Publicado en
septiembre 12, 2010
Traducción de
Lluís Miralles de Imperial
A mi mujer
PRÓLOGO
Artemidoro de Broca y la puta de Satán
En ese 12 de diciembre de 1287, pronto haría nueve meses que el trono del papa estaba vacante; los cardenales electores reunidos en cónclave no conseguían ponerse de acuerdo sobre el nombre del sucesor de Honorio IV, muerto en el mes de abril.
Esta ausencia prolongada de un Sumo Pontífice en Roma no era un fenómeno raro. En el pasado, interregnos de este tipo habían durado, a veces, tres años o más. Los destinos de la Iglesia quedaban entonces en manos de un colegio restringido de miembros de la curia que despachaban los asuntos ordinarios a la espera de la elección.
Este colegio estaba regido por el gran canciller y maestro del sacro palacio Artemidoro de Broca.
Conocido en su juventud con el nombre de Aures de Brayac, soldado emérito de la Séptima Cruzada, el viejo cardenal, que tenía ya más de ochenta años, pertenecía a la cancillería de Letrán desde 1249. En el intervalo, Artemidoro había tenido el honor de convertirse en el confidentissime de once papas, sin que su imperio sobre la curia hubiera sido puesto nunca en cuestión.
Este hijo de carnicero de desmesurado orgullo, cargado de astucia y de paciencia, que solo confiaba en su propio genio, era reconocido como el hombre fuerte de los interregnos y acumulaba seis años completos en los que Roma, públicamente privada de jefe, se había encontrado bajo su único dominio.
Todo el mundo afirmaba que en varias ocasiones el cardenal había renunciado incluso a ceñir la tiara papal, lo que decía mucho sobre la importancia que otorgaba a su título de canciller y a su probada convicción de poseer el auténtico poder en Roma.
Sus rivales habían renunciado a desestabilizarle o a asesinarle, después de ver cómo el canciller desbarataba todas sus tentativas. Incluso sus adversarios más feroces no tenían más opción que esperar su muerte; una esperanza que nunca llegaba, a pesar de los mil achaques que afligían al anciano.
El pueblo de Roma no conocía las bajezas de que era capaz este antiguo soldado convertido en cardenal; para él, Artemidoro seguía siendo el prestigioso Aures de Brayac, héroe de la batalla de Mansura.
¿De qué se quejaban aquellos días los romanos? Del frío que hacía y de la nieve que caía, de los impuestos que gravaban el precio del celemín de trigo, del fin del contrabando de vino con Chipre que los privaba de malvasía, de la afluencia de peregrinos que acaparaban sus mejores productos, de los aguadores que se negaban a trabajar bajo la helada, en fin, del frío que hacía y de la nieve que caía...
¿De la ausencia de Sumo Pontífice?
Ni una palabra.
¿De las deliberaciones del cónclave, que se eternizaban?
Apenas nada.
Los romanos estaban acostumbrados a estos interregnos, persuadidos de que la Iglesia, como el Imperio en otro tiempo, era un gigante que al final siempre conseguía moverse, incluso con la cabeza cortada.
Artemidoro de Broca velaba por ello.
Su cancillería estaba situada en Letrán, residencia de los papas desde el año 313. Este antiguo palacio romano cedido a la Iglesia por el emperador Constantino, adosado a la basílica de San Juan, dominaba una plaza siempre muy concurrida. Letrán era la sede de la cristiandad apostólica.
El gabinete de Artemidoro ocupaba una vasta sala con las paredes adornadas con armas y escudos, con figuritas esmaltadas y estandartes conquistados en los campos de batalla. No podía encontrarse allí ninguno de los elementos que supuestamente debían constituir el marco de un gran personaje de la Iglesia.
El anciano estaba sentado detrás de su mesa de trabajo, sobre la que se amontonaban las misivas secretas de los estados y las bulas pontificias.
Gordo, vestido con un grueso manto forrado de armiño y con el cuello cargado de cadenas de oro, Artemidoro tenía la piel endurecida y verdosa de bilis, el mentón sepultado bajo las carnes del cuello, profundas arrugas en torno a los ojos y el cráneo pelado; era difícil de imaginar que ese vejestorio debilitado dispusiera todavía de algún poder en el seno de la Iglesia.
Un hombre joven se encontraba de pie ante él.
Fauvel de Bazan.
Secretario particular del canciller, pérfido, seductor y terrible, vestido como un joven príncipe, Bazan era los ojos de Artemidoro donde él no alcanzaba a ver, sus oídos detrás de los muros, y a menudo la voz de su conciencia.
A su izquierda esperaba una mujer, alta y magnífica, con el rostro enmarcado por una cofia de satén blanco que velaba sus cabellos y sus orejas y el cuerpo admirablemente encerrado en un largo vestido negro.
Era Até de Brayac, la hija de Artemidoro.
Bazan dejó sobre el escritorio un puñado de hojas dobladas por la mitad: las papeletas secretas de la última votación de los cardenales.
Artemidoro las examinó ayudándose con una gruesa lente de vidrio. Puso a un lado cuatro votos, atribuidos a los prelados Portal de Borgo, Filonenko, Othon de Biel y Benoít Fulastre.
Finalmente dijo a Fauvel de Bazan, refiriéndose a los cuatro cardenales:
—Eliminadlos. Están a punto de aliarse... y no quiero, bajo ningún pretexto, tener un Papa antes de la primavera. ¿Qué más hay?
—Vuestra muerte ha sido anunciada en dos ocasiones esta semana.
Bazan le tendió una lista de nombres anotada en un pergamino y añadió:
—Estos se alegraron de la noticia, vuestra gracia.
Después de leerla, Artemidoro se encogió de hombros.
—Estos hombres no valen nada. No nos preocupemos de ellos.
Volvió la mirada hacia Até.
—Vuelves a marcharte. Quedan dos elementos por reunir para terminar la operación en curso.
La joven apenas pudo disimular su disgusto ante esta orden inesperada que la alejaba de Roma. Acababa de pasar largos meses al otro lado de los Alpes y aspiraba a un poco de descanso.
—¿Adonde debo dirigirme? —Al país de Oc.
El canciller le entregó un pliego donde estaban consignadas sus instrucciones y, sin mayores precisiones, los despidió con un movimiento de cabeza y volvió a sumergirse en el examen de su correspondencia.
Bazan y Até acataron la orden; pero, antes de abandonar el gabinete de su padre, la joven le dirigió una última pregunta:
—Me resulta penoso obedeceros sin comprender el sentido de vuestras órdenes, vuestra gracia. ¿Me diréis un día qué estamos tramando?
Artemidoro levantó la cabeza. No parecía sorprendido ni impaciente por el atrevimiento de su hija. De sus once hijos, Até, nacida de una unión con una cristiana de Alepo veinticinco años atrás, era su favorita. La joven había pasado sus años de mocedad lejos de él, en Palestina, y no la había conocido realmente hasta cinco años antes. Entonces descubrió que Até poseía un carácter tan decidido y enérgico como el suyo. Inteligente y sin piedad, la Providencia le ofrecía en esta joven de su sangre a una aliada femenina eficaz, capaz de imponerse a los hombres y muy útil para la ejecución del trabajo sucio. Le había agradado tanto, que el canciller había decidido darle su nombre.
—Tranquilízate —respondió—. El final está próximo.
Dejó caer la cabeza sobre su mano y le sonrió. Pero la sonrisa le sentaba mal a su rostro hinchado.
—Pronto asistirás —dijo— a la más pasmosa sorpresa de la era cristiana desde... ¡desde que unos soldados romanos volvieron una mañana y encontraron vacía la tumba de Cristo!
Até abandonó Roma y Fauvel de Bazan ejecutó puntualmente las instrucciones de su superior respecto a los cuatro cardenales electores que habían tenido la audacia de no seguir sus recomendaciones: Portal de Borgo fue asfixiado en la iglesia de Santa Inés Extramuros por una falange de hombres vestidos de negro; Filonenko murió escaldado mientras tomaba un baño de vapor; Othon de Biel pereció intoxicado en una capilla absidal por el humo de unos cirios envenenados y Benoít Fulastre fue devorado por unos perros durante su paseo matinal en su residencia de Aprilia.
Como ocurría siempre cuando los esbirros del canciller intervenían, todas estas muertes pasaron por accidentales, y la vida de Letrán apenas fue perturbada.
Algunos intrépidos quisieron denunciar ante el viejo canci11er maniobras criminales en el seno del cónclave, pero este descartó las acusaciones con un gesto desdeñoso de la mano.
—Ecclesia abhorret a sanguine —le gustaba repetir remitiéndose al concilio de 1163.
«La Iglesia siente horror por la sangre...»
PRIMERA PARTE
1
En ese 9 de enero de 1288, el padre Guillermo Aba despertó antes de que naciera el día. El sacerdote pasó concienzudamente las cuentas de su rosario antes de abandonar su habitación en el piso alto de la casa rectoral, aún envuelto en las mantas que le habían mantenido caliente durante la noche.
Al pie de la escalera, apartó del paso a los dos corderos y al cerdito que compartían su techo durante la estación fría. Encendió una lámpara de aceite con yesca y un trozo de pedernal.
La estancia se iluminó: un techo bajo, de gruesas vigas que se arqueaban debido al peso que soportaban, dos entradas, una ventana tapada con papel aceitado, una mesa larga, una estufa, haces de leña y una escalera cuyos peldaños servían de anaqueles para una quincena de obras colocadas planas sobre la estantería improvisada.
La casa parroquial era, junto con la iglesia próxima, la única edificación de piedra del pueblo; sin embargo, ningún fiel se la envidiaba: las paredes estaban heladas y húmedas, mal aisladas con un adobe pobre en paja.
El padre Aba reavivó las brasas de su estufa con ayuda de un hurgón. Luego se dirigió a la salida cargado con un hondo recipiente de estaño.
Habitualmente bajaba hasta el arroyo que susurraba bajo la iglesia para aprovisionarse de agua, pero ese año, con el lecho helado, era imposible hacerlo. Aba se contentó con llenar de nieve su recipiente. El invierno de 1288 era uno de los más crudos que se recordaban desde hacía mucho tiempo.
El cielo aún estaba oscuro. Todo callaba. No obstante, Aba adivinaba algunas casas alrededor donde también había luz. Dos nuevas viviendas estaban en construcción. Por extraño que pudiera parecer, esa pobre parroquia, aislada del resto del mundo, se encontraba en plena expansión.
El pueblo de Cantimpré estaba situado en la meseta de Gramat, en el Quercy, y contaba solo con una veintena de viejas casas rodeadas de árboles añosos y de pastos de altura que dominaban un estrecho desfiladero.
Hacía ocho años que el padre Aba ejercía allí su ministerio. Había llegado a pie de París (la nueva Babilonia, aborrecida por los lugareños), donde seguía los cursos de filosofía de la pequeña Sorbona. Por voluntad propia, había renunciado a los estudios para abrazar la responsabilidad de ese pueblecito insignificante y rústico, de gentes simples y laboriosas, difíciles de conmover, que temían a Dios pero no a sus representantes.
El sacerdote, miembro de la orden terciaria de San Francisco, nunca se había arrepentido de su elección.
Lo que más había sorprendido a los habitantes de Cantimpré a la llegada de Guillermo Aba, había sido su edad. Les parecía inconcebible que un hombre de menos de treinta años viniera a ocupar la pequeña iglesia del pueblo.
El nuevo cura era muy guapo: ojos castaños e inteligentes, frente alta, nariz fina y recta, tonsura perfecta. Sus rasgos, un poco femeninos, no mostraban ninguna irregularidad. Su rostro era particularmente agradable: «angelical», dijeron las mujeres. Aquellas buenas cristianas no recordaban haber visto nunca antes a un hombre tan bien parecido, ni siquiera en imágenes.
Con las manos entumecidas por el frío, el padre Aba se levantó con su recipiente lleno de nieve y volvió a resguardarse en la casa.
Durante su corta salida, un joven se había introducido en la casa parroquial por la puerta del fondo.
Era Augustodunensis, su único auxiliar, recién llegado a Cantimpré desde el pueblo de Dammartin, en el norte.
El obispo de Cahors había acogido favorablemente la solicitud de Aba de disponer de un ayudante en la parroquia y le había enviado a este joven hermano; un buen muchacho, comprensivo y bien educado. Augustodunensis era alto, de hombros estrechos, con un rostro aún juvenil pero dotado de un aire de determinación que se manifestaba en todo lo que emprendía.
Residía en el pueblo desde hacía solo dos semanas, y se alojaba encima de la leñera.
—Buenos días, Augusto —le dijo el sacerdote cerrando la puerta.
—¿Ha pasado una buena noche, padre?
—No. Sin duda un poco de fiebre que me habrá provocado pesadillas.
Se encogió de hombros.
—Pero dejemos eso. Tenemos cosas más urgentes que hacer. ¡Hoy es miércoles!
—No lo he olvidado.
Augustodunensis mostró el gran cuenco de leche humeante que acababa de traer. Lo dejó sobre la estufa. El sacerdote colocó al lado su recipiente lleno de nieve.
A continuación, el joven vicario cogió un haz de ramitas y una pala y limpió los excrementos de los tres animales. Luego extendió sobre el suelo ceniza y agujas de pino para eliminar los malos olores.
Aba deshizo un mendrugo de pan, envuelto en un trapo, que había sacado del fondo de su armario.
El vicario rompió el silencio.
—Tengo que ir a la iglesia a preparar el oficio de prima. ¡Que se divierta con los niños, padre!
El sacerdote prometió que no dejaría de hacerlo y Augustodunensis desapareció por la puerta del fondo.
Aba se felicitó de que la Providencia le hubiera enviado a este joven: era activo, nunca ponía mala cara a la hora de trabajar, se sabía su salterio de memoria y poseía un agradable temperamento optimista. Aba estaba cansado de esos miembros de la Iglesia que anunciaban el fin del mundo para la próxima estación.
El sacerdote colocó una docena de tazones de madera sobre la mesa junto con un cuchillo, cuyo grueso mango le sirvió para partir la costra ennegrecida del pan.
Recuperó el ejemplar de La introducción al Evangelio eterno de Juan de Parma, que había estado leyendo la noche anterior cerca de la estufa, y lo devolvió a su lugar, sobre la escalera.
Luego esperó, vigilando la leche de Augustodunensis que humeaba sobre el fuego.
De pronto, la puerta de la entrada principal se abrió bruscamente. Una cabecita rubia apareció en el dintel: un niño de cinco años.
—Buenos días, padre Aba.
El pequeño entró, seguido casi inmediatamente por toda una procesión de niños: doce en total, de entre cuatro y ocho años, entre ellos dos niñas, a cuál más rubia y rosada.
Aba vertió el agua tibia para que se limpiaran la cara y las manos. Todos ocuparon su lugar en los bancos, en torno a la mesa, y fijaron la mirada en el cuenco de leche y las rebanadas de pan blanco.
El padre Aba llenó cada tazón hasta el mismo nivel.
Se recitó la acción de gracias por el alimento, y luego se dio la señal de inicio de la comida.
De todas partes surgieron exclamaciones de alegría.
El padre Aba sonrió: esos chiquillos constituían un espectáculo adorable, eran el milagro de su pueblo...
Todo había empezado con su predecesor.
Durante cincuenta años, el padre Evermacher había sido el alma y la vida del pueblo de Cantimpré. Ejerciendo las virtudes cristianas hasta el heroísmo, el sacerdote había atravesado sin daño el decenio de turbulencias que habían agitado su país.
Evermacher había sido un católico ejemplar. Su pureza de alma había preservado a sus fieles de las tentaciones de la herejía que proliferaba, gracias a la denuncia de las costumbres corrompidas del clero.
La persecución contra los cataros y los valdenses, que devastaba la región, no había llegado a afectar a su pequeña parroquia. Dos hermanos predicadores habían acudido al pueblo en 1240,1258 y 1274, sin encontrar a nadie a quien condenar.
Pero, por más que la población siempre se hubiera sentido privilegiada durante el ministerio de Evermacher, aún se sentiría más emocionada por las bendiciones que siguieron a la llegada de su joven sucesor.
El caso de los recién nacidos fue el preludio de todo.
Los pueblos aislados como Cantimpré padecían una gran mortalidad infantil y un número importante de fallecimientos de parturientas. Sin embargo, sin que nada ni nadie pudiera explicarlo, unos meses después de la llegada de Aba, madres y bebés empezaron a sobrevivir. El primer niño fue celebrado como un signo favorable enviado por el Cielo para el nuevo sacerdote; el segundo, el tercero, y todos los que siguieron, inspiraron estupefacción y luego fervor.
La gente tuvo que rendirse a la evidencia: ¡en Cantimpré los niños ya no morían prematuramente!
La multiplicación de niños metamorfoseó la fisonomía del pueblo y este impulso vital no mostraba ningún signo de regresión: cinco mujeres estaban encinta, y una, a punto de dar a luz.
Después de esto, se empezaron a curar muchos otros males. La escrófula y la tina desaparecieron, una niña con los pulmones atrofiados desde su nacimiento pudo ir a correr por los bosques, las purulencias se clarificaban y los ancianos parecían rejuvenecer. La masa del pan se inflaba siempre y rápidamente. Al cabo de unos meses, si alguien hubiera dicho que una leyenda anunciaba que la Santa Virgen visitaría Cantimpré, nadie se hubiera sorprendido de ello.
Lo extraño era que estos milagros carecían de un objeto de veneración: no había un santo consagrado a Cantimpré, ningún manantial pagano de virtudes prodigiosas que cristianizar, la iglesia no era nunca el teatro de estas maravillas y el buen cura Evermacher había pedido ser enterrado en el pueblo natal de su madre, en Spalatro, en Italia. De modo que no había ninguna reliquia ni personaje sobre el que pudiera proyectarse la gratitud del pueblo, con excepción de Guillermo Aba. Pero este protestó. En el curso de un sermón que quedó grabado en el corazón de los aldeanos, el sacerdote atribuyó las bendiciones recientes a la hermosa comunidad de almas de Cantimpré. Solo para satisfacer su apego a un lejano paganismo, aceptó asociar —fuera de sus prédicas— el espíritu del difunto Evermacher a la felicidad de sus fieles.
Si no era por la virtud de sus habitantes, Cantimpré no podía ser reconocido como un lugar de milagros cristianos, y la Iglesia no tenía nada de que inquietarse.
De todos modos, varias familias de la región abandonaron sus lugares de nacimiento para unirse a los afortunados habitantes de Cantimpré.
Una suerte como aquella hacía decir a algunos —si bien, sobre todo, a media voz, para no romper el encanto— que Cantimpré era un pueblo «bendecido por Dios».
Confrontado a esta súbita proliferación de niños, el padre Aba tuvo que ajustar su sacerdocio e imaginar una nueva concepción de la enseñanza para los pequeños. Dejó para más tarde las parábolas del dogma y los resúmenes de la historia sagrada, para inculcarles, en su lugar, pequeños adagios.
—Aprender un dicho es poder traducirlo enseguida en actos —proclamaba.
El sacerdote se inspiraba en máximas antiguas, dando preferencia a las fórmulas que podían causar impacto en la joven imaginación de su auditorio:
«No hay lugar para dos pies en un mismo zapato.»
«Cuando veas arder la casa de tu vecino, piensa que la tuya está en peligro.»
«Más vale pájaro en mano que ciento volando.»
«Escupir contra el cielo es escupirse en la cara.»
Aba estaba convencido de que estos concentrados de sabiduría alojados en algún lugar de una cabeza, aunque esta no tuviera muchas luces, a largo plazo solo podían ser beneficiosos.
De entre la docena de niños presentes esa mañana ante él, uno de ellos se hacía notar por su reserva. Mientras todos devoraban su porción de pan, él se mostraba comedido, ajeno al revuelo que le rodeaba.
Su nombre era Perrot.
El pequeño llevaba un blusón nuevo de un verde grisáceo. Rubio, con los ojos muy azules, captaba siempre la atención del padre Aba porque comprendía las cosas mejor y más deprisa que los demás. Era un niño misterioso, prometedor, hijo único de Jerric, el carpintero y de su mujer, Esprit—Madeleine, llamada «la coja». Era el favorito del sacerdote, fascinado por sus aptitudes naturales.
Ese día, sin razón aparente, Perrot se mostraba taciturno e inquieto. Aba se prometió que le interrogaría al final de la clase.
—¡Silencio! —exclamó en cuanto las escudillas estuvieron vacías y el pan hubo desaparecido.
Los niños se levantaron de la mesa y se abrieron paso con los codos para ocupar el mejor lugar junto a la estufa.
El profesor había elegido para esa mañana un dicho que sin duda estaba destinado a tener un gran éxito:
«A nadie le da asco su propio mal olor.»
En cuanto lo hubo enunciado, estalló un torrente de carcajadas, y todos empezaron a intercambiar bromas sobre tal o cual personaje del pueblo.
Aba, que era un excelente narrador y un pedagogo nato, conducía así insensiblemente a los chiquillos hacia los fines morales buscados.
Fuera, Augustodunensis se ocupaba del oficio litúrgico. La pequeña iglesia de Cantimpré estaba llena. Casi todo el pueblo había acudido al oficio. El sentimiento de haberse visto bendecidos por la gracia que experimentaban estos sencillos pastores los había convertido en asiduos al culto. Esa mañana, solo cinco mujeres, que no podían entrar en la iglesia porque estaban embarazadas y eran consideradas impuras, y algunos niños de pecho permanecían en el pueblo.
Augusto se disponía a recitar el ordinario, cuando en el portal de la iglesia se escuchó un gran estrépito que resonó en la modesta nave.
Todo el mundo giró la cabeza.
Aranjuez, el hombre más anciano de Cantimpré, abandonó su fila para ir a ver qué pasaba.
Encontró la puerta cerrada desde el exterior.
En la iglesia creció la angustia. Los hombres empujaron y tiraron del portal, pero al final tuvieron que reconocer, extenuados, que estaban prisioneros.
En la rectoría, el padre Aba no percibió enseguida el pesado paso de los caballos que se acercaban a su casa.
Un relincho que cubrió de pronto las voces de los niños le hizo erguir la cabeza. El sacerdote levantó el brazo y los chiquillos callaron.
Alguien sacudió la puerta de la casa parroquial.
Se trataba de la puerta del fondo, la que empleaba Augustodunensis y que daba a la leñera. Siempre estaba cerrada con llave, ya que cuando no estaba echado el cerrojo, dejaba pasar el frío. Augusto la había cerrado antes de ir a la iglesia.
Todos los aldeanos sabían que esa puerta nunca estaba abierta durante la estación fría. Solo un extranjero podía querer utilizarla.
Los niños se inquietaron al ver la expresión de Aba, que palidecía a ojos vistas.
—Acercaos —les dijo el sacerdote, agarrando el hurgón.
Y en ese momento, la puerta del fondo voló en pedazos. Los niños gritaron y se apretaron contra las piernas de Guillermo Aba.
Dos siluetas entraron en la habitación.
Su irrupción fue tan violenta que volcaron la mesa, los tazones, el cuenco y los bancos. Los animales escaparon aterrorizados.
Los dos hombres, muy altos, vestidos de negro de la cabeza a los pies, con las botas enfangadas y una capucha oscura bajada sobre la frente que ocultaba sus rasgos, avanzaron hacia Aba con una espada corta en la mano.
Al mismo tiempo, otras dos siluetas similares se introdujeron en la casa por la puerta del jardín.
El viento y el frío penetraron en la habitación.
Aba quiso proteger a los niños blandiendo su hurgón...
—¿Quiénes sois?
... pero uno de los hombres le hizo retroceder y le arrancó la herramienta. El sacerdote se debatió.
—Deja de agitarte, cura —dijo el hombre de negro—. No eres tú quien nos interesa.
Aba no tenía intención de rendirse, y empujó al hombre con la palma de la mano.
—Cálmalo —dijo simplemente otro asaltante desde atrás.
El hombre al que había empujado cogió a un niño por el cuello y lo levantó en el aire, mostrándolo a sus compañeros.
Uno de ellos le respondió con un gesto de asentimiento.
—¡No! —aulló el sacerdote, que había comprendido.
Quiso abalanzarse sobre él, pero un hombre le sujetó del brazo.
El que sostenía en alto al chiquillo, lo empujó contra una viga y le hundió la espada en el cuerpo. El asesino imprimió tal fuerza al golpe que el arma penetró en la madera y no cedió bajo el peso del niño, que quedó allí suspendido, desangrándose, sacudido por temblores.
Aba y los niños observaban, petrificados de horror, aquella visión espantosa.
—Un gesto más, cura, y ensarto a otros como este por todas las paredes —bramó el asesino en dirección al sacerdote.
Pero Aba, sordo a las amenazas, ciego de ira, derribó al hombre que le retenía y quiso saltar al cuello del asesino. Este le hizo retroceder deslizando un cuchillo bajo su garganta. La sangre corrió por la hoja. El sacerdote no se acobardó. Gruñía, rugía, les apostrofaba:
—¡Pagaréis por este crimen!
Los hombres de negro estaban asombrados por la ferocidad que emanaba de él. Con un movimiento rápido, su atacante le soltó y le lanzó primero un golpe, de la sien a la nariz, que le abrió el ojo izquierdo, y luego, inmediatamente, otro que le alcanzó en el mentón.
El padre Aba perdió el conocimiento y se derrumbó.
Petrificados de espanto, los niños no sabían a quién acudir en busca de ayuda. Miraban con un mismo terror a su maestro inerte y a su compañero que perdía sangre a borbotones. De pronto, después de los gritos del sacerdote, reinaba un silencio pesado, turbado solo por los débiles estertores del niño agonizante.
Los hombres se acercaron y obligaron a los niños a alinearse. Uno de los cuatro, el que había decidido con su gesto la muerte del chiquillo, se adelantó. Su mano, enguantada de cuero y hierro, se deslizó lentamente sobre sus frentes, una tras otra.
Cada niño fue examinado. Al extremo de la fila, el hombre se detuvo, irritado. Giró sobre sus talones, miró alrededor, y luego, de un salto, se dirigió hacia la mesa volcada.
La levantó.
Debajo se ocultaba un muchachito rubio. A una orden muda de su jefe, uno de los asesinos tendió la mano hacia el rostro espantado del niño, lo sujetó y dijo:
—Nos lo llevamos.
2
En la ladera norte de la colina del Janículo, en Roma, a medio camino entre la piazza Trivento y la via Giolitti, existía un establecimiento donde se comerciaba en otro tiempo con rollos de seda, alfombras de Oriente y aderezos de coral importados de Antioquía.
Quien hoy paseara por este barrio populoso de la orilla derecha del Tíber, encontraría apenas cambiada la fachada de la tienda, con la enseña en forma de escudo flamenco balanceándose como siempre bajo su soporte; pero ya no leería en ella el nombre de la antigua mercería, sino una inscripción en letras mayúsculas con un lema que no admitía réplica:
BENEDICTO GUI TIENE RESPUESTA PARA TODO
Los anaqueles y los mostradores de joyas se habían sustituido por estantes de libros, manuscritos y otros documentos apretados entre cubiertas de cuero; pero había también frasquitos de ungüentos, pieles de animales, tablas de eclipses lunares, metales raros, una honda normanda, osamentas de gato y muestras diversas. Un batiburrillo a imagen del cerebro en ebullición del propietario del lugar.
Este último gozaba de una formidable reputación en esa zona de la ciudad, y nunca nadie se había atrevido a burlarse de la afirmación de su enseña, ya que esta se limitaba a expresar la más extraña y estricta verdad.
Efectivamente, Benedicto Gui tenía respuesta para todo.
¿La improbable traducción latina de un comentario árabe? Él se la procuraba. ¿Un enigma matemático que persistía desde la Antigüedad? Él lo resolvía. ¿Un crimen de sangre? Él desvelaba la identidad del autor y su móvil, adelantándose a los guardias de la ciudad y al oficial ad excessus del obispo, el agente asignado para la resolución de los asesinatos. ¿Un charlatán se ofrecía en espectáculo para vender mejor un elixir para prolongar la vida o unos polvos capaces de transmutar los metales? Benedicto Gui le confundía y salvaba a la multitud de su necia credulidad.
Sus éxitos ya eran incontables y se extendían a todos los campos, incluso a los más frívolos: después de que se hubiera hecho invencible en los juegos de naipes, varios garitos de Roma se habían puesto de acuerdo para pagarle una pensión y conseguir que renunciara a arruinar a sus ricos clientes.
Las gentes sencillas adoraban a Benedicto Gui. Diversos prelados, señores y grandes negociantes se habían visto arrastrados a los tribunales porque él se había preocupado por la suerte de un modesto bedel, de un palafrenero o de un proveedor víctimas de una injusticia. Claro y persuasivo en sus exposiciones, Gui era la alegría de los jueces y la pesadilla de los jurisconsultos.
Hubiera podido hacer fortuna, convertirse en un personaje de la corte generosamente retribuido, como los consejeros, los ministros o los astrólogos, pero él prefería vivir apartado de las perturbaciones del poder. A sus ojos, el dinero no tenía ningún valor; solo le estimulaban los desafíos, el entusiasmo y la pasión de la prueba.
Este hombre bien parecido, de baja estatura, rubio, de rostro franco y frente despejada, vivía solo. En contra de la costumbre, llevaba el cabello largo y una barba descuidada que le cubría casi todo el rostro. Siempre vestido de negro, persistía en guardar luto por su mujer seis años después de su desaparición. Él tenía treinta y dos años.
Gui había comprado, dos años antes, la pequeña tienda de la via delli Giudei. Allí vivía, en una habitación situada en el entresuelo, y solo soportaba a su lado a una vieja criada llamada Viola que cada mañana se ocupaba de limpiarle la ropa y prepararle la comida, una santa mujer que soportaba los cambios de humor de un hombre siempre perdido en elucubraciones que se indignaba ante la menor interrupción.
No salía de su casa sino para ir a enriquecer sus investigaciones con nuevos indicios. Se levantaba antes del alba, encendía una gran cantidad de velas, porque detestaba la penumbra que le cansaba la vista; se calentaba vino en una estufa (incluso en verano, Benedicto bebía diariamente su media jarrita), y luego empezaba a reflexionar sobre el último caso del que se ocupaba.
En esa madrugada del 9 de enero de 1288, mientras abría la puerta de entrada, distinguió la silueta de una muchacha que esperaba al otro lado de la calle, helada, mirándose los pies y moviendo solo los labios.
Gui volvió a su mesa de trabajo. Varias veces levantó la cabeza de su escritorio, y varias veces vio a la joven, que no había abandonado su puesto.
Decidió reavivar el fuego de la estufa y calentar una jarra de leche. Pasó la mitad de una hora y la desconocida se decidió por fin a llamar a su puerta.
La muchacha no debía de tener más de quince años. Vestida de harapos, tenía la tez pálida, unos ojitos fatigados, cabellos castaño oscuro y una silueta delicada, casi enfermiza.
Gui le pidió que se sentara, le echó sobre los hombros una manta de lana y le sirvió un tazón de leche humeante.
La joven parecía muy emocionada de encontrarse ante él.
—¡Siento mucho haber venido a molestarle, maestro...!
—No digas eso. Debes de tener una buena razón para atreverte a franquear mi puerta después de tantas vacilaciones. La mayoría de las chicas como tú al final acaban por desaparecer. Y ya que estamos aquí, me gustaría mucho conocer cuál es el motivo. ¿Cómo te llamas?
—Zapetta. Soy la hija de Simón el ebanista y de Emilia la latonera. Vivimos en via Regina Fausta, detrás de los baños de Diocleciano.
Gui levantó las cejas.
—¿Has cruzado toda la ciudad con este frío?
La muchacha respondió con voz vibrante:
—Me han asegurado que era usted un hombre de bien y que podía resolverlo todo. ¡Aunque hubiera vivido en Viterbo, hubiera ido a buscarle!
Benedicto le sonrió y se sentó frente a ella.
—Te escucho.
—No sé por dónde empezar. Y eso que no he parado de formular bellas frases en mi cabeza, ahí, ante su puerta...
—Ya lo he visto. No te precipites. Empieza por el principio. ¿Qué te ha pasado?
La muchacha inspiró profundamente.
—Mi hermano ha desaparecido.
—Tu hermano. ¿Cuál es su nombre?
—Rainerio.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Hace cinco días. Dos hombres se presentaron en casa. Vivimos con nuestros padres. Solo mi hermano habló con ellos. La conversación no fue larga. Al cabo de unos instantes, salió para seguirlos, y me hizo una seña con la mano que pretendía ser tranquilizadora. Desde entonces no hemos vuelto a verle.
—¿Cinco días?
La muchacha asintió y añadió:
—Nuestro padre y nuestra madre ya son mayores, señor; actualmente son una carga más que un apoyo. Es mi hermano quien subviene nuestras necesidades. Él nunca se atrevería a ausentarse tanto tiempo sin avisarnos o enviarnos noticias. ¡Tiene que haberle ocurrido una desgracia! —exclamó angustiada.
—Ya veo.
Benedicto sacó de su escritorio una tablilla de cera y un estilete de hueso.
—¿Qué hace tu hermano para alimentar a su familia?
Zapetta tomó un sorbo de leche y dijo:
—Trabaja en el palacio de Letrán.
Benedicto dejó de escribir casi antes de empezar. En sus investigaciones siempre respetaba una serie de normas de precaución, entre las que se contaba la de no acercarse demasiado a Letrán ni a sus poderosos prelados. Nada podía ser más peligroso que mezclarse en las intrigas que se tejían allí.
—¿De verdad? —exclamó, sorprendido—. ¿Y cómo es que el hijo de un ebanista se encuentra en un lugar tan prestigioso? ¿Ha pronunciado sus votos?
—No, Rainerio es un seglar. Pero cuando éramos niños, teníamos por vecino a un anciano solitario que tomó cariño a mi hermano y le enseñó a leer y a escribir en latín. A los dieciséis años, Rainerio se convirtió en su secretario. Este señor se llamaba Otto Cosmas y procedía del reino de Bohemia; permanecía recluido en su casa y trabajaba en la redacción de un libro que, según Rainerio, debía relatar la vida de los santos. Mi hermano aseguraba que era un encargo de Letrán y que la obra haría época. Estaba orgulloso de participar en ella. Pero el viejo Otto Cosmas murió antes de acabarla. Entonces a mi hermano se le metió en la cabeza terminarla en su lugar. Le llevó un año, un año en el que se privó de todo, encerrado en el reducto que había heredado del bohemio. Y después entregó la obra completa a los que ya no la esperaban.
La joven sonrió.
—¡Su trabajo suscitó tantos elogios que Rainerio fue reclutado inmediatamente en la administración de Letrán! Desde entonces, cuando hablaba del hombre junto al que trabajaba, decía: «El señor promotor de justicia». Y a veces soltaba con orgullo: «¡Esta mañana vuelvo a la Sagrada Congregación!». No sabíamos mucho más. El afirmaba que no tenía derecho a hablar de eso, que podía ser perjudicial para los asuntos que instruía. A partir de entonces, él traía el dinero que nuestro padre ya no podía garantizar con su taller. Le estábamos muy agradecidos.
Benedicto permaneció un momento en silencio. Subrayó sobre su tablilla el nombre de Otto Cosmas.
Después de haber vaciado su tazón, la muchacha preguntó:
—¿Sabe usted, maestro Gui, qué son esta «Sagrada Congregación» y este «promotor de justicia»?
—¡No tengo la menor idea!
—Creía que tenía respuesta para todo...
Benedicto sonrió con aire benévolo.
—¡No puedo conocerlo todo en cada momento! Pero estate tranquila, que cuando no sé algo, nunca tardo mucho en descubrirlo.
Luego sometió a Zapetta a una serie de preguntas y fijó sus respuestas sobre su tablilla de cera.
—¿Desde cuándo trabajaba tu hermano en Letrán?
—Desde hacía casi dos años.
—¿No se ausentaba nunca? ¿Se iba por la mañana y volvía por la noche?
—Sin variar nunca, maestro.
—Esos dos hombres que fueron a buscarle, ¿qué aspecto tenían?
Zapetta frunció el ceño, como hacen los niños para obligar a sus pensamientos a detenerse en una imagen.
—Eran altos, bastante fuertes. No vi cómo iban vestidos, porque llevaban un largo manto negro.
—¿Iban armados?
—No lo sé.
—¿Y sus rostros?
—Por desgracia no los he conservado en la memoria. Estaba demasiado preocupada por Rainerio. Todo pasó tan deprisa...
Describió el aspecto de su hermano, su cara, su edad, e incluso la ropa que llevaba el día de su desaparición.
Gui anotó cuidadosamente los indicios, sabiendo que en el comienzo de una investigación solo cuentan los detalles.
Preguntó:
—¿A quién podría dirigirme para conocer mejor a tu hermano? ¿Con quién se veía? ¿Tiene amigos? ¿Una joven amiga, quizá?
—No que yo sepa. Rainerio siempre ha sido un solitario. Como su maestro Cosmas. Solo le conozco a un amigo de infancia; pero no sé si siguen viéndose. Se llama Tomaso di Fregi. La última vez que oí hablar de él, trabajaba en el hospicio de los peregrinos, en piazza Segni. ¡Ayer quise ir allí, con la esperanza de encontrarle, pero había tanta gente! En cuanto a presentarme en Letrán, estaba fuera de mi alcance; los guardias no me hubieran dejado pisar ni el primer peldaño del palacio...
Gui anotó el nombre de Tomaso. Luego echó la cabeza hacia atrás, encajando el mentón entre el pulgar y el índice, un gesto que acostumbraba hacer siempre que reflexionaba. Permaneció mucho tiempo sin decir nada. La muchacha, un poco decepcionada, empezaba a temer que se hubiera puesto a pensar en otra cosa.
—Si he venido a verle, señor Gui —insistió—, es porque pronto habremos consumido los escasos ahorros de Rainerio. Tendré que ponerme a ajustar cuerdas y blanquear sábanas para un posadero sin que se enteren mis padres, para tratar de aportar un complemento de víveres y de carbón; pero si Rainerio no reaparece, en pleno invierno, también los perderé a ellos.
Gui, que seguía barajando hipótesis en su cerebro, respondió sin mirarla:
—Comprendo, pequeña.
—Y además... y además...
—¿Qué, además?
Él ya sabía lo que la muchacha iba a decirle.
—Nunca podremos pagarle sus honorarios sin que... bueno...
—... sin que encuentre a Rainerio, ¿es eso?
Zapetta asintió, azorada.
——No importa. No te preocupes por el dinero de momento. ¡En no pocos casos, Dios provee de todo!
Benedicto abrió un cajón de un pequeño mueble que estaba detrás de él, cubierto por una montaña de hojas sueltas, y sacó una bolsa de la que extrajo dos denarios que tendió a Zapetta.
—Al contrario, seré yo quien te pague; toma esto a la espera de mis primeros resultados. Tu hermano, cuando lo hayamos encontrado, lo arreglará, estoy seguro. Vuelve dentro de tres días. Si para entonces Rainerio no ha vuelto, tendré noticias nuevas. Roma no es una ciudad tan grande como parece: todo se sabe, todo se ve y todo se oye. ¡Por poco observador que uno sea, puede enterarse de muchas cosas! Un hombre no desaparece tan fácilmente de la circulación.
El rostro de Zapetta se iluminó; la muchacha se secó los ojos con el dorso de sus manos menudas.
—Ahora vuelve a tu casa —le dijo Gui—. Envía al diablo al posadero que quiere hacerte lavar sus sábanas en pleno invierno y quédate con tus padres. Te pido que tengas paciencia durante tres días.
La joven se precipitó hacia él y le cogió las manos.
—Rezaré por usted, maestro Gui —dijo—; rezaré para que la Virgen le tenga bajo su santa protección. Rezaré...
Benedicto la acompañó hasta el umbral de su tienda y dejó que se llevara la manta para que no cogiera frío al volver al otro extremo de Roma.
Zapetta dibujó un signo de la cruz sobre sus labios con el pulgar y desapareció correteando por el pavimento helado. Gui volvió a su mesa de trabajo.
«¿La Santa Congregación? ¿Un promotor de justicia...?»
Examinó su tablilla de notas.
«Rainerio.»
Veinte años, alto y huesudo, rostro alargado, ojos grandes, como su hermana, labios finos, nariz respingona, cabellos claros ensortijados, vestido con calzas nuevas, un jubón acolchado gris y una capa negra.
No era la primera vez que le confiaban el caso de una persona desaparecida.
Hasta el momento, los había aclarado todos.
Pero lo que cambiaba en este era la pertenencia del muchacho al personal administrativo de Letrán. Benedicto Gui nunca se ocupaba de temas relacionados con la doctrina o con el reinado de tal o cual pontífice. Cuando un obispo le había preguntado su opinión sobre la Trinidad en un proceso contra las tesis bizantinas; cuando otro, alentado por la escuela de Chartres, había querido hacerle demostrar que el agua del Diluvio se había evaporado gracias a la acción del arco iris, o cuando le habían invitado a justificar la primacía de la autoridad del Papa sobre la del emperador, Benedicto Gui siempre había esquivado el encargo, evitando comprometerse. También esta vez pensaba mantener la prudencia.
Pero Benedicto no podía resistirse a la angustia de una muchacha como Zapetta. Una vez más sería necesario, sin dejarse atrapar, ir por el camino más corto.
¿Dónde se reunía la Sagrada Congregación, y cuál era su función? ¿Quién era el «promotor de justicia» al que Rainerio se refería con orgullo cuando estaba con los suyos?
Benedicto registró su biblioteca en busca de un rollo de pergamino que contenía el organigrama de las cámaras administrativas de Letrán en tiempos del papa Martín IV, unos años antes. Un rollo que poseía desde una investigación sobre un tráfico de moneda falsa que comprometía a unos prelados.
Lo encontró y volvió a sentarse ante su escritorio para leer los títulos de las diversas comisiones, congregaciones y dicasterios de Letrán sobre los que se apoyaba el poder del Romano Pontífice:
—Penitenciario apostólico para la concesión de las dispensas y el control de las censuras.
—Comisión episcopal para la disciplina de los sacramentos.
—Jurisdicción para la recaudación de los impuestos eclesiásticos y de las confiscaciones.
—Comisión interdicasterial encargada de la composición de las órdenes monásticas.
—Comisión para la canonización de los siervos de Dios.
—Dicasterio para la vigilancia de los peregrinos de Tierra Santa.
—Oficina para la protección de los escritos de San Pedro y de la Santa Sede.
—Comisiones de las embajadas con el emperador y el rey de Francia.
—Grande y pequeña cancillería.
Bajo sus abreviaturas latinas, cada una de estas estructuras se atribuía el epíteto de sagrada; pero en ningún lugar aparecía la intervención de un promotor de justicia ni de una Sagrada Congregación.
Contrariado, Benedicto se dijo que hasta el momento lo único que sabía de Rainerio ¡era su nombre...!
En estas entró su vieja criada, Viola. La mujer leyó en la frente de su amo que era preferible no saludarlo siquiera.
Poco antes de las once, un nuevo cliente fue a llamar a la puerta de la tienda. Benedicto lo había visto bajar en la calle de una litera cerrada llevada por seis hombres. El recién llegado lucía un gran vientre, un cráneo calvo y reluciente, unos ojitos inquietos y un paso monótono y lento de senador.
Entró acompañado de un criado de una altura normal, seco, de rostro impasible.
El hombretón se dejó caer en una silla delante del escritorio de Gui.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿No podría haberse instalado en un buen barrio? —gruñó—. Sería más cómodo. Y más decente.
Benedicto sacudió la cabeza y replicó:
—Si un hombre como yo viviera en un buen barrio, como dice, lo colgarían del primer árbol que tuvieran a mano. Nadie quiere ver a un pulpo en medio de un cesto de cangrejos.
El hombre frunció el ceño. Era evidente que ignoraba que el pulpo era el depredador del cangrejo y que, en Roma, los cangrejos eran los ricos de su especie.
—Mi nombre es Máximo de Chênedollé —dijo—. Exploto veinte embarcaciones de cien toneladas en Ostia. Poseo una considerable fortuna y me dispongo a instalarme en Roma en un nuevo palacio de treinta habitaciones, estoy casado con mi cuarta mujer, mantengo a dos amantes, una de ellas persa, tengo doce hijos, y compongo, con buen éxito —dicen—, poesías burlescas al modo de Anacreonte. Mis amigos confían en mí.
Esbozó una sonrisa.
—En otras circunstancias, nunca se me hubiera pasado por la cabeza utilizar a un individuo como usted, pero... ¡no tengo a nadie a quien dirigirme!
Benedicto Gui estaba acostumbrado a este tipo de introducción poco espontánea: «Debía... Pero no pude... De manera que me veo obligado a...».
Máximo de Chênedollé levantó la mano y su sirviente le entregó varios pliegos de hojas.
—Aquí está todo —dijo—. Se trata de un problema que afecta a mis negocios. Más concretamente, a las transacciones efectuadas con un importante proveedor de Venecia. Desde hace un tiempo, tengo la sensación de que me engaña sobre la procedencia de sus productos; pero cada vez que se lo comento, me remite a un tortuoso apartado de nuestro contrato que le beneficia. ¿Sabría decirme qué se oculta entre estas líneas?
Desde que los convenios comerciales sobre pergamino habían reemplazado al antiguo juramento oral, los hombres como Benedicto Gui, que sabían redactar cláusulas y disposiciones, pero también denunciar la nulidad de determinados acuerdos, eran cada vez más buscados. Mucha gente acudía a ellos para impugnar testamentos o pactos.
Un poco cansado de este enésimo contencioso comercial y queriendo acabar lo más rápido posible, Benedicto cogió los documentos.
—Está escrito en un mal latín —constató para empezar.
Chênedollé se encogió de hombros.
—Mi veneciano es un palurdo de Brindisi.
Gui continuó con la lectura.
Enseguida descubrió una trampa de escritura:
—Varias cláusulas se hallan estampilladas con la abreviatura A. P. —dijo.
—Cierto.
—Lo que es una reducción forzada de la sigla Ad. Pr. En derecho corriente, esto último quiere decir ad praesens. Es decir, que las cláusulas están ligadas a las exigencias del momento: precio del género, costes del transporte por mar, tasas aduaneras y otras variables.
—¿Y qué importa? ¡Eso ya lo sé!
—Importa porque el riesgo de usar A. P. es que la abreviatura puede leerse con facilidad como: ad paires. Si por desgracia volviera usted con sus antepasados, es decir, si muriera, el contenido de este contrato quedaría legitimado e iría a parar íntegramente a su veneciano.
—¡Es abominable!
—Sí. Una usurpación bastante extendida en nuestros días... Pero muy pronto, Benedicto entró en un inesperado estado de concentración muda y empezó a utilizar su bola de vidrio de aumento para descifrar mejor ciertas palabras.
Chênedollé miró alrededor del escritorio, descubriendo de pronto el desorden heteróclito del lugar, del número impresionante de libros y de algunas piezas sorprendentes, como un esqueleto de gato sobre el que pendía con descuido una honda de piel de anguila.
Lanzó una mirada a su criado, pero este permanecía con los ojos clavados en Gui, que escrutaba muy concentrado los textos.
De pronto Benedicto preguntó:
—¿Tiene problemas de sueño?
Chênedollé se sobresaltó.
—Es posible.
—¿Lengua pesada, pérdida de apetito, dificultades de atención, deposiciones fluidas, tal vez?
—¿Cómo sabe usted todo eso?
Benedicto se encogió de hombros y dijo:
—Está escrito aquí...
Volvió las páginas hacia Chênedollé.
—En realidad su veneciano no tiene ningún problema con el latín; ocurre solo que, en el protocolo que usted ha firmado, ha deslizado un segundo acuerdo, disimulado tras un código secreto. Este hombre emplea una técnica antigua de corrimiento de letras, hoy en desuso y que saltaría a la vista a cualquier descifrador por inexperto que fuera; ¡además lo ha anotado mal y también él se ve forzado a cometer faltas de sintaxis para poder respetar el cifrado de su código!
Chênedollé emitió un gruñido de rabia.
—¿Qué dice?
Benedicto cogió su estilete y, a toda velocidad, punteando por orden las primeras, segundas y terceras letras de cada palabra de más de dos sílabas, constituyó nuevas frases.
—Se dirige en concreto a su contramaestre Quentin...
Chênedollé dio un respingo al escuchar ese nombre auténtico.
—... que parece ser..., doy fe, ¡el amante de su esposa! Estos dos se han puesto de acuerdo con el veneciano para empujarle a la quiebra y recoger a su clientela. Han establecido un comercio similar al suyo en Rávena, que recibe las buenas mercancías de las que usted se ve privado. Para acelerar la consecución de sus fines, el veneciano los ha incitado a que le envenenen con infusiones de hierba de beleño.
Chênedollé levantó los brazos al cielo.
—¡Pero si es precisamente el brebaje que me han prescrito para curar mis ulceraciones!
—Muy astutos por su parte: según la dosis, esta planta tiene la particularidad de ser un remedio o un veneno. Estos tres personajes se han puesto de acuerdo para matarle a fuego lento... Me apena mucho, señor.
Pálido, con los puños apretados, Chênedollé no sabía qué elegir entre la consternación por saberse víctima de un robo, cornudo y asesinado o la sorpresa que le inspiraba lo bien fundado de la reputación de Benedicto Gui.
—¡Ya me habían dicho que era usted un hombre con infinidad de recursos...!
Benedicto, eludiendo el cumplido, se levantó, como para indicar que la entrevista tocaba a su fin.
—La técnica de codificado es mediocre —añadió—, pero hay que reconocer que el procedimiento no carece de ventajas: ¿qué podría haber mejor para ocultar una correspondencia a alguien que ponérsela directamente bajo su nariz?
El rollizo Máximo de Chênedollé gruñó una vez más y luego depositó tres ducados de oro sobre el escritorio de madera, cerca del cuerno de tinta.
—Gracias, amigo —dijo—. No diga nada de esto a nadie. Si mis competidores supieran que la gente está en condiciones de estafarme, ¿en qué posición quedaría yo?
Gui hizo un gesto con la cabeza que dejaba ver lo poco que le importaba aquello. De todos modos, sopesó los ducados y le prometió silencio.
Luego acompañó al hombre y a su criado a la puerta, cortando en seco las exclamaciones del rico comerciante.
—Las mujeres... el dinero... la traición... ¡Nada es nunca lo que parece...!
Finalmente, Chênedollé se marchó tal como había venido, confortablemente instalado en su litera.
Benedicto le vio desaparecer con alivio. No le gustaba verse implicado en la vida doméstica de ese tipo de gente. «Mezclarse en estos asuntos nunca trae nada bueno.» Lamentaba incluso haber revelado el secreto de su mujer y su amante. Si resultaba que querían vengarse de él, tendría trabajo para quitárselos de encima, y eso le haría perder un tiempo precioso.
Cerró la puerta y contempló los tres ducados de Chênedollé.
—Esto bastará para aclarar la desaparición del hermano de Zapetta —se dijo sonriendo.
Como había anunciado esa mañana a la muchacha, la Providencia había proveído.
Gui metió el dinero en una bolsa y recuperó el hilo de sus pensamientos en el punto en que Chênedollé lo había interrumpido.
Unos minutos más tarde, el comerciante de Ostia y el lamentable asunto de la estafa habían desaparecido de su mente como si nunca hubieran existido...
3
En Cantimpré, el vicario Augustodunensis y los aldeanos consiguieron por fin escapar de la iglesia donde los habían retenido prisioneros, después de haber reventado el portal con el zócalo de la pila bautismal. Oyeron claramente los gritos de los niños, que resonaban en el pueblo después de la partida de los hombres de negro.
Las cinco mujeres encinta salieron, temerosas, de sus casas. En cuanto se abrió la iglesia, los desconsolados chiquillos corrieron hacia sus padres para explicar lo que habían vivido.
Augustodunensis se precipitó hacia la casa del padre Aba.
Allí encontró los muebles volcados, una de las puertas reventada, el cadáver del niño ensartado en una viga y al sacerdote en el suelo, bañado en su propia sangre.
Ordenó que bajaran al niño y que transportaran al padre Aba a su habitación del piso alto.
Tendieron al herido sobre la cama. La estancia respetaba el ascetismo franciscano de los fraticelli: vacía a excepción de una cruz en la pared, un reclinatorio y una plancha de madera que servía de lecho.
El vicario y los tres aldeanos presentes se despojaron de sus mantos para cubrir al sacerdote y levantarle la nuca. Su tez estaba muy pálida, su respiración era casi inaudible y la mitad del rostro estaba desfigurada por los golpes recibidos. La sangre, espumosa y oscura, le había resbalado hasta el torso.
Pasquier, el barbero y cirujano, le enjugó la frente y el cuello con un lienzo impregnado de agua avinagrada. El sacerdote no reaccionó a la mordedura de la solución acida. Tenía abierta la sien izquierda y la sangre brotaba de la herida a impulsos débiles y espaciados; el golpe transversal del hombre de negro le había despegado por completo la córnea: los humores acuosos se vaciaban, mezclados con sangre y lágrimas.
Pasquier cogió una aguja fina con la punta de los dedos y sujetó un hilo entre los labios.
Augustodunensis se había armado de una Biblia y un frasco de santos óleos para el caso de que tuviera que administrarle los últimos ritos.
La vieja Ana se unió a ellos. La mujer había estudiado apresuradamente una carta celeste y la hora del ataque al sacerdote. El cálculo fue rápido: ese día Marte volvería a estar en su ascendente. ¡Era el presagio de otras desgracias futuras...!
Pasquier levantó una piel del cuello ensangrentado e hizo penetrar la punta de su aguja con un golpe seco del pulgar y el índice. Marcó un segundo punto haciendo deslizar el hilo, y luego un tercero, un cuarto... A continuación observó el ojo y dijo:
—Traedme ceniza...
En el piso inferior, los aldeanos habían descolgado el cadáver del niño.
Todos hablaban, indignados, interrumpiéndose unos a otros. Se preguntaban por el número de hombres de negro que habían atacado el pueblo: contaron a los cuatro asaltantes de la casa parroquial, y también a los otros ocho jinetes que se habían repartido por Cantimpré para bloquear el portal de la iglesia con un madero y contener a las mujeres encinta que no asistían al oficio.
La gente hablaba, inquieta, de su vestimenta oscura, de sus capuchones que les ocultaban el rostro, de sus vigorosos y valiosos corceles y de su crueldad sin límites.
El niño asesinado se llamaba Maurin.
El niño secuestrado era Perrot.
—Han abandonado el arma —constató uno de los aldeanos después de que hubieran bajado el cuerpo de Maurin.
—Saben que han cometido una monstruosidad —murmuró Aranjuez, el decano del pueblo—. Un soldado no recupera su arma manchada con la sangre inocente de un niño. Le traería desgracia.
Pero uno de los chiquillos que había asistido a la clase del padre Aba explicó que Maurin, a pesar de su herida, se resistía a morir, y se había aferrado al pomo de la espada. Antes de partir, el hombre de negro había dudado y al final no quiso recobrarla.
Asqueado, Aranjuez cogió el arma y la colocó junto a los libros del sacerdote.
En el piso alto, Pasquier había ido cubriendo el ojo del padre Aba con ceniza hasta que la sangre y los fluidos habían dejado de embeberla. El pulso del herido se había normalizado un poco; ahora era más marcado, más regular. El barbero colocó a continuación una decena de ventosas sobre el torso del sacerdote para congestionarlo.
—Hay que esperar —dijo cuando hubo terminado—. La fiebre bajará.
Los cinco hombres y la mujer se arrodillaron ante el lecho de Aba y se pusieron a rezar.
Fuera, los aldeanos habían decidido formar un cordón de seguridad en torno a Cantimpré; cuatro pastores se apostaron en las alturas para prevenir un posible retorno de la tropa de negro. Decretaron también que a lo largo de la noche se mantendría encendida una gran hoguera y se colocarían antorchas para evitar cualquier ataque por sorpresa.
Durante el día, Augusto dirigió un rezo colectivo tras otro por la salvación de Guillermo Aba. La familia del niño muerto le suplicó que celebrara sin tardar un oficio fúnebre. Sordos al reglamento de la liturgia, no podían seguir soportando la visión del cuerpo destripado.
Cavaron una pequeña fosa cerca de la iglesia. El cadáver del niño fue lavado, vestido de lino y tendido con las manos juntas sobre el vientre. Su madre deslizó a su lado un sonajero, una pelota y su peonza favorita.
Augustodunensis era consciente de la importancia del drama que afectaba a los parroquianos: hacía seis años que los niños ya no morían en Cantimpré.
Los observó, alineados en silencio en torno a la tumba, con sus rostros duros, la piel curtida y los cabellos enmarañados. Estos campesinos laboriosos y tenaces, que nunca dejaban ver sus sentimientos, tenían un aire perdido.
El vicario recordó en su oración la sumisión necesaria a los decretos divinos, por crueles que estos fueran, a la espera de la liberación del Cielo, sabiendo que en estas circunstancias no había otra elocuencia posible que la que promete un poco de bien tras del mal.
El padre de Maurin sepultó a su hijo bajo la tierra acumulada al borde de la fosa.
Después de la ceremonia, mientras los aldeanos se dispersaban con un paso tranquilo y digno, Augusto volvió, pensativo, a la casa parroquial y permaneció solo en la estancia que servía de cuarto de estar.
En el piso, Ana, la hija de Aranjuez, velaba junto al padre Aba.
Para ocuparse en algo, el vicario alimentó a los tres animales, reavivó el fuego en las estufas suplementarias que habían traído para calentar la casa del herido y se dedicó a reparar la puerta derribada por los hombres de negro. Mientras trabajaba, se esforzaba en no mirar la viga carcomida, aún manchada con la sangre de Maurin.
Su mirada se posó en la escalera donde el viejo Aranjuez había dejado la espada ensangrentada, cerca de los libros del padre Aba. Augusto nunca había prestado atención a esas obras desde su llegada.
Reconoció algunos títulos célebres. Antes de su primer diaconato, Augusto había pasado cinco años en el monasterio de Fulda, que poseía una de las bibliotecas más ricas de Occidente. En este sentido, ya no tenía nada que aprender.
Leyó: La introducción de Juan de Parma, las obras completas de Guillermo de Auvernia, el Sic et Non de Abelardo, las Decretales de Gregorio IX compiladas por Raimundo de Peñafort, un manual en occitano para desenmascarar a los petrobrusianos y el Libro de los prodigios de Julio Obsequens.
Pero lo que intrigó al vicario fue una obra muy distinta, un libro de tres dedos de grosor, sin título, encuadernado en piel nueva.
Al abrirlo, Augusto descubrió de pronto lo que no buscaba: ¡aquella no era una obra piadosa ni romancesca; eran páginas ennegrecidas por la pluma del propio Guillermo Aba!
El sacerdote de Cantimpré llevaba la cuenta minuciosa de todos los hechos y dichos de sus parroquianos desde 1282. Ni un día, ni un acto, por anodino que fuera, faltaba en la lista: la breve estancia de un vendedor ambulante el 4 de agosto último, la partida de un pastor a la meseta de Gage al norte del pueblo, durante diez noches de septiembre, el paso de un ingeniero de las obras de la carretera el 9 de junio del año precedente, los juegos de una pandilla de niños que habían bajado a la gruta de Mauconseil en la primavera de 1286...
El padre Aba fijaba por escrito la observación de los actos y de ciertas conversaciones sin emitir comentarios. ¿Por qué? El sacerdote tenía la reputación de ser un hombre más bien reservado y serio, sobrio en los gestos y parco en palabras. Parecía evidente que no había venido a Cantimpré para investigar, encargado de una misión inquisitorial, ni poseía la manía de la sospecha permanente.
A pesar de todo, nada escapaba a su vigilancia.
Intrigado, Augusto buscó la página datada con el día de su llegada a Cantimpré. Se quedó estupefacto: Aba sabía qué le habían ofrecido de comer, el contenido de sus bolsas de viaje y hasta las fórmulas de bienvenida con las que este o aquel le habían saludado.
Augusto nunca había oído hablar de que una obligación semejante formara parte de las tareas que se exigían a los sacerdotes.
—Ya puede verlo por sus lecturas, el padre Aba es un auténtico erudito.
El vicario se sobresaltó al oír aquella voz a su espalda. Era Ana, que había bajado de la habitación y le había sorprendido delante de los libros.
La hija de Aranjuez, el decano del pueblo, era también la mujer de más edad de Cantimpré. Siempre vestida de negro, parecía una bruja. Había consagrado su vida al servicio del antiguo sacerdote Evermacher. A la llegada del joven Guillermo Aba, Ana había vuelto a ocupar de una forma natural su puesto en la casa parroquial.
—Nuestro padre no habla nunca de esto —continuó con voz gutural—, pero antes de venir aquí era un estudiante muy bien preparado, disputador de ideas y partidario de Tomás de Aquino.
—¿Conoce a Tomás de Aquino? —exclamó Augustodunensis, sorprendido.
Ana señaló las obras con el dedo.
—Está citado ahí. Evermacher me enseñó a leer y a escribir, en otro tiempo.
La mujer se volvió hacia la estufa, donde había puesto una tina de agua a hervir, y hundió en ella las vendas manchadas de pus del herido. Mientras tanto, Augusto trataba de devolver el libro de notas a su sitio.
—También sé lo de su vigilancia a los habitantes —comentó Ana como de pasada—. Con Beaujeu y Jaufré, somos tres en el pueblo los que lo sabemos.
Ella le miró.
—En fin, ahora cuatro.
Augusto se sobresaltó por segunda vez.
Ana continuó, sonriente:
—¿Sabía dónde se metía a! venir aquí con nosotros, hermano Augusto?
—Conocía esta reputación de milagros perpetuos cuando acepté la oferta del obispo —admitió Augusto—. De todos modos, ya hace dos semanas que vivo aquí y aún no he sido testigo del menor prodigio.
Ana se encogió de hombros.
—Es porque se hace usted falsas ideas. ¡No crea que va a ver en Cantimpré una cruz de fuego en el cielo u hostias volando durante la misa! Nuestras maravillas son menos espectaculares: tanto si se trata de los nacimientos de niños como de la curación de enfermedades, la desaparición del lobo o la fuente bajo la iglesia, que antes se secaba y ahora ha doblado su caudal; todas las bendiciones de Cantimpré son siempre las de la gente sencilla. Se está lejos de las complicaciones de la Biblia o las grandes historias de los obispos. Por otra parte, eso es justamente lo que inquieta al padre Aba. Y lo que molesta a Cahors. ¿Frunce usted el ceño?
Mientras proseguía su explicación, Ana iba sumergiendo sus trapos, insensible al agua hirviendo.
—Desde hace ocho años, en el obispado no saben qué decidir sobre Cantimpré. ¡Ninguno de los prodigios que han sucedido aquí puede ser respaldado por el obispo! Y sin embargo, según el dogma, solo los santos hacen milagros... El padre Aba a menudo nos dice que cuando la Iglesia emita su sentencia sobre Cantimpré, la elección será reducida: ¡o bien el pueblo será reconocido y prosperará como los más célebres lugares de peregrinaje, o bien será borrado de la faz de la tierra!
Señaló el libro de notas del sacerdote.
—Por eso fija por escrito, en secreto, la vida del pueblo. En caso de proceso, quiere poder defender a sus fieles y responder a los que pretendan que nuestro pueblo se encuentra bajo la férula de un diablo. Eso fue lo que nos dijo. Y...
La vieja Ana miró con tristeza la espada ensangrentada que había arrebatado la vida a Maurin.
—Esta banda de hombres de negro... Sin duda es el inicio de las hostilidades antes del proceso. No han secuestrado a Perrot por casualidad. Aquí estamos muy apegados a ese niño. ¡Fue el primero de los nacimientos milagrosos de Cantimpré! El primero que vio la luz perfectamente sano y sin haber hecho gritar a su madre. Ya lo verá pronto; en este pueblo los niños nacen sin casi sangre sobre el cuerpo, sin gritos, con los ojos abiertos... El pequeño Perrot es una especie de símbolo para nosotros. —Su voz se hizo grave y amenazadora.
—¡Los que han venido a secuestrarle esta mañana debían de saberlo!
Después de una breve pausa, sacudió la cabeza y se volvió hacia la escalera.
—¡El tiempo no corre a nuestro favor! ¡Si el Cielo se encuentra tras las bendiciones de Cantimpré, sería bueno que El se diera a conocer! Al menos un milagro que nos ponga en armonía con la religión...
Y tras esta invitación lanzada al Señor, Ana desapareció en el piso superior.
Augustodunensis estaba conmocionado. Los milagros de Cantimpré. De hecho, nunca había pensado demasiado en aquello. La reputación milagrera era un fenómeno corriente en los pueblos más atrasados. Él había aceptado este puesto en el país de Oc con la perspectiva de enfrentarse a los herejes; no había considerado la posibilidad de ir a poner los pies en una parroquia tan sensible.
Concentrado en estos sombríos pensamientos, volvió a la reparación de la puerta rota.
Una hora más tarde, Ana le llamó.
Augusto se precipitó al interior de la habitación. El padre Aba, con su ojo sano medio cerrado, deglutía con dolor, entreabriendo los labios para hablar. El sacerdote sentía terribles punzadas en el cuello, la mandíbula y en el ojo izquierdo.
En su mente volvió a ver al hombre de negro abalanzándose sobre él. Instintivamente quiso saltar de la cama, pero el vicario y la anciana protestaron.
Extenuado, Aba se dejó caer sobre el lecho.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué han hecho? —preguntó.
Aún no había tomado conciencia de la desaparición de su ojo izquierdo.
—Asesinaron al pequeño Maurin —murmuró Augusto. Aba frunció las cejas.
—No lo he olvidado. Asistí a esa monstruosidad. Pero ¿y luego? ¡No recuerdo nada de lo que ocurrió después!
Augusto explicó:
—La banda de asaltantes desapareció tal como había venido: rápida y silenciosamente. Durante el ataque, estuvimos prisioneros en la iglesia.
Ana añadió enseguida con voz estridente:
—¡Huyeron llevándose a Perrot con ellos! No entraron en ninguna casa, no hicieron ningún caso de las mujeres encinta y ni siquiera saquearon la iglesia o exigieron provisiones. ¡Solo Perrot!
Al oír el nombre del pequeño prodigio de Cantimpré, el rostro de Aba se puso rígido. Por un momento, Augusto creyó que iba a desmayarse de nuevo.
—Perrot... —murmuraba el sacerdote sin parar—, Perrot... Perrot... Perrot...
4
Después de librarse de Máximo de Chênedollé y del penoso asunto del contrato, Benedicto Gui pudo abandonar su tienda de la via delli Giudei e iniciar su investigación sobre Rainerio.
En cuanto llegó a la calle, tuvo que detenerse para responder a los saludos de los viandantes. Benedicto era conocido por ser el amigo de la gente sencilla; nada importante se decidía sin consultarle. Sus arbitrajes eran honestos; sus consejos, acertados, y sus juicios, benevolentes. De ahí resultaba que, por uno u otro motivo, todos le estuvieran agradecidos.
Marcello Doti, un comerciante de paños, se le echó encima justo al salir de la tienda para darle las gracias: hacía meses que era víctima de terribles pesadillas. Su confesor hablaba de posesión diabólica. Como convencido galenista que era, Benedicto Gui aligeró el menú de sus comidas de la noche y el sueño de Doti se libró de los ataques de los demonios...
Después de Doti, le llegó el turno al gordo Vincenzo Porticcio, uno de los mercaderes más ricos de la via delli Giudei, que quiso informarle de un tema de importancia; pero Benedicto replicó que iba justo de tiempo. Sabía que Porticcio solo tenía una idea en la cabeza: conseguir que se casara con una de sus hijas, ya que estimaba que sería un magnífico negocio contar entre los suyos a un hombre tan hábil.
Todo el mundo sabía que Benedicto era viudo. Casto y solitario, siempre vestido de luto y alejado de las pasiones del mundo, Gui consagraba sus días a la reflexión con una dedicación tan absoluta que la gente decía que su vida se desarrollaba «entre sus dos orejas».
Benedicto acabó por escapar a los saludos de sus vecinos y se dirigió hacia el Tíber, para seguir la orilla en dirección al puente Milvio, no muy lejos de las murallas.
En un momento dado tuvo que interrumpir su marcha: montones de detritus bloqueaban el pasaje que conducía bajo el puente. Otros hubieran dado media vuelta, pero Benedicto trepó por los cajones apilados del revés y contorneó el amasijo de basuras, apoyando el pie sobre barricas inestables, siguiendo un camino conocido solo por los gatos y las ratas. Habitualmente, en cuanto empezaban los primeros calores, el lugar se veía invadido por grandes moscas y olores pestilentes.
Sin mayores problemas, ganó el otro lado.
Allí todo era impecable; algunas estructuras de madera habían sido dispuestas a lo largo del borde de piedra de la orilla. El suelo estaba pavimentado y limpio.
Benedicto avanzó hacia una fogata junto a la que se encontraban tres hombres, que le dirigieron un breve saludo con la mano.
Cuatro cadáveres desnudos criaban moho no muy lejos de ellos.
Al borde del agua, un mocetón que se mantenía agachado, con los calzones bajados hasta los muslos y los pies sobre dos troncos, sonrió al ver aparecer a Benedicto Gui.
Acabó de hacer sus necesidades y fue hacia él.
—¡No apareces mucho por aquí últimamente, viejo amigo!
El hombre no estaba sorprendido de ver a Gui: su presencia había sido anunciada por los vigilantes que protegían esa parte del Tíber.
El grupo de hombres presentes en la orilla respondía en Roma al extraño nombre de los «lavadores». Nunca abandonaba las aguas del río.
El Tíber, fiel a su nombre, que procedía de un tal Tiberio que se había ahogado en sus aguas, era una especie de monstruo que se tragaba a los muertos de la ciudad: tres cuartos de los suicidios o asesinados acababan en el lecho del río. Arrastrados luego a la superficie, estos infortunados no desaparecían, sin embargo, para todo el mundo: los lavadores, apostados en el último puente antes de la salida de Roma, atrapaban sus restos flotantes. Los salteadores los saqueaban, y después de desnudarlos por completo, los devolvían de nuevo a la corriente. Ningún cuerpo se les escapaba, ni siquiera los que la Iglesia había envuelto en un saco con la inscripción: «Dejad paso a la justicia de Dios».
Este comercio morboso florecía y se encontraba totalmente en manos de las personas que Benedicto Gui había ido a ver.
Otro equipo, el de los «sin piedad», se encargaba, por su parte, de limpiar a los colgados y decapitados condenados por el orden público. Juntos se repartían en Roma los frutos de este tráfico infame, ante el que las autoridades cerraban los ojos como precio por su tranquilidad.
Gui había desentrañado varios crímenes gracias a los lavadores.
—Busco a un hombre joven —les explicó—. Desaparecido desde hace una semana.
Describió al personaje de Rainerio, según las informaciones que le había proporcionado su hermana.
El jefe de la banda sacudió la cabeza.
—Estos últimos días el río solo nos ha traído a un soldado de Letrán, a una mujer con la ropa desgarrada y la cara amoratada por los golpes y a un recién nacido al que habían arrancado el cordón umbilical, sin duda para confeccionar un filtro. Nada que se corresponda con tu chico. Esta noche hemos izado a estos cuatro imbéciles de ahí...
Mostró los cadáveres.
—La borrachera los ahogó.
Nada detenía a los lavadores, ni siquiera las aguas heladas del rio; se sumergían en ellas, armados con sus ganchos, y recuperaban los cuerpos.
Benedicto no sabía si debía alegrarse de no haber encontrado allí los restos de Rainerio. Aquel hubiera sido un final previsible.
—Si pescáis a mi hombre —dijo—, advertídmelo.
—Así se hará.
El jefe de la banda sabía que Benedicto estaba en buenas relaciones con los jueces de la ciudad. Desde hacía dos años, la colaboración entre los lavadores y el investigador había dado sus frutos en beneficio de ambas partes.
Gui le dio las gracias y volvió a las calles de Roma.
Después de haber visitado el crimen, Benedicto decidió visitar la ley, y se presentó en el cuartel de los guardias de la ciudad con la intención de interrogar a Marco degli Miro, el jefe de la policía romana.
Marco degli Miro debía tres resoluciones de importantes enigmas a la circunspección inteligente de Gui. Y en una ocasión, Gui se había librado de la cárcel gracias a Miro después de una investigación que había irritado a un príncipe de la Iglesia. Gradualmente, los dos hombres habían encontrado un punto de entendimiento e incluso habían confraternizado.
En el cuartel le respondieron que el jefe de la policía estaba ausente, pero a Gui, un habitual entre aquellos muros, le autorizaron a visitar las celdas subterráneas de los prisioneros.
Ni rastro de Rainerio.
Preguntó entonces si no habían enviado a dos guardias, seis días antes, a la via Regina Fausta para arrestar o interrogar a un joven llamado Rainerio, que trabajaba en Letrán.
Los registros le mostraron que no había sido así: los dos hombres que había visto Zapetta antes de la desaparición de su hermano no pertenecían a los efectivos de Marco degli Miro.
Benedicto abandonó el cuartel y se detuvo en la via del Macellaio, donde varios tiros de mulas se encontraban detenidos junto a un abrevadero público. Dirigiéndose al conductor de uno de los carros, gritó:
—¡A la iglesia Sant'Elena, en la piazza Constantino!
A pesar del gentío que se apretujaba en las calles, llegó a su destino un cuarto de hora después.
El estado de la iglesia de Sant'Elena, consagrada en el siglo x, era lamentable: su portal estaba condenado por gruesas tablas transversales, la flecha estaba despuntada y las campanas, así como el tabernáculo y el altar, habían sido trasladados a otro lugar de culto.
Esta casa de Dios permanecía cerrada a los fieles desde hacía cinco años, porque el riesgo de derrumbe bajo el coro se había considerado excesivo.
Benedicto Gui rodeó el cuerpo principal para entrar por una pequeña puerta bamboleante de madera coronada por una cruz de hierro.
En el interior, los pilares estaban verdosos por las infiltraciones de agua y las setas crecían como sombreritos a lo largo de las ranuras del enlosado. En los rincones de la nave, protegidos de las corrientes de aire helado, dormían varios grupos de vagabundos.
Benedicto llamó:
—¡Padre Cecchilleli!
Su voz resonó. Dos cornejas batieron las alas y desaparecieron por una brecha de los vitrales.
A la altura de la galería que separaba el coro del trascoro, Benedicto llegó a una poterna que llevaba a la sacristía.
—Padre Cecchilleli... —repitió en tono más bajo.
El hombre que apareció en respuesta a su llamada sostenía una vela con mano temblorosa. Era un viejo de pelo cano y piel arrugada, con la espalda medio doblada bajó una manta pringosa y polvorienta.
El anciano guiñó un ojo, desconcertado, antes de reconocer a Gui.
—Benedicto...
Gui le observó con tristeza: «¿Quién podría creer que hace tres años este personaje era todavía uno de los cardenales más eminentes de Roma?».
Francesco Cecchilleli de Rávena se había sentado durante toda su vida junto a los miembros del consejo del Papa. Su carrera en la Iglesia era citada como ejemplo. Su caída en desgracia había sido tanto más escandalosa en cuanto que nadie podía esperarla.
El cardenal había conseguido sacar a la luz un tráfico de moneda falsa con el monograma de los papas; el taller donde se acuñaba estaba a unos pasos de Letrán.
Lo denunció al camarlengo del papa Honorio IV, el administrador de las finanzas del Sacro Colegio. El Sumo Pontífice, por boca de su canciller Artemidoro de Broca, se negó a dar curso a esta denuncia y le coaccionó para que interrumpiera las investigaciones.
Cecchilleli tuvo la convicción de que este tráfico estaba protegido por prelados de Letrán. Decidido a no callar, quiso llevar el asunto a la plaza pública. Nunca lo hubiera hecho, porque la acusación de simonía que dirigía contra las altas figuras de Letrán se volvió en su contra; fue a él a quien juzgaron culpable del crimen que denunciaba y a quien despojaron de todos sus derechos.
Le degradaron al rango de simple sacerdote y le destinaron a la insignificante parroquia de Sant'Elena, con su iglesia en ruinas privada de fieles.
—Hubiera preferido una parroquia rural —había confesado a Gui—, pero ellos decidieron tenerme vigilado.
Preguntado por la posible identidad de estos «ellos», Cecchilleli se había contentado con encogerse de hombros y preguntar a su vez:
—¿Quién puede acabar con un cardenal en menos de tres semanas? ¡Incluso mi amigo Artemidoro de Broca me dijo que no había podido hacer nada para salvarme...!
Hacía tres años que ese antiguo cardenal se pudría allí. Benedicto se escandalizó al descubrir que solo tenía unos cuantos haces de leña para protegerse del frío y un suelo sin paja.
—Me alegro mucho de verte, Benedicto. ¡Eres el último de mis buenos amigos que se preocupa todavía por saber si sigo vivo! Desde mi desgracia, todo el mundo me da la espalda, incluida mi familia, que me debe mucho de lo que hoy es. Los fieles de Rávena ultrajan mi nombre...
Sus ojos fatigados e irritados producían legañas, y parecían cargados de densas lágrimas que se negaban a derramarse.
—Es un destino cruel para un hombre como yo, que durante toda su vida se ha esforzado por asegurar la salvación eterna de los otros, no encontrar más que rostros que se vuelven hacia otro lado cuando paso.
Sacudió la cabeza.
—Releo las Morales sobre Job y pongo a prueba mi paciencia. ¿Acaso no somos los hijos de un Dios que reprueba la vida que nos ha dado? No sirve de nada quejarse del Cielo. ¡Y además, no estoy tan solo! Tengo a mis pecadores.
Cecchilleli entendía por tales a los mendigos refugiados en su iglesia.
Levantó un brazo.
—Pero no hablemos más de mi persona; ¿qué puedo hacer por ti, Benedicto?
Los dos hombres se sentaron en unos taburetes. Benedicto quiso ofrecerle su manto, pero el religioso lo rechazó.
—Te enfriarías.
—Estoy acostumbrado.
Benedicto le resumió en pocas palabras los datos que Zapetta le había aportado sobre la desaparición de su hermano Rainerio.
Le preguntó:
—¿Sabe qué es esta Sagrada Congregación?
Aunque se hubiera convertido en un simple sacerdote, Cecchilleli no había perdido la memoria; su esplendor cardenalicio le había permitido ver y saber muchas cosas. Los arcanos de la curia no tenían secretos para él. No era la primera vez que Gui le interrogaba para una de sus investigaciones.
—¿La Sagrada Congregación? —repitió Cecchilleli con aire pensativo—. ¿No puedes decirme algo más?
—Al parecer, entre sus miembros se encuentra una persona (alineada de promotor de la justicia, junto a la que trabajaba el joven Rainerio.
Cecchilleli frunció el ceño.
—Entonces estás hablando de la Sagrada Congregación de los ritos para la causa de los santos. Aunque cambia de nombre casi con cada nuevo Papa. No cabe duda de que se trata de ella.
El antiguo cardenal se explicó:
—El Papa es el único habilitado para decidir quién puede ser elevado a la dignidad de santo. En otro tiempo bastaba con la voz popular. En nuestros días, la Sagrada Congregación se encarga de hacer la selección entre las candidaturas. En cuanto se considera como posible una figura de santidad, el Papa firma una bula de apertura del proceso y la Congregación instruye una comisión de investigación. La vida del postulante es examinada hasta en sus mínimos detalles: sus milagros son verificados; sus obras, evaluadas y juzgadas. Las deliberaciones se remiten al Papa, que entonces da su veredicto infalible. Este es el objetivo de la Sagrada Congregación: es una creadora de santos.
Benedicto recordó que, en su rollo sobre Letrán de la época del papa Martín IV, había leído el título: Comisión para la canonización de los siervos de Dios. Se dijo que para un joven salido de la nada como Rainerio, era una suerte increíble llegar a ponerse en contacto con una institución tan importante.
—Y el promotor de justicia, ¿cómo actúa?
—Durante el proceso de canonización, defensa y acusación se enfrentan. Por un lado, el promotor de la causa defiende los méritos del futuro santo; por otro, el promotor de la justicia tiene el deber de probar que el difunto no puede ser mantenido entre los elegidos. Instruye de cargo. También le llaman «el abogado del diablo».
—Conozco estas comisiones locales que investigan sobre los santos, incluso he asistido a procesos públicos.
El sacerdote sonrió.
—Lo que sucede en público solo sirve para divertir a la multitud. En realidad las cosas serias se deciden mucho antes, a puerta cerrada, en el seno de la Sagrada Congregación. Todas las diócesis católicas sueñan con poseer su propio santo; las solicitudes de canonización se cuentan por centenares cada año. Algunos obispos y fieles no retrocederían ante ninguna bajeza para canonizar a uno de los suyos. La irradiación de un nuevo santo atrae a los peregrinos y permite autocelebrarse a toda una región.
Se encogió de hombros.
—Están en juego muchos beneficios, y no todos los promotores son incorruptibles. Por eso, la verdadera Sagrada Congregación se esfuerza en permanecer secreta para no dar pie a las presiones ni a las maniobras financieras. Con excepción de sus miembros, nadie conoce sus verdaderas modalidades. Ni siquiera un cardenal como yo.
Benedicto pensó que, si Rainerio estaba, como había pretendido ante su hermana, al servicio de un promotor de la justicia, se encontraba en el corazón de los debates, pero en la posición más conflictiva que pudiera imaginarse.
—¿Dónde celebra sus sesiones la Congregación?
—Las discusiones se terminan en el palacio de Letrán, a veces en presencia del Papa. Pero sé que existen satélites dentro de los Estados Pontificios, aunque solo sea para registrar las numerosas súplicas para la consagración de nuevas figuras.
Benedicto echó a la estufa la poca madera que quedaba por quemar. Constató lo triste que era esa sacristía privada de todos los ornamentos sagrados que se utilizaban para la misa. El armario de los cirios estaba vacío, solo quedaba una vasija gris de polvo puesta en el suelo, que se parecía vagamente a un cáliz, Benedicto vio sobre un atril el único libro en posesión de Cecchilleli: las Morales sobre Job, redactadas por el papa Gregorio Magno.
Le interrogó de nuevo:
—¿Conoce a alguien que pueda formar parte de la Congregación y por el que pueda informarme? ¿O a un promotor de la justicia?
Cecchilleli reflexionó.
—Por lo que hace a los promotores de justicia, solo conozco a uno, pero es el más prestigioso: Henrik Rasmussen, un flamenco, antiguo arzobispo de Tournai. Sé que ha ocupado durante mucho tiempo el cargo de promotor de justicia en la (Congregación. Se hizo confirmar en su puesto en muchas ocasiones. ¡Experimentaba un placer manifiesto en desmontar todas las pretensiones de santificación!
Sonrió.
—Los siervos de Dios que fueron desafiados por Rasmussen perdieron indefectiblemente sus procesos de canonización. No es imposible que todavía siga ejerciendo el cargo.
—¿Y dónde puedo encontrar a Henrik Rasmussen?
—Posee un palacio en via Nomentana. Es uno de los más hermosos de la ciudad. Su hermana y él son inmensamente ricos.
Benedicto le dio las gracias por la información.
—¡Como siempre, su ayuda ha resultado impagable!
—No tardes en volver a verme —le advirtió Cecchilleli—. Con mi edad, no es prudente atrasar demasiado las visitas...
El anciano acompañó a la puerta a su amigo. Se abrazaron, y el antiguo cardenal fue a visitar a sus mendigos mientras Benedicto abandonaba la iglesia de Sant'Elena.
No muy lejos de allí, entró en un despacho de madera y carbón e hizo un importante pedido de combustible para entregar a Cecchilleli. También solicitó que tapizaran la sacristía con dos dedos de paja fresca.
Luego volvió a coger un coche de alquiler para ir a la via Nomentana.
De camino, Benedicto Gui reflexionó sobre las palabras de Zapetta. Según ella, el maestro de Rainerio, Otto Cosmas, escribía unas vidas de santos y su hermano había acabado la obra tras su muerte. Los conocimientos que indudablemente habría adquirido sobre las virtudes y las cualidades de los grandes santos podían ser de gran utilidad para la Sagrada Congregación durante sus debates. Esto explicaba, sin duda, su rápido ascenso en Letrán.
Benedicto se dijo que era urgente saber más sobre ese libro...
La plaza dominada por el palacio de Henrik Rasmussen estaba sitiada por la multitud. Un velo negro recubría la fachada. Los mirones hacían comentarios sobre el número inusitado de carruajes con enseñas prestigiosas que se detenían ante la entrada del edificio.
Benedicto comprendió que Henrik Rasmussen había muerto y que todos los personajes importantes de Roma habían acudido a honrar sus restos mortales. Entrevió a los más famosos cardenales subiendo los escalones del pórtico, y también a grandes señores, damas célebres, monjes y numerosos cortesanos de menor rango, individuos que nunca son nada pero que siempre están en todas partes. Por encima de la marea de cabezas, Benedicto reconoció a un personaje rollizo, que hacía el vacío a su alrededor, sonriendo a las aclamaciones de la gente: Artemidoro de Broca, canciller de Letrán, el hombre más poderoso de la ciudad después del Papa.
La multitud aplaudía a ese anciano obeso al que debían sostener para que pudiera caminar.
Benedicto circuló entre la gente, tendiendo el oído aquí y allá para escuchar. Al final acabó por preguntar, y le respondieron:
—El arzobispo Rasmussen ha sido víctima de un accidente.
Aquí:
—Ha sido atropellado por un carro.
Allá:
—Rodó por su gran escalera de mármol.
Más allá:
—Se asfixió con una espina de pescado.
Y por último:
—Se ahogó mientras se bañaba.
Planteó la misma pregunta a un oficial que se encontraba entre los soldados que vigilaban las carrozas, pero esta vez le pasó con disimulo el primero de los tres ducados de oro de Máximo de Chênedollé que reservaba para la resolución del caso de Rainerio.
A través del oficial se enteró de que, a modo de accidente, el arzobispo Henrik Rasmussen se había abierto la nuca cinco días antes a consecuencia de un potente golpe de espada.
La muerte, que no se había anunciado hasta este día, coincidía con la fecha de la desaparición de Rainerio...
5
En Cantimpré, el padre Aba permaneció tres días en cama, en los que pasó del abatimiento a la indignación, de la revuelta al abandono.
Sus fieles se sorprendieron de estos bruscos cambios de humor, que no le conocían. Los achacaron a sus sufrimientos y a la pérdida del ojo izquierdo. Por la acción de la ceniza de madera, este se había secado casi por completo y le provocaba terribles dolores de cabeza.
—Pronto habrá que sacarlo —señaló Pasquier.
La vieja Ana le confeccionó una venda negra que se ataba detrás de la cabeza, así como emplastos de hierbas y brebajes que redujeron sus atroces migrañas.
—Hasta ahora me llamaban el «padre Aba» —dijo el cura de Cantimpré—; en adelante seré el «sacerdote tuerto...».
El tercer día, dos jóvenes pastores de Cantimpré volvieron al pueblo.
En cuanto se habían enterado de lo ocurrido en la casa parroquial, después de su salida de la iglesia, estos dos hombres intrépidos, Beaujeu y Jaufré, se habían lanzado a caballo en persecución de la banda de negro, confiando en que los rastros que dejaban sus poderosos corceles en la nieve les permitieran adivinar la dirección que habían tomado.
Pero el funesto pelotón parecía haberse desvanecido en el invierno. Beaujeu y Jaufré habían conseguido seguirlos a lo largo de más de nueve leguas: algunos viandantes confesaron que habían visto pasar a un gran número de jinetes, que cabalgaban con tanta prisa que no podía decirse si estaban dando caza a alguien o eran ellos los perseguidos.
—Pero poco después desembocamos en un cruce de tres carreteras que permiten ir en dirección a París, al marquesado de Provenza o a Aragón... ¡Es decir, a cualquier parte!
Los dos pastores ya no tuvieron medios de seguir la pista de los hombres de negro.
Este fracaso desesperó a todo el mundo; ahora solo se esperaban las grandes disposiciones que querría tomar el padre Aba.
Este último y Augustodunensis se habían quedado solos para tratar de valorar la situación después de las revelaciones de Beaujeu y Jaufré. Se encontraban en la habitación de la casa parroquial, ya que el sacerdote aún seguía en cama.
El vicario tenía la sensación de que si bien su superior se recuperaba con excepcional rapidez de sus heridas, aún le costaba tomar decisiones.
—Sin duda ha llegado el momento de solicitar ayuda, ¿no le parece, padre? —sugirió—. De informar al senescal de Cahors. O al señor de nuestro dominio, que podría aportar su gente para asegurar nuestra defensa e ir a recoger informaciones más seguras sobre los secuestradores.
Aba respondió con una negativa.
—En primer lugar, el senescal nunca abandona Cahors. En cuanto al conde de Chaumeil, se encuentra en muy malos términos con la Iglesia: ha atacado a sus vecinos en días festivos y se le acusa de emplear a judíos en la gestión de su casa. Dirigirnos a él supondría quedar mal a los ojos de nuestros superiores.
—¿El obispo, entonces? —propuso Augustodunensis—. ¡Monseñor Beautrelet de Cahors debe de apoyarnos!
El padre Aba sacudió la cabeza dubitativamente.
—Pongamos que se instala entre nosotros un enviado del obispo: ya no podríamos sacárnoslo de encima. ¡Si es inquisidor, tratará de probar que la desgracia de Cantimpré no procede de unos jinetes imposibles de identificar, sino del propio Cantimpré! Le importará poco encontrar a Perrot o vengar a Maurin. Tenemos que arreglárnoslas solos.
Y eso fue todo lo que el vicario pudo sacar de él.
Cuando se hubo recuperado lo suficiente para levantarse, Aba hizo venir a la casa parroquial a los padres de los niños. Les narró los acontecimientos desde su punto de vista y trató de mitigar sus sufrimientos con palabras de las Santas Escrituras.
Augustodunensis se sorprendió al ver que conversaba aparte con Esprit—Madeleine, la madre de Perrot; ¡y cuando volvió a acompañarla a la puerta, el sacerdote le prometió que encontraría y traería a su hijo al pueblo!
Desde el ataque, Augusto y Ana se turnaban junto al herido. La anciana se ocupaba de día y el vicario se había instalado una cama en la sala de estar de la casa parroquial para quedarse con él durante la noche.
La cuarta mañana le despertaron unos ligeros ruidos: encontró al padre Aba de pie mucho antes del alba, con la espada que había matado a Maurin en la mano.
El vicario no le reconoció de inmediato: ¿tal vez por su venda negra, por las cicatrices en el rostro y en el cuello, o por las sombras que creaba la débil luz de la lámpara? El caso era que la figura «angelical» de Aba había perdido todo su encanto y se había convertido en algo inquietante.
El sacerdote preguntó con voz grave:
—Aparte de Beaujeu y Jaufré, ¿quién, de entre nuestros fieles, ha abandonado el pueblo después del secuestro de Perrot?
—Nadie lo ha hecho, padre.
—¿Estás seguro?
—Puedo afirmarlo. Durante el entierro del pequeño Maurin, todos nuestros parroquianos estaban presentes, con excepción de Ana, que le velaba, y de Esprit—Madeleine, que estaba encerrada en su casa. Cuando Jaufré y Beaujeu volvieron, todo el pueblo se precipitó a interrogarlos. No faltaba nadie.
Aba no respondió. Seguía sosteniendo el arma.
—¿No me dijiste que algunos se habían apostado en la meseta para vigilar los alrededores del pueblo?
—Sí, padre.
—¿Quiénes?
—Bien... Martin, Orgas, Paulin y Denis hijo. Pero ahora mismo aún deben de verse desde aquí. ¡No se han alejado de los alrededores!
El padre Aba se acercó a Augusto. Este vio que sostenía un crucifijo en la mano izquierda. El sacerdote se lo tendió:
—Lleva esto a Esprit—Madeleine.
La cruz estaba tallada en un hueso de morsa, con un Cristo esculpido en cristal de roca.
—Dile que rece para que recuperemos, sano y salvo, a su pequeño Perrot.
—Pero...
—¡Ve! —ordenó Aba.
A pesar de la hora intempestiva, Augusto renunció a hacerle preguntas; se vistió y salió.
Fuera, aún faltaba mucho para que se hiciera de día. Como cada noche, los aldeanos habían encendido una gran hoguera en la plaza central y antorchas en todos los rincones de Cantimpré.
Un resplandor rojo y dorado bañaba la parroquia dormida.
El vicario fue a casa de Jerric el carpintero y de su mujer.
Esprit—Madeleine no dormía; no había vuelto a dormir desde la desaparición de su hijo. Era una mujer muy hermosa, rubia y con los ojos azules como los de Perrot, pero la pobre tenía el rostro deformado por las lágrimas y la falta de sueño. La madre del niño secuestrado recibió el crucifijo de Aba de manos del vicario sin responder con una sola palabra a la delicada atención del sacerdote.
«Rezaremos por la vuelta de Perrot», fue la única frase que se le ocurrió a Augusto para despedirse.
Volvió a la casa parroquial.
La sala estaba vacía.
—Padre Aba...
Fue al piso de arriba.
El sacerdote no estaba.
Volvió a bajar.
Augusto se dio cuenta de que la espada de Maurin había desaparecido. El armario había sido desplazado; detrás se ocultaba un nicho excavado en la misma piedra. Augusto pasó la mano por el hueco. Estaba vacío.
Entonces se fijó en el libro de notas de Aba, abierto sobre la mesa: habían arrancado dos hojas.
Volvió a salir precipitadamente.
Entre las sombras y los resplandores del fuego, no había ni rastro del padre Aba...
La noche acababa.
Cantimpré estaba situado al borde de un precipicio, en el fondo del cual corría un torrente interrumpido por rápidos. La meseta de Gramat se inclinaba sobre el pueblo, a unas decenas de metros por encima de las casas. Allí se habían apostado los cuatro vigías, atentos al movimiento en los alrededores y los caminos, con un cuerno en la mano, dispuestos a dar la alarma al menor movimiento sospechoso.
Paulin era el que se encontraba más al norte. Envuelto en gruesas ropas y provisto de un cayado, el joven observaba el iluminado Cantimpré, luchando contra la fatiga.
La oscuridad era total; las tinieblas envolvían las sinuosidades y las escarpaduras del pueblo. Ninguna ciudad, ninguna vivienda, se dejaba ver en el horizonte.
De pronto, Paulin oyó un crujido.
Se levantó y se echó hacia atrás con un movimiento brusco, queriendo coger su cuerno, pero una voz resonó:
—No pasa nada. Soy yo.
El padre Aba apareció, iluminado por algunos rayos amarillo pálido de luna. Llevaba una hopalanda, un zurrón y un largo saco a la espalda. Era la primera vez que Paulin le veía desde el accidente: al principio le inquietó su venda negra, pero enseguida hizo un gesto de alivio llevándose la mano al corazón.
Con aire tranquilo, Aba observó la perspectiva sobre Cantimpré.
—Es un excelente puesto de observación —dijo.
Paulin encontraba que su voz había cambiado; la herida del cuello la había vuelto más grave y ronca. Dijo:
—Denis hijo, Martin y Orgas están conmigo en otros puntos de la meseta: es imposible que se nos escape nada.
El padre Aba se sentó sobre la roca donde antes descansaba Paulin. Permaneció un momento silencioso, y luego preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que vives en el pueblo, Paulin?
—Pues... pronto hará tres años.
——Viniste aquí con tu madre, que se hallaba enferma, ¿no es eso?
—Habíamos oído hablar de los milagros de Cantimpré, y como los médicos de Bellac, donde vivíamos, pronosticaban que moriría pronto, hicimos el viaje hasta aquí.
—Y ella se curó...
—¡Sí, gracia a Dios! ¡Unos días en Cantimpré bastaron para devolverle la salud!
Aba señaló entonces el pueblo con un gesto.
—Sería muy triste que este pequeño rincón de paraíso desapareciera por los manejos de personas que no saben nada de sus maravillas.
—Pero nosotros no permitiremos que esto ocurra, padre. ¡Nunca!
Aba miró a Paulin. —Sin duda.
No añadió nada más. Paulin no sabía cómo interpretar la presencia del sacerdote a su lado.
—¿Sabes? —continuó por fin este—, por más que repase en mi mente lo que nos ha sucedido, hay un punto que no consigo aclarar.
Cruzó los brazos.
—Cantimpré está aislado del mundo. Especialmente en esta estación. Hace semanas que nadie ha venido a visitarnos y que ninguno de los nuestros ha ido a una parroquia vecina...
Prosiguió en tono grave, sin apartar la mirada de las luces del pueblo:
—Los doce hombres de negro buscaban a los niños, es evidente; buscaban a Perrot, es indudable, y sabían dónde encontrarlo esa mañana; eso es algo irrefutable.
Aba miró a Paulin.
—Pero ¿cómo podían saberlo, si solo desde la llegada de Augustodunensis a la parroquia consagro el miércoles por la mañana a los niños? Los secuestradores de Perrot no pueden haber alcanzado con tanta facilidad su objetivo sin la traición de uno de los nuestros en Cantimpré. Alguien les ha informado.
Paulin se sobresaltó.
—¡Debe de ser nuestro nuevo vicario! —protestó—. Solo hace dos semanas que vive entre nosotros. ¡Le habrán enviado para espiarnos y preparar el ataque!
Aba sacudió la cabeza.
—Ya he pensado en eso. Sin embargo, he hecho vigilar a Augustodunensis permanentemente desde su llegada y no ha tenido ni un segundo para poder transmitir informaciones a terceros.
Aba sacó de su zurrón las dos hojas arrancadas de su libro de notas.
—El único habitante del pueblo que ha mostrado un comportamiento sospechoso estos últimos tiempos... —continuó— has sido tú, Paulin.
El joven se puso rígido.
—¿Yo?
—Hace seis días te dirigiste hacia los bosques pretextando que querías coger leña.
—Sí.
—Estabas en tu derecho. Volviste una hora más tarde. Con las manos vacías.
Aba contempló el horizonte, donde ascendían los primeros resplandores blancos de la mañana.
—Al día siguiente saliste de nuevo, cerca de dos horas esta vez. Y no trajiste al pueblo más que unas miserables ramas... ¿Qué debo pensar de eso?
Paulin permaneció inmóvil, limitándose a balbucear unas palabras incomprensibles.
—Sabía que esto ocurriría algún día —exclamó Aba, dirigiendo la vista hacia el muchacho—. ¿Quién se ha puesto en contacto contigo, Paulin?
——¿Conmigo?... Nadie... No comprendo qué...
—No me ocultes nada, o lo lamentarás. No soy un sacerdote tan acomodaticio como he dejado ver estos años... Hay cosas que difícilmente se perdonan. La contrición cristiana no puede abrazarlo todo...
Paulin sacudió la cabeza.
—Se equivoca... Se equivoca...Yo...
De pronto el muchacho se volvió y quiso huir; pero un segundo más tarde Aba estaba sobre él, con las manos apretadas en torno a su cuello.
—¿Quién? ¿Quién?
—Piedad, padre...
—¡Responde!
—Nadie...
El sacerdote sacó de su saco la espada que había servido para matar a Maurin y la apuntó contra la garganta de Paulin.
—¡Si es preciso, no tendré piedad contigo, muchacho! Habla y te salvarás. ¿Quién?
—Pero... es que no lo sé, padre... ¡No lo sé!... Salí del pueblo para ir a buscar la leña y tropecé con dos hombres que se habían perdido por las pistas de la meseta. Cuando les expliqué que no estaban lejos de Cantimpré, se asustaron.
—¿Se asustaron, dices?
—Sí. Me dijeron que venían de Cahors y que, en Cahors, Cantimpré había sido condenado por el obispo, y que debía huir de aquí si quería evitar las represalias.
—¿Cómo puedes imaginar que, si esto fuera verdad, no me hubieran puesto a mí al corriente? Te has dejado engañar por unas vulgares mentiras.
—¡Pero si es que no les creí!... por eso me recomendaron que volviera al día siguiente. Aparecieron con un archidiácono de Cahors. Este último me presentó los documentos. Allí se decía que Cantimpré debía ser purgada de sus malos espíritus. Y que, para ellos, se trataba de los niños. ¡Esos niños nacidos de forma «poco natural», según sus términos...!
Aba acentuó la presión de la espada sobre Paulin.
—¿Los niños? ¿Por qué no viniste a hablarme de eso?
Paulin temblaba y sudaba.
—¡Dijeron que usted sería el primero en ser castigado, padre! ¡Que sabía cosas sobre los niños, que había ocultado un secreto a sus fieles durante todos estos años...! Entonces les confirmé su empleo del tiempo y los momentos que pasaba con los pequeños... ¡Pero no pensaba que estuviera haciendo nada malo!
Aba, manteniendo al joven bajo la amenaza de su arma, giró la cabeza para contemplar de nuevo las luces de Cantimpré. Finalmente murmuró con tristeza:
—No tienes idea de lo que has hecho, Paulin...
Se incorporó, abatido. El muchacho permaneció tendido, con la punta de la espada suspendida sobre su cabeza.
—Ni siquiera tengo necesidad de matarte por tu traición —le dijo Aba—. Ellos se encargarán.
El sacerdote apartó la espada y sacudió la cabeza.
—Y pensar que tu madre encontró la salvación aquí... Adiós, Paulin.
El padre Aba se volvió y se alejó caminando por la nieve hacia el interior de la meseta.
Entonces el muchacho se levantó y exclamó:
—Yo no he traicionado a nadie. Los del pueblo ya hablaban de lo que vinieron a decirme los dos desconocidos: ¡usted nos oculta algo! ¡Oculta alguna verdad sobre los milagros de Cantimpré...! No he sido yo quien ha hecho venir a esta cuadrilla negra... ¡Ha sido usted!
Aba se detuvo en seco, apretó los puños, furioso ante esta acusación. De un salto, se abalanzó sobre Paulin y le cortó la cabeza de un tajo.
El padre Aba permaneció un momento aturdido, sorprendido de su acto, contemplando el cadáver que sangraba a sus pies.
Levantó los ojos, observó el sol naciente y se santiguó cuatro veces: en la frente, por sus negros pensamientos; en la boca, por su falta de arrepentimiento; en el corazón, por la sed de venganza que le dominaba desde el ataque al pueblo, y finalmente, sobre el pecho, por los crímenes irremisibles que le esperaban en los días que vendrían.
Cuando acabó de santiguarse, se juró que nunca más volvería a dirigirse a Dios, ni con la voz ni con el gesto.
Se adentró en la soledad de la meseta de Gramat.
6
Benedicto Gui se presentó en el taller de escritura de Salvestro Conti, situado en via Bonagrazia, a un centenar de pasos del palacio de Letrán, el taller que producía el mayor número de libros de todos los Estados Pontificios.
Aunque Salvestro Conti no destacaba por su genio creador, tenía en cambio, el don del comercio y del negocio. Su taller era el mayor de la ciudad: no menos de setenta oficiales y aprendices trabajaban a sus órdenes. Cada parcela del edificio estaba destinada a un tipo de ornamento y a una familia de artesanos: los grabadores, los encuadernadores, los iluminadores de imágenes, los pellejeros, los entintadores, los abreviadores, los correctores... Todo lo que salía de la casa Salvestro Conti era de calidad superior. Cuando se solicitaban sus servicios, uno podía estar seguro de obtener las Sentencias del obispo Pierre Lombard o La historia eclesiástica de Pierre le Mangeur en un texto fiable y sin una letra defectuosa.
Salvestro Conti conocía bien a Benedicto Gui. Los dos hombres colaboraban frecuentemente: Gui para autenticar un pensamiento de Plotino en una antología dudosa, Conti para ofrecerle la posibilidad de impregnarse de obras raras y costosas, como el Román de Brut o Píramo y Tisbe.
La leyenda afirmaba que Benedicto Gui sabía de memoria más de una decena de grandes obras de la Antigüedad.
Salvestro Conti era un hombre de unos cuarenta años, alto, frío, con aire inteligente, de trato algo rudo pero con muchas habilidades, que hablaba rápido porque había nacido impaciente. Gui le trataba desde su instalación en Roma.
Esa noche, cuando Benedicto entró en su despacho —una vasta estancia con las paredes adornadas con magníficas encuadernaciones con incrustaciones de oro y cabujones preciosos—, como en cada uno de sus encuentros, Conti empezó por quejarse:
—Los pedidos se reducen, tengo que despedir a mis mejores artesanos. El libro era todavía, hasta hace poco, un objeto de valor que se guardaba como una reliquia y por el que se sacrificaban fortunas; hoy, en cambio, la gente aparenta gusto por el ahorro para conformarse a la moda del ascetismo, siniestra victoria de las herejías. Se acabaron los ribeteados, la ornamentación, los clavos de oro, nada que seduzca a la vista. ¿Creerás que me piden que deje las casillas para las iluminaciones y los cartuchos vacíos, con el pretexto de que ya los harán embellecer en tiempos más propicios?
Benedicto se compadeció sin mucho entusiasmo, reprobó la austeridad de fachada de algunos, pero enseguida entró en el tema que realmente le interesaba.
—Busco una nueva y reciente hagiografía —dijo—. La obra debería haber sido remitida a Letrán hace aproximadamente dos años. Un encargo oficial.
Salvestro Conti levantó las cejas.
—¿Unas nuevas Vidas de santos? ¡Ya circulan muchas, y excelentes!, pero todas son de factura antigua. Se rectifican algunos puntos, se les añaden nuevos motivos de santidad, pero nada más. Aparte de ese cronista genovés, Jacobus da Vorágine, y de su obra, sobre la Santa Cruz, que tachan de presuntuosa, nunca he oído hablar de un encargo procedente de Letrán en estos últimos años. ¿De quién se supone que es?
—De un tal Otto Cosmas, originario del reino de Bohemia.
Conti se echó a reír.
—¡Un bohemio! En mi vida había oído este nombre. Y además, con estas iglesias valdenses condenadas por Roma que resisten en Moravia y en Bohemia, no imagino a Letrán confiando una obra tan sensible como unas vidas de santos a un hombre nacido en ese país de herejes. ¿A qué orden pertenece?
—No lo sé. No parece que sea un religioso. Vivía solitario en Roma, detrás de los baños de Diocleciano.
Salvestro Conti se sobresaltó de nuevo.
—¿Un laico? Entonces es impensable. Ningún obispo lo toleraría. ¡Si hubiera ocurrido, yo sería el primero en saberlo! Cuento con informadores introducidos en todos los scriptoria de Italia. ¡Palabra de Salvestro Conti; este Otto Cosmas es un camelo, y su libro, Benedicto, probablemente no existe! ¿Quién te ha puesto sobre esta pista falsa?
—Un muchacho de Letrán ha desaparecido...
Salvestro sacudió la cabeza.
—¿De Letrán?
El hombre, siempre nervioso y cargado de tics, adoptó de pronto un aire impasible y grave.
—No es momento de acercarse a Letrán, amigo —le aconsejó.
—¿La elección del nuevo Papa? —sugirió Benedicto.
—¿Y qué va a ser? Solo que esta vez explican que el cónclave está dividido por una razón inédita. Habitualmente, cuando los cardenales no llegan a ponerse de acuerdo sobre un candidato, se debe a las presiones diplomáticas del emperador y del rey de Francia, que defienden cada uno a sus respectivos campeones; pero ahora se trata, al parecer, de una disputa entre los partidarios y los adversarios del viejo Artemidoro de Broca.
—¡Siempre el canciller...!
Salvestro Conti dijo entre dientes:
—Mientras Dios no le llame a su lado (y por lo que parece, Broca conoce la forma de hacerse olvidar del Cielo), el nerviosismo en Letrán no dejará de aumentar. Algunos prelados quieren servirse de esta elección, sin duda la última de Artemidoro, para desembarazarse el gran día del viejo canciller.
Benedicto sonrió.
—¿No han fracasado ya en numerosas ocasiones? La evicción de Artemidoro es el mirlo blanco de la Iglesia...
—Es cierto. Pero Artemidoro se debilita. Dicen que cada mes que pasa se lee en su rostro como si fuera un año. El león ya no asusta tanto. ¡Sus detractores ya ni siquiera disimulan para conspirar! El fin de una era ha llegado. En todo caso, si este muchacho tuyo de Letrán está metido en esta controversia, ¡apártate de él tanto como puedas! Tienes todas las posibilidades de salir malparado.
Benedicto asintió.
—Oh, por mi parte, solo quiero tranquilizar a su hermana pequeña...
Salvestro Conti se encogió de hombros.
—Los antiguos escribieron cosas interesantes sobre el tema. No olvides el relato de Baruc: ese pobre hombre pensaba ir a buscar leña para su familia y acabó en los infiernos después de cien años de aventuras y combates.
Benedicto Gui sonrió.
—Pero los héroes de leyenda siempre están terriblemente faltos de circunspección. ¡Incluso el astuto Ulises se dejó atrapar! Yo no corro semejante peligro; en primer lugar, no tengo nada de héroe, y además... no intereso a los dioses.
Benedicto volvió a su tienda cuando ya había caído la noche, después de haber compartido una buena cena con su amigo Salvestro Conti durante la cual hablaron de una traducción de Algazel, recitaron estrofas de Virgilio y se divirtieron con su juego favorito: uno empezaba una cita que el otro debía acabar. Como siempre, Benedicto batió a Salvestro. Su memoria era infalible.
Al día siguiente, antes del alba, Gui hizo lo que mejor sabía hacer: reflexionar.
Examinó del derecho y del revés todos los indicios, con los pies apoyados sobre el morrillo de la chimenea, donde el fuego languidecía, con un libro de trágicos griegos abierto entre las manos y la mirada fija en un punto del espacio.
Una tormenta de nieve bramaba sobre Roma. Como era su costumbre, Benedicto había encendido una alarmante cantidad de velas para paliar la falta de luz.
Viola, su criada, que hacía un momento había entrado en la tienda tiritando, con grandes copos de nieve sobre los hombros, no pudo evitar protestar:
—¡Qué despilfarro estas velas! ¡Un día una se volcará y sus libros y pergaminos se convertirán en humo!
Benedicto levantó la cabeza. Observó sus estantes y sus casilleros repletos de obras.
—Si algún día se quemaran —respondió suavemente—, mis escritos permanecerían a salvo...
Apuntó a su cabeza con el índice.
—... aquí!
La buena mujer calculó los miles de páginas que debían estar amontonados allí y en la habitación inferior.
—¿Todo? —dijo.
Derrotada ante esa posibilidad, que en el caso de Benedicto Gui no quedaba fuera de lo imaginable, Viola cogió su escoba y su plumero.
Benedicto revisó por enésima vez la situación de su investigación. En un verso de Eurípides había encontrado la expresión «ahumar al zorro», referida al arte que utilizaban los cazadores para hacer salir al zorro de su madriguera. Este método ancestral le proporcionaba un buen tema de reflexión.
Rainerio, según las palabras de su hermana, había adquirido, gracias a su viejo mentor de Bohemia, excelentes conocimientos sobre la vida de los santos; no tenía, pues, nada de extraño que este muchacho acabara adscrito al servicio de un promotor de justicia en la Sagrada Congregación. Hasta ahí todo se sostenía.
«Con excepción de la desaparición inexplicada de Rainerio, que amenaza a su familia con la indigencia, y la muerte violenta del arzobispo Henrik Rasmussen ocurrida el mismo día. Y el hecho de que este libro de Otto Cosmas no sea conocido por un hombre tan informado como Salvestro Conti.»
La Sagrada Congregación.
El padre Cecchilleli había sido claro al respecto: era una fortaleza inexpugnable.
Benedicto Gui sabía que, a menos de disponer de mucho tiempo y de aplicar infinitos esfuerzos a la tarea, nunca conseguiría abrirse camino hasta este órgano secreto de la Iglesia. Por otra parte, la policía de Roma le conocía bien: si Gui se mostraba demasiado insistente, sería desenmascarado y frenado antes de que hubiera podido enterarse de nada.
«En ese caso, habrá que encontrar un medio de "ahumar al zorro"...»
Se volvió hacia su criada Viola.
—Viola, usted que es depositaría de todos los chismes...
Viola pertenecía a ese grupo de romanas a las que jamás se les escapaba un rumor o una noticia.
—¿... no habrá oído hablar de un milagro que haya ocurrido recientemente?
Viola se encogió de hombros.
—¿Un milagro? ¿Cómo quiere usted que aún tengamos oportunidad de que suceda un milagro desde el momento en que las buenas personas de su especie dudan de todo? ¿Qué me dice de ese buen peregrino de Ovieda que disponía de una piedra de luna para curar el reumatismo?
—Un mentiroso.
—¿Y aquel de Padua que decía que tenía el don de rejuvenecerme colocándome las manos sobre la nuca?
—Un charlatán.
—¿Y el padre Gedeón, que exorciza a las esposas infieles?
—Un tramposo.
Desesperada, la mujer exclamó:
—¿Sabe qué opino yo? ¡Que Jesucristo ya lo dijo: la gente sencilla, los crédulos como yo, serán mejor recibidos en el paraíso que los ilustrados como usted, que dividen en partes lo que soporta a la perfección la unidad, prueban con método lo que ya está claro y finalmente enseñan lo que a todo el mundo le importa un comino!
Benedicto aplaudió el discurso con la punta de los dedos.
Viola no estaba nada descontenta de haber sabido defender su punto de vista y cerrado el pico al hombre que tenía respuesta para todo.
—Sería usted un notable profesor de universidad —continuó Gui sonriendo—, ya que tiene la manía de descomponer sus exposiciones en tres partes. Pero volvamos a mi pregunta. ¿Algún nuevo milagro?
Viola reflexionó.
—Está la sangre de saint Tomo, que debe licuarse el día de Todos los Santos. O la estatua de la Virgen que sonríe el día de la Asunción. Como novedad tenemos el musgo que crece sobre la tumba del padre Goulon, que mezclado con vino, cura desde hace poco a los paralíticos. Y aparte de eso, existe también el pueblo de Spalatro, donde vivían hace unos años mi hermana y su marido.
—¿Y qué pasa en Spalatro?
—Nada especial hoy, pero no tardará en pasar. Hace diez años enterraron allí el cuerpo de un religioso y ha sido amortajado. Los que saben dicen que todo anuncia sus próximos milagros.
Benedicto sacudió la cabeza.
—¿Los que saben dicen eso?
—Sí. En todo caso, mi hermana y su marido.
Benedicto permaneció un momento silencioso. Luego se levantó y fue a abrir el batiente de su secreter cerca de la cama. Sacó un pedazo de piedra rojiza de una libra y un saquito de polvo blanco. Contó luego las monedas de una bolsa, añadió los dos ducados de oro que le quedaban de Chênedollé, y a continuación lo metió todo en un talego. Satisfecho, volvió junto al fuego.
—Gracias, Viola. Me acordaré de la tumba musgosa de Goulon, del pueblo de Spalatro y de la sangre de saint Tomo.
Y dicho esto, volvió a sumergirse en Eurípides.
La mujer se encogió de hombros y volvió a sus labores.
Cuando la campana de una iglesia próxima anunció la hora litúrgica de tercia, Benedicto se levantó para salir.
Mientras se ponía su manto negro, Viola le detuvo.
——¿Estará de vuelta para la comida? ¿Tengo que prepararle un plato?
—No. Me aguarda una larga jornada.
La mujer preguntó si ese día tenía autorización para limpiarle el escritorio.
—No toque nada.
Viola le interrumpió una vez más para preguntarle si también tenía que renunciar a retirar un expediente caído en el suelo bajo su escritorio.
Benedicto se sorprendió: no conocía esa cubierta de piel de vaca con gruesas correas. Descubrió que se trataba de uno de los textos que había traído Máximo de Chênedollé la víspera. El rico comerciante debía de haberlo olvidado. No era más que un nuevo documento contable relacionado con su proveedor veneciano— Para tener la conciencia tranquila, Benedicto verificó si había allí otras líneas cifradas según el código secreto de la víspera, pero no; se limitó a recorrer con la mirada unas aburridas páginas con descripciones de telas y de piedras raras.
Benedicto echó pestes al pensar que Chênedollé iría a buscar el documento. Lo dejó cerca de la puerta, dijo a Viola que tal vez irían a recogerlo y salió.
Esa mañana aún tuvo que esquivar al gordo Porticcio, que había traído consigo a su hija núbil.
—Un hombre como tú no debe vivir como lo haces, Benedicto —protestó—. ¡Lo que necesitas es una mujer! Una mujer y unos hijos. ¡O bien toma los hábitos y que no se hable más! ¡No puedes seguir pasando los días solo, reflexionando! ¡Esto no es sano, Benedicto!
Gui le respondió sonriendo.
—Pensaré en ello.
—¿En mi hija?
—En tomar los hábitos.
Se dirigió a pie a la piazza Segni.
Cinco años antes, los hospitalarios habían transformado allí un cuartel militar en un centro de alojamiento para los peregrinos de paso por Roma. Los caminantes de Dios, que partían a Tierra Santa o volvían de ella, eran acogidos en el lugar durante unas horas o unos días a la espera de una expedición.
El hospicio estaba saturado de gente. Algunos romanos venían a ofrecer su ropa usada a los viajeros, un dominico celebraba una confesión pública, había peregrinos que salmodiaban mientras otros jugaban a las tabas. Era una banda devota y vociferante, recogida y agitada.
Pero el gran tema, en el hospicio, era el condumio.
Un inmenso refectorio servía a los penitentes. Se podían oír hasta once lenguas; los cristianos de todos los rincones del mundo se reunían en torno a las gigantescas mesas.
Benedicto circuló entre los bancos en busca de alguien. Reconoció a un hombre que pasaba también junto a los peregrinos, vestido con un largo manto de donde sacaba, para venderlos, toda una retahíla de objetos y remedios esenciales para la buena marcha de una peregrinación: frasco de agua del Jordán, cruz de madera de olivo, bálsamo para la cicatrización de ampollas e inflamaciones, efigie caldea que supuestamente reducía el hambre, monedas locales, cerillas azufradas, etc.
Este buhonero inglés de la Guyena se llamaba Saverdun Brown. Era un buen hombre de cierta edad que amaba a los peregrinos y se pasaba la vida en el hospicio. Evocaba el Levante como si hubiera vivido allí, aunque nunca había abandonado las orillas del Tíber.
Benedicto se acercó a él.
—Busco a un muchacho llamado Tomaso di Fregi, que trabaja o trabajaba aquí —le dijo siguiendo las indicaciones de Zapetta—. ¿Puedes ayudarme a encontrarlo?
—Hay un Tomaso —respondió Saverdun Brown, que conocía el hospicio como la palma de su mano—; pertenece al personal de cocinas.
Benedicto le siguió a los subterráneos, donde descubrió numerosos fogones, calderos humeantes, montañas de granos de escanda y de especias, un cercado con aves de corral preparadas y cubas con morcillas: bastante para alimentar a centenares de hombres diariamente.
Tomaso debía de tener la edad de Rainerio. De tez mate, moreno y con un cuello de campesino, era, sin duda, originario del sur, y tenía un cierto aire guasón.
El muchacho se sorprendió de que fueran a verle allí. No era habitual ver a visitantes allí abajo. Los demás cocineros y marmitones observaban a Gui.
—Es sobre Rainerio —le dijo Benedicto—. Su familia está preocupada; no le ven desde hace seis días. ¿Sabes algo de él?
El muchacho se secó la frente con el dorso de la manga, un poco incómodo.
—¿Rainerio?
Miró alrededor y vio que la atención de todos estaba concentrada en ellos.
—No podemos hablar aquí.
Saverdun Brown los dejó y el joven escoltó a Benedicto, a través del matadero de cerdos, hasta un almacén donde guardaban los barrilitos de aceite.
—¿Quién es usted? —preguntó el muchacho cuando se encontraron solos.
—Zapetta, la hermana de Rainerio, vino a verme —le dijo Benedicto—. Por lo que pude entender, tú eres la única persona que puede darme alguna información sobre su hermano.
—Es probable. El y yo crecimos juntos. Pero hace cierto tiempo que hemos dejado de vernos. Hace dos o tres semanas pasó por el hospicio. Venía a entrevistarse con nuestro jefe. Intercambiamos unas palabras. Le encontré envejecido. Con un aire ausente.
—¿Ausente?
Tomaso asintió con la cabeza.
—Me murmuró cosas difíciles de entender; solo saqué en claro que la vida en el palacio de Letrán era difícil en este momento de interregno, o peligrosa, según se perteneciera a tal bando o a tal otro. No era el Rainerio feliz y sosegado que yo había conocido.
—¿Le preguntaste algo?
—¡No tuve tiempo! Se largó enseguida.
Un hombre entró en el almacén, cogió un barrilito y volvió a salir precipitadamente sin olvidarse de ordenar antes a Tomaso que dejara de perder el tiempo con palabrerías.
El muchacho siguió hablando cuando se encontraron de nuevo solos:
—Usted busca a un hombre que ha adoptado como una segunda naturaleza el ocultar su vida. Dudo que pueda encontrarle.
Benedicto se sorprendió.
—¿Era tan misterioso debido a su función en Letrán?
—No, esto viene de antes. Desde el día en que ese viejo loco que tenía por vecino se interesó por él.
—¿Otto Cosmas? ¿El bohemio?
—Sí. Un tipo curioso. Nunca salía de casa, hablaba mal, juraba en su lengua, solo frecuentaba a los suyos y, sin embargo, Rainerio le idolatraba.
—Zapetta me dijo que le había enseñado a leer y a escribir.
El joven se encogió de hombros.
—No fue por bondad. Otto Cosmas estaba perdiendo la vista, estaba aterrorizado ante la idea de no poder escribir más. En cuanto Rainerio fue capaz de sostener un estilete, lo convirtió en su esclavo. Rainerio quería que yo le apreciara, pero la cosa no funcionó. A medida que iba conociendo los secretos del anciano, dejó de querer abrirse a los demás.
Benedicto le indicó con un gesto que comprendía: Otto Cosmas había enfriado la relación entre los dos jóvenes. Y del frío habían pasado a la ruptura cuando Rainerio se había negado a decir más sobre su nuevo maestro.
—No volvimos a hablarnos hasta después de la muerte del bohemio —continuó Tomaso—. Yo sabía que el viejo estaba enfermo; traté de reanudar la relación con Rainerio, pero él estaba demasiado cambiado. Curiosamente, se había convertido en Otto Cosmas: había retomado la redacción de su manuscrito, pero también sus manías. Tampoco él salía demasiado del gabinete de trabajo que Cosmas le había legado, no veía a nadie, lo rechazaba todo. De mayor o de niño, Rainerio siempre fue un buen chico, ingenuo, generoso, pero impresionable. El viejo Cosmas le había llenado la cabeza con sus ideas y sus libros. Yo pensaba que era feliz en Letrán. Me sorprendió verle tan huraño e inquieto.
Benedicto se preguntó si Zapetta le había ocultado voluntariamente el estado melancólico de su hermano o si no lo había percibido.
—¿Tenía otros amigos aparte de ti?
—No. Las únicas personas que frecuentaba eran hombres de Bohemia y de Moravia del círculo de Cosmas.
El joven abrió la puerta.
—Ahora debo volver al trabajo.
Benedicto Gui no estaba satisfecho; le siguió.
—¿No hubo nada sospechoso en la desaparición de Otto Cosmas?
—¿Un crimen? No, que yo sepa. Tenía flujos de vientre desde hacía tiempo. Escupía sangre. Podría decirse que era un milagro que hubiera vivido tanto...
Tomaso volvió a sus fogones. Pero todavía tuvo tiempo de decir unas últimas palabras a Gui:
—Cuando me dejó, la última vez que nos encontramos, le dije que esperaba volver a verle; me replicó que la próxima vez que oyera hablar de él, podía resignarme a no volver a verle con vida.
Tomaso sacudió la cabeza.
—En cierto modo, tal vez sea usted el mensajero...
7
El padre Aba sabía que, según las pendientes que tuviera que bajar o subir, podía recorrer hasta ocho leguas por día. Pero el frío, la nieve y sus dolores de cabeza retrasaban su marcha. Hizo una primera parada en Mordac, y luego otra en Sambuse, refugiándose en el lugar donde le sorprendía la noche. En todas partes, su venda negra y sus cicatrices provocaban inquietud. El, que en otro tiempo veía cómo la gente se precipitaba a contemplarle, atraída por ese joven sacerdote con cara de ángel, era tratado ahora como un vagabundo, porque los lugareños sospechaban de su hábito de franciscano.
Después de cuatro días de marcha, llegó al cruce de carreteras mencionado por los pastores Beaujeu y Jaufré a su vuelta a Cantimpré, el lugar donde habían perdido el rastro de la cuadrilla de hombres de negro.
El padre Aba se dijo que si hubiera sido un antiguo romano, habría lanzado una pluma al aire y seguido la dirección que la fortuna le hubiera indicado. Pero él prefería recurrir a un cálculo racional: en las condiciones actuales, los mejores caballos no podían recorrer más de quince leguas en tres o cuatro horas; cada legua suplementaria les causaría un daño duradero. Y sabía que en dirección a Toulouse, a tres leguas de allí, se encontraba el pueblecito de Disard.
La banda de hombres de negro que había salido de Cantimpré por la mañana, no podía esperar llegar más lejos de Disard de una tirada. Se dirigió allí.
Ninguna razón destinaba a la parroquia de Disard a gozar de los favores de la historia, de no ser por la llegada, sesenta años antes, de una escuadra de Simón de Montfort que había aniquilado a la totalidad de la población, infestada de gentuza catara, y la había reemplazado, en un solo día, por buenos y leales católicos. Desde entonces Disard estaba gobernada por sacerdotes implacables. Toda la vida del pueblo se resentía: el propietario de la única posada, El Florete, no podía servir vino, porque estaba reservado a la eucaristía; no podía servir cordero, porque el cordero era para la Pascua; las mujeres estaban prohibidas en el establecimiento para no incitar al adulterio, y las camas eran duras y ásperas para recordar que esta vida no era un viaje de placer.
El padre Aba se presentó en la posada. Estaba agotado por la caminata, y el dolor de cabeza que le provocaba su ojo mutilado le torturaba.
El establecimiento contaba con una quincena de camas, la edificación era sólida, la paja se renovaba con frecuencia y la comida era alabada en la región.
Cuando entró esa noche, la sala común estaba repleta, y nadie le prestó atención, un fenómeno realmente inusitado en una posada ocupada por los parroquianos habituales.
Las conversaciones estaban demasiado animadas.
Aba se abrió camino hasta el mostrador. Mantuvo cerrada su hopalanda negra y se presentó bajo la identidad de un peregrino que quería dirigirse al hospicio de Roncesvalles antes de seguir viaje hacia Roma y Jerusalén. Justificó sus heridas, aún frescas, por un ataque de bandidos a orillas del Tarn.
Le condujeron a una habitación desocupada donde le asignaron un somier para cuatro. Cuando se quedó solo, aprovechó para limpiar sus cicatrices con un paño embebido en vinagre. Luego se soltó la venda y la lavó.
Se veía forzado a mirar recto hacia delante, porque con cada movimiento de su ojo sano, su ojo herido le seguía y le causaba dolores intolerables.
Aba utilizó los emplastos de Ana para tratar de atenuar sus migrañas y su neuralgia.
Al caer la noche, volvió a la sala común para alimentarse con un potaje de guisantes. Se instaló en el extremo de una mesa cuyos ocupantes discutían acaloradamente.
No tardó en comprender las razones del escándalo que afectaba a El Florete y en ver confirmada su intuición sobre los hombres de negro: los caballos, las ropas oscuras, las capuchas, las armas, todo salió a relucir; en efecto habían pasado por Disard. Se habían hecho los amos de la posada, vaciando la despensa antes de volver a partir en plena noche, después de pagar los gastos con grandes piezas de plata. El posadero había tenido que ir a la feria de Béze para reavituallar su cocina.
¡Pero el tema favorito que estaba en labios de todos los clientes era que una mujer se ocultaba entre la cuadrilla y había pasado la noche con los hombres!
Era imposible que pasara desapercibida, porque tenía una larguísima cabellera. Una cabellera pelirroja. De un rojo vivo.
Se decía que ella era el jefe.
«¿Una mujer? —se indignó Aba interiormente—. ¿Cómo podía una mujer estar mezclada en semejantes abominaciones? ¿Cómo podía atacar a unos niños?»
Esta presencia femenina había provocado la ira del cura de Disard, que ese mismo día había decretado que la posada sería derribada, piedra por piedra, para ser reconstruida más lejos, purificada de sus pecados. El sacerdote aprovecharía la circunstancia para cambiar el nombre de El Florete, que olía demasiado a caballería, por el de Posada de la Salvación.
Aba preguntó entonces, añadiéndose a la conversación:
—¿Había un niño entre el grupo?
Sus vecinos de mesa no habían visto nada que pudiera hacer pensar en eso.
Al abandonar Disard, los jinetes habían dejado sus capuchas y sus ropas negras. Según uno de los testigos, tenían pinta de bandidos y salteadores de caminos.
Sin embargo, alabaron la fuerza y la belleza de sus caballos.
Aba tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ceder al impulso de seguir interrogando a sus vecinos y arriesgarse a llamar la atención.
Pero en su espíritu había surgido un proyecto perfectamente concebido.
Quería examinar esas coronas de plata que había dejado la banda.
Al alba, el sacerdote fue el primero en levantarse.
Maese Lordenois, el posadero, estaba de vuelta de Béze.
Los dos hombres se hablaron junto al mostrador; la sala estaba vacía y el posadero iba ordenando sus panes y colgando la charcutería.
Después de intercambiar las habituales banalidades sobre las peregrinaciones, la dificultad de los caminos y los peligros de viajar solo, le sirvió a Aba una tabla con embutidos y un caldo.
Se sentaron a una mesa.
Aba acabó por preguntar de improviso:
—¿Cuánto calcula que vale una corona grande de plata?
Ante la sorpresa de maese Lordenois, tuvo que repetir la pregunta.
—A fe mía —respondió el posadero— según el curso oficial vale un cuarto de plata, es decir, doce denarios. Pero según el curso actual yo diría que once denarios, tal vez con un óbolo de más.
El padre Aba sacó una bolsa. Eran los ahorros de doce años, que ocultaba en la casa parroquial detrás de su armario.
Contó cuarenta y ocho denarios y se los puso delante.
—Le cambio una corona por estos cuarenta y ocho denarios.
El hombre frunció las cejas.
—¿Cuatro veces su curso? ¿Por qué razón iba a hacer usted tan mal negocio?
—Quiero que me ceda una de las monedas que utilizaron los hombres de negro cuando vinieron a su casa.
El posadero se encogió de hombros. Se levantó y fue a buscar la corona en cuestión, pero antes de dársela, verificó el número de los denarios de Aba y su peso.
—Trato hecho —dijo—. ¡Usted sabrá lo que hace!
Le dio la pieza.
—Aquí está.
El padre Aba la examinó. Esperaba que pudiera revelarle algún indicio sobre los que la habían poseído.
Era una moneda nueva. No había rayas ni raspaduras, ningún golpe en el filo del reborde, ninguna suciedad en el surco de los relieves. Estaba marcada en su anverso con el monograma de Gregorio IX, un Papa desaparecido hacía más de cuarenta años.
«Lo que quiere decir que perteneció a alguien bastante rico para disponer de una reserva de dinero y dejarla pudrirse durante decenios sin necesidad de utilizarla.»
—¿La mayoría de las que le dieron eran como esta? —preguntó.
El dueño asintió.
—¡En Disard nunca vemos esta clase de monedas! —dijo— Conservo otras dos.
Aba observó el reverso; no había ninguna indicación sobre el taller de acuñado ni sobre la identidad del señoreaje, del noble que tenía el privilegio de acuñar moneda.
«Esta moneda debió de acuñarse durante el pontificado de Gregorio IX, pero con una patente excepcional válida por poco tiempo. Hicieron una cantidad fija y luego pararon...»
Aba dio las gracias al posadero.
Sin acabar su desayuno, se dispuso a abandonar la posada, pero antes de marcharse añadió:
—¿No vio a ningún niño entre el grupo? ¿O con la mujer?
—¿Un niño? No.
—¿No le extrañó nada? ¿Su número, su comportamiento? ¿No pensó nada sobre ellos?
—Oh, ya lo creo. —El hombre sopesó el dinero y concluyó—: ¡Pensé muchas cosas, y todas buenas!
Fuera, el padre Aba ocultó la moneda en el cuero de uno de sus zapatos y continuó su camino. El frío era tan mordiente como antes, pero el cielo se había aclarado.
A tres leguas encontró el cruce de caminos que conducía a Provenza, París y Aragón.
Encontró a un arriero que se dirigía a Carcasona.
—Voy a Narbona —le dijo Aba.
—¡Suba! Le dejaré en Rodés. Solo tendrá que hacer seis leguas a pie.
De este modo, Aba tardó tres días en llegar a la ciudad.
8
Benedicto Gui volvía a casa después de su entrevista con Tomaso di Fregi en el hospicio de los peregrinos. Para su sorpresa, descubrió que le esperaban. Desde lejos distinguió la litera de Máximo de Chênedollé, que obstaculizaba el paso en la via delli Giudei delante de su tienda. Nada podía agradarle menos que esta nueva visita del rico comerciante.
¡Y para colmo, los porteadores, al ver que no estaba, habían forzado su puerta!
Circunspecto, Benedicto entró. En el umbral, reconoció al criado.
Dirigió la mirada hacia la silla ante el escritorio, pero no distinguió la silueta de Chênedollé; una mujer estaba sentada de espaldas. Por su nuca rígida, con los cabellos recogidos en un tocado estrecho y puntiagudo coronado por un velo, adivinó que se trataba de una aristócrata.
Benedicto Gui se sentó frente a ella, más a la defensiva que nunca.
—Soy la esposa de Máximo de Chênedollé.
Debía de tener unos sesenta años. Expresión decidida, ojos de un azul muy pálido; una belleza petrificada por la edad.
—Mi marido, Chênedollé, ha muerto —dijo—. Lo han encontrado esta mañana, bajo una losa de cemento en la obra de nuestra nueva casa en Roma.
Ninguna inflexión en la voz. Ni pena ni cólera. Solo las aletas de la nariz rígidas y los labios apretados.
Superada la primera sorpresa, Benedicto imaginó fácilmente los acontecimientos que se habían sucedido después de su paso: el comerciante había juzgado conveniente provocar un escándalo en su casa. Benedicto se dijo que esta esposa, de fisonomía autoritaria, podía muy bien, conforme a las revelaciones del código del veneciano, haber seducido a un contramaestre y haber decidido fríamente envenenar a su marido.
Ante la amenaza de un escándalo que los comprometería, seguramente sus cómplices y ella habían precipitado su desaparición.
—Ahora, Benedicto Gui —añadió la mujer levantando el mentón—, me dirá usted lo que mi marido vino a confiarle.
Benedicto meneó la cabeza. Estas fueron sus primeras palabras:
—Su esposo vino a presentarme unos documentos comerciales que le ligaban a un proveedor veneciano.
—¡Eso ya lo sé! Los he consultado antes de venir.
Benedicto miró al criado: era evidente que este último ya había informado en detalle de la entrevista con Chênedollé.
La viuda apoyó las manos sobre los muslos.
—El problema es que mi marido nunca ha tenido tratos con nadie en Venecia. ¡Ese comerciante ni siquiera existe en esa ciudad! Conozco las empresas de mi esposo, y no tienen ninguna relación con las importaciones orientales.
Benedicto frunció el ceño.
—¿Cómo dice?
Ella continuó:
—Parece que también le ha explicado que tenía amantes y muchos hijos, que escribía poemas. Todo esto es igualmente falso. Chênedollé era un hombre reservado y fiel, y por desgracia, sin heredero. ¿Hacer rimas? Era incapaz de alinear dos versos con corrección. ¡Y finalmente, a pesar de los documentos cifrados que le presentó, no puedo explicarme por qué motivo, créame que no tenía ninguna razón para querer envenenar a mi marido con beleño y que en mi vida he sentido ninguna atracción por su contramaestre Quentin! Su voz se había hecho chillona.
Benedicto admitió que estaba dispuesto a confiar en su palabra, pero preguntó:
—Entonces, ¿qué queda de verídico en la gestión de su marido?
La mujer dudó. Gui sintió que la irritaba tener que hacer confidencias a un hombre que acababa de conocer.
Mirando fijamente a Gui, la viuda de Chênedollé explicó sin alterarse:
—Chênedollé era un comerciante banquero que poseía una gran fortuna. En varias ocasiones había adelantado sumas considerables a señores partidarios de la causa del Papa, así como de la cancillería de Letrán. A mi marido sus acreedores nunca le dieron motivos de queja. Hasta estos últimos meses. Inquieto por el retraso en la elección del nuevo Papa, Chênedollé manifestó su intención de hacer valer antiguas letras de cambio no cobradas a la cancillería. No sé qué respuesta le dieron, pero no era la que él esperaba: su confianza en sus aliados de la curia se desvaneció. Mi marido se convirtió en un hombre inquieto, desconfiado, acosado, que temía hasta a sus más próximos colaboradores. Hasta el punto de querer abandonar Roma y los Estados Pontificios. Nuestra partida secreta era inminente. Pero vino a consultarle sin advertirme, y la noche siguiente perdió la vida. Por eso vuelvo a preguntarle: ¿qué quería de usted?
Benedicto se había quedado estupefacto al escuchar las revelaciones de la viuda de Chênedollé. La franqueza de aquella mujer era desarmante; no sabía qué pensar de ella. Reflexionó un momento antes de responder:
—Señora, recibo aquí a toda clase de gente. A menudo esperan verme resolver asuntos embarazosos que ocultan a sus asociados o a sus familias. De entrada, yo no gozo de su confianza; en general empiezan por ponerme a prueba. Ignoro por qué su marido mintió sobre su vida familiar y por qué me dio estos textos cifrados. ¿Tal vez trataba de verificar mi talento? ¿Quería asegurarse de que yo era efectivamente el hombre que le habían indicado antes de poder abrirse más seriamente ante mí?
La mujer de Chênedollé insistió, le acribilló a preguntas sobre diversos temas, pero todo fue inútil. Benedicto no encontraba nada más que confesarle.
—No sé nada.
Observaba al criado, que también esta vez permanecía inmóvil y mudo.
Decepcionada, la viuda se levantó.
—Ya no tiene sentido abandonar Roma —declaró—. Pienso descubrir qué ha causado el odioso fin de mi marido. Volveremos a vernos.
Hizo una seña al criado, que depositó algunas monedas ante Gui.
—Por los daños causados a su puerta —soltó la mujer con desdén.
Salió al frío y desapareció en su carruaje.
Inmediatamente, Benedicto se lanzó a buscar el expediente que Chênedollé había olvidado bajo su escritorio y que se había guardado bien de mencionar un instante antes.
Se instaló ante su mesa de trabajo y lo abrió.
Recorrió las primeras páginas sin descubrir nada especial; ¡solo veía columnas de productos remitidas al comerciante banquero por un veneciano que, según la viuda de Chênedollé, no existía, a propósito de un comercio que, siempre según ella, nunca había tenido lugar!
De súbito Gui comprendió el truco.
Se armó de una regleta con cursores sobre los que estaban inscritas cifras árabes y expresiones numerales positivas y negativas.
Se entretuvo más de cinco horas en el examen de estas páginas, sin apenas levantar la cabeza del documento. Cuando se hizo de noche, encendió las velas y desatendió a todos los que llamaban a la puerta.
Al acabar dejó escapar un largo silbido admirativo.
Si los primeros documentos presentados por Chênedollé estaban ridículamente cifrados, revelando un dominio infantil de los códigos secretos, que voluntariamente saltaban a la vista, estos utilizaban, al contrario, una cifra de varios niveles de una formidable complejidad y de una ejecución que merecía todas las alabanzas.
Los primeros documentos solo tenían por objeto colocarle en el buen camino, y este expediente, hábilmente olvidado bajo su escritorio, debía escapar a la vigilancia del criado que acompañaba al comerciante.
Primo, Chênedollé advertía a Benedicto Gui que se sentía seguido, vigilado, que temía por su vida y que no tenía otro medio de dirigirse a él.
«Siempre el criado», pensó Gui.
Secundo, confirmaba su deseo de escapar de la ciudad y de no emprender nada, después de este texto codificado, que pudiera comprometer su existencia o la de su mujer.
«La viuda no había mentido.»
Tertio, recordaba las desapariciones en el mes de diciembre de los cardenales Portal de Borgo, Filonenko, Othon de Biel y Benoít Fulastre. Insinuaba que sus muertes no eran accidentales ni estaban ligadas a la elección del Papa como algunos podían hacer creer. ¡Y a esta lista de cuatro nombres, añadía los de Henrik Rasmussen y Rainerio!
Benedicto tuvo que empezar varias veces desde el principio antes de estar seguro de que había descifrado el mensaje correctamente: «Abra los ojos y siga la pista de Rainerio...».
Estupefacto, se dejó caer en su silla, apretándose el mentón entre el pulgar y el índice.
«¿Qué tiene que ver Rainerio con el asunto de Chênedollé y su asesinato? ¿Por qué estas increíbles precauciones?»
Se levantó de un salto y abrió la puerta para llamar a un chico del barrio, el joven Mateo, sobrino nieto de Viola, al que había enseñado a leer y escribir. Le dio las monedas que había dejado la mujer de Chênedollé. Menos de una hora más tarde, a pesar de que era de noche, Zapetta estaba de nuevo con Gui, feliz e inquieta a la vez por haber sido llamada tan pronto.
—¿Cómo supiste de mi existencia? —le pregunte» Benedicto—. ¿Tu hermano conocía mi nombre? ¿Fue él, el que un día te habló de mí?
—No, señor, nunca.
—¿Quién fue entonces? Me explicaste que te habían dicho que yo podía resolverlo todo y que, pensando en esta promesa, habrías ido hasta Viterbo para encontrarme.
—Fue un hombre. Un hombre que permanecía cerca de nuestra casa. Me fijé en él dos días después de la desaparición de mi hermano. Yo no le conocía. Leyó la angustia en mi cara. Le expliqué mi desgracia y entonces me aconsejó que viniera a verle.
Le describió al personaje.
No había duda: se trataba de Máximo de Chênedollé. «Abra los ojos y siga la pista de Rainerio...»
—No irá a abandonar las investigaciones... —dijo Zapetta, preocupada.
Benedicto le habló de las revelaciones de Tomaso sobre la melancolía de Rainerio.
—¡Es imposible! —exclamó la joven sobre este último punto—. Rainerio no era desgraciado. Al contrario. ¡Nos prometía que pronto, en cuanto hubiera pronunciado los votos, le ascenderían y podríamos instalarnos en una casa mejor con nuestros padres!
Benedicto se dijo que Rainerio ocultaba su angustia a los suyos.
—Necesito tiempo —dijo a la muchacha—. No saquemos aún ninguna conclusión. Acabaré por descubrir la clave de este asunto...
Acompañó a Zapetta a la calle.
La joven se alejó. Gui podía sentir cómo la consumía la inquietud por la suerte de su hermano.
Cuando quedó solo, Benedicto pensó en Rainerio, Otto Cosmas, Henrik Rasmussen, Máximo de Chênedollé, Tomaso di Fregi, en la muerte de los cuatro obispos, en la viuda y en el criado...
Una ráfaga de viento hizo chirriar la enseña de su tienda. Levantó la cabeza.
BENEDICTO GUI TIENE RESPUESTA PARA TODO
Se encogió de hombros y volvió a entrar.
9
Siete días después de su partida de Cantimpré y doce días después del rapto de Perrot, el padre Aba entró en Narbona.
Hacía cuatro años que no había puesto los pies en la ciudad, pero eligió el camino sin equivocarse: dejó atrás el barrio de los estudiantes, pasó ante la escalinata de la escuela hebraica y luego tomó la dirección del convento de los dominicos. Llegó ante una casa que formaba un ángulo, cortada por una calle y un callejón, y que en otro tiempo había sido una ruina; después los dominicos habían adquirido todas las viviendas vecinas y habían convertido su modesta morada en una especie de palacio.
Aba atravesó el claustro renovado y se dirigió al piso del superior. Allí se encontró frente a un hermano lego que hacía guardia a la entrada del despacho.
—¡Padre Aba, qué alegría volver a verle! —dijo el joven religioso levantándose.
Se detuvo en seco, asustado por las cicatrices del sacerdote.
—¿Qué le ha...?
—¿Puedo ver al padre Tagliaferro? —cortó Aba.
—No por el momento. Jorge Aja, el nuevo arzobispo de Narbona, está con él. Pero cuando haya acabado la entrevista, el padre Tagliaferro le recibirá enseguida. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que mande llamar al hermano Janvier? Practicó mucho tiempo la medicina antes de consagrarse a Dios. Tal vez podría examinar sus heridas.
—No, gracias. No en este momento.
Aba no quería hacer nada antes de haber explicado el objeto de su visita a Tagliaferro.
El joven hermano vio que las calzas del padre Aba estaban manchadas de fango, y su hopalanda cubierta de polvo y de tierra seca; además de estar desfigurado, el sacerdote estaba agotado por la marcha y agobiado por sus torturantes dolores de cabeza. El hermano lego le condujo a los aposentos de su superior, donde Aba era invitado cada vez que visitaba a su amigo Tagliaferro. Este último, un allegado de la familia de Guillermo Aba, había intervenido ocho años antes para que le destinaran a la parroquia de Cantimpré después de su partida de París.
El párroco de Cantimpré pudo comer y cambiarse de ropa. Pero lo hizo todo apresuradamente y con nerviosismo.
Como estaba convenido, le llamaron a presencia de Jacopone Tagliaferro en cuanto quedó liberado de sus obligaciones con el arzobispo. El dominico tenía unos sesenta años. Era un hombre aún fuerte para su edad, sin grasa superflua, con un cuello poderoso; llevaba el hábito blanco con escapulario negro de su orden, uniforme de inquisidor que hacía estremecer a todos los cristianos que tenían desavenencias con el dogma.
Su escritorio se componía de una larga mesa cargada de pilas de expedientes, rollos y pergaminos. Cerca de él se mantenían en equilibrio un arenillero para secar la tinta, cera caliente para los sellos, punzones y cirios llorosos de cera. El abad se encontraba en un extremo de la mesa, abrazando con la mirada las últimas informaciones aportadas por sus hermanos predicadores.
Tagliaferro se sobresaltó al descubrir el rostro del padre Aba, que, en cuanto hubo entrado, se precipitó a besar el cordón de su hábito.
Aba parecía un Ecce Homo.
—¡Dios mío! —exclamó el dominico.
Le pidió que se sentara.
—Deja que te examine.
Levantó la venda del sacerdote y retrocedió instintivamente al ver aparecer la horrible llaga y el ojo reseco.
—No puedes seguir así —objetó—. Tienes que curarte. ¿Qué te ha sucedido?
El padre Aba le relató todo lo que había ocurrido en esa mañana mil veces maldita en Cantimpré.
El rostro de Tagliaferro se ensombreció.
—¡Temía que un día sucedería un drama en esa parroquia! Todos estos milagros inexplicables...
Sordo a las protestas del joven sacerdote, Tagliaferro hizo venir de inmediato al hermano Janvier.
El padre Aba se encontró en manos de este antiguo colono del Levante, un hombrecillo rechoncho, extremadamente cortés, que había aprendido el arte de curar gracias a un árabe junto al que seguía a los ejércitos cristianos. ¡Nunca un aprendiz de cirujano había tenido tantos cadáveres a su alcance para diseccionar en paz!
El hermano Janvier dio su visto bueno al trabajo realizado por el barbero de Cantimpré.
—Ahora habrá que sacar ese ojo muerto sin tardar —dijo—. Los abscesos se espesan en el fondo óseo de la órbita. Es un milagro que, con esta neuralgia, aún se tenga en pie y no se retuerza por los suelos de dolor.
—Abandoné Cantimpré antes de que Pasquier hubiera podido terminar de curarme.
El mismo día, el hermano Janvier, obedeciendo las órdenes de su superior, pero violando las reglas impuestas por el concilio de Tours contra la cirugía, enucleó a Guillermo Aba.
Sus gritos llegaron hasta las calles de Narbona.
Tres días más tarde, Tagliaferro fue a visitarle a su habitación, y se mostró satisfecho de su estado general; Aba estaba más descansado, sus rasgos menos crispados y su rostro recuperaba el color.
El joven sacerdote tuvo que reconocer que sus terribles dolores de cabeza por fin habían cesado.
Su habitación en el convento de los dominicos estaba lujosamente decorada, y los crujidos de un tronco en la chimenea le consolaban de la perspectiva que ofrecía la ventana, desde su cama, sobre las calles de la ciudad: nevaba, el aire era glacial, y el cielo, negro.
—Me he informado —empezó Tagliaferro—. Los doce mercenarios de negro que te atacaron y secuestraron a Perrot, no han sido vistos en ninguna parte en la región en estos últimos tiempos. La descripción que me has dado de ellos solo recuerda al caso del asesinato de un obispo en Draguán. No sabemos nada más.
El padre Aba mencionó las grandes coronas de plata que habían dejado en la posada de Disard.
—¡Pueden estar a sueldo de cualquiera! ¿No cree en la posibilidad de una intervención oculta de la Iglesia? —preguntó al dominico.
El abad sacudió la cabeza.
—¿De la Iglesia? No. En la región no se hace nada sin nosotros. Y además, el caso de tu pueblo aún no se ha resuelto. ¿Por qué querrían tomarla con Cantimpré?
Cuando se habían producido los primeros prodigios, ocho años antes, monseñor Beautrelet había acudido en persona a la parroquia acompañado de un séquito rico y numeroso. El obispo de Cahors se había felicitado entonces por la buena salud de Cantimpré sin entrar a fondo en el tema de los prodigios. Para él, no había ahí ninguna actuación del diablo, ni ídolos sospechosos, ritos de fertilidad, encantamientos o mistificaciones. Según un decreto provisional del obispo, los habitantes del pueblo sencillamente habían sido recompensados por no haber cedido nunca a las maquinaciones de los herejes, gracias al padre Evermacher.
Sin embargo, era evidente que aquello era solo una manera de ganar tiempo; las autoridades en Roma no sabían cómo interpretar los acontecimientos de Cantimpré y habían decidido esperar antes de pronunciarse.
—El rapto de un niño... —murmuró Tagliaferro—. Por desgracia, es algo demasiado frecuente. Algunos desventurados son arrancados de la casa de sus padres para dedicarlos a la prostitución o al robo; otros son utilizados en ritos satánicos, la ceniza de sus cuerpos entra en la composición de las hostias infernales, su lengua se mezcla con sangre de abubilla y los cordones umbilicales se transforman en amuletos de la buena suerte. Existe un tráfico diabólico de niños de ambos sexos antes del bautismo. Algunas mujeres de elevado linaje hacen secuestrar a niños de pecho para apropiárselos en secreto y no correr el riesgo de ser repudiadas. Otras, madres de niños muertos a tierna edad, hacen raptar a niños que se les parecen rasgo por rasgo, para así engañar a sus maridos y conservar su influencia.
—Pero los niños de Cantimpré no son como los otros niños de la región —dijo el padre Aba, que había palidecido ante la enumeración de esta retaíila de horrores—. Ellos nacen milagrosamente.
—Ese podría ser un motivo más para atraer la atención de algunos horribles perversos. ¿Qué piensas hacer?
—Quisiera tener acceso a sus archivos.
Tagliaferro levantó las cejas.
—Eres franciscano, Guillermo. En la actualidad no puede decirse ya que nuestras órdenes sean aliadas. Me costaría hacer que un favor como ese fuera aceptado.
—¡Es preciso! ¡Hágalo por mí!
En su origen, la orden dominica debía consagrarse a predicar, alabar a Dios, bendecir y rezar. Hoy, sin embargo, estos religiosos hacían las funciones de emisarios en los conflictos entre nobles, velaban por la ejecución de las cartas apostólicas, suplantaban la autoridad de los obispos, archivaban los interrogatorios, recogían delaciones y daban caza a los herejes, por no hablar del control de la buena conducta de sus correligionarios. A causa de su papel de inquisidores, los dominicos eran aborrecidos por la población de los fieles, a los que nada agradaba más que ver a uno de ellos castigado por los obispos. ¡Obispos que ayer odiaban!
Los archivos del convento dominico de Narbona ocupaban diecisiete salas y tres sótanos. Los edificios contiguos a la casa habían sido adquiridos por la orden mendicante para hacer entrar en ellos la catedral de papel que se amontonaba cada año bajo su autoridad. Allí todo se conservaba: desde las confesiones de concusión del conde de Toulouse con los cataros hasta la denuncia infamante de un panadero cornudo sobre las costumbres de su mujer. Las declaraciones más insignificantes, las cuentas de los informes de investigación, las sevicias infligidas a un sospechoso, todo se encontraba registrado a lo largo de estas estanterías.
Nadie, ni siquiera en la era de los emperadores romanos, había conseguido compilar una suma tan vasta de informaciones sobre la población; nadie había llevado a un grado tal de eficacia un instrumento de soborno.
Los archivos estaban protegidos por guardias dispersos en el dédalo de corredores y por sólidos barrotes de hierro instalados en las ventanas.
Jacopone Tagliaferro acabó por acceder a la demanda del padre Aba.
El sacerdote de Cantimpré penetró en ese laberinto de Cnossos, donde solo encontró a siete personas: dos archiveros propiamente dichos, tres copistas y los dos clasificadores.
Estos clasificadores eran dos mujeres: sor Dominique y sor Sabine, verdaderos Argos creadoras de un procedimiento de catalogación único; de ellas se decía que se habían convertido en los archivos de Narbona.
Pequeñas, vestidas de blanco, se parecían como dos gemelas. A pesar de que sus rostros raramente veían el sol, las dos tenían una vista magnífica y una mirada siempre vivaz. El padre Aba, que las veía por primera vez, se sintió incapaz de calcular su edad y de precisar quién era Sabine y quién Dominique.
Las religiosas, por su parte, observaron con indiferencia sus cicatrices.
—Querría consultar todo lo relacionado con secuestros o tentativas de secuestro de niños en la región —pidió.
—¿Qué tipo de secuestro? ¿Tráfico, satanismo, orgía? ¿Y en qué período?
—Todos. En los dos últimos años.
Las monjas asintieron y desaparecieron entre las estanterías.
Conservaban en la memoria todos los horrores imaginables perpetrados en una región tan vasta como la de Toulouse, y ya nada podía conmoverlas.
Los muros de los archivos estaban cubiertos de estanterías, y las estanterías, repletas de documentos apretados entre cubiertas de piel. Los sótanos abovedados, excavados directamente en la roca y cerrados por puertas de hierro, contenían los escritos de carácter más delicado. Las dos clasificadoras se movían de un lado a otro por el recinto con una rapidez y una precisión desconcertantes.
Veinte minutos más tarde, el padre Aba se encontró en presencia de dos pesados volúmenes.
En cuanto empezó a leer, se quedó estupefacto.
«Perdido en Gensac—sur—Tarn el hijo de Gaudin Vera, menesteroso que vive de la limosna.»
«Desaparecido en Martel el hijo de Dubois el afilador, al que se vio pescando en el Azlou y que desde entonces no ha sido visto.»
«Inencontrable en Montauban Adélaide de Montravel, hija del vizconde de Carcasona, raptada, según testigos, por dos jinetes en la carretera de Albi.»
«Perdidos en Sabel—sur—Caux los gemelos del judío Arthropode.»
«Desaparecido en Rocamadour el hijo del médico Sylvain Tampis. Similitudes, según ciertos testimonios, con el rapto de la señorita Adélaide de Montravel.»
«Secuestrado en Saint—Georges—la—Terrasse un niño de pecho, hijo de Fabienne Lepceuvre, latonera y mujer de Richard l'Áne, vendedor de cuchillos.»
«Rapto de Matou, nieto de Robert Quercay, al salir de misa en la iglesia de Sainte—Francoise de Rochebrune.»
«Perdida en Magrado la hija de Georget el barbero, se cree que había ido a reunirse con su tía en Béze y desde entonces no ha sido vista.»
Et caetera.
Los expedientes representaban más de una sesentena de secuestros y desapariciones no resueltos y circunscritos exclusivamente a la provincia de Toulouse. A la vista de las fechas, el sacerdote constató que los raptos se habían intensificado en los últimos diez meses.
Aba bendecía al hermano Janvier, sin cuya ayuda hubiera sido incapaz de leer todas esas hojas, agobiado por sus migrañas.
Finalmente fue a ver a sor Dominique y a sor Sabine, que trabajaban en una celda de proporciones exiguas, sentadas detrás de una mesa donde se acumulaban las fichas y los rollos. Las dos mujeres movían los brazos a toda velocidad mientras clasificaban, y no interrumpieron su actividad para responder a las preguntas del padre Aba.
—¿Se han abierto diligencias para investigar estos casos?
Las monjas dijeron que sí, pero solo en algunos de ellos.
Una añadió:
—En esta lista hay fugas, disputas de familia, también declaraciones falsas.
Aba inquirió:
—¿Tienen investigaciones resueltas que traten de un verdadero tráfico de niños? ¿De varios secuestros ligados a los mismos secuestradores?
Las hermanas dejaron de clasificar. Una de ellas fue a cerrar la puerta de la celda. La habitación hubiera estado a oscuras sin el brillo de dos delgadas velas y del fuego de la chimenea, que, más que calentar, su presencia ejercía un efecto reconfortante.
—Hace diecinueve años que trabajamos en los archivos —dijo una—, y podemos precisar, sin temor a equivocarnos, que ha ocurrido en dos ocasiones.
—Pero siempre fueron asuntos delicados —dijo la otra—, debido a la implicación de grandes señores.
—¿Señores? —exclamó Aba—. ¿Fueron arrestados?
—Arrestados, juzgados a puerta cerrada en atención a su rango y luego enviados a la hoguera —dijo la primera.
—El señor de Farcy en 1271 y el conde de Bargaudeau en 1280 —completó la segunda—. Monstruos que forzaban a los niños hasta matarlos.
Las monjas se pusieron a hablar con una admirable compenetración; una continuaba la frase que la otra había empezado; el padre Aba tuvo la impresión de que estaba hablando con una sola persona.
—Hemos aprendido a distinguir a este tipo de personajes diabólicos.
—Siempre son, en primer lugar, maridos de numerosas esposas, porque se cansan pronto.
—Al principio las repudian, y luego, envalentonados, se deciden a hacerlas desaparecer mediante el asesinato.
—Cuando por fin se dan cuenta de que las mujeres no bastan para satisfacerles, dirigen su atención a los jóvenes.
—Y luego a los niños.
—Estos hombres son bastante ricos y poderosos para enviar a ojeadores fuera de su dominio.
—Piensan que, cuanto más alejado sea el rapto, menos riesgos correrán.
—Nosotras bautizamos a estos perversos como los «conomores».
—Por el nombre de un antiguo rey bretón que alimentaba estas inclinaciones como nadie. El padre Aba las interrumpió:
—¿Cómo les siguieron la pista? ¿Cómo los atraparon?
Las monjas hicieron un gesto con la cabeza que quería decir «mitad por suerte, mitad por obstinación».
—Algunos niños escaparon y hablaron, algunas familias se atrevieron a hacer una denuncia.
—Un compañero de vicios del señor se arrepintió de sus pecados. Sin estos diversos elementos...
—... un gran señor puede seguir siendo invulnerable indefinidamente.
—¡Excepto ante la mirada de Dios!
Aba estaba pasmado.
—¿Saben cómo eligen a los niños? —inquirió.
—Algunos son raptados al azar.
—Otros deben responder a un capricho particular del señor.
—Este puede querer víctimas que tengan un determinado color de pelo o cierto lunar en la piel.
—Niños de padres ancianos o que sean gemelos.
—El conde de Bargaudeau, por ejemplo, tenía debilidad por los chiquillos contrahechos.
—El conde de Farcy prefería a las niñas no bautizadas.
—Sus secuaces salen de caza, investigan en todas las regiones, hacen hablar a la gente...
—... se consiguen cómplices, acorralan a sus presas...
—¡Y luego se abalanzan sobre ellas!
El padre Aba, conmocionado por lo que había oído, pidió que le dejaran quedarse cinco días en los archivos. Allí leyó la totalidad de los expedientes y de las investigaciones, anotando hasta el menor detalle que le intrigase. Dormía en el seno mismo de los registros dominicos, sin abandonar las estanterías de libros, y empezó a conocer de memoria algunos de los pasillos.
Las monjas le atendían como si fuera un niño. Instalado en los sótanos, Aba ya casi no distinguía el día de la noche.
Se había equipado con un mapa de la región y marcaba metódicamente cada lugar donde se había denunciado la desaparición de un niño.
—Dirigiré mis pasos a cada uno de estos puntos e investigaré —dijo finalmente a Tagliaferro cuando creyó que había recogido bastante información—. Apuesto mi salvación a que el secuestro de Perrot no es un acto aislado.
Pero el superior dominico estaba preocupado.
—Corres muchos riesgos de que te engañen. Si Perrot fue secuestrado para el placer sanguinario de un señor perverso, deberías renunciar. Tú solo, no tienes capacidad para eso. Incluso nosotros, los inquisidores, tenemos enormes dificultades para enfrentarnos a los poderosos. Algunos nobles, igual que ciertos prelados, son invencibles. A veces renuncio a lanzar a mis hermanos tras determinadas pistas por miedo a tener que lamentar los descubrimientos que puedan hacer...
—Pero eso es una ventaja, yo soy demasiado pequeño —arguyó Aba—. Los que han secuestrado a Perrot habrán tomado infinitas precauciones y estarán preparados para cualquier golpe y para cualquier adversario, pero no para el insignificante sacerdote de Cantimpré...
Tagliaferro sacudió la cabeza. Todo en la fisonomía de Guillemo Aba indicaba que, una vez tomada su decisión, no se volvería atrás.
—Sé que un hombre prevenido no va a ninguna parte —dijo el dominico—, pero este viejo anticuado te aconseja, por lo que más quieras, que renuncies a este niño. Vuelve a Cantimpré, vuelve a tu vida habitual. Deja que la voluntad del Señor se revele.
El padre Aba se puso rígido.
—No, padre, nunca podría hacer algo así.
10
A monseñor Beautrelet, obispo de Cahors, de parte del nuevo vicario de la parroquia de Cantimpré, Augustodunensis de Troyes.
Monseñor:
Me veo forzado a remitirle el relato de las últimas horas vividas en mi parroquia. Le escribo para que pueda conocer las imperiosas razones que me han empujado a este extremo.
He anatemizado a la comunidad de fieles de Cantimpré.
Augusto estaba solo en la gran mesa de la casa parroquial. Escribía sobre una vitela clara, con una letra estrecha y nerviosa. La mitad de su rostro estaba quemado en vivo. Sufría tanto que cada palabra era como una victoria.
Desde la partida del padre Aba, el destino se había encarnizado con el vicario de Cantimpré.
En primer lugar, la desaparición inexplicada del sacerdote y el asesinato de Maurin en la casa parroquial habían indignado y aterrorizado a la población.
En segundo lugar, una de las mujeres encinta, trastornada por los acontecimientos, puso prematuramente a su hijo en el mundo.
El día del parto, la inquietud se leía en todos los rostros que la rodeaban; Augusto se encontraba en un estado de excitación febril aún más intenso que durante el entierro del pequeño Maurin. Parecía que la existencia de los lugareños dependiera por completo del resultado de esta labor, y bastaría con que el nuevo niño naciera con dificultades, mal formado, demasiado peludo o estrangulado por el cordón, umbilical para que el pánico se apoderara de ellos.
Un mal nacimiento sería el signo de que el ciclo de los milagros de Cantimpré había llegado a su fin...
La respuesta a sus presentimientos fue la peor que podía haber imaginado: la mujer dio a luz a un niño muerto.
Todo fueron clamores lanzados al Cielo, gritos inarticulados, espanto...
Confrontados a esta multiplicación de golpes de la fortuna, los lugareños querían darse una explicación. ¡Y después de muchas tergiversaciones y retractaciones, identificaron la fuente de sus males en la simple presencia en Cantimpré de Augustodunensis!
Los desastres del pueblo solo podían proceder de este vicario desconocido, venido del norte, que debía de sembrar a su paso la desolación y la muerte.
Antes de su venida —argüían—, Cantimpré era un pueblo feliz, libre de todo mal: ¡Augusto había «roto el encanto»!
El pueblo erigió una hoguera para precipitar en ella al responsable y calmar, con su muerte, el disgusto del Cielo.
Fueron a dar caza al vicario.
Algunos hombres le golpearon con ramas encendidas para dominarle y conducirle hasta la hoguera.
Muy pocos osaron interponerse. Esprit—Madeleine, la madre de Perrot, fue uno de ellos.
Por toda defensa, un instante antes de ser arrojado a las llamas, Augusto consiguió abrirse la camisa y blandió una magnífica cruz pectoral, con un Cristo de plata incrustado de pedrería. Augusto la llevaba sobre su cuerpo como un talismán secreto.
Entonces bramó, con los brazos en alto: —Sacris interdicere, diris devovere, execrari!
Era la fórmula de excomunión. Latae sententiae. La más severa de todas.
Incluso unos aldeanos rústicos, como los habitantes de Cantimpré, midieron todo el alcance de esta imprecación.
Por una increíble suerte o una gracia particular, ante la amenaza, nadie se atrevió a lanzarse contra el vicario.
Augustodunensis, loco de ira, entró en la iglesia, lanzó una antorcha al suelo, la pisoteó, derribó los ornamentos y tendió la gran cruz sobre el enlosado.
Luego exclamó:
—¡Por haber levantado la mano contra un emisario de Dios, quedáis excluidos del cuerpo de la Iglesia! Ninguno de vosotros será inhumado en la tierra consagrada del cementerio. ¡Habéis faltado ante Cristo!
Los que le habían atacado cayeron de rodillas, mudos de estupor, conscientes de la locura de sus actos; algunas mujeres se desvanecieron, y otras le exhortaron a que revocara la sentencia. Pero Augusto expulsó a los proscritos de la iglesia y clavó la puerta para que nadie pudiera entrar.
«A partir de ese día, permanezco parapetado en la casa parroquial del padre Aba y me mantengo preparado para el caso de que los aldeanos se solivianten de nuevo contra mí.»
En la carta dirigida a las autoridades de Cahors, Augustodunensis solicitaba ayuda; era indispensable que acudiera al pueblo una fuerza importante para devolver a estos fieles al buen camino.
Pero mientras buscaba el mejor medio para hacer llegar su nota hasta el obispo Beautrelet, el vicario oyó que llamaban a la puerta de la casa parroquial.
Con una mano sujetó su cruz, y con la otra cogió un largo cuchillo. Las quemaduras y los golpes recibidos le mantenían en un permanente estado de alteración, dominado por un miedo que se alimentaba del sentimiento de estar solo en medio de una parroquia que había enloquecido.
Abrió la puerta con precaución.
Una mujer esperaba en el umbral.
Esprit—Madeleine.
La madre de Perrot.
Como su único hijo, la mujer tenía unos profundos ojos azules y los cabellos rubios. Esprit—Madeleine era hermosa, sana y vigorosa, pero una deformación de nacimiento la hacía cojear.
Ella pidió entrar.
En guardia, Augusto echó una ojeada alrededor para ver si Esprit—Madeleine venía acompañada o si alguien quería tenderle una emboscada.
Pero las calles de Cantimpré estaban desiertas.
El vicario se apartó y la dejó pasar.
Permanecieron largo rato en silencio, con Esprit—Madeleine plantada, bien erguida, ante Augusto, con los brazos cruzados. El dolor y la falta de sueño apenas habían alterado su belleza, y conservaba ese encanto particular nacido del perfecto equilibrio de sus rasgos. El vicario se fijó en que, desde el día en que la había visto antes de la desaparición de Aba, una chispa de vida había vuelto a asomar en el fondo de sus ojos.
Ella le miraba con una autoridad de madre, tranquila pero resuelta.
Augusto recordó que no había participado de ningún modo en su caza.
—Debe levantar la excomunión —le dijo con voz suave—. Actúa sin saber, hermano Augusto. Hace muy poco que está entre nosotros.
—¡Bastante, me parece, para ser condenado a la hoguera!
Esprit—Madeleine posó la mirada en la cruz y el cuchillo que sostenía el hombre. Este, avergonzado, dejó el arma sobre la mesa.
—Tiene que escucharme —continuó la mujer—. Prométame primero que, en cuanto sepa la verdad sobre Cantimpré, reconsiderará su condena. Los fieles de nuestro pueblo no merecen ser privados de su Dios y de su iglesia. Son desgraciados, sus corazones están minados por la tristeza y el miedo. Le suplico que me escuche y mantenga la mente abierta. ¿Me lo promete?
—Hable —respondió Augusto.
—¿Lo promete? —insistió la mujer—. Lo que estoy a punto de revelarle es un secreto que juré guardar para siempre, incluso al precio de mi vida. Si hoy debo faltar a mi palabra, que sea al menos para salvar las almas de Cantimpré. Si no me lo promete, no romperé mi juramento.
Su voz no reflejaba amenaza ni impaciencia, sino más bien una simplicidad, una serenidad, que justificaba las exigencias más severas.
—Lo prometo —se oyó decir Augusto, intrigado y subyugado por la mujer, turbado al ver que se expresaba en un lenguaje más refinado que el que utilizaba normalmente en presencia de los aldeanos.
Esprit—Madeleine se sentó ante la gran mesa de la casa parroquial e inició su relato:
—El temor a los matrimonios incestuosos en los pueblecitos aislados obliga a los hombres a partir en busca de esposas lejos de su casa. Este fue el caso de mi marido, hace ocho años. Como él es un hombre sin belleza, fuerza ni bienes, tuvo que llegar más al norte que los otros. Ninguna mujer quería saber de él. Nos conocimos en Limoges, después de que yo hubiera abandonado París para viajar al Périgord. A pesar de mi miseria, indiferente a mi malformación, Jerric se mostró muy bueno conmigo. No se preocupó por las burlas que nacían a mi paso y se dignó acogerme bajo su techo y a amarme. ¡Sin embargo, cuando los habitantes de Cantimpré me vieron, también, ellos quisieron expulsarme, reacios a aceptar que una contrahecha viviera entre ellos! Pero yo estaba encinta... Perrot nació y fue el primer nacimiento milagroso de Cantimpré. Luego, gracias a él, los prodigios se multiplicaron en el pueblo...
Augusto frunció el ceño.
—¿Gracias a Perrot?
Esprit—Madeleine asintió con un lento movimiento de cabeza.
—Usted está en Cantimpré desde hace demasiado poco tiempo para haberse dado cuenta, pero Perrot no es un niño como los demás. Él cura.
Augusto se sentó a su vez. No conseguía comprenderlo.
—¿Él cura?
—De hecho —continuó Esprit—Madeleine—, yo fui la primera en beneficiarme de su don. Me levanté enseguida después del parto, sin dolor, y no cojeaba tanto como antes. Los que se acercaban a Perrot, si estaban enfermos, recuperaban la salud. Los escrofulosos, la niña que respiraba silbando... Todos se curaron. El padre Aba se dio cuenta, pero me convenció para que no hablara de eso con nadie. Hizo todo lo que pudo para hacer creer a los aldeanos que los prodigios procedían de las altas bondades del Cielo hacia Cantimpré y del alma de Evermacher.
A Augusto le vino a la mente el rostro deshecho del sacerdote en el momento en que Ana le había informado de que los hombres de negro habían secuestrado al niño. ¡Y también recordó su aparte con Esprit—Madeleine, que había concluido con su promesa de devolver a Perrot al pueblo!
—Entonces, ¿ese es el motivo de que el padre Aba haya desaparecido? ¿Ha partido en su busca? ¿Se imagina que el destino de Cantimpré está ligado a ese niño?
Augusto tenía, por una vez, la impresión de comprenderlo todo.
Pero Esprit—Madeleine le desengañó.
La mujer continuó con voz débil:
—Cuando Jerric me descubrió en Limoges, yo ya estaba encinta...
El padre Aba había conocido a Esprit—Madeleine en París. Ella residía en un hospicio de mujeres enfermas al que el joven franciscano acudía para distribuir las limosnas que había recogido. En cuanto la vio, Guillermo Aba no supo resistirse a su belleza. Se vieron durante meses, en el mayor de los secretos; ella le enseñó a amar la vida, y él le enseñó a amar los libros.
Cuando descubrió que estaba encinta, Esprit—Madeleine se asustó y decidió abandonar París para no comprometer la brillante carrera de Aba en la universidad y en la Iglesia.
Escapó sin confesarle nada; pero él, loco de dolor, consiguió enterarse del motivo de su desaparición, unas semanas más tarde, de boca de una de sus amigas.
La idea de ser padre nunca se le había pasado por la cabeza. Inflamarse de amor por una mujer fue para él una sacudida salutífera. Interesado hasta entonces únicamente por las artes liberales, con la cabeza llena de las categorías de Aristóteles, Aba había comprendido de pronto que estaba hecho para amar a una mujer y ver crecer a sus hijos, más que para disputar sin cesar sobre los universales o el Homo faber. De ahí su decisión de abandonar París para ir a buscar a Esprit—Madeleine y vivir junto a ella. El sacerdote no confesó sus intenciones a nadie, y disfrazó su partida con el pretexto de un retorno a la predicación de los pobres conforme a las enseñanzas de san Francisco.
Pacientemente, siguió la pista de la coja hasta Limoges, y luego hasta Cantimpré.
Allí, gracias a la intervención de su amigo Jacopone Tagliaferro, que no sabía nada de su pasión, pudo hacerse elegir como sucesor del padre Evermacher.
—Pero a su llegada —continuó Esprit—Madeleine—, yo ya estaba casada con Jerric el carpintero. Y, como él, todo el mundo pensaba que el niño que llevaba en mi seno era suyo. Me negué a que el padre Aba desvelara nuestro secreto o renunciara a su sacerdocio para vivir conmigo. Nadie había sabido jamás nada de esto...
El joven vicario estaba anonadado. Contemplaba su dulce belleza, y comprendía que Aba hubiera quedado hechizado: su mirada, su sonrisa, su voz... Era de esas mujeres que tranquilizan, que apaciguan, que saben consolar de todo.
—Y sin embargo, a pesar de nuestras precauciones para evitar que salieran a la luz los dones de la naturaleza que adornaban a nuestro hijo —prosiguió Esprit—Madeleine—, los que le secuestraron debían de conocerlos. ¡No le eligieron al azar!
A pesar de la gravedad de su relato, a pesar de la pena que sentía al evocar a su hijo, encontró fuerzas para esbozar una sonrisa.
—Pero lo que no podían sospechar era la identidad del hombre que iba a darles caza... ¡El padre Aba no es un simple sacerdote que ha ido a buscar a uno de sus fieles desaparecidos, es un padre que quiere salvar a su hijo! Si es preciso, ejecutará con su mano las decisiones de la justicia divina. Sé que nada le detendrá. ¡Perrot me será devuelto!
Solo en la casa parroquial, Augustodunensis volvió a coger su mensaje para el obispo de Cahors y le añadió las revelaciones de Esprit—Madeleine.
El vicario acababa su carta con una pregunta desesperada:
«¿Qué hacer?»
SEGUNDA PARTE
1
Una mano apartó el saco de tela que cubría la cabeza del niño.
Perrot descubrió una habitación ricamente decorada; las piedras talladas, una ladera de contorno redondeado, así como una ventana medio abierta que daba al camino de ronda de una muralla, probaban que estaba en el último piso del torreón de un castillo. En el centro de la estancia había una cama maciza de madera, cerrada por una cortina de terciopelo azul. El niño observó los tapices, que servían tanto para adornar los muros como para evitar las corrientes de aire.
Una mujer estaba a su lado. Había cambiado sus ropas negras por un vestido gris y un capirote con dos cuernos del que colgaban unas colas blancas. Reconoció sus ojos, su tez pálida, su graciosa delgadez, pero sobre todo su larga cabellera rojo vivo, que le caía sobre la espalda en una ancha y pesada trenza.
—Soy Até de Brayac —dijo la mujer—. No temas nada, conmigo no corres ningún peligro.
El chiquillo de ocho años había pasado largas horas encerrado en un saco, tirado sobre la grupa de un caballo, desde su partida de Cantimpré. La mujer lo había mantenido a su lado en cada etapa del viaje, pero era la primera vez que le dirigía la palabra. El niño estaba aterrorizado. No podía apartar de su mente las imágenes de su amigo Maurin destripado en casa del padre Aba, la violencia de su rapto, la carrera loca que había seguido. .. Estaba pálido, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y la fatiga.
En la habitación, un obispo y un arzobispo le observaban. Los dos prelados, de púrpura y blanco, vestidos con largas ropas forradas de piel que arrastraban por el suelo, se mantenían a distancia, como si temieran acercarse. Perrot encontró que tenían un aire seco y sepulcral, de cuervos posados sobre una cruz.
—¿Qué nombre le han dado? —inquirió el arzobispo, que se reconocía por el palio blanco que llevaba sobre los hombros.
—Su nombre es Perrot —respondió Até.
El obispo esbozó una mueca de disgusto:
—No es una elección muy feliz.
La joven se encogió de hombros.
—¿Qué importancia tiene?
Se volvió hacia el niño y le señaló una bandeja de plata colocada sobre una mesa cerca de la cama.
—¿No tienes hambre? —le preguntó—. Aquí encontrarás con qué recuperar fuerzas.
El niño no respondió nada; obedeció y caminó lentamente hacia la mesa. Los zuecos de Cantimpré, que todavía llevaba en los pies, martillearon el entarimado. Tiradas sobre un escabel, reconoció las ropas negras de Até, así como su espada, igual que la que había servido para matar a su amigo Maurin.
A su espalda, sentía las miradas de los tres adultos clavadas en él. La bandeja de plata estaba cargada de manjares y golosinas. El pequeño del Quercy nunca hubiera imaginado que existieran tantas variedades de pan, de especias y de fruta cocinada. Con manos temblorosas, cogió una pera confitada.
—Parece muy asustado —comentó el arzobispo.
—¿Sabe por qué está aquí? —preguntó el obispo—. ¿Presiente lo que le ocurre? ¿Lee el porvenir? ¿Oye voces que le informan?
—¡Por Dios!, ¿se imagina que todos los niños están dotados de las mismas facultades? —replicó la mujer—. ¡Perrot no es como ese en el que está pensando!
—¿Está segura de no haberse equivocado esta vez? —gruñó el arzobispo.
—Aunque fuera así, no tardaremos en salir de dudas.
—El tiempo apremia...
—¡Lo sé!
Até había replicado en tono cortante. Los dos príncipes de la Iglesia no protestaron. Esta joven era la hija del canciller Artemidoro de Broca, y eso le confería un ascendiente tácito sobre todos los religiosos de la región.
El estruendo de un carro sobre el empedrado llegó hasta ellos. Un carro—celda de cuatro caballos, rodeado de guardias episcopales, franqueaba el puente levadizo para entrar en el patio del castillo, entre la muralla y la torre.
—¿Trasladan habitualmente a los condenados al patíbulo de esta forma? —preguntó el obispo después de haber mirado por la ventana—. ¿Tiene relación con nuestro asunto?
Até sacudió la cabeza.
—¿En qué podría ayudarnos un prisionero?
Abajo, en el patio, se produjo un gran revuelo. Unas mujeres gritaron y las oyeron huir a todo correr.
Poco tiempo después, la puerta de la habitación se abrió y un hombre vestido como un señor, pequeño, con aire asustadizo, con una extraña barbita descuidada, en forma de collar, apareció en el umbral. El recién llegado lanzó una rápida e inquieta mirada a Perrot, y luego hizo un gesto con la cabeza en dirección a Até.
Esta dijo a los prelados:
—Es preferible que nos esperen aquí.
Miró al hombre:
—Esto también es válido para usted, Montmorency. Y luego a los tres:
—Confío en que no dure mucho tiempo.
Se acercó a Perrot.
—Sígueme —dijo.
Una vez más, aterrorizado, Perrot la obedeció sin decir un palabra, pero con una marcada repugnancia.
Seguidos de cerca por dos guardias vestidos y armados como los hombres que habían surgido en Cantimpré, bajaron por una escalera en espiral practicada en el espesor del muro. El frío penetraba en el torreón por las numerosas grietas oblongas d las aspilleras.
Até condujo a Perrot a las zonas solitarias del castillo, al nivel de los fosos. Allí, al frío se añadieron la humedad y la oscuridad, desgarrada esta última por las antorchas que enarbolaba" los guardias. Perrot descubrió unos calabozos que debían de haber servido en otro tiempo para que cumplieran condena los procesados en los juicios señoriales. Los muros salpicados de salitre, las puertas de las celdas con sus herrajes herrumbrosos y las cadenas desenrolladas sobre los suelos de tierra batida le causaron gran impresión. Se imaginaba que iban a abandonarle allí, en la oscuridad, después de haberle golpeado. Las piernas ya no le sostenían, y Até tuvo que cogerle por el cuello para que no se retrasara.
Todas las celdas estaban vacías. Todas excepto una.
Perrot distinguió, en una silla de paja, a una monja nerviosa, encogida junto a una vela ajustada en un vasito, y a un hombre tendido sobre unas parihuelas. Até ordenó a los guardias que colocaran las antorchas sobre unos soportes empotrados en las paredes.
La lúgubre escena se iluminó.
El lecho del hombre estaba montado de una forma muy particular: bajo el colchón había una placa de metal sobre la que habían esparcido brasas. Pocos hospitales se beneficiaban de este tipo de literas que permitían transportar a los enfermos a pesar del frío.
El hombre jadeaba. Estaba medio desnudo, y el hedor que emitía era apenas soportable: su cuerpo no era más que una llaga repugnante, plagado de chancros e hinchazones, con la piel seca y descamada. Uñas, cabellos y cejas habían desaparecido. Sus axilas estaban negras, y tenía en el cuello una glándula inflamada del tamaño de una nuez.
La religiosa que se afanaba en su cabecera pertenecía a la orden del Santo Espíritu, una congregación de hermanas consagradas a atender la agonía de los enfermos.
En cuanto vio que Até se aproximaba, la monja protestó:
—Soy la hermana portera del Hôtel—Dieu de Montauban. Este hombre puede morir en cualquier momento. ¿Por qué desplazarlo con tantos sufrimientos? Es indigno.
—¿Cuál es el nombre de su afección? —preguntó Até sin preocuparse por las recriminaciones de la religiosa.
Esta respondió:
—¿Cómo saberlo? Peste, erisipela, escrófulas, lepra, elefantiasis... ¡Quizá todo a la vez! Ningún médico del país ha sabido establecer un diagnóstico concluyente.
Até pareció apreciar que fuera así.
—¿Es consciente de que estamos cerca de él? —preguntó.
—No. Desde hace ocho días, su mal le ha arrebatado los sentidos. Sin embargo, sobrevive. La peste suele llevarse a sus víctimas en menos de cuatro días. Pero en su caso no ha sido así. Este enfermo, un ladrón y un asesino, representa para nuestra orden una imagen ejemplar del pecado. ¡Su visión entre los que se resisten a la fe nos ha procurado ya una veintena de conversiones! Debe ser conducido de nuevo a Montauban con la máxima rapidez.
—Tiene razón, hermana. Sin ninguna duda. Ahora déjenos.
—Mi superior me ha ordenado que no le perdiera nunca de vista.
Até sacudió la cabeza, y dijo, marcando cada sílaba:
—O bien se retira, hermana, o hago que la echen arrastrándola del pelo como a la última de las prostitutas.
La monja se santiguó y salió, escandalizada, acompañada por los guardias.
Até se volvió hacia Perrot.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
El niño la miró. Comprendió lo que la mujer esperaba de él.
Sin decir palabra, fue a sentarse en la silla de paja. Empezó a balancear los pies y a mirar cómo rebotaban contra el bastidor de madera. Ya no se fijaba en nada ni en nadie, como un niño que se olvida, durante un juego, de los adultos que le rodean.
Inquieta, Até examinó al moribundo. No sabía qué hacer ni qué esperar. Pero necesitaba, a cualquier precio, que ocurriera alguna cosa. Fuera, la monja todavía se quejaba a los guardias, que continuaban con su mutismo.
Pasaron unos minutos que parecieron horas. Perrot seguía mirándose los zapatos y el moribundo jadeaba agónicamente.
Hipó, y de sus labios resecos se deslizó un reguero de bilis mezclada con sangre.
Todo estaba en silencio.
Durante unos instantes interminables, Até solo percibió el juego del niño, la respiración del enfermo y el crepitar de las antorchas. La monja había dejado por fin de lamentarse y se mantenía apartada en el pasillo.
Un bubón alojado cerca de la nuez del pobre hombre se perforó, dejando escapar pus. Casi en el mismo momento, otras bolsas de humores también reventaron. Entre ellas, la enorme excrecencia del cuello.
Las efusiones eran horripilantes, viscosas y amarillentas.
Pronto el olor se hizo insoportable. Até retrocedió, espantada. No podía creer lo que veía: toda esta masa de carne petrificada por la enfermedad se agitaba de pronto.
Súbitamente, un herpes que había reventado en el hombro izquierdo dejó escapar agua. Un agua pura.
El líquido lavó la infección, llevándose a su paso los residuos de piel muerta. Otra úlcera lo imitó.
En todas partes, los chancros se inflaban, luego se desgarraban, y el pus y la sangre eran evacuados, diluyéndose en esa agua siempre límpida.
En cuanto tocaban el suelo o las brasas, las gotas desaparecían sin dejar ningún residuo de las tumefacciones.
El cuerpo fue inundado, como si lo rociaran con una lluvia de agua bendita. Solo que esta lluvia le nacía de los poros de la piel.
Estupefacta, Até empezaba a ver aparecer aquí y allá parcelas de piel sana.
Miró a Perrot. Su actitud no había cambiado. No sabía lo que estaba ocurriendo a unos pasos de él; solo creyó percibir, por un segundo, que el niño se estremecía, pero sin estar segura del todo.
Las manchas negras bajo los brazos del moribundo del Hôtel—Dieu de Montauban se atenuaron. Sus labios recuperaron un atisbo de color. El enfermo se agitaba, cobraba vida de nuevo. Levantó la nuca, abrió los ojos, trató de comprender dónde se encontraba, y luego, con la mirada extraviada, desfalleció y se derrumbó en su lecho.
Con excepción de los cabellos y las uñas y de sus partes bajas, su enfermedad ya casi no se veía. Se había librado de las convulsiones y su frente estaba tranquila. Até comprendió que se había adormecido.
Oía a los guardias, que mascullaban algo a su espalda, aterrorizados como ella por lo que acababan de ver. La monja reanudó sus protestas porque no la dejaban acercarse.
—Dios mío... —dijo simplemente Até.
Perrot levantó la cabeza.
—¿Sí...?
2
En Roma, el viejo Artemidoro de Broca estaba instalado detrás de su escritorio de mármol en su gabinete de la cancillería de Letrán. Reinaba un calor sofocante debido al fuego que habían encendido en la chimenea para hacer desaparecer algunos documentos. Artemidoro exigía que los pergaminos sensibles del papado fueran destruidos ante sus ojos; no confiaba en nadie. El hogar aún estaba incandescente con las brasas de la correspondencia secreta y otros proyectos de decreto del interregno.
Artemidoro miraba a un hombrecillo que se encontraba de pie ante él.
Era un abad escuálido y huesudo, con los cabellos blancos y los hombros perdidos en una cogulla demasiado ancha para él.
El canciller se secó la frente bañada en sudor.
—Y bien, Profuturus, ¿todo está a punto? —preguntó.
El religioso asintió con la cabeza, dando un paso en dirección a su superior.
—Vuestra hija aún tiene que encontrar a un niño y estaremos listos.
—Bien. ¡Hemos seguido todas sus recomendaciones, abad! Le tendió un rollo de textos, que Domenico Profuturus se apresuró a coger.
—Todo está ahí —dijo el canciller.
Y clavó en el abad una mirada cargada de reproches.
—¿Es consciente de que esta es la operación en la que nos ha hecho correr más riesgos, Profuturus? ¿Con las consecuencias que esto puede engendrar?
Artemidoro cogió un documento sobre el que pasó su lente de lectura:
—Veo que en el curso de estos últimos nueve meses han tenido lugar cerca de ciento veinte detenciones de niños.
—Así es, monseñor.
El canciller sacudió la cabeza.
—Puede sacar de mis palabras las conclusiones que prefiera, pero creo que demasiadas personas han sido implicadas en este asunto y lanzadas sobre demasiados frentes diferentes. Se han cometido errores, y también se han producido fugas difíciles de contener. ¡Incluso en nuestras propias filas! Ya se habrá enterado mientras venía a Roma: algunos de nuestros aliados, demasiado inquietos por la amplitud de nuestro proyecto, han debido abandonarnos...
Le tendió una hoja:
—Aquí están los nombres de los sustitutos de Portal de Borgo, Filonenko, Henrik Rasmussen, Benoít Fulastre y Othon de Biel.
Profuturus la cogió.
—¿Y ahora? —dijo Artemidoro—. ¿Cuánto tiempo falta todavía?
—Unas semanas, monseñor, no más. Como os he dicho, espero a los últimos niños. Estoy convencido de la pertinencia de las elecciones que se han realizado. La experiencia será concluyente.
El canciller emitió un gruñido indefinido:
—¿Unas semanas?... Hum...
Se encogió de hombros.
—Aún puedo retrasar un poco la elección del Papa. Si su análisis es correcto y estos niños pueden realizar lo que pretende, no me importa concederle un poco de tiempo suplementario.
El abad Profuturus inclinó la frente:
—No os sentiréis decepcionado, monseñor... La convicción del abad no pareció tranquilizar a Artemidoro.
—Los peligros en que hemos incurrido son ya un motivo de decepción para mí, Profuturus. ¡Vamos, vuelva al trabajo!
El abad, turbado por la irritación de su superior y creyendo en una próxima caída en desgracia, se despidió.
Después de haber cruzado la puerta del despacho del canciller, se encontró en una vasta sala vacía, revestida de mármol e inundada de luz gracias a unas grandes vidrieras.
A la derecha de la puerta había un pequeño escritorio. El secretario Fauvel de Bazan se encontraba allí.
—El canciller parece preocupado por la seguridad de nuestra empresa —deploró Profuturus—. ¿Están fundados estos temores?
Fauvel descartó el problema con un gesto desdeñoso de la mano.
—La seguridad es asunto mío. Muy pocas personas gravitan aún en torno a nuestros intereses. Y desconocen por completo nuestros objetivos. Los detendré. No tema nada, Profuturus.
El abad abrió el rollo de pergamino que le había entregado Artemidoro.
En él leyó que, entre los meses de agosto y octubre precedentes, las reliquias de vidrio de tres iglesias, en Bolonia, Bamberg y Évora, habían sido sustraídas en secreto por hombres al servicio del canciller y se habían extraído de ellas algunas gotas de sangre inalterada de dos santos y una santa de los siglos VII y XI. A esto se añadía la profanación de dos tumbas de santos, en Lucques y Aire—sur—l'Adour, en diciembre: en una se habían llevado un pedazo de carne incorrupta, y en la otra se había cogido un fragmento de hueso del húmero. El rollo indicaba también que, tres semanas antes, una hostia milagrosa de Agens, transformada en tejido humano sanguinolento en el curso de una eucaristía en 1244, había sido robada y reemplazada por otra por los equipos de Artemidoro de Broca. Finalmente, Profuturus leyó que el navío San Lino abandonaría dentro de poco el Cuerno de Oro llevando a bordo más de cuatrocientas obras árabes recientemente traducidas, entre ellas un tratado sobre los nombres verdaderos de los demonios.
—¿Satisfecho? —preguntó Fauvel de Bazan—. Aquí está todo lo que nos había pedido.
El abad enrolló el pergamino y sonrió.
—Cuando todo esté reunido sí; entonces estaré satisfecho...
3
La angustiada carta escrita por Augustodunensis y dirigida al obispo de Cahors salió de Cantimpré el 21 de enero. Puesta en manos de Pasquier, llegó a Saint—Corcq el 25 de enero. Desde allí, un mensajero embarcado en el Tarn siguió la corriente hasta Cahors, y antes del 31 de enero, las revelaciones del vicario sobre el padre Aba y su hijo Perrot se encontraron ante los ojos del obispo. Este, azarado por el rapto del niño y por la paternidad de un sacerdote de su diócesis, decidió remitir el problema a los dominicos, más adecuados para juzgar este tipo de asuntos.
La carta de Cantimpré había llegado a Cahors hacia las seis de la tarde, y eran las nueve de la mañana del día siguiente cuando continuó su camino en dirección a Narbona, donde residía Jacopone Tagliaferro, superior de los inquisidores de la región.
Este hombre, sin embargo, nunca recibiría la nota de Augusto, ya que fue interceptada por Jorge Aja, el nuevo arzobispo de Narbona, que la leyó, la quemó, y luego redactó un mensaje cifrado que envió a Roma, un mensaje dirigido al buen juicio del canciller Artemidoro de Broca...
Al mismo tiempo, el padre Aba ya había abandonado Narbona hacía tres días. El sacerdote se había vestido con andrajos intercambiados con unos pordioseros que pasaban el invierno en un hospicio de la ciudad. Así se encontró en posesión de un brial mal remendado, unas viejas calzas, un manto apolillado, unos guantes de lana y un gorro que ocultaba su tonsura y su pertenencia al tercer orden. Este atuendo, completado con una gran cruz pectoral y un bastón de madera de encina, tenía por objeto darle la apariencia de un peregrino. El sacerdote conservó su zurrón y su bolsa, donde guardaba los elementos de su investigación. Ocultó bajo el manto la lista de los niños copiada de los archivos, así como el mapa en que estaban marcados los lugares donde habían desaparecido.
El hermano Janvier, que le había librado de su ojo muerto, había retirado los hilos cosidos por el barbero de Cantimpré y le había proporcionado varias vendas de tejido negro de recambio, prescribiéndole que nunca dejara su órbita al descubierto. El padre Aba debería esperar unas semanas de cicatrización antes de que Janvier pudiera estudiar la posibilidad de hacer que le soplaran un ojo de vidrio. Tagliaferro, por su parte, le cedió una resistente mula negra para su periplo solitario y juró que no revelaría sus secretos a nadie y que no mencionaría su paso por los archivos. Las dos hermanas, Sabine y Dominique, le prometieron que estarían pendientes de todo lo que tuviera que ver, de cerca o de lejos, con nuevas desapariciones de niños, así como de cualquier referencia a la banda de negro.
El padre Aba, de todos modos, abandonó Narbona sin advertir a sus amigos de la estrategia que había madurado para encontrar la pista de Perrot.
En primer lugar se dirigió a un pueblo, a nueve leguas en dirección a Toulouse, que no aparecía en su mapa ni en los registros dominicos que había consultado: Aude—sur—Pont. Esta parroquia de la diócesis de Montpezat estaba más aislada aún que Cantimpré, y era también más miserable, ya que no se había librado de los herejes ni de las posteriores represalias católicas. Una treintena de hogares —algunos en estado de abandono— constituían el pueblo.
En cuanto llegó, a pesar de su venda, su barba sucia y su aspecto lamentable, varios lugareños se precipitaron para acogerlo. No había posada en Aude—sur—Pont, de manera que los habitantes corrían a ofrecer a los escasos viajeros que llegaban a la aldea alojamiento en sus casas al precio de una hospedería.
El padre Aba rechazó sus ofertas. Fue a golpear a la puerta de una casucha, la más alejada de la iglesia de madera, donde residía una mujer a la que llamaban la Lunera.
Todo el mundo conocía ese nombre en la zona. Era el nombre de una bruja. En otros puntos de la región, la mujer era conocida también como la Malvenida o la Tesaliana. Las leyendas que la rodeaban pretendían que se escondía en las ruinas de una torre visigótica cerca de Martel, metamorfoseada en escorpión blanco o en salamandra. En realidad su nombre era Jeanne Quimpoix y vivía apaciblemente en Aude—sur—Pont, donde confeccionaba, sin ayuda de ningún maleficio, pociones para los sufrientes.
El padre Aba ya había ido a verla en otra ocasión, siete años antes. Para llevarle a Perrot.
Desde su nacimiento, el comportamiento de la criatura no era natural. No comía como los demás niños, rechazaba su leche los días de vigilia, y dormía poco sin llorar nunca. Su madre se había recuperado del parto, pero se encontraba mal en cuanto estaba alejada de su hijo, y el propio padre Aba se sentía revigorizado en su presencia; cuando tuvo que bautizarle y le sumergió en el agua fría de la pila, esta se volvió cálida y límpida al contacto con su cuerpecito...
Convencido de un sortilegio, aunque fuera positivo, el padre Aba se inquietó y conminó a Esprit—Madeleine a no decir nada a nadie sobre estas rarezas, ni siquiera a su marido Jerric, antes de que hubiera puesto un nombre a este fenómeno.
No sabía a quién dirigirse para comprender lo que le ocurría a su hijo.
Y entonces oyó hablar de la Lunera.
Con la aprobación de Esprit—Madeleine, llevó a Perrot —que todavía no tenía un año— a Aude—sur—Pont, con el falso pretexto de que quería hacer que examinaran el hueso de su talón, que podría estar contrahecho como el de su madre.
Presentó al niño a Jeanne Quimpoix.
Impasible, después de haber consultado una compilación de antiguos textos genetlíacos, la mujer colocó una hoja seca de muérdago blanco sobre la palma derecha del niño. Al cabo de unos instantes, volvió a recoger la planta y exprimió la leche entre sus dedos. Olió el perfume y dio un respingo.
—¿Quién está al corriente de los dones de este pequeño?
—Nadie, excepto su madre y yo.
—¡Que siga así! —exclamó la mujer.
—¿Qué ocurre? —dijo Aba, preocupado.
—Si divulgan sus capacidades sanadoras, los señores querrán llevárselo para utilizarlo en su beneficio o para pasearlo por las cortes de los reyes. Si la Iglesia se entera, lo entregará al verdugo. A sus ojos, solo los santos tienen verdadero derecho a hacer milagros. Hay que darle tiempo para que crezca al abrigo de la mala gente. ¿Quién sabe qué otros poderes le esperan? ¡Protéjale!
—¿De modo que no hay nada demoníaco en él?
La bruja había sonreído.
—Apuesto a que los demonios tienen más que temer de Perrot que Perrot de los demonios. ¡El verdadero peligro para este niño son los hombres! Que nunca sepan de su existencia antes de que tenga edad de defenderse por sí mismo.
El padre Aba había seguido escrupulosamente el consejo. A su vuelta a Cantimpré, se enteró de que, durante los tres días de ausencia de Perrot, toda una serie de desgracias se habían abatido sobre el pueblo.
Aba informó a Esprit—Madeleine de las recomendaciones de la Lunera. Quiso abandonar Cantimpré con Perrot y con ella, ir a ocultarse en algún lugar, lejos de las miradas de la gente. Pero la mujer se negó: piadosa, consideraba que si Dios los había conducido hasta allí, a pesar de las mil peripecias que habían sucedido desde su encuentro en París, había que resignarse a su elección. El padre Aba acabó por ceder. Y entonces decidió, para desviar la atención de Perrot, responder a la voluntad de sus fieles y relacionar a su predecesor Evermacher con los milagros que bendecían Cantimpré...
Esta estratagema había funcionado a la perfección durante ocho años. Cuando Esprit—Madeleine y el sacerdote interrogaban a Perrot sobre sus dones, él respondía invariablemente: «No soy yo. Yo no hago nada. Yo no decido nada».
El secreto parecía bien guardado.
Jeanne Quimpoix abrió la puerta al padre Aba y le animó a entrar deprisa para no dejar que el frío invadiera la casucha. El visitante se sacudió el manto empapado y obedeció.
De nuevo se sorprendió al descubrir un interior limpio, sin grimorios ni crisol ni plantas secas, ni nada que evocara el antro de una bruja. Recordó también su sorpresa cuando había descubierto, siete años antes, que la Lunera tenía solo unos treinta años y que en lugar de tener un rostro desagradable, como había esperado dada su condición, era más bien guapa: los cabellos rubios y cortos, la cintura fina y la piel blanca. Con su brial claro sujeto con una cuerda de cáñamo, la mujer tenía un aire de joven casadera.
—Soy Jeanne Quimpoix —le había anunciado—, como mi madre lo fue antes que yo, y su madre antes que ella, y así sucesivamente hasta los tiempos de Fredelon de Rouergue en el siglo IX.
Al ritmo de las generaciones, las Luneras se desplazaban por el condado de Toulouse. ¿Su peor mal? No tomar nunca marido. Cada Jeanne Quimpoix desaparecía algunas semanas del lugar donde vivía para volver embarazada y dar a luz a una hija...
La mujer propuso al padre Aba que se acercara al fuego para calentarse y ofreció prepararle un reconstituyente. Abrió uno de los arcones donde guardaba meticulosamente ordenados sus compuestos minerales, fluidos y hierbas, y cogió antimonio y mercurio, que ligó con unas gotas de aceite y agua caliente.
—Beba esto —le dijo después de que él se hubiera sentado en un rincón junto al hogar, donde dos calderos ocupaban el lugar de honor—.Voy a ver qué puedo ofrecerle de comer. ¿Cuánto tiempo hace que anda por los caminos?
—Muchos menos días de lo que mi apariencia puede hacer pensar...
—Solo tiene un ojo, peregrino, pero es elocuente. Sufre. Y está encolerizado. ¿Le ha traicionado algún hombre? ¿Una mujer, tal vez? ¿O bien arrastra la carga de los remordimientos? ¿Ha pecado en Tierra Santa? ¿No ha alcanzado el perdón de todas sus faltas?
El padre Aba sonrió tristemente.
Se dijo que la «bruja» había acertado. Desde el secuestro de Perrot en Cantimpré, no pasaba una hora sin que pensara en él y sufriera por su suerte.
Jeanne Quimpoix se acercó y dijo en tono apenado:
—Solo tengo una triste ración de carne y unas lentejas que han germinado. Aunque no tenga muy buen gusto, al menos estará caliente y le revigorizará.
—No pedía tanto. Gracias de nuevo.
Bebió el brebaje de la bruja, y enseguida sintió que los extremos de sus manos y de sus pies se calentaban.
Poco tiempo después, devoraba la comida en la mesa. Hacía años que no se sentía tan ansioso por lanzarse sobre un plato. Sedentario en París, sedentario en Cantimpré, el padre Aba no tenía la constitución requerida para soportar largas jornadas de marcha sobre una mula, en terrenos irregulares. Le dolía la parte baja de la espalda; pero la poción de la Lunera había hecho desaparecer las punzadas.
Mientras acababa de comer, la bruja salió a ocuparse de su animal y lo hizo entrar en un establo que era tan grande como la pequeña habitación principal de la casucha.
—Su mula tiene la pata delantera derecha dañada —dijo al volver—. La curaré antes de que continúe su viaje.
Colocó un crisol de piedra lleno de aceite sobre la mesa. Encendió el líquido y las llamitas azules y rojas se pusieron a revolotear. Entonces acercó su mano derecha: sus uñas eran largas y anacaradas. Observó los reflejos del fuego en la punta de sus dedos.
—Ah, ya había venido a verme antes... —dijo la piromántica.
El padre Aba le relató su paso, siete años antes, con el pequeño Perrot, y le recordó las circunstancias de su visita y las recomendaciones que le había hecho.
—Recuerdo al gentil Perrot. Un niño de naturaleza absolutamente sorprendente. Sobre todo para ser tan pequeño...
Aba le explicó lo que había ocurrido en Cantimpré.
—Seguí sus consejos —dijo—. Hice todo lo que pude para ocultar las facultades de Perrot. Pero parece que estas precauciones no han sido suficientes.
Le habló de la crueldad, la rapidez y la precisión del asalto a la casa parroquial.
—Si cuenta conmigo para encontrar a este niño, sobrestima mi magia —le dijo Jeanne Quimpoix.
—No es eso lo que he venido a buscar aquí.
Abrió su bolsa de tela basta y sacó el mapa y los documentos obtenidos de los archivos de Narbona.
—Los dominicos del condado de Toulouse han registrado las desapariciones de niños en la región.
Extendió el mapa ante Jeanne Quimpoix.
Explicó:
—Hace siete años, cuando descubrí los dones de Perrot, me pregunté a quién podría dirigirme para pedirle consejo. Y la encontré a usted.
Colocó la mano plana sobre el mapa.
—Estoy convencido de que otros padres con hijos que hubieran producido fenómenos similares no habrían actuado de un modo distinto. Vea: una treintena de puntos están identificados en este dibujo. Cada uno indica una desaparición. Me gustaría que me dijera si en algunos de ellos se ocultan niños o niñas que manifestaban facultades naturales sorprendentes, niños que le trajeran o sobre los que le preguntaran. ¡Como en el caso de Perrot!
Adelantó el mapa para colocarlo ante los ojos de Jeanne Quimpoix. Ella le lanzó una rápida ojeada antes de sacudir la cabeza.
—Sea ese el caso o no, no puedo responder a esta pregunta. ¿Quién me dice que no está al servicio de esa banda de hombres de negro y que, a través de mí, solo trata de encontrar la pista de otros niños que secuestrar? Mírese. Es un sacerdote, pero se oculta bajo estos oropeles. Va armado, y dice haber perdido un ojo defendiendo a los niños de su parroquia. ¿Quién me lo confirma?
Aba se levantó y se quitó la venda para dejar ver su horrible órbita vacía. Cogió su talego y sacó de él la espada y la gran corona de plata, que dejó sobre la mesa.
—Aquí está el arma que sirvió para matar al pequeño Maurin. Esta es la moneda con la que los hombres de negro pagaron a su paso por la posada de Disard.
Cogió sus escritos de Narbona y leyó:
—«¡Desaparecido el joven Maubert, en Saint—Aignan, el segundo martes de mayo del año pasado. Desaparecidos la joven Anne y su hermano Colin en Pouillanges. Desaparecido Philippin, hijo de Jules el Frío, en Messapien, poco antes de la última Pascua!»
Extendió las hojas ante Jeanne Quimpoix.
—Al acudir en socorro de Perrot, estoy convencido de poder salvar a otros niños con él. ¡Estos hombres de negro y esta mujer pelirroja no son simples mercenarios!
Hubo un largo momento de silencio. Jeanne Quimpoix le miró directamente a los ojos, y luego cogió una semilla azul y la sumergió en su crisol. De inmediato las llamas se activaron y adquirieron tonos verdosos. La bruja se miró las uñas y luego agitó la cabeza en sentido afirmativo.
—Tápese el ojo —dijo con suavidad.
El sacerdote obedeció y volvió a sentarse despacio.
—Conozco el caso de un tal Jehan, un niño del pueblo de Ponzac, situado seis leguas al norte de Montauban.
El sacerdote examinó el plano de Narbona. Pero aquel lugar no estaba indicado en los archivos dominicos.
—Su don era tan raro como el de Perrot —prosiguió la mujer—. Este muchacho se adormilaba sin razón y en cualquier circunstancia. Sus padres temieron que se tratara de un endemoniado, un cuerpecito de niño poseído por un diablo. Me lo trajeron para que le curara, pero mi ciencia y su tierna edad no me permitían identificar el mal. Solo un poco más tarde, cuando aprendió a hablar, comprendimos. En cuanto el niño se dormía, le asaltaban visiones milagrosas. Entonces bastaba con preguntarle sobre cualquier tema que estuviera fuera de su alcance para que, después de unos minutos de embotamiento, diera la respuesta correcta. El niño se hizo célebre en la región. Todo el mundo quería sacar partido de su don.
La bruja suspiró.
—Como en su caso, en Cantimpré, el día que cumplió seis años, el verano pasado, un grupo armado llegó a Ponzac para secuestrarle.
Jeanne Quimpoix se equipó de una mina de plomo y cogió el mapa del padre Aba. En silencio, marcó unas cruces.
Catorce cruces.
Ocho de ellas se situaban en pueblos que no habían sido localizados por el padre Aba en Narbona.
—Son otros pueblos en los que se puede decir que han visto la luz niños milagrosos en el curso de los últimos años.
El padre Aba estaba desconcertado.
—¿Cómo es posible que en una misma región se acumulen tantas manifestaciones de esta naturaleza? Jeanne sacudió la cabeza.
—Me parece que esto se añade a los numerosos misterios que le quedan por resolver.
La mujer volvió a coger su mina de plomo y dibujó un círculo que encerraba en su interior todos los pueblos que había señalado.
Cantimpré estaba situado en pleno centro.
—Sin duda la clave está aquí...
4
Até despojó a Perrot de sus ropas, hizo que lo lavaran y cepillaran y lo vistió de lino blanco. El niño vivía en una pequeña habitación practicada en el espesor del muro que rodeaba el torreón. Solo Até tenía derecho a acercársele, así como un hermano agustino, equipado con un cuaderno de pergamino y un juego de minas de plomo, que dibujó con meticulosidad su retrato.
El moribundo salvado milagrosamente en los sótanos consiguió levantarse y hablar. Informada de esta prometedora mejora en su estado, Até ordenó que le dieran muerte. Fue conducido, en presencia de Perrot, al patio principal del castillo y colgado.
Su agonía no duró los pocos minutos habituales en este suplicio, sino cinco veces más. El desventurado se retorcía, gesticulaba, sin llegar a perder el conocimiento en ningún momento. Aunque el brazo secular favorecía precisamente el empleo de la horca por su rapidez y la ausencia de efusión de sangre, en este caso, el colgado se vació por completo por los ojos, la nariz, las orejas y la boca. Su rostro se volvió malva, hasta llegar casi al negro. Este abominable reflujo de sangre no se interrumpió hasta su fallecimiento.
—Bien —se contentó con decir Até—. Muy bien.
Miró a Perrot. El pequeño había adoptado una posición casi postrada. Ella sabía que su don había interferido en la agonía del colgado y retrasado su muerte. Como en la casa parroquial de Cantimpré, cuando había indicado con un gesto a uno de sus hombres que atravesaran de parte a parte a un niño, él tampoco había muerto de golpe...
La hermana portera de Montauban había perdido la razón después de haber visto cómo su enfermo volvía a ponerse en pie. La religiosa pedía ayuda a los ángeles, pretendía que el diablo habitaba en el cuerpo del hombre milagrosamente salvado y había ejecutado estrambóticas danzas de alegría durante la agonía del colgado.
Até, harta, ordenó que la agarrotaran.
A la mañana siguiente, Perrot, Até y su cuadrilla se pusieron de nuevo en camino.
Esta vez el niño no fue ocultado en un vulgar saco, sino conducido en una carreta entoldada, tan estrecha que cuatro personas no hubieran podido sentarse en ella con los tobillos atados por una cadena.
Los hombres de negro que vieron pasar al niño cerca de ellos parecían inquietos. Algunos aún no se habían repuesto de la curación en los sótanos del castillo.
Durante el viaje, la carreta, compitiendo en rapidez con la tropa que la acompañaba, iba lanzada a tal velocidad por los difíciles caminos de la región, que Perrot tenía que sujetarse a los portantes del toldo para no caer.
Cada noche, Até ordenaba un alto en una abadía, una posada o un castillo. En las postas, todos los caballos se cambiaba a precio de oro.
Desde su rapto, Perrot estaba dominado por dos sentimientos: el miedo y la nostalgia. Miedo a que le asesinaran en un arrebato de Até, y nostalgia de los lugares y de las personas de las que se había visto privado.
Había tenido la premonición de esta desgracia; la misma mañana del secuestro se había sentido inquieto, malhumorado. Percibía que asomaba un peligro, pero no conseguía identificarlo. No había dormido en toda la noche.
Hoy lo echaba todo en falta: a sus padres, a sus amigos, las clases del padre Aba, los juegos en la meseta, el alegre ambiente del pueblo...
Con sus compañeros, cada día se entregaba a las distracciones propias de su edad: las pelotas, las peonzas, las batallas de bolas de nieve, los huevos que hacían rodar por las calles, la imitación de las actividades de los adultos: la caza, la vida de pastor, la cosecha, el lavadero...
Cantimpré se repoblaba. Ahora había más niños que adultos en el pueblo.
Excepto en el seno de la familia del pequeño Perrot.
Esprit—Madeleine y su marido Jerric no conseguían tener un segundo hijo. Perrot dormía solo en su cama, y no en compañía de cinco o seis hermanos como todos los demás. Los habitantes de Cantimpré habían atribuido a esta causa su reserva natural y su melancolía.
Pero no se trataba de eso. Perrot sentía que no era como sus compañeros.
Un día en que se divertía identificando figuras de animales en las acumulaciones nubosas que pasaban sobre Cantimpré, uno de sus amigos blandió un bastón y se puso a ordenar a las nubes que cambiaran la dirección de su carrera. Varios le imitaron riendo. Cuando le llegó el turno a Perrot, el niño ordenó con el bastón: las nubes le obedecieron. Volvió a empezar tres veces, siempre con éxito. Los niños, primero desconcertados, creyeron después en un golpe de suerte, y enseguida se cansaron y se concentraron en una nueva diversión.
Algunas veces Perrot modificaba el ritual de un juego con un gesto que podía revelarse edificante: por San Juan, los niños iban a bailar en torno a un roble fosilizado del que se decía que era el árbol más viejo de la meseta de Gramat. La primera vez que fue allí, Perrot prefirió desplazarse un poco más lejos y pedir a todos que fueran a rodear un pequeño roble esquelético, apenas más alto que él. El año siguiente, el viejo roble había muerto y su delicado vecino rebosaba vigor. El arbolillo, que prometía al pueblo decenios y decenios de felicidad, se convirtió en el nuevo símbolo de Cantimpré.
Perrot no le temía a nada: ni a la noche ni al vacío ni a la oscuridad. Era el niño ideal para ir a limpiar los estrechos pozos de Cantimpré. Todo el mundo se quedaba extasiado ante su valor.
Una mañana de invierno, una niña se cayó de un tejado y se rompió el tobillo. Perrot corrió hacia ella al oír sus gritos. En cuanto llegó a su lado, un extraño estremecimiento, poderoso e insistente, recorrió su cuerpo; a partir de ese instante comprendió, de manera indefinible, que la fractura de la niña se estaba curando, que sanaba gracias a él. Tenía una conciencia aguda de lo que ocurría: no era él quien provocaba ese estremecimiento ni la curación, sino un misterioso influjo que se servía de él para actuar.
De todos modos, esa mañana no solo aprendió esta verdad sobre sí mismo: la niña, una vez se hubo levantado, indemne, le acusó de haberla tirado del tejado. Perrot se indignó, arguyó que la niña mentía para que sus padres no la castigaran, pero nadie le creyó. Censuraron su conducta, y su padre Jerric le castigó.
Así, el mismo día en que descubrió la existencia de su don, conoció también lo que era la maldad humana. Tenía cuatro años.
Acurrucado en la carreta, Perrot sintió que el séquito se detenía. Enseguida percibió la agitación de los hombres de negro y de Até; debían de haber llegado a un nuevo pueblo. Perrot no podía distinguir nada del exterior. Escuchaba. Pronto se oyeron voces de mujeres desconocidas. Primero suaves, y luego interrogativas, las voces no tardaron en transformarse en gritos; acompañados de chillidos de niños, de golpes de espadas entrechocando, de estertores de hombres heridos.
Perrot comprendió que la banda atacaba un pueblo igual que lo había hecho días antes en Cantimpré.
Reconoció la voz de Até que lanzaba órdenes a sus tropas. Prendieron fuego a varias casas. El humo invadía el aire y penetraba bajo el toldo de la carreta.
El asalto se eternizaba. Eran llamadas a la revuelta, largos intercambios de golpes, los hombres de negro que se reagrupaban al descubrir que habían dado muerte a uno de los suyos.
¡Perrot recordó que en Cantimpré los hombres se habían quedado solo unos minutos...!
Allí, a medida que pasaba el tiempo, el combate se hacía cada vez más encarnizado.
De pronto, el toldo del fondo de la carreta se abrió. Las largas llamas devoraban las casas y lamían las copas de los árboles. Perrot distinguió entre el caos el rostro asustado de un aldeano que había recibido un golpe en el cráneo y sangraba abundantemente. Algunos tejados se hundían entre columnas de chispas; los campesinos luchaban contra los hombres de Até, armados con bastones, horcas y picas.
Até, enfundada en sus ropas negras, apareció bajo el toldo de Perrot. Tenía una herida en el hombro derecho, un pedazo de carne ensangrentada manchaba el cuero de su brazo.
Sujetaba a una muchacha por el cuello, a la que lanzó al interior del carro.
La chica estaba aterrorizada.
Até la amarró a una cadena y luego golpeó con el plano de su espada el lateral de la carreta ordenando la partida.
La carreta se puso inmediatamente en camino, dejando atrás a los combatientes.
Al cabo de unos minutos se detuvo en campo raso, esperando a que los hombres de negro acabaran con los aldeanos.
Perrot miró a la muchacha. Debía de tener unos quince años. Lloraba. Pero cuando su mirada se cruzó con la del niño, pareció serenarse. Se acercó y se acurrucó contra él.
Los jinetes volvieron.
La tela del toldo se abrió de nuevo.
Até, ahora con el rostro descubierto, con el capuchón a la espalda, observó a la muchacha que se había colocado bajo la protección del niño de ocho años.
Su mirada pasó del uno al otro, mientras repetía entre dientes este expresivo monosílabo:
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!
Luego exclamó:
—Ahora, partimos hacia Roma.
5
Benedicto Gui se dijo que no pasarían ni tres días sin que lo arrestara la policía de Letrán. Si efectivamente el secreto de la desaparición de Rainerio estaba relacionado con esta Sagrada Congregación que hacía y deshacía santos; si, como sugería la breve mención de Chênedollé en su último texto, el muchacho estaba al servicio del difunto cardenal Rasmussen, Benedicto veía venir el final de su investigación: al haberse acercado demasiado a un mundo en el que estaban en juego inmensos intereses, lo descubrirían incluso antes de que hubiera podido hacer bastantes preguntas para entrever el nudo de la cuestión. «Tres días», se repitió.
Esto no impidió que saliera de su casa resuelto a ocuparse del destino de ese Rainerio y a ofrecer una explicación a su hermana. Su curiosidad y su pasión por la justicia se imponían a sus reticencias.
Su primera idea fue volver al palacio del cardenal Henrik Rasmussen.
En la via Nomentana, el baile de dignatarios venidos a recogerse ante los restos del prelado había desaparecido; sin embargo, la animación popular seguía viva: una parte de la multitud asistía a un nuevo espectáculo. Estaban retirando el tapiz negro que cubría la fachada, unas siluetas entraban y salían con aire atareado, y sobre todo, un gran número de carros habían entrado en el patio del palacio y guardias situados en todos los puntos clave rodeaban el edificio; aquello era justo lo contrario de un duelo.
Benedicto no tardó en adivinar la función de todas estas carretas: gente del palacio apilaba muebles, colgadores llenos de ropa, cortinas, y también arcas con vajilla y ornamentos.
La mudanza era de tal envergadura que algunos carromatos no habían podido entrar en el patio del palacio y habían tenido que estacionarse en la plaza, donde los criados los cargaban hasta los topes.
Cerca de Benedicto, el pueblo bajo lanzaba silbidos admirativos y retahílas de injurias cuando un amplio mobiliario de madera preciosa asomaba bajo las mantas o se distinguía un magnífico crucifijo. La opulencia podía ir al Señor, pero solo al Señor. La fortuna de los prelados les indignaba.
Preguntando alrededor, Benedicto Gui se enteró de que Rasmussen tenía a una hermana mayor, Karen Rasmussen, por única familia. Inmediatamente después del fallecimiento de su hermano, ella había decretado que fuera conducido a su condado natal de Flandes, donde quería que fuese enterrado. Se había rebelado, indignada, contra los cardenales que deseaban conservar el cuerpo en Roma. Junto con los restos mortales de su hermano, había ordenado también que se llevaran todas las riquezas del palacio, todos los muebles, y hasta el menor objeto de valor. Se murmuraba que al día siguiente, antes del mediodía, el séquito estaría en camino y todo habría desaparecido.
Aquello no facilitaría el trabajo a Benedicto Gui.
Hora tras hora, el rumor de que Rasmussen había sido asesinado se expandía; pero la gente discutía también con idéntico apasionamiento sobre quién ocuparía el palacio después de los Rasmussen o sobre si la vieja Karen robaba a la Iglesia al acaparar todos los bienes de su difunto hermano.
Sobre el tejado del palacio, Benedicto distinguió dos conductos de chimenea que escupían torbellinos de humo. La humareda se acumulaba formando nubes que lentamente eran dispersadas por la brisa nocturna. Solo por los colores y la densidad de las acumulaciones de partículas, se adivinaba que estaban quemando libros, pergaminos e incluso papel. Dado el coste de estos materiales, tenía que existir una razón imperiosa para querer lanzarlos a las llamas.
Gui decidió apostarse no muy lejos del portal principal para no perderse nada de lo que ocurría en el palacio.
No era el único que actuaba de aquel modo; mientras tanto un hombre le observaba a él. Se trataba de Marco degli Miro, el jefe de la policía de Roma. Un hombre de unos cincuenta años, antiguo galeote que había conseguido dominar por sí solo una revuelta de sus hermanos de infortunio frente a las costas de Agrigento y que desde entonces no había dejado de ascender peldaños en la jerarquía de la seguridad de Roma y de Letrán. Conocía bien a Benedicto Gui. Los dos hombres se apreciaban: Marco degli Miro se había aprovechado más de una vez de las luces de Benedicto en ciertos asuntos de asesinato crapuloso, y Benedicto, por su parte, valoraba su franqueza y su independencia de espíritu, raras en un hombre de su rango.
—Nunca me tropiezo contigo por casualidad, Benedicto —dijo Marco degli Miro abordándole—. ¿Qué te trae por aquí?
—Me planteo ciertas preguntas...
El jefe de la policía sacudió la cabeza.
—No me vengas con cuentos, sé por qué has venido. ¿No fuiste el otro día al cuartel para interesarte por un tal Rainerio? Sé que ese muchacho ha desaparecido. Y era el primer asistente de Rasmussen...
Benedicto había obtenido así, sin mucho esfuerzo, la confirmación de las palabras codificadas de Chênedollé que relacionaban a Rainerio con Rasmussen.
Marco degli Miro dirigió la vista hacia el palacio y movió la cabeza señalando el edificio.
—Este no es lugar para ti, Benedicto —dijo—. Sigue mi consejo, vuelve a tus asuntos de la via delli Giudei, será lo más prudente...
—Parece que corren rumores de que Rasmussen ha sido asesinado.
—¡La voz popular se equivoca! El cardenal murió a causa de un accidente en su baño. Por tu bien, será mejor que aceptes mi palabra. El simple hecho de que se especule sobre la muerte de un cardenal, en estos tiempos de cónclave y de elección de Papa, debería hacerte adivinar la importancia de la gente que puede estar mezclada en esto. Gente contra la que ni tú ni yo podemos nada. No te quedes aquí...
—Gracias por el consejo. No pensaba eternizarme.
Marco degli Miro le dirigió una sonrisa de aprobación.
—Muéstrate prudente.
Y dicho esto, el policía se alejó.
Benedicto Gui se interesó entonces por dos hombres que parecían dirigir la mudanza. Intermitentemente salían a la calle para inspeccionar la organización de los carros, lanzar órdenes para que no se separaran determinados muebles e increpar a los criados que remoloneaban.
Uno de los dos se mostraba más tiránico; sin embargo, no fue su mal carácter lo que atrajo la atención de Benedicto Gui.
Cuando el hombre desaparecía en el palacio, la humareda de las chimeneas no tardaba en intensificarse. Este individuo participaba, de forma manifiesta, en la combustión de los libros y de los documentos.
Los criados, irritados con él, le lanzaban pullas en cuanto se ausentaba, de modo que Benedicto pudo descubrir que se llamaba Marteen y que era un flamenco de baja extracción que se había unido a los Rasmussen en Roma diez años antes.
Pequeño, privado de cuello, con los hombros hacia dentro, una rala cabellera gris y un rostro estrecho, el tal Marteen llamaba la atención por la desproporción flagrante entre la parte baja y la alta de su cuerpo, que le convertía en un enano grande. Podía adivinarse en él al exasperado por naturaleza, al contrariado permanente, al refractario perpetuo.
—¡Volver a enterrarse en Flandes después de haber vivido en Roma! —protestaba—. Hoy me siento más latino que un viejo albano. ¡Y van y me arrancan de aquí como a la salvia de los prados!
Aquello explicaba, sin duda, su malhumor y el trato que infligía a los criados.
—¡Forzado a vivir de nuevo en ese horrible clima de Flandes! Un periplo de nueve semanas al lado de la hermana pretenciosa. ¡En pleno invierno!
Benedicto se acercó y escuchó cómo seguía quejándose ante su compañero.
Echaría en falta los banquetes de Letrán, la diversidad de las vituallas que desembarcaban en Ostia, la dulzura de las orillas del Tíber, la limpidez de la luz romana en primavera, pero también a ciertas muchachas de los barrios bajos que sabían darle placer como nadie, y algunas tabernas con vinos reputados.
Benedicto estimó que ese Marteen, tan desconsolado y soliviantado, sin duda tendría intención de despedirse esa noche de la Ciudad Eterna antes de levantar el campo.
Poco después, un magnífico ataúd de caoba con asas doradas fue entregado en el palacio. Un silencio respetuoso acogió al largo arcón funerario destinado a conducir a Rasmussen a su última morada de Tournai, pero el recogimiento no duró mucho. Con ánimos renovados, los romanos empezaron a glosar el gasto que suponía una caja como aquella, despilfarrado para nada, solo para alojar un saco de huesos y gusanos parecido al de cualquier mortal. A menos que Henrik Rasmussen fuera un difunto de cuerpo imputrescible, muerto en olor de santidad, probabilidad que no recogió muchos votos.
Benedicto se fue a inspeccionar los alrededores...
6
El padre Aba solo permaneció unas horas en el pueblo de Jeanne Quimpoix. El sacerdote recogió su mapa con anotaciones de la región y, montado sobre su mula almohazada por la bruja, tomó la dirección de Toulouse.
Tres días después llegaba a las puertas de la gran ciudad y conseguía franquear las murallas antes del cierre, evitando así pasar la noche en las casuchas que habían proliferado al pie de la urbe. El sacerdote, solo conocía Toulouse por su reputación de capital duramente golpeada por las guerras y rendida ante la autoridad del rey de Francia después de la capitulación de sus condes. Descubrió allí una efervescencia que creía que solo existía en París. Las calles hormigueaban de gente a pesar de la hora tardía; el manto de nieve se había convertido en fango, y tenía que avanzar contorneando los enormes charcos que inundaban la calzada.
Después de haber preguntado el camino, se encontró en la rué des Auberges—du—Pont, donde se concentraba la mayor parte de las cuarenta hospederías de la ciudad. En todas las fachadas oscilaban enseñas con nombres evocadores y colores deslucidos. El padre Aba optó por La Imagen de Nuestra Señora. La pareja de hospederos que le recibió le alojó en una habitación pequeña, aceptablemente limpia, sin calefacción, con una ventana con un postigo que no cerraba bien, pero con una cama provista de un grueso edredón que golpearon con paños inflamados para matar las pulgas. En La Imagen de Nuestra Señora, los clientes podían comprar su carne y sus aves de corral pero debían asarla ellos mismos en un espetón.
El padre Aba se instaló en su habitación del piso alto y luego bajó a servirse un plato de habas y gachas de cebada. Al acabar, le preguntó al posadero dónde estaba el principal hospicio de niños desamparados, así como el mejor taller de armas.
El hombre le respondió: «Rué du Guet y rué des Acacias».
Después de haber cenado, subió a descansar, extenuado después del largo periplo desde Narbona.
La mañana siguiente se dirigió al hospicio de niños desamparados Juan el Bautista, que tenía fama de ser el mayor del condado.
El establecimiento estaba en manos de los canónigos premonstratenses y subsistía de las donaciones y de los terrenos agrícolas que explotaba en la periferia de Toulouse. Era un edificio principesco, antigua vivienda de una rica aristócrata emparentada con los vizcondes de Carcasona que lo había cedido a los canónigos en los últimos instantes de su vida. Su frontón estaba tan decorado como los tímpanos de iglesia, sus volúmenes eran impresionantes, y al entrar, se tenía la sensación de estar franqueando, como en otro tiempo, el umbral de la casa de un gran señor.
El padre Aba pidió al hermano portero que le permitiera visitar a los niños, utilizando como excusa un caso de desaparición en su parroquia. Le dejaron consultar los registros del hospicio; pero el sacerdote solo pudo leer indicaciones de fechas, talla y peso, datos sin valor para él. Sin embargo, le sorprendió descubrir que en ese mismo lugar no solo recogían a los huérfanos, sino también a los locos y a las mujeres públicas, y que solo un decreto reciente había hecho que la quincena de leprosos que languidecían allí fueran expulsados al otro lado de las murallas de Toulouse.
Un canónigo le condujo luego hasta el gran cobertizo donde vivían los niños.
—Los niños de pecho que abandonan en nuestro atrio permanecen poco tiempo con nosotros —explicó—. Los cedemos a la abadía de Cuissy, donde los educan para convertirlos en buenos premonstratenses, y a las niñas, a la orden de las clarisas, allí crecen bajo la protección de la Cruz. A los huérfanos mayores, tratamos de encontrarles algún puesto de aprendiz en la ciudad o con artesanos itinerantes. Si fracasamos y si los niños se muestran reacios a abrazar la vida monástica..., no nos queda sino devolverlos a la calle, y después el diablo se ocupa de ellos...
El religioso escoltó al padre Aba hasta una sala donde se amontonaban una sesentena de niños y niñas de todas las edades. El cobertizo había servido en otro tiempo para celebrar banquetes principescos, y los arcos enjalbegados y los pilares finamente labrados contrastaban brutalmente con la miseria que reinaba ahora en el lugar. La luz del día penetraba por unas ventanas ojivales con grandes montantes, más altas que los niños.
—Espero que pueda dar un nombre y una familia a alguno de estos desheredados —dijo el canónigo.
Los niños callaron y volvieron sus miradas hacia el recién llegado. Su venda negra y sus cicatrices les impresionaron; pero ese momento de vacilación no duró: enseguida se precipitaron hacia él, le sujetaron de la ropa, le apostrofaron, suplicando que los llevara consigo. Algunos aprovecharon el alboroto para registrarle el cinturón o el zurrón. El canónigo tuvo que blandir una vara para hacer retroceder a la pequeña multitud desencadenada.
Conmovido y casi espantado por tanta miseria, el padre Aba recordó a los niños de Cantimpré, a los que recitaba sus pequeños adagios.
El doloroso recuerdo parecía quedar mil años atrás...
Cuando volvió la calma, sacó su lista de nombres de desaparecidos copiada en Narbona y empezó a llamarlos.
Invariablemente, todos los niños y niñas afirmaban llevar el nombre anunciado. En medio de los «¡Yo! ¡Yo!», Aba preguntaba después de cada nombre:
—¿Cuál es su pueblo de origen?
Silencio.
Aunque el padre Aba había pensado que algunos de los niños inscritos en los registros de desaparecidos que le habían mostrado las hermanas Dominique y Sabine en Narbona debían de haberse perdido o haber huido para acabar, por una u otra vía, en la más populosa de las ciudades del condado, no encontró nada allí.
Abandonó el cobertizo, desolado.
Pero cerca de la salida del hospicio, cuando ya se aproximaba al portal, se detuvo y dio media vuelta.
De nuevo se dirigió al hermano portero y pidió consultar los registros; quería conocer la lista de los niños que habían sido encontrados por sus familias y recogidos legalmente del orfanato.
El canónigo que le había acompañado al cobertizo fue a buscar los documentos que cubrían estos casos en los dos últimos años.
El padre Aba se sumergió en el estudio de esas páginas.
Tíos o padrinos, madrinas o madres, habían tenido la suerte de encontrar allí a sus pequeños. Algunos se habían perdido por las calles; otros, en los campos, y otros habían sido secuestrados o habían huido. Jóvenes muchachos con repetidas fugas habían visto cómo sus autoritarios padres iban a buscarlos al hospicio de Toulouse para llevárselos a casa.
Aba reconoció cuatro nombres recogidos en los archivos de Narbona, pero no coincidían con los niños a los que, según Jeanne Quimpoix, se atribuían dones milagrosos.
Pasó por el tamiz los registros de varios meses antes de descubrir un caso que le intrigó: «Concha Hermandad.»
No formaba parte de los niños desamparados, sino de los dementes encerrados en el hospicio.
La llamaban la «Virgen milagrosa de Aragón».
Aba interrogó al canónigo sobre ella.
Se enteró de que se trataba de una joven religiosa venida del reino de Aragón en una comitiva que había sido aniquilada por bandidos no lejos de Roncesvalles. Era la única que había escapado del terrible asalto, y había huido por los caminos.
La desventurada se había convertido entonces en el punto de mira de todos los canallas con los que se había cruzado en su recorrido. Más de una docena de veces había sido capturada, secuestrada y golpeada, antes de ser violada.
Pero, de ahí había nacido la curiosidad del padre Aba: ¡todo hombre que la desnudaba y se disponía a romper su virginidad caía muerto al instante!
En cada intento de violación, una fuerza superior conservaba intacta la flor de Concha Hermandad. Sus violadores eran fulminados por el Cielo. Pero la visión aterrorizadora de esos cuerpos robustos que expiraban entre sus piernas, le había costado la razón... La habían recogido en el hospicio de Toulouse, parapetada en un silencio absoluto que solo había roto para declarar que era perseguida por hordas de aparecidos que querían arrebatarle su virginidad.
Ante la increíble magnitud de este prodigio, el superior del hospicio ordenó una investigación: tres hombres, testigos de una violación, confirmaron las extraordinarias palabras de Concha.
Poco tiempo después, la historia de la Virgen milagrosa de Aragón empezó a circular.
Un buen día, los oficiales de un gran señor vinieron a pedir que sor Hermandad les fuera devuelta. El superior, que le había cobrado afecto y era consciente de su fragilidad mental, se opuso a las exigencias del señor.
Dos meses más tarde, una orden expresa emitida por el rector y el arzobispo de Ancona instaba al superior a que devolviera a la virgen a una delegación de religiosos enviada para la ocasión a Toulouse.
—La orden era concluyente —explicó el canónigo a Aba—. Confirmada por el obispo de Toulouse. Concha debía ir a un monasterio situado en la diócesis de Ancona, en los Estados Pontificios, para ser atendida. Nuestro superior no podía negarse, y les cedió a la joven.
—¿Qué aspecto tenían los que vinieron a buscarla?
—Religiosos de Italia. Un cortejo numeroso, que no carecía de pompa.
«¿Un monasterio cerca de Ancona?»
Aba preguntó al hermano si recordaba otro caso en el hospicio que, como el de Concha, implicara milagros, dones especiales, prodigios. Tal vez casos de niños.
El hermano respondió que no.
—¡Nunca hemos tropezado con nada tan extraño como la historia de esa joven!
—¿Alguna noticia desde su partida?
—Ninguna.
El padre Aba le dio las gracias por su tiempo y su amabilidad y abandonó el orfanato. Volvió pensativo a su posada.
«No existe ningún lazo aparente entre esta Concha Hermandad y Perrot y los otros niños...»
El sacerdote seguía preguntándose por qué razón se producían desde hacía un tiempo tantos prodigios y milagros en esa región.
No había olvidado la frase de Jeanne Quimpoix:
—Ese es uno de los numerosos misterios que le quedan por resolver.
7
A1 llegar la noche, Marteen salió del palacio de Rasmussen en la via Nomentana vestido con un manto y un capuchón que le cubrían de la cabeza a los pies.
El hombre se había propuesto visitar los lugares más apreciados por los noctámbulos y los juerguistas romanos antes de su partida de la ciudad la mañana siguiente.
Inició su ronda de despedida por La Muñeca Violeta, un tugurio donde el vino era gratis para quien pagara los favores de dos mujeres galantes. Frecuentaba el lugar gente de la peor reputación; allí era imposible sentarse ni permanecer de pie sin ser empujado por borrachos o mujeres con los pezones al aire.
En el piso inferior se encontraban las pequeñas cubas con estufas para los baños calientes y los baños helados donde los dos sexos iban a hacerse restregar antes de juntarse en las camas. Las sirvientas de la posada podían reconocerse por sus largos cabellos sueltos, ostensiblemente desmelenados sobre los hombros. Las prostitutas tenían a su disposición unas habitaciones equipadas con camas con colchones de borra de caña. Pero eso no impedía que algunos clientes procaces, a los que no incomodaba mostrarse en público, se abalanzaran sobre una dálmata o una morava detrás de una cortina o en el extremo de una mesa. El amo del lugar, que se enorgullecía del hecho de que su familia poseyera esta casa de placer desde el fin del Imperio romano, tenía, de todos modos, el olfato delicado: unas cruces de madera clavadas en los muros impedían a los borrachos orinar en ellos.
Marteen era uno de los habituales del tugurio; en cuanto llegó, saludó en varias mesas, y se dejó invitar a unos vasos de vino mientras repetía monótonamente la canción que entonaba desde que Karen Rasmussen había decretado su vuelta a Flandes: «Tengo que irme... No volveré más a Roma... Tristeza... Dolor...».
Era evidente que la letanía del exilio exasperaba a los parroquianos. Estaban contentos de ver a ese gran enano jovial en la taberna, pero también se sentían aliviados al saber que pronto estaría fuera del país. Sobre todo las chicas. Porque Marteen parecía disfrutar utilizando con ellas las mismas maneras que acostumbraba emplear en el palacio: estúpidas y groseras.
La diferencia estaba en que, esa noche, Marteen se había equipado con una bolsa mejor guarnecida de lo habitual, y en cuanto el flamenco animó al patrón a servir una ronda de hipocrás, se consideró un deber llorar su marcha.
Algunos le daban palmaditas en la espalda en agradecimiento por un trago; otros le prometían, para levantarle la moral, que volvería a Roma sin tardar y que le esperarían, y otros, finalmente, ya bastante achispados, se unieron para pagarle una última chica. Es verdad que su elección recayó en la más vieja y la más barata de la casa, pero Marteen no fue insensible a este gesto de buenos compañeros.
Sin embargo, el flamenco perdió la simpatía de sus oyentes cuando se obstinó en describir Flandes y en ofrecerles el retrato de ese conde Gui de Dampierre del que nadie había oído hablar nunca en Roma y que, al parecer, se hacía desplumar por el rey de Francia.
Marteen, igual que todos los hombres desagradables que nunca se dan cuenta de que son detestados, consideró que ya se había sacrificado suficiente tiempo y decidió marcharse.
Ya medio borracho salió de la taberna y, en la calle oscura y desierta, se apresuró, en paz consigo mismo, a orinar contra una pared. Miró alrededor, se ajustó su capuchón y su manto y siguió caminando en la frialdad de la noche.
Eligió la dirección de una nueva taberna, La Mano de la Bella Catalina. Era un garito donde la gente se desafiaba a juegos de cubilete, a los dados, las cartas o las tabas, y apostaba sobre peleas de gallos, la longitud de las piernas del rey de Inglaterra, el número ordinal del próximo Papa o la cantidad de litros de vino engullidos sin parar antes de echar la papilla.
Una hora más tarde, a coro con otros borrachos, entonaba refranes que ridiculizaban al emperador del Sacro Imperio Germánico, se burlaban de los mahometanos y los bizantinos, vertían obscenidades contra los templarios e invitaban —golpeando al mismo tiempo la mesa con el puño— a quemar a todos los herejes metiéndolos en una canasta de mimbre.
Poco antes de maitines, Marteen se despidió, con los ojos entelados, y volvió a la calle para dirigirse al palacio de Rasmussen.
El flamenco avanzó contoneándose, canturreando fragmentos de canciones que el alcohol hacía incomprensibles, sin detectar las sombras que, ocultas en el entrante de una puerta, se habían puesto a seguirle.
Se detuvo en una encrucijada; levantó la cabeza para examinar el cielo y preguntarse si en Tournai habría solo la mitad de estrellas para admirar, ya que, como era sabido, el firmamento allí estaba más alejado de la Tierra que en Roma. Iba a responderse con un sí apesadumbrado cuando cuatro bandidos se abalanzaron sobre él.
Marteen se encontró con la cabeza metida en un saco, y un hombre se lo cargó a la espalda; borracho y atontado, fue incapaz de gritar y ni siquiera de hablar: solo un largo gruñido desconcertado escapó de su garganta.
Le llevaron a través de la ciudad.
Cuando volvió a entrar en contacto con el suelo, fue para caer pesadamente sobre un entarimado de madera que sonaba a hueco; mareado, creyó que el mundo desaparecía bajo sus pies, hasta que le liberaron la cabeza y descubrió, a la pálida luz de la luna, que se encontraba sobre un pontón que flotaba a orillas del Tíber, una estructura fija de madera que servía para cargar las embarcaciones.
Estaba bajo un puente —no muy lejos de la islaTiberina—, réplica del legendario puente Sublicius, que había visto al héroe Horacio Cocles poner en fuga a todo un ejército etrusco seis siglos antes de Cristo. Allí se levantaba ahora el arsenal donde las embarcaciones fluviales dañadas de la ciudad eran reparadas por los calafates. En esta estación, la mayoría de ellas habían sido arrastradas a la orilla y tumbadas en los márgenes, amontonadas unas contra otras. Los rayos de luna las cubrían de un resplandor fantasmal: sus cascos parecían monstruosas tortugas en reposo.
El lugar estaba desierto.
En torno a él, Marteen distinguió a cuatro hombres que le contemplaban estimando con la mirada qué iban a robarle primero. Empezaron por despojarle de su manto y de sus zapatos. Imploró piedad, pero solo recibió en respuesta bofetadas y escupitajos.
De pronto la perspectiva de abandonar Roma para ir a Flandes le pareció la más envidiable del mundo; ¡si solo pudiera llegar a ver el sol de la mañana!
El jefe de la banda descubrió su bolsa. Aunque aligerada por la prolongada noche de juerga, aún contenía bastante para satisfacer a los ladrones. Siguió entonces una riña entre estos últimos, que se atribuían, cada uno, el mérito de haber visto a Marteen el primero y el derecho a tener, por tanto, la preferencia a la hora de repartir el botín.
La disputa se envenenó. El flamenco se acurrucó sobre el pontón, petrificado de miedo. La violencia de los bandidos le aterrorizaba. De pronto oyó silbar un objeto por encima de su cabeza y luego un ruido seco; un hombre cayó al agua, seguido inmediatamente por otro. Marteen giró la cabeza. Una silueta avanzaba por la orilla, protegida por la sombra profunda del puente.
Los dos ladrones que quedaban en el pontón sacaron sus cuchillos y tendieron la mano a sus compañeros para tratar de arrancarlos de las aguas heladas del río.
Entonces Marteen, viendo que no le prestaban atención, en un arrebato de audacia, aprovechó para levantarse y ponerse a correr.
Con los pies desnudos, saltó a la orilla y, sin dedicar una sola mirada al hombre que se encontraba no muy lejos de él, corrió bajo el puente y se deslizó entre los cascos volcados, seguro de salir airoso de aquella si no flaqueaba.
¡El flamenco se dijo que no olvidaría fácilmente esta última noche en Roma!
Pero su carrera le condujo a un callejón sin salida. El muelle acababa en un muro de piedra oblicuo y el puente era demasiado alto para suspenderse de él. Cogido en la trampa, Marteen comprendió que no tenía ninguna posibilidad de huir.
Oyó los gritos de los hombres, que se habían agrupado y se habían lanzado en su persecución. Quiso ocultarse en un rincón, encogerse en la oscuridad, pero entonces captó dos palabras murmuradas por encima de su cabeza.
—¡Por aquí!
Un hombre le tendía la mano desde el primer pilar de madera del puente Sublicius. Marteen dudó un momento: no conocía a ese personaje.
—No hay otro camino. ¡O sube o le atrapan!
—¿Quién es usted?
—¡Demasiado tarde!
Este grito de espanto impulsó a Marteen a sujetar la mano tendida, en el mismo momento en que los ladrones llegaban a su altura. Se libró justo a tiempo. Los cuatro hombres dieron media vuelta.
—Apresurémonos —dijo el desconocido a Marteen—. Bordearán la orilla y nos alcanzarán.
El hombre condujo a Marteen por el puente de madera tendido sobre el Tíber. Como había previsto, los cuatro hombres surgieron tras ellos; Marteen, con los pies petrificados por el frío, tenía dificultades para seguirle. Acabó por caer a medio camino. Pero, para su gran sorpresa, sus agresores renunciaron a perseguirle y volvieron atrás.
—¿Qué les pasa? —dijo inquieto.
—Estos granujas pertenecen a una banda de barrio. Al franquear el puente, penetramos en un distrito dominado por otro grupo de malhechores. Nuestros perseguidores no se arriesgarán, en ningún caso, a ser descubiertos en un territorio que no es el suyo.
Entonces Marteen reconoció el rostro de su salvador: ¡se trataba de uno de los hombres que le habían ofrecido a la mujer pública en La Muñeca Violeta para celebrar su partida de Roma!
—¿Cómo me ha encontrado?
—Levántese —le dijo Benedicto Gui—. Hablaremos más tarde.
Benedicto arrastró al flamenco al otro lado del río, por las callejuelas laberínticas del Trastevere, hasta un vasto taller de vidriería que dominaba el Tíber. Entraron en el edificio por un tragaluz que habían dejado abierto bajo los tejados.
Lo interesante de estos talleres era que el fuego de sus hornos nunca se apagaba, porque volver a encenderlos por la mañana requería más madera que mantenerlos a bajo consumo durante la noche. En el recinto reinaba un calor muy bienvenido en invierno.
Los dos hombres pasaron al otro lado de las reservas de arena y de plomo y eligieron un rincón donde podrían hablar sin que los descubriera el aprendiz que pasaba de vez en cuando a vigilar los hornos.
Marteen trataba de calentarse las manos y los pies friccionándoselos.
—¿Cómo me ha encontrado? —repitió en voz baja.
Benedicto sonrió y dijo:
—Salí poco después que usted de La Mano de la Bella Catalina. Los cuatro bandidos deben de haber visto en la taberna la bolsa que agitaba con cierta inconsciencia, y esperaron el momento y el lugar oportunos para atacarle. Luego no hice más que desviar su atención con ayuda de una honda.
Le mostró su imponente arma normanda.
—Usted ha hecho lo más importante al tener suficientes agallas para escapar de ellos —añadió.
—¡Que Dios le bendiga, amigo! Me ha salvado de una buena. Mañana me voy de Roma, ¿cómo podré devolverle el favor? ¿Quién es usted?
Gui sacudió la cabeza.
—Digamos que soy uno de esos hombres que tienen por costumbre ganarse su bebida y su comida satisfaciendo la curiosidad de otros...
Marteen sonrió.
—Ya veo. Un confidente. Conozco a la gente como usted. .. Roma no sería nada sin su red de espías e informadores, estoy bien situado para saberlo. Pregunte, y contestaré siempre que pueda, si esto puede favorecerle.
Benedicto aprobó el trato.
—Le he oído quejarse de tener que volver al condado de Flandes con Karen Rasmussen. Su hermano, el cardenal, ¿sucumbió en un accidente, como pretende la policía? ¿O fue asesinado, como murmura la voz popular?
Marteen tuvo un momento de duda, pero luego se dijo que estas preguntas no tenían nada de extraordinario, ya que toda la ciudad hablaba de aquello desde hacía dos días.
—Sí, fue asesinado con un golpe de espada —concedió—. Por otra parte, esto es algo extraordinario, porque, por lo que sé, no existía en Roma un hombre que se preocupara más por su seguridad que mi señor Rasmussen. Ni siquiera el Papa. El cardenal se sabía rodeado de enemigos dispuestos a todo para desembarazarse de él. Ni el hierro ni el veneno podían alcanzarle. Y sin embargo... Antes de morir encontró fuerzas para herir a su asaltante: un mercenario vestido de negro que encontraron tendido cerca de su cuerpo.
—¿Tiene alguna idea de quién estaba detrás del crimen?
Marteen frunció las cejas.
—Mientras asistía a la procesión de altas personalidades que habían venido a honrar sus restos, estaba persuadido de que uno de ellos era el responsable de su muerte. Las intrigas en Letrán son abominables...
Levantó el índice para dar fuerza a sus palabras.
—La hermana de Rasmussen también está convencida de esto. De ahí su prisa por marcharse: ¡quiere huir de Roma y de sus complots!
Benedicto esperó a que saliera el muchacho de los hornos, que había entrado hacía un momento, para murmurar:
—¿Por qué Rasmussen tenía tantos enemigos? ¿Qué le incitaba a protegerse tanto?
Marteen suspiró.
—En primer lugar, Henrik Rasmussen era el adversario más feroz del canciller Artemidoro de Broca. Es sabido que el que se atreve a enfrentarse a su autoridad puede temer cualquier cosa, incluido el perder la vida. A pesar de todo, Rasmussen se sentaba en la Sagrada Congregación; un colegio que decide sobre las solicitudes de nuevos santos. ¡Imagine que, en treinta años, ha debido de hacer fracasar más de doscientas candidaturas de siervos de Dios!
—Esto no debía complacer a todo el mundo...
Marteen asintió.
—¡Estas candidaturas eran defendidas por prelados, príncipes, ciudades y pueblos enteros! Rasmussen recibía cartas intimidatorias. Se inventaron fábulas para arruinar su reputación, trataron de corromperle. En vano. No quedaba más que eliminarle...
Benedicto no estaba sorprendido. Las indicaciones proporcionadas por el padre Cecchilleli sobre Rasmussen lo describían como un hombre inexorable y apegado a su puesto de promotor de justicia.
Entonces condujo la conversación hacia un cierto muchacho llamado Rainerio, que creía que trabajaba al servicio de Rasmussen y que parecía haber desaparecido. Afirmó que le pagarían una buena suma si descubría alguna cosa sobre él.
El rostro de Marteen se iluminó. El flamenco no podía estar más satisfecho: estas coincidencias le permitirían saldar su deuda con su salvador; ¡sí, conocía a Rainerio!
—Desde hace dos años trabajaba con monseñor Rasmussen —dijo—. ¡No sé cómo un muchacho como ese llegó a hacerse asistente de un prelado tan importante! No tiene una familia que pueda favorecerle ni apoyos de ninguna clase en Roma. Ayudaba a Rasmussen a constituir los alegatos presentados a la Congregación.
—¿Rasmussen y Rainerio trabajaban últimamente? Estamos privados de Papa desde hace casi un año. Solo el Sumo Pontífice puede autorizar una santificación; ¿cómo podría celebrarse un proceso de canonización?
Marteen se encogió de hombros.
—A partir de su nombramiento, cada nuevo Papa se apresura a santificar a un buen número de bienaventurados, para señalar con sus elecciones el inicio de su apostolado. Es un asunto altamente político. Rasmussen se preparaba para los numerosos procesos que pronto iban a instruirse. Pero desde hace algún tiempo, Rainerio faltaba mucho, trabajaba a regañadientes, venía cada vez menos al palacio. Rasmussen se quejaba.
Benedicto volvió a pensar en las revelaciones de Tomaso, el amigo de Rainerio, que había hablado de un temperamento melancólico, o asustadizo. «La próxima vez que oigas hablar de mí, ya puedes resignarte a no volver a verme con vida.»
El flamenco continuó:
—Hasta el punto de que la semana pasada tuve que enviar a dos hombres a buscarle. Benedicto dio un respingo.
—¿Los dos hombres que fueron a buscarle a su casa, estaban bajo las órdenes de Rasmussen? —preguntó.
Marteen asintió.
—¿Quiénes eran?
—Agentes de Letrán asignados a la seguridad de la Congregación. Esto ocurrió el día de la muerte de Rasmussen. Rainerio nunca llegó a presentarse en el palacio. Sin duda le impresionó ver el lugar invadido por la policía. Desde ese día no he tenido noticias de él.
—¿Y los dos guardias? ¿Qué dicen?
—Su informe asegura que cumplieron su misión hasta el final: según ellos, condujeron a Rainerio al palacio de Henrik Rasmussen.
Benedicto permaneció un momento silencioso. Ahí había un elemento de peso. Aún difícil de circunscribir, pero que debía de ser capital.
Marteen había conseguido calentarse y reponerse de sus emociones, apoyado contra la arena, aún sin manto ni zapatos.
Benedicto preguntó de nuevo:
—¿Podría decirme en qué expedientes de canonización trabajaban Rasmussen y Rainerio estos últimos tiempos?
El flamenco sacudió la cabeza.
—Yo no me cuidaba de esos asuntos... Solo sé que en estos últimos meses estaban ocupados con un problema ligado a un pueblo llamado Cantimpré.
—¿Cantimpré?
—Sí, el pueblo de los milagros.
Como mucha gente en Roma, Benedicto había oído hablar de ese pequeño pueblo del Quercy donde, según decían, hacía cinco o seis años que se había producido un gran número de prodigios inexplicables. Pero, al parecer, aquello había sido el parto de los montes, porque ya nadie hablaba de Cantimpré.
—Por lo demás —añadió Marteen—, por orden de su hermana Karen, quemé todos los documentos de Henrik Rasmussen. Ardió hasta el último. Nadie sabrá nada. Jamás.
—Si quisiera descubrir los trabajos de la Sagrada Consagración para saber más —dijo Gui—, ¿cómo debería hacerlo?
Marteen sonrió.
—No sueñe. ¿Tiene idea de lo que representa ese colegio de prelados? ¡No es poca cosa elegir a un santo! Imagine que la Sagrada Congregación cayera en manos de los enemigos del papado... Por eso es tan secreta. Los miembros cambian con frecuencia, se reúnen en lugares diferentes y sus debates nunca se consignan por escrito. He pasado los diez últimos años junto a Rasmussen, y ni un hecho, ni un solo indicio, ha llegado a mi conocimiento.
—¿Y Karen Rasmussen?
Marteen se encogió de hombros.
—Oh, ella solo piensa en huir y en enterrar a su hermano en Tournai. Siempre ha odiado Roma. El asesinato, y sobre todo el empeño de la curia en querer hacer creer a la ciudad que se trata de un accidente, no han hecho más que avivar su repugnancia. ¡E imagine que me lleva con ella...!
Benedicto comprendió que el flamenco iba a volver a empezar con su canción. Después de haberla soportado ocho veces en el curso de la noche, estimó que había llegado el momento de separarse.
Le invitó a coger un desvío por el sur de la ciudad hasta el siguiente puente para evitar caer de nuevo en manos de sus agresores.
Él, por su parte, volvió a cruzar el puente Sublicius, que los había salvado.
De vuelta en la otra orilla del Tíber, dirigió una señal de agradecimiento a sus amigos instalados en la orilla.
Los lavadores habían cumplido admirablemente con su trabajo en el caso del pobre Marteen...
8
En Toulouse, el padre Aba se dirigió a la rué des Acacias, a la forja de un tal Souletin, célebre cuchillero y armero que había hecho fortuna suministrando armas a los cataros y a los católicos.
El padre Aba llevaba consigo la espada que había servido para matar al pequeño Maurin.
«Si este modelo de hoja corta está catalogado, si se ha realizado por cuenta de un regimiento o una guardia señorial, tengo bastantes esperanzas de descubrirlo aquí.»
La forja estaba situada en el antiguo hangar de un tallador de piedra. Aba tuvo que esperar una hora entre los hornos y el estruendo del martilleo de los artesanos sobre los yunques. Vio grupitos de niños que corrían cargados de madera y de balas de paja para alimentar las llamas. Otros se mantenían en equilibrio sobre fuelles gigantescos que hacían funcionar con su peso. El sacerdote se dijo que algunos de ellos debían de haber sido colocados aquí como aprendices por el hospicio de niños desamparados de la rué du Guet.
Por fin lo introdujeron en el despacho del propietario del lugar. El maestro Souletin era un hombrecillo de unos sesenta años, con las manos y el rostro salpicados de marcas de quemaduras. Su manto de terciopelo y su collar de plata hablaban de la amplitud de su éxito. Los muros de su gabinete estaban adornados con espadas, sables, lanzas y pujas, pero también con herramientas cortantes para el trabajo en los campos.
El padre Aba le presentó su arma.
Souletin la cogió y quedó sorprendido por su ligereza.
—Es manejable, la prensión es excelente, el tamaño un poco corto, pero los dos gavilanes están bien rectos y la empuñadura está anillada como es debido.
La examinó más de cerca.
—De todos modos, el filo es irregular y está picado. El metal debe de ser impuro; las bandas abombadas para el corte van en contra de las leyes legadas por los normandos.
Se encogió de hombros.
—Esta espada no me recuerda nada. Me inclino a creer que es un arma de pacotilla; no respeta ninguna de las reglas, sin duda por falta de tiempo y de medios. ¿Me permite?
Colocó la espada plana, con el extremo fijado en un puntal, y luego le descargó un potente golpe con la palma de la mano. Aunque esperaba que se curvara, la hoja no se deformó ni un milímetro. Repitió el golpe. Inútilmente.
Sorprendido y molesto al ver que su vaticinio no se había confirmado, Souletin exclamó:
—¡Ahí la tienes, tan recta como una espada de arzón!
—¿Qué debe uno pensar? —preguntó Aba.
El armero inspeccionó el pomo y la base de la hoja a su entrada en la guarda.
—No hay ningún troquelado. De modo que no es un arma forjada por un taller famoso...
Levantó de nuevo la fina espada en el aire. El padre Aba le veía cada vez más admirado.
—Para combinar una ligereza como esta con semejante resistencia —continuó—, se habrán necesitado conocimientos nuevos y mucho dinero. En nuestra profesión, no se innova a bajo precio. ¡Lo que daría por conocer al maestro que ha originado esta proeza! ¿Cómo la ha conseguido?
—De manos de una banda de mercenarios.
Souletin frunció el ceño.
—En mi opinión, estos tipos no estarán a sueldo de un cualquiera. Ha de ser un gran señor, un rey, o incluso la Iglesia.
—¿La Iglesia?
—Desde hace dos siglos persigue a los rebeldes heréticos; nosotros le debemos algunas novedades valiosísimas. Al no tener un ejército regular, cuando un señor le niega el concurso de sus soldados, se ve obligada a enrolar hordas de mercenarios y a armarlos.
Souletin hizo llamar a tres de sus mejores obreros para recoger su opinión sobre la espada. Todos se quedaron estupefactos por el arma. Uno de ellos habló incluso de un milagro. Pero ninguno pudo pronunciarse sobre su origen.
—Dícteme su precio —exclamó Souletin, que quería conservar ese modelo para estudiarlo—. ¡Puedo cambiárselo por algunas piezas raras de mi forja por las que podría sacar un buen dinero en Toulouse!
Pero Aba rechazó la oferta.
—Aún debe hacerme un servicio.
Souletin insistió, quiso servirle de beber y de comer, le invitó a su casa, pero todo fue inútil.
—Solo he venido a consultarle para conocer el origen de esta arma —replicó el padre Aba.
Souletin movió la cabeza.
—Dispongo aquí de las mejores reproducciones de espadas utilizadas en las guerras que desangraron a los albigenses. Poseo ejemplares de hojas descubiertas en Oriente desde la recuperación de Tierra Santa y creo saberlo todo del producto de las forjas de Brindisi a París, de París a Aix—la—Chapelle y de Aix—la—Chapelle a Cádiz. Esta espada no aparece en ningún sitio en mis obras. ¡Si alguna vez la vende, le pido la preferencia!
—Lo recordaré, maestro Souletin. Gracias.
Y el padre Aba abandonó el taller.
Volvió, pensativo, hacia la posada.
«¿La Iglesia?...»
Entró en La Imagen de Nuestra Señora dispuesto a partir de inmediato. Otro huésped compartía ahora su habitación. El hombre gruñó al descubrir que no estaba solo, pero Aba le tranquilizó al anunciarle que su partida era inminente. Contó el dinero que le quedaba para cambiar la mula ofrecida en Narbona por Jacopone Tagliaferro por una cabalgadura mejor. Pero cuando estaba guardando sus cosas, oyó que alguien vociferaba en el piso inferior.
Unos hombres habían entrado en la posada y reclamaban al «tuerto».
El padre Aba se quedó paralizado.
Unos pasos que se acercaban resonaban en la escalera. Aba miró a su alrededor, sintiéndose atrapado; echó una ojeada por la puerta y vio a varios hombres armados, escoltados por el posadero, que se dirigían a su habitación.
Sin calcular sus posibilidades, y para estupefacción de su vecino, saltó a través de la ventana con el postigo mal cerrado. La caída fue terrible y estuvo a punto de empalarse en el regatón de una valla. Con el tobillo dolorido, se levantó para huir y eligió una callejuela oscura, atestada de detritus, que arrancaba de la parte trasera de la posada.
Oyó gritos que daban la alerta desde la habitación; su compañero de cuarto había hablado.
Al llegar a la esquina de la casa, mientras trataba de perderse entre la multitud, le detectaron dos mocetones que, en cuanto le vieron, llamaron a sus compañeros.
En unos instantes, sin darle tiempo a escapar, una cuadrilla de bandidos sucios y apestosos, de mirada aviesa lo atraparon, se lanzaron sobre él y le arrastraron hasta una plazoleta, que se vació de ocupantes en cuanto llegaron.
—Y bien, ¿es él? —gruñó uno de ellos.
Un joven se aproximó. Se apartaron para dejar que se acercara a Aba. El sacerdote le reconoció enseguida: era uno de los tres artesanos que Souletin había mandado llamar para que examinaran su espada; el que había hablado de milagro.
El hombre asintió con un rápido movimiento de cabeza.
—Es él —afirmó—. No hay error posible.
9
Perrot se encontraba solo bajo una tienda en medio del bosque con Até y la banda de hombres de negro. Se hacía de noche. Los únicos sonidos que llegaban hasta él eran los de los caballos que dormían de pie y el crepitar de la fogata.
De pronto:
—Es por aquí...
—No hay ningún peligro...
—Seguidnos...
Unos hombres hablaban en voz baja.
—No hagáis ruido...
—Todo está previsto...
—Ya estamos...
Perrot se levantó: ¡las voces se estaban acercando! Tenía las piernas trabadas por cadenas y no podía huir. La lona de la tienda se entreabrió. Un hilo de luz penetró y una gruesa mano enguantada se tendió hacia él.
—¡Acércate!
Asustado, el niño obedeció.
Sacó la cabeza y se encontró cara a cara con dos hombres de negro de la cuadrilla de Até, que acompañaban a un tercer hombre cubierto con un gran manto de terciopelo y a dos mujeres ocultas bajo capas forradas de armiño.
—¡Es él! —exclamó una mujer. Los guardias le pidieron que hablara a media voz. Los tres nobles personajes miraban a Perrot con fascinación.
—¿Estáis seguros de que me hará tener hijos? —preguntó una de las mujeres.
—¿Puede curar abscesos? —dijo el hombre, asombrado.
—¿Hará morir a mi marido? —interrogó la segunda mujer.
—Pagadnos y lo veréis —respondió un guardia.
—Este muchacho lo puede todo —aseguró el otro.
Subyugado, el hombre del gran manto sacó una bolsa de cequíes y se la entregó.
—Mañana lo conduciréis a mi castillo —comentó—, ¡y si decís la verdad, seréis más ricos de lo que nunca habíais imaginado!
Los guardias sonrieron satisfechos.
Una de las mujeres se acercó a Perrot y levantó la mano para acariciarle la mejilla, pero el niño retrocedió instintivamente, como un perro demasiado acostumbrado a recibir golpes.
—No tengas miedo, pequeño... Pasó los dedos por los rubios cabellos. A continuación, todo se desarrolló a una velocidad vertiginosa.
La mujer sonreía a Perrot, pero sus labios se petrificaron y una bocanada de sangre rubí brotó de ellos. ¡La punta de una espada acababa de aparecer entre sus senos, atravesándola de parte a parte!
En unos segundos, a los dos guardias y a sus tres invitados los pasaron por el filo de la espada.
Até de Brayac había sorprendido el trato.
—¡Todo el mundo a caballo! —aulló, ebria de cólera.
Hizo reunir a todo el grupo a su alrededor.
—A partir de ahora nadie se acercará al muchacho. Mataré con mis propias manos a cualquiera de vosotros que desobedezca.
Se llevó al chico con ella, como si fuera la cosa más importante de su vida.
10
Benedicto Gui se despertó sobresaltado. Con la cabeza aturdida por la noche pasada siguiendo a Marteen por las tabernas, y luego estudiando, de vuelta a su casa, los documentos que poseía sobre el pueblo de Cantimpré mencionado por el flamenco, se había dormido mucho más tarde de lo que acostumbraba. Pero no había sido el dolor de cabeza provocado por la ebriedad, ni tampoco la hora tardía lo que había hecho que se incorporara en la cama: unos ruidos inhabituales llegaban de la calle.
Fuera ya se había hecho de día. La luz entraba en la habitación por dos finas ventanas, una cerrada con un postigo; la otra obstruida por una columna de libros.
Benedicto Gui, que tenía un oído ejercitado, no reconoció los sonidos habituales de los transeúntes o los tenderos: oía, en su lugar, el entrechocar de hierros de lo que parecía ser una soldadesca numerosa.
Y la tropa acababa de detenerse cerca de su puerta. Se levantó de un salto de la cama y se deslizó hasta la ventana oculta tras la pila de obras. Desplazó algunos libros para observar la calle. No le sorprendió constatar que una quincena de soldados estaban apostados delante de su tienda. Reconoció a Marco degli Miro de espaldas.
«Me hago viejo —se dijo Benedicto—Yo que pensaba que les llevaría tres días detenerme... ¡Uno solo será suficiente!»
Se vistió a toda prisa, cogió la bolsa donde guardaba sus ahorros y los dos ducados de oro que le quedaban de Máximo de Chênedollé, recogió también la piedra rojiza y el saquito de polvo blanco que había puesto a un lado y lo hizo desaparecer todo en el dorso de su cinturón.
Un primer golpe violento resonó en la puerta de abajo.
Sin responder, se enfundó en su manto negro.
El jefe de la guardia ordenaba que abrieran la puerta, amenazando con reventarla si no le obedecían.
Benedicto se plantó ante una estantería de libros. Tiró de ella, y una sección de la librería se abrió girando sobre unos goznes. Se deslizó por la salida secreta que camuflaba y cerró el mueble tras él. Atravesó un pasillo estrecho y sin luz hasta llegar a una trampilla que daba acceso a los tejados. Trepó a un escabel dispuesto para ello y salió con algunas dificultades, agarrándose a unas tejas viejas y resbaladizas. Después dio unos pasos en dirección a una plataforma donde se encontraba una escalera de madera que le conduciría a una calle perpendicular a su tienda.
Benedicto se paró en seco: ¡la escalera había desaparecido!
Una voz se elevó entonces a su espalda y sintió la punta de una espada entre sus omóplatos.
—¡Benedicto Gui, esperaba más de un hombre de recursos como tú!
Benedicto giró lentamente la cabeza y tardó un momento en reconocer al hombre que se dirigía a él; le parecía imposible encontrarlo allí, en su tejado, al alba: Fauvel de Bazan, el protegido de Artemidoro de Broca, escoltado por cuatro soldados.
Benedicto palideció. En Roma, Fauvel de Bazan encarnaba la corrupción, la impunidad y la perversidad de toda la curia. El pueblo conservaba un fondo de indulgencia por su viejo señor Artemidoro, pero concentraba en Bazan todo su odio.
Como todos los romanos, Benedicto sabía quién era, qué aspecto tenía y de qué era capaz.
—¡Conocemos este pasaje desde mucho antes de tu instalación en Roma! —le dijo Fauvel—. Los antiguos propietarios de tu tienda lo utilizaban para sus trapicheos.
Le empujó brutalmente hasta el interior de la casa.
Mientras tanto, Marco degli Miro había ordenado reventar la puerta y había hecho entrar a sus hombres.
Todos se encontraron en la sala de la planta baja.
Benedicto, inquieto por la importancia del dispositivo que habían puesto en marcha para su arresto, cruzó una mirada con Marco degli Miro, que le hizo una discreta señal, como si quisiera decirle: «¿No te había advertido que te mantuvieras apartado de este asunto?».
Bazan observó los anaqueles de sus libros y sus documentos, pasó los dedos enguantados de blanco sobre un busto de Empédocles, cerró la tapa de plomo del cuerno de tinta del escritorio; todo con un aire negligente lleno de afectación.
—Hace mucho tiempo que espero este día —murmuró—. ¡Nunca admití la ligereza con la que la policía y los jueces de esta ciudad te dejaban jugar impúdicamente al buen samaritano, atacar a los poderosos, inundar las salas de audiencia con tus alegatos de lógico...!
Benedicto estaba al corriente de que su actividad de desfacedor de entuertos era mal vista por las autoridades.
—Es necesario que alguien se ocupe de eso —se atrevió a responder—. Roma no está exenta de iniquidades, y muchos de sus pobres no tienen a nadie a quien dirigirse.
Fauvel de Bazan se encogió de hombros.
—Tienen a los sacerdotes y a los obispos. La justicia está por entero en manos de los representantes de Dios.
—Pero qué les queda cuando son precisamente los obispos los que comprometen los derechos y...
Benedicto no pudo acabar su comentario; Fauvel de Bazan se abalanzó sobre él y le molió a golpes. Inmovilizado por dos guardias, Gui se dobló bajo los puñetazos del secretario del canciller. La sangre le brotó de la nariz y le manchó la barba.
—¿Ves? —continuó Fauvel de Bazan, jadeando—, es exactamente lo que repetía a los que les parecía que eras un buen muchacho, un «mal necesario» para asegurar la tranquilidad del populacho: ¡tú eres un impío, Benedicto Gui! Mis agentes lo han descubierto, no asistes a ningún sermón, profesas ideas que desafían el dogma, ocultas tu vida como esos herejes culpable de pensamientos y acciones inconfesables, llevas la barba como el apóstata. ¡En realidad, tú desprecias a la Iglesia!
Le levantó la cabeza sujetándole por los cabellos.
—Si me hubieran escuchado, no serías más que un montón de cenizas desde hace tiempo.
—¿Qué me reprocháis? —consiguió articular Gui, con el rostro descompuesto por el dolor.
Fauvel de Bazan sonrió. Retrocedió dos pasos y continuó en tono tranquilo, como si no hubiera sucedido nada:
—Uno se levanta una mañana, una muchacha inocente entra a verle para reclamar ayuda para el caso de su hermano desaparecido y, ¿cómo decirlo...? Uno pierde su tranquilidad ¿Sabremos nunca cuál fue el detalle que provocó nuestra caída?
—¿Zapetta? —dijo Benedicto, preocupado—.Trato de descubrir qué le ha ocurrido a su hermano. ¿He cometido con eso algún acto execrable a los ojos de Dios?
Fauvel de Bazan sacudió la cabeza.
—No empieces con tu retórica conmigo. Tienes un auténtico talento, Benedicto: la previsión. Sabes evitar un mal o, mejor aún, atenuar sus efectos cuando se producen. Puedo valorar tus méritos porque estamos hechos de la misma pasta, tú y yo, Pero resulta que nada resiste mejor a la voluntad metódica de una mente fría y calculadora...
Sonrió.
—... que otra voluntad metódica, fría y calculadora. Hizo un gesto con la mano y Marco degli Miro se acercó.
Llevaba un saco de tela negra que entregó a Fauvel de Bazan. Este deshizo el nudo de cuerda que estrangulaba la abertura y luego vertió el contenido sobre el escritorio de Benedicto Gui.
Una cabeza humana rodó.
Era la de Marteen, el flamenco, con el rostro amoratado, los labios negros, el cuello rebanado de un golpe preciso. Benedicto reconoció con espanto los rasgos del personaje del que se había separado unas horas antes.
Bazan prosiguió, satisfecho del efecto conseguido:
—Eres el último en haber visto a este personaje vivo. Para Marco degli Miro y la justicia romana, eres, pues, el primer sospechoso. Y, sin dificultad, serás juzgado culpable de este crimen odioso. Tus amigos los lavadores saben que tengo el poder de hacer que vayan a reunirse con la cohorte de cadáveres inmundos que saquean en las orillas del Tíber. Testimoniarán contra ti desvelando tu simulacro de la noche pasada con este hombre de Rasmussen. Y esta vez, el brazo secular se abatirá sin vacilar contra el asesino Benedicto Gui.
Benedicto no guardaba rencor a los lavadores por su traición; conocía los medios de intimidación que podían desplegar Bazan y la cancillería.
El secretario de Artemidoro de Broca miró una vez más los anaqueles de la tienda de Gui y dijo a sus hombres:
—Llevaos todo esto a Letrán. Quiero examinar con detalle hasta el más pequeño pergamino, hasta el menor indicio de investigación.
Y a Benedicto:
—En cuanto a ti, te conducirán a las prisiones de Matteoli Fio, donde te interrogarán.
Unos calabozos inmundos a orillas del Tíber, eso eran las celdas de Matteoli Fio, un verdugo de Sicilia que había perfeccionado su arte en el curso de sus viajes por Asia. Benedicto le conocía porque lanzaba sus cuerpos en pedazos al río por una boca de desagüe y los lavadores los recuperaban para venderlos a anatomistas curiosos perseguidos por la Iglesia.
Los guardias le ataron las muñecas.
Entonces recordó las advertencias de su amigo Salves Conti sobre las desavenencias en Letrán. ¿Qué podía haber empujado a Fauvel de Bazan a intervenir de ese modo, en persona? Si la cancillería era culpable de la muerte de Rasmussen, ¿lo sería también de la desaparición de Rainerio el mismo día?
Marco degli Miro le observaba con un fondo de tristeza amistosa.
Benedicto levantó los ojos hacia el secretario de Artemidoro de Broca y le dijo con voz tranquila:
—Os equivocáis. La mañana en que Zapetta entró en mi tienda, no fui yo quien perdió su tranquilidad, sino vos...
Fauvel de Bazan se encogió de hombros y ordenó que se lo llevaran.
Fuera, una multitud se había acumulado delante de la tienda de Benedicto. Los niños corrían de calle en calle y de puerta en puerta para anunciar su arresto. Los hombres y las mujeres se apartaron para dejar pasar a la tropa armada y al prisionero.
Todos se dieron cuenta de que le habían maltratado.
Fauvel murmuró al jefe de la guardia:
—Abrid los ojos.
El populacho escoltaba al grupo, que avanzaba lentamente. La multitud crecía.
Benedicto reconoció entre las filas de espectadores numerosas caras amigas: gente a la que había ayudado; ancianas que le veneraban; a Mateo, el sobrino nieto de Viola; a Porticcio, que había intentado desesperadamente que se casara con alguna de sus hijas; a un antiguo cruzado con el que discutía sobre la doctrina de los mahometanos.
Por su parte, Fauvel de Bazan observaba a la multitud; los rostros de la gente expresaban tristeza o interrogantes.
Benedicto avanzaba rodeado de soldados que impedían acercarse a los romanos. Hombres y mujeres se pusieron a darle las gracias desde lejos, algunos incluso le gritaron su gratitud desde las ventanas. Algunos niños le saludaban, deslizándose entre las piernas de sus padres.
A Fauvel le intranquilizaban estas manifestaciones espontáneas de apoyo.
Desde la salida de la tienda, el grupo no había recorrido más de una cincuentena de metros.
En ese momento, la plataforma de una carreta que trazaba la curva de la primera calle adyacente, perdió su carga de virutas de madera delante del pelotón. Enseguida se produjo un gran alboroto, con gritos y movimientos nerviosos en torno al accidente. Marco degli Miro, preocupado por el gran número de romanos que ocupaban la calle, ordenó a sus quince hombres que blandieran sus gujas. Por orden de Fauvel, algunos de ellos acudieron en ayuda del carretero para acelerar la recogida de las virutas.
Pero repentinamente, de una ventana situada en el último piso de una casa antigua, salió proyectada una larga cuerda que cayó cerca de Benedicto. En el mismo instante, una decena de hombres surgieron de entre la multitud y empujaron a los soldados de Marco degli Miro. Fauvel de Bazan fue derribado. Benedicto sujetó la cuerda con las manos y corrió a apoyarse con los pies en la fachada. Dando a la cuerda un movimiento de oscilación lo levantaron por los aires. ¡Parecía correr sobre la casa, como hubiera hecho un ser sobrenatural, antes de desaparecer tras la ventana!
El jefe y sus guardias se quedaron estupefactos por la rapidez de la evasión. Un hurra formidable acompañó el vuelo de Gui. Surgido de la via delli Giudei, el clamor resonó en todo el barrio.
—¡Atrapadlo! —aulló Fauvel de Bazan, mientras los soldados se enfrentaban con el pueblo. Los guardias cercaron la casa.
Pero cuando Fauvel llegó a la habitación que había utilizado Gui para fugarse, no encontró a nadie, ni un indicio que revelara la dirección que habían tomado el fugitivo y sus cómplices.
Habían transportado a Benedicto por los aires gracias a un ingenioso mecanismo de poleas y pesos.
—Pero ¿cómo es posible? —soltó Marco degli Miro al descubrir el procedimiento.
Un peso de ciento veinte libras, una cuerda de cáñamo, ocho poleas dobles y cuatro locos habían sido empleados para extraerlo de la calle.
Fauvel de Bazan se encogió de hombros.
—Era de temer que el pueblo vendría en su ayuda. Gui debe de haberlo previsto todo. Si hubiéramos optado por un camino diferente al salir de su tienda, os garantizo que habríamos tropezado con otros dispositivos. Sabía que un día lo detendrían...
Se acercó a la ventana y observó a la multitud que se dispersaba para escapar a las represalias.
—Dios sabe dónde y cuándo le veremos reaparecer...
Al llegar a lo alto del edificio, Benedicto se había deslizado por los tejados hasta la casa vecina, desde donde había vuelto a bajar, con ayuda de una escalera, hasta una callejuela.
Allí le esperaban cuatro hombres que, vestidos con el mismo manto negro que él, se habían dispersado por el barrio para confundir a sus perseguidores.
Benedicto se enterró en una carreta de paja y luego, cuatro calles más lejos, en otra con viejas piedras. En menos tiempo del que Fauvel necesitaba para dar la alerta y ordenar que se cerraran las puertas de la ciudad, el fugitivo había abandonado Roma.
Benedicto pidió entonces a uno de sus partidarios que volviera a la ciudad y enviara al pequeño Mateo a asegurarse de que Zapetta y sus padres estuvieran a salvo. Si los encontraba, los debía forzar a refugiarse en casa de su amigo Salvestro Conti, ¡sin advertir a nadie de su paradero!
—Mateo sabrá dónde encontrarme.
Luego desapareció solo, en los bosques que corrían a lo largo de la via Flaminia, no lejos de las orillas del Tíber...
11
En Toulouse, el padre Aba fue arrastrado por sus secuestradores hacia uno de los barrios de peor fama de la ciudad, al otro lado del Garona. Ni una sola persona esbozó el menor gesto en su dirección; incluso la gente de armas apartaba la mirada como si no ocurriera nada. Grupos de niños harapientos los seguían lanzando gritos.
El sacerdote estaba convencido de que Souletin, el armero, al no conseguir que le cediera su misteriosa espada, había decidido emplear otros medios contra él.
Los colosos le llevaron hasta una prisión situada junto a un antiguo palacio capitular de la ciudad, ahora en ruinas.
Por un curioso giro del destino, esta vasta prisión se había convertido en el cuartel general de la tropa de bandidos más peligrosa del país. Estos criminales residían en las mismas celdas que en otro tiempo debieron privarles de libertad.
Al entrar allí, el padre Aba descubrió al desecho de la sociedad tolosana. Antiguos forzados, renegados, prostitutas, viejos paladines, echadoras de cartas, asaltantes de caminos, evadidos, proscritos... la hez del género humano. Pudo ver incluso a niños pequeños con el cuchillo en la cintura, que jugaban con perros famélicos.
Este pandemonio estaba bañado en la luz amarilla de una multitud de cirios de cinco pies de altura robados en las catedrales. Los muros parecían atacados por la lepra, reinaba un frío terrible y el aire estaba cargado de olores infectos. Las paredes de los calabozos habían sido en parte derribadas para ampliar el espacio y facilitar el paso.
Al padre Aba lo arrojaron al suelo de la celda más amplia. La habitación, embellecida con tapices y velos, muebles de madera preciosa, cajas desbordantes de riquezas robadas, candelabros de oro y aceites perfumados en copas de nácar, no tenía nada que ver con el resto de la prisión. Un sultán hubiera aceptado residir en un calabozo como aquel.
Aba distinguió a un hombre que se encontraba plantado ante él, vestido con una coraza de metal. Era gigantesco, bastante joven, con la barba anudada en dos finas trenzas que le caían a ambos lados del mentón y una espesa cabellera que le dejaba la frente despejada; una cuchillada le desfiguraba el rostro. Le faltaba un dedo de la mano izquierda y le habían arrancado los incisivos. Aba comprendió que este hombre había sobrevivido a sesiones de tortura.
Un movimiento casi imperceptible en el fondo de la habitación le hizo descubrir la presencia de un segundo personaje: un hombre muy viejo de cabeza cana, con la piel agrietada, envuelto en gruesas mantas. Por su aire inexpresivo, Aba comprendió que era ciego.
El gigante sostenía la espada de Cantimpré entre las manos. La miraba con aire severo. Aba distinguió, abierto sobre un taburete, su talego de viaje, que le habían arrebatado después de la fuga de la posada.
Se dijo que el hombre de Souletin que le había denunciado y estos bandidos debían de conocerse de algún modo.
—¿Quién eres? ¿Cómo te has procurado esta arma? —preguntó el gigante.
La voz se correspondía con el personaje: grave, severa, tajante.
—Soy el padre Guillermo Aba, sacerdote franciscano de una pequeña parroquia del Quercy llamada Cantimpré. Uno de los niños de mi pueblo fue secuestrado por una banda de hombres de negro. Uno de ellos abandonó esta espada. Desde entonces trato de saber de dónde procede y qué se ha hecho de los secuestradores. Quiero encontrar a mi chico. Nada más...
Al oír estas palabras, el gigante frunció las cejas y, detrás de él, el anciano se irguió.
Con la punta de la espada, el hombre hizo volar el gorro de lana que cubría la cabeza del padre Aba. Aún se distinguía la tonsura en lo alto del cráneo.
—¿Será cierto? —murmuró el hombre—.Te pareces más a un granuja de mi tropa o a un mendigo tuerto que a un franciscano. ¿Sabes quién soy?
—No —respondió Aba.
El gigante pronunció su nombre:
—Isarn.
El sacerdote palideció.
La banda de Isarn era famosa en la región por sus rapiñas, sus violaciones y sus ataques a los grandes señores y a los obispos. Su jefe era generalmente conocido como «el martillo de la gente honrada», aunque otros, más lacónicos, le llamaban «el Carnicero».
Las bandas de truhanes como la suya podían enorgullecerse de poseer una larga historia: la Iglesia, en conflicto, como 1os grandes señores, con la rebelión larvada de los albigenses, había tenido que aliarse con estas hordas de mercenarios para que llevaran la espada en su nombre contra los cataros. Estos bribones eran reclutados por cuarenta días y los obispos les perdonaban todas sus fechorías. Muchos afirmaban que nunca el Cielo había sido ofrecido a un precio tan vil.
Los hombres de Isarn eran los herederos directos de estos mercenarios. La gente los maldecía, pero eran esenciales para la conducción de la política de la Iglesia.
Isarn se sentó en un sitial elevado.
—Muchas personas se verían beneficiadas con mi muerte —dijo—. Sobre todo los aristócratas. El propio rey ha ofrecido una recompensa por mi cabeza. Debo rodearme de hombres fíeles y ocultarme continuamente. Lo mismo ocurre con mi familia. Mi mujer y mi hija son objetivos fáciles para mis adversarios, de modo que viven en un pueblo alejado de Toulouse, en secreto y a resguardo de todos.
El rostro del bandido se ensombreció.
—Pero hace tres días, una banda de hombres de negro secuestró a mi hija. Uno de los míos consiguió ensartar a uno de los asaltantes y me envió su espada.
Sacó una segunda espada, con la longitud del brazo de su sitial, y la mostró al sacerdote; era idéntica a la de Cantimpré.
Aba se levantó. Observó el arma, fascinado. Su hoja reflejaba la luz de las antorchas fijadas en los muros. Isarn continuó:
—Es posible que sea la venganza de una banda rival o de un príncipe al que robé sus tesoros. Si quieres seguir con vida, sacerdote, me dirás lo que sabes para que los encuentre. El padre Aba reflexionaba.
—¿Hace tres días de eso? —exclamó de pronto—.Y ese pueblo, ¿dónde se encuentra? ¿Cuál es su nombre?
Isarn volvió la cabeza hacia el anciano. Este le indicó con un gesto que respondiera.
—Mi familia estaba refugiada en Castelginaux.
El padre Aba pidió permiso para coger los documentos que guardaba en su bolsa. Isarn se lo concedió y el sacerdote desplegó su mapa de la región. Castelginaux estaba situado ocho leguas al sur de Montauban; ni los archivos de Narbona ni las indicaciones de Jeanne Quimpoix lo habían identificado.
Entonces Aba preguntó directamente:
—¿Está seguro de que se trata de una venganza? ¿Su hija...?
Dio un paso adelante.
—¿Cuál era su don?
Isarn palideció. Encolerizado, quiso lanzarse contra Aba, pero el anciano se lo impidió con una simple palabra:
—¡Basta!
La exclamación fue suficiente para frenar al jefe de los bandidos, que volvió a sentarse.
—Acércate —dijo el viejo al padre Aba.
El sacerdote obedeció. Al aproximarse, descubrió el rostro arrugado, la piel macilenta y abotargada por el vino del extraño personaje, sus ojos lechosos, sus orejas puntiagudas y cubiertas de pelos. También él exhibía cicatrices de combates o secuelas de torturas. El hombre estaba arropado en gruesas mantas con motivos orientales.
Aba no se atrevió a preguntarle quién era.
—Dinos lo que sabes —masculló el ciego.
Pero el sacerdote se encaró con él y respondió:
—No les revelaré nada mientras no me hayan conducido a Castelginaux. Alguien podría haber visto allí al niño que busco. ¡Si solo hace tres días que la banda de negro ha actuado, es posible que aún esté a nuestro alcance!
La respuesta irritó al ciego. Isarn se había acercado.
—Mi nombre es Althoras —dijo el anciano, furioso—. Isarn es mi sucesor designado. ¡Si te niegas a hablar, te atormentaremos con mayor encarnizamiento que los dominicos para hacerte confesar lo que sabes!
No fue la amenaza lo que asustó al padre Aba, sino el nombre del ciego. También había oído hablar en varias ocasiones de este personaje desde su llegada a Cantimpré. Althoras tenía la reputación de ser un temible bandido alquimista, que acaparaba tanto las riquezas de los nobles como los descubrimientos y las fórmulas de ciertos nigrománticos famosos. Nadie sabía si todavía seguía vivo; condenado trece veces a ser quemado, y siempre liberado por los suyos, decían de él que era tan rico como el rey de Francia y que había conseguido experimentar en su persona una mixtura secreta que le había hecho inmortal.
—Si hablo —objetó Aba—, ya no tendrán ninguna razón para hacerme compartir lo que saben. Lo he abandonado todo para encontrar a ese niño. Ya no le temo a nadie. Ayúdenme y los ayudaré...
Aba fue arrojado a una celda.
Durante varias horas, Althoras e Isarn verificaron sus palabras, estudiaron su mapa y sus documentos de Narbona, pidieron precisiones a aquellos de entre sus hombres que conocían tal o cual pueblo.
Cuando quedó establecido que Aba era efectivamente el sacerdote de Cantimpré y no un espía, Althoras cedió.
—De acuerdo —dijo.
La partida de la prisión de Toulouse hacia Castelginaux parecía la de un caravasar. Isarn y Althoras no se desplazaban nunca sin el grueso de sus fuerzas, seguidos por mujeres públicas y ladrones de poca monta que confiaban en encontrar algo que saquear a su paso por los burgos. La banda formaba una serpiente que se estiraba por los caminos. Los bandidos iban cargados, porque tenían por costumbre llevar consigo todas sus posesiones.
Aba, pasmado por todo ese tráfago y por la cantidad de personas que tomaban parte en la expedición, comprendió por qué motivo esa banda tenía fama de ser imbatible por los defensores del orden: era más numerosa y estaba mejor equipada que los guardias de la ciudad.
La tropa avanzó en perfecto orden, aterrorizada por la autoridad de sus dos jefes.
Durante el viaje, Althoras se hacía transportar en una litera cerrada. El padre Aba los seguía sobre un asno.
Llegaron a Castelginaux dos días después, en la hora sexta. El cielo de invierno era azul y un viento tenaz helaba a los animales y a los hombres. El pueblo no tenía un aspecto tan destartalado como Cantimpré o Aude—sur—Pont. Un camino de dos toesas de anchura se estiraba cerca de la población y aseguraba su subsistencia en todas las estaciones. Muretes de piedra sostenían las viviendas, los tejados parecían sólidos y los habitantes se vestían como en las ciudades.
Aparte de eso, media docena de casas habían ardido y por todas partes se veían las huellas de combates feroces. La vivienda que servía de refugio a la familia de Isarn había quedado reducida a cenizas; la mujer había perecido entre las llamas después de que le hubieran arrebatado a su hija.
El gigante descendió del caballo. Permaneció inmóvil durante varios minutos; lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas.
Todo el pueblo se reunió para recibir a los bandidos, gritar su cólera e implorar la ayuda de Isarn. Describieron la violencia de los enfrentamientos: los hombres de negro habían surgido en pleno día, empuñando las armas. Pensaban poder imponer orden con facilidad, pero los partidarios de Isarn en Castelginaux habían resistido y arrastrado a la población. Durante un tiempo, la confusión reinó en el campo de los secuestradores. Incluso habían dado muerte a uno de ellos. Pero la respuesta de los hombres de negro no se había hecho esperar: los asaltantes, más avezados a combatir que los campesinos, habían acabado por imponerse. Asesinaron a nueve aldeanos, se llevaron a la muchacha y prendieron fuego a varias casas con la intención de incendiar el pueblo. Luego aprovecharon la negra humareda para desaparecer tan repentinamente como habían llegado, abandonando tras ellos el cuerpo de su compañero.
Althoras pidió que el hombre que le había matado fuera presentado al padre Aba. Se llamaba Leto Pomponio, un lombardo despiadado que pertenecía a la banda de Isarn desde hacía años. Para salvar a la hija de su amo, Pomponio había degollado al hombre de negro y había hecho llevar su espada a Toulouse. También había conservado su atuendo de cuero oscuro, sus botas, su cinturón y sus espuelas, con la esperanza de sacar algo por ellos en un mercado, antes de que los lugareños se encarnizaran con sus despojos y le hicieran pedazos.
Sacó las ropas de un talego que llevaba enrollado detrás de la silla de su caballo y las mostró a Aba. Este reconoció el material, la profunda capucha y el cinturón de los hombres que habían entrado en su pequeña casa parroquial.
—Son las mismas —murmuró—. Las mismas que en Cantimpré...
Calculó que el grupo había llegado a Castelginaux ocho días después de pasar por su parroquia. Más de treinta y cuatro leguas separaban estos dos puntos: ¿dónde se habían alojado durante ese periplo efectuado con tanta rapidez?
Interrogó a los aldeanos. ¿Se habían fijado si un niño iba con el grupo de negro?
—Sí —reconoció por fin uno de ellos, que tenía una ancha cicatriz en la frente—. Los secuestradores llevaban una carreta.
Describió sumariamente al muchacho que se encontraba solo en su interior. Siete u ocho años, de cabello rubio.
Aba supo que se trataba de Perrot.
—¿Qué dirección tomaron?
Nadie pudo responder a esta pregunta.
Después de estas revelaciones, que daban nuevas esperanzas a Aba, Althoras quiso que hablasen con Isarn.
Se aislaron en su litera de viaje. La decoración recordaba a la del calabozo de Toulouse; por todas partes había cojines y mantas, y el toldo, de tela gruesa, estaba oculto tras velos de satén. Un fuego crepitaba entre ladrillos bajo un conducto de ventilación.
—Como habíamos convenido, te hemos traído aquí. El muchacho que buscas viajaba con esta banda de negro. Nuestras historias se entremezclan. Ahora explícate. ¿Por qué hablaste de un don?
Obligado a respetar su promesa, el padre Aba le explicó quién era el niño. Incluso confesó sus lazos de parentesco.
—Perrot es un sanador. No sé cuál es el alcance de sus poderes. Desde su nacimiento, una serie de maravillas han tenido lugar en mi parroquia.
—Conozco Cantimpré y sus milagros —dijo Althoras.
—Hice todo lo que pude para que ninguno de los prodigios fuera atribuido a mi hijo, para protegerle de la Iglesia. Los achaqué a las virtudes de la comunidad y al alma de un cura que estuvo mucho tiempo en Cantimpré antes que yo.
—Conocí al padre Evermacher —dijo el viejo ciego.
Aba prosiguió, apretando los puños:
—Es evidente que mis precauciones no bastaron. Estoy convencido de que Perrot fue secuestrado por culpa de su don. ¡Como otros niños milagrosos en varios pueblos de la región!
Althoras le dijo que habían consultado sus documentos con Isarn.
—No nos encontramos aquí, en Castelginaux, ante un secuestro que apunte a Isarn o a su tropa de bandidos —protestó Aba—. Es más complicado.
Se volvió hacia Isarn, que aún no había dicho palabra, y permanecía inmóvil, con las mandíbulas apretadas.
—¿Quién es, en realidad, esa muchacha que ha desaparecido?
Isarn tuvo que realizar un esfuerzo inmenso para responderle.
—Su nombre es Agnés —dijo con voz inexpresiva—.Tiene quince años. En el invierno que cumplió siete empezaron a sucederle fenómenos extraños. Cada viernes se quejaba de dolor de cabeza. En su frente aparecieron unos puntitos rojizos. Gotitas de sangre. Esto se agravó más tarde; al cabo de un año, la sangre brotaba en abundancia.
—¡Los estigmas de la Santa Corona! —exclamó Aba.
Althoras asintió.
—Sí. Pero más allá de este prodigio, hubo otro milagro que nos impresionó aún más: ¡en los paños que su madre utilizaba para limpiar ese extraño sudor de sangre, descubrimos después sentencias legibles! La sangre no formaba manchas informes, sino que componía palabras, y estas palabras componían frases. ¡Cualquiera que fuera el material del paño y el movimiento que se imprimiera para secarle la frente!
El padre Aba estaba estupefacto.
Althoras abrió un cofrecillo y sacó de él unas cintas de lino que presentó al sacerdote. Este desenrolló una de ellas. Isarn apartó la mirada para no verlas.
Lo que el anciano había dicho se reveló cierto: la sangre, ahora ennegrecida, formaba letras perfectamente legibles. En latín.
Aba leyó:
«No he venido a abolir la ley o a los profetas, sino a darles cumplimiento.»
Y, ocupando dos cintas:
«Levántate, porque he ahí que las tinieblas cubrirán la tierra, y una oscuridad, los pueblos; pero sobre ti se elevará el Señor, y su gloria resplandecerá en ti.»
El sacerdote manipulaba las cintas con infinitas precauciones, fascinado.
—¿Es posible que sean falsificaciones? —preguntó.
—¿Quién hubiera podido fabricarlas? —respondió Isarn—. Nadie habla latín en Castelginaux, y ciertamente no su madre.
—¿Existen otras?
Althoras se encogió de hombros.
—¡Hemos conservado más de un centenar! Las he hecho traducir: siempre son versículos de la Biblia. De todos modos, es imposible ligarlos unos con otros o encontrar un sentido oculto tras estos mensajes.
El padre Aba se dijo que, sin duda, estos bandidos no conocían a ninguna persona ilustrada que pudiera descifrar el secreto de unos fragmentos inconexos de la Biblia.
—¿Dónde están guardadas esas cintas? —preguntó.
—En lugar seguro. Como en el caso de Perrot, también nosotros quisimos mantener en secreto el prodigio de Agnés, temiendo que el clero viera en ello una obra del demonio y la castigara. Pero como con Perrot, parece que estas precauciones no fueron suficientes...
—¿Podría tener acceso a esas cintas? —se apresuró a preguntar Aba.
—Si al final se demuestra que son nuestra única pista, no tendremos ningún problema en procurártelas.
—¿Tenía Agnés otras facultades? ¿Sueños premonitorios?
El anciano sacudió la cabeza.
—La pobre solo padecía los males. Y veía sus estigmas como una horrible maldición de la que quería librarse.
Aba guardó las cintas en su caja.
—Hubiera preferido que mi hija hubiera sido secuestrada por nuestros enemigos —confesó Isarn—. Así, al menos un rescate hubiera podido salvarla. Pero ahora...
—Nos faltan elementos para actuar —dijo Althoras—. La banda se ha desvanecido en la naturaleza. En una semana, pueden haber elegido cualquier camino del reino. Nuestros hombres controlan los peajes de la región. Nadie los ha visto. Sin duda los secuestradores atraviesan dominios de señores o de monasterios que les son favorables.
El padre Aba desató su zapato derecho y sacó la corona de plata que ocultaba allí desde Disard.
—Después de Cantimpré —dijo—, me enteré de que la banda se había alojado en una posada de Disard y había pagado con esta moneda.
Quiso entregársela a Isarn para que pudiera verla, pero este le indicó que se la diera al ciego.
Aba lo hizo, un poco sorprendido.
Althoras la deslizó entre sus dedos. Sus manos huesudas, agarrotadas por la gota, se agitaban como las patas de un insecto.
—La pieza es nueva —estimó—, su reverso lleva el monograma del papa Gregorio IX.
La acarició.
—Ninguna marca de acuñado ni de señoriaje.
La precisión de sus observaciones impresionó a Aba.
—Es increíble.
Althoras sonrió.
—Hace treinta años que perdí la vista, y desde entonces he aprendido a no olvidar jamás la trama de un pergamino, el peso de una joya o los relieves de una moneda rara.
Poco después, el rostro del anciano se contrajo. Reflexionaba intensamente.
Agitó una campanilla. El toldo se abrió y apareció el rostro de un joven.
—Job Carpiquet, tráeme mi ácido de espíritu de vino.
Un instante después, Althoras levantaba una pipeta de un líquido blanco sobre la moneda y depositaba una gota en ella. La plata de la corona se puso a espumear y a crepitar.
El ciego secó la solución con un trapo y volvió a examinar la moneda con la punta de los dedos. Aba se dio cuenta de que había cambiado de color.
—Es una falsificación —dijo Althoras.
Devolvió la pieza al sacerdote. La plata se había disuelto haciendo aparecer un anverso que había revelado nuevos datos al anciano.
El padre Aba estaba pasmado.
Althoras exclamó dirigiéndose a Isarn:
—¡Hue de Montmorency!
El gigante frunció el ceño, hizo un signo afirmativo y salió de la litera sin decir palabra.
El sacerdote no podía contener su impaciencia.
—¿Hue de Montmorency? ¿Quién es?
—Hace tres años saqueamos uno de los cargamentos de este señor. Por lo que recuerdo, fue la primera, y única vez en que puse mis manos en unas monedas falsas como estas, acuñadas con el perfil de un Papa.
—¿Y dónde podemos encontrar a ese Montmorency? —¡ inquirió Aba.
—Reside en el castillo de Mollecravel, cerca de Couiza, en el Razés. Corren historias que cuentan que desapareció en Italia... No sé si aún sigue vivo. Tendremos que ir a verlo.
Fuera, Isarn reunía a sus hombres.
12
La meseta de Leccione se extendía en la Umbría, a unas treinta leguas al norte de Roma.
Aislada, sin árboles, dominando tres cortos valles, batida por los vientos y cubierta de nieve, esta curiosidad topográfica había sido utilizada en el pasado por ejércitos o senadores romanos que huían de la capital y querían asegurarse de que no eran seguidos; el horizonte era tan vasto y plano que a los eventuales perseguidores les hubiera sido imposible ocultarse.
Ese día, veintidós carros entoldados, una veintena de hombres armados a pie y una decena a caballo atravesaban la meseta de Leccione.
Estaban solos en el mundo, colocados en medio de un desierto blanco, avanzando penosamente.
El jefe de tiro del primer carro, el más suntuoso de todos, levantó de pronto un brazo y la expedición se detuvo ante el asombro de los hombres, que se inquietaron por esa pausa intempestiva en medio de la nada y a menos de una hora del final del día.
La cortina del carruaje se abrió y apareció una mujer. Era muy mayor, con el rostro envuelto en un capirote negro de tela gruesa que la protegía del frío. Era Karen Rasmussen.
La mujer murmuró unas palabras al conductor y este llamó a un soldado a caballo, que se precipitó a ponerse a su altura.
—Ha llegado el momento —dijo Karen Rasmussen antes de desaparecer en el interior del carruaje, donde dos jóvenes monjas le hacían compañía.
El soldado, un hombre de unos cincuenta años, de mirada fija, la barba larga y bien peinada y el aire orgulloso que caracterizaba a los antiguos cruzados, hizo retroceder su montura para ser visto por el resto de la expedición: blandió su espada.
Inmediatamente, otros diez jinetes se abalanzaron sobre sus vecinos de a pie para asesinarlos. Fue cruel, expeditivo y sangriento; los hombres, todos los cocheros, más algunas almas que se mantenían al abrigo del frío, fueron degollados o atravesados de parte a parte. Los que trataron de huir se vieron atrapados y decapitados sobre el suelo nevado.
Un profundo silencio sucedió a la matanza. El viento silbaba y cubría los cadáveres con un granizo menudo y duro.
El toldo del carruaje que iba en cabeza se levantó y Karen Rasmussen salió, escoltada por sus dos sirvientas, que la ayudaron a caminar por la nieve.
La mujer contempló el baño de sangre sin pestañear.
Con lentitud, la anciana pasó a lo largo de la expedición hasta llegar al carruaje del centro. Los jinetes se habían acercado y estaban agrupados detrás de su jefe. Abrieron la capota que cerraba el carro: un ataúd de caoba se encontraba en su interior.
Karen Rasmussen hizo un gesto a las monjas, que subieron y se colocaron junto al féretro, destornillaron dos tuercas y levantaron la tapa.
El cardenal Henrik Rasmussen se incorporó, vestido con sus ropas de gala funerarias, con la piel manchada aún del blanco que le habían aplicado sobre el rostro para hacer creer en su muerte.
Rasmussen era un gigante de cabello y barba grises, ojos claros y rostro cuadrado y voluntarioso. Saltó fuera del sarcófago y se arrancó la larga capa bordada y la sobrecota de terciopelo que le ahogaban.
—He hecho lo que me habíais ordenado, hermano —le dijo Karen—. Nadie ha sospechado nada. Ni en Roma ni aquí; los que no eran de los nuestros acaban de ser eliminados.
—Perfecto.
Salió, respiró como si realmente volviera de entre los muertos. Luego observó la expedición.
—Ahora hay que hacer desaparecer nuestro cargamento incendiándolo todo.
—¡Cómo! —exclamó la hermana—. ¡Aquí están todos nuestros muebles, las riquezas del palacio que me he llevado de Roma! ¿No conservaremos nada?
—Nada, Karen. Todo debe hacer pensar en un ataque de bandidos que ha acabado mal para nosotros en esta meseta de Leccione. No encontrarán mi cuerpo bajo las cenizas y los escombros.
Los fieles del cardenal Rasmussen obedecieron y pronto la caravana se convirtió en una gigantesca hoguera.
Karen Rasmussen contemplaba el espectáculo con espanto. Cuando todo hubo ardido, ya era de noche. Las llamas se reflejaban en la nieve, en medio de la oscuridad.
—Ahora —continuó Henrik— ha llegado para mí el momento de acabar con Artemidoro de Broca.
Toda Roma sabía que Rasmussen era el adversario principal del canciller.
El cardenal, por su parte, estaba persuadido de que el canciller había ordenado su asesinato, igual que había hecho eliminar, desde el último diciembre, a los cuatros prelados que perturbaban su política.
Solo el cardenal Rasmussen, obsesionado por su seguridad, endurecido después de numerosas tentativas de asesinato, había puesto a punto un círculo de seguridad inviolable a su alrededor. Al hombre de negro enviado por Broca para matarle lo habían detectado en el palacio de la via Nomentana bastante antes de que intentara plantarle su espada en el cuerpo. Rasmussen había decidido entonces, con el apoyo de su hermana y de algunos partidarios próximos, engañar a Artemidoro de Broca. Mataron a su asesino, pero Rasmussen se haría pasar por muerto como si hubiera triunfado en su empeño. Simularon, con maquillaje, la cicatriz de un golpe de espada en la nuca, como si hubieran querido decapitarle por detrás. Sus restos fueron expuestos a los ojos de los dignatarios romanos, a fin de confirmar a Artemidoro de Broca la idea de que su plan había funcionado.
Enseguida Karen siguió las instrucciones de su hermano: los documentos recientes del cardenal fueron quemados y ella organizó la partida inmediata a Flandes. Rasmussen se encontró encerrado en un ataúd, donde podía respirar gracias a unas finas aberturas. Durante el camino, cuatro veces al día, Karen y las dos hermanas entraban en el carruaje funerario para rezar por el difunto, pero también para darle de beber y de comer.
Hasta llegar a la meseta de Leccione, donde el cardenal Rasmussen tenía previsto levantarse, sin riesgo de que le espiaran, y donde todos los hombres sospechosos de estar relacionados con el canciller debían pasar por el filo de la espada.
—Nuestros caminos se separan —anunció el cardenal a su hermana.
—Creía que volvíamos juntos a Flandes. Que queríais desaparecer y no volver nunca a Roma...
—Así será —respondió él—. Nos encontraremos en Tournai. Pero antes tengo una tarea que cumplir.
Cuatro caballeros se encargarían de garantizar la seguridad del carruaje de Karen, preservarlo de las llamas, hasta la llegada a su país natal.
Henrik Rasmussen, seguido por sus fieles compañeros, montó en un caballo y picó espuelas en dirección al este, llevándose consigo un grimorio precioso que había guardado en su ataúd...
13
En Roma, un muchacho alto y fuerte para sus trece años, vestido con unas calzas de tela cruda y una gruesa pelliza de lana, salió de la ciudad por la puerta Flaminia y corrió hacia la orilla baja del Tíber.
Descendió rápidamente por el talud y llegó a un embarcadero destinado al aprovisionamiento de la ciudad. Situado fuera de las fortificaciones, el muelle, provisto de dos espigones que formaban ángulo, se beneficiaba de una tasa aduanera más favorable que las establecidas en el interior.
Corriendo aún, el muchacho se deslizó entre los barriles y los cajones de mercancías. Un guardia de aduanas le sorprendió y le agarró por el cuello.
Lo sacudió con tanta energía que el muchacho estuvo a punto de asfixiarse.
—Trabajo en un barco —dijo para defenderse.
—¿Tu nombre?
—Mateo.
—¿Para quién trabajas?
—Para el maestro Juan Sulié. ¡Y ya voy muy retrasado!
El guardia arrastró al chico hacia el espigón de salida, donde una barcaza de fondo redondeado y vela cuadrada esperaba para zarpar. La embarcación se utilizaba para acarrear piedras cargadas en Ostia para la renovación del pavimento de Roma.
Juan Sulié era un gigante de vientre redondo, tan rollizo, tan alto y pesado, que se decía que cuando se desplazaba por la pasarela, su barcaza se inclinaba de costado.
La embarcación debía volver a Ostia de vacío, con solo dos fustes de columnas dóricas rechazados por defectuosos y algunas cajas de comerciantes de vituallas que aprovechaban su vuelta a menor coste.
—¡Aquí estás por fin, niño del demonio! —gritó el patrón en cuanto divisó al muchacho interceptado por el guardia.
Le soltó una tremenda bofetada que lo lanzó contra la madera del espigón.
—Gracias por habérmelo traído —dijo al guardia—. Solo le esperaba a él para navegar. Mi cargamento ya ha sido visado. ¡Vuelve a tu puesto, gandul!
En cuanto el joven marinero se puso en pie, su jefe le obsequió con un puntapié en el trasero.
—Todo en orden, pues —concluyó el guardia.
Poco después, la barca abandonaba el muelle. Sulié estaba solo a bordo con el chico para gobernar la larga embarcación. Cuando iba de vacío, el patrón se negaba a cargar con brazos suplementarios y solo empleaba la vela para ir río arriba, y no para volver a Ostia, aguas abajo.
El Tíber estaba parcialmente helado; grandes bloques de hielo, sin resaltes agudos pero tan peligrosos como arietes, se deslizaban lentamente con la corriente cerca del barco.
Mateo se colocó en la parte delantera, cubierto con un grueso paño de lana para protegerse del viento. El chico observaba el agua para advertir a su patrón en caso de obstáculos inesperados.
Durante un buen rato, Sulié permaneció encerrado en un silencio irritado, y no dirigió la palabra a su segundo hasta que la corriente los hubo llevado más allá del Mons Gaudii, donde, favorecidos por la curvatura del río, quedaron fuera del alcance de la vista de los aduaneros.
—¡Ve! —le ordenó—.Ahora ya puedes.
Mateo se dirigió hasta los fustes alineados en el centro del barco. Las columnas estaban huecas. En el interior de una de ellas, un hombre se había introducido para escapar de sus perseguidores: Benedicto Gui.
Benedicto salió con esfuerzo de su escondite, ayudado por el muchacho.
—¡Me alegro de verte, chico!
—¡Y yo, maestro! Ya estábamos preocupados.
El hombre y el niño se instalaron junto a las columnas.
—Han dado su descripción a todos los cuarteles —explicó Mateo—. ¡No hay guardia del sacro palacio que no vaya detrás de usted, maestro Gui! Después de la evasión, los hombres de Fauvel de Bazan pusieron la via delli Giudei patas arriba y descubrieron los otros procedimientos que había previsto para huir.
Mateo dijo esto sonriendo, como si les hubieran gastado una broma pesada a los guardias.
—Pero también han arrestado a los que vivían en la casa donde desapareció. Han encarcelado a casi treinta personas...
Benedicto bajó la cabeza; Mateo añadió:
—¡Créame, ninguno dirá una sola palabra en su contra!
Gui sonrió.
—Confío en ellos. ¿Acaso no debo mi libertad a su valor y su bondad?
—Después de su partida, la multitud se mantuvo movilizada para defender su tienda, porque los soldados se disponían a llevarse sus libros y sus escritos. ¡Los habitantes prefirieron prenderles fuego! ¡Por más que los soldados utilizaron el plano de sus espadas, no consiguieron salvar nada!
—¡Que Dios los bendiga! —exclamó Gui—. Obraron perfectamente.
No parecía sentir la menor tristeza por saber que su obra de los últimos años había quedado reducida a cenizas.
Mateo prosiguió:
—Quise salvar su enseña de las llamas, pero uno de los soldados la cogió antes que yo y se la llevó. Benedicto sonrió.
—Es igual. En realidad, nunca me gustó demasiado. Pero dime, ¿conseguiste ponerte en contacto con Zapetta y sus padres? ¿Les previniste?
—Sí, maestro. Por ese lado, todo va bien; los llevé a casa de su amigo Salvestro Conti, que aceptó alojarlos en el edificio de los aprendices. Allí están seguros, y Zapetta espera sus instrucciones.
El muchacho añadió:
—¿Y qué piensa hacer ahora, maestro Gui?
—Desaparecer. Hacerme olvidar por un tiempo.
—¿Volverá a Roma?
—Me gustaría creerlo. Un día. Pero con otra identidad.
Mateo bajó la cabeza.
—Hay que conservar la esperanza —continuó Gui—. Desentrañaré este enigma. Se lo debo a Zapetta, igual que a todos los que se sacrificaron por mí en via delli Giudei. Este asunto se ha convertido en algo personal.
Mateo meneó la cabeza tristemente.
Ante la barcaza, empezaban a dibujarse los arcos del puente Milvio. Juan Sulié lanzó un silbido y el muchacho se incorporó.
—Aquí debo dejarle, maestro.
El hombre y el chaval se abrazaron largamente.
—¡Que el Señor le proteja, maestro Gui!
—Y a ti también, mi pequeño amigo. Sé prudente.
Antes de que el barco de Juan Sulié pasara bajo el puente, Mateo trepó a una pila de cajas; una cuerda se descolgó oportunamente y flotó en el aire. El chico se sujetó a ella y, con la única ayuda de sus muñecas, se izó hasta él, rápido y ligero como un monito.
Después de haber franqueado el puente, Benedicto se volvió, y vio a Mateo, que le saludaba con la mano.
Al ver desaparecer su dulce rostro lentamente, al ritmo de las aguas, Benedicto Gui sintió que se le oprimía el corazón. Para él, sin parientes, sin viejos amigos, Mateo y su tía abuela Viola eran lo más parecido a una familia que había tenido desde hacía mucho tiempo...
Cuatro horas más tarde, llegó con Sulié a Ostia y al canal de Portus. Este puerto comercial no tenía ya nada que ver con el de su época de opulencia en tiempos de los emperadores Claudio y Trajano, pero aún se levantaban allí inmensos depósitos de mercancías y la vida comercial seguía siendo importante.
Benedicto Gui puso pie en tierra sin ser inquietado. El cuaderno de a bordo de Juan Sulié mencionaba a dos tripulantes, todo parecía estar en regla.
—Gracias, Sulié.
El grueso patrón se alegraba de haber podido socorrer a Benedicto. El año precedente, un rico negociante había querido disputarle su licencia de navegación, pero Benedicto había defendido su causa y salvado su negocio.
—Ya desesperaba por no poder devolverle nunca el favor —protestó el marino.
Al abandonar el puerto, Gui se dirigió hacia las casas de venta y a los muelles populosos de los mercaderes. Allí encontró un puesto de ropa destinado a los comerciantes de la ciudad. Adquirió una panoplia que pretendía hacer creer que era un próspero mercader: calzas anchas, sobrecota de color, largo manto forrado por dentro, collares y brazaletes vistosos y sombrero con los bordes dibujados. Uno de los dos ducados de Máximo de Chênedollé desapareció con este disfraz.
Era la primera vez en seis años que Benedicto se permitía abandonar sus ropas de viudo. Compró una bolsa de cuero de Córdoba, y luego tomó la dirección de los talleres de los arsenales de Ostia. Allí adquirió algunos sencillos útiles: un berbiquí de diámetro muy pequeño, una broca y una copa de granito que servía para moler los pigmentos con que se coloreaban los nombres de los barcos. Se equipó también con velas y yesca.
Finalmente franqueó la puerta de un barbero.
—Afeítelo todo —le dijo.
Y Benedicto perdió su legendaria barba enmarañada y sus largos cabellos. Era su forma personal de disfrazarse: no ocultaba la cara, sino que la descubría.
Pero cuando vio su nuevo reflejo, sin sus ropas de luto, vestido como un negociante de vinos, habiendo recuperado ese rostro del que huía desde hacía tantos años, palideció de tal manera que el barbero creyó que iba a desmayarse.
A continuación, Benedicto Gui se dirigió al barrio de Milá, donde se concentraban los antiguos palacios romanos de los maestros de las ricas corporaciones marítimas del pasado. En esta pequeña colina seguían residiendo los que dominaban el tráfico comercial en la desembocadura del Tíber.
Benedicto se acercó a una de las construcciones más hermosas. La rodeó y llegó a un jardín en voladizo protegido por rejas. Escaló la verja y entró en la propiedad privada.
Recorrió un camino bordeado de jardineras y fuentes, y llegó a un segundo jardín cuadrado donde se levantaba un antiguo templete dedicado a Ceres, hoy convertido en capilla. Franqueó el pórtico. Una escalera descendía hacia un sótano.
Al llegar al final de los escalones, Benedicto encendió una vela.
Entró en una cripta funeraria.
La llama vacilante iluminaba tumbas empotradas en la roca y vasos cinerarios. Circulaba por entre los antepasados de la familia Salutati, ricos mercaderes que seguían viviendo en el palacio de Milá.
Aunque ya no los veía ni se carteaba con ellos desde hacía dos años, los Salutati eran grandes amigos de Benedicto Gui.
Se detuvo ante un sarcófago con una inscripción pintada sobre el mármol rosa, más reciente que las otras.
«Aurelia Gui.»
Su mujer.
Se recogió, con los ojos brillantes y la mente vacía, por una vez de todo pensamiento, sin rezar, sin dirigirse a la muerta, conteniendo las lágrimas.
Benedicto jamás hablaba de su mujer. Ni soportaba que evocaran su memoria en su presencia.
Después de su brutal desaparición, seis años antes, se había convertido en un vagabundo, viviendo de trabajos ocasionales y del fácil comercio de su inteligencia, sin domicilio ni objetivo, abierto a la compañía de cualquiera por poco que aceptara emborracharse con él.
El joven viudo iba a la deriva.
Los Salutati, parientes de Aurelia, se afligieron al ver cómo se hundía en la melancolía. Al cabo de cuatro años, fueron ellos los que le sugirieron la idea de instalarse en Roma, abrir un negocio con su nombre y hacer que la gente pudiera aprovecharse de sus cualidades de lógico. Le compraron una antigua tienda de objetos artísticos y le instalaron allí, suplicándole que tratara de recuperar el gusto por la vida.
Lo que Benedicto hizo.
Pero al precio del recuerdo de Aurelia.
Decidió borrar este capítulo de su existencia y huir, igualmente, de todos los que habían sido actores y testigos de ella.
Los Salutati eran bastante inteligentes para no ver en esta actitud un signo de ingratitud, sino una medida de supervivencia.
Gui solo conservó de esa época sus ropas de luto y su juramento de no amar jamás a otra mujer.
Oronte y Julia Salutati se habrían sorprendido si hubieran sabido que en ese momento estaba en su cripta, solo con una vela, petrificado ante el nombre de su mujer.
Benedicto, con los ojos cerrados, pasó la palma de la mano derecha por la piedra helada donde ella reposaba. Reconoció con la punta de los dedos el escarabajo sagrado egipcio esculpido en un disco.
«No, Benedicto Gui no tiene respuesta para todo...»
El enigma más importante al que se había enfrentado jamás pudo resolverlo: no había sabido hallar ninguna explicación para la violación y el atroz asesinato de su joven esposa, Aurelia.
La habían encontrado desnuda, con la cabeza separada del cuerpo, en una de las salas de la biblioteca de un monasterio de Mantua. Ni el menor indicio, ni un testigo. ¡Benedicto desconocía incluso el motivo de la presencia de su esposa en aquel lugar!
Después de tropezar con continuos callejones sin salida, Benedicto había acabado por rendirse: a partir de ese momento se iniciaron sus largos años de vagabundeo. Años de vagabundeo que habían acabado de forjar su espíritu sorprendente. Porque precisamente ese fracaso, la imposibilidad de esclarecer el terrible asesinato de Aurelia, le había enseñado a reflexionar hasta el agotamiento; a darle vueltas a un dato en todos los sentidos; a volver, sin cansarse, sobre sucesiones infinitas de detalles; a dotarse de una memoria infalible.
La desesperación ante una verdad que se le escapaba le había dado la pasión por lo exacto y los medios más irrevocables para hacer surgir lo verdadero de lo falso.
Pero esa misma desesperación también le hacía sufrir atrozmente en la resolución de cada enigma: ¿por qué tenía éxito en todos esos cuando había fracasado en resolver el más importante para él?
El recuerdo de Aurelia era como un gusano que le roía por dentro, sabía que subsistiría en él hasta la consumación de todos sus días y de todas sus noches...
Benedicto volvió a abrir los ojos y bajó la tapa de piedra de la tumba.
Pidió perdón.
Y tras pronunciar esta única palabra con voz ahogada, abandonó la cripta de los Salutati.
El mismo día abandonó Ostia. Acurrucado en coches de postas, que cubrían los recorridos en torno a Roma, a pesar de las duras condiciones del invierno, pasó primero por Dominia y luego hizo una parada en Felico Compatti. En Traventino, su avance se vio interrumpido durante seis horas por una hilera de árboles que se habían derrumbado sobre el camino por efecto de la nieve. EnVarezzo subió al coche de un joven aristócrata que se dirigía a Ancona y luego a Venecia, antes de ir a descubrir el Oriente. El muchacho era locuaz y animado, como es habitual a esta edad, cuando uno cree haber leído ya todos los libros. Benedicto se vio obligado a corregirle en muchos campos: le recitó pasajes enteros de los glosadores árabes de Aristóteles; le explicó cómo Eratóstenes había conseguido, tres siglos antes de Jesús, medir la circunferencia del disco de la Tierra ayudándose con la sombra de un bastón y la de una pirámide. Le habló con pasión de sus maestros de lectura, cuya grandeza superaba, según él, a la de todos los demás: Robert Grosseteste, Hugues de Saint—Victor y, sobre todo, ese Roger Bacon que enseñaba en Oxford que las matemáticas eran la base de todas las ciencias y que un día nos conducirían a la verdadera comprensión de Dios y del universo.
—Algunos pretenden que querer comprender el orden de la naturaleza es ofender al Creador. Yo, por mi parte, quiero creer que el día en que el hombre llegue a alcanzar el conocimiento de los misterios del mundo por sus propios medios, Dios verá con agrado el largo camino recorrido por sus criaturas —dijo Benedicto.
—¡Pero la oración es suficiente para llegar a Dios! —se indignó el joven noble.
—En efecto. Sin embargo, la oración no explica por qué la bellota se convierte en encina, ni por qué el alba sucede a la noche sin fallar nunca.
¡Lo único que realmente retuvo la atención del joven aristócrata fue que siempre había que desconfiar de las apariencias y que los mercaderes de Ostia podían ser tan instruidos como profesores de universidad y poseer una memoria fenomenal!
Los dos hombres se separaron a la entrada de la aldea de Seronomia. Benedicto se alojó solo en una posada desierta, donde devoró un plato de castañas asadas y pan negro. Durmió en un jergón en una habitación baja que podía albergar hasta a diez huéspedes. Sus ropas de rico comerciante hacían subir indefectiblemente la cuenta, pero aquello le traía sin cuidado.
Al día siguiente llegó a Spalatro, el pueblecito del que le había hablado unos días antes su criada Viola.
Fue al cementerio; erró entre las tumbas carcomidas hasta que descubrió una doble sepultura coronada por una estatua de santa Mónica.
Era la tumba del padre Evermacher, antiguo sacerdote de Cantimpré.
Durante la noche que había precedido a su arresto en Roma, después de las numerosas revelaciones de Marteen sobre Rainerio, Benedicto se había interesado por este pueblo de Cantimpré que preocupaba al cardenal Rasmussen y a su asistente desde hacía algún tiempo. En su tienda tenía copias de informes que hacían referencia a los pretendidos milagros de este pueblo del Quercy. Allí descubrió que el antiguo párroco Evermacher había sido sepultado en Spalatro.
Ya hacía tiempo que Benedicto buscaba un pretexto para «ahumar al zorro».
Y lo había encontrado.
14
Até condujo a Perrot a una rica abadía cisterciense. El vasto edificio, con muros blancos y espacios inundados de luz, dejó pasmado al niño.
Desde el incidente del campamento en el bosque, Perrot no abandonaba a la mujer del pelo rojo. Todos los hombres de negro que los escoltaban habían desaparecido, la muchacha del pueblo en llamas también, y ahora viajaba en un carruaje lujoso, bien cubierto y con los asientos acolchados. Até había abandonado sus ropas de mercenaria y ahora siempre iba vestida con sus más bellos atavíos, prendas amplias y recogidas en pliegues, blusas de cuello redondo, tocas de seda, guanteletes con los puños bordados de perlas.
En cada etapa se detenían en castillos o en monasterios importantes. En una ocasión, Perrot fue presentado como el propio hijo de Até de Brayac. La joven, amparada en su prestigiosa filiación, era recibida, allí donde iba, con toda clase de atenciones.
Esa noche, el chico se encontraba en una habitación de la abadía, la que habitualmente ocupaba el arzobispo cuando estaba de paso.
Perrot nunca había imaginado que pudiera existir una campana de chimenea tan grande; la cama era tan ancha como la habitación principal de su casa de Cantimpré, y una bañera de latón estaba llena hasta el borde de un agua humeante que olía a lavanda.
El sol se acercaba a la puesta; toda la abadía vibraba con los cantos de centenares de monjes que celebraban las vísperas.
Perrot estaba sentado en una silla. Como de costumbre, Até iba de un lado a otro por la habitación mientras él permanecía inmóvil y mudo. Hacía varios días que no pronunciaba palabra.
No podía apartar de su mente la visión de Até hundiendo su espada en el pecho de la mujer. Y las vastas distancias recorridas que le alejaban cada día más de Cantimpré le hundían en una terrible melancolía.
La mujer se pasó una hora ante su espejo de bronce, alisándose los cabellos y rehaciendo su pesada trenza. Solo llevaba un camisón blanco que arrastraba por el suelo. Se levantó para echar agua hirviendo en su baño, y a continuación fue a verificar que la puerta de roble tuviera echado el cerrojo y que los postigos de las ventanas estuvieran bien cerrados.
Vio que Perrot seguía sus movimientos con la mirada.
—Conocí a un niño como tú, hace un año —dijo—, ¡se lanzó al vacío, prefiriendo la muerte antes de saber siquiera adonde le llevaba! No me gustaría que volviera a suceder algo así.
Entró en el baño con la camisa puesta, sujetándose la trenza con la mano. Desnudó su hombro derecho y observó la cicatriz del golpe que había recibido durante el secuestro de la muchacha. La marca ya casi no se veía.
—Magnífico —dijo—. ¡Has hecho un trabajo notable!
—Yo no tengo nada que ver —murmuró Perrot.
Até se sobresaltó.
—¡Pero si hablas! Demonios, ya había renunciado a oír el sonido de tu voz...
Perrot bajó la cabeza.
—En lo de su cicatriz —continuó—, no tengo nada que ver. Ninguna de las curaciones que se producen en mi presencia es por mi voluntad.
Se encogió de hombros.
—Ocurre, eso es todo.
Até sonrió.
—¡Qué niño más raro eres!
La mujer se instaló confortablemente en su baño.
—Yo crecí en Oriente, lejos de mi padre. Allí, un fenómeno como tú hubiera atraído a los más grandes sabios, te hubieran estudiado, protegido, acompañado. ¡Mientras que aquí hay que ocultarte, procurar que no se divulguen tus dones, mentir. ..! Aún no te das cuenta, pero si hoy estoy contigo, Perrot, es también para salvarte la vida...
El niño levantó la cabeza.
—¿Y Maurin?
—¿Quién?
—Maurin. Mi amigo de Cantimpré que hizo matar con un golpe de espada. ¡A él no le salvó la vida...!
Até reflexionó y recordó al niño asesinado en la casa parroquial.
—En efecto —dijo—. ¿Cómo te lo explicaría? ¿No os educaba ese padre Aba recitándoos proverbios?
—Sí. Es verdad. ¿Cómo lo sabe?
—Estaba informada sobre ti mucho antes de ir a buscarte. Pues bien, ese padre Aba hubiera debido inculcaros este viejo dicho: «Para comer la almendra, hay que romper la cascara». La muerte de tu amigo era un mal necesario. Mostró nuestra determinación de encontrarte y nos hizo pasar por una banda de monstruos sanguinarios...
Sonrió.
—Esto complicará aún más la tarea de los que quieran encontrarnos. ¿Crees que podrían imaginarnos aquí, a los dos, acogidos en esta casa como una noble que viaja con su heredero?
Perrot permaneció un momento en silencio antes de contestar:
—El padre Aba nos enseñó, en todo caso, a qué se arriesga uno cuando arrebata la vida a otra persona. ¡Irá al infierno por la muerte de Maurin!
Até se echó a reír.
—Un día te familiarizarás con esos textos antiguos que explican cómo las mujeres están privadas de alma. Sí, Perrot, yo no tengo alma, y soy una de las pocas de mi raza que se felicitan por ello: ¡no puedo ser condenada por los horrores que cometo! ¿No te has preguntado nunca por qué la mujer encarnaba tan fácilmente a la bruja y a la hechicera? Pues es porque el diablo no tiene ningún poder sobre nosotras. ¡Yo no tengo alma, Perrot; todo me está permitido!
El niño frunció las cejas.
—No la creo. ¡Mi madre tiene un alma, lo sé!
Até se encogió de hombros.
—Si tú lo dices...
Le divertía el aire ofendido que había adoptado el niño.
—Quiero volver con mis padres —dijo Perrot de pronto—. ¡Quiero volver a Cantimpré!
—Eso no depende de mí —respondió Até, que se había puesto seria de nuevo.
—¿Qué me ocurrirá? ¿Cuándo podré volver a ver a los míos?
—Tampoco puedo decidir sobre eso. Solo sé que os esperan, a la chica y a ti. Tengo que entregaros a ciertas personas. ¡Y luego ocurrirán grandes cosas!
—¿Quiénes son esas personas? —preguntó el niño.
Tenía una expresión hosca y la mirada fija.
A Até no le gustaba el tono que empleaba con ella desde hacía un momento.
—¿Quiénes? —insistió el niño.
De pronto Até lanzó un grito y se incorporó del baño. Se pasó la mano por el hombro derecho, donde acababa de sentir una atroz quemadura.
Vio, asustada, que su camisa estaba roja de sangre; ¡su cicatriz se había abierto y sangraba abundantemente!
Dirigió una mirada aterrorizada a Perrot.
El niño también había palidecido.
Turbado por lo que, en un acceso de cólera, había conseguido provocar...
15
Montado sobre un asno, el padre Aba avanzaba por un camino forestal, acompañado, a su derecha, por el bandido Isarn montado en un caballo. Hacía muchos días que el sacerdote viajaba a través del condado en compañía de los malhechores de Toulouse.
Ese día, Aba e Isarn se habían adelantado a las tropas y se habían detenido en el lindero de un bosque, a un cuarto de legua del castillo fortificado de Mollecravel.
La muralla de mampostería era impresionante, circular, levantada sobre un montículo de un centenar de metros de lado y rodeada de un foso de aguas cenagosas. El torreón principal se elevaba en el centro del recinto, dominando los matacanes; era una sólida construcción de cuarenta metros de altura, con un espolón en el alineamiento del puente levadizo, defendido, a su vez, por dos torrecillas voladizas.
—Aquí reside Hue de Montmorency —dijo Isarn—, primo por parte de madre de la familia inglesa de los Montfort. Este castillo le fue cedido por la Iglesia, después de haberles sido confiscado a los rebeldes cataros.
La fortaleza estaba situada en plena naturaleza, rodeada de bosques; no había ninguna vivienda ni ningún edificio utilizable en el exterior del recinto.
—Esta plaza no se rendirá fácilmente —opinó Isarn—. La plataforma del puente levadizo está levantada. No existe ningún otro medio de entrar...
—¿Piensa atacar el castillo? —preguntó el padre Aba, incrédulo.
Isarn y Althoras aún no le habían comunicado sus planes.
Isarn asintió.
—Tienes motivos para dudar —dijo—. Sin manganillas o artillería sobre torre, no se conseguirá nada aquí.
—Entonces, ¿cómo esperáis tomarla?
Isarn sonrió.
—Con el único sistema posible: la traición. Tenemos a tres de nuestros hombres en el castillo, igual que en todos los lugares sensibles de la región. En el momento elegido, nos abrirán el puente y tomaremos posesión del lugar por sorpresa. Pero habrá que actuar deprisa: en cuanto se vean atacados, los ocupantes de la fortaleza encenderán un gran fuego en lo alto del torreón, una señal de socorro visible desde otros cuatro castillos de los alrededores. En poco tiempo veríamos llegar los refuerzos.
Durante su periplo desde Castelginaux hasta el castillo de Mollecravel, un centenar de hombres, impulsados por el hambre, se habían unido a las filas de la banda de saqueadores. Clanes de malhechores, bandidos aislados y gentes de toda condición le pisaban los talones. Isarn se encontraba ahora a la cabeza de un pequeño ejército.
El jefe de la banda ordenó a sus tropas que se dispersaran por los bosques que rodeaban el castillo y apostaran vigías cerca de los caminos.
Asombrado por todo este tráfago guerrero y por la disciplina de que daban muestras esos bribones, el padre Aba fue a ver a Althoras. El viejo ciego, que nunca abandonaba su litera caldeada ni sus gruesas mantas, parecía extenuado por el viaje. Esa expedición en pleno invierno estaba a punto de matarle. Aba no pudo evitar pensar en la leyenda que pretendía que Althoras se había convertido en inmortal. Sin embargo, la fatiga y la fiebre no le impidieron escuchar las informaciones que sus partidarios en la región de Mollecravel tenían que ofrecerle sobre el señor del lugar.
Aba no se perdió ni una palabra.
Hue de Montmorency arrastraba una fama abominable. El hombre era un soldadote, violento, de carácter tempestuoso; era sabido en toda la región que había ahogado a sus dos primeras mujeres con sus propias manos.
El sacerdote pensó enseguida en ese «conomor» del que le habían hablado las dos hermanas dominicas de los archivos de Narbona. Ese tipo de monstruo que empezaba por repudiar a sus esposas y acababa forzando a niños para satisfacer sus pulsiones.
Pero un día, Hue desapareció. Pasaron tres estaciones sin que le vieran por el castillo. Se decía que lo habían conducido a Italia por orden expresa de la Iglesia. El hecho es que, cuando volvió a Mollecravel, el bruto de ayer se había transformado en un cordero. El hombre estaba irreconocible: piadoso, dulce, siempre dispuesto a escuchar a los humillados y atacado por desgarradores estertores y vómitos en cuanto le recordaban sus infamias pasadas. Hue de Montmorency se había convertido en motivo de veneración en la región; era la imagen perfecta del gran arrepentido tocado por la gracia.
Se afirmaba que, después de su conversión, seis años antes, numerosos prelados acudían de visita al castillo. Esos muros que habían albergado a las más ilustres prostitutas del condado eran ahora el lugar favorito de los obispos que iban de paso.
Los puestos aduaneros de la región y los confidentes de los bandidos habían transmitido sus informaciones: no se había visto a ningún grupo de negro en los parajes. Aunque hombres a caballo salían ocasionalmente del castillo caída la noche.
Nadie había oído hablar de niños secuestrados. Pero en cambio, cerca de Mollecravel, todo el mundo conocía a la mujer de largos cabellos rojizos. Era una figura apreciada y respetada por la población; durante sus periódicas estancias en la plaza, la joven ayudaba a los necesitados, socorría a los enfermos, llevaba, en nombre de Hue de Montmorency, donaciones a todas las obras de beneficencia del señorío. Por lo que se decía, había aparecido en Mollecravel poco después de la conversión del señor. Se llamaba Até de Brayac.
La mujer de cabellera rojiza, la moneda falsa de Disard, Perrot que había pasado por Castelginaux, otro niño milagroso secuestrado... Por primera vez, Aba sentía que se acercaba un momento importante y que estaba siguiendo realmente la pista de su hijo. Todo le conducía allí.
Hue de Montmorency nunca se dejaba ver, excepto en la procesiones de Pascua y de Todos los Santos. Su puente levadizo solo se bajaba para permitir las entradas y salidas de hombres y mercancías. En los últimos años se habían emprendido muchas mejoras en las defensas. El señor, aunque se hubiera convertido en una especie de santo, parecía tener miedo de todo.
—Si tiene a mi hija prisionera —gruñó Isarn—, tendrá buenos motivos para temblar.
—Atacar una plaza fortificada, ¿no es demasiado aventurado? —preguntó Aba.
Althoras sonrió.
—Entre los rufianes, los tahúres y los asesinos a sueldo que adornan nuestras filas, encontrarás a una treintena de tipo que llevaron la espada en Oriente para la reconquista de Tierra Santa. No hay que fiarse de su aspecto; fueron eminentes sol dados, y algunos se convirtieron en príncipes en países lejanos ¿Por qué han acabado hoy entre nosotros? Eso es cosa suya. Pe si se han unido a los nuestros es también porque nunca hacemos preguntas a un hombre que ha perdido el miedo a morir... En cualquier caso, no será este torreón lo que les impresione.
El padre Aba contempló las altas murallas grises del castillo, preguntándose qué podían ocultar.
Al día siguiente, Isarn consiguió hacer entrar a un hombre en la fortaleza en compañía de algunos habitantes del pueblo vecino que iban a asistir a la misa en la capilla del señor. Este hombre les proporcionó una estimación de las fuerzas de Hue de Montmorency: una veintena de soldados, arqueros y varios aparatos de defensa repartidos por el camino de ronda. Muchos laicos constituían la corte del señor. ¿Había obispos? Sí. Dos. También una pequeña cofradía de tres monjes agustinos. Con los aliados de Isarn en el castillo, el hombre había establecido los pasos que había que seguir para lanzar el asalto a la caída de la noche.
—Nada insuperable —concluyó Isarn, satisfecho.
El padre Aba insistió en participar en la ofensiva. Había recuperado la espada de Cantimpré. Ardía en deseos de intervenir, y no temía verter la primera sangre.
El sacerdote se encontró formando equipo con hombres de toda catadura, que en su mayoría habían descendido por debajo del nivel del bruto. La ferocidad salvaje de sus fisonomías ya no le impresionaba; él mismo se puso a remedar la apariencia de esos bandidos.
Cuando anocheció, Isarn hizo circular una orden sorprendente:
«Los que tengan sentimientos religiosos que recen sus oraciones, porque no todos sobrevivirán al ataque de esta noche.»
Y Aba se sorprendió al ver a esos bandidos mascullar una tras otra todas las oraciones de su infancia.
¿Desde cuándo él, el sacerdote de Cantimpré, no había sentido la necesidad urgente de rezar?
«Se sabe de asesinos que han renegado de sus crímenes y se han convertido en buenos sacerdotes, pero ¿cuántos curas han abandonado el sacerdocio para convertirse en asesinos?»
De pronto volvió a rememorar las sonrisas de Esprit—Madeleine y de su hijo, la felicidad de Cantimpré, su amor loco en París...
A menudo, en Cantimpré, exponía ante los fieles el relato del sacrificio de Isaac y elogiaba la belleza del gesto de Abraham.
Hoy, ya no creía en aquello.
Ni siquiera por Dios inmolaría a su hijo.
La noche caía. Con ella aparecieron las primeras luces en las ventanas estrechas del torreón, que confirmaban el elevado número de ocupantes. Se oyó el sonido tenue de una campana que señalaba el inicio de los servicios litúrgicos.
Después de varias horas de espera, que representaron otras tantas horas de tortura para Aba, las luces se apagaron en la fachada; todo dormía. Una flecha con la punta inflamada voló finalmente desde el recinto del castillo, dibujando una parábola de chispas en la oscuridad.
—¡Amigos, ha llegado la hora! —exclamó Isarn.
Los hombres empezaron a avanzar hacia el montículo del castillo; sin antorchas ni hachas encendidas, subieron por el talud hasta llegar al foso y se detuvieron a ambos lados del soporte del puente levadizo.
El padre Aba los seguía. Podía percibir los nervios alterados de sus vecinos, la tensión de sus músculos; veía elevarse la sombra de las murallas del castillo, cada vez más imponentes a medida que se acercaba.
Una media luna reverberaba en la nieve. Aba sostenía la espada de Cantimpré en la mano derecha, con las articulaciones blancas por la presión que ejercía sobre el pomo. Los hombres que tenía alrededor llevaban mazas, trinchantes, ballestas, coseletes y cotas de malla.
El puente levadizo bajó lentamente, sin ruido, retenido por dos cadenas, accionado por la maquinaria que había caído en manos de los partidarios de Isarn.
«Estos hombres son realmente invencibles —pensó Aba al observar ese puente móvil que obedecía la voluntad de los bandidos—. ¿Puede decirse que el rey de Francia es el amo de un país cuando las bandas de saqueadores que lo infestan se han infiltrado hasta en la menor de sus plazas fuertes?»
El puente quedó encajado sobre su soporte, cruzando el foso de aguas negras.
En el interior del recinto, Aba solo pudo ver dos antorchas encendidas que enmarcaban una puerta con gruesas cabezas de clavos al pie del torreón. En el espacio entre el torreón y el muro de defensa no se distinguía ninguna silueta.
Nadie se había apercibido de la brecha abierta por los bandidos.
—Hemos dominado a los vigilantes nocturnos. ¡Vamos! —ordenó Isarn.
Las fuerzas en plaza se componían de dos grupos de unos cuarenta hombres. El primero asaltaría la posición enemiga, y el segundo intervendría poco después para decidir la batalla en el sitio.
Isarn, Leto Pomponio y otros cuatro combatientes iban a caballo. Sus monturas caracolearon sobre el puente y Aba y sus vecinos los siguieron corriendo.
En cuanto franqueó la muralla, el sacerdote miró alrededor. El patio desierto estaba cubierto de una gran reserva de leña apilada, de paja y de carretillas volcadas. El suelo estaba pavimentado. Los cascos de los caballos martillearon ruidosamente el empedrado. Sin embargo, en el torreón no se encendió ninguna luz...
Aba distinguió un pozo y constató que, en contra de lo habitual, los mecanismos de elevación del puente levadizo no estaban situados a ras de suelo sino en el último nivel de la muralla, lo que impedía que los asaltantes se adueñaran de ellos al entrar.
Isarn ordenó atacar las puertas del torreón. En cuanto sus hombres dejaron el paso franco, bajó del caballo y penetró en la torre.
Pero entonces, de pronto, ¡la cima se inflamó!
Un inmenso fuego empezó a proyectar su luz en torno al torreón: era la señal de socorro temida por Isarn.
En el mismo instante, empezaron a silbar las flechas. Era una trampa.
El padre Aba rodó por el suelo para evitar los primeros flechazos. El puente levadizo se cerró; dos masas liberadas en el aire tiraban de él con todo su peso.
Los traidores de Hue de Montmorency habían traicionado, en realidad, a Isarn el Carnicero.
El sacerdote estuvo a punto de que lo aplastara un caballo alcanzado por cinco flechas en los flancos y en el pecho. Saltó por encima de muertos y heridos para ponerse a resguardo de tras de una carreta.
Los bandidos caían derribados uno tras otro. Soldados vestidos de blanco surgieron de tres puertas practicadas en la muralla. Sus ropas claras los protegían de los disparos de los arqueros.
El padre Aba cruzó su espada con dos soldados. Mató al primero, cortó la mano derecha al segundo, y lo dejó retorciéndose de dolor tendido sobre el empedrado.
Entonces tomó conciencia de los combates que se entablaban en el torreón, entre gritos y entrechocar de espadas: Isarn sus hombres subían hacia los pisos altos.
Aba sintió que la sangre le quemaba el rostro, sin saber quién pertenecía. Decidió arrancar las ropas blancas del soldado que había matado y revestirse con ellas para desviar la atención de los arqueros. Sin embargo, le atacaron, y acabó con su agresor atravesándolo con la espada de Cantimpré.
A su derecha distinguió la capilla donde habían tocado prima. Saltó hacia ella y se precipitó adentro después de haber cargado con todas sus fuerzas contra la puerta.
Un hermano agustino, que observaba oculto la matanza, rodó por el suelo tras la brusca entrada del sacerdote.
La capilla estaba iluminada por dos copelas sostenidas por trípodes. El agustino, que debía de ocuparse del toque de campana nocturno, estaba pálido de terror.
—Sanctuari! —gritó con voz estrangulada.
Pero Aba cerró el portal, cogió al religioso por el cuello y le plantó la hoja bajo el mentón.
—¿Hay niños en este castillo? —preguntó.
El agustino negó con la cabeza.
—No sé nada —murmuró.
—¿Dónde está Até?
—No lo sé —respondió—. No conozco a nadie con ese nombre.
El padre Aba adivinó por su arrogancia que el hombre había decidido callar.
—¡Habla, o te rebano la garganta!
El religioso le miró de arriba abajo.
—Precipitarás mi entrada en el paraíso y te condenarás, hijo mío...
Aba oyó ruidos en el fondo de la capilla. Distinguió a otro agustino, más joven, petrificado detrás de un pilar de madera, que le observaba con espanto.
Levantó la cabeza del agustino tendido en el suelo y, con un gesto limpio, le abrió la garganta. La sangre brotó. Luego saltó para sujetar al otro religioso.
—¡Responde o tendrás el mismo final!
El joven parecía débil e impresionable; el padre Aba estaba convencido de que le haría hablar. Tenía el tiempo justo; los guardias de Hue de Montmorency no tardarían en derrotar a las tropas de Isarn.
—¿Hay niños que han conducido hasta aquí? —repitió con aire amenazador.
El agustino, que debía de tener unos dieciocho años, no conseguía apartar la vista del espectáculo de su compañero desangrándose sobre las losas de la capilla.
—¿Hay niños? —insistió Aba levantando la espada.
El joven se acurrucó, como para evitar el golpe, y asintió con un susurro.
Aba notó que el corazón le saltaba en el pecho.
—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Condúceme hasta ellos!
Puso al agustino en pie. Este cogió una copela con gesto azorado.
—Hay que salir de la capilla —balbuceó.
—Vamos. Pero no te atrevas a engañarme.
Fuera, el fuego del torreón ardía cada vez con más fuerza.
Isarn y tres de sus hombres habían alcanzado la cima. Una cuba de aceite alimentaba las llamas de la señal de alerta. El jefe de los bandidos, que veía cómo diezmaban a sus tropas, decidió volcarla para extender el incendio y provocar el pánico en las filas enemigas: sus tres hombres y él cogieron unos maderos para derramar el contenido. El aceite incandescente se desbordó y se extendió a lo largo de la fachada del torreón, envolviendo al edificio en llamas que rodaban como la cera de los cirios y penetraban por las aspilleras.
Era una visión apocalíptica.
El pánico se extendió por el castillo.
Isarn y sus compañeros saltaron por los aires para alcanzar el camino de ronda, dispuestos a proseguir el combate.
¡Y entonces vieron que el puente levadizo acababa de bajar de nuevo!
Los bandidos del segundo grupo se lanzaron hacia delante para acudir en socorro de sus compañeros, pero mientras franqueaban el puente, ¡este volvió a levantarse y en el mismo instante un rastrillo se abatió en la abertura de entrada! Ante los ojos horrorizados de Aba, algunos cayeron a las aguas del foso y fueron heridos por los arqueros que habían aparecido en las dos torrecillas voladizas, mientras que los otros, hombres y caballos, se veían atrapados en una tenaza y eran aplastados entre el puente levadizo y el rastrillo sembrado de pinchos.
El agustino, aterrado, estuvo a punto de caer de rodillas; pero se repuso y condujo a Aba hacia una poterna que se abría detrás de la capilla. La puerta daba acceso a una escalera practicada en el espesor de la muralla. El joven dudó.
El padre Aba le empujó para obligarle a acelerar la marcha. Iniciaron el descenso...
16
Seis leguas a vuelo de pájaro separaban Spalatro del norte de Roma. A pesar de la cercanía, nadie esperaba ver llegar a un visitante en esa estación. La presencia de Benedicto Gui casi provocó un incidente: cuando los habitantes se percataron de que se encontraban ante un rico mercader, se pelearon para invitarle a que se alojara en su casa.
Benedicto se convirtió finalmente en el feliz huésped de un tal Demetrios y de su mujer, Norma.
Su casa era pequeña pero el interior, agradable. La mujer le preparó una habitación que daba a la prensa donde trabajaba su marido. Le dio un par de lienzos, dos almohadas y un gorro de noche. Y a petición de Gui, también le trajo, por tres sueldos suplementarios, una segunda estufa.
Cuando se quedó solo, Benedicto se deshizo de su manto empapado y de sus pesados zapatos cargados de fango y nieve. Encendió una estufa y puso a secar sus cosas, dejando que humearan sobre el respaldo de una silla.
Deslizó su talego bajo la cama y luego fue a inspeccionar la ventana de la habitación: daba a la plaza mayor de Spalatro.
Después de lavarse las manos y la cara con la jarra de agua colocada junto a la cabecera de su cama, fue a reunirse con sus anfitriones.
—¿Qué le trae por nuestro pueblo? —le preguntó Demetrios después de que los dos hombres se hubieron sentado a la mesa preparada por Norma.
Benedicto respondió:
—Me llamo Pietro Mandez y soy un comerciante que, a Dios gracias, ha hecho fortuna en el comercio de maderas preciosas de Oriente.
El rostro de Demetrios se iluminó: esta palabra, «fortuna», le complacía. Esto le permitiría poner un precio más alto a su hospitalidad.
—Para ser un hombre acomodado —señaló—, viaja usted a pie y sin apenas equipaje.
Benedicto meneó la cabeza.
—Ya sabe lo que predican los sacerdotes: un peregrino debe andar por los caminos sin más equipaje que sus pecados.
Demetrios frunció el ceño.
—¿Es usted un caminante de Dios?
—Podría decirse así.
La mujer les trajo un plato de habas y lentejas y una jarra de vino, y luego volvió a pasitos cortos a su cocina.
—Para decirlo todo, la verdad es que estoy interesado en el caso del pueblo de Cantimpré —confesó Benedicto.
La sonrisa se borró inmediatamente del rostro de Demetrios. El dueño de la casa intercambió una mirada con su mujer, que se había vuelto al oír el nombre.
Benedicto fingió que no había notado nada.
—El verano pasado —continuó— caí enfermo. Los médicos de Ostia me predijeron atroces sufrimientos y una muerte inminente. En lugar de arruinarme con sus costosas e ineficaces pociones, preferí dirigirme a Tierra Santa para expiar los pecados que me habían valido esta terrible dolencia. Entonces me hablaron de ese pueblo milagroso de Cantimpré, donde las curaciones eran numerosas y que suponía para mí, debilitado como estaba por la enfermedad, un viaje más prudente que el de Jerusalén. Me dirigí a esa parroquia del Quercy y el prodigio se realizó: ¡el Señor me concedió su gracia y me devolvió la salud! ¡Aquí donde me ve, soy un hombre salvado por un milagro!
Durante todo el relato de Benedicto, Demetrios había mantenido la cabeza inclinada sobre su cuenco de lentejas, que engullía a grandes cucharadas. Aquel pasó por alto estas muestras de nerviosismo y acabó su historia:
—Los habitantes de Cantimpré me explicaron que sus bendiciones procedían del alma del padre Evermacher, que durante tanto tiempo había vivido entre ellos. Me dijeron que estaba enterrado en Spalatro. Por eso estoy hoy aquí. ¡Nada más natural que venir a recogerme ante la tumba del sacerdote que está en el origen de mi resurrección!
Demetrios levantó la cabeza.
—Ya veo —dijo sirviéndose vino—. En efecto, el padre Evermacher está sepultado con nuestros muertos. Después de haber pasado su vida de adulto en Cantimpré, expresó su deseo de que lo enterraran en su pueblo natal, junto a su madre.
El hombre frunció el ceño y continuó, forzando la voz y hablando cada vez más rápido:
—¡Pero por lo que hace a los milagros de Cantimpré, este no es el mejor sitio para hablar de ellos, amigo mío! ¡Ya nos han machacado demasiado las orejas con esas pamplinas!
—¿Pamplinas?
—¡Si Evermacher realiza prodigios desde el Cielo en su antigua parroquia, puedo asegurarle que aquí no ocurre nada parecido!
Bebió un gran trago de vino y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.
—Aquí todavía hay gente que se acuerda de Evermacher. Era una buena persona. Cuando su madre murió, hizo levantar una estatua de santa Mónica sobre su tumba y pagó la renovación de nuestra pequeña iglesia. Era un hombre serio, sin duda virtuoso; pero ¡todos los que le recuerdan coinciden en decir que no tenía madera de santo!
Benedicto quiso replicar, pero Demetrios no se dejó interrumpir.
—¡Diría incluso que nuestra existencia en Spalatro ha empeorado desde que los restos de ese sacerdote están enterrados aquí! Es usted la primera persona que veo en el pueblo, en seis años, que alardea de haber sido testigo de un milagro en Cantimpré. No es que dude de su palabra, señor Pietro Mandez, pero sepa que en esta parroquia somos muchos los que dudamos de esas historias.
Demetrios se sirvió un nuevo cubilete de vino y se lo echó al coleto antes de soltar:
—¡Y si vuelve a Cantimpré, dígales que ya pueden venir a recoger a su Evermacher cuando quieran!
Norma dejó sobre la mesa unas patas de conejo y llenó la jarra de vino que su marido había liquidado en solitario. La mujer parecía muy afectada por la conversación.
—Le garantizo —dijo Benedicto con voz engolada— que soy la prueba viviente de las bondades de Cantimpré. Solo quiero rendir homenaje a su antiguo sacerdote, nada más.
Demetrios aprobó con la cabeza, con una sonrisa de medio lado.
—Le aconsejo que no reavive demasiado el recuerdo de Evermacher en Spalatro. Todo el mundo alimentó grandes esperanzas después de las primeras noticias sobre Cantimpré, y Evermacher las defraudó todas.
Benedicto prometió que no olvidaría la advertencia.
—¿Tienen un sacerdote en Spalatro? —preguntó.
—Estamos demasiado cerca de la diócesis de Cardonna, de modo que un diácono de allá viene a dirigir los oficios de la semana.
—¿Está aquí estos días?
—Podrá verle mañana por la mañana. Es el día en que mantiene la llama del sagrario.
La comida prosiguió entre comentarios banales, lo más alejados posible de Cantimpré y de Evermacher. De todos modos, cuando llegó la hora de separarse, Demetrios abordó por última vez el asunto:
—Yo, en su lugar, no mencionaría siquiera su curación en Cantimpré. Haría renacer falsas esperanzas...
Benedicto asintió y luego dijo que iba a tomar un poco el aire.
Visitó Spalatro.
Conversó con otros lugareños, sin referirse en ningún momento a Cantimpré, pero le proporcionaron diversas informaciones sobre el pueblo.
La parroquia contaba con unas cincuenta almas. Desde que la gran carretera la conectaba con Roma en menos de dos horas, todo el mundo allí había dejado de trabajar en los campos. Un tejedor se había instalado en la población y empleaba a las mujeres, y Demetrios prensaba aceitunas venidas de ninguna parte, que revendía en la ciudad asegurando que eran importadas de Grecia.
Benedicto tuvo tiempo de observar la pequeña iglesia y de volver al cementerio, donde inspeccionó cuidadosamente la tumba de Evermacher.
Era una doble sepultura, que acogía al sacerdote y a su madre. Benedicto descubrió la estatua de santa Mónica mencionada por Demetrios. Aparte de eso, el panteón estaba desprovisto de ornamentos especiales; era solo un rectángulo dibujado en la tierra de ocho pies de lado, cubierto de nieve.
Benedicto observó el cielo y el paisaje bañado en la luz del crepúsculo.
Volvió a su habitación y empujó un arcón para bloquear la puerta.
Para empezar, reavivó una de las estufas. Luego, después de dejar la ventana entreabierta, abrió su bolsa de cuero, de donde sacó el pedazo de piedra roja y el saquito de polvo que había cogido antes de huir de su tienda de Roma, así como el crisol, el berbiquí y la broca comprados en Ostia.
Levantó la reja de la estufa y colocó el crisol directamente sobre las brasas; después, con paciencia, durante más de una hora, se esforzó en reducir su piedra roja a fragmentos finos. Las manos le quemaban, los ojos le picaban y por momentos sentía que se ahogaba bajo los humos ácidos.
Fue a pedir agua a la mujer de Demetrios, que le dijo que encontraría un pozo en la plaza del pueblo. Benedicto le preguntó si podía probar el aceite que producía su marido. Norma le dio un frasco. Y añadió:
—No hay que hacer mucho caso a Demetrios cuando se indigna con Evermacher. A mí me gustaba ese viejo sacerdote.
Y tras comprobar que su marido no estaba presente, preguntó rápidamente en voz baja:
—¿Es verdad que en Cantimpré todas las mujeres se quedan embarazadas y dan a luz a sus hijos sin sufrimiento?
Benedicto asintió, lo que pareció alegrar a esa mujer de fe sencilla y dulce.
Antes de volver a su habitación, se aseguró de que a la derecha de la puerta de entrada hubiera, como en todas las casas decentes, varias antorchas de resina, para el caso de que se produjera algún acontecimiento especial durante la noche.
Prosiguió con su operación sobre la estufa: si había pedido una segunda a Norma era para poder usar una reserva suplementaria de leña.
Durante dos horas trabajó sobre el fuego los residuos ardientes de su piedra. Finalmente, minúsculos depósitos carbonizados se pusieron a ondear en la superficie de un líquido plateado.
Esa piedra era cinabrio, y acababa de extraer de ella unos gramos de mercurio.
Satisfecho, Gui lo recogió en una copela y la colocó sobre el borde nevado de la ventana.
La operación siguiente fue de más corta duración: sublimó un poco de mercurio con el polvo blanco de su bolsita, que era azufre.
Descansó dos horas, se aseguró de que la pareja que le hospedaba durmiera profundamente, y luego abrió el postigo de su ventana. Observó la plaza del pueblo, atento al menor ruido y al menor movimiento.
Salió de su habitación, amortiguando sus pasos, deslizándose ante la puerta de Demetrios y Norma, y abandonó la casa.
Fuera todo estaba tranquilo y helado.
La luz de la luna atravesaba las nubes, algunos animales rondaban por los bosques; Benedicto vio escapar a un tejón y oyó el grito agudo de un ave nocturna.
No temía que los aldeanos le sorprendieran a esa hora desacostumbrada: sabía cuánto impresionaba la noche a los hombres del campo, sobre todo cuando el bosque se levantaba tan cerca de las viviendas.
Caminó hasta el cementerio y llegó a la sepultura de Evermacher. Se acercó a la estatua de santa Mónica. Sacó el berbiquí y la broca y se puso a perforar un conducto en cada párpado inferior de la santa, preocupándose de recoger el polvo.
Luego, con la sola luz de la luna, mojó el taladro en el mercurio y, gota a gota, introdujo este líquido en los dos agujeros.
A continuación se equipó con el bermellón que había producido sublimando el mercurio con azufre. Era de un rojo resplandeciente. Mezclado con un poco del aceite de Demetrios, lo hizo entrar con pequeños toques con el extremo del taladro y luego acabó de llenar los orificios con polvo.
Cogió una gran piedra y martilleó la tierra grasa para borrar sus huellas bajo la estatua.
Luego volvió a su habitación.
Antes del alba, abandonó de nuevo la casa de Demetrios y se dirigió hacia la capilla de Spalatro, llevándose consigo una de las antorchas de resina colgadas cerca de la puerta de entrada.
Entró en el edificio estrecho, sin ornamentos, que contaba con seis bancos alineados ante un altar enmarcado por dos lámparas de aceite que bañaban con su resplandor moribundo un crucifijo de madera y un icono de la Virgen con el Niño.
Benedicto encendió su antorcha con la llama de una lámpara; la resina crepitó, inundando la capilla de luz. En el fondo del ábside descubrió una custodia que centelleaba.
Se arrodilló y se colocó en posición de rezar.
Aquello no le sucedía nunca.
Fauvel de Bazan tenía razón en resaltar su falta de asiduidad al culto. Benedicto Gui había pasado su juventud en compañía de una banda de goliardos, esos clérigos itinerantes ilustrados, sin ataduras, rimadores, músicos, desvergonzados, grandes introductores de ideas nuevas. De sus frecuentes encuentros había conservado una cierta desconfianza hacia los dogmas, y conocía demasiado bien las contradicciones de los textos sagrados para soportar los discursos prosaicos de los sacerdotes. Huía de las misas, que asimilaba a ritos caníbales. El hombre que era, sobre todo después de la desaparición de su mujer, encontraba más consuelo en Cicerón y en Séneca que en la oprimente culpabilidad de los padres de la Iglesia.
Sin embargo, esa mañana, el aislamiento, el silencio o la fatiga contribuyeron a que un salmo aprendido en la infancia volviera a su mente:
Si retienes las culpas, Yahvé,
¿quién, Señor, subsistirá?
Si retienes las culpas,Yahvé,
¿quién, Señor, subsistirá?...
En el reducto de su alma, sintió que el silencio que hoy le respondía era el mismo que respondía en otro tiempo a los pastores de Judea durante el reinado del rey David...
El diácono de Cardonna entró poco después en la capilla. Tenía la misma edad que Benedicto, era alto y delgado, y llevaba un sayal remendado bajo un viejo manto. Sostenía en las manos una pequeña jarra de aceite destinada a rellenar los contenedores de las lámparas del altar.
El religioso se sobresaltó al descubrir a un extraño en la iglesia.
Benedicto se levantó.
El diácono se apresuró a disculparse.
—Siento haber interrumpido su momento de intimidad con el Cielo, hijo.
Gui sonrió.
—Ya nos lo hemos dicho todo.
Se presentó bajo su falso nombre de Pietro Mandez y repitió su historia del mercader milagrosamente curado en Cantimpré que había venido a Spalatro a recogerse ante el panteón de Evermacher.
—He ido a visitar la tumba del sacerdote —comentó—. Me gustaría celebrar una misa en su nombre y participar en la elevación de un monumento digno del milagro con que me bendijo.
Benedicto sacó el último ducado de oro de Máximo de Chênedollé que le quedaba y lo presentó al diácono, manifestando su intención de favorecer a Spalatro con numerosas donaciones.
El diácono se quedó pasmado al ver la pequeña fortuna que le caía en las manos.
—¡Debo comunicarlo a nuestro obispo! —dijo—. Se sentirá emocionado por esta hermosa obra de caridad, hijo mío.
—Solo cumplo con mi deber de cristiano. Sin embargo...
—¿Sí?
—Sin embargo, me sorprende que Evermacher haya sido enterrado con tan pocos miramientos.
El diácono le miró, estupefacto.
—¡Esperaba encontrarle en el seno de esta capilla, a la sombra de Cristo, en un sarcófago labrado!
Aquella salida ofendió al diácono en lo más vivo.
—¿Qué está diciendo? ¡Evermacher y su madre ocupan la sepultura más hermosa de nuestro cementerio!
Pero Benedicto consideraba que aquello no era suficiente.
—¿No es Evermacher el autor de los milagros de Cantimpré? —hizo notar.
El diácono parecía incómodo.
—Hijo mío —dijo—, hace años que los fieles de Spalatro esperan de él un signo, un prodigio; pero su alma permanece sorda a sus plegarias. Lo que se ha dignado realizar en Cantimpré, nos lo niega aquí. Doctos personajes que lo saben todo sobre los santos vinieron a estudiarle, pero no sirvió de nada. La población está resentida y a nadie se le ocurriría ir a poner flores en su tumba. Por más que la cubra de oro, eso no le convertirá en el santo que la gente esperaba. Los fieles han perdido la fe en Evermacher.
Benedicto replicó secamente:
—Quiero creer que se equivocan. ¿No es Cantimpré una realidad? ¿No es lógico que el alma de Evermacher se sienta herida por el tratamiento que se inflige a sus restos? ¿Y que por eso permanezca silenciosa?
Benedicto arrastró al diácono al cementerio para comunicarle sus ideas de mejora, que podrían dar satisfacción al alma ofendida de Evermacher.
—¡Si se diera más relieve a su sepultura, se mostraría más inclinado a manifestarse! —arguyó.
Y mientras hablaba, acercó su antorcha a la estatua de santa Mónica.
Con el efecto del calor, el mercurio instilado bajo sus párpados se dilató y corrió por las mejillas de la santa arrastrando consigo el bermellón aceitoso.
¡Santa Mónica lloraba lágrimas de sangre!
El diácono, que fue el primero en verlo, se santiguó, atónito, y luego apuntó con el dedo a la estatua para que Benedicto se fijara también.
—¡Jesús, María y José...! —exclamó Gui, y cayó de rodillas.
El religioso no se mostró tan devoto: salió a toda velocidad, vociferando como un loco.
Llamaba a los fieles, golpeando las puertas, aullando por las ventanas. Luego volvió a la capilla y se puso a tocar las campanas con todas sus fuerzas.
Todo el pueblo se reunió en el cementerio ante la tumba de Evermacher y la estatua milagrosa. El diácono explicó lo que acababa de ocurrir. ¡La multitud se arrodilló y se celebró una misa gloriosa!
Benedicto observaba a los habitantes, que proclamaban que ya esperaban ese milagro, que nunca habían perdido la fe en el buen sacerdote de Cantimpré. ¡El propio Demetrios, ayer tan crítico con respecto a Evermacher, pretendía que había seguido siendo su más celoso defensor!
El entusiasmo, alimentándose de sí mismo, no escatimaba medios.
Una anciana afirmaba que ya no le dolía la espalda.
—¡Milagro!
El cielo se aclaraba y un rayo de luz alcanzaba a Spalatro.
—¡Milagro!
Bajo la nieve que cubría la tumba de Evermacher, se descubría una brizna de hierba verde.
—¡Milagro!
Algunos pretendían leer mensajes en el rastro de las lágrimas rojizas, que continuaba impreso bajo los ojos de la estatua blanca.
—¡Milagro!
El fervor popular, ayudado en esto por el exaltado diácono, no tardó mucho en encontrar una explicación al prodigio: ¡el alma de Evermacher había esperado todos esos años la llegada de un peregrino bendecido por un milagro en Cantimpré, como Pietro Mandez, para manifestarse por fin! ¡Y si santa Mónica lloraba, era porque los fieles habían descuidado durante demasiado tiempo su tumba...!
Benedicto Gui seguía los acontecimientos tratando de disimular su consternación. Se dijo que si bien no había sido testigo de un auténtico milagro, al menos asistía ahora a un sorprendente fenómeno de ilusión de masas, a una locura que se hacía cada vez más real a medida que los parroquianos la comentaban.
El diácono decidió alertar a su superior en el pueblo vecino de Cardonna.
—¡Una nueva era se inicia para Spalatro!
Cada una de sus palabras era saludada con vítores por la multitud.
Benedicto se propuso para acompañarle.
El anciano padre Viviani recibió a los dos hombres en su casa parroquial de Cardonna.
El relato de los hechos que le hizo el diácono fue muy elocuente. Dos horas después del milagro, ya añadía fenómenos de su propia cosecha.
—¡Hay que defender la causa de Evermacher ante las autoridades de la Iglesia! —exclamó el obispo—. ¡Solicitar una comisión de investigación sobre el prodigio y requerir del Papa una bula de apertura del proceso de canonización!
Ya imaginaba los numerosos beneficios que podría obtener de una estatua de santa que lloraba lágrimas de sangre. Todos los fieles de la región acudirían a su pequeña diócesis para observar el milagro y hacer donaciones.
—Con vuestra autorización —propuso Benedicto—, permitid que me convierta en el postulador del caso de Evermacher en vuestro nombre. Seré un solicitante rico que sabrá dar todo el lustre necesario a nuestra súplica. Además, yo soy la humilde causa que ha provocado esta mañana la manifestación del sacerdote de Cantimpré. Beneficiado yo mismo por un milagro, encontraré argumentos para defender a Spalatro. ¿Acaso no ha sido la Providencia la que me ha conducido tras los pasos de Evermacher?
El diácono mostró el ducado de oro ofrecido por Benedicto. El padre Viviani lo hizo desaparecer inmediatamente en su cinturón y aceptó la proposición de Gui, que le libraba de los gastos inherentes a las primeras gestiones administrativas.
—¿Qué procedimientos hay que seguir en estos casos? —preguntó Benedicto.
En realidad, como había explicado al padre Cecchilleli, ya había asistido a procesos públicos, y sabía que, para presentar la causa de un milagro, había que reunir los apoyos escritos del sacerdote de la parroquia y del obispo de la diócesis, así como un relato circunstanciado de la maravilla confirmado por más de ocho testigos oculares.
Después de haber visto la estatua, el padre Viviani redactó la carta de veracidad que daba fe del prodigio y la marcó con su sello.
Al recibirla, Benedicto Gui bajó la cabeza, imbuido del carácter sagrado de la misión que tenía asignada.
Acababa de dar un paso importante que le conduciría directamente a la Sagrada Congregación de Letrán.
En el cementerio de Spalatro hubo que impedir que desenterraran el cuerpo de Evermacher: los fieles querían asegurarse de que sus restos permanecían incorruptos, signo definitivo de santidad...
Benedicto consiguió reunir el testimonio inequívoco de todos los lugareños que habían contemplado las lágrimas de sangre de santa Mónica. Y a esto vino a añadirse el apoyo ferviente del señor de la región.
Organizaron una gran misa que reunió a los ediles de la diócesis en torno a la tumba de Evermacher.
Benedicto recibió el encargo de dirigirse sin tardar a la abadía de Pozzo, situada a medio camino entre Roma y las lagunas pontinas, donde estaban registradas las declaraciones de actividades milagrosas observadas en los Estados Pontificios y las sometidas a revisión por los episcopados de Francia y España.
Un examen preliminar sería efectuado allí antes de que se realizara cualquier súplica oficial. Benedicto debía hacer validar en la abadía los testimonios de los fieles y luego volver a Spalatro, desde donde el obispo dirigiría el desarrollo posterior de las operaciones, es decir, la obtención de una bula papal.
Benedicto Gui permaneció inmovilizado en el pueblo durante unos días a causa de una tormenta de nieve. Habitualmente aquello hubiera sido recibido como un mal presagio, pero en esta ocasión, después del milagro, los aldeanos se convencieron de que esa tormenta era de buen augurio.
Gui, que esperaba en casa de Demetrios, se tomó tiempo para repasar el orden de sus descubrimientos sobre Rainerio: Zapetta, la desaparición del joven asistente del cardenal Rasmussen, el asesinato de Máximo de Chênedollé y sus extraños escritos codificados, Tomaso, la viuda de Chênedollé y sus revelaciones, la muerte de Rasmussen, Marteen decapitado, esa Sagrada Congregación que canonizaba a los siervos de Dios y, finalmente, Fauvel de Bazan que irrumpía en su casa para arrestarle e interrumpir su investigación.
En cuanto el tiempo se mostró más clemente, Benedicto volvió a ponerse en camino. El obispo de Cardonna le cedió un asno, y la población, víveres en abundancia. Se llevó consigo, además de los preciosos documentos, un frasco que contenía sangre recuperada de la estatua.
Abandonó Spalatro entre las aclamaciones del pueblo.
17
Hundiéndose en los cimientos del castillo de Mollecravel, mientras los combates entre los partidarios de Isarn y de Hue de Montmorency se recrudecían tras el incendio del torreón, el padre Aba siguió al monje agustino en busca de los niños.
La escalera practicada en el espesor del muro de la fortaleza desembocó en una reja que daba a una nueva escalera, más pendiente aún, que se hundía en la oscuridad.
El padre Aba descubrió, al bajar los nuevos escalones, que el montículo sobre el que se levantaba el torreón estaba hueco y dispuesto en varios niveles.
Puso el pie sobre gruesas alfombras, en un pasillo con las paredes cubiertas de tapices. En el subterráneo no había ventanas ni respiraderos.
El joven agustino encendió una antorcha que emitía una luz más viva que su lámpara de aceite y condujo a Aba hasta una habitación provista de numerosas camas.
—Aquí se alojan los niños —dijo—.Yo me encargo de traerles de comer y de beber.
—¿Dónde están ahora? —se inquietó Aba, decepcionado.
—Los últimos que se alojaron aquí eran tres niñas y cuatro niños. Partieron precipitadamente hace doce días. No eran apropiados. Los habrán devuelto.
—¿Apropiados? ¿Apropiados para qué? —exclamó el sacerdote, indignado—. ¿Qué les hacíais?
—Solo hace cuatro meses que estoy en el castillo como ayudante del abad Simón. Él hubiera podido decirle más, pero... le mató en la capilla.
El padre Aba insistió para que el agustino le describiera a los niños. Tres de ellos no se correspondían con la descripción de Perrot.
—El cuarto niño llegó más tarde y nadie tenía derecho a acercársele —dijo el monje—. No sé qué aspecto tiene.
Emocionado ante la idea de encontrarse en un lugar por donde había podido pasar su hijo, Aba lo miraba todo, levantaba las camas, abría los arcones en busca de indicios. Entró en un gabinete de trabajo próximo a la habitación, que albergaba estanterías de libros y un escritorio. Volcó los libros y descubrió un cuaderno de pergaminos guardado aparte.
Vio que contenían bosquejos realizados con mina de plomo que representaban a niños. Febrilmente, pasó las páginas. Había decenas. Niños y niñas de todas las edades. Ningún nombre, ninguna fecha, ninguna mención de lugar.
—Es el trabajo que realiza aquí el hermano Ravallo, el tercer miembro de nuestra pequeña comunidad en Mollecravel —dijo el agustino—. La señora Até le pide que haga retratos de los niños. Estos son sus esbozos. Cuando las obras están terminadas, la señora Até las envía a Roma...
De pronto, Aba reconoció, sin la menor posibilidad de error, ¡el rostro de Perrot!
Le enseñó el retrato.
—¿Le conoces? ¿Le has visto?
—Le juro que no...
Aba se sujetó al respaldo de una silla para no caer y permaneció inmóvil, con la mirada fija en la imagen. Su hijo llevaba ropas diferentes de las que vestía esa última mañana en Cantimpré.
—Créame —dijo el agustino, que no sabía cómo interpretar la turbación de su agresor—, los niños son tratados con todos los miramientos, mejor que los huéspedes ilustres de Hue de Montmorency. Con excepción de algunas muestras de tristeza en el momento de su llegada, siempre los he visto contentos de estar entre nosotros. Están rodeados de personas que los comprenden y que pueden ayudarlos.
El padre Aba explotó:
—¿Qué estás diciendo? ¿De qué personas? ¿De qué ayuda hablas?
Sujetó al agustino por el cuello y lo aplastó contra la pared.
—Por lo que he podido saber —dijo el joven con voz estrangulada—, estos niños tienen en común el haber contraído cierta enfermedad, o tener síntomas similares, y los traen aquí para diagnosticar sus anomalías. Pero yo no participo en eso...
Aba aumentó la presión sobre el cuello del joven.
—¿Síntomas?
El agustino asintió.
—¡Hue de Montmorency está enormemente interesado en esta empresa, con mayor motivo aún porque él mismo fue curado de sus propios males!
El padre Aba recordó el relato de Althoras sobre Montmorency: su temperamento cruel, su súbita desaparición y esa conversión inexplicada a su vuelta. El lobo convertido en cordero.
—¿Había clérigos presentes junto a los niños? ¿Até venía a menudo?
—Obispos, a veces... La señora Até siempre se ha ocupado de los niños... Era ella quien daba las órdenes...
—¿Quién es esa mujer?
—Solo sé que es la hija de alguien poderoso... Es temida y respetada...
—¿Dónde están los niños ahora? ¿Adónde los llevaron después de Mollecravel?
—Sin duda partieron para recibir su cura... Aquí los evalúan, y después... se van a un establecimiento mejor... donde los curan definitivamente.
El padre Aba ardía de impaciencia.
—¿Y dónde está eso?
Soltó el cuello del agustino para dejarle responder, porque parecía a punto de perder el conocimiento.
—Tal vez en el lugar donde nuestro buen señor Hue de Montmorency recibió los cuidados que le convirtieron en el hombre digno del Señor que hoy es... Creo que se trata de un monasterio que se encuentra en los Estados Pontificios...
—¿En Italia?
—No sé más...
El sacerdote soltó al joven. Temía haber llegado demasiado tarde. Al parecer se encontraba en un callejón sin salida. Miró a su alrededor, desesperado.
Y entonces el agustino dio un paso hacia los libros y cogió una obra que parecía una Biblia lujosamente encuadernada.
—La señora Até consultaba este libro —dijo—. Creo que fue escrito bajo el privilegio de ese monasterio de donde volvió Hue de Montmorency.
Lo abrió ante el padre Aba.
No se trataba de la Biblia, sino de unas vidas de santos.
Aba leyó en la página de guarda el sello oficial del privilegio eclesiástico conferido para su redacción y su embellecimiento, por el monasterio Alberto Magno, cerca de Ancona.
La sangre se le heló en las venas: ¡Ancona! El monasterio... Una ráfaga de recuerdos cruzó por su mente: Toulouse, el hospicio de los niños desamparados, la desventurada Concha Hermandad, la Virgen milagrosa de Aragón trasladada por orden del arzobispo de Ancona para ser atendida.
—Dígame —añadió el agustino con voz tranquila—, ¿han atacado nuestro castillo con el único objetivo de encontrar a esos niños?
Aba frunció el ceño.
—Mi hijo se encuentra entre ellos —bramó.
El agustino sacudió la cabeza.
—¿Y por qué le quiere mal? Tiene que haberse fijado en que no es como los otros... Haría bien en dejarlo con la señora Até. Es evidente que no sabe lo que está haciendo...
Aba volvió a ver el cuerpo del pequeño Maurin vaciándose de su sangre contra la viga de su casa parroquial y se resistió al impulso de matar al joven agustino. Arrancó la hoja del libro.
—Vuelve a llevarme al patio.
El agustino avanzó por otro pasillo flanqueado de habitaciones. Se detuvo ante una reja de hierro y la abrió con una pequeña llave que llevaba colgada al cuello.
—Por lo que sé, aquí estaba el cuarto niño.
El padre Aba se acercó a una cama. Lanzadas sobre el colchón, se veían algunas prendas de ropa.
Reconoció el blusón de color de cardenillo que llevaba Perrot el día de su secuestro. Lo cogió y se lo acercó a la cara. Cerró los ojos y todo su ser se estremeció ante el olor de su hijo.
—Gracias —dijo, haciendo desaparecer las cosas de Perrot bajo su camisa.
El agustino le guió hasta una poterna que daba al patio del castillo en la sección de muralla opuesta a la capilla. El padre Aba le conminó a que no le siguiera.
—Adiós —le dijo.
En el exterior, la lucha aún era encarnizada; los bandidos estaban a punto de imponerse. El incendio provocado por Isarn se había extendido a todo el torreón. Hombres de Hue de Montmorency, asfixiados por el humo o con el cuerpo envuelto en llamas, saltaban por las ventanas para partirse los huesos en el empedrado.
El padre Aba se precipitó hacia el caballo de Leto Pomponio. El animal y su amo yacían tendidos en el patio, bañados en su propia sangre. Arrancó el talego atado detrás de la silla y se llevó consigo las ropas del hombre de negro que Pomponio había matado en Castelginaux.
Con su botín bajo el brazo, trepó hasta lo alto de las murallas.
Los soldados de Hue de Montmorency se habían reagrupado en el torreón para defenderlo contra Isarn y salvar a los suyos del incendio.
El padre Aba alcanzó una de las torres voladas que dominaban el puente levadizo. El encargado del mecanismo se lanzó contra él, con un mangual en una mano y un escudo en la otra. El hombre doblaba en tamaño al sacerdote. Este, que solo tenía la espada de Cantimpré para defenderse, evitó por muy poco la bola de cera endurecida erizada de vidrios, proyectada al extremo de una cadena. Sintió el soplo del arma rozándole la mejilla. Su asaltante le derribó con su escudo. El padre Aba cayó sobre las planchas de madera de la plataforma que rodeaba el andamiaje en torno al puente levadizo. El hombre había levantado el brazo y proyectaba de nuevo su mangual contra Aba.
El sacerdote rodó hacia su derecha un instante antes de que los fragmentos de vidrio se clavaran en las planchas de madera. Se sujetó con una mano antes de bascular al vacío. Realizando un terrible esfuerzo, se balanceó y soltó la presa para alcanzar el nivel inferior de la plataforma, fuera del alcance del gigante.
En el mismo momento, arqueros de Hue de Montmorency que le habían distinguido desde el patio empezaron a lanzarle flecha tras flecha.
El padre Aba se protegió detrás de un murete. Vio el cuerpo de un bandido de Isarn tendido no muy lejos, con su ballesta en la mano. Aba se apoderó del arma, así como de una aljaba con cuatro virotes.
Avanzó por la plataforma y apuntó hacia arriba, deslizando la punta de la flecha de su ballesta entre las juntas de las planchas de madera. El gigante apareció en su línea de tiro. Disparó y le alcanzó en pleno muslo. El hombre se derrumbó y cayó al suelo empedrado del patio, ocho metros más abajo. Entonces Aba se abalanzó de nuevo.
Volvió a subir hasta la torre voladiza, y desde allí, sin reflexionar, escapando a las flechas de los arqueros, se lanzó al vacío y cayó en medio de las aguas cenagosas del foso.
Al mismo tiempo, en el lindero del bosque, Althoras, sentado en su litera, se hacía describir los combates que se desarrollaban en el castillo por su joven ayudante Job Carpiquet.
El viejo ciego se sobresaltó al oír que el padre Aba acababa de salir indemne del foso a pesar del terrible salto.
—¿Qué hace ahora? —preguntó desasosegado—. ¿Qué hace?
—Deambula cerca del puente —respondió Job Carpiquet—. Lleva una bolsa a la espalda, una espada en una mano y una ballesta en la otra... Atended... Ahora ha cogido un caballo abandonado por uno de los nuestros. ¡Se lanza al galope!
—¿Viene hacia nosotros?
El muchacho dudó un momento. Luego dijo:
—En absoluto. Se ha adentrado en el bosque. ¡Directo hacia el este!
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, las mejillas del anciano se enrojecieron.
—A caballo, muchacho —ordenó gritando—. Síguele. ¡Síguele enseguida! Ha debido descubrir algo y puede llevarnos hasta Agnés. ¡No le pierdas de vista e infórmame de todos sus gestos, de todas sus palabras...! ¡A caballo!
18
Poco después de su partida de Spalatro, Benedicto Gui se hizo un corte en el antebrazo y reemplazó la mixtura de mercurio y bermellón, recogida en un frasco por los habitantes del pueblo bajo los párpados de santa Mónica, por unas gotas de sus venas.
«Este sacrilegio es solo una manipulación más añadida al pie de una larga lista», se dijo mientras continuaba la marcha.
Durante sus años de vagabundeo en el Latium, después de la muerte de Aurelia, había podido desenmascarar fácilmente cuatro supercherías prodigiosas iniciadas por obispos. Apariciones fraudulentas, curaciones trucadas, señales del Cielo desprovistas de fundamento...
¿Cuántos simulacros había perpetrado la Iglesia desde hacía trece siglos?
Quince leguas le separaban de la abadía de Pozzo, donde debía entregar los documentos que atestiguaban el milagro de la estatua.
Tres días más tarde, el trote de su mula le había llevado hasta la abadía benedictina de Pozzo. El monasterio ocupaba un área de más de cien metros de lado y estaba provisto de una iglesia abacial con tres altares, una escuela, un claustro circular, un jardín medicinal, una pocilga, varios hornos de cerámica y, sobre todo, de un scriptoriurn y de una biblioteca que no tenían nada que envidiar a los de sus rivales cluniacenses. Sus muros eran claros y reflejaban la luz de ese día sin nubes.
Benedicto se presentó en la Casa de Registro, cerca del locutorio. En la sala, vasta y ruidosa, reinaba una gran animación hasta cinco mostradores estaban destinados a la inscripción de los milagros. Gui se quedó desconcertado ante la cantidad de gente que se apretujaba allí. Una docena de «sostenedores de prodigios» habían acudido a verificar el estado de sus expedientes. Los visitantes se hablaban entre ellos con familiaridad, empleando lenguas y acentos diferentes. Algunos eran monjes, y otros, legos, como Benedicto.
Acabó por presentarse ante un prepósito y un hermano lego que se encontraban sentados detrás de un ancho escritorio cubierto de rollos y libros de registro. Los dos hombres llevaban la túnica negra y el escapulario de su orden.
El prepósito no cambió de postura, y siguió clasificando los documentos sin levantar los ojos hacia el recién llegado.
—¿Cuál es el objeto de su solicitud, hijo? —preguntó a Benedicto.
—Un santo milagro se ha producido en la parroquia de Spalatro. Lágrimas de santa Mónica vertidas en un cementerio.
—¿Sobre la tumba de un profano, un lego, un clérigo o un bienaventurado?
—Un sacerdote...
—¿De qué clase de lágrimas se trata? ¿Agua, aceite, sangre?
Benedicto sacó su frasquito rojo. El prepósito lo cogió e hizo llamar a un hermano. Llegó un anciano equipado con una fina varilla de hierro. Abrió el frasco, extrajo una gota y se la llevó a la boca.
—Verdadera sangre. Humana —decretó.
El hermano lego empezó entonces a tomar notas por escrito.
—¿Tiene los documentos requeridos? —preguntó a Benedicto.
Este depositó ante él el conjunto de hojas que había traído de Spalatro.
Después de haber constatado que no faltaba nada, el religioso añadió:
—Su propuesta será examinada en los próximos días. Quédese en Pozzo hasta el veredicto.
—¿Puedo presentarme en el dormitorio común de la abadía?
Los dos hombres sonrieron.
—No tenemos capacidad para recibir a todos los solicitantes entre nuestros muros. Encontrará posadas en el pueblo.
Benedicto observó al hermano, que se llevaba sus escritos y su frasco para guardarlos cerca de una pila de expedientes en un cofre.
Preguntó:
—Si el caso de Spalatro pasa el primer examen, ¿cuánto tiempo exigirá el siguiente paso?
El prepósito se encogió de hombros.
—Cinco o seis años, en el mejor de los casos. Tratamos miles de casos anualmente. Todas las manifestaciones prodigiosas acaban sobre nuestros pupitres, hijo, con la esperanza de que Roma les preste atención y conceda una bula de apertura.
—¿Seis años...? —repitió Benedicto.
Miró alrededor. Ya había gente que esperaba detrás de él.
—Leerán que el sacerdote que ha suscitado las lágrimas de la santa se llama Evermacher, y que es el antiguo párroco del pueblo de Cantimpré. ¿Conocen Cantimpré?
Al oír este nombre, los dos religiosos habían levantado la cabeza.
—¿Cantimpré? —dijo el prepósito—. Efectivamente es un pueblo que requiere nuestra atención...
Con un gesto, indicó al hermano lego que volviera a coger los documentos.
—Ha hecho bien en mencionarlo. Esto podría acelerar lo» trámites.
Volvió a sumergirse en el examen de los documentos y dijo:
—Pero no se haga ilusiones, es un largo proceso.
Gui abandonó el recinto de la abadía diciéndose que, a la vista de la cantidad de propuestas de santidad que transitaban por allí, sería bien extraño que no hubiera nadie entre estos muros que conociera al cardenal Rasmussen o a su secretario Rainerio, personajes indispensables de la Santa Congregación.
Se dirigió al pueblo de Pozzo, a un cuarto de legua de allí,
El prepósito no había mentido; la actividad hostelera del modesto pueblo era impresionante. La afluencia de solicitantes de santificaciones aseguraba un importante maná de cliente siempre renovado. Seis posadas y dos hospicios podían acoger a más de dos centenares de huéspedes.
Benedicto hizo su entrada en la posada El libro de Oseas.
La sala común estaba tan animada como si se encontrara en Londres o en París; las mesas estaban repletas de bebedores, había vino en cantidad y un olor a ceniza y a comida flotaba en el aire. Todos los ocupantes eran hombres que habían llegado a Pozzo para defender una causa de santidad.
Después de haber conseguido un lugar para dormir, Benedicto comprendió, al escucharlos, que los clientes de la posada se consagraban a la función de descubridores de santos como a un oficio: durante todo el año recorrían las diócesis en busca del menor indicio de sucesos maravillosos, y luego, en cuanto el dinero de una parroquia había hablado, iban a presentar a la Iglesia la súplica de las autoridades locales; en caso de éxito, aquello era una auténtica mina. Algunos se encontraban en su décima o vigésima tentativa.
Muchos de estos intermediarios se conocían desde hacía tiempo.
Benedicto Gui se sentó a la mesa con cuatro hombres que le acogieron calurosamente, como era costumbre en el caso de los nuevos. Tres de ellos tenían más o menos su edad, dos italianos y un lusitano, y el último era un hombre mayor, originario de las Pouilles.
—¿Qué causa de milagro defiendes? —preguntaron a Benedicto.
—Una estatua de santa Mónica que ha llorado lágrimas de sangre.
Los cuatro silbaron entusiasmados.
—Bien, muy bien. —¡Buen principio!
—Las lágrimas son menos frecuentes de lo que se dice.
—¡Has tenido suerte!
Abrieron un tonel de posea en honor a la excelsa bondad de santa Mónica, sin olvidarse de cargar el vino en la cuenta del nuevo. La sala de la posada no dejó de animarse durante las horas que precedieron a la caída de la noche. Las entradas y salidas eran numerosas, y pusieron un cordero a girar en el asador.
Los compañeros de Gui le hablaron de sus expedientes, como soldados que se enorgullecen de una batalla o de la conquista de una mujer.
Uno dijo:
—Yo tengo a la criada de un cura, muerta en tiempos de Gregorio IX, que aparece cada año por San Dionisio para denunciar a los pecadores de su pueblo.
Otro:
—¡Yo tengo una tumba de abadesa en Bourges que se ha puesto a oler excepcionalmente bien y en la que, cuando se aplica el oído, se pueden oír los latidos de un corazón!
Otro:
—Yo defiendo a una comuna de Lombardía donde un bienaventurado fue enterrado en tiempos de Carlomagno. Sus restos tenían que ser transferidos este año a una parroquia vecina más próspera, pero cuando trataron de levantar el ataúd, este se había hecho tan pesado que veinte mocetones no consiguieron desplazarlo ni una pulgada. ¡El bienaventurado se negaba a abandonar su tierra!
Y el último:
—Yo tengo la causa de un manto de obispo del siglo vil que cura a los enfermos con ulceraciones, así como el polvo de la tumba de una virgen que, diluido en vino, devuelve la vista a los ciegos.
¿Realmente creían en esos milagros?
Benedicto no lo hubiera jurado.
Preguntó:
—¿En qué se funda el veredicto de los miembros de la abadía de Pozzo?
Todos respondieron al mismo tiempo:
—Ante todo, es político. Lo esencial, para los jueces de Pozzo, es evaluar la irradiación póstuma del siervo de Dios que se postula para la santificación. ¡Nada humilla tanto a la Iglesia como nombrar a un nuevo santo y no ver a nadie que se precipite a su tumba!
—En nuestros días desea generar menos santos y concentrar, en cambio, a los peregrinos para acumular más ofrendas.
—Excepto si ha habido un milagro espectacular o si el siervo de Dios fue un hombre famoso en vida, el proceso dura ahora muchos años, para desanimar a los que presentan peticiones abusivas.
—¡Ah! El horizonte de nuestra profesión se ha oscurecido —se quejó el viejo—. ¡En otro tiempo era más fácil hacer un santo! La voz del pueblo bastaba. ¡No hacían falta investigaciones ni pruebas fundamentadas!
Y los cuatro se rieron de las súplicas extravagantes que a pesar de todo habían acabado en una canonización.
Bebieron mucho, y se sirvió el cordero. Benedicto eligió el momento más adecuado para pasar al tema que le interesaba. Mantuvo viva la conversación antes de preguntar:
—¿Conocéis al cardenal Rasmussen?
La pregunta hizo callar a sus cuatro compañeros de mesa.
—Como promotor de la fe —continuó, fingiendo sorpresa—, asume la función de invalidar los casos que se presentan aquí. Deberíais de conocerle...
Fue el viejo quien respondió.
—En efecto, el cardenal invalidaba... ¡vaya si invalidaba! —protestó—. Ese hombre, que Dios me perdone porque acabamos de enterarnos de su desaparición, fue durante treinta años la pesadilla de los solicitantes y los postuladores de santos. Le apodaban «el Demóstenes del Canon». El asunto es bien simple: si Rasmussen se mezclaba en tu caso, ya podías estar seguro de fracasar ante la Sagrada Congregación, y eso sin que importara el peso de la argumentación preparada por la defensa. ¡En mi opinión, ese hombre hubiera desclasificado a san Benito y expulsado al rey Luis de Francia de su rincón de paraíso si le hubieran dado la ocasión!
Benedicto prosiguió con sus alusiones y sugerencias, con habilidad, hasta que el vino hizo perder todo atisbo de desconfianza a sus compañeros.
—¿Y su asistente Rainerio? ¿También le conocíais? —preguntó.
—¡Sí! Venía algunas veces a la abadía —exclamó el más joven.
Gui se estremeció y apretó los puños.
—¿Venía a Pozzo?
El joven lo ratificó:
—Sin duda por cuenta de su amo. La verdad es que no nos alegrábamos mucho de verle rondar por aquí.
Sintiendo que el pez había mordido el anzuelo, Benedicto se envalentonó:
—¿Alguno de vosotros le conocía bien?
Esta vez, la pregunta les hizo sonreír.
—¿Quién se hubiera atrevido a frecuentar al hombre de Rasmussen? ¡No aparecía por aquí con objeto de apoyarnos, sino para recoger argumentos y aplastarnos, más pronto o más tarde!
El viejo apuliano añadió:
—De todos modos tenía a un amigo en la abadía. El hermano Hauser, que durante mucho tiempo estuvo a cargo del scríptorium.
—¿Mucho tiempo? ¿Y ahora ya no está ahí? —dijo Gui, preocupado.
—El hombre ya es mayor y su salud no es buena, por lo que dicen.
—¿Reside en la abadía de Pozzo?
—Eso creo...
No hacía falta más para poner a Benedicto en movimiento. A la mañana siguiente, antes incluso de que las campanas tocaran a laudes, se presentó en la abadía y pidió ver al hermano Hauser, pretextando que le traía noticias de una de sus lejanas amistades. Tuvo que esperar a que el quebrantado anciano se despertara para ser admitido en su celda.
Era una pieza pequeña y austera. Hauser estaba tendido sobre una cama de paja, muy pálido, con el rostro esquelético y el cuerpo cubierto con gruesas mantas. Las paredes estaban grises, ennegrecidas por la humedad y el humo de los cirios.
Una monja mayor estaba sentada en una silla cerca de él, con un salterio abierto sobre las rodillas. La cuidadora observó con desconfianza a Benedicto cuando entró en la habitación.
Gui se acercó al moribundo. El olor era abominable; enseguida tuvo la sensación de que aquel hombre estaba perdido. Hauser era todo huesos, tenía el cráneo pelado y descarnado, su respiración era ruidosa y difícil, gotas de sudor brillaban en la raíz de sus escasos cabellos y los extremos de los dedos estaban negros y fríos.
«Muere de consunción», pensó.
—Puede oírle —le dijo la cuidadora—, pero no sé si tendrá fuerzas para responderle. Nunca se había encontrado tan mal.
Benedicto levantó la manta y observó las venas de los pies: la piel estaba cubierta de cortes practicados para las sangrías. Los médicos se habían encarnizado con el pobre hombre a golpes de lanceta.
—Está a dieta absoluta —dijo la mujer.
Benedicto sacudió la cabeza.
—Nada mejor para que su vida se apague. ¡Qué disparate!
—¿Es usted médico?
—No practico. Pero conozco las nociones básicas.
Entonces la monja se levantó y le confió:
—Su mal llegó de forma súbita.
—Eso suele ocurrir con las personas ancianas. No podemos hacer gran cosa...
—Sí, pero... ¡de repente, en solo unos días, empezó a perder todos los dientes!
Benedicto levantó una ceja. De pronto supo lo que esta mujer trataba de decirle, y con un breve intercambio de miradas, ella vio que él la había comprendido.
Inmediatamente tomó el pulso a Hauser, probó su sudor, examinó su lengua negra y el fondo de los ojos, pasando del todo a la parte y del conjunto al detalle.
Una vez terminado el examen, Benedicto dirigió a la monja una mirada preocupada que decía:
«¡Veneno!»
Le pidió que reuniera sin tardar los componentes de un antídoto.
—Apresúrese —le dijo—. Si no intervenimos, dentro de dos días estará muerto. La cuidadora encontró las sustancias herbáceas del remedio en el jardín medicinal de la abadía. Benedicto preparó la mezcla y la dio a beber al enfermo con un poco de vinagre, para reavivar sus glándulas salivales.
—Esperemos.
Tres horas más tarde, el tratamiento de Benedicto empezó a surtir efecto.
—Hay que darle de beber. Abundantemente.
Así se hizo, hasta que llegó un momento en que Hauser recobró de pronto un poco de vida.
—Volveré mañana —dijo Benedicto.
Al día siguiente, Hauser estaba en condiciones de hablar.
La monja permanecía a su lado, emocionada al verle de nuevo de vuelta al mundo de los vivos.
—Sor Constanza tiene la gran bondad de leerme la Santa Escritura para ofrecerme reposo en mis últimos instantes —dijo Hauser a Benedicto con voz apagada.
La mujer tenía más o menos la misma edad que él, y llevaba el hábito de las clarisas. Por la mirada afectuosa que posó sobre el enfermo, Gui comprendió que esos dos seres compartían una larga historia amorosa.
—¿Quién es usted? —le preguntó Hauser—. Mi vista me traiciona, no recuerdo haberle conocido.
—Tiene razón, padre, nunca nos hemos visto.
—¿Me trae un mensaje, me han dicho?
—Eso no es del todo cierto...
La monja, que había vuelto a su silla para leer, levantó la cabeza del libro y recuperó el aire receloso que había mostrado a la llegada de Benedicto.
—En realidad —continuó él con precaución—, investigo la desaparición de un tal Rainerio. Me han dicho que le conocía.
La monja iba a protestar, pero el moribundo encontró fuerzas para levantar una mano, invitándola a sentarse de nuevo.
—No pasa nada, Constanza, no pasa nada... Si no me equivoco, tenemos ciertos deberes que cumplir en relación con este joven.
Observó a Benedicto con sus ojos pálidos, casi blancos. No le quedaba un solo diente, y tenía los labios resecos.
—¿Quién le envía? —preguntó.
—La hermana de Rainerio. Zapetta. Está terriblemente angustiada porque hace tiempo que no ve a su hermano ni tiene noticias suyas.
Hauser asintió con la cabeza.
—Rainerio... A menudo me hablaba de su hermana, sí. Adora a su familia. Es realmente un excelente muchacho. Por desgracia, solo Dios sabe lo que ellos habrán hecho con él...
Benedicto dio un respingo.
—¿Quiénes son «ellos»?
De nuevo, la monja quiso intervenir. Hauser se contentó con pedirle un vaso de agua, en el que se mojó los labios.
Luego continuó, lentamente, agotado por los esfuerzos que tenía que hacer para hablar:
—¿Conoce a su patrón, el cardenal Henrik Rasmussen?
Benedicto asintió.
—¿Sabe por qué medio, durante los procesos de canonización, conseguía hundir los casos de los santos que no quería ver santificados?
—He oído hablar de su reputación de infalibilidad, pero desconozco el procedimiento que utilizaba.
Hauser abrió desmesuradamente los ojos; era el único modo de sonreír que le quedaba.
—¡Rasmussen se había hecho un especialista en los relatos sobre la juventud de los grandes santos de la Iglesia!
Benedicto, con el ceño fruncido, escuchaba cada vez más interesado el relato de Hauser.
—¿Su juventud? —repitió.
—Sí. Quería saberlo todo. Incluso había encargado, para su propio uso, unas vidas de santos centradas exclusivamente en las leyendas que trataban de su infancia. Fue el valiente Rainerio quien acabó este laborioso trabajo para Rasmussen...
«¡El libro de Otto Cosmas!», pensó Benedicto.
Hauser prosiguió:
—Durante los procesos de la Sagrada Congregación, Rasmussen establecía comparaciones entre los primeros años de vida de los que postulaban a la santidad y la juventud de los santos reconocidos, de tal modo que aparecían contradicciones. Así siempre encontraba un argumento que no se sostenía en las pruebas de la defensa. Como era el único que poseía una obra de tanta calidad sobre el tema, dominaba a sus oponentes.
La monja dirigió a Hauser una mirada desaprobadora, pero el benedictino no la tomó en cuenta.
Después de un momento de aturdimiento, continuó:
—Rainerio venía a veces a Pozzo con el objetivo de detectar, entre los centenares y centenares de milagros que se registran aquí cada año, aquellos que implicaban a niños. Lo hacía para dar cuerpo a su libro sobre los santos y porque estaba convencido de que, estudiando los diferentes poderes de los niños milagrosos, se podría descubrir la llegada de un nuevo héroe de la Iglesia.
Hauser hablaba apresuradamente; quizá porque sentía que le volvían las fuerzas; quizá, al contrario, porque las veía desaparecer y temía no poder acabar su relato.
—Sin embargo, al cabo de un tiempo —añadió con los ojos entornados, como si reviviera la escena—, hizo un extraño descubrimiento: ¡cada vez que redactaba un informe para Roma sobre un niño cuyos poderes le parecían dignos de interés, este niño desaparecía de súbito pocos días después...! A menudo arrancado con violencia a sus padres por bandas de mercenarios.
«¿Raptos de niños?»
Hauser añadió:
—Primero un caso, y luego otros sucesivos, confirmaron esta sombría verdad: todos los niños citados por él en Letrán eran secuestrados...
Benedicto palideció. Un tráfico de niños en el seno de Letrán. Aquello superaba todas sus previsiones.
Aunque Hauser le había mirado, el monje continuó como si nada hubiera ocurrido, demasiado preocupado por sus propios pensamientos para prestar atención a los que pudiera despertar su relato en el espíritu de Gui.
—Rainerio y yo nos entendíamos muy bien —dijo—.Yo era el único aquí que no trasladaba a su persona la animosidad que inspiraba su patrón, Rasmussen. Me dijo que había hablado de sus siniestros descubrimientos al cardenal, que también estaba conmocionado por esos secuestros.
Hauser volvió a pedir agua.
—¿Y luego? —insistió Benedicto, demasiado atrapado por el relato para preocuparse por la fatiga del anciano.
—¿Luego? —dijo Hauser—. Quiero creer que Rasmussen y Rainerio trataron de saber más... Constato que, desde entonces, el cardenal ha sucumbido a un accidente. Y usted me acaba de decir que Rainerio ha desaparecido sin dejar rastro...
Tosió.
—En cuanto a mí, comuniqué mi inquietud a Roma, por correo, por el asunto que Rainerio había sacado a la luz... Diez días más tarde agonizaba en mi cama... Al parecer, una simple carta ha bastado para que quieran envenenarme... Es todo lo que puedo decirle... Aparte de aconsejarle que no siga buscando al desventurado Rainerio... Sin duda, jamás lo encontrará.
Hizo un movimiento laxo con la mano.
—Será mejor que vaya a consolar a su joven hermana. Si pasa por alto esta advertencia, correrá la misma suerte que Rasmussen y Rainerio. Y que yo...
Benedicto pensó también en los asesinatos de Máximo de Chênedollé, embutido en una losa de cemento, y de Marteen, decapitado.
—¿Se da cuenta...? —añadió Hauser con voz claudicante—. Niños que hacen milagros... ¡futuros santos o magos...! Hay que temer lo peor...
Perdió el conocimiento.
La monja lanzó un grito, pero Benedicto la tranquilizó:
—El agotamiento es normal, su cuerpo soporta tanto el veneno como el antídoto.
Le proporcionó una lista de alimentos y de cuidados que tendría que administrarle en los días siguientes.
—Debería poder recuperarse.
Luego Benedicto abandonó la celda, sin dejar de dar vueltas a las confidencias de Hauser.
Caminó en torno al claustro circular de la abadía de Pozzo. Algunos benedictinos pasaban junto a él, con las sotanas hinchadas por el viento de la marcha.
«Los informes de Rainerio estaban destinados a Letrán. La implicación del entorno de la curia se hace cada vez más evidente. Esto explicaría la audacia de los crímenes de los cardenales y la intervención de Fauvel de Bazan para impedirme investigar.»
El tema del libro de Otto Cosmas, por fin revelado, ligaba sin duda alguna a Rainerio con las actividades de Rasmussen.
«¿Raptos de niños que poseen dones?»
Pero de pronto oyó pasos a su espalda.
Era Constanza, la cuidadora, que había corrido tras él.
—Le había juzgado mal —le confesó—; ha salvado al hermano Hauser. Pero es que no quería que le hablara de Rainerio... Sé que su envenenamiento es debido a lo que descubrió aquí ese muchacho sobre los niños... Temía que fuera un agente enviado para tratar de enterarse de lo que sabía antes de eliminarle...
Después de la carrera, la mujer estaba sin aliento.
—Ahora creo que es honesto. Por eso pienso que podré ayudarle.
Constanza deshizo el nudo de un cordoncito que llevaba en torno al cuello, al extremo del cual colgaba una llave.
—Hauser fue durante treinta años el maestro de la biblioteca de Pozzo. Aunque abandonó su puesto, conservó esta llave que abre todas las puertas. ¡En cuanto comprendí que lo habían envenenado después de la carta que envió a Roma sobre Rainerio, me apresuré a guardar en una caja todos los documentos de la biblioteca que este muchacho vino a consultar!
Benedicto sonrió.
Constanza prosiguió:
—He puesto estas informaciones a buen recaudo, porque estoy persuadida de que pueden inquietar a los que no tienen interés en que las investigaciones de Rainerio salgan a la luz. ¡He actuado así con objeto de amenazar a estos personajes que quieren la muerte de Hauser, el día en que los haya identificado! Pero siento que usted podrá hacerlo mejor que yo.
La mujer fijó una cita con Benedicto Gui. Iría a la biblioteca para recoger los documentos reunidos sobre las actividades de Rainerio y se encontrarían dos horas más tarde.
—Ni un libro, ni un pliego, puede abandonar el recinto de la abadía de Pozzo —le advirtió—. Debe consultarlos aquí.
—Es igual. Tengo una memoria excelente...
Benedicto pensó en la increíble suerte que había tenido: ¡podría seguir todo el proceso de los descubrimientos de Rainerio!, y a partir de ahí, sentir su estupor y sus angustias, adivinar sus pensamientos, imaginar qué personas podían convertirse en sus adversarios...
En el momento acordado, Constanza transmitió el precioso cofrecillo a Benedicto Gui.
—El hermano Hauser se repone poco a poco —le dijo la mujer—. Le desea larga vida y confía en que todas sus esperanzas se hagan realidad.
Y desapareció.
El objeto era de madera, recubierto de cuero, cerrado con un pestillo de plata dorada.
Benedicto lo sopesó y lo examinó con fascinación.
¡Sin duda tenía, por fin, en sus manos la explicación que iba a aclararlo todo!
TERCERA PARTE
1
El viejo cazador no vio el cuerpo del extranjero hasta su retorno al pueblo de Víska. Sus tres perros lo descubrieron por debajo del sendero del bosque, tendido sobre la nieve. Estaba pálido, sin fuerzas, incapaz de ponerse en pie; sin el olfato de los animales, hubiera perecido en las primeras horas de la noche bajo las hayas de Moravia, a una decena de leguas al sur de Olomuc.
El extranjero no reaccionó ante la llegada bulliciosa de los perros ni respondió a las repetidas llamadas del cazador. Este último, un pobre aldeano de sesenta años, con la barba y las cejas grises, bien abrigado con una pelliza y un gran gorro de piel de tejón, se acercó con cuidado.
El herido era un hombre de unos veinte años, alto y seco. Solo llevaba encima un jubón acolchado y una capa de lana negra. Sus ropas gastadas, polvorientas y manchadas de fango, su extrema delgadez, probaban que viajaba desde hacía días.
Tendido sobre el costado, el desconocido sudaba, temblaba, mascullaba frases incomprensibles. El cazador le ayudó a levantarse y le devolvió con grandes esfuerzos al sendero.
El anciano arrastraba tras de sí una larga pieza de tela sobre la que reposaban su arco, su aljaba y los despojos de un cervatillo que había abatido. Camufló su caza bajo la nieve, tendió al herido en su lugar, y luego arrastró el fardo en dirección a la aldea; la tela, embadurnada con sebo de cordero, se deslizaba con dificultad.
Pasó media hora antes de que vieran aparecer los primeros tejados de Víska.
Las casuchas de piedra, medio enterradas y coronadas por una capa de turba, se apretujaban formando círculo en un pequeño espacio despejado en pleno bosque. Unas cabañas instaladas en los árboles y unidas por caminos de cuerda servían para abatir o dispersar a las manadas de lobos que rondaban cerca.
El hombre fue instalado en una cama en la casa del viejo cazador, que se llamaba Marek, y de su esposa, Svatava. Le despojaron de sus ropas empapadas y lo cubrieron con una tela rugosa y pieles de animales.
La llegada del desconocido provocó la emoción de los aldeanos, que salieron de sus casas uno tras otro, impulsados, unos, por la curiosidad, otros por la inquietud, y otros por el deseo de hacerse útiles y de ayudar a salvarle la vida.
Aunque estaba acostado cerca del fuego, el hombre no dejaba de tiritar.
¿Estaba enfermo? ¿Tal vez el mal era contagioso?
Una vez planteada la cuestión, ya nadie se atrevió a tocarlo.
¿Era un ladrón?
No llevaba nada encima.
¿Un vagabundo?
No iba armado.
¿Debían avisar al bailío del castillo, o solicitar la ayuda del sacerdote que oficiaba en la parroquia vecina?
Entre los presentes, los menos timoratos hacían la señal de la cruz, y otros representaban unos cuernos con las manos. Uno de ellos opinó que debían devolver al desconocido al bosque y no preocuparse más de él.
Svatava, de acuerdo con el conjunto de los aldeanos, decidió ponerse en manos de Gata, la geomántica, la única capaz de contrarrestar rápidamente los efectos del frío sobre el enfermo.
Un joven partió a los bosques para avisarle.
Menos de una hora más tarde, una mujer sin edad, con una larga cabellera plateada que le llegaba hasta las ingles, vestida con una capa de crin negra, llegó a Víska.
Toda la aldea se apretujaba en el interior y en el exterior de la casa de Marek y Svatava. Los curiosos se apartaron para dejar entrar a la bruja.
La mujer se acercó al enfermo, lo observó, y luego, con los ojos entornados, paseó sus manos sobre su frente húmeda, con las palmas vueltas hacia el cielo.
Finalmente dijo:
—Aún le queda tiempo...
Enseguida se leyó el alivio en los rostros de la quincena de personas que llenaban la habitación. Sabían lo que Gata había querido indicar con esta misteriosa afirmación: la hechicera les había explicado muchas veces que hombres y mujeres poseían, cada uno, un número específico de años de vida prescrito por Dios. Si morían antes de su hora, por accidente o víctimas de un crimen, sus espíritus, prematuramente liberados de su envoltura carnal, seguían rondando por la tierra hasta el término de su tiempo. Así definía Gata la indiscutible existencia de los aparecidos. En varias ocasiones, la mujer se había negado a curar a ciertas personas, a veces incluso a niños pequeños, alegando que su tiempo se había consumido y su muerte no era nefasta.
Pero este no era el caso hoy, y la vecindad se alegraba de poder verla en acción.
La bruja hizo subir la temperatura de la habitación, lanzó puñados de simples aromatizantes a las llamas del hogar, desnudó el torso del hombre, y a continuación depositó sobre él piedras de ámbar, cuarzo y obsidiana extraídas de una bolsa que llevaba colgada al hombro. Luego se puso a recitar encantamientos a los que ni uno solo de los moravos presentes consiguió encontrar ningún sentido.
Los testigos, que presentían que Cristo no estaba convidado a esta ceremonia oculta, multiplicaban las señales de la cruz preventivas.
Gata sacó por último de su bolsa una cazoleta de perfume que encendió bajo la cama del herido. Una fina humareda amarilla se elevó lentamente y le envolvió, para permanecer luego en suspenso en la suave luz de la habitación.
Todos los rostros reflejaban una atención extrema.
La piel del enfermo adquirió de manera progresiva un tono azulado y el joven dejó de estremecerse y de tiritar.
Por fin se quedó petrificado; su mirada, fija en el techo, perdió todo su brillo, y su boca entreabierta se inmovilizó.
Era evidente que ya no respiraba...
Se produjo un largo silencio.
Estaba muerto.
El silencio se eternizaba.
Gata permaneció quieta.
La gente se miraba entre sí, decepcionada o resignada, según su fe en los talentos de la geomántica.
La mujer murmuró una palabra incomprensible, con voz engolada.
Entonces los hombros de Rainerio se levantaron de golpe en una inspiración espectacular; el joven se había incorporado a medias en la cama, con los ojos muy abiertos y las venas del cuello hinchadas. No respiraba, jadeaba.
La mitad de los presentes abandonaron la casa en una reacción de pánico; enseguida fueron reemplazados por otros curiosos que habían tenido que quedarse en el exterior.
Entretanto Rainerio se había dejado caer de nuevo sobre la cama.
Gata consideró el prodigio con una indiferencia desconcertante. Cubrió el torso del joven, que se había dormido; tenía una expresión relajada. Su rostro recuperaba poco a poco el color.
—Vino de cinorrodón —prescribió—. Este muchacho debe recuperar las fuerzas. Dentro de tres lunas estará en pie.
La bruja lanzó un resoplido y escupió en el suelo, guardó sus piedras y su cazoleta, y luego hizo un gesto de impaciencia para que le abrieran paso hacia la salida; finalmente, en compañía de una niña mugrienta que la esperaba fuera, se alejó para volver a su cabaña del bosque.
La estupefacción reinaba en Víska.
Se decidió que sería imprudente informar al obispo de la visita de Gata: seguro que proclamaría que aquello era obra del demonio y los castigaría con dureza. ¿Y qué habría hecho él si hubiera estado en el lugar de la hechicera? Sin duda hubiera celebrado a toda prisa los últimos ritos, aun sin tener pruebas de que el desconocido estuviera bautizado, percibir el óbito y cobrar después la tasa de los funerales, a Marek y Svatava. Y el enfermo habría muerto antes de su hora y habría rondado por el pueblo de Víska durante Dios sabe cuánto tiempo...
El viejo cazador y su esposa velaron a Rainerio día y noche. Su tez mate y sus cabellos oscuros revelaban unos orígenes meridionales. El joven tenía un tobillo inflamado, los cabellos tiñosos y el meñique de la mano derecha desecado por el frío. No llevaba encima nada, ni ningún documento.
¿Cuánto tiempo hacía que erraba de este modo por el bosque, en pleno invierno?
Contaron tres lunas, y como había afirmado la curandera, el joven milagrosamente salvado abrió los ojos, recuperó el habla y se encontró en condiciones de levantarse.
Asustado primero al verse rodeado de rostros extraños y bajo un techo que le era desconocido, el joven se tranquilizó con rapidez al escuchar las dulces palabras de sus bienhechores.
—Mi nombre es Rainerio —dijo—.Vengo de Roma y voy de camino hacia Olomuc.
Hablaba un checo muy elemental, difícil de comprender porque destrozaba la pronunciación.
—Mi maestro de Bohemia me enseñó, en Roma, los rudimentos de vuestra lengua —explicó a los habitantes de Víska.
Rainerio comió y bebió sin poder saciarse. No presentaba ninguna secuela de fatiga ni del tratamiento mágico de Gata, y no comprendía por qué los aldeanos le miraban como si fuera una curiosidad inquietante.
—¿Qué ha venido a hacer aquí? —le preguntó Marek.
—He tenido que huir. Voy a Olomuc para ver a un tal Daniel Jasomirgott, jefe de la policía, que tal vez pueda ayudarme.
Explicó que había abandonado Roma en secreto y atravesado los Estados Pontificios hacia el este hasta el mar Adriático. Al llegar al puerto de Pescara, había embarcado en una nave comercial que le había conducido a Venecia. Luego había partido en dirección norte, en compañía de una caravana de monjes que iban a predicar a Carintia.
—Después de haber cruzado el Danubio, seguí a pie y me atacó una banda de malhechores que me despojaron de mi equipaje, de mis ropas de invierno y del dinero que necesitaba para el viaje.
Había ido a parar a un hospicio cerca de Brno, donde había dormido dos días seguidos antes de reemprender, intrépido, su expedición.
—Había calculado mal mis fuerzas —confesó—. Perdido en vuestros bosques, que no imaginaba tan aterradores, acabé por coger el primer camino en que pude distinguir huellas frescas de pasos, para buscar el refugio más cercano. No sé qué ocurrió después; en mi último recuerdo, me hundo en la nieve y luego oigo confusamente a unos perros que dan vueltas a mi alrededor...
Marek le hizo el relato de lo que había seguido. Sin entrar en detalles sobre la ceremonia de Gata. Y acabó por preguntar, incrédulo:
—¿Cree que Daniel Jasomirgott puede auxiliarle en Olomuc? Es un hombre con una reputación abominable. La población no le aprecia demasiado.
—Era amigo de mi antiguo maestro, Otto Cosmas, originario de esta tierra. El me animó a que fuera a refugiarme en casa de Jasomirgott si un día me encontraba en graves problemas. Y ahora sigo su consejo. Confío en que Jasomirgott me escuche. Es mi único recurso.
Marek sacudió la cabeza.
—¡Debe de tener buenas razones para haberse lanzado a realizar un viaje tan peligroso!
Rainerio asintió con un gesto, pero no profundizó en sus explicaciones.
Tuvo que quedarse tres días en Víska para recuperar fuerzas, lo que le dio tiempo para manifestar su agradecimiento a esas almas bondadosas que se habían relevado a su cabecera y prometerles que volvería, en días más propicios, para presentarse ante la venerable Gata que le había devuelto la salud.
A pesar de las recriminaciones de Svatava, el viejo Marek insistió en acompañar a Rainerio hasta Olomuc, la ciudad más importante del Margraviato moravo.
Compartiendo la misma mula, los dos hombres partieron al alba.
Por fin, cuando se encontraron solos avanzando por una senda apenas marcada entre árboles retorcidos cubiertos de nieve, Marek planteó la pregunta que le quemaba en los labios, la que nadie en el pueblo había osado formular desde que Rainerio había despertado.
—¿Conserva algún recuerdo del breve instante en que, en mi casa, le vimos muerto?
—¿Muerto?
Rainerio se tomó un momento para reflexionar. Y luego respondió con una sonrisa juvenil:
—Ninguno. ¡Por otra parte, no estaba realmente muerto, ya que sigo aquí!
Marek sacudió la cabeza. No era la primera vez que Gata recuperaba a un enfermo haciéndole fallecer para devolverle a la vida unos instantes después. «La muerte restablece los humores igual que las llamas de la tierra quemada regeneran el suelo de los campos», proclamaba...
En una sola jornada cubrieron las ocho leguas que separaban Víska de Olomuc.
A la entrada de la gran ciudad, Rainerio no quiso que Marek siguiera acompañándole.
—No sé cómo me irán las cosas aquí —le dijo—.Y no quisiera perjudicarle. Gracias por todo, Marek.
—¡Desconfíe! —le previno el viejo cazador—, en otro pueblo que no fuera Víska, seguro que los habitantes le hubieran colgado del primer árbol. Aquí la gente desconfía de las caras desconocidas. Sobre todo en Olomuc.
Antes de separarse, se abrazaron, y el viejo continuó su camino con la mula, indiferente a la caída de la noche.
Situada a orillas del Morava, Olomuc contaba con más de diez mil almas, protegidas por poderosas murallas de piedra. Rainerio se presentó en un puesto de soldados y solicitó ver al jefe de la policía. Un centinela le señaló con el dedo una edificación fortificada al norte de la catedral. Allí, Rainerio encontró a un clérigo que hablaba latín y que tradujo sus preguntas a un oficial moravo.
Su propósito de entrevistarse con Daniel Jasomirgott enseguida tropezó con dificultades.
—¡Estamos amenazados de sitio por una banda de saqueadores! —le dijo el oficial—. Según nuestras informaciones, el grueso de sus tropas estará bajo nuestros muros antes de dos días. En este momento, Jasomirgott interroga a unos detenidos en prisión, capturados en el propio campamento de los bandidos, para descubrir su arsenal y sus planes. No consentirá que nadie le interrumpa.
Rainerio se sorprendió.
—¿Toda la ciudad teme el ataque de una banda de saqueadores?
El hombre le dirigió una mirada desdeñosa.
—¡Son cerca de dos mil, y mucho más temibles que un ejército regular, créame!
Y añadió, encogiéndose de hombros:
—No sabe usted nada de la vida en el Imperio...
Rainerio se dijo que pronto cerrarían las puertas de esa ciudad en estado de sitio y él quedaría atrapado.
Debía actuar rápido.
—¿Puedo hacer llegar un mensaje importante a Daniel Jasomirgott?
—El acceso a la prisión está prohibido.
Abandonado por su clérigo, Rainerio se vio expulsado a las calles de Olomuc cuando la noticia de un ataque ya se propagaba y la población empezaba a sucumbir al pánico.
Se acercó a una plaza de mercado donde la gente se precipitaba en masa para conseguir víveres. Allí se fijó en un hombre que había adquirido varios sacos de nabos.
Hizo acopio de valor y fue directo hacia él. Reventó los sacos y los nabos rodaron por el suelo. Hizo el gesto de querer robarlos. Su acción, lejos de provocar el escándalo a su alrededor, animó a la gente a imitarle, y de pronto se encontró casi frente a una revuelta popular, con hombres y mujeres tratando de apoderarse de todo lo que había sobre los mostradores de los tenderos.
Los guardias tuvieron que intervenir para sofocar el levantamiento a golpes de garrote y de lanza.
Capturaron a cinco agitadores, entre los que se encontraba Rainerio; todos serían ahorcados al día siguiente. Las autoridades no iban a tolerar ninguna indisciplina en un momento en que era preciso armarse para proteger la ciudad.
A Rainerio le sacudieron con vehemencia, pero no se rebeló.
Lo arrojaron a un calabozo.
En su celda, en compañía de una veintena de otros detenidos, lo encadenó un vigilante cuya piel, gris y arrugada, se parecía a los muros que los rodeaban. El hombre llevaba un grueso manojo de llaves en el cinturón.
—Ve a avisar a Daniel Jasomirgott de que un discípulo de Otto Cosmas está aquí —le murmuró—. Llegado de Roma... Hazlo y te podrás felicitar.
El guardia levantó las cejas.
—¿Otto Cosmas? ¿Quién es ese?
—Jasomirgott lo sabrá.
El hombre se rascó la cabeza.
—Yo soy el que lleva las llaves, nada más. Tengo que comunicarlo a mi superior.
—Hazlo, por favor. No lo olvides: ¡Otto Cosmas!
Rainerio se acurrucó en un rincón de la celda, entre un borracho y un muchacho espantado. La mitad de los prisioneros eran mujeres, y al joven no le pasó por alto que una matrona gorda y mugrienta de voz cavernosa era la emperatriz del lugar. Rainerio ya se disponía a pasar un mal rato cuando, entre los barrotes de la celda, apareció un viejo calvo con una barbita gris de chivo. Su simple aparición bastó para que todos los ocupantes del calabozo se quedaran petrificados de espanto. El hombre llevaba un jubón y unas calzas cosidas en el mismo cuero y encima una camisa de tela fina. Un valioso collar acababa de completar su imagen de gran noble. Solo un detalle estropeaba esta impresión: su mano izquierda estaba manchada de sangre fresca.
Era Daniel Jasomirgott.
El jefe de la policía se encogió de hombros al ver al joven Rainerio.
—¿Es él? —preguntó al que llevaba las llaves, que asintió.
Rainerio se puso en pie y se adelantó.
—Soy el discípulo de Otto Cosmas —dijo.
—Otto está muerto.
—Pronto hará dos años. ¡Sé que erais su más fiel compañero en la época en que vivía en su tierra natal! En Roma, a menudo me recomendó que viniera a veros aquí, a Olomuc, si un día tenía necesidad de ayuda.
Jasomirgott frunció las cejas.
—¿Ayuda? ¿Quién me dice que no eres un impostor? Cualquiera podría presentarse y decir que es el amigo de un muerto...
—Interrogadme. Así sabréis si miento.
Daniel reflexionó y preguntó:
—En 1260, Otto redactó un opúsculo importante que pasó inadvertido. ¿Cuál era el nombre de esa obra?
Rainerio no dudó:
—Se trata de Contra el tratado de los tres impostores de Simón de Tournai en ocho pruebas. El maestro Cosmas ya no consideraba válido este trabajo de juventud y pensaba que su fracaso había sido merecido.
—¿Por qué Cosmas tuvo que huir de Bohemia e instalarse en Roma?
—Los rumores hablaban de un asunto de marido engañado, pero en realidad lo acusaron de la muerte de un archidiácono en Praga.
—¿Lo mató?
Rainerio tardó un momento en responder, y por fin dijo:
—Sí.
—¿Había compartido el lecho de la esposa del marido furioso?
—Algunas de sus obras rimadas dejan pocas dudas sobre esta cuestión: creo incluso que la amó sinceramente.
—Si te habló de mí..., ¿qué te dijo?
—Os salvó de ahogaros a los diez años, y más tarde os sacrificasteis por él para que consiguiera una plaza que os correspondía en una escuela de filosofía.
Intrigado, el jefe de la policía ordenó que le soltaran. Luego le condujo a una sala de tortura. El banco estaba desierto, pero todo el utillaje ensangrentado aparecía desplegado sobre unos estantes.
Cuando se hubo quedado a solas con el joven, Daniel Jasomirgott ordenó:
—Habla, te escucho.
Rainerio se explicó:
—De niño viví en la misma calle que Otto Cosmas. Él se instaló en Roma en 1274. Yo me convertí en su secretario y su escribano. Un año después de su muerte, gracias a la obra que le tenía ocupado desde hacía muchos años y que yo terminé en su lugar, pude entrar al servicio de la administración de Letrán para trabajar junto a un personaje de importancia. Poco a poco, en el ejercicio de mis funciones, hice terribles descubrimientos sobre miembros de la curia romana. Felonías que superan todo lo imaginable.
Jasomirgott asintió con la cabeza; la propaganda antipapal, extendida por todo el Imperio, había acusado a Roma de las peores abominaciones: devoradora de carne humana, incestuosa, sodomita, adoradora del demonio...
—Estos descubrimientos pusieron mi vida en peligro —prosiguió Rainerio—,y tuve que huir de Roma. El maestro Cosmas me había explicado que los únicos apoyos posibles contra el Papa debían buscarse del lado del emperador. Me habló de vos, en Olomuc, de vuestra antigua amistad. Sois la única persona que conozco en esta parte del mundo. ¡Y debo revelar lo que he descubierto! ¿Podréis ayudarme?
Daniel Jasomirgott inclinó la cabeza; pensó en su viejo amigo, en la competencia establecida entre la autoridad del Papa y la del emperador, una competencia política y espiritual que se reavivaba con el menor pretexto.
Dijo:
—Ven conmigo.
2
Después de haber escapado a las llamas del castillo de Mollecravel, el padre Aba tomó la dirección de Carcasona y luego la gran carretera que conducía a Béziers. Calculaba que trescientas leguas como mínimo le separaban de los Estados Pontificios y de ese arzobispado de Ancona donde existía un misterioso monasterio que, al parecer, había acogido a Montmorency para su cura moral, a la joven Concha Hermandad mencionada en los registros del hospicio de niños desamparados de Toulouse y ahora a los niños secuestrados en el país de Oc. Entre ellos a Perrot.
Aba nunca había puesto los pies en Italia; todo lo que sabía de Roma y de su territorio procedía de rumores y exageraciones de los estudiantes parisinos que había frecuentado; para estos, Roma era, nada menos, que «la puta de Satán»; el Papa, «un nuevo Saturno que devora a sus hijos», y la Iglesia, «la sinagoga del diablo».
El sacerdote sabía, en todo caso, que para recorrer grandes distancias, no había nada mejor que la navegación por río o por mar.
Por eso decidió dirigirse a Aigues—Mortes, con la esperanza de encontrar una embarcación que le acercara a las costas italianas.
Mientras espoleaba al caballo que había robado en Mollecravel hasta hacerlo sangrar, Aba tuvo un encuentro, a orillas del Orb; se tropezó con una caravana de peregrinos.
Aquel puñado de penitentes franceses tenían por objetivo dirigirse a Roma y, desde allí, seguir los pasos de san Pablo, recorriendo en sentido inverso sus numerosas rutas misioneras, para acabar su recorrido en el ilustre camino de Damasco que había contribuido a la conversión del «apóstol de las naciones».
La expedición, organizada por las esposas de un conde y de dos barones, estaba ricamente equipada. El hijo de un duque —condenado a varios meses de penitencia por mala conducta—, que había pasado los cinco últimos años en París, reconoció en Guillermo Aba a un compatriota de universidad; al favor de unos menudillos de cebón compartidos en una posada de Olargues, los dos hombres estuvieron hablando del buen o mal trato de tal o cual profesor del monte Sainte—Geneviéve, de las disputas entre maestros realistas y maestros universales y de la competición obstinada en que estaban embarcados los escolastros episcopales, que ponían precio a sus clases, y sus competidores de las órdenes mendicantes, que enseñaban gratis.
El padre Aba recordó su necesidad de llegar a Roma lo más rápido posible, y el joven duque, conquistado por este nuevo compañero experto en las artes liberales, le invitó a unirse al peregrinaje.
Como «marcha de Dios», esta expedición de franceses resultaba desconcertante: la peregrinación propiamente dicha no se iniciaba hasta Roma, la ciudad donde Pablo había sufrido martirio, de modo que los penitentes habían decidido beber, comer y descansar tanto como pudieran antes de poner los pies en ella; los peregrinos paraban en castillos majestuosos y bajaban por las vías de agua en ricas embarcaciones. Las mujeres aristócratas no hacían un secreto de sus apetitos carnales; cada noche, el peregrinaje se convertía en escenario de orgías. Unos obispos que habían acudido a bendecir a los penitentes encontraron a la condesa y a las dos baronesas medio desnudas y ebrias en compañía de hombres de baja extracción. Ellas arguyeron, con una convicción desarmante, que sus pecados actuales les serían perdonados gracias a la estricta abstinencia que se impondrían en cuanto llegaran a Roma.
El padre Aba observaba sin inmutarse las inconsecuencias de sus nuevos compañeros de viaje. Él se esforzaba en satisfacer el deseo de conversación del joven duque, al que, después de salir sudoroso de una casa de placer, nada le gustaba tanto como filosofar.
Aba, que ocultaba su identidad de sacerdote —había desmontado la ballesta robada en Mollecravel para no llamar la atención y metido la corta espada de Cantimpré en un saco de tela oblongo donde guardaba sus cosas—, deslumbraba a los penitentes con su conocimiento de las Sagradas Escrituras y de las sutilezas de la liturgia romana. Y aunque a los peregrinos les hubiera gustado que disfrutara de los banquetes como todo el mundo, respetaron su silencio y su necesidad de soledad.
Aba se dijo que, decididamente, desde su partida de Cantimpré, no dejaba de cambiar de piel: sacerdote austero, padre herido, falso peregrino, bandido junto a los tolosanos, y hoy compañero de juergas místicas. Pero para encontrar a su hijo, sabía que si era preciso se haría remero de galera, denostador de Cristo, maceísta, asesino a sueldo o sectario mahometano.
La expedición destinada a rehacer los viajes de san Pablo nunca iba al ritmo deseado por Guillermo Aba, que ardía en deseos de alcanzar los Estados Pontificios y el monasterio de Alberto Magno. Sin embargo, un navío fletado en el puerto de Saint—Louis, los carruajes preparados en cada etapa del viaje, los pasos simplificados en los peajes y una lanza de soldados que les protegían de los bandidos, le convencieron de que nunca hubiera conseguido un mejor resultado con sus propios medios.
Después de tres semanas de viaje, la expedición llegó aViterbo, en Italia, rica ciudad del Latium y refugio para los pontífices amenazados por el pueblo de Roma.
Viterbo era la última etapa de los peregrinos antes de llegar a la Ciudad Eterna; los franceses, que se encontraban a solo unas horas de su gran salto al ascetismo, vivían sus últimos momentos de regocijo. Después de una rápida consulta, se decidió, pues, prolongar una luna la permanencia en Viterbo.
El padre Aba llegó entonces a la conclusión de que su estancia entre ellos tocaba a su fin y desapareció discretamente sin siquiera saludar al duque que tanto le había facilitado el camino.
Se hizo conducir a una habitación del piso alto de la gran posada de Paracleto, en la via Faul.
Una vez solo, dejó sus cosas junto a la cama y volvió a montar las piezas de la ballesta. Poco después sacó las ropas negras del mercenario que se había llevado del caballo de Leto Pomponio en el castillo de Mollecravel. En un bolsillo del jubón descubrió una extraña pieza de madera octogonal recubierta de cuero, que llevaba la cifra 1611 y una cruz encerrada en un círculo en una de sus caras. La dejó a un lado.
Se quitó sus ropas de peregrino y se vistió con el atuendo de los hombres de negro. Aba no tenía la complexión de un soldado, de modo que, con hilo y aguja, reajustó la anchura de los hombros, la longitud de las mangas y de las calzas, y luego remendó la abertura practicada en el estómago por la espada de Pomponio.
El padre Aba permaneció un momento inmóvil, vestido de pies a cabeza como uno de los asesinos de Cantimpré. Cogió la espada que había servido para asesinar a Maurin y la deslizó en la anilla del talabarte.
Levantó la capucha y se la bajó sobre el rostro.
Este atuendo de asesino le oprimía, un gusto acre le venía a la boca, las mandíbulas se le contraían...
Odiaba esta apariencia.
Pero estaba preparado.
Para abandonar Viterbo, pagó al posadero el alquiler de un robusto caballo.
—¿Adonde quiere ir? —había preguntado este último.
—A Ancona.
El posadero le proporcionó entonces un caballo de monta de crin clara. Aba no había visto las monturas de la banda de secuestradores en Cantimpré, pero consideró que aquel bruto de magnífica estampa podía casar a la perfección con las descripciones entusiastas de los habitantes de Disard.
En total aquello le costó treinta denarios y dos pares de herraduras. Se hizo también con una lista de las postas y las etapas que marcarían su camino hasta Ancona.
Tomó la dirección de Griffignano, y luego continuó directamente hacia la Umbría y las Marcas, las principales provincias de los Estados Pontificios.
Aunque Aba estaba atento a las reacciones de la gente ante su disfraz de mercenario, en ningún momento llegó a percibir la presencia del joven Job Carpiquet, al que Althoras había lanzado en su persecución en Mollecravel.
Este perseguidor hábil y tenaz, experto en las artes del disimulo, había seguido los pasos del cortejo de peregrinos franceses desde Olargues; no se había dejado engañar por el cambio de aspecto de Aba a la salida de Viterbo y no le había abandonado ni un solo día; en cada etapa, enviaba un mensaje a Althoras para indicarle su situación.
Perseguido sin saberlo, creyendo aproximarse al desenlace de su búsqueda, el padre Aba llegó a Ancona seis días más tarde...
3
En la abadía de Pozzo, Benedicto Gui fue a refugiarse de tras de la panadería y el molino para compulsar, al abrigo de las miradas, los documentos contenidos en la gran caja de sor Constanza.
La concubina del anciano hermano Hauser había hecho un trabajo excelente: esa caja de madera con pequeñas cabezas de clavo incrustadas encerraba diversos indicios esenciales para la investigación emprendida por Benedicto sobre la desaparición de Rainerio.
En primer lugar, leyó en ella, gracias al calendario de entradas de la abadía, el número de veces que el joven se había presentado en Pozzo en el curso de los dos últimos años: diecinueve.
La frecuencia había aumentado el otoño pasado, en el que el asistente de Henrik Rasmussen había hecho el viaje desde Roma todas las semanas.
Benedicto examinó la lista de la biblioteca donde estaban anotadas las obras compulsadas por Rainerio. En ella no solo aparecía la fecha, sino también la hora de préstamo y de restitución de los volúmenes: el muchacho no conservaba nunca los documentos más de unas horas.
Cada lectura correspondía a un día aislado.
Constanza había especificado que ningún libro o documento de Pozzo podía salir del recinto de la abadía: Rainerio venía, pues, por la mañana, efectuaba sus indagaciones, y volvía a Roma por la noche.
Esto tenía el mérito de corroborar el testimonio de la joven Zapetta, que había afirmado que su hermano no se ausentaba jamás.
La lectura al detalle de las obras leídas por Rainerio en Pozzo dio un nuevo e inesperado impulso a las investigaciones de Benedicto Gui. Él esperaba encontrar préstamos ligados a la juventud de los santos o súplicas concernientes a niños autores de milagros. Pensaba que Rainerio debía de estar afectado por su descubrimiento de los secuestros inexplicados de niños, tal como había contado Hauser.
En absoluto.
En el último San Martín, Rainerio había acudido para estudiar el caso del pueblo de Gennano, donde una Virgen se había aparecido dos años antes para indicar a los habitantes un lugar donde estos encontraron un tesoro. Un tesoro fabuloso que serviría para restaurar con fasto la vieja iglesia.
En el día de San Ludovico, fue la fuente de Piú la que mantuvo ocupado a Rainerio; un estanque estaba habitado por un demonio que se materializaba ante los ojos de los viajeros bajo la forma de una copa de oro que flotaba en la superficie. Los que la veían corrían a apoderarse del objeto precioso, pero en el momento en que sus dedos rozaban la copa, esta se metamorfoseaba en una pata velluda que los agarraba violentamente y los arrastraba al fondo del agua. La leyenda explicaba que seis años antes un monje había resistido al prestigio de esta mano demoníaca, arrancado al monstruo del agua y blandiendo una cruz ante él lo había matado.
En San Nicolás, Rainerio se había entretenido con el caso del milagro de Laon. Este prodigio implicaba a una joven monja acusada del pecado de la carne con un señor y condenada a la hoguera. La víspera de la ejecución, la mujer cogió un tamiz y lo pasó bajo el agua de una fuente del convento para limpiarlo. Aunque, cosa extraordinaria, el agua no pasó a través de la malla, y permaneció entre las manos de la monja. Un desventurado afectado de escrófula pasó en ese momento; ella le invitó a beber, y el enfermo, en cuanto se mojó los labios, recuperó la salud y un rostro libre de fístulas. Este milagro fue festejado por todo Laon y estableció, por prueba divina, la inocencia de la monja.
Cualquier otro que no fuera Benedicto Gui, solo hubiera visto en estos tres ejemplos un interés por los prodigios y las historias sobrenaturales; pero Gui sabía que estos tres milagros no eran anodinos y que, poco después de su divulgación, se habían producido protestas que ponían en cuestión su fundamento. En Gennano, el milagro permitía, de forma muy oportuna, rescatar la confianza de unos fieles que empezaban a inclinarse hacia el emperador, y se descubrieron rastros de un simulacro de aparición de la Virgen (un ingenio que emitía humo, zanjas practicadas por manos humanas...). En Piú, el monje que había liberado al estanque de su diablo era un agustino agobiado por las deudas de juego que, al parecer, había utilizado las donaciones recibidas tras el milagro para pagar a sus acreedores. En cuanto a la monja de Laon acusada de haber compartido lecho con un señor, era la nieta de un poderoso prelado de Roma. El tamiz y el mendigo sanado jamás se encontraron. ..
«¿Por qué Rainerio se interesaba por los falsos milagros?»
Benedicto Gui no tardó en adivinar el proceso mental que había seguido el joven.
«Rainerio sabe que niños con dones milagrosos son secuestrados por hombres de Letrán. ¿Por qué?»
La respuesta saltaba a la vista:
«¡Los simulacros de la Iglesia! Rainerio estaba enterado, sin duda, de que en todas las épocas la Iglesia había orquestado, como en Gennano, falsos prodigios, puestas en escena espectaculares con el fin de aleccionar a la población.
»Todos los medios eran buenos para ganar partidarios. ¡Y la utilización de niños dotados de poderes milagrosos ofrecería ahora la posibilidad de ejecutar toda clase de manipulaciones a gran escala! La Iglesia poseería con ellos una formidable herramienta. Unos adultos se hubieran negado a prestarse a estas mentiras, pero ¿unos niños...?»
Benedicto se estremeció ante esta amenaza.
Convencido de que el pobre Rainerio, antes que él, había sentido la misma angustia...
En el dorso de una hoja con el listado de los libros prestados a Rainerio, Benedicto Gui fijó por escrito las tesis que acababan de surgir en su mente, y se preocupó de dejar estas notas en la caja de sor Constanza.
«Si yo desapareciera, estas pistas no se perderían para todo el mundo.»
Siempre actuaba así, sembrando indicios a su paso, cuando sus investigaciones se prolongaban o se hacían demasiado complejas.
«Es una lástima que Rainerio no pensara en hacer algo parecido.»
Benedicto devolvió la caja a Constanza, que le prometió que iría a esconderla en la biblioteca detrás de las obras de san Benito de Aniano; de allí ya no volvería a moverlas.
Al día siguiente, por la mañana, el hermano lego de la Casa de Registros fue a ver a Benedicto a su posada.
—Su expediente ha sido aceptado —exclamó—. Le esperan en Letrán, donde deberá someter sin tardar sus argumentos al arzobispo Moccha, uno de los más prestigiosos promotores de la causa. ¡Le felicito, nunca había visto una súplica que desembocara tan rápidamente en una convocatoria!
Le entregó un salvoconducto para Roma y Letrán, además de las conclusiones preliminares de la abadía de Pozzo, y le devolvió los diversos documentos que había traído de Spalatro, así como el frasco de sangre.
«Moccha. ¿Un promotor de la causa? En la Sagrada Congregación, es el hombre que se opone al promotor de justicia.»
Benedicto Gui se dijo que su estrategia de «ahumar al zorro» había superado todas sus esperanzas...
Tomó el camino de Roma.
4
Desde hacía diez días, Perrot estaba enclaustrado en una celda cuyo perímetro no superaba los seis pies de lado. El suelo estaba frío y húmedo, sin una sola brazada de paja, y no había ningún tragaluz, solo los reflejos de una antorcha que pasaban a través de las rendijas de la puerta iluminaban el espacio. El niño ya no podía diferenciar el día de la noche. Todo estaba en silencio; los calabozos vecinos debían de estar desocupados.
Un monje enfajado en un sayal blanco venía dos veces al día a servirle de beber y de comer y dejaba un forraje aceitoso en el rincón donde el niño hacía sus necesidades.
Aparte de él, Perrot permanecía en la más absoluta soledad.
Y sin embargo, casi continuamente sentía esos trastornos físicos, esos estremecimientos que le asaltaban en cuanto sus dones de sanador eran solicitados. Aunque no se percibiera ninguna actividad a su alrededor, tenía la convicción de que le observaban. Pero por más que registró los muros, en ningún lugar consiguió descubrir un agujero o una grieta por donde pudieran espiarle.
El duodécimo día, la puerta se abrió, y esta vez fue Até quien apareció.
Sus largos cabellos estaban recogidos en un peinado alto y cubiertos con un velo flotante, iba maquillada, con los ojos resaltados con khol, la piel espolvoreada con blanco de Saturno, y los labios pintados de rojo; y llevaba un vestido plisado de una sola pieza, de color arena, atado en la cintura con un cordoncillo de cuero al extremo del cual tintineaban dos bolas de plata.
Abandonaron juntos la zona de los calabozos para seguir luego por un paseo cubierto de losas blancas y plantado de tejos plateados. La luz del sol deslumbre a Perrot; el cielo era azul pálido, sin nubes. El camino desembocó en un claustro enmarcado por una galería cubierta por donde deambulaban una docena de monjes. La parte central del jardín donde resaltaba una fuente, estaba bordeada por setos de boj.
Después de ascender por una escalera en hélice, el niño se encontró en una sala. Una sección de pared estaba ocupada por una gigantesca vidriera que daba a los jardines; un vitral de vidrio puro, sin pigmento coloreante, en el que aparecían representados los principales capítulos de la Pasión.
Un abad enclenque y huesudo esperaba detrás de un escritorio. El religioso se levantó al ver llegar al niño y a la mujer, inclinó respetuosamente la cabeza para saludar a Até.
—He recibido un mensaje de vuestro padre —dijo—. Monseñor Artemidoro de Broca está en camino. Se encontrará entre nosotros de aquí a tres días.
Até aprobó con la cabeza.
El abad se dirigió a Perrot.
—Soy el padre Domenico Profuturus.
—Yo me llamo Perrot —dijo el niño con voz tímida.
El abad sonrió.
—Sé quién eres.
Cogió una hoja de pergamino del escritorio y la leyó en voz alta, dirigiéndose sobre todo a Até de Brayac.
—En los días que hace que está aquí, este niño ha curado dos leprosos, a un apestado y a un afectado del fuego de San Antón. Ha cortado una hemorragia, devuelto la razón a dos dementes, liberado de sus abscesos en el pecho a un anciano y reequilibrado los humores de tres de mis monjes.
Até palideció.
—¿Había visto alguna vez un fenómeno como este? —preguntó.
El abad sacudió la cabeza.
—¡Jamás! ¡Ni siquiera en los escritos del pasado!
Pero Perrot protestó:
—¡No he hecho nada de lo que dice, padre! Se lo aseguro... Si ha pasado, ha sido a mi pesar.
El niño se volvió hacia Até con aire desesperado:
—¡Dígaselo, señora; usted sabe muy bien que no tengo nada que ver!
Pero la mujer calló. Cada vez estaba más impresionada por su pequeño prisionero.
Profuturus meneó la cabeza antes de volver al examen de su pergamino.
—Colocamos a varios enfermos detrás de una pared de la celda de Perrot. En cuanto aparecieron los primeros signos de mejora de su salud, los alejamos poco a poco, para establecer, mediante la experiencia, el radio de manifestación de sus poderes curativos. ¡Llegamos a la conclusión de que cubría más de doscientos pies a la redonda!
Miró al niño.
—También comprobamos que tu don actuaba cuando dormías.
Profuturus estaba entusiasmado.
—Es algo absolutamente extraordinario: en general los milagros se circunscriben a un lugar o a un momento preciso. ¡Perrot, en cambio, es una especie de prodigio permanente e inmediato!
Até dijo, preocupada:
—¿Qué harán con él?
—Vamos a actuar para poner a prueba sus poderes, y aislarlos que un día podrá dominar plenamente. Su sensación de no tener nada que ver es normal. A su misma edad, los taumaturgos del pasado, igual que nuestras grandes figuras de santos, también fueron niños asustados por sus aptitudes extraordinarias. Personajes tan prestigiosos como Asclepio, Apolonio de Tiana, Mithra, Honi el Trazador de círculos, Atis y Adonis o Teófilo el Indio temieron esta naturaleza. ¿No sufrió acaso el propio Jesús la ocultación de su misión divina hasta que alcanzó los treinta años?
Se volvió hacia el niño.
—Si tú, Perrot, eres, por la gracia de Dios, un ser de esta naturaleza, sería una lástima dejarte perder, igual que abandona con esta carga. Puedes dar las gracias a Até de Brayac, ella te ha salvado. La mayoría de nuestros hermanos en la Iglesia piensan que cuando se produce un milagro, se trate de una curación o de una aparición, es el diablo el que actúa, engañando a los humanos para hacerlos caer más fácilmente en la tentación. Dios deja actuar al diablo para poner a prueba nuestra fe. El milagro, aunque sea verídico y esté atestiguado, debe ser combatido por fuerza. ¡Esto es tan cierto que si Jesús de Nazaret volviera y realizara los prodigios que hizo en su tiempo, la Iglesia sería la primera en enviarle a la hoguera! Fuera de estos muros, no cabe duda de que un obispo celoso hubiera acabado, más pronto más tarde, por reclamar tu muerte en nombre del orden natural
Profuturus fue hasta la puerta e hizo una señal a un monje que esperaba detrás. Este salió corriendo. Hubo un momento de silencio, y luego el monje volvió y tendió al abad un objeto cubierto con un trozo de tela cruda.
Profuturus lo dejó sobre la mesa.
—Acércate.
Perrot obedeció.
El abad levantó la tela. Bajo ella ocultaba un relicario de cristal de roca, en el interior del cual se conservaba una gran piedra negra.
Pero a medida que Perrot se acercaba, la piedra empezó a metamorfosearse, a licuarse, para convertirse primero en una pasta oscura y, unos instantes más tarde, en una sangre clara de color rubí, tan brillante como si hubiera salido de las venas de un niño.
—Esta sangre tiene más de ocho siglos —dijo Profuturus—. Pertenece a san Mauro, patrono de los sepultureros. ¿No estás intrigado por saber por qué tu sola presencia le devuelve el brillo de la vida? ¡Pues bien, hijo mío, solo aquí, a nuestro lado, encontrarás una respuesta!
El pequeño Perrot se encogió tímidamente de hombros.
—Pero ¿por qué me han arrancado de mi pueblo, de mis amigos, de mis padres?
Profuturus posó una mano sobre su frente.
—Las grandes cosas son siempre signo de grandes causas. Tu existencia fuera de las normas exigirá todavía muchos sacrificios.
El abad lo arrastró junto con Até fuera del cuarto. Después de pasar por una larga sucesión de habitaciones, llegaron a una sala donde se encontraban cuatro niños vigilados por media docena de monjes.
Una niña y tres niños entre ocho y quince años.
—Perrot —dijo Profuturus—, te presento a Jehan, que recibe sueños proféticos, como santa Hildegarda; a Simón, que ve a los difuntos, como la pitonisa de Endor; a Damien, que hace huir a los demonios y los expulsa de los cuerpos, como Nuestro Señor, y a Agnés, a quien ya conoces, que sangra con la sangre de los estigmas de Cristo, como san Francisco.
El abad sonrió y exclamó:
—Regocijaos, hijos míos, porque en adelante trabajaréis los cinco juntos...
5
En cuanto llegó a Ancona, el padre Aba se puso a buscar el emplazamiento de un monasterio llamado Alberto Magno, perteneciente al vasto territorio del arzobispado.
Por fin, en la casa del misionero diocesano, en la via Beccheria, un antiguo superior de los dominicos le proporcionó la información que buscaba. Era un hombre alto y seco, de mirada clara, con la piel del rostro cubierta de finas arrugas. Se llamaba Damon Cyprien y se había pasado la vida viajando al encuentro de los grandes traductores judíos y greco—árabes, de Córdoba a Constantinopla, y de Constantinopla a los confines de Persia. El padre Aba conocía su reputación; su obra sobre los aqueménidas era famosa.
—El monasterio que usted llama Alberto Magno no existe, en realidad, bajo este nombre —le confesó el dominico—. Se trata de una fortaleza que fue destruida por los ejércitos de Barbarroja en 1167. Hace cuarenta años fue reconstruida. ¿Por iniciativa de quién? Nadie lo sabe. Se ha dicho que era una plaza fuerte que interesaba a Roma para defender su costa oriental, o bien que se trataba de una prisión pontificia. Circularon muchos nombres sobre los supuestos detenidos de esa prisión. Yo he oído afirmar que papas y santos que se creían muertos desde hace muchos años, en realidad aún estaban vivos, refugiados tras esos muros. Seguramente nada de todo esto es cierto. Leyendas similares circulan a través de los pueblos y las edades; he oído contar fábulas parecidas sobre el krak de Meloul o el cráneo de Bafomet.
—Si nadie sabe nada, ¿por qué lo llaman monasterio? —preguntó Aba—. ¿Y qué tiene que ver Alberto Magno con todo esto?
—Lo llaman monasterio porque vieron a una cincuentena de monjes dirigiéndose a la fortaleza poco antes del final de los trabajos de renovación.
El dominico sonrió.
—En cuanto a su nombre, procede de unas palabras de Agustín, el teólogo de Ancona, que según dicen, proclamó, el día de la desaparición de Alberto Magno en 1280: «Si hubiera podido elegir, habría preferido ver su alma dirigiéndose a este monasterio antes que al Cielo». La fórmula ha permanecido.
El animoso anciano se encogió de hombros.
—Sea como sea, y esto es válido también para el krak y para el cráneo de Bafomet, no se acerque allí si no le han invitado. Por experiencia sé que existen dos tipos de secretos que nunca hay que querer desentrañar: los que ocultan las mujeres y los que ocultan unos muros demasiado bien fortificados. Junto a estos, los enigmas de los grimorios, los sortilegios y las sectas son juegos de niños.
El dominico consintió, sin embargo, en explicarle dónde se encontraba situado el monasterio.
Sin tardar, el padre Aba montó de nuevo, vestido de negro, con la espada en la cintura y la capucha bajada sobre la frente...
Dos días más tarde vio apuntar, en la bruma de la mañana, la silueta del monasterio, erguido sobre un promontorio natural que dominaba el Adriático, a medio camino de Ancona, al norte, y de Varano, al sur. La escasa visibilidad lo hacía surgir como el Valhalla de la leyenda, que se desplaza de un lugar a otro llevado por los rayos del sol.
Damon Cyprien se había quedado corto al decir que la fortaleza era impresionante; la edificación era gigantesca, cuadrada, con una altura de más de treinta metros, sin portal visible, ni troneras ni torreón central: un temible bloque de piedra. No había ninguna vida en los alrededores, ninguna vivienda, solo un minúsculo puerto de construcción reciente sobre la playa de cantos rodados.
En los alrededores del monasterio solo se veían guijarrales y maleza blanqueada por el hielo: unos bosquecillos de matorrales que llegaban a la altura de la rodilla. Un curso de agua de escaso caudal bajaba del promontorio hasta el mar.
Aba ató su caballo por la brida a una distancia razonable, al tronco del único árbol esmirriado que todavía se mantenía en pie. Luego avanzó a pasos cortos, con la ballesta en la mano y la espalda inclinada.
Útil, pero de mal augurio, la bruma le protegía tanto como le espantaba.
Dio la vuelta al monumento: no había entrada; solo distinguió el dibujo de una puerta para peatones que estaba tapiada con mortero. Ningún acceso a pesar de la desmesura de la edificación.
«¿Habrá, tal vez, aberturas subterráneas secretas excavadas lejos de las murallas?»
En ninguna parte se veían voladizos o barbacanas desde donde los vigías pudieran observar los alrededores y sorprender su llegada.
Las piedras de la muralla estaban perfectamente talladas, las líneas de encaje eran sorprendentemente regulares y los muros eran rectos y lisos. Su base se ensanchaba formando taludes que dificultaban los ataques con escalas y el trabajo de los zapadores, y sobre los que los grandes proyectiles lanzados desde lo alto rebotaban para salir disparados con violencia en horizontal.
«¿De modo que es aquí donde se supone que Hue de Mont—morency, señor de Mollecravel, se enmendó y se purgó de sus demonios para convertirse en el cordero que aparenta ser? ¿Se encontrará Perrot entre estos muros...?»
Un chirrido de cadenas y poleas y luego el sonido seco de un cuerpo cayendo al agua atrajeron su atención. Aba pegó la espalda al muro. Luego, cuando se hizo de nuevo el silencio, avanzó con prudencia y distinguió un embalse de agua artificial bordeado de piedras idénticas a las del monasterio, de un diámetro de quince pies, que se alimentaba del curso de agua que había visto antes. Un cadáver flotaba en la superficie, aún rizada por el impacto. Aba levantó los ojos: una reja ondulada se había cerrado a una veintena de metros de altura.
Se acercó, trató de girar el cuerpo, vuelto de espaldas, con ayuda del asta de su ballesta, pero entonces se dio cuenta, horrorizado, de que otros cuerpos descompuestos se encontraban hundidos debajo de él.
Al menos cuatro.
El cadáver quedó boca arriba: su rostro estaba mutilado, le faltaban los ojos y la mandíbula inferior. Su vientre, abierto en canal, estaba completamente eviscerado. El abdomen recordaba a la bolsa de un odre; Aba distinguió el armazón del esqueleto, las costillas, el esternón y las vértebras.
Los otros restos humanos también estaban incompletos: faltaba un brazo, las dos piernas o la cabeza, la pelvis estaba rajada, las partes bajas amputadas o el cráneo trepanado y abierto en toda su circunferencia.
El padre Aba salió huyendo, corrió como un loco sin lograr expulsar aquellas imágenes de horror de sus pensamientos.
6
En Olomuc, Rainerio abandonó la ciudad a caballo, en compañía de Daniel Jasomirgott, poco antes del cierre de las puertas que debía proteger a los habitantes de los saqueadores.
Tomaron la dirección de Most, a un centenar de leguas de distancia al noroeste de Praga.
Rainerio solo había pedido una cosa al antiguo amigo de s maestro Otto Cosmas: que lo condujera a presencia del rey de Bohemia, Wenceslao II.
«Mis revelaciones son primero para él. ¡Luego solicitaré audiencia al emperador!»
Después de que hubiera explicado sus descubrimientos a Jasomirgott, este había decidido acompañarle, a pesar de que debía abandonar su ciudad en la tormenta.
—Es demasiado grave —había dicho.
Su camino estuvo plagado de obstáculos. Rainerio descubrió poblaciones diezmadas por el hambre y por los enfrentamientos por el trono, que asolaban el reino desde hacía quince años. En ningún lugar, desde su partida de Roma y en la larga travesía de Carintia y Estiria, había sido testigo de tanta miseria.
Las bandas armadas gobernaban el país. Los pueblos eran incendiados, y las familias, arrojadas a los caminos.
Rainerio distinguía desde lejos los campamentos improvisados y atravesaba aldeas que acababan de ser asaltadas. Comprendió por qué los habitantes de Víska, el pueblo de Marek, habían ido a enterrarse en pleno bosque; preferían arriesgarse al ataque de los lobos antes que al de las bandas de saqueadores de las mesetas y los valles.
Daniel Jasomirgott, que conocía todos los atajos del bosque, evitaba las inmediaciones de las ciudades.
Rainerio tuvo que insistir para que se detuvieran en un burgo y pudiera ir a recogerse ante el altar de una iglesia.
Entró en el lugar de culto y con un cirio en la mano estuvo rezando mucho rato por la seguridad de su hermana Zapetta y de sus padres, abandonados en Roma. Suplicó al Cielo que comprendiera sus elevadas razones.
Tampoco cuando llegaron a las inmediaciones de Most, Rainerio entró en la ciudad; después de haberse informado, Daniel Jasomirgott penetró en el bosque y le guió hasta un campamento de hombres armados establecido en torno a una fogata y provisto de algunas tiendas levantadas contra los árboles.
Una banda de saqueadores.
Rainerio se sorprendió.
—¿No estábamos tratando de escapar de ellos?
—Es la corte de Wenceslao II de Bohemia —respondió el antiguo compañero de Otto Cosmas—. ¿No es el lugar adonde querías que te condujera?
Sorprendido, Rainerio se acercó a esos personajes de cabellos negros, rechonchos, con las piernas cubiertas de costras de barro, que no se diferenciaban en nada de los saqueadores que infestaban los caminos. Solo las mujeres tenían un porte y una elegancia que las distinguía de las busconas que había entrevisto en otros campamentos.
Los dos viajeros pusieron pie a tierra. Inmediatamente los registraron, y a Jasomirgott lo despojaron de sus armas.
A continuación los escoltaron hasta el interior de la tienda real, que no era más grande ni más lujosa que las otras. Cinco hombres se encontraban agachados en ella, riendo fuerte y mordiendo grandes pedazos de carne. Dos de ellos se levantaron y sujetaron el pomo de sus espadas. Se hizo el silencio y todas las miradas se volvieron hacia Rainerio. Jasomirgott permanecía arrodillado detrás de él, con la cabeza baja.
Rainerio dio un paso hacia uno de los hombres sentados, el más fuerte de todos, con el rostro marcado de cicatrices. Saludó.
El hombre sonrió y señaló con la mirada a otro personaje. Rainerio descubrió que el rey de Bohemia, Wenceslao II, de la dinastía de los Przemysl, era un joven enclenque de aire enfermizo, de apenas diecisiete años.
Todos parecieron encontrar divertida la equivocación del extranjero. Los hombres soltaron sus armas.
Rainerio hizo una larga genuflexión.
—Me llamo Rainerio —dijo después de que Wenceslao le hubiera animado a hablar—.Vengo de Roma. Era el discípulo de Otto Cosmas.
Al oír el nombre de Cosmas, el rostro aún juvenil del soberano se iluminó.
—Cosmas era el confidente del difunto rey, mi padre. Yo le quería mucho. Desapareció cuando yo tenía siete años y nunca volví a tener noticias suyas. Excepto por el anuncio de su muerte, hace unos meses.
Rainerio proporcionó algunas explicaciones sobre la figura de su maestro.
—Después de su partida precipitada de Praga, Otto Cosmas fue a refugiarse en Roma, donde vive una importante comunidad morava. Allí conoció al arzobispo de Tournai, el cardenal Henrik Rasmussen, que iniciaba su carrera como promotor de justicia en el seno de la Sagrada Congregación para la causa de los santos y que por entonces estaba tratando su primer caso: una religiosa de Bohemia que provocaba multitud de milagros.
Rasmussen, que tenía por misión destruir los argumentos en favor de esta religiosa, tuvo la idea de ir a interrogar a los moravos de Roma sobre las leyendas que circulaban en su país a propósito de esta mujer. Otto Cosmas le contó algunos hechos relacionados con su turbulenta juventud. Estos datos, junto con la elocuencia de Rasmussen, bastaron para cortar en seco las pretensiones de santificación defendidas por sus solicitantes en la Sagrada Congregación. Fue el primer triunfo de Rasmussen. El promotor de justicia comprendió entonces que podría sacar un gran partido de un buen conocimiento de los hechos desdeñables de la vida de los santos. Principalmente de sus años jóvenes. Así, pidió a Cosmas que redactara para él, en secreto, un compendio de exempla que agrupara todos los relatos y comentarios sobre la juventud de los grandes santos, convencido de que esta herramienta permitiría establecer analogías que ayudarían a determinar quién podía invocar un título de santidad y quién no podía hacerlo. Esto consolidó su gloria en el seno de la Sagrada Congregación. ¡Nunca perdía sus procesos!
El rey sonrió.
—Otto Cosmas tenía una gran reputación por su saber universal y su mente metódica. No me sorprende que encontrara el modo de mostrarse útil en una ciudad como Roma.
—Trabajaba sin descanso al servicio del cardenal; este le proporcionaba dinero y obras traídas del mundo entero, enviando, si hacía falta, emisarios a diócesis situadas en los confines de la cristiandad para confirmar una información sobre un santo. Otto Cosmas nunca salía de casa. Agotado y viendo que envejecía, recurrió a un asistente: ese fui yo.
Rainerio explicó que Rasmussen hacía llegar a Cosmas tal cantidad de documentos que la referida obra sobre los santos y su juventud adquiría proporciones monstruosas, hasta el punto de que no pudo terminarse antes de la muerte del maestro. Él optó entonces por acabarla solo.
—Entré al servicio del cardenal Rasmussen, que volvió a encontrar en mí las cualidades que había apreciado en Otto Cosmas: trabajo y discreción. A partir de entonces, le asistí en la preparación de sus alegatos como promotor de justicia y seguí ampliando las referencias de las Vidas de santos de mi maestro, interesándome en los casos más recientes de niños y niñas que daban prueba de poseer dones milagrosos susceptibles de corresponderse con los de los santos.
Rainerio explicó que sus investigaciones le habían llevado a sacar a la luz un tráfico de secuestros de niños con poderes milagrosos, tráfico que era controlado por personajes importantes de la curia romana.
—Con monseñor Rasmussen, fuimos de descubrimiento en descubrimiento. El resultado de nuestros trabajos demostraba que, desde hace unos treinta años, existe en Roma una asamblea clandestina de prelados llamada Megiddo, que prepara en secreto milagros a medida, falsos prodigios, falsas apariciones, profecías de cumplimiento inducido, para consolidar su dominio sobre los fieles y obtener así inmensas ofrendas.
Hubo un murmullo entre el grupo reunido en torno al rey. Jasomirgott se había levantado. Wenceslao, que no había dado aún ninguna muestra de sorpresa, ordenó a Rainerio que continuara.
—Esta red secreta, que escapa a la autoridad del Papa, parece florecer durante los períodos de interregno. ¡En cuanto políticamente se hace sentir su necesidad, se aparece una Virgen, un sacerdote vuelve de entre los muertos o un tesoro cristiano es descubierto y provoca un giro en la opinión en favor de la Iglesia!
Esta revelación escandalizó.
—¿Dónde están las pruebas de lo que dices? —preguntó uno de los hombres que rodeaban al rey. Rainerio bajó la cabeza.
—Habría podido entregároslas en mano si no me hubieran despojado de mis pertenencias en los caminos de Carintia. Llevaba, en lenguaje cifrado, todas las conclusiones de nuestra investigación. ¿Sacudís la cabeza, señores? No deberíais hacerlo. ¿Tenéis algo con qué escribir?
Los fieles de Wenceslao proporcionaron a Rainerio tinta y papel. El joven se sentó detrás de un escritorio.
—Todo está impreso en mi mente —afirmó.
Escribió, en un latín irreprochable, durante una hora, luego dos, luego tres... La noche cayó. Las horas desfilaban y Rainerio no dejaba de emborronar papeles.
Los testigos de la escena le observaban, divididos entre la incredulidad y la admiración.
Cuando Jasomirgott quiso coger una hoja cubierta de escritura, Rainerio protestó, arguyendo que las ramificaciones de la asamblea de Megiddo solo podían ser comprendidas en su conjunto.
Al alba había acabado.
Vaciaron la tienda real de sus muebles y Rainerio distribuyó sus hojas sobre el suelo, formando círculos concéntricos y trazos como puntas de una estrella.
—Ya está —dijo agotado.
Había reproducido las diferentes células de la asamblea y aportado la demostración de sesenta y seis manipulaciones.
—El diablo está en Roma —comentó Rainerio con voz apagada—.Todo el mundo lo sabe, todo el mundo lo dice, pero nadie sabe realmente dónde encontrarlo...
Señaló su trabajo.
—Helo aquí, ante vuestros ojos.
Jasomirgott tardó largas horas en traducir el sistema romano a un buen checo para el rey y sus fieles.
Las últimas disposiciones de la asamblea de Megiddo aclaraban las razones de la súbita fuga de Rainerio de Roma.
—Con el cardenal Rasmussen —dijo—, conseguimos desvelar los preparativos de una próxima manipulación. Sabemos que ciento doce niños dotados de dones mágicos prodigiosos han sido secuestrados en el curso de los trece últimos meses, y que en estas acciones más de cuatrocientas personas han perdido la vida; la envergadura de esta operación es tan grande que ha exigido recursos en efectivos y en dinero excepcionales.
Y ante la estupefacta asamblea, añadió:
—El mundo puede temer cualquier cosa de un simulacro que reúna a tantos niños con dones milagrosos. En Roma, nuestras actividades no pasaron inadvertidas. El cardenal Rasmussen fue víctima de un intento de asesinato. En cuanto a mí, siguiendo los consejos de mi antiguo maestro Otto Cosmas, y los del cardenal, que me informó de que solo los partidarios del emperador podrían hacer uso de nuestros secretos sobre Roma, abandoné la ciudad, busqué a Jasomirgott para que me ayudara a llegar hasta vos, ¡y aquí estoy!
Wenceslao II estaba casado con la hija del emperador Rodolfo. El joven soberano se dijo que si le aportaba un arma como aquella, el conflicto larvado entre la autoridad del papado y la del imperio acabaría con la victoria definitiva de este último.
—De todos modos —dijo con mayor cautela de la que podía esperarse en alguien de su edad—, por esclarecedora que sea esta exposición, solo se apoya en la palabra de un joven sin título. ¿Es eso suficiente para derribar a personajes capaces de actuar con tanto disimulo?
Apuntó con el dedo a las ramificaciones tentaculares de la asamblea de Megiddo.
Rainerio manifestó su acuerdo con el soberano.
—Tenéis razón. Por eso os pido que no emprendáis nada por el momento. Dadme cuatro o cinco días.
Wenceslao sacudió la cabeza.
—¿Y qué puede ocurrir en ese tiempo?
El quinto día se oyó un gran escándalo en el exterior de la tienda real. Ruidos de caballos, gritos estentóreos, y luego una voz poderosa.
Un guardia entró precipitadamente y anunció a Wenceslao II la llegada de un hombre de Iglesia.
El valeroso prelado Henrik Rasmussen se presentó ante el rey, llevando bajo el brazo un grueso grimorio.
—Todo el mundo en Roma cree que mi señor ha muerto —explicó el joven en su checo vacilante—.Aporta documentos irrefutables que sacó de Roma ocultándolos en su ataúd.
Rainerio señaló al cardenal y volvió a dirigirse al rey:
—Majestad, ahora contáis con la palabra de uno de los más poderosos cardenales de la curia para apoyar la tesis que os he presentado contra la asamblea de Megiddo. La situación está ahora en vuestras manos...
7
Perseguido aún por la visión de los cadáveres, el padre Aba estimó que, para entrar en el monasterio Alberto Magno, solo podía contar con su disfraz de hombre de negro.
En las inmediaciones de la fortaleza no había ningún camino que condujera a la edificación, a excepción de unas pistas pedregosas y estrechas apenas marcadas. Aba reconoció bajo la escarcha señales antiguas de cascos y ruedas, y contó los pies que separaban este camino del árbol esmirriado al que había atado su caballo. Allí estableció un campamento improvisado, utilizando la pantalla de maleza para ocultarse, y consiguió levantar un murete de piedras para contrarrestar la fuerza del viento que soplaba del mar.
Luego cabalgó hasta Varano.
Varano era una pequeña ciudad portuaria al sur del monasterio, en pleno auge desde que en la población se había instalado un astillero con tarifas inferiores a los de Ancona y Pescara.
Allí se dio cuenta, por las miradas de los habitantes, de que su silueta oscura les era familiar, y de que la temían.
Se detuvo en una granja, donde pidió algo para comer y para almohazar a su caballo. Se apresuraron a obedecerle. Le sirvieron carne fresca y leche. Pidió víveres para un largo viaje y algunas mantas. Cuando quiso pagar, sus anfitriones se mostraron primero sorprendidos, y luego protestaron y se negaron a aceptar ni una moneda, deseosos de verle desaparecer cuanto antes.
El padre Aba hizo un alto en un taller que confeccionaba aparejos para embarcaciones y adquirió una cuerda rígida hecha con tres cordones finos, con una longitud de veintidós pies y nueve pulgadas.
Al abandonar Varano, se cruzó con un sacerdote envuelto en pieles que salía de una capilla. El religioso no le abordó, sino que se limitó a hacer el gesto —curioso a los ojos de Aba— de bendecirlo.
Continuó en dirección a su campamento; pero a medio camino, bajó de su montura y la hizo partir hacia el norte castigándole los flancos con la punta de su espada.
El padre Aba volvió a su refugio ante el monasterio.
El día era frío y brumoso. Encendió una pequeña fogata, juzgando que no era peligroso ya que la humareda se desvanecía lejos del camino y la bruma borraba los indicios de humo.
No vio venir a nadie.
Por la noche consiguió dormir unas horas, a pesar del frío, pero se despertó con los miembros entumecidos y doloridos.
No volvió a encender el fuego. La mañana era más clara. Desde el lugar donde se encontraba, podía distinguir el pontón en la orilla del mar.
«¿Vendrán los miembros del monasterio por vía marítima?»
El día pasó sin que apareciera nadie. La noche fue tranquila y helada. Al día siguiente, su paciencia se vio recompensada poco antes del mediodía: un grupo de hombres apareció por fin.
Nueve caballeros de negro, equipados como en Cantimpré, escoltaban una carroza. Marchaban directos a la fortaleza.
Inmediatamente, Aba cogió su ballesta y se puso al acecho, oculto entre los matorrales.
El grupo tuvo que reducir el paso. Unas rocas que el sacerdote había amontonado en el camino obligaron al coche a dar un rodeo, y a los jinetes, a ponerse en fila. Como había previsto, pasaron junto a él a marcha lenta.
En el momento propicio, se incorporó y lanzó un virote a la espalda del último jinete; la flecha estaba atada a la cuerda rígida adquirida en Varano, que había sujetado por el otro extremo al tronco del árbol. El padre Aba había calculado la distancia y el ángulo de tiro de modo que, una fracción de segundo después del impacto de la flecha, la cuerda se acabara y derribara al jinete.
El hombre se vio proyectado hacia delante por la potencia del disparo y luego impulsado hacia atrás, arrancado de la silla y lanzado al suelo como una muñeca de trapo.
Aba le atravesó el cuerpo con su espada y saltó a su caballo para alcanzar a la banda, que no se había dado cuenta de nada; ni un ruido, ni un grito se habían emitido en el curso de este expeditivo ataque.
El sacerdote alcanzó a los jinetes y se mantuvo unos pasos por detrás. El atuendo de los soldados era casi idéntico al suyo.
Avanzaron hasta el pie del monasterio. Aba esperaba ver aparecer una entrada secreta, un subterráneo que condujera por debajo de las murallas, pero no sucedió nada parecido.
El sacerdote no comprendía cómo ese pesado carruaje iba a penetrar en el recinto.
De pronto, algo empezó a agitarse en lo alto de las murallas. El padre Aba no podía creer lo que veía: dos gruesos tablones de madera avanzaron en el aire. Luego una ancha cuba se ajustó a lo largo de estas correderas antes de descender a ras de muro. Todo el conjunto era maniobrado lentamente con ayuda de cuatro poderosas cadenas.
El padre Aba conocía este procedimiento que servía en los refectorios de las catedrales para izar elementos pesados y voluminosos, pero era la primera vez que veía emplear este mecanismo para elevar hombres y caballos en una fortaleza. El montacargas tocó el suelo.
Dos individuos salieron de la carroza. Uno era grueso, iba vestido ricamente, y a juzgar por su paso renqueante, debía de ser un hombre de edad avanzada. El otro le ayudaba a caminar.
La puerta de la jaula de madera se abrió; tres hombres —un abad y dos guardias—, que se encontraban en su interior, invitaron a los dos recién llegados a entrar.
—Sed bienvenido, vuestra gracia —dijo el abad.
El padre Aba seguía detrás de los otros ocho hombres de negro. Uno de ellos ordenó que desengancharan la carroza. Aba les echó una mano. Todo se realizaba en el más absoluto silencio.
Después de cinco viajes, todo el grupo había sido izado a lo alto del monasterio. Aba comprendió por qué el montacargas estaba cerrado con planchas de madera: había que evitar que los caballos cedieran al pánico, y en la penumbra no se daban cuenta de nada.
De todos modos, cuando el sacerdote de Cantimpré se vio elevándose por los aires, se dijo que aunque entrara vivo en el monasterio, y aunque encontrara allí a Perrot, era incapaz de imaginar cómo podría escapar de allí...
8
Ese día, por primera vez, los cinco niños milagrosos se encontraron en el jardín de un claustro, casi sin vigilancia.
Todos vivían en habitaciones separadas, en un piso ocupado por soldados al que nadie podía acercarse sin autorización. Cada niño se encontraba permanentemente acompañado por sus instructores, que trabajaban sin descanso para profundizar y medir el alcance de sus diferentes dones. Los cinco rehenes no disponían de ninguna libertad, ni de día ni de noche.
Pero el abad Profuturus había decidido que debían aprender a conocerse mejor, e incluso divertirse como los niños de su edad. Les habían proporcionado pelotas y raquetas. Pero no estaban de humor para juegos.
Los cinco niños se hallaban sentados sobre el borde de piedra de una fuente que se erguía en medio de la alfombra de hierba pardusca del claustro. Todos llevaban el mismo uniforme de lino crudo, la misma capa adornada con pieles y el mismo gorro en la cabeza. Hacía mucho frío.
Los guardias se mantenían a distancia.
Era también la primera vez que los niños se sentían libres para hablarse.
Agnés, la muchacha con la frente marcada por estigmas, que había acompañado durante un tiempo a Perrot en su viaje después de su secuestro en Castelginaux, mostró a sus compañeros sus antebrazos amoratados por los pinchazos de un fino tubo de pluma de paloma que le insertaban bajo la piel.
—Me sacan sangre.
Damien, el chico del que el padre Profuturus había dicho que sabía expulsar a los diablos y a los malos espíritus, era originario de Pamiers, en el Ariége. Tenía once años. Era pequeño para su edad y tenía unos cabellos de un negro inquietante, una nariz fina y labios casi inexistentes. Su don se había revelado dos años antes, durante la presentación ante el pueblo de Pamiers de una decena de poseídos. Había bastado que esos desventurados cruzaran su mirada con la de Damien para que el demonio que los habitaba abandonara su carne. El fenómeno fue confirmado unos meses más tarde cuando el obispo decidió llevar a Damien a un asilo de locos. También allí, con una simple mirada, el niño expulsó a un gran número de espíritus nefastos. El obispo decretó entonces su encierro inmediato, debido a los rumores que circulaban sobre él y a un inicio de veneración popular. Damien, apartado de sus padres, vivía fuertemente custodiado en el torreón del castillo episcopal de Pamiers. Seis meses más tarde, una cuadrilla de hombres de negro había tomado por asalto el edificio y se había llevado al niño ante las barbas del obispo.
Damien explicó a sus compañeros:
—Debo aprender de memoria el orden y el valor de los demonios, con sus nombres. Todo eso según el rey Salomón.
Como en el caso de Perrot y sus curaciones, Damien confesó que era incapaz de explicar su don o de controlarlo.
Simón era el mayor de los niños; alto, ya musculoso, feo, con un hombro más bajo que el otro, el muchacho, originario de Gordon, había cumplido ya los trece años. A los ocho, después de haber sobrevivido a un ahogamiento en las aguas de una gruta cerca de Miers, había empezado a distinguir formas y a oír palabras de personas invisibles para el común de los mortales. Conversando con ellas, comprendió que se trataba de difuntos. Esta noticia se propagó y llegó hasta el obispo de Cahors. La sentencia oficial no tardó en llegar: Simón era un agente del diablo y debía ser quemado antes de San Martín. El día de la ejecución, una banda vestida de negro irrumpió en su prisión, ató a los guardias y se lo llevó.
Simón dijo:
—Quieren enseñarme a reconocer la identidad de los muertos que aparecen ante mí.
Perrot confesó a su vez el carácter de las experiencias con que le confrontaban:
—Me ponen ante animales a los que han arrancado un pedazo del cuerpo, para saber cuánto tiempo mi don puede retrasar su muerte.
El último niño en hablar fue Jehan, un chico de doce años, débil y asustadizo, de frente alta y despejada y ojos estrechos. Desde su nacimiento, Jehan tenía sueños milagrosos. Podía caer, en cualquier instante, en un estado catatónico, y entonces bastaba con que le interrogaran sobre cualquier tema para que las voces le insuflaran las respuestas exactas. Dotado con el don de la glosolalia, las transmitía en todas las lenguas. Sus padres lo habían llevado a casa de Jeanne Quimpoix, en Aude—sur—Pont, para que la bruja les explicara qué le ocurría al niño. Jeanne les aconsejó que lo ocultaran y que no hablaran de sus poderes. Eso no impidió, sin embargo, que la banda de hombres de negro le secuestrara en su casa unos años más tarde.
Jehan no conservaba ningún recuerdo de lo que veía ni de lo que respondía en el curso de su sueño.
—¡Dios sabe qué es lo que buscan en mi caso!
Los niños descubrieron que todos eran de zonas cercanas, procedentes del Languedoc y de sus proximidades. Solo tres habían sido secuestrados por Até.
Aparte de Perrot, ninguno de ellos había pasado por el castillo de Mollecravel. Esto sorprendió al niño, que había visto numerosas habitaciones infantiles en los subterráneos.
—¿Hay otros niños aquí? —preguntó Damien.
Nadie supo responder.
—¿Qué quieren de nosotros? —continuó Damien.
—El abad Profuturus nos lo ha dicho —respondió Jehan.
Simón tenía su propia opinión al respecto.
—Si quieren hacernos participar en experiencias a los cinco juntos, seguramente no es para ayudarnos, sino para ligar nuestros dones, para hacer como si fuéramos una única persona dotada con nuestros diferentes talentos.
—¡Todos juntos formaríamos un personaje muy sorprendente! —exclamó Agnés.
Jehan se encogió de hombros.
—Olvidan que solo hay una cosa que nos una realmente: ninguno de nosotros controla su don. Perrot cura sin saberlo, Agnés sangra sin que lo haya decidido, Simón no elige a los espíritus que se le aparecen, Damien no sabe por qué los demonios huyen ante su mirada, y yo no provoco ninguno de mis sueños. ¿Cómo podríamos unir algo en lo que no tenemos intervención?
Simón exclamó:
—¡Precisamente a causa de esta incapacidad nos han elegido! ¡Si pudiéramos controlarnos, también tendríamos la facultad de negarnos a obedecer! Necesitan niños que no puedan resistírseles. Los adultos dotados de poderes como los nuestros no son tan fáciles de someter...
—¿Y si a través de ellos sirviéramos para algo malo? —preguntó Jehan, aterrado.
—Son hombres de Iglesia —protestó Damien—. ¿No nos salvamos, Simón y yo, de la hoguera gracias a ellos?
Perrot contó entonces el episodio de la casa parroquial de Cantimpré y la horrible muerte de Maurin. Y Agnés describió el incendio de Castelginaux y el asesinato de su madre, lanzada a las llamas.
Todo el mundo reflexionó entonces sobre la hipótesis mencionada por Simón: un ser dotado del poder de curar, de hacer huir a los demonios, de encarnar la sangre de Cristo, de ver a los difuntos y de comunicarse por la vía de los sueños.
Simón resumió en una frase la intuición secreta que nacía en cada uno de ellos:
—Tal vez estos dones sean solo una maldición...
Un largo silencio reinó de nuevo.
Fue Perrot quien lo rompió.
—¡En ese caso, nuestra obligación consiste en hacer fracasar el plan de nuestros secuestradores! No podemos quedarnos sin reaccionar cuando no sabemos lo que buscan.
—¿Cómo? —preguntó Agnés.
Perrot explicó el incidente con Até cuando la mujer tomaba un baño. El día en que había reabierto una cicatriz...
—La cólera —afirmó—. Por un momento, dejé de tener miedo. Odié a esa mujer por las maldades que decía sobre mi madre. Mi don se volvió contra ella.
Los niños se miraron.
—¿No es eso ceder a las leyes del demonio? ¿Hacer el mal? —dijo Damien, preocupado.
—Tal vez —respondió Perrot—. Pero de momento no tenemos nada más a nuestro alcance. Si llegamos a pervertir los dones por los que hemos sido escogidos, se malogrará todo lo que preparan...
Poco después, ante la mirada de los guardias que no oían su conversación, los cinco juraron respetar su voto de desobediencia, costara lo que costase. Desafiarían a sus secuestradores, les harían frente, dejarían de obedecer, se mantendrían unidos para hacer fracasar a Domenico Profuturus y a sus hombres..
9
E1 padre Aba alcanzó las murallas del Alberto Magno gracias al montacargas en compañía de los dos últimos mercenarios y de tres caballos.
Desde lo alto, su mirada abarcó el interior del recinto: estaba dividido en cuatro cuadrados que formaban otros tantos claustros adornados con jardines, fuentes y setos de boj. A lo largo de las murallas, no menos de cinco plantas albergaban a los ocupantes del monasterio y todos los talleres e instalaciones indispensables para proveer a una vida comunitaria tan importante; distinguió el huerto de frutales, el de verduras, el cementerio, los establos, las cuadras y un corral en cada ángulo de la fortaleza. Las ventanas tenían vidrieras, y los muros, adornos con esculturas y relieves.
Más allá de la perfección formal del conjunto y de la ausencia de una iglesia abacial en su centro, a Aba le sorprendió sobre todo el prodigioso arsenal defensivo oculto detrás de las murallas. Allí había con qué rechazar a un ejército de mil hombres.
Al salir del montacargas, el padre Aba distinguió el mecanismo que ponía en movimiento el ingenio de elevación: un juego de seis bloques de piedra contrarrestaba el peso de la jaula de madera durante el descenso; dos inmensas ruedas dentadas, en las que cuatro hombres se sostenían en pie, servían para tirar de las cadenas e izar el montacargas.
¡Aba contó dos dispositivos como estos en cada cara del monasterio!
En la pasarela de llegada, un camino pavimentado, bastante ancho para que los caballos pudieran descender hasta las cuadras, se inclinaba en suave pendiente hacia el suelo.
Aba siguió a los hombres de negro.
Cuando llegaron al nivel de los jardines, unos palafreneros se ocuparon de sus monturas y de la carroza. Los mercenarios se dirigieron a una taquilla donde esperaba un monje. Cada uno de ellos depositó sobre el mostrador un pedazo de madera octogonal, idéntico al que Aba había encontrado entre las cosas del mercenario de Castelginaux.
El sacerdote, que se había preocupado de llevar el objeto consigo, se adelantó y lo presentó también. El monje le observó y frunció las cejas. Aba se dio cuenta entonces de que los otros pedazos de madera recubiertos de cuero, aunque llevaban grabado, como el suyo, un número de cuatro cifras, tenían un sello diferente al de su cruz encerrada en un círculo. Sin duda aquello quería decir que no pertenecían al mismo batallón. Sin embargo, el monje no hizo ninguna pregunta y lo guardó, como los precedentes, en un armario con casillas.
Aba prosiguió su camino siguiendo a los otros hombres de negro.
Bajo el capuchón, su frente estaba húmeda de sudor y sentía que le ardían las sienes.
Sabía que se encontraba en peligro: el cadáver del hombre abandonado en el camino sería encontrado más pronto o más tarde, y su insólito salvoconducto alertaría a las autoridades del lugar. Solo podía hacer una cosa: abandonar, cuanto antes mejor, su atuendo de mercenario.
Los hombres de negro entraron en un edificio que albergaba sus cuarteles privados. A través de una ventana, el padre Aba distinguió una armería y más de una veintena de mercenarios con los capuchones echados hacia atrás. Llevaban los cabellos cortados al rape y las barbas perfectamente recortadas. Su aspecto pulcro no era en absoluto el que podía esperarse de un soldado de fortuna.
Aba tomó otra dirección y entró, unos pasos más lejos, en un lugar diferente, vasto y luminoso: la herboristería del monasterio.
Tres monjes estaban examinando unas largas hileras de cubetas con hierbas, especias y macizos de flores iluminados por una vidriera cenital. Al padre Aba le sorprendió el calor que hacía en el lugar y aquel aire saturado de aromas, pero también la diversidad y la rareza de las plantas que se extendían ante sus ojos. Estaba seguro de no haber visto ni oído describir nunca muchas de las especies que se cultivaban en ese invernadero.
Los tres monjes herboristas le miraron, sorprendidos por esa súbita intrusión.
El padre Aba distinguió una puerta de vidrio al otro lado del gran local. Saludó mecánicamente a los monjes y se dirigió hacia ella con pasos rápidos.
La puerta daba a uno de los claustros de la fortaleza.
Allí no había guardias ni hombres de negro. El jardín estaba desierto y en el lugar reinaba una calma absoluta. Solo el ruido de la fuente turbaba el silencio.
A su derecha, Aba distinguió a un novicio equipado con una escoba y un cubo que limpiaba el pavimento de la galería cubierta.
Aba abrió una pequeña puerta al azar y vio que se trataba de una leñera con una estufa que servía para secar los troncos y los haces de leña.
Miró alrededor una vez más y luego se abalanzó sobre el novicio. Le tapó la boca con una mano, le apretó el cuello con la otra y lo arrastró al trastero. Allí le dejó sin sentido golpeándolo con el pomo de su espada y se vistió con sus ropas. Le amordazó con un pedazo de su camisa desgarrada, le ató las manos con el cordón de un haz de leña y luego lo empujó detrás de una pila de troncos. Después de ocultar su arma, recuperó sus ropas de hombre de negro y las echó al fuego que alimentaba la estufa.
Salió del cuarto con su nueva apariencia de novicio y cogió el cubo y la escoba.
De pronto se quedó inmóvil; un detalle que hasta entonces le había pasado inadvertido le dejó consternado.
Su ojo.
Esa siniestra venda de tejido negro que le cruzaba la cara.
Era imposible que aquello no llamara la atención. Solo podía hacer una cosa: levantarse la capucha de la cogulla y echársela sobre el rostro.
Inició su inspección de los claustros y las galerías, sabiendo que ese nuevo disfraz tampoco podía durar mucho.
«Encontrar a Perrot.»
A medida que los vastos espacios del monasterio iban surgiendo ante sus ojos, el objetivo le parecía cada vez más inalcanzable.
Sin embargo, también pudo observar que nadie se fijaba especialmente en él; aparte de los monjes, en ningún momento vio guardias ni soldados bajo las galerías.
Una atmósfera de paz y seguridad reinaba en el lugar, como si hubiera quedado establecido de una vez por todas que nada ni nadie podía hacer correr el menor riesgo a la comunidad.
Esta impresión difusa, en lugar de tranquilizarle, le inquietó.
¿Y si sencillamente le habían dejado entrar?
Echó una ojeada a las numerosas ventanas de vidrieras que se abrían en los muros. ¿No estarían siguiendo unos ojos todos sus pasos?
Aba sintió que ese nerviosismo febril del clandestino estaba a punto de jugarle una mala pasada; si cedía al pánico, no haría nada bueno.
Sobreponiéndose a sí mismo, recuperó la calma y continuó con su meticulosa inspección.
Al pasar por delante de las cuadras, descubrió un ala de la fortaleza que le intrigó en particular. Hasta entonces no había encontrado más que monjes silenciosos. Allí, en cambio, se veían legos dispersos por los caminos y los jardines, que hablaban en voz alta sin ningún reparo. Todos entraban y salían por la alta puerta de una vasta edificación.
Una vez más, el padre Aba eligió una víctima apropiada: un hombre encapuchado vestido con un manto de seglar de color arena. Aba esperó a que se alejara de sus compañeros, y en cuanto llegó a un corredor abovedado que conducía a una capilla, el pobre hombre sufrió la misma suerte que el novicio. Aba le dejó inconsciente, le arrastró debajo de una escalera de caracol y le arrebató sus ropas.
Con su nuevo disfraz, entró en esa ala del monasterio que le intrigaba.
Descubrió una sala gigantesca, que ocupaba casi toda una cara de la fortaleza, sostenida por pilares compuestos, con un techo abovedado sobre ojivas, como la nave de una catedral. El suelo estaba más hundido que el del claustro vecino. Todo el espacio estaba ocupado por una enorme cantidad de mesas de estudio separadas por tabiques de madera.
En la entrada, dos frescos recibían a los visitantes: uno representaba a la Medicina según Asclepio el griego, y el otro, según Thot el egipcio.
Tal vez porque era la hora de la comida o la de un oficio, los compartimentos estaban vacíos en sus tres cuartas partes. El padre Aba avanzó lentamente, examinando lo que veía, registrando hasta el menor detalle, evitando miradas que podían volverse interrogadoras.
Se encontró frente a un esqueleto humano, sostenido por un trípode, tallado en madera con excepción de algunas piezas de hueso auténtico: fragmentos de húmero y de radio, dos pares de costillas, una rótula y una vértebra. Aba se acercó al pupitre de trabajo: otros huesos reposaban sobre un lienzo, así como unos escritos concernientes a los prodigios suscitados por las reliquias de Adalberto, un mistagogo herético del siglo VIII condenado por el papa Zacarías y por san Bonifacio.
Aba conocía la leyenda de Adalberto y su reputación de demonio.
Sobre el pupitre, un mapa de la cristiandad señalaba los emplazamientos donde se situaban hoy los otros restos de Adalberto.
Espantado, Aba dirigió la mirada al esqueleto de madera.
«¿Tratan de reconstituir el esqueleto de un mago herético? ¿De reunir los fragmentos del cuerpo de Adalberto, muerto desde hace medio milenio?»
Como en un juego de construcción para niños, los huesos reemplazarían las piezas de madera.
Tratando de ocultar su turbación, Aba continuó avanzando.
Sobre el pupitre siguiente reconoció un compás de geomancia muy elaborado y obras que trataban de las cuatro técnicas adivinatorias de Varron.
¡Y un poco más lejos distinguió, sobre una mesa, varios ejemplares de la espada corta de Cantimpré, así como modelos de diferentes tamaños forjados en el mismo hierro inflexible y ligero que había fascinado al maestro Souletin en Toulouse!
«¿Así que todo procede de aquí...?»
Tres puestos de trabajo más allá, descubrió una mesa cargada de ampollas llenas de gotitas de sangre. Sobre unas patenas de cera se veían fragmentos de carne bañados en un líquido amarillento. Aba se acercó para leer las plaquitas, donde aparecían grabados unos nombres. Leyó: «Ferrara 1171, Lanciano 750, Offida 1273, Brujas 1216...».
Palideció.
«Besancon 991, Milán 810, Pescara 1074, Oxford 1200...» «Dios mío...»
Diez años antes, en París, había tenido que preparar, para ganar una disputa cuodlibética, la defensa de un milagro que se había producido en Douai en 1254: ¡durante la eucaristía, una hostia se había transformado, ante las miradas pasmadas de los fieles, en carne sangrante! En esa época, Aba se había informado sobre otros casos similares de milagros eucarísticos, como Alatri en 1228, Santa Clara de Asís en 1240, Rímini en 1227. ¡Todos estaban sobre la mesa!
Aba observó, fascinado, esos tejidos adiposos, esos pedazos de músculo, de membrana del corazón o del pulmón, inalterados a pesar de los años; carne que en otro tiempo no había sido más que un poco de harina cocida...
Volvió a pensar en los cadáveres despedazados, amputados y eviscerados que había visto en el embalse en el exterior del monasterio.
Sobre un expositor, descubrió una sucesión de dientes de leche. Un texto inacabado le informó de que se trataba de reliquias santas recuperadas en Egipto en el seno de una secta cristiana llamada faramondiana, que aseguraba poseerlos desde hacía trece siglos..., ¡desde el paso del joven Jesús de Nazaret por su país!
Los dientes de leche del Niño Jesús...
La mirada de Aba abarcó la multitud de planes de trabajo; todos parecían estar relacionados con el examen de un hecho o de una novedad que quedaba fuera de los campos de estudio autorizados por la ortodoxia romana.
«¿Dónde diablos he metido los pies?»
10
Ahora Benedicto Gui debía volver a Roma. Equipado con los documentos de Spalatro, las conclusiones de Pozzo y una convocatoria procedente del secretariado del cardenal Moccha, se presentó en la puerta Flaminia, por la que había huido dieciséis días antes.
Las campanas de la ciudad tocaban al oficio de tercia y una multitud se apretujaba ante el puesto de entrada: mercaderes, viajeros, peregrinos, soldados de fortuna, hombres que confiaban en encontrar un trabajo a jornal...
Todo el mundo sabía que los puestos aduaneros romanos se contaban entre los más corruptos del mundo; a menos que se poseyera un salvoconducto, era preciso untar al agente del peaje o renunciar a atravesar las murallas.
Benedicto Gui sospechaba que, después de su evasión, Fauvel de Bazan había hecho circular su descripción; pero contaba con su atuendo de mercader y con la desaparición de su barba y de sus largos cabellos para no ser descubierto demasiado pronto.
Si en la Roma antigua, el Senado tenía todo el poder, hoy podía decirse que la Iglesia lo había reemplazado admirablemente: Benedicto presentó los documentos en los que se le mencionaba con el nombre de Pietro Mandez, mandatario de la parroquia de Spalatro. Solo le pidieron los sellos de Moccha y del superior de Pozzo. El fugitivo de ayer recibió el saludo de los guardias en su vuelta a la ciudad.
Volvía a estar en Roma: confusa y sucia, devota y aventurera. Monjes, mujeres públicas, penitentes, grandes señores, cargadores de mercancías y de cruces, sacamuelas y educadores, santas y patrañas de casas de citas se mezclaban sin confundirse, manchados todos por el mismo barro indeleble.
Benedicto, con el capuchón caído sobre la frente, se deslizó por las callejuelas, evitando a los grupos y a las unidades de soldados.
Se dirigió a ver a su amigo Salvestro Conti; pero no se presentó en el cuerpo de edificio que albergaba el taller de libros y la residencia del maestro, sino en el ala de las habitaciones donde se alojaban los aprendices y los artesanos.
La edificación tenía una ancha fachada sembrada de ventanas cuadradas. Benedicto subió por una escalera exterior que desembocaba en un pasaje cubierto. Se detuvo ante una puerta, se aseguró de que nadie le miraba, y luego, con movimientos rápidos y precisos, desencajó un ladrillo del marco y sacó una llave que estaba escondida allí.
Volvió a colocar el ladrillo y abrió la puerta.
Subió al piso superior y utilizó por segunda vez la llave para abrir una de las puertas del rellano.
Entró rápidamente y volvió a cerrarla.
Tres personas estaban presentes en la habitación. Una de ellas, tras un momento de duda, se precipitó hacia Benedicto Gui.
—¡Maestro Gui!
Era Zapetta.
—¡Empezaba a temer que ya no volvería, que nunca le dejarían regresar a Roma!
Las otras dos personas eran sus padres. La madre estaba tendida en la cama, inconsciente. Su viejo marido, sentado a su cabecera, le sostenía la mano; el hombre no prestó la menor atención a la entrada de Gui.
—Mi madre se desvaneció el día en que tuve que confesarle la desaparición de Rainerio —explicó Zapetta—. Desde entonces no ha recuperado el conocimiento. El hecho de haber abandonado de manera precipitada nuestra casa para venir a ocultarnos aquí, no ha contribuido a mejorar su estado.
Benedicto se acercó a la anciana; le tomó el pulso, le examinó el fondo del ojo y la lengua. Luego prescribió a Zapetta una decocción que la ayudaría a recuperar fuerzas.
—¿Os tratan bien aquí? —preguntó.
—¡Oh, sí! —exclamó la muchacha—. Desde que su amigo Mateo fue a buscarnos para alojarnos en esta habitación, no pasa un día sin que venga a informarse sobre nuestro estado y a traernos comida. Nos contó lo que le había ocurrido, el arresto, la evasión, su tienda reducida a cenizas... Además se presenta a intervalos fijos en nuestro barrio para verificar si mi hermano ha vuelto, lo que nos tranquiliza mucho.
Benedicto sonrió.
—No esperaba menos de él; es un gran muchacho.
—¿Ha descubierto algo? ¿Ha encontrado la pista de Rainerio? —preguntó Zapetta, ansiosa por tener noticias de su hermano.
Al oír estas palabras, el padre levantó la cabeza y dirigió una mirada melancólica a Benedicto.
—He descubierto muchas cosas sobre Rainerio. En primer lugar, trabaja para un alto responsable de la curia, el cardenal Rasmussen. Le secunda en los procesos de canonización que consagran a los nuevos santos.
Zapetta sonrió al saber que su hermano ocupaba un cargo de tanto prestigio.
—Pero a causa de ese puesto, Rainerio hizo un descubrimiento que parece haberle afectado mucho, o aterrado incluso. Tanto su amigo Tomaso como Marteen, otro asistente del cardenal, me confirmaron que, desde hace algún tiempo, Rainerio se mostraba preocupado.
El rostro de Zapetta se ensombreció.
—Es imposible —dijo—. Rainerio siempre está del mismo humor. Al contrario, se alegraba de poder ofrecernos, dentro de poco, un nuevo techo. ¡Si se hubiera sentido atormentado por algo, yo lo habría visto!
Benedicto sonrió.
—Quizá no quería preocuparte.
La joven se quedó helada.
—¿Qué ocurre entonces? —preguntó—. ¿Tenía razones para estar asustado? ¿Ha sido secuestrado, asesinado, por lo que había descubierto?
—Por desgracia, creo que efectivamente tenía razones para temer por su vida.
Gui se apresuró a prevenir las lágrimas de Zapetta.
—Pero nada indica que haya corrido un auténtico peligro —afirmó—. Los guardias que vinieron a buscarle habían sido enviados por su patrón y no parece que tuvieran ninguna razón para serle hostiles. Rainerio, sin embargo, se enteró en ese mismo momento de la muerte de Rasmussen. Estoy tentado de pensar que Rainerio no fue secuestrado; creo que huyó.
—¿Que huyó?
—Sí. Debió de comprender que su amo había sido asesinado por el descubrimiento que habían hecho. Pensó que estaría en la lista de los asesinos. ¡Y fue a buscar refugio en alguna parte!
—¿Con quién?
—No lo sé. Pero sí sé qué tipo de manejos sacó a la luz; por eso, en cuanto haya puesto un nombre a los personajes a los que Rainerio molestaba hasta el punto de empujarlos a asesinar a Rasmussen, deduciré a quién acudió para protegerse y escapar a sus represalias.
—¡Que Dios le ayude!
—Zapetta, si tengo razón, Rainerio se habrá propuesto venir a buscaros en cuanto pueda. Si no ha dado señales de vida, es solo porque ha abandonado Roma. No hay que perder la esperanza.
Benedicto Gui aseguró que se esforzaría en actuar rápido, pero que no tenía intención de eternizarse en esa ciudad.
—Seguramente Fauvel de Bazan ha transmitido mi descripción; muchas personas me conocen aquí: jurisconsultos, clientes rechazados o cazadores de recompensas, deben soñar con atraparme. Dile solo a Mateo que estoy bien.
Se dispuso a marcharse.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—En cuanto tenga nuevas noticias sobre Rainerio. Hasta ese momento, quédate aquí; Salvestro Conti es un amigo, os alojará todo el tiempo que haga falta.
El anciano padre de Rainerio se levantó y, sin decir palabra, le despidió con un gesto amistoso.
Benedicto decidió presentarse sin tardar a la convocatoria del cardenal Moccha.
Llegó al palacio de Letrán.
El edificio de madera y piedra era monumental, mitad palacio mitad catedral, plantado en lo alto de una escalinata de mármol. Como siempre —helara, lloviera, nevara o hubiera niebla o soplase un vendaval—, un tráfico incesante de religiosos, prelados apresurados, embajadas, delegados apostólicos, monjas y nuncios, sin omitir el desfile de curiosos y laicos de a pie que siempre ronda los centros de poder cubría los escalones de entrada.
La escalinata estaba defendida por jóvenes soldados de la guardia de Letrán.
En cuanto puso el pie en la escalera, Benedicto fue interpelado por un soldado que le recriminó que llevara puesta la capucha: para acceder a Letrán, incluso los monjes tenían la obligación de presentarse con la frente despejada. Esta orden inquietó a Gui, que sabía que entraba en los dominios de Fauvel de Bazan; con la cabeza descubierta se sentía vulnerable.
La guardia de Letrán le indicó dónde debía presentar su convocatoria.
Benedicto se encontró frente a un joven diácono de tez rosada y empolvada, con las manos untadas de pomada, encaramado detrás de una consola con un afectado aire de lasitud. El religioso selló los documentos y luego le informó de que monseñor Bartholo Moccha no concedía, en esos momentos, audiencia en la morada del Papa, y que le encontraría en su casa, en via delli Tessitore.
Añadió que Moccha formaba parte de los electores del cónclave, lo que indujo a Benedicto a pensar que era poco probable que este cardenal promotor de la causa se interesara de cerca por su caso cuando los debates sobre la elección del Sumo Pontífice aún no habían presentado un nombre.
De todos modos, decidió presentarse en el domicilio de Moccha.
La vivienda estaba situada en un barrio popular y ocupaba una vasta edificación que en otro tiempo había albergado un templo romano. La vida de monseñor Moccha se desarrollaba lejos de las opulentas residencias de las eminencias de la Iglesia. Ya desde el vestíbulo, Benedicto vio niños que corrían, numerosas mujeres que reñían, perros que rondaban por las escaleras, monjes que charlaban con soldados y chimeneas equipadas con espetones y calderos.
Gui tenía la impresión de entrar en el castillo de un señor de la época de los reyes de largas cabelleras, pródigo y desordenado, rodeado de esposas y concubinas y orgulloso de sus numerosos herederos, más que de penetrar en la morada de uno de los más altos representantes de la Iglesia.
Sin duda, un cardenal de vida exuberante como ese hubiera desentonado como vecino en el barrio de los prelados.
Un diácono, impasible ante el desorden que le rodeaba, le recibió. Pequeño y rechoncho y con aire inteligente, el hermano Segundo era uno de esos hombres de vuelta de todo que pueden cruzar sin inmutarse un campo de batalla después de la matanza o las calles de una ciudad diezmada por la peste.
El religioso echó una ojeada a los documentos de la abadía de Pozzo y sobre el milagro de la tumba de Evermacher.
—Hum... —dijo sacudiendo la cabeza—. ¿Cantimpré?
Benedicto asintió.
—Sígame.
Benedicto Gui atravesó tras él salas concurridas, algunas con las paredes todavía adornadas con vestigios de mosaicos del templo antiguo, se cruzó con una magnífica mujer persa de largos cabellos negros, piel morena y ojos verdes; atravesó una galería de armas digna de un barón cruzado, y luego llegó a una pequeña habitación.
La luz del sol caía por cuatro tragaluces practicados en el techo. El suelo era de marquetería y las paredes estaban cubiertas de paneles de madera. En el centro de la estancia destacaba un escritorio y algunos atriles que aguantaban libros. Detrás del escritorio, Benedicto distinguió, sobre un bufete, la reproducción de un busto griego y una pietá, esculpidos en el mismo mármol rosa.
—El gabinete de monseñor —dijo el diácono haciéndole entrar—.Voy a avisarle.
Benedicto se encontró solo. Lo primero que se le ocurrió fue que si la situación se ponía fea, nunca podría escapar de allí. Se dirigió hacia los paneles de madera y los golpeó con la punta de los dedos: sonaba a hueco. Las conversaciones podían oírse.
Se acercó a uno de los atriles pensando que encontraría un salterio, pero se trataba de una antología de poetas líricos griegos.
«Moccha es un hombre ilustrado», pensó Benedicto.
Volvió una página y tropezó con el sulfuroso Himno de Safo.
«Y posee un espíritu amplio...»
El escritorio estaba vacío. Se interesó por el busto griego. Lo contempló un momento sin conseguir recordar a qué personaje de la Antigüedad representaba.
Entonces el cardenal Moccha entró por una puerta oculta, disimulada detrás de un panel.
Tenía unos cincuenta años; gordo y con un rostro castigado por los excesos, seguía irradiando, con todo, un impresionante vigor. Aparte de sus anillos, nada podía hacer suponer que se trataba de un prelado: llevaba el torso desnudo y la cabeza cubierta con una toalla, y tenía la piel brillante de humedad de alguien que acaba de salir de un baño caliente. Una joven sirvienta, con un rascador en la mano, le seguía para forzarle a cubrirse con un manto.
El cardenal cedió a la cólera fingida de la bonita muchacha, y esta salió de la habitación.
Moccha se sentó en un taburete detrás de su escritorio.
Benedicto Gui se preguntó de pronto por qué este importante personaje había aceptado recibirle tan deprisa, interrumpiendo su baño de vapor para escucharle.
—Muéstreme —le dijo Moccha sin otra fórmula de introducción.
Benedicto dejó los documentos sobre la mesa.
El hombre se puso a examinarlos, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—¿Es usted uno de esos miserables que recorren los pueblos prometiendo a los pobres fieles que, a cambio de dinero, les ofrecerán un santo y asegurarán la fortuna de su parroquia?
—No, monseñor —respondió Benedicto.
—¿Pietro Mandez, mercader enfermo milagrosamente curado en Cantimpré que va a recogerse ante la tumba de Evermacher? —leyó Moccha en tono incrédulo.
—La Providencia quiso que fuera el testigo privilegiado de las lágrimas de sangre de santa Mónica.
Moccha sacudió la cabeza. —Privilegiado, en efecto... Cogió el frasco de sangre.
Benedicto pensó que ese cardenal era promotor de la causa; en los procesos de canonización debía de sublevarse contra Rasmussen, convertido en imbatible gracias a sus Vidas de santos.
Moccha levantó la cabeza y añadió:
—El caso del pueblo de Cantimpré me interesa enormemente. En la abadía de Pozzo, en cuanto se registra la comunicación de un milagro que le concierne, soy el primero en ser advertido.
—Cantimpré es un lugar bendecido por Dios.
Moccha levantó las cejas.
—En tierra de cristianos, hay muchos lugares que pueden enorgullecerse de haber sido distinguidos por la gracia particular del Señor: catedrales, monasterios, ríos bendecidos por santos, montañas donde se han presenciado grandes prodigios. .. Pero no hay nada que se parezca a Cantimpré. Estos niños que nacen en perfecto estado de salud, estas curaciones espontáneas...
Moccha meneó la cabeza.
—Sin embargo, en las ocasiones en que he solicitado un dictamen de la Iglesia, solo he recogido negativas. En Roma son muy quisquillosos por lo que hace a Cantimpré. En mi última tentativa, se me prohibió formalmente tratar de nuevo este tema... a menos que pudiera presentar un nuevo elemento concluyente ante la Congregación.
Agitó el frasco de sangre.
—¡Verdadera o falsa, esta muestra ha aparecido en el momento ideal!
Benedicto Gui frunció el ceño. ¿Habían forzado a Moccha a renunciar a su interés por Cantimpré? ¿Quién lo había hecho? ¿Rasmussen? Marteen había dicho que últimamente Rasmussen y Rainerio se ocupaban de Cantimpré...
—Hacía meses que esperaba el milagro que hoy me trae —continuó Moccha.
De pronto, de forma totalmente inesperada, Benedicto comenzó a dudar de la visión que tenía de Rainerio y Rasmussen. ..
—¡Una manifestación cristiana! —prosiguió el prelado—. Santa Mónica es una figura reverenciada. Su intervención me permitirá relanzar el expediente y hacer por fin salir a la luz todo sobre este misterio.
Benedicto Gui ya no escuchaba al cardenal Moccha. En muchas ocasiones, durante investigaciones difíciles, sentía que llegaba al desenlace sin disponer todavía de todos los datos. Su agilidad mental le cogía a veces por sorpresa. La gente del pueblo decía que Benedicto Gui aliaba entonces la adivinación con la reflexión.
Moccha se incorporó.
—Enviaré a mis expertos a Spalatro. Luego retomaré el expediente de Cantimpré en el seno de Letrán.
Hizo llamar a su diácono y dijo a Benedicto:
—Tendrá que responder a toda una serie de preguntas. Debo poder eliminar las dudas sobre este prodigio que me plantearán los miembros de la Congregación. Usted es mi mejor baza sobre Cantimpré. Si lo desea, puede ser mi huésped en Roma. Gracias, hijo mío.
Y desapareció.
El diácono, siempre con aire impávido, con un expediente bajo el brazo y una pluma y tinta en las manos, se sentó ante el escritorio e inició su interrogatorio.
Durante los minutos que siguieron, Benedicto entró en los detalles del prodigio de Spalatro. El diácono no le ahorró ninguna trampa; pero Gui tenía una inteligencia aguda, y respondía a los asaltos sin gran esfuerzo y con mucha coherencia.
Mientras tanto miraba de reojo el expediente del diácono colocado sobre el escritorio, la suma de Moccha sobre el pueblo de Cantimpré.
Al cabo de una hora, Benedicto preguntó si podía examinar esos documentos. El diácono se encogió de hombros y le dio autorización mientras transcribía las conclusiones de su entrevista.
Benedicto Gui descubrió con estupefacción la lista de los prodigios que habían tenido lugar en Cantimpré desde hacía ocho años. A pesar de lo que ya sabía, estaba lejos de imaginar semejantes maravillas. Comprendió que el cardenal Moccha era informado de los menores movimientos que se producían en el lugar a través de un espía: este había conseguido ganarse la confianza de una tal Ana, una vieja campesina de Cantimpré, hija del decano del pueblo, que había aceptado traicionar los secretos de los suyos a cambio de seguridades sobre su salvación. Ella había revelado que los milagros de Cantimpré tenían una causa, y que esta debía buscarse en un niño. Un chiquillo llamado Perrot. El sacerdote Guillermo Aba hacía todo lo que podía para que esto no saliera a la luz y para desviar la devoción de sus fieles hacia Evermacher. El pueblo se había dejado engañar, pero no la vieja Ana.
Benedicto levantó las cejas al ver que Moccha se refería al pequeño Perrot como el Niño—Dios.
¡Pero su emoción llegó al máximo cuando, al examinar la última nota añadida al expediente unas semanas antes, se enteró del secuestro misterioso de Perrot en Cantimpré!
Benedicto se cogió la cabeza con las manos.
¡El Niño—Dios!
Su desconcierto era total. Tenía la impresión de encontrarse en el lugar de Rainerio, de haber entrado, también él, en contacto con algo demasiado sensible y tortuoso.
—No he entendido nada. Me he equivocado desde el principio.
Oyó la puerta del gabinete que se abría a su espalda.
El rostro del diácono se puso rígido.
Benedicto Gui se volvió y reconoció al cardenal Moccha, esta vez vestido con su sotana púrpura.
Detrás de él entraron Fauvel de Bazan y cuatro guardias armados.
El lugarteniente de Artemidoro de Broca sonreía.
—Ya ves, Benedicto Gui, estaba convencido de que te encontraría más pronto o más tarde —dijo.
Dos guardias se colocaron ante la salida secreta del gabinete. Benedicto no tenía ninguna posibilidad de escapar.
Bazan continuó:
—¿No te había advertido que te desafiaría con una voluntad tan ordenada, fría y calculadora como la tuya?
El cardenal Moccha observaba a Benedicto con aire indignado.
¿Cuándo había sido descubierto? ¿Quién le había denunciado? ¿Moccha? ¿Cómo? ¿Tan rápido? Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Gui no sabía qué pensar...
Le dejaron inconsciente de un golpe. Fauvel no quería correr ningún riesgo de evasión. Le ataron las muñecas y los tobillos, le colocaron un saco de tela sobre la cabeza y los guardias se lo llevaron...
11
En qué puedo ayudarle? El padre Aba se quedó petrificado. El sacerdote seguía deambulando, fascinado, entre las filas de mesas de la gran ala del monasterio, descubriendo nuevos temas de estudio insólitos y aterrorizadores.
Aba se volvió para ver al hombre que le había interpelado con voz temblorosa pero dulce.
Era un anciano con la espalda encorvada, unos ojitos legañosos y fatigados y barba larga, vestido con un sayal de color pardo con una orla blanca.
No fue el hecho de haber sido sorprendido lo que heló la sangre de Aba, sino la impresión de conocer a ese anciano. Intentó con todas sus fuerzas que no apareciera en su rostro la oleada de pensamientos que le asaltaban.
El hombre le obsequió con una sonrisa llena de bondad.
—Me llamo Arthuis de Beaune —dijo.
El padre Aba ya no pudo seguir disimulando: la sorpresa podía leerse claramente en su rostro.
Arthuis de Beaune. Este gran sabio había ido a París quince años antes; el jovencísimo Guillermo Aba había corrido a oírle discurrir sobre su Bestiario. Pero poco después de esta exposición, que provocó mucho escándalo porque invocaba el derecho a estudiar libremente la naturaleza, Arthuis de Beaune había desaparecido; nadie sabía dónde se había retirado ni por qué razón se apartaba del mundo. De todos modos, el erudito hacía publicar, a intervalos regulares, los resultados de sus nuevos trabajos, que sorprendían por su variedad y su audacia.
«¿Arthuis de Beaune está recluido aquí...?»
El anciano repitió su pregunta:
—¿Qué busca, mi joven amigo?
El padre Aba, disfrazado con las ropas del lego del monasterio, recordó los fragmentos de hostia milagrosa transformados en sangre y carne.
—Me llamo Cantaclerc —dijo rápidamente—, vengo a despejar las sombras que pesan sobre el milagro eucarístico de Douai de 1254.
Arthuis de Beaune asintió con la cabeza, queriendo indicar que tenía presente la historia de ese prodigio.
—El pan del altar se transformó, en la boca de una virgen, en un pedazo de carne sanguinolento —comentó—. Pero ¿era tejido humano o animal? La cuestión sigue pendiente. Si ha venido a aportar la respuesta, librará de un gran peso a nuestro buen Aimé Davril, que estudia estos milagros desde hace diez años. ¿Acaba de llegar al monasterio?
—Estoy aquí desde hace unas horas.
Beaune sonrió.
—Necesitará días antes de familiarizarse con todo lo que alberga este lugar extraordinario. Le felicito por haber sido invitado aquí joven.
Nada en la voz o el comportamiento del anciano hacía pensar que sospechara. El padre Aba se dijo, una vez más, que la conciencia de estar a salvo de todo estaba tan presente en el monasterio que a nadie se le ocurría inquietarse por un rostro desconocido: si estaba allí, era porque tenía permiso.
Aba miró alrededor; no había soldados ni guardias a la vista; sin duda sus víctimas, el novicio, el lego y el jinete, aún no habían sido encontradas.
—Maestro, yo estaba presente hace quince años en su conferencia en París. Arthuis sonrió.
—Ese día hubiera hecho mejor en guardar silencio. Aquello me costó la indignación general de mis cofrades.
—¿De ahí que se retirara?
Arthuis de Beaune levantó el brazo para señalar la habitación donde se encontraban.
—Observe. ¡Aquí todo el mundo trabaja junto! Los gramáticos, los retóricos, los dialécticos, los teólogos, los aritméticos, los geómetras, los astrónomos, los cirujanos, los traductores y los exploradores de alquimia. Ninguna materia del espíritu está compartimentada o prohibida a los profanos, ni debe cultivarse en el secreto o la conspiración, como en París o en Oxford. Cada uno puede inclinarse sobre el trabajo del vecino y ofrecer sus competencias para resolver un caso.
El padre Aba tuvo que admitir que aquella era una de las peculiaridades del lugar que aún no había tenido ocasión de conocer, pero afirmó que captaba todo su alcance.
—Al abrigo de estos muros, tenemos libertad para estudiar sin las trabas generadas por la costumbre popular o por la pusilanimidad de las altas esferas de la Iglesia.
—Sin embargo...
Aba no se atrevía a completar su pensamiento.
—¿Sí?
—Estos objetos milagrosos que he visto sobre estas mesas...
—¿Y bien?
—No serán todos auténticos...
Arthuis sonrió.
—¿Para qué nos serían útiles unas imitaciones? ¡Todo es auténtico, amigo mío! A menudo es el resultado de largos años de investigaciones. Las reliquias que encontrará en el monasterio son verídicas; las falsas se encuentran más bien en las iglesias o los relicarios parroquiales donde las intercambiamos. La célebre clavícula de san Benito que se venera en Padua está hecha, en realidad, de marfil de morsa; la verdadera está aquí, con nosotros.
El padre Aba estaba estupefacto. ¿Las hostias, las reliquias de Adalberto, los dientes de leche del Niño Jesús...?
Arthuis explicó:
—Estamos aquí para comprender la naturaleza de los milagros, fastos y nefastos; no para imaginar señuelos o mistificaciones.
Aba observó algunas de las mesas que los rodeaban.
—¿En qué trabaja ahora, maestro? —preguntó.
Y Arthuis respondió enseguida, con una sencillez turbadora, como otro diría «trabajo en el campo»:
—Oh, yo... me ocupo de desentrañar el misterio de la Dormición y de reproducir la multiplicación de los panes del lago Tiberíades.
Até de Brayac ocupaba una vasta habitación en el monasterio, no muy lejos de la su padre el canciller, que acababa de llegar.
La presencia de Artemidoro de Broca había depositado como una capa de plomo sobre la fortaleza; los monjes estaban inquietos, y los soldados, en perpetua alerta.
Desde hacía un tiempo, Até tenía malos presentimientos.
Después de su retorno de Oriente y de la confianza que instantáneamente le había otorgado Artemidoro, había recorrido bastantes veces el sur de Francia y dirigido el secuestro de decenas y decenas de niños. Até había heredado de su padre un corazón de hierro y una conciencia cautelosa. Nada la conmovía, nada la asustaba. Él le pedía que raptara a inocentes, ella obedecía. Le pedía que les arrebatara la vida, ella mataba.
Hasta Perrot.
Primero había habido esa escena en la que el niño había reabierto su cicatriz y en la que ella había leído en sus ojos una amenaza que nunca antes había afrontado.
Pero lo que ocupaba continuamente sus pensamientos y la tenía preocupaba era, sobre todo, una nueva convicción que había adquirido con respecto a este niño:
«Perrot no solo cura las heridas del cuerpo...»
Até sentía que, a su contacto, cambiaba interiormente.
Este niño misterioso la estaba curando de su ceguera, de su frialdad de criminal, de su falta de alma...
La mujer no se había atrevido a abrirse y manifestar sus sentimientos ante Perrot.
«No se dan cuenta de lo que es en realidad...»
Ese pequeño sanador de Cantimpré le daba auténtico miedo.
Llamaron a su puerta.
El abad Profuturus la reclamaba para que viera con su padre, por primera vez, a los cinco niños en acción. Se preparó.
Al salir de su habitación, dos guardias de negro fueron a su encuentro.
Le presentaron la llave del padre Aba, el octógono de madera del hombre de Até muerto en Castelginaux.
—Ha sido entregada esta mañana por uno de los guardias que acompañaban a monseñor de Broca desde Roma —dijo uno de ellos.
Até la observó con sorpresa.
—Es imposible. Este recluta murió hace semanas en la región de Toulouse y no pudimos recuperar su cuerpo...
«Encontrad al hombre que la utilizó —añadió frunciendo el ceño.
Y fue a reunirse con Artemidoro de Broca y el abad Profuturus.
El padre Aba abandonó a Arthuis de Beaune y la vasta sala de las mesas de estudio.
No podía evitar tratar de construir puentes entre las revelaciones del gran hombre y el secuestro de su hijo. ¿Un sanador llevado al monasterio desde Cantimpré para ser estudiado, igual que la clavícula de san Benito en Padua o cualquier otra anomalía de la naturaleza?
Se encontró de nuevo en los claustros del monasterio.
Desconcertado.
Desde el nacimiento de Perrot, no había pasado un día en que no pensara en la posibilidad de descubrir a alguna persona o algún lugar que pudieran proporcionarle una explicación de lo que le ocurría a su hijo, que pudieran protegerle, enseñarle a vivir con esa extraordinaria anomalía o, mejor aún, ayudarle a deshacerse de ella.
«¿Y si el monasterio Alberto Magno fuera, en definitiva, ese lugar soñado?»
La presencia de un personaje tan reverenciado como Arthuis de Beaune proporcionaba un color nuevo a esos muros. Pero de pronto dejó de reflexionar. ¡Acababa de oír voces de niños!
Giró sobre sí mismo, miró por todas partes, sintió que su corazón se aceleraba.
Casi corrió para llegar al otro lado de la galería abierta.
Sentía que se acercaba, porque el sonido aumentaba de intensidad.
Las voces cristalinas eran cada vez más claras.
De repente se detuvo: vio a un grupo de niños, rodeados de guardias y de monjes, a los que conducían al jardín del claustro vecino.
Dejó de respirar.
Los cinco niños, que veía de espaldas, iban vestidos con el mismo manto y el mismo capuchón, de modo que era imposible determinar si Perrot se encontraba o no en el grupo.
El padre Aba iba a precipitarse hacia ellos para salir de dudas cuando sintió que dos pares de manos le agarraban por los hombros.
Recibió un golpe en el hígado; sus riñones se doblaron. Con el ojo velado, a través de las lágrimas, asistió a la desaparición de los niños detrás de un pilar...
Le arrastraron.
El mundo vacilaba en torno a él: el cielo, las murallas del monasterio, las siluetas mal definidas de sus agresores, una mezcla de vértigo y terror. La excitación, la cólera, el despecho, todo le enloquecía.
Sus atacantes lo levantaron y lo pusieron boca abajo: Aba se encontró con el rostro hundido en un agua helada.
Quiso debatirse, pero permanecía retenido hasta el cuello bajo la superficie.
Pensó en las fuentes que había visto en medio de los jardines.
Dos brazos le oprimieron el vientre, y la brutalidad del tirón hizo que sus pulmones se vaciaran de golpe.
Su ojo sano empezaba a arderle al contacto con el agua fría, la órbita hueca derecha estaba sumergida, los ligamentos de la garganta sobresalían como hojas de cuchillo; sentía un zumbido en las sienes, el agua le llenaba la boca entrando por la nariz, los pulmones se retorcían bajo esa tortura...
Realizó un último esfuerzo para librarse de sus asaltantes. Pero las fuerzas empezaban a abandonarle; su cuerpo se contraía bajo la falta de oxígeno, sentía que sus fluidos se convertían en venenos, reclamaba aire.
El sacerdote recibió golpe tras golpe. Su ojo se inyectó en sangre, un velo rojo pasó, luminoso, casi cegador; luego todo se oscureció.
En un instante de lucidez, se dijo que abandonaría el monasterio por la trampilla de hierro de los cadáveres que había entrevisto el día de su llegada...
No esperaba morir tan pronto. Tan cerca de su objetivo.
Ya sin fuerzas, su cuerpo renunció al instinto de supervivencia que le impedía beber y dejó que penetrara el agua: un largo trago abundante y helado, interminable, una corriente sin gusto que llegaba como una liberación.
Ya no se sentía las entrañas.
Regurgitaba sus últimas burbujas de aire.
El dolor se había amortiguado. Ya no sabía dónde estaba ni quién era; todo se encontraba condensado en una única fracción de tiempo.
Con esta impresión de ruptura, de vuelta a la calma, la vida abandonó a Guillermo Aba.
12
Artemidoro de Broca llegó junto a Até y Profuturus. Un joven le sostenía. El cardenal veía a su hija por primera vez desde su entrevista en Roma y la partida de la joven de cabellos rojos a Cantimpré y Castelginaux.
Até se acercó a su padre y, conforme al uso, le besó la mano. Él le acarició afectuosamente la frente.
Luego tomó la dirección de los subterráneos del monasterio, donde se encontraban las criptas de experimentación.
Se adentraron por un pasillo oscuro. La única luz que llegaba al pasadizo procedía de unas finas aberturas practicadas en los muros.
Artemidoro invitó a su hija a mirar con él a través de esas rendijas.
Até vio entonces a la joven Agnés, que se encontraba en medio de una cripta iluminada por numerosas velas, en compañía de dos monjes.
Su frente estaba manchada de gotitas de sangre. Uno de los monjes se acercó a ella, pero la muchacha protestó y se debatió para impedir que la tocara. El segundo monje tuvo que utilizar la fuerza para inmovilizarla.
El primero realizó una extracción de sangre con ayuda de una cuchara de cobre; luego fue a un pupitre donde se encontraba un frasco que contenía una sangre de otro color. Con ayuda de un pedazo de vidrio, comparó las dos muestras a la luz de un cirio.
A continuación, cogió una cinta de lienzo y la pasó sobre la frente de la niña.
La desenrolló sobre el pupitre.
Los rastros de sangre de Agnés habían dibujado palabras y una frase en latín.
El monje se volvió hacia el muro con las aberturas e hizo una señal de aprobación con la cabeza.
Artemidoro se colocó ante otro orificio que daba a una segunda cripta.
Perrot se encontraba en ella, firmemente atado a una silla. Até no pudo reprimir un movimiento de retroceso.
—¿Por qué lo atan? —preguntó en voz baja Artemidoro.
—Desde hace un tiempo, los niños se han vuelto rebeldes. No quieren cooperar...
—¿Sospechan algo?
El abad hizo un movimiento de negación con la cabeza.
—Es imposible, vuestra gracia.
Profuturus quiso tranquilizar a su superior.
—Su reacción es normal. El propio Jesús se hizo de rogar en varias ocasiones antes de realizar un milagro; acusó a los que se lo solicitaban de poseer el espíritu grosero y curioso de los supersticiosos; en ocasiones incluso se negó a ejecutarlo o pide el mayor silencio posible sobre sus prodigios. Es una actitud natural entre los taumaturgos y sanadores la de acceder solo a regañadientes a la producción rutinaria de sus dones.
En la cripta, Perrot estaba rodeado de una red de alambiques de largos cuellos, prolongada por campanas y serpentines de vidrio. Este entrecruzamiento de tubos se encontraba bajo el control de un viejo monje. Un par de fuelles y un juego de válvulas hacían circular por él una enorme cantidad de sangre.
Los tubos partían de todos los rincones de la cripta y rodeaban a Perrot. Bajo los cuellos de cisne, unos grifos permitían recoger muestras de sangre según su proximidad al emplazamiento donde se encontraba el niño.
El viejo monje recogió unas gotas y fue a una mesa sobre la que reposaba un recipiente de plata que contenía polvo de una sangre vieja seca. Depositó sobre él una ínfima porción de sangre fresca y, ante sus ojos, los residuos se metamorfosearon, recuperando su textura y su color de otros tiempos.
Aunque el anciano era un experto en los estudios experimentales más audaces, no pudo evitar lanzar un grito de estupefacción.
Profuturus dijo a Artemidoro:
—Sabemos que, en el cuerpo del hombre, la sangre, cuando pasa a través de los pulmones, sale más clara, más viva de lo que ha entrado. Parece regenerada. No conocemos la razón primera de este fenómeno, pero nos hemos dado cuenta de que ocurre lo mismo cuando la sangre roza a Perrot.
Artemidoro sonrió.
Até, que observaba al niño, seguía inquieta.
En cuanto a Perrot, luchaba por reprimir sus emociones, sus estremecimientos, para no dejar que su don se expresara y no dar satisfacción al viejo monje.
A fuerza de obstinación, consiguió frenar sus estremecimientos de sanador, pero entonces ¡se puso a oír voces! Numerosas voces que hablaban sin conversar, cabalgándose.
Le entró miedo y todo desapareció...
La visita continuó por una tercera cripta en la que se encontraban Damien y Simón, de pie, atados a unos pilares de madera.
Más de ocho monjes los rodeaban.
La puerta de la cripta se abrió y un hombre medio desnudo, con el rostro oculto bajo un saco de tela, entró, sujetado por los brazos por dos guardias.
—Mirad bien —dijo Profuturus al canciller y a su hija.
Uno de los monjes descubrió el rostro del hombre. Era evidente que se trataba de un demente o un débil mental. Tenía los ojos desorbitados, la mirada agitada y la mandíbula colgante.
Damien y Simón permanecían rígidos, los dos se obstinaban en mantener los ojos cerrados.
—También ellos se resisten —comentó Profuturus.
Unos monjes se acercaron con unas pinzas de plomo y les levantaron los párpados por la fuerza, sujetándolos por el cráneo.
Se necesitó cierto tiempo antes de que la mirada del loco se cruzara con la de Damien. En cuanto esto ocurrió, el hombre palideció y de pronto sufrió un ataque de vómitos.
En el mismo instante, los dos monjes percibieron en el rostro de Simón una súbita agitación; el niño seguía con la mirada algo invisible que se movía de un lado a otro de la cripta.
Profuturus dijo, radiante:
—¡Damien ha expulsado al demonio del cuerpo de este loco y Simón es, en este momento, el único que puede verlo huir y debatirse en la cripta!
Jehan, el niño dotado con el poder de restituir las verdades gracias a sus sueños milagrosos, estaba tendido sobre un lecho de cuerdas.
Dormitaba.
Cuatro monjes se encontraban a su lado; todos sostenían un pergamino sobre el que estaba escrito un mismo texto griego.
Profuturus lo tendió a Artemidoro y a Até.
Uno de los monjes se acercó a Jehan y le murmuró al oído:
—Centésimo undécimo interrogatorio de los demonios, dirigido por Salomón, tal como lo describe en su Testamento.
Jehan permaneció un momento sin reaccionar. Luego su frente se contrajo y se puso a recitar en griego:
—«Tú les forzarás a actuar, sin requerir su aval, por el encantamiento de estos cuatro versículos de...»
Y habló así hasta completar dos columnas apretadas de texto.
A medida que el niño recitaba, los hombres seguían con la mirada la hoja que sostenían entre las manos.
Jehan la repitió íntegramente, palabra por palabra.
Cuando hubo acabado, una viva emoción invadió a los testigos en la cripta.
El abad Profuturus dijo al canciller:
—Todo está a punto, monseñor.
—Ya veo. Adelante, pues.
13
En un primer momento, Benedicto Gui no vio nada. Su mirada estaba velada; se despertaba. Sintió que estaba desnudo, tendido sobre una plancha de madera, con los tobillos y las muñecas comprimidos por cuerdas, las piernas y los brazos tendidos horizontalmente y el cráneo apretado entre las mandíbulas de un torno.
A medida que recobraba la conciencia, el dolor se iba haciendo más agudo.
Descubrió un techo bajo, abovedado, tallado en la masa de una roca; el frescor y la humedad le indicaban que se encontraba en un sótano. El recinto estaba iluminado por tres antorchas. Con la cabeza inmovilizada, el único recurso que le quedaba era el movimiento desordenado de los ojos.
Entonces le volvió a la memoria su arresto por Fauvel de Bazan en el gabinete del cardenal Moccha en Roma.
«¿Dónde estoy...?»
Recordó los calabozos de Matteoli Fio con los que le había amenazado Bazan en su primer encuentro en su tienda.
En medio de la bóveda, por encima de él, un crucifijo de madera estaba fijado a la roca.
De pronto la cruz desapareció para dar paso a un rostro.
Fauvel de Bazan, inclinado sobre él.
—¿Y bien? ¿Dónde están los romanos que vendrán a liberarte, Benedicto? ¿Mediante qué ingenioso procedimiento piensas escapar de mí esta vez?
Sonrió.
—Lo sabía, nada es más previsible que un hombre metódico. Basta con ser paciente, su trayecto está escrito de antemano. Puedes cortarte los cabellos y afeitarte la barba tanto como quieras, que nunca podrás disfrazar tu forma de pensar y de actuar.
Fauvel ajustó el torno para que apretara con más fuerza el cráneo de Benedicto. Este lanzó un alarido.
—Tus amigos en Roma prendieron fuego a tu tienda de la via delli Giudei. No pude hacerme con tus documentos. Mira... Solo pude recuperar esto...
Levantó el brazo y mostró la enseña de Benedicto Gui.
—BENEDICTO GUI TIENE RESPUESTA PARA TODO. ¡Detesto esta fórmula! ¡La Iglesia, Benedicto, la Iglesia tiene respuesta para todo!
Hizo un gesto y un tipo corpulento con el rostro enmascarado cogió la enseña y la fijó al techo, en lugar del crucifijo de madera que pendía sobre Benedicto.
—Eso será lo único que veas desde aquí, así tendrás con qué ocupar tus pensamientos en las próximas horas —continuó Bazan.
Su voz se hizo cantarina.
—Tranquilízate, no se trata de atormentarte con pinchos y tenazas ni de hacerte hablar. Adivino lo que habrás podido descubrir en tu recorrido; lo que cuenta para mí, en el presente, es hacerte olvidar lo que sabes. Rainerio, Rasmussen, Chênedollé, los niños milagrosos... ¡Todo esto debe desaparecer!
Benedicto frunció el ceño.
—¿Olvidar? —murmuró.
Fauvel asintió con la cabeza.
—Matteoli Fio es, desde hace tiempo, un maestro en la materia: la restricción mental, borrar de una memoria lo que pueda haber de comprometedor para este o aquel. ¿Cómo? Un poco de agua fría y una atención constante bastan. Cinco días consecutivos sin sueño, Benedicto Gui. Tal vez seis, si hace falta. He ahí el medio más seguro para volver a un hombre amnésico y loco.
Sonrió de nuevo y se acercó para susurrarle al oído:
—Tu mente, tan alabada por todos, tan brillante, perderá lenta, ineluctable e irrevocablemente toda consistencia. Tú lo sabes; en la centésima hora de vigilia, tu cerebro habrá sufrido tantas lesiones que habrás perdido la memoria, el habla, la vista, la capacidad de andar; habrás entrado en un largo delirio que ya no te abandonará...
—¿Por qué no matarme enseguida?
Fauvel de Bazan se incorporó.
—Oh, morirás. No lo dudes. Pero sobre una hoguera, rodeado por una multitud que te cubrirá de insultos por la muerte del cardenal Rasmussen y de algunos otros que estaremos encantados de endosarte. Ya ves, Benedicto Gui, tú querías tener la última palabra en esta historia..., pues bien, ¡tú serás la última palabra! Bonita revancha: aniquilar a Benedicto Gui a través de aquello en lo que era invulnerable. ¡Su cabeza!
Le hundió una mordaza en la boca y abandonó la cripta.
Benedicto había comprendido a la perfección lo que le esperaba y los peligros para su constitución mental. Más de una vez, después de una noche en vela, había podido sentir cómo su pensamiento se hacía más lento y su concentración se esfumaba.
«¡Cinco noches!...»
Después de la partida de Bazan, percibió a dos personas que le rodeaban en su celda, pero sin poder distinguir sus rostros.
Contempló su enseña. ¿Cuántas horas pasarían antes de que el sentido de esta simple frase se le escapara? ¿Cuántas horas antes de que se preguntara quién era ese Benedicto Gui que tenía respuesta para todo? ¿Cuántas horas antes de que ni siquiera fuera capaz de leer?
Él, que había aprendido tantas cosas, que podía recitar de memoria obras enteras de Boecio y grandes fragmentos de La navegación de san Brandano, pronto se vería incapaz de ir más allá de las tres primeras letras del alfabeto...
Ordo disciplinae.
Toda su vida había aprendido a reflexionar, a combinar hechos, a trazar planes, a memorizar indicios, a desentrañar enigmas.
Ordo disciplinae.
Esa había sido su divisa. Y debía seguir siéndolo, en ese momento, más que nunca.
Estaba solo, con el cuerpo invalidado, prisionero de su cerebro, ese mundo entre sus dos orejas que fascinaba tanto a los romanos. Su cerebro. Su único aliado. Su arma.
Los acontecimientos de esos últimos tiempos, desde la llegada de la joven Zapetta hasta su arresto en casa de Moccha, se agolpaban en su memoria, arrastrando consigo un regusto amargo de algo inacabado.
Pensó en la última vez que había dormido. Había sido en la posada de Pozzo, la víspera de su vuelta a Roma. Y no sabía cuánto tiempo había durado su desvanecimiento entre el palacio del cardenal y este lugar.
Le lanzaron un cubo de agua helada sobre el cuerpo.
Se quedó sin respiración. Tosió. Tenía ateridos todos los miembros.
«¡Reflexiona! Reflexiona mientras puedas...»
Zapetta, Chênedollé, la viuda, Rainerio, Otto Cosmas, Rasmussen, Marteen, Tomaso, Evermacher, Cantimpré, Pozzo, los niños prodigiosos, Hauser, Constanza, Letrán, Moccha, el Niño Dios...
Reflexiona.
En esa historia faltaba una pieza. ¿Qué se le había escapado?
14
Después de que el abad Profuturus le hubiera presentado ad providam a los cinco niños milagrosos, Artemidoro de Broca, bajo los bordados de oro y plata de una vasta sala de audiencias, se dispuso a explicar a su hija, en presencia del abad, en qué consistía la experiencia por la que habían realizado tantos esfuerzos.
Até descubría por primera vez la función suprema de ese monasterio y el proyecto loco que la había conducido a mandar a un grupo de mercenarios durante dos años para secuestrar a niños y a niñas. Artemidoro explicó:
—El primer objetivo de nuestra organización es proyectar una luz nueva sobre las verdades de los textos santos. Autenticarlos. Se ejerza esta actividad aquí o in situ, lo que hacemos es pasar por el tamiz los prodigios y los milagros de la Biblia, de los Evangelios, de los hechos de los santos; sin omitir los escritos míticos y paganos que los precedieron. Así, estos últimos años han sido verificados por nuestros sabios: la medicina mágica del egipcio Sekhmet, la astrología babilónica, los preceptos demoníacos de Salomón, las profecías sibilinas, los calendarios de Joaquín de Flore, la veracidad de la raza de los titanes. Pero también las circunstancias del Diluvio, la separación de las aguas del mar Rojo, la genealogía de José y de María, la posición de la Atlántida según Platón, los lazos entre el alma y el cuerpo, las diez plagas que castigaron al faraón, las sacudidas de Encelado, etcétera. Gracias a Dios, la lista es aún más larga.
Miró a Profuturus, que replicó con un movimiento afirmativo de la cabeza.
El canciller se sentó en un sitial y se llevó a los labios una copa de hipocrás antes de proseguir:
—El esfuerzo de nuestra Asamblea de Megiddo se centra en experimentar la autenticidad del dogma con las nuevas herramientas de Aristóteles.* Sabemos que, sea cual sea el alcance de un portento —Jesús caminando sobre las aguas, Eón de la Estrella proyectando fuego con sus dedos o Moisés transformando su bastón en serpiente—, no se trata más que de perturbaciones del orden natural. El aire, el fuego, el agua, la tierra, el calor, el frío, la sequedad, la humedad, la bilis, la sangre, la linfa y el influjo son los materiales constitutivos de la vida, nada escapa a ellos; los milagros más edificantes no conocen otros para manifestarse ante nuestros ojos. A partir de aquí, para nosotros que lo sabemos, las preguntas surgen de una forma natural: ¿Cómo funciona esto? ¿Cuál es el juego de equilibrios que favorece el milagro? ¿Somos aptos para comprenderlo? ¿Para reproducirlo?
* Véase Pardonnez nos offenses, del mismo autor.
Até observaba a su padre. El achacoso anciano se encontraba en el origen de todo esto; para existir, un monasterio como ese debía beneficiarse de una impunidad excepcional: las experiencias que se realizaban allí chocaban demasiado con los prejuicios de la Iglesia. Solo el gran canciller y maestro del sacro palacio había poseído, durante todos estos años, el poder de urdir, financiar, dirigir y proteger esta clase de operaciones.
—Pero pasemos a la experiencia —dijo.
Artemidoro dejó su copa sobre el brazo del sitial.
—Se trata, en mi opinión, de la tentativa más audaz llevada a cabo en el seno de nuestro monasterio. ¡Uno de los puntos prominentes de nuestra religión en Cristo está directamente ligado a ella!
Con un gesto, cedió la palabra a Profuturus, que se puso a agitar desordenadamente las manos para dar énfasis a su exposición:
—El elemento del dogma cristiano que ha permitido a la Iglesia sobrevivir desde los primeros mártires, la promesa que le ha servido para convertir a los pueblos bárbaros, no es en absoluto la remisión del pecado original por el sacrificio de Jesús, ni la promesa del paraíso para los justos, ni la bondad del mensaje de Cristo, ni siquiera el santo misterio de la Trinidad...
—Expecto resurrectionem mortuorum —dijo Artemidoro de Broca.
Profuturus asintió.
—La resurrección de los cuerpos, sí. La afirmación de que, además de la inmortalidad del alma y de la supervivencia de la personalidad, el hombre y la mujer reencontrarán su envoltura carnal en el fin de los tiempos. Para los justos, este renacimiento se efectuará en el retorno de Cristo a la tierra; en el caso de los pecadores, deberán esperar hasta el Juicio Final. ¡Pero todo el mundo habitará de nuevo su cuerpo! Fue esta baza en particular la que hizo que los pueblos bárbaros se hicieran cristianos. Estos rudos guerreros veneraban su apariencia; un hombre, hijo de Dios muerto en la Cruz, les garantizaba que, si tenían fe en él, reencontrarían, más allá del tiempo, sus músculos poderosos y sus largas cabelleras. Seducidos, abjuraron de sus creencias, y gracias a ellos, la influencia de los obispos pronto superó a la de los gobernadores romanos.
Artemidoro sonrió.
—Pero ahí se nos plantea de nuevo una cuestión, hija mía: ¿Cómo funciona esto? ¿Cómo se puede devolver a los restos corrompidos de un hombre su apariencia de antaño? ¿Cómo se realiza este milagro?
Até apenas podía contener su estupefacción. Artemidoro, que había percibido el desconcierto de su hija, prosiguió con voz lenta:
—En los escritos del pasado abundan los relatos de hombres resucitados por taumaturgos: de Apolonio de Tiana a María la Judía, pasando por los apóstoles, o los casos de Lázaro, del hijo de Jairo y del esclavo del centurión resucitados de entre los muertos por Jesús en el curso de su ministerio terrestre. He hecho estudiar minuciosamente los manuales antiguos que abordan este tema. Sabemos que aún hoy existen brujas que se han transmitido estos dones y saben la forma de utilizarlos. Conocemos estas fórmulas, estos conjuros y el orden que hay que respetar, pero hasta hace muy poco, se nos escapaba lo esencial: los medios de ejecución.
Até dijo:
—¿Los niños?
Profuturus volvió a tomar la palabra e hizo un gesto hacia la puerta.
—Si queréis seguirme...
15
Benedicto Gui oyó el sonido de la puerta de la cripta al abrirse, la tierra batida, y luego el tintineo de un pote de estaño que dejaban en el suelo.
Un verdugo le sacó la mordaza que le desencajaba las mandíbulas e introdujo entre sus dientes un embudo; Gui sintió que una repugnante mixtura de agua caliente, gachas y tocino le hinchaba el estómago.
Se mareó. Su vientre se infló con el potaje, y después de que el verdugo hubiera vuelto a introducirle la mordaza en la boca, notó que la lengua había doblado su volumen.
Los efectos de la fatiga empezaban a dejarse sentir. El dolor incesante de sus miembros en tensión le forzaba a mantener un ritmo cardíaco sostenido que le agotaba. Las nociones de instante y duración se hacían confusas, el tiempo revestía esa inmediatez sin pasado ni futuro que se vive en los sueños. Ya no sabía cuántas horas hacía que estaba tendido en ese banco de tortura.
Aparte de eso, intentaba no pensar en su cuerpo. Sus torturadores velaban para que no cerrara nunca los ojos.
Benedicto consagraba hasta el más mínimo instante de lucidez a repasar los elementos de la intriga de Rainerio... Partía siempre del mismo punto:
«¡Parece evidente que todo, absolutamente todo, tiene su origen en el día en que Rainerio se da cuenta de que niños dotados de extraños poderes desaparecen, y que los informes que remite a Letrán son utilizados como instrucciones previas por sus secuestradores!
»E1 muchacho debió de quedar destrozado por este descubrimiento. ¿Cómo no iba a sentirse responsable de lo que les ocurría a los niños? ¿Acaso no había sido él quien los había señalado con el dedo, a su pesar, en el curso de sus investigaciones para la Sagrada Congregación?
»Misa negra, violación, asesinato, petición de rescate, la hoguera, ¿qué no debe haber imaginado?
»¡Y la primera persona sospechosa es su maestro, Henrik Rasmussen! Sus investigaciones sobre los niños pasaban por él antes de llegar a Letrán...»
Si Benedicto no hubiera tenido el cráneo atrapado entre dos mandíbulas de madera, habría sacudido la cabeza.
«No. En Pozzo, Hauser dijo que Rasmussen también se había emocionado con el descubrimiento de su asistente sobre las desapariciones de niños. Los dos trabajaban codo con codo.»
Entonces, ¿qué habían descubierto?
Benedicto reflexionó sobre la naturaleza de los lazos que los unían:
«Su encuentro se efectúa por mediación de Otto Cosmas. Este último conocía a Rasmussen porque el cardenal le había encargado la redacción de una hagiografía de los santos centrada en su juventud.
»Pero Cosmas se hace viejo. Entonces se interesa por el pequeño Rainerio, su vecino. Le enseña a leer y a escribir. Se gana su amistad y su confianza. Y llega un día en que el adolescente Rainerio está listo para secundarle.
«Unos años más tarde, Otto Cosmas muere y Rainerio recoge la antorcha. Remite la obra completa a un hombre que tal vez ya no la esperaba: monseñor Henrik Rasmussen.»
Benedicto imaginó la sorpresa del cardenal al ver a ese muchacho del pueblo, hijo de artesanos, concluir el trabajo del viejo erudito; pero también su satisfacción: he ahí a un joven audaz, con la cabeza repleta de vidas de santos y desconocido en Letrán: ¡una bendición! Rasmussen lo retiene a su lado.
«¡Qué gran triunfo para Rainerio! ¡Sin títulos, sin educación, ahí está, admitido en el seno del poder de Roma!
»Tomaso di Fregi, el amigo de la infancia, ha descrito a un Rainerio buen muchacho, ingenuo y generoso, pero impresionable. Al parecer, se había adaptado a los hábitos de Otto Cosmas hasta el punto de cambiar su temperamento para corresponderle mejor.
»No cabe duda de que haría lo mismo con Henrik Rasmussen, su bienhechor. Siempre dispuesto a la admiración, debía venerarle.
«Rainerio es ahora un muchacho feliz. Todo le sonríe. Secunda a un personaje que ocupa un puesto elevado en la Iglesia.
»¿No habló Zapetta incluso de una casa nueva que quería ofrecer a sus padres?»
Luego llega la revelación de los raptos de niños.
«Lúcido, Rainerio se da cuenta de que su descubrimiento, que forzosamente ha de implicar a personajes poderosos y temibles, pone su vida en peligro.
»Eso le aterroriza.
»Ahí debe de hallarse el origen de ese humor sombrío, triste e inquieto, que Tomaso percibió cuando se encontraron por última vez.
«Además, Marteen explicó que Rainerio ya no iba al palacio de Rasmussen. Este tuvo que enviar a dos hombres para que fueran a buscarle a su casa.
»¿Para decirle qué?»
Benedicto Gui se relajó un momento y cerró los párpados. La reacción fue inmediata: su verdugo aumentó la tensión de las ataduras que le separaban los brazos y las piernas. Benedicto gruñó de dolor. Sintió que una bola de fuego le atravesaba el cuerpo. Sus dientes se clavaron en la mordaza. Concéntrate... No pierdas...
El verdugo examinó sus pupilas; estaban dilatadas, el blanco del ojo había virado a un azul apagado, entrecruzado por una maraña de canales sanguíneos reventados.
Concéntrate...
Benedicto, con el corazón palpitante y la respiración acelerada, recuperó el hilo de sus pensamientos y volvió a Rasmussen.
Veía de nuevo la fachada de su palacio de la via Nomentana cubierto con un paño negro de luto, la multitud que se apretujaba, la procesión de cardenales que habían acudido a rendir homenaje a sus restos.
Y luego, al día siguiente, las prisas, casi empujones para sacar el mobiliario del palacio y cargarlo en varias carretas para Flandes.
«¿Por qué la hermana de Rasmussen quería abandonar Roma tan deprisa?»
El pensamiento de Gui, cada vez más deshilvanado bajo el efecto de la fatiga, saltó de la hermana de Rasmussen al rostro altanero de la viuda de Máximo de Chênedollé.
La voz de la mujer resonaba en su cabeza, respondiendo a la de su marido asesinado:
Él: «Exploto veinte embarcaciones en Ostia. Soy rico, me dispongo a instalarme en Roma en un nuevo palacio de treinta habitaciones, estoy casado con mi cuarta mujer, tengo dos amantes, una de ellas persa, y doce hijos».
Ella: «Chênedollé era un hombre reservado y fiel, y por desgracia, sin herederos».
De nuevo él: «Compongo, con buen éxito dicen, poesías burlescas al modo de Anacreonte».
Ella, en cambio: «Mi marido era incapaz de alinear dos versos correctamente».
«¿Por qué estas libertades? ¿Quería probarme? ¿Y esas precauciones para dejar tras de sí un documento codificado...?»
Siga la pista de Rainerio...
«¿La frase clave?
»¿A quién pretendía engañar con estas mentiras?»
Benedicto volvía a ver a Máximo de Chênedollé entrando en su casa, arrellanándose en su silla y gruñendo: «Por los clavos de Cristo, ¿no podría haberse instalado en un buen barrio? Sería más cómodo. Y más decente».
«Según las declaraciones de su viuda, Chênedollé era un comerciante banquero que concedía créditos a Letrán. Preocupado por la elección de un nuevo Papa, había reclamado sumas no recuperadas. ¡Y de pronto este hombre se alarma, teme por su vida, y decide abandonar Roma con su mujer! A pesar de su palacio en construcción...
»Pero ¿qué relación tiene con Rainerio?
»¿Un comerciante banquero y el asistente de un promotor de justicia?
»¿Por qué, en su texto codificado, Chênedollé se muestra tan enigmático? ¿Por qué dice tan poco?»
Siga la pista de Rainerio.
«Aparte de mencionar a los cuatro cardenales ya asesinados y añadir a la lista los nombres de Rasmussen y de su asistente, no desvela nada.
«¿Por qué incitó a Zapetta a que viniera a verme?»
Benedicto se quedó paralizado.
«¡Moccha!»
Recordó su palacio, los niños que corrían, las mujeres, su gabinete, los atriles con libros de poetas, el busto griego detrás del escritorio...
Algo no funcionaba.
«¡Anacreonte!»
Gui se dio cuenta de que, influido por el interés de Chênedollé por los textos cifrados, se había esforzado en descodificar los escritos, pero se había olvidado de escuchar con atención sus palabras!
«¡El busto en el gabinete de Moccha era el de Anacreonte! Sus mujeres, sus hijos, la poesía griega, la bonita persa de ojos verdes... ¡Al hablar de sí mismo, Chênedollé me describía a Moccha! ¡Quería ponerme sobre su pista...!
»No lo cita en ningún sitio, ni siquiera en su texto codificado, para estar seguro de no arriesgarse a comprometerle...
»¡Moccha era su aliado! ¡Y yo no lo vi!
»"Mis amigos confían en mí"..., repitió en varias ocasiones.»
¡Ahí residía el auténtico mensaje clave!
«Si hubiera sido franco con Moccha a tiempo, él me habría aclarado el asunto... Tal vez incluso supiera qué le ha sucedido a Rainerio...»
Benedicto Gui se encontró solo frente a dos grandes interrogantes:
«¿Qué otra cosa he pasado por alto entre los indicios de Máximo de Chênedollé?»
Y sobre todo:
«¿Por qué yo? ¿Por qué ese comerciante banquero, rico y poderoso, piensa en mí? ¿Cómo es que cree que, proporcionándome tan pocos elementos, podré desentrañar el enigma?
»"Las mujeres... el dinero... la traición... Nada es nunca lo que parece..." fueron sus últimas palabras.»
Reflexiona...
16
Los monjes empujaron una puerta de hierro, y Artemidoro, el abad Profuturus y Até pasaron al interior de la habitación.
La joven sostenía a su padre. Al entrar, descubrió una sala de cirugía; las paredes estaban adornadas con tarros de vidrio llenos de órganos sumergidos en una solución lechosa. Algunos habían quedado reducidos a láminas, cocidos por el líquido de conservación. Otros, cerebros, un seno corroído por el cáncer, un páncreas, embriones, vesículas deshidratadas; parecían tubérculos.
Sobre un caballete, unos croquis mostraban la anatomía humana de hombres y mujeres.
—Recuperamos los cuerpos de los condenados a muerte para utilizarlos como modelo —explicó Profuturus a Até—. Los despojos se arrojan fuera del monasterio. No vamos a profanar nuestro cementerio con unos condenados excluidos del Cielo.
En medio de la sala destacaba un sarcófago de madera clara, cerrado, instalado sobre cuatro soportes. Dos pilas de cera con tres pequeñas mechas; cada una difundía bajo el ataúd una humareda fina que lo envolvía, antes de ser aspirada por una abertura enrejada del techo. Esta columna de humo, que se enroscaba como un tornillo sin fin, tenía algo de maléfico e inquietante.
Cuatro monjes vestidos de blanco, con la cabeza cubierta, esperaban inmóviles, prestos a responder a las órdenes.
Artemidoro asumió el control de las operaciones. Hizo abrir una obra colocada sobre un atril, el Libro de los oficios de los espíritus de Salomón, e invitó a uno de los monjes a que se preparara para la lectura.
—Son los conjuros para la resurrección de los muertos transcritos de propia mano por Salomón —explicó a Até—, tomados al dictado de los demonios por el rey judío diez siglos antes de nuestra era. Generaciones y generaciones de profanos han consultado estas fórmulas sin descubrir la forma de aplicarlas. Aparte de algunas brujas que han hecho voto de secreto y de algunas sectas desaparecidas, nadie ha sabido dominarlas. ¡Hasta nosotros!
Hizo una señal con la cabeza, e inmediatamente una segunda puerta se abrió y los niños aparecieron.
—Aquí están.
Até sintió una rigidez en la parte baja de la espalda. La impresionaba encontrarse tan cerca de esos cinco jóvenes prodigios.
Los niños no podían apartar la mirada de los siniestros tarros que los rodeaban.
Profuturus asignó a cada uno un lugar en torno al sarcófago. Perrot, Agnés, Jehan, Damien y Simón fueron colocados respectivamente a uno y otro lado de unas pantallas de tela opaca; a partir de ese momento, ya no podrían verse ni comunicarse.
Estaban solos, con el sarcófago ante los ojos. A una señal de Artemidoro, dos de los monjes se acercaron, sujetaron los bordes de la tapa y la levantaron. Todo el mundo retuvo el aliento.
Profuturus se santiguó. El cadáver de un hombre apareció, sumido en la luz y en un humo amarillento. Todo su cuerpo, con excepción de la cabeza, estaba envuelto en una gruesa piel de ciervo, con cuatro pequeños agujeros en el tórax.
—¿Quién es? —preguntó Até a Profuturus.
—Teníamos a cinco postulantes para esta experiencia —le respondió el abad—, gente que sufría y cuyo fin estaba próximo, pero ¡el joven Perrot los curó! Ahora concedemos gran valor al estudio de la evolución de su condición. Este intruso ha llegado al monasterio en el momento más oportuno para reemplazarlos...
Intrigada, Até se acercó.
Al ver el cadáver, palideció.
A pesar de que la muerte ya había dejado su marca en el cuerpo, estaba segura de que había visto antes a ese hombre en algún sitio.
De pronto recordó la operación de Cantimpré, los niños, el sacerdote que les enseñaba... ¡El padre Aba!
¡Él era el intruso que había utilizado la llave de su mercenario muerto en Castelginaux!
Guillermo Aba de Cantimpré, que debía de haber seguido su pista desde el país de Oc y luego había conseguido introducirse en el monasterio.
Se volvió hacia Perrot.
El niño estaba pálido.
También él había reconocido al sacerdote.
Aquel era el golpe más doloroso que había recibido desde su secuestro.
La habitación, los mórbidos tarros, el cadáver cosido en la carne de ciervo, Profuturus, los monjes, el mundo entero se desvanecía bajo sus pies, con esa sensación de ser tragado, aspirado como al borde de un precipicio por ese rostro amoratado, mutilado de un ojo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Exasperado, Perrot se sentía, sin embargo, en manos de una voluntad superior que le impedía gritar y precipitarse sobre el muerto.
Até comprendió todo eso.
Estaba tan helada de espanto como él: veía venir, en su mirada fija, todo lo que podía aprehender de este niño dotado de fuerzas aterrorizadoras.
Quiso acercarse a Artemidoro, advertirle del peligro, pero no pudo dar ni un paso.
Perrot la había visto.
Sus miradas se cruzaron durante una fracción de segundo; el tiempo suficiente para que Até se quedara petrificada, para que comprendiera que el niño había penetrado en sus pensamientos y le prohibía revelar nada sobre Aba; el tiempo suficiente para que perdiera el control y lanzara un grito estridente, como de loca.
En el silencio lúgubre y profundo que reinaba en la sala desde, el descubrimiento del cadáver produjo un efecto pavoroso.
Até pidió salir, huir de ese lugar maldito.
—Dejadme. ¡No quiero quedarme aquí!
Pero la puerta de hierro resistía a sus asaltos.
Sorprendido primero, y enseguida irritado por su conducta, Artemidoro ordenó que la echaran.
Estaba histérica; dos monjes la sujetaron y la condujeron de vuelta a su habitación, a pesar de que gritaba que quería abandonar el monasterio, alejarse cuanto antes de allí...
—¡Pereceremos, todos seremos castigados...!
En torno al sarcófago, tras unos momentos de indecisión, todo volvió al orden. Artemidoro, afligido por la reacción de su hija, prueba de una debilidad que la descalificaba de forma irremediable, invitó a Profuturus a proseguir la experiencia.
El abad exhortó al monje, instalado detrás del atril con el Libro de los oficios de los espíritus, a que empezara su lectura. Lentamente, se puso a recitar el mismo versículo griego, sin interrumpirse ni bajar la voz.
Mientras tanto, Profuturus cogió tres piedras de ámbar, cuarzo y obsidiana y las depositó en las aberturas practicadas en la piel de animal que envolvía a Aba, dejando libre el cuarto y último orificio, situado en el plexo sacro.
Perrot observaba todos estos movimientos como si fueran ejecutados por sombras; ya no parpadeaba, y su respiración se hacía cada vez más corta y rápida.
Jamás había sentido tantas sensaciones nuevas, percepciones que le hacían intuir que su don era más amplio de lo que imaginaba.
De nuevo empezó a oír voces. Pero esta vez comprendió: ¡sorprendía las voces interiores de los que le rodeaban!
El proceso empezó con las voces de sus cuatro compañeros. Agnés, Jehan, Simón y Damien, que adivinaban que los conjuros de Salomón leídos por el monje estimulaban sus poderes; se atenían al juramento que habían formulado: negarse a colaborar, hacer fracasar la experiencia a cualquier precio.
¡Pero ahora se trataba de devolver al padre Aba a la vida! Perrot había adivinado las intenciones de Artemidoro de Broca.
Hubiera querido gritar, interpelar a los niños, empujarlos a renunciar a su pacto, a ayudarle a devolver la vida al buen sacerdote de Cantimpré..., pero esa voluntad superior que había establecido su sede en su conciencia, esa voluntad superior le desaconsejaba expresarse.
Los útiles de vivisección de la sala estaban suspendidos de correas de cuero; el abad Profuturus cogió un cuchillo y se acercó al cuerpo de Aba. Recortó una abertura en la piel de ciervo y practicó, en el antebrazo derecho, una profunda incisión en la piel macilenta.
Luego asió un frasco de sangre rubicunda y, con ayuda de una lanceta, depositó unas gotas sobre la herida oscura que había abierto.
Perrot, dotado de nuevos dones desde que sus sentidos se habían puesto en alerta, no solo entendía lo que el abad se decía, sino que también podía reconstituir la evolución de sus sentimientos y el origen de sus esperanzas actuales.
«Muchas veces había practicado perfusiones ligando un cuerpo a otro, para tratar de hacer que un enfermo se aprovechara de la sangre de un cuerpo sano; pero sin que comprendiera por qué, ciertas transfusiones eran coronadas por el éxito, mientras que otras mataban en unos instantes a los cobayas.
»Tenía que descubrir la sangre universal, llamada sangre de Cristo, compatible entre todos los humanos y todos los animales. Aquello era indispensable para el buen desarrollo de la experiencia de resurrección según las fórmulas de Salomón.
»Profuturus buscó durante veinte años, sangrando a miles de sujetos a través del mundo. Y matando después a la gran mayoría de ellos.
»Hasta que un día se le ocurrió la idea de interesarse por los estigmatizados.
«Descubrió que la sangre vertida por estos elegidos en las seis llagas de Cristo en la cruz no era la suya propia... Y que era compatible con la de todos los humanos.
»Había encontrado la sangre de Cristo.»
Perrot observó a Artemidoro de Broca.
«¡La resurrección de los cuerpos!... Pero ¿qué decir de los cuerpos quemados, de los decapitados, de los despojos humanos devorados por las bestias? ¿Cómo encontrarán las almas estos cuerpos en el retorno del Salvador?»
Perrot fue a buscar la respuesta en la mente de Profuturus.
«Todo cadáver, incluso reducido a cenizas, conserva en sí una marca distintiva: una impronta del alma que albergó. Y ese sello, propio de cada ser vivo, es el que garantiza que todos encontrarán su cuerpo en el Juicio Final. Hacía tiempo que la demostración se encontraba ante nuestros ojos: cuando Jesús resucita a Lázaro exhortándole: "¡Ven aquí!", no se dirige a su alma (como hacen todos los seudotaumaturgos supuestamente expertos en resurrecciones), sino a sus restos tendidos desde hace cuatro días en la tumba de Betania.
«Reanimad el cuerpo, y le devolveréis su alma.
»La resurrección de los muertos prometida por Cristo está inscrita en nuestra carne desde el nacimiento.
»Este había sido el inmenso descubrimiento realizado por Arthuis de Beaune, tras descifrar los escritos de Demócrito sobre el átomo, las visiones de san Selas y la filosofía del Uno según Parménides.
»¡En el momento de la resurrección, el cuerpo creará su alma, y no al revés!»
El monje lector seguía, imperturbable, recitando a Salomón con voz lenta, perpetuando el mismo versículo que, a fuerza de escansión, resonaba como un canto lúgubre dirigido a fuerzas invisibles.
¡Y Damien y Simón veían efectivamente a esas fuerzas invisibles convocadas por la letanía. Ellas penetraban en la sala y evolucionaban en torno al sarcófago y a los restos mortales del padre Aba...!
—¿Cuánto tiempo le llevará? —preguntó Artemidoro.
El abad Profuturus sonrió.
—¡En mi opinión, apenas unos instantes!
En el exterior, los monjes se sorprendieron ante una brusca disminución de la luz. Un astrólogo que se preparaba, sobre las murallas, para establecer la ascensión derecha de dos planetas, vio cómo el firmamento se ensombrecía de un modo inquietante.
Al mismo tiempo una tibieza insólita le envolvió, en pleno invierno, a pesar de que no se percibía ni el menor soplo de viento del sur. Sin embargo, los tejos de los jardines susurraron, los caballos cocearon en las cuadras y el corazón de las campanas de bronce de las pequeñas iglesias del monasterio se puso a zumbar de forma inexplicable...
¡Mientras tanto, Perrot, en el silencio de la habitación, detrás de la monótona lectura, oía murmullos!
Observaba el cadáver del padre Aba, tanto gracias a sus ojos como a los de Jehan, Damien, Agnés y Simón.
Damien percibía unas nubes negras coronadas por una cabeza de diablo entrando y saliendo de la columna de humo que ascendía en torno al sarcófago. Pero el niño apartaba la mirada, bajaba los párpados, para no expulsarlos, tal como su don le permitía y como sin duda Artemidoro y Profuturus esperaban.
«No cooperar», se repetía.
Dejó que los diablos se acumularan en la estancia.
Perrot también veía esas sombras espectrales atraídas por los versículos de Salomón, que se movían por encima del cuerpo de Guillermo Aba; algunas bajaban bruscamente en picado, como pájaros de presa, pero rebotaban al tropezar con la piel de ciervo, que parecía ser una muralla infranqueable.
Simón, por su parte, no veía a los demonios, sino a los aparecidos. Como Damien, cerraba los ojos para no participar en la experiencia. Pero oía una voz. Una voz implorante.
Perrot la había reconocido.
El alma de Guillermo Aba había vuelto.
Perrot sintió que las manos y los pies le ardían. ¡De pronto sangraba con los seis estigmas de las llagas de Cristo! Pero lo que más le asustó fue ver que nadie se había dado cuenta; Profuturus y Artemidoro le miraban sin mostrar ningún asombro especial...
Perrot, ensangrentado, clavó la mirada en la de los diablos; inmediatamente estos se desvanecieron lanzando un grito, sin eco, que se interrumpía en seco en el momento de su desaparición.
Damien se sorprendió al asistir a esta desbandada en la que no había tenido ninguna influencia.
Artemidoro se acercó a Aba.
Su rostro resplandecía.
—¡Venid a ver! —le gritó a Profuturus.
Este último constató que la incisión practicada en el antebrazo del muerto se había aclarado, las carnes se habían ablandado y la sangre de Agnés colocada con la lanceta se estremecía como si se encontrara en ebullición.
—¡Perrot está regenerando su sangre! —declaró Profuturus.
Pero Perrot no solo hacía eso. Él se había convertido en ese personaje dotado de todos los poderes que captaban los niños, reuniendo los dones de los cinco compañeros, y otros más.
¡Sin embargo, no tenía miedo, no se sentía abrumado por este acrecentamiento de poder, sino guiado por esa fuerza superior que actuaba y hablaba en su seno, esa misma voz de verdad que se dirigía al joven Jehan cada vez que tenía sueños milagrosos!
Perrot distinguió tres colores.
Las tres piedras de ámbar, cuarzo y obsidiana depositadas por Profuturus sobre el cuerpo de Aba se pusieron a difundir un resplandor azul, verde y rojo.
Perrot era el único en percibirlo.
Comprendió que su deber era extender estas tres irradiaciones de colores que revoloteaban por encima de Aba, extenderlas para que envolviesen todo su cuerpo.
Se concentró, concentró sus dones sobre esas lucecillas vacilantes y, extrayendo la energía de su interior, les dio el impulso para crecer...
Pero cada variación, cada pulgada ganada, minaba terriblemente sus fuerzas.
El azul, el rojo y el verde se superponían, oscilaban, rodaban, se dividían como el aceite en la superficie del agua. Los colores se hicieron tan intensos que las volutas del humo que ascendía en torno al sarcófago se impregnaron de ellos.
Perrot batallaba contra un arco iris que se arremolinaba.
En su espíritu, la habitación había desaparecido, estaba solo, suspendido en el espacio con el cuerpo inerte de Aba. Solo en el resplandor del aura en reconstrucción.
Depositó el azul, que se estabilizó, uniéndose perfectamente al dibujo del cuerpo.
Luchó de manera encarnizada con los otros dos colores.
Cuando por fin los tres halos hubieron vuelto a ocupar su lugar, se desvaneció. Pero antes de caer inconsciente, tuvo tiempo de percibir un potente destello blanco, largo y fino, que se introducía como un rayo en el cuerpo de Guillermo Aba por el orificio abierto en el plexo sacro.
¡En la habitación, Profuturus y Artemidoro vieron con sorpresa cómo el pequeño Perrot perdía el conocimiento, igual que Jehan, Agnés, Damien y Simón!
Los niños desfallecieron al mismo tiempo y cayeron al suelo.
Los dos hombres se miraron. Pero Profuturus gritó.
Un hilo de sangre se deslizaba desde el antebrazo de Aba, como de la herida de un hombre vivo. Se acercó para observar el rostro.
¡Guillermo Aba había recobrado su segundo ojo! Sus ojos centelleaban, habitados, clavados en el techo de la habitación.
Hubo un largo momento de espanto...
Todos los monjes presentes en la experiencia explicarían luego que entonces pudieron oír claramente, en el silencio, el latido del corazón del cadáver...
17
Benedicto Gui vivía la agonía de su cerebro.
«Rainerio.»
Sus pensamientos y su cuerpo estaban cautivos de un universo somnoliento, moroso, vulnerable a la menor variación.
La fatiga le consumía. Sus sentidos se embotaban. Tenía estertores.
Su respiración resonaba. Los huesos de la mandíbula, las paredes de su cráneo vibraban al menor ruido. El fondo de los ojos le quemaba.
La enseña clavada por encima de su cabeza ya no era más que una informe mancha de color...
«Rainerio.»
Las imágenes nacían y se deshacían en su mente. Fragmentos de recuerdos, intempestivos, sin ligazón, desquiciaban la fragilísima línea de sus pensamientos. Relámpagos que concentraban una vida en un segundo de sueño.
Su fenomenal memoria parecía ahora un vitral roto, miles de pedazos de colores esparcidos por el suelo entre las jambas y los cruceros...
Todo se mezclaba: el postulado de Euclides...
«Si una recta que corta a otras dos forma en el mismo lado ángulos interiores más pequeños que dos rectos, estas rectas, prolongadas hasta el infinito, etcétera.»
... y el recuerdo de un viaje a Florencia emprendido hacía dieciséis años para consultar una edición de las Nupcias de Mercurio y Filología de Martín Capella.
«Rainerio.»
El hermano de Zapetta ha descubierto un terrible secreto; ¡un complot que relaciona a niños portentosos con simulacros de milagros orquestados por la Iglesia...! ¿Una gran maquinación se prepara? Prelados implicados.
Rainerio sabe que su vida está en peligro.
O bien está muerto.
O ha huido.
¿Adónde?
Mientras perdía el sentido y la ligazón de las imágenes que acudían a su mente, Benedicto entrevió de pronto la silueta de una mujer.
Se acercaba.
Tenía largos cabellos rubios, ojos negros, caderas anchas, senos generosos. Una sonrisa consoladora en su hermoso rostro.
La mujer se inclinó sobre el banco de tortura.
Ordo disciplinae.
«BENEDICTO GUI TIENE RESPUESTA PARA TODO.»
Rainerio ha partido para esconderse.
¿En cuanto se descubra el asesinato de Rasmussen?
¿Dónde encontrar asilo?
¿A quién comunicará su secreto?
¿Tiene con qué desacreditar a Letrán?
No...
Rainerio miente.
¿Por qué hace visitas tan breves a la abadía de Pozzo?
Solo pasa unas horas allí.
¿Realmente investiga?
No.
Él sabe lo que quiere.
Viene a recolectar.
Benedicto volvió a ver a Zapetta en su tienda, su rostro preocupado, al borde de las lágrimas.
Durante demasiado tiempo ha creído que el hermano era una víctima...
Rainerio va a cumplir un encargo.
El rostro de la mujer se inclina sobre él.
Benedicto siente cómo sus bucles le acarician las mejillas.
Reencuentra su perfume de sándalo.
Aurelia, su mujer.
Posa sus labios sobre los suyos.
Helados.
El cardenal Moccha y Cantimpré... Le impiden investigar sobre el pueblo de los milagros.
¿Quién?
¿Rasmussen y Rainerio se le enfrentan, impiden que se informe ... ?
Mala distribución de las actuaciones. Cuando Máximo de Chênedollé cita en su texto codificado los nombres de cuatro prelados asesinados desde diciembre...
Y luego los de Rasmussen y Rainerio... En realidad no los asocia a estos muertos.
¡Los señala!
¡Los denuncia!
Rainerio es un mentiroso.
Puesta en escena de su desaparición.
Benedicto, sometido a los golpes y a las bofetadas de sus verdugos, no podía evitar que sus párpados se cerraran.
Rainerio
es
un traidor.
18
El abad Profuturus había hecho llevar el cuerpo resucitado de Aba a una celda secreta situada en lo alto del monasterio con la orden de no separarle nunca del pequeño Perrot.
—No hay que correr el riesgo de que el poder sanador del niño disminuya con el alejamiento.
Al abad no se le escapaba ni un detalle de las variaciones que se producían en la salud de Aba. El hombre requería muchos cuidados. Estaba débil, con la piel sin brillo, respiraba con dificultad, y aunque estaba despierto, no parecía tener conciencia de nada.
Profuturus compulsaba con frenesí su biblioteca consagrada a los relatos de resurrección, donde había podido constatar que, aparte de los casos en los que el milagro era ejecutado por un mesías, como Jesús o Mithra, los resucitados eran a menudo, como mucho, vivos en suspenso; conseguían ponerse en pie y articular algunas frases, pero no podían beber ni comer, ni encontrar el sueño. Por eso, al cabo de unos días, se extinguían entre atroces sufrimientos.
Aunque no se moviera ni hablara, Aba dormía y su cuerpo había tolerado un poco de agua fresca.
Esto bastó para llevar a Profuturus a un estado de extraordinaria exaltación.
«¡Estamos en el alba de una nueva era!», era su exclamación del momento, una frase que el abad repetía para sí continuamente, como un apóstol —pensaba identificándose— después de Pentecostés.
El rostro de Aba era como de mármol; sus ojos, aunque despiertos, permanecían fijos, mirando sin ver. Las secuelas del ahogamiento eran imperceptibles.
Perrot permaneció a su lado.
No habían intercambiado ni una señal, pero el Niño—Dios era el único en haber visto la mirada del resucitado posándose voluntariamente sobre él.
En ese momento, lo hubiera jurado, el padre Aba le había sonreído...
Entusiasmado por el éxito de la resurrección y por las posibilidades que permitía presagiar, Artemidoro de Broca iba a abandonar el monasterio de Alberto Magno para volver a Roma a vigilar la elección del nuevo Papa.
El canciller se hizo llevar a la habitación donde habían enclaustrado a Até después de su escándalo.
La joven seguía sin haber recuperado el control de sus sentidos; se obstinaba en lo que parecía un largo delirio, gritando, vociferando, profiriendo imprecaciones contra los miembros de ese monasterio, culpables según ella, de tentar al diablo, de ofender las leyes de Dios y de empujar al nacimiento, en la persona del pequeño Perrot, ¡de un nuevo ángel exterminador que pronto se abatiría sobre todos ellos!
Até se había arañado la cara hasta sangrar, sus ojos llameaban y su cabellera deshecha le daba el aire alucinado de una Erinia.
Al ver a su padre, que tenía intención de llevársela consigo a Roma, la mujer multiplicó sus anatemas y sus gritos. Un miedo primitivo la dominaba: declaró a Artemidoro de Broca agente del demonio, culpable de todos los crímenes y todas las bajezas del Alberto Magno; él era el Ganelón de la Iglesia, que preparaba el camino a la cohorte del anticristo...
El canciller observó con tristeza los delirios de su hija favorita.
No había ni que pensar en conducirla a Roma en ese estado. Ni en seguir confiando en ella, a pesar de todo lo que había hecho en el pasado.
Artemidoro sintió que se le encogía el corazón.
—Se quedará aquí.
Por el tono de su voz, no era difícil deducir que podía haber dicho igualmente: «Morirá aquí».
19
Doce días más tarde, Roma tenía un nuevo Papa.
Ante la sorpresa general, por primera vez, el hermano de una orden mendicante ceñiría la tiara: el franciscano Jerónimo de Ascoli se convirtió, con el nombre de Nicolás IV, en el centésimo octogésimo noveno sucesor de san Pedro.
El nuevo soberano pontífice, después de haber recitado un largo discurso de cumplido ante el cónclave, abandonó a los cardenales electores para atravesar el palacio de Letrán en dirección a la cancillería.
Escoltado por su chambelán y por tres sacerdotes de su séquito, penetró en una vasta sala desnuda, embaldosada de mármol, con techos de más de diez metros de altura y sin más mobiliario que el escritorio de Fauvel de Bazan.
Un guardia apostado ante la puerta del gabinete de Artemidoro de Broca la entreabrió y echó una ojeada al interior; luego la volvió a cerrar e indicó con un gesto a Nicolás IV que aguardara.
Lo increíble de esta situación no era que el nuevo pontífice se desplazara personalmente para presentarse al canciller, no era que Broca tuviera la insigne audacia de hacer esperar al representante de Dios en la tierra, sino que nadie, ni el Papa ni su gente, parecieran impresionados por ninguno de estos atentados a la majestad pontificia.
Ningún Santo Padre sería capaz de gobernar Roma sin el apoyo del indefectible canciller: aquello estaba en el orden de las cosas, y todos lo habían reconocido así. También Nicolás IV.
Esperó.
Artemidoro de Broca estaba instalado detrás de su escritorio. Cinco personajes graves y silenciosos, sentados en sillones, formaban una línea frente a él.
El primero era Fauvel de Bazan, que tenía a su derecha a Arthuis de Beaune, que tenía a su derecha a Henrik Rasmussen, que tenía a su derecha al joven Rainerio, que tenía a su derecha al viejo Althoras.
Los cuatro hombres ancianos, Broca, Beaune, Rasmussen y Althoras, eran el cuarteto de cabezas pensantes que dirigía, desde hacía treinta años, los destinos de la clandestina y poderosa Asamblea de Megiddo. A pesar de los lazos que los unían y de la importancia de sus funciones respectivas, nadie, ni siquiera en el seno de la organización, sospechaba que estas eminencias tan disímiles pudieran obrar de consuno: el cardenal Rasmussen, gran promotor de justicia, era considerado en Roma como el más feroz opositor de Artemidoro de Broca cuando en realidad coordinaba con él las operaciones de la Asamblea, a espaldas incluso de su hermana Karen; Althoras, el jefe ciego de la temible fuerza de bandidos de la región de Toulouse, era, desde hacía muchos años, el reclutador secreto de centenares de hombres de negro, mercenarios que realizaban el trabajo sucio de la Asamblea, sin que ninguno de sus allegados, y ni siquiera Isarn, su sucesor, conociera su alianza con una oficina secreta de la Iglesia; Arthuis de Beaune, el gran director de experiencias de la Asamblea, sabio de fama universal considerado como un nuevo Plinio el Viejo, había abandonado el mundo para participar en la increíble aventura instigada por Broca, y nadie podía adivinar en qué se ocupaba ahora; en cuanto a Artemidoro de Broca, era acusado de muchas maldades, pero nunca había sido declarado culpable.
Era la primera vez en once años que estos cuatro hombres se encontraban en la misma habitación.
Porque aquel era un momento decisivo para la Asamblea.
Artemidoro concedió la palabra a Fauvel de Bazan.
Este, equipado con un pergamino, empezó:
—Gracias a las informaciones que debemos a las preciosas fuentes del maestro Althoras en el país de Oc y gracias a la vigilancia permanente de Benedicto Gui, todos los errores ligados al secuestro de Perrot han sido subsanados.
Leyó:
—En el pueblo de Cantimpré, la traidora Ana ha sido ahogada, y su cuerpo lanzado a un torrente. En Narbona, hemos ejecutado al hermano Jacopone Tagliaferro, así como a las dos hermanas de los archivos, y confiscado todos los documentos ligados a los secuestros de niños. En Aude—sur—Pont, la bruja Jeanne Quimpoix, llamada la Lunera, ha sido torturada y luego se le ha arrancado el corazón por la espalda. En Pozzo, hemos acabado con el hermano Hauser e interrogado hasta la muerte a su amante, sor Constanza. Y para acabar, hemos podido por fin identificar y eliminar a nuestro más temible adversario en Roma: ¡el cardenal Moccha! Todas las informaciones que había acumulado contra la Asamblea se encuentran ahora en nuestro poder.
Artemidoro de Broca sonrió.
—Pasemos a la segunda fase de nuestra operación. ¿En qué punto nos encontramos?
Volvió la mirada hacia Rainerio y Rasmussen. Fue el asistente del cardenal quien tomó la palabra. El joven, ataviado con un largo vestido de tela preciosa y un collar de plata, informó al canciller:
—Monseñor, a pesar de las complicaciones surgidas, todo se ha desarrollado tal como habíais ordenado: los súbditos del emperador y el emperador mismo, gracias a su yerno Wenceslao II, han caído en la trampa y han tomado por auténtico e infalible mi falso organigrama que desvela las redes de la Asamblea de Megiddo. La perfecta combinación de verdad y mentira pesará ahora sobre todos nuestros enemigos citados en él. Además, al verse apoyadas mis revelaciones por la presencia de monseñor Rasmussen, hemos seducido a los imperialistas y volvemos a Roma en posesión de la lista de todos sus espías diseminados en torno a Letrán y en su propio seno, ¡y también de los nombres de los prelados vendidos a la causa del emperador!
Artemidoro de Broca aprobó con la cabeza y pensó:
«Tanta gente creía que había envejecido, que era un hombre caduco, falible, que bastaría darme un empujón para hacerme caer... ¡Y sin embargo, nunca obtuve un triunfo mayor sobre mis adversarios!»
Miró a Arthuis de Beaune.
—¿Cuánto tiempo para el nuevo monasterio?
Al abandonar el Alberto Magno, Artemidoro se había llevado consigo a Beaune y a catorce sabios, así como algunos grimorios preciosos. El objetivo era edificar en la isla de Corfú un nuevo lugar secreto dedicado a las experiencias de la Asamblea de Megiddo, menos comprometido que la fortaleza cerca de Ancona.
—Todo está a punto —respondió Arthuis de Beaune—. Mañana embarco para Corfú.
—¿El resucitado? —preguntó Broca.
—El experimento de Profuturus es concluyente, pero será preciso elevarlo a un mejor nivel. Y para esto, la paz y la discreción de que gozaremos en Corfú serán primordiales.
—Bien —dijo el canciller—.Todo está en orden, pues.
—No todo.
El viejo Althoras acababa de tomar la palabra.
—Nos queda decidir sobre la suerte del monasterio. He conseguido hacer traer a mis tropas a Italia forzándolas a seguir al sacerdote de Cantimpré. Espero que con esto baste. En treinta años, nuestro monasterio se ha hecho demasiado conocido. Intriga. Como en tiempos de nuestra instalación en Santa Lucía. Cuando el emperador comprenda que le han engañado, tratará de vengarse. El monasterio está demasiado marcado por las actividades de la Asamblea.
—Haz lo que juzgues conveniente, Althoras —decretó Artemidoro.
Fauvel levantó las cejas.
—¿De verdad, vuestra gracia? ¡Até de Brayac aún se encuentra allí!
El viejo canciller declaró, impávido:
—¡Es igual!
Y acto seguido despidió a sus tres hermanos de la Asamblea y a sus dos mejores reclutas, Bazan y Rainerio, que abandonaron su gabinete por una puerta oculta.
Entonces se dignó recibir al nuevo Papa, que seguía esperando en su antecámara.
Nicolás IV se precipitó a besar la mano de Artemidoro, pero el canciller protestó y, con no pocos esfuerzos, posó la rodilla en tierra para besar la mano pontificia como el más humilde de sus súbditos.
A continuación, después de haberse incorporado de nuevo con dificultad, le espetó:
—Sentaos.
20
En Varano, al sur del monasterio Alberto Magno, una embarcación de veinte metros de largo, aparejada con dos mástiles y seis velas y llamada el San Lino atracó en el muelle.
Una comunidad de veinte monjes, venida de Constantinopla con una carga de libros traducidos del árabe, se encontraba a bordo.
La comunidad, a las órdenes de un padre abad, debía descargar las obras y llevarlas al monasterio.
Pero en cuanto pusieron pie a tierra, casi todos los religiosos fueron pasados por el filo de la espada por una cuadrilla de bandidos.
Isarn y sus hombres de Toulouse.
Job Carpiquet, el joven enviado por Althoras, que había seguido al padre Aba hasta el monasterio sin ser descubierto, había dejado tras de sí las instrucciones necesarias para que Althoras, Isarn y sus hombres pudieran seguirle a unos días de distancia.
Cuando el padre Aba consiguió penetrar en el monasterio cambiándose por un hombre de negro, lo hizo ante la mirada estupefacta del espía, que a continuación fue a esperar a sus jefes a Varano.
Isarn llegó sin Althoras, porque el viejo ciego, agotado por el ritmo del viaje, había ido a descansar a Roma. Desde allí, el anciano había hecho llegar a Isarn instrucciones inauditas sobre la existencia del San Lino y sobre el modo de entrar en el monasterio donde estaba retenida Agnés, su hija.
Gracias a las fuertes sumas de dinero que llevaba consigo, Isarn hizo cambiar el contenido de las cajas...
Luego ordenó a sus hombres que se vistieran con las albas de los monjes y todos se pusieron en camino hacia el Alberto Magno.
El padre abad de la comunidad, al que de momento Isarn había dejado con vida, les servía de guía. Llegaron al pie del monasterio.
En la cara norte, uno de los montacargas descendió hasta el suelo. Instalaron en él el primer lote de libros y de monjes.
La elevación completa del cargamento requirió cinco viajes.
Ya en lo alto de las murallas, Isarn no perdió de vista al tembloroso padre abad, que temía por su vida.
Los monjes y las cajas de libros fueron conducidos a los subterráneos de la gran biblioteca del monasterio.
Allí Isarn ordenó que abrieran las cajas de madera.
El padre abad se quedó estupefacto: en lugar de los grimorios y los libros que había hecho cargar en Antioquía, descubrió un gran número de barriletes llenos de betún y salitre, altamente inflamables. Había decenas; ¡suficientes para reducir el monasterio a cenizas!
—¡Ahora —le conminó Isarn—, si quieres vivir, ayúdanos a encontrar dónde están encerrados los niños!
21
Los torturadores de Benedicto Gui le habían liberado del banco de tortura noventa y seis horas después del inicio de su calvario, considerando que ese tiempo era suficiente para atrofiar su mente. Todos los ensayos practicados en la víctima eran concluyentes: Gui había perdido la vista de un ojo, ya no sabía hablar ni caminar y a duras penas si se tenía en pie. Agitado por espasmos y contracciones nerviosas del rostro, había perdido hasta el recuerdo de su nombre y ya solo sabía abalanzarse sobre la comida que le echaban.
Después de la sesión de tortura, lo habían conducido a una pequeña celda de los calabozos de Matteoli Fio. Durmió varios días de un tirón.
Tres semanas después del suplicio, su estado no había mejorado; entonces vinieron a buscarle.
Gui permanecía mudo, con la mirada extraviada, y apenas reaccionaba a las palabras y a los ruidos que oía. Dos guardias lo sujetaron como si no fuera más que un objeto o un animal muerto y lo arrastraron por un pasillo.
Benedicto iba a ser presentado ante un tribunal de baja justicia eclesiástico.
Sus escasos pensamientos constituían solo un magma informe que volvía sobre sí mismo girando en el vacío.
Sin embargo, a diferencia de todos los otros torturados que habían soportado el mismo tratamiento que él, su cerebro no había dejado de funcionar definitivamente: más ejercitado que el de la mayoría de los hombres, más alerta y vigoroso que la media de sus semejantes, perpetuaba su agitación nerviosa, impulsado por su propio movimiento de inercia pero privado de toda cohesión.
Los guardias dejaron a Benedicto sobre un banco del vestíbulo, mientras esperaban la llegada de la carreta que los conduciría al tribunal. Durante la espera, una mujer entró llevando unos lienzos manchados de sangre y carne que servían para limpiar los utensilios de tortura de Matteoli Fio. La mujer abrió una trampilla por donde los hizo desaparecer.
De ahí surgió la primera impresión familiar de Benedicto desde hacía días y días, el primer recuerdo preciso.
Un olor.
Un olor de agua.
Un olor que despertaba confusamente una parcela de su memoria.
Durante un instante se quedó paralizado. Sus carceleros no se percataron de nada, y menos aún de su ojo válido que chispeaba, escrutando la habitación en todos los sentidos.
Para ellos, Gui era tan inofensivo como un niño que está aprendiendo a dar sus primeros pasos, y cuando el prisionero dio muestras de querer ponerse en pie, esperaron, preparados para estallar en carcajadas al ver cómo se derrumbaba en el suelo como un saco.
Benedicto, en efecto, rodó al suelo, pero sin caer; se deslizó, se contorsionó, con movimientos descoordinados; luego se acercó a la trampilla.
Y allí, con un rápido salto, desapareció en el horrible conducto que caía a plomo.
Antes de que los guardias hubieran tenido tiempo de levantarse, el cuerpo de Benedicto Gui había sido escupido ya, seis metros más abajo, a las aguas pestilentes delTíber.
Los hombres se precipitaron al exterior del edificio de Matteoli Fio para tratar de distinguir el cuerpo en la superficie seguirlo, para poder recuperarlo de las aguas, pero se había hundido y había desaparecido...
—Se acabó. Ese loco se ha ahogado.
22
En el monasterio Alberto Magno, el abad Profuturus barajaba teorías locas e innovadoras nacidas del éxito de su experiencia sobre los restos del padre Aba.
La noche había caído sobre la fortaleza.
En el despacho del gran vitral, dos monjes fijaban por escrito su raudal de palabras; desde hacía tres semanas, Profuturus se sentía como investido de una misión celeste.
—¡Nos encontramos en el alba de una nueva era!
El abad hacía vaticinios sobre la probabilidad de hacerse renacer a sí mismo después de su muerte, de devolver a un Papa a la vida después de un asesinato, de restituir al mundo las más grandes figuras de los santos. ¡E incluso, proyecto último, de provocar el renacimiento terrestre de Jesucristo!
Los dos monjes estaban horrorizados ante tantas blasfemias.
—¿No es un poco aventurado en sus predicciones, padre? —se atrevió a preguntar uno de los dos.
Profuturus sonrió, con la mirada brillante; obnubilado e inspirado por su genio maligno, solo oía, solo veía y solo captaba lo que su demencia le inspiraba.
—Desde Moisés y Jesús —respondió—, ¿no sabemos que la historia tiene un sentido?
Se detuvo ante sus vitrales, bañados por los pálidos rayos de la luna, que abrazaban en su caída las murallas del monasterio y los jardines de los claustros. El abad prosiguió:
—Durante siglos, cuando los hombres morían del mal de la melancolía, ese era el proyecto de Dios. ¡Y cuando un día uno de ellos descubrió las virtudes consoladoras del hipérico y los salvó de su tristeza, ese era también el proyecto divino! Dios hace un día al enfermo, y al otro al médico. Nada existe en este mundo que esté fuera de su proyecto. En todos los tiempos, el hombre se ha encontrado inerme frente a la muerte, pero conmigo, hoy puede liberarse de este yugo. ¡Mi lugar está claramente señalado en el sentido de la historia!
El tono de su voz era cada vez más exaltado, igual que su discurso.
—Jesús fue crucificado por la mano de los hombres. El prometió su retorno a la tierra para liberarnos del mal. ¡Y estoy convencido de que Dios quiere que sean sus propios verdugos los que devuelvan al Cristo su envoltura carnal! ¡A nosotros nos corresponde redimir la afrenta de la cruz! ¡Dios nos ha dado a su hijo, y nosotros se lo devolveremos! Mi experiencia de resurrección nos abre las puertas de esta proeza. Esto es solo un preámbulo. ¡Llegará el día bendito en que a partir de un poco de sangre, de un simple diente de leche, de cualquier reliquia auténtica, podremos reconstituir a un desaparecido y llamar a su alma!
Profuturus deliraba.
El mismo monje que le había interpelado antes, insistió:
—¿Y si no fuera esa la voluntad de Dios? ¿Y si solo estuviera corriendo tras Tánatos como un nuevo Sísifo? ¿No incurriríamos entonces en la más terrible de sus cóleras?
El abad no se dignó volverse hacia él; levantó los brazos al cielo, como un hierofante; pero en el momento en que se disponía a responder, una gigantesca bola de fuego, caída de la noche, hizo volar en pedazos sus vitrales y los barrió con una fuerza prodigiosa.
Otros fuegos explotaron al mismo tiempo en todo el monasterio, como si se tratara de una réplica de Dios a la intolerable audacia de Profuturus.
El monasterio Alberto Magno ardía.
Los hombres de Isarn, distribuidos en puntos clave, lanzaban flechas inflamadas sobre sus barrilitos de salitre y betún, que reventaban con una potente explosión y pulverizaban su líquido incendiario aniquilándolo todo y a todos.
El pánico se apoderó de los monjes.
Las llamadas de una bocina resonaron dando la alerta.
El fuego nacía en todos los rincones.
En el monasterio se sabía que el único mal que la fortaleza podía temer vendría del interior.
Algunos monjes corrieron para alcanzar las murallas y subir a los montacargas, las únicas salidas posibles. Pero en cuanto las jaulas se encontraron suspendidas sobre el vacío, enganchadas a sus gruesas guías de madera, se vinieron abajo de golpe, reventando en el suelo con todos sus ocupantes.
Isarn había hecho cortar las cadenas que servían para contrarrestar el peso del mecanismo.
Los habitantes del monasterio estaban prisioneros de las llamas.
Algunos se precipitaron hacia la trampilla de hierro por la que se lanzaban los cadáveres eviscerados por los cirujanos: se lanzaron al aire para escapar de las llamas y se partieron los huesos.
Isarn y sus hombres irrumpieron, con las armas en la mano, en el piso donde se encontraban las habitaciones de los niños milagrosos y diezmaron a los guardias que no habían huido ante las llamas.
Isarn derribó puertas, suprimió a los que trataban de interponerse en su camino, y por fin encontró a la pequeña Agnés.
—¡Hija!
La estrechó entre sus brazos.
—¡Tenemos que marcharnos enseguida!
Pero Agnés le retuvo.
—No sin mis amigos —dijo—. ¡Hay que salvarlos!
Pronto,Agnés se encontró junto a Jehan, Damien y Simón, bajo la protección de los hombres de su padre.
—¡Falta Perrot! —exclamó.
—¿Dónde está? —dijo Isarn, preocupado por el tiempo perdido y por el avance del fuego.
—No lo sabemos —respondieron los niños—. Hace varios días que nos separamos de él...
El bandido de Toulouse lanzó una mirada al monasterio. Con el vigor de las llamas, se veía como en pleno día.
Las lenguas de fuego se propagaban a una velocidad espantosa. Isarn veía aproximarse el momento en que su plan de evacuación se vería comprometido.
—No tenemos tiempo para Perrot —aulló—. ¡Es él o nosotros! ¡Vamos!
Y arrastró a los niños, a pesar de sus gritos: «¡No! ¡Perrot es indispensable! ¡Tenemos que encontrarle!».
El fuego había prendido en la inmensa sala con las mesas de laboratorio, en el lugar donde el padre Aba había descubierto los mil trabajos del monasterio. La madera cedió ante el mordisco de las llamas, y todo el edificio se hundió sepultando bajo los escombros años de estudio y descubrimientos.
En el ala de los invitados de honor, los carceleros que vigilaban la habitación de Até de Brayac la liberaron, antes de huir ellos mismos, juzgando que no debían dejar perecer a la hija de Artemidoro de Broca.
Esta, aún fuera de sí, arrancó una espada a uno de sus guardias y desapareció.
Cuando salió al aire libre, se quedó horrorizada ante la magnitud del desastre.
Se lanzó en busca del abad Profuturus, y le encontró tendido en su despacho, moribundo, con el rostro tiznado y lacerado por los fragmentos de vidrio. No muy lejos, un monje se había consumido por entero con su sayal.
—¿Dónde está Perrot? —gritó Até—. ¡Hay que preservarlo! ¿Dónde está el niño?
Profuturus ya no podía despegar los labios. Apenas encontró fuerzas para levantar una mano: aferrada entre sus dedos petrificados se veía una llave.
Después hizo un gesto hacia el vitral reventado de su despacho y apuntó al ángulo más elevado del monasterio.
Allí había una pequeña ventana solitaria.
Até le arrancó la llave de los dedos y salió corriendo.
Mientras tanto, Isarn reunía a sus hombres y a los niños en uno de los claustros del monasterio.
Después de haberse asegurado de que todo el mundo estaba presente, como preveía su plan de batalla, hizo explotar cinco barriletes que formaron un cinturón de fuego en torno al jardín, haciéndolo inaccesible e invisible.
Acto seguido, siguiendo las indicaciones del viejo Althoras, que le había enseñado los secretos de ese monasterio, rompió el borde de piedra de la fuente central.
El agua se coló por la brecha y se derramó sobre la hierba.
En el fondo encontró una anilla resbaladiza y verdosa.
Hizo que sus hombres la levantaran, y una losa se elevó, dando acceso a un pasaje secreto.
El único en todo Alberto Magno que permitía la huida. Un paso desconocido de todos, a excepción de un puñado de privilegiados.
La tropa de Isarn se introdujo en el pasaje.
Después de haber seguido un largo túnel oscuro, desembocaron en la llanura cubierta de maleza que rodeaba la fortificación.
Los fugitivos se dirigieron apresuradamente hacia el mar y el pontón donde los esperaba el San Lino; la embarcación, ahora en manos de los hombres de Isarn, tenía la consigna de esperar frente a la costa y de aproximarse en cuanto surgieran las primeras llamas en el monasterio.
Isarn, Agnés, Jehan, Damien, Simón y los bandidos subieron a unas barcas que los llevaron hasta el navío.
De inmediato, el San Lino se hizo a la mar.
Los niños eran libres.
En el monasterio, Até subió hasta el piso más alto sin temer por su vida, desafiando a las llamas y las brasas.
Todos sus pensamientos se centraban en Perrot.
De pronto su existencia adquiría un sentido profundo: debía salvar a ese niño, redimirse del mal que le había causado...
Alcanzó la habitación señalada por Profuturus y deslizó nerviosamente la llave en la cerradura.
Entró en la estancia.
Perrot estaba sentado a la cabecera del padre Aba.
El resucitado, tendido en la cama, dormía respirando con debilidad, insensible al drama que se desarrollaba muy cerca de él.
El propio Perrot tampoco parecía impresionado.
—¡El tiempo apremia! —gritó Até—. ¡Tenemos que ponerte a resguardo!
Quiso sujetarle del brazo, pero el niño protestó:
—No puedo abandonar al padre Aba.
—¿Puede andar?
El silencio azarado de Perrot condenaba al sacerdote.
—No podemos llevárnoslo —concluyó la mujer—.Ven.
—¡No! ¡No!
—No me dejas elección.
Até agarró con fuerza a Perrot, y llevó al niño, que se debatía, fuera del cuarto.
—¡No...!
En el exterior, Até abarcó con la mirada toda la extensión del incendio. Observó cómo las tropas de Isarn se introducían en el pasaje secreto bajo la fuente, pero comprendió también que no tenía medio de seguirlos sin atravesar unos infranqueables muros de fuego.
La escalera que conducía a la habitación secreta era una de las pocas zonas de la fortaleza que aún permanecían intactas. Até bajó por ella con Perrot hasta llegar a los subterráneos del monasterio.
Allí encontró las celdas de experimentación donde se habían realizado los estudios de los cinco niños milagrosos. Las habitaciones eran perfectamente herméticas: Até confiaba en que las llamas y los humos sofocantes no penetraran en ellas.
Echó el cerrojo y bloqueó las salidas.
Perrot lloraba.
—Nos quedaremos aquí todo el tiempo que haga falta —decidió la joven.
El padre Aba permanecía tendido en su lecho en la habitación secreta; una sonrisa se dibujaba en su rostro pálido y somnoliento.
A medida que Perrot se alejaba, la vida le abandonaba por segunda vez...
Los extremos de sus dedos se ennegrecieron intensamente, como si acabaran de ser sumergidos en pez. Poco a poco, las manchas oscuras empezaron a extenderse, de los dedos a las manos, de las manos a los brazos, de los brazos al resto del cuerpo, como un paño oscuro, atrofiando cada uno de sus miembros.
Cuando la mancha negra hubo cubierto por completo el rostro del sacerdote de Cantimpré, este ya no era más que una momia, con la piel encogida sobre los huesos.
Pero esta vez la muerte fue dulce.
Gracias a los días de supervivencia que debía a la experiencia de Profuturus, Guillermo Aba había cumplido íntegramente el tiempo de vida que le había sido concedido por Dios. Su alma no tendría que errar, como después de su muerte precedente, víctima de un final precoz.
Su tiempo se había cumplido. Su misión también. Perrot poseía todos sus dones.
Su alma fatigada se arrancó del cuerpo en un hermoso rayo con los colores del aura y desapareció en la noche.
En torno a la masa de carne, las llamas penetraron y devastaron la habitación.
En la oscuridad, el monasterio Alberto Magno, erguido sobre un promontorio, ya no era más que una gigantesca hoguera crepitante y rugiente.
Sus llamas extendían sus reflejos dorados sobre la superficie del mar fusionándose con los de la pálida luna.
En alta mar, el barco de Isarn se desvanecía con los cuatro niños milagrosos.
FIN
EPÍLOGO
1
En ese mes de junio, el verano abrasaba Roma. Desde el ayuno de las témporas, el sol caía a plomo sobre la ciudad.
Eso no impedía, sin embargo, que los peldaños de la escalinata del palacio de Letrán siguieran asistiendo al habitual desfile de prelados que entraban y salían de la sede pontificia.
Esa tarde, uno de ellos abandonaba la residencia del papa Nicolás IV.
Tomó el camino de las calles romanas.
Era Rainerio.
El joven, que había pronunciado sus votos hacía poco y había sido ordenado directamente obispo por el Papa, llevaba con arrogancia sus flamantes vestiduras episcopales.
Algunos romanos le saludaban al pasar. Otros lo esquivaban. Rainerio ya era un hombre temido y poco querido.
Enardecido por su nueva condición de obispo, el antiguo asistente no dejaba de dar muestras de su mal fondo. La ambición le devoraba.
Ahora vivía en una espaciosa casa no lejos de Letrán donde pasaba sus jornadas.
En cuanto entró en su residencia, un sirviente corrió a traerle de beber y un lienzo fresco para que se humedeciera la frente.
Luego Rainerio entró en su gran despacho.
Le sorprendió encontrar allí a Zapetta en compañía de dos personas cuya identidad desconocía.
Uno era un chico de trece años; el otro, un hombre barbudo, con los cabellos largos, que estaba sentado en una silla y no se dignó levantarse a su entrada. Tenía el rostro rígido, un ojo bizco y los hombros hundidos, como un tullido.
—Buenos días, hermano —dijo Zapetta—. Te presento a un fiel amigo, Benedicto Gui, que tiene muchas cosas que anunciar...
Dos días antes, el viejo Althoras reconoció, por el ruido, el paso enérgico y furioso de Isarn. Entró en la habitación del ciego en Padua, mientras iban de camino a Toulouse con el grupo de bandidos.
Isarn no pronunció ni una palabra.
Cogió al anciano por el cuello y lo estranguló.
Acababa de enterarse de los lazos que unían a Althoras con Roma, y había comprendido hasta qué punto, durante todos esos años, no había sido más que una marioneta en sus manos. Y cómo había jugado el ciego con la vida de su hija.
Althoras expiró, sin oponer resistencia.
La puerta del gabinete de Artemidoro de Broca cedió bajo los golpes.
Seis soldados entraron y se abalanzaron sobre el viejo canciller para arrestarlo.
En la antecámara, Fauvel de Bazan estaba atado.
El Papa llegó poco después y declaró, viendo a los dos hombres prisioneros:
—Se acabó, Broca...
2
La audiencia concedida a Benedicto Gui por el papa Nicolás IV tuvo lugar en Letrán, en presencia de representantes del emperador, del rey de Francia, del rey de Inglaterra y de los templarios.
Artemidoro de Broca, Fauvel de Bazan, Rainerio y el cardenal Rasmussen —que había sido arrestado a su llegada a Flandes— comparecían juntos. Unos días de prisión les habían hecho perder mucha de su soberbia.
En la vasta sala, Benedicto Gui estaba postrado en una silla de ruedas de su invención. Aún soportaba las secuelas de las torturas sufridas en los calabozos de Matteoli Fio: era incapaz de articular ni una sola palabra, había perdido la visión de un ojo, una gran parte de su rostro estaba paralizada, y tampoco podía caminar ni coordinar los brazos y las manos.
Después de su fuga de la prisión y su caída vertiginosa en las aguas del Tíber, Benedicto se había hundido en la corriente, pero había sido repescado, unos centenares de metros más abajo, por los lavadores, que, creyendo recuperar un nuevo cadáver, se quedaron estupefactos al encontrar a su amigo Gui a las puertas de la muerte.
Lamentando haberle traicionado una vez en provecho de Bazan, los traficantes de cadáveres hicieron ahora cuanto pudieron por salvarle.
Benedicto permaneció varios días junto a ellos, hasta que consiguió hacerles comprender, con gran trabajo, que quería que lo condujeran a Ostia.
Allí lo recogieron Oronte y Julia Salutati, que no le habían visto desde hacía dos años. Conmocionados al verle en ese estado, los padres de Aurelia le prodigaron los cuidados indispensables para devolverle la salud.
Benedicto no llegó a recuperar nunca completamente su motricidad física, pero volvió a conquistar, paso a paso, el dominio sobre su cerebro. Con orden y disciplina, reordenó sus pensamientos y sus recuerdos, recompuso el mosaico fragmentado de su conciencia y volvió a recobrar el control de sí mismo.
Ayudado por el rico padre de Aurelia; por el fiel Mateo; por la viuda de Máximo de Chênedollé, que, como él, ardía en deseos de descubrir la verdad sobre su marido; por sor Constanza, en la abadía de Pozzo, que a pesar de las sevicias que le habían infligido los hombres de Artemidoro de Broca antes de matarla, nunca había confesado dónde se ocultaban los documentos sobre Rainerio consultados por Gui, y finalmente, gracias al monje impasible que había secundado al cardenal Moccha hasta su muerte, Benedicto Gui había recompuesto toda la trama que ligaba a Cantimpré con Rainerio, a Rainerio con la Asamblea de Megiddo, a la Asamblea con Chênedollé, y a Chênedollé con él...
El Papa le concedió la palabra.
Como no podía expresarse, Benedicto había redactado, gracias a un innovador procedimiento de escritura, un importante alegato que había entregado a Mateo.
Fue el muchacho, al que en otro tiempo había enseñado a leer y a escribir, el que se expresó ante la insigne asamblea, de pie junto a su maestro, frente a los representantes de Dios y de todos los soberanos importantes del mundo.
Mateo leyó:
—A menudo un grano puede bastar para arruinar un potente mecanismo. En este caso, el grano que ha causado la pérdida de Artemidoro de Broca y de los suyos se llamaba Máximo de Chênedollé.
Benedicto explicó, por mediación de Mateo, que este hombre era un riquísimo comerciante banquero que, desde hacía muchos años, actuaba como proveedor de fondos de la Asamblea de Megiddo reuniendo sumas fabulosas que le permitían cubrir sus diversas actividades.
—Los gastos de la Asamblea no podían aparecer en las cuentas de la Iglesia; Chênedollé era el juicioso ordenador de pagos de esta tesorería paralela.
Pero el hombre era previsor: no se le había pasado por alto que las reglas de la Asamblea eran muy estrictas, y que al menor paso en falso, un miembro, incluso eminente, podía ser sacrificado sin escrúpulos.
—Por eso decidió, hace ocho años, después de la muerte del obispo Romeo de Haquin en Draguan,* asegurar su vida. Entró en contacto con un tal obispo Moccha, un prelado entonces poco conocido de la curia romana, criticado por su forma de vida exuberante y que no inquietaba a nadie por su aparente falta de ambición. Pero, detrás de esa fachada licenciosa, Moccha era un hombre profundamente honesto, incorruptible y que odiaba la injusticia. Máximo de Chênedollé decidió consignar por escrito todo lo que veía y oía en el seno de la Asamblea, y enviar luego, en secreto, estas informaciones a Moccha. Si se sentía en peligro, podría amenazar a sus jefes con revelarlo todo. Si le ocurría una desgracia, Moccha tenía instrucciones de hacerlo todo público. A pesar de los riesgos que corría, su asociación fue muy provechosa, y Moccha constituyó una terrible requisitoria contra Artemidoro de Broca y su sociedad secreta.
Chênedollé había hecho bien en actuar de aquel modo, porque Artemidoro, ante un restringido grupo de elegidos, dio orden de efectuar una gigantesca purga en las filas de la Asamblea de Megiddo.
* Véase la obra del mismo autor Pardonnez nos offenses.
Creada en otro tiempo por diez hombres, la Asamblea era hoy un monstruo proteiforme, debilitado y fragilizado por el gran número de actividades realizadas y por la proliferación de sus miembros. El silencio de ciertos personajes que sabían demasiado costaba fortunas, y la demencia de otros, como el abad Domenico Profuturus, ponía en peligro todo el edificio. ¡Artemidoro de Broca, habituado a adelantarse a sus enemigos, en lugar de prepararse para la caída de la Asamblea de Megiddo, resolvió precipitarla!
—Decidió eliminar a nueve décimos de sus tropas. Precisamente en la residencia de Chênedollé, fuera de Roma, Broca y Rasmussen, ayudados por el joven Rainerio, establecieron el increíble falso organigrama de Megiddo, que tenía por objeto confundir a los traidores a la Asamblea, y en particular, a los que ya habían buscado refugio junto al emperador. Rainerio tenía por misión falsificar en Letrán, y también en la abadía de Pozzo, los documentos oficiales que contradecían el organigrama. Rasmussen y él con gran habilidad desempeñaron sus papeles en Roma, preparando sus desapariciones...
Máximo de Chênedollé no tardó en enterarse de que formaba parte de los miembros afectados por la purga. ¡Su último acto notable fue proporcionar los fondos necesarios a Rasmussen y a Rainerio para fingir el asesinato del primero y pagar el viaje a Moravia del segundo!
—Chênedollé decidió entonces huir de Roma con su esposa y desaparecer. Pero se sabía vigilado: su criado estaba a sueldo de la Asamblea, todos sus movimientos eran comunicados a Fauvel de Bazan. Había llegado el momento de emplear los documentos que había remitido a Moccha. Entonces decidió venir a verme a mí, Benedicto Gui. Chênedollé sabía de mis éxitos en las salas de audiencia y contaba con que sabría establecer, con ayuda de los secretos que guardaba Moccha, una línea de ataque lógica e irrevocable. Consiguió deslizarme imperceptiblemente pequeños indicios que, según él y atendiendo a mi reputación, bastarían para orientarme hacia el cardenal Moccha. Antes de morir asesinado (su plan de huida había sido descubierto), Chênedollé tuvo tiempo de prevenir a su amigo de mi implicación y del papel que me tenía destinado en la gran revelación. Cuando conoció el horrible fin de Chênedollé, Moccha corrió a buscarme a mi tienda, ¡pero Fauvel de Bazan ya había orquestado mi arresto y encontró mi casa reducida a cenizas! Sin embargo, se enteró por la gente que yo había conseguido huir. Por eso Moccha me esperaba con impaciencia para hacer públicos los informes de Chênedollé. ¡Por desgracia, el cardenal estaba lejos de imaginar, cuando le visité en su palacio con una falsa identidad, que tenía ante sí al hombre elegido por Chênedollé para desbaratar los proyectos de Artemidoro de Broca!
El Papa y los que le rodeaban escuchaban ávidamente las explicaciones de Gui, fascinados por las increíbles ramificaciones que había conseguido sacar a la luz.
Artemidoro, Rainerio y Rasmussen, por su parte, permanecían imperturbables. Solo Fauvel de Bazan estaba estupefacto; ¡él sabía todo lo que había soportado Benedicto Gui, y no podía comprender cómo este hombre había escapado a la muerte y a la completa destrucción de sus facultades mentales!
—Toda la aventura de los secuestros de niños se inició el día en que Althoras, el hombre de la Asamblea en el sur de Francia, jefe de la milicia de los hombres de negro, descubrió en la hija de su sucesor Isarn los dones de una estigmatizada. Hizo llamar al abad Profuturus para consultarle, y este, pasmado ante las virtudes de la sangre vertida por Agnés, habiendo encontrado por fin la sangre universal mencionada en los textos de Salomón, se lanzó a su increíble proyecto de resurrección. Artemidoro, a su vez, veía en él la culminación del espíritu de la Asamblea y de decenas de trabajos científicos prohibidos por la Iglesia. Así, se pusieron a cazar a los niños milagrosos del mundo. Profuturus, exaltado, no retrocedió ante ningún gasto, multiplicando los secuestros a riesgo de comprometer a la Asamblea. Cuando Artemidoro lo comprendió, ya era demasiado tarde.
De un mal, quiso hacer un bien, y ordenó la purga.
Mateo continuó:
—¡Si yo, Benedicto Gui, no hubiera sobrevivido, el triunfo del canciller y de los suyos sería hoy completo y duradero! Se habrían desembarazado de sus enemigos y podrían llevar a cabo sus oscuros designios al abrigo de todos.
Benedicto explicó que ni Artemidoro ni Profuturus habían pensado que tropezarían con un niño tan excepcional como el pequeño Perrot. Él había descubierto, gracias a los documentos de Moccha sobre Cantimpré preservados por su fiel monje, que escritos de los padres de la Iglesia griegos afirmaban que la redención era un proceso perpetuo y que el salvador se encarnaba entre los hombres en cada generación, pero que se negaba a revelarse, renunciando a su misión, o bien era traicionado y eliminado en silencio antes de darse a conocer.
En cada encarnación, otras personas con dones especiales se multiplicaban a su alrededor, a fin de guiarle y protegerle. Moccha había comprendido que eso era justamente lo que había ocurrido en Cantimpré y en toda la región con la proliferación de niños milagrosos. Perrot era un salvador.
—¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó Nicolás IV
—Nadie sabe si sobrevivió al incendio del monasterio...
Después de un largo momento de silencio, el Papa pronunció una respuesta en la que, tomando por testigos a los representantes reales, juraba erradicar a los últimos miembros de la Asamblea en libertad y perdonar a los que hubieran querido escapar de ella.
El pontífice felicitó también a Benedicto Gui.
Sin embargo, este último, que durante el discurso del Papa había estado observando con su único ojo sano el rostro de Artemidoro de Broca, se había dado cuenta de que el viejo canciller no abandonaba ese aire de triunfo que le era propio, como si desmintiera el éxito de su alegato.
Benedicto cogió su ábaco compuesto de letras y escribió con su ayuda algunas frases.
Al acabar la audiencia, Mateo volvió a tomar la palabra para leer el nuevo mensaje de Gui:
—El canciller tal vez se imagina que la Asamblea de Megiddo le sobrevivirá. Que su obra ha sido desmantelada, pero que no ha muerto. Que sepa, pues, que Benedicto Gui también ha encontrado el rastro de Arthuis de Beaune y de los eminentes sabios que abandonaron el monasterio antes de su destrucción. En este momento ya los han arrestados en su nuevo refugio de Corfú...
Benedicto Gui hizo entonces un inmenso esfuerzo para esbozar una sonrisa.
Artemidoro de Broca palideció.
Por el momento, Benedicto Gui habían ganado la partida.
Seis meses más tarde, la pequeña tienda de la via delli Giudei, reconstruida gracias a los fondos del padre de Aurelia y a la colaboración de los habitantes del barrio, había recuperado su aspecto de siempre.
El día en que se colocó de nuevo la enseña rehecha de Benedicto Gui, se celebró una fiesta.
Todos los amigos de Gui estaban presentes, entre ellos Salvestro Conti, que había equipado de libros la nueva casa vacía. El cardenal depuesto Cecchilleli también participaba en ella; el escándalo de la Asamblea de Megiddo había limpiado su nombre, exculpándole de cualquier participación en el caso del taller de moneda falsa.
Todo el mundo se alegraba de la vuelta de Benedicto Gui. La hija pequeña de Porticcio se sacrificó para asistir día y noche al pobre enfermo. Mateo, Viola, ninguno faltaba.
Pasó el tiempo, y un buen día, mientras se instalaba en su silla de ruedas ante su mesa de trabajo, Benedicto distinguió confusamente una pequeña silueta que esperaba fuera, al otro lado de la calle.
No le prestó mucha atención, a pesar de que la silueta no se alejaba.
Al final la puerta se abrió y apareció un muchacho. Era rubio, con los ojos azules.
El niño miró alrededor, sin decir palabra. Luego se detuvo ante Benedicto y sonrió.
—Gracias —dijo.
Y acto seguido, giró sobre sus talones y volvió a salir sin esperar la reacción de Gui.
Benedicto no comprendía nada.
¡Pero entonces, de pronto, se vio cogiendo su ábaco con una increíble facilidad! De inmediato tuvo la impresión de que veía mejor. Su rostro recuperaba la movilidad, ya no era tuerto..., ¡se levantó!
Estaba curado.
—¡Muchacho!
Era la primera palabra que articulaba con claridad desde hacía meses.
¡Curado!
Benedicto se precipitó al exterior, pero se detuvo con brusquedad bajo su enseña al comprender quién era el joven que le había visitado.
En la calle, la gente se maravilló al verle recuperado milagrosamente de todas sus lesiones.
A treinta pasos de allí, el chico rubio se alejaba.
Una mujer alta de largos cabellos rojizos le daba la mano.
Benedicto no se atrevió a llamarlos.
Los dos misteriosos personajes doblaron la esquina y desaparecieron...