando al frente, hacia el oeste, algunas colinas redondeadas más altas, varias de ellas terminadas en pequeñas coronas de hielo propio, se extendían más allá del río helado, que no representaba un límite para el frío e iba a reunirse con el hielo de los riscos plegados más jóvenes de la cadena meridional.
    El polvo seco de nieve sopló con menos frecuencia a medida que se acercaban a la parte más fría del continente, la región entre la extensión septentrional más lejana del glaciar de la montaña y las estribaciones más meridionales de las vastas capas de hielo que abarcaban el continente. Ni siquiera las ventosas estepas de loess de las planicies orientales, azotadas por el viento, podían alcanzar los rigores de ese frío cruel. La tierra se salvaba de la desolación de las láminas heladas sólo gracias a la influencia marítima moderadora del océano occidental.
    El alto glaciar que ellos se proponían cruzar, sin el aire entibiado por el océano descongelado, que mantenía a raya el avance del hielo, podría haberse extendido, y en ese caso hubiera sido imposible cruzarlo. La influencia marítima que permitía el paso a las estepas y las tundras occidentales también evitaba que los glaciares cubriesen el país de los Zelandonii, y de ese modo quedaban a salvo de la pesada capa de hielo que cubría otras regiones situadas en la misma latitud.
    Jondalar y Ayla recayeron fácilmente en su rutina de viajeros, aunque a veces Ayla tenía la sensación de que habían estado viajando eternamente. Ansiaba llegar al fin de ese Viaje. Los recuerdos del tranquilo invierno en el refugio de tierra del Campamento del León irrumpían en su mente mientras avanzaban con mucha dificultad a través de la monótona uniformidad del paisaje invernal. Recordaba complacida pequeños incidentes y olvidaba el sufrimiento que había ensombrecido constantemente sus días cuando creía que Jondalar ya no la amaba.
    Aunque tenían que obtener el agua por destilación, generalmente derritiendo el hielo del río más que la nieve —la región era un lugar sombrío y estéril, con pocas acumulaciones de nieve— Ayla se dio cuenta de que el terrible frío tenía algunas ventajas. Los tributarios del Río de la Gran Madre eran más pequeños y estaban totalmente congelados, de modo que era más fácil cruzarlos. Pero invariablemente, los dos viajeros aprovechaban con preferencia los pasos que hallaban siguiendo la orilla derecha, a causa de los intensos vientos que soplaban a través de los valles, de los ríos y los arroyos. Esos golpes de nieve traían masas de aire gélido procedente de las zonas de alta presión de las montañas sureñas, con lo que el viento helado venía a sumarse al aire ya muy frío.
    Temblando a pesar de la protección de las gruesas pieles, Ayla se sintió aliviada cuando, al fin, atravesaron un alto valle y alcanzaron la barrera protectora del terreno cercano, que era más alto.
    — ¡Tengo tanto frío! —dijo ella, entre los dientes que le castañeteaban—. Ojalá hiciera un poco de calor.
    Jondalar se alarmó
    — ¡Ayla, no pidas eso!
    — ¿Por qué no?
    —Tenemos que cruzar el glaciar antes de que cambie el tiempo. Un viento tibio significa que sopla el viento que derrite la nieve y señala el fin de la estación. En ese caso tendríamos que dar un rodeo por el norte, a través de la región del Clan. Eso nos llevaría mucho más tiempo, y, como consecuencia de todas las dificultades creadas a esa gente por Charoli, no creo que nos ofrecieran una bienvenida muy cálida —dijo Jondalar.
    Ayla asintió, en actitud comprensiva, y al mirar hacia el lado norte del río, después de estudiar cierta extensión del territorio, Ayla dijo:
    —Tienen el mejor lado.
    — ¿Por qué dices eso?
    —Incluso desde aquí puedes ver que hay llanuras que ofrecen buenos pastos, y que allí hay más animales para cazar. De este lado hay sobre todo pinos achaparrados, es decir, la tierra es arenosa y el pasto escaso, excepto en unos pocos lugares. Este lado está sin duda bastante más cerca del hielo y es más frío y menos fértil —explicó.
    —Quizás tenga razón —dijo Jondalar, y pensó que la apreciación de Ayla era sagaz—. No sé cómo es en verano; estuve aquí tan sólo un invierno.
    Ayla había juzgado con acierto. Los suelos de las planicies septentrionales del valle del gran río estaban formados principalmente por loess sobre un lecho de piedra caliza, y eran más fértiles que en el lado sur. Además, los glaciares de las montañas del sur estaban más cerca unos de otros, y de ese modo los vientos eran más duros y los veranos más frescos, y la temperatura apenas alcanzaba el nivel necesario para derretir la nieve acumulada y eliminar la capa helada del invierno hasta el límite de la línea alcanzada el verano precedente, o casi. La mayor parte de los glaciares estaba ampliándose otra vez, lentamente, pero lo suficiente para señalar un cambio respecto a las condiciones actuales, con intervalos un poco más tibios, sin el retorno a períodos más fríos, de modo que la tierra asistía a un último avance glacial antes de la prolongada fusión que dejaría el hielo reducido tan sólo a las regiones polares.
    El estado de vida latente de los árboles impedía a menudo que Ayla tuviese seguridad acerca de la especie de cada uno, hasta que saboreaba el extremo de una ramita o un brote o un pedazo del interior de la corteza. Donde el aliso era especialmente abundante cerca del río y a lo largo de los valles inferiores de sus afluentes, ella sabía que hallaría bosques con suelo de turba cuando llegase el verano; donde se mezclaba con el sauce y el álamo, encontraría los lugares más húmedos, y el fresno ocasional, el olmo o el calpe, apenas más que matorrales leñosos, indicaban un suelo más seco. El roble enano, poco usual, que luchaba para sobrevivir en nichos más protegidos, apenas sugería los enormes bosques de robles que un día cubrirían una región de clima más templado. Los árboles faltaban por completo en los suelos arenosos de la región más elevada, en la que podían brotar únicamente brezos, aliagas, algunas hierbas, musgos y líquenes.
    Incluso en el clima más riguroso prosperaban algunas aves y animales, abundaban los animales de las estepas y las montañas, adaptados al frío, y la caza era fácil. Rara vez usaban los suministros que les habían entregado los Losadunai, pues de todos modos deseaban reservarlos para la travesía. Sólo cuando llegaran al desierto helado necesitarían depender exclusivamente de los recursos que llevaban consigo.
    Ayla vio un búho pigmeo de la nieve, una especie poco usual, y se la señaló a Jondalar. Se acostumbró a cazar la perdiz de los sauces, que tenía un sabor igual al de la perdiz de plumas blancas que él tanto apreciaba, sobre todo de la forma en que Ayla la preparaba. Su variada coloración le permitía camuflarse en un paisaje que no estaba totalmente cubierto por la nieve. Jondalar creyó recordar que había visto más nieve la última vez que había pasado por allí.
    La región estaba influida tanto por el este continental cuanto por el oeste marítimo, y esa característica se manifestaba en la mezcla inusitada de plantas y animales que rara vez vivían cerca unos de otros. Las pequeñas criaturas peludas eran un ejemplo que llamó la atención de Ayla, aunque durante la estación más fría las ratas, los hurones, los ratones de campo, ardillas terrestres y los hámsters rara vez eran visibles, excepto cuando ella tropezaba con un nido en busca de los alimentos vegetales que esos animales almacenaban. Aunque a veces también capturaba los animales, para alimento de Lobo, o, sobre todo, si encontraba hámsters gigantes, para los propios humanos. Los animales pequeños servían generalmente para alimento de las martas, los zorros y los pequeños gatos salvajes.
    En las llanuras altas y a lo largo de los valles fluviales, a menudo avistaban a los mamuts lanudos, generalmente formando rebaños de hembras emparentadas, con algún macho que se les unía en busca de compañía, si bien en la estación fría los machos se agrupaban a menudo. Los rinocerontes eran invariablemente animales solitarios, excepto las hembras, que tenían una o dos crías. En las estaciones más cálidas, el bisonte, el uro y todas las variedades del ciervo, desde el megaceros gigante al pequeño y tímido corzo, eran numerosas, pero sólo el reno permanecía en el invierno. En cambio, el musmón, la gamuza y el íbice habían emigrado de su privado hábitat estival, y Jondalar nunca había visto tantos bueyes almizcleros.
    Parecía ser un año en el que la población de bueyes almizcleros había alcanzado un momento culminante del ciclo. Al año siguiente descendería a un número mínimo, pero, entretanto, Ayla y Jondalar comprobaron que el lanzavenablos era muy útil. Cuando se veían amenazados, los bueyes almizcleros, y sobre todo los machos belicosos, formaban una apretada falange de cuernos inclinados que apuntaban hacia fuera desde un círculo, con el fin de proteger a los becerros y algunas hembras. Esta conducta era eficaz contra la mayor parte de los depredadores, pero no contra el lanzavenablos.
    Sin necesidad de acercarse demasiado y correr el riesgo de una carga rápida y repentina, Ayla y Jondalar podían obtener presas entre los animales que defendían su territorio, y les apuntaban desde una distancia segura. Era casi demasiado fácil, aunque debían realizar lanzamientos precisos y con mucha fuerza, para tener la certeza de que la lanza traspasaba el denso pelaje.
    Como podían elegir entre diferentes variedades de animales, no era frecuente que carecieran de alimento, y a menudo dejaban los pedazos de carne menos atractivos a otros carnívoros y a los carroñeros. No se trataba de despilfarro, sino de necesidad. La dieta de carne flaca, con elevado contenido de proteínas, a menudo les dejaba insatisfechos, incluso cuando habían comido hasta hartarse. El revestimiento interior de las cortezas y la infusión preparada con las agujas y las ramitas de algunos árboles les aportaban un alivio siempre limitado.
    Los humanos omnívoros podían mantenerse con distintos alimentos; las proteínas eran esenciales, pero ellas solas no eran suficientes. Se conocían casos de personas que habían muerto por falta de proteínas si no podían ingerir, por lo menos, alguna sustancia vegetal o grasas. Como viajaban hacia el final del invierno, con muy escaso alimento vegetal, necesitaban grasa para sobrevivir; pero la estación estaba tan avanzada que los animales que cazaban ya habían consumido la mayor parte de sus propias reservas. Los viajeros seleccionaban la carne y los órganos internos que contenían más grasa y dejaban las partes flacas o se las daban a Lobo. Por lo demás, éste encontraba por sí mismo abundante alimento en los bosques y las llanuras que se extendían a lo largo del camino.
    Otro animal que habitaba en la región era el caballo, y aunque lo veían con frecuencia, ni Jondalar ni Ayla podían decidirse a cazarlo. Sus compañeros de viaje se las arreglaban bastante bien con el pasto duro y seco, los musgos, los líquenes e incluso las ramitas y la corteza fina.

    Ayla y Jondalar avanzaron hacia el oeste, siguiendo el curso de las aguas y desviándose ligeramente hacia el norte, acompañados por el macizo que atravesaba el río. Cuando el río se volvió hacia el suroeste, Jondalar comprendió que estaban cerca. La depresión entre la antigua meseta norteña y las montañas del sur cobraba altura hasta llegar a un paisaje accidentado con abundancia de ásperas grietas. Atravesaron el lugar en el que tres arroyos se unían para formar el comienzo identificable del Río de la Gran Madre, y después cruzaron y siguieron a lo largo de la orilla izquierda del curso medio, es decir, la Madre Intermedia. Era el recorrido que, según había oído decir Jondalar, correspondía al verdadero Río de la Madre, aunque cualquiera de las tres ramas podría haber representado ese papel.
    La llegada a lo que era realmente el comienzo del gran río no se vio acompañada por la experiencia profunda que Ayla se había imaginado. El Río de la Gran Madre no nacía en un lugar claramente definido, como el gran mar interior en el que desembocaba. No había un comienzo visible, e incluso el límite del territorio septentrional, considerado como una región de cabezas chatas, no estaba bien definido; pero Jondalar tenía la sensación de que conocía la región en la cual se encontraba. Pensó que estaban cerca del borde del verdadero glaciar, aunque habían estado caminando sobre nieve durante cierto tiempo y era difícil saber a qué atenerse.
    Aunque era media tarde, comenzaron a buscar un sitio para establecer el campamento; atravesaron el lugar en busca de la orilla derecha del afluente más alto. Decidieron detenerse poco después, a escasa distancia del valle de un arroyo bastante ancho que venía del lado norte.
    Cuando Ayla vio una franja de grava que corría junto al río, se detuvo para recoger algunas piedras redondas y lisas que eran muy adecuadas para su honda, y las guardó en su saquito. Pensó que podía salir a cazar la perdiz blanca o la liebre blanca más avanzada ya la tarde, o quizás a la mañana siguiente.
    Los recuerdos de su breve estancia con los Losadunai ya estaban desdibujándose, reemplazados por la inquietud que les provocaba el glaciar; ésa era la preocupación de Jondalar. A pie y con una pesada carga, habían viajado más lentamente de lo planeado; temía que el fin del largo invierno llegase demasiado rápido. La llegada de la primavera siempre era previsible, pero éste era un año en que esperaba que la estación se retrasara.
    Descargaron los caballos y organizaron el campamento. Como era temprano, decidieron salir a buscar carne fresca. Entraron en un lugar relativamente boscoso y encontraron huellas de ciervo, un hecho que les sorprendió a ambos e inquietó a Jondalar. Abrigaba la esperanza de que el regreso del ciervo fuese un signo de que pronto llegaría la primavera. Ayla hizo una señal a Lobo y los tres continuaron atravesando el bosque en fila india, con Jondalar delante. Ayla le seguía de cerca y Lobo venía detrás. Ella no deseaba que se abalanzara y asustase a la presa.
    Siguieron la pista a través de los bosques abiertos hacia un alto saliente que bloqueaba la visión al frente. Ayla vio que Jondalar aflojaba los músculos y que caminaba más tranquilo; comprendió la razón cuando las huellas del ciervo demostraron que había saltado a un costado. Era evidente que algo le había asustado.
    Los dos se pararon en seco al oír el gruñido ronco de Lobo. El animal había escuchado algo y los dos humanos solían respetar sus reacciones. Ayla estaba segura de que percibía el ruido y algunos movimientos que venían del lado opuesto de la gran roca que emergía de la tierra y les cerraba el paso. Ella y Jondalar se miraron; el hombre también lo había oído. Se adelantaron lentamente, y moviéndose subrepticiamente, rodearon el saliente. Entonces oyeron voces, el ruido de algo que caía pesadamente y casi al mismo tiempo un grito de dolor.
    En el grito había algo que provocó un escalofrío en la espalda de Ayla; era un escalofrío de reconocimiento.
    — ¡Jondalar! ¡Alguien está en dificultades! —dijo, abalanzándose para rodear la piedra.
    — ¡Espera, Ayla! ¡Puede ser peligroso! —le advirtió él, pero ya era demasiado tarde. Aferrando su lanza, corrió para alcanzarla.
    Cuando terminaron de rodear el saliente rocoso, vieron a varios jóvenes debatiéndose con alguien que estaba en el suelo y que intentaba rechazarlos sin mucho éxito. Otros hacían brutales comentarios a un hombre que estaba de rodillas y trataba de cubrir a una persona a la que dos más intentaban sujetar.
    — ¡Deprisa, Danasi! ¿Cuánta ayuda necesitas? Ésta se resiste.
    —Quizás necesita ayuda para encontrar el lugar. En realidad, no sabe qué hacer con eso.
    —Entonces, que ceda el sitio a otro.
    Ayla entrevió la imagen de un mechón de cabellos rubios, y con un irritado sentimiento de disgusto, comprendió que estaban sujetando a una mujer y también advirtió lo que intentaban hacer. Mientras corría hacia ellos, tuvo otra visión. Quizás era la forma de una pierna o de un brazo, o el sonido de una voz, pero de pronto comprendió que era una mujer del Clan — ¡una mujer rubia del Clan!—. Se asombró, pero sólo por un momento.
    Lobo estaba gruñendo, ansioso, pero observaba a Ayla y se contenía.
    — ¡Seguramente es la banda de Charoli! —dijo Jondalar, y se acercó por detrás a Ayla.
    Dejó caer al suelo su mochila con el lanzavenablos; después de dar algunos pasos, llegó hasta los tres hombres que agredían a la mujer. Cogió al que estaba más cerca por la espalda y el cuello de la chaqueta y le separó de la mujer. Después se volvió; cerró el puño y lo descargó en la cara del hombre. Éste cayó al suelo. Los dos restante miraron asombrados y después soltaron a la mujer y se volvieron para atacar al desconocido. Uno le saltó sobre la espalda, mientras el otro le golpeaba la cara y el pecho. El hombre corpulento se sacudió al que tenía en la espalda, recibió un fuerte golpe en el labio y contestó con un poderoso puñetazo al estómago del que estaba enfrente.
    La mujer rodó por el suelo y retrocedió para alejarse cuando los dos hombres se lanzaron sobre Jondalar; después se incorporó y corrió hacia el otro grupo de hombres que se peleaban. Mientras un hombre se doblaba por la cintura, a causa del dolor, Jondalar se volvió hacia el otro. Ayla advirtió que el primero trataba de incorporarse.
    — ¡Lobo! ¡Ayuda a Jondalar! ¡Ataca a esos hombres! —dijo, haciendo una señal al animal.
    El corpulento lobo se sumó entusiastamente a la pelea, mientras Ayla dejaba caer su alforja al mismo tiempo que retiraba su honda de la cabeza y buscaba piedras en el saquito. Uno de los tres hombres había caído de nuevo; Ayla vio que otro, con una expresión de terror en los ojos, alzaba un brazo para defenderse del enorme lobo que se le venía encima. El animal saltó sobre las partes traseras, hundió los dientes en la manga de una gruesa chaqueta de invierno; arrancó la manga, mientras Jondalar descargaba un fuerte puñetazo en la mandíbula del tercero.
    Ayla puso una piedra en el retén de su honda y dirigió su atención al otro grupo de hombres que se debatían. Uno había elevado un garrote de hueso, lo sostenía con las dos manos y se disponía a descargarlo. La joven disparó deprisa la piedra y vio cómo el hombre del garrote caía al suelo. Otro, que sostenía, amenazador, una lanza sobre alguien que estaba en el suelo, vio caer a su amigo con una mirada de incredulidad. Meneó la cabeza y no vio la segunda piedra que ya llegaba por el aire: dejó escapar un alarido de dolor cuando sufrió el impacto. La lanza cayó al suelo y el hombre se cogió el brazo herido.
    Seis hombres habían estado luchando con el que se hallaba en el suelo y, a pesar de todo, se habían visto en dificultades. La honda de Ayla había eliminado a dos; la mujer atacada estaba golpeando a un tercero, con bastante buen resultado. El hombre levantaba los brazos para defenderse. Otro, que se había acercado demasiado al hombre a quien intentaba sujetar, salió despedido por un potente puñetazo. Retrocedió trastabillando. Ayla ya tenía preparadas dos piedras más. Disparó una, apuntando a un muslo musculoso, pero no tan vital, y de ese modo dio oportunidad al caído —un miembro del Clan, como Ayla había sospechado—. Aunque él estaba sentado, agarró al hombre que tenía más cerca, le elevó en el aire y le arrojó sobre otro hombre.
    La mujer del Clan renovó su ataque frenético y, finalmente, consiguió apartar al hombre con quien había estado combatiendo. Aunque no estaban acostumbradas a pelear, las mujeres del Clan eran tan fuertes como sus hombres, en proporción a su físico; aunque ella había optado por someterse en lugar de combatir para defenderse de un hombre que deseaba abusar de ella y aliviar de ese modo sus necesidades, esta mujer se había visto impulsada a luchar en defensa de su compañero herido.
    Pero ninguno de los jóvenes sentía deseos de continuar combatiendo. Uno yacía inconsciente cerca de la pierna del hombre del Clan; de una herida que tenía en la cabeza manaba sangre que le manchaba los sucios cabellos rubios; ahora comenzaba a formarse en su cabeza una inflamación descolorida. Otro se frotaba el brazo y miraba hostil a la mujer que tenía pronta su honda. Los otros estaban heridos y golpeados, uno con un ojo que comenzaba a hincharse y se cerraba. Los tres que habían atacado a la mujer permanecían encogidos, formando un grupo en el suelo, las ropas desgarradas, temerosos del lobo que los vigilaba mostrando los colmillos y emitiendo un amenazador rezongo.
    Jondalar, que había recibido algunos golpes aunque parecía no notarlo, se acercó para comprobar que Ayla estaba ilesa; después miró de cerca al hombre tendido en el suelo y comprendió de pronto que se trataba de un miembro del Clan. Se había dado cuenta desde el momento en que entraron en la escena, pero su aspecto no le había impresionado hasta entonces. Se preguntó por qué el hombre continuaba acostado. Apartó al atacante inconsciente y le obligó a volverse; respiraba. Entonces comprendió por qué el hombre del Clan no se incorporaba.
    La razón saltaba a la vista. El muslo de la pierna derecha, exactamente encima de la rodilla, formaba un ángulo antinatural. Jondalar lo miró impresionado. Con una pierna rota, había rechazado a seis hombres. Sabía que los cabezas chatas eran fuertes, pero nunca había comprobado hasta dónde llegaban su fuerza y su decisión. Seguramente sufría mucho, pero no lo demostraba.
    De pronto, otro hombre, que no había participado en ninguna de las peleas, apareció ante ellos. Paseó la mirada por el maltratado grupo y enarcó el ceño. Todos los jóvenes parecieron encogerse incómodos a la vista del desprecio que el recién llegado manifestaba. No sabían cómo explicar lo que había sucedido. Un momento antes estaban maltratando a los dos cabezas chatas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino, divirtiéndose con ellos; poco después estaban a merced de una mujer que podía arrojar piedras muy duras, de un hombre robusto con los puños duros como rocas y del lobo más corpulento que habían visto nunca. Sin hablar de los dos cabezas chatas.
    — ¿Qué ha sucedido? —preguntó el recién llegado.
    —Tus hombres han recibido por fin un poco de lo que merecen —dijo Ayla—. Y ahora te toca a ti el turno.
    La mujer era una total desconocida. ¿Cómo sabía que aquélla era su banda o tenía el más mínimo indicio de lo que ellos hacían? Hablaba en la lengua del recién llegado, pero tenía un acento extraño; el hombre se preguntó quién podía ser. La mujer del Clan volvió la cabeza al oír la voz de Ayla y la examinó atentamente, aunque de eso no se percató nadie. El hombre con la inflamación en la cabeza estaba despertando y Ayla fue a comprobar la gravedad de su herida.
    —Apártate de él —dijo el recién llegado, pero su bravuconada se vio desmentida por el temor que ella percibió en la voz.
    Ayla se detuvo, miró sin disimulo al hombre y comprendió que su advertencia había sido formulada en beneficio del grupo de individuos y no porque le preocupase especialmente el herido.
    Ella continuó examinándole.
    —Sentirá dolor de cabeza durante unos días, pero se repondrá. Si yo me hubiese propuesto seriamente herirle, no habría resistido. Estaría muerto, Charoli.
    — ¿Cómo conoces mi nombre? —barbotó el joven, atemorizado pero tratando de disimularlo. ¿Cómo era posible que aquella desconocida supiese quién era?
    Ayla se encogió de hombros.
    —Sabemos más que tu nombre.
    Miró en dirección al hombre y la mujer del Clan. La mayoría de la gente hubiera dicho que se mantenían impasibles, pero Ayla apreció la impresión y la incomodidad que estaban experimentando en los sutiles matices de su expresión y de su postura. Miraban cautelosamente a la gente de los Otros y trataban de comprender el extraño sesgo que habían tomado los hechos.
    Por el momento, pensó el hombre, parecía que no corrían peligro de nuevos ataques, pero ese hombre corpulento, ¿por qué les había ayudado... o parecía ayudarles? ¿Por qué un hombre de los Otros luchaba contra hombres de su propia clase para ayudarles? ¿Y la mujer? En el supuesto de que fuese una mujer. Usaba un arma, un arma que él comprendía, mejor que la mayoría de los hombres a quienes había conocido en su vida. ¿Qué clase de mujer usaba un arma? ¿Contra hombres de su propia clase? Pero más inquietante incluso era el lobo, un animal que parecía amenazador frente a los hombres que habían estado atacando a su mujer... su nueva mujer, que era muy especial. Quizás el hombre alto tenía un Tótem del Lobo, pero tótems eran espíritus, y ése era un lobo auténtico. En definitiva, él sólo podía esperar. Dominar el dolor que sufría y esperar.
    Al ver la extraña mirada que el hombre del Clan dirigía a Lobo y adivinar sus temores, Ayla decidió provocar de una sola vez todas las conmociones. Emitió un silbido, un sonido claro e imperativo que se asemejaba a la llamada de un pájaro, aunque fuera de un pájaro que nadie había oído jamás. Todos la miraron, expectantes, pero como nada sucedió inmediatamente, se tranquilizaron. Se habían apresurado. Apenas transcurridos unos momentos, oyeron el ruido de cascos; después dos caballos dóciles, una yegua y un corcel castaño bastante peculiar, aparecieron y se acercaron directamente a la mujer.
    El hombre del Clan se inquietó: ¿Qué era aquel fenómeno tan extraño? ¿Acaso estaba muerto y había llegado al mundo de los espíritus?
    Pareció que los caballos atemorizaban más a los jóvenes que a los otros miembros del Clan. Aunque lo ocultaban tras el sarcasmo y la bravata, incitándose unos a otros a poner en práctica acciones cada vez más atrevidas y degradantes, todos y cada uno sentían en lo más profundo de su ser una tensa sensación de culpa y miedo. Cada uno de ellos estaba seguro de que llegaría el momento en que serían descubiertos y tendrían que responder por sus actos. Algunos en realidad lo deseaban; estaban ansiosos por terminar de una vez antes de que las cosas empeorasen, si ya no era demasiado tarde.
    Danasi, el que había soportado las burlas de sus compañeros porque tenía dificultades para someter a la mujer, había comentado el caso con dos de ellos, en quienes tenía más confianza. Las mujeres cabezas chatas eran una cosa, pero aquella niña, que ni siquiera era todavía una mujer, y que gritaba y se debatía... Por supuesto que en aquel momento había sido excitante —a esa edad las mujeres eran siempre excitantes—, pero después se había sentido avergonzado y temeroso del castigo de Duna. ¿Qué les haría Ella a los jóvenes?
    Y ahora, de pronto, aquí llegaba una mujer, una desconocida, con un corpulento hombre de cabellos rubios — ¿no decían que Su Amante era más alto y más rubio que los restantes hombres?— ¡Y un lobo! Y caballos que la obedecían. Nadie la había visto antes, y, sin embargo, ella sabía quiénes eran los jóvenes. Tenía un modo extraño de hablar, sin duda venía desde muy lejos, pero conocía la lengua que ellos hablaban. ¿Hablaban del lugar de donde ella venía? ¿Era una dunai? ¿Un espíritu de la Madre en forma humana? Danasi se estremeció.
    — ¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Charoli—. No te hemos molestado. Sólo nos divertíamos un poco con estos cabezas chatas. ¿Qué tiene de malo entretenerse un poco con unos animales?
    Jondalar vio que Ayla se contenía a duras penas.
    — ¿Y Madenia? —preguntó Jondalar—. ¿También ella era un animal?
    ¡Lo sabían! Los jóvenes se miraron; después volvieron los ojos hacia Charoli, buscando alguna orientación. El acento del hombre no era idéntico al de la mujer. Él era zelandonii. Si los Zelandonii lo sabían, ellos no podrían ir a ocultarse allí en caso de necesidad, fingiendo que realizaban un Viaje, según lo tenían planeado. ¿Quién más lo sabía? ¿Habría algún lugar adónde ir?
    —Estas personas no son animales —dijo Ayla, con una fría cólera que atrajo la atención de Jondalar. Nunca la había visto tan irritada, pero se dominaba tanto que él no sabía muy bien si los jóvenes comprendían la situación—. Si fueran animales, ¿intentaríais siquiera forzarlos? ¿Forzáis a los lobos? ¿O a los caballos? No, estáis buscando una mujer, y ninguna mujer os quiere. Éstas son las únicas mujeres que podéis encontrar —dijo—. Pero estas personas no son animales. —Miró a la pareja de miembros del Clan—. ¡Vosotros sois los animales! ¡Vosotros sois hienas! Con los andrajos que huelen mal, que huelen a la perversidad que almacenáis. Lastimando a la gente, forzando a las mujeres, robando lo que no os pertenece. Os advierto que si no regresáis ahora, lo perderéis todo. No tendréis familia, ni Caverna, ni pueblo, y nunca habrá una mujer en el hogar de ninguno de vosotros. Pasaréis la vida como las hienas, siempre recogiendo las sobras de otros y obligados a robar a su propia gente.
    — ¡Sabe también eso! —dijo uno de los hombres.
    — ¡No digas nada! —ordenó Charoli—. No lo saben, a lo sumo, están adivinando.
    —Lo sabemos —dijo Jondalar—. Todos lo saben. Su dominio de la lengua no era perfecto, pero lo que decía estaba muy claro.
    —Es lo que vosotros decís, pero ni siquiera os conocemos —dijo Charoli—. Tú eres un forastero, ni siquiera eres losadunai. No regresaremos. No necesitamos de nadie. Tenemos nuestra propia Caverna.
    — ¿Por eso necesitáis robar comida y forzar a las mujeres? —preguntó Ayla—. Una Caverna sin mujeres en el hogar no es una Caverna.
    Charoli trató de adoptar un tono indiferente.
    —No tenemos por qué escuchar esto. Tomaremos lo que necesitemos, y cuando lo necesitemos... alimentos o mujeres. Nadie nos detuvo antes y nadie nos detendrá ahora. Vamos, salgamos de aquí —dijo, volviéndose para iniciar la retirada.
    — ¡Charoli! —dijo Jondalar, llamando al joven y alcanzándole con unos pocos pasos—. Tengo que darte algo —dijo el hombre.
    Y entonces, sin advertencia, Jondalar cerró el puño y lo descargó en la cara de Charoli. La cabeza de Charoli cayó hacia atrás y el joven se elevó en el aire a causa del golpe demoledor.
    — ¡Eso es por Madenia! —dijo Jondalar, mirando al hombre tendido en el suelo. Después, dio media vuelta y se alejó.
    Ayla miró al aturdido joven. Un hilo de sangre le corría desde la comisura de los labios, pero no intentó ayudarle. Dos de sus amigos le sostuvieron y consiguieron que se incorporase. Después, Ayla desvió su atención hacia el grupo de jóvenes y examinó individualmente a cada uno. Formaban una banda lamentable, desaliñados y sucios, las ropas desgarradas y mugrientas. Las caras demacradas reflejaban también el hambre. No podía extrañar que hubiesen robado comida. Necesitaban la ayuda y el apoyo de la familia y los amigos de una Caverna. Quizás la vida desenfrenada de vagabundeo con la banda de Charoli había comenzado a parecerles menos atractiva y estaban preparados para regresar.
    —Están buscándoos —dijo—. Todos, incluso Tomasi, que es pariente de Charoli, coinciden en que ya habéis llegado demasiado lejos. Si regresáis a vuestras Cavernas y aceptáis vuestro merecido, podéis tener la oportunidad de reuniros nuevamente con vuestras familias. Si esperáis a que os encuentren, las cosas se pondrán peor para vosotros.
    « ¿Era por eso por lo que Ella había venido? —Danasi pensó—: ¿Ha venido para avisarnos, antes de que sea demasiado tarde? Si regresaban antes de que dieran con ellos y ellos, por su parte, trataban de pagar sus culpas, ¿las Cavernas los aceptarían?»

    Después que se retiró la banda de Charoli, Ayla se aproximó a la pareja del Clan. Habían contemplado con asombro tanto el enfrentamiento directo de Ayla con los hombres como el puñetazo final de Jondalar, que había derribado al otro. Los hombres del Clan nunca castigaban a otros hombres del Clan, pero todos los hombres de los Otros eran personajes extraños. Se parecían a los hombres, pero su comportamiento no era el de los hombres, y eso valía sobre todo para el hombre que había sido golpeado. Todos los clanes conocían su existencia, y el hombre tendido en el suelo debía reconocer que experimentaba cierta satisfacción al presenciar cómo les humillaban. Pero se sintió más satisfecho cuando vio que todos desaparecían.
    Ahora deseaba que los dos restantes también se alejasen. La intervención de esos dos había sido tan inesperada que se sentía incómodo. Sólo deseaba retornar a su Clan, aunque ignoraba cómo lo conseguiría con una pierna rota. La actitud que Ayla adoptó a continuación sorprendió completamente al hombre y a la mujer. Incluso Jondalar pudo percibir la atónita confusión de ambos. Ayla se sentó grácilmente, con las piernas cruzadas, frente al hombre, y en una actitud modesta, clavó los ojos en el suelo.
    Jondalar se sorprendió. Ella había hecho lo mismo con él en ciertas ocasiones, generalmente cuando tenía algo importante que decirle; pero ahora se sentía frustrada porque no podía hallar las palabras apropiadas para expresarse, pero ésta era la primera vez que él la veía adoptar esa postura en un contexto como aquél. Era un gesto de respeto. Estaba solicitando permiso para hablarle, pero el hombre de elevada estatura se asombró de ver a Ayla, que era tan eficaz e independiente, acercarse a este cabeza chata, ese hombre del Clan, con tanta deferencia. Ayla había intentado explicar cierta vez a Jondalar que eso era cortesía y tradición, el modo en que ellos hablaban y que no implicaba necesariamente una actitud humillante; pero Jondalar no conocía ninguna mujer zelandonii o, para el caso, de otro pueblo cualquiera, que se aproximase de ese modo a nadie, fuese hombre o mujer.
    Ayla esperó sentada pacientemente a que el herido le tocase el hombro; ni siquiera estaba segura de que el lenguaje de los signos de esa gente del Clan fuese idéntico al lenguaje del Clan que la había criado. La distancia entre ellos era grande, y esta gente tenía un aspecto distinto. Pero ella había descubierto semejanzas en las lenguas habladas, aunque cuanto mayor era la distancia que separaba a dos grupos de personas, menos se parecía la lengua. Sólo podía abrigar la esperanza de que el lenguaje de los signos de este pueblo también fuese análogo.
    Pensó que la lengua de los gestos, como gran parte de su saber y sus esquemas operativos, provenía de sus recuerdos, de los recuerdos raciales, afines al instinto, con los cuales nacía cada niño. Si esta gente del Clan tenía los mismos comienzos antiguos que la que ella había conocido, su lengua debía ser, por lo menos, análoga.
    Mientras esperaba nerviosamente, comenzó a preguntarse si ese hombre tendría una mínima idea de lo que ella intentaba hacer. De pronto, sintió un toque en el hombro y respiró hondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que ella habló con gente del Clan; no lo había hecho desde la maldición... Tenía que olvidar aquello. No podía permitir que esta gente supiera que ella estaba muerta por lo que se refería al Clan, pues en ese caso dejarían de mirarla, exactamente como si no existiese. Miró al hombre y los dos se estudiaron atentamente.
    Él no pudo ver ningún signo del Clan en ella. Era una mujer de los Otros. No se asemejaba a esos que parecían extrañamente deformados por una mezcla de espíritus, al estilo de tantos que nacían en aquellos tiempos. Pero, ¿dónde había aprendido esta mujer de los Otros el modo preciso de dirigirse a un hombre?
    Ayla no había visto una cara del Clan desde hacía muchos años; la de este hombre era una auténtica cara del Clan, pero de ningún modo se asemejaba a las caras de la gente que ella había conocido. Los cabellos y la barba eran de un color más claro y parecían suaves, y no tan rizados. También tenía los ojos más claros, castaños, y no los ojos profundos y líquidos, casi negros, de la gente de Ayla. Sus rasgos eran más acentuados, más enérgicos; el entrecejo era más grueso, la nariz más perfilada, la cara más alargada; se diría incluso que la frente retrocedía más bruscamente y que tenía la cabeza más larga. En cierto modo, podía decirse que parecía más Clan que el Clan de Ayla.
    Ayla comenzó a hablar con los gestos y las palabras de la lengua cotidiana del clan de Brun, la lengua del Clan que ella había aprendido en su niñez. Enseguida vio que él no entendía. Entonces, el hombre emitió algunos sonidos. Tenían el tono y la calidad de voz del Clan, más bien gutural, casi sorbiendo las vocales, y Ayla trató esforzadamente de entender.
    El hombre tenía una pierna rota y ella deseaba ayudarle, pero también quería saber más de esta gente del Clan. En cierto modo, ella se sentía más cómoda con ellos que con la gente de los Otros. Pero para ayudarle necesitaba comunicarse con él, necesitaba que él comprendiese. El hombre habló de nuevo y trazó signos. Daba la impresión de que los gestos debían ser conocidos, pero Ayla no lograba descifrarlos, y los sonidos de sus palabras no le parecían en absoluto conocidos. ¿Quizás la lengua del Clan de Ayla era tan distinta que no podía comunicarse con los clanes de esa región?

    40

    Ayla buscó la forma de hacerse entender por el hombre del Clan y volvió los ojos hacia la mujer, que estaba sentada muy cerca y parecía nerviosa y conmovida. Después, recordó el Encuentro del Clan y ensayó la lengua antigua, formal y básicamente silenciosa, que se utilizaba para invocar el mundo de los espíritus y comunicarse con otros clanes que tenían una lengua común distinta.
    El hombre asintió y esbozó un gesto. Ayla experimentó un gran alivio cuando descubrió que entendía al otro; también experimentó una profunda excitación. ¡Esta gente tenía los mismos orígenes que su Clan! En algún momento, en un pretérito muy lejano, este hombre tenía los mismos antepasados que Creb e Iza. Con una súbita percepción, Ayla evocó una visión extraña y supo que también ella compartía raíces aún más antiguas con él; pero la estirpe de Ayla se había separado, había seguido un camino distinto.
    Jondalar observó, fascinado, cuando comenzaron a hablar por medio de signos. Era difícil seguir los movimientos rápidos y fluidos que realizaban y que provocaban en Jondalar la sensación de que esa lengua tenía una complejidad y una sutileza mucho mayores de lo que él había supuesto. Cuando Ayla enseñó a la gente del Campamento del León parte del lenguaje de signos del Clan, de manera que Rydag pudiese comunicarse con ellos por primera vez en su vida —es decir, la lengua formal, porque el jovencito podía aprenderla más fácilmente— les había transmitido sólo los rudimentos básicos. Al muchacho siempre le había gustado hablar con ella más que con otras personas. Jondalar había sospechado que Rydag podía comunicarse más plenamente con Ayla, pero ahora comenzaba a comprender la amplitud y la profundidad de la lengua.
    Ayla se quedó sorprendida cuando el hombre omitió algunos formalismos de la presentación. No definió nombres, lugares ni líneas de parentesco.
    —Mujer de los Otros, este hombre quiere saber dónde aprendiste a hablar.
    —Cuando esta mujer era una niña pequeña, su familia y su pueblo desaparecieron en un terremoto. Esta mujer fue criada por un Clan —explicó Ayla.
    —Este hombre no conoce ningún Clan que haya recogido una niña de los Otros —dijo el hombre con el lenguaje de los signos.
    —El Clan de esta mujer vive muy lejos. ¿El hombre conoce el río llamado por los Otros la Gran Madre?
    —Es el límite —dijo el hombre con un gesto impaciente.
    —El río continúa mucho más lejos de lo que sabe la mayoría; desemboca en un gran mar, allá lejos, hacia el este. El clan de esta mujer vive más allá del fin de la Gran Madre —dijo Ayla por medio de señas.
    Él miraba incrédulo y ahora la examinó atentamente. Sabía que, a diferencia del pueblo del Clan, cuyo lenguaje incluía la interpretación de los movimientos y los gestos corporales inconscientes, lo cual, a su vez, casi imposibilitaba decir una cosa y pensar otra diferente, el pueblo de los Otros, que hablaba con sonidos, era distinto. No estaba seguro respecto a Ayla; no advertía signos de disimulo, pero el relato de la joven parecía muy exagerado.
    —Esta mujer estuvo viajando desde el comienzo de la última estación cálida —agregó Ayla.
    Él se impacientó de nuevo y Ayla comprendió que sufría intensamente.
    — ¿Qué desea la mujer? Otros se marcharon. ¿Por qué la mujer no se va?
    Él sabía que Ayla probablemente le había salvado la vida y había ayudado a su compañera; y eso significaba que había contraído una obligación con Ayla; de modo que ahora eran casi parientes. La idea le inquietaba.
    —Esta mujer es hechicera. Esta mujer examinará la pierna del hombre —explicó Ayla.
    Él emitió un rezongo despectivo:
    —La mujer no puede ser hechicera. La mujer no pertenece al Clan. Ayla no discutió. Reflexionó un momento y después probó otro enfoque.
    —Esta mujer hablará al hombre de los Otros —siguió.
    Él asintió para indicar que estaba de acuerdo. Ayla se puso en pie y después se alejó caminando hacia atrás, antes de volverse para hablar con Jondalar.
    — ¿Puedes comunicarte bien con él? —preguntó Jondalar—. Sé que haces todo lo posible, pero el Clan con el cual viviste está tan lejos que me pregunto si realmente estáis consiguiendo algo.
    —Comencé usando la lengua cotidiana de mi clan y no pudimos entendernos. Hubiera debido suponer que sus palabras y sus signos usuales no podían ser los mismos, pero cuando apelé a la antigua lengua formal no encontramos dificultades para comunicarnos —explicó Ayla.
    — ¿Te he entendido bien? ¿Estás diciendo que el Clan puede comunicarse de un modo que todos comprenden? ¿No importa dónde vivan? Es difícil aceptar eso.
    —Me imagino que sí —dijo Ayla—. Pero conservan en sus recuerdos el modo antiguo.
    — ¿Quieres decir que nacen sabiendo el modo de hablar así? ¿Todos los niños lo saben?
    —No es exactamente eso. Nacen con su recuerdo, pero es necesario «enseñarles» el modo de usarlo. No sé muy bien cómo funciona, yo no tengo esos recuerdos, pero se trata, en todo caso, de inducirles a «recordar» lo que saben. Generalmente es suficiente recordárselo una vez y después ya saben. Por eso algunos de ellos creían que yo no era muy inteligente. Aprendía con mucha lentitud, hasta que descubrí el modo de memorizar deprisa, e incluso entonces no era fácil. Rydag tenía los recuerdos, pero nadie estaba allí para enseñarle... para llevarle a evocar esos recuerdos. Por eso no conoció el lenguaje de los signos hasta que yo intervine.
    — ¿Tú, lenta para aprender? ¡Nunca conocí a nadie que aprendiese una lengua tan deprisa! —dijo Jondalar.
    Ella rechazó el comentario con un encogimiento de hombros.
    —Esto es distinto. Creo que los Otros tienen cierto tipo de memoria para el lenguaje con palabras, pero nosotros aprendemos a pronunciar los sonidos de los que están alrededor. Para aprender una lengua distinta, sólo tienes que memorizar otra serie de sonidos y, a veces, otro modo de unirlos —dijo Ayla—. Incluso si no eres perfecto, puedes entender a los demás. El lenguaje del Clan es más difícil para nosotros, pero la comunicación no es el problema que ahora se me presenta. El problema está en la obligación.
    — ¿La obligación? No entiendo —dijo Jondalar.
    —Soporta un dolor terrible, aunque jamás lo manifestará. Deseo ayudarle. Quiero arreglar esa pierna. No sé cómo conseguirán retornar a su Clan, pero podemos ocuparnos de eso más tarde. Ante todo, necesito curarle la pierna. Pero ya están en deuda con nosotros y sabe que si puedo entender su lengua, conozco la obligación. Si admite que salvamos su vida, se supone que eso implica un parentesco. No quiere debernos más —dijo Ayla, tratando de explicar con la mayor sencillez posible una relación muy compleja.
    — ¿Y qué es una deuda que implica parentesco?
    —Es una obligación... —Ayla intentó buscar una forma de decirlo que aclarase el concepto—. Se establece generalmente entre los cazadores de un Clan. Si un hombre salva la vida a otro, «posee» una parte del espíritu del otro. El hombre que hubiese muerto entrega una parte para recuperar la vida. Cuando un hombre no desea que una parte de su espíritu muera, es decir, no quiere caminar por el otro mundo antes de morir, si un hombre se adueña de una parte de su espíritu, hará todo lo posible para salvar la vida de ese hombre. Por lo tanto, son parientes y mantienen una relación más estrecha que la que existe entre hermanos.
    —Eso tiene sentido —dijo Jondalar, asintiendo.
    —Cuando los hombres cazan juntos —continuó diciendo Ayla—, tienen que ayudarse unos a otros y a menudo unos salvan la vida de otros. Esa situación los convierte en parientes, un parentesco que trasciende los vínculos de familia. Los cazadores de un clan deben estar emparentados, pero el parentesco propio de la familia no puede ser más fuerte que el vínculo entre los cazadores, porque éstos no pueden favorecer a unos en detrimento de otros. Todos dependen inevitablemente unos de otros.
    —Hay mucha sensatez en todo eso —dijo Jondalar, en actitud reflexiva.
    —Se dice que hay una deuda de parentesco. Este hombre no conoce las costumbres de los Otros y no tiene una elevada opinión de lo que en realidad conoce.
    —Después de la experiencia con Charoli y su banda, ¿quién puede criticarle?
    —Se trata de algo mucho más importante que eso, Jondalar. Pero, en definitiva, no le gusta estar en deuda con nosotros.
    — ¿Te ha dicho todo eso?
    —No, claro que no, pero el lenguaje del Clan no se limita a los signos trazados con las manos. Es el modo de sentarse con una persona, cómo está de pie, las expresiones de su cara, detalles insignificantes, pero que tienen su importancia. Crecí en un clan. Esas cosas son parte de mí tanto como lo son de él. Sé lo que le molesta. Si pudiera aceptarme como hechicera del Clan, la situación mejoraría.
    — ¿Qué es lo que cambiaría? —preguntó Jondalar.
    —Significaría que ya soy dueña de una parte de su espíritu —dijo Ayla.
    — ¡Pero si ni siquiera lo conoces! ¿Cómo puedes poseer una parte de su espíritu?
    —Una hechicera salva vidas. Podría reclamar una parte del espíritu de todas las personas a las que salva, podría «poseer» partes de todos antes de que pasaran muchos años. Por eso, cuando se la convierte en hechicera, ella entrega al Clan una parte de su propio espíritu y recibe a cambio una parte de cada uno de los miembros del Clan. De ese modo, no importa a quién salve, la deuda ya está pagada. Por eso una hechicera tiene jerarquía por derecho propio. —Ayla adoptó una actitud reflexiva y después dijo—: Ésta es la primera vez que me alegro de que no hayan devuelto los espíritus del Clan... —Hizo una pausa.
    Jondalar empezó a hablar. Entonces advirtió que ella tenía la mirada perdida en el vacío y comprendió que estaba sumida en sus propias reflexiones.
    —Cuando recibí la maldición de la muerte —continuó Ayla— estuve preocupada durante mucho tiempo. Después que Iza murió, Creb recuperó todas las partes de los espíritus, porque no quería acompañarla al otro mundo. Pero cuando Broud lanzó sobre mí la maldición, nadie se quedó con esas partes, aun cuando para el Clan yo estuviese muerta.
    — ¿Qué sucedería si se enteraran? —preguntó Jondalar, señalando con un discreto movimiento de cabeza a los dos miembros del Clan que estaban observándoles.
    —Para ellos ya no existiría. No me verían; ellos mismos no se permitirían verme. Podría ponerme frente a ellos y gritar y no me oirían. Pensarían que yo soy un mal espíritu que trata de atraerlos al otro mundo —dijo Ayla, cerrando los ojos y estremeciéndose con el recuerdo.
    —Pero, ¿por qué has dicho que te alegrabas de poseer todavía las partes de los espíritus? —preguntó Jondalar
    —Porque no puedo decir una cosa y pensar otra distinta. No puedo mentir. Él lo adivinaría. Pero puedo abstenerme de mencionar el asunto. Eso está permitido, por cortesía, en bien de la intimidad. No tengo que decir nada acerca de la maldición, aunque él probablemente se dará cuenta de que estoy reservándome algo; pero sí puedo decir que soy una hechicera del Clan, porque es cierto. Todavía lo soy. Todavía poseo las partes de los espíritus. —Ayla frunció el entrecejo preocupada—. Pero un día, Jondalar, moriré realmente. Si paso al otro mundo con las partes de los espíritus de todos los miembros del Clan ¿qué será de ellos?
    —No lo sé, Ayla —dijo Jondalar.
    La joven se encogió de hombros y se sacudió esos pensamientos.
    —Bien, ahora lo que tengo que hacer es preocuparme de este mundo. Si él me acepta como hechicera del Clan, no tendrá que complicarse tanto con la posibilidad de contraer una deuda conmigo. Ya es bastante ingrato para él contraer una deuda de parentesco con una de los Otros; pero el asunto se complica si se trata de una mujer, y sobre todo de una mujer que usó un arma.
    —Pero tú cazaste cuando vivías con el Clan —le recordó Jondalar.
    —Fue una excepción muy especial; y me la concedieron sólo porque sobreviví a una maldición de muerte que duró un ciclo lunar, y que me fue impuesta porque había cazado y usado una honda. Brun lo permitió porque mi tótem del León Cavernario me protegía. Consideró que aquello era una prueba y creo que en ello encontró finalmente una razón para aceptar a una mujer que contaba con un tótem tan fuerte. Él fue quien me entregó mi talismán para la caza y quien me llamó La Mujer Que Caza.
    Ayla tocó el saquito de cuero que siempre llevaba colgado del cuello y recordó el primero, el sencillo bolsito cerrado con una cuerda que Iza le había confeccionado. En su condición de madre de Ayla, Iza había depositado dentro de él un pedazo de ocre rojo cuando Ayla fue aceptada por el Clan.
    Ese amuleto no se asemejaba a la pieza finamente decorada que llevaba ahora y que le habían entregado en la ceremonia de adopción de los Mamutoi; pero, de todos modos, aún guardaba los símbolos especiales, incluido el trozo original de ocre rojo. Todos los signos que su tótem le había suministrado estaban allí; entre ellos, el óvalo manchado de rojo del extremo de un colmillo de mamut, que era un talismán de cazadora, y la piedra negra, el pequeño trozo de dióxido de manganeso negro que guardaba los fragmentos de espíritus del Clan, que le habían entregado cuando se convirtió en hechicera del clan de Brun.
    —Jondalar, creo que convendría que le hablases. No se siente seguro. Sus costumbres son muy tradicionales y acaban de suceder muchas cosas poco habituales. Si pudiese hablar con un hombre, aunque sea uno de los Otros, y no con una mujer, se tranquilizaría un poco. ¿Recuerdas el signo con que un hombre saluda a otro hombre?
    Jondalar insinuó un gesto y Ayla asintió. Sabía que el gesto carecía de refinamiento, pero su significado era claro.
    —No trates todavía de saludar a la mujer. Sería una actitud de mal gusto, y quizás él lo considerase como un insulto. No es normal ni propio que los hombres hablen con las mujeres si no hay razones justificadas; y eso se aplica sobre todo a los desconocidos, y en todo caso necesitarías su autorización. Con los parientes se guardan menos formalidades; un amigo íntimo podría incluso satisfacer sus necesidades, compartir los Placeres, con ella, aunque se considera cortés solicitar la autorización del hombre.
    — ¿Solicitar el permiso del hombre, pero no el de la mujer? ¿Por qué las mujeres permiten que las traten como si fuesen menos importantes que los hombres? —preguntó Jondalar.
    —Ellas no lo creen así. En el fondo de su corazón saben que los hombres y las mujeres tienen la misma importancia, pero los hombres y las mujeres del Clan son muy distintos unos de otras —trató de explicar Ayla.
    —Por supuesto, son distintos. Todos los hombres y las mujeres son diferentes... y me alegro de que sea así.
    —No quiero decir diferentes en el sentido en que tú lo ves. Jondalar, puedes hacer todo lo que una mujer hace, excepto tener un niño, y aunque tú eres más fuerte, yo puedo hacer casi todo lo que tú puedes hacer. Pero los hombres del Clan no pueden hacer muchas cosas que las mujeres hacen, del mismo modo que las mujeres no pueden hacer las cosas que hacen los hombres. No tienen los recuerdos necesarios. Cuando yo aprendí sola a cazar, muchas personas se sintieron más sorprendidas porque era capaz de aprender, o incluso deseaba aprender, que porque me hubiese opuesto a la costumbre del Clan. No se habrían sorprendido más si tú hubieses dado a luz un niño. Creo que las mujeres estaban más sorprendidas que los hombres. Una mujer del Clan jamás concebiría esa idea.
    —Me pareció haberte oído decir que la gente del Clan y de los Otros se asemejan mucho —observó Jondalar.
    —Así es. Pero en ciertos aspectos se diferencian más de lo que tú te imaginas. Ni siquiera yo puedo llegar a imaginarlo, y eso que durante mucho tiempo fui una de ellos —dijo Ayla—. ¿Estás dispuesto a hablar ahora con él?
    —Creo que sí —contestó Jondalar.
    El hombre alto y rubio caminó hacia el hombre musculoso y robusto que continuaba sentado en el suelo, con el muslo doblado en un ángulo poco natural. Ayla le siguió. Jondalar se agachó para sentarse junto al hombre, mirando a Ayla, que hizo un gesto de aprobación.
    Antes nunca había estado tan cerca de un cabeza chata adulto, y su primer pensamiento fue un recuerdo de Rydag. Al observar a este hombre, era incluso más evidente que el niño no había sido un fruto completo del Clan. Mientras Jondalar recordaba a aquel niño tan extraño, tan inteligente y tan enfermizo, comprendió que los rasgos de Rydag estaban muy modificados si se los comparaba con los de este hombre —suavizados fue la palabra que le vino a la mente—. La cara de este hombre era grande, al mismo tiempo larga y ancha, y un tanto alargada debido a una nariz de gran tamaño, saliente y afilada. La barba de pelo fino, que mostraba signos de haber sido recortada poco antes para dar una longitud similar a todas sus partes, no lograba disimular una mandíbula bastante retraída, sin mentón.
    El vello facial se unía con una masa de cabellos castaños claros, espesos y suavemente rizados, que cubría una cabeza enorme y larga, más ancha y redondeada por detrás. Pero el grueso entrecejo del hombre ocupaba la mayor parte de la frente, que se inclinaba hacia atrás y terminaba en el arranque de los cabellos, muy bajo. Jondalar tenía que contener el impulso de extender la mano y tocar su propia frente despejada y su cabeza más redonda. Podía comprender ahora por qué les llamaban cabezas chatas. Era como si alguien hubiese cogido una cabeza con la forma que tenía la de Jondalar, pero un poco más grande y hecha con un material maleable como la arcilla húmeda, y después le hubiese dado una forma distinta, presionando hacia abajo y achatando la frente, de manera que la parte principal del volumen se desplazaba hacia atrás.
    Sus pobladas cejas acentuaban el poderoso entrecejo del hombre y sus ojos manchados de oro, casi almendrados, traslucían curiosidad, inteligencia y un profundo rictus de dolor. Jondalar podía entender por qué Ayla deseaba ayudarle.
    Jondalar se sintió torpe cuando realizó el gesto de saludo; pero le alentó la expresión de sorpresa en la cara del hombre del Clan, el cual correspondió al gesto. Jondalar no estaba seguro de lo que debía hacer ahora. Pensó en lo que habría hecho si se hubiese encontrado con un desconocido de otra Caverna o Campamento, y trató de recordar los signos que había aprendido a ejecutar con Rydag. Dijo con gestos:
    —Este hombre se llama... —y después pronunció su nombre y su principal filiación—: Jondalar de los Zelandonii.
    Sus palabras eran demasiado melodiosas, tenía exceso de sílabas, y eso era mucho para el hombre del Clan, que las escuchó de una sola vez. Meneó la cabeza, como si tratara de destaparse los oídos, se inclinó hacia delante, como si eso pudiera ayudarle a escuchar mejor y después tocó el pecho de Jondalar. Jondalar pensó que no era difícil comprender lo que quería decir. Realizó de nuevo los signos correspondientes a «Este hombre se llama...» y después pronunció su nombre, pero sólo su nombre. Y más lentamente:
    —Jondalar.
    El hombre cerró los ojos, concentrándose; y después los abrió, y respirando hondo, dijo en voz alta:
    —Dyondar.
    Jondalar sonrió y asintió. La palabra había sido pronunciada con voz profunda, con una especie de articulación abreviada y como absorbiendo las vocales; pero se parecía bastante. El sonido le resultó extrañamente conocido. ¡Entonces cayó en la cuenta! ¡Por supuesto! ¡Ayla! Las palabras de Ayla sonaban de manera parecida, aunque no tenían la misma fuerza. Pero ése era el acento que parecía extraño. No podía sorprender que nadie pudiese identificarlo. Ayla tenía el acento del Clan, ¡y nadie sabía que ellos podían hablar!
    Ayla se sorprendió porque el hombre había reproducido con bastante fidelidad el nombre de Jondalar. Dudaba de que ella lo hubiese dicho así la primera vez que lo intentó, y se preguntó si ese hombre había tenido antes contactos con Otros. Si le habían elegido para representar a su pueblo, o establecer determinados contactos con las personas denominados Otros, el hecho era un indicio de que poseía elevada jerarquía. Comprendió que ésta era otra razón que le inducía a mostrarse cauteloso frente a los vínculos de parentesco con Otros, y sobre todo con Otros de jerarquía desconocida. No pretendía en absoluto menoscabar su propia dignidad, pero una obligación era una obligación y que su compañera o él lo aceptaran o no, lo cierto era que necesitaban ayuda. Ayla tenía que arreglárselas para convencerle de que ellos eran Otros que comprendían el significado de la asociación y eran dignos de ella.
    El hombre que estaba frente a Jondalar se golpeó el pecho una vez y se inclinó un poco hacia delante.
    —Guban –dijo.
    Jondalar tuvo tantas dificultades para repetir ese nombre como Guban las había tenido con «Jondalar», y Guban se mostró tan generoso en aceptar la defectuosa pronunciación del hombre de elevada estatura como Jondalar lo había sido con la suya.
    Ayla se sintió aliviada. Un intercambio de nombres no era gran cosa, pero era un comienzo. Miró a la mujer, todavía sorprendida de ver cabellos más claros que los suyos propios en una mujer del Clan. Tenía la cabeza cubierta por una masa de suaves rizos, tan claros que eran casi blancos; era joven y muy atractiva. Probablemente la segunda mujer de su hogar. Guban era un hombre que estaba en la flor de la edad; aquella mujer probablemente provenía de un clan distinto y era muy apreciada.
    La mujer miró a Ayla, y después desvió deprisa la vista. Ayla la miró, dubitativa. Había percibido inquietud y temor en los ojos de aquella mujer y ahora la examinó más atentamente, pero con la misma sutileza demostrada por la joven del Clan. ¿Tenía cierto engrosamiento en la cintura? ¿El lienzo le ajustaba más de la cuenta el busto? ¡Está embarazada! No podía extrañar que se sintiera preocupada. Un hombre con la pierna fracturada mal curada ya no era el mismo de antes. Y aunque ese hombre tuviera una elevada jerarquía, sin duda tenía también graves responsabilidades. De alguna manera, pensó Ayla, había que convencer a Guban de que le permitiese ayudarle.
    Los dos hombres habían permanecido sentados, mirándose. Jondalar no sabía muy bien qué hacer ahora, y Guban estaba esperando a ver lo que hacía Jondalar. Finalmente, impulsado por la desesperación, Jondalar se volvió hacia Ayla.
    —Esta mujer es Ayla —dijo Jondalar, apelando a sus sencillos signos y pronunciando después el nombre de la joven.
    Al principio, Ayla pensó que quizás Jondalar había cometido una falta de tacto, pero al ver la reacción de Guban, consideró que quizás no fuera el caso. Que la presentara tan pronto, era una señal de la elevada estima que se le dispensaba, y eso era lógico en el caso de una hechicera. Después, mientras Jondalar continuaba, Ayla se preguntó si él había adivinado sus pensamientos.
    —Ayla es curandera. Muy buena curandera. Buena medicina. Desea ayudar a Guban.
    Para el hombre del Clan, los signos de Jondalar eran poco más que los balbuceos de un niño pequeño. Su significado carecía de matices, no había matizaciones ni grados de complejidad; pero era evidente su sinceridad. En sí mismo era una sorpresa descubrir un hombre de los Otros que podía hablar bien. La mayoría de ellos balbucía, o murmuraba o gruñía como los animales. Se asemejaban a los niños por el uso excesivo de los sonidos, pero, por lo demás, nadie consideraba a los Otros muy inteligentes.
    En cambio, la mujer tenía una sorprendente capacidad de comprensión, junto con una fina percepción de los matices; además, demostraba una capacidad clara y expresiva para comunicarse. Con el discreto refinamiento, había traducido algunos de los significados más sutiles de Dyondar, facilitando comunicación entre los dos hombres, sin avergonzar a nadie. Aunque era difícil creer que la había criado un clan y que había recorrido una distancia tan grande, se mostraba tan eficaz hablando que uno casi creería que pertenecía al Clan.
    Guban nunca había oído hablar del clan mencionado por la mujer, y conocía muchos; pero el lenguaje común que ella había usado le parecía absolutamente desconocido. Incluso la lengua del clan de su mujer de cabellos amarillos no era tan extraña; y sin embargo, esta mujer de los Otros conocía los antiguos signos sagrados y podía usarlos con mucha destreza y con precisión. Cosa extraña en una mujer. Abrigaba cierta sospecha de que ella no le decía todo, aunque de eso no estaba seguro. Después de todo, era una mujer de los Otros, y en cualquier caso, no quería preguntar. Las mujeres, y especialmente las hechiceras, gustaban reservarse algunas cosas.
    El dolor de su pierna rota se acentuó y amenazaba con escapar a su control; durante un rato tuvo que concentrar toda su atención en dominar el sufrimiento.
    Pero, ¿cómo era posible que ella fuese hechicera? No pertenecía al Clan. No tenía los correspondientes recuerdos. Dyondar afirmaba que ella era una curandera y hablaba muy convencido de su habilidad... y él tenía la pierna rota. —Guban se encogió interiormente, y después rechinó los dientes—. Quizás fuera una curandera. Los Otros sin duda también tenían curanderos, pero eso no la convertía en una hechicera del Clan. Su obligación ya era considerable. Una deuda de parentesco con este hombre ya resultaba bastante desagradable, pero, ¿aceptar la misma situación con una mujer, y además una mujer que usaba un arma?
    Sin embargo, ¿dónde habrían ido aparar él y su mujer de cabellos amarillos sin la ayuda de aquellos dos? Su mujer de los cabellos amarillos... que ya se preparaba para tener un hijo. El pensamiento en la mujer le suavizó interiormente. Había sentido una cólera más terrible que nunca cuando aquellos hombres la atacaron, la hirieron y trataron de poseerla. Por eso había saltado desde lo alto de la roca. Le había llevado bastante tiempo trepar allá arriba y no pudo esperar tanto para descender.
    Había visto huellas de ciervo y había trepado al promontorio para mirar alrededor y ver si podía cazar algo, mientras ella descortezaba líber y se preparaba para recoger el jugo que pronto comenzaría a brotar. Ella había afirmado que pronto haría calor, aunque algunos de los que estaban allí no le creyeron. Todavía era una forastera, pero decía tener los recuerdos correspondientes y que sabía. Él quería dejarle que se lo demostrase a los demás y por eso había aceptado acompañarla, aunque conocía los peligros representados por aquellos hombres.
    Pero hacía frío y pensó que podrían eludir a la banda si permanecían cerca de la cumbre helada. La cima del peñasco parecía un lugar apropiado para inspeccionar la zona. El terrible dolor que sintió cuando aterrizó con fuerza y notó que se le quebraba la pierna, le dejó aturdido, pero no podía sucumbir. Los hombres habían caído sobre él, pero a pesar del dolor, tenía que rechazarlos. Se sintió reconfortado al recordar cómo la mujer había corrido hacia él. Le sorprendió ver cómo golpeaba a los hombres. Nunca había conocido a una mujer que procediera así, y jamás se lo diría a nadie; pero le había complacido que ella se esforzase tanto por ayudarle.
    Movió el cuerpo, dominando la hiriente punzada de dolor. Pero no era tanto el sufrimiento. Había aprendido mucho tiempo atrás a resistir el dolor. Era más difícil controlar otros temores. ¿Qué sucedería si nunca podía volver a caminar? La curación de una pierna o un brazo roto podía llevar mucho tiempo, y si los huesos soldaban mal, o se torcían o quedaban deformados, o simplemente se acortaban... ¿qué sucedería si no podía cazar?
    Si no podía cazar, tendría menor jerarquía. Ya no sería el jefe. Había prometido al jefe del Clan de la mujer que la cuidaría. Ella había sido una favorita, pero poseía elevada jerarquía y se había prestado a acompañarle. Incluso le había dicho en la intimidad de sus propias pieles que le había deseado.
    Su primera mujer no se había sentido muy feliz cuando volvió al lugar con una segunda esposa, joven y bella; pero era una buena mujer del Clan. Había cuidado bien su hogar y conservaría la dignidad de la Primera Mujer. Guban prometió cuidar de ella y de sus dos hijas. No tenía inconveniente en hacerlo. Aunque siempre había deseado tener un varón, le resultaba muy grato tener en el hogar a las hijas de su compañera, pese a que pronto crecerían y se marcharían.
    Pero si no podía cazar, no estaría en condiciones de cuidar a nadie. Al contrario; como sucedía con los ancianos, el clan tendría que cuidarle. ¿Y cómo podría cuidar de su bella mujer de cabellos amarillos, que quizás le diese un varón? Ella encontraría fácilmente un hombre dispuesto a tomarla; pero él la perdería.
    Quizás incluso no pudiera regresar al clan si no estaba en condiciones de caminar. La mujer tendría que ir a buscar ayuda y sería necesario que vinieran a recogerle. Si no podía volver solo, su dignidad se vería disminuida a los ojos de su clan; pero sería mucho peor si la pierna rota se convertía en un impedimento y perdía su habilidad de cazador, o tal vez, incluso nunca volvería a cazar.
    «Quizás —pensó— deberían hablar con esta curandera de los Otros, aunque es una mujer que usa un arma. Su jerarquía debe de ser elevada; Dyondar la tiene en mucha estima y la jerarquía de Dyondar también es sin duda elevada, pues si no fuera así, no estaría unido con una hechicera. Ella ahuyentó a esos hombres, a la par que Dyondar... ella y lobo. ¿Cómo es posible que un lobo les ayude?» La había visto hablar con el animal. La señal era sencilla y directa, ella le decía que esperase allí, junto al árbol, cerca de los caballos, y el lobo comprendía y obedecía; aún estaba allí, esperando.
    Guban desvió la mirada. De todas maneras, era difícil pensar en aquellos animales sin experimentar un profundo y visceral miedo a los espíritus. ¿Qué otra cosa podía acercar a ellos al lobo o a los caballos? ¿Si no era eso, qué otra cosa podía hacer que los animales se comportasen de un modo tan... distinto del que era propio de los animales?
    Adivinaba que su mujer de cabellos amarillos estaba inquieta. ¿Acaso podía criticarla?
    Puesto que Dyondar había considerado propio reconocer a su propia mujer, quizás convendría que él mencionara a la suya. No quería que creyesen que la jerarquía que a ella le correspondía por Guban era menor que la de Dyondar. Guban hizo una sutil insinuación a la mujer que había observado y visto todo pero que, como una buena mujer del Clan, se mantenía en un segundo plano sumamente discreto.
    —Esta mujer es... —indicó por medio de gestos; después tocó el hombro de la mujer y dijo—: Yorga.
    Jondalar tuvo la sensación de dos degluciones separadas por una R rumorosa. Ni siquiera podía comenzar a reproducir el sonido. Ayla percibió la dificultad en que se encontraba Jondalar y tuvo que pensar en un modo de resolver con elegancia la situación. Repitió el nombre de la mujer de modo que Jondalar pudiera decirlo, pero se dirigió a ella como mujer.
    —Yorga —y agregó con signos—: esta mujer te saluda. Esta mujer se llama... —y con voz muy lenta y cuidadosa dijo—: Ayla. —Después, utilizando signos y palabras, de manera que Jondalar pudiese entender—: El hombre llamado Dyondar también quiere saludar a la mujer de Guban.
    Guban pensó que no era así como se hubiera hecho en el Clan, pero, por otra parte, esas personas eran Otros, y su actitud no era ofensiva. Sentía curiosidad por ver lo que haría Yorga.
    Ella movió los ojos para mirar a Jondalar, un gesto muy breve, y después clavó la mirada en el suelo. Guban cambió de posición en la medida indispensable para decir a Yorga lo complacido que estaba. Había tomado nota de la existencia de Dyondar, pero nada más.
    Jondalar se mostró menos sutil. Nunca había estado tan cerca de la gente del Clan... y se encontraba fascinado. Su mirada se detuvo mucho más. Los rasgos de Yorga eran análogos a los de Guban, con las diferencias determinadas por el sexo; ya había advertido antes que era robusta pero de baja estatura, con la altura de una jovencita. Estaba lejos de ser bella, por lo menos en opinión de Jondalar, si se exceptuaban sus rizos de color amarillo claro, suaves y sedosos, pero Jondalar podía comprender por qué a Guban le parecía hermosa. Atento repentinamente a la mirada que le dirigía Guban, Jondalar asintió con cierto aire distraído y desvió la mirada. El hombre del Clan le miraba hostil; Jondalar tendría que andarse con tiento.
    A Guban no le había agradado la atención que Jondalar prestaba a la mujer, aunque también es verdad que advirtió que su propósito no era mostrarse falto de respeto, y por otra parte tenía más dificultad para controlar su dolor. Necesitaba saber más sobre aquella curandera.
    —Dyondar, desearía hablar con tu... curandera —dijo Guban apelando a los gestos.
    Jondalar percibió el sentido de lo que el otro quería expresar y asintió. Ayla había estado observando; rápidamente se adelantó y se sentó en una actitud respetuosa frente al hombre.
    —Dyondar ha dicho que... la mujer es curandera. La mujer dice que es hechicera. Guban desea saber cómo una mujer de los Otros puede ser una hechicera del Clan.
    Ayla habló mientras dibujaba en el aire los signos, de modo que Jondalar comprendiese exactamente lo que ella estaba diciendo a Guban.
    —La mujer que me recogió, la que me crió, era una hechicera de la más elevada jerarquía. Iza provenía de una estirpe muy antigua de hechiceras. Iza fue como una madre para esta mujer, instruyó a esta mujer al mismo tiempo que a la hija nacida de su espíritu —explicó Ayla. Vio que Guban se mostraba escéptico pero que estaba interesado en saber más—. Iza sabía que esta mujer no tenía los recuerdos que su verdadera hija sí tenía.
    Guban asintió; por supuesto, no los tenía.
    —Iza consiguió que esta mujer recordara, obligó a esta mujer a repetir constantemente las cosas a Iza, a demostrarlas una y otra vez, hasta que la hechicera supo que esta mujer no perdería los recuerdos. Esta mujer se sentía complacida practicando, repitiendo muchas veces para aprender las cosas de una hechicera.
    Aunque los gestos continuaban siendo estilizados y formales, las palabras de Ayla empezaron a serlo cada vez menos a medida que fue continuando su explicación.
    —Iza me dijo que creía que esta mujer provenía también de una estirpe de hechiceras de los Otros. Iza dijo que yo pensaba como una hechicera, pero me enseñó el modo de pensar en la medicina como lo hace una mujer del Clan. Esta mujer no nació con los recuerdos de una hechicera, pero ahora los recuerdos de Iza son mis recuerdos.
    Ayla había atraído la atención de todos.
    —Iza cayó enferma, comenzó a toser, y ni siquiera ella pudo curarse, y yo empecé a ser más. También el jefe se mostró complacido cuando traté una quemadura, pero Iza confería jerarquía al Clan. Cuando ella enfermó tanto que ya no pudo desplazarse a la Reunión del Clan, y como su verdadera hija era todavía demasiado joven, el jefe y el Mog-ur decidieron que yo fuera hechicera. Dijeron que, puesto que yo tenía los recuerdos de Iza, era una hechicera de su estirpe. Al principio, los otros Mog-ures y jefes que estaban en la Reunión del Clan no vieron con buenos ojos la idea. Pero finalmente también me aceptaron.
    Ayla vio que Guban estaba interesado e intuyó que deseaba creerla; pero aún abrigaba sus dudas. Retiró de su cuello el saquito decorado, desató las cuerdas y depositó parte del contenido sobre la palma de la mano; después, cogió una piedrecita negra y se la mostró al hombre.
    Guban sabía lo que era; la piedra negra que dejaba una marca era un misterio. Incluso el fragmento más menudo podía contener una minúscula fracción de los espíritus de todo el pueblo del Clan, y se le entregaba a una hechicera cuando se retiraba una parte de su espíritu. Pensó que el amuleto que ella usaba era extraño, típico del modo en que los Otros hacían las cosas, pero, en todo caso, antes no sabía que usaban amuletos. Quizás no todos los Otros eran ignorantes y brutales.
    Guban vio otro de los objetos del amuleto de Ayla, y lo señaló.
    — ¿Qué es eso?
    Ayla devolvió a su amuleto el resto de los objetos, y dejó éste en el suelo, para contestar.
    —Es mi talismán para cazar —dijo.
    Eso no podía ser cierto, pensó Guban. Esa respuesta demostraba que estaba equivocada.
    —Las mujeres del Clan no cazan.
    —Lo sé, pero yo no nací en el Clan. Fui elegida por un tótem del Clan que me protegió y me condujo al clan que llegó a ser mío, y mi tótem deseaba que yo cazara. Nuestro Mog-ur buscó y descubrió a los antiguos espíritus que se lo dijeron. Realizaron una ceremonia especial. Me llamaron La Mujer que Caza.
    — ¿Cuál es el tótem del Clan que te eligió?
    Para sorpresa de Guban, Ayla levantó su túnica, aflojó los cordeles que le sujetaban los calzones a la cintura y se bajó un lado lo suficiente para enseñar su muslo izquierdo. Cuatro líneas paralelas, las cicatrices de las garras que le habían herido el muslo cuando era niña, quedaron claramente a la vista.
    —Mi tótem es el León Cavernario.
    La mujer del Clan contuvo la respiración. El tótem era demasiado fuerte para una mujer. Sería difícil que Ayla tuviera hijos.
    Guban emitió un gruñido de reconocimiento. El León Cavernario era el tótem cazador más fuerte, un tótem masculino. Nunca había oído que una mujer lo tuviese y, sin embargo, ésas eran las marcas que se grababan sobre el muslo derecho de un varón cuyo tótem era el León Cavernario, después que había capturado su primera presa importante y se había convertido en hombre.
    —Está sobre la pierna izquierda. La marca se deja sobre la pierna derecha de un hombre.
    —Soy mujer, no hombre. El lado de la mujer es el izquierdo.
    — ¿Tu Mog-ur te marcó allí?
    —El propio León Cavernario me marcó, cuando yo era una niña, poco antes de que mi Clan me encontrase.
    —Eso explicaría que emplees un arma —dijo Guban con gestos y signos—. Pero, ¿qué me dices de los niños? ¿Un hombre que tiene cabellos del mismo color que Yorga posee un tótem tan fuerte que puede imponerse al tuyo?
    Jondalar se sentía incómodo. Él también se había preguntado algo por el estilo.
    —El León Cavernario también le eligió y le dejó su marca. Lo sé porque el Mog-ur me dijo que el León Cavernario me eligió y dejó las marcas en mi pierna para demostrarlo, del mismo modo que el Oso Cavernario le eligió a él y le quitó un ojo...
    Guban se enderezó, visiblemente conmovido. Abandonó el lenguaje formal, pero Ayla le entendió.
    — ¡Mogor Un—Ojo! ¿Conoces a Mogor Un—Ojo?
    —Viví en su casa. Él me crió. Él e Iza eran hermanos; después que el compañero de Iza murió, él recogió a Iza y a sus hijos. En la Reunión del Clan se decía que era Mog-ur, pero para los que vivían en su hogar era Creb.
    —Incluso en nuestras Reuniones del Clan se habla de Mogor Un—Ojo, y de su poderoso...
    Se disponía a decir más, pero se lo pensó mejor.
    Los hombres no debían comentar las ceremonias masculinas privadas y esotéricas con las mujeres. Eso explicaba sin duda la habilidad de Ayla con los antiguos signos, puesto que se los había enseñado Mogor Un—Ojo. Y Guban, recordaba, en efecto, que el gran Mogor Un—Ojo tenía una hermana que era una respetada hechicera de un antiguo linaje. De pronto, pareció que Guban relajaba su cuerpo y dejaba traslucir una fugaz expresión de dolor que le ensombrecía la cara. Respiró hondo y después miró a Ayla, que estaba sentada con las piernas cruzadas, los ojos bajos, en la posición que correspondía a una mujer del Clan. Le tocó el hombro.
    —Respetada hechicera, este hombre tiene un... pequeño problema. —Guban se expresó en el antiguo y silencioso lenguaje del Clan del Oso Cavernario—. Este hombre pediría a la hechicera que examine su pierna. Es posible que la pierna esté rota.
    Ayla cerró los ojos y respiró hondo. Había conseguido convencerle. Él permitía que tratara su pierna. Hizo una señal a Yorga para indicarle que debía prepararle un lugar para dormir. El hueso roto no había perforado la piel y Ayla opinaba que esa circunstancia favorecía el que pudiera volver a usar plenamente aquel miembro; pero para que la pierna curase bien, debía enderezarla, devolverla a su lugar y después preparar un revestimiento de corteza de alerce para mantenerla en su sitio, pues era necesario que no la moviese.
    —Será doloroso enderezarla, pero tengo algo que relajará la pierna y la dormirá. —Después se volvió hacia Jondalar—. ¿Quieres traer aquí nuestro campamento? Sé que es un incordio a causa de todas esas piedras de quemar, pero deseo armar la tienda para Guban. No pensaban pasar la noche fuera y él necesita protegerse del frío, sobre todo cuando le administre algo que le dormirá. También necesitaremos un poco de leña, pues no quiero usar las piedras de quemar; además, habrá que cortar un poco de madera y preparar tablillas. Conseguiré corteza de alerce cuando él se duerma y quizás pueda fabricarle unas muletas. Más tarde querrá moverse.
    Jondalar vio cómo ella se hacía cargo de la situación y sonrió para sus adentros. Lamentaba el retraso y hasta incluso un día más le parecía demasiado, pero también deseaba ayudar. Además, Ayla no aceptaría reanudar la marcha. Jondalar sólo deseaba que no se quedaran allí demasiado tiempo.

    Jondalar llevó los caballos al primer campamento, lo reunió todo, lo trasladó y descargó de nuevo, y después condujo a Whinney y Corredor a un claro, donde podían encontrar pasto seco. Había un poco de heno, pero estaba aplastado contra el suelo, bajo la nieve vieja. El lugar quedaba a escasa distancia del nuevo campamento, pero fuera de la vista, de modo que los animales molestarían menos a la gente del Clan. Ésta parecía pensar que los animales domesticados eran otra manifestación del extraño comportamiento de los Otros, pero Ayla observó que tanto Guban como Yorga parecieron aliviados cuando los caballos, extrañamente complacientes, desaparecieron de la vista, y a ella misma le complació que Jondalar hubiese pensado en ello.
    Apenas él retornó, Ayla extrajo su saquito de medicinas de uno de los envoltorios. Pese a que había decidido aceptar la ayuda de Ayla como hechicera, Guban se sintió aliviado al ver el saquito de medicinas de piel de nutria, en el estilo típico del Clan, un objeto funcional y sin adornos. Ayla hizo todo lo posible para mantener apartado también a Lobo y, por extraño que pareciera, el animal, aunque generalmente curioso y dispuesto a tratar con las personas que se habían convertido en amigas de Ayla y Jondalar, ahora no se mostró inclinado a hacer amistad con la gente del Clan. Parecía satisfecho permaneciendo en segundo plano, atento, aunque de ningún modo amenazador. Ayla se preguntó entonces si Lobo adivinaba la inquietud que su presencia había provocado.
    Jondalar ayudó a Yorga y a Ayla a trasladar a Guban al interior de la tienda. Le sorprendió comprobar lo mucho que pesaba aquel hombre, pero el volumen mismo de los músculos en un cuerpo tan fuerte que seis hombres apenas habían podido contenerlo, naturalmente sumaba peso. Jondalar también advirtió que el traslado resultaba muy doloroso, si bien la cara impasible de Guban no reveló el más mínimo signo. La negativa del hombre a reconocer el dolor indujo a Jondalar a preguntarse si, en efecto, lo sentiría tanto, hasta que Ayla le explicó que esa impasibilidad estoica era un rasgo muy arraigado desde la niñez en los hombres del Clan. El respeto de Jondalar por el hombre aumentó. La suya no era una raza de hombres débiles.
    La mujer era también extrañamente vigorosa, más pequeña que el hombre pero sin que la diferencia fuese excesiva. Podía cargar tanto peso como Jondalar, y cuando decidía hacer fuerza, el apretón de su mano era increíblemente poderoso; pero al mismo tiempo, Jondalar había visto que podía emplear las manos con mucha precisión y considerable control. A Jondalar comenzaban a intrigarle las semejanzas que estaba descubriendo entre la gente del Clan y su propia estirpe, así como las diferencias. No supo muy bien cuándo sucedió, pero, en determinado momento, descubrió que ya no estaba cuestionando en absoluto el hecho de que eran humanos. Ciertamente, eran distintos, pero, sin la más mínima duda, la gente del Clan eran personas y no animales.
    A pesar de todo, Ayla acabó empleando unas pocas piedras de quemar para hacer un fuego más intenso y preparar con más rapidez la datura, agregando piedras calientes directamente al agua para lograr que hirviese. Pero Guban se opuso a beber todo lo que ella creía que era necesario, alegando que no le gustaba la idea de esperar demasiado tiempo a que se disipasen sus efectos, aunque Ayla se preguntó si parte del problema no dependía de la duda de Guban acerca de la habilidad de Ayla para preparar bien la datura. Con la ayuda de Yorga y Jondalar, acomodó la pierna y después confeccionó un sólido entablillado. Cuando todo terminó, Guban se durmió al fin.
    Yorga insistió en preparar la comida, aunque el interés que Jondalar demostró por sus maniobras y sus gustos la incomodó. Por la noche, junto al fuego, Jondalar comenzó a confeccionar un par de muletas para Guban, mientras Ayla estrechaba sus relaciones con Yorga y le explicaba la forma de preparar una medicina contra el dolor. Ayla le explicó el manejo de las muletas y la necesidad de acolchar los pequeños travesaños horizontales. A Yorga le sorprendía constantemente el conocimiento que Ayla poseía del Clan y de las costumbres del Clan; por lo demás, ya había advertido antes el «acento» del Clan en el habla de la joven. En el curso de la conversación, Yorga habló de sí misma a Ayla y ésta tradujo para Jondalar. Yorga quería conseguir el revestimiento interior de la corteza de algunos árboles y extraer la savia. Guban la había acompañado para protegerla, porque muchas mujeres habían sido atacadas por la banda de Charoli, de modo que no se les permitía continuar saliendo solas; pero eso representaba una gravosa obligación para el Clan. Los hombres disponían de menos tiempo para cazar, porque tenían que dedicar horas a acompañar a las mujeres. De ahí que Guban hubiera decidido trepar a la alta roca, buscando animales para cazar mientras Yorga hacía acopio del líber. Los hombres de Charoli probablemente creyeron que estaba sola y era posible que no hubiesen atacado de haber detectado la presencia de Guban, pero cuando vio que atacaban a Yorga, saltó de la muralla para defenderla.
    —Me sorprende que sólo se rompiese una pierna —dijo Jondalar, dirigiendo la mirada hacia el borde superior de la pared de rocas.
    —Los huesos de los hombres del Clan son muy sólidos —dijo Ayla—. Y gruesos. No se rompen fácilmente.
    —Esos hombres no necesitaban comportarse brutalmente conmigo —comentó Yorga, apelando al lenguaje de los signos—. Yo habría adoptado la posición si me hubieran hecho la señal y si no hubiese oído el grito de Guban. Cuando llegó a mí, comprendí que había sucedido algo muy grave.
    Continuó relatando el episodio. Varios hombres habían atacado a Guban, mientras tres intentaban forzarla. Por el grito de dolor de Guban, comprendió que sucedía algo y por eso trató de liberarse de los hombres. En ese momento, dos de ellos la sujetaron. Y de pronto apareció Jondalar, golpeando a los hombres de los Otros, y el lobo saltó sobre ellos y comenzó a morderlos.
    Yorga dirigió una mirada pícara a Ayla.
    —Tu hombre es muy alto y su nariz pequeña, pero cuando le vi allí, peleando con los otros, esta mujer le vio como si fuera un niño.
    Ayla le miró desconcertada y después sonrió.
    —No he entendido lo que ha dicho o lo que ha querido decir —intervino Jondalar.
    —Fue una broma,
    — ¿Una broma? —dijo Jondalar—. No creía que esa gente fuese capaz de gastar bromas.
    —Lo que más o menos ha venido a decir es que incluso aunque eres feo, cuando fuiste a salvarla te habría besado —dijo Ayla, y después tradujo para Yorga.
    La mujer se quedó algo cortada, pero miró a Jondalar y después de nuevo a Ayla.
    —Estoy agradecida a tu hombre alto. Quizás, si el niño que llevo es varón y si Guban permite sugerir un nombre, le diré que Dyondar no es un nombre tan feo.
    —Eso no ha sido una broma, ¿verdad, Ayla? —preguntó Jondalar, sorprendido ante el súbito impulso sentimental que experimentaba.
    —No, no creo que sea una broma, pero ella sólo puede sugerir, y quizás sea un nombre difícil para un niño del Clan, porque no es usual. De todos modos, es posible que Guban acepte. Es un hombre excepcionalmente abierto a las nuevas ideas para ser un miembro del Clan. Yorga me ha hablado de la unión entre ambos, y creo que se enamoraron, lo que es bastante extraño. La mayoría de las uniones se plantean y se apañan de antemano.
    — ¿Por qué piensas que se enamoraron? —preguntó Jondalar. Estaba interesado en conocer una historia de amor del Clan.
    —Yorga es la segunda mujer de Guban. Su clan vive bastante lejos de aquí, pero él se acercó a esa gente para informarles de que se celebraría una gran Reunión del Clan y de que se proponían comentar nuestra situación, la de los Otros. Charoli está molestando a las mujeres del Clan (le hablé de los planes de los Losadunai para terminar con esta situación) pero si he entendido bien, un grupo de Otros se acercó a un par de clanes para arreglar ciertos negocios.
    — ¡Vaya sorpresa!
    —Sí. La comunicación es el principal problema, pero los hombres del Clan, incluido Guban, no confían en los Otros. Mientras Guban visitaba a ese clan lejano, vio a Yorga y ella le vio a él. Guban la deseó, pero la razón que dio fue la conveniencia de establecer vínculos más estrechos con algunos de los clanes distantes, con el fin de compartir las ideas, especialmente todas estas ideas nuevas. ¡Y se la trajo con él! Los hombres del Clan no proceden así. La mayoría de ellos habría expuesto su intención al jefe, y después de regresar y discutir el asunto con su propio clan, habría concedido a su primera mujer la posibilidad de hacerse a la idea de compartir el hogar con otra —dijo Ayla.
    — ¿La primera mujer de su hogar no lo sabía? Es un hombre decidido —dijo Jondalar.
    —Su primera mujer ha tenido dos hijas; él quiere una mujer que le dé un varón. Los hombres del Clan dan mucha importancia a los hijos varones de sus compañeras y, por supuesto, Yorga abriga la esperanza de que el niño que está formándose en su vientre sea el varón que él desea. Ella tropezó con algunas dificultades para acostumbrarse al nuevo clan, tardaron en aceptarla, y si la pierna de Guban no cura bien y él pierde la jerarquía, Yorga teme que le echen a ella la culpa.
    —No me extraña entonces que parezca tan preocupada.
    Ayla se abstuvo de decir a Jondalar que había dicho a Yorga que ella iba camino del hogar de su hombre, y que también ella estaba lejos de su pueblo. No veía motivo para agravar las preocupaciones de Jondalar, pero, en realidad, también ella se sentía preocupada cuando pensaba en el modo en que el pueblo de Jondalar la recibiría.
    Tanto Ayla como Yorga esperaban que fuese posible visitarse y compartir experiencias. Sentía que eran casi parientes, pero probablemente podía hablarse de una deuda de parentesco entre Guban y Jondalar, y en el breve período de tiempo en que se habían conocido, Yorga había llegado a sentirse más cerca de Ayla que de cualquiera de las restantes mujeres a las que había conocido. Pero el Clan y los Otros no se visitaban.
    Guban se despertó en mitad de la noche, pero aún estaba mareado. Por la mañana estaba ya bien despierto, pero las tensiones de la víspera le habían dejado exhausto. Cuando, por la tarde, Jondalar inclinó la cabeza para entrar en la tienda, Guban se sorprendió ante la alegría que él mismo experimentaba al ver al hombre de elevada estatura; pero ignoraba para qué servían las muletas que traía.
    —Usé esto después que el león me atacó —explicó Jondalar—. Me ayudaron a caminar.
    De pronto, Guban demostró interés y quiso probarlas, pero Ayla no se lo permitió. Era demasiado pronto. Guban accedió al final, pero sólo después de anunciar que las probaría al día siguiente. Más entrada la tarde, Yorga informó a Ayla de que Guban deseaba conversar con Jondalar acerca de algunas cuestiones muy importantes y que solicitaba su ayuda en la traducción. Ayla comprendió que era algo serio, sospechó de qué se trataba y habló antes con Jondalar, para avisarle que le ayudaría a resolver las posibles dificultades.
    Guban continuaba preocupado por la existencia de una deuda de parentesco con Ayla, que sobrepasaba el límite del intercambio de espíritus aceptable en el caso de una hechicera, puesto que había colaborado a salvar su vida utilizando un arma.
    —Necesitamos convencerle de que la deuda es contigo, Jondalar. Si le dices que eres mi compañero, debes explicarle que, como asumes la responsabilidad de mi persona, las deudas contraídas conmigo en realidad son deudas contigo.
    Jondalar aceptó, y tras algunos preliminares para fijar las formas, abordaron la discusión más seria.
    —Ayla es mi compañera, me pertenece —dijo, mientras Ayla traducía con una gama completa de sutilezas—. Soy responsable por ella; lo que se le debe a ella a mí se me debe. —Después, ante la sorpresa de Ayla, Jondalar agregó—: Yo también tengo una obligación que agobia mi espíritu. Tengo una deuda de parentesco con el Clan.
    Guban manifestó curiosidad.
    —Esa deuda ha gravitado pesadamente en mi espíritu, porque no he sabido cómo saldarla.
    —Háblame de eso —dijo Guban con gestos y signos—. Quizás yo te pueda ayudar.
    —Como dijo Ayla, me atacó un león de las cavernas. Fui marcado, elegido por el León Cavernario, que ahora es mi tótem. Ayla me encontró. Yo estaba a un paso de la muerte y mi hermano, que me acompañaba, ya caminaba por el mundo de los espíritus.
    —Lamento saberlo. Es duro perder un hermano.
    Jondalar se limitó a asentir.
    —Si Ayla no me hubiese descubierto, yo también estaría muerto, pero cuando Ayla era niña y estaba en peligro de muerte, el Clan la recogió y la crió. Si el Clan no hubiese recogido a Ayla cuando era niña, no habría podido sobrevivir. Si Ayla no hubiese vivido y una hechicera del Clan no le hubiese enseñado a curar, yo no estaría vivo. Ahora estaría caminando por el otro mundo. Debo mi vida al Clan, pero no sé cómo pagar esa deuda y a quién.
    Guban asintió con mucha simpatía. Era un problema grave y una deuda considerable.
    —Quiero hacer una petición a Guban —continuó Jondalar—. Puesto que Guban tiene conmigo una deuda de parentesco, le pido que acepte a cambio mi deuda de parentesco con el Clan.
    El hombre del Clan consideró seriamente la petición, pero, de todos modos, le satisfizo conocer el problema. Canjear una deuda de parentesco era mucho más aceptable que sencillamente deber su vida a un hombre de los Otros y entregarle una parte de su espíritu. Finalmente, asintió.
    —Guban aceptará el canje —dijo, y se sintió muy aliviado. Guban retiró el amuleto que llevaba colgado del cuello y la abrió. Depositó el contenido en la palma de su mano y tomó uno de los objetos, un diente, uno de sus primeros molares. Aunque no tenía cavidades, esa pieza estaba gastada de un modo peculiar, debido principalmente a que él solía usar la dentadura como herramienta. La pieza dental que tenía en la mano estaba gastada, pero no tanto como su dentadura permanente.
    —Por favor, acepta esto como prenda de parentesco —dijo Guban. Jondalar se sintió incómodo. No había previsto que habría un intercambio de algunos efectos personales para refrendar el intercambio de deudas, y no sabía qué dar al hombre del Clan que tuviese la misma importancia. Viajaban con muy pocas cosas, de modo que Jondalar no tenía mucho que dar. De pronto, tuvo una idea.
    Retiró un saquito de un cordel atado a su cinturón y volcó el contenido en la mano. Guban miró sorprendido. En la mano de Jondalar había varias garras y dos caninos de un oso de las cavernas, el mismo animal que había cazado el verano precedente, poco después de iniciar el largo Viaje. Mostró uno de los caninos.
    —Por favor, acepta esto como prenda de parentesco.
    Guban moderó su interés. Un diente de oso de las cavernas era un símbolo poderoso. Confería elevada jerarquía, y regalar uno significaba un gran honor. Le halagó pensar que aquel hombre perteneciente al pueblo de los Otros había reconocido de un modo tan apropiado la posición del propio Guban y la deuda que tenía con todo el Clan. El episodio produciría una impresión positiva cuando explicase a los demás este intercambio. Aceptó el símbolo de parentesco, lo encerró en su puño y lo sostuvo con firmeza.
    — ¡Bien! —dijo Guban, como si hubiese cerrado un trato. Después formuló una petición—: Como ahora somos parientes, quizás cada uno deba conocer dónde está el clan del otro y el territorio que ocupa.
    Jondalar describió el área general de su territorio. La mayor parte de aquella área que se extendía más allá del glaciar era zelandoni o estaba ocupada por pueblos afines, y después describió específicamente la Novena Caverna de los Zelandonii. Guban describió su territorio, y Ayla sacó la impresión de que no estaban tan lejos unos de otros como ella había creído.
    Antes de que hubiesen concluido se mencionó el nombre de Charoli. Jondalar explicó los problemas que el joven había provocado a todos, y describió con cierto detalle lo que se proponían hacer para detenerle. Guban consideró que la información era tan importante que convenía transmitirla a otros clanes, e incluso se dijo que quizás, en última instancia, su pierna rota podía ser el punto de partida de una situación afortunada.
    Guban tendría mucho que contar en su clan. No sólo que también los Otros tenían problemas con aquel hombre y se proponían hacer algo para remediar la situación, sino que algunos individuos de los Otros estaban dispuestos a luchar contra su propia gente para ayudar a la gente del Clan. También había algunos que sabían hablar bien. Una mujer que podía comunicarse muy bien y un hombre de capacidad limitada pero útil, lo cual, en ciertos aspectos, podía ser más valioso porque él era varón y ahora pariente. Ese contacto con los Otros y las percepciones y el conocimiento de dichas personas podían aportarle incluso más jerarquía, sobre todo si recuperaba el uso pleno de su pierna.
    Ayla aplicó la envoltura de corteza de alerce aquella misma tarde. Guban fue a acostarse sintiéndose muy bien y la pierna apenas le dolía.
    Cuando Ayla se despertó por la mañana, se sentía muy inquieta. De nuevo había tenido un sueño extraño, algo muy real, con las cavernas y la figura de Creb. Mencionó el asunto a Jondalar; después hablaron de cómo conseguirían que Guban regresase a su pueblo. Jondalar propuso los caballos, si bien le preocupaba mucho la posibilidad de que aumentase el retraso. Ayla pensó que Guban jamás aceptaría. Los caballos domesticados le inquietaban.
    Cuando se levantaron, ayudaron a Guban a salir de la tienda, y mientras Ayla y Yorga prepararon una comida matutina, Jondalar hizo una demostración de cómo usar las muletas. Guban insistió en probar, a pesar de las objeciones de Ayla, y después de practicar un poco, se sorprendió de lo eficaces que eran. De hecho, podía caminar sin cargar el más mínimo peso sobre la pierna.
    —Yorga —dijo Guban a su mujer, una vez hubo dejado las muletas—, prepárate para partir. Después de la comida nos iremos. Es hora de regresar al clan.
    —Es demasiado pronto —dijo Ayla, utilizando simultáneamente los gestos del Clan—. Necesitas descansar la pierna, porque, de lo contrario, no curará bien.
    —Mi pierna descansará mientras camina con esto. —Hizo un gesto para aludir a las muletas.
    —Si tienes que partir ahora, puedes montar uno de los caballos —dijo Jondalar
    Guban se sobresaltó.
    — ¡No! Guban camina sobre sus propias piernas. Con la ayuda de estos objetos. Compartiremos una comida más con los nuevos parientes y después nos marcharemos.

    41

    Después de compartir la comida, las dos parejas se prepararon para seguir cada uno su propio camino. Cuando Guban y Yorga estuvieron prontos, se limitaron a mirar un momento a Jondalar y Ayla, evitando al lobo y a los dos caballos cargados de bultos. Después, apoyándose en las muletas, Guban empezó a alejarse. Yorga caminó detrás.
    No hubo adioses ni agradecimientos; tales conceptos eran ajenos al pueblo del Clan. No era normal comentar una partida; era un acto evidente, y los gestos de ayuda o bondad, sobre todo de parientes, parecían naturales. Las obligaciones aceptadas no requerían agradecimiento, sólo reciprocidad, si se hacía necesario. Ayla sabía cuán difícil podía ser que Guban cediese a la necesidad de demostrar reciprocidad. De acuerdo con el concepto del propio Guban, les debía más de lo que jamás podría pagar. Le habían dado más que la vida; le habían proporcionado la posibilidad de conservar su posición, su jerarquía, que para él significaba más que el mero hecho de estar vivo; sobre todo si eso significaba vivir como un inválido.
    —Ojalá no tengáis que andar mucho camino. Recorrer una distancia larga con esas muletas no es fácil —dijo Jondalar—. Espero que lo consigas.
    —Lo conseguirá —dijo Ayla—, por muy lejos que sea. Incluso sin las muletas, se las ingeniaría para regresar, aunque tuviera que arrastrarse todo el camino. No te preocupes, Jondalar. Guban es un hombre del Clan. Lo conseguirá... o perecerá en el intento.
    Jondalar frunció el entrecejo en una expresión pensativa. Vio que Ayla recogía la rienda de Whinney; después, meneó la cabeza y buscó la de Corredor. A pesar de las dificultades que Guban tendría que afrontar, Jondalar tenía que reconocer que le alegraba que hubiese rechazado su ofrecimiento de cabalgar para volver al clan. Ya habían perdido demasiado tiempo.
    Cuando salieron del campamento, continuaron cabalgando a través de los bosques abiertos, hasta que llegaron a un lugar elevado. Allí se detuvieron y pasearon la mirada sobre el camino que habían recorrido. Los altos pinos, que se elevaban rectos como centinelas, protegían durante un largo trecho las orillas del Río de la Madre; una columna serpenteante de árboles se desgajaba de la legión de coníferas que podían ver más abajo y que se extendía por los flancos de las montañas que se aproximaban desde el sur.
    Al frente, la pendiente, cuesta arriba, se alisó temporalmente, y una prolongación del bosque de pinos, que partía del río, atravesó un pequeño valle. Desmontaron para guiar a los caballos a través del denso bosque, y penetraron en un espacio penumbroso, de profundo y sobrecogedor silencio. Los troncos rectos y oscuros sostenían un dosel bajo formado por muchas ramas que terminaban en agujas bajas que bloqueaban el paso de la luz del sol y reducían el crecimiento de los matorrales y los arbustos. Una capa de agujas pardas, que se había acumulado a lo largo de siglos, amortiguaba el ruido de los pasos y los cascos.
    Ayla vio un grupo de setas en la base de un árbol y se arrodilló para examinarlas. Estaban completamente congeladas, atacadas por una súbita helada durante el otoño anterior. Pero la nieve no había llegado hasta allí para dar testimonio de la nueva temporada. Era como si el tiempo de la cosecha se hubiera detenido y mantenido en suspenso, preservado en la foresta todavía fría. Lobo apareció junto a Ayla y acercó el hocico a la mano sin guante. Ella le frotó la cabeza, vio el vapor que se desprendía de sus fauces, después el que ella misma exhalaba y tuvo la fugaz impresión de que el pequeño grupo de viajeros representaba a los únicos seres vivientes.
    Sobre el extremo más lejano del valle, la ladera ascendía bruscamente y aparecían los relucientes abetos plateados, que contrastaban con el majestuoso verde oscuro de los pinos. Los pinos de agujas largas estaban representados por ejemplares cada vez más achaparrados a medida que aumentaba la altura, y finalmente desaparecían, dejando al abeto y al pino común que continuaran la marcha junto al curso medio de la Madre.
    Mientras cabalgaba, los pensamientos de Jondalar retornaban a la gente del Clan que habían conocido poco antes; nunca podría volver a pensar en ellos de otro modo que como personas. Necesito convencer a mi hermano. Quizás él podría tratar de relacionarse con esta gente, si todavía es el líder. Cuando se detuvieron a descansar y a preparar una infusión, Jondalar expresó en voz alta sus pensamientos.
    —Cuando lleguemos a casa, hablaré con Joharran acerca de la gente del Clan, Ayla. Si otras personas pueden traficar con ellos, también podremos hacerlo nosotros; él debería enterarse de que están reuniéndose con clanes lejanos para discutir los problemas que se suscitan con nosotros —dijo Jondalar—. Esto podría crear dificultades y no quisiera combatir contra hombres como Guban.
    —No creo que haya ninguna prisa. Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que adopten decisiones. Para ellos, los cambios son difíciles —dijo Ayla.
    — ¿Qué me dices del intercambio? ¿Te parece que estarían dispuestos a iniciarlo?
    —Creo que Guban se mostraría más dispuesto que la mayoría. Le interesa saber más de nosotros y mostró buena voluntad para probar las muletas, aunque debo reconocer que no aceptó usar los caballos. Que haya llevado a su hogar a una mujer tan poco común, traída de un clan lejano, revela también algo de su personalidad. En eso corrió cierto riesgo, si bien debe tenerse en cuenta que ella es hermosa.
    — ¿La crees hermosa?
    — ¿No piensas lo mismo?
    —En todo caso, comprendo por qué a Guban le parece que es hermosa —dijo Jondalar.
    —Creo que lo que un hombre considera bello depende de su propio carácter —dijo Ayla.
    —Sí, y opino que tú eres hermosa. Ayla sonrió, y él se sintió aún más convencido de su belleza.
    —Me alegro de que pienses así.
    —Ya sabes que es cierto. ¿Recuerdas toda la atención que te dispensaron en la Ceremonia de la Madre? ¿Te he dicho alguna vez cuánto me alegro que me eligieses? —dijo Jondalar, sonriendo al recordar el episodio.
    Ayla recordó algo que él había dicho a Guban.
    —Bien, te pertenezco, ¿verdad? —dijo, y después sonrió—. Me alegro de que no conozcas del todo bien el lenguaje del Clan. Guban habría advertido que no estabas diciendo la verdad cuando afirmaste que yo era tu compañera.
    —No, no lo habría advertido. Todavía no hemos tenido una Ceremonia Matrimonial, pero en mi corazón estamos unidos. No fue una mentira —dijo Jondalar.
    Ayla se sintió conmovida.
    —Yo también siento lo mismo —dijo en voz baja, mirando al suelo porque deseaba demostrar deferencia hacia los sentimientos que la colmaban—. Siento eso mismo desde que estábamos en el valle.
    Jondalar experimentó un impulso de amor tan intenso que creyó que estallaría. La buscó y la abrazó, sintiendo en ese momento, con esas pocas palabras, que había pasado por una Ceremonia de Unión. No importaba si alguna vez participaba en una Ceremonia aceptada por su pueblo. Intervendría en eso para complacer a Ayla, pero no lo necesitaba. Sólo necesitaba volver sano y salvo a su hogar.
    Una súbita ráfaga de viento provocó una sensación de frío en Jondalar, disipando el flujo de calor que había sentido, dejándole en un estado de extraña ambivalencia. Se levantó y, apartándose del calor del pequeño fuego, respiró hondo. Quedó anhelante, cuando el aire muy frío y muy seco le llenó los pulmones. Se cubrió con la capucha de piel y se la apretó contra la cara para permitir que su cuerpo caliente entibiase el aire que respiraba. Aunque lo que menos deseaba sentir era un viento tibio, comprendió que ese frío tan intenso era sumamente peligroso.
    Al norte del lugar en que estaban, el gran glaciar continental se prolongaba hacia el sur, como si se esforzara para abarcar con su abrazo helado y abrumador las hermosas montañas gélidas. En ese momento estaban en la región más frígida de la tierra, entre las relucientes elevaciones de las montañas y el inmenso hielo septentrional; y como si eso no fuera suficiente, se hallaban en lo más profundo del invierno. Los glaciares, ansiosos de humedad, secaban el aire mismo y atrapaban codiciosos hasta la última gota de agua para agrandar su masa gigantesca que aplastaba el lecho de piedra y almacenaba reservas para soportar el ataque del calor estival.
    La batalla por el control de la Gran Madre Tierra entre el frío glacial y el calor que venía a derretir el hielo estaba casi en un punto muerto, pero la marea comenzaba a cambiar; el glaciar ganaba terreno. Protagonizaría un avance más, y alcanzaría el extremo más meridional, antes de retroceder hacia las superficies polares. Pero incluso allí estaría esperando una nueva oportunidad.

    Mientras continuaban ganando altura, cada momento parecía más frío que el anterior. La creciente elevación les acercaba inexorablemente a la cita con el hielo. Los caballos tropezaban con dificultades cada vez mayores para conseguir forraje. El pasto amustiado cerca del río de hielo sólido se achataba contra el suelo helado. La única nieve estaba formada por granos punzantes, duros y secos, impulsados por el fuerte viento.
    Cabalgaban en silencio, pero después de organizar el campamento y de acurrucarse en la tienda para darse calor, comenzaron a conversar.
    —Yorga tiene unos hermosos cabellos —dijo Ayla, arrebujándose bajo las pieles.
    —Sí, así es —dijo Jondalar, con sincera convicción.
    —Ojalá los hubiese visto Iza o algún otro del clan de Brun. Siempre opinaban que mis cabellos eran extraños, a pesar de que Iza decía que eran mi rasgo más atractivo. Era bastante claro, como el suyo, pero ahora se ha oscurecido.
    —Ayla, me encanta el color de tus cabellos y cómo desciende en ondas cuando lo sueltas —comentó Jondalar, que tocó un mechón cerca de la cara de la joven.
    —No sabía que la gente del Clan vivía tan lejos de la península.
    Jondalar adivinó que la mente de Ayla no estaba centrada en el cabello o en nada cercano y personal. Estaba pensando en la gente del Clan, lo mismo que él había hecho antes.
    —Sin embargo, Guban parece distinto. Se diría que... no sé, es difícil explicarlo. Tiene el entrecejo más grueso, la nariz más grande, la cara está más... acentuada. Todo en él parece más... exagerado, en una palabra, más Clan. Creo que incluso es más musculoso que Brun. Y me pareció que el frío no le molestaba tanto. Tenía la piel tibia al tacto a pesar de que estaba acostado en el suelo helado y el corazón le latía más rápido.
    —Quizás se han acostumbrado al frío. Laduni dijo que muchos viven al norte de este lugar y que en esa región casi nunca hace calor, ni siquiera en verano —dijo Jondalar.
    —Tal vez tengas razón. De todos modos, piensan de manera semejante. ¿Por qué dijiste a Guban que estabas pagando una deuda de parentesco con el Clan? Fue el mejor argumento que pudiste esgrimir.
    —No sé muy bien por qué lo dije. Sin embargo, es cierto. En efecto, debo mi vida al Clan. Si ellos no te hubiesen recogido, no estarías viva, y tampoco lo estaría yo.
    —Y al regalarle ese diente del oso de las cavernas, no pudiste haber imaginado un símbolo mejor. Jondalar, has comprendido muy rápidamente las costumbres del pueblo del Clan.
    —No son tan diferentes. Los Zelandonii también prestan mucha atención a las obligaciones. Las obligaciones que quedan insatisfechas cuando te vas al otro mundo pueden otorgar al acreedor cierto control sobre tu espíritu. Y he oído decir que algunos de Los Que Sirven a la Madre tratan de mantener endeudada a la gente, para controlar sus espíritus; pero probablemente sea mera palabrería. Que la gente diga ciertas cosas no significa que sean ciertas —dijo el hombre.
    —Guban cree que su espíritu y el tuyo están ahora entrelazados en esta vida y en la otra. Una parte de tu espíritu siempre estará con él, del mismo modo que una parte del suyo siempre estará contigo. Por eso le vimos tan preocupado. Perdió esa parte cuando le salvaste la vida, pero tú se la devolviste, de modo que no queda ningún vacío, nada os falta.
    —No fui el único que le salvó la vida. Tú hiciste lo mismo, incluso más.
    —Pero soy mujer, y una mujer del Clan no es lo mismo que un hombre del Clan. No es un intercambio parejo, porque uno no puede hacer lo que el otro hace. No cuenta con los recuerdos necesarios para ello.
    —Pero tú le curaste la pierna y se la arreglaste de forma que pudiera regresar.
    —De todos modos, habría regresado; eso no me inquietaba. Yo temía que la pierna no curase bien. En ese caso, no podría cazar.
    — ¿Es tan grave verse imposibilitado para cazar? ¿No podía hacer otra cosa? ¿Como esos jovencitos s'armunai?
    —La categoría de un hombre del Clan depende de su capacidad para cazar, y para él su jerarquía es más importante que la vida. Guban tiene responsabilidades. Hay dos mujeres en su hogar. Su primera mujer tiene dos hijas y Yorga está embarazada. Él prometió cuidarlas a todas.
    — ¿Y si no puede? —preguntó Jondalar—. ¿Qué les sucederá?
    —No morirán de hambre, el Clan se encargará de ellas, pero la jerarquía de esa gente, el modo de vivir, el alimento y las ropas, el respeto que merecen, dependen de la jerarquía de Guban. Y él perdería a Yorga. Es joven y hermosa, y otro hombre se alegraría de recibirla; pero si ella tiene el varón que Guban siempre deseó, se lo llevará consigo.
    — ¿Qué sucede cuando él envejece tanto que no puede cazar?
    —Un viejo puede retirarse lentamente, con elegancia, de la caza. Quizá vaya a vivir con los hijos de su compañera o con las hijas si aún viven en el mismo clan, y así no será una carga para todos. Zoug adquirió habilidad con una honda y de ese modo aún podía contribuir, e incluso el consejo de Dorv todavía era apreciado, y eso que apenas veía. Pero Guban es un hombre en la flor de la edad, y un jefe. Perder todo eso de golpe le descorazonaría.
    Jondalar asintió.
    —Creo que lo entiendo. La imposibilidad de cazar no me molestaría tanto a mí. Pero lamentaría profundamente que me sucediese algo y no pudiera trabajar más el pedernal. —Hizo una pausa para reflexionar, y después dijo—: Ayla, has hecho mucho por él. Aunque las mujeres del Clan son distintas, ¿todo eso no cuenta? ¿Al menos no podría reconocerlo?
    —Guban me manifestó su gratitud, Jondalar, pero lo hizo sutilmente, como correspondía.
    —Seguramente fue algo sutil. Yo no lo vi —dijo Jondalar, que pareció sorprendido.
    —Se comunicó directamente conmigo, no a través de tu persona, y prestó atención a mis opiniones. Permitió que su mujer te hablase, lo cual significaba que me reconocía como igual de Yorga, y puesto que él posee una jerarquía muy elevada, lo mismo puede suponerse de la mujer. Mira, demostró que tenía muy elevada opinión de tu persona. Te hizo un cumplido.
    — ¿Sí?
    —Opinó que tus herramientas estaban bien fabricadas y admiró tu habilidad artesanal. Si no lo hubiese hecho, no habría aceptado las muletas o tu símbolo —explicó Ayla.
    — ¿Qué habría hecho? Yo acepté su muela. Pensé que era un obsequio corriente, aunque comprendí el sentido que le atribuía. Yo habría aceptado su símbolo, sin prestar demasiada atención a lo que era.
    —Si él hubiera creído que el regalo no correspondía, lo habría rechazado; pero ese símbolo era más que un regalo. Él aceptó una obligación seria. Si no te hubiera respetado, no habría aceptado esa parte de tu espíritu a cambio de la suya; aprecia demasiado la suya. Habría preferido soportar un vacío, un orificio, antes que un fragmento de un espíritu indigno.
    —Tienes razón. Esa gente del Clan tiene muchas sutilezas, matices de sentido dentro de matices de sentido. No sé si alguna vez podré aclararlo todo —dijo Jondalar.
    — ¿Crees que los Otros son distintos? Yo todavía me veo en dificultades para entender todos los matices dentro de los matices —dijo Ayla—, pero tu gente es más tolerante. Tu gente se visita más, viajan más que los miembros del Clan y están más acostumbrados a los forasteros. Estoy segura de que cometí errores, pero creo que tu gente no les prestó atención porque soy un visitante y saben que las costumbres de mi pueblo pueden ser diferentes.
    —Ayla, mi pueblo es también tu pueblo —dijo amablemente Jondalar.
    Ella le miró, como si, al principio, no entendiera con claridad lo que Jondalar le dijo. Después respondió:
    —Así lo espero, Jondalar. Así lo espero.

    Los abetos y los pinos estaban raleando y eran cada vez más pequeños a medida que los viajeros cobraban altura; pero aunque ellos no podían ver más allá de la vegetación, el camino a lo largo del río les obligó a pasar al lado de afloramientos rocosos y a través de valles profundos que le impedían ver las alturas de alrededor. En un recodo del río, un arroyo de montaña desembocaba en el curso medio de la Madre, la que a su vez también descendía del terreno más alto. El aire sumamente frío había atacado y detenido las aguas en el momento de la caída, y los vientos fuertes y secos las habían esculpido, confiriéndoles formas extrañas y grotescas. Algunas caricaturas de criaturas vivas capturadas por la helada, dispuestas a iniciar un largo vuelo descendiendo el curso del gran río, parecían esperar impacientes, como si supieran que el cambio de estación y su libertad ya no estaban muy lejos.
    El hombre y la mujer guiaron con mucho cuidado a los caballos sobre el hielo irregular y quebrado y rodearon el lugar para pasar a un terreno más alto de la cascada congelada; después se detuvieron, atónitos, cuando el macizo glaciar llano apareció ante sus ojos. Lo habían entrevisto antes; ahora pareció tan cercano que se le podía tocar, pero ese efecto tan desconcertante era engañoso. El hielo majestuoso y acechante, con su superficie casi nivelada, estaba más lejos de lo que parecía.
    El río helado que se extendía al lado se mantenía inmóvil, pero los ojos de los dos viajeros siguieron su ruta tortuosa que se curvaba y doblaba y después desaparecía de la vista. Reaparecía a mayor altura, junto a otros canales estrechos distribuidos a intervalos regulares, que se desprendían del glaciar como un puñado de cintas de plata que adornaban la enorme masa de hielo. Las montañas lejanas y los riscos más próximos enmarcaban la meseta con sus cimas accidentadas, cortantes y heladas, y un blanco tan sombrío que los matices de azul glacial parecían que únicamente reflejaban el calor profundo y a la vez claro del cielo.
    Los dos altos picos gemelos que aparecían al sur, y que durante cierto tiempo habían acompañado las jornadas recientes, ya hacía bastante tiempo que habían desaparecido de la vista. Una nueva y alta torre que había surgido más hacia el oeste retrocedía en dirección al este, y las cumbres de la cadena meridional que había enmarcado su camino todavía mostraban sus coronas relucientes.
    Al norte, había riscos dobles de roca más antiguos, pero el macizo que formaba el borde septentrional del valle fluvial había quedado detrás, en la curva en que el río retrocedía para alejarse de su extremo más septentrional, antes del lugar en que habían encontrado a la gente del Clan. El río estaba más cerca de la nueva meseta de piedra caliza que representaba el límite septentrional, mientras ellos trepaban hacia el suroeste, en dirección a la fuente del río.
    La vegetación continuaba cambiando a medida que ascendían. El abeto rojo y el abeto plateado dejaban su lugar al alerce y al pino en los suelos ácidos que formaban una fina capa sobre el lecho inmutable de rocas, pero éstos no eran los majestuosos centinelas de los terrenos menos elevados. Habían llegado hasta un retazo de taiga montañosa, plantas verdes achaparradas que mantenían una cubierta de hielo y nieve endurecidos, pegados a las ramas la mayor parte del año. Aunque esta vegetación era muy densa en ciertos lugares, el brote que tenía coraje suficiente para proyectarse sobre los otros, rápidamente quedaba podado por el viento y la helada, que reducía a un nivel común las copas de todos los árboles.
    Los animales pequeños se desplazaban libremente por las trilladas sendas que ellos mismos habían formado bajo los árboles, pero la caza mayor trazaba caminos en razón de su fuerza. Jondalar decidió apartarse del arroyuelo sin nombre que habían venido siguiendo, uno de los muchos que, a su debido tiempo, serían el comienzo de un gran río, y seguir un sendero de animales que atravesaba el espeso matorral de coníferas achaparradas.
    Cuando se aproximaron al límite del bosque, los árboles se hicieron más escasos; entonces alcanzaron a ver que la región que se extendía más allá estaba completamente desprovista de representantes leñosos más o menos altos. Pero la vida es tenaz: los matorrales de corta altura y las hierbas, y los amplios campos de pasto, sepultados parcialmente bajo el manto de nieve, aún florecían.
    Aunque se extendía mucho más, había regiones análogas en las elevaciones menores de los continentes septentrionales. Se mantenían áreas residuales de árboles deciduos propios del clima templado en ciertas áreas protegidas y en las latitudes más bajas, con plantas verdes de agujas más resistentes, que crecían en las regiones boreales, al norte de las primeras. Más al norte, allí donde había árboles, generalmente eran ejemplares pequeños y encogidos. A causa de los extensos glaciares, las contrapartes de los altos prados que rodeaban el hielo perpetuo de las montañas estaban representadas por las dilatadas estepas y las tundras, en las que sobrevivían únicamente las plantas que podían completar rápidamente su ciclo vital.
    Por encima de la línea de bosques, muchas plantas resistentes se adaptaban a la inclemencia del ambiente. Ayla, que llevaba de la cuerda a su yegua, observó con interés los cambios y hubiera querido disponer de más tiempo para examinar las diferencias. Las montañas de la región en la que ella había crecido se hallaban mucho más al sur; debido a la influencia benigna del mar interior, la vegetación correspondía principalmente a la variedad templada fría.
    Las plantas que existían en las elevaciones más considerables de las regiones áridas, dominadas por el frío intenso, le parecían fascinantes.
    Los majestuosos sauces, que adornaban casi todos los ríos, los arroyos y los estanques que conservaban aunque no fuese más que un rastro de humedad, crecían como matorrales bajos, y los alerces y los pinos altos y robustos se convertían en formaciones leñosas al nivel del suelo que se arrastraban sobre el terreno. Los arándanos se extendían como una espesa alfombra y alcanzaban la altura de tan sólo diez centímetros. Ayla se preguntaba si, como las bayas que crecían cerca del glaciar septentrional, producirían frutas de gran tamaño, pero más dulces y más silvestres. Aunque los esqueletos desnudos de las ramas amustiadas constituían la prueba de la existencia de muchas plantas, Ayla no siempre sabía a qué variedad pertenecían, o en qué podían ser diferentes de ciertas plantas conocidas; también se preguntaba qué aspecto ofrecerían los altos prados en las estaciones más cálidas.
    Como viajaban hacia el final del invierno, Ayla y Jondalar no podían apreciar la belleza que la meseta presentaba en primavera y en verano. Ni los rosales silvestres ni los rododendros coloreaban el paisaje con flores rosadas; no había azafranes ni anémonas ni bellas gencianas azules; tampoco los narcisos amarillos se sentían tentados de desafiar el áspero viento; y las prímulas o las violetas no estallarían con su esplendor policromo hasta la primera tibieza de la primavera. No había campánulas, rapánchigos, hierbas canas, margaritas, lirios, saxífragas, claveles, acónitos o hermosos y pequeños edelweiss que aliviaran la cruel y fría monotonía de aquellos campos invernales helados.
    Lo que sí atrajo la atención de los dos fue un espectáculo más impresionante. Una deslumbrante fortaleza de reluciente hielo se cruzaba en su camino. Resplandecía al sol como un diamante grandioso y multifacético. Su misma blancura cristalina relucía con sombras azules luminosas que ocultaban sus fallas: las grietas, los túneles, las cavernas y las depresiones que recorrían aquella joya gigantesca.
    Habían llegado al glaciar. Cuando los viajeros se aproximaron a la cresta del gastado tocón de la montaña primordial que sostenía la lisa corona de hielo, ni siquiera estaban seguros de que el estrecho río de montaña que corría al costado seguía siendo el mismo río que había sido su acompañante durante tanto tiempo. No era posible distinguir la diminuta huella de hielo de los muchos y pequeños cursos de agua helados que esperaban la primavera para liberar sus cascadas, que descenderían entre las rocas cristalinas de la alta meseta.
    El Río de la Gran Madre, cuyo curso habían seguido todo el camino desde su ancho delta, donde desembocaba en el mar interior, la gran vía de agua que había guiado sus pasos la mayor parte del arduo Viaje, ya no existía. Incluso el atisbo bloqueado por el hielo de un arroyuelo irregular pronto quedaría atrás. Los viajeros ya no contarían con la reconfortante seguridad del río que les señalaba el camino. Tendrían que continuar su Viaje hacia el oeste, simplemente reconociendo el terreno, contando sólo con el sol y las estrellas que cumplirían la función de guías y con señales que Jondalar esperaba recordar.
    En el alto prado, la vegetación era más intermitente. Sólo las algas, los líquenes y los musgos que eran típicos de las rocas y los peñascos podían sobrevivir en dura lucha, más allá de las plantas xerófilas y alpinas y algunas raras especies más. Ayla había comenzado a suministrar a los caballos parte del pasto que habían traído consigo. Sin el pelaje espeso y desordenado y la gruesa pelambre interior, ni el lobo ni los caballos habrían sobrevivido, pero la naturaleza les había adaptado al frío. Como carecían de pelaje propio, los seres humanos habían puesto en juego su propia adaptación. Aprovechaban las pieles de los animales que ellos mismos cazaban; sin esa protección, no habrían sobrevivido. Pero, por otra parte, sin la protección de las pieles y el fuego, sus antepasados jamás habrían podido acercarse al norte.
    El íbice, la gamuza y el musmón se sentían cómodos en los prados de la montaña, incluidos los que correspondían a las regiones más accidentadas y agrestes, y frecuentaban los terrenos más altos, aunque generalmente no en el período tan avanzado de la estación, pero los caballos eran una anomalía a aquellas alturas. Ni siquiera las pendientes más suaves del macizo animaban precisamente a estos animales a trepar a tanta altura; de todos modos, Whinney y Corredor marchaban con paso seguro.
    Los caballos, con las cabezas gachas, atacaban la pendiente desde la base del hielo, cargando los suministros y las piedras de quemar negro—parduscas que representaban la divisoria entre la vida y la muerte para todos. Los humanos, que conducían a los caballos hacia lugares en los que éstos generalmente no entraban, buscaban un lugar llano para armar una tienda y organizar el campamento.
    Todos estaban cansados de combatir el frío intenso y el viento áspero y de trepar las laderas empinadas. Era un esfuerzo agotador. Incluso el lobo prefería permanecer cerca antes que alejarse y explorar.
    —Estoy muy cansada —dijo Ayla, cuando intentaban organizar el campamento mientras soportaban el azote del intenso viento—. Estoy cansada del viento y cansada del frío. Creo que jamás volveré a sentir calor. Ignoraba que pudiera hacer tanto frío.
    Jondalar asintió y reconoció la existencia del frío; pero sabía que la temperatura que aún debían afrontar sería todavía peor. Vio que ella miraba la gran masa de hielo y después apartaba los ojos, como si no deseara verla, y sospechó que la inquietaba algo más que el frío.
    — ¿Realmente debemos cruzar todo ese hielo? —preguntó Ayla, que al fin decidió admitir sus temores—. ¿Es posible? Ni siquiera sé cómo llegaremos a la cima.
    —No es fácil, pero es posible —dijo Jondalar—. Thonolan y yo lo hicimos. Mientras haya luz, me gustaría encontrar el mejor modo de llegar hasta allí con los caballos.
    —Tengo la sensación de que hemos estado viajando eternamente. Jondalar, ¿cuánto más debemos avanzar?
    —Todavía falta un trecho para la Novena Caverna, pero no está demasiado lejos, nada parecido a la que hemos recorrido; y una vez que crucemos el hielo, la distancia que nos separará de la Caverna de Dalanar es corta. Nos detendremos allí algún tiempo; de ese modo podrás conocerla y ver a Jerika y a todos. No veo el momento de mostrar a Dalanar y Joplaya algunas de las técnicas de tallado del pedernal que aprendí en Wymez, pero incluso si nos quedamos allí y prolongamos la visita, llegaremos a casa antes del verano.
    Ayla se sobresaltó. ¡El verano! ¡Pero si estamos en invierno!, pensó. Reconoció que si hubiese sabido realmente cuán prolongado iba a ser el Viaje, quizás no se hubiera mostrado tan ansiosa de recorrer con Jondalar todo el camino de regreso al hogar del hombre. Tal vez se habría esforzado más para persuadirle de que permaneciesen con los Mamutoi.
    —Echemos una mirada a ese glaciar —dijo Jondalar—, y veamos cuál es el mejor modo de subir. Después, veremos si tenemos todo la necesario, si estamos preparados para cruzar el hielo.
    —Tendremos que usar esta noche algunas piedras de quemar si queremos encender fuego —dijo Ayla—. Por aquí no hay combustible. Y habrá que derretir hielo para obtener agua... seguro que no sufriremos escasez de hielo.
    Salvo unos pocos bolsones protegidos en los que la acumulación era escasa, no había nieve en el sector en que acampaban, y habían visto muy poca durante la marcha cuesta arriba. Jondalar había estado allí antes una sola vez, pero ahora todo el sector parecía mucho más seco de lo que él recordaba. Y no se equivocaba. Se encontraban en el sector de la meseta protegido de las lluvias, es decir, sobre el lado posterior; las escasas nevadas que de hecho caían en la región solían llegar poco después, cuando la estación ya había comenzado a cambiar. Él y Thonolan habían soportado una tormenta de nieve en el tramo por el que descendían.
    Durante el invierno, el aire más tibio y cargado de agua, arrastrado por los vientos predominantes que venían del océano occidental, trepaba por las laderas hasta que alcanzaba la gran planicie de hielo glacial con una zona de alta presión en el centro. Como producía el efecto de un túnel gigantesco que apuntaba al alto macizo, el aire húmedo se enfriaba, se condensaba y se convertía en nieve, que caía únicamente sobre el hielo que estaba debajo, alimentando las hambrientas fauces del exigente glaciar.
    El hielo que cubría la cima gastada del antiguo macizo distribuía la precipitación por toda la zona, formando una superficie casi llana, excepto en la periferia. El aire enfriado, despojado de humedad, descendía a escasa altura y batía los costados, de modo que no caía nieve más allá de los bordes del hielo.
    Mientras Jondalar y Ayla se desplazaban alrededor de la base del hielo buscando el mejor modo de proseguir, descubrieron lugares que parecían modificados poco antes, con tierra y rocas arrastradas por las lenguas del hielo que avanzaba. El glaciar estaba creciendo.
    En muchas áreas, la antigua roca de la meseta aparecía desnuda al pie del glaciar. El macizo, plegado y elevado por las inmensas presiones que habían originado las montañas del sur, había sido antaño un sólido bloque de granito cristalino que enlazaba con una meseta análoga hacia el oeste. Las fuerzas que presionaban contra la vieja e inconmovible montaña, la roca más antigua sobre la tierra, dejaban sus huellas en forma de una gran abertura, una falla que escindía el bloque.
    Directamente hacia el oeste, sobre el lado opuesto del glaciar, la pendiente occidental del macizo era empinada y se correspondía con un borde paralelo que daba al este y atravesaba el valle. Las aguas de un río corrían por el centro del ancho valle de la falla, protegido por los altos costados paralelos del macizo agrietado. Pero Jondalar planeaba dirigirse hacia el suroeste, para cruzar en diagonal el glaciar y descender por una pendiente más gradual. Debía cruzar el río más cerca de su fuente, a gran altura en las montañas sureñas, antes de que éste descendiera alrededor del macizo helado y atravesara el valle.

    — ¿De dónde viene esto? —preguntó Ayla, sosteniendo el objeto en cuestión. Eran dos discos ovalados de madera montados en un marco que los mantenía en una posición fija y unidos bastante cerca el uno del otro, con cuerdas de cuero atadas a los bordes externos. Una delgada ranura recorría por el centro casi toda la extensión de los óvalos de madera, y casi los dividía en dos.
    —Lo hice antes de partir. Tengo también uno para ti. Lo usaremos para proteger los ojos. A veces el resplandor del hielo en el glaciar es tan intenso que uno lo ve todo blanco; la gente dice que uno sufre la ceguera de la nieve. Esa ceguera generalmente desaparece al cabo de un rato, pero es posible que los ojos te queden terriblemente enrojecidos y doloridos. Esto te los protegerá. Adelante, póntelas —dijo Jondalar. Después, al ver que ella los manipulaba torpemente, agregó—: Mira, te haré una demostración.— Se puso los extraños protectores y ató las dos cuerdas sobre la nuca.
    — ¿Cómo puedes ver? —preguntó Ayla. Apenas conseguía acomodar los ojos detrás de las largas ranuras horizontales, pero, de todos modos, se puso el par que él le entregó—. ¡Sí, puedes verlo casi todo! Solamente hay que mover la cabeza para ver a los lados. –Estaba sorprendida, y ahora sonrió—. Pareces tan cómico con tus grandes ojos vacíos, como una especie de espíritu extraño... o un fantasma. Tal vez el espíritu de un fantasma.
    —Tú también tienes un aspecto cómico —dijo Jondalar, sonriendo—, pero estos ojos te pueden salvar la vida. Necesitas ver dónde pones el pie cuando caminas sobre el hielo.
    —Ha sido estupendo contar con estos forros de lana de musmón para las botas, los que nos regaló la madre de Madenia —comentó Ayla, mientras los situaba al alcance de la mano para poder usarlos en cuanto deseara—. Incluso cuando están húmedos te calientan los pies.
    —Podemos dar gracias de que también tenemos el par suplementario ahora que caminamos sobre el hielo —dijo Jondalar.
    —Yo solía rellenar mi calzado con tallos de juncia, cuando vivía con el Clan.
    — ¿Tallos de juncia?
    —Sí. Te mantienen calientes los pies y se seca muy rápido.
    —Es bueno saberlo —dijo Jondalar, y después levantó una bota—. Usa las botas con las suelas de cuero de mamut. Son casi impermeables, y resisten mucho. A veces el hielo puede tener puntas cortantes, y este calzado es bastante áspero, de modo que no resbalará, sobre todo al subir. Veamos, necesitaremos la azuela para cortar el hielo. —Puso la herramienta sobre una pila que estaba formando—. Y cuerdas. Cuerdas fuertes. Tendremos que llevar la tienda, las pieles para dormir y, por supuesto, la comida. ¿Podemos dejar parte de los utensilios para cocinar? No necesitaremos muchas cosas cuando estemos sobre el hielo y los Lanzadonii podrán proporcionarnos algunos.
    —Estamos usando el alimento para los viajes. No cocinaré y he decidido utilizar la gran vasija de cuero prendida del armazón, la que nos regaló Solandia, para derretir el hielo y obtener agua; debemos ponerla directamente sobre el fuego. Es el modo más rápido, y no habrá necesidad de hervir el agua. Sólo derretir el hielo —dijo Ayla.
    —No olvides llevar una lanza.
    — ¿Para qué? Sobre el hielo no hay animales, ¿verdad?
    —No, pero puedes usarla para clavarla delante de ti y comprobar que el hielo es sólido. ¿Y este cuero de mamut? —preguntó Jondalar—. Lo tenemos desde que comenzó el Viaje, pero ¿es necesario? Es pesado.
    —Es un buen cuero, sólido y ahora flexible, y una buena protección impermeable para el bote redondo. Has dicho que sobre el hielo nieva.
    En realidad, detestaba la idea de abandonarlo.
    —Pero podemos usar la tienda como cubierta.
    —Es cierto... pero —dijo Ayla, y apretó los labios, pensativa... De pronto, vio otra cosa— ¿Dónde conseguiste esas antorchas?
    —Me las dio Laduni. Nos levantaremos antes del amanecer y necesitaremos luz para empacar. Quiero llegar a la cumbre de la meseta antes de que el sol esté muy alto, cuando todo está aún completamente congelado —dijo Jondalar—. Incluso con este frío, el sol puede fundir un poco el hielo y será bastante difícil llegar a la cima.
    Se acostaron temprano, pero Ayla no podía dormir. Estaba nerviosa y excitada. Éste era el glaciar acerca del cual Jondalar había hablado desde el principio.

    — ¿Qué...? ¿Qué pasa? —dijo Ayla, que se despertó sobresaltada.
    —No pasa nada. Es hora de levantarse —dijo Jondalar, sosteniendo en alto la antorcha. Hundió el mango en la grava para sostenerla; después entregó a Ayla una taza humeante—. Encendí fuego. Aquí tienes algo de beber.
    Ella sonrió y él pareció complacido. Ayla había preparado esa infusión matutina casi todos los días del Viaje, y Jondalar se sentía complacido porque, al menos una vez, se había levantado primero y lo había preparado para Ayla. En realidad, no había conseguido dormir. No había logrado conciliar el sueño. Estaba demasiado nervioso, demasiado excitado e inquieto.
    Lobo observaba a «sus» humanos y sus ojos reflejaban la luz. Adivinando que sucedía algo extraño, se movía y brincaba hacia delante y hacia atrás. Los caballos también estaban nerviosos; relinchaban, gemían y resoplaban lanzando nubes de vapor. Gracias a las piedras de quemar, Ayla derritió hielo para obtener agua y alimentó a los caballos con granos. Dio a Lobo una torta del alimento para viajes de los Losadunai, y reservó una para ella y otra para Jondalar. A la luz de la antorcha, plegaron la tienda y las pieles de dormir y guardaron unos pocos objetos complementarios. Dejaron detrás algunas cosas sueltas, un contenedor de granos que ahora estaba vacío y herramientas de piedra; pero, en el último momento, Ayla puso el cuero de mamut sobre el carbón pardo guardado en el bote redondo.
    Jondalar cogió la antorcha para iluminar el camino. Sujetando la cuerda de Corredor, inició la marcha, pero la luz de la antorcha le preocupaba. Podía ver un pequeño círculo iluminado en la proximidad inmediata, pero no mucho más que eso, a pesar de que la sostenía en alto. Había luna llena y aparecía cercana; Jondalar comenzó a sentir que podía encontrar mejor el camino sin el fuego. Finalmente arrojó la antorcha y avanzó en la oscuridad. Ayla le siguió; a los pocos minutos los ojos de ambos se adaptaron. Detrás, la antorcha continuaba ardiendo sobre el suelo cubierto de grava, mientras ellos se alejaban.
    A la luz de la luna a la que faltaba muy poco para alcanzar la plenitud, el monstruoso bastión de hielo relucía con una luz extraña y evanescente. El cielo oscuro estaba brumoso a causa de las estrellas, y el aire era terso y crujiente por el frío; un éter amorfo trasuntaba cierta vida propia.
    Aunque realmente hacía mucho frío, el aire helado cobró una intensidad mayor cuando se aproximaron a la gran muralla de hielo, pero el estremecimiento de Ayla respondía a la emoción del temor y la expectativa. Jondalar observó los ojos relucientes de la joven, la boca apenas entreabierta mientras ella respiraba más profundo y más rápido. Jondalar siempre se sentía animado por la excitación de Ayla, y ahora experimentó cierto movimiento en sus propias entrañas. Pero meneó la cabeza. No era el momento. El glaciar esperaba.
    Jondalar sacó de su alforja una larga cuerda.
    —Tenemos que atarnos juntos —dijo.
    — ¿También los caballos?
    —No. Cada uno de nosotros podrá sostener al otro, pero si los caballos resbalan, nos arrastrarán con ellos.
    Por mucho que le detestase la idea de perder a Corredor o a Whinney, le preocupaba sobre todo la seguridad de Ayla.
    Ayla frunció el entrecejo, pero asintió como muestra de que estaba de acuerdo.
    Hablaban en murmullos muy discretos y el hielo silencioso y amenazador aquietaba sus voces. No querían turbar su imponente esplendor o advertirle del asalto inminente.
    Jondalar ató un extremo de la cuerda alrededor de su cintura y el otro alrededor de Ayla, enroscó la cuerda sobrante y pasó el brazo por el hueco, para colgar del hombro el rollo. Después, cada uno de ellos tomó la cuerda de un caballo. Lobo tendría que seguir su propio camino.
    Jondalar sintió pánico antes de empezar. ¿En qué había estado pensando? ¿Qué le inducía a creer que podía cruzar el glaciar con Ayla y los caballos? Habrían podido seguir el camino más largo, dando un rodeo. Aunque llevase más tiempo, era más seguro. Por lo me nos, sabía que era posible. Entonces comenzó a caminar sobre el hielo. Al pie del glaciar había a menudo una separación entre el hielo mismo y la tierra, lo que creaba bajo el hielo un espacio semejante a una caverna o a una cornisa helada que sobresalía y se extendía sobre la grava acumulada que era el resultado de la acción del glaciar. En el lugar elegido por Jondalar, el saliente se había derrumbado, y permitía un acceso gradual. También estaba mezclada con grava, lo que les permitía afirmar mejor el pie. A partir del reborde que se había derrumbado, una densa acumulación de grava —una morrena— ascendía por el flanco del hielo como una especie de huella bien definida; excepto cerca de la cima, no parecía demasiado empinada para ellos o para los caballos de pasos seguros. Sobrepasar el borde superior podía constituir un problema, pero Jondalar no podía conocer su gravedad hasta que llegase a aquel punto.
    Guiados por Jondalar, comenzaron a remontar la pendiente. Corredor vaciló un momento. Aunque habían reducido la carga, el peso que el caballo transportaba todavía resultaba engorroso, y el cambio de ángulo, de una pendiente moderada a otra más empinada, desestabilizó su equilibrio. Uno de sus cascos resbaló, para después afirmarse y, con cierta vacilación, el joven animal inició el ascenso. Después les llegó el turno a Ayla y a Whinney, que arrastraba las angarillas. Pero la yegua había tirado tanto tiempo de la angarilla, y sobre terrenos tan variados, que estaba acostumbrada; a diferencia del considerable peso que Corredor llevaba sobre el lomo, las pértigas, muy separadas una de otra, contribuían al equilibrio de la yegua.
    Lobo cerraba la marcha. Para él las cosas eran más fáciles. Levantaba menos del suelo y sus patas ásperas le permitían cierto grado de adhesión de modo que no resbalaba. Pero adivinaba el peligro que corrían sus compañeros y marchaba detrás como si vigilase la retaguardia, atento a las amenazas invisibles.
    Bajo la intensa luz de la luna, los reflejos de los afloramientos irregulares de hielo desnudo relucían y las superficies espejadas de los planos lisos presentaban un aspecto intensamente líquido, cual si fueran estanques de aguas oscuras. No era difícil ver la morrena que se desparramaba, como un río de arena y piedras en un movimiento lento, pero la iluminación nocturna desdibujaba la magnitud y la perspectiva de los objetos y disimulaba los pequeños detalles.
    Jondalar marchaba con paso lento y cauteloso y guiaba con cuidado a su caballo para evitar los obstáculos. Ayla se preocupaba más por encontrar el mejor camino para el caballo al que conducía que por su propia seguridad. Cuando la pendiente se acentuó, los caballos, desequilibrados por la inclinación y por su pesada carga, trataron de afirmar las patas. Cuando un casco resbaló, en el momento en que Jondalar quiso obligar a Corredor a abordar una brusca elevación, cerca de la cumbre, el caballo relinchó y trató de retroceder.
    —Vamos, Corredor —le exhortó Jondalar, mientras ponía tensa la cuerda, como si pudiera obligar al animal mediante la fuerza bruta—. Ya casi estamos, debes llegar.
    El caballo realizó un esfuerzo, pero sus cascos resbalaron sobre el hielo traicionero que yacía bajo una delgada capa de nieve, y Jondalar sintió que le arrastraba la propia cuerda. La aflojó, de modo que Corredor se moviese con más libertad y finalmente la soltó del todo. En la carga había cosas que de ningún modo quería perder, y lo que era aún más grave, lamentaría perder al animal; temió que el corcel no lograse llegar a la cima.
    Pero, cuando sus cascos encontraron grava, el deslizamiento de Corredor cesó, y como ahora nada le sujetaba, irguió la cabeza y se lanzó hacia delante. De pronto, el caballo superó el borde; para ello había aprovechado diestramente una estrecha grieta al final de una fisura, en el punto mismo en que el camino se nivelaba. Jondalar advirtió que el color del cielo había pasado del negro al azul índigo intenso, con una leve aclaración de las sombras en el horizonte oriental. Se acercó al caballo, le palmeó y le elogió cálidamente.
    Jondalar sintió un tirón en la cuerda que pasaba por su hombro. Pensó: «Seguramente Ayla ha resbalado»; soltó más cuerda. «Quizás haya llegado al punto en que la pendiente se eleva bruscamente.» De pronto, la cuerda comenzó a deslizarse de su mano, hasta que él sintió un fuerte tirón en la cintura. Supuso que Ayla estaba sosteniendo la cuerda de Whinney. «Tiene que soltarla.»
    Sujetó la cuerda con las dos manos y gritó:
    — ¡Suéltala, Ayla! ¡Te arrastrará con ella!
    Pero Ayla no le oyó, o si le oyó no le entendió. Whinney había comenzado a trepar por la pendiente, pero sus cascos no podían encontrar el punto de apoyo y retrocedía deslizándose. Ayla sostenía la cuerda que sujetaba al animal, como si pudiera impedir que la yegua cayese; pero, en realidad, también ella estaba cayendo hacia atrás.
    Jondalar sintió que él mismo se acercaba peligrosamente al borde. Buscó algo donde agarrarse y aferró la cuerda que sujetaba a Corredor. El animal relinchó.
    En última instancia, la angarilla frenó el descenso de Whinney. Una de las pértigas se enganchó en una grieta y allí se sostuvo el tiempo suficiente para permitir que la yegua recuperase el equilibrio. Después, sus cascos se hundieron en un montón de nieve que le permitió afianzarse y finalmente encontró grava. Cuando Jondalar sintió que la cuerda aflojaba, soltó la que sostenía a Corredor. Apoyando el pie en una grieta del hielo, Jondalar tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura.
    —Dame un poco de cuerda —gritó Ayla, mientras sostenía la que sujetaba a Whinney y el animal pugnaba por avanzar.
    De pronto, milagrosamente, Jondalar vio que Ayla había sobrepasado el borde; y entonces tiró de la cuerda para ayudarla a recorrer el resto del camino. Un instante después apareció Whinney. Con un brinco hacia delante, la yegua dejó atrás la grieta y apoyó las patas en el hielo llano; las pértigas de la angarilla saltaron por el aire y el bote redondo vino a descansar en el borde que los humanos y los animales habían superado. Una raya rosada apareció en el cielo matutino, definiendo el borde de la tierra; Jondalar emitió entonces un suspiro.
    De pronto, Lobo saltó sobre el borde y corrió hacia Ayla. Empezó a echársele encima, pero, como no se sentía muy segura, le ordenó que se detuviese. El lobo retrocedió, miró a Jondalar y después a los caballos. Alzó la cabeza y, tras unos pocos gañidos preliminares, entonó alto y fuerte su canto de lobo.
    Aunque habían trepado una acentuada pendiente y el hielo ahora era una superficie llana, lo cierto es que todavía no habían alcanzado la superficie más alta del glaciar. Había grietas por todo el borde y bloques quebrados de hielo dilatado que se habían elevado. Jondalar traspasó un montículo de nieve que cubría una roca irregular y fragmentada detrás del borde, y finalmente puso los pies sobre una superficie llana de la plataforma de hielo. Corredor le siguió, despidiendo por el aire fragmentos de hielo que saltaban y rodaban por encima del borde hacia la base del glaciar. El hombre mantuvo tensa la cuerda sujeta a su cintura mientras Ayla daba los últimos pasos. Lobo corría por delante mientras Whinney marchaba detrás.
    El cielo se había convertido en un fugaz y único matiz de azul oscuro, mientras los rayos de luz móviles brotaban precisamente detrás del horizonte de la tierra. Ayla volvió los ojos hacia la acentuada pendiente y se preguntó cómo habían logrado remontarla. Desde el lugar que ahora ocupaban en la cima no parecía posible. Después se volvió para continuar y sintió que se le cortaba el aliento.
    El sol naciente había asomado sobre el borde oriental con una explosión cegadora de luz que iluminaba una escena inverosímil. Hacia el oeste, una planicie lisa, absolutamente sin accidentes, de un blanco deslumbrante, se extendía ante ellos. Sobre ella, el cielo tenía un matiz de azul que Ayla jamás había visto en su vida. Quién sabe cómo, había absorbido el reflejo de la alborada roja y el matiz verde azulado del hielo glacial, y sin embargo, continuaba siendo azul. Pero era un azul de brillo tan deslumbrante que parecía resplandecer con su propia luz en un matiz que desafiaba la descripción. Se iba oscureciendo hasta alcanzar un tono negro azulado brumoso en el horizonte lejano, hacia el suroeste.
    Mientras el sol se elevaba por el este, la imagen descolorida de un círculo casi perfecto, que había resplandecido con reflejos tan brillantes en el cielo oscuro del momento que precedía al despertar del alba, se cernía sobre el borde occidental lejano; era apenas un recuerdo de su esplendor anterior. Pero nada interrumpía la belleza ultraterrena del vasto desierto de agua helada; no había árboles, ni rocas, ni movimientos de ningún género que mancillas en la majestad de la superficie aparentemente uniforme.
    Ayla expulsó explosivamente su aliento. No había advertido que estaba conteniéndolo.
    — ¡Jondalar! ¡Esto es grandioso! ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría viajado el doble de distancia para ver esto —dijo con voz cargada de reverencia.
    —Es espectacular —dijo él, sonriendo ante la reacción de la joven, pero igualmente impresionado—. Sin embargo, no podía decírtelo. Nunca lo había visto antes. No es frecuente esta serenidad. Aquí, las ventiscas también pueden ser espectaculares. Avancemos mientras podamos ver el camino. No es tan sólido como parece, y con este cielo claro y el sol luminoso, puede abrirse una grieta o ceder una cornisa que sobresale.
    Comenzaron a atravesar la planicie de hielo, precedidos por sus propias sombras alargadas. Antes de que el sol estuviese muy alto, ya habían comenzado a transpirar dentro de sus pesadas ropas. Ayla comenzó a quitarse la chaqueta de piel con capucha.
    —Quítate la ropa, si lo deseas —dijo Jondalar—, pero mantén cubierto el cuerpo. Aquí puedes sufrir una grave quemadura, y no sólo por el sol. Cuando el sol brilla así, también el hielo puede quemarte.

    Durante la mañana comenzaron a formarse pequeños cúmulos. Hacia el mediodía se habían agrupado para formar grandes nubes del mismo tipo. El viento comenzó a acentuarse en el transcurso de la tarde. Aproximadamente a la hora en que Ayla y Jondalar decidieron detenerse para derretir nieve y hielo con el fin de conseguir agua, ella se sintió más que feliz de ponerse de nuevo el cálido chaquetón de piel. Los cumulonimbos cargados de humedad ocultaban el sol, y rociaban a los viajeros con una leve polvareda de nieve seca. El glaciar se ensanchaba.
    La meseta que estaban cruzando había nacido en los picos de las accidentadas montañas que se levantaban muy al sur. El aire húmedo, que se elevaba y desbordaba los altos obstáculos, se condensaba en gotitas de agua, pero era la temperatura la que decidía si adoptaría la forma de lluvia fría o, si tras un descanso relativo, formaría nieve. No era la congelación perpetua la que formaba los glaciares; era más bien la acumulación de nieve de un año sobre la del siguiente lo que originaba los glaciares, que, poco a poco, se convertían en láminas de hielo que, con el tiempo, abarcaban continentes enteros. A pesar de unos pocos días cálidos, los inviernos de intenso frío combinados con los veranos nublados y frescos, que no atinaban a derretir del todo el resto de nieve y hielo que persistía al final del invierno —es decir, una temperatura anual media baja— inclinaba la balanza en favor de una época glacial.
    Exactamente debajo de las altas cumbres de las montañas meridionales, demasiado abruptas ellas mismas para permitir que la nieve se posara, se formaban pequeñas cuencas, anfiteatros que se apoyaban en las faldas de las cumbres; estos anfiteatros eran la cuna de los glaciares. Cuando los copos de nieve livianos, secos y esponjosos derivaban hacia las depresiones que se formaban arriba en las montañas y que habían sido provocadas por minúsculas proporciones de agua que se congelaba en las grietas y después se expandían y arrojaban toneladas de roca, terminaban apilándose. Con el tiempo, el peso de la masa de agua helada convertía los delicados copos en fragmentos que se agrupaban en pequeñas esferas redondas de hielo: la nieve granulada. La nieve granulada no se formaba en la superficie, sino en lo profundo del anfiteatro, y cuando caía más nieve, las esferas compactas más pesadas se elevaban y sobrepasaban el borde del nido. A medida que se acumulaba un número más elevado, las bolas de hielo casi circulares se unían con tal fuerza a causa del peso que soportaban que se liberaba una fracción de energía adoptando la forma de calor. Durante un instante, se derretían en los muchos puntos de contacto e inmediatamente volvían a congelarse, soldando las bolas. A medida que aumentaba la profundidad de las capas de hielo, la acrecentada presión reorganizaba la estructura de las moléculas para formar hielo sólido, cristalino, pero con una sutil diferencia: el hielo fluía.
    El hielo del glaciar, formado bajo una presión tremenda, era más denso; pero en los niveles inferiores, la gran masa de hielo sólido fluía tan libremente como cualquier líquido. Separándose alrededor de las obstrucciones, por ejemplo las altas cumbres de las montañas, y reagrupándose del lado opuesto —a menudo llevando consigo gran parte de la roca y dejando detrás islas de afiladas cumbres— un glaciar se adaptaba a los perfiles del terreno y lo pulverizaba y reconstituía al pasar.
    El río de hielo sólido tenía corrientes y remolinos, remansos estancados y centros torrentosos, pero se movía con un ritmo distinto, tan ponderadamente lento como gigantesco. Podía tardar años en desplazarse algunos centímetros. Pero el tiempo no importaba. Disponía de todo el tiempo del mundo. Mientras la temperatura media se mantuviese bajo la línea crítica, el glaciar se alimentaba y crecía.
    Los anfiteatros de las montañas no eran las únicas cunas. Los glaciares se formaban también en suelo llano, y una vez que cubrían un área bastante amplia, el efecto de enfriamiento distribuía la precipitación fuera del túnel anticiclón, centrado en el punto medio, y lo llevaba a las márgenes de los extremos; el espesor del hielo era casi el mismo en toda su extensión.
    Los glaciares nunca estaban totalmente secos. Cierta proporción de agua se desprendía constantemente a causa de la fusión provocada por la presión. Este líquido llenaba las pequeñas grietas y los recovecos, y cuando se enfriaba y volvía a congelarse, se expandía en todas las direcciones. El movimiento de un glaciar era hacia fuera, extendiéndose hacia todos los puntos a partir de su origen, y la velocidad de su movimiento dependía de la pendiente de su superficie, no de la pendiente del suelo que estaba debajo. Si la pendiente superficial era acentuada, el agua contenida en el glaciar fluía ladera abajo con más velocidad a través de las grietas del hielo y extendía el hielo al congelarse nuevamente. Los glaciares crecían con más velocidad cuando eran jóvenes, cuando estaban cerca de los grandes océanos o los mares, o en las montañas donde los altos picos garantizaban densas nevadas. Se aminoraba la velocidad de crecimiento después que se extendía, cuando su amplia superficie reflejaba la luz del sol y el aire que incidía sobre el centro se hacía más frío y más seco, y producía menos nieve.
    Los glaciares de las montañas del sur se habían extendido a partir de sus altos picos, llenando los valles hasta el nivel de los altos pasos de las montañas y desbordándolos. Durante un anterior período de avance, los glaciares de las montañas colmaron la profunda zanja de una falla que separaba el promontorio de la montaña y el antiguo macizo. Cubrió la meseta y después se extendió hacia las altas montañas erosionadas de la cadena septentrional. El hielo retrocedió durante el calentamiento estacional —que estaba tocando a su fin— y se fundió en el valle, que era una playa de tierras bajas, dando lugar aun ancho río y un extenso lago agredido por las morrenas, pero el glaciar de la meseta de las tierras altas, el mismo que ellos estaban cruzando, permaneció helado.

    No podían encender fuego directamente sobre el hielo y pensaron usar el bote redondo como base de las piedras del río que habían traído para encender encima el fuego. Pero antes tenían que retirar todas las piedras de quemar que había en el bote redondo. Mientras Ayla quitaba el grueso cuero de mamut, pensó que podían usarlo como sostén y encender fuego encima. Aunque se chamuscara un poco, no importaba. Se felicitó de haber pensado en traerlo. Todos, incluso los caballos, recibieron agua y algún alimento.
    Mientras estaban allí, el sol desapareció por completo tras las densas nubes, y antes de que reanudaran la marcha, la nieve espesa empezó a caer con sombría decisión. El viento norte aulló y batió la extensión helada; en toda la vasta lámina que cubría el macizo no había nada que se opusiera a su paso. Estaba preparándose una ventisca.

    42

    Cuando la nieve empezó a caer más densamente, la fuerza del viento que venía del noroeste se acentuó súbitamente. Arremetió contra ellos con un golpe de aire frío que los arrastró cual si no fueran más que un fragmento insignificante de la cortina horizontal y blanca que los rodeaba.
    —Creo que será mejor esperar a que esto pase —gritó Jondalar, para que pudiera ser oído por encima del aullido del viento.
    Trabajaron esforzadamente para armar la tienda, mientras las ráfagas heladas sacudían el pequeño refugio, arrancaban del hielo las sujeciones, hinchaban y zarandeaban la tienda. El viento violento y tenaz amenazaba arrancar la lámina de cuero sostenida por los dos minúsculos seres vivientes que trataban de avanzar sobre el hielo, atreviéndose a oponer un obstáculo a la furiosa ventisca de nieve que hacía estragos sobre la superficie lisa.
    — ¿Cómo vamos a sujetar la tienda? —preguntó Ayla—. ¿Siempre reina aquí este tiempo?
    —No recuerdo que el viento soplara antes tan fuerte, pero no me sorprende.
    Los caballos estaban parados, mudos, las cabezas gachas, soportando estoicamente la tormenta. Lobo estaba muy cerca de ellos, cavando un pozo para protegerse.
    —Tal vez debamos poner a uno de los caballos sobre el extremo suelto, de modo que lo sujete mientras clavamos las estacas —propuso Ayla.
    Una cosa llevó a otra, y en definitiva llegaron a una solución improvisada; emplearon los caballos como estacas y como soportes. Extendieron la tienda de cuero sobre los lomos de los dos caballos; después, Ayla consiguió que Whinney se afirmara sobre uno de los bordes, y se metió debajo abrigando la esperanza de que la yegua no se moviera demasiado y soltara el reborde. Ayla y Jondalar se acurrucaron juntos, con el lobo bajo sus rodillas dobladas, sentados, casi bajo los vientres de los caballos, sobre el otro extremo de la tienda que los rodeaba como una envoltura.
    Oscureció antes de que cesara el fuerte viento y tuvieron que acampar para pasar la noche en el mismo lugar, pero primero sujetaron bien la tienda. Por la mañana, Ayla miró desconcertada algunas manchas oscuras cerca del borde de la tienda, donde Whinney se había apoyado. Pensó extrañada en el asunto mientras se apresuraban a levantar el campamento a la mañana siguiente.
    Recorrieron más distancia el segundo día, a pesar de que tuvieron que salvar apretados montículos de hielo resquebrajado y que rodear un área en la cual aparecían varias grietas amenazadoras, todas orientadas en la misma dirección. Por la tarde se desató de nuevo una tormenta, aunque el viento no fue tan intenso y amainó con más rapidez, lo que les permitió continuar su Viaje hasta bien entrada la tarde.
    Hacia el anochecer, Ayla advirtió que Whinney cojeaba. Sintió que el corazón le latía más aceleradamente y experimentó una oleada de temor cuando observó más de cerca y vio manchas rojas sobre el hielo. Obligó a Whinney a levantar una pata y examinó el casco. Estaba cortado hasta lo vivo y sangraba:

    —Jondalar, mira esto. Está herida. ¿Qué ha podido suceder? —preguntó Ayla.
    Jondalar examinó a la yegua, y después revisó los cascos de Corredor, mientras Ayla inspeccionaba los otros cascos de Whinney. Jondalar descubrió el mismo tipo de heridas, y frunció el entrecejo.
    —Seguramente es el hielo —dijo—. Será mejor que mires también las patas de Lobo.
    Las almohadillas de las patas del lobo mostraban cierto deterioro, aunque no tan grave como los cascos de los caballos.
    — ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ayla—. Están cojos o lo estarán muy pronto.
    —Nunca pensé que el hielo podía ser tan cortante que llegara a hender los cascos —dijo Jondalar, muy inquieto—. He tratado de pensar en todo, pero no imaginé esto.
    Se sentía agobiado por el remordimiento.
    —Los cascos son duros, pero no tanto como una piedra. Son más bien como las uñas de los dedos. Pueden ser dañados. Jondalar, no pueden continuar. En un día más estarán tan cojos que no podrán dar un solo paso —dijo Ayla—. Tenemos que ayudarlos.
    —Pero, ¿qué podemos hacer? —dijo Jondalar.
    —Bien, todavía tengo mi saquito de medicinas. Puedo curarles las heridas.
    —Pero no podemos permanecer aquí hasta que curen. Y apenas reanuden la marcha, volverán a lastimarse. —El hombre calló y cerró los ojos. Ni siquiera deseaba pensar lo que estaba pensando, y mucho menos decirlo, pero sólo encontraba un modo de resolver el dilema—. Ayla, tendremos que dejarlos —dijo con la mayor dulzura posible.
    — ¿Dejarlos? ¿Qué quieres decir? No podemos dejar a Whinney o a Corredor. ¿Dónde encontrarán agua? ¿O comida? Sobre el hielo no hay nada para pastar, ni siquiera ramitas. Morirán de hambre o de frío. ¡No podemos hacer eso! —dijo Ayla, y su cara reflejaba verdadera angustia—. ¡No podemos dejarlos así! ¡No podemos, Jondalar!
    —Tienes razón, no podemos dejarlos aquí de ese modo. No sería justo. Sufrirían demasiado... pero... tenemos las lanzas y los lanzavenablos... —dijo Jondalar.
    — ¡No! ¡No! —gritó Ayla—. ¡No te lo permitiré!
    —Será mejor que dejarlos aquí y que mueran lentamente, que sufran. No son como los caballos que... ya han sido perseguidos. Es lo que hace la mayoría de la gente.
    —Pero éstos no son como otros caballos. Whinney y Corredor son amigos. Hemos pasado juntos muchas cosas. Nos ayudaron. Whinney me salvó la vida. No puedo abandonarla.
    —Lo mismo que tú, tampoco yo quiero abandonarlos —dijo Jondalar—, pero, ¿qué podemos hacer?
    La idea de matar al potro después de viajar juntos tanto tiempo casi era más que lo que él podía soportar, y Jondalar sabía cuáles eran los sentimientos de Ayla respecto de Whinney.
    —Regresaremos. No tenemos más remedio que volver. Tú mismo has dicho que había otro camino, rodeando el glaciar.
    —Ya hemos viajado dos días sobre este hielo y los caballos casi no pueden caminar. Ayla, podemos intentar el regreso, pero no creo que ellos lo resistan —dijo Jondalar. Ni siquiera estaba seguro de que el lobo soportaría el esfuerzo. El sentimiento de culpa y el remordimiento le dominaban—. Lo siento, Ayla. La culpa es mía. Fue una estupidez por mi parte creer que podríamos cruzar este glaciar con los caballos. Hubiéramos debido seguir el camino más largo, pero me temo que ahora es demasiado tarde.
    Ayla descubrió lágrimas en los ojos de Jondalar. No había visto que Jondalar llorase con facilidad. Aunque no era raro que los hombres de los Otros llorasen, el carácter de Jondalar le llevaba a disimular esos sentimientos. En cierto sentido, eso mismo hacía que el amor de Jondalar hacia Ayla fuese más intenso. Se había entregado casi totalmente pero sólo a ella, y por eso Ayla le amaba; pero ella no podía renunciar a Whinney. La yegua era amiga suya; el único amigo que había tenido en el valle hasta la llegada de Jondalar.
    —Jondalar, ¡tenemos que hacer algo! —sollozó la joven.
    — ¿Pero qué? —Nunca se había sentido tan desalentado, tan totalmente frustrado ante su propia incapacidad para encontrar una solución.
    —Bien, por el momento —dijo Ayla, enjugándose las lágrimas que ya se le congelaban sobre las mejillas —, voy a tratar las heridas. Por lo menos puedo hacer eso. —Sacó su saquito de piel de nutria con las medicinas—. Habrá que encender un buen fuego, porque necesito hervir agua y no sólo derretir hielo.
    Separó el cuero de mamut de las piedras pardas de quemar y lo desplegó sobre el hielo. Vio algunas marcas chamuscadas en el cuero flexible, pero no habían dañado el material viejo y resistente. Depositó las piedras en un lugar diferente, pero cerca del centro, como una base sobre la cual encender fuego. Por lo menos, ya no tendrían necesidad de seguir conservando el combustible. Podían dejar atrás la mayor parte.
    Ayla no habló. No podía, y Jondalar tampoco tenía nada que decir. Parecía imposible. Habían pensado, planeado y preparado tanto para acometer el cruce de este glaciar, y todo para ahora verse detenidos por un obstáculo que ni siquiera habían contemplado. Ayla miró fijamente el pequeño fuego, Lobo se arrastró hacia ella y gimió, no porque sufriese, sino porque sabía que algo andaba mal. Podía controlar mejor dónde apoyaba las patas y se lamía cuidadosamente la nieve y el hielo cuando se detenía a descansar. Ayla no quería tampoco pensar en la posibilidad de perderlo.
    Desde hacía algún tiempo ella no pensaba de manera consciente en Durc, aunque siempre se mantenía presente en su memoria como un recuerdo o un dolor helado que ella nunca olvidaría. Descubrió que estaba murmurando algo acerca de él. ¿Ya habrá comenzado a cazar con el Clan? ¿Habrá aprendido a usar la honda? Uba seguramente era una buena madre para él; lo cuidaría, preparándole el alimento y confeccionándole cálidas prendas invernales.
    Ayla se estremeció, al pensar en el frío, y de pronto recordó las primeras ropas de invierno que Iza le había confeccionado. A Ayla le agradaba el sombrero de pelo de conejo con la piel por dentro. Los protectores para los pies que usaba durante el invierno también estaban forrados con piel. Recordó que solía corretear con un par de protectores nuevos y le vino a la memoria el modo en que se confeccionaban aquellos sencillos revestimientos. Era simplemente un pedazo de cuero unido por arriba y atado sobre el tobillo. Después de un tiempo se adaptaban a la forma del pie, aunque al principio resultaban un poco incómodos; pero esa incomodidad era parte de la satisfacción que sentía cuando estrenaba más.
    Ayla continuaba mirando fijamente el fuego observando el agua que empezaba a burbujear. Algo estaba preocupándola. Algo importante, de eso estaba segura. Algo a propósito de...
    De pronto se le cortó el aliento.
    — ¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar!
    Él se dio cuenta de que Ayla estaba nerviosa.
    — ¿Qué sucede, Ayla?
    —Nada malo, sino muy bueno —exclamó Ayla—. ¡Acabo de recordar algo!
    Jondalar pensó que tenía un comportamiento extraño.
    —No lo entiendo —dijo.
    Se preguntó si la idea de perder los dos caballos no sería un golpe demasiado fuerte para ella. Ayla tiró de la pesada lámina de cuero de mamut que estaba bajo el fuego, y su gesto provocó que una brasa cayese directamente sobre el cuero.
    —Dame un cuchillo, Jondalar. Tu cuchillo más afilado.
    — ¿Mi cuchillo? —dijo Jondalar.
    —Sí, tu cuchillo —dijo Ayla—. Confeccionaré unas botas para los caballos.
    — ¿Que vas a hacer qué?
    —Confeccionar unas botas para los caballos, y también para Lobo. ¡Con este cuero de mamut!
    — ¿Cómo vas a fabricar botas para los caballos?
    —Cortaré redondeles del cuero de mamut, y después practicaré orificios en los bordes, pasaré por los agujeros un cordel y lo ataré todo a los tobillos de los caballos. Si el cuero de mamut puede impedir que el hielo corte nuestros pies, también protegerá las patas de los animales —explicó Ayla.
    Jondalar se quedó pensando un momento, visualizando lo que ella describía; después, sonrió.
    — ¡Ayla! Creo que servirá. ¡Por la Gran Madre! ¡Creo que servirá! ¡Qué idea tan maravillosa! ¡Cómo se te ocurrió!
    —Así es como Iza me fabricaba botas. De ese modo la gente del Clan se protegía los pies. Y también las manos. Estoy tratando de recordar si era eso lo que Guban y Yorga usaban. Es difícil saberlo, porque después de un tiempo se adaptan al pie.
    — ¿Ese cuero será suficiente?
    —Tendrá que serlo. Mientras alimento el fuego, terminaré de preparar este remedio para las heridas y quizás una infusión caliente para nosotros. No hemos bebido nada en dos días, y probablemente no volveremos a prepararlo antes de que salgamos de estos hielos. Es necesario ahorrar combustible, pero creo que una bebida caliente nos vendrá muy bien ahora mismo.
    — ¡Me parece que tienes razón! —dijo Jondalar, sonriendo de nuevo y sintiéndose mucho mejor.
    Ayla examinó cuidadosamente cada casco de los dos caballos, limpió los puntos heridos, aplicó la medicación y después les ató las botas de cuero de mamut. Al principio los animales trataron de sacudirse los extraños protectores adheridos a las patas, pero estaban atados con firmeza, y rápidamente se acostumbraron a ellos. Después, Ayla echó mano de las cubiertas que había confeccionado para Lobo y se las ató. Lobo las masticó y mordisqueó, tratando de desembarazarse de aquellas incómodas novedades, pero un rato después también él cejó en sus intentos. Sus grandes patas lobunas estaban ahora mucho mejor protegidas.
    La mañana siguiente colocaron sobre los caballos una carga un poco más liviana: habían quemado parte del carbón pardo y el pesado cuero de mamut estaba ahora en sus patas. Ayla los descargaba cuando se detenían a descansar, y cargaba personalmente una proporción un poco mayor del peso. Pero no podía dedicarse a llevar lo que soportaban los robustos caballos. A pesar de la marcha, los cascos y las patas de los animales parecían haber mejorado mucho por la noche. Lobo tenía un aspecto perfectamente normal, lo que era un alivio tanto para Ayla como para Jondalar. Las botas aportaron una ventaja imprevista: cumplieron la función de una especie de calzado para la nieve allí donde había una espesa capa y así los animales grandes y pesados no se hundían tanto.
    La rutina del primer día persistió, con algunas variaciones. Avanzaban más rápidamente por la mañana; las tardes traían nieve y viento de diferente intensidad. A veces podían caminar un poco más después de la tormenta; y en otras ocasiones tenían que permanecer en el lugar en que se habían detenido por la tarde y pasar allí la noche; en cierta ocasión se vieron obligados a interrumpir el viaje dos días, pero ninguna de las ventiscas fue tan intensa como la que habían soportado el primer día.
    La superficie del glaciar no era en modo alguno tan lisa y llana como había parecido ese primer día de luminoso sol. Los viajeros avanzaban a trompicones a través de las grandes acumulaciones de suave polvo de nieve que formaba altas pilas como consecuencia de las tormentas localizadas. Otras veces, cuando los fuertes vientos barrían la superficie, tenían que pisar los afilados salientes y resbalaban al interior de zanjas poco profundas; los pies quedaban atrapados en los espacios estrechos y los tobillos se torcían bajo el peso del cuerpo sobre la superficie desigual. Sin previo aviso se desencadenaban borrascas instantáneas, los vientos intensos casi nunca amainaban y los viajeros experimentaban una sensación de constante ansiedad a causa de las grietas invisibles simuladas por endebles puentes o cornisas de nieve.
    Esquivaban las grietas abiertas, sobre todo en las proximidades del centro, donde el aire seco tenía tan escasa humedad que la nieve no alcanzaba la densidad necesaria para llenar los huecos. Y el frío, el frío intenso, cruel, que calaba hasta los huesos, jamás amainaba. Su aliento se les congelaba sobre la piel de las capuchas, alrededor de la boca; una gota de agua que caía de una taza se congelaba antes de tocar el suelo. Sus caras, expuestas a los crueles vientos y al sol intenso, se agrietaban, se despellejaban y ennegrecían. La congelación del cuerpo era una amenaza constante.
    Comenzaban a sentir los efectos del esfuerzo. Sus reacciones empezaban a debilitarse y también su capacidad de juicio. Una furiosa tormenta vespertina se había prolongado hasta la noche. Por la mañana, Jondalar estaba impaciente por ponerse en marcha. Habían perdido mucho más tiempo de lo que él había previsto. Con aquel frío cruel, el agua necesitaba más tiempo para calentarse, y la provisión de piedras de quemar estaba disminuyendo.
    Ayla estaba preparando su alforja; después, comenzó a buscar alrededor de su piel de dormir. No alcanzaba a recordar cuántos días habían estado sobre el hielo, pero por lo que a ella se refería, habían sido demasiados, pensaba mientras buscaba.
    — ¡Deprisa, Ayla! ¿Por qué te retrasas tanto? —rezongó Jondalar.
    —No encuentro los protectores de los ojos —dijo.
    —Ya te dije que no debías perderlos. ¿Quieres quedarte ciega? —explotó Jondalar.
    —No, no deseo quedarme ciega. ¿Por qué crees que los estoy buscando? –replicó Ayla. Jondalar cogió la piel de Ayla y la sacudió enérgicamente. Las antiparras de madera cayeron al suelo.
    —Mira bien dónde las pones la próxima vez —dijo—. Ahora, en marcha.
    Levantaron deprisa el campamento, pero Ayla se mostraba hosca y rehusaba hablar a Jondalar. Él se acercó e inspeccionó nuevamente los bultos que ella había atado, como solía hacer. Ayla cogió la cuerda de Whinney e inició la marcha, obligando a la yegua a moverse antes de que Jondalar pudiera examinar el equipaje.
    — ¿No crees que sé cargar un caballo? Dijiste que querías que partiéramos enseguida. ¿Por qué estás perdiendo el tiempo? —le dijo por encima del hombro.
    Jondalar se dijo irritado que sólo había tratado de ser cuidadoso. «Ella ni siquiera conoce el camino. Ya veremos qué piensa cuando comience a caminar en círculos un buen rato. Entonces vendrá a pedirme que la guíe», pensó Jondalar mientras caminaba detrás de la Joven.
    Ayla tenía frío y estaba fatigada a causa de la penosa marcha. Avanzaba sin fijarse mucho en su entorno. Pensó: «Si él quiere que caminemos con tanta prisa, pues lo haremos. Y si llegamos a ver el fin de este hielo, ojalá que nunca más tenga nada que ver con un glaciar».
    Lobo corría nerviosamente entre Ayla, que iba delante, y Jondalar, que seguía detrás. No le gustaba el súbito cambio de las posiciones respectivas. El hombre alto siempre había ido por delante. El lobo se adelantó a la mujer, que avanzaba casi a ciegas, indiferente a todo lo que no fuese aquel frío miserable y sus sentimientos lastimados. De pronto, se detuvo directamente frente a ella, cortándole el paso.
    Ayla, que llevaba de la cuerda a la yegua, se desvió a un lado y siguió adelante. El lobo volvió a adelantarse y de nuevo se detuvo frente a Ayla. Ella tampoco hizo caso. Le tocó las piernas; pero Ayla le apartó. Lobo avanzó algo más y después se sentó para llamar la atención de su ama. Ella prosiguió su marcha. Lobo corrió hacia Jondalar, brincó y gimió frente a él y después dio algunos brincos en dirección a Ayla, gimiendo, y de nuevo se acercó al hombre.
    —Lobo, ¿sucede algo? —preguntó Jondalar, que al fin prestó atención al nerviosismo del animal.
    De pronto, oyó un sonido terrorífico, un estampido sofocado. Levantó bruscamente la cabeza en el momento mismo en que adelante se elevaron en el aire surtidores de nieve liviana.
    — ¡No! ¡Oh, no! —exclamó Jondalar angustiado, y se adelantó a la carrera. Cuando la nieve se posó, un animal solitario estaba al borde de una ancha grieta. Lobo levantó el hocico y emitió un aullido largo y desolado.
    Jondalar se echó sobre el hielo, en el borde de la grieta, y trató de mirar hacia abajo.
    — ¡Ayla! —gritó desesperado—. ¡Ayla! —Se le había puesto un duro nudo en el estómago. Sabía que era inútil. Ella jamás le oiría. Estaba muerta en el fondo de una profunda grieta en el hielo.
    — ¿Jondalar? Él oyó una tenue y angustiosa voz que llegaba de muy lejos.
    — ¿Ayla? —Sintió una oleada de esperanza y miró hacia abajo. A gran profundidad, de pie sobre una estrecha cornisa de hielo que emergía del muro de la profunda zanja, estaba la mujer aterrorizada—. ¡Ayla, no te muevas! —ordenó Jondalar—. Quédate completamente quieta. Esa cornisa también puede desprenderse.
    «Está viva —pensó Jondalar—. No puedo creerlo. Es un milagro. Pero, ¿cómo la sacaré de allí?»
    En el interior del abismo de hielo, Ayla se apoyaba contra la pared, aferrándose desesperadamente a una fisura en el saliente, petrificada de miedo. Había estado caminando a través de la nieve hundida casi hasta las rodillas, perdida en sus propios pensamientos. Estaba cansada, muy cansada de todo: del hielo, de abrirse paso penosamente en la nieve profunda, del glaciar. La excursión a través del hielo había agotado sus energías, y la fatiga le había calado hasta los huesos. Aunque se esforzaba para seguir caminando, su único deseo era llegar al fin del enorme glaciar.
    Y de pronto, un estrepitoso crujido le arrancó de sus cavilaciones. Experimentó la terrible sensación del hielo sólido que cedía bajo sus pies, y entonces recordó aquel terremoto de muchos años antes. Instintivamente trató de cogerse a algo pero el hielo y la nieve que se desplomaban no le ofrecieron nada. Sintió que caía, casi sofocada en medio del puente de nieve que se había desplomado bajo sus pies, y no tenía idea de cómo había ido aparar a la estrecha cornisa.
    Miró hacia arriba, temerosa incluso de ese movimiento mínimo, no fuese que el más leve cambio de posición aflojara su precario punto de apoyo. Arriba, el cielo parecía casi oscuro; creyó que veía el débil resplandor de las estrellas. Una ocasional lámina de hielo o un puñado de nieve caían tardíamente del reborde, desprendiéndose finalmente de su precario sostén y cubriendo de fragmentos a la mujer a medida que descendían.
    La cornisa era una estrecha prolongación de una superficie más antigua, enterrada hacía mucho tiempo por las sucesivas nevadas. Descansaba sobre un peñasco ancho e irregular que había sido arrancado de la roca sólida a medida que el hielo fue llenando lentamente un valle y se desbordó por los costados hacia otros adyacentes. El río de hielo, que fluía majestuosamente, acumulaba grandes cantidades de polvo, arena, grava y peñascos arrancados de la roca viva y los arrastraba lentamente hacia la corriente más veloz del centro. Estas morrenas formaban largas cintas de residuos sobre la superficie a medida que se desplazaban en el mismo sentido que la corriente. Cuando más tarde la temperatura se elevaba lo suficiente para derretir los enormes glaciares, dejaban las señales de su paso en los riscos y las colinas formadas por un surtido heterogéneo de piedras.
    Mientras ella esperaba, temiendo moverse y manteniéndose muy quieta, oyó débiles murmullos y rumores sordos en la profunda caverna helada. Al principio creyó que era su imaginación. Pero la masa de hielo no era tan sólida como parecía sobre la dura superficie externa. Constantemente se readaptaba, se expandía, se desplazaba y deslizaba. La explosión de una nueva grieta que se abría o cerraba en un punto lejano, en la superficie o la profundidad del glaciar, originaba vibraciones a través del sólido extrañamente viscoso. La gran montaña de hielo estaba horadada por catacumbas: corredores que se interrumpían bruscamente, largas galerías que viraban y serpenteaban, descendían o se elevaban; bolsonos y cavernas que se abrían sugestivos y después se cerraban.
    Ayla comenzó a mirar alrededor. Las altas paredes de hielo relucían con una luz azul brillante e increíblemente intensa, que tenía un concentrado matiz verde. Con un súbito sobresalto, comprendió que había visto antes ese color, pero en un solo lugar. Los ojos de Jondalar tenían el mismo azul intenso y asombroso. Ansiaba verlos de nuevo. Los planos fracturados del enorme cristal de hielo suscitaban en ella la sensación del misterioso y fugaz movimiento que adivinaba más allá de su visión periférica. Sintió que si volvía la cabeza con rapidez suficiente vería alguna forma efímera desapareciendo en los muros reflejados.
    Pero era todo ilusión, un truco del mago que manipulaba los ángulos y la luz. El hielo cristalino anulaba la mayor parte del espectro rojo de la luz proveniente del globo candente que estaba en el cielo y producía el verde azulado intenso; los bordes y los planos de las superficies coloreadas y reflejadas determinaban juegos de refracción y reflexión unas con otras.
    Ayla miró hacia arriba cuando sintió que le caía encima una lluvia de nieve. Vio la cabeza de Jondalar que asomaba por el borde de la grieta y después un trozo de cuerda que descendía como una víbora hacia ella.
    —Ayla, ata la cuerda alrededor de tu cintura —gritó Jondalar—, y asegúrala bien. Dime cuándo estás lista.
    «Otra vez lo mismo», se dijo Jondalar. ¿Por qué siempre trataba de controlar lo que ella hacía si sabía que era más que capaz de hacerlo sola? ¿Por qué le decía que hiciera algo que era perfectamente obvio? Ayla sabía que era necesario atar bien la cuerda. Por eso se había irritado y comenzó a alejarse furiosa; por tanto, ahora estaba en ese peligroso aprieto... pero ella debía saber a qué atenerse.
    —Estoy lista, Jondalar —gritó Ayla, después de enrollar la cuerda alrededor de su cintura y asegurarla con muchos nudos—. Estos nudos no se deslizarán.
    —Está bien. Ahora, aférrate a la cuerda. Vamos a subirte —dijo Jondalar.
    Ayla sintió la tensión de la cuerda y después advirtió que se elevaba. Los pies se balanceaban en el aire, mientras ella misma ascendía lentamente hacia el borde de la grieta. Vio la cara de Jondalar y sus hermosos e inquietos ojos azules, y agarró la mano que él le ofrecía para ayudarla a pasar el borde. Después, volvió a estar otra vez sobre la superficie; Jondalar la abrazaba. Ayla se abrazó con fuerza al hombre.
    —Creí que habías muerto —dijo Jondalar, besándola y apretándola contra su cuerpo—. Lamento haberte gritado, Ayla. Sé que puedes preparar tu propio equipaje. Lo único que sucede es que todo esto me preocupa mucho.
    —No, la culpa es mía. Hubiera debido tener más cuidado con mis protectores para los ojos. Nunca debí adelantarme a ti de ese modo. Todavía no conozco bien el hielo.
    —Pero yo te lo permití y hubiera debido saber a qué atenerme.
    —Yo hubiera debido saberlo —dijo simultáneamente Ayla.
    Se miraron sonriendo al advertir la involuntaria semejanza de las palabras.
    Ayla sintió un tirón en la cintura y vio que el extremo opuesto de la cuerda estaba asegurada al corcel castaño. Corredor la había sacado de la grieta. Ella manipuló la cuerda para desatar los nudos que la sujetaban por su cintura, mientras Jondalar mantenía cerca al robusto caballo. Al fin, Ayla tuvo que emplear un cuchillo para cortar la cuerda. Había hecho tantos nudos y tan tensos —además, se habían ajustado todavía más mientras Corredor la alzaba—, que era imposible desatarlos.

    Después de dar un rodeo alrededor de la grieta que casi les había llevado al desastre, continuaron la marcha hacia el suroeste, a través del hielo. Comenzaban a preocuparse seriamente ante la disminución de la provisión de piedras para hacer fuego.
    —Jondalar, ¿cuánto tardaremos en llegar al otro lado? —preguntó Ayla por la mañana, después de derretir hielo para todos—. No nos quedan muchas piedras para hacer fuego.
    —Confiaba en que hoy ya estaríamos allí. Las tormentas nos han retrasado más de lo que yo creía; ahora estoy preocupado porque quizás el tiempo cambie cuando todavía estemos sobre el hielo. Puede suceder con mucha rapidez —dijo Jondalar, explorando cuidadosamente el cielo al mismo tiempo que hablaba—. Me temo que será pronto.
    — ¿Por qué?
    —He estado pensando en esa tonta discusión que sostuvimos antes de que cayeses en la grieta. ¿Recuerdas que todos nos advirtieron acerca de los malos espíritus que marchan por delante del viento que derrite la nieve?
    — ¡Sí! —dijo Ayla—. Solandia y Verdegia dijeron que uno se muestra irritable y yo me sentía muy irritable. Y continúo así. Me siento tan harta y cansada de este hielo, que tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para continuar caminando. ¿Es posible que se trate de eso?
    —Es lo que me estaba preguntando. Ayla, si se trata de eso, tenemos que darnos prisa. Si el viento de primavera llega cuando todavía estemos sobre este glaciar, todos podemos caer en las grietas —dijo Jondalar.
    Trataron de racionar con más cuidado las piedras pardas de turba y bebían el agua con el hielo apenas derretido. Ayla y Jondalar comenzaron a transportar sus recipientes llenos de nieve bajo las chaquetas de piel, con la intención de que el calor corporal derritiese lo suficiente para ellos y para Lobo. Pero eso no era suficiente. Los cuerpos de los dos humanos no podían derretir de ese modo el agua que los caballos necesitaban; cuando usaron la última de las piedras, ya no tuvieron agua para los animales. Ayla había agotado también el forraje, pero el agua era lo más importante. La joven vio que masticaban hielo y eso también la inquietó. La deshidratación y la ingestión de hielo podían bajarles tanto la temperatura que no lograrían mantener el calor corporal en el nivel necesario para afrontar el frío del glaciar.
    Los dos caballos habían acudido a ella buscando agua, después que los dos viajeros levantaron la tienda, pero lo único que Ayla pudo hacer fue darles unos pocos sorbos de su propia ración y partirles algunos pedazos de hielo. Esa tarde no hubo tormenta y el grupo continuó avanzando hasta que oscureció tanto que casi no podían ver. Habían recorrido un buen trecho y hubieran debido alegrarse; pero Ayla se sentía extrañamente incómoda. Esa noche no pudo dormir bien. Trató de serenarse y se dijo que sólo estaba preocupada por los caballos.
    Jondalar también permaneció despierto largo rato. Pensaba que el horizonte se acercaba cada vez más, pero temía que esa impresión fuese resultado de sus propios deseos, y no quería mencionar el asunto. Cuando, finalmente, se adormeció, despertó en mitad de la noche y descubrió que Ayla también estaba completamente despierta. Se levantaron apenas despuntó el primer atisbo de luz y partieron cuando aún había estrellas en el cielo.
    Hacia media mañana el viento había cambiado y Jondalar tuvo la certeza de que sus temores más graves pronto cobrarían realidad. No se trataba tanto de que el viento fuese más cálido, sino de que era menos frío; además, ahora llegaba del sur.
    — ¡Deprisa, Ayla! Tenemos que salir cuanto antes —dijo Jondalar, que casi echó a correr. Ella asintió y se puso a la par.
    Hacia el mediodía el cielo estaba claro, y la fuerte brisa que les golpeaba la cara era tan tibia que casi parecía primaveral. La fuerza del viento aumentó, lo que vino a retrasar la marcha de los viajeros, que tenían que avanzar inclinando el cuerpo. Y su tibieza, que se aposentaba sobre la fría superficie del viento, era una caricia de muerte. Los ventisqueros de polvo de nieve seca se humedecieron y consolidaron, y después se convirtieron en una especie de lodo. Comenzaron a formarse pequeños charcos de agua en las depresiones poco profundas de la superficie. Éstas se ahondaron y cobraron un vívido color azul que parecía resplandecer desde el centro del hielo; pero la mujer y el hombre no tenían tiempo ni ánimo para apreciar su belleza. Ahora, la necesidad de agua de los caballos se satisfizo fácilmente, pero eso no reconfortó mucho a los dos humanos.
    Comenzó a elevarse una suave bruma, pegada a la superficie; el viento sur tibio la arrastró antes de que pudiese elevarse mucho. Jondalar llevaba una lanza larga para tantear el camino al frente, pero todavía iba casi corriendo y Ayla se veía en dificultades para seguirle el paso. Ella hubiera deseado saltar sobre el lomo de Whinney y dejar que la yegua la llevase, pero en el hielo aumentaba el número de grietas que estaban abriéndose. Jondalar estaba casi seguro de que el horizonte se encontraba más cerca, pero la bruma baja hacía que el cálculo de las distancias fuese engañoso.
    Sobre la superficie del hielo comenzaban a correr hilos de agua que conectaban los charcos y hacían que la marcha fuese muy peligrosa. El grupo chapoteó en el agua y sintió la penetración del frío intenso; después oyó el chasquido de las gotas. De pronto, a pocos metros por delante, una importante extensión de lo que había parecido hielo sólido se desprendió y puso al descubierto un ancho abismo. Lobo aulló y gimió y los caballos se apartaron, emitiendo relinchos de miedo. Jondalar se desvió y siguió el borde del desprendimiento, buscando un sitio para pasar.
    —Jondalar, no puedo continuar. Estoy exhausta. Debo detenerme —dijo Ayla con un sollozo, y después se echó a llorar—. Jamás lo lograremos.
    Él se detuvo; después regresó y la consoló.
    —Ayla, casi hemos llegado. Mira. Puedes ver lo cerca que está el borde.
    —Pero casi hemos caído en una grieta, y algunos de esos charcos se han convertido en pozos azules profundos en los cuales se derrama el agua.
    — ¿Deseas permanecer aquí? —dijo Jondalar.
    —No, está claro que no —dijo—. No sé por qué lloro así. Si continuamos en este lugar, sin duda moriremos.
    Jondalar rodeó la ancha grieta, pero cuando viraron de nuevo hacia el sur, los vientos eran tan intensos como habían sido los que llegaban del norte; pudieron sentir que la temperatura se elevaba. Los hilos de agua se convirtieron en arroyos que cruzaban en todas direcciones el hielo y formaban ríos. Sortearon otras dos grietas más anchas y alcanzaron a ver más allá de la sábana de hielo. Salvaron corriendo la última y breve distancia y, de pronto, se encontraron mirando hacia abajo, desde el borde del glaciar.
    Habían llegado a la cara opuesta del glaciar. Una cascada de agua turbia y lechosa, la leche del glaciar, apareció exactamente debajo, brotando de la base del hielo. A lo lejos, más allá de la línea nevada, se divisaba una delgada capa de verde claro.
    — ¿Deseas detenerte aquí a descansar un poco? —preguntó Jondalar, pero en realidad también él parecía preocupado.
    —Sólo deseo salir de este hielo. Podremos descansar cuando lleguemos a ese prado —dijo Ayla.
    —Está más lejos de lo que parece. Éste no es un lugar apropiado para andar deprisa o descuidarse. Nos ataremos con cuerdas y creo que tú debes descender primero. Si resbalas, puedo sostener tu peso. Busca con cuidado un camino para descender. Podemos llevar a los caballos del ramal.
    —No, no creo que sea conveniente. Me parece que es mejor quitarles los cabestros, la carga y la angarilla y permitirles que busquen su propio camino para descender.
    —Tal vez tengas razón, pero entonces tendremos que dejar aquí las cosas... a menos...
    Ayla siguió la dirección de la mirada de Jondalar.
    — ¡Depositemos todo en el bote redondo y dejémoslo caer! —dijo ella.
    — ¿Y si se rompe?
    — ¿Qué puede romperse?
    —El armazón —dijo Jondalar—, pero incluso en ese caso, el cuero probablemente lo protegerá todo.
    —Y lo que haya dentro incluso así se conservará, ¿no crees?
    —Seguramente —sonrió Jondalar—. Creo que es una buena idea.
    Después de cargar todo en el bote redondo, Jondalar se hizo cargo del pequeño envoltorio de objetos indispensables, mientras Ayla conducía a Whinney. Aunque un tanto temerosos ante la posibilidad de resbalar, los animales se acercaron al borde, buscando el modo de descender. Como si desearan compensar los retrasos y los peligros que habían soportado durante la travesía, pronto hallaron la pendiente gradual de una morrena, con toda su grava, un paso que parecía practicable y que comenzaba poco después de una ladera un tanto más acentuada de hielo resbaladizo. Arrastraron el bote hasta la pendiente helada; después, Ayla desató la angarilla. Retiraron todos los cabestros y cuerdas que tenían los dos animales, pero no las botas de cuero de mamut sujetas a sus patas. Ayla las verificó todas para asegurarse de que estaban bien atadas; se habían adaptado a las formas de los cascos de los caballos y les ajustaban bien. Después llevaron a los caballos al lugar en que comenzaba la morrena.
    Whinney gimió y Ayla la calmó, llamándola con el nombre que ella mejor conocía; le habló en el lenguaje que ambos usaban y que estaba formado por señales, sonidos y palabras inventadas.
    —Whinney, tienes que bajar por tu cuenta —dijo la mujer—. Nadie mejor que tú podrá encontrar el suelo más firme para apoyar las patas sobre este hielo.
    Jondalar tranquilizó al caballo más joven. El descenso sería peligroso; podían suceder muchas cosas, pero, por lo menos, habían logrado cruzar el glaciar con los caballos. Ahora ellos tenían que descender. Lobo se paseaba nerviosamente, iba y volvía, a lo largo del borde del hielo, como hacía cuando temía zambullirse en un río.
    Alentada por Ayla, Whinney fue la primera en traspasar el borde, y lo hizo eligiendo cuidadosamente el camino. Corredor la siguió de cerca y pronto se le adelantó. Llegaron a un lugar de suelo resbaladizo, vacilaron y se deslizaron; cobraron impulso y descendieron más deprisa para mantener el equilibrio. Estarían abajo —o no llegarían— cuando Ayla y Jondalar estuviesen fuera del glaciar.
    Lobo gemía allá arriba, la cola entre las patas, y no le avergonzaba demostrar el miedo que sentía al ver que se alejaban los caballos.
    —Empujemos el bote y empecemos. Hay mucha distancia hasta allá abajo y no será fácil —dijo Jondalar.
    Cuando empujaron el bote para colocarlo cerca del borde helado que sobresalía, de pronto Lobo saltó al interior.
    —Seguramente cree que nos preparamos para cruzar un río —dijo Ayla—. Ojalá pudiéramos descender flotando sobre este hielo.
    Ambos se miraron y comenzaron a sonreír.
    — ¿Qué te parece? —preguntó Jondalar.
    — ¿Por qué no? Has dicho que podía soportar el peso.
    —Pero, ¿y nosotros, cómo llegaremos?
    — ¡Hagamos la prueba!
    Cambiaron de lugar unas pocas cosas para dejar espacio y después entraron en el bote redondo junto a Lobo. Jondalar pensó esperanzado en la ayuda de la Madre; usando una de las pértigas de la angarilla, impulsó el bote.
    — ¡Sujétate! —dijo Jondalar, cuando ya sobrepasaban el borde.
    Cobraron velocidad muy rápidamente; al principio descendían en línea recta; después, golpearon contra un saliente y el bote brincó y giró. Se desviaron hacia un costado, después remontaron una pendiente suave y se encontraron volando por el aire. Ambos gritaron, excitados y temerosos; aterrizaron con un tremendo topetazo que los elevó por el aire a todos, incluido Lobo, y después volvieron a girar, aferrados al borde del bote. El lobo intentaba agazaparse y hundir el hocico sobre un costado, todo al mismo tiempo.
    Ayla y Jondalar se sostenían con todas sus fuerzas; era lo único que podían hacer. No ejercían el más mínimo control sobre el bote redondo que descendía veloz por el costado del glaciar. El bote se desviaba a la derecha y a la izquierda, brincaba y giraba como si saltara de alegría, pero como llevaba una carga pesada, el peso se concentraba en el fondo de modo que se compensaba la tendencia a volcar. Aunque el hombre y la mujer gritaban sin querer, no podían dejar de sonreír. Era la aventura más emocionante que cualquiera de ellos había afrontado; pero aún no había concluido.
    No habían pensado en cómo terminaría el viaje; y cuando ya estaban cerca de la base, Jondalar recordó la grieta que solía aparecer al pie del glaciar y que separaba al hielo del suelo que estaba debajo. Un aterrizaje muy violento sobre la grava podía arrojarlos a todos fuera del bote y causarles heridas, o algo peor, pero el sonido no le impresionó cuando lo escuchó por primera vez. Sólo cuando aterrizaron con un fuerte golpe y un estrepitoso chasquido en medio de una rugiente cascada de agua turbia, Jondalar comprendió que el descenso sobre el hielo resbaladizo y húmedo les había devuelto al río de agua derretida que brotaba de la base del glaciar.
    Aterrizaron al pie de la cascada en medio de un pequeño lago de aguas de glaciar fundido, un líquido de color verde sucio. Lobo se sintió tan complacido que cayó sobre los dos humanos y comenzó a lamerles la cara. Finalmente, se sentó y elevó la cabeza en un aullido de salutación.
    Jondalar miró a la mujer.
    — ¡Ayla, lo hemos hecho! ¡Lo hemos hecho! ¡Hemos abandonado el glaciar!
    —Lo hemos hecho, ¿verdad? —dijo ella, con una ancha sonrisa.
    —Sin embargo, fue peligroso —dijo Jondalar—. Podríamos haber sufrido heridas o incluso haber muerto.
    —Quizás haya sido peligroso, pero fue divertido —dijo Ayla, con los ojos todavía chispeantes de excitación.
    Su entusiasmo era contagioso; a pesar de toda su preocupación por llevarla sana y salva a destino, Jondalar no tuvo más remedio que sonreír.
    —Tienes razón. Fue divertido, y en cierto modo era lo que correspondía. Creo que jamás volveré a intentar el cruce de un glaciar. Dos veces en una vida es suficiente, pero me alegro de poder afirmar que lo hice, y nunca olvidaré este descenso.
    —Ahora, lo único que tenemos que hacer es llegar hasta ese territorio —dijo Ayla, mientras señalaba hacia la orilla—, después encontrar a Whinney y a Corredor.
    Estaba poniéndose el sol, y entre la luminosidad del horizonte y las sombras engañosas del atardecer, era difícil ver. El frío del anochecer había hecho que la temperatura descendiese nuevamente por debajo del punto de congelación. Alcanzaban a ver la seguridad reconfortante de la marca oscura del suelo sólido, mezclada con parches de nieve, alrededor del perímetro del lago, pero no sabían cómo llegar allí. Tenían que remar, pero habían dejado las pértigas en la cima del glaciar.
    Pero aunque el lago parecía sereno, la fusión del glaciar, que formaba corriente rápida, producía un movimiento que les llevaba lentamente hacia la orilla. Cuando estuvieron cerca, ambos saltaron del bote, seguidos por el lobo, y arrastraron el artefacto a tierra firme. Lobo se sacudió, provocando salpicaduras, pero ni Ayla ni Jondalar lo advirtieron. Estaban abrazados y exteriorizaban su amor y su alivio porque al fin habían llegado a tierra firme.
    —Lo hemos hecho. Ayla, casi estamos en casa. Casi estamos en casa —dijo Jondalar, apretando con fuerza a Ayla y agradeciendo que aún podía abrazarla.
    La nieve distribuida alrededor del lago comenzaba a congelarse nuevamente y la masa blanda se convertía en hielo de corteza dura. Caminaron sobre la grava en aquella semioscuridad, cogidos de la mano, hasta que llegaron a un campo. No había leña para encender fuego, pero no les importó. Comieron el alimento que llevaban para los viajes, seco y concentrado, la misma sustancia que les había mantenido sobre el hielo, y bebieron agua de los recipientes que habían llenado cuando estaban sobre el glaciar. Después, armaron la tienda y desplegaron las pieles para dormir, pero antes de acostarse, Ayla paseó la mirada por el paisaje en sombras y se preguntó dónde estarían los caballos.
    Silbó llamando a Whinney, y esperó oír el sonido de los cascos, pero no hubo nada. Elevó la mirada hacia las nubes móviles que se desplazaban en el cielo; volvió a preguntarse dónde estarían los animales y volvió a silbar. Ahora estaba demasiado oscuro para buscarlos; había que esperar hasta la mañana. Ayla se deslizó bajo las pieles para dormir, al lado del hombre alto, y extendió la mano hacia el lobo, que se había acurrucado junto a ella. Pensó en los caballos mientras se hundía en el sueño del agotamiento.
    El hombre contempló los rubios y desordenados cabellos de la mujer que estaba a su lado, cuya cabeza descansaba cómodamente en el hueco del hombro de Jondalar y decidió no levantarse aún. Ya no era necesario avanzar deprisa, pero la ausencia de esa preocupación le desconcertaba. Tenía que recordar constantemente que habían atravesado el glaciar; ya no era necesario avanzar con toda la velocidad posible. Podían descansar todo el día bajo las pieles para dormir, si así lo deseaban.
    El glaciar estaba ahora detrás y Ayla no corría peligro. Se estremeció al recordar la situación de grave riesgo por la que habían pasado y la abrazó con más fuerza. La mujer se incorporó, apoyándose en un codo, y le miró. Le agradaba mirarle. La penumbra en el interior de la tienda de cuero suavizaba el vívido azul de los ojos de Jondalar, y su frente, con tanta frecuencia marcada por la concentración o la inquietud, ahora parecía mucho más serena. Ayla rozó con un dedo las arrugas producidas por la inquietud y después recordó los rasgos del hombre.
    —Mira, antes de conocerte traté de imaginar qué aspecto debía de tener un hombre. No un hombre del Clan, sino uno como yo. Nunca lo logré. Eres hermoso, Jondalar —dijo.
    Jondalar se echó a reír.
    —Ayla, las mujeres son hermosas. Los hombres no.
    —Entonces, ¿qué es un hombre?
    —Puedes decir que es fuerte o valeroso.
    —Eres fuerte y valeroso, pero eso no es lo mismo que hermoso. ¿Cómo llamas a un hombre que es hermoso?
    —Imagino que apuesto. —Él se sintió un tanto azarado. Con mucha frecuencia le habían dicho que era apuesto.
    —Apuesto. Apuesto —repitió Ayla para sí misma—. Me agrada más la palabra hermoso. La entiendo mejor.
    Jondalar volvió a reír, con su risa sonora, de extraños matices. La franca calidez de esa risa era algo imprevisto y Ayla advirtió que ella misma le miraba fijamente. A lo largo de aquel Viaje siempre había tenido una actitud tan grave. Aunque sonreía, rara vez reía con fuerza.
    —Si quieres llamarme hermoso, adelante —dijo Jondalar, acercándose más a Ayla—. ¿Cómo puedo impedir que una mujer hermosa me considere hermoso?
    Ayla sintió las sacudidas de la risa de Jondalar, y ella también rió.
    —Jondalar, te amo cuando ríes.
    —Y yo te amo, divertida mujer.
    La mantuvo abrazada; después cesaron de reír. Sintió su calidez y los pechos suaves y plenos; cubrió uno con la mano y obligó a Ayla a echarse hacia atrás, para besarla. Ella deslizó su lengua en la boca de Jondalar y sintió que su propio cuerpo respondía con un ansia sorprendente. Comprobó que había pasado bastante tiempo. Durante los días en que habían permanecido sobre el glaciar, ambos se habían sentido nerviosos y estaban tan agotados que no habían estado de humor o no podían relajarse en la medida suficiente para llegar a eso.
    Jondalar percibió la disposición ansiosa de Ayla y cobró conciencia de su propia y súbita necesidad. La obligó a cambiar de posición mientras se besaban; después, apartando las pieles, le besó el cuello, mientras buscaba el seno de la joven. Cerró los labios sobre el pezón duro y succionó.
    Ella gimió cuando una aguda punzada de increíble placer la atravesó con una intensidad que la obligó a jadear. Se asombró ante su propia reacción. Él apenas la había tocado y ella ya estaba pronta; incluso se sentía muy ansiosa. No había pasado tanto tiempo, ¿verdad? Acercó su cuerpo al hombre.
    Jondalar bajó una mano para tocar el lugar femenino de los Placeres, entre los muslos, sintió el promontorio duro y lo frotó. Al compás de unos pocos gritos, ella alcanzó súbitamente la culminación, y allí estaba, preparada para él, deseándole.
    Jondalar sintió la súbita y húmeda tibieza de Ayla y comprendió su disposición. La necesidad de Jondalar había alcanzado la misma intensidad que la de Ayla. Apartando las pieles para evitar que se interpusieran, Ayla se abrió y esperó el hombre. Él buscó con su orgullosa virilidad la cavidad profunda de Ayla y penetró.
    Ella le atrajo mientras él se lanzaba hacia delante y entraba profundamente. Jondalar sintió el abrazo total de Ayla y ella gritó de alegría. Le había necesitado y él sentía tanto placer, incluso algo que estaba más allá del goce, más que Placer.
    Jondalar estaba tan preparado como ella. Retrocedió y avanzó de nuevo, sólo una vez más y, de pronto, ya no pudo volver. Jondalar sintió la oleada que se elevaba, llegaba al límite y desbordaba. Con los últimos movimientos, volcó su savia, después presionó aún más y aflojó su cuerpo sobre el de Ayla.
    Ella yació inmóvil con los ojos cerrados, sintiendo el peso de Jondalar y experimentando una sensación maravillosa. No deseaba moverse. Cuando, al fin, él se incorporó un tanto y la miró, tuvo que besarla. Ayla abrió los ojos y miró a su compañero.
    —Ha sido maravilloso, Jondalar —dijo, sintiéndose lánguida y satisfecha.
    —Fue muy rápido. Estabas preparada. Ambos estábamos prontos. Y hasta hace un instante en tu cara se dibujaba la sonrisa más extraña.
    —Eso es porque me siento muy feliz.
    —Yo también —dijo Jondalar, besándola de nuevo y rodando a un costado.

    Yacieron juntos, en silencio, y volvieron a dormirse. Jondalar despertó antes que Ayla y la contempló mientras dormía. La extraña y breve sonrisa apareció de nuevo e indujo a Jondalar a preguntarse en qué estaría soñando Ayla. No pudo resistir. La besó tiernamente y le acarició el seno. Ayla abrió los ojos. Los tenía dilatados, oscuros, líquidos y colmados de profundos secretos.
    Él besó cada párpado, después mordisqueó juguetonamente el lóbulo de la oreja y también un pezón. Ella le sonrió cuando Jondalar buscó el triángulo de vello y palpó su receptiva suavidad, si no del todo pronta otra vez, por lo menos incitando al hombre a desear un nuevo comienzo en lugar de un fin. De pronto, él sostuvo el muslo de Ayla, besó fieramente a la joven y acarició el cuerpo, los pechos, las caderas y los muslos. Casi no podía apartar de ella las manos; el haber estado tan cerca de perderla había despertado una necesidad tan profunda como la sima que casi la había tragado. No lograba satisfacer su necesidad de tocarla, de abrazarla, de amarla.
    —Nunca creí que me enamoraría —dijo Jondalar, aflojando de nuevo los músculos y acariciándole distraídamente el hoyuelo que se formaba al final de la espalda de Ayla y la suave elevación que después seguía—. ¿Por qué tuve que viajar hasta el fin del Río de la Gran Madre para encontrar a una mujer a quien pudiese amar?
    Había estado pensando en eso desde el momento de despertar y advertir que casi habían llegado. Era grato estar de este lado del glaciar, pero Jondalar se sentía colmado de expectativa, ansioso de tener noticias de todo y también de ver a su gente.
    —Porque mi tótem significaba que tú eras para mí. El León Cavernario te vio.
    —Entonces, ¿por qué la Madre logró que naciéramos tan lejos el uno del otro?
    Ayla levantó la cabeza y miró a Jondalar.
    —He estado intentando hacer averiguaciones, pero todavía sé muy poco de las cosas de la Gran Madre Tierra y no mucho más acerca de los espíritus protectores del Clan, pero lo que sí sé es esto: Tú me encontraste.
    —Y después, casi te perdí. —Una súbita oleada de frío temor penetró en el cuerpo de Jondalar—. Ayla, ¿qué haría si te perdiese? —dijo, con la voz ronca, con ese sentimiento que rara vez demostraba francamente. Rodó hacia ella, cubriendo el cuerpo de Ayla con el suyo y hundió la cabeza en el cuello de la joven, abrazándola con tanta fuerza que ella apenas pudo respirar—. ¿Qué haría?
    Ayla se aferró a Jondalar, deseando convertirse en una parte del hombre, y graciosamente se abrió a él cuando sintió que la necesidad de Jondalar se manifestaba de nuevo. En un apremio tan exigente como su amor, cuando Ayla se acercó él la tomó con un impulso igualmente imperioso.
    Ahora todo terminó más rápidamente todavía que antes, y con la liberación, la tensión provocada por la áspera emoción de los dos se fundió en una cálida secuela. Cuando él comenzó a separarse, Ayla le retuvo, pues quería apresar la intensidad del momento.
    —Jondalar, no quisiera vivir sin ti —dijo Ayla, retornando la conversación que habían comenzado antes de su sesión amorosa—. Una parte de mí te acompañaría al mundo de los espíritus y yo jamás volvería a ser una persona entera. Pero tenemos suerte. Piensa en toda la gente que nunca intenta el amor, en los que aman a alguien que no puede corresponder a ese sentimiento.
    — ¿Como Ranec?
    —Sí, como le pasó a Ranec. Todavía me duele el corazón cuando pienso en él.
    Jondalar se apartó y se sentó.
    —Le compadezco. Me gustaba Ranec... o podría haberme gustado. —De pronto, sintió el ansia de partir—. De este modo jamás llegaremos a Dalanar —dijo, y comenzó a enrollar las pieles de dormir—. No veo el momento de encontrarme nuevamente con él.
    —Pero ante todo, tenemos que encontrar los caballos —dijo Ayla.

    43

    Ayla se puso en pie y salió de la tienda. Una bruma flotaba cerca del suelo y sobre la piel desnuda se sentía el frío y la humedad del aire. Alcanzaba a oír el estruendo de la cascada a lo lejos, pero el vapor se espesaba para formar una densa niebla cerca del fondo del lago, un espejo largo y angosto de agua verdosa, tan turbia que era casi opaca.
    Ayla estaba segura de que en un lugar así no había peces, del mismo modo que no había vegetación a lo largo de la orilla; todo era demasiado nuevo, demasiado crudo para sostener la vida. Sólo se veía agua y piedra y una especie de fijación del tiempo antes del tiempo, los antiguos comienzos antes del principio de la vida. Ayla se estremeció y volvió a experimentar el sombrío regusto de su terrible soledad antes de que la Gran Madre Tierra crease todas las cosas vivas.
    Se detuvo a orinar y después cruzó deprisa en dirección a la orilla de bordes afilados, cubierta de grava; vadeó la corriente y se agachó. Estaba fría como el hielo y cargada de limo. Deseaba bañarse —no había podido hacerlo mientras cruzaban el hielo— pero no en aquella agua. No le importaba demasiado el frío, pero necesitaba agua clara y limpia.
    Regresó a la tienda para vestirse y ayudar a Jondalar aguardar las cosas. En el camino, miró a través de la bruma el paisaje sin vida y divisó un atisbo de árboles, más abajo.
    De pronto, sonrió.
    — ¡Ahí están! —dijo, y emitió un silbido estridente.
    Jondalar salió inmediatamente de la tienda. Sonrió con la misma alegría que Ayla al ver los dos caballos que galopaban hacia ellos. Lobo venía detrás; Ayla pensó que el animal parecía muy contento consigo mismo. No había estado con ellos aquella mañana y Ayla se preguntaba si el lobo habría desempeñado alguna función en el retorno de los caballos. Meneó la cabeza, pues comprendió que probablemente jamás lo sabrían.
    Saludaron a cada caballo con abrazos, palmadas y caricias, restregones cordiales y palabras de afecto. Al mismo tiempo, Ayla los examinó atentamente, pues quería comprobar que no estaban heridos. La bota de la pata trasera derecha de Whinney había desaparecido y le pareció que la yegua se encogía cuando le examinó la pata. ¿Habría quebrado el hielo del borde del glaciar y, al soltarse, se habría desprendido la bota y se habría lastimado la pata? Fue la única explicación que Ayla pudo imaginar.
    Ayla retiró las restantes botas de la yegua, levantando cada pata para desatarlas, mientras Jondalar permanecía cerca para calmar al animal. Corredor todavía conservaba todas sus botas, aunque Jondalar advirtió que estaban gastándose sobre los afilados cascos; ni el cuero de mamut podía durar mucho si se usaba sobre los cascos.
    Tras reunir todas sus cosas y de arrastrar el bote, descubrieron que el fondo estaba empapado y blando. Por una fisura entraba el agua.
    —No creo que convenga volver a cruzar un río con este bote —dijo Jondalar—. ¿Crees que deberíamos abandonarlo?
    —Tendremos que hacerlo, a menos que queramos arrastrarlo nosotros mismos. Ya no tenemos las estacas para armar la angarilla. Las dejamos atrás cuando descendimos por esa pendiente de hielo. Y por aquí no veo árboles para fabricar nuevas pértigas —dijo Ayla.
    —Bien, ¡asunto arreglado! —dijo Jondalar—. Me alegro de que ya no necesitemos continuar cargando piedras; hemos aligerado tanto el peso que creo podríamos llevarlo todo nosotros mismos, incluso sin los caballos.
    —Si los animales no hubieran regresado, eso es lo que estaríamos haciendo mientras los buscábamos —dijo Ayla—, pero me alegro enormemente de que nos hayan encontrado.
    —Yo también estaba preocupado por ellos —dijo Jondalar.

    Mientras descendían la empinada ladera suroeste del antiguo macizo que sostenía el terrible manto de hielo sobre su gastada cumbre, cayó una ligera lluvia, vaciando los bolsones de nieve sucia que llenaban las oscuras depresiones del bosque abierto de abetos que estaban atravesando. Pero una especie de pátina verde acuarela teñía la tierra parda de un prado inclinado y rozaba las puntas de los matorrales próximos. Debajo, a través de algunos huecos en la brumosa niebla, alcanzaron a ver imágenes de un río que serpenteaba de oeste a norte, obligado por las mesetas circundantes a seguir el trazado de un profundo valle. Más allá del río, hacia el sur, el accidentado promontorio alpino se desdibujaba en una bruma púrpura, pero, elevándose y emergiendo de la bruma como una corona, estaba la alta cadena montañosa cubierta de hielo desde la cima hasta la mitad de su altura.
    —Dalanar te gustará —decía Jondalar, mientras cabalgaban tranquilamente uno al lado del otro—. Te gustarán todos los Lanzadonii. La mayoría de ellos antes eran Zelandonii, como yo.
    — ¿Por qué decidió organizar una nueva Caverna?
    —No lo sé muy bien. Yo era tan pequeño cuando él y mi madre se separaron, que en realidad no llegué a conocerle hasta que fui a vivir con él, y él nos enseñó, a Joplaya y a mí, el modo de trabajar la piedra. No creo que decidiera establecerse y fundar una nueva Caverna hasta que conoció a Jerika, pero eligió este lugar porque descubrió la mina de pedernal. Cuando yo era niño, la gente hablaba de la piedra de los Lanzadonii —explicó Jondalar.
    —Jerika es su compañera, y... Joplaya... es tu prima, ¿verdad?
    —Sí. Prima cercana. Hija de Jerika, nacida en el hogar de Dalanar. Ella también es buena talladora de pedernal, pero nunca le reveles que yo te lo he dicho. Es una gran bromista y siempre está de guasa. Me gustaría saber si ya encontró compañero. ¡Gran Madre! ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Se sorprenderán de vernos!
    — ¡Jondalar! —dijo Ayla con un murmullo fuerte y apremiante. Él sofrenó el caballo—. Mira allí, cerca de esos árboles. ¡Hay un ciervo!
    El hombre sonrió.
    — ¡Vamos a cazarlo! —dijo, echando mano de una lanza al mismo tiempo que preparaba su lanzavenablos y hacía una señal a Corredor con las rodillas. Aunque su método para guiar al caballo no era igual al de Ayla, después de casi un año de viaje era tan buen jinete como ella.
    Ayla rectificó la trayectoria de Whinney casi simultáneamente. Sentía la satisfacción de verse por una vez libre, sin el estorbo de la angarilla, y montó su lanza en el lanzavenablos. Sobresaltado por el rápido movimiento, el ciervo comenzó a huir a grandes saltos, pero ellos le persiguieron, acercándose uno por cada lado, y con la ayuda de los lanzavenablos, despacharon fácilmente al animal joven e inexperto. Cortaron los trozos favoritos y eligieron otros trozos seleccionados para llevarlos como regalo a la gente de Dalanar; después dejaron que Lobo consumiera lo que quedaba.
    Hacia el atardecer encontraron un arroyo de aguas rápidas y burbujeantes, de aspecto saludable, y lo siguieron hasta que llegaron a un amplio campo abierto con algunos árboles y algunos matorrales junto al agua. Decidieron acampar temprano y cocer parte de la carne del ciervo. La lluvia había amainado y ya no tenían la más mínima prisa, si bien ellos mismos necesitaban recordar a cada momento que la urgencia había pasado.
    A la mañana siguiente, cuando Ayla salió de la tienda, se detuvo y miró asombrada, desconcertada por el espectáculo. El paisaje era casi irreal, aunque tenía el carácter de un sueño especialmente vívido. Parecía imposible que hubieran podido soportar la intensidad más cruel y dura de las condiciones invernales extremas apenas unos días atrás; y ahora, de pronto, había llegado la primavera.
    — ¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¡Ven a ver!
    El hombre asomó la cara, de expresión soñolienta, por la abertura y ella advirtió que comenzaba a sonreír.
    Estaban en una elevación de escasa altura; la llovizna y la bruma de la víspera había dado paso a un sol limpio y luminoso. El cielo mostraba un azul intenso decorado con manchas blancas. Los árboles y los arbustos tenían muchos puntos de un verde brillante y lustroso, el de las hojas nuevas, y el pasto del campo parecía tan fresco que resultaba hasta apetitoso. Las flores —los lirios, las aguileñas, las azucenas y otras— abundaban por doquier. Había pájaros de todos los colores y muchas variedades, que cruzaban veloces el aire, piando y cantando.
    Ayla identificó a casi todos —tordos, ruiseñores, pájaros carpinteros de cabeza negra y currucas del río— y les contestaba con su propio canto. Jondalar se levantó y salió de la tienda a tiempo para observar admirado mientras ella atraía pacientemente hacia su mano a un alcaudón gris.
    —No sé cómo lo haces —observó Jondalar, mientras el pájaro se alejaba volando.
    Ayla sonrió.
    —Iré a buscar algo fresco y delicioso para comer esta mañana —dijo.
    Lobo había desaparecido de nuevo; Ayla estaba segura de que el animal se había dedicado a explorar o a cazar; la primavera traía aventuras también para él. La joven se dirigió a donde estaban los caballos, que se encontraban en el centro del prado, mordisqueando la hierba corta y tierna. Era la estación de la abundancia, el momento de despertar de toda la tierra.
    Durante la mayor parte del año las anchas planicies que se extendían alrededor de las láminas de hielo de varios kilómetros de espesor y los altos prados de las montañas eran lugares secos y fríos. Las lluvias y la nieve eran escasas; los glaciares solían absorber la mayor parte de la humedad del aire. Aunque en las antiguas estepas la capa siempre helada era un fenómeno tan general como en las tundras septentrionales más húmedas de épocas ulteriores, los vientos influidos por el glaciar hacían que los veranos fuesen áridos y que la tierra se mantuviera seca y firme, con escasos lugares pantanosos. En invierno, los vientos desplazaban la nieve poco profunda, de modo que grandes áreas del suelo helado quedaban desnudas, pero cubiertas con el pasto que se secaba y convertía en heno; este forraje mantenía un enorme número de grandes animales que pastaban.
    Pero no todos los pastizales son iguales. Para propiciar la fecunda abundancia de las planicies de la Edad de Hielo, lo que importaba no era tanto la magnitud de la precipitación —mientras fuese suficiente— sino el momento en que llovía; la combinación de humedad y vientos que secaban el terreno, todo en la proporción apropiada y en el momento oportuno, era el factor fundamental.
    A causa del ángulo de incidencia de la luz solar, en las latitudes más bajas el sol comienza a calentar la tierra no mucho después del solsticio de invierno. Donde se ha acumulado nieve o hielo, la parte principal de la luz solar de principios de la primavera se refleja y vuelve al espacio, y lo poco que se absorbe y convierte en calor será utilizado para fundir la cubierta de nieve, condición indispensable para que crezcan las plantas.
    Pero en los antiguos pastizales, en los que los vientos habían desnudado la planicie, el sol derramaba su energía sobre el suelo oscuro y era muy bien recibido. Las capas altas, secas y siempre heladas, comenzaban a calentarse y a derretirse, y aunque aún hacía frío, el caudal de energía solar hacía que las simientes y las largas raíces se preparasen para emitir brotes. Pero para que su desarrollo prosperase, era necesario que hubiese agua en estado aprovechable.
    El hielo reluciente resistía la acción de los rayos cálidos de la primavera y reflejaba la luz del sol. Pero como había tanta humedad almacenada en las capas de hielo de la alta montaña, éstas no podían rechazar por completo los avances del sol, o la caricia de los vientos tibios. Las cumbres de los glaciares comenzaban a derretirse y algo de agua descendía por las fisuras y comenzaba lentamente a formar arroyos y después ríos; más avanzado el verano, estos ríos llevaban el precioso líquido a la tierra desecada. Pero eran aún más importantes las nieblas y las brumas que se desprendían de las masas glaciares de agua helada, porque formaban en el cielo una capa de nubes de lluvia.
    En primavera, la cálida luz del sol hacía que la gran masa de hielo desprendiese humedad en lugar de absorberla. Casi por única vez a lo largo de todo el año, ahora llovía, no sobre el glaciar, sino sobre la tierra sedienta y fértil que lo rodeaba. En la Edad de Hielo el verano podía ser cálido, pero era breve; la primavera primitiva era prolongada y húmeda, y el crecimiento de los vegetales era explosivo y profuso.
    Los animales de la Edad del Hielo también crecían en primavera, cuando todo era fresco y verde; abundaban los nutrientes que ellos necesitaban y precisamente en el momento en que los necesitaban. Por naturaleza, al margen de que la estación sea húmeda o seca, la primavera es la época del año en que los animales desarrollan los huesos jóvenes o los colmillos y los cuernos viejos, o producen cornamentas nuevas y más grandes, o se desprenden del espeso pelaje invernal y comienzan a formar otro nuevo. Porque la primavera comenzaba temprano y duraba mucho, la estación del crecimiento de los animales se prolongaba, lo que facilitaba que adquiriesen proporciones generosas y luciesen apéndices córneos impresionantes.
    Durante la larga primavera, todas las especies compartían indiscriminadamente la abundancia de hierbas verdes, pero, al final de la estación fértil, competían fieramente unas con otras por los pastos y las hierbas que estaban madurando y que eran menos nutritivos o menos digeribles. La competencia no se manifestaba en disputas acerca de quiénes comerían primero o comerían más o en la defensa de áreas determinadas. Los rebaños de animales de las planicies no tenían un carácter territorial. Emigraban a gran distancia y eran sumamente sociales, buscaban la compañía de individuos de su propia especie en el curso de sus desplazamientos y compartían sus territorios con otros que se adaptaban a los pastizales abiertos.
    Pero siempre que más de una especie compartía hábitos de alimentación y vida casi idénticos, invariablemente una sola prevalecía. Las otras adoptaban modos distintos de aprovechar ese ámbito, aprovechaban otro elemento del alimento disponible, emigraban a un área distinta o se extinguían. Ninguno de los muchos animales distintos que pastaban y ramoneaban competían directamente con otros precisamente por el mismo alimento.
    Los combates los libraban siempre machos de la misma especie y estaban reservados para la temporada de la brama, cuando, a menudo, la mera exhibición de una cornamenta muy impresionante o de un par de cuernos o de colmillos, era suficiente para sentar el dominio y el derecho de procrear, es decir, la exhibición de razones genéticamente decisivas en virtud de los grandiosos adornos estimulados por el fecundo desarrollo primaveral.
    Pero una vez que pasaba esa especie de exceso primaveral, la vida de los moradores itinerantes de las estepas se ajustaba a esquemas fijos y nunca era tan fácil. En verano, tenían que mantener el crecimiento espectacular propiciado por la primavera y echar carnes y engordar con vistas a la difícil estación que se avecinaba. El otoño era para algunos la imperiosa temporada de la brama; para otros, significaba la aparición de un denso pelaje y la adopción de otras medidas de protección. Pero el momento más difícil era el invierno; en invierno, tenían que sobrevivir.
    El invierno determinaba la capacidad de la tierra para sostener a sus moradores; el invierno decidía quién viviría y quién moriría. El invierno era un momento difícil para los machos, que tenían un cuerpo más grande y unos pesados apéndices «sociales», que debían mantener o formar de nuevo. El invierno era difícil para las hembras, que tenían menores proporciones, porque no sólo debían mantenerse básicamente con la misma cantidad de alimento disponible, sino también alimentar a la generación siguiente, formándola en el interior de su propio cuerpo o amamantándola, o ambas cosas. Pero el invierno era sobremanera difícil para las crías, que carecían de las proporciones de los adultos para almacenar reservas y consumían en el crecimiento lo que habían acumulado. Si lograban sobrevivir el primer año, sus posibilidades eran mucho mayores.
    En los viejos pastizales, secos y fríos, cerca de los glaciares, la gran variedad de animales compartía la tierra compleja y fecunda y se mantenían porque los hábitos de alimentación y vida de una especie armonizaban o coexistían con los de otra. Incluso los carnívoros tenían sus presas preferidas.
    Pero una nueva especie, dotada de inventiva y capacidad creadora, una especie que no tanto se adaptaba al ambiente cuanto lo modificaba para acomodarlo a sus propias necesidades, comenzaba a hacer acto de presencia.

    Ayla estaba extrañamente silenciosa cuando se detuvieron a descansar cerca de otro rumoroso arroyo de montaña; allí terminaron la carne de venado y la verdura fresca que habían recogido aquella mañana.
    —Ahora no estamos muy lejos. Thonolan y yo nos detuvimos cerca de aquí en nuestro Viaje —dijo Jondalar.
    —Es impresionante —contestó ella, pero sólo una parte de su mente estaba apreciando la belleza del paisaje.
    —Ayla, ¿por qué estás tan callada?
    —He estado pensando en tus parientes. Y de pronto comprendí que yo no tengo parientes.
    — ¡Los tienes! ¿Qué me dices de los Mamutoi? ¿Acaso no eres Ayla de los Mamutoi?
    —No es lo mismo. Los echo de menos y siempre los amaré, pero no fue tan difícil dejarlos. Fue peor la otra vez, cuando tuve que separarme de Durc.
    Una expresión de dolor se manifestó en sus ojos.
    —Ayla, sé que para ti fue difícil abandonar un hijo. —La abrazó—. Quizás no lo recuperes de ese modo, pero es posible que la Madre te dé otros hijos... más adelante... quizás hasta hijos de mi espíritu.
    Le pareció que ella no le oía.
    —Dijeron que Durc era deforme, pero eso no era cierto. Pertenecía al Clan, pero también era mío. Era parte de ambos. Ellos no creían que yo fuese deforme, sino solamente fea, y además era más alta que los hombres del Clan... alta y fea...
    —Ayla, no eres ni alta ni fea. Eres bella, y recuerda que mi estirpe es tu estirpe.
    Ella le miró.
    —Jondalar, antes de que tú llegases yo no tenía a nadie. Ahora te tengo y te amo, y quizás un día tenga un niño tuyo. Eso me haría feliz —dijo Ayla sonriendo.
    La sonrisa de Ayla alivió a Jondalar y su mención del hijo le tranquilizó todavía más. Observó la posición del sol en el cielo.
    —Si no nos damos prisa, no llegaremos hoy a la caverna de Dalanar. Vamos, Ayla, los caballos necesitan un poco de ejercicio. Te desafío a una carrera a través del prado. Creo que no podría soportar otra noche en la tienda cuando ya estamos tan cerca.
    Lobo salió del bosque, desbordando energía y deseos de jugar. Pegó un brinco, apoyó las patas en el pecho de Ayla y le lamió el mentón. Ayla pensó que aquélla era su familia y apuñó el pelaje del cuello de Lobo. Este magnífico animal y la yegua fiel y paciente, el animoso corcel y el hombre, aquel hombre maravilloso. Poco más tarde conocería a la familia de Jondalar.
    Guardó silencio mientras preparaba lo poco que aún conservaban. De pronto, comenzó a retirar las cosas de un envoltorio distinto.
    —Jondalar, me bañaré en ese arroyo y me pondré una túnica y calzones limpios —dijo, mientras se quitaba la túnica de cuero que había estado usando hasta entonces.
    — ¿Por qué no esperas a que lleguemos? Ayla, te congelarás. Esa agua es probable que venga directamente del glaciar.
    —No me importa, no quiero conocer a tu gente completamente sucia por el polvo del viaje.

    Llegaron a un río de aguas verdosas y turbias a causa del desagüe del glaciar; el caudal estaba creciendo, aunque el nivel de las aguas podía ser mucho más elevado cuando alcanzase su volumen total, al final de la estación. Miraron hacia el este, río arriba, hasta que encontraron un lugar poco profundo y pudieron vadear su curso; después ascendieron en dirección al sureste. Estaba cayendo la tarde cuando llegaron a una pendiente poco pronunciada que terminaba cerca de una pared rocosa. Bajo un saliente se ocultaba la abertura oscura de una caverna.
    Una joven estaba sentada en el suelo, de espaldas a los viajeros, rodeada por láminas y nódulos rotos de pedernal. Con una mano sostenía un botador, una vara de madera aguzada, sobre el núcleo de una piedra gris oscura, tratando de situarla exactamente, y preparándose para golpearla con un pesado martillo de hueso que sostenía en la otra mano. Estaba tan absorta en su tarea que no advirtió que Jondalar se deslizaba en silencio y se acercaba por detrás.
    —Continúa practicando, Joplaya. Un día llegarás a ser tan buena como yo —dijo con una sonrisa.
    La maza de hueso falló el blanco y quebró la hoja que estaba afinando; la mujer se volvió bruscamente, con una expresión de incredulidad en la cara.
    — ¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¿Eres tú realmente? —exclamó, y se arrojó en los brazos del hombre. Con los brazos alrededor de la cintura de Joplaya, él la alzó y giró sobre sí mismo. Joplaya se aferró a él, como si no deseara soltarlo jamás—. ¡Madre! ¡Dalanar! ¡Jondalar ha regresado! ¡Jondalar ha regresado! —gritó.
    La gente salió corriendo de la caverna y un hombre mayor, tan alto como Jondalar, se acercó al visitante. Se abrazaron, se separaron, se miraron; después volvieron a abrazarse.
    Ayla hizo una señal a Lobo, que se le acercó más mientras la joven retrocedió y se quedaba mirando, sosteniendo las cuerdas que sujetaban los dos caballos.
    — ¡De modo que has vuelto! Te ausentaste tanto tiempo, que no creía que regresarías —dijo el hombre.
    Y entonces, por encima del hombro de Jondalar, Dalanar contempló un espectáculo muy sorprendente. Dos caballos, cargados de canastos y bultos, cada uno con una plancha de cuero sobre el lomo y un corpulento lobo, esperaban cerca de una mujer alta, vestida con un chaquetón de piel y calzones de extraño estilo, con una decoración casi desconocida. Ella se había quitado la capucha, y sus cabellos dorados descendían en ondas a los dos lados de la cara. Sus rasgos tenían un aire decididamente extranjero, lo mismo que el estilo poco frecuente de sus prendas; lo que no hacía sino destacar más la belleza de la forastera.
    —No veo a tu hermano, pero no has vuelto solo —dijo el hombre.
    —Thonolan ha muerto —dijo Jondalar, cerrando involuntariamente los ojos—.Yo también habría muerto de no ser por Ayla.
    —Lamento saberlo. El muchacho me gustaba. Willamar y tu madre sufrirán mucho. Pero veo que tu gusto por las mujeres no ha cambiado. Siempre mostraste preferencia por las bellas zelandoni.
    Jondalar se preguntó por qué él creía que Ayla era Una Que Servía a la Madre. Después volvió los ojos hacia Ayla, rodeada por los animales y de pronto la vio como debía verla el hombre de más edad, y sonrió. Se acercó al borde del claro, cogió la rienda de Corredor y comenzó a regresar, seguido por Ayla, Whinney y Lobo.
    —Dalanar de los Lanzadonii, da la bienvenida a Ayla de los Mamutoi —dijo.
    Dalanar extendió las dos manos, con las palmas hacia arriba, en el saludo que expresaba franqueza y amistad. Ayla cogió las dos manos con las suyas.
    —En el nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi —dijo Dalanar.
    —Yo te saludo, Dalanar de los Lanzadonii —replicó Ayla, con la formalidad debida.
    —Hablas bien nuestra lengua para ser una persona que llega de tan lejos. Me complace conocerte.
    El formalismo de Dalanar se veía desmentido por su sonrisa. Había advertido el modo de hablar de Ayla y pensaba que era muy sugestivo.
    —Jondalar me enseñó a hablar —dijo ella, que no pudo disimular cierta expresión de asombro. Miró a Jondalar, y después nuevamente a Dalanar, desconcertada por el parecido entre los dos.
    Los largos cabellos rubios de Dalanar eran un poco más ralos sobre la cabeza y tenía la cintura un tanto más gruesa; pero poseía los mismos ojos intensamente azules, con algunas arrugas en los ángulos. Su voz tenía también el mismo timbre, el mismo tono. Incluso acentuaba del mismo modo la palabra placer, sugiriendo un atisbo de doble sentido. Era realmente extraño. La calidez de sus manos provocó en ella una reacción peculiar. La semejanza incluso desconcertó por un momento el cuerpo de Ayla.
    Dalanar percibió esa reacción y sonrió como sonreía Jondalar, pues comprendía el motivo y por eso mismo simpatizaba con ella. «Si tiene un acento tan extraño —pensó—, seguramente viene de un lugar lejano». Cuando soltó las manos de Ayla, el lobo se le acercó de pronto, sin demostrar el más mínimo temor, aunque él no podía decir lo mismo. Lobo insinuó la cabeza bajo la mano de Dalanar, reclamando atención, como si ya conociera al hombre. Dalanar advirtió sorprendido que acariciaba al hermoso animal, como si fuese una actitud perfectamente natural mimar a un corpulento lobo vivo.
    Jondalar sonreía.
    —Lobo te confunde conmigo. Todos han dicho siempre que nos parecemos. Cuando menos lo pensemos, estarás sentado en el lomo de Corredor.
    Acercó la cuerda al hombre.
    — ¿Has dicho «sobre el lomo de Corredor»? —preguntó Dalanar.
    —Sí. Hemos recorrido la mayor parte del camino sobre el lomo de estos caballos. Yo llamo Corredor a este potro —dijo Jondalar—. El caballo de Ayla se llama Whinney, y esta bestia grande que tanto ha simpatizado contigo se llama «Lobo». —Pronunció la palabra mamutoi que significaba lobo.
    — ¿Cómo has podido llegar a tener un lobo y dos caballos? —comenzó Dalanar.
    —Dalanar, ¿dónde están tus modales? ¿No crees que otras personas desean conocer a la mujer y escuchar sus relatos?
    Ayla, todavía un poco desconcertada por el asombroso parecido de Dalanar con Jondalar, se volvió hacia la que hablaba y se descubrió a sí misma mirando de nuevo atentamente. La mujer no se asemejaba a nadie que Ayla hubiera conocido antes. Los cabellos, recogidos para formar un rodete sobre la coronilla, eran negros y relucientes, con algunas hebras grises en las sienes. Pero su cara atrajo especialmente la atención de Ayla. Era redonda y chata, con pómulos salientes, una nariz minúscula y unos ojos negros y sesgados. La sonrisa de la mujer contradecía su voz severa; Dalanar sonrió admirado.
    — ¡Jerika! —exclamó Jondalar, sonriendo complacido.
    — ¡Jondalar! ¡Qué alegría verte de nuevo! —Se abrazaron con evidente afecto—. Como este oso salvaje que es mi compañero no tiene modales, ¿por qué no me presentas a tu amiga? Y después me explicas por qué esos animales se quedan aquí en lugar de huir —dijo la mujer.
    Avanzó hasta quedar entre los dos hombres, empequeñecida por ellos. Los dos tenían exactamente la misma estatura; la cabeza de Jerika apenas llegaba a la mitad del pecho de cualquiera de ellos. La mujer caminaba con paso vivo y enérgico. Ayla pensó en un pájaro, una impresión que se veía reforzada por aquel cuerpo diminuto.
    —Jerika de los Lanzadonii, te presento a Ayla de los Mamutoi. Es la responsable de la conducta de los animales —dijo Jondalar, que sonrió a la mujercita, de modo que en su cara apareció la misma expresión que la de Dalanar—. Ella puede explicarte mejor que yo por qué no huyen.
    —Bienvenida aquí, Ayla de los Mamutoi —dijo Jerika extendiendo las manos—. Y también bienvenidos los animales, si puedes prometer que mantendrán esa conducta tan extraña.
    Mientras hablaba miraba a Lobo.
    —Te saludo, Jerika de los Lanzadonii. —Ayla correspondió a la sonrisa. El apretón de la mano de la mujercita tenía una fuerza sorprendente y, Ayla así lo percibió, también su carácter—. El lobo no lastimará a nadie, a menos que alguien nos amenace. Los caballos se inquietan cuando hay extraños y suelen encabritarse si uno se acerca demasiado, lo cual puede ser peligroso. Sería mejor que la gente se mantuviese lejos de ellos por lo menos al comienzo, hasta que conozcan mejor a todos.
    —Me parece razonable, pero me alegro de que nos lo hayas advertido —replicó Jerika, y miró a Ayla con desconcertante franqueza—. Has venido de muy lejos. Los Mamutoi viven más allá del fin del Donau.
    — ¿Conoces el país de los Cazadores de Mamuts? —preguntó Ayla, sorprendida.
    —Sí, e incluso más al este, aunque no recuerdo mucho. A Hochaman le encantará hablarte de esos lugares. Nada le agrada más que contar sus historias a nuevos oyentes. Mi madre y él vinieron de un país que está cerca del Mar Infinito, sobre el extremo este de la tierra. Yo nací en el camino. Vivimos con muchos pueblos, a veces durante muchos años. Recuerdo a los Mamutoi. Buena gente. Excelentes cazadores. Querían que nos hubiéramos quedado con ellos —dijo Jerika.
    — ¿Por qué no aceptasteis?
    —Hochaman no deseaba asentarse todavía. Su sueño era viajar hasta los confines del mundo, para ver cuánto se extendía la tierra. Conocimos a Dalanar no mucho después de la muerte de mi madre y decidimos permanecer aquí y ayudarle a aprovechar la mina de pedernal. Pero Hochaman ha vivido para ver realizado su sueño —dijo Jerika, volviendo los ojos hacia su compañero, el hombre de elevada estatura—. Ha recorrido todo el camino que va del Mar Infinito del este hasta las Grandes Aguas del Oeste. Dalanar le ayudó a completar su Viaje, hace unos años, llevándole sobre sus espaldas la mayor parte del camino. Hochaman lloró cuando vio el gran mar occidental y lavó a todos con agua salada. Ahora no puede caminar mucho, pero nadie ha realizado un Viaje tan largo como Hochaman.
    —O como tú, Jerika —agregó orgulloso Dalanar—. Has viajado casi tan lejos como yo.
    —Hmmmf. —La mujer se encogió de hombros—. No es como si yo hubiese hecho la elección. Pero estoy riñendo a Dalanar y, además, yo misma hablo demasiado.
    Jondalar mantenía el brazo alrededor de la cintura de la mujer a la que había sorprendido.
    —Desearía conocer a tu compañera de viaje —dijo ella.
    —Por supuesto, discúlpame —dijo Jondalar—. Ayla de los Mamutoi, ésta es mi prima, Joplaya de los Lanzadonii.
    —Te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi —dijo la mujer extendiendo las manos.
    —Yo te saludo, Joplaya de los Lanzadonii —dijo Ayla, que de pronto tuvo conciencia de su propio acento y se alegró de vestir una túnica limpia bajo el chaquetón. Joplaya era tan alta como ella, quizás un poco más. Tenía los pómulos salientes de su madre, pero su cara no era tan chata y su nariz se asemejaba a la de Jondalar, sólo que era más delicada y estaba mejor cincelada. Las suaves cejas negras armonizaban con los largos cabellos negros, y las gruesas pestañas enmarcaban los ojos que sugerían el tipo de la madre, ¡pero de un verde deslumbrante!
    Joplaya era una mujer de asombrosa belleza.
    —Me alegro de conocerte —dijo Ayla—. Jondalar me ha hablado de ti muchas veces.
    —Me alegro de que él no me haya olvidado —replicó Joplaya. Retrocedió un paso y el brazo de Jondalar le rodeó de nuevo la cintura.
    Otras personas se habían ido acercando y Ayla tuvo que repetir la ceremonia formal con cada miembro de la Caverna. Todos tenían curiosidad por conocer a la mujer que Jondalar había traído, pero el examen y las preguntas de los habitantes del lugar comenzaron a incomodarla; por eso se alegró cuando intervino Jerika.
    —Creo que deberíamos reservar algunas preguntas para después. Estoy segura de que podrán contarnos muchas cosas, pero seguramente se encontrarán cansados. Vamos, Ayla, te mostraré dónde podéis descansar. ¿Los animales necesitan algo especial?
    —Sólo deseo descargarlos y encontrar un lugar en el cual puedan pastar. Si no tienes inconveniente, Lobo permanecerá dentro, con nosotros —dijo Ayla.
    Vio que Jondalar estaba enfrascado en su conversación con Joplaya, y descargó sola los bultos que los dos caballos traían; pero él se apresuró a ayudarla cuando llegó el momento de introducir las cosas en la caverna.
    —Creo que sé cuál es el lugar más conveniente para los caballos —dijo Jondalar—. Los llevaré allí. ¿Quieres ocuparte de Whinney? Voy a atar a Corredor con una cuerda larga.
    —No, no creo que sea lo mejor. Ella se quedará cerca de Corredor. —Ayla advirtió que Jondalar se sentía tan cómodo que ni siquiera había pensado en oponerse. Pero, ¿por qué no? Estas personas son sus parientes—. De todos modos, te acompañaré. De ese modo Whinney se tranquilizará enseguida.
    Atravesaron un pequeño prado cubierto de pastos, con un arroyo que lo atravesaba rodeándolo por un costado. Lobo les acompañó. Después de atar bien la cuerda de Corredor, Jondalar inició el regreso.
    — ¿Vienes? —preguntó.
    —Me quedaré un poco más con Whinney —dijo ella.
    —Entonces, ¿puedo ocuparme de meter nuestras cosas?
    —Sí, adelante.
    Él parecía ansioso por regresar y Ayla no se lo criticaba.
    Ordenó a Lobo que permaneciera con ella. También para él todo era nuevo. Salvo Jondalar, los animales y Ayla necesitaban un poco de tiempo para adaptarse. Cuando regresó, le buscó y descubrió que estaba inmerso en una conversación con Joplaya. Vaciló, porque no deseaba interrumpirles.
    —Ayla —dijo Jondalar cuando la vio—. Estaba hablando de Wymez a Joplaya. Después, ¿le mostrarás la punta de la lanza que él te regaló?
    Ayla asintió. Jondalar se volvió hacia Joplaya.
    —Ya verás lo que hemos traído. Los Mamutoi son excelentes cazadores de mamut y emplean en sus lanzas puntas de pedernal en lugar de hueso. Perforan mejor el cuero grueso, sobre todo si las hojas son delgadas. Wymez inventó una técnica nueva. Talla la punta para obtener dos caras, pero no como lo haría con el filo de un hacha tosca. Calienta la piedra, ahí está la diferencia. De ese modo se desprenden esquirlas más finas, más delgadas. Puede fabricar una punta que no es más larga que mi mano, de un grosor tan reducido y un filo tan agudo que parecería increíble.
    Estaban de pie, tan cerca que los cuerpos casi se tocaban, mientras Jondalar explicaba excitado los detalles de la nueva técnica; esa desenvuelta intimidad inquietaba a Ayla. Aquellos dos habían vivido juntos durante sus años de adolescencia. ¿Qué secretos había revelado Jondalar a Joplaya? ¿Qué alegrías y dolores habían compartido? ¿Qué frustraciones y triunfos habían conocido juntos mientras ambos aprendían el difícil arte de tallar el pedernal? Quizás Joplaya conociera a Jondalar mucho mejor que ella.
    Antes, ambos habían sido forasteros para los pueblos con quienes se cruzaron en el Viaje. Ahora, sólo ella era la forastera.
    Se volvió hacia Ayla.
    — ¿Qué te parece si voy a buscar esa punta de lanza? ¿En qué canasto estaba? —preguntó, y ya había comenzado a alejarse.
    Ella respondió a la pregunta y sonrió nerviosamente a la mujer de cabellos oscuros después que él se alejó; pero ninguna de las dos habló. Jondalar regresó casi al instante.
    —Joplaya, he dicho a Dalanar que viniese... hace mucho que deseo mostrarle esta punta. Ya verás cuando él la conozca. —Abrió con mucho cuidado el envoltorio y mostró una punta de pedernal cuidadosamente trabajada, en el momento mismo en que apareció Dalanar. Al ver la fina punta de lanza, Dalanar la recibió de las manos de Jondalar y la examinó atentamente.
    — ¡Es una obra maestra! Nunca vi un trabajo tan minucioso —exclamó Dalanar—. Mira esto, Joplaya, tiene dos caras, pero muy delgadas; se han eliminado las escamas más pequeñas. Piensa en el control y la concentración que sin duda fueron necesarios. El tacto y el lustre de este pedernal son diferentes. Parece casi... resbaladizo. ¿Dónde lo conseguiste? ¿En el este tienen un tipo distinto de pedernal?
    —No, es un proceso nuevo, inventado por un mamutoi llamado Wymez. Es el único tallador que he conocido que pueda compararse contigo, Dalanar. Calienta la piedra. De ahí el lustre y el tacto; pero hay algo todavía mejor: después de calentarla, puedes desprender esas escamas tan finas —explicó Jondalar, muy animado.
    Ayla comprobó que ella misma estaba observándole.
    —Las escamas casi se desprenden solas, por eso se puede controlar bien el proceso. Te mostraré cómo lo hace. No soy tan bueno como él, necesito trabajar y perfeccionar mi técnica, pero ya verás cómo lo hago. Necesito conseguir un buen pedernal mientras estemos aquí. Con los caballos podemos transportar más peso y me gustaría llevar a casa algunas piedras de los Lanzadonii.
    —Jondalar, ésta es también tu casa —djo Dalanar—. Pero sí, podremos ir mañana a la mina y extraer piedras nuevas. Me gustaría ver cómo lo haces; pero, ¿es realmente una punta de lanza? Parece tan fina y elegante, casi demasiado frágil para cazar con ella.
    —Emplean estas puntas de lanza para cazar el mamut. Sí, se quiebran más fácilmente, pero el pedernal afilado perfora el cuero grueso mucho mejor que una punta de hueso y se desliza entre las costillas —dijo Jondalar—. Tengo que mostrarte otra cosa. La inventé mientras me recobraba de las heridas que me infligió el león cavernario, en el valle de Ayla. Es un lanzavenablos. Con este aparato, una lanza recorre doble distancia. ¡Espera, te mostraré cómo funciona!
    —Jondalar, creo que quieren que vayamos a comer —dijo Dalanar, al ver que se había reunido la gente a la entrada de la caverna y que hacía señas—. Todos querrán escuchar tus relatos. Entrad; así estaréis más cómodos y los demás podrán escuchar. Nos intrigas con estos animales que obedecen tus deseos y los comentarios acerca de los ataques del león cavernario, los lanzavenablos y las nuevas técnicas para tallar las piedras. ¿De qué otras aventuras y maravillas tienes que hacernos partícipes?
    Jondalar se echó a reír.
    —No hemos hecho más que empezar. ¿Me creerás si te digo que hemos visto piedras que permiten encender el fuego y piedras que arden? Viviendas construidas con huesos de mamut, puntas de marfil para pasar el hilo y enormes botes usados en el río para pescar peces tan grandes que se necesitan cinco hombres de tu estatura, uno encima del otro, para llegar de la cabeza a la cola.
    Ayla nunca había visto a Jondalar tan feliz y relajado, tan desembarazado y expresivo, y comprendió cuánto le alegraba estar con su gente.
    Jondalar pasó los brazos alrededor de Ayla y Joplaya mientras regresaban a la caverna.
    —Joplaya, ¿todavía no has elegido compañero? —preguntó Jondalar—. Me pareció no haber visto a nadie decidido a reclamarte.
    Joplaya se echó a reír.
    —No, Jondalar, estaba esperándote.
    —Otra vez con tus bromas —dijo Jondalar, sonriendo. Se volvió para hacer una aclaración a Ayla—. Como sabes, los primos cercanos no pueden unirse.
    —Lo tengo todo planeado —continuó diciendo Joplaya—. Pensé que podíamos huir juntos y fundar nuestra propia Caverna, como hizo Dalanar. Aunque, por supuesto, sólo aceptaríamos a los talladores de pedernal.
    La risa de Joplaya parecía forzada y miraba únicamente a Jondalar.
    —Ayla, ¿entiendes lo que quiere decir? —dijo Jondalar, volviéndose hacia ella, pero propinando al mismo tiempo un pellizco a Joplaya—. Siempre bromeando. Joplaya es una guasona.
    Ayla no estaba muy segura de entender la broma.
    —En serio, Joplaya, tendrás que comprometerte.
    —Echozar me solicitó, pero yo todavía no lo he decidido.
    — ¿Echozar? Me parece que no le conozco. ¿Es un zelandoni?
    —Es lanzadoni. Se unió a nosotros hace pocos años. Dalanar le salvó la vida, le encontró cuando ya casi se había ahogado. Creo que todavía está en la Caverna. Es un hombre tímido; comprenderás la razón cuando lo veas. Parece... bien distinto. No le agrada tratar con extraños y dice que no desea acompañarnos a la Asamblea Estival de los Zelandonii. Pero es muy bondadoso cuando llegas a conocerle y está dispuesto a hacer lo que sea necesario por Dalanar.
    — ¿Iréis a la Asamblea Estival este año? Así lo espero, por lo menos para asistir a la Ceremonia Matrimonial. Ayla y yo nos uniremos.
    Esta vez Jondalar dio un pellizco a Ayla.
    —No lo sé —dijo Joplaya, con los ojos fijos en el suelo. Después miró a Jondalar—. Siempre supe que no te unirías con Marona, esa mujer que quedó esperándote el año en que te marchaste; pero tampoco supuse que traerlas contigo una mujer.
    Jondalar se sonrojó ante la mención de la mujer con quien había prometido unirse y que había quedado en la región y no advirtió que Ayla erguía el cuerpo mientras Joplaya se acercaba deprisa a un hombre que acababa de salir de la caverna.
    — ¡Jondalar! ¡Ese hombre!
    Jondalar percibió el sobresalto en la voz de Ayla y se volvió a mirarla. La joven tenía el rostro ceniciento.
    — ¿Qué sucede, Ayla?
    — ¡Se parece a Durc! O quizás a lo que parecerá mi hijo cuando crezca. ¡Jondalar, ese hombre tiene sangre del Clan!
    Jondalar miró con más atención. Era cierto. El hombre a quien Joplaya exhortaba a acercarse tenía la apariencia del Clan. Pero cuando se aproximaron, Ayla advirtió una importante diferencia entre el hombre y los miembros del Clan a quienes ella conocía. Era casi tan alto como la propia Ayla.
    Cuando se aproximó, Ayla esbozó un movimiento con la mano. Era sutil, casi imperceptible para el resto, pero los grandes ojos castaños del hombre se abrieron sorprendidos.
    — ¿Dónde has aprendido eso? —preguntó, y esbozó el mismo gesto. Tenía la voz profunda, pero clara y bien definida. No tenía dificultades para hablar; una señal evidente de que era una mezcla.
    —Me crió un clan. Me descubrieron cuando yo era muy pequeña. No recuerdo cuál era mi familia antes de que sucediera eso.
    — ¿Un clan te crió? Ellos maldijeron a mi madre porque me dio a luz —dijo el hombre con amargura—. ¿Qué clan aceptó criarte?
    —No me ha parecido que el acento de Ayla fuese Mamutoi —intervino Jerika. Varias personas estaban alrededor.
    Jondalar respiró hondo y cuadró los hombros. Sabía desde el principio que el pasado de Ayla aparecería más tarde o más temprano.
    —Jerika, cuando yo la conocí ni siquiera sabía hablar... por lo menos, no hablaba con palabras. Pero me salvó la vida después que me atacó el león de las cavernas. La adoptaron los Mamutoi del Hogar del Mamut porque es muy hábil para curar.
    — ¿De modo que es mamut? ¿La Que Sirve a la Madre? ¿Dónde está su señal? No veo ningún tatuaje en su mejilla —dijo Jerika.
    —Ayla aprendió a curar de la mujer que la crió, una hechicera del pueblo a quien ella denomina el Clan, los cabezas chatas, pero es tan eficaz como los zelandonii. El mamut estaba comenzando a enseñarle para que Sirviera a la Madre, antes de nuestra partida. Nunca la iniciaron. Por eso no tiene la marca —explicó Jondalar.
    —Sabía que era zelandoni. Tiene que serlo, para controlar así a los animales, pero, ¿cómo pudo aprender de una cabeza chata el arte de curar? —exclamó Dalanar—. Antes de conocer a Echozar, yo pensaba que eran poco más que animales. Por lo que él me dice, entiendo que, en cierto modo, saben hablar, y ahora tú dices que tienen curanderos. Echozar, debiste explicarme eso.
    — ¿Cómo podía saberlo? ¡No soy un cabeza chata! —Echozar escupió la palabra—. Sólo conocí a mi madre y a Andovan.
    Ayla se sorprendió ante el rencor que se reflejaba en la voz del hombre.
    — ¿Has dicho que maldijeron a tu madre? ¿Y sin embargo ella sobrevivió y te crió? Seguramente fue una mujer extraordinaria.
    Echozar miró francamente los ojos azul grisáceos de la mujer alta y rubia. No hubo vacilación y ella no esquivó la mirada. Echozar se sentía extrañamente atraído por esta mujer a la que nunca había visto antes; se sentía cómodo con ella.
    —No hablaba mucho del asunto —dijo Echozar.— La atacaron unos hombres, que mataron a su compañero cuando intentó protegerla. Él era hermano del jefe de su clan y achacaron a mi madre la culpa de su muerte. El jefe dijo que traía mala suerte, pero después, cuando ella supo que tendría un hijo, él la tomó como segunda mujer. Y cuando yo nací, el jefe dijo que yo era la prueba de que mi madre era una mujer de mala suerte. No sólo había provocado la muerte de su compañero, sino que había dado a luz un hijo deforme. Y entonces la maldijo, con la maldición de muerte.
    Hablaba con esta mujer más francamente de lo que lo hacía con otros, y él mismo estaba sorprendido.
    —No sé muy bien qué significa eso... una maldición de muerte —continuó diciendo Echozar—. Ella me habló del asunto una sola vez, pero no terminó de relatarme el episodio. Afirmó que todos se apartaban de ella, como si no pudiesen verla. Decían que estaba muerta, y aunque intentaba conseguir que la mirasen, era como si no estuviese allí, como si... estuviera muerta. Seguramente tuvo que ser terrible.
    —En efecto —dijo Ayla en voz baja—. Es difícil continuar viviendo si uno no existe para los seres amados.
    Sus ojos se enturbiaron con el recuerdo.
    —Mi madre me llevó y se alejó de ellos para morir, como supuestamente debía hacer; pero Andovan la encontró. Él era ya anciano y vivía solo. Nunca me dijo por qué se había alejado de su propia Caverna; había algo acerca de un jefe cruel...
    —Andovan... —le interrumpió Ayla—. ¿No era sarmunai?
    —Sí, creo que sí —dijo Echozar—. Pero no hablaba mucho de su pueblo.
    —Sabemos algo de ese jefe cruel —dijo Jondalar con gesto sombrío.
    —Andovan nos cuidó —continuó Echozar—. Me enseñó a cazar. Aprendí a hablar el lenguaje de los signos del Clan gracias a mi madre, pero ella nunca pudo decir más que unas pocas palabras. Yo aprendí las dos lenguas, aunque ella se sorprendía al ver que yo podía pronunciar los sonidos y las palabras que me enseñaba Andovan. Andovan murió hace pocos años y con él se desvaneció la voluntad de vivir de mi madre. Finalmente la maldición de muerte se la llevó.
    —Y entonces, ¿qué hiciste? —preguntó Jondalar.
    —Viví solo.
    —Eso no es fácil —dijo Ayla.
    —No, no es fácil. Traté de buscar compañía. Ninguno de los clanes permitió que me acercase. Me apedreaban y decían que yo era deforme, que traía mala suerte. Tampoco las Cavernas querían relacionarse conmigo. Afirmaban que era una abominación de espíritus mezclados, mitad hombre y mitad animal. Al cabo de un tiempo me cansé de intentarlo. Ya no quería estar solo. Cierto día me arrojé de un peñasco al río. Y cuando recobré el sentido, Dalanar estaba mirándome. Me llevó a su Caverna. Ahora, soy Echozar de los Lanzadonii —concluyó orgullosamente, mirando al hombre de elevada estatura a quien idolatraba.
    Ayla pensó en su hijo y se sintió agradecida porque le habían aceptado cuando era muy pequeño, y también porque había gente que le amaba y deseaba tenerle cuando ella tuvo que abandonarlo.
    —Echozar, no odies al pueblo de tu madre —dijo Ayla—. No se trata de que sean malos, sucede únicamente que son tan antiguos que cambian con mucha dificultad. Sus tradiciones se remontan a un pasado muy lejano y no comprenden las nuevas costumbres.
    —Y son personas —dijo Jondalar a Dalanar—. Eso es algo que he aprendido en este Viaje. Conocimos una pareja un poco antes de iniciar el cruce del glaciar, ésa es otra historia, pero están planeando organizar asambleas para tratar los problemas que han tenido con algunos de nosotros y sobre todo con ciertos jóvenes Losadunai. Y alguien hasta se ha aproximado hasta ellos con la idea de traficar con ellos.
    — ¿Los cabezas chatas tienen asambleas? ¿Trafican? Este mundo está cambiando más rápido de lo que yo puedo comprender —dijo Dalanar—. Antes de conocer a Echozar, ni siquiera lo hubiera creído.
    —Echozar, quizás la gente les llame cabezas chatas y animales, pero tú sabes perfectamente que tu madre era una mujer valerosa —dijo Ayla, y después le tendió las manos—. Sé lo que se siente cuando uno no tiene un pueblo. Ahora, yo soy Ayla de los Mamutoi. ¿Nos darás la bienvenida, Echozar de los Lanzadonii?
    Él la cogió de las manos y Ayla sintió que las del hombre temblaban.
    —Ayla de los Mamutoi, eres bienvenida aquí —dijo.
    Jondalar se adelantó con las manos extendidas.
    —Yo te saludo, Echozar de los Lanzadonii —dijo.
    —Te doy la bienvenida, Jondalar de los Zelandonii —dijo Echozar—, pero no necesitas que a ti se te dé la bienvenida aquí. He oído hablar del hijo del hogar de Dalanar. No hay ninguna duda de que naciste de su espíritu. Te le pareces mucho.
    Jondalar sonrió.
    —Todos lo dicen, pero, ¿no crees que su nariz es un poco más grande que la mía?
    —No lo creo. Creo que tu nariz es más grande que la mía —dijo riendo Dalanar, palmeando la espalda del joven—. Entra, la comida se está enfriando.
    Ayla se retrasó un momento para conversar con Echozar; cuando se volvió para entrar, Joplaya la retuvo.
    —Deseo hablar con Ayla, Echozar, pero no entres todavía. También contigo quiero conversar —dijo. Él se apartó deprisa, para dejar solas a las dos mujeres, pero no antes de que Ayla percibiese la adoración que se traslucía en sus ojos cuando miraba a Joplaya.
    —Ayla, yo... —comenzó a decir Joplaya—. Yo... creo que sé por qué Jondalar te ama. Quiero decirte... que os deseo felicidad a ambos.
    Ayla miró atentamente a la mujer de cabellos negros. Percibió un cambio en ella, cierto retraimiento, un sentimiento de sombría determinación. De pronto, Ayla supo por qué se había sentido tan incómoda frente a esa mujer.
    —Gracias, Joplaya. Yo le amo profundamente; para mí sería difícil vivir sin él. Me dejaría un gran vacío interior y sería muy difícil soportarlo.
    —Sí, muy difícil soportarlo —dijo Joplaya, cerrando un momento los ojos.
    — ¿Vais a venir a comer? —preguntó Jondalar, que había salido de la caverna.
    —Adelante, Ayla. Hay algo que tengo que hacer antes.

    44

    Echozar miró el gran fragmento de obsidiana y después apartó los ojos. Las ondulaciones del trozo oscuro y reluciente deformaban el reflejo de Echozar, pero nada podía modificarlo, y él no deseaba ver su propia imagen. Estaba vestido con una túnica de piel de ciervo, ribeteada con pedazos de piel y adornada con cuentas fabricadas con huesos huecos de pájaro, plumas teñidas y afilados dientes de animales. Nunca había poseído nada tan lujoso. Joplaya lo había confeccionado para él con motivo de la ceremonia en que oficialmente se incorporaría a la Primera Caverna de los Lanzadonii.
    Mientras entraba en el sector principal de la caverna, palpó el cuero suave, alisándolo con reverencia, pues sabía que las manos de Joplaya lo habían trabajado. Casi sufría tan sólo con pensar en ella. La había amado desde el primer momento. Ella era quien le hablaba, le escuchaba y trataba de arrancarle de su aislamiento. Nunca habría podido aquel año ponerse delante de todos esos Zelandonii en la Asamblea Estival si no hubiera sido por ella, y cuando veía cómo la cortejaban los hombres, deseaba morir. Había necesitado meses para reunir valor y solicitarla: ¿Cómo era posible que un hombre que tenía la apariencia física de Echozar se atreviese a soñar con una mujer como ella? Pero cuando Joplaya no le rechazó, esa actitud alimentó la esperanza de Echozar. Pero ella había tardado tanto en darle una respuesta, que él estaba seguro de que era el modo de negarse que usaba Joplaya.
    Y entonces, el día de la llegada de Ayla y Jondalar, cuando ella le preguntó si aún la deseaba, Echozar no pudo creerlo. ¡Vaya si la deseaba! Nunca había deseado tanto en el curso de su vida. Esperó el momento de hablar a solas con Dalanar. Pero los visitantes le acompañaron siempre. Y Echozar no deseaba molestarlos. Además, temía preguntar. Sólo la posibilidad de desaprovechar su única oportunidad de llevar una vida más feliz de lo que jamás había creído posible le infundía valor.
    Después, Dalanar dijo que Joplaya era hija de Jerika y que Echozar tendría que tratar el asunto con ella. Pero se había limitado a preguntar si Joplaya le aceptaba y si él la amaba. ¿Si la amaba? ¡Oh, Madre, cómo la amaba!
    Echozar ocupó su lugar entre la gente que aguardaba expectante y sintió que el corazón le latía con más rapidez cuando vio que Dalanar se ponía en pie y caminaba hacia un hogar que estaba en el centro de la caverna. La pequeña escultura en madera de una mujer de formas generosas estaba clavada en el piso, frente al hogar. Los amplios pechos, el estómago lleno y las nalgas redondas del donii habían sido representados con fidelidad; pero la cabeza era poco más que una protuberancia sin rostro, y apenas estaban esbozados los brazos y las piernas.
    Dalanar estaba en pie junto al hogar y miraba al grupo reunido allí.
    —En primer lugar, deseo anunciar que este año volveremos a asistir a la Asamblea Estival de los Zelandonii —comenzó Dalanar—, y que invitamos a quienes quieran unirse a nosotros. Es un viaje largo, pero abrigo la esperanza de convencer a uno de los zelandonis más jóvenes para que retorne y se establezca aquí. No tenemos lanzadoni y necesitamos a Una que Sirva a la Madre. Está aumentando nuestro grupo, de modo que pronto habrá una segunda Caverna, y llegará el momento en que los Lanzadonii asistan a sus propias Asambleas Estivales.
    —Hay otro motivo para ir allí. Por una parte, la Ceremonia Matrimonial que santificará la unión de Jondalar y Ayla, y por otra, este año habrá también un motivo más de celebración.
    Dalanar levantó la representación en madera de la Gran Madre Tierra y asintió. Echozar estaba nervioso, pese a que sabía que ésta era sólo una ceremonia de anuncio y que tenía un carácter mucho más sencillo que la complicada Ceremonia Matrimonial, con sus ritos y tabúes purificadores. Cuando ambos estuvieron frente a él, Dalanar comenzó a decir:
    —Echozar, Hijo de una Mujer Bendita por Doni, de la Primera Caverna de los Lanzadonii, has solicitado a Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar, para que sea tu compañera. ¿Esto es cierto?
    —Es cierto —dijo Echozar, con una voz tan débil que apenas pudieron oírle.
    —Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar...
    Las palabras no fueron las mismas, pero sí lo era el sentido, y Ayla se estremeció al sollozar, pues recordó una ceremonia igual durante la cual ella había permanecido en pie al lado de un hombre moreno que la miraba del mismo modo que Echozar miraba a Joplaya.
    —Ayla, no llores, ésta es una ocasión feliz —dijo Jondalar, abrazándola tiernamente.
    Ayla apenas podía hablar; sabía lo que era estar en pie junto al hombre equivocado. Pero no había esperanza para Joplaya, ni siquiera el sueño de que más tarde o más temprano el hombre amado rechazaría la costumbre para buscarla. Él ni siquiera sabía que Joplaya le amaba y ella no podía mencionar el asunto. Era un primo suyo, un primo cercano, más hermano que primo, es decir, un hombre con quien no podía unirse, y él amaba a otra. Ayla sentía como propio el dolor de Joplaya, y ahora sollozaba al lado del hombre a quien ambas amaban.
    —Estaba pensando en el día en que me encontré al lado de Ranec, como ellos están ahora —dijo finalmente.
    Jondalar recordaba perfectamente el hecho. Sintió una opresión en el pecho, un dolor en la garganta y la abrazó con fuerza.
    —Vamos, mujer, a ese paso conseguirás que yo también me eche a llorar.
    Miró a Jerika, que permanecía sentada, con rígida dignidad, mientras las lágrimas descendían por sus mejillas.
    — ¿Por qué las mujeres siempre lloran en estas ceremonias? —dijo.
    Jerika miró a Jondalar con una expresión insondable en el rostro y después a Ayla, que sollozaba casi silenciosamente en los brazos del hombre.
    —Ya era hora de que se uniera, hora de que abandonase los sueños imposibles. No todos podemos tener al hombre perfecto —murmuró en voz baja, y después volvió a centrar su atención en la ceremonia.
    — ¿La Primera Caverna de los Lanzadonii acepta esta unión? —preguntó Dalanar, mirando a los que estaban reunidos allí.
    —Aceptamos —replicaron todos al unísono.
    —Echozar, Joplaya, vosotros habéis prometido uniros. Que Doni, La Gran Madre Tierra, bendiga esta unión —concluyó el jefe, tocando con la talla de madera la cabeza de Echozar y el estómago de Joplaya. Devolvió la donii al frente del hogar, mientras hundía las piernas de la figurilla en el suelo, de modo que se sostuviera por sí misma.
    La pareja se volvió para mirar a la Caverna reunida y después, comenzó a caminar lentamente alrededor del hogar central. En el silencio solemne, el inefable aire de melancolía que envolvía a la mujer extrañamente hermosa le confería una cualidad tal que determinaba que ella pareciera aún más exquisita y atractiva.
    El hombre que estaba al lado de Joplaya era ligeramente más bajo. Su nariz ancha y puntiaguda sobrepasaba una gruesa mandíbula sin mentón que sobresalía. El fuerte entrecejo, cuyos extremos se unían en el centro, se destacaba todavía más a causa de las cejas espesas e hirsutas que le cruzaban la frente en una sola línea velluda. Tenía los brazos muy musculosos; el pecho enorme y el cuerpo largo estaban sostenidos por unas piernas cortas, velludas y arqueadas. Eran los rasgos que le identificaban como parte del Clan. Pero no podía decirse que fuese un cabeza chata. A diferencia de aquéllos, carecía de la frente baja e inclinada que terminaba en una cabeza grande y larga —el aspecto achatado que determinaba el nombre—. En cambio, la frente de Echozar se elevaba alta y despejada sobre el reborde óseo del ceño, como la cabeza de cualquier otro miembro de la Caverna.
    Pero Echozar era increíblemente feo. La antítesis de la mujer que estaba a su lado. Sólo los ojos desmentían la comparación; eran impresionantes. Los ojos marrones, grandes y brillantes, desbordaban tan tierna adoración hacia la mujer amada, que hasta se imponían a la inenarrable tristeza que impregnaba la atmósfera a través de la cual Joplaya caminaba.
    Pero ni siquiera la evidencia del amor de Echozar podía imponerse al dolor que Ayla sentía por Joplaya. Hundió la cabeza en el pecho de Jondalar, porque el simple hecho de mirar la lastimaba profundamente, pese a que hacía todo lo posible para rechazar la desolación de su propia empatía.
    Cuando la pareja contempló el tercer circuito, la propia gente que se puso en pie para ofrecer sus buenos deseos quebró el silencio. Ayla quedó detrás e intentó recuperar el control de sí misma. Finalmente, apremiada por Jondalar, fue a representar sus deseos de felicidad.
    —Joplaya, me alegro de que celebres con nosotros tu Ceremonia Matrimonial —dijo Jondalar, y la abrazó. Ella se aferró al hombre. Jondalar se sorprendió de la fuerza del abrazo. Tuvo la desconcertante sensación de que ella se despedía, como si se preparase para perderle de vista definitivamente.
    —Echozar, no necesito desearte felicidad —dijo Ayla—. En cambio, te desearé que siempre seas tan feliz como ahora.
    —Con Joplaya, ¿acaso puede ser de otro modo? —contestó Echozar. Respondiendo a su impulso, Ayla le abrazó. Para ella no era feo; tenía un aspecto grato, conocido. Echozar necesitó un momento para reaccionar; no era frecuente que las mujeres hermosas le abrazaran, y ahora experimentó un cálido sentimiento de afecto hacia la mujer de cabellos dorados.
    Después, ella se volvió hacia Joplaya. Cuando miró sus ojos, tan verdes como azules eran los de Jondalar, las palabras que se proponía decir se le atravesaron en la garganta. Con una exclamación dolorida extendió los brazos hacia Joplaya, conmovida por esa desesperada aceptación. Joplaya la abrazó también y le palmeó la espalda, como si Ayla fuera la que necesitase consuelo.
    —Está bien, Ayla —dijo Joplaya, con una voz que sonaba hueca, vacía. Tenía los ojos secos—. ¿Qué podía hacer? Jamás encontraré un hombre que me ame tanto como Echozar. Hace mucho tiempo que sé que terminaría por unirme a él. En realidad, ya no había motivo para esperar más.
    Ayla se apartó un poco, tratando de contener las lágrimas que ella derramaba por la mujer que no podía llorar, y vio que Echozar se acercaba. El hombre deslizó inseguro un brazo alrededor de la cintura de Joplaya, como si aún no pudiera creerlo. Temía despertar y descubrir que todo había sido un sueño. No sabía que recibía sólo la envoltura de la mujer amada. Pero no importaba. Esa envoltura era suficiente.

    —Bien, no. No lo vi con mis propios ojos —dijo Hochaman—, y no puedo decir que entonces lo creí. Pero, si vosotros podéis montar caballos y enseñar a un lobo a seguirlos, ¿por qué alguien no puede montar el lomo de un mamut?
    —Por lo que tú sabes, ¿dónde sucedió eso? —preguntó Dalanar.
    —No mucho después de que partiéramos, a gran distancia de aquí hacia el este. Seguramente fue un mamut de cuatro dedos —dijo Hochaman.
    — ¿Un mamut de cuatro dedos? Nunca oí hablar de nada parecido —dijo Jondalar—. Ni siquiera cuando estuve con los Mamutoi.
    —Mira, los Mamutoi no son los únicos que cazan mamuts —dijo Hochaman—. Y en realidad ellos no viven muy al este. Créeme, comparados con el pueblo al que me refiero, los Mamutoi son vecinos cercanos. Cuando llegas realmente al este y te acercas al Mar Infinito, los mamuts tienen cuatro dedos en las patas traseras. Además, también su pelaje tiende a ser más oscuro. Muchos son casi negros.
    —Bien, si Ayla pudo cabalgar sobre el lomo de un león de las cavernas, no dudo de que alguien pudo aprender a cabalgar un mamut. ¿Qué te parece? —preguntó Jondalar, mirando a Ayla.
    —Si uno lo recibe cuando es bastante joven —dijo Ayla—. Creo que si uno cría a cualquier animal en compañía de la gente desde que es muy pequeño, puede enseñarle algo. Por lo menos, puede enseñarle a que no tema a la gente. Los mamuts son inteligentes; pueden aprender mucho. Ya vimos cómo rompían el hielo buscando agua. Y muchos otros animales también se aprovecharon de ello.
    —Pueden oler el agua desde muchísima distancia —dijo Hochaman—. En el este el tiempo es mucho más seco y allí la gente siempre dice: «Si se te agota el agua, busca un mamut». Pueden resistir bastante sin agua, si es necesario; pero más tarde o más temprano te llevan a donde hay agua.
    —Es bueno saberlo —dijo Echozar.
    —Sí, sobre todo si viajas mucho —agregó Joplaya.
    —No me propongo viajar mucho —dijo el hombre.
    —Pero vendrás a la Asamblea Estival de los Zelandonii —observó Jondalar.
    —Por supuesto, para nuestra Ceremonia Matrimonial —explicó Echozar—. Y me gustaría veros de nuevo. —Sonrió, inseguro—. Sería estupendo que tú y Ayla viniéseis aquí.
    —Sí. Espero que ambos aceptéis nuestro ofrecimiento —dijo Dalanar—. Jondalar, sabes que aquí tienes siempre tu hogar. Y excepto Jerika, que en realidad no está entrenada, no tenemos curandero. Necesitamos un lanzadoni y ambos pensamos que Ayla sería perfecta. Podrías visitar a tu madre y regresar con nosotros después de la Asamblea Estival.
    —Créeme, Dalanar, agradecemos tu ofrecimiento —dijo Jondalar—, y lo tendremos en cuenta.
    Ayla miró a Joplaya. Había adoptado una actitud retraída y se había replegado en sí misma. La mujer agradaba a Ayla, pero las dos se referían a temas superficiales. Ayla no podía superar su pena en vista del sufrimiento de Joplaya —ella había estado casi en una situación parecida— y su propia felicidad era un recordatorio permanente del dolor de Joplaya. Aunque había llegado a simpatizar mucho con todos, se alegraba de partir por la mañana.
    Sobre todo, echaría de menos a Jerika y Dalanar y sus acaloradas «discusiones». La mujer era minúscula; cuando Dalanar extendía el brazo, ella podía pasar debajo y hasta sobraba espacio. Pero tenía una voluntad indomable. Ejercía la jefatura de la Caverna tanto como él y discutía a gritos cuando las opiniones de ambos discrepaban. Dalanar la escuchaba atentamente, pero también es verdad que no siempre cedía. El bienestar de su pueblo era su preocupación principal, y a menudo consultaba con la gente el asunto sometido a discusión; pero adoptaba por sí mismo la mayor parte de las decisiones con la misma naturalidad que demuestran los verdaderos jefes. Jamás exigía nada; simplemente, imponía respeto. Después de las primeras veces en que interpretó mal esos choques, Ayla comenzó a escuchar con agrado las discusiones entre ellos dos, y casi no se molestaba en disimular una sonrisa ante el espectáculo de la mujer de pequeña estatura que sostenía un debate acalorado con el hombre gigantesco. Lo que la sorprendía más era la facilidad con que podían interrumpir una discusión violenta con una tierna palabra de afecto o para hablar de otras cosas, como si un instante antes no se hubiesen mostrado dispuestos cada uno a asesinar al otro. Después reanudaban el combate verbal como si hubieran sido los peores enemigos. Una vez resuelta la discusión, se apresuraban a olvidarla. Pero parecía que los duelos intelectuales les agradaban, y pese a la exagerada diferencia de proporciones físicas, era un combate entre iguales. No sólo se amaban sino que se respetaban profundamente.

    La temperatura estaba aumentando y la primavera se encontraba en pleno desarrollo cuando Ayla y Jondalar reanudaron la marcha. Dalanar les pidió que transmitieran sus mejores saludos a la Novena Caverna de los Zelandonii, y les recordó nuevamente su ofrecimiento. Ambos habían sentido que eran bien recibidos, pero la sensibilidad de Ayla frente a Joplaya determinaba que para ella fuese difícil pensar en la convivencia con los Lanzadonii. Sería demasiado duro para ambas, pero, por lo demás, no era algo que pudiese explicar a Jondalar.
    Ciertamente, él percibía una tensión peculiar en la relación entre las dos mujeres, a pesar de que parecían simpatizar mutuamente. Por otra parte, Joplaya adoptaba una actitud distinta ante él. Se mostraba más distante, no bromeaba ni jugaba como había hecho siempre. En todo caso, Jondalar se había sorprendido ante la vehemencia del último abrazo de Joplaya. Los ojos de la mujer se habían llenado de lágrimas. Él le había recordado que ahora no iniciaba un largo Viaje; acababa de regresar y pronto volverían a verse en la Asamblea Estival.
    Le aliviaba que les hubiesen acogido con tanta calidez y en realidad tendría en consideración el ofrecimiento de Dalanar, sobre todo si los Zelandonii no adoptaban una actitud tan receptiva frente a Ayla. Era bueno saber que tendrían un lugar, pero en el fondo de su corazón, y a pesar de todo lo que amaba a Dalanar y a los Lanzadonii, los Zelandonii eran su pueblo. En todo caso, él deseaba vivir allí con Ayla.
    Cuando al fin partieron, Ayla sintió que le quitaban un peso de encima. A pesar de las lluvias, le complacía sentir el tiempo cada vez más cálido y los días soleados; todo era demasiado hermoso y no permitía que la tristeza durase mucho. Ayla era una mujer enamorada que viajaba con su hombre y se dirigía al encuentro del pueblo de Jondalar y a su nuevo hogar. De todos modos, no podía evitar un sentimiento de ambivalencia, una mezcla de esperanza y a la vez de inquietud.
    Era una región que Jondalar conocía; él redescubría, excitado, cada una de las señales familiares, y a menudo formulaba un comentario o relataba una anécdota pertinente. Atravesaron un paso entre dos cadenas montañosas y después remontaron un río que viraba y se desviaba en la dirección que ellos seguían. Le abandonaron en su fuente y cruzaron varios anchos ríos que corrían de norte a sur por un ancho valle; después treparon por un extenso macizo coronado de volcanes, uno de los cuales todavía humeaba, mientras que los otros permanecían dormidos. Cuando cruzaron una meseta, cerca del origen de un río, pasaron a poca distancia de algunas fuentes de agua caliente.
    —Estoy seguro de que éste es el comienzo del río que pasa frente a la Novena Caverna —dijo Jondalar, lleno de entusiasmo—. ¡Ayla, casi hemos llegado! Podemos estar en casa al anochecer.
    — ¿Éstas son las aguas calientes curativas que tú me mencionaste? —preguntó Ayla.
    —Sí. Las llamamos las Aguas Curativas de Doni —dijo Jondalar.
    —Pasemos aquí la noche —propuso Ayla.
    —Pero si casi hemos llegado ya —dijo Jondalar—; estamos al final de nuestro Viaje, y ya he estado ausente durante tanto tiempo...
    —Por eso quiero pasar aquí la noche. Es el fin de nuestro Viaje. Quiero bañarme en el agua caliente y pasar la última noche sola, sola contigo, antes de que conozcamos a todos tus parientes.
    Jondalar la miró y sonrió.
    —Tienes razón. Después de tanto tiempo, ¿qué es una noche más? Y durante mucho tiempo será la última vez que estaremos solos. Además —su sonrisa fue ahora más cálida— me agrada estar contigo cerca de las fuentes de agua caliente.
    Armaron la tienda en un lugar que sin duda había sido usado antes. Ayla pensó que los caballos parecían inquietos cuando los soltaron a pastar en el prado de hierba verde de la meseta; pero ella había visto unas hojas tiernas de uña de caballo y de acedera. Cuando fue a recogerlas, vio algunas setas de primavera y flores de manzana silvestre y renuevos más antiguos. Regresó al campamento sosteniendo la parte delantera de la túnica como un canasto, colmado de plantas verdes y otros ingredientes sabrosos.
    —Me parece que estás planeando un festín —dijo Jondalar.
    —No es mala idea. He visto un nido y quiero ver y comprobar si tiene huevos —dijo Ayla.
    —En ese caso, ¿qué te parece esto? —dijo él, mostrándole una trucha. Ayla sonrió complacida—. Me pareció verla en un arroyo, ahusé una vara verde y atrapé una lombriz para enroscarla en su extremo. Este pez mordió tan rápido que casi me pareció que estaba esperándome.
    — ¡Bien, ya tenemos los ingredientes del festín!
    —Pero puedes esperar, ¿verdad? —preguntó Jondalar—. Creo que ahora mismo preferiría un baño caliente.
    Los ojos azules de Jondalar transmitieron ciertos pensamientos a Ayla y provocaron su reacción.
    —Una idea maravillosa —dijo ella, mientras vaciaba la túnica al lado del fuego; después se encaminó hacia los brazos del hombre.

    Permanecieron sentados uno al lado del otro, algo retirados del fuego, satisfechos y completamente relajados, observando cómo las chispas dibujaban un arabesco y desaparecían en la noche. Lobo dormitaba cerca. De pronto, levantó la cabeza y apuntó las orejas hacia la meseta oscura. Oyeron un relincho potente y enérgico, pero no les resultó conocido. Entonces, la yegua se movió inquieta y Corredor gimió.
    —Hay otro caballo en el campo —dijo Ayla, y se incorporó de un salto. Era una noche sin luna y la visión no era clara.
    —Esta noche no podrás explorar en la oscuridad. Intentaré encontrar algo para fabricar una antorcha.
    Whinney se quejó de nuevo, el caballo desconocido relinchó y oyeron ruidos de cascos que se alejaban en la noche.
    —Ya sabemos a qué atenernos —dijo Jondalar—. Esta noche es demasiado tarde. Creo que Whinney se fue. Un caballo la atrapó otra vez.
    —Esta vez creo que se fue porque así lo deseaba. Pensé que parecía nerviosa; hubiera debido prestar más atención —dijo Ayla—. Es su período de celo, Jondalar... Estoy segura de que era un garañón y me parece que Corredor les acompañó. Todavía es demasiado joven, pero sin duda otras yeguas están en celo y es posible que él se sienta atraído.
    —Ahora está demasiado oscuro para buscarlos, pero conozco esta región. Podemos rastrearlos por la mañana.
    —La última vez yo salí con ella y el garañón castaño vino a buscarla. Whinney volvió a mí por propia voluntad y después tuvo a Corredor. Creo que ahora tendrá otro potrillo —dijo Ayla, sentándose junto al fuego. Miró a Jondalar y sonrió—. Me parece justo que las dos nos quedemos embarazadas al mismo tiempo.
    Pasó un momento antes de que él comprendiese.
    — ¿Las dos... embarazadas... al mismo tiempo? ¡Ayla! ¿Quieres decir que estás embarazada? ¿Tendrás un niño?
    —Sí —dijo ella, asintiendo—. Jondalar, tendré un hijo tuyo.
    — ¿Un hijo mío? ¿Tendrás un hijo mío? ¡Ayla! ¡Ayla! —La levantó en sus brazos, giró sobre sí mismo y después la besó—. ¿Estás segura? Quiero decir, ¿estás segura de que tendrás un hijo? El espíritu pudo provenir de uno de los hombres de la Caverna de Dalanar, o incluso de los Losadunai... Pero está bien, si eso es lo que la Madre desea.
    —Pasé mi período lunar sin sangrar y me siento embarazada. Incluso me he sentido un poco enferma por la mañana, pero nada grave. Creo que comenzamos a formar el niño cuando descendimos del glaciar. Y es hijo tuyo, Jondalar, de eso estoy segura. No puede ser de otro. Comenzó con tu esencia. La esencia de tu virilidad.
    — ¿Mi hijo? —repitió Jondalar, con una expresión de dulce asombro en los ojos. Apoyó la mano sobre el vientre de Ayla—. ¿Tienes ahí a mi hijo? Lo he deseado tanto —dijo, desviando la mirada y parpadeando—. Sabes, incluso se lo pedí a la Madre.
    —Jondalar, ¿no me has dicho que la Madre siempre te da lo que le pides? —Sonrió al ver la felicidad del hombre y al sentir la suya propia—. Dime, ¿pediste un varón o una niña?
    —Ayla, nada más que un hijo. No importa si es varón o niña.
    —Entonces, ¿no te opondrás si esta vez pido que sea una niña? Él meneó la cabeza.
    —Es suficiente con que sea hijo tuyo y quizás mío.

    —La dificultad de rastrear caballos aquí radica en que pueden correr mucho más velozmente que nosotros —dijo Ayla.
    —Pero creo saber adónde han ido —dijo Jondalar—, y conozco un camino más corto, pasando la cima de ese risco.
    — ¿Y si no están donde tú crees?
    —En ese caso, retrocederemos y buscaremos de nuevo el rastro; pero las huellas se encaminan en esa dirección —dijo Jondalar—. No te preocupes, Ayla, los encontraremos.
    —Es necesario, Jondalar. Hemos pasado por muchas cosas. Ahora no puedo permitir que vuelvan a una manada.
    Jondalar la guió hacia un campo protegido donde antes había visto caballos con frecuencia. Allí encontraron muchos animales. Ayla no necesitó demasiado tiempo para identificar a su amiga. Descendieron por el borde hasta el fondo cubierto de pasto y Jondalar vigiló de cerca a Ayla, un poco temeroso de que ella hiciera más de lo que sus fuerzas le permitían. Ayla emitió el consabido silbido.
    Whinney irguió la cabeza y galopó hacia la mujer, seguida por el garañón corpulento de pelo suave y por otro más joven, de pelo castaño. El garañón se desvió para rechazar al animal más joven, que se apresuró a retroceder. Aunque estaba excitado por la presencia de hembras en celo, el potrillo no podía aún desafiar al veterano garañón y disputarle a su propia madre. Jondalar se abalanzó hacia Corredor, el lanzavenablos en la mano, preparado para protegerle del animal corpulento y dominante, pero la propia actitud del potrillo le había protegido. El caballo de pelaje claro se desvió hacia la yegua más receptiva.
    Cuando el garañón llegó, se alzó sobre las patas traseras y exhibió toda su fuerza; Ayla estaba en pie, con los brazos alrededor del cuello de Whinney, que se apartó de la mujer y respondió al macho. Jondalar se aproximó, conduciendo a Corredor con una sólida cuerda atada al cabestro; el hombre parecía preocupado.
    —Puedes tratar de ponerle el cabestro —dijo Jondalar.
    —No. Esta noche acamparemos aquí. Todavía no está dispuesta a venir. Está formando un potrillo y Whinney lo desea. Quiero permitírselo —dijo Ayla.
    Jondalar exteriorizó su asentimiento encogiéndose de hombros.
    — ¿Por qué no? No hay prisa. Podemos acampar aquí unos días. —Advirtió que Corredor pugnaba por acercarse a la manada—. Él también desea unirse a la manada. ¿Crees que podemos dejarlo?
    —Me parece que no saldrán de aquí. Esto es un campo muy grande, y si se alejan, podemos trepar al risco y ver hacia dónde van. Quizás convenga que Corredor esté un tiempo con otros caballos. Tal vez aprenda de ellos —dijo Ayla.
    —Creo que tienes razón —dijo Jondalar, deslizando el cabestro y observando a Corredor que galopaba a través del campo—. Quisiera saber si Corredor será alguna vez garañón de una manada. Y si compartirá los Placeres con todas las hembras. —«y quizás —pensó— consiga que en cada una empiecen a formarse potrillos.»
    —Bien, podemos buscar un lugar para instalar el campamento y ponernos cómodos —dijo Ayla—. Además, tenemos que cazar algo para comer. Quizás entre esos árboles, junto al arroyo, encontremos perdices.
    —Lástima que aquí no haya fuentes de agua caliente —dijo Jondalar—. Es extraño cómo relaja un baño caliente.

    Ayla contempló desde gran altura un infinito espejo de agua. En la dirección contraria, la planicie ancha y cubierta de pasto se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Más cerca, un conocido prado montañés, con una pequeña caverna en una pared de rocas, sobre el borde. Las plantas de avellano crecían contra la pared, ocultando la entrada.
    Tenía miedo. Fuera de la Caverna nevaba, de modo que la entrada había quedado obstruida; pero cuando ella apartó los arbustos y salió al exterior, era primavera. Las flores se abrían y los pájaros cantaban. La nueva vida se manifestaba por doquier. De la caverna le llegó el llanto robusto de un recién nacido.
    Ayla seguía a alguien que descendía por la ladera de la montaña, llevando a un niño apoyado en la cadera y sostenido por un pedazo de la capa. Cojeaba y caminaba con la ayuda de un bastón y sobre la espalda cargaba un bulto, envuelto en una capa. Era Creb, y estaba protegiendo al recién nacido de Ayla. Caminaron, pareció que eternamente, pero recorrieron una gran distancia a través de las montañas y las dilatadas planicies, hasta que llegaron a un valle con un campo protegido y cubierto de hierba. Allí acudían con frecuencia los caballos.
    Creb se detuvo, se quitó la abultada capa y la depositó en el suelo. A la creyó que veía dentro el blanco del hueso, pero un joven caballo castaño salió de la capa y corrió hacia una yegua de pelaje de color amarillo leonado. Ayla silbó a la yegua, pero ella se alejó al galope con un garañón de pelaje claro. Creb se volvió e hizo señas a Ayla, pero ésta no pudo entender la seña. Era un lenguaje cotidiano que ella desconocía. Él hizo otra señal: «Vamos, podemos llegar antes de que oscurezca».
    Ella estaba en un largo túnel que penetraba profundamente en una caverna. Delante parpadeaba una luz. Era una abertura para salir. Ayla estaba ascendiendo por un empinado sendero a lo largo de una pared de roca de color blanco cremoso, siguiendo a un hombre que daba pasos largos y briosos. Ella conocía el lugar y se dio prisa para alcanzar al otro.
    — ¡Espera! ¡Espérame! —gritó.

    — ¡Ayla! ¡Ayla! —Jondalar estaba sacudiéndola—. ¿Tenías una pesadilla?
    —Un sueño extraño, pero no una pesadilla —contestó Ayla.
    Se incorporó, sintió una oleada de náusea y volvió a acostarse, con la esperanza de que el malestar se aliviase.

    Jondalar agitó la ancha lámina de cuero para asustar al garañón de pelaje claro y Lobo aulló y le hostigó, mientras Ayla deslizaba un cabestro sobre la cabeza de Whinney.
    La yegua no tenía sobre el lomo más que un envoltorio pequeño. Corredor, firmemente atado a un árbol, soportaba la mayor parte del peso. Ayla saltó sobre el lomo de la yegua y la apremió para que galopase, llevándola hacia el borde del ancho campo. El garañón les persiguió, pero disminuyó el ritmo a medida que se separaron del resto de las yeguas. Finalmente se detuvo, se alzó sobre las patas y relinchó, llamando a la yegua. Volvió a encabritarse y corrió de vuelta hacia el rebaño. Varios garañones ya habían intentado aprovechar su ausencia. Disminuyó la distancia que les separaba de las hembras y de nuevo se alzó sobre las patas, lanzando un desafío.
    Montada en Whinney, Ayla continuó la marcha, pero ya no fue necesario mantener el rápido galope inicial. Cuando oyó ruido de cascos detrás, se detuvo y esperó a que se acercaran Jondalar y Corredor, con Lobo a poca distancia.
    —Si nos damos prisa, podemos llegar antes de que oscurezca —dijo Jondalar.
    Ayla y Whinney se pusieron a la par del resto. Ella tuvo la extraña sensación de que antes ya habían hecho lo mismo.
    Avanzaron con paso tranquilo.
    —Creo que ahora las dos tendremos hijos —dijo Ayla—. El segundo para cada una; y ambas ya tuvimos varones. Creo que eso es bueno. Podemos compartir esta situación.
    —Podrás compartir tu embarazo con muchas mujeres —observó Jondalar.
    —Estoy segura de que dices la verdad, pero será agradable compartirlo con Whinney, pues ambas hemos quedado embarazadas durante este Viaje. —Cabalgaron en silencio un rato—. Pero ella es mucho más joven que yo. Ya soy vieja para tener un hijo.
    —Ayla, no eres tan vieja. Yo soy el anciano.
    —Esta primavera cumplo diecinueve años. Es mucho para tener un hijo.
    —Yo soy mucho mayor. Ahora ya tengo veintitrés años cumplidos. Es mucha edad para el hombre que por primera vez instala su propio hogar. ¿Sabes que estuve ausente cinco años? Me pregunto si alguien me recuerda —dijo Jondalar.
    —Por supuesto, te recordarán. Dalanar no tuvo la más mínima dificultad, y tampoco Joplaya —dijo Ayla. «Todos le reconocerán —pensó Ayla—, pero nadie sabrá de mí».
    — ¡Mira! ¿Ves esa roca, allí? ¿Después del recodo del río? ¡Ahí es donde maté mi primera presa! —dijo Jondalar, incitando a Corredor a apretar el paso—. Era un ciervo grande. No sé qué temía más... si aquella gran cornamenta o errar el tiro y volver a casa con las manos vacías.
    Ayla sonrió, complacida ante los recuerdos de Jondalar; pero ella no tenía nada que recordar. De nuevo sería una extranjera. Todos la mirarían y harían preguntas acerca de su extraño acento y de su origen.
    —Cierta vez celebramos aquí una Asamblea Estival —dijo Jondalar—. Se organizaron hogares por todo el lugar. Fue la primera que presencié después de hacerme hombre. Oh, cómo me pavoneaba, tratando de parecer mayor, pero temeroso de que ninguna joven me invitase a compartir sus Primeros Placeres. Supongo que no era necesario preocuparse tanto. Tres me invitaron, ¡Y eso me atemorizó todavía más!
    —Jondalar, ahí hay varias personas mirándonos —dijo Ayla.
    —Es la Decimocuarta Caverna —dijo Jondalar, y saludó con la mano. Nadie contestó. En cambio, desaparecieron bajo un ancho saliente.
    —Seguramente se trata de los caballos —dijo Ayla.
    Él frunció el entrecejo, después meneó la cabeza.
    —Se acostumbrarán.
    «Así lo espero —pensó Ayla—, y también deseo acostumbrarme yo misma. Lo único conocido en todo esto será Jondalar».
    — ¡Ayla! ¡Ahí está! —dijo Jondalar—. La Novena Caverna de los Zelandonii.
    Ayla miró en la dirección que él señalaba y sintió que palidecía.
    —Es fácil descubrirla, por ese saliente alto. ¿Ves, donde parece una piedra que está próxima a caer? Pero no cae, a menos que todo el saliente se desplome. Te veo muy pálida.
    Ella detuvo la marcha del caballo.
    —Jondalar, ¡he visto antes ese lugar!
    — ¿Cómo es posible? Nunca has estado antes aquí.
    De pronto, todo se reveló claramente. «¡Era la caverna de mis sueños! La que surgió de los recuerdos de Creb. Ahora sé lo que él intentaba decirme en mis sueños.»
    —Te dije que mi tótem te destinaba a mí y me arregló las cosas de modo que vinieses y me consiguieras. Deseaba que tú me llevases al hogar, al lugar en el que mi espíritu del León Cavernario sería feliz. Es aquí. Jondalar, yo también he llegado a mi hogar. Tu hogar es mi hogar —dijo Ayla.
    Sonrió; pero antes de que él pudiese responder, oyeron una voz que gritaba su nombre.
    — ¡Jondalar! ¡Jondalar!
    Volvieron la mirada hacia un sendero que llevaba a un risco y vieron la figura de una joven.
    — ¡Madre! Ven, apresúrate —dijo la muchacha—. Jondalar ha vuelto. ¡Jondalar está en casa!
    Ayla pensó: «y también yo».

    FIN

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      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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