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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


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    LAS LLANURAS DEL TRANSITO (Jean M. Auel) - Parte 2

    Publicado en septiembre 12, 2010
    Parte 1, Parte 3


    18

    Ayla se dejó caer sobre el suelo húmedo y, allí sentada, miró fijamente las plantas, aspirando el perfumado aire del bosque, mientras le asaltaban los recuerdos. Incluso en el Clan el secreto de aquella raíz era poco conocida. Ese conocimiento había pertenecido al linaje de Iza, y sólo los que descendían de los mismos antepasados —o aquel a quien ella se lo había enseñado— conocían el complejo proceso que era necesario seguir para obtener el resultado final. Ayla recordaba que Iza le había explicado el peculiar método que consistía en secar la planta, de manera que sus cualidades se concentraran en las raíces, y recordó ahora que esas propiedades en realidad se acentuaban con el almacenamiento prolongado, si se evitaba la exposición a la luz.
    Aunque Iza le había explicado, cuidadosamente y en repetidas ocasiones, cómo debía preparar la bebida con las raíces secas, no permitiría que Ayla practicase la preparación antes de asistir a la Asamblea del Clan; la bebida no podía tomarse sin el ritual apropiado, e Iza había destacado que era una sustancia demasiado sagrada como para ser desperdiciada. Ésa era la razón por la cual Ayla había bebido los restos que había hallado en el antiguo cuenco de Iza, después que ésta preparó el brebaje para los Mog-urs, y eso a pesar de que estaba prohibido para las mujeres, de modo que nada justificaría que se desaprovechara ese resto. En aquel momento su pensamiento carecía de lucidez. Sucedían muchas cosas. Otros brebajes le habían enturbiado la mente y la bebida de raíces era tan poderosa que incluso lo poco que ella había llegado a ingerir mientras la preparaba le produjo un fuerte efecto.
    Ayla había errado por estrechos corredores a través de las cavernas y sus intrincados vericuetos; cuando vio a Creb y a los restantes Mog-urs, no hubiera podido retirarse ni aun intentándolo. Y sucedió lo siguiente. Por alguna razón, Creb supo que ella estaba allí, y había hecho retroceder, junto a los demás, a los recuerdos. Si no lo hubiese hecho, ella se habría perdido para siempre en ese vacío negro, pero esa noche sucedió algo que lo cambió. Después ya no fue Mog-ur; ya no tuvo deseos de serlo, hasta esta última vez.
    Al abandonar el Clan, había llevado consigo algunas raíces. Estaban en su saco de medicinas, en el bolsito sagrado de piel rojiza, y Mamut se había mostrado muy interesado cuando ella le habló del asunto. Pero él no tenía el poder del Mog-ur, o quizás la planta influía de distinto modo que en los Otros. Tanto ella como Mamut fueron atraídos al vacío negro, y por poco no regresan.
    Sentada en el suelo, mientras miraba la planta en apariencia inocua que podía convertirse en algo tan poderoso, Ayla rememoró la experiencia. De pronto experimentó otro escalofrío y advirtió una sombra oscura, como si una nube pasara sobre su cabeza; entonces ya no estaba recordando, sino reviviendo ese extraño Viaje con Mamut. Los bosques verdes se des dibujaron y enturbiaron, mientras ella descendía retrotraída al recuerdo de aquel sombrío refugio terreno. En el fondo de su garganta saboreó el limo frío y oscuro y los hongos que cubrían los bosques antiguos y primitivos. Sintió que se desplazaban muy velozmente hacia los mundos extraños que ella había recorrido con Mamut y experimentó el terror del vacío negro.
    Y entonces, débilmente, desde muy lejos, oyó la voz de Jondalar, saturada de doloroso miedo y amor, llamándola, recuperándola, lo mismo que a Mamut, por la fuerza misma de su amor y su necesidad. En un instante retornó y se sintió helada hasta los huesos en el calor de fines de verano.
    — ¡Jondalar nos trajo de regreso! —dijo en voz alta. En aquel preciso momento no había tenido conciencia del hecho. Había abierto los ojos para mirarle, pero después desapareció; en cambio, allí estaba Ranec, que le traía una bebida caliente para reconfortarla. Mamut le había dicho que alguien les había ayudado a regresar. Ella no se había enterado de que era Jondalar, pero de pronto lo supo, casi como si su destino hubiera sido saberlo.
    El anciano había dicho que él jamás volvería a usar la raíz y la previno contra ello, pero también dijo que si alguna vez bebía el líquido, se asegurase de que allí hubiera alguien que la llevase de regreso. Le había dicho que la raíz era más que mortal. Podía anular su espíritu; quizás ella se perdería definitivamente en el vacío negro y jamás podría retornar a la Gran Madre Tierra. De todos modos, en aquel momento eso no le había importado. Ella no tenía raíces. Había consumido las últimas con Mamut. Pero ahora, allí estaba la planta frente a ella.
    Pensó que el hecho de que estuviese allí no significaba que debía apoderarse de ella. Si la dejaba, nunca tendría que preocuparse por la eventualidad de usarla de nuevo y perder su espíritu. Lo cierto es que le había dicho que esa bebida le estaba prohibida. Eran los Mog-urs quienes se ocupaban del mundo de los espíritus, no las hechiceras, que sólo debían prepararles el brebaje; pero ella ya lo había bebido dos veces. Y además, Broud había descargado sobre ella su maldición; por lo que se refería al Clan, ella estaba muerta. ¿Quién podía prohibírselo ahora?
    Ayla ni siquiera se preguntó por qué estaba haciéndolo cuando cogió la rama rota y la usó como pala de cavar para extraer cuidadosamente algunas plantas sin dañar las raíces. Era una de las pocas personas en el mundo que conocía sus cualidades y el modo de preparar las raíces. No podía dejarlas allí, no era que tuviese la decidida intención de usarlas, lo cual en sí mismo no era insólito. Poseía muchos preparados de plantas que quizás nunca utilizaría, pero ésta era diferente. Las otras tenían posibles aplicaciones medicinales. Incluso el hilo dorado, la medicina mágica para rechazar las tendencias fecundantes, también útil para las picaduras y las mordeduras cuando se la aplicaba externamente; pero, por lo que ella sabía, esta planta no tenía otra aplicación. La raíz era la magia de los espíritus.

    — ¡Ya estás aquí! Comenzábamos a preocuparnos —exclamó Tholie cuando vio a Ayla que descendía por el sendero—. Jondalar dijo que si no regresabas pronto, enviaría a Lobo a buscarte.
    —Ayla, ¿por qué has tardado tanto? —dijo Jondalar, antes de que ella pudiese contestar— Tholie nos dijo que retornarías enseguida.
    Sin quererlo, había hablado en zelandoni, lo cual demostraba hasta dónde llegaba su inquietud.
    —El sendero continuaba avanzando y decidí seguirlo un poco más. Después, encontré algunas plantas que necesitaba —dijo Ayla, mientras mostraba el material que había recolectado—. Esta región se parece mucho al lugar en que yo crecí. Desde que partí no había visto arbustos como éstos.
    — ¿Qué tienen de importante esas plantas para que tuvieses que recogerlas ahora? ¿Para qué es eso? —dijo Jondalar, señalando el hilo dorado.
    Ayla ya le conocía bastante bien y sabía que el tono irritado era consecuencia de su inquietud, pero la pregunta la sorprendió.
    —Esto es... para las mordeduras... y las picaduras —dijo sonrojada y avergonzada. Sonaba como una mentira; aunque la respuesta era perfectamente sincera, no era completa.
    Ayla había sido criada como una mujer del Clan, y las mujeres del Clan no podían negarse a responder a una pregunta directa, sobre todo cuando la formulaba un hombre; pero Iza había insistido muy enérgicamente en que nunca debía decir a nadie, y sobre todo a un hombre, cuál era el verdadero poder de los minúsculos hilos de oro. La propia Iza no habría podido resistirse al impulso de contestar francamente a la pregunta de Jondalar, pero jamás se había visto obligada a hacerlo. A ningún hombre del Clan se le había ocurrido la posibilidad de interrogar a una hechicera acerca de sus plantas o sus prácticas. Iza había querido decir que Ayla nunca debía suministrar la información por propia iniciativa.
    Era aceptable abstenerse de mencionar ciertas cosas, pero Ayla sabía que esa concesión se toleraba en mérito a la cortesía y para garantizar cierto grado de intimidad, y ahora ella había sobrepasado el límite. Estaba reteniendo información y lo hacía intencionadamente. Debía administrar la medicina, si creía que era conveniente, pero Iza le había dicho que podía ser peligrosa si la gente, y sobre todo los hombres, se enteraban de que ella conocía el modo de derrotar al más poderoso de los espíritus e impedir el embarazo. Era un saber secreto reservado únicamente a las hechiceras.
    De pronto, Ayla tuvo una inspiración. Si ese brebaje podía impedir que Ella bendijese a una mujer, ¿cabía concebir que la medicina mágica de Iza era más fuerte que la Madre? ¿Cómo debía ser? Pero si ella había creado inicialmente todas las plantas, ¡tenía que haberlo hecho con un propósito! Seguramente su intención era que se la usara para ayudar a las mujeres cuando podía ser peligroso o difícil que se quedaran embarazadas. Pero entonces, ¿por qué no era mayor la cantidad de mujeres que conocían el asunto? Tal vez lo conocían. Puesto que la planta crecía tan cerca, quizás esas mujeres sharamudoi estaban familiarizadas con su uso. Ayla podía preguntar, pero, ¿hablarían? Y si no sabían, ¿cómo podía preguntar sin aclararles ese punto? Pero si la Madre destinaba la planta a las mujeres, ¿no era justo decírselo? En la mente de Ayla se acumulaban las preguntas, pero carecía de respuestas.
    — ¿Por qué necesitabas precisamente ahora recoger plantas para las mordeduras y las picaduras? —preguntó Jondalar, con una expresión inquieta en los ojos.
    —No quise preocuparte —dijo Ayla, y después sonrió—; lo que pasa es que esta región se parece tanto a mi hogar, que deseaba explorarla.
    De pronto, él también tuvo que sonreír.
    —Y encontraste moras para el desayuno, ¿eh? Ahora sé lo que te llevó tanto tiempo. Jamás conocí a nadie a quien le gustasen tanto las moras.
    Había advertido el desconcierto de Ayla, pero se sintió complacido cuando creyó que había descubierto por qué ella parecía tan renuente a explicar el motivo de la pequeña excursión.
    —Bueno, sí, he cogido algunas. Tal vez podamos regresar después y recoger para todos. Ahora están maduras y son sabrosas. Y también hay otras cosas que deseo buscar.
    —Ayla, tengo la sensación de que hallaremos todas las moras que podamos desear si estás cerca —dijo Jondalar, besándole la boca manchada de púrpura.
    Él se sentía aliviado porque la había encontrado sana y salva y tan complacido consigo mismo al pensar que había descubierto la debilidad de la joven por las moras maduras, que ella se limitó a sonreír y permitió que él pensara lo que quisiera. En efecto, le gustaban las moras, pero la verdadera debilidad de Ayla estaba en Jondalar, y la joven sintió de pronto un amor tan abrumador y cálido hacia él que sólo deseaba estar a solas con él. Quería abrazarle y besarle, y complacerle, y sentir que él la complacía como siempre solía hacerlo. Los ojos de Ayla descubrieron sus sentimientos, y los de Jondalar, maravillosos y excepcionalmente azules, compensaron con creces esa pasión. Ella sintió una extraña resonancia interior y tuvo que apartarse para recuperar la serenidad.
    — ¿Cómo está Roshario? —dijo—. ¿Ya se ha despertado?
    —Sí, y dice que tiene apetito. Carolio vino del muelle y está preparándonos algo, pero creímos que debíamos esperar hasta que volvieses, antes de que ella comiera.
    —Iré a ver cómo está; después me gustaría tomar un baño —dijo Ayla.
    Cuando se acercaba a la morada, Dolando apartó la cortina para salir y Lobo vino corriendo. Saltó sobre Ayla, le apoyó las patas en los hombros y le lamió el mentón.
    — ¡Lobo, abajo! Tengo las manos ocupadas —dijo Ayla.
    —Parece alegrarse de verte —dijo Dolando. Vaciló y después agregó—: Yo también, Ayla. Roshario te necesita.
    Era hasta cierto punto un reconocimiento o por lo menos la admisión de que él no deseaba mantenerla apartada de su compañera, pese a todos los arrebatos de la víspera. Ayla ya había comprendido que ésa era la actitud de Dolando cuando le permitió entrar en su vivienda aun cuando no lo había expresado con palabras.
    — ¿Necesitas algo? ¿Puedo traerte algo? —preguntó el hombre. Vio que las manos de Ayla estaban ocupadas.
    —Me gustaría secar estas plantas; necesitaría un bastidor —dijo ella—. Puedo fabricar uno, pero para eso necesito un poco de madera y cuerdas o tendones para atarlo.
    —Yo puedo conseguir algo mejor. Shamud solía secar plantas para sus medicinas y creo que sé dónde están sus bastidores. ¿Quieres usar uno?
    —Dolando, creo que sería perfecto —dijo Ayla.
    Él asintió y se fue, mientras la joven entraba. Sonrió cuando vio a Roshario sentada en su cama. Depositó en el suelo las plantas y se acercó a la mujer.
    —No sabía que Lobo había regresado —dijo Ayla—. Espero que no te haya molestado.
    —No. Estoy segura de que me cuidaba. Cuando miró la primera vez, sabe esquivar la cortina, regresó directamente aquí. Una vez que le hube acariciado, se instaló en ese rincón, siempre mirando hacia aquí. Como ves, ésta es ahora su vivienda —dijo Roshario.
    — ¿Has dormido bien? —preguntó Ayla a la mujer, mientras le arreglaba la cama y deslizaba almohadas y pieles tras la espalda, con el fin de que estuviese más cómoda.
    —Mejor que nunca desde el día del accidente. Sobre todo después de que Dolando y yo mantuvimos una larga conversación —dijo. Miró a la mujer alta y rubia, la extranjera que Jondalar había traído consigo, que había conmocionado la vida de todos y desencadenado tantos cambios en tan poco tiempo—. Ayla, no pensó realmente lo que te dijo; lo que pasa es que está obsesionado. Ha vivido durante años lamentando la muerte de Doraldo; en realidad, nunca ha podido olvidarlo. Hasta anoche no conoció todas las circunstancias del caso. Ahora está tratando de superar los años de odio y violencia frente a los que, según él estaba convencido, eran animales perversos, y hacia todo lo que se relacionaba con ellos, incluida tú misma.
    — ¿Y tú, Roshario? Era tu hijo —dijo Ayla.
    —Yo también los odiaba, pero después murió la madre de Jetamio y nosotros la recogimos. No puedo decir que viniese a ocupar el lugar de Doraldo, pero estaba tan enferma y necesitaba tanta atención que yo no tuve tiempo para pensar mucho en la muerte de mi hijo. Poco a poco llegué a sentir que era mi propia hija y pude dejar en paz el recuerdo de Doraldo. Dolando también llegó a amar a Jetamio, pero los varones son especiales para los hombres, y sobre todo los varones nacidos de su propio hogar. No pudo superar la pérdida de Doraldo, precisamente en el momento en que el muchacho había alcanzado la virilidad y tenía una vida por delante. —Las lágrimas relucían en los ojos de Roshario—. Ahora, también Jetamio se fue. Casi me resistí a aceptar a Darvo, por temor a que él también muriese joven.
    —Nunca es fácil perder a un hijo —dijo Ayla—, o a una hija. Roshario creyó ver una expresión de dolor que cruzaba por la cara de la joven cuando se incorporó y se acercó al fuego para comenzar los preparativos.
    Cuando Ayla regresó, traía sus medicinas en los cuencos de madera. La mujer nunca había visto nada parecido. La mayor parte de las herramientas, los utensilios y los recipientes de su pueblo estaban decorados con tallas o pinturas, o con ambas cosas, sobre todo los de Shamud. Los cuencos de Ayla habían sido finamente fabricados, eran lisos y presentaban formas armoniosas, aunque carecían de ornato. No tenían ningún tipo de decoración, excepto el grano de la propia madera.
    — ¿Ahora sufres mucho? —preguntó Ayla, mientras ayudaba a Roshario a recostarse.
    —Un poco, pero nada semejante a lo que he pasado hasta ahora —dijo la mujer, mientras la joven curandera comenzaba a retirar las vendas.
    —Creo que la inflamación ha disminuido —dijo Ayla, después de examinar el brazo—. Te pondré de nuevo las tablillas y un cabestrillo, por si deseas levantarte un rato. Esta noche te pondré otra cataplasma. Cuando ya no haya inflamación, envolveré todo con corteza de haya; tendrás que conservarla hasta que suelde el hueso; por lo menos una luna y la mitad de otra —explicó Ayla, mientras, con movimientos diestros, retiraba el húmedo cuero de gamuza y observaba el hematoma que se había extendido y que era consecuencia de sus manipulaciones de la víspera.
    — ¿Corteza de haya? —preguntó Roshario.
    —Cuando se la empapa en agua caliente, se ablanda y es fácil darle la forma que uno desea. Se torna rígida y dura al secarse y mantendrá inmóvil tu brazo hasta que el hueso se cure, incluso si te levantas y te mueves.
    — ¿Quieres decir que podré levantarme y hacer algo, en lugar de permanecer acostada? —dijo Roshario, con una sonrisa complacida.
    —Tendrás que emplear un solo brazo, pero nada impide que te sostengas sobre las dos piernas. El dolor era lo que te mantenía postrada.
    Roshario asintió.
    —Eso es cierto —dijo.
    —Deseo que hagas una prueba antes de que te vende otra vez. Si puedes, quiero que muevas los dedos; quizás te duela un poco.
    Ayla hizo lo posible para ocultar su preocupación. Si había una lesión interna que ahora impedía que Roshario moviese los dedos, podría ser un indicio de que recuperaría a lo sumo un uso limitado del brazo. Ambas observaban atentamente la mano, y las dos sonrieron aliviadas cuando ella movió hacia arriba el dedo medio y después los demás dedos.
    — ¡Excelente! —dijo Ayla—. Ahora, ¿puedes cerrar los dedos?
    — ¡Sí, y los siento! —dijo Roshario, mientras flexionaba los dedos.
    — ¿Te duele mucho si cierras el puño? —Ayla observaba mientras
    Roshario cerraba lentamente la mano.
    —Duele pero puedo hacerlo.
    —Eso está muy bien. ¿Hasta dónde puedes mover la mano? ¿Puedes curvarla hacia la muñeca?
    Roshario hizo una mueca a causa del esfuerzo y respiró entre dientes, pero dobló la mano hacia delante.
    —Es suficiente —dijo Ayla. Ambas se volvieron para mirar cuando oyeron a Lobo que anunciaba la aparición de Jondalar con un ladrido que se asemejaba a una tos ronca, y sonrieron cuando él entró.
    —He venido a ofrecerme para hacer algo. ¿Quieres que ayude a salir a Roshario? —preguntó Jondalar.
    Había mirado el brazo desnudo de Roshario; después apartó deprisa los ojos. El brazo hinchado y descolorido no le causó buena impresión.
    —Ahora nada, pero en los próximos días necesitaré unas tiras anchas de corteza de haya frescas. Si ves un haya de buen tamaño, recuérdalo, y luego me enseñarás dónde está. Usaré la corteza para mantener rígido el brazo mientras se suelda —replicó Ayla, mientras envolvía la fractura con las tablillas.
    —Ayla, no me has dicho para qué querías que moviera los dedos —dijo Roshario—. ¿Qué significa eso?
    Ayla sonrió.
    —Significa que, con suerte, es probable que recuperes completamente el uso de tu brazo, o estés muy cerca de lograrlo.
    —Eso es una buena noticia —dijo Dolando. Había escuchado la contestación de Ayla cuando entró en la vivienda sosteniendo un extremo de un bastidor. Darvalo sostenía el otro extremo—. ¿Éste servirá?
    —Sí, y gracias por traerlo aquí. Algunas plantas se secan lejos de la luz.
    —Carolio dice que nuestro desayuno está listo —dijo el joven —. Desea saber si quieres comer fuera, porque el tiempo es muy hermoso.
    —Bien, lo prefiero —dijo Roshario, y después se volvió hacia Ayla—, si tú estás de acuerdo.
    —Te pondré el brazo en un cabestrillo, y después podrás salir, si Dolando te sostiene un poco —dijo Ayla. La sonrisa del jefe shamudoi fue especialmente amplia—. Y si nadie se opone, me gustaría nadar un poco antes de comer.

    — ¿Estás seguro de que esto es un bote? —dijo Markeno, mientras ayudaba a Jondalar a trasladar la estructura redonda revestida de cuero contra la pared, a lo largo de las pértigas—. ¿Cómo guías este tazón?
    —El control no es tan fácil como en uno de tus botes, pero se usa principalmente para cruzar los ríos y los remos son bastante eficaces para impulsarlo sobre el agua. Por supuesto, con los caballos sencillamente lo atamos a una estaca, y dejamos que ellos lo arrastren —dijo Jondalar.
    Ambos miraron a través del campo, hacia el lugar en el que Ayla estaba frotando a Whinney, mientras Corredor permanecía cerca. Jondalar había cepillado antes el pelaje del caballo, y había visto que los lugares pelados, en los que el pelo se había caído cuando atravesaban las llanuras calientes, comenzaban a recuperarse. Ayla había tratado los ojos de los dos animales. Ahora que estaban en terreno más alto y más fresco, lejos de los irritantes cínifes, la mejoría era evidente.
    —Los caballos son los que más sorprenden —dijo Markeno—. Nunca imaginé que podrían permanecer cerca de la gente, pero parecen encontrarse a gusto. Aunque creo que al principio me sorprendió más el lobo.
    —Ahora estás más acostumbrado a Lobo. Ayla lo mantuvo cerca de ella porque creyó que podía atemorizar a la gente más que los caballos.
    Vieron a Tholie que se acercaba a Ayla; Shamio y Lobo correteaban alrededor de la mujer.
    —Shamio realmente le quiere —dijo Markeno—. Mírala. Debería temerle; ese animal podría destrozarla, y, sin embargo, no se muestra en absoluto agresivo. Juega con ella.
    —Los caballos también pueden mostrarse juguetones, pero tú no te imaginas lo que se siente cabalgando sobre el lomo de ese corcel. Puedes probar, si lo deseas, aunque aquí no hay mucho espacio para que pueda correr realmente.
    —Está bien, Jondalar. Creo que me limitaré a viajar en los botes —dijo Markeno. Cuando un hombre apareció sobre el borde del risco, agregó—: y aquí viene Carlono. Creo que es hora de que Ayla navegue con nosotros.
    —Todos se acercaron a los caballos; caminaron después juntos hacia el risco y se detuvieron en el lugar en que el arroyuelo vertía sus aguas por el borde para caer en el Río de la Gran Madre, que corría abajo.
    — ¿Crees realmente que ella debería descender por aquí? Hay mucha altura y puede asustarse —dijo Jondalar—. A mí también me parece un poco inquietante. Hace mucho que no practico.
    —Jondalar, has dicho que te gustaría que navegase en un verdadero bote —dijo Markeno—. Y tal vez ella desee ver nuestro muelle.
    —No es tan difícil —dijo Tholie—. Hay apoyos y cuerdas para sujetarse. Puedo enseñarle cómo se hace.
    —No necesita descender de ese modo —dijo Carlono—. Podemos bajarla en el canasto de los suministros, exactamente como te subimos la primera vez, Jondalar.
    —Quizás eso sea lo mejor —dijo Jondalar.
    —Baja conmigo y subiremos el canasto.
    Ayla había escuchado la conversación mientras contemplaba el río y el precario sendero que usaban para descender, el mismo por donde Roshario había caído, a pesar de que estaba completamente familiarizada con él. Vio las sólidas cuerdas con nudo aseguradas a las clavijas de madera hundidas en las estrechas grietas de la roca y que comenzaban en el extremo superior, donde ellos estaban. El arroyo que descendía saltando de la roca a la cornisa salpicaba con sus aguas parte de la empinada senda.
    Vio cómo Carlono se apartaba del borde con mucha soltura, aferrando la cuerda con una mano mientras con un pie tocaba el primer estrecho reborde. Vio que Jondalar palidecía un poco, respiraba hondo y después iniciaba el descenso, un poco más lento y con más cuidado. Entretanto, Markeno, junto con Shamio, que pretendía ayudar, recogía un gran rollo de gruesa cuerda. El rollo terminaba en un lazo que había sido entretejido sobre el extremo como parte de la cuerda, y que caía sobre un grueso soporte que estaba más o menos a medio camino entre las paredes que circundaban el valle. El resto del largo cable fue lanzado sobre el límite del peñasco. Ayla se preguntó qué clase de fibras empleaban para fabricar sus cuerdas. Eran las más gruesas que habían visto jamás.
    Poco después, Carlono regresó con el otro extremo del cable. Caminó hacia un segundo soporte, que no estaba lejos del primero, y después comenzó a elevar la cuerda, disponiéndose pulcramente en un rollo que tenía al lado de sus pies. Poco después apareció sobre el borde del risco, entre los dos extremos, un objeto ancho y poco profundo, parecido a un canasto. Con mucha curiosidad, Ayla se acercó para examinarlo mejor.
    Lo mismo que las cuerdas, el canasto era sumamente sólido. El fondo tejido, que era chato y estaba reforzado y armado con planchas de madera, tenía la forma de un largo óvalo con los laterales rectos bordeando el óvalo, que parecían una empalizada baja. Tenía espacio sobrado para alojar a una persona acostada, o a un esturión de tamaño mediano, con la cabeza y la cola sobresaliendo por el frente y el fondo. El esturión más grande, una de las dos variedades que vivían sólo en el río y sus principales afluentes, alcanzaba unos diez metros de longitud y pesaba más de mil cuatrocientos kilogramos; por tanto, había que despiezarlo para llevarlo hasta el valle.
    El canasto de suministros estaba sostenido por dos cuerdas entrelazadas y era mantenido en su lugar por cuatro anillos de fibra, dos unidos a cada uno de los lados más largos. Cada cuerda pasaba por un anillo y se elevaba atravesando el anillo situado en diagonal en el lado opuesto, cruzando bajo el artefacto. Los cuatro extremos de las cuerdas estaban entrecruzados y formaban arriba una presilla ancha y pesada; la cuerda descolgada por el borde del risco pasaba por esa presilla.
    —Ayla, entra. Te sujetaremos bien y te bajaremos —dijo Markeno, mientras se ponía un par de guantes de cuero muy apretados y después daba una vuelta al largo extremo alrededor de la segunda estaca, preparándose para bajar el canasto.
    Como ella vaciló, Tholie dijo:
    —Si no te decides, te mostraré cómo se hace. Nunca me gustó ir en este recipiente.
    Ayla miró de nuevo la empinada pendiente. Ninguna de las dos formas le parecía muy interesante.
    —Esta vez probaré el canasto —dijo.
    Donde se iniciaba la vía de descenso, la pared que comenzaba debajo del risco era empinada, pero tenía una inclinación que permitía treparla, aunque con dificultad; cerca del punto medio, donde estaban las estacas, el borde superior del risco sobrepasaba la pared. Ayla entró en el canasto, se sentó y aferró los bordes con los nudillos blancos a causa de la presión.
    — ¿Estás dispuesta? —preguntó Carlono. Ayla volvió la cabeza sin apartar las manos de los bordes y asintió—. Bájala, Markeno.
    La joven apretó con menos fuerza, mientras Carlono empujaba el canasto sobre el borde. Mientras Markeno dejaba deslizar la cuerda entre sus manos protegidas por los guantes de cuero, controlando el descenso con la ayuda de la cuerda enroscada en la estaca, la presilla que estaba en el extremo superior del canasto se deslizaba por la gruesa cuerda, y Ayla, suspendida en el espacio vacío sobre el muelle, comenzó a descender lentamente.
    El artefacto que permitía transportar suministros y personas entre la cornisa de arriba y el muelle de abajo, era sencillo pero eficaz. Dependía de la fuerza muscular, pero el canasto mismo, aunque sólido, era relativamente liviano y posibilitaba que incluso una sola persona moviese grandes cargas. Con la ayuda de otros individuos, podían transportarse cargas bastante pesadas.
    Apenas había abandonado el extremo superior del risco, Ayla cerró los ojos y sintió que el corazón le latía con fuerza. Pero cuando percibió que descendía lentamente, abrió cautelosamente los ojos y miró alrededor, realmente maravillada. Vio el paisaje desde una perspectiva que antes desconocía y que probablemente nunca volvería a ver.
    Colgada sobre el gran río de aguas móviles, junto a la alta pared de la garganta, Ayla sintió que estaba flotando en el aire. El muro rocoso del otro lado del río estaba a poco más de un kilómetro y medio de distancia, pero le parecía muy cercano, si bien en ciertos lugares a lo largo de la Puerta, las paredes estaban mucho más próximas una de la otra. Era un tramo bastante recto del río, y mientras ella miraba hacia el este y después hacia el oeste, siguiendo el curso de la vía fluvial, alcanzó a percibir su poder. Cuando casi había llegado al muelle, miró hacia arriba y vio una nube blanca que se desplazaba sobre el borde de la muralla; y atrajeron su atención dos figuras. Saludó con la mano. Después aterrizó con un leve golpe, cuando aún estaba mirando hacia arriba.
    Cuando vio la cara sonriente de Jondalar dijo:
    — ¡Ha sido de veras excitante!
    —Espectacular, ¿verdad? —dijo él, mientras la ayudaba a salir del artefacto.
    Un nutrido grupo de personas la esperaba, pero ella estaba más interesada por el lugar que por la gente. Sintió un balanceo bajo los pies cuando salió del canasto y pisó las planchas de madera; comprendió que estaba flotando en el agua. Era un muelle de amplias proporciones, que podía albergar varias viviendas de construcción análoga a las que se habían levantado bajo el saliente de piedra arenisca, además de varios espacios abiertos. Habían encendido fuego en las proximidades, aprovechando una losa de piedra arenisca rodeada de piedras. Varios de los asombrosos botes que ella había visto antes, utilizados por la gente del río —angostos y con un borde afilado a proa y a popa— estaban amarrados a la construcción flotante. Tenían diferentes tamaños y no había dos iguales; formaban una amplia gama, desde los que apenas tenían capacidad para una persona, hasta los más largos, con varios asientos.
    Cuando se volvió para mirar alrededor, vio dos botes muy grandes que la sobresaltaron. Las proas se alargaban para convertirse en cabezas de extrañas aves; aquéllos estaban ornados con dibujos geométricos, que, en conjunto, semejaban plumas. Había ojos pintados cerca de la línea de flotación. La embarcación más grande tenía un dosel en el centro. Cuando miró a Jondalar para expresarle su asombro, él tenía los ojos cerrados y en su frente había arrugas y angustia; Ayla comprendió que la embarcación grande seguramente tenía algo que ver con su hermano.
    Pero ninguno de los dos tuvo mucho tiempo para detenerse a pensar. El grupo los empujó hacia delante, porque todos estaban ansiosos de mostrar a la visitante tanto su peculiar habilidad artesanal como su destreza en la navegación. Ayla vio que varias personas trepaban por una especie de escala que unía el muelle con el bote. Cuando la invitaron a apoyar el pie en uno de los peldaños, comprendió que esperaban que hiciera lo mismo. La mayoría de la gente caminaba por el muelle, manteniendo fácilmente el equilibrio, a pesar de que el bote y el muelle a veces se movían en sentidos contrarios; de todos modos, Ayla aceptó agradecida la mano que Carlono le tendió.
    Se sentó entre Markeno y Jondalar, bajo el dosel que se extendía de un extremo a otro, sobre un banco que fácilmente podría admitir a más personas. Otros se sentaron en bancos delante y detrás, y varios empuñaron remos de mango muy largo. Antes de que ella supiese a qué atenerse, habían soltado las cuerdas que los mantenían unidos al muelle y estaban en mitad del río.
    Carolio, hermana de Carlono, situada en la parte delantera del bote, cantaba con una voz potente y aguda una canción rítmica que se elevó sobre la melodía líquida del Río de la Gran Madre. Ayla observó fascinada mientras los remeros pugnaban contra la corriente poderosa, intrigada por la forma en que remaban al unísono con el ritmo de la canción, y le sorprendió la rapidez y la suavidad con que avanzaban contra la corriente.
    En un recodo del río, los costados de la garganta rocosa se acercaron. Entre las altas murallas que nacían en las proximidades del río caudaloso, el ruido del agua se hizo más estridente e intenso. Ayla sintió que el aire era más frío y húmedo, y las aletas de su nariz se movieron al percibir el aroma arenoso y nítido del río y de la muerte y la vida en él, tan diferentes de los perfumes tersos y secos de las llanuras.
    Cuando la garganta se ensanchó de nuevo, los árboles que crecían en los márgenes descendieron hasta el borde del agua.
    —Esto comienza a parecerme desconocido —dijo Jondalar—. Eso que está delante, ¿no es el lugar donde se fabrican los botes? ¿Nos detendremos allí?
    —Ahora no. Continuaremos avanzando y giraremos rodeando el Medio Pez.
    — ¿Medio Pez? —dijo Ayla—. ¿Qué es eso?
    Un hombre que estaba sentado frente a ella se volvió y sonrió. Ayla recordó que era el compañero de Carolio.
    —Deberías preguntárselo —dijo, mirando al hombre que estaba al lado de Ayla. Ella advirtió el sonrojo en la cara de Jondalar, que la miró avergonzado.
    —Es donde él se convirtió en medio hombre ramudoi. ¿Todavía no te lo ha dicho?
    Varias personas se echaron a reír.
    — ¿Por qué no se lo cuentas, Barono? —dijo Jondalar—. Estoy seguro de que no es la primera vez.
    —Jondalar tiene razón en eso —dijo Markeno—. Es una de las anécdotas favoritas de Barono. Carolio dice que está cansada de escucharla, pero todos saben que él no puede resistirse a relatar una buena anécdota sin que le importe cuántas veces la haya contado.
    —Bien, Jondalar, tienes que reconocer que fue divertido —dijo Barono—. Pero deberías ser tú quien la contara.
    Jondalar sonrió a pesar de sí mismo.
    —Quizás lo sería para todos los demás. —Ayla le miraba con una sonrisa desconcertada—. Yo estaba empezando a aprender a manejar los botes pequeños –comenzó—. Tenía conmigo un arpón: una lanza para capturar peces, y navegué río arriba; entonces vi el esturión que pasaba. Me pareció que era mi oportunidad de atrapar mi primer pez, pero no medí las consecuencias de rescatar yo solo un pez tan grande ni de lo que sucedería con un bote tan pequeño.
    — ¡Ese pez fue la aventura de su vida! —dijo Barono, que no pudo resistir la tentación de intervenir.
    —Ni siquiera estaba seguro de que podría clavarle el arpón, no estaba acostumbrado a una lanza unida a una cuerda —continuó Jondalar—. Debí haberme preocupado de lo que sucedería después.
    —No comprendo —dijo Ayla.
    —Si estás cazando en tierra y hundes tu lanza en algo, por ejemplo un ciervo, aunque sólo lo hieras y la lanza se caiga, puedes seguirle el rastro —explicó Carlono—. No puedes seguir la pista de un pez en el agua. Un arpón tiene unas barbas que miran hacia atrás y una cuerda fuerte unida al arpón, de modo que cuando clavas la lanza en un pez, la punta con la cuerda queda clavada y no se pierde en el agua. El otro extremo de la cuerda puede estar atado al bote.
    —El esturión al que lanceó le llevó río arriba, con bote y todo —interrumpió de nuevo Barono—. Estábamos en la orilla y le vimos pasar, tirado por la cuerda que estaba atada al bote. Nunca vi a nadie pasar tan rápido en mi vida. Fue algo muy divertido. Jondalar creyó que había enganchado el pez, ¡pero en realidad era el pez el que le había enganchado a él!
    Ayla sonreía como todos los demás.
    —Cuando, finalmente, el pez perdió bastante sangre y murió, yo estaba muy lejos, río arriba —continuó Jondalar—. El bote estaba casi inundado y yo terminé nadando hacia la orilla. En medio de la confusión, el bote descendió por el río, pero el pez fue a parar a un remanso, cerca de tierra. Lo arrastré hasta la orilla. En ese momento tenía mucho frío, pero había perdido mi cuchillo y no podía encontrar leña seca o algo para hacer fuego. De pronto, apareció un cabeza chata... uno del Clan... un jovencito.
    Ayla abrió los ojos sorprendida. La anécdota había cobrado un sesgo diferente.
    —Me llevó a donde estaba su fuego. Había una mujer de edad en su campamento; yo temblaba tanto que ella me ofreció una piel de lobo. Después que me calenté, regresamos al río. El cabe... el jovencito quería la mitad del pez y yo se la di de buena gana. Cortó al esturión por la mitad, a lo largo, y se llevó su mitad. Todos los que me vieron pasar vinieron a buscarme, y justamente en ese momento me encontraron. Aunque se rieron mucho, me sentí muy contento de verlos.
    —Todavía es difícil comprender que un solo cabeza chata llevara la mitad de ese pez. Recuerdo que se necesitaron tres o cuatro hombres para mover la otra mitad —dijo Markeno—. Era un esturión grande.
    —Los hombres del Clan son fuertes —dijo Ayla—, pero no sabía que había gente del Clan en esta región. Creí que todos estaban en la península.
    —Había unos pocos al otro lado del río —dijo Barono.
    — ¿Qué sucedió con ellos? —preguntó Ayla.
    La gente del bote de pronto pareció inquieta, y desviaba la mirada. Finalmente, Markeno dijo:
    —Después de la muerte de Doraldo, Dolando reunió mucha gente y... fue a buscarlos. Pasado un tiempo, la mayoría de ellos... desapareció... creo que se alejaron.

    —Enséñame eso otra vez —dijo Roshario, deseosa de probar con sus propias manos. Esa mañana Ayla había aplicado al brazo los trozos de corteza de haya. Aunque todavía no estaba completamente seco, el material fuerte y liviano ya había obtenido rigidez suficiente para inmovilizar el brazo, y Roshario podía ahora moverse con mayor soltura; pero Ayla no quería que comenzara a utilizar la mano.
    Estaban, junto con Tholie, sentadas al sol, entre varios cueros suaves de gamuza. Ayla había traído su caja de costura y les mostraba el pasahilos o aguja que había elaborado con la ayuda del Campamento del León.
    —Primero, hay que hacer unos orificios con una lezna en los dos pedazos de cuero que se desea unir —dijo Ayla.
    —Es lo que hacemos siempre —dijo Tholie.
    —Pero os servís de esto para pasar el hilo por los orificios. El hilo atraviesa ese minúsculo agujero por un extremo, y después, cuando pasáis la punta por los cortes del cuero, arrastra el hilo y une los dos pedazos que se desean juntar.
    Mientras mostraba el funcionamiento de la aguja de marfil, Ayla tuvo una idea. Se preguntó si, con una aguja bastante aguda, no sería posible que el pasahilos también perforase el orificio. Sin embargo, el cuero podía ser muy resistente.
    —Déjame ver —dijo Tholie—. ¿Cómo pasas el hilo por el orificio?
    —Así, ¿ves? —dijo Ayla, haciendo una demostración; después le devolvió la aguja. Tholie trató de dar unas pocas puntadas.
    — ¡Qué fácil es! —dijo—. Casi se podría hacer con una sola mano. Roshario, que miraba con mucha atención, pensó que quizás Tholie tuviera razón. Aunque ella no podía usar el brazo fracturado, si consiguiera emplear la mano aunque no fuera más que para mantener unidos los trozos, con un pasahilos como aquél lograría coser empleando la mano sana.
    —Nunca había visto nada parecido. ¿Cómo se te ocurrió la idea? —preguntó Roshario.
    —No lo sé —dijo Ayla—. Lo pensé casualmente en una ocasión en que encontré dificultades para coser algo, pero muchos me ayudaron. Creo que la principal dificultad fue perforar un agujero suficientemente pequeño con un pedernal. Jondalar y Wymez trabajaron en esto.
    —Wymez es el tallador de pedernal del Campamento del León —explicó Tholie a Roshario—. He oído decir que es muy bueno.
    —Sé que Jondalar trabaja bien —dijo Roshario—. Aportó tantas ideas para mejorar las herramientas que usamos para fabricar botes, que todos se entusiasmaron con él. A menudo no eran nada más que simples detalles, pero que suponían grandes mejoras. Estaba enseñando a Darvo antes de partir. Jondalar es bueno para enseñar a los jóvenes. Quizás ahora pueda demostrarlo mejor.
    —Jondalar dijo que aprendió mucho de Wymez —afirmó Ayla.
    —Es posible, pero vosotros dos parecéis eficientes cuando se trata de idear modos más eficaces de hacer las cosas —dijo Tholie—. Este pasahilos facilitará mucho la costura. Incluso aunque uno sepa hacerlo, siempre es difícil pasar el hilo por los orificios con un punzón. Lo mismo sucede con este lanzavenablos de Jondalar, que entusiasmó a todos. Cuando tú les mostraste que sabías usarlo, la gente comenzó a pensar que todos podían utilizarlo, aunque no creo que sea tan fácil como tú has querido decir. Supongo que has practicado bastante con ese artefacto.
    Jondalar y Ayla habían demostrado cómo se usaba el lanzavenablos. Se necesitaba mucha habilidad y paciencia para acercarse lo suficiente a una gamuza y capturarla, y cuando los cazadores shamudoi vieron la distancia que una lanza podía cubrir con el aparato, quisieron probarlo con los esquivos antílopes monteses. Varios pescadores ramudoi del exterior se entusiasmaron tanto que decidieron adaptarle un arpón para comprobar su funcionamiento. En el curso de la discusión, Jondalar explicó su idea de la lanza dividida en dos partes, con un elemento posterior largo provisto de dos o tres plumas y un elemento delantero más pequeño, que se desprendía del anterior y tenía una punta. Las posibilidades del arma fueron captadas inmediatamente y en los días siguientes ambos grupos realizaron varias pruebas.
    De pronto, se produjo un revuelo en el punto más alejado del campo. Las tres mujeres volvieron los ojos y vieron a varias personas que recogían el canasto de los suministros. Algunos jovencitos corrían hacia ellas
    — ¡Han atrapado a uno! ¡Han cogido a uno con el lanzador de arpones! —gritó Darvalo, mientras se aproximaba a las mujeres—. ¡Y es una hembra!
    — ¡Vamos a ver! —dijo Tholie.
    —Adelantaos vosotras. Os alcanzaré apenas haya guardado mi pasahilos.
    —Ayla, yo te esperaré —dijo Roshario.
    Cuando se reunieron con los otros, ya habían descargado la primera parte del esturión y bajado de nuevo el canasto. Era un pez enorme, demasiado grande para elevarlo de una sola vez, pero primero habían elevado la mejor parte: casi cien kilogramos de minúsculos huevos negros de esturión. Parecía una señal premonitoria de que aquella gran hembra fuese el resultado de la primera cacería del esturión con la nueva arma creada a partir del lanzavenablos de Jondalar.
    Llevaron al fondo del campo los bastidores para secar pescado, y casi todos los que estaban allí comenzaron a cortar en pequeños trozos al gran pez. Pero la gran masa de caviar fue transportada a la zona en que se levantaban las viviendas. Era responsabilidad de Roshario supervisar la distribución. Pidió a Ayla y a Tholie que la ayudasen y apartó un poco para que todos pudiesen saborearlo.
    — ¡Hace años que no como esto! —dijo Ayla, introduciéndose una porción en la boca—. Siempre es mejor cuando está recién extraído del pez, ¡y aquí hay tanto!
    —Es una suerte que así sea, porque, de lo contrario, no comeríamos mucho —dijo Tholie.
    — ¿Por qué no? —preguntó Ayla.
    —Porque las huevas de esturión son uno de los elementos que usamos para suavizar la piel de gamuza —dijo Tholie—. Empleamos la mayor parte para ese fin.
    —Me gustaría ver alguna vez cómo suavizáis tan bien ese cuero —dijo Ayla—. Siempre me interesó trabajar con los cueros y las pieles. Cuando vivía en el Campamento del León aprendí a teñir las pieles y a obtener un tono realmente rojo, y Crozie me enseñó cómo lograr un cuero blanco. También me gusta el color amarillo que obtenéis.
    —Me sorprende que Crozie se mostrase dispuesta a revelártelo —dijo Tholie. Miró significativamente a Roshario—. Creía que el cuero blanco era un secreto del Hogar de la Cigüeña.
    —No dijo que fuese un secreto. Afirmó que su madre le había enseñado, y parece que la hija no estaba muy interesada en trabajar el cuero. Me dio la impresión de que estaba encantada en transmitir a alguien ese conocimiento.
    —Bien, como ambas eran miembros del Campamento del León, podría decirse que pertenecían a la misma familia —dijo Tholie, si bien estaba bastante sorprendida—. No creo que hubiese hablado con un extraño, del mismo modo que tampoco nosotros lo haríamos. El procedimiento de los Sharamudoi para tratar la piel de gamuza es secreto. Nuestros cueros son admirados y poseen un elevado valor comercial. Si todos supieran cómo trabajarlos, no serían tan valiosos; por eso mismo no compartimos ese conocimiento —dijo Tholie.
    Ayla asintió, pero su expresión decía bien a las claras que estaba decepcionada.
    —Bien, es bonito, y el amarillo es tan luminoso y atractivo.
    —El amarillo proviene del arrayán del pantano, pero no lo empleamos por su color. Sencillamente es que resulta así. El arrayán del pantano contribuye a mantener la suavidad de los cueros incluso aunque se mojen —dijo Roshario. Hizo una pausa, y agregó—: Si te quedaras aquí, Ayla, podríamos enseñarte a fabricar piel de gamuza amarilla.
    — ¿Si me quedara? ¿Cuánto tiempo?
    —Lo que quisieras, mientras vivas, Ayla —dijo Roshario, mirándola con expresión sincera—. Jondalar es pariente; le vemos como uno de los nuestros. No necesitaría mucho para convertirse en sharamudoi. Incluso ya ha llegado a fabricar un bote. Has dicho que aún no os habéis unido. Estoy segura de que podremos encontrar a alguien dispuesto a formar parejas cruzadas con vosotros, y después podríais uniros aquí. Sé que serías bienvenida entre nosotros. Desde que murió nuestro viejo Shamud, estamos necesitando un curandero.
    —Nosotros estaríamos dispuestos a formar parejas cruzadas —dijo Tholie. Aunque el ofrecimiento de Roshario era espontáneo, parecía muy oportuno en el momento en que lo formuló—. Tendría que hablar con Markeno, pero estoy segura de que aceptará. Después de Jetamio y Thonolan, ha sido difícil encontrar otra pareja con la cual quisiéramos unirnos. El hermano de Thonolan sería perfecto. Markeno siempre simpatizó con Jondalar, y a mí me agradaría compartir una vivienda con otra mujer mamutoi. —Sonrió a Ayla—.Y a Shamio le encantaría tener cerca a su «Lobito».
    El ofrecimiento sorprendió a Ayla. Cuando comprendió cabalmente el sentido de lo que había oído, se sintió abrumada. Las lágrimas comenzaron a escocerle los ojos.
    —Roshario, no sé qué decir. Desde que llegué he sentido que esto era un hogar para mí. Tholie, me encantaría compartir contigo...
    Las lágrimas afluyeron a sus ojos. Las dos mujeres sharamudoi sintieron el contagio de las lágrimas y parpadearon para contenerlas, pero se sonrieron una a la otra como si ambas hubieran conspirado para trazar un plan maravilloso.
    —Apenas Markeno y Jondalar regresen, se lo diremos —afirmó Tholie —.Markeno se sentirá tan aliviado...
    —No sé qué pensará Jondalar —dijo Ayla—. Sé que deseaba venir aquí. Incluso renunció a un camino más corto para veros, pero no sé si querrá permanecer. Siempre me dice que desea volver con su pueblo.
    —Pero nosotros somos su pueblo —dijo Tholie.
    —No, Tholie. Aunque estuvo aquí tanto tiempo como su hermano, Jondalar continúa siendo zelandonii. Nunca pudo separarse totalmente de ellos. Y a veces pensé que quizás por eso sus sentimientos hacia Serenio no eran tan intensos —dijo Roshario.
    — ¿Era la madre de Darvalo? —preguntó Ayla.
    —Sí —contestó la mujer mayor, al mismo tiempo que se preguntaba cuánto habría revelado Jondalar a Ayla acerca de Serenio—, pero como es evidente lo que siente por ti, tal vez, después de todo el tiempo que ha pasado, los vínculos con su propio pueblo sean más débiles. ¿No crees que ya habéis viajado bastante? ¿Por qué tenéis que hacer un Viaje tan largo cuando disponéis de un hogar aquí mismo?
    —Además, es tiempo de que Markeno y yo elijamos una pareja cruzada... antes del invierno. No te lo he dicho, pero la Madre me concedió de nuevo su bendición... y deberíamos unirnos antes de que éste llegue.
    —Yo pienso lo mismo. Es maravilloso, Tholie —dijo Ayla. Después, sus ojos cobraron una expresión soñadora—. Tal vez, un día podré acunar a mi propio hijo...
    —Si somos compañeros cruzados, el que estoy formando ahora: también será tuyo. Y sería agradable saber que se tiene cerca una persona que puede ayudar, por si acaso... aunque no tuve ninguna dificultad cuando nació Shamio.
    Ayla pensó que eso sería como tener su propio hijo, el hijo de Jondalar, pero, ¿y si no era así? Había bebido cuidadosamente su infusión matutina todos los días, y no se producía el embarazo, pero, ¿y si no se trataba de la infusión? ¿Si sencillamente ella no era capaz de comenzar a formar un niño? ¿No sería maravilloso saber que los hijos de Tholie serían suyos y de Jondalar? También era cierto que la región circundante se parecía tanto a la zona que se extendía alrededor de la caverna del clan de Brun, que le parecía su propio hogar. La gente era amable... aunque ella no confiaba en la actitud de Dolando ¿Él querría realmente que Ayla se quedase allí? Tampoco estaba segura respecto de los caballos. Estaba muy bien permitirles que descansaran, pero, ¿tendrían alimento suficiente para pasar el invierno? ¿Y habría un lugar tan espacioso que les permitiese correr? Y lo que era más importante, ¿qué sucedería con Jondalar? ¿Estaría dispuesto a renunciar a su Viaje de regreso al país de los Zelandoni, para instalarse precisamente allí?

    19

    Tholie se acercó al frente del gran hogar y permaneció de pie. Su silueta se recortaba contra el resplandor rojizo de las brasas moribundas y el cielo vespertino enmarcado por los altos muros laterales del valle. La mayoría de la gente continuaba en el lugar de reunión, bajo el saliente de piedra arenisca, dando cuenta de las últimas moras o bebiendo la infusión favorita, o un vino de bayas recién fermentado y un tanto espumoso. El festín de esturión fresco había comenzado con el primer y único bocado de caviar de la hembra atrapada antes. El resto de las aceitosas huevas de pescado sería aplicado a un uso más prosaico: la fabricación de suaves pieles de gamuza.
    —Dolando, quiero decir algo, ahora que todavía estamos todos reunidos aquí —dijo Tholie.
    El hombre asintió, aunque en verdad su aprobación poco importaba. Tholie continuó sin esperar que él la autorizara.
    —Creo que puedo hablar por todos cuando digo que nos alegramos mucho de tener aquí a Jondalar y a Ayla —dijo Tholie. Varias personas manifestaron verbalmente su asentimiento—. Todos estábamos preocupados por Roshario, no sólo por el sufrimiento que padecía, sino porque temíamos que perdiera el uso de su brazo. Ayla cambió la situación. Roshario dice que ya no siente dolor y, con suerte, hay buenas perspectivas de que vuelva a recuperar totalmente su brazo.
    Se oyó un coro de comentarios positivos que expresaban gratitud e invocaban la buena suerte.
    —También debemos dar las gracias a nuestro pariente Jondalar —continuó Tholie—. Cuando estuvo aquí antes, sus descubrimientos permitieron cambiar las herramientas que usamos y fueron una gran ayuda; ahora nos ha explicado el dispositivo de su lanzador, y el resultado es este festín. —de nuevo el grupo expresó verbalmente su conformidad—. En el tiempo que ha vivido con nosotros, ha cazado tanto el esturión como la gamuza, pero nunca habló de sus preferencias sobre el agua o la tierra. Creo que sería un buen hombre del río...
    —Tienes razón, Tholie. Jondalar es un ramudoi —gritó un hombre.
    — ¡O por lo menos la mitad de uno! —agregó Barono, en medio de grandes risas.
    —No, no, estuvo aprendiendo las cosas del agua, pero conoce la tierra —dijo una mujer.
    — ¡Así es! ¡Preguntádselo! Arrojó la lanza antes que su primer arpón. ¡Es un shamudoi! —comentó un hombre de más edad—.
    — ¡Incluso le gustan las mujeres que cazan!
    Ayla quiso saber quién había hecho este último comentario. Era una joven, un poco mayor que Darvalo, llamada Rakario. Le gustaba estar siempre cerca de Jondalar, y eso irritaba a la joven. Se había quejado de que Rakario siempre se le cruzaba en el camino.
    Jondalar sonreía con agrado ante la amable discusión. Aquel revuelo era una demostración de la competencia cordial entre los dos grupos; una rivalidad en el seno de la familia, que introducía un poco de acaloramiento, pero a la que nunca se permitía sobrepasar límites bien definidos. Las bromas, los alardes y cierto nivel de insultos eran admisibles. Pero todo lo que pudiera ofender impropiamente o provocar verdadera cólera era reprimido rápidamente, y los dos bandos unían fuerzas para calmar los ánimos y suavizar rápidamente los sentimientos heridos.
    —Como he dicho, creo que Jondalar sería un buen hombre del río —continuó Tholie, cuando todos se callaron—, pero Ayla está más familiarizada con la tierra, y yo preferiría alentar a Jondalar a continuar con los cazadores de tierra, si él está dispuesto y ellos le aceptan. Si Jondalar y Ayla permanecieran aquí y se convirtieran en sharamudoi, nosotros estaríamos dispuestos a cruzamos con ellos, pero como Markeno y yo somos ramudoi, ellos tendrían que ser shamudoi.
    Se produjo una explosión de nerviosismo entre la gente, con comentarios alentadores e incluso felicitaciones dirigidas a las dos parejas.
    —Tholie, es un plan maravilloso —dijo Carolio.
    —Roshario me sugirió la idea —dijo Tholie.
    —Pero, ¿qué piensa Dolando de la posibilidad de aceptar a Jondalar y a Ayla, una mujer que fue criada por los que viven en la península? —preguntó Carolio, mientras observaba los ojos del jefe shamudoi.
    Hubo un súbito silencio. Todos comprendieron las implicaciones que había detrás de la pregunta. Después de su violenta reacción frente a Ayla, ¿estaría Dolando dispuesto a aceptarla? Ayla había confiado en que el colérico exabrupto de Dolando sería olvidado y se preguntó por qué Carolio había traído a colación el asunto; pero, en realidad, tenía que hacerlo. Era responsabilidad suya.
    Al principio Carlono y su compañera habían formado parejas cruzadas con Dolando y Roshario, y juntos habían fundado ese grupo de Sharamudoi, el día en que ellos y algunos más se retiraron de su lugar de origen, que estaba demasiado poblado. Las posiciones de liderazgo generalmente se otorgaban por consenso fáctico, y ellos fueron los candidatos naturales. En la práctica, la compañera de un jefe generalmente asumía la responsabilidad de una dirección compartida, pero la mujer de Carlono había muerto cuando Markeno era joven. El jefe ramudoi nunca volvió a unirse formalmente, y su hermana melliza, Carolio, que se había prestado a cuidar del niño, comenzó a asumir las obligaciones de la compañera de un jefe. Con el correr del tiempo, se la aceptó en esa posición, y por tanto, era su deber formular la pregunta.
    La gente sabía que Dolando había permitido que Ayla continuase tratando a su mujer, pero Roshario necesitaba ayuda, y era evidente que Ayla seguía ayudándola. Ello no significaba necesariamente que él quisiera tenerla cerca para siempre. Era posible que se limitase a controlar momentáneamente sus sentimientos, y aunque todos necesitaban un curandero, Dolando era miembro de su propio grupo. No deseaba incorporar a una extraña que podía provocar un problema al jefe y hasta la división del grupo.
    Mientras Dolando pensaba su respuesta, Ayla sintió que se le contraía el estómago y se le formaba un nudo en la garganta. Tenía la ingrata sensación de que había cometido una falta y de que se la juzgaba por eso. Sin embargo, sabía que no se trataba de nada que ella hubiese hecho. Comenzó a inquietarse y a irritarse un poco; estuvo tentada de ponerse en pie y salir de allí. El error estaba en ser lo que era. Lo mismo le había sucedido con los Mamutoi. ¿Así sucedería siempre? ¿Así sucedería con la gente de Jondalar? Bien, pensó, Iza y Creb y el clan de Brun la habían cuidado, y ella no estaba dispuesta a negar a los seres amados; pero en realidad, se sentía aislada y vulnerable.
    Entonces sintió que alguien se le había acercado en silencio. Se volvió y sonrió agradecida a Jondalar; se sintió mejor, pero sabía que de todos modos estaban juzgándola y que él esperaba el resultado. Ayla había estado observándole atentamente y sabía cuál era su respuesta al ofrecimiento de Tholie. Pero Jondalar esperaba la reacción de Dolando antes de formular su propia réplica.
    De pronto, en medio de la tensión, hubo un estallido de risa de Shamio. Después, ella y varios niños más salieron corriendo de una de las viviendas; Lobo estaba en el centro del grupo.
    — ¿No es sorprendente cómo juega con los niños ese lobo? —preguntó Roshario—. Hace pocos días yo jamás hubiera creído que podría ver un animal así en medio de los niños a los que amo, sin temer por su vida. Quizás valga la pena no olvidar eso. Cuando uno llega a conocer un animal al que antes odió y temió, es posible amarlo mucho. Yo creo que es mejor tratar de comprender que odiar ciegamente.
    Dolando había estado cavilando en silencio acerca del modo de responder a la pregunta de Carolio. Sabía por dónde iba la pregunta y cuántas cosas dependían de su respuesta, pero aún no estaba tan seguro del modo de decir lo que pensaba y sentía. Sonrió a la mujer amada, agradecido al comprobar que ella le conocía tan bien. Roshario había percibido la comprometida situación de Dolando y le había apuntado la forma de contestar.
    —He odiado ciegamente —comenzó a decir—, y he arrebatado ciegamente la vida de aquellos a quienes odiaba, porque creí que habían arrebatado la vida de aquel a quien yo amaba. Pensé que eran animales perversos y deseaba matarlos a todos. Pero eso no me devolvió a Doraldo. Ahora he descubierto que no merecían tanto odio. Animales o no, fueron provocados. Debo vivir soportando esto, pero...
    Dolando se interrumpió, empezó a decir algo acerca de los que sabían más de lo que le habían dicho y que, sin embargo, habían fomentado sus explosiones de cólera... y después cambió de idea.
    —Esa mujer —continuó, mirando a Ayla—, esta curandera dice que fue criada por ellos, instruida por los que yo creía que eran animales perversos, los seres a los que yo odiaba. Incluso si todavía los odio, a ella no puedo odiarla. Gracias a ella he recuperado a Roshario. Quizás sea el momento de tratar de comprender. Creo que la idea de Tholie es buena. Me sentiría feliz si los Shamudoi aceptaran a Ayla y a Jondalar.
    Ayla se sintió profundamente aliviada. Ahora comprendía realmente por qué ese hombre había sido elegido por su pueblo para que lo encabezara. En el curso de su vida cotidiana habían llegado a conocerle bien y sabían cuál era su cualidad fundamental.
    —Bien, Jondalar —dijo Roshario—. ¿Qué respondes? ¿Crees que es hora de renunciar a tu largo Viaje? Ha llegado la hora de que te asientes, de que organices tu propio hogar, de que ofrezcas a la Madre la oportunidad de bendecir a Ayla con un niño o dos.
    —No encuentro palabras para deciros cuán agradecido me siento —comenzó Jondalar—, porque tú, Roshario, nos has dado la bienvenida. Siento que los Sharamudoi son mi pueblo, mi estirpe. Sería muy fácil organizar aquí un hogar entre vosotros y me tienta vuestra oferta. Pero debo retornar a los Zelandonii —vaciló un momento— aunque sólo sea por el recuerdo de Thonolan.
    Hizo una pausa y Ayla se volvió para mirarle. Sabía que él rehusaría, pero no esperaba que dijese aquello. Percibió un gesto sutil, casi invisible, como si hubiera estado pensando en otra cosa. Después, Jondalar le dirigió una sonrisa.
    —Cuando murió, Ayla ofreció al espíritu de Thonolan todo el aliento posible para que emprendiese su viaje al otro mundo, pero su espíritu no descansó, y yo temo y pienso que anda errante, perdido y solo, tratando de hallar el camino de regreso a la Madre.
    Su observación sorprendió a Ayla, quien le miró atentamente mientras continuaba:
    —No puedo dejar así las cosas. Alguien tiene que ayudarle a encontrar su camino, pero sólo conozco una persona que sabe hacerlo: Zelandoni, un shamud, un shamud muy poderoso que estaba presente cuando él nació. Quizás, con la ayuda de Marthona, su madre y la mía, Zelandoni pueda hallar su espíritu y guiarlo por el camino verdadero.
    Ayla sabía que ésa no era la verdadera razón por la cual él deseaba retornar, o por lo menos no era la razón principal. Intuía que lo que él decía era perfectamente cierto, pero de pronto advirtió que, como la respuesta que ella misma le había dado cuando él le preguntó acerca de la planta de hilo dorado, no era toda la verdad.
    —Jondalar, hace mucho que te ausentaste —dijo Tholie, con evidente decepción—. Aun cuando pudieran ayudarle, ¿cómo saber si tu madre o ese Zelandoni viven aún?
    —No lo sé, Tholie, pero debo intentarlo. Incluso si no pueden ayudar, creo que Marthona y el resto de su linaje querrán saber si aquí fue feliz, con Jetamio, contigo y Markeno. Estoy segura de que mi madre habría simpatizado con Jetamio, y sé que simpatizaría contigo, Tholie. —La mujer trató de disimularlo, pero no pudo evitar la sensación de placer que le producía el comentario de Jondalar, pese a que ahora se sentía decepcionada—. Thonolan realizó su gran Viaje, y siempre fue su Viaje. Yo le seguí sólo para cuidarle. Quiero contar lo que fue su Viaje. Recorrió la distancia hasta el fin del Río de la Gran Madre, pero, lo que fue incluso más importante, aquí encontró un lugar habitado por personas que le amaron. Es una historia que merece ser contada.
    —Jondalar, creo que todavía estás tratando de seguir a tu hermano, que intentas buscarle incluso en el otro mundo —dijo Roshario—. Si eso es lo que debes hacer, sólo nos queda desearte suerte. Creo que Shamud nos habría dicho que tú debes seguir tu propio camino.
    Ayla reflexionó sobre lo que Jondalar había hecho. El ofrecimiento de Tholie y de los Sharamudoi para que se convirtiera en uno de ellos no había sido formulado a la ligera. Era generoso y constituía un honor importante; por esas razones era difícil rehusar sin ofender. Sólo la profunda necesidad de alcanzar una meta más elevada, de perseguir un objetivo más apremiante, podía lograr que el rechazo fuese aceptable. Jondalar decidió no mencionar que, a pesar de que los consideraba a todos como parientes, no eran los parientes que él añoraba; pero su verdad incompleta le había permitido rechazar con elegancia y al mismo tiempo evitar el agravio.
    En el Clan, abstenerse de mencionar ciertas cosas era aceptable para propiciar algún elemento de intimidad en una sociedad en la que parecía difícil ocultar algo, porque podían discernirse muy fácilmente las emociones y los pensamientos a partir de las posturas, las expresiones y los gestos sutiles. Jondalar había decidido exteriorizar una consideración necesaria. Ayla tenía la sensación de que Roshario había sospechado la verdad y de que había aceptado la excusa de Jondalar por la misma razón que él la había formulado. Esa sutileza no pasó inadvertida para Ayla, pero siguió dando vueltas al asunto y comprendió que en aquellos generosos ofrecimientos podían ocultarse otras cosas.
    —Jondalar, ¿cuánto tiempo permanecerás aquí? —preguntó Markeno.
    —Hemos llegado más lejos de lo que yo creía que sería el caso por estas fechas. No esperaba llegar aquí antes del otoño. Creo que gracias a los caballos estamos avanzando más rápidamente de lo previsto —explicó—, pero todavía nos falta un largo trayecto y nos esperan obstáculos difíciles. Me gustaría partir cuanto antes.
    —Jondalar, no podemos irnos tan deprisa —intervino Ayla—. No puedo marcharme antes de que cure el brazo de Roshario.
    — ¿Cuánto tiempo llevará eso? —preguntó Jondalar, frunciendo el entrecejo.
    —Roshario deberá mantener inmóvil el brazo envuelto en la corteza de haya durante una luna y la mitad de la siguiente —dijo Ayla.
    —Es demasiado tiempo. ¡No podemos permanecer aquí tanto tiempo!
    — ¿Cuánto podemos quedarnos? —preguntó Ayla.
    —No mucho.
    —Pero, ¿quién retirará la corteza? ¿Quién sabrá cuándo es el momento oportuno?
    —Hemos enviado en busca de un shamud —dijo Dolando—. ¿Otro curandero no sabrá hacerlo?
    —Imagino que sí —dijo Ayla—, pero me gustaría hablar con él. Jondalar, ¿no podemos esperar por lo menos hasta que llegue el shamud?,
    —Si no es mucho tiempo. Pero quizás deberías pensar en explicárselo a Dolando o a Tholie, por las dudas.

    Jondalar estaba cepillando a Corredor; parecía que el pelaje del animal había crecido y se espesaba. Jondalar tuvo la sensación de que esa mañana había percibido una oleada más fría y el caballo parecía especialmente inquieto.
    —Creo que ansías partir tanto como yo, ¿verdad, Corredor? —dijo. El caballo movió las orejas en dirección a Jondalar al oír su nombre; su madre agitó la cabeza y relinchó—. Tú también quieres partir, ¿verdad, Whinney? A decir verdad, éste no es un lugar apropiado para los caballos. Necesitan un terreno más abierto para correr. Creo que tendría que recordar eso a Ayla.
    Descargó una última palmada sobre el anca de Corredor y después regresó hacia el saliente. «Roshario parece sentirse mucho mejor», pensó cuando vio a la mujer que estaba sentada sola, cerca del amplio hogar, cosiendo con una mano y usando uno de los pasahilos de Ayla.
    — ¿Sabes dónde está Ayla? —le preguntó.
    —Ella y Tholie se fueron con Lobo y Shamio. Dijeron que irían al lugar donde se fabrican los botes, pero creo que Tholie deseaba mostrar a Ayla el Árbol de los Deseos y hacer una ofrenda pidiendo un parto fácil y un hijo sano. Tholie comienza a mostrar claramente su bendición —dijo Rosario.
    Jondalar se puso en cuclillas junto a la mujer.
    —Roshario, deseaba preguntarte algo —dijo— acerca de Serenio. Me sentí muy mal cuando la dejé de ese modo. ¿Ella... se sentía feliz cuando se marchó de aquí?
    —Al principio estaba muy afectada y se sentía muy desgraciada. Dijo que tú propusiste permanecer en este lugar, pero ella te dijo que fueses con Thonolan. Él te necesitaba más. Después, llegó imprevisiblemente el primo de Tholie. Se parece a ella en muchas cosas. Dice la que piensa.
    Jondalar sonrió.
    —Así son.
    —También se le parece. Es una cabeza más bajo que Serenio, pero es fuerte. Se decidió deprisa. La miró una vez y llegó a la conclusión de que era la persona indicada para él... dijo que era su «bello sauce», la palabra mamutoi correspondiente. Nunca pensé que la convencería y estuve a punto de decirle que no se molestara, aunque nada de la que yo dijera hubiera podido detenerle, pero, de todos modos, imaginé que era un caso desesperado y que ella jamás se sentiría a gusto con nadie después de conocerte. Y de pronto, un buen día, vi que reían juntos y comprendí que me había equivocado. Era como si ella hubiese revivido después de un invierno prolongado. Floreció. No creo que la haya visto tan feliz después de su primer hombre, cuando tuvo a Darvo.
    —Me alegro por ella —dijo Jondalar—. Merece ser feliz. La realidad es que, cuando partí, estaba inquieto... ella dijo que creía que quizás la Madre le había concedido su bendición. ¿Serenio estaba embarazada? ¿Había comenzado a formar una nueva vida, tal vez a partir de mi espíritu?
    —No lo sé, Jondalar. Recuerdo que cuando te fuiste ella dijo que quizás fuera así. Si así era, se hubiera tratado de una bendición especial para su nueva unión, pero ella nunca me lo dijo.
    —Pero, Roshario, ¿tú qué crees? ¿Parecía que estaba embarazada? Quiero decir, ¿puedes saberlo con tanta anticipación nada más que con la vista?
    —Jondalar, ojalá pudiese hablarte con más certeza, pero no lo sé. Sólo puedo decirte que quizás fuera así.
    Roshario le miró fijamente y se preguntó por qué sentía tanta curiosidad. No era lo mismo que si el niño hubiese nacido en el hogar de Jondalar —él había renunciado a ese derecho al partir— aunque si ella hubiese estado embarazada, el niño que Serenio habría tenido ahora probablemente sería de la estirpe de Jondalar. De pronto, sonrió ante la idea de un hijo de Serenio, que alcanzara la estatura de Jondalar y que naciera en el hogar del mamutoi de pequeña estatura. Roshario pensó que probablemente eso le complacería.

    Jondalar abrió los ojos y vio las mantas arrugadas que ocupaban el lugar vacío de al lado. Las apartó, se sentó en el borde de la plataforma que cumplía la función de cama, bostezó y se estiró. Al mirar alrededor, comprendió que había dormido hasta tarde. Todos estaban levantados y habían salido. La noche anterior se había hablado alrededor del fuego de la posibilidad de salir a cazar la gamuza. Alguien las había visto descendiendo de las altas escarpadas, lo que significaba que pronto comenzaría la temporada para cazar los antílopes, que, con su andar seguro, se asemejaban a las cabras monteses.
    Ayla se había entusiasmado ante la perspectiva de participar en la caza de la gamuza, pero cuando fueron a acostarse y conversaron en voz baja, como hacían a menudo, Jondalar le recordó que pronto partirían. Si la gamuza comenzaba a descender, eso significaba que estaba descendiendo la temperatura de los altos prados, lo cual, a su vez, marcaba el cambio de las estaciones. Aún debían recorrer mucho camino y tenían que partir cuanto antes.
    No podía decirse que hubiesen discutido, pero Ayla había confirmado que no deseaba irse. Habló del brazo de Roshario y él comprendió que la joven deseaba cazar la gamuza. En realidad, Jondalar estaba seguro de que ella quería permanecer entre los Sharamudoi, y se preguntó si ella no estaría intentando retrasar la partida, con la esperanza de que él cambiase de idea. Ella y Tholie ya eran muy amigas y todos parecían simpatizar con la joven. Jondalar se sentía complacido de que ella despertase tanta simpatía, pero esa circunstancia dificultaría aún más la partida, y cuanto más tiempo permanecieran allí más difícil sería separarse del grupo.
    Permaneció despierto hasta bien entrada la noche, pensando. Se preguntó si debían quedarse allí, por el bien de Ayla; pero en ese caso, lo mismo habrían podido quedarse con los Mamutoi. Finalmente llegó a la conclusión de que debían alejarse cuanto antes, dentro de un día o dos. Sabía que Ayla no se sentiría complacida con eso, y no encontraba el modo de decírselo.
    Se levantó, se vistió y caminó hacia la entrada. Apartó la cortina, salió de la morada y sintió un golpe de viento frío en el pecho desnudo. Pensó que necesitaría ropas más abrigadas y caminó deprisa hacia el lugar en el que los hombres orinaban por la mañana. En lugar de la nube de coloridas mariposas que generalmente revoloteaban por allí —varias veces se había preguntado por qué las atraía aquel lugar maloliente— de pronto vio cómo caía una hoja de vivo color; y después advirtió que casi todas las que quedaban en los árboles comenzaban a cambiar de color.
    ¿Por qué no se había percatado antes? Los días habían pasado con tanta prisa y el tiempo había sido tan grato que no había advertido el cambio de estación. De pronto recordó que estaban orientados hacia el sur en una región meridional del país. Quizás la temporada había avanzado mucho más de lo que él creía, y el frío era mucho más intenso en el norte, hacia donde se encaminaban. Cuando volvió rápidamente a la vivienda, estaba más decidido que nunca a partir lo antes posible.
    —Ya estás despierto —dijo Ayla, que entró con Darvalo mientras Jondalar se vestía—. He venido a buscarte antes de que se distribuyese todo el alimento.
    —Estaba poniéndome algo más abrigado. Ahí fuera hace frío —dijo Jondalar—. Pronto será tiempo de que me deje crecer la barba.
    Ayla sabía que estaba diciéndole más de lo que expresaban sus palabras. Seguía refiriéndose a lo mismo que había sido el tema de la conversación de la noche anterior; la estación estaba cambiando y tenían que ponerse en camino. Ella no deseaba abordar el tema.
    —Ayla, probablemente deberíamos sacar nuestras ropas de invierno y asegurarnos de que están en condiciones. ¿Los canastos continúan en la morada de Dolando? —preguntó.
    «Sabe que es así. ¿Por qué me lo pregunta? —Ayla se dijo—: Sabes cuál es la razón», mientras trataba de pensar algo que le permitiese cambiar de tema.
    —Sí, allí están —dijo Darvalo, tratando de colaborar. — Necesito una camisa más cálida. Ayla, ¿recuerdas en qué canasto están mis ropas de invierno?
    Por supuesto, ella lo sabía y él también.
    —Jondalar, las ropas que usas ahora no se parecen a las que tenías la primera vez que viniste aquí —dijo Darvalo.
    —Ésas me las regaló una mujer mamutoi. Cuando vine antes, aún usaba mis ropas zelandoni.
    —Me probé esta mañana la camisa que me regalaste. Todavía es demasiado grande para mí, pero ya no tanto.
    —Darvo, ¿todavía tienes esa camisa? Casi me he olvidado cómo es.
    — ¿Quieres verla?
    —Sí. Sí, quisiera verla.
    A pesar de sí misma, Ayla también sentía curiosidad. Caminaron los pocos pasos que les separaban del refugio de madera de Dolando. De un estante dispuesto sobre su cama, Darvalo retiró un envoltorio cuidadosamente confeccionado. Desató el cordel, abrió la envoltura de cuero suave y mostró la camisa.
    Ayla pensó que era una prenda poco común. Los dibujos que la adornaban, así como la longitud y el corte más suelto no se asemejaban en absoluto a las prendas mamutoi que ella conocía. Algo la sorprendió más que nada en aquella prenda. Estaba adornada con colas de armiño blancas, con la punta negra.
    Incluso a Jondalar le pareció extraña. Tantas cosas habían sucedido desde la última vez que había usado esa camisa, que casi le parecía extraña y anticuada. No la había usado mucho durante los años en los que había vivido con los Sharamudoi, porque prefería vestirse como los demás, y aunque se la había regalado a Darvo hacía apenas unas pocas lunas más que un año, tenía la sensación de que había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que había visto prendas de su hogar.
    —Darvo, tienes que llevarla muy suelta. Va ceñida con un cinturón. Vamos, póntela. Te lo mostraré. ¿Tienes algo para atarla? —preguntó Jondalar.
    El joven pasó por encima de su cabeza la camisa de cuero que tenía forma de túnica y profusos dibujos como adorno; después entregó a Jondalar una larga cinta de cuero y éste le dijo a Darvo que se enderezara; después ajustó la cinta bastante abajo, casi en las caderas, de modo que la camisa se ensanchara y las colas de armiño colgaran libremente.
    — ¿Ves? No es tan grande para ti, Darvo —dijo Jondalar—. ¿Qué te parece, Ayla?
    —Es extraña. Nunca he visto una camisa así, pero creo que te sienta bien, Darvalo —dijo.
    —Me gusta —dijo el joven, extendiendo los brazos y mirando su propio cuerpo para ver el aspecto que ofrecía. Quizás la usaría la próxima vez que fuesen a visitar a los Sharamudoi que vivían río abajo. Tal vez le gustase a aquella muchacha a la que él había visto.
    —Me alegro de haber tenido la oportunidad de mostrarte cómo se usa... —dijo Jondalar— antes de partir.
    — ¿Cuándo os vais? —preguntó Darvalo, que parecía sobresaltado.
    —Mañana, o a lo sumo pasado mañana —dijo Jondalar, mirando a los ojos de Ayla—. Apenas estemos preparados.

    —Es posible que las lluvias hayan comenzado al otro lado de las montañas —dijo Dolando—, y tú recuerdas cómo es la Hermana cuando se desborda.
    —Ojalá la cosa no sea tan grave —dijo Jondalar—. Necesitaríamos cruzar en uno de tus botes grandes.
    —Si deseáis ir en bote, os llevaremos hasta la Hermana —dijo Carlono.
    —De todos modos, tenemos que conseguir más arrayán del pantano —agregó Carolio—. Y generalmente vamos a buscarlo allí.
    —De buena gana remontaría el río en el bote, pero no creo que los caballos puedan viajar en él —dijo Jondalar.
    — ¿No dijiste que saben atravesar a nado los ríos? Quizás puedan nadar detrás del bote —sugirió Carlono—. Y embarcaremos al lobo.
    —Sí, los caballos pueden atravesar a nado un río, pero hay mucho camino hasta la Hermana; por lo que recuerdo, varios días —dijo Jondalar—, y no creo que puedan nadar río arriba una distancia tan larga.
    —Hay un camino a través de las montañas —dijo Dolando—, Tendréis que retroceder un poco, para después subir y rodear uno de los picos más bajos, pero el sendero está marcado; finalmente os llevará cerca del lugar en el que la Hermana se une con la Madre. Hay un alto risco exactamente al sur, y es fácil verlo incluso desde lejos, apenas uno llega a la pradera baja que se extiende hacia el oeste.
    —Pero, ¿será ése el mejor lugar para cruzar la Hermana? —preguntó Jondalar, que recordaba el río ancho de aguas remolineantes que había visto la última vez.
    —Quizás no, pero desde allí puedes seguir el curso de la Hermana hacia el norte, hasta que encuentres un lugar mejor, si bien no es un río fácil. Sus afluentes descienden de las montañas y las aguas corren veloces y golpean con fuerza, y la corriente es mucho más veloz que la de la Madre; además, el río es más traicionero —dijo Carlono—. Algunos de los nuestros remontaron su curso durante casi una luna. El río continuó siendo un curso de aguas rápidas y difíciles en todos los tramos que visitaron.
    —Necesito seguir el curso de la Madre para regresar, y eso significa que tendré que cruzar la Hermana —dijo Jondalar.
    —En ese caso, te deseo suerte.
    —Necesitarás alimentos. —dijo Roshario—, y tengo algo que desearía darte, Jondalar.
    —No disponemos de mucho espacio para llevar más carga —dijo Jondalar.
    —Es para tu madre —dijo Roshario—. El collar favorito de Jetamio. Lo guardé para entregárselo a Thonolan si regresaba. No ocupará mucho espacio. Después de morir su madre, Jetamio necesitaba saber que pertenecería a un lugar. Le dije que recordara que ella seguía siendo sharamudoi. Confeccionó el collar con dientes de gamuza y las vértebras de un pequeño esturión, para representar la tierra y el río. Pensé que a tu madre le gustaría algo que perteneció a la mujer elegida por su hijo.
    —Tienes razón. Le gustaría algo así —dijo Jondalar—. Gracias. Sé que significará mucho para Marthona.
    — ¿Dónde está Ayla? También a ella tengo que darle algo. Ojalá disponga de espacio para guardarlo.
    —Está con Tholie, preparando las cosas —dijo Jondalar—. En realidad, no desea marcharse todavía, porque tu brazo no está aún curado. Pero el caso es que no podemos esperar más.
    —Estoy segura de que curaré perfectamente. —Roshario caminó al paso de Jondalar cuando regresaron a las viviendas—. Ayla me retiró la vieja corteza de haya ayer y colocó un trozo nuevo. Aun cuando el brazo es más pequeño por la falta de uso, lo cierto es que ahora parece curado. Pero ella quiere que mantenga esta envoltura algún tiempo más. Dice que apenas comience a usar de nuevo mi brazo, se fortalecerá.
    —Estoy seguro de que así será.
    —No sé por qué el mensajero y el shamud tardan tanto, pero Ayla explicó lo que hay que hacer y habló no sólo conmigo, sino con Dolando, Tholie, Carolio y varios más. Nos arreglaremos sin ella, estoy segura... aunque preferiríamos que ambos continuaseis aquí. No es demasiado tarde para cambiar de idea...
    —Roshario, para mí significa más de lo que puedo decirte el que nos hayas recibido con tan buena voluntad... especialmente en vista de la actitud de Dolando y la crianza... de Ayla...
    Roshario se detuvo y miró al hombre de elevada estatura.
    —Eso te molestó, ¿verdad?
    A Jondalar se le encendió el rostro.
    —Así es —reconoció—. En realidad ya no me molesta; pero sabiendo lo que Dolando sentía hacia ellos, el que, aun así, tú la aceptes, hace que... no puedo explicarlo. Me alivia. No quiero que ella sufra. Ya ha soportado demasiado.
    —Sin embargo, es muy fuerte. —Roshario miró atentamente a Jondalar, vio el gesto preocupado, la expresión turbada en aquellos ojos tan azules—. Has estado ausente mucho tiempo, Jondalar, has conocido a mucha gente, has aprendido otras costumbres, otros modos, incluso otras lenguas. Es posible que tu propia gente ya no te reconozca; ni siquiera eres la misma persona que eras cuando saliste de aquí y ellos no serán la misma gente que tú recuerdas. Cada uno pensará del otro cómo era, no cómo es ahora.
    —Me he preocupado mucho por Ayla; no había pensado en eso, pero tienes razón. Ha pasado mucho tiempo. Tal vez ella se adapte mejor que yo. Resultarán extraños, pero Ayla llegará a conocerlos muy pronto, como siempre le sucede...
    —Y tú te mantendrás a la expectativa —dijo Roshario, y reanudó la marcha hacia los refugios de madera. Antes de entrar, la mujer se detuvo de nuevo—. Jondalar, siempre serás bien recibido aquí. Ambos seréis bien recibidos.
    —Gracias, pero es un Viaje muy largo. Roshario, no tienes idea de lo largo que es.
    —Es cierto, no lo sé. Pero tú sí lo sabes y estás acostumbrado a viajar. Si alguna vez decides que quieres regresar, no te parecerá tan largo.
    —Para quien nunca soñó con realizar un largo Viaje, yo ya he recorrido más de lo que había deseado —dijo Jondalar—. Cuando retorne, creo que mi época de viajar habrá terminado. Tenías razón cuando has dicho que era hora de asentarse, pero tal vez sea más fácil acostumbrarse al hogar sabiendo que hay una alternativa.
    Cuando apartaron la cortina, descubrieron que dentro estaba únicamente Markeno.
    — ¿Dónde está Ayla? —preguntó Jondalar.
    —Ella y Tholie fueron a buscar las plantas que Ayla estaba secando. ¿No las has visto, Roshario?
    —Venimos del campo. Creí que estaba aquí —dijo Jondalar.
    —Estaba. Ayla ha estado explicando a Tholie las propiedades de algunas de sus medicinas. Ayer, después que examinó tu brazo y comenzó a explicar lo que había que hacer, estuvieron hablando de las plantas y de sus aplicaciones. Jondalar, esa mujer sabe mucho.
    — ¡Lo se! Pero no comprendo cómo puede acordarse de todo.
    —Salieron esta mañana y regresaron con canastos llenos. Toda clase de plantas. Incluso minúsculas plantas de hilos amarillos. Ahora le está explicando cómo prepararlos —dijo Markeno—. Jondalar, es una vergüenza que os marchéis. Tholie echará de menos a Ayla. Todos os echaremos de menos a ambos.
    —No es fácil alejarse, pero...
    —Ya lo sé. Thonolan. Eso me recuerda algo. Quiero darte una cosa —dijo Markeno, y comenzó a rebuscar en una caja de madera llena de diferentes herramientas y de implementos de madera, hueso y cuero.
    Extrajo un objeto de extraño aspecto, fabricado con la rama principal de una cornamenta, con las ramificaciones cortadas y un orificio exactamente debajo de la bifurcación. Estaba adornado con tallas, pero no eran las formas geométricas y estilizadas de aves y peces típicas de los Sharamudoi. En cambio, alrededor del mango podían verse animales muy hermosos y realistas, ciervos e íbices. Algo en ese objeto provocó un escalofrío en Jondalar. Cuando lo miró más atentamente, sintió una punzada: lo reconocía.
    — ¡Es el aparato que Thonolan empleaba para enderezar el cuerpo de las lanzas! —dijo. Cuántas veces había visto a su hermano usando ese instrumento. Incluso recordaba dónde lo había conseguido Thonolan.
    —Pensé que tal vez lo querrías, para recordarlo. Y también me dije que podía serte útil cuando buscases su espíritu. Además, cuando tú lo pongas... pongas su espíritu... a descansar, tal vez él quiera tener esto —dijo Markeno.
    —Gracias, Markeno —dijo Jondalar, mientras recibía el sólido instrumento y lo examinaba con admiración y reverencia. Había sido un artefacto tan típico de su hermano, que ahora le evocaba recuerdos instantáneos—. Esto significa mucho para mí. —Lo sostuvo, lo movió un poco para comprobar su equilibrio, para sentir en su peso la presencia de Thonolan—. Creo que quizás tengas razón. Hay mucho de él en esto. Casi puedo sentirlo.
    —Tengo que dar algo a Ayla, y me parece que éste es el momento adecuado —dijo Roshario, y salió de la vivienda. Jondalar se reunió con ella.
    Ayla y Tholie adoptaron una actitud de alerta cuando entraron en la morada de Roshario; durante un momento la mujer tuvo la extraña sensación de que estaban curioseando en algo personal y secreto; pero su sonrisa de bienvenida anuló ese sentimiento. Caminó hacia el fondo, y de un estante retiró un envoltorio.
    —Ayla, esto es para ti —dijo Roshario—, porque me has ayudado. Lo envolví de modo que se mantuviese limpio durante tu Viaje. Después, muy bien puedes usar la envoltura como toalla.
    Sorprendida y complacida, Ayla desató el cordel; las suaves pieles de gamuza se abrieron y descubrió el cuero amarillo, bellamente adornado con cuentas y plumas. Lo sostuvo en las manos y se le cortó el aliento. Era la túnica más hermosa que había visto. Bajo ella estaban plegados unos pantalones de mujer, adornados por delante, en las piernas y alrededor de los dobladillos, con un diseño que hacía juego con el de la túnica.
    — ¡Roshario! Es muy hermoso. Nunca vi nada tan bello. Es demasiado hermoso para usarlo —dijo Ayla. Después dejó a un lado las prendas y abrazó a la mujer. Por primera vez desde la llegada de la joven al valle, Roshario advirtió el extraño acento de Ayla, y sobre todo el modo en que pronunciaba ciertas palabras; pero no le pareció desagradable.
    —Ojalá te siente bien. ¿Por qué no te lo pruebas, y así podremos salir de dudas? —dijo Roshario.
    — ¿Crees realmente que debo hacerlo? —preguntó Ayla, casi temerosa de tocar el regalo.
    —Tienes que saber si te está bien de medidas, para ponértelo cuando tú y Jondalar os unáis. ¿No lo crees?
    Ayla sonrió a Jondalar, nerviosa y feliz a causa de las prendas, pero se abstuvo de mencionar que ya tenía una túnica para la unión, la que le había regalado la compañera de Talud, Nezzie, del Campamento del León. No podía ponerse las dos, pero ya encontraría una ocasión especial para estrenar aquel hermoso conjunto nuevo. .
    —Ayla, yo también tengo algo para ti. No es tan hermoso, pero es útil —dijo Tholie, y le entregó un puñado de láminas de cuero suave que había guardado en un bolso que colgaba de su muñeca.
    Ayla las elevó en el aire y evitó mirar a Jondalar. Sabía exactamente qué eran.
    — ¿Cómo has sabido que necesitaba material nuevo para mi período lunar?
    —Una mujer siempre puede necesitar algunas piezas nuevas, sobre todo cuando está viajando. También tengo un hermoso acolchado para ti. Roshario y yo hemos hablado de eso. Ella me mostró el conjunto que había preparado, y yo también quise darte algo hermoso, pero en viaje uno no puede llevar demasiado, por eso he estado pensando en lo que podrías necesitar —dijo Tholie, para justificar su práctico regalo.
    —Es perfecto. No podrías haber pensado en algo que yo necesitara o deseara más. Tholie, eres muy considerada —dijo Ayla; después se volvió y parpadeó—. Te echaré de menos.
    —Vamos, aún no nos hemos separado. Eso llegará mañana por la mañana. Entonces sobrará tiempo para derramar lágrimas —dijo Roshario, si bien sus propios ojos ya comenzaban a humedecerse.
    Aquella noche, Ayla vació sus canastos y ordenó todo lo que deseaba llevar consigo, tratando de decidir cómo ordenaría el conjunto, e incluso las cantidades de alimento que les habían suministrado. Jondalar llevaría una parte, pero él tampoco disponía de mucho espacio. Habían hablado varias veces del bote redondo, tratando de decidir si su utilidad en el cruce de los ríos justificaba el esfuerzo de trasladarlo a través de las pendientes boscosas de la montaña. Finalmente decidieron llevarlo, pero no sin cierto reparo.
    — ¿Cómo meterás todo en tan sólo dos canastos? —preguntó Jondalar, contemplando los misteriosos bultos y paquetes, todo cuidadosamente envuelto, y preocupado por el exceso de carga—. ¿Estás segura de que necesitas todo eso? ¿Qué hay en ese paquete?
    —Toda mi ropa de verano —dijo Ayla—. Es uno de los paquetes que dejaré aquí si lo considero necesario. Pero, de todos modos, tendré que llevar prendas que ponerme el verano próximo, y me alegro de no tener que seguir cargando tantas prendas de invierno.
    — ¡Hmmm! —gruñó Jondalar, que no podía contradecir el razonamiento de Ayla, pero aún así estaba preocupado por la carga. Revisó la pila y vio un paquete que ya había observado antes. Ella lo llevaba desde el principio del viaje, pero Jondalar no sabía aún qué guardaba en él. ¿Qué es eso?
    —Jondalar, no estás ayudándome mucho —dijo Ayla—. ¿Por qué no te ocupas de esos alimentos que nos ha dado Carolio para consumir durante el viaje, y ves si puedes encontrarles acomodo en tu canasto?

    —Tranquilo, Corredor. Cálmate —dijo Jondalar, tirando de la cuerda y sosteniéndola cerca de su cuerpo mientras palmeaba la mejilla del corcel y le acariciaba el cuello, en un esfuerzo por tranquilizarle—. Creo que sabe que estamos listos y está impaciente por iniciar la marcha.
    —Estoy seguro de que Ayla llegará pronto —dijo Markeno—. Estas dos han intimado mucho en el escaso tiempo que habéis estado aquí. Tholie ha estado llorando esta noche, deseando que os quedarais. Si he de decirte la verdad, yo también lamento que os marchéis. Hemos buscado y hablado con varias personas, pero no encontramos a nadie con quien nos interesaría compartir nuestra vivienda... hasta que llegasteis vosotros. Tendremos que comprometernos muy pronto. ¿Estás seguro de que no deseas cambiar de propósito?
    —Markeno, no sabes cuánto me ha costado tomar esta decisión. ¡Quién sabe lo que encontraré cuando llegue allí! Mi hermana será una mujer adulta y probablemente no me recordará. No tengo idea de lo que está haciendo mi hermano mayor, ni tampoco dónde se encuentra: sólo espero que mi madre aún viva —dijo Jondalar—, sin hablar de Dalanar, el hombre de mi hogar. Mi prima cercana, la hija de su segundo hogar, seguramente ya es madre, pero yo ni siquiera sé si tiene compañero. Si lo tiene, probablemente no lo conozco. En realidad, ya no conozco a nadie; en cambio, me siento muy próximo a todos los que se encuentran aquí. Pero debo marcharme.
    Markeno asintió. Whinney se movió inquieta, y ambos miraron hacia la vivienda. Roshario, Ayla y Tholie, que tenía en brazos a Shamio, salían de la morada. La niña se agitó para desprenderse de su madre cuando vio a Lobo.
    —No sé qué haré con Shamio cuando se marche ese lobo —dijo Markeno—. Ella quiere que siempre esté cerca. Dormiría con él si se lo permitiese.
    —Tal vez puedas encontrar un cachorro de lobo para Shamio —dijo Carlono, que se unió al grupo. En ese momento venía del muelle.
    —No había pensado en eso. No será fácil, pero tal vez deba conseguir un cachorro en la madriguera de un lobo —murmuró Markeno—. Por lo menos, puedo prometerle que lo intentaré. Tendré que decirle algo.
    —En ese caso —dijo Jondalar—, asegúrate de que sea muy pequeño. Lobo todavía mamaba cuando su madre murió.
    — ¿Cómo lo alimentaba Ayla si no tenía la madre que le daba leche? —preguntó Carlono.
    —Yo también me pregunté eso mismo —dijo Jondalar—. Ayla me dijo que un niño pequeño debe comer todo lo que su madre come, pero tiene que ser un alimento más blando, de modo que sea más fácil masticarlo. Ella preparaba caldo, empapaba con el líquido un pedazo de cuero blando y se lo daba a chupar al cachorro, y, además, le cortaba en trozos muy pequeños la carne. Ahora, Lobo come de todo lo que nosotros comemos, pero todavía le gusta en ocasiones cazar por su cuenta. Incluso levanta a los animales para que podamos cazarlos; él nos ayudó a cobrar ese alce que traíamos al llegar.
    — ¿Cómo conseguís que haga lo que vosotros queréis? —preguntó Markeno.
    —Ayla le dedica mucho tiempo. Le enseña y lo repite constantemente, hasta que el animal entiende. Es sorprendente cuánto puede aprender y, además, él ansía complacerla —dijo Jondalar.
    —Eso es evidente. ¿Crees que sólo porque es ella? Después de todo, Ayla es shamud —dijo Carlono—. ¿Es posible que otra persona cualquiera pueda obligar a los animales a hacer lo que ella desea?
    —Yo monto a Corredor —dijo Jondalar—. Y no soy shamund.
    —De eso no estaría yo tan seguro —dijo Markeno, y luego se echó a reír—. Recuerda que te he visto hablar con las mujeres. Creo que conseguirías que cualquiera de ellas hiciera lo que deseas.
    Jondalar se sonrojó. A decir verdad, desde hacía cierto tiempo no pensaba en el asunto.
    Cuando Ayla se acercó a los hombres, le llamó la atención el rostro acalorado de Jondalar, pero entonces Dolando se unió a ellos. Venía del sendero que circunvalaba la pared de piedra.
    —Os acompañaré parte del camino para mostraros los senderos y el mejor modo de cruzar las montañas.
    —Gracias. Eso será muy útil —dijo Jondalar.
    —Yo iré también —dijo Markeno.
    —Me gustaría acompañaros —dijo Darvalo. Ayla miró al joven y vio que vestía la camisa que Jondalar le había regalado.
    —Digo lo mismo —afirmó Rakario.
    Darvalo la miró con un gesto irritado, creyendo que ella tendría los ojos clavados en Jondalar; en cambio, la joven miraba a Darvalo con una sonrisa de veneración. Ayla vio que la expresión de Darvalo pasaba de la irritación al desconcierto, a la comprensión y después a un sonrojo de sorpresa.
    Casi todos se habían unido en el centro del campo para despedir a sus visitantes, y varios de los que estaban allí formularon el deseo de acompañarles parte del camino.
    —Yo no iré —dijo Roshario, mirando a Jondalar y después a Ayla—, pero ojalá os quedarais aquí. A ambos os deseo un buen Viaje.
    —Gracias, Roshario —dijo él, y abrazó a la mujer—. Quizás necesitemos tus buenos deseos antes de que haya terminado todo esto.
    —Necesito agradecerte, Jondalar, que hayas traído a Ayla. No quiero ni pensar lo que me habría sucedido si ella no hubiese estado aquí.
    Buscó la mano de Ayla. La joven la aceptó, y después cogió también la otra mano, sostenida aún por el cabestrillo, y apretó las dos complacida al sentir la fuerza del apretón de ambas manos. Después, las dos mujeres se abrazaron.
    Hubo otras despedidas, pero la mayoría de la gente se proponía acompañarles por el sendero al menos cierto tiempo.
    — ¿Vienes, Tholie? —preguntó Markeno, que se había puesto al lado de Jondalar.
    —No. —Los ojos le brillaban a causa de las lágrimas—. No quiero ir. No será más fácil despedirse en el sendero que hacerlo aquí. —Se acercó al zelandonii de elevada estatura—. Jondalar, es difícil para mí mostrarme ahora amable contigo. Siempre simpaticé mucho contigo, y me gustaste más aún después de haber traído a Ayla. Ansié profundamente que tú y ella os quedarais, pero no quisiste. Y aunque comprendo por qué te marchas, eso no hace que me sienta bien.
    —Tholie, lamento que lo sientas así —dijo Jondalar—. Ojalá hubiese algo que yo pudiera hacer para que te sintieras mejor.
    —Hay algo, pero no quieres hacerlo —dijo ella.
    Era muy propio de Tholie decir exactamente lo que pensaba. Era una de las cosas que le gustaban a Jondalar de ella. Uno nunca necesitaba adivinar lo que quería decir realmente.
    —No te enojes conmigo. Si pudiera quedarme, nada me agradaría más que unirme contigo. No sabes cuán orgulloso me sentí cuando nos manifestaste tus preferencias, o cuán difícil es para mí marcharme precisamente ahora; pero hay algo que me impulsa. Para ser sincero, ni siquiera estoy seguro de lo que es, pero, Tholie, tengo que irme.
    La miró con sus sorprendentes ojos azules colmados de sincera pena, de preocupación y consideración.
    —Jondalar, no debes decirme cosas tan hermosas y mirarme así. Consigues que desee aun más que te quedes aquí. Basta, abrázame —dijo Tholie.
    Él se inclinó y rodeó con los brazos el cuerpo de la joven; sintió que ella temblaba a causa del esfuerzo por controlar las lágrimas.
    Tholie se apartó y miró a la mujer alta y rubia que estaba al lado de Jondalar.
    — ¡Oh, Ayla! No quiero que os vayáis —dijo con un enorme sollozo, mientras se abrazaba a su amiga.
    —Yo no quiero marcharme, ojalá pudiésemos quedarnos aquí. No sé muy bien por qué es así, pero Jondalar tiene que irse y yo debo acompañarle —dijo Ayla llorando tan intensamente como Tholie.
    De pronto, la joven madre se apartó, alzó en brazos a Shamio y se volvió corriendo a los refugios.
    Lobo partió tras ella.
    — ¡Aquí, Lobo! —ordenó Ayla.
    — ¡Lobito! ¡Quiero a mi Lobito! —gritó la niña, extendiendo las manos hacia el carnívoro peludo de cuatro patas.
    Lobo gimió y miró a Ayla.
    —Quédate, Lobo —dijo ella—. Nos vamos.

    20

    Ayla y Jondalar, de pie en un claro que dominaba el amplio panorama de la montaña, experimentaban un sentimiento de vacío y soledad mientras miraban a Dolando, Markeno, Carlono y Darvalo que regresaban por el sendero. El resto del nutrido grupo que había partido con ellos había ido desertando en grupos de dos y tres a lo largo del camino. Cuando los últimos cuatro hombres llegaron a un recodo del sendero, se volvieron y saludaron con la mano.
    Ayla correspondió al saludo con un movimiento que indicaba «volveré», el dorso de la mano hacia ellos, abrumada de pronto por la conciencia de que jamás volvería a ver a los Sharamudoi. En el corto espacio de tiempo en que les había tratado, había llegado a amarlos. La habían recibido bien, le habían pedido que se quedase con ellos, y Ayla hubiera vivido feliz con aquella gente.
    Esta separación le recordó su alejamiento de los Mamutoi, al principio del verano. También ellos le habían dado la bienvenida y Ayla había sentido afecto hacia muchos miembros del grupo. Podría haber sido feliz viviendo con ellos, con la salvedad de que habría tenido que soportar la desdicha que le había causado a Ranec; además, al partir había sentido la excitación de volver al hogar con el hombre amado. No había corrientes subterráneas de infortunio en los Sharamudoi, lo que dificultaba todavía más la separación, y aunque ella amaba a Jondalar y no dudaba de que deseaba acompañarle, allí había encontrado una actitud de aceptación y de amistad, y era difícil ver que todo terminaba de modo tan definitivo.
    Ayla pensó: «Los Viajes van siempre acompañados de despedidas». Hasta había tenido que despedirse definitivamente del hijo que había quedado con el Clan... aunque si hubiese permanecido en aquel valle, habría llegado el momento en que pudiera regresar con los Ramudoi en un bote que remontara el Río de la Gran Madre hasta el delta. Quizás entonces habría podido hacer una incursión en la península, buscar la nueva caverna del clan de su hijo... pero ya no tenía sentido continuar pensando en ello.
    No habría más oportunidades de volver, no podía abrigar la esperanza de que se le ofrecieran más posibilidades. Su vida navegaba en una dirección, la vida de su hijo le conducía en otra. Iza le había dicho: «Busca tu propio pueblo, busca tu propio compañero». Ayla había encontrado aceptación en su propia gente y también había hallado a un hombre a quien amaba y que la amaba. Pero, a cambio de lo que había ganado, había experimentado algunas pérdidas. Su hijo era una de ellas; tenía que aceptar ese hecho.
    Jondalar también se sentía desolado al ver cómo los últimos cuatro hombres regresaban a su hogar. Eran todos unos amigos con quienes había vivido durante varios años y a los que conocía bien. Aunque la relación entre ellos no era la que podía establecerse a través de su madre y los correspondientes vínculos, sentía que eran como parientes de su propia sangre. A causa del compromiso de Jondalar, que le obligaba a retornar a sus raíces originales, aquellos hombres formaban una familia a la que jamás volvería a ver; eso le entristecía.
    Cuando el último de los Sharamudoi que les habían acompañado desapareció de la vista, Lobo se sentó en el suelo, levantó la cabeza e inició una serie de gañidos que desembocaron en un aullido pleno y profundo, que turbó la tranquilidad de la soleada mañana. Los cuatro hombres aparecieron de nuevo en el sendero, más abajo, y agitaron la mano por última vez, respondiendo a la despedida de Lobo. De pronto, se oyó un aullido que provenía de otro lobo. Markeno giró la cabeza para ver de dónde procedía el segundo aullido, antes de comenzar el descenso del sendero. Después, Ayla y Jondalar se volvieron y contemplaron la mañana, con sus relucientes picos de hielo glacial de color verde azulado.
    Aunque no eran tan altas como las de la cadena que se extendía hacia el oeste, las montañas que ahora estaban atravesando se habían formado al mismo tiempo, en la más reciente de las épocas de surgimiento de aquellas elevaciones —reciente sólo por referencia a los poderosos y lentos movimientos de la gruesa corteza de piedra que flotaba sobre el núcleo fundido del antiguo planeta—. Elevado y plegado en una serie de riscos paralelos en el curso de la orogenia que había conformado el áspero relieve de todo el continente, el terreno irregular de esta expansión más oriental del extenso sistema de montañas estaba revestida de verdor.
    Una extensión de árboles deciduos formaba una angosta faja entre las planicies que se extendían más abajo, todavía entibiadas por los vestigios del verano, y las alturas más frías. Principalmente robles y hayas con carpes y arces también prominentes; las hojas ya estaban convirtiéndose en un colorido tapiz de rojos y amarillos, que se acentuaban a causa del verdor permanente e intenso de los pinos en el reborde superior. Un manto de coníferas, que incluían no sólo abetos, sino tejos, abetos rojos, pinos y alerces de agujas de cirios, comenzaba a baja altura, trepaba hasta los recodos redondos de las prominencias inferiores y cubría las laderas empinadas de los riscos más altos, con sutiles variaciones de verde que contrastaban con el alerce amarilleante. Sobre la línea de los árboles había un collar de pastos alpinos con su verdor estival, que viraba al blanco a causa de la nieve al principio de la temporada. Coronando todo, aparecía el casco duro del hielo glacial de matices azules.
    El calor que había rozado las llanuras meridionales que se extendían más abajo con el toque efímero del estío breve y cálido, ya estaba desapareciendo, y cedía su lugar a la acción general del frío. Aunque una corriente cálida había moderado sus peores efectos —el período entre los estadios dura varios miles de años—, el hielo glacial estaba reagrupándose para lanzar el último ataque contra la tierra, antes de que su retirada se convirtiese en desbandada, miles de años más tarde. Pero incluso durante el intermedio más benigno antes de la ofensiva definitiva, el hielo glacial no sólo revestía los picos bajos y cubría los flancos de las altas montañas, sino que dominaba toda la extensión del continente.
    En el accidentado paisaje boscoso, con el inconveniente suplementario de que tenían que arrastrar el bote redondo sobre la angarilla de estacas, Ayla y Jondalar caminaban más que cuando montaban los caballos. Remontaban pendientes muy acentuadas, atravesaban riscos, cruzaban zonas pedregosas y descendían las altas paredes de los barrancos secos que se formaban durante la crecida primaveral de la nieve y el hielo derretido, y durante las intensas lluvias otoñales de las montañas sureñas. Algunas zanjas profundas tenían agua en el fondo, y el líquido rezumaba a través del colchón de vegetación descompuesta y limo blando, que empapaba los pies tanto de los humanos como de los animales. Otros servían de cauce a arroyos claros, pero todos se llenarían muy pronto con la desbordante y tempestuosa descarga de los aguaceros del otoño.
    En las elevaciones menores, en el bosque abierto de árboles de hojas anchas, los matorrales estorbaban su paso y les obligaban a dar rodeos o a buscar un camino para esquivar los arbustos y los brezales. Los tallos rígidos y los vástagos espinosos de las deliciosas zarzamoras constituían un obstáculo formidable que se enredaba tanto en los cabellos, las ropas y la piel como en los cueros y las pieles de vestir. El pelaje caliente y desordenado de los caballos de la estepa, adaptado a la vida en las llanuras abiertas y frías, se enredaba y enmarañaba fácilmente, e incluso Lobo recibió su parte de ramitas y hojas.
    Se liberaron cuando, al fin, llegaron a la zona más elevada, de una vegetación de verdor permanente, cuya sombra, más o menos constante, mantenía en un mínimo el matorral bajo, aunque en las pendientes empinadas, donde el dosel no era tan denso, el sol penetraba con más intensidad de la que habría sido el caso en terreno llano, la que permitía la proliferación vegetal. No era mucho más fácil cabalgar en el bosque espeso de árboles altos, donde los caballos debían buscar su camino esquivando los obstáculos que presentaban los árboles, y sus jinetes debían agacharse cuando pasaban bajo las ramas bajas. Acamparon la primera noche en un pequeño claro sobre un promontorio rodeado por un colchón de hojas secas.
    Se aproximaba el atardecer del segundo día cuando llegaron al límite de la arboleda. Finalmente libres de los tediosos arbustos, y cuando ya habían dejando atrás los obstáculos de los árboles más altos, armaron la tienda junto a un arroyo de aguas rápidas y frías, frente a un amplio prado. Cuando liberaron a los caballos de los canastos, los animales estaban ansiosos por pastar. Aunque el forraje usual, más áspero y seco, de las elevaciones menores y más cálidas era aceptable, el pasto tierno y las hierbas alpinas del prado verde constituían un manjar bienvenido.
    Un pequeño rebaño de ciervos compartía el prado; los machos estaban atareados frotándose las cornamentas en las ramas y los salientes, para librarlas del suave revestimiento de piel y de los vasos sanguíneos que los alimentaban, como preparación para la brama otoñal.
    —Pronto llegará para esos animales la temporada de los Placeres comentó Jondalar, mientras armaban el hogar—. Están preparándose para los combates y las hembras.
    — ¿Combatir es un Placer para los machos? —preguntó Ayla.
    —Nunca me lo planteé de ese modo, pero puede ser el caso para algunos —reconoció Jondalar.
    — ¿Te gusta luchar contra otros hombres?
    Jondalar frunció el entrecejo y consideró seriamente la pregunta.
    —He participado en esas contiendas. A veces uno se ve arrastrado, por diferentes razones, lo que no significa que me guste, sobre todo si la cosa va en serio. Pero no tengo inconveniente alguno en sostener una lucha para competir.
    —Los hombres del Clan no pelean entre ellos. No les está permitido, pero sí organizan competiciones —dijo Ayla—. Las mujeres también, pero de otro tipo.
    — ¿En qué se distinguen?
    Ayla se detuvo a pensar.
    —Los hombres compiten por lo que hacen; las mujeres, por lo que estiman —dijo, y después sonrió—, incluso las niñas, aunque es una competencia muy sutil y casi todas creen ser las triunfadoras.
    A cierta altura en la montaña, Jondalar divisó una familia de muflones y señaló hacia las ovejas salvajes de enormes cuernos enroscados cerca de la cabeza.
    —Ésos son auténticos guerreros —dijo Jondalar—. Cuando corren uno contra otro y chocan sus cabezas, producen un estruendo que semeja al estallido de un trueno.
    —Cuando los ciervos y los moruecos se enfrentan con sus cornamentas o sus cuernos, ¿crees que realmente están combatiendo? ¿O sólo compiten? —preguntó Ayla.
    —No lo sé. Pueden lastimarse, pero no es frecuente que lleguen a eso. Generalmente, uno cede cuando otro demuestra que es más fuerte, y a veces se limitan a pavonearse y mugir, y no pelean. Quizás sea más competencia que verdadera lucha. —Sonrió a Ayla—. Mujer, formulas preguntas interesantes.
    Una fresca brisa se convirtió en una ráfaga fría cuando el sol desapareció de la vista. En horas más tempranas del día, algunas rachas de nieve habían descendido y se habían fundido en ese espacio soleado y abierto, pero otras se habían acumulado en las grietas oscuras, lo que anunciaba la posibilidad de una noche fría y de futuras y más intensas nevadas.
    Lobo desapareció poco después de que hubieran armado la tienda de cueros. Como no regresó al oscurecer, Ayla comenzó a inquietarse.
    — ¿Crees que debería llamarle con un silbido? —preguntó, mientras se preparaban para dormir.
    —Ayla, no es la primera vez que sale a cazar solo. Estás acostumbrada a tenerle a tu alrededor, porque siempre le obligas a estar pegado a ti. Volverá —dijo Jondalar.
    —Confío en que haya retornado por la mañana —dijo Ayla, levantándose para mirar alrededor, e intentando inútilmente penetrar en la oscuridad que se extendía más allá del campamento.
    —Es un animal que conoce el camino. Ven y siéntate —dijo Jondalar. Echó otro trozo de madera al fuego y observó las chispas que se elevaban hacia el cielo—. Mira esas estrellas. ¿Habías visto antes tantas?
    Ayla elevó la mirada y un sentimiento de maravillada sorpresa se apoderó de ella.
    —Sí, parece que hay muchas. Quizás porque aquí estamos más cerca y vemos un número mayor, especialmente las más pequeñas... ¿o será que están más lejos? ¿Crees que hay más y más estrellas?
    —No lo sé. Nunca pensé en ello. ¿Quién podría saberlo?
    — ¿Te parece que tu zelandoni podría?
    —Ella quizás lo sepa, pero no estoy seguro de que lo revele. Ciertas cosas sólo pueden saberlas los Que Sirven a la Madre. Ayla, haces las preguntas más extrañas —dijo Jondalar, al tiempo que sentía un escalofrío. Aunque no estaba seguro de que aquella sensación proviniese del frío exterior, agregó—: Estoy enfriándome, y hemos de partir temprano. Dolando dijo que las lluvias pueden comenzar de un momento a otro, y eso quizás signifique que aquí nevará. Desearía haberme alejado de este lugar antes de que nieve.
    —Volveré enseguida. Sólo quiero asegurarme de que Whinney y Corredor están bien. Quizás Lobo les acompañe.
    Ayla continuaba preocupada cuando se deslizó bajo sus pieles de dormir y tardó en conciliar el sueño, pues trataba de escuchar todos los ruidos que podían anunciarle el retorno del animal.

    Estaba oscuro, demasiado oscuro para ver más allá de las innumerables estrellas que se extendían sobre el fuego de la noche oscura, pero ella continuaba mirando. De pronto, dos estrellas, dos luces amarillas en la oscuridad, se movieron simultáneamente. Eran ojos, los ojos de un lobo que la miraba. El lobo se volvió y comenzó a alejarse, y Ayla comprendió que deseaba que ella le siguiese; pero, cuando comenzó a caminar en pos del animal, de pronto un enorme oso le cerró el paso.
    Ella retrocedió atemorizada cuando el oso se irguió sobre las patas traseras y gruñó. Pero cuando miró de nuevo, descubrió que no era un verdadero oso. Era Creb, el Mog-ur, ataviado con su capa de piel de oso.
    Oyó a lo lejos la voz de su hijo que la llamaba. Miró más allá del gran mago y vio a Lobo, pero no era sólo un lobo. Era el espíritu del Lobo, el tótem de Durc, y deseaba que ella le siguiese. De pronto, el espíritu del Lobo se convirtió en su hijo, y ahora Durc era quien quería que ella le acompañase. La llamó de nuevo, pero cuando Ayla trató de acercarse, Creb, de nuevo, le impidió el paso. Creb señaló algo que estaba detrás de Ayla.
    Ayla se volvió y vio un sendero que ascendía hasta una caverna, no una gruta profunda, sino una cornisa de roca de color claro al costado de un risco, y sobre ella un extraño peñasco que parecía inmovilizado en el acto de desplomarse. Cuando miró hacia atrás, Creb y Durc habían desaparecido.

    — ¡Creb! ¡Durc! ¿Dónde estáis? —gritó Ayla, sentándose bruscamente.
    —Ayla, estás soñando otra vez —dijo Jondalar, que también se sentó.
    —Desaparecieron. ¿Por qué no me permitieron ir con ellos? —preguntó Ayla, con lágrimas en los ojos y un sollozo en la voz.
    — ¿Quién desapareció? —preguntó Jondalar, abrazándola.
    —Durc se marchó y Creb no me permitió acompañarle. Me cerró el paso. ¿Por qué no me permitió ir con él? —dijo Ayla, llorando en brazos de Jondalar.
    —Fue un sueño, Ayla. Nada más que un sueño. Quizás signifique algo, pero fue sólo un sueño.
    —Tienes razón. Sé que tienes razón, pero lo sentí tan real —dijo Ayla.
    —Ayla, ¿estuviste pensando en tu hijo?
    —Creo que sí —dijo ella—. Estuve pensando que jamás volveré a verlo.
    —Quizás por eso soñaste con él. Zelandoni siempre decía que, cuando tienes un sueño así, debes tratar de recordar todos los detalles, y que llega el momento en que quizás lo comprendas —dijo Jondalar, tratando de ver la cara de Ayla en la oscuridad—. Ahora, vuelve a dormirte.
    Permanecieron despiertos un rato, pero finalmente se adormecieron otra vez. Cuando despertaron a la mañana siguiente, el cielo estaba nublado; Jondalar deseaba iniciar la marcha, pero Lobo no había regresado aún. Ayla le silbaba de tanto en tanto, mientras desarmaban la tienda y arreglaban los canastos; pero el animal no aparecía.
    —Ayla, tenemos que partir. Nos alcanzará, como hace siempre —dijo Jondalar.
    —No me marcharé hasta que no sepa dónde está —dijo Ayla—. Tú puedes irte o esperar aquí. Yo iré a buscarle.
    — ¿Cómo puedes buscarle? No sabemos dónde está ese animal.
    —Quizás se ha dado la vuelta. Simpatizó mucho con Shamio —dijo Ayla—. Tal vez deberíamos volver a buscarle.
    — ¡No retornaremos! Sobre todo, después de haber avanzando tanto.
    —Lo haré, si es necesario. No me alejaré antes de encontrar a Lobo —dijo Ayla.
    Jondalar movió la cabeza mientras Ayla comenzaba a desandar camino. Estaba claro que la decisión de la joven era irreductible. Ya podrían haber iniciado la marcha de no haber sido por ese animal. ¡Por lo que a Jondalar se refería, los Sharamudoi podían quedarse con él!
    Ayla continuó silbando mientras caminaban, y de pronto, en el momento mismo en que ella comenzaba a regresar al bosque, Lobo apareció sobre el extremo opuesto del claro y corrió hacia ella. Saltó sobre Ayla, a la que casi derribó, apoyó las patas en los hombros de la joven y le lamió la boca y le mordisqueó suavemente el mentón.
    — ¡Lobo! ¡Lobo, estás aquí! ¿Dónde te habías escondido? —dijo Ayla, cogiéndole del pelaje, frotando su cara con la del animal y aplicándole los dientes al mentón, para corresponder a su saludo—. Estaba tan preocupada por ti. No debes desaparecer de ese modo.
    — ¿Crees que ahora podemos partir? —preguntó Jondalar—. Hemos perdido casi la mitad de la mañana.
    —Al fin ha vuelto y no hemos tenido que desandar todo el camino —dijo Ayla, mientras montaba en Whinney—. ¿Hacia dónde quieres ir? Estoy lista.
    Atravesaron el prado sin hablar, cada uno molesto con el otro, hasta que llegaron a un risco. Lo recorrieron, buscando la forma de pasarlo; finalmente llegaron a una ladera empinada cubierta de grava suelta y de piedras. El suelo parecía muy inestable y Jondalar trató de hallar otro camino. Si hubieran estado solos, tal vez hubieran podido trepar por varios sitios, pero el único lugar que parecía transitable para los caballos era la pendiente de piedras sueltas.
    —Ayla, ¿crees que los caballos pueden intentarlo? No creo que haya otro camino, excepto descender y tratar de rodear el risco.
    —Dijiste antes que no deseabas regresar —contestó Ayla—, especialmente por un animal.
    —No lo quiero, pero si es necesario, habrá que hacerlo. Si te parece que es demasiado peligroso para los caballos, no lo intentaremos.
    — ¿Qué dirías si pensara que es demasiado peligroso para Lobo? En ese caso, ¿le dejaríamos atrás? —dijo Ayla.
    A juicio de Jondalar, los caballos eran útiles, y aunque simpatizaba con el lobo, sencillamente no creía que fuese necesario retrasarse por él. Pero era evidente que Ayla no coincidía con esa opinión; había sentido una corriente subterránea de falta de coincidencia entre ellos, cierta tensión derivada probablemente de que ella deseaba permanecer con los Sharamudoi. Pensó que, una vez que se alejaran un poco, ella esperaría con ansiedad el momento de llegar a destino; pero no quería que Ayla se sintiese más desgraciada de lo que ya era.
    —No es que quisiese dejar atrás a Lobo. Solamente pensé que nos alcanzaría, como acaba de hacerlo —dijo Jondalar, pese a que había estado a un paso de abandonarle.
    Ella intuyó que tras de todo aquello había más de lo que él decía, pero tampoco a Ayla le resultaba agradable acentuar entre ellos la distancia provocada por aquel desacuerdo; ahora que Lobo había vuelto, se sentía aliviada. Una vez disipada la ansiedad, también se calmó su cólera. Desmontó y comenzó a trepar por la pendiente para tantearla. No estaba del todo segura de que los caballos pudiesen remontarla. Pero él había dicho que buscarían otro paso si los animales no conseguían cruzar el risco.
    —No estoy segura, Jondalar, pero creo que deberíamos intentarlo. Pienso que no es tan difícil como parece. Si los caballos no consiguen atravesar este lugar, podemos regresar y ver si hay otro camino —dijo Ayla.
    En realidad, el suelo no era tan inestable como parecía. Aunque pasaron algunos momentos desagradables, los dos se sorprendieron de la soltura con que los caballos treparon la pendiente. Se alegraron de dejar atrás el obstáculo, pero, cuando continuaron trepando, encontraron otras zonas más difíciles. En la inquietud común de uno por el otro y de ambos por los caballos, volvieron a conversar serenamente.
    La pendiente fue fácil para Lobo. Había alcanzado la cima y descendido de nuevo mientras ellos conducían con cuidado los caballos. Cuando llegaron a la cima, Ayla le llamó con un silbido y esperó. Jondalar la miró, y pensó que Ayla parecía haber adoptado una actitud mucho más protectora frente al animal. Se preguntó cuál sería la razón, y hasta pensó en preguntárselo, pero cambió de idea temiendo que se molestase; después decidió que, de todos modos, abordaría el tema.
    —Ayla, ¿estoy equivocado o te preocupas más que antes por Lobo? Solías permitirle que fuese y viniese. Quisiera que me explicaras qué es lo que te inquieta. Tú misma dijiste que no debíamos ocultarnos nada el uno al otro.
    Ella respiró hondo, cerró los ojos y la frente se le cubrió de arrugas. Después miró a Jondalar.
    —Tienes razón. No es que esté ocultándote algo. Traté de ocultármelo yo misma. ¿Recuerdas aquellos ciervos que hemos visto allá abajo, los que estaban desprendiéndose del vello de su cornamenta?
    —Sí —asintió Jondalar.
    —No estoy segura, pero quizás sea también la estación de los Placeres para los lobos. Ni siquiera quiero pensar en ello, por temor a que, al pensarlo, lo convierta en realidad, pero Tholie tocó el tema cuando estuve hablándole de Bebé, que se había ido en busca de su propia compañera. Tholie me preguntó si creía que Lobo se alejaría un día, como había hecho Bebé. Jondalar, no quiero que Lobo se marche. Para mí es casi como un hijo.
    — ¿Y qué crees que hará?
    —Antes de que Bebé se fuese, se ausentaba cada vez más tiempo. Primero un día, después varios días, y a veces, cuando regresaba, yo podía ver que había estado peleándose. Sabía que había estado buscando compañera, y encontró una. Ahora, cada vez que Lobo se aleja, temo que haya salido a buscar compañera —dijo Ayla.
    —De modo que es eso. No sé muy bien si podemos hacer algo al respecto, pero, ¿es probable? —preguntó Jondalar.
    Involuntariamente, le asaltó el pensamiento de que deseaba que se fuese. No quería que ella se sintiera desgraciada, pero más de una vez el lobo les había retrasado o provocado tensión entre ellos. Jondalar tenía que reconocer que si Lobo encontraba compañera y se alejaba con ella, él le desearía buena suerte y se alegraría de su desaparición.
    —No lo sé —dijo Ayla—. Hasta ahora siempre ha regresado, y parece feliz de viajar con nosotros. Me saluda como si pensara que somos su manada, pero sabemos lo que sucede con los Placeres. Es un Don poderoso. La necesidad puede ser muy intensa.
    —Es cierto. Bien, no sé si podrás hacer algo para remediar la situación, pero me alegro de que me lo hayas dicho.
    Cabalgaron juntos en silencio un rato; ascendieron a otro prado alto, pero entre ellos el silencio era amistoso. Jondalar se alegraba de que Ayla le hubiese revelado la causa de su inquietud. Por lo menos, ahora comprendía un poco mejor la extraña conducta de la joven. Había estado comportándose como una madre muy preocupada, aunque él se alegraba de que ésa no fuese la actitud normal de Ayla. Jondalar siempre compadecía a los muchachos cuyas madres no les permitían hacer cosas que podían ser un tanto peligrosas, como internarse en una caverna o trepar por lugares altos.
    —Mira, Ayla. Allí hay un íbice —dijo Jondalar, señalando un animal menudo y hermoso, parecido a la cabra, con largos cuernos curvos. Estaba encaramado a una peligrosa cornisa, a gran altura en la montaña—. Los he cazado antes. Y mira hacia allí. ¡Son gamuzas!
    — ¿Es ése realmente el animal que cazan los Shamudoi? —preguntó Ayla mientras observaba al antílope, pariente de la cabra montesa, con cuernos rectos más pequeños, brincando entre picos inaccesibles y rocas escarpadas.
    —Sí. Fui con ellos a cazarlos.
    — ¿Cómo es posible atrapar animales como ése? ¿Cómo puede uno acercarse a ellos?
    —Es cuestión de trepar acercándose a ellos por detrás. Siempre tienden a mirar hacia abajo, para evitar una caída peligrosa, de modo que si uno consigue aproximarse desde un nivel superior, generalmente puede acercarse lo suficiente para matarlos. Ahora comprenderás que el lanzavenablos puede representar una gran ventaja —explicó Jondalar.
    —Ahora aprecio incluso más ese conjunto que me regaló Roshario —dijo Ayla.
    Continuaron ascendiendo; hacia el atardecer estaban exactamente debajo del límite de las nubes. A ambos lados se elevaban las paredes cortadas a pico, con zonas de hielo y nieve no mucho más arriba. La cima de la pendiente que se elevaba al frente terminaba en el cielo azul y parecía conducir al borde mismo del mundo. Cuando llegaron a la cumbre, se detuvieron y miraron. El paisaje era espectacular.
    Detrás se extendía una ancha perspectiva de la línea que habían seguido para ascender a la montaña, a partir del límite de la arboleda. Debajo, las pendientes alfombradas de verde revestían la roca dura y disimulaban el terreno accidentado que habían recorrido con mucho esfuerzo. Hacia el este, todavía podían ver la llanura que quedaba abajo, con sus sinuosas cintas de agua que fluían perezosamente, una circunstancia que sorprendió a Ayla. El Río de la Gran Madre parecía apenas poco más que unos cuantos hilos de agua vistos desde aquel punto de la frígida cumbre de la montaña, y no podía hacerse a la idea de que mucho tiempo atrás había viajado atravesando un territorio caluroso, siguiendo un ancho caudal de agua. Enfrente divisaban el panorama de la siguiente cadena montañosa, un poco más baja, y el profundo valle de frondosas agujas verdes que las separaban. Cerca de allí se alzaban los relucientes picos coronados de hielo.
    Ayla miró a su alrededor, sobrecogida, los ojos brillándole de asombro, conmovida por la grandiosidad y la belleza del panorama. En el aire frío y áspero, las bocanadas de vapor que escapaban de su boca eran testigo de su excitada respiración.
    — ¡Oh, Jondalar, estamos más altos que el resto del mundo! Nunca me he encontrado a tanta altura. ¡Siento como si estuviera en la cima del mundo! —dijo—. Y es tan... tan bello, tan sugestivo.
    Mientras el hombre observaba las expresiones maravilladas, los ojos chispeantes de la joven y su hermosa sonrisa, el entusiasmo que él mismo sentía ante aquel panorama dramático se acentuó a causa de la excitación de su compañera; de pronto, se sintió dominado por un deseo inmediato de acercarse a ella.
    —Sí, tan bello, tan sugestivo —dijo Jondalar.
    Algo en la voz del hombre provocó en Ayla un estremecimiento que la impulsó a desviar los ojos de la extraordinaria vista para contemplar a su compañero.
    Los ojos de Jondalar reflejaban un azul de inverosímil intensidad; durante un momento pareció como si hubiera robado dos pedacitos de cielo de un azul profundo y luminoso, y los hubiera saturado con su amor y su deseo. Ayla se sintió atrapada por ellos, prendida en su encanto inefable, cuya fuente era para ella algo tan sutil como la magia de su amor, pero que era, al mismo tiempo, algo que ella no podía —y no quería— negar. El deseo que inspiraba a Jondalar había sido siempre la «señal» que él le enviaba. Para Ayla no era un acto de la voluntad, sino una tensión física, una necesidad tan intensa y premiosa como la del propio Jondalar.
    Sin advertir siquiera que se movía, de pronto Ayla se encontró en brazos de Jondalar, sintiendo la intensa presión de su cuerpo y su boca cálida y ansiosa. Ciertamente, en la vida de Ayla no faltaban los Placeres, compartían regularmente ese Don de la Madre, y con intenso goce, pero aquel momento era excepcional. Quizás fuera la excitación del ambiente, pero, en todo caso, sintió que todas sus sensaciones se acentuaban. En todos los lugares sentía la presión del cuerpo masculino sobre ella y una especie de cosquilleo recorría su propio cuerpo; las manos de Jondalar en su espalda, los brazos en torno a ella, los muslos contra sus muslos femeninos. El bulto en la ingle, que ella sentía a través del espesor de las prendas de invierno forradas de piel, parecía tibio, y los labios de Jondalar sobre los suyos suscitaron en ella una sensación indescriptible, que la impelía a desear que él jamás se detuviera.
    Apenas la soltó y retrocedió la suficiente para aflojar la prenda que la cubría, el cuerpo de Ayla se sintió casi dolorido a causa del deseo y de la inminencia del contacto. Ya no podía esperar, y, sin embargo, no deseaba que él se precipitase. Cuando Jondalar deslizó la mano bajo la túnica para cerrarla sobre los senos de Ayla, ella se alegró de que las manos del hombre estuviesen frías, porque así provocaban una sensación de contraste con la calidez que ella sentía en su interior. Ahogó una exclamación cuando él apretó un pezón duro; sintió fuegos que le pusieron piel de gallina, y que después se desplazaron por todo su cuerpo hasta el lugar profundo que ardía porque ansiaba todavía más.
    Jondalar sintió las intensas reacciones de Ayla y percibió la sensación paralela de su propio ardor. Su miembro surgió erecto y latió en su plenitud. Sintió la lengua suave y tibia de Ayla que le exploraba la boca y succionaba. Después, él la soltó para buscar la suave tibieza de la de Ayla y, de pronto, experimentó el deseo irresistible de saborear la sal tibia y sentir los pliegues húmedos de la otra abertura de Ayla, pero no quería dejar de besarla. Deseaba tenerla toda ella al mismo tiempo. Le sostuvo los dos senos con las manos, jugó con ambos pezones, pellizcando y frotando, y después le levantó la túnica e introdujo uno en su boca y succionó con fuerza, sintiendo al mismo tiempo la presión de Ayla contra él y percibiendo su gemido de placer.
    Experimentó una vibración e imaginó toda su virilidad entrando en ella. Se besaron de nuevo y ella sintió la fuerza de su propia necesidad y también que su ansia se acentuaba. Tenía hambre de su contacto, de sus manos, de su cuerpo, de su boca y de su virilidad.
    Él comenzó a quitarle la chaqueta y ella le ayudó a hacerlo, deleitándose con el viento frío, que le parecía cálido cuando él acercaba su boca a la boca de Ayla y sus manos al cuerpo de la mujer. Jondalar desató un cordel de los calzones; ella sintió que descendían y caían aun lado. Ambos se acostaron sobre la chaqueta de Ayla; las manos de Jondalar le acariciaron las caderas y el estómago y el interior de los muslos. Ella se abrió para aceptar el contacto.
    Él se colocó entre las piernas de Ayla, y la calidez de su lengua cuando la saboreó provocó punzadas de excitación a través del cuerpo femenino. Ayla se mostraba tan sensible, sus reacciones eran tan intensas, que todo parecía casi insoportable, intolerablemente estimulante.
    Jondalar sintió la respuesta intensa e inmediata al contacto suave. Él había sido entrenado como tallador de pedernal, como fabricante de herramientas de piedra y armas de caza, y era uno de los más hábiles porque tenía sensibilidad para la piedra, con sus reacciones delicadas y sutiles. Las mujeres reaccionaban frente a su percepción y su manipulación sensible del mismo modo que reaccionaba un delicado fragmento de pedernal, y ambos daban de sí lo mejor que tenían. Gozaba sinceramente al ver cómo surgía una hermosa herramienta de un buen trozo de pedernal, al conjuro de su toque diestro, o al sentir que una mujer se excitaba hasta el nivel más alto de sus posibilidades, y había dedicado mucho tiempo a practicar las dos cosas.
    Con su inclinación natural y su sincero deseo de conocer los sentimientos de una mujer, y sobre todo los de Ayla, en el momento más íntimo, sabía que un toque levísimo la excitaría más, en ese momento, aunque una técnica diferente podía ser la apropiada más tarde.
    Besó la cara interior del muslo de Ayla; después ascendió con la lengua y percibió cómo surgían pequeños abultamientos provocados por los escalofríos. Golpeados por el viento frío, Jondalar sintió que ella se estremecía, y aunque Ayla tenía los ojos cerrados y no oponía resistencia, él pudo ver que estaba cubierta de piel de gallina. Se incorporó y se quitó su propia chaqueta para cubrirla, pero la dejó desnuda por debajo de la cintura.
    Aunque no hubiera reparado en ello, la prenda forrada de piel de Jondalar, todavía caliente con el contacto con su cuerpo y saturada de su aroma masculino, resultaba maravillosa. El contraste del viento frío que acariciaba la piel de sus muslos, húmedos a causa de la lengua de Jondalar, le provocaba estremecimientos de placer. Ayla sintió la tibieza y la humedad entre sus pliegues, y el estremecimiento instantáneo provocado por el frío se colmó de un ardiente calor. Con un gemido, se arqueó para recibirlo.
    Con las dos manos apartó los pliegues, admiró la bella flor rosada de su naturaleza femenina y después, incapaz de contenerse, entibió los pétalos que se enfriaban con su lengua húmeda, saboreando el gusto de la mujer. Ella sintió la calidez, y después el frío, y correspondió con un estremecimiento. Era una sensación nueva, no algo que él hubiera hecho antes. Jondalar estaba utilizando el aire mismo de la cumbre de la montaña para producirle Placer, y en un rincón muy profundo de su espíritu ella se maravilló.
    Pero cuando continuó, se olvidó del aire. Con una presión más intensa y la consabida provocación de su boca y sus manos, estimulando, alentando e incitando a los sentidos de Ayla a responder, ella perdió toda conciencia del lugar en que estaba. Sentía sólo la boca de Jondalar que succionaba, su lengua que lamía y exploraba el lugar del Placer, sus dedos hábiles que la penetraban, y después sólo la marea ascendente, hasta que alcanzó la cima, y se desbordó, mientras Ayla buscaba la virilidad de Jondalar y la guiaba hacia su cavidad. Enarcó las caderas y él la colmó.
    Jondalar introdujo profundamente su miembro, cerrando los ojos al sentir el estrechamiento cálido y húmedo. Esperó un momento, después retrocedió y sintió la caricia del túnel profundo, y embistió de nuevo. Se hundió, se retiró, y cada golpe le llevaba más adentro y aumentaba la presión en su interior. Jondalar oyó el gemido de Ayla, sintió que la joven se elevaba de nuevo hacia él; entonces se quedó allí parado y explotó con la liberación de una oleada tras otra de Placer.
    En el silencio, sólo el viento hablaba. Los caballos habían esperado pacientes; el lobo había observado con interés, pero había aprendido a contener su curiosidad más activa. Finalmente, Jondalar elevó su cuerpo, se apoyó en los brazos y miró a la mujer a la que amaba.
    —Ayla, ¿qué sucedería si hubiésemos comenzado a formar un niño? —preguntó.
    —No te preocupes, Jondalar. No creo que suceda. —Ella se felicitaba por haber hallado más plantas anticonceptivas, y estaba tentada de revelárselo a Jondalar como ya se lo había explicado a Tholie. Pero Tholie se había sentido tan confundida al principio, a pesar de que era mujer, que Ayla no se atrevió a hablar de ello con el hombre—. No estoy segura, pero no creo que éste sea el momento en que yo pueda quedar embarazada —dijo, y era cierto que no estaba del todo segura.
    Al final Iza había tenido una hija, a pesar de que había bebido durante años la infusión anticonceptiva. Quizás las plantas especiales perdieron su eficacia después de mucho uso, pensó Ayla, o tal vez Iza se había olvidado de tomarlas, aunque esto último era improbable. Ayla se preguntó qué sucedería si ella dejaba de beber la infusión matutina.
    Jondalar abrigaba la esperanza de que ella tuviese razón, aunque su mente deseaba lo contrario. Se preguntaba si alguna vez habría un hijo en su hogar, un niño nacido de su espíritu, o, quizás, de su propia esencia.

    Pasaron algunos días antes de que llegaran a la cadena siguiente, que era más baja, y no sobrepasaba mucho la línea de árboles; pero desde allí pudieron ver por primera vez las dilatadas estepas occidentales. Era un día terso y claro, aunque había nevado antes, y a lo lejos entrevieron otra cadena más alta de montañas cubiertas de hielo. Abajo, en la llanura, vieron un río que corría hacia el sur, para desembocar en lo que parecía un lago grande y caudaloso.
    — ¿Es el Río de la Gran Madre? —preguntó Ayla.
    —No. Es la Hermana, y tenemos que cruzarlo. Creo que será la travesía más difícil de todo nuestro Viaje —explicó Jondalar—. ¿Ves allí, hacia el sur, donde el agua se extiende de modo que parece un lago? Ésa es la Madre, o más bien el lugar en donde la Hermana se une con ella... o lo intenta. Refluye y se desborda, y las corrientes son traicioneras. No intentaremos cruzar por allí, pero Carlono dijo que es un río turbulento, incluso en el curso superior.
    Tal como estaban las cosas, el día en que miraron desde lo alto hacia el oeste, apostados en la segunda cadena, fue el último día de buen tiempo. Despertaron por la mañana bajo un cielo nublado y amenazador, tan bajo que se fundía con la bruma que flotaba sobre las depresiones y los bajíos. La niebla era casi palpable en el aire, y cubría con gotitas minúsculas los cabellos y las pieles. El paisaje estaba envuelto en una mortaja incorpórea que permitía que los árboles y las rocas no cobraran perfiles concretos a partir de formas confusas hasta el momento en que ellos se acercaban.
    Por la tarde, con un inesperado y resonante retumbar de truenos, se abrió el cielo, iluminado apenas unos segundos antes por un súbito rayo de luz. Ayla se sobresaltó, sorprendida, y se estremeció sobrecogida cuando los relámpagos luminosos de luz blanca surcaron el cielo sobre el trasfondo de las cumbres de las montañas. Pero no era el rayo lo que la asustaba, sino la anticipación del ruido explosivo que presagiaba.
    Ayla se encogía cada vez que oía un estruendo lejano o un rumor cercano, y con cada estallido del trueno parecía que la lluvia caía con más fuerza, como si el ruido la obligase a desprenderse de las nubes. Mientras descendían por la ladera occidental de las montañas, la lluvia caía en cortinas espesas como cascadas. Los arroyos se colmaban y desbordaban, y los riachuelos que saltaban sobre las cornisas se convertían en torrentes arrolladores. El suelo se hizo resbaladizo y comenzó a ser peligroso en algunos lugares.
    Ambos sentían la gran satisfacción de contar con los chaquetones mamutoi contra la lluvia, una prenda confeccionada con cueros depilados de ciervo; el de Jondalar era de cuero de megaceros, el ciervo gigante de las estepas, y el de Ayla estaba confeccionado con piel de reno norteño. Se ponían sobre las chaquetas de piel cuando el viento era frío, o sobre las túnicas corrientes cuando era más cálido. Su cara externa estaba teñida de rojo y amarillo. Los pigmentos minerales habían sido mezclados con sustancias grasas, y el color se aplicaba a los cueros con un instrumento especial para bruñir, fabricado con huesos de las costillas; este preparado confería a las prendas un lustre consistente y brillante, que era también un buen repelente del agua. Incluso húmeda, esa prenda proporcionaba cierta protección, pero el acabado bruñido y saturado de grasa no podía impedir totalmente la penetración del impresionante diluvio.
    Cuando se detuvieron para pasar la noche y armar la tienda, todo estaba mojado, incluso las pieles de dormir; además, era imposible hacer fuego. Llevaron leña al interior de la tienda, sobre todo las ramas inferiores secas de las coníferas, con la esperanza de que se secaran en el transcurso de la noche. Por la mañana continuaba lloviendo y las ropas seguían mojadas; pero usando una piedra de fuego y la yesca que traía consigo, Ayla consiguió encender un pequeño fuego, lo suficiente para hervir un poco de agua y preparar una infusión caliente. Comieron sólo las tortas cuadradas y aplastadas que Roshario les había entregado para alimentarse durante el Viaje y que eran una variante del alimento habitual, compacto y nutritivo, que podía mantener indefinidamente a una persona aunque sólo comiera eso. Consistía en cierta variedad de carne seca, molida y mezclada con grasa, generalmente una fruta seca del tipo de las bayas, y a veces granos o raíces parcialmente cocidos.
    Los caballos estaban frente a la tienda, impasibles, las cabezas inclinadas y el agua chorreando por el largo pelaje de invierno, y el bote redondo se había desprendido y estaba casi lleno de agua. Jondalar y Ayla estaban dispuestos a dejarlo, junto con las pértigas que servían para arrastrarlo. La angarilla, que había sido útil para transportar cargas sobre las praderas abiertas, y el bote redondo —un medio eficaz de transportar los enseres al cruzar los ríos—, se habían convertido en un impedimento en las montañas accidentadas y boscosas. Habían frenado la velocidad del desplazamiento, e incluso podían resultar peligrosos al descender por las laderas difíciles bajo una lluvia torrencial. Si Jondalar no hubiera sabido que durante gran parte del resto de su Viaje aún tendrían que cruzar planicies, los habría abandonado mucho antes.
    Desataron el bote sujeto a las pértigas y volcaron el agua, poniendo el bote boca abajo, y finalmente lo colocaron sobre ellos. Estando allí debajo, sosteniendo el bote redondo sobre la cabeza, se miraron y sonrieron. Por el momento estaban a salvo de la lluvia. No se les había ocurrido que el bote, que les permitía flotar sobre el agua de un río, también podía servir de techo para cortar el paso de la lluvia. Quizás no mientras avanzaban, pero por lo menos, podían utilizarlo para librarse de la lluvia durante un rato, cuando caía con mucha fuerza.
    Mas ese descubrimiento no resolvía el problema del transporte del artefacto. Y entonces, como si ambos hubieran tenido simultáneamente la misma idea, colocaron el bote redondo sobre el lomo de Whinney. Si conseguían encontrar la forma de mantenerlo en aquella posición, les ayudaría a conservar secas la tienda y dos de los canastos. Sirviéndose de las pértigas y de algunas cuerdas, idearon un modo de sostener el bote sobre el lomo de la paciente yegua. Resultaba un tanto engorroso, y sabían que a veces sería demasiado ancho, lo que les obligaría a desviarse del camino o a retirarlo de la yegua; pero no creían, en definitiva, fuese más difícil que lo que habían afrontado antes, y bien podía beneficiarles en algo.
    Prepararon y cargaron los caballos, pero sin la intención de montarlos. En cambio, extendieron sobre el lomo de Whinney la pesada y húmeda tienda de cuero y la manta que cubría el suelo, y sobre ellas depositaron el bote redondo, sostenido por las pértigas cruzadas. Sobre el lomo de Corredor extendieron un pesado cobertor confeccionado con cuero de mamut, que Ayla había usado para cubrir el canasto en el que llevaba el alimento, para cubrir también sus dos canastos.
    Antes de partir, Ayla pasó un tiempo con Whinney, calmándola y dándole las gracias, empleando el lenguaje especial que ella había desarrollado en el valle. No se le había ocurrido siquiera preguntarse si realmente Whinney la entendía. El lenguaje era familiar y tranquilizador, y la yegua respondía visiblemente a ciertos sonidos y movimientos, interpretados como señales.
    Incluso Corredor movía las orejas, agitaba la cabeza y relinchaba suavemente cuando ella hablaba; Jondalar, por su parte, suponía que se comunicaba con los caballos de un modo especial que él no atinaba a entender, a pesar de que comprendía ciertas cosas que Ayla decía. Era parte del misterio de esa mujer, ese misterio que le tenía fascinado.
    Después, comenzaron a descender el accidentado terreno al frente de los caballos, señalándoles el camino. Lobo, que había pasado la noche dentro de la tienda y al principio no estaba tan empapado, al poco rato ofrecía un aspecto peor aún que el de los caballos. Su pelaje, generalmente espeso y esponjoso, se había pegado al cuerpo, parecía disminuir sus proporciones y mostrar los perfiles de los huesos y los músculos. Las chaquetas de piel del hombre y la mujer estaban mojadas pero eran bastante cálidas aunque no del todo cómodas, especialmente con la piel húmeda y apelmazada que forraba las capuchas. Al cabo de un rato, el agua comenzó a descender por su cuello, pero poco podían hacer para remediarlo. Mientras el cielo tormentoso continuaba enviando sus torrentes de agua, Ayla llegó a la conclusión de que la lluvia era el tipo de tiempo que menos le agradaba.
    Siguió lloviendo durante algunos días más casi constantemente, mientras descendían la ladera de la montaña. Cuando llegaron a las altas coníferas, encontraron cierta protección bajo su dosel, pero dejaron atrás la mayor parte de los árboles allí donde se abría una amplia terraza, aunque el río quedaba mucho más abajo. Ayla comenzó a darse cuenta de que el río que ella había visto desde lo alto debía estar mucho más lejos y ser más grande aún de lo que ella creía. Aunque había amainado un tanto, la lluvia seguía cayendo, y sin la protección de los árboles, por escasa que fuera, todos se sentían mojados y en un estado lastimoso, aunque ahora tenían una ventaja: podían montar en los caballos, por lo menos parte del tiempo.
    Cabalgaron hacia el oeste y descendieron por una serie de terrazas de loess que partían de las montañas; las más altas estaban atravesadas por innumerables arroyuelos colmados y desbordados por las aguas que bajaban de las tierras altas, fruto del diluvio que caía del cielo. Chapotearon a través del lodo y cruzaron varios cursos de aguas remolineantes que procedían de las alturas. Después, descendieron a otra terraza e inesperadamente encontraron un pequeño asentamiento.
    Los toscos refugios de madera, poco más que improvisados, sin duda armados deprisa, parecían ruinosos, pero ofrecían cierta protección contra el agua que caía constantemente, y constituyeron una grata sorpresa para los viajeros. Ayla y Jondalar se acercaron a toda prisa. Desmontaron, conscientes del temor que los animales domesticados podían despertar en la gente, y llamaron en sharamudoi, con la esperanza de que fuese una lengua conocida. Pero no hubo respuesta; cuando miraron más de cerca, quedó claro que allí no había nadie.
    —Estoy seguro de que la Madre comprende que necesitamos refugio. Doni no se opondrá si entramos —dijo Jondalar, que penetró en una choza y miró alrededor.
    Estaba completamente vacía, excepto una correa de cuero que colgaba de una clavija; el piso de tierra era una masa de lodo blanco por donde un arroyo había atravesado el lugar antes de desviarse. Salieron y se acercaron a la choza más grande.
    Al aproximarse, Ayla comprendió que algo importante faltaba.
    —Jondalar, ¿dónde está la donii? No veo la figura de la Madre protegiendo la entrada.
    Él miró alrededor y asintió.
    —Seguramente se trata de un campamento de verano provisional. No dejaron una donii porque no querían que Ella lo protegiese. Quien construyó esto no esperaba que durase todo el invierno. Abandonaron el lugar, se marcharon y se llevaron todo con ellos. Probablemente se trasladaron a terrenos más altos cuando comenzaron las lluvias.
    Entraron en la estructura más grande y descubrieron que era más sólida que la otra. Había grietas sin reparar en las paredes y la lluvia se filtraba por diferentes puntos del techo, pero el tosco piso de madera estaba a cierta altura sobre el nivel del lodo pegajoso y había algunos tarugos de madera desparramados cerca del hogar construido con piedras, a la altura del piso. Era el lugar más seco y cómodo que habían visto en varios días.
    Salieron, depositaron la angarilla y metieron los caballos. Ayla encendió fuego mientras Jondalar entraba en una de las estructuras más pequeñas y comenzaba a arrancar maderas de las paredes interiores secas, para utilizarlas como leña. Cuando regresó, Ayla ya había tendido gruesas cuerdas a través de la habitación, atándolas a clavijas que encontró en la pared para tender en ellas las ropas y las mantas mojadas.
    Jondalar la ayudó a desplegar la tienda y a tenderla en una cuerda, pero tuvieron que recogerla un poco para evitar una gran gotera que la empapaba todavía más.
    —Deberíamos hacer algo para reparar la estructura del techo —dijo Jondalar.
    —He visto que cerca de aquí crece la espadaña —dijo Ayla—. No se necesitaría mucho tiempo para tejer unas esteras con las hojas, y así podríamos cubrir los agujeros.
    Salieron a recoger las hojas de espadaña, resistentes y bastante duras, para reparar las goteras del techo; cada uno cortó una brazada de plantas. Las hojas que bordeaban el tallo tenían unos cincuenta centímetros de largo, una pulgada más de ancho, y en el extremo se ahusaban. Ayla había dado a Jondalar las instrucciones básicas del tejido; tras observar a la joven para ver cómo preparaba esteras chatas y cuadradas, también él comenzó a confeccionarlas. Ayla estaba pendiente de su propio trabajo y sonreía para sus adentros. No podía evitarlo. Aún experimentaba un sentimiento de sorpresa al ver que Jondalar era capaz de hacer el trabajo propio de las mujeres y le encantaba la buena voluntad que ponía. Trabajando los dos, pronto tejieron tantos parches como goteras había.
    Las estructuras estaban formadas por una capa más bien delgada de juncos unida a una estructura básica de largos troncos de árboles, que no eran mucho más que renuevos, enlazados unos con otros. Aunque no estaban construidas con planchas, eran análogas a las moradas en forma de A levantadas por los Sharamudoi, excepto que la viga principal no descendía en vertical y que eran asimétricas. El costado en que se abría la entrada, frente al río, era casi vertical; el lado opuesto se inclinaba sobre él en ángulo agudo. Los extremos estaban cerrados, pero se podían elevar un tanto como si fueran aleros.
    Salieron y fijaron las esteras, asegurándolas con trozos de hojas de espadaña, resistentes y correosas. Había dos goteras cerca del extremo superior, y era difícil llegar a ellas, incluso con la estatura de Jondalar, que medía un metro noventa y cinco; además, no estaban seguros de que la estructura soportara el peso de ninguno de los dos. Decidieron volver al interior y buscar un modo de cubrir las goteras, recordando en el último momento que necesitaban llenar un recipiente grande y algunos cuencos con agua para beber y cocinar. Cuando Jondalar alargó la mano y bloqueó una de las goteras, se les ocurrió como solución final la idea de asegurar el parche desde dentro.
    Tras haber cubierto la entrada con la manta de cuero de mamut, Ayla paseó la mirada por el interior en sombras, iluminado únicamente por el fuego que comenzaba a entibiar el lugar y a convertirlo en un ambiente agradable. La lluvia seguía cayendo afuera y ellos se encontraban en un lugar protegido, seco y tibio, si bien comenzaba a llenarse de vapor a causa de las prendas mojadas que estaban secándose; en aquella vivienda de verano no había respiradero. El humo de los hogares generalmente se disipaba a través de las paredes y el techo, que ciertamente no eran herméticos, o por los extremos, que a menudo quedaban abiertos en los días más cálidos. Pero la hierba seca y los juncos se habían hinchado con la humedad y era más difícil que el humo se filtrase, de modo que comenzó a acumularse a lo largo de la viga del techo.
    Aunque los caballos estaban acostumbrados a permanecer expuestos a los elementos naturales y generalmente lo preferían, Whinney y Corredor se habían criado entre la gente y estaban acostumbrados a compartir las habitaciones humanas, e incluso los ambientes ahumados. Permanecieron en el lugar que Ayla les había destinado, y hasta ellos parecieron satisfechos de abandonar el mundo del agua permanente. Ayla puso piedras de cocinar en el fuego; después, ella y Jondalar restregaron a los caballos y a Lobo, para ayudarles a secarse.
    Abrieron todos los paquetes y bultos para cerciorarse de que nada había sido dañado por el exceso de humedad; encontraron prendas secas, se cambiaron y se sentaron junto al fuego a beber una infusión caliente, mientras se cocía una sopa, preparada con el alimento comprimido de viaje. Cuando el humo comenzó a ocupar los lugares más altos de la vivienda, perforaron unos orificios en los dos extremos del techo liviano, lo que permitió desalojar el humo y el paso de un poco más de luz.
    Les venía bien relajarse. No habían advertido lo cansados que estaban, y antes de que oscureciese por completo, el hombre y la mujer se deslizaron bajo las pieles de dormir, todavía un poco húmedas. Pero fatigado como estaba, Jondalar no pudo conciliar el sueño. Recordó la última vez que había desafiado las aguas rápidas y traicioneras del río llamado la Hermana; en la oscuridad, experimentó un escalofrío de temor ante la idea de tener que cruzarlo con la mujer a la que amaba.

    21

    Ayla y Jondalar permanecieron en el campamento de verano abandonado los dos días siguientes. La mañana del tercer día, la lluvia finalmente amainó. La espesa capa de nubes grises se diluyó, y por la tarde la luz solar intensa se filtró entre las masas azules rodeadas de algodonosas nubes blancas. Un viento intenso sopló desde una dirección y después desde otra, como si ensayara diferentes posiciones y no se decidiese a establecer una definitiva.
    Casi todas las cosas estaban secas, pero Ayla y Jondalar abrieron los extremos de la vivienda para permitir el paso del viento que secaría por completo las últimas prendas de abrigo y permitiría ventilarlo todo. Algunas ropas de cuero se habían endurecido. Sería necesario trabajarlas y estirarlas, aunque el uso constante probablemente bastaría para devolverles la flexibilidad; pero en realidad no estaban dañadas. Sin embargo, los canastos tejidos presentaban otro aspecto. Se habían secado después de perder la forma y estaban deteriorados; también se habían cubierto de moho. La humedad los había ablandado y el peso del contenido había hundido la base, separándose y rompiéndose las fibras.
    Ayla llegó a la conclusión de que tendría que confeccionar canastos nuevos, a pesar de que las hierbas secas, las plantas y los árboles del otoño no eran los materiales más sólidos ni los mejores. Cuando se lo comunicó a Jondalar, éste le planteó otro problema.
    —De todos modos, esos canastos me inquietan —dijo—. Cada vez que cruzamos un río con profundidad suficiente para obligar a nadar a los caballos, los canastos se mojan si no los retiramos. Con el bote redondo y las angarillas de estacas, no es un problema muy grave. Ponemos los canastos en el bote, y mientras estamos en campo abierto es bastante fácil usar las angarillas. La mayor parte del territorio que hemos de recorrer está formado por pastizales abiertos, pero también habrá algunos bosques y terrenos irregulares. Allí, como en estas montañas, quizás no resulte fácil arrastrar las pértigas y el bote. Tal vez debamos dejar atrás ese bote, pero en ese caso necesitaríamos canastos que no se mojen cuando los caballos atraviesen a nado un río. ¿Puedes confeccionar algo por el estilo?
    —Tienes razón —convino Ayla—, se mojan. Cuando confeccioné los canastos, no tenía que cruzar muchos ríos, y los que atravesaba no eran muy profundos. —Frunció el ceño concentrada en el problema; después recordó el canasto que había ideado la primera vez—. Al principio no usaba canastos para transportar cosas. Cuando se me ocurrió cargar algo a lomos de Whinney, preparé un recipiente grande y poco profundo. Quizás pueda confeccionar de nuevo algo por el estilo. Sería más fácil si no montásemos los caballos, pero...
    Ayla cerró los ojos, tratando de visualizar la idea que estaba concibiendo en su cerebro.
    —Tal vez... podría confeccionar canastos que colocaríamos a lomos del animal, mientras estuviéramos en el agua... Aunque no, eso no serviría si al mismo tiempo tuviésemos que montar... pero... quizás podría preparar algo que los caballos llevasen sobre las ancas, detrás... —Miró a Jondalar—. Sí; creo que podré confeccionar recipientes que servirán.
    Recogieron juncos y hojas de espadaña, ramas de sauce umbrero, largas y finas raíces de abeto, y todo cuanto Ayla vio y le pareció que podía ser utilizado como material para fabricar canastos o cuerdas que permitiesen entretejer recipientes. Ensayando varios métodos y probándolos en Whinney, Ayla y Jondalar trabajaron todo el día. A la caída de la tarde habían confeccionado una especie de canasto tipo albarda que permitía guardar todas las pertenencias y objetos de viaje de Ayla, podía ser transportado por la yegua mientras ella la montaba y se mantendría más o menos seco cuando el caballo nadara. Comenzaron inmediatamente a fabricar otro para Corredor. Trabajaron con mucha más rapidez porque ya habían dado con el método y sabían cómo ponerlo en práctica.
    Por la tarde, el viento se acentuó; cambió de curso con un frío hálito norteño que desplazó rápidamente las nubes hacia el sur. Cuando la tarde se convirtió en noche, el cielo estaba casi claro, pero el frío era mucho más intenso. Se proponían partir por la mañana y ambos decidieron revisar sus cosas para aligerar la carga. Los antiguos canastos eran más amplios; en las nuevas albardas era necesario ahorrar espacio. Por mucho que se esforzaran, la cabida era menor. Había que eliminar algunas cosas. Extendieron en el suelo todo lo que ambos transportaban.
    Ayla señaló la lámina de marfil en la que Talut había tallado el mapa, el cual mostraba la primera parte del Viaje.
    —Ya no necesitamos eso. El país de Talut ha quedado muy atrás —dijo con cierta tristeza.
    —Tienes razón, no lo necesitamos. Sin embargo, siento dejarlo —dijo Jondalar, y esbozó un gesto de desagrado ante la idea de desembarazarse de la pieza—. Sería interesante conservar uno de los mapas que trazan los Mamutoi, y además me recuerda a Talut.
    Ayla asintió con un gesto de comprensión.
    —Bien; si dispones de espacio, llévatelo; pero no es esencial.
    Jondalar miró las cosas de Ayla esparcidas por el suelo y alzó el misterioso envoltorio que había visto antes.
    — ¿Qué es esto? —preguntó.
    —Es sólo algo que preparé el invierno pasado —dijo ella, mientras se lo quitaba y desviaba la mirada, sonrojándose. Lo colocó a su espalda, metiéndolo bajo el montón de cosas que estaba apartando—. Dejaré mis ropas estivales de viaje, que están manchadas y gastadas, y usaré las de invierno. De ese modo tendré más espacio.
    Jondalar la miró severamente, pero no hizo ningún comentario.

    A la mañana siguiente, cuando despertaron, hacía frío. Una fina nube de bruma tibia aparecía cada vez que respiraban. Ayla y Jondalar se vistieron deprisa, y después de encender fuego para beber una taza de infusión, guardaron la ropa de cama. Estaban ansiosos por partir, pero cuando salieron, se detuvieron y miraron sorprendidos a su alrededor.
    Una fina capa de reluciente escarcha había transformado las montañas circundantes, con inusitada vivacidad. A medida que la escarcha se derretía, cada gota de agua se convertía en un prisma que reflejaba un brillante fragmento del arco iris en un minúsculo estallido de rojo, verde, azul u oro, que pasaba de un color al otro cuando ellos se movían y veían el espectro desde un ángulo distinto. Sin embargo, la belleza de las efímeras joyas de la escarcha constituía un recordatorio de que la estación cálida era poco más que un fugaz relámpago de color en un mundo congelado por el invierno y de que el verano corto y cálido había concluido.
    Cuando acabaron de guardarlo todo y estaban preparados para partir, Ayla volvió los ojos hacia el campamento de verano que tan oportunamente les había brindado cobijo. Su aspecto era incluso más ruinoso, pues ellos habían arrancado trozos de los refugios más pequeños para alimentar el fuego; pero Ayla sabía que, de todos modos, aquellas viviendas endebles y provisionales no durarían mucho más. Se sentía agradecida por haberlas encontrado en su momento.
    Continuaron hacia el oeste, en dirección al Río de la Hermana, y descendieron por una pendiente en busca de otra terraza llana, aunque aún estaban a suficiente altura para ver los amplios pastizales de las estepas que se extendían al lado opuesto del turbulento curso de agua al que se aproximaban. Desde allí se les ofrecía una perspectiva de la región, así como un panorama de la extensión de la llanura fluvial que se abría al frente. La tierra llana, que, por lo general, estaba sumergida durante los períodos de inundación, se extendía unos quince kilómetros, pero era más ancha en la orilla opuesta. Las estribaciones de la colina, en la orilla más cercana, limitaban la expansión normal de las aguas de la inundación, aunque había elevaciones, colinas y promontorios que también cruzaban el río.
    En contraste con los pastizales, la planicie inundable era un espacio de pantanos, pequeños lagos, bosques y vegetación enmarañada que el río atravesaba. Si bien carecía de canales sinuosos, le recordaba a Ayla el enorme delta del Río de la Gran Madre, pero a escala más reducida. Las sargas y los matorrales estacionales que parecían crecer dentro del agua en los bordes de la rápida corriente indicaban tanto la magnitud de la inundación provocada por las lluvias recientes como la considerable extensión de tierra de la que ya se había adueñado el río.
    La atención de Ayla retornó al ambiente inmediato cuando el paso de Whinney cambió súbitamente, porque sus cascos se hundieron en la arena. Los arroyuelos que habían cortado las terrazas a cierta altura se habían convertido en lechos fluviales profundos entre las dunas movedizas de tierra arenosa. Los caballos trastabillaban al avanzar, y con cada paso levantaban surtidores de suelo flojo, rico en calcio.
    Próximo el atardecer, cuando el sol poniente, casi cegador en su intensidad, se acercaba a la tierra, trataron de protegerse los ojos, y miraron frente a ellos en busca de un lugar donde acampar. Al acercarse a la planicie inundable, vieron que las arenas finas y movedizas comenzaban a adquirir un aspecto algo distinto. Como en las terrazas altas, ahora se trataba principalmente de loess —polvo de roca, producto de la acción pulverizadora del glaciar y depositado por el viento—, pero a veces la inundación del río tenía caudal suficiente para alcanzar aquella elevación. Entonces el limo arcilloso agregado al suelo lo endurecía y estabilizaba. Cuando comenzaron a ver los conocidos pastos de la estepa que crecían junto al arroyo cuyo curso estaban siguiendo, uno de los innumerables que descendían de la montaña en busca de la Hermana, decidieron detenerse.
    Después de montar la tienda, el hombre y la mujer partieron en distintas direcciones a cazar para la cena. Ayla llevó a Lobo, que echó a correr y poco después espantó una nidada de chochas. Se abalanzó sobre una de ellas, Ayla sacó su honda y derribó otra que creía haber alcanzado la seguridad del cielo. Ayla contempló la posibilidad de permitir que Lobo conservara el ave que había atrapado, pero cuando él se resistió a entregársela, cambió de idea. Aunque un ave de buen tamaño podía haber saciado su apetito y el de Jondalar, deseaba afirmar en el lobo la comprensión de que, cuando ella lo exigiese, tendría que compartir con los humanos sus presas, pues Ayla no sabía lo que les esperaba.
    No había pensado a fondo sobre la cuestión, pero el aire gélido la había llevado a comprender que estarían viajando durante la estación fría e internándose en un país ignoto. La gente que ella había conocido, tanto los miembros del Clan como los Mamutoi, rara vez se alejaban mucho a lo largo de los rigurosos inviernos glaciales. Se instalaban en un lugar al abrigo del frío cruel y las ventiscas, y consumían los alimentos que habían almacenado. La idea de viajar en invierno la inquietaba.
    Jondalar había cazado una liebre grande con el lanzavenablos y decidieron guardarla para después. Ayla deseaba asar las aves en el fuego, pero habían acampado en las estepas abiertas, al lado de un arroyo que tenía tan sólo unos pocos matorrales en las orillas. Al mirar alrededor, Ayla vio un par de cornamentas, de tamaño desigual, sin duda provenientes de animales distintos, las cuales habían sido abandonadas el año anterior. Aunque la cornamenta era mucho más resistente que la madera, con la ayuda de Jondalar, los cuchillos de afilado pedernal y la pequeña hacha que él llevaba en el cinto, consiguieron quebrarla. Ayla utilizó una parte para ensartar las aves, y las puntas desprendidas se convirtieron en horquetas para sostener el asador. Después de tanto esfuerzo, Ayla decidió que conservaría esos elementos para usarlos otra vez, sobre todo porque la cornamenta se quemaba con mucha lentitud. Entregó a Lobo su parte del ave asada, así como una porción de unas grandes raíces de junco extraídas de una zanja situada junto al arroyo, mezcladas con cepas del prado, que, como ella bien sabía, eran comestibles y sabrosas. Después de la cena se sentaron junto al fuego y contemplaron cómo caía la noche. Los días eran cada vez más cortos, y por la noche no estaban tan fatigados, ya que era mucho más fácil cabalgar por lugares abiertos que abrirse paso en las montañas boscosas.
    —Esas aves estaban muy sabrosas —comentó Jondalar—. Me gusta la piel tostada de ese modo.
    —En esta época del año, cuando están tan gordas y buenas, es el mejor modo de prepararlas —dijo Ayla—. Las plumas están cambiando de color y el plumón del pecho es muy espeso. Quisiera que pudiéramos llevárnoslas, sería un relleno excelente y suave. Las plumas de la perdiz blanca sirven para fabricar las mantas más livianas y cálidas; pero no tengo espacio para transportarlas.
    —Ayla, quizás el año próximo. Los Zelandonii también cazan la perdiz blanca. –Jondalar trataba con sus palabras de alentarla, de lograr que deseara ver el fin del Viaje.
    —La perdiz blanca era la favorita de Creb —dijo Ayla.
    Jondalar pensó que en el rostro de la joven se dibujaba una expresión triste, y como no habló más, él continuó su comentario con la esperanza de distraerla de lo que la inquietaba.
    —Incluso hay una clase de perdiz, no precisamente en las inmediaciones de nuestras cavernas, sino al sur, cuyo plumaje no se vuelve blanco. Todo el año se parece a como es una perdiz blanca en verano, y su carne tiene el mismo sabor. La gente que vive en esa región la llama chocha roja, y le encanta usar las plumas en el tocado y las ropas. Confeccionan trajes especiales para cierta ceremonia de la Chocha Roja, y danzan con los movimientos del ave, golpeando el suelo con los pies, igual que hacen los machos cuando tratan de seducir a las hembras. Es parte de su Festival de la Madre. —Hizo una pausa, pero como ella persistiera en su silencio, añadió—: Cazan las aves con redes y atrapan muchas de una sola vez.
    —Yo cacé una de éstas con mi honda, pero Lobo atrapó la otra —dijo Ayla.
    Como no continuó hablando, Jondalar llegó a la conclusión de que no sentía deseos de conversar, de modo que permanecieron callados un rato mientras observaban el fuego que consumía el matorral y el estiércol, que había vuelto a secarse después de la lluvia, y ahora ardía bien. Finalmente, ella volvió a hablar.
    — ¿Recuerdas el palo arrojadizo de Brecie? Ojalá supiera usar algo semejante. Con él podría atrapar muchas aves de una sola vez.
    Esa noche la temperatura descendió deprisa y ambos se alegraron de contar con la tienda. Aunque Ayla se había mostrado antes extrañamente silenciosa, dominada por la tristeza y los recuerdos, ahora respondió cálidamente al contacto de Jondalar, y éste pronto cesó de inquietarse por la actitud de la joven.

    Por la mañana, el aire continuaba fresco y la humedad había cubierto de nuevo el suelo con el espectral resplandor de la helada. El agua estaba fría pero les reanimó cuando la usaron para lavarse. Habían depositado la liebre de Jondalar, envuelta en su propia piel, bajo los carbones candentes, con el propósito de que se cociera en el transcurso de la noche. Cuando desprendieron la piel ennegrecida, la abundante capa de grasa invernal que estaba exactamente debajo había impregnado la carne generalmente flaca y a menudo correosa, y la cocción lenta en ese recipiente natural había permitido obtener un alimento jugoso y blanco. Era el mejor período del año para cazar animales de orejas largas.
    Cabalgaron uno junto al otro a través de los pastos altos y maduros, sin apresurarse, pero manteniendo un ritmo regular y hablando a veces. Los animales pequeños abundaban en el camino hacia la Hermana, pero los únicos animales grandes que vieron a lo largo de toda la mañana se encontraban en el lado opuesto del río, muy lejos; un pequeño grupo de mamuts machos, que se dirigían al norte. Más avanzado el día, asimismo en la orilla opuesta, divisaron un rebaño, formado por caballos y antílopes de la saiga. Whinney y Corredor también lo vieron.
    —El tótem de Iza fue la Saiga —dijo Ayla—. Era un tótem muy poderoso para tratarse de una mujer. Incluso más poderoso que el tótem que presidió el nacimiento de Creb, el Gamo. Por supuesto, el Oso Cavernario lo había elegido y fue un segundo tótem antes de convertirse en Mog-ur.
    —Pero tu tótem es el León Cavernario. Es un animal mucho más poderoso que un antílope saiga —observó Jondalar.
    —Lo sé. Es un tótem masculino, un tótem del cazador. Por eso al principio les fue tan difícil creerlo —repuso Ayla—. En realidad no me acuerdo, pero Iza me dijo que Brun incluso se enojó con Creb cuando éste lo mencionó en mi ceremonia de adopción. Por eso estaban seguros de que yo jamás tendría hijos. Ningún hombre tiene un tótem tan poderoso que pueda derrotar al León Cavernario. Todos se sorprendieron mucho cuando quedé embarazada de Durc, pero estoy segura de que fue Broud quien lo inició, cuando me forzó. —Frunció el entrecejo ante el desagradable recuerdo—. Y si los espíritus del tótem tienen algo que ver con el comienzo de los niños, te diré que el tótem era el Rinoceronte Lanudo. Recuerdo que los cazadores del Clan hablaban de un rinoceronte lanudo que mató a un león de la caverna, de modo que debió de ser bastante fuerte y, lo mismo que Broud, pudo comportarse con crueldad.
    —Los rinocerontes lanudos son imprevisibles, y a veces malignos —dijo Jondalar—. Thonolan fue corneado por uno lejos de aquí. Habría muerto si los Sharamudoi no nos hubieran encontrado. —El hombre cerró los ojos al evocar la terrible escena, y permitió que Corredor continuara avanzando sin guía. No hablaron durante un rato, hasta que por fin preguntó—: ¿Todos los miembros del Clan tienen su tótem?
    —Sí —replicó Ayla—. El tótem aporta guía y protección. Cada Mog-ur del Clan descubre el tótem del recién nacido, por lo general antes de que cumpla el año. En la ceremonia del tótem entrega al niño un amuleto que a veces lleva un trozo de la piedra roja. El amuleto es el lugar donde mora el espíritu del tótem.
    — ¿Quieres decir que es algo parecido a la donii, el lugar en que descansa el espíritu de la Madre? —preguntó Jondalar.
    —Creo que es algo semejante, pero el tótem protege al individuo, no el hogar, aunque se regocija si uno vive en un sitio conocido. Cada cual tiene que llevar consigo el amuleto. De ese modo el espíritu del tótem lo identifica. Creb me dijo que el espíritu de mi León Cavernario no podría hallarme sin el amuleto. Si yo lo perdía, perdería su protección. Creb aseguró que si llegaba a perder mi amuleto, moriría —explicó Ayla.
    Jondalar no había comprendido antes todas las implicaciones del amuleto de Ayla, ni la razón por la que ella lo protegía tanto. En ocasiones había pensado que la joven exageraba. Rara vez se lo quitaba, excepto para bañarse o nadar, y a veces ni siquiera entonces. Él había pensado que era una manera de aferrarse a su niñez en el Clan, y abrigaba la esperanza de que en algún momento cesaría de depender del amuleto. Ahora comprendía que el asunto era más complejo de lo que había imaginado. Si un hombre de gran poder mágico le hubiera dado algo, diciéndole al mismo tiempo que moriría si llegaba a perderlo, él también habría adoptado una actitud protectora en lo concerniente al objeto en cuestión. Jondalar no dudaba de que el santón del Clan, que había criado a Ayla, poseyera un auténtico poder proveniente del mundo de los espíritus.
    —También tiene que ver con los signos que tu tótem te envía si adoptas la decisión acertada en relación a algo importante de tu vida —continuó Ayla.
    Una tenaz preocupación que había estado perturbándola la apremió con más fuerza. ¿Por qué su tótem no le había proporcionado alguna clase de signo para confirmar que había adoptado la decisión justa cuando resolvió acompañar a Jondalar en el Viaje al hogar? Ayla no había descubierto un solo objeto que pudiese interpretar como un signo del tótem después de haberse separado de los Mamutoi.
    —No son muchos los Zelandonii que tienen su tótem personal —dijo Jondalar—, pero algunos lo poseen. Suele ser considerado un hecho afortunado. Willamar tiene uno.
    —Es el compañero de tu madre, ¿verdad? —preguntó Ayla.
    —Sí. Thonolan y Folara nacieron ambos en su hogar, y él siempre me trató como si yo también hubiese nacido allí.
    — ¿Cuál es su tótem?
    —El Águila Dorada. Cuentan que cuando él era niño, un águila dorada descendió planeando y le atrapó, pero su madre le aferró antes de que el ave pudiera llevárselo. Todavía tiene en el pecho las cicatrices de las garras. Sus zelandoni dijeron que el águila le reconoció como uno de los suyos y acudió a buscarlo. Así supieron que era su tótem. Marthona cree que por eso a él le gusta tanto viajar. No puede volar como el águila, pero necesita ver la tierra.
    —Es un tótem poderoso, como el León Cavernario, o el Oso Cavernario —comentó Ayla—. Creb siempre decía que no era fácil vivir con los tótems poderosos, y es cierto; pero yo he recibido mucho. El mío incluso te trajo a mi lado. Creo que he sido muy afortunada. Jondalar, confío que el León Cavernario te traiga suerte. Ahora es también tu tótem.
    —Antes dijiste lo mismo —sonrió Jondalar.
    —El León Cavernario te eligió, y tienes las cicatrices que lo demuestran, del mismo modo que Willamar fue marcado por su tótem.
    Jondalar permaneció en silencio un momento, en actitud pensativa.
    —Quizás tengas razón. No lo había pensado.
    Lobo, que había salido a explorar, apareció de pronto. Emitió un gruñido para atraer la atención de Ayla y a continuación se instaló al lado de Whinney. Ella solía observarle cuando corría, la lengua colgándole por un extremo de la boca, las orejas erguidas, moviéndose con el acostumbrado e infatigable ritmo del lobo, que le permitía cubrir todo el terreno, a través de las plantas de heno, tan altas que a veces lo ocultaban. Parecía feliz y alerta. Le encantaba alejarse y explorar por su cuenta, pero siempre regresaba, y eso complacía a Ayla, lo mismo que cabalgar con el hombre y el corcel al lado.
    —Por el modo en que siempre hablas de él, creo que tu hermano seguramente era algo así como el hombre de tu hogar —dijo Ayla, reanudando la conversación—. A Thonolan también le gustaba viajar, ¿verdad? ¿Se parecía a Willamar?
    —Sí, pero no tanto como yo me parezco a Dalanar. Todos se dan cuenta. Thonolan tenía mucho más de Marthona —dijo sonriendo Jondalar—, pero nunca fue elegido por un águila, y, por tanto, eso no explica su ansia de viajar. —Su sonrisa se desvaneció—. Las cicatrices de mi hermano eran el resultado del ataque de aquel rinoceronte lanudo imprevisible. —Reflexionó un momento—. Por otra parte, Thonolan también fue siempre un poco imprevisible. Quizás a causa de su tótem. Parece que no le trajo demasiada suerte, aunque de pronto los Sharamudoi toparon con nosotros y nunca le vi tan feliz como después de conocer a Jetamio.
    —No creo que el Rinoceronte Lanudo sea un tótem favorable —dijo Ayla—; me parece, en cambio, que el León Cavernario sí que lo es. Cuando me eligió, incluso me dio las mismas marcas que el Clan utiliza en un tótem del León Cavernario, de forma que Creb las reconociese. Tus cicatrices no son marcas del Clan, pero son claras. Fuiste marcado por un León Cavernario.
    —Desde luego, Ayla, no cabe duda de que tengo las cicatrices que demuestran que fui marcado por tu león cavernario.
    —Creo que el espíritu del León Cavernario te eligió con el propósito de que el espíritu de tu tótem fuera lo bastante fuerte frente al mío, y así algún día podré tener hijos tuyos —dijo Ayla.
    —Pensé que habías dicho que un niño comienza acrecer en una mujer gracias aun hombre y no a los espíritus —dijo Jondalar.
    —Es por un hombre, en efecto, pero tal vez los espíritus tengan que ayudarle. Puesto que yo tengo un tótem tan fuerte, el hombre que sea mi compañero también necesita un tótem fuerte. Es posible que la Madre decidiera decirle al León Cavernario que te eligiese, porque de ese modo entre los dos podríamos formar niños.
    De nuevo cabalgaron en silencio, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Ayla imaginaba una criatura parecida a Jondalar, excepto que era una niña, no un varón. Al parecer, ella no tenía suerte con los varones. Tal vez pudiera conservar a una hija.
    Jondalar pensaba también en lo mismo. Si era cierto que un hombre iniciaba la vida con su órgano, ciertamente habían ofrecido al niño muchas oportunidades de comenzar a ser. ¿Por qué ella no estaba embarazada?
    « ¿Estaría Serenio embarazada cuando me marché? —pensó—. Me alegro de que haya encontrado a alguien con quien ser feliz, pero me gustaría que le hubiese confiado algo a Roshario. ¿Los niños que vengan al mundo serán hasta cierto punto parte de mí mismo?» Jondalar pasó revista mentalmente a las mujeres que había conocido, y recordó a Noria, la joven del pueblo de Haduma con quien había compartido los Ritos de Iniciación. Tanto Noria como la propia Haduma, al parecer, estaban convencidas de que el espíritu de Jondalar había penetrado en ella y de que había comenzado una vida nueva.
    Suponían que debía dar a luz un hijo con los ojos azules como los de Jondalar. Incluso se proponían llarmarle Jondal. Se preguntó si habría sido así, si realmente su espíritu se fundió con el de Noria para que germinara una nueva vida.
    El pueblo de Haduma no quedaba muy lejos, estaba situado en una dirección conveniente, hacia el norte y el oeste. Tal vez pudieran ir a visitarlo, pero, de pronto, comprendió que en realidad él no sabía cómo encontrarlo. Se habían acercado al lugar donde él y Thonolan acamparon. Jondalar sabía que sus cavernas permanentes estaban no sólo al oeste de la Hermana, sino al oeste del Río de la Gran Madre, pero desconocía el lugar exacto. Recordó que a veces cazaban en las regiones entre ambos ríos, mas éste no era un dato preciso. Probablemente nunca sabría si Noria había tenido aquel hijo.
    Los pensamientos de Ayla habían pasado de la idea de esperar hasta que llegaran al hogar de Jondalar para comenzar a tener hijos, a la evocación del pueblo de Jondalar y sus características. Se preguntaba si la aceptarían. Después de conocer a los Sharamudoi, confiaba un poco más en la posibilidad de que aquí o allá hubiera un lugar para ella; pero no estaba segura de que fuese con los Zelandonii. Recordó que Jondalar había reaccionado con auténtico rechazo cuando se enteró de que el Clan la había criado. Tampoco podía olvidar el extraño comportamiento del hombre el invierno precedente, mientras vivían con los Mamutoi.
    En parte aquella actitud tenía que ver con Ranec. Ella llegó a enterarse antes de la partida, aunque al principio no lo había entendido. Los celos no intervenían en su educación. Aunque sintiera algo parecido, un hombre del Clan jamás demostraría celos de una mujer. No obstante, la extraña conducta de Jondalar también respondía a su preocupación por la forma en que su propio pueblo aceptaría a Ayla. Ella sabía ahora que, pese a que él la amaba, le avergonzaba que hubiera vivido con el Clan, y en especial le avergonzaba su hijo. Por fortuna parecía que aquello ya no le preocupaba. Durante su permanencia con los Sharamudoi, había adoptado una actitud protectora con respecto a Ayla, y no se había sentido en absoluto incómodo cuando se reveló el pasado de la joven en el Clan; pero si sus sentimientos fueron otros al principio, sin duda debió de tener algún motivo para ello.
    Bien, Ayla amaba a Jondalar y deseaba vivir con él; además, ahora ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Por consiguiente, abrigaba la esperanza de haber hecho lo adecuado al acompañarle. Sintió de nuevo el deseo de que el tótem del León Cavernario le proporcionara alguna señal que le confirmase si había procedido bien; sin embargo, no existía el menor indicio de que fuera a producirse signo alguno.
    A medida que los viajeros se acercaban a la turbulenta superficie de agua en la confluencia del Río de la Hermana con el Río de la Gran Madre, la marga suelta y quebradiza —arena y arcilla con abundancia de calcio— de las terrazas altas daban paso a la grava y el suelo de loess de los niveles inferiores.
    En aquel mundo azotado por los vientos, las cumbres montañosas heladas colmaban con el agua del deshielo los arroyos y los ríos durante la estación más cálida. Casi en las postrimerías de la estación, cuando se sumaban las intensas lluvias que se acumulaban en forma de nieve en las elevaciones superiores, liberadas súbitamente a causa de los bruscos cambios de temperatura, los rápidos arroyos se convertían en inundaciones torrenciales. Como en la cara occidental de las montañas no había lagos que retuvieran el diluvio cada vez más intenso, formando un depósito natural y vertiendo el exceso en un caudal más discreto, la marea cada vez más caudalosa descendía por las empinadas laderas. Las aguas en cascada arrancaban arena y grava de las piedras areniscas, las piedras calizas y los esquistos de las montañas, enviándolas al río poderoso para depositarlas en los lechos y las llanuras aluviales.
    Las llanuras centrales, otrora suelo de un mar interior, ocupaban una cuenca entre dos grandes cadenas montañosas, al este y al oeste, y las tierras altas al norte y al sur. Con un volumen casi igual al de la impetuosa Madre cuándo se acercaba al punto de reunión, la embravecida Hermana retenía el drenaje de parte de las llanuras así como de toda la cara occidental de la cadena montañosa, la cual formaba en torno un gran arco hacia el noroeste. El Río Hermana corría a lo largo de la depresión inferior de la cuenca para entregar su ofrenda de agua a la Gran Madre de los Ríos, pero su corriente violenta se veía rechazada por el nivel más alto de agua de la Madre, colmada ya su capacidad. Obligado a volver sobre sí mismo, se deshacía de su caudal en un vórtice de contracorrientes y desbordamientos cada vez más avasalladores y destructivos.
    Cerca del mediodía, el hombre y la mujer se aproximaron al desierto pantanoso de matorrales semisumergidos y bosquecillos ocasionales cuyos árboles tenían la base del tronco bajo el agua. Ayla pensó que la semejanza con el anegado pantano del delta oriental se acentuaba a medida que se acercaban, con la diferencia de que las corrientes de los ríos que confluían eran torbellinos remolineantes.
    Ahora que el tiempo era mucho más frío, los insectos molestaban menos, pero los cadáveres de animales hinchados, parcialmente devorados y putrefactos que habían sido sorprendidos por la corriente, revelaban que todo tenía su precio. Hacia el sur, un macizo de laderas pobladas de árboles emergía de una bruma púrpura provocada por los agitados torbellinos.
    —Sin duda ésas son las colinas boscosas de las que nos habló Carlono —dijo Ayla.
    —Sí, pero son algo más que colinas —explicó Jondalar—. Alcanzan más altura de lo que parece a primera vista, y se extienden largo trecho. El Río de la Gran Madre discurre hacia el sur hasta que tropieza con ese obstáculo. Esas colinas obligan a la Madre a virar hacia el este.
    Cabalgaron alrededor de un estanque ancho y tranquilo, un remanso separado de las aguas turbulentas, y se detuvieron en la orilla oriental del río de aguas caudalosas, acierta distancia de la confluencia. Cuando Ayla miró en dirección a la otra orilla, más allá del gran espejo de agua, empezó a comprender las advertencias de Jondalar acerca de la dificultad de cruzar el río de la Hermana.
    Las aguas lodosas, que remolineaban en torno de los delgados troncos de los sauces y los alerces, arrancaban los árboles cuyas raíces no estaban bien afirmadas en el suelo de las islas bajas, rodeadas por canales en las estaciones más secas. Muchos árboles se inclinaban formando ángulos precarios, y las ramas y los troncos desnudos arrancados de los bosques del curso superior estaban atrapados en el lodo de las orillas o bien describían círculos en una aturdida danza en medio del río.
    Ayla se preguntó cómo lograrían cruzar el río.
    — ¿Dónde crees que deberíamos cruzar? —inquirió.
    Jondalar sintió deseos de que el gran bote ramudoi que los había rescatado a Thonolan y a él mismo poco años antes apareciera para llevarlos a la otra orilla. El recuerdo de su hermano le provocó de nuevo una penetrante punzada de dolor, pero ahora también experimentó una súbita inquietud por Ayla.
    —Me parece evidente que no podemos cruzar por aquí —contestó—. Ignoraba que la situación se agravaría con tanta rapidez. Tenemos que remontar el curso, buscar un lugar más fácil para intentarlo. Lo único que pido es que no llueva otra vez antes de que lo encontremos. Otra tormenta como la última, y toda esta llanura quedaría sumergida. No me extraña que abandonaran ese campamento de verano.
    —El río no crecerá tanto, ¿verdad? —preguntó Ayla, agrandados los ojos por el miedo.
    —No creo que lo haga todavía, pero podría llegar a eso. Toda el agua que caiga en esas montañas acabará por llegar aquí. Además, pueden producirse fácilmente inundaciones súbitas que desciendan por el arroyo cercano al campamento. Y eso es probablemente lo que sucederá. Ayla, hemos de darnos prisa. Éste no es un lugar seguro si vuelve a llover —dijo Jondalar, al tiempo que echaba una ojeada al cielo. Animó a los caballos a galopar, y éstos lo hicieron con tal rapidez que Lobo se vio en dificultades para seguirles. Un rato después, Jondalar les permitió que aminorasen la marcha, pero sin volver al trote más bien lento que los corceles habían mantenido antes.
    Jondalar se detenía de tanto en tanto, examinaba el río y su orilla más lejana antes de continuar hacia el norte y escudriñaba ansioso el cielo. En efecto, el río parecía estrecharse en algunos lugares y ensancharse en otros, pero era tan caudaloso y ancho que no ofrecía seguridad alguna. Continuaron cabalgando hasta que casi se hizo de noche antes de encontrar un lugar conveniente para cruzar, pero Jondalar insistió en continuar hasta llegar aun nivel más elevado donde pernoctar. Se detuvieron sólo cuando estaba demasiado oscuro para seguir viajando sin peligro.

    — ¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! —dijo Jondalar, moviéndola suavemente. Tenemos que ponernos en marcha.
    — ¿Qué? ¡Jondalar! ¿Qué sucede? —preguntó Ayla. Por lo general se despertaba antes que él; por eso la desconcertó que Jondalar la llamara tan temprano. Cuando apartó a un lado la piel de dormir, sintió el aire frío, y entonces advirtió que la solapa de la tienda estaba abierta. La radiación difusa de las nubes inquietas quedó enmarcada en la abertura y aportó la única iluminación dentro de la tienda. Ayla apenas podía distinguir la cara de Jondalar a la luz grisácea, pero lo que vio fue suficiente para que comprendiese por qué estaba preocupado; también ella se estremeció con cierta aprensión.
    —Tenemos que partir —dijo Jondalar.
    Apenas había dormido durante la noche. No podía definir con exactitud cuál era la causa por la que intuía que debían atravesar el río cuanto antes, pero ese sentimiento era tan intenso que le producía un nudo en la boca del estómago, más por Ayla que por él.
    Ayla se incorporó sin pedir explicaciones. Sabía que no la habría despertado de no haber creído que la situación era grave. Se vistió deprisa y luego se dispuso a coger los utensilios que usaba para hacer fuego.
    —No perdamos tiempo en encender el fuego esta mañana —dijo Jondalar.
    Ella frunció el entrecejo, pero después asintió y se limitó a servir un poco de agua fría para ambos. Arreglaron las cosas mientras ingerían tortas del alimento preparado para el viaje. Cuando estuvieron dispuestos para partir, Ayla buscó con la mirada a Lobo, pero el animal no estaba en el campamento.
    — ¿Dónde está Lobo? —dijo Ayla, con un contenido matiz de desesperación en su voz.
    —Probablemente habrá ido a cazar. Ayla, nos alcanzará. Siempre sucede así.
    —Le llamaré silbando —dijo ella, y lanzó al aire de la madrugada el silbido peculiar que usaba para llamarle.
    —Vamos, Ayla. Tenemos que marcharnos —apremió Jondalar, quien experimentaba cierta irritación ya conocida a causa del lobo.
    —No me iré sin él —aseguró Ayla, silbando de nuevo con más fuerza.
    —Tenemos que encontrar un lugar para cruzar el río antes de que comience la lluvia, porque, de lo contrario, quizás no logremos pasar —dijo Jondalar.
    — ¿No podemos continuar remontando el curso? El río tiene que estrecharse, ¿verdad? —arguyó la joven.
    —Cuando comience a llover, se ensanchará en lugar de estrecharse. Incluso en el curso superior será más grande que aquí ahora mismo, y no sabemos qué clase de ríos descenderán de esas montañas. Es fácil que nos arrastre una inundación repentina. Dolando dijo que eran normales apenas comenzaban las lluvias. O tal vez nos corte el paso un afluente importante. y en ese caso, ¿qué haremos? ¿Continuaremos subiendo la montaña para rodearla? Debemos cruzar el Hermana mientras podamos —dijo Jondalar. Montó a Corredor y miró a la mujer, de pie junto a la yegua, con las angarillas detrás.
    Ayla le dio la espalda y volvió a silbar.
    —Ayla, tenemos que irnos.
    — ¿Por qué no podemos esperar un poco? Vendrá.
    —Es sólo un animal. Para mí tu vida es más importante que la suya. Ayla se volvió a mirarle, y después desvió los ojos, fruncido el ceño.
    ¿Esperar era tan peligroso como creía Jondalar? ¿O él sencillamente estaba impacientándose? Y si era así, ¿la vida de Jondalar no debía ser también para ella más importante que la de Lobo? En ese preciso momento apareció Lobo. Ayla suspiró aliviada mientras él saltaba para saludarla, apoyando las patas en los hombros de la joven y lamiéndole el mentón. Ella montó en Whinney, utilizando una de las estacas de las angarillas para ayudarse en el salto. A continuación ordenó a Lobo que permaneciera cerca y siguió a Jondalar y Corredor.
    No hubo amanecer. El día a lo sumo alcanzó un poco más de claridad, pero nunca hubo verdadera luz. El dosel de nubes estaba muy lejos, de modo que el cielo mostraba un gris uniforme, y en el aire flotaba una fría humedad. Más avanzada la mañana, se detuvieron para descansar. Ayla preparó una infusión caliente que les reconfortó, y después sirvió una sopa espesa acompañada de una torta del alimento para viajes. Agregó hojas de acedera y escaramujos de rosas silvestres, tras eliminar las semillas y el filtrante vello interior, así como unas pocas hojas del mismo matorral de rosas silvestres que crecían en las inmediaciones. Durante un rato, la infusión y la sopa caliente parecieron calmar la inquietud de Jondalar, hasta que vio cómo empezaban a formarse nubes más oscuras.
    Urgió a Ayla aguardar deprisa sus cosas y reanudaron la marcha. Jondalar vigilaba ansioso el cielo, para ver el avance de la tormenta inminente. También observaba el río, buscando un lugar para cruzarlo. Abrigaba la esperanza de hallar un sitio en el que la corriente veloz fuese más tranquila: un lugar más ancho y menos profundo, o una isla, o incluso un banco de arena entre las dos orillas. Por último, temiendo que la tormenta no tardaría mucho más en desencadenarse, decidió que se arriesgaría, pese a que el tumultuoso río de la Hermana no parecía distinto que en otro lugar cualquiera de su curso. Consciente de que cuando comenzara a llover empeoraría la situación, enfiló hacia un sector de la orilla cuyo acceso parecía bastante fácil. Se detuvo y desmontaron.
    — ¿Crees que deberíamos cruzar a caballo? —preguntó Jondalar, mientras miraba nervioso el cielo amenazador.
    Ayla examinó el río de curso rápido y los restos que transportaba. A menudo pasaban flotando grandes árboles y otros muchos desgajados, arrastrados desde lugares más elevados de las montañas. Se estremeció al ver el cadáver grande e hinchado de un ciervo, las astas enredadas en las ramas de un árbol que se encontraba varado cerca de la orilla. El animal muerto le hizo sentir temor por los caballos.
    —Creo que quizás sería más fácil para ellos si no los montásemos —dijo—. Pienso que deberíamos nadar a su lado.
    —Me parece bien —convino Jondalar.
    —Pero necesitaremos agarrarnos de una cuerda —agregó Ayla.
    Sacaron unos pedazos de cuerda, examinaron los arneses y los canastos para comprobar que la tienda, los alimentos y las escasas y preciadas pertenencias estaban seguros. Ayla desenganchó las angarillas que Whinney arrastraba, pues pensó que era demasiado peligroso que la yegua intentara nadar en el río tumultuoso con el arnés completo; sin embargo, no quería perder las estacas y el bote redondo si podían evitarlo. Con este propósito unieron con cuerdas las largas pértigas. Mientras Jondalar aseguraba un extremo al costado del bote redondo, Ayla ataba el otro al arnés utilizado para sujetar el canasto y la alforja de Whinney. Hizo un nudo corredizo que podía soltarse fácilmente si lo consideraba necesario. Después, la mujer agregó otra cuerda, mucho más firme, al cordel plano trenzado que pasaba por detrás de las patas delanteras de la yegua, le cruzaba el pecho y servía para asegurar la manta de Ayla sobre el lomo del animal. Jondalar colocó una cuerda igual a Corredor; después, se quitó las botas, la protección interior que le cubría los pies y las pesadas prendas y pieles de abrigo. Si se empapaban, le harían caer al fondo del río, impidiéndole nadar. Hizo un bulto con todo ello y lo colocó sobre la alforja, aunque conservó puestas la túnica interior y los calzones. Incluso mojado, el cuero podía calentar un poco. Ayla hizo otro tanto.
    Los animales percibieron el apremio y la ansiedad de los humanos; además, estaban inquietos a causa del movimiento impetuoso del agua. Los caballos se habían apartado del ciervo muerto y ahora daban pequeños saltos, alzaban bruscamente la cabeza y revolvían los ojos; sus orejas se mantenían erguidas, apuntaban hacia delante, en posición de alerta. En cambio, Lobo se había acercado al borde del agua para investigar el despojo del ciervo, aunque sin entrar en el río.
    —Ayla, ¿cómo crees que se comportarán los caballos? —preguntó Jondalar, mientras comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia.
    —Están inquietos, pero supongo que se las arreglarán perfectamente, sobre todo porque estaremos con ellos; pero no estoy segura acerca de Lobo —dijo Ayla.
    —No podemos transportarlo a través del río. Tendrá que darse maña él solo... lo sabes —advirtió Jondalar. No obstante, al ver la angustia de Ayla, agregó—: Lobo es un buen nadador; se las compondrá bien.
    —Eso espero —dijo Ayla, arrodillándose para abrazar al lobo. Jondalar notó que las gotas de lluvia caían con mayor intensidad y fuerza.
    —Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo, y aferró directamente el cabestro de Corredor, pues la cuerda para conducirlo estaba atada más atrás. Cerró los ojos un momento y formuló mentalmente el deseo de que la suerte les favoreciese. Pensó en Doni, la Gran Madre Tierra, pero no se le ocurrió nada que prometerle a cambio de la seguridad de todos. De cualquier manera, solicitó en silencio ayuda para cruzar el río de la Hermana. Aunque sabía que les llegaría la hora, no deseaba encontrarse con la Madre precisamente ese día, y lo que era aún más importante, no quería perder a Ayla.
    El corcel agitó la cabeza y trató de retroceder cuando Jondalar le llevó a la orilla del río.
    —Cálmate, Corredor —murmuró el hombre. El agua fría le bañó los pies desnudos y ascendió luego por las pantorrillas y los muslos. Cuando estuvo en el agua, Jondalar soltó el cabestro de Corredor, permitiéndole que se adelantara, y enrolló la cuerda alrededor de su mano. Confiaba en que el animal joven y robusto encontraría el modo de cruzar.
    Ayla rodeó varias veces su mano con la cuerda sujeta a la cruz de la yegua, y después cerró con fuerza el puño para sostenerse mejor. Finalmente, comenzó a entrar en el río, detrás del hombre de elevada estatura, caminando al lado de Whinney. Mantuvo tensa la otra cuerda, la que estaba asegurada a las estacas y el bote, para evitar que se enredara mientras se introducían en el agua.
    La joven notó inmediatamente el agua fría y la presión de la intensa corriente. Miró hacia atrás, a la orilla que acababa de dejar. Lobo continuaba allí, avanzando y retrocediendo, gimiendo ansioso, vacilante ante la perspectiva de entrar en las aguas rápidas del río. Ayla le llamó, tratando de alentarlo. El animal iba y venía, miraba el agua y la distancia cada vez mayor que le separaba de la mujer. De pronto, en el momento mismo en que la lluvia comenzó a caer copiosamente, se sentó sobre las patas traseras y aulló. Ayla silbó para atraer su atención, y después de unos cuantos intentos más, Lobo se zambulló por fin y empezó a nadar en dirección a ella. Ayla volvió a concentrar su atención en el caballo y el río que se extendía al frente.
    La lluvia, cada vez más intensa, parecía alisar las olas inquietas a lo lejos, pero cerca las aguas agitadas estaban más atestadas de restos de lo que ella había imaginado. Troncos rotos y ramas remolineaban en torno y le golpeaban el cuerpo; algunos tenían hojas, otros estaban saturados de agua y casi hundidos. Los animales hinchados eran peores, a menudo presentaban el cuerpo desgarrado por la violencia de la inundación que los había sorprendido y lanzado ladera abajo, hacia el río fangoso.
    Vio varios ratones de los alerces y roedores de los pinos. Fue más difícil reconocer una gran ardilla de tierra; el pelaje pardo claro estaba oscurecido, y la espesa y esponjosa cola parecía aplastada. Un lemming, con su largo pelo blanco de invierno, aplastado pero brillante, que crecía entre el pelaje gris estival que parecía negro, tenía la base de las patas cubierta ya de pelo negro. Probablemente procedía de un lugar alto de la montaña, cerca de la nieve. Los animales grandes estaban más dañados. Una gamuza que pasó flotando tenía un cuerno roto y había perdido la piel de la mitad de la cara, por lo que el músculo rosáceo quedaba al descubierto. Cuando Ayla vio el cadáver de un joven leopardo de la nieve, volvió a mirar, buscando de nuevo a Lobo; pero no lo divisó.
    Sin embargo, advirtió que la cuerda que flotaba detrás de la yegua se había enroscado alrededor de un tocón, y el animal lo arrastraba al mismo tiempo que las pértigas y el bote. El tocón, con sus raíces que se abrían, suponía una carga innecesaria y disminuía la rapidez de los movimientos de Whinney. Ayla miró y torció la cuerda, en un intento de acercarla, pero de pronto se soltó sola. Una pequeña rama ahorquillada seguía aún enganchada, pero no ofrecía motivo de inquietud. Preocupaba a la joven que no hubiera la más mínima señal de Lobo, si bien sólo su cabeza asomaba fuera del agua, y por tanto, casi no podía ver. Aquella situación la inquietaba, en especial porque nada podía hacer para mejorarla. Lanzó de nuevo el característico silbido de llamada, pero al instante se preguntó si el animal podría oírla a causa del estrépito de las aguas.
    Se volvió y observó preocupada a Whinney, porque temía que el pesado tocón la hubiera fatigado; pero la yegua todavía nadaba vigorosamente. Ayla miró después frente a sí y le alivió comprobar que Corredor avanzaba al lado de Jondalar. Ayla movía las piernas y el brazo libre, pues no quería sobrecargar a Whinney. Sin embargo, a medida que la situación se prolongaba y su cuerpo surcaba el agua arrastrado por la cuerda, se dio cuenta de que comenzaba a temblar. Le pareció que el cruce del río se prolongaba de forma insoportable. La orilla opuesta aún parecía estar muy lejana. El temblor del cuerpo no fue demasiado grave al principio, pero cuanto más larga se hacía la permanencia en el agua fría, iba en aumento y llegó a ser constante. Sentía los músculos muy tensos y le castañeteaban los dientes.
    Otra vez miró hacia atrás y a su alrededor por si veía a Lobo, mas fue en vano. Pensó que debía regresar a buscarlo, porque sin duda estaría muerto de frío. Ayla tiritaba, pero aun así la animó imaginar que a lo mejor Whinney podría dar la vuelta y rescatar al lobo. Se afanó inútilmente por hablar; tenía el mentón tan tenso y los dientes le castañeteaban de tal modo que no pudo pronunciar palabra. De todos modos, pensó que Whinney no debía ocuparse de aquella tarea. Ella misma lo haría. Intentó soltar la cuerda que le rodeaba la mano, pero estaba demasiado tirante y enredada, y la mano, además, tan entumecida que apenas podía sentirla. Quizá Jondalar pudiera regresar a buscarlo. ¿Dónde estaría Jondalar? ¿En el río? ¿Habría ido en auxilio de Lobo? Otro tronco se enredó en la cuerda. «Tengo que... hacer... hacer algo... soltar la cuerda... peso demasiado para Whinney», pensó Ayla angustiada.
    La mujer temblaba, pero sus músculos estaban tan tensos que no podía moverse. Cerró los ojos para descansar. Era realmente agradable cerrar los ojos... y descansar.

    22

    Ayla estaba medio inconsciente cuando sintió bajo su cuerpo las piedras duras del lecho del río. Trató de incorporarse y Whinney la arrastró sobre el fondo rocoso; segundos después pisaban una playa de piedras redondas y lisas, en un recodo del río. Al momento, la joven se desplomó. La cuerda, que todavía le rodeaba con fuerza la mano, obligó a su cuerpo a pegar una sacudida y detuvo el caballo en seco.
    Jondalar también había tiritado en las primeras etapas de la hipotermia mientras cruzaba el río; aun así, había ganado la orilla opuesta antes que Ayla sin haber perdido la coordinación o comenzado a sufrir efectos irracionales. Ella debería haber llegado antes, pero la masa de restos retenidos por la cuerda de Whinney había aminorado considerablemente la rapidez del animal. Incluso la yegua empezaba a padecer las consecuencias del frío antes de que el nudo de la cuerda, aunque hinchado por el agua, acabara por deshacerse, liberando al animal del peso que obstaculizaba sus movimientos.
    Por desgracia, al llegar a la otra orilla, el frío ya había afectado a Jondalar lo suficiente como para impedirle actuar de forma coherente. Se puso el chaquetón de piel sobre la ropa húmeda y caminó para buscar a Ayla; le acompañaba el caballo, pero, al principio, Jondalar equivocó la dirección a lo largo de la orilla. Poco a poco el ejercicio le calentó el cuerpo y disipó su confusión. Recordó que ambos habían sido arrastrados río abajo un buen trecho y se le ocurrió que, como ella había tardado más en cruzar, sin duda estaría más lejos. Entonces dio la vuelta y comenzó a retroceder. De pronto Corredor relinchó, y cuando Jondalar oyó la respuesta del otro caballo, echó a correr.
    En el momento en que Jondalar descubrió a Ayla, ésta yacía sobre la costa pedregosa, al lado de la paciente yegua, con un brazo en alto a causa de la cuerda que le sujetaba la mano. Jondalar corrió hacia ella, el corazón transido de miedo. Arrodillándose, se cercioró de que aún respiraba. Con un inmenso alivio la alzó en sus brazos y la estrechó contra su pecho. Las lágrimas humedecieron los ojos del hombre.
    — ¡Ayla! ¡Ayla! ¡Estás viva! —exclamó—. Temía que hubieras muerto. ¡Pero qué fría estás!
    Necesitaba calentarle el cuerpo. Tras desatarle la cuerda de la mano, se levantó con la joven en brazos. Ella se volvió y abrió los ojos. Tenía los músculos tensos y rígidos, apenas podía hablar, pero intentaba decir algo. Él se inclinó más.
    —Lobo. Encuentra a Lobo —dijo Ayla con un murmullo ronco.
    — ¡Ayla, tengo que atenderte!
    —Por favor. Encuentra a Lobo. Perdí muchos hijos. No quiero perder también a Lobo —musitó Ayla. Los ojos de la mujer expresaban una súplica tan dolorosa que él no pudo negarse.
    —Está bien. Lo haré, pero primero tengo que llevarte a un refugio. Mientras Jondalar subía con Ayla en sus brazos una suave pendiente, la lluvia arreció. Llegó a un pequeño bancal donde había un bosquecillo de sauces, arbustos y juncos, con unos pocos pinos al fondo. Buscó un lugar llano, en el que no hubiera corrientes de agua, y montó deprisa la tienda. Después de desplegar el cuero de mamut sobre la manta que cubría el suelo, para protegerse de la tierra empapada, metió allí dentro a Ayla y más tarde los canastos. Preparó las pieles de dormir, despojó a la mujer de sus prendas húmedas, se desnudó a su vez, la acomodó entre las pieles y acto seguido se acostó a su lado.
    Ayla no estaba completamente inconsciente, sino más bien sumida en una especie de aturdimiento. Tenía la piel fría y pegajosa, y el cuerpo rígido. Jondalar trató de hacerla entrar en calor cubriéndola con su cuerpo. Cuando ella comenzó a temblar otra vez, Jondalar respiró más tranquilo. Eso significaba que estaba calentándose por dentro, pero en cuanto empezó a recuperar la conciencia, recordó a Lobo, y de un modo irracional, casi salvaje, insistió en que debía ir a buscarle.
    —La culpa es mía —dijo, entre el castañeteo de sus dientes—. Le dije que saltara al río. Le llamé con mi silbido. Confió en mí. Tengo que encontrar a Lobo... —insistía, tratando de incorporarse.
    —Ayla, olvida a Lobo. Ni siquiera sabes dónde comenzar a buscar —arguyó Jondalar, mientras intentaba retenerla.
    Mas ella, temblorosa, entre sollozos histéricos, se obstinaba en apartar las pieles de dormir.
    — ¡Tengo que encontrarle! —gritó.
    —Ayla, Ayla, yo iré. Si te quedas aquí, iré a buscarle —dijo Jondalar, tratando de convencerla de que permaneciera bajo las pieles tibias—. Pero prométeme que te quedarás aquí, que no te moverás.
    —Por favor, búscale —insistió ella.
    Jondalar se puso prendas secas y un chaquetón con capucha. Después cogió un par de dados de alimento para viajes, abundantes en energía, grasas y proteínas.
    —Iré ahora mismo —anunció—. Cómete esto y quédate acostada. Ella le aferró una mano cuando se volvió para salir.
    —Prométeme que le buscarás —suplicó, mirando los ojos azules que la contemplaban con inquietud. Todavía estaba temblando, pero su voz parecía sonar más firme.
    Él miró sus ojos azulgrisáceos, desbordantes de preocupación y ruego, y la estrechó apasionadamente contra su pecho.
    — ¡Tenía tanto miedo de que hubieras muerto! —exclamó.
    Ayla se abrazó a él, reconfortada por la fuerza y el amor del hombre.
    —Te amo, Jondalar, no quisiera perderte jamás; pero, por favor, encuentra a Lobo. No podría soportar la pérdida de Lobo. Es como... un niño... un hijo. No puedo renunciar a otro hijo.
    Se le quebró la voz al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Él se apartó un poco y la miró.
    —Le buscaré. Sin embargo, no puedo prometerte que dé con él, Ayla, ni siquiera si le encontraré con vida.
    Una expresión de horror se reflejó en los ojos de Ayla; luego los cerró en señal de asentimiento.
    —Trata de encontrarle —dijo, pero cuando el hombre empezó a apartarse, Ayla se aferró de nuevo a él.
    El propio Jondalar no estaba seguro de proponerse realmente buscar al lobo cuando se incorporó. Le hubiera gustado conseguir un poco de madera para encender fuego y preparar alguna infusión o sopa caliente para Ayla, además de atender a los caballos; pero lo había prometido. Corredor y Whinney estaban en el bosquecillo; el potro aún llevaba puestos el cabestro y las mantas de montar. De momento, los robustos animales parecían estar bien, de modo que Jondalar comenzó a descender la ladera.
    Al llegar al río, no sabía qué dirección tomar, pero finalmente decidió explorar el terreno corriente abajo. Se ajustó bien la capucha para defenderse de la lluvia y comenzó a caminar a lo largo de la orilla, mientras escudriñaba los montones de maderas flotantes y las concentraciones de restos. Halló muchos animales muertos y numerosos carnívoros y carroñeros, tanto cuadrúpedos como alados, alimentándose con los desechos del río. Descubrió también una manada de lobos del sur, pero ninguno de ellos parecido a Lobo.
    Con una sensación de fracaso, decidió emprender el regreso. Remontaría un trecho el río, pero dudaba de tener mejor suerte. En realidad, no esperaba hallar al animal, y comprendió que eso le entristecía. Lobo a veces podía ser turbulento, pero Jondalar había terminado por apreciar a la inteligente bestia. Le echaría de menos y sabía que Ayla se afligiría mucho.
    Alcanzó la orilla pedregosa donde había encontrado a Ayla y rodeó el recodo, sin saber muy bien todavía cuánto debía avanzar en dirección contraria, sobre todo porque ahora veía que el río estaba creciendo. Llegó a la conclusión de que debía alejar del río la tienda apenas Ayla estuviera en condiciones de caminar. Se dijo que quizás debería abandonar la exploración del curso superior del río y asegurarse de que ella estaba bien. Sin embargo, se sentía vacilar. «Bien —pensó—, es posible que aún recorra otro trecho; Ayla me preguntará si he buscado en ambas direcciones.»
    Comenzó a remontar el curso del río. Tuvo que rodear una pila de troncos y ramas, y poco después vio la silueta majestuosa de un águila imperial que planeaba sobre las aguas con las alas extendidas, se detuvo y miró impresionado. De pronto, el ave grande y grácil plegó las alas poderosas y descendió velozmente sobre la orilla del río para, en cuestión de segundos, elevarse de nuevo con una gran liebre colgando de sus garras.
    Un poco más lejos, cerca del lugar en que el ave había encontrado su comida, un impetuoso afluente, que se ensanchaba para formar un pequeño delta, agregaba su caudal a las aguas de la Hermana. A Jondalar le pareció divisar algo conocido en la amplia faja de playa arenosa donde los dos ríos se unían, y sonrió cuando comprendió de qué se trataba. Era el bote redondo; no obstante, cuando miró con más atención, frunció el entrecejo y echó a correr en aquella dirección. Al lado del bote, Ayla estaba sentada en el agua, sosteniendo en su regazo la cabeza de Lobo. De una herida sobre el ojo izquierdo del animal aún manaba sangre.
    — ¡Ayla! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has podido? —exclamó, movido más por el miedo y la inquietud que por la cólera.
    —Está vivo, Jondalar —dijo Ayla, temblando de frío y al mismo tiempo sollozando con tanta fuerza que hablaba de forma casi incoherente—. Está lastimado, pero vivo.
    Después de haberse metido en el río, Lobo había nadado hacia Ayla, pero cuando llegó al bote redondo, vacío y liviano, que flotaba en el agua, apoyó las patas traseras en las pértigas sujetas a la embarcación. Permaneció allí, encima de los objetos conocidos, dejando que el bote y las estacas le sostuvieran. Mas el nudo corredizo se soltó, por lo que el bote y las pértigas comenzaron a agitarse desordenadamente sobre las aguas encrespadas y Lobo salió despedido y se golpeó contra el pesado tronco saturado de agua. En aquel momento, ya se encontraban casi en la orilla opuesta. El ímpetu de la corriente había depositado el bote en las márgenes arenosas, por lo que éste arrastró las pértigas con Lobo acostado encima y quedó mitad en tierra mitad en el agua. El golpe había aturdido a Lobo, pero permanecer casi sumergido en el agua fría fue peor. Incluso los lobos podían sufrir hipotermia y morir a causa de ella.
    —Vamos, Ayla, estás temblando de nuevo. Tenemos que volver. ¿Por qué has salido? Te dije que yo le buscaría —afirmó Jondalar—. Vamos; yo le llevaré.
    Retiró al lobo del regazo de Ayla, y a continuación trató de ayudarla a incorporarse. Después de dar unos pocos pasos, Jondalar comprendió que se verían en dificultades para regresar a la tienda. Ayla apenas podía caminar, y el lobo era un animal grande y pesado. El pelaje empapado aumentaba su peso. El hombre no podía transportar a los dos, y sabía que Ayla jamás le permitiría dejar a Lobo y volver a buscarlo más tarde. Si por lo menos él pudiera llamar a los caballos con un silbido, como haría Ayla... aunque, ¿por qué no? Jondalar tenía un silbido especial para Corredor, si bien era cierto que no se había esforzado gran cosa por enseñarle a responder. Nunca lo había necesitado. El joven corcel siempre aparecía con su madre cuando Ayla llamaba a Whinney.
    Tal vez Whinney acudiese si él silbaba. Por lo menos, debía intentarlo. Imitó la señal de Ayla, con la esperanza de que su silbido se pareciera, pero ante la posibilidad de que los caballos no respondiesen, decidió emprender la marcha. Alzó en brazos a Lobo, ingeniándoselas para sostener a Ayla.
    A escasa distancia había un montón de troncos rotos, y Jondalar ya estaba cansado incluso antes de alcanzarlo. Dominaba su propio agotamiento sólo gracias a un poderoso esfuerzo de voluntad. Él también había cruzado a nado el río poderoso, y más tarde subió la pendiente cargado con Ayla y montó la tienda. Para colmo, luego había caminado río arriba en busca del lobo. Al oír un relincho, volvió la cabeza. Se sintió aliviado y contento al ver aproximarse a los dos caballos.
    Colocó al lobo sobre el lomo de Whinney, pues la yegua ya lo había llevado antes y estaba acostumbrada a hacerlo; después ayudó a Ayla a montar en Corredor y condujo al animal en dirección a la playa pedregosa. Whinney los siguió. Ayla, temblando bajo sus ropas mojadas porque la lluvia arreció, se vio en dificultades para mantenerse sobre el caballo cuando comenzaron a subir la cuesta. Por fin, a paso lento, consiguieron regresar a la tienda instalada junto al bosquecillo.
    Jondalar ayudó a Ayla a desmontar y la introdujo en la tienda. La hipotermia estaba creándole de nuevo un estado irracional a la joven, histérica a causa de su preocupación por el lobo. Jondalar tuvo que meter inmediatamente a Lobo en la tienda y prometer que le secaría. Buscó en los canastos algo para frotarle. La joven pretendía cubrirle con sus propias mantas, pero Jondalar se negó en redondo, aunque buscó para el animal una manta. Mientras ella sollozaba incontrolablemente, Jondalar la ayudó a desvestirse y la envolvió en las pieles.
    Salió otra vez, retiró el cabestro de Corredor y las mantas de montar de los dos caballos, dándoles unas palmadas afectuosas mientras les dedicaba unas palabras de agradecimiento. Aunque los caballos normalmente vivían al aire libre en cualquier época del año y estaban adaptados al frío, Jondalar sabía que no les gustaba mucho la lluvia y abrigaba ahora la esperanza de que no sufrieran demasiado por esa causa. Por último, Jondalar entró en la tienda, y tras desnudarse, se deslizó junto a la mujer que temblaba violentamente. Ayla estaba acurrucada cerca de Lobo, y Jondalar la acunó rodeándola con sus brazos. Al poco rato, con el cuerpo cada vez más tibio de un lobo a un lado, y el cuerpo del hombre al otro, el temblor de la mujer cesó. Sólo entonces, rendidos de fatiga, Ayla y Jondalar se adormecieron.

    Ayla despertó cuando sintió una lengua húmeda lamiéndole el rostro. Apartó la cabeza de Lobo, sonriendo de alegría, y le abrazó. Luego, mientras sostenía la cabeza del animal entre sus manos, examinó con cuidado la herida. La lluvia había lavado la suciedad que la cubría y el animal ya no sangraba. Aunque le trataría después con algunas medicinas, de momento Lobo parecía sentirse perfectamente. Más que el golpe en la cabeza, lo que le había debilitado era el frío del agua. El sueño y el calor habían sido la mejor medicina. Ayla vio que Jondalar la abrazaba, incluso dormido. Decidió seguir así, abrazada por Jondalar, en tanto ella sostenía a Lobo y escuchaba el tamborileo de la lluvia sobre la tienda.
    Acudieron a su memoria algunos episodios de la víspera: su camino a tropezones a través de los troncos y las ramas arrastradas por la corriente, explorando la orilla del río en busca de Lobo; la mano que le dolía porque la cuerda que la había sujetado estaba muy tirante; Jondalar llevándola en brazos. Sonrió al pensar lo pronto que la había encontrado, y recordó también que le había mirado mientras él montaba la tienda. Se sentía un poco avergonzada por no haberle ayudado, si bien entonces tenía el cuerpo tan rígido por el frío que no hubiera podido moverse.
    Lobo se debatió para librarse del abrazo de Ayla, y en cuanto lo consiguió, empujó con el hocico la solapa de la tienda y salió. Ayla oyó la llamada de Whinney; le embargó un sentimiento tal de alegría, que estuvo aun paso de contestar del mismo modo, pero entonces recordó que Jondalar dormía. Comenzó a preocuparse por los caballos, expuestos a la lluvia. Estaban acostumbrados al tiempo seco, no a aquella lluvia torrencial. No importaba que el frío fuese intenso, si era seco. Recordó, sin embargo, haber visto caballos, por lo que resultaba evidente que algunos vivían en la región. Los caballos, en efecto, tenían un pelaje que era espeso, denso y tibio incluso cuando se mojaba. Ayla supuso que podrían afrontar la situación, siempre que la lluvia no fuera constante.
    Decididamente no le gustaban las copiosas lluvias otoñales que caían en aquella región meridional, si bien había acogido de buen grado las largas y húmedas primaveras norteñas, con sus brumas y ventiscas cada vez más cálidas. El clan de la caverna de Brun estaba al sur, y allí solía llover mucho en otoño; pero Ayla no recordaba esos aguaceros interminables. Claro que no todas las regiones meridionales eran iguales. Ayla pensó en la posibilidad de levantarse, pero antes de adoptar una decisión, volvió a dormirse.
    Cuando despertó por segunda vez, Jondalar estaba moviéndose inquieto. Mientras ella yacía bajo las pieles, percibió una diferencia, pero no pudo clasificar de qué se trataba. De pronto, comprendió que había cesado el sonido de la lluvia. Se incorporó y salió. La tarde tocaba a su fin, el frío reinante le hizo desear haberse abrigado más. Orinó junto a un arbusto, dirigiéndose después hacia los caballos que pastaban cerca de los sauces, en un lugar por donde pasaba un arroyo. Lobo estaba con ellos. Los tres se acercaron al verla, y la joven pasó algún tiempo acariciando y rascando los animales, además de hablarles. Aterida, regresó a la tienda, se cubrió con las pieles de dormir y volvió a tenderse al lado del cálido cuerpo masculino.
    — ¡Estás fría, mujer! —exclamó él.
    —En cambio, tú estás bien y caliente —dijo Ayla, acurrucándose junto a él.
    Él la rodeó con sus brazos y acercó los labios al cuello de Ayla, aliviado de que el calor de la joven se restableciera con tanta rapidez. Horas antes había llegado a temer por su vida, cuando ella estaba helada y él se esforzaba por hacerla reaccionar.
    —No sé en qué estaría pensando al dejar que te mojaras y enfriases tanto —dijo Jondalar—. Nunca debimos intentar el cruce de ese río.
    —Pero Jondalar, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Tenías razón. Con esa lluvia tan intensa, habríamos tenido que cruzar un río u otro, y hubiera sido peor tratar de pasar uno que descendiese de la montaña —dijo Ayla.
    —Si nos hubiéramos separado antes de los Sharamudoi, no hubiésemos tenido que soportar esta lluvia. Y cruzar la Hermana no hubiera sido tan difícil ni mucho menos —dijo Jondalar, que continuaba haciéndose cargos.
    —Tuve yo la culpa de que no partiéramos antes, y hasta Carlono creyó que llegaríamos aquí antes de las lluvias.
    —No; la culpa fue mía. Yo sabía cómo era este río. Si hubiera hecho un esfuerzo, habríamos partido antes. Y si hubiéramos dejado atrás ese bote, no habríamos necesitado tanto tiempo para pasar la montaña y no habría sido un obstáculo en el río. ¡Qué estúpido fui!
    —Jondalar, ¿por qué te culpas? —preguntó Ayla—. No eres estúpido. No podías prever lo que sucedería. Ni siquiera Uno Que Sirve a la Madre puede ser perfecto. Las cosas nunca son totalmente claras. Y lo logramos. Ahora estamos aquí, y todo está bien, gracias a ti... incluso tenemos a Lobo. Y también el bote, y es posible que todavía nos sea de gran utilidad.
    —Pero casi te perdí —se lamentó Jondalar, hundiendo la cabeza en el cuello de Ayla y apretándola con tal fuerza que le hizo daño, pese a lo cual no trató de rechazarle—. No puedo decirte cuánto te amo. Me haces muchísima falta, pero las palabras no me bastan, no alcanzan a expresar lo que siento por ti.
    Él la oprimió casi con desesperación, como si creyera que apretándola con intensidad suficiente lograría que Ayla fuera parte de sí mismo. De ese modo jamás llegaría a perderla.
    También ella le estrechó con fuerza, amándole y deseando hacer algo por aliviar la angustia de Jondalar y su necesidad súbitamente perentoria. Comprendió entonces que sabía lo que tenía que hacer. Respiró en la oreja de Jondalar y le besó el cuello. La respuesta de Jondalar fue inmediata. La besó, con fiera pasión, acariciándole los brazos y sosteniéndole los pechos con las manos, sorbiéndole los pezones con un hambriento deleite. Ella pasó la pierna sobre Jondalar y le obligó a cubrirla; después abrió los puños. Jondalar retrocedió, buscó y empujó con el miembro erecto, tratando de encontrar la abertura. Ayla bajó una mano y le ayudó a guiar el miembro, dándose cuenta de que sentía tanto deseo de su compañero como él de ella.
    Mientras él empujaba y sentía el tibio abrazo del profundo foso femenino, ella gimió con una repentina sensación indescriptible. Todos los pensamientos de pesadilla y la temerosa inquietud de Jondalar se disiparon en ese momento, y la sensual alegría del maravilloso Don del Placer concedido por la Madre le colmó y no dejó espacio para otro pensamiento que no fuera el amor que sentía por ella. Se retiró un poco y sintió que el movimiento de Ayla se acompasaba al suyo cuando volvieron a unirse. La respuesta de Ayla provocó en él sensaciones aun más profundas.
    Cuando se apartaban y volvían a unirse, él experimentaba un sentimiento de inenarrable felicidad. Su cuerpo y el de Ayla se movían a un ritmo al que ella se entregó totalmente y que fue acelerándose, de tal modo que Ayla quedó totalmente inmersa en las sensaciones del momento. Un reguero de fuego la recorría, se centraba en lo más profundo de su cuerpo mientras ambos continuaban agitándose hacia delante y hacia atrás.
    Él sentía que crecía en su interior un poder volcánico; oleadas de excitación le recorrían, le sumergía, para, casi antes de que lo advirtiera, estallar en una dulce liberación. Cuando Jondalar se movió las últimas veces, experimentó unas pocas sacudidas tras la violenta erupción y finalmente el sentimiento cálido y fulgurante de la relajación absoluta.
    Permaneció encima de ella, conteniendo la respiración después del ejercicio súbito e intenso. Ayla cerró los ojos, satisfecha. Un momento después, él rodó a un costado y se acurrucó junto a Ayla, quien aproximó su cuerpo al del hombre. Así, uno contra el otro estrechamente entrelazados, yacieron dichosos en silencio.
    Transcurrido largo rato, Ayla dijo en voz baja:
    — ¿Jondalar?
    — ¿Eh? —murmuró él. Se encontraba en un estado agradable y plácido, sin sueño, pero también sin deseos de moverse.
    — ¿Cuántos ríos como éste tendremos que cruzar? —preguntó Ayla. Él se incorporó a medias y la besó en la oreja.
    —Ninguno —contestó.
    — ¿Ninguno?
    —Ninguno, porque no hay ríos como la Hermana —explicó Jondalar.
    — ¿Ni siquiera el Río de la Gran Madre?
    —Ni siquiera la Madre es tan veloz y traicionera, o tan peligrosa como la Hermana —explicó Jondalar—; pero no cruzaremos el Río de la Gran Madre. Permaneceremos en este lado la mayor parte de la distancia que nos separa del glaciar de la meseta. Cuando estemos cerca de los hielos, me gustaría visitar a ciertas personas que viven en la orilla opuesta del Río de la Madre. Pero está muy lejos de aquí, y cuando lleguemos a esa región el río será poco más que un arroyo de montaña. —Poniéndose boca arriba, añadió—: No digo que no tengamos que cruzar algunos ríos importantes para llegar a nuestro destino, pero en estas llanuras la Madre se divide en numerosos canales que se separan y se reúnen nuevamente. Cuando los veamos a todos unidos otra vez, serán tan pequeño que te resultará difícil imaginar que se trata del Río de la Gran Madre.
    —Si no lleva tanta agua como el de la Hermana, no creo que lo reconozca —dijo Ayla.
    —Seguramente lo conseguirás. Por grande que sea la Hermana, cuando se unen, la Madre es todavía más grande. Hay un río importante que alimenta el caudal desde la orilla opuesta, poco antes de las colinas boscosas que lo desvían hacia el este. Thonolan y yo conocimos allí algunas personas que nos ayudaron a cruzar en balsa. Hay otros afluentes que proceden de las grandes montañas que se alzan al oeste, pero nosotros avanzaremos hacia el norte de la llanura central y ni siquiera los veremos.
    Jondalar se sentó. La conversación le había inducido a pensar que debían continuar la marcha, aunque en realidad no partirían hasta la mañana siguiente. Se sentía descansado y tranquilo; no le atraía continuar acostado.
    —No cruzaremos muchos ríos hasta que lleguemos a las mesetas del norte —continuó diciendo—. Por lo menos, eso es lo que me dijo la gente de Haduma. Al parecer, hay algunas colinas, pero es una región bastante llana. La mayor parte de los ríos que veremos son canales del Río de la Madre. Dicen que la Madre recorre toda la región en la que estamos ahora. Creo que es un buen sitio para cazar. La gente de Haduma cruza siempre los canales para cazar allí.
    — ¿La gente de Haduma? Sí, me hablaste de ellos, pero nunca dijiste gran cosa —dijo Ayla, sentándose también, y extendiendo la mano hacia el canasto que estaba en su alforja.
    —No estuvimos mucho tiempo con ellos, sólo lo necesario para... —Jondalar vaciló, y recordó los Ritos de Iniciación que había compartido con Noria, la bonita joven. Ayla advirtió en su rostro una expresión extraña, como si se sintiera un poco avergonzado, ala vez que complacido de sí mismo—. Fue una... ceremonia, un festival —concluyó Jondalar.
    — ¿Un festival para honrar a la Gran Madre Tierra? —preguntó Ayla.
    —Pues... sí, así fue. Me pidieron... —vaciló—, nos pidieron a Thonolan y a mí que participáramos.
    — ¿Visitaremos entonces a la gente de Haduma? —preguntó Ayla desde la abertura de la tienda. Llevaba en la mano una piel de gamuza sharamudoi para secarse después de lavarse en el arroyo que corría junto a los sauces.
    —Me alegraría verles, pero no sé dónde viven —dijo Jondalar. Entonces, al ver la expresión desconcertada de Ayla, se apresuró a aclarar—: Algunos cazadores hallaron nuestro campamento y mandaron llamar a Haduma. Ella fue quien decidió celebrar el festival y ordenó buscar a los demás. —Hizo una pausa, tratando de recordar—. Haduma era una mujer notable. Es la persona más anciana que he conocido en mi vida, incluso más que Mamut. Es la madre de seis generaciones; al menos eso creo. De veras, me alegraría volver a verla, pero no puedo perder tiempo buscándolos. De todos modos, imagino que ya habrá muerto, aunque lo más probable es que su hijo aún viva. Era el único que hablaba zelandoni.
    Ayla salió. Jondalar sintió una imperiosa necesidad de orinar. Se puso deprisa la túnica y abandonó la tienda. Mientras sostenía el miembro y observaba el arco humeante de líquido amarillo de fuerte olor que se derramaba sobre el suelo, se preguntó si Noria habría tenido el hijo anunciado por Haduma y si el órgano que estaba sosteniendo sería el responsable de la creación del niño.
    Vio que Ayla se acercaba a los sauces, cubierta únicamente con el cuero de gamuza echado sobre los hombros. Lo lógico era que también él fuera a lavarse, aunque ese día ya había tenido sobrado contacto con el agua fría. Eso no quería decir que no estuviera dispuesto a mojarse, si se veía obligado a ello, por ejemplo al cruzar el río, pero mientras viajaba con su hermano nunca habría creído que lavarse a menudo en agua fría fuese tan importante.
    Ayla nunca le había hecho la menor indicación al respecto, pero como para ella no era obstáculo el agua fría, Jondalar mal podía utilizar esa excusa para no lavarse a su vez. Tenía que reconocer que le agradaba que ella por lo general exhalara un olor tan fresco. En ocasiones Ayla rompía la capa de hielo para llegar al agua, y él se preguntaba cómo era capaz de soportarla.
    Por lo menos, la joven estaba levantada y se movía. Jondalar había temido que se vieran obligados a acampar varios días, a causa de la hipotermia sufrida por Ayla, o incluso que enfermase. Tal vez, se dijo Jondalar, aquella costumbre de lavarse en agua poco menos que helada la hubiera habituado a las bajas temperaturas, y era posible que unos cuantos puñados de agua tampoco a él le perjudicasen. De pronto se dio cuenta de que estaba observando el modo en que el trasero desnudo de la joven se insinuaba bajo el reborde del cuero, meneándose seductoramente a uno y otro lado mientras caminaba. Los Placeres de los dos habían sido excitantes y más satisfactorios de lo que él hubiera imaginado, en vista de la brevedad del episodio; pero mientras contemplaba a Ayla, quien tras colgar de una rama la suave piel, vadeaba el arroyo, sintió el impulso de empezar de nuevo, sólo que esta vez la complacería lenta, amorosamente, gozándose en cada parte del cuerpo femenino.

    Las lluvias continuaron de forma intermitente cuando comenzaron a cruzar las llanuras bajas que se extendían entre el Río de la Gran Madre y el afluente de anchura casi igual, es decir la Hermana. Reanudaron viaje en dirección noroeste, aunque su ruta no era directa ni mucho menos. Las llanuras centrales se asemejaban a las estepas del este, y en realidad eran una prolongación de aquéllas, pero los ríos que atravesaban la antigua cuenca de norte a sur desempeñaban un papel dominante en el carácter de la región. El curso del Río de la Gran Madre, el cual variaba con frecuencia, se bifurcaba y se desviaba, dando lugar a enormes zonas húmedas en los vastos pastizales secos.
    Se formaban lagos en los recodos de acentuadas curvas de los canales más anchos que recorrían el territorio, y los pantanos, los prados húmedos y los campos floridos que proporcionaban diversidad a las grandiosas estepas servían de refugio a una cantidad y variedad increíble de aves; pero también obligaban a desviarse a los viajeros que avanzaban por tierra. La diversidad de los cielos estaba complementada por una abundante vida vegetal y una heterogénea población de animales que reproducía la situación de los pastizales orientales, aunque de manera más concentrada, como si un paisaje más dilatado se hubiera contraído al mismo tiempo que su comunidad de criaturas vivas, conservaba idénticas proporciones.
    Rodeadas por montañas y mesetas que canalizaban más humedad hacia la tierra, las llanuras centrales, especialmente en el sur, eran también algo más boscosas. En lugar de especies enanas y achaparradas, los arbustos y los árboles que se apiñaban cerca de los cursos de agua a menudo alcanzaban una altura y un diámetro notables. En la sección suroriental, cerca de la confluencia ancha y turbulenta, los pantanos y los lodazales aparecían en los valles y los bajíos, llegando a adquirir enormes proporciones durante la época de las inundaciones. Había bosques pequeños y pantanosos de alisos, fresnos y alerces que atraían a los incautos, entre promontorios coronados por bosques de sauces, alternándose en ocasiones con robles y hayas, mientras los pinos arraigaban en los terrenos más arenosos.
    En la mayor parte de los suelos intervenía una mezcla del fecundo loess y marga negra, o bien arena y gravas aluviales, con un afloramiento ocasional de antiguas rocas que interrumpían el relieve liso. Estas mesetas aisladas solían estar pobladas de coníferas, que a veces descendían hasta las llanuras, proporcionando cobijo a diferentes especies de animales que no podían vivir exclusivamente en terreno abierto. La vida era más ubérrima en los sectores de los márgenes, mas a pesar de tanta exuberancia, la vegetación principal continuaba siendo la hierba. Los pastos altos y cortos de la estepa, así como las hierbas con aspecto de pluma y las festucas en las llanuras centrales de la estepa formaron un pastizal extraordinariamente abundante que se agitaba impulsado por el viento.
    Cuando Ayla y Jondalar salieron de las llanuras meridionales y se aproximaron al frío norte, tuvieron la sensación de que la estación avanzaba con más rapidez que de costumbre. El viento que les golpeaba la cara traía una ráfaga del frío intenso de su lugar de origen. Una acumulación de inconcebibles proporciones de hielo glacial se extendía sobre vastas regiones de las tierras septentrionales y comenzaba justo frente a ellos, a una distancia muy inferior a la que ya habían recorrido.
    Debido al cambio de estación, la fuerza cada vez más violenta del aire helado hacía presagiar su tremendo poder. Las lluvias disminuyeron hasta cesar por completo, vetas blancas irregulares reemplazaron a las acumulaciones bajo unas nubes desflecadas por los fuertes vientos constantes. Potentes ráfagas arrancaban las hojas secas de los árboles caducos y las dispersaban para formar una alfombra irregular alrededor de los troncos. Luego, en un súbito cambio de humor, una repentina corriente ascendente elevaba los quebradizos esqueletos de las ramas nacidas durante el verano, las esparcía en torno con furia y luego, como cansado del juego, las dejaba caer en otro lugar.
    A pesar de los inconvenientes, el tiempo frío y seco complacía más a los viajeros; era algo conocido, incluso cómodo, y estaban protegidos por las capuchas y los chaquetones de piel. Habían informado bien a Jondalar; la caza era fácil en las llanuras centrales, los animales estaban bien nutridos y sanos después de comer todo el verano. En esa época del año muchos granos, frutos, nueces y raíces estaban maduros para la cosecha. No necesitaban consumir las raciones de viaje, e incluso repusieron sus existencias porque mataron un ciervo gigantesco. Eso les decidió a detenerse y descansar unos días, mientras la carne se secaba. La salud resplandecía en sus rostros, que reflejaban la honda felicidad de estar vivos y enamorados. Los caballos parecían haber rejuvenecido. Era su medio, el clima y las condiciones a los que se habían adaptado. Su espeso pelaje era más tupido a causa del crecimiento invernal, y todas las mañanas se les notaba inquietos y dinámicos. El lobo, con el hocico apuntando al viento, recogía olores conocidos por los registros recónditos e instintivos de su cerebro y brincaba satisfecho por el camino, realizando de vez en cuando incursiones en solitario, para reaparecer súbitamente, según Ayla, con el aire de sentirse orgulloso de sí mismo.
    El cruce de los ríos no ofrecía problemas. Casi todos los cursos de agua corrían paralelos a la dirección norte—sur del Río de la Gran Madre, si bien los dos viajeros vadearon algunos que atravesaban la llanura; no obstante, el esquema era imprevisible. Los canales se desviaban tanto que no siempre era seguro que una corriente que se cruzara en el camino representase un desvío del río o de algunos de los pocos arroyos procedentes de los terrenos más altos. Algunos canales paralelos concluían bruscamente en una corriente que bajaba hacia el oeste, la cual a su vez vaciaba sus aguas en otro canal de la Madre.
    Aunque a veces se veían obligados a desviarse de la dirección norte a causa de un amplio recodo del río, era el tipo de pastizal abierto lo que determinaba que viajar a caballo fuese mucho más ventajoso que hacerlo a pie. Desarrollaban una velocidad excepcional, y cada día salvaban distancias tan largas que compensaban los retrasos anteriores. Jondalar se sentía complacido al pensar que incluso estaban compensando un tanto su decisión de seguir el camino más largo, con el fin de visitar a los Sharamudoi.
    Los días tersos, fríos y claros, permitían una amplia visión panorámica, enturbiada tan sólo por las brumas matutinas cuando el sol calentaba la humedad condensada durante la noche, la cual apenas superaba el punto de congelación. Hacia el este se divisaban las montañas que habían esquivado cuando siguieron el curso del gran río a través de las cálidas planicies meridionales. Se trataba de las mismas montañas cuya ladera suroeste habían ascendido. Los picos helados y relucientes se iban acercando imperceptible—mente a medida que la cadena se desviaba hacia el noroeste, formando un gran arco.
    Hacia la izquierda, la cadena montañosa más alta del continente, cubierta por un enorme casquete de hielo glacial casi hasta la mitad de los flancos, se desplegaba en una sucesión de alturas que iba de este a oeste. Los picos imponentes y luminosos se elevaban en la lejanía púrpura como una presencia vagamente siniestra, una barrera al parecer infranqueable entre los viajeros y su meta definitiva. El Río de la Gran Madre les obligaría a rodear la ancha cara septentrional de la cadena, acercándolos a un glaciar relativamente pequeño que cubría, como una armadura de hielo, un macizo antiguo y redondo en el extremo noroeste de las estribaciones alpinas de las montañas.
    Más bajo y a menos distancia, más allá de una llanura cubierta de hierba donde también crecían bosques de pinos, se elevaba otro macizo. La meseta de granito se imponía a los prados de la estepa y al Río de la Gran Madre, pero descendió gradualmente cuando continuaron hacia el norte, y al fin se unió con las colinas onduladas que se extendían todo el camino hasta las estribaciones de las montañas occidentales. La cantidad de árboles que interrumpían el paisaje abierto cubierto de hierba era cada vez menor y los que quedaban comenzaban a adoptar las habituales deformaciones achaparradas de los árboles esculpidos por el viento.

    Ayla y Jondalar habían recorrido casi tres cuartas partes de la distancia, de sur a norte, de las inmensas llanuras centrales, antes de que empezaran a caer los primeros copos de nieve.
    — ¡Jondalar, mira! ¡Está nevando! —gritó Ayla excitada, con una sonrisa radiante en sus labios—. Es la primera nieve del invierno.
    La joven había estado oliendo la nieve en el aire, y la primera nevada de la estación siempre le parecía especial.
    —No entiendo por qué te complace tanto —replicó Jondalar, pero la sonrisa de Ayla era contagiosa, y él no pudo por menos de sonreír a su vez—. Me temo que antes de que hayamos llegado, te habrás cansado de la nieve y el hielo.
    —Sé que tienes razón, pero de todos modos me gustan las primeras nieves. — Después de avanzar un corto trecho, Ayla preguntó—: ¿Podremos acampar pronto?
    —Es un poco más de mediodía —dijo Jondalar, un tanto desconcertado—. ¿Por qué hablas ya de acampar?
    —Acabo de ver unas perdices blancas. Han comenzado a cubrirse de blanco, pero como la nieve no ha cuajado, ahora es fácil distinguirlas. No será lo mismo cuando haya nevado más, y siempre son muy sabrosas en esta época del año, sobre todo si las preparo como le gustaban a Creb, pero se necesita bastante tiempo para cocerlas de ese modo. —Sin proponérselo evocó el pasado, perdida la mirada en el vacío—. Hay que cavar un hoyo en el suelo, revestirlo con piedras y encender fuego. Después, se introducen las aves, envueltas en humo, se tapa todo y se espera. —Las palabras habían brotado de sus labios con tanta rapidez que casi farfullaba—. Pero vale la pena.
    —Cálmate, Ayla, estás excitada —sonrió Jondalar, divertido y alegre. Le encantaba mirarla cuando ella demostraba tanto entusiasmo—. Si estás segura de que serán tan deliciosas, creo que podremos instalar el campamento y salir a cazar perdices.
    —Así será —dijo Ayla, mirando a Jondalar con expresión seria—; pero tú ya las has comido, preparadas de ese modo. Conoces su sabor. —Entonces reparó en la sonrisa de Jondalar y comprendió que él había estado jugando con ella. Su reacción fue extraer la honda sujeta por el cinturón mientras le aconsejaba—: Organiza el campamento. Yo iré a cazar una perdiz, y si me ayudas a cavar el hoyo, hasta te permitiré saborearla —dijo sonriendo, y espoleó a Whinney.
    — ¡Ayla! —gritó Jondalar antes de que ella se alejara—. Si me dejas la estaca de cavar, ¡oh!, tú, «Mujer Que Caza» te prepararé el campamento.
    Ella le miró sobresaltada.
    —Ignoraba que fueras capaz de recordar cómo me llamaba Brun cuando me permitió cazar —dijo, mientras regresaba y se detenía frente a él.
    —Es posible que no guarde recuerdo de todo lo referente a tu Clan, pero de todos modos me acuerdo de algunas cosas, en particular de las relacionadas con la mujer a quien amo —dijo, y contempló la sonrisa amplia y bella que acentuaba la hermosura de la joven—. Además, si me ayudas a encontrar un sitio para instalarnos, sabrás adónde regresar con tus dichosas aves.
    —Si no te viese, te seguiría la pista, pero te acompañaré y dejaré contigo las angarillas. Whinney no puede moverse con rapidez si tiene que arrastrarlas.
    Cabalgaron juntos hasta que en las inmediaciones de un arroyo vieron el lugar apropiado para acampar, un terreno llano para la tienda, con unos pocos árboles y, lo que era más importante para Ayla, una playa llena de piedras que podían usarse para armar el horno en el suelo.
    —Bien; puedo ayudarte a instalar el campamento, ya que estoy aquí —decidió Ayla, y desmontó.
    —Ve a cazar tu perdiz. Dime sólo dónde deseas que empiece a cavar un hoyo —dijo Jondalar.
    Ayla dudó unos instantes; después asintió. Cuanto antes cazara las aves, antes empezaría a asarlas, y era posible que necesitase cierto tiempo para abatirlas. Recorrió a pie el lugar y eligió un sitio que parecía apropiado para el horno en el suelo.
    —Aquí —dijo—; cerca de estas piedras. Exploró la playa y llegó a la conclusión de que también podía recoger algunas piedras redondas y pulidas para su honda mientras permanecieran allí.
    A continuación ordenó a Lobo que la acompañara y volvió atrás para buscar la perdiz que había visto. Apenas comenzó a seleccionar las gruesas aves, vio varias especies similares. Primero se sintió tentada por una pareja de perdices grises entretenidas en picotear semillas maduras de centeno y trigo mocho. Identificó un número sorprendente de aves jóvenes por las marcas un poco menos definidas, no por el tamaño del cuerpo. Aunque las aves robustas y de proporciones medianas ponían hasta veinte huevos en una nidada, por lo general soportaban una depredación tan intensa que eran escasos los ejemplares que alcanzaban la edad adulta.
    Las perdices grises también eran sabrosas, pero Ayla decidió que continuaría caminando sin olvidar el lugar donde las había visto, por si no encontraba las perdices blancas que ella prefería. Una bandada formada por varias familias de codornices gregarias más pequeñas la sobresaltó al levantar el vuelo. Las avecillas redondas también eran sabrosas, y si Ayla hubiera sabido usar un palo arrojadizo que podía derribar varios animales de una sola vez, quizás ahora hubiera intentado utilizarlo.
    Como había decidido ignorar a las restantes aves, Ayla se alegró de ver las perdices blancas, hábiles en camuflarse, cerca del lugar en el que las había descubierto antes. Aunque todavía mostraban ciertos dibujos en el dorso y las alas, las plumas blancas predominantes hacían que se destacaran contra el fondo formado por el suelo gris y las hierbas secas color oro oscuro. Las aves gordas y robustas ya tenían plumas de invierno no sólo en las patas, sino también en las garras, para protegerlas del frío y cuando caminaban sobre la nieve. Aunque la codorniz recorría con frecuencia distancias más largas, tanto la perdiz común como la blanca, al igual que la chocha cuyo plumaje se tornaba blanco en la nieve, solían mantenerse en un sector generalmente próximo a su lugar de nacimiento y se desplazaban tan sólo una corta distancia entre las áreas invernales y las estivales.
    De acuerdo con el estilo de ese mundo invernal, que admitía asociaciones estrechas de seres vivos cuyos respectivos hábitats en otras ocasiones estarían muy distanciados entre sí, cada cual tenía su espacio y todos se mantenían en las llanuras centrales durante el invierno. Mientras que la perdiz se aferraba al pastizal abierto batido por el viento, alimentándose de semillas y durmiendo por las noches en los árboles cercanos a los ríos y las mesetas, la perdiz blanca prefería la nieve blanda, abriendo huecos debajo de ella para mantenerse caliente, alimentándose de ramitas, brotes, capullos y arbustos, a menudo variedades que contenían aceites concentrados desagradables o incluso venenosos para otros animales.
    Ayla ordenó a Lobo que se estuviera quieto, mientras ella extraía dos piedras de su saquito y preparaba la honda. Montada en Whinney, vio un pájaro casi blanco y lanzó la primera piedra. Lobo, atento al movimiento de Ayla, que interpretó como una señal, se abalanzó simultáneamente sobre otro ejemplar. Con batir de alas y estridentes graznidos de protesta, el resto de la bandada de pesadas aves remontó el vuelo, y los poderosos músculos voladores batieron con fuerza el aire. Las marcas normales, camufladas en el suelo, experimentaban un cambio sorprendente en el aire, cuando el plumaje desplegado exhibía dibujos peculiares, de forma que otros ejemplares de la misma especie podían seguir fácilmente la pista, manteniéndose unida la bandada.
    Después del ímpetu del primer estallido de actividad y el súbito relampagueo de las plumas, el vuelo de las perdices se convirtió en un prolongado deslizamiento. Con una presión y un movimiento de su cuerpo que constituía casi una segunda naturaleza, Ayla ordenó a Whinney que siguiera el movimiento de las aves mientras ella se preparaba para arrojar una segunda piedra. La mujer aferró la honda en el movimiento de retorno, deslizó la mano sobre el extremo suelto y, con un gesto desenvuelto y hábil, estiró hacia atrás la otra mano y depositó la segunda piedra en el bolsón, antes de dispararla. Aunque a veces tenía que esforzarse un poco en el primer tiro, en el segundo rara vez necesitaba acumular impulso.
    Su habilidad para arrojar piedras con tanta rapidez era tan extraordinaria que, de no verla en acción, nadie lo hubiera creído. Su destreza era innata, puesto que Ayla había aprendido por su cuenta la técnica de las dos piedras. En el transcurso de los años la había perfeccionado, y era muy precisa con los dos tiros. El ave a la que había apuntado en tierra, jamás remontó el vuelo. Cuando la segunda ave cayó al suelo, Ayla cogió rápidamente dos piedras más; pero entonces la bandada ya estaba fuera de su alcance.
    Lobo apareció con una tercera perdiz en la boca. Ayla desmontó, y a una señal de la joven, el lobo dejó su presa a los pies de su ama. Después se sentó y la miró, muy complacido, con una suave pluma blanca colgándole todavía de un costado de sus fauces.
    —Lobo, eso ha estado bien —elogió Ayla, mientras aferraba el espeso collar de pelo y acercaba su frente a la del animal. Después, se volvió hacia el caballo—, Whinney, esta mujer aprecia tu ayuda —dijo en su lengua especial, formada por signos del Clan y por suaves resoplidos parecidos a los del caballo. La yegua alzó la cabeza, relinchó y se acercó más a la mujer. Ayla le sostuvo la cabeza y le sopló en los ollares, intercambiando olores de reconocimiento y amistad.
    Antes de emprender el regreso, retorció el pescuezo de un pájaro que aún no estaba muerto; después, con unos juncos, ató las patas desplumadas de las presas. Montó a caballo y metió las perdices en la alforja que tenía detrás. En el camino de vuelta encontró perdices de nuevo y no pudo resistir la tentación de atrapar otro par más. Con dos piedras abatió dos aves, pero erró el tiro cuando quiso derribar una tercera. Lobo cazó una, y esta vez Ayla consintió que se la quedara.
    Pensó que las cocería todas al mismo tiempo, para comparar las dos clases de sabor. Reservaría las sobras para el día siguiente. A continuación comenzó a pensar en lo que emplearía para rellenar las cavidades. Si hubieran estado anidando, habría utilizado los huevos de las propias aves; pero de todos modos, cuando vivía con los Mamutoi acostumbraba usar granos. Sin embargo, necesitaría mucho tiempo para recoger una cantidad suficiente de ellos. Cosechar granos silvestres era un proceso laborioso y que, además, exigía la colaboración de un grupo de personas. Las grandes raíces extraídas del suelo podían ser apropiadas, quizás de zanahorias y cebollas silvestres.
    Mientras pensaba en la comida que prepararía, la joven no prestaba demasiada atención a lo que la rodeaba, pero no pudo dejar de advertir que Whinney se había detenido por completo. La yegua movió la cabeza y relinchó, después se mantuvo perfectamente inmóvil, pero Ayla sintió que estaba tensa. En realidad, la yegua temblaba, y la mujer no tardó en comprender cuál era la razón de aquella actitud.

    23

    Montada en Whinney, la joven miraba al frente y experimentaba una aprensión indescriptible, un temor que nacía de lo más hondo de su ser y le provocaba un profundo escalofrío. Cerró los ojos y sacudió la cabeza para rechazar la desagradable sensación. Al fin y al cabo, no había nada que temer. Abrió los ojos y miró otra vez la nutrida manada de caballos que tenía delante. ¿Qué había de terrible en una manada de caballos?
    La mayor parte de los caballos les observaban, y la atención de Whinney también estaba tan intensamente concentrada en los miembros de su especie como la de éstos en ella. Ayla ordenó a Lobo que permaneciera quieto, pues advirtió que sentía una gran curiosidad y estaba ansioso por investigar. Después de todo, los caballos eran atacados con frecuencia por lobos y aquellos animales salvajes se sobresaltarían si Lobo se acercaba demasiado.
    Cuando Ayla estudió más atentamente la manada sin tenerlas todas consigo acerca de lo que ellos o Whinney harían, advirtió que no era una sola manada, sino dos grupos diferentes. Predominaban las yeguas con sus potrillos; Ayla supuso que la que se mantenía en una actitud agresiva, delante de las restantes, era la yegua madre. Detrás, había un grupo más pequeño de solteros. De pronto, vio que uno se destacaba entre ellos y después no pudo apartar la mirada. Era el caballo más extraño que ella había visto nunca.
    La mayoría de los caballos presentaban variaciones del amarillo leonado de Relincho, algunos tendían más al rojizo y otros ostentaban tonos más claros. El color castaño de Corredor era poco común, Ayla nunca había visto un caballo de pelaje tan oscuro como el suyo; pero el color del corcel del rebaño era igualmente extraño, aunque representaba la otra cara de la moneda. Ayla jamás había visto un caballo de pelaje tan claro. El animal adulto y bien formado que se aproximaba cauteloso era totalmente blanco.
    Antes de ver a Whinney, el semental blanco había estado ocupándose de mantener a distancia a los restantes machos. Con ello les demostraba que, si no se acercaban demasiado, podía tolerar su presencia, pues no era la temporada del acoplamiento de los caballos; pero él era el único que tenía derecho a mezclarse con las hembras. Sin embargo, la súbita aparición de una hembra extraña despertó su interés y atrajo también la atención del resto de los caballos.
    Por naturaleza, los caballos eran animales gregarios, les gustaba unirse con otros caballos. En particular las hembras tendían a establecer relaciones permanentes, pero a diferencia del esquema propio de la mayor parte de los animales de rebaño, según el cual las hijas permanecían con sus madres en grupos de parentesco cercano, los caballos formaban por lo general rebaños de hembras no emparentadas entre sí. Las yeguas jóvenes solían abandonar el grupo original cuando alcanzaban la edad adulta, alrededor de los dos años. Establecían entonces jerarquías de dominio, con privilegios y beneficios para las yeguas de alto rango y sus crías —incluso el derecho de ser las primeras en tener acceso al agua y las mejores áreas de pasto—, mas los vínculos entre ellas estaban consolidados ya que compartían galanteos y otras actividades amistosas.
    Aunque peleaban juguetonamente entre ellos cuando eran potrillos, sólo cuando los machos jóvenes se unían a los corceles adultos, más o menos al cumplir los cuatro años, comenzaban a prepararse seriamente para el día en que lucharían por el derecho de aparearse. Aunque se prestaban mutua ayuda en el rebaño de los solteros, la rivalidad por el dominio constituía su actividad principal. Las disputas comenzaban con empujones y sacudidas, así como con actos rituales de defecación y olfateo, y después sobrevenía una escalada, sobre todo durante la temporada del celo de primavera, la cual incluía coces, mordiscos en el cuello, patadas en la rótula y golpes con los remos traseros en la cara, la cabeza y el pecho. Sólo después de varios años de este tipo de relación los machos conseguían a las hembras jóvenes o desbancar al macho de un rebaño.
    Por ser una hembra desarraigada que en otro tiempo correteó con caballos como aquéllos, Whinney se había convertido en objeto de intenso interés tanto para el grupo de hembras como para el de solteros. A Ayla no le gustaba la forma en que el corcel del rebaño se acercaba a ellos, su actitud orgullosa y enérgica, como si se preparara para formular una reclamación.
    —No necesitas quedarte aquí, Lobo —dijo, haciendo la señal que le liberaba, y observándole después mientras avanzaba. A los ojos de Lobo se trataba de una manada entera de Corredores y Whinneys, y deseaba jugar con ellos. Ayla estaba segura de que los actos dé Lobo no representaban una amenaza grave para los caballos. No podía derribar por sí solo a un animal tan fuerte, habría necesitado la ayuda de una manada de lobos, y las manadas rara vez atacaban a los animales adultos que estaban en el apogeo de su fuerza.
    Ayla urgió a Whinney a regresar al campamento. La yegua vaciló un momento, pero su costumbre de obedecer a la mujer fue más fuerte que su interés por los otros caballos. Empezó, pues, a caminar, pero vacilante, con lentitud. De pronto, Lobo se arrojó sobre el rebaño. Se divirtió persiguiendo los caballos y Ayla se alegró al ver que éstos se dispersaban. De ese modo, su atención se desviaba de Whinney.
    Cuando Ayla regresó al campamento, todo estaba preparado. Jondalar había terminado de armar las tres pértigas para mantener el alimento fuera del alcance de los animales que pudieran estar merodeando. La tienda estaba montada, el hoyo cavado y revestido de piedras; incluso había utilizado algunas sobrantes para marcar los límites del fuego.
    —Mira esa isla —dijo el hombre mientras ella desmontaba. Señaló una franja de tierra, formada por limo acumulado, en medio del río, con juncos, cañas y varios árboles—. Allí hay una bandada entera de cigüeñas; las hay negras y también blancas. Las vi descender —dijo con una sonrisa complacida—. Deseaba que llegaras. Vale la pena verlas. Estuvieron zambulléndose y elevándose, e incluso volando tramos cortos. Plegaron las alas y se desplomaron desde el cielo; luego, casi a ras de tierra, abrían las alas. Me pareció que se dirigían al sur. Probablemente se marcharán por la mañana.
    Ayla miró a través del espejo de agua las grandes aves de pico largo, patas esbeltas y actitud majestuosa. Se alimentaban activamente, caminando o corriendo en tierra o en el agua poco profunda. Apuntaban a todo lo que se movía con sus picos largos y fuertes; engullían peces, lagartos, ranas, insectos y lombrices. Incluso comían carroña, a juzgar por el modo en que rodearon los restos de un bisonte arrojado a la playa. Las dos especies tenían una forma en general bastante parecida, aunque la coloración era distinta. Las cigüeñas blancas tenían las alas con los bordes negros y eran más numerosas; las cigüeñas negras tenían blancas las áreas inferiores del plumaje, y casi todas estaban en el agua buscando peces.
    —Vimos una gran manada de caballos en el camino de regreso —dijo Ayla, ocupada en retirar las perdices blancas y las comunes—. Un montón de yeguas y potrillos, pero cerca había un macho. Se da la circunstancia de que el semental del rebaño es blanco.
    — ¿Blanco?
    —Como esas cigüeñas blancas. Ni siquiera tenía las patas negras —explicó Ayla, mientras desataba las correas de la alforja—. En la nieve no habría manera de distinguirle.
    —El blanco no es habitual. Nunca he visto un caballo blanco —dijo Jondalar. Después, al recordar a Noria y la ceremonia de los Ritos de Iniciación, evocó la piel de caballo blanco que colgaba de la pared, tras el lecho, adornado con las cabezas rojas de grandes pájaros carpinteros jóvenes—. Pero sí —añadió—, una vez vi la piel de un caballo blanco —dijo.
    Algo en el tono de la voz de Jondalar indujo a Ayla a mirarle con más atención. Él advirtió la mirada de la joven, se sonrojó un poco y se apartó para retirar de Whinney el canasto. Luego se sintió obligado a dar explicaciones.
    —Fue durante la... ceremonia con los Hadumai.
    — ¿Son cazadores de caballos? —preguntó Ayla. Plegó la manta de montar, recogió las aves y se dirigió hacia la orilla del río.
    —Bien, sí, cazan caballos. ¿Por qué? —preguntó Jondalar, acompañándola.
    — ¿Recuerdas que Talut nos habló de la caza del mamut blanco? Era un animal muy sagrado para los Mamutoi, porque ellos son los Cazadores del Mamut. Si los Hadumai usan una piel de caballo blanco durante las ceremonias, a lo mejor piensan que los caballos son animales especiales.
    —Es posible, pero no estuvimos con ellos tiempo suficiente para llegar a saberlo.
    —Pero, ¿cazan caballos? —insistió Ayla, que empezó a desplumar las aves.
    —Desde luego; estaban cazando caballos cuando Thonolan los conoció. Al principio no les caímos bien, porque habíamos dispersado sin querer la manada que ellos perseguían.
    —Creo que esta noche le pondré el cabestro a Whinney y la ataré cerca de la tienda —dijo Ayla—. Si están por aquí esos cazadores de caballos, prefiero que no se acerquen. Además, no me hizo ninguna gracia el modo en que ese corcel blanco se le acercó.
    —Es posible que tengas razón. Tal vez yo debería atar también a Corredor. De todas formas, me gustaría ver ese animal blanco.
    —Yo prefiero no volver a verlo. Estaba demasiado interesado por Whinney. Pero es extraño y hermoso. Tienes razón, el blanco no es habitual. —Las plumas volaban mientras ella las arrancaba con movimientos rápidos—. El negro tampoco es un color corriente. ¿Recuerdas cuando Ranec lo dijo? Estoy segura de que se refería también a él mismo, a pesar de que su cabello era castaño oscuro, no negro.
    Él sintió una punzada de celos ante la mención del hombre con quien Ayla estuvo a punto de unirse, si bien en definitiva había optado por Jondalar.
    — ¿Lamentas no haberte quedado con los Mamutoi y haberte unido a Ranec? —preguntó.
    Ella se volvió y miró a los ojos a Jondalar, y sus manos interrumpieron la tarea.
    —Jondalar, sabes muy bien que la única razón por la que me prometí a Ranec fue que creía que ya no me amabas, y yo sabía que él me quería... pero, sí, lo lamento un poco. Podía haber permanecido con los Mamutoi. Si no te hubiera conocido, creo que podría haber sido feliz con Ranec. En cierto modo le amaba, aunque no como a ti.
    —Bien, en cualquier caso, ésa es una respuesta sincera —dijo Jondalar, fruncido el ceño.
    —También podría haber permanecido con los Sharamudoi, pero deseaba estar donde tú estuvieras. Si necesitas regresar a tu hogar, quiero ir contigo —continuó Ayla, tratando de explicarse. Al ver el ceño de Jondalar, comprendió que ésa no era la aclaración que él deseaba oír—. Jondalar, tú me has preguntado. Cuando me preguntes siempre te diré lo que siento. Cuando sea yo quien pregunte, quiero que también tú me digas lo que sientes. Incluso si no te pregunto, quiero que me lo digas cuando algo esté mal. No deseo que se repita nunca el malentendido que existió el invierno pasado entre nosotros. Sea lo que sea, Jondalar, prométeme que siempre me lo dirás.
    El rostro de la joven tenía una expresión tan seria, tan sincera, que provocó en Jondalar una sonrisa afectuosa.
    —Lo prometo, Ayla. Yo tampoco deseo que se repita una situación como aquélla. No podía soportar que estuvieras con Ranec, sobre todo cuando comprendía por qué una mujer podía interesarse por él. Era divertido, cordial. Y un excelente tallista, un verdadero artista. Mi madre habría simpatizado con él. Le gustan los artistas y los tallistas. Si las cosas hubieran sido diferentes, yo también habría simpatizado con él. En cierto modo, me recordaba a Thonolan. Es posible que pareciera distinto, pero era como los Mamutoi, franco y confiado.
    —Era un mamutoi —afirmó Ayla—. Sí; echo de menos el Campamento del León. Echo de menos a la gente. No hemos visto mucha gente en este Viaje. No imaginaba que hubieras viajado tanto, Jondalar, ni cuánta tierra existe. Tanta tierra y tan pocos seres humanos.

    Mientras el sol se acercaba a la tierra, las nubes sobre las altas montañas del oeste se elevaban para abrazar el globo candente y difundir en su excitación raudales de una esplendorosa luz sonrosada. La luminosidad inundó por entero el brillante despliegue, disipándose después en la oscuridad, mientras Ayla y Jondalar terminaban su comida. Satisfecho su apetito, la joven se levantó para guardar las aves que no habían consumido; había preparado mucho más de lo que podían comer. Su compañero volvió a depositar en el fuego algunas piedras de cocer, porque deseaba preparar la infusión nocturna.
    —Me han parecido deliciosas —dijo—. Me alegra que quisieras que nos detuviéramos temprano. Valía la pena.
    Ayla miró hacia la isla y contuvo a duras penas una exclamación, reflejándose la sorpresa en sus ojos. Jondalar oyó su respiración agitada y miró en la misma dirección.
    Varias personas que portaban lanzas habían surgido de la penumbra y se habían acercado al borde de la zona iluminada por el fuego. Dos usaban capas de piel de caballo, con la cabeza disecada aún unida al resto y colocada a guisa de capucha. Jondalar se incorporó. Uno de los hombres se quitó la capucha y caminó hacia él.
    —Zel-an-don-ii —dijo el recién llegado, señalando al hombre alto y rubio. Después, se golpeó el pecho—. ¡Hadumai! ¡Jeren! —Sus labios dibujaron una ancha sonrisa.
    Jondalar le miró con atención y después sonrió a su vez.
    — ¡Jeren! ¿Eres tú? ¡Gran Madre, no puedo creerlo! ¡Eres tú!
    El hombre comenzó a hablar en una lengua tan incomprensible para Jondalar como la era la de éste para Jeren, pero las sonrisas cordiales sí fueron entendidas.
    — ¡Ayla! —llamó Jondalar, indicándole que se acercara—. Éste es Jeren. Es el cazador hadumai que nos detuvo cuando nos dirigíamos en la otra dirección. ¡Me parece increíble!
    Ambos continuaron sonriendo complacidos. Jeren miró a Ayla, y su sonrisa cobró un matiz apreciativo cuando hizo un gesto de asentimiento dirigido a Jondalar.
    —Jeren, ésta es Ayla, Ayla de los Mamutoi —dijo Jondalar, quien realizó las presentaciones formales—. Ayla, éste es Jeren del pueblo de Haduma.
    Ayla extendió sus dos manos.
    —Bienvenido a nuestro campamento, Jeren del pueblo de Haduma —dijo.
    Jeren comprendió la intención, aunque no era un saludo usual en su pueblo. Depositó la lanza en un recipiente que llevaba colgado a la espalda, cogió las dos manos de Ayla y dijo:
    —Ayla —consciente de que era el nombre de la joven, pero sin entender el resto. Volvió a golpearse el pecho—. Jeren —indicó, y después agregó algunas palabras desconocidas.
    De pronto, el hombre se sobresaltó, súbitamente asustado. Había visto un lobo al lado de Ayla. Al ver su reacción, Ayla se arrodilló inmediatamente y rodeó con un brazo el cuello del lobo. Los ojos de Jeren se dilataron en el colmo del asombro.
    —Jeren. —alzándose, la mujer efectuó los movimientos de una presentación formal—. Éste es Lobo. Lobo, éste es Jeren del pueblo de Haduma.
    — ¿Lobo? —inquirió Jeren, sin que la inquietud hubiera desaparecido todavía de sus ojos.
    Ayla apoyó la mano sobre el hocico de Lobo, como si quisiera que éste la oliese. Después, se arrodilló junto al lobo y le pasó otra vez el brazo por el cuello, para demostrar su intimidad con el animal y su falta de temor. Tocó entonces la mano de Jeren, y a continuación tocó de nuevo el hocico de Lobo, para demostrar al visitante lo que ella deseaba que hiciera. Vacilante, Jeren extendió la mano hacia el animal.
    Lobo la tocó con el hocico húmedo y frío y retrocedió. Había afrontado muchas veces una presentación análoga mientras estaba con los Sharamudoi, y parecía comprender la intención de Ayla. Después, Ayla tomó la mano de Jeren y, mirándole, la guió hacia la cabeza del lobo, para permitirle que tocara el pelaje y demostrarle cómo acariciarlo. Cuando Jeren la miró con una sonrisa de reconocimiento y por propia iniciativa acarició la cabeza de Lobo, ella se tranquilizó.
    Jeren se volvió y miró a sus acompañantes.
    — ¡Lobo! —dijo, indicando con un gesto al animal. Dijo otras cosas, y después pronunció el nombre de la joven. Cuatro hombres se acercaron al fuego. Ayla realizó algunos gestos de bienvenida, invitándoles a sentarse.
    Jondalar, que había estado observando, sonrió complacido.
    —Buena idea, Ayla —aprobó.
    — ¿Crees que tendrán apetito? Nos ha quedado mucha comida —dijo Ayla.
    — ¿Por qué no se la ofreces y lo compruebas?
    Ayla cogió una fuente de marfil de mamut, sacó algo que parecía un manojo de heno mustio y, al abrirlo, apareció una perdiz cocida. Tras colocarla en la bandeja, la ofreció a Jeren y los demás. El aroma precedió al manjar. Jeren arrancó una pata y descubrió que tenía en la mano un pedazo de carne tierna y jugosa. La sonrisa que se dibujó en su cara después de saborearla alentó a los otros.
    Ayla sacó también una perdiz común y distribuyó el relleno de raíces y granos en el variado surtido de fuentes y cuencos más pequeños, algunos tejidos, otros de marfil y uno de madera. Dejó que los hombres se dividieran a voluntad la carne; entretanto buscó un gran cuenco de madera, fabricado por ella misma, y lo llenó de agua para preparar una infusión.
    Los hombres parecían mucho más relajados después de la comida, tanto que recibieron con agrado a Lobo, llamado por Ayla con el fin de que los olfateara. Sentados alrededor del fuego, cada uno con su taza, intentaron comunicarse más allá del nivel de la sonriente cordialidad y la hospitalidad.
    Jondalar fue el primero en tomar la palabra.
    — ¿Haduma? —preguntó.
    Jeren meneó la cabeza y en su rostro se dibujó una expresión de tristeza. Con la mano señaló el suelo, y Ayla intuyó que aquello significaba que Haduma había regresado a la Gran Madre Tierra. Jondalar comprendió también que la anciana a quien profesaba tanta simpatía había muerto.
    — ¿Tamen? —preguntó.
    Sonriendo, Jeren asintió con gestos exagerados. Después, señaló a uno de los otros y dijo algo que incluía el nombre de Tamen. Un joven, poco más que un niño, le sonrió, y Jondalar descubrió en sus facciones cierta semejanza con el hombre a quien él había conocido.
    —Tamen, sí —dijo Jondalar, asintiendo con una sonrisa—. El hijo, o quizás el nieto de Tamen. Ojalá Tamen estuviera aquí —dijo a Ayla—. Sabía un poco de zelandoni y podríamos haber conversado algo. Realizó un largo Viaje a esas regiones cuando era joven.
    Jeren pasó la mirada por el campamento, después volvió los ojos hacia Jondalar y dijo.
    — ¿Zelandonii...? Thon... Thonolan?
    Esta vez le tocó a Jondalar mover la cabeza con aire entristecido. Luego, al recordar la sucedido, invitó a su interlocutor y señaló el suelo. Jeren pareció sorprendido, pero asintió y pronunció una frase que sin duda era una pregunta. Jondalar no entendió y miró a Ayla.
    — ¿Sabes la que quiere decir?
    Aunque no conocía la lengua, en la mayor parte de los idiomas que ella había oído hablar existían ciertos sonidos con los cuales estaba familiarizada. Jeren repitió la frase, y algo en el tono en que la pronunciaba hizo que una idea acudiera a la mente de Ayla. Ésta cerró una mano en forma de garra y gritó como un león en la caverna:
    El sonido que emitió fue tan realista que todos los hombres la miraron desconcertados, pero Jeren asintió en actitud de comprensión.
    Había preguntado cómo había muerto Thonolan y ella se lo había dicho. Uno de los otros hombres le dijo algo a Jeren. Cuando éste respondió, Jondalar escuchó otro nombre conocido, el de Noria. El que había preguntado sonrió al hombre alto y rubio, le señaló, después apuntó con el dedo a uno de sus propios ojos, y volvió a sonreír.
    Jondalar experimentó una oleada de excitación. Tal vez toda aquella mímica significara que Noria, en efecto, tenía un niño con los ojos tan azules como los de él. Sin embargo, recapacitó, diciéndose que podía tratarse tan sólo de que aquel cazador hubiera oído hablar del hombre de los ojos azules que había celebrado los Ritos de Iniciación con ella. No podía saberlo con certeza. Los otros hombres apuntaban cada cual a sus ojos, y sonreían. ¿Sonreirían acaso porque estaban pensando en un niño de ojos azules? ¿El fruto de los Placeres disfrutados con un hombre de ojos azules?
    Contempló la posibilidad de pronunciar el nombre de Noria y de mover los brazos como si estuviera acunando a un niño, pero miró a Ayla y desistió de su propósito. No le había dicho nada acerca de Noria, ni tampoco del anuncio hecho por Haduma el día siguiente, en el sentido de que la Madre había otorgado su bendición a la ceremonia y de que la joven daría a luz un hijo, un niño al que impondrían el nombre de Jondal, el cual tendría los ojos como los de Jondalar. Sabía que Ayla deseaba un hijo suyo... o de su espíritu. ¿Qué sentiría si se enteraba de que Noria ya tenía uno? Si hubiera estado en el lugar de Ayla, probablemente habría sentido celos.
    Entretanto, se afanaba por indicar a los cazadores con toda clase de gestos que debían dormir cerca del fuego. Por fin ellos asintieron y se pusieron de pie para ir a buscar sus mantas de dormir. Las habían apilado río abajo, antes de aproximarse al fuego que habían olido y asegurarse de que había sido encendido por amigos. En cuanto Ayla vio que rodeaban la tienda y se dirigían al lugar donde había atado a los caballos, echó a correr hasta situarse delante de ellos y alzó una mano para detenerlos. Se miraron unos a otros intrigados, cuando ella desapareció en la oscuridad. Sin entender lo que pasaba, quisieron reanudar la marcha, pero Jondalar les hizo señas de que esperaran. Sonrientes, asintieron en silencio.
    La expresión de los hombres demostró temor cuando Ayla reapareció en compañía de los caballos. Erguida ante los dos animales, trató de explicar por medio de movimientos e incluso valiéndose de los expresivos gestos del Clan, que se trataba de caballos especiales que no debían ser cazados; pero ni ella ni Jondalar estaban seguros de que los hombres lo comprendieran. Jondalar hasta llegó a temer que pensaran que Ayla poseía ciertos poderes especiales para dominar a los caballos, y que los había llevado allí adrede para permitir que los cazaran. Se apresuró a decir a Ayla que, a su juicio, una demostración podía ser útil.
    Fue a la tienda a buscar una lanza, blandiéndola como si se propusiera herir a Corredor, pero Ayla le cortó el paso alzando los brazos, cruzándolos acto seguido frente a ella, mientras movía enérgicamente la cabeza. Jeren se rascó perplejo la suya; él y sus compañeros parecían desconcertados. Finalmente, Jeren asintió, cogió del contenedor una de sus propias lanzas, apuntó con ella a Corredor y luego la clavó en el suelo. Jondalar no sabía muy bien si el hombre creía que Ayla estaba diciéndoles que no cazaran aquellos dos caballos, o que no cazasen ninguno; pero en todo caso, algo había comprendido.
    Los hombres durmieron cerca del fuego esa noche, pero se levantaron apenas amaneció. Jeren le dijo a Ayla algunas palabras que, según Jondalar recordaba sin gran precisión, expresaban su agradecimiento por los alimentos. El visitante sonrió a la mujer cuando Lobo le olfateó, permitiéndole que le acariciara de nuevo. Ella intentó invitarlos a compartir la comida matutina, pero los hombres se alejaron deprisa.
    —Ojalá conociera un poco de su lengua —dijo Ayla—. Su visita ha sido muy agradable, aunque no hayamos podido hablar.
    —Sí; también yo hubiera querido conversar con ellos —convino Jondalar, quien deseaba sinceramente averiguar si Noria había tenido un hijo y si el niño tenía los ojos azules.
    —En el Clan, los diferentes clanes empleaban en su lenguaje cotidiano ciertas palabras que no siempre eran entendidas por todos; sin embargo, todos conocían el lenguaje silencioso de los gestos. Siempre era posible comunicarse —dijo Ayla—. Lástima que los Otros no tengan una lengua que todos puedan entender.
    —Sería útil, sobre todo cuando se viaja, pero para mí es difícil imaginar una lengua que todos puedan entender. ¿Crees en realidad que el pueblo del Clan puede entender en todas partes el mismo lenguaje de los signos? —preguntó Jondalar.
    —No es una lengua que aprendan con el tiempo. Nacen con ella. Es tan antigua que la llevan en su memoria, y su memoria se remonta a los orígenes del mundo. No puedes imaginar de cuán lejos procede —dijo Ayla.
    Se estremeció con un escalofrío de miedo cuando recordó el día en que Creb la había llevado de regreso con ellos, en contra de todas las tradiciones. De acuerdo con la ley oral del Clan, tendría que haberla dejado morir. Pero ahora, ella estaba muerta para el Clan. Pensó que la situación era de lo más irónica. Cuando Broud lanzó sobre ella la maldición de la muerte, no tenía derecho a hacerlo. No se apoyaba en un motivo plausible. A Creb, en cambio, sí le asistía la razón; ella había infringido el tabú más importante del Clan. Quizás debería haberse asegurado de que ella moría, pero no lo hizo.
    Se dedicaron a levantar el campamento, a recoger la tienda, las mantas de dormir, los utensilios para cocinar, las cuerdas. Una vez terminada esta tarea, guardaron todas las cosas en las canastas y las alforjas, haciéndolo con la destreza propia de la rutina. Ayla estaba llenando de agua los recipientes, a la orilla del río, cuando Jeren y sus cazadores regresaron. Entre sonrisas y con un chorro de palabras que sin duda representaban un exuberante agradecimiento, los hombres entregaron a Ayla un bulto envuelto en un pedazo de cuero fresco de uro. Ayla lo abrió y encontró un tierno solomillo, procedente de una presa recién cobrada.
    —Te lo agradezco, Jeren —dijo Ayla, y le correspondió con la hermosa sonrisa que siempre provocaba una oleada de amor en Jondalar. También en Jeren pareció causar un efecto similar, y Jondalar sonrió para sus adentros cuando vio la expresión asombrada en la cara del hombre. Jeren necesitó unos instantes para reaccionar; después se volvió hacia Jondalar y comenzó a hablar, esforzándose mucho por comunicarle algo. Se interrumpió cuando vio que Jondalar no le entendía, y habló entonces con sus compañeros. Acto seguido, se acercó más a Jondalar.
    —Tamen —dijo, y empezó a caminar hacia el sur mientras trataba de explicar por medio de gestos que le siguieran—. Tamen —repitió, continuando con los gestos y agregando algunas palabras.
    —Creo que quiere que le acompañes —opinó Ayla—, que vayas a ver al hombre a quien conoces. El que habla zelandoni.
    —Tamen, Zel-an-don-ii. Hadumai —dijo Jeren, haciéndoles señas. —Tienes razón; por lo visto quiere que vayamos a visitarles. ¿Qué te parece? —preguntó Jondalar.
    —De ti depende. ¿Quieres interrumpir el Viaje para hacer esa visita?
    —Nos obligaría a retroceder, y no sé cuánto camino tendríamos que desandar. Si los hubiéramos encontrado más al sur, no me habría importado entretenerme un poco en el camino; pero detesto volver atrás ahora que hemos llegado tan lejos.
    Ayla asintió.
    —Tendrás que arreglártelas para explicárselo.
    Jondalar sonrió a Jeren, y después meneó la cabeza.
    —Lo siento —dijo—, pero necesitamos ir al norte. Al norte —repitió, señalando en esa dirección.
    Jeren pareció inquieto. Sacudió la cabeza, y después cerró los ojos, como si intentara pensar. Caminó hacia ellos y extrajo de su cinto una corta vara. Jondalar vio que el extremo estaba tallado. Estaba seguro de haber visto antes un objeto parecido a aquél y trató de recordar dónde. Jeren limpió un espacio en el suelo, trazó una línea con la vara y a continuación otra que la cruzaba. Bajo la primera línea dibujó una figura que reproducía más o menos fielmente un caballo. Sobre el extremo de la segunda línea, que apuntaba hacia el canal del Río de la Gran Madre, trazó un círculo con unas pocas líneas que partían de aquél. Ayla miró con más atención.
    —Jondalar —dijo, con voz excitada—, cuando Mamut me mostraba los símbolos y me enseñaba su significado, ése era el signo del «sol».
    —Y esa línea indica la dirección del sol poniente —puntualizó Jondalar, señalando hacia el oeste—. El sitio donde ha dibujado el caballo, seguramente es el sur.
    Indicó la dirección, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras.
    Jeren asintió enérgicamente. Después, señaló hacia el norte y frunció el entrecejo. Caminó hacia el extremo norte de la línea que había dibujado y se detuvo, mirando a los dos viajeros. Alzó los brazos y los cruzó frente a su pecho, como había hecho Ayla cuando trataba de explicarle que no debía dar caza a Whinney, ni a Corredor. Después, movió la cabeza de un lado a otro. Ayla y Jondalar se miraron.
    — ¿Crees que intenta decimos que no vayamos al norte? —preguntó Ayla.
    Jondalar comenzó a percibir cada vez mejor lo que Jeren intentaba comunicarles.
    —Así es; no creo que desee simplemente que le acompañemos al sur para hacer una visita. Sin duda intenta decirnos algo más. Creo que trata de advertirnos de que no debemos dirigirnos al norte.
    — ¿Advertirnos? ¿Qué es lo que puede haber de terrible en el norte? —preguntó Ayla.
    —Tal vez podría tratarse del gran muro de hielo —aventuró Jondalar.
    —Conocemos la existencia del hielo. Cerca de aquí cazamos el mamut con los Mamutoi. Hace frío, pero en realidad no es peligroso, ¿no te parece, Jondalar?
    —Se mueve —contestó éste—; se mueve año tras año, y a veces incluso arranca árboles durante el cambio de las estaciones, pero no se desplaza con tanta rapidez como para no tener tiempo de apartarse de su camino.
    —No creo que sea el hielo —dijo Ayla—. Pero de todos modos está diciéndonos que no vayamos al norte, es evidente su preocupación.
    —Sí, en efecto; pero no consigo imaginar de qué peligro se tratará —dijo Jondalar—. A veces, la gente que no se aventura mucho más allá de su propia región imagina que el mundo que se extiende fuera de su territorio es peligroso, simplemente porque es distinto.
    —No creo que a Jeren le asalten esos temores —fue el comentario de Ayla.
    —Coincido contigo —dijo Jondalar, quien miró al hombre y añadió—: Jeren, ojalá pudiese entenderte.
    El cazador había estado observándoles, y guiándose por la expresión que se reflejaba en sus semblantes, llegó a la conclusión de que habían comprendido su advertencia. Permanecía, pues, en espera de que le dieran una respuesta.
    — ¿Crees que deberíamos acompañarle y hablar con Tamen? —preguntó Ayla.
    —Detesto retroceder y perder tiempo ahora. De todos modos, necesitamos llegar a ese glaciar antes del invierno. Si continuamos la marcha, lo lograremos fácilmente, y hasta nos sobrará tiempo; pero si sucede algo que nos retrase, llegará la primavera y el deshielo, y entonces el cruce es muy peligroso —explicó Jondalar.
    —Por tanto, continuaremos avanzando hacia el norte —dijo Ayla.
    —Creo que debemos hacerlo, pero estaremos alerta. Aunque ojalá supiera qué es lo que debemos vigilar. —Miró de nuevo al hombre—. Jeren, amigo, te agradezco la advertencia —dijo—. Tendremos cuidado, pero hemos de continuar nuestro Viaje.
    Señaló al sur, movió la cabeza y después apuntó al norte. Jeren, que intentó protestar, meneó de nuevo la cabeza, pero finalmente renunció y asintió para indicar que comprendía. Por su parte había hecho todo lo posible. Fue a hablar con uno de sus compañeros, el cual llevaba puesta la capucha equina; conversaron un momento, luego regresó y dio a entender que se marchaban.
    Ayla y Jondalar saludaron con la mano, mientras Jeren y sus cazadores se alejaron. Luego terminaron los preparativos y aunque con ciertas reservas, reanudaron la marcha hacia el norte.
    Mientras avanzaban por el extremo septentrional del dilatado pastizal central, notaban que el terreno que se extendía frente a ellos estaba transformándose; las llanas tierras bajas dejaban paso a las abruptas montañas. Las mesetas que de vez en cuando interrumpían la llanura central estaban unidas entre sí, sumergidas en parte bajo el suelo de la cuenca central, y los grandes bloques fragmentados de rocas sedimentarias formaban un espinazo irregular que atravesaba la llanura de noroeste a suroeste. Erupciones volcánicas relativamente recientes habían cubierto las mesetas de suelos fértiles donde bosques de pinos, abetos y alerces crecían en las estribaciones superiores, y alerces y sauces en las laderas inferiores, al mismo tiempo que los matorrales y los pastos de la estepa medraban en los flancos al abrigo del viento.
    Cuando comenzaron a subir las accidentadas colinas, se vieron obligados a retroceder y a rodear profundos pozos y quebradas que bloqueaban el paso. Ayla pensó que allí la tierra parecía menos feraz, aunque, en vista del frío más intenso, se preguntó si aquella impresión suya se debería al cambio de estación. Al mirar hacia atrás desde mayor altura, divisaron una nueva perspectiva de la región que acababan de cruzar. Algunos árboles caducos y los matorrales carecían de hojas, pero la llanura central estaba cubierta con el polvo dorado del heno seco que alimentaría a multitudes durante el invierno.
    Vieron muchos animales grandes que pastaban, en rebaños o en solitario. Ayla pensó que los caballos predominaban, pero quizás le llevara a creerlo la especial atención que les prestaba; sin embargo, el ciervo gigante, el ciervo rojo y, sobre todo, cuando llegaron a las estepas septentrionales, el reno, también abundaban. Los bisontes empezaban a agruparse en nutridos rebaños migratorios para iniciar la marcha hacia el sur. Durante un día entero, las grandes bestias de enorme giba y poderosos cuernos negros se desplazaban sobre las umbrías colinas del pastizal norteño y formaban una alfombra espesa y ondulante. Ayla y Jondalar se detenían a menudo para contemplar el espectáculo. El polvo se elevaba, extendía un manto oscuro sobre la gran masa en movimiento, la tierra temblaba bajo el golpear de miles de pezuñas, en tanto un estrépito ensordecedor, mezcla de gruñidos y balidos profundos y sonoros, retumbaba con el fragor del trueno.
    Los mamuts abundaban menos, y por lo general avanzaban hacia el norte; pero incluso desde lejos las gigantescas bestias lanudas resultaban impresionantes. Cuando no actuaban impulsados por las exigencias de la reproducción, los mamuts machos tendían a formar pequeños rebaños, con vínculos más bien flexibles, en los que simplemente se hacían compañía. A veces, un macho se unía a un rebaño de hembras y lo acompañaba durante algún tiempo, pero siempre que los viajeros veían un mamut solitario, éste invariablemente era macho. Los rebaños permanentes más numerosos estaban formados por hembras estrechamente emparentadas; una abuela, vieja y astuta matriarca que era la jefa, y en ocasiones una hermana o dos, con las respectivas hijas, además de los nietos. Era fácil identificar los rebaños de hembras porque los colmillos eran un poco más pequeños y menos curvados, y también porque siempre estaban acompañadas por animales más jóvenes.
    Igualmente impresionantes, cuando se dejaban ver, eran los rinocerontes lanudos, más raros y menos gregarios. En general, no formaban rebaños. Las hembras vivían en pequeños grupos de familia; sin embargo, los machos, salvo en la época del apareamiento, llevaban una existencia solitaria. Ni los mamuts ni los rinocerontes, excepto los jóvenes y los muy viejos, tenían demasiado que temer de los cazadores cuadrúpedos, ni siquiera del enorme león de las cavernas. En particular los machos podían permitirse el lujo de la soledad; las hembras, en cambio, necesitaban del rebaño, porque éste las ayudaba a proteger a sus crías.
    Los bueyes almizclados lanudos, animales más pequeños parecidos a las cabras, se agrupaban para tener cierta protección. Cuando eran atacados, los adultos solían formar una falange circular que miraba hacia fuera, mientras los pequeños quedaban en el centro. Al alcanzar Ayla y Jondalar puntos más elevados de las montañas, aparecieron algunos íbices y gamuzas; a menudo estos animales descendían a menor altura cuando se aproximaba el invierno.
    Muchos de los animales pequeños podían pasar un invierno tranquilo atrincherados en sus madrigueras, practicadas a considerable profundidad en el suelo, rodeados por depósitos de semillas, nueces, bulbos, raíces, y, en el caso de los picas, las pilas de heno que habían cortado y secado. Los conejos y las liebres cambiaban de color, pero no se volvían blancos, sino que adquirían un matiz moteado más claro. Sobre un promontorio boscoso, Ayla y Jondalar descubrieron un castor y una ardilla arborícola. El hombre utilizó su lanzavenablos para cazar el castor. Además de la carne, la larga cola del castor era un manjar exquisito y poco común. El apéndice se asaba aparte, ensartado en una estaca que inclinaban sobre el hogar.
    Lo normal era que utilizasen el lanzavenablos para abatir la caza mayor. Tanto Ayla como Jondalar usaban las armas con gran destreza, pero él tenía más fuerza y podía arrojar más lejos la lanza. A menudo Ayla mataba con la honda los animales más pequeños.
    Aunque no los cazaban, vieron que también abundaban la nutria, el tejón, la mofeta, la marta y el visón. Los carnívoros —zorros, lobos, linces y felinos más grandes— encontraban su sustento en la caza menor o en los restantes herbívoros. Aunque rara vez pescaron en aquel tramo de su viaje, Jondalar sabía que había peces de buen tamaño en el río, entre ellos la perca, el sollo y la carpa.

    Hacia el atardecer encontraron una caverna con la entrada muy ancha, y decidieron explorarla. Al aproximarse, los caballos no manifestaron inquietud, cosa que interpretaron como buena señal. Lobo olfateó los rincones con afán cuando entraron en la caverna; era evidente que sentía curiosidad, pero no se le erizó el pelo. Al observar la conducta despreocupada de los animales, Ayla llegó a la conclusión de que la caverna estaba vacía; por tanto, decidieron acampar allí esa noche.
    Después de encender fuego, prepararon una antorcha para explorar más a fondo el lugar. Cerca de la entrada había numerosos indicios de que la caverna había sido usada antes. Jondalar dedujo que los arañazos en las paredes fueron hechos por un oso o un león de las cavernas. Lobo olfateó algunos excrementos, pero eran tan viejos que se hacía difícil determinar a qué animal pertenecían. Encontraron varios huesos anchos, ya secos, procedentes de una pata, roídos parcialmente. El modo en que los habían quebrado y las marcas de los dientes indujeron a Ayla a pensar que allí habían actuado hienas de las cavernas, con sus mandíbulas extremadamente poderosas. Se estremeció ante la idea.
    Las hienas no eran peores que otros animales. Devoraban a las demás bestias que habían muerto de forma natural y asimismo a las que otros habían dado muerte, como lo hacían otros depredadores, entre ellos los lobos, los leones y los humanos. Por otro lado, las hienas eran también eficaces cazadoras en manada. De cualquier modo, el odio que Ayla les profesaba era irracional. A sus ojos representaban lo peor de todo cuanto era malo.
    Desde luego la caverna no había sido usada recientemente. Todos los restos eran antiguos, incluso el carbón de leña encontrado en un hoyo poco profundo, procedente del fuego encendido por otros visitantes. Ayla y Jondalar se internaron cierto trecho en la caverna, mas ésta parecía no tener fondo, y más allá de la entrada no había indicios de que hubiera sido utilizada. Columnas de piedras, que ora parecían brotar del suelo y ora descender del techo, cuando no se alzaban en el medio, eran los únicos habitantes de su interior frío y húmedo.
    Al llegar a un recodo, les pareció oír un rumor de agua que venía de lo profundo, y decidieron dar la vuelta. Sabían que la improvisada antorcha no duraría mucho y ninguno de los dos deseaba perder de vista la luz cada vez más tenue que llegaba desde la boca de la cueva. Regresaron tocando las paredes de piedra caliza y se alegraron de ver el oro opaco de la hierba seca y la brillante luz dorada que delineaba las nubes hacia el oeste.

    A medida que se internaban en las mesetas situadas al norte de la gran llanura central, Ayla y Jondalar advirtieron otros cambios. El terreno aparecía horadado por cavernas, cuevas y pozos que iban desde las depresiones en forma de cuenco y cubiertas de hierba a los abismos inaccesibles que alcanzaban gran profundidad. Era un paisaje peculiar, que les causaba un sentimiento indefinible de inquietud. Si bien los arroyos y los lagos superficiales escaseaban, en ocasiones oían el sonido sobrecogedor de los ríos subterráneos.
    Ignotas criaturas de mares antiguos y cálidos era la razón de ese paisaje extraño e imprevisible. En el curso de innumerables milenios, el fondo del mar se había elevado a causa de los depósitos de conchas y esqueletos. Después de eones aún más largos, el sedimento de calcio se había endurecido, y entonces alcanzó mayor altura como consecuencia de los movimientos contradictorios de la Tierra, convirtiéndose en rocas de carbonato de calcio, es decir, piedra caliza. Bajo las grandes extensiones de tierra, la mayor parte de las cavernas se formaron con piedra caliza ya que, dadas las condiciones apropiadas, la roca sedimentaria dura se disolvía.
    En agua pura, este tipo de roca no es en absoluto soluble, pero basta que el agua sea ligeramente ácida para que ataque a la piedra caliza. Durante las estaciones más cálidas y cuando los climas eran húmedos, el agua del suelo que circulaba y transportaba ácido carbónico de las plantas, que estaba cargada con dióxido de carbono, disolvía grandes cantidades de la piedra carbonatada.
    Mientras fluía a lo largo de los suelos llanos y se introducía en las minúsculas grietas de las junturas verticales existentes en las espesas capas de la piedra calcárea, el agua del suelo amplió y profundizó paulatinamente las fisuras. Fabricó terrenos irregulares e intrincadas estrías en tanto arrastraba lejos la piedra caliza disuelta, para derramarla en filtraciones y manantiales. Obligada por la gravedad a descender a niveles inferiores, el agua cargada de acidez ensanchó las grietas subterráneas y formó cuevas. Éstas se convirtieron en cavernas y canales, con estrechos respiraderos verticales que comunicaban con el exterior, y en su momento se unieron con otros para transformarse en sistemas fluviales subterráneos completos.
    La roca que se disolvía bajo el nivel del suelo ejerció un profundo efecto sobre la superficie, y fue así como el paisaje, denominado karst, adquirió características insólitas y peculiares. A medida que las cavernas se ensanchaban, acercándose más su extremo superior a la superficie, fueron derrumbándose y originaron pozos de empinadas paredes. Los restos de los techos de las cavernas crearon puentes naturales. Los arroyos y los ríos que corrían en la superficie desaparecían de pronto hundiéndose en los pozos y fluían bajo tierra, y a veces convertían los valles, antes formados por los ríos, en terreno alto y seco.

    Era cada vez más difícil encontrar agua. El agua que corría desaparecía de pronto en las cavidades y los pozos abiertos en las rocas. Incluso después de una intensa lluvia, el agua desaparecía casi instantáneamente, sin que quedaran en la superficie riachuelos ni arroyos. En cierta ocasión, los viajeros tuvieron que recurrir a un pequeño estanque que se mantenía en el fondo de un pozo, para obtener el precioso líquido. Otra vez, el agua apareció de súbito en forma de manantial, que regaba la superficie un tramo, para después desaparecer de nuevo bajo tierra.
    El terreno era árido y rocoso, con una delgada capa superficial que dejaba al descubierto la roca subyacente. También escaseaba la vida animal. Aparte de algunos musmones, con su pelaje lanudo de apretados rizos, ahora más espeso para afrontar el invierno, y sus gruesos cuernos enroscados, los únicos animales que vieron fueron unas pocas marmotas de las rocas. Las ágiles y astutas criaturas eran muy hábiles en esquivar a sus numerosos depredadores. Ya se tratara de lobos, zorros del ártico, halcones o águilas doradas, un silbido agudo emitido por un centinela hacía que todos los animales se refugiasen en pequeños agujeros y cavernas.
    Lobo trató de perseguirlas, sin resultado. Sin embargo, debido a que los caballos de largas patas normalmente no eran considerados peligrosos, Ayla consiguió cazar algunas con su honda. Los peludos roedores, engordados por la hibernación, tenían un sabor muy parecido al del conejo, pero eran pequeños, y por primera vez desde el verano anterior, Jondalar y Ayla pescaban a menudo en el Río de la Gran Madre para preparar su cena.
    Al principio, la inquietud que les embargaba motivó que Ayla y Jondalar atravesaran con suma precaución el paisaje del karst, con sus extrañas formaciones, las cavernas y los pozos, pero la familiaridad debilitó la vigilancia. Caminaban con el fin de que los caballos pudieran descansar. Jondalar conducía a Corredor sujeto por una cuerda larga, y a veces le permitía detenerse para comer un poco de la hierba seca y rala. Whinney hacía lo mismo, y luego avanzaba en pos de Ayla, sin necesidad de cabestro.
    —Me pregunto si el peligro acerca del cual Jeren quiso advertirnos sería esta tierra estéril poblada de cavernas y agujeros —comentó Ayla—. La verdad es que no me gusta mucho.
    —No; a mí tampoco. No sabía que iba a ser así —dijo Jondalar.
    — ¿No estuviste antes aquí? Yo creía que habías seguido esta ruta —se extrañó la mujer— Dijiste que habías seguido el curso del Río de la Gran Madre.
    —En efecto; seguimos el curso del Río de la Gran Madre, pero en el lado opuesto. No cruzamos sino cuando ya estábamos mucho más al sur. Me pareció que sería más fácil viajar por este lado al regreso, y además quería conocerlo. El río vira bruscamente no lejos de aquí. Antes caminábamos hacia el este, y yo me preguntaba cómo sería la zona alta que había obligado al río a desviarse hacia el sur. Sabía que ésta sería la única oportunidad que se me brindaría de conocer esta región.
    —Ojalá me lo hubieras dicho antes.
    — ¿Qué importa eso? De todos modos, estamos siguiendo el curso del río.
    —Pero yo creía que estabas familiarizado con esta región. En cambio, resulta que no la conoces mejor que yo.
    Ayla no sabía a ciencia cierta por qué se sentía tan molesta, a no ser porque había contado con que él sabría lo que podían esperar, y ahora descubría que no era así. El lugar era tan extraño que la inquietaba.
    Habían estado avanzando, absortos en la conversación que amenazaba agriarse, incluso convertirse en una áspera discusión, y no prestaban demasiada atención al suelo que pisaban. De pronto, Lobo, que trotaba al lado de Ayla, lanzó un aullido y encogió una pata. Ambos se volvieron para mirar y se detuvieron en seco. Ayla experimentó una súbita oleada de temor, y Jondalar palideció.

    24

    El hombre y la mujer buscaron el suelo que se extendía delante; no había nada. La tierra que estaba frente a ellos había desaparecido.
    Casi llegaron a sobrepasar el borde de un precipicio. Jondalar sintió la tensión conocida en la ingle cuando bajó los ojos hacia el profundo abismo, pero le sorprendió ver que allá abajo, en lo más hondo, había un campo verde amplio y llano, atravesado por un arroyo.
    El suelo de los grandes pozos solía estar cubierto por una espesa capa de los residuos insolubles de la piedra caliza allí acumulados, y algunos de los pozos profundos se unían y abrían para formar depresiones alargadas, creando amplias zonas de suelo muy por debajo de la superficie normal. Gracias al suelo y el agua, la vegetación que había abajo era abundante y sugestiva. El problema consistía en que ninguno de ellos podía encontrar el modo de descender al prado verde que se extendía al pie del enorme orificio de empinados bordes.
    —Jondalar, algo está mal en este sitio —dijo Ayla—. Es tan seco y árido, que casi nada puede sobrevivir aquí; y allá abajo, en cambio, hay un hermoso prado con un arroyo y árboles, pero es imposible llegar a él. El animal que lo intentara moriría despeñado. Intuyo que algo está mal.
    —En efecto, así es. Y quizás, Ayla, tengas razón. Es posible que fuera esto lo que Jeren trató de advertirnos. Aquí no hay gran cosa que pueda interesar a los cazadores, y es peligroso. Nunca conocí un lugar en el que uno tuviera que cuidarse de no caer en un precipicio aparecido como por arte de magia en medio del camino.
    Ayla se inclinó, aferró con ambas manos la cabeza de Lobo y acercó su frente a la del animal.
    —Gracias, Lobo, por advertirnos del peligro cuando no estábamos prestando atención —dijo. Lobo gimió para expresar su afecto, y lamió la cara de Ayla.
    Retrocedieron y condujeron a los caballos alrededor de la profunda sima, casi sin cambiar palabra. Ayla ni siquiera podía recordar cuál era el punto más importante de la discusión en la que estuvieron al borde de enzarzarse. Sólo pensó que nunca debían perder la noción de lo que les rodeaba hasta el extremo de no ver por dónde caminaban.
    Mientras continuaban hacia el norte, el río que corría a la izquierda comenzó a atravesar una garganta que se ahondaba más y más a medida que los riscos rocosos se elevaban. Jondalar se preguntó si les convendría seguir cerca del agua o mantenerse en la meseta. Pero se conformó al pensar que estaban siguiendo el curso del río en lugar de cruzarlo. Más que los valles con sus laderas cubiertas de hierba y las amplias planicies inundables, en las regiones del karst los grandes ríos que podían verse desde la superficie tendían a atravesar profundas gargantas de piedra caliza. Si ya era difícil seguir los cursos de agua como rutas cuando no existía una cornisa lateral sobre la cual marchar, aún lo era más cruzar aquellas vías fluviales.
    Jondalar recordó la gran garganta que estaba más al sur, con largos tramos en los cuales no había orillas, y decidió permanecer en la meseta. Mientras continuaban el ascenso, le alivió ver un hilo largo y fino de agua que descendía por las rocas en dirección al río que estaba más abajo. Aunque la cascada vertía sus aguas en el río, su presencia significaba que podrían obtener un poco de agua al llegar a lo alto, a pesar de que la mayor parte desaparecía deprisa en las grietas del karst.
    Pero el karst era también un paisaje con muchas cuevas. Éstas eran tan abundantes que Ayla, Jondalar y los caballos pasaron las dos noches siguientes protegidos de la intemperie por muros de piedra, y sin necesidad de montar la tienda. Después de examinar varias cuevas, empezaron a adquirir cierta experiencia para saber cuáles eran las que más les convenían.
    Mientras que las cavernas surcadas por profundos ríos subterráneos continuaban exhibiendo proporciones que iban en aumento, la mayor parte de las cuevas accesibles que estaban cerca de la superficie eran cada vez más pequeñas. Además, el espacio interior disminuía, en ocasiones rápidamente, cuando las condiciones generales incluían la abundancia de agua, aunque rara vez cambiaban durante los períodos secos. En algunas cavernas se podía entrar únicamente con tiempo seco; cuando llovía intensamente el agua las inundaba por completo. Otras, si bien estaban siempre abiertas, albergaban corrientes de agua que anegaban su suelo. Los viajeros buscaban cavernas secas, por lo general a una altura algo superior; pero el agua, así como la piedra caliza, había sido el instrumento que les dio forma y las esculpió.
    El agua de lluvia, que se filtraba lentamente a través de la roca del techo, absorbía la piedra caliza disuelta. Cada gota de agua calcárea, incluso la más minúscula gotita de humedad del aire, estaba saturada de carbonato de calcio en solución, y éste volvía a depositarse en el interior de la cueva. Aunque su color era el blanco puro, el mineral endurecido podía llegar a ser bellamente traslúcido o moteado y sombreado de gris, o bien presentar leves matices rojos o amarillos. Se formaban pavimentos de travertino, y cortinajes inmóviles adornaban los muros. Las estalactitas que colgaban del techo se alargaban con cada gota húmeda, e iban al encuentro de las estalagmitas que crecían lentamente a partir del piso. Algunas se unían en esbeltas columnas, las cuales engrosaban con el tiempo en el ciclo permanente de la tierra viva.

    Los días eran cada vez más fríos y ventosos. Ayla y Jondalar se alegraron de la abundancia de cavernas que les permitían defenderse del tiempo helado. Por lo general inspeccionaban los posibles refugios antes de entrar, para asegurarse de que no estaban habitados por ocupantes de cuatro patas. Por suerte comprobaron que podían confiar en los sentidos más agudos de sus compañeros de viaje, que les advertían del peligro. Sin que fuera necesario hacer ningún comentario al respecto, de una forma inconsciente, dependían del olor a humo para saber si había ocupantes humanos —los humanos eran los únicos habitantes que usaban fuego—, pero no vieron a nadie, e incluso las restantes especies animales eran poco frecuentes.
    Por tanto, se sorprendieron cuando llegaron a una región con una vegetación sorprendentemente generosa, por lo menos comparada con el resto del paisaje árido y rocoso. La piedra caliza no era la misma, variaba mucho en cuanto a su facilidad para disolverse, y asimismo en la proporción en que era insoluble. En consecuencia, algunos sectores del karst de piedra caliza eran fértiles, prados y árboles se extendían junto a arroyos normales que corrían en la superficie. Había suelos hundidos, cavernas y ríos subterráneos en aquellos sectores, pero no eran tan comunes.
    Al aproximarse a un rebaño de renos que pastaban en un campo de heno seco, Jondalar miró con una sonrisa a Ayla, y sacó su lanzavenablos. Ayla inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y urgió a Whinney a seguir al hombre y al caballo. Dado que en la región apenas había algunos animales pequeños, la caza había sido casi mínima, y como el río estaba mucho más abajo, en la garganta, tampoco la pesca era posible. Habían subsistido esencialmente con alimentos secos y las raciones de viaje, e incluso habían compartido su comida con Lobo. Los caballos también pasaron dificultades. La hierba rala que crecía en la fina capa de tierra no había sido suficiente para ellos.
    Jondalar practicó un corte en el cuello del pequeño corzo que acababa de abatir, para dejarlo sangrar. Después, depositaron el cuerpo en el bote redondo sujeto a las angarillas, y buscaron en las inmediaciones un lugar donde acampar. Ayla deseaba secar parte de la carne y derretir la grasa invernal del animal, y a Jondalar le tentaba la idea de comer un buen trozo de asado y un poco de hígado tierno. Se proponía permanecer en aquel sitio un día o poco más, sobre todo porque el prado estaba cerca. Los caballos necesitaban alimentarse. Lobo había descubierto abundancia de pequeñas criaturas, ratones, lemmings, picas, y había salido de caza y a explorar.
    Cuando vieron una cueva que se abría en la ladera de una montaña, se dirigieron hacia allá. Era un poco más pequeña de lo que esperaban, pero parecía suficiente. Soltaron la pértiga y descargaron los caballos para dejarles pastar en el prado, depositaron los canastos al lado de la caverna y arrastraron las angarillas hasta allí. Después, fueron a recoger leña y estiércol seco.
    Ayla quería preparar una comida con carne fresca y pensaba en los ingredientes con que la acompañaría. Recogió algunas semillas secas y granos de las hierbas del prado, así como puñados de las minúsculas simientes negras de los amarantos que crecían junto al arroyuelo, un poco al norte de la cueva. Cuando regresó, Jondalar ya había encendido el fuego; le pidió que fuera al arroyo y trajese agua.
    Lobo llegó antes de que el hombre hubiera vuelto y, al aproximarse a la caverna, mostró los dientes y gruñó amenazador. Ayla sintió un escalofrío.
    —Lobo, ¿qué pasa? —preguntó, y con un movimiento instintivo cogió su honda y una piedra, pese a que el lanzavenablos estaba al alcance de su mano.
    El lobo entró remolón en la cueva y de su garganta brotó un gruñido grave. Ayla le siguió, inclinó la cabeza para penetrar por la pequeña y oscura abertura de la roca y pensó que hubiera debido coger una antorcha. De todos modos, el olfato le dijo lo que los ojos no podían distinguir. Habían pasado muchos años desde que había sentido ese olor, pero nunca lo olvidaría. De pronto, su mente evocó esa primera vez, mucho tiempo atrás.

    Estaban al pie de las montañas, no muy lejos de la Asamblea del Clan. Transportaba a su hijo apoyado en la cadera, sostenido por una capa, y aunque ella era joven y una de los Otros, marchaba en la posición propia de la hechicera. Todos se habían detenido bruscamente y contemplaban al monstruoso oso cavernario, que se rascaba perezosamente la espalda contra la corteza del árbol.
    Aunque la enorme criatura, que tenía doble tamaño que los osos pardos comunes, era el tótem más reverenciado del Clan, la gente joven del clan de Brun nunca había visto hasta entonces un ejemplar vivo. No quedaba ninguno en las montañas próximas a la cueva de los humanos, si bien los huesos secos demostraban que otrora habían vivido allí. A causa de la poderosa magia que contenían, Creb había guardado los pocos mechones de pelo prendidos en la corteza una vez que el oso de la caverna decidió marcharse, dejando tras de sí un olor peculiar.

    Ayla hizo una señal a Lobo y retrocedió hasta verse fuera de la cueva. Advirtió que tenía la honda en la mano y la guardó bajo el cinto, al mismo tiempo que en su cara aparecía un gesto de inquietud. ¿De qué servía una honda contra un oso cavernario? Ayla deseaba que el oso hubiera comenzado su largo sueño y que su presencia no le hubiese perturbado. Se apresuró a cubrir con tierra el fuego y a apagar las últimas brasas; luego recogió el canasto y la alforja y se apartó de la cueva. Felizmente, no habían distribuido gran parte de las cosas. Volvió en busca de la alforja de Jondalar, y después arrastró las angarillas. Acababa de levantar su alforja para alejarla todavía más, cuando Jondalar apareció con los recipientes llenos de agua.
    —Ayla, ¿qué haces? —se extrañó.
    —Hay un oso cavernario ahí dentro —dijo la joven. Al ver el gesto aprensivo de Jondalar, agregó—: Creo que inició su largo sueño, pero en ocasiones se mueven si les molestan al principio del invierno; por lo menos eso dicen.
    — ¿Quiénes lo dicen?
    —Los cazadores del clan de Brun. Solía observarlos cuando hablaban de la caza... a veces —explicó Ayla. A continuación, sonrió—. No sólo a veces. Les observaba siempre que podía, sobre todo después que comencé a practicar con mi honda. Los hombres no solían prestar atención a una joven que aparentaba afanarse en sus tareas cerca de ellos. Yo sabía que nunca me enseñarían, y si les escuchaba mientras contaban historias de la caza, podía aprender. Pensé que, a lo mejor, se enfadaban si descubrían lo que yo estaba haciendo, pero ignoraba que el castigo pudiera ser tan severo... lo comprendí después.
    —Supongo que en todo caso el Clan debía tener vastos conocimientos sobre los osos cavernarios —dijo Jondalar—. ¿Crees que es peligroso permanecer aquí?
    —No lo sé; pero prefiero irme.
    — ¿Por qué no llamas a Whinney? Tenemos tiempo de encontrar otro lugar antes de que oscurezca.

    Después de pasar la noche en su tienda, al aire libre, reanudaron la marcha a primera hora de la mañana, pues deseaban alejarse lo más posible del oso cavernario. Jondalar no quiso perder tiempo secando la carne, y convenció a Ayla de que la temperatura era lo bastante fría para que se conservara. Quería salir cuanto antes de la región, porque allí donde había un oso, generalmente había otros animales de la misma especie.
    Cuando llegaron a lo alto de un risco, se detuvieron. En aquel aire limpio, claro y frío, podían ver en todas direcciones, y el panorama era espectacular. Justo al este, la montaña nevada, de altura relativamente reducida, se elevaba al fondo, haciendo que su mirada se detuviera en la cordillera oriental, la cual estaba ahora más cerca y describía una curva alrededor de los dos viajeros. Aunque no eran excepcionalmente altas, las montañas nevadas alcanzaban su máxima altura hacia el norte, y se elevaban para formar una línea de cumbres blancas y regulares, sombreadas por azulados ventisqueros recortándose contra el cielo azul intenso.
    Las nevadas montañas norteñas formaban la ancha faja externa del arco curvado; los viajeros ocupaban el arco interior, en las estribaciones de la cadena que los rodeaba, y se hallaban de pie sobre un risco situado en el extremo septentrional de la antigua cuenca que formaba la llanura central. El gran glaciar, la densa masa de hielo sólido que se había extendido desde el norte hasta cubrir casi la cuarta parte de la tierra, terminaba en una pared montañosa que quedaba oculta tras las cumbres lejanas. Hacia el noroeste, las mesetas que eran más bajas y estaban más cerca, dominaban el horizonte. En lontananza, brillando con tenue resplandor, se divisaba el glaciar norteño, cerniéndose a modo de pálido horizonte sobre las alturas más próximas. Hacia el oeste, la enorme cadena de montañas, cuya altura era mucho mayor, se perdía entre las nubes.
    Las montañas lejanas que les circundaban eran grandiosas, pero la visión más sobrecogedora se encontraba más próxima. Abajo, en la profunda garganta, el curso del Río de la Gran Madre había cambiado de dirección. Ahora procedía del oeste. Cuando Ayla y Jondalar miraron hacia allí desde el risco, sus ojos se deslizaron río arriba para contemplar el curso sinuoso, y comprendieron que aquél era un momento decisivo en sus vidas.
    —El glaciar que tenemos que cruzar está al oeste —dijo Jondalar, y su voz adquirió un acento lejano, acorde con sus pensamientos—, pero seguiremos el curso de la Madre; al cabo de un tiempo se desviará un poco hacia el noroeste, y más tarde, otra vez hacia el suroeste, hasta que lleguemos a los hielos. No es un glaciar enorme, y excepto la región más elevada que está al noroeste, se trata de una superficie casi llana. Ya lo comprobarás una vez que hayamos entrado en él; es como una gran planicie alta formada por hielo. Después de cruzarlo, nos desviaremos de nuevo un poco hacia el suroeste, pero a partir de entonces, avanzaremos por regla general hacia el oeste durante todo el camino de regreso a casa.
    Al atravesar el risco de la piedra caliza y roca cristalina, el río, como si vacilara, como si no lograse decidir qué actitud adoptar, se deslizaba hacia el norte, después volvía en dirección al sur y más tarde tomaba de nuevo el camino del norte. Formaba así una especie de lóbulo trazado por su propio curso, para dirigirse finalmente hacia el sur, a través de la llanura.
    — ¿Es ése la Madre? —preguntó Ayla—. Quiero decir, ¿el río mismo, y no sólo un canal?
    —Ése es toda la Madre. Todavía es un río de buen tamaño, pero en nada parecido a lo que era —reconoció Jondalar.
    —Entonces, hace un buen rato que estamos viéndolo. No lo sabía. Estaba acostumbrada a ver el Río de la Gran Madre con un caudal mucho más grande, por no hablar de cuando se desborda. Me pareció que estábamos siguiendo el curso de un canal. Hemos cruzado afluentes que eran más importantes —dijo Ayla, sintiéndose un poco decepcionada porque la enorme y caudalosa Madre de los ríos se había convertido tan sólo en otro curso de agua más.
    —Estamos a gran altura. Desde aquí parece diferente. Pero no es tan pequeño como crees —explicó el hombre—. Aún tenemos que cruzar grandes afluentes, y en ciertos tramos la Madre se divide de nuevo en canales; pero poco a poco irá estrechándose. —Miró unos segundos hacia el oeste, en silencio; después, agregó—: Esto no es más que el comienzo del invierno. Conviene que lleguemos al glaciar cuanto antes... si no sucede nada que nos retrase.

    Los viajeros se desviaron hacia el oeste a lo largo del risco, siguiendo la curva exterior del río. El terreno continuaba elevándose sobre el lado norte del río, hasta que, de pronto, se encontraron contemplando el panorama desde un punto más alto, a cierta distancia del pequeño lóbulo meridional. El declive en dirección oeste era bastante pronunciado; ahora enfilaron hacia el norte, descendiendo por una ladera un poco menos abrupta, entre matorrales dispersos. Al fondo, un afluente de curso sinuoso, que, procedente del noroeste, rodeaba la base de una elevada prominencia, había perforado una profunda garganta. Remontaron el curso hasta encontrar un lugar apropiado para vadearlo. En la orilla opuesta el terreno estaba formado por varias colinas; cabalgaron junto al afluente hasta que llegaron de nuevo al río de la Gran Madre. Luego, continuaron avanzando hacia el oeste.
    En la dilatada llanura central sólo habían visto unos pocos afluentes, pero ahora estaban en una región en la que infinidad de ríos y arroyos, alimentaban desde el norte las aguas de la Madre. Más avanzado el día, llegaron a otro gran afluente, sin poder evitar que el agua les salpicara las piernas al cruzarlo. Desde luego no era como cruzar los ríos en el cálido tiempo estival, cuando poco importaba mojarse o no. La temperatura descendía al punto de congelación durante la noche. La frialdad del agua les hizo tiritar, de modo que decidieron acampar en la orilla opuesta para secarse y entrar en calor.
    Continuaron hacia el oeste. Después de atravesar el terreno montañoso, llegaron de nuevo a las tierras bajas, un pastizal pantanoso, pero que no se parecía a las tierras húmedas del curso inferior. Estaban en un paraje de suelos ácidos, más un pantano que una ciénaga, con retazos de musgos esfagníneos, que en algunos lugares estaban consolidándose y formando turba. Descubrieron que la turba ardía cuando cierto día instalaron el campamento y por casualidad encendieron fuego sobre un parche seco de esa sustancia. Al día siguiente recogieron un poco de turba para usarla en adelante como combustible.
    Cuando llegaron a un afluente ancho, de aguas rápidas, el cual se abría en un gran delta en la confluencia con la Madre, decidieron remontar el curso un corto trecho, para ver si podían encontrar un sitio donde fuera más fácil cruzarlo. Dejaron atrás una bifurcación donde confluían dos ríos, siguieron el brazo de la derecha y llegaron a otra bifurcación donde aparecía otro río. Los caballos vadearon fácilmente el río más estrecho, y la bifurcación intermedia, aunque más ancha, no ofreció demasiadas dificultades. El terreno, entre la bifurcación intermedia y la que quedaba a la izquierda, era bajo y pantanoso con islotes de esfagníneas, y el cruce fue más laborioso.
    En la última bifurcación, las aguas eran profundas, por lo que no hubo forma de cruzarla sin mojarse. Cuando ganaron la otra orilla, sorprendieron a un megacero que tenía una enorme cornamenta palmeada y decidieron cazarlo. El ciervo gigante, con sus largas patas, se alejó con facilidad de los robustos caballos, si bien Corredor y Lobo le obligaron a esforzarse para huir. Whinney, que arrastraba las angarillas, no pudo seguirlos, pero la carrera les reanimó a todos.
    Jondalar, con el rostro enrojecido y azotado por el viento, echada hacia atrás la capucha de piel, sonreía al regresar. Al verle aproximarse, Ayla sintió una inexplicable punzada de amor y deseo. Jondalar se había dejado crecer la barba de color amarillo claro, como acostumbraba hacer en invierno, para protegerse la cara, y a la joven siempre le agradaba verle con barba. Jondalar se complacía en decir que Ayla era hermosa, pero a juicio de ésta él también lo era.
    — ¡Ese animal sabe lo que es correr! —exclamó Jondalar—. ¿Has visto qué cornamenta tan magnífica? Uno de los cuernos seguramente tiene el doble de mi tamaño.
    —Era enorme y muy bello. —Ayla sonrió a su vez—. Sin embargo, me alegro de que haya escapado. De todos modos, era demasiado grande para nosotros. No hubiéramos podido llevar tanta carne, y habría sido injusto matarlo puesto que no lo necesitábamos.
    Regresaron a la Madre, y aunque las ropas se habían secado parcialmente, buscaron un sitio adecuado para montar el campamento y cambiarse. Una vez instalados, colgaron las ropas mojadas cerca del fuego, para que se secaran del todo.
    Al día siguiente enfilaron hacia el oeste; después, el río se desvió hacia el noroeste. Lejos, más allá del agua, divisaron otro risco de gran altura. La elevada prominencia, que se extendía a lo largo de toda la distancia que la separaba del Río de la Gran Madre, era la prolongación noroeste más lejana, la última que verían, de la gran cadena de montañas que les había acompañado casi desde el principio. Entonces se encontraba al oeste de los dos viajeros, quienes habían rodeado el ancho extremo meridional, siguiendo el curso inferior del Río de la Gran Madre. Más adelante las blancas cumbres de las montañas les habían acompañado en el lado oeste, formando un gran arco, mientras atravesaban la llanura central junto al sinuoso curso medio del río. El risco que se alzaba frente a ellos, que avanzaba hacia el oeste a lo largo del curso superior de la Madre, era la última estribación.
    No hallaron otros afluentes que desembocaran en el largo río; sólo cuando estaban a punto de alcanzar la cima del risco, Ayla y Jondalar comprendieron que sin duda habían viajado de nuevo entre varios canales. El río que procedía del este, al pie del promontorio rocoso, era el otro extremo del canal septentrional de la Madre. Desde allí, el río corría junto al risco de una alta montaña que se elevaba en el lado opuesto; pero en las riberas había tierras bajas lo suficientemente extensas para permitir que cabalgaran en torno de la base del elevado promontorio de rocas.
    Cruzaron otro gran afluente en el lado opuesto del risco, un río cuyo ancho valle señalaba la separación entre los dos grupos de cordilleras. Las elevadas colinas que se levantaban al oeste constituían la estribación oriental más lejana de la enorme cadena montañosa. La altura del risco descendía al quedar a espaldas de los viajeros, y el Río de la Gran Madre se dividió de nuevo en tres canales. Siguieron la orilla externa del curso de agua más septentrional, a través de las estepas de una cuenca más pequeña, al norte, la cual era una continuación de la planicie central.
    En los tiempos en que la cuenca central había sido un gran mar, este ancho valle fluvial de estepas cubiertas de hierba, así como las turbas pantanosas y los páramos de las tierras anegadas a los costados del río, al igual que los pastizales que se extendían al norte, eran todos ellos brazos de mar del antiguo caudal interior de agua. La curva interna de la cadena montañosa oriental incluía puntos débiles de la dura corteza terrestre, los cuales se habían convertido en respiraderos de los grandes derrames de material volcánico. Este material, combinado con los antiguos depósitos marinos y e loess arrastrado por el viento, creó un suelo rico y fértil, aunque los esqueléticos bosques invernales eran la única prueba de ello.
    Las ramas sin hojas de unos pocos abedules que crecían en la ribera, chocaban contra los duros salientes, agitados por el viento cruel procedente del norte. Los matorrales secos, los juncos y los helechos muertos cubrían las orillas en las que se formaban capas de hielo que irían espesándose hasta crear una sucesión de diques irregulares; marcaban el comienzo de los témpanos de hielo de la primavera. En la faz septentrional y el terreno más elevado de las colinas onduladas en la divisoria de aguas del valle, el viento peinaba los campos de heno gris con sus movimientos rítmicos, y las ramas de color verde oscuro de los abetos y los pinos se balanceaban y temblaban en movimientos erráticos que se orientaban hacia los lugares más protegidos, de cara al sur. El polvo de nieve se agitaba en remolinos aquí y allá para posarse después en el suelo. El tiempo era ya muy frío, pero los torbellinos de nieve no representaban un obstáculo. Los caballos, el lobo e incluso los humanos estaban acostumbrados a las estepas de loess del norte, con su frío seco y las suaves nevadas invernales. Ayla empezaría a preocuparse sólo cuando nevara intensamente, lo que podía ser causa de que los caballos se atascasen y fatigaran, cosa que dificultaría la búsqueda de alimentos. De momento, otra cosa la inquietaba. Había visto caballos a lo lejos; también Whinney y Corredor habían advertido la presencia de aquéllos.
    Cuando miró hacia atrás, Jondalar creyó ver humo elevándose desde la alta colina que estaba en el lado opuesto del río, más allá del último risco que habían rodeado poco antes. Pensó que quizás habría gente en las cercanías, pero no volvió a ver el humo a pesar de que se volvió a mirar varias veces en la misma dirección.
    Por la tarde remontaron el curso de un pequeño afluente, atravesando un bosque abierto de sauces y abedules de ramas desnudas que les condujo a un bosquecillo de pinos piñoneros. Las noches heladas habían hecho posible la formación de una capa transparente de hielo en la superficie de un estanque de aguas quietas. Los bordes del arroyuelo estaban congelados, pero el agua todavía corría libremente en el centro, y Jondalar y Ayla decidieron acampar cerca de la orilla.
    Ráfagas de nieve seca comenzaron a azotar el campo, y cubrieron de blanco las laderas que miraban hacia el norte.
    Whinney estaba nerviosa desde que había visto la manada lejana de caballos, razón por la que Ayla se sentía inquieta a su vez, por lo que decidió ponerle el cabestro a su yegua esa noche, y con una larga cuerda ató al animal a un sólido pino. Jondalar aseguró la cuerda de Corredor a un árbol que estaba cerca de la yegua. A continuación se dedicaron a recoger leña y arrancaron las ramas secas que todavía estaban unidas a los troncos de los pinos, bajo las ramas vivas; el pueblo de Jondalar siempre denominaba «leña de las mujeres» a esta clase de ramas. Se daban en la mayor parte de las coníferas, y hasta con tiempo muy lluvioso solía estar seca. Podía ser recogida sin necesidad de usar hacha ni cuchillo. Encendieron una hoguera junto a la entrada de la tienda y dejaron la entrada abierta para calentar el interior.
    Una liebre, cuyo pelaje ya estaba cambiando hacia el blanco, atravesó el campamento en el preciso momento en que Jondalar estaba probando el dispositivo de su lanzavenablos con una nueva lanza, confeccionada las últimas noches. Arrojó la lanza casi por instinto, pero se sorprendió cuando el arma de mango más corto, con una punta más pequeña, fabricada con pedernal y no con hueso, dio en el blanco. Se acercó, recogió la liebre y trató de retirar el arma. Como no salía fácilmente, sacó su cuchillo, cortó la punta y comprobó complacido que la nueva lanza estaba intacta.
    —Aquí tenemos carne para esta noche —dijo satisfecho, mientras entregaba la liebre a Ayla—. Parece como si hubiera pasado por aquí adrede para que yo pudiese probar las nuevas lanzas. Son ligeras y cómodas. Tendrás que probarlas.
    —Creo que lo más probable es que hayamos acampado en el camino que la liebre solía seguir. De todos modos, ha sido un buen tiro. Me gustaría probar la lanza ligera, claro que sí; pero de momento me conformaré con asar tu liebre y veré dónde puedo encontrar el resto de nuestra cena.
    Ayla extrajo las entrañas del animal, pero no le quitó el cuero, porque no quería perder la grasa de invierno. Después, ensartó la liebre en una rama de sauce aguzada y la acercó al fuego, sosteniéndola con dos varas bifurcadas. Al rato, y a pesar de que tuvo que romper el hielo para extraerlas, Ayla recogió raíces de espadaña y los rizomas de algunos helechos dulces. Con una piedra redondeada lo machacó todo en un cuenco de madera, con un poco de agua, a fin de separar las fibras duras y correosas, y luego dejó que la pulpa blanca, rica en almidón, se asentara en la base del recipiente, mientras buscaba en su depósito para comprobar si disponía de otros elementos.
    Cuando el almidón se asentó y el líquido estuvo casi limpio, Ayla derramó cuidadosamente la mayor parte del agua, y agregó bayas de saúco secas. Mientras esperaba que las bayas se hincharan y absorbieran más agua, desprendió la corteza externa de un abedul, raspó parte de la capa interna de tejido vascular, suave, dulce y comestible, y lo agregó a su mezcla de almidón y bayas. Cogió varias piñas, y cuando las acercó al fuego, se alegró al descubrir que algunas todavía tenían grandes piñones de cáscara dura, que el fuego había ayudado a quebrar.
    Una vez asada la liebre, abrió en varios lugares la piel ennegrecida, y frotó el interior con unas piedras colocadas junto al fuego, con el propósito de que la grasa las untara. Después, retiró pequeños puñados de la masa de almidón, mezclada con las bayas, el helecho dulce y sabroso, y la savia dulzona y espesa del tejido vascular del abedul, y los depositó sobre las piedras calientes.
    Jondalar había estado observándola. Ayla aún lograba sorprenderle con su amplio conocimiento de las cosas vivas. La mayoría de la gente, y sobre todo las mujeres, sabían encontrar plantas comestibles, pero nunca había conocido a nadie que supiera tanto. Cuando ella terminó de cocer varios de los bizcochos esponjosos, sin levadura, Jondalar probó un bocado.
    —Está delicioso —afirmó... De veras, Ayla, francamente me sorprendes. No hay mucha gente capaz de encontrar alimento en las plantas durante el frío del invierno.
    —Jondalar, éste todavía no es el frío del invierno, y no es tan difícil encontrar ahora elementos comestibles. Ya verás cuando el suelo esté congelado —dijo Ayla, y retiró del asador la liebre, arrancó el cuero terso y ennegrecido, y puso la carne en la fuente de marfil de mamut, de la cual ambos comerían.
    —Creo que incluso así encontrarás algo que comer.
    —Pero quizás no sean plantas —replicó ella, mientras le pasaba una tierna pata de liebre.
    Cuando terminaron de consumir la liebre y los bizcochos de raíz de espadaña, Ayla le dio a Lobo los restos, e incluso los huesos. Comenzó a preparar su infusión de hierbas, y agregó un poco del sobrante de la corteza de abedul para darle más sabor. Seguidamente retiró del borde del fuego las piñas del pino y ambos se sentaron un rato junto al fuego, para beber la infusión y comer piñones cuya cáscara partían con piedras o con los dientes. Se sentían a gusto, pero la prudencia les aconsejaba partir temprano, en vista de lo cual echaron una ojeada a los caballos para asegurarse de que estaban bien, y a continuación se acostaron, cubriéndose con cálidas pieles para pasar la noche.

    Ayla contempló el corredor de una cueva larga y sinuosa, y la línea de hogueras que mostraban el camino iluminando hermosas formas fluctuantes. Vio una que se asemejaba a la larga cola flotante de un caballo. Cuando se aproximó, el animal de color amarillo leonado relinchó y agitó la cola oscura, como invitándola a acercarse. Ayla continuó caminando, pero la cueva rocosa se oscureció, y las estalactitas se cerraron sobre su cabeza.
    Bajó la mirada para ver dónde pisaba, y cuando la levantó, advirtió que, en realidad, no la llamaba un caballo, sino un hombre. Trató de averiguar quién era, y le sobresaltó ver que Creb emergía de las sombras. La invitó a acercarse, exhortándola a que se diera prisa para llegar junto a él; después, dándole la espalda, se alejó cojeando.
    Ayla comenzó a seguirle, y de pronto escuchó el relincho de un caballo. Cuando se volvió a mirar a la yegua amarilla, la cola oscura desapareció entre un rebaño de caballos de colas igualmente oscuras. Les persiguió, pero ellos se convirtieron primero en piedra oscilante y a continuación en una maraña de columnas de piedra. Cuando miró hacia atrás, Creb estaba desapareciendo por un túnel oscuro.
    Corrió tras él, tratando de alcanzarle, hasta que llegó a una bifurcación, pero no sabía cuál de los caminos habría seguido Creb. La dominó el pánico, y miró a un lado ya otro. Por fin, tomó el de la derecha y descubrió que un hombre estaba de pie en el centro, bloqueándole el paso.
    ¡Era Jeren! Ocupaba todo el corredor, y estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, meneando la cabeza en un gesto negativo. Ayla le rogó que le permitiera pasar, pero él no entendió. Entonces, con una vara corta tallada, señaló hacia la pared que estaba detrás de Ayla.
    Cuando se volvió para mirar, vio un caballo amarillo oscuro en plena carrera, y un hombre de cabello rubio que corría detrás. De pronto, el rebaño rodeó al hombre e impidió que ella lo viera. El estómago se le contrajo a causa del miedo. Cuando Ayla corrió hacia él, oyó el relincho de los caballos, y Jeren estaba en la entrada de la cueva, haciéndole gestos apremiantes, diciéndole que se diera prisa, antes de que fuese demasiado tarde. De repente, el retumbar de los cascos de los caballos cobró más intensidad. Ayla oyó relinchos, resoplidos, y con un sentimiento cada vez más intenso de pánico, el alarido de un caballo.

    Ayla despertó bruscamente. Jondalar también se incorporó. Se produjo una conmoción frente a la tienda, un estrépito de caballos que relinchaban y coceaban. Oyeron el gruñido de Lobo, y después un alarido de dolor. Apartaron las mantas y salieron rápidamente de la tienda.
    Estaba muy oscuro, la luna era apenas visible e iluminaba poco, pero en el bosque de pinos había más caballos que los dos que habían dejado allí. Lo sabían por los ruidos, aunque no podían ver nada. Cuando Ayla corrió tratando de acercarse a los caballos, tropezó con una raíz que afloraba, cayó pesadamente al suelo y quedó sin aliento.
    — ¡Ayla! ¿Estás bien? —preguntó Jondalar, que la buscaba en la oscuridad después de haberla oído caer.
    —Aquí estoy —contestó ella, con voz ronca, logrando recuperar el aliento. Sintió las manos de Jondalar y trató de incorporarse. Cuando oyeron el ruido de los caballos que se alejaban a la carrera en la noche, Ayla se incorporó y los dos se acercaron deprisa al lugar donde habían atado los caballos. ¡Whinney no estaba!
    — ¡Se ha ido! —exclamó Ayla. Silbó y gritó el nombre de la yegua. Oyó la respuesta de un relincho lejano.
    — ¡Es ella! ¡Es Whinney! Esos caballos se la han llevado. ¡Tengo que ir a buscarla! —La mujer echó a correr en pos de los caballos, avanzando a tientas en la oscuridad del bosque.
    Jondalar consiguió alcanzarla a los pocos metros.
    — ¡Ayla, espera! ¡No podemos ir ahora, está muy oscuro! ¡Ni siquiera puedes ver por dónde caminas!
    — ¡Pero Jondalar, tengo que traerla!
    —La traeremos; por la mañana... —la calmó Jondalar, abrazándola.
    —Por la mañana habrán desaparecido —gimió la mujer.
    —Pero entonces habrá luz y veremos las huellas. Los seguiremos. Ayla, podremos recuperarla. Te lo prometo, daremos con ella.
    — ¡Oh! Jondalar. ¿Qué haré sin Whinney? Es mi amiga. Durante mucho tiempo fue mi única amiga —dijo Ayla, cediendo a la lógica de la argumentación de Jondalar, pero echándose a llorar.
    El hombre la sostuvo y la dejó llorar; después dijo:
    —De momento, necesitamos saber si también Corredor ha desaparecido y encontrar a Lobo.
    De pronto, Ayla recordó que había escuchado el alarido de dolor del lobo y comenzó a preocuparse por él, así como por el caballo más joven. Silbó para llamar a Lobo, y también emitió un sonido que usaba para llamar a los caballos.
    Oyeron primero un relincho y después un gemido. Jondalar fue a buscar a Corredor, y Ayla tendió el oído, guiándose por los quejidos del lobo, hasta que lo encontró. Se inclinó para reconfortar al animal y sintió algo húmedo y viscoso.
    — ¡Lobo! ¡Estás herido! —Trató de cogerlo para llevarle junto al fuego, donde podía avivar las llamas y ver lo que le pasaba. Lobo aulló de dolor cuando ella trastabilló bajo su peso. Después se debatió para apartarse de Ayla, pero se sostuvo sobre sus propias patas, y aunque ella sabía que eso le costaba cierto esfuerzo, el animal regresó caminando al campamento.
    También Jondalar apareció al poco rato, conduciendo a Corredor, y encontró a Ayla ocupada en avivar el fuego.
    —La cuerda ha resistido —anunció el hombre. Se había acostumbrado a usar cuerdas sólidas para sujetar al caballo, ya que éste siempre le había acarreado más dificultades que Whinney a Ayla.
    —Me alegro de que esté a salvo —dijo la mujer, abrazando el cuello del animal, aunque acto seguido retrocedió para mirarle con más atención, porque necesitaba asegurarse—. Jondalar, ¿por qué no habré usado una cuerda más resistente? —Su tono revelaba que se sentía irritada consigo misma—. Si hubiera tenido más cuidado, Whinney no se habría ido.
    Su relación con la yegua era muy estrecha. Whinney era una amiga que hacía cuanto ella deseaba porque el propio animal así lo quería, y Ayla a lo sumo utilizaba una cuerda delgada para evitar que la yegua se alejara mucho. Eso siempre había sido suficiente.
    —Ayla, no ha sido culpa tuya. Esa manada no buscaba a Corredor. Quería una yegua, no un garañón. Whinney no se habría marchado si los caballos no la hubiesen obligado.
    —Sin embargo, yo sabía que esos caballos estaban cerca, y debería haber imaginado que vendrían en busca de Whinney. Ahora ha desaparecido, e incluso Lobo está herido.
    — ¿Es muy grave? —se interesó Jondalar.
    —No lo sé —dijo Ayla—. Le duele mucho cuando le toco y no puedo estar segura, pero creo que tiene una costilla muy golpeada o rota. Seguramente recibió una coz. Le daré algo para calmar el dolor y trataré de examinarle más a fondo por la mañana... antes de que vayamos a buscar a Whinney. —De pronto extendió la mano hacia el hombre—. Jondalar, ¿qué haré si no la encontramos? ¿Qué haré si la he perdido para siempre? —exclamó.

    25

    —Mira, Ayla —dijo Jondalar, doblando una rodilla para examinar el terreno cubierto con las marcas de los cascos de los caballos—. Estoy seguro de que anoche la manada entera estuvo aquí. Las huellas son claras. Te dije que sería fácil seguirles la pista en cuanto amaneciera.
    Ayla miró a su vez las huellas y después se volvió hacia el noroeste, en la dirección que parecían seguir los caballos. Estaban cerca de la linde del borde del bosquecillo y Ayla podía ver a gran distancia a través de la llanura abierta cubierta de hierba, pero, por mucho que se esforzara no alcanzaba a divisar un solo caballo. «Aquí, las huellas son bastante claras —pensó—, pero, ¿quién sabe cuánto tiempo podremos seguirlas?».
    La joven no había dormido ni un minuto después de la salvaje incursión de los caballos, al descubrir que su querida amiga había desaparecido. Tan pronto aclaró, y el firmamento pasó del ébano oscuro al índigo, Ayla se levantó, aunque aún no era posible distinguir los accidentes del terreno. Había avivado el fuego y puso a calentar el agua para preparar la infusión, mientras el cielo cambiaba según un espectro monocromático de matices cada vez más claros de azul.
    Lobo se había acercado subrepticiamente a la joven, enfrascada en sus pensamientos, clavados los ojos en las llamas, por lo que tuvo que gemir para atraer la atención de Ayla. Ésta aprovechó la oportunidad para examinarle con cuidado. Aunque el lobo se encogió cuando ella le hundió profundamente los dedos en el cuerpo, Ayla comprobó complacida que no había fractura, aunque el golpe era bastante serio. Jondalar se levantó poco después de que ella preparara la bebida caliente de la mañana y bastante antes de que hubiese claridad para buscar huellas.
    —Démonos prisa y partamos inmediatamente, de lo contrario se alejarán demasiado —dijo Ayla—. Debemos apilarlo todo en el bote redondo y... no... eso no es posible. —De pronto comprendió que, sin su yegua a la que tanto deseaba hallar, era imposible cargar todas las cosas y partir—. Corredor no sabe arrastrar las angarillas y, por tanto, no podemos llevarlas ni transportar el bote redondo. Ni siquiera podemos cargar el canasto de las alforjas que Whinney suele llevar.
    —Y si queremos tener una mínima posibilidad de alcanzar a esa manada, debemos cabalgar los dos en Corredor. Eso significa que tampoco podremos llevar su alforja. Tendremos que limitar nuestra carga a lo más indispensable —resumió Jondalar.
    Callaron para asimilar la nueva situación en que les había puesto la desaparición de Whinney. Ambos comprendieron que debían adoptar algunas decisiones difíciles.
    —Si llevamos sólo las pieles para dormir y la manta que cubre el suelo, podemos usar ésta como una tienda baja. Las enrollamos todas y las colocamos sobre la grupa de Corredor —propuso Jondalar.
    —Una tienda baja bastará —convino Ayla—. Es todo lo que llevábamos con los cazadores en nuestro Clan. Usábamos una rama gruesa para sostener el frente, y piedras o huesos pesados que encontrábamos al paso para sujetar los bordes. —Recordó los tiempos en que ella y varias mujeres acompañaban a los hombres que salían de caza—. Las mujeres tenían que cargar con todo, excepto las lanzas, y era preciso andar deprisa para mantenernos a la par, de modo que llevábamos pocas cosas.
    — ¿Cómo piensas que podríamos arreglarnos? ¿Qué es lo que debemos hacer? —preguntó Jondalar, con expresión de curiosidad.
    —Necesitaremos los elementos para encender el fuego y algunas herramientas. Un hacha para cortar la leña y romper los huesos de los animales que tengamos que descuartizar. También podemos quemar estiércol seco y pasto, pero nos hará falta algo para cortar los tallos. Un cuchillo para desollar animales y otro más afilado para cortar la carne... —comenzó a decir. Ayla recordaba no sólo las veces que había acompañado a los cazadores, sino la época en que viajaba sola, después de separarse del Clan.
    —Me pondré mi cinturón con las trabillas para llevar el hacha y mi cuchillo de mango de marfil —dijo Jondalar—. Tú también deberías usar el tuyo.
    —Un palo de cavar siempre es útil, y podemos utilizarlo para sostener la tienda. Algunas ropas de abrigo por si hace verdadero frío, y protección especial para los pies —continuó la mujer.
    —Un par suplementario de forros para las botas; es una buena idea. Túnicas y pantalones, manoplas de piel, y si es necesario, siempre podremos envolvernos en las pieles de dormir.
    —Un recipiente o dos para el agua
    —También podemos sujetarlos de los cinturones, y si los atamos con cuerda suficiente para pasarla por encima del hombro, podemos llevarlos cerca del cuerpo si hace demasiado frío, porque de ese modo el agua no se congelará.
    —Necesitaré mi saquito de medicinas, y quizás convenga que lleve los útiles de coser, no ocupan mucho espacio, y la honda.
    —No olvides los lanzavenablos y las lanzas —agregó Jondalar—. ¿Crees que debería llevar mis herramientas para tallar el pedernal, o pedazos de pedernal, por si se rompe un cuchillo?
    —Podemos llevar lo que deseemos, pero siempre que sea posible transportarlo a la espalda... o la que cabría en un canasto si viajáramos a pie.
    —Si alguien lleva algo a la espalda, creo que debo ser yo —dijo Jondalar—, pero no he traído el armazón para apoyar la alforja.
    —No será complicado confeccionar una alforja, con una de las albardas y un poco de cuerda o cuero, pero, ¿cómo podré sentarme detrás de ti si cargas eso? —preguntó Ayla.
    —Yo me sentaré detrás...
    Se miraron y sonrieron. Incluso tenían que decidir cómo montarían en Corredor, y ambos tenían su propia opinión al respecto. Jondalar advirtió que aquélla era la primera vez que Ayla había sonreído durante la mañana.
    —Tendrás que guiar a Corredor y, por tanto, será necesario que yo vaya detrás —dijo Ayla.
    —Puedo hacerlo aunque tú estés delante —dijo el hombre—; además, si estás detrás, sólo podrás ver mi espalda. No creo que te haga gracia no poder ver lo que tienes enfrente, y es necesario que sigamos el rastro. Tal vez sea más difícil seguirlo en suelo duro o donde haya otras huellas que nos confundan, y tú eres buena rastreadora.
    La sonrisa de Ayla se ensanchó.
    —Tienes razón, Jondalar. Creo que no me sería posible soportar la búsqueda sin ver lo que me rodea.
    Ayla advirtió que él se había preocupado ante la perspectiva de seguir el rastro dejado por los caballos, exactamente como le ocurría a ella, y que incluso había tenido en cuenta los sentimientos de su compañera. De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas y el amor que sentía por él pareció desbordarla, en tanto las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas.
    —No llores, Ayla. Encontraremos a Whinney.
    —No lloro ahora por Whinney. Pensaba en lo mucho que te amo, y sin darme cuenta se me han saltado las lágrimas.
    —Yo también te amo —dijo él, extendiendo la mano hacia la joven, mientras sentía un nudo en la garganta.
    De pronto, ella cayó en brazos de Jondalar; y sollozó con la cabeza sobre el pecho del hombre. En ese momento sus lágrimas brotaban también por Whinney.
    —Jondalar, tenemos que encontrarla.
    —La encontraremos. Continuaremos buscando hasta que la encontremos. Y ahora, veamos cómo preparamos una alforja para mí. Tiene que servir para llevar los lanzavenablos y algunas lanzas, siempre que pueda sacarlos con facilidad.
    —Lo solucionaremos, ya verás. Por supuesto, debemos llevar alimentos secos para el viaje —dijo Ayla, secándose los ojos con el dorso de la mano.
    — ¿Qué cantidad crees que necesitaremos? —preguntó Jondalar.
    —Eso depende. ¿Cuánto tiempo nos ausentaremos?
    El interrogante les indujo a reflexionar. ¿Cuántos días permanecerían lejos del campamento? ¿Y cuántos necesitarían para encontrar a Whinney y traerla de regreso?
    —Probablemente necesitemos sólo unos pocos días para rastrear el rebaño y encontrarla, pero quizás haya que pensar que nos llevará medio ciclo lunar —dijo Jondalar.
    —Eso es más de diez días, tal vez quince. ¿Crees que tardaremos tanto?
    —No; no lo creo, pero es mejor que estemos preparados, por si acaso.
    —El campamento no puede quedar abandonado tanto tiempo. Los animales lo destruirían todo... los lobos, las hienas, los glotones o los osos... —Ayla rectificó—: Bueno, los osos no, porque están durmiendo, pero habrá otros. Devorarán la tienda, el bote redondo, todo lo de piel o cuero, y naturalmente los alimentos que conservamos. ¿Qué haremos con todo lo que dejamos aquí?
    —Tal vez sería conveniente que Lobo se quedara y vigilase el campamento —dijo Jondalar, frunciendo el entrecejo—. ¿Lo haría si tú se lo ordenases? De todos modos, está herido. ¿No sería mejor que no viajase?
    —Sí; sería mejor para él, pero no se quedará. Obedecerá al principio, pero vendrá a buscarnos si no hemos regresado al cabo de un día o dos.
    —Podríamos atarlo cerca del campamento...
    — ¡No! ¡Jondalar, el animal odiaría eso! —se indignó Ayla—. ¿Te gustaría que te obligaran a permanecer en un lugar donde tú no quisieras estar? Además, si los lobos u otros animales vinieran, podrían atacarle, y él no estaría en condiciones de luchar, o de huir. Tendremos que pensar en otra forma de proteger nuestras cosas.
    Regresaron en silencio al campamento, Jondalar un poco irritado y Ayla inquieta, pero ambos sin dejar de pensar en cómo resolver el problema de lo que harían con sus pertenencias mientras se ausentaban. Cuando se aproximaban a la tienda, Ayla recordó algo.
    —Tengo una idea —dijo— Quizás podríamos guardarlo todo en la tienda y cerrarla. Todavía conservo un poco del repelente contra lobos que preparé para evitar que Lobo mordiera nuestras cosas. Puedo diluirlo y extenderlo sobre la tienda. Quizás ahuyente a algunos animales.
    —Es posible, y el efecto podría durar algún tiempo, hasta que las lluvias lo eliminasen. En cualquier caso ganaríamos unos días; pero no salvaría la tienda de los animales que trataran de excavar bajo la tienda para introducirse en ella. —Jondalar hizo una pausa— ¿Por qué no reunimos todas las cosas y las envolvemos con la tienda? Entonces, tú le aplicarías el repelente... pero de ningún modo debemos dejar las cosas al aire libre.
    —Si la eleváramos a cierta distancia del suelo, como hacemos con la carne... —dijo Ayla, y después, más entusiasmada, añadió—: Tal vez podríamos colgarla de las pértigas y cubrir éstas con el bote redondo, para evitar la acción de la lluvia.
    — ¡Es una idea estupenda! —exclamó Jondalar, aunque enseguida agregó en tono vacilante—: Pero un león cavernario puede derribar esas estacas, y lo mismo digo de una manada de lobos o de hienas audaces. —Miró alrededor, tratando de pensar, y vio un gran matorral de zarzas con largos vástagos sin hojas y abundancia de afiladas espinas que partían del centro—. Ayla —dijo—, ¿crees que podríamos atravesar esa zarza con las pértigas, atar los extremos a media altura, colocar encima el bulto de la tienda, y cubrirlo todo con el bote redondo?
    En el rostro de Ayla se dibujó una amplia sonrisa al escuchar aquello.
    —Creo —contestó— que podríamos cortar con cuidado algunos de esos vástagos, y a través de ellos clavar las pértigas y atarlas, colocarlo todo encima y después unir los extremos. Los animales pequeños aún podrían llegar a nuestras cosas, pero casi todos duermen ahora o permanecen en sus madrigueras, y esas espinas afiladas probablemente evitarán que se acerquen los animales más grandes. Incluso los leones no querrán clavárselas. Jondalar, ¡creo que eso servirá!
    La elección de las pocas cosas que podrían llevar les exigió toda su atención. Decidieron agregar un pequeño pedernal suplementario y algunas herramientas esenciales para trabajarlo, así como un trozo de cuerda, cordeles y todos los alimentos que pudieran cargar. Cuando estaba revisando sus cosas, Ayla vio el cinturón especial y la daga de colmillo de mamut que Talut le había entregado en la ceremonia de adopción celebrada en el Campamento del León. El cinturón tenía finas cuerdas de cuero entrelazadas de tal modo que de ellas pudieran colgarse cosas, y en especial afianzar la daga, si bien servía asimismo para llevar muchos otros objetos útiles que tenían que estar al alcance de la mano.
    Se ató el cinturón alrededor de las caderas, sobre la túnica exterior de piel, después extrajo la daga y la examinó, preguntándose si le convenía llevarla. Aunque tenía una punta muy aguda, era un objeto más ceremonial que práctico. El Mamut había usado una parecida para practicar una incisión en el brazo de Ayla y, a continuación, con la sangre así extraída, había hecho una marca en la placa de marfil que llevaba colgada del cuello, con lo cual incluía a Ayla en el pueblo de los Mamutoi.
    Ella había visto también una daga parecida que se usaba para tatuar, cuya punta cortaba finas líneas en la piel. Después, se aplicaba a las heridas carbón de leña negro, de madera de fresno. Ignoraba que los fresnos elaboraban un antiséptico natural que impedía la infección, y era imposible que el Mamut que se lo había explicado supiera exactamente por qué era eficaz. Ayla sólo sabía que estaba firmemente convencida de que nunca debía usar otra cosa que madera de fresno quemada para ennegrecer la cicatriz cuando realizaba un tatuaje.
    Ayla metió la daga de nuevo en la funda de cuero crudo, poniéndola a un lado. Después, cogió otra funda de cuero que protegía la afilada hoja de pedernal del pequeño cuchillo con mango de marfil que Jondalar le había fabricado. La pasó por un nudo en su cinturón, y utilizó otro nudo para sostener el mango de la hachuela que también él le había proporcionado. La cabeza de piedra de la pequeña hacha estaba asimismo envuelta en cuero.
    Supuso que nada impedía que el cinturón sostuviera el lanzavenablos. Luego agregó la honda y finalmente ató el bolso que contenía las piedras para aquélla. Notaba el peso de todos estos objetos, pero era un modo conveniente de llevar cosas cuando tenían que viajar con escaso bagaje. Añadió sus lanzas a las que Jondalar ya había depositado en el contenedor de la albarda.
    Necesitaron más tiempo del previsto para decidir lo que iban a llevar y también para guardar todo lo que dejaban en el campamento. Ayla estaba inquieta por la demora, pero hacia el mediodía ya habían montado e iniciaban la marcha.
    Cuando partieron, Lobo trotó al lado de Corredor, pero pronto se rezagó, sin duda porque sufría. Ayla se preocupó por él, porque no estaba segura de la distancia que sería capaz de recorrer ni de la velocidad que estaba en condiciones de desplazar; decidió que le permitiría seguirles a su aire, alcanzándoles, si no podía correr tanto, cuando ellos se detuvieran. Le angustiaba la inquietud que sentía por los animales, pero al menos Lobo estaba cerca, y a pesar de su herida, Ayla confiaba en que se recuperaría. En cambio, no sabía dónde estaba Whinney, su querida yegua, que podría encontrarse cada vez más lejos.

    Siguieron el rastro de la manada más o menos hacia el noroeste durante cierto trecho; después, las huellas de los caballos cambiaron inexplicablemente de dirección. Ayla y Jondalar pasaron de largo, y por un momento pensaron que habían perdido el rastro. Retrocedieron entonces, y la tarde ya estaba avanzada cuando volvieron a descubrirlas, en dirección este. Ya era casi de noche cuando llegaron a un río.
    Era evidente que los caballos lo habían cruzado, pero había oscurecido demasiado para distinguir las huellas, por lo que decidieron acampar en la orilla, pero ¿en cuál? Si cruzaban ahora, sus ropas mojadas probablemente se secarían antes de la mañana, pero Ayla temía que Lobo no pudiera encontrarlos si pasaban el río antes de que él les alcanzara. Por consiguiente, acordaron esperarle y organizaron allí mismo el campamento.
    A causa de la parvedad de elementos, el campamento suscitaba una deprimente impresión de desnudez. Por otra parte, no habían visto más que huellas a lo largo del río. Ayla empezaba a preocuparse ante la posibilidad de que estuvieran siguiendo a otra manada de animales, y también le inquietaba la suerte de Lobo. Jondalar trató de calmar su ansiedad, pero cuando el cielo nocturno ya se había poblado de estrellas, y Lobo continuaba sin aparecer, la inquietud de la joven se acentuó. Esperó hasta muy tarde, y cuando Jondalar consiguió convencerla para que le acompañase bajo las pieles de dormir, no pudo conciliar el sueño, a pesar del cansancio que le rendía. A punto de quedarse traspuesta, notó la presión de un hocico frío y húmedo.
    — ¡Lobo! ¡Por fin has llegado! ¡Estás aquí! ¡Mira, Jondalar! ¡Lobo está aquí! —exclamó Ayla, y el hombre se sintió aliviado y contento al verle, aunque pensó que su felicidad residía ante todo en la satisfacción experimentada por Ayla. Por lo menos, ahora ella dormiría un poco. Antes, sin embargo, Ayla se levantó para darle al animal la comida que le había reservado, parte de un guiso preparado con carne seca, raíces y una torta de alimento para el viaje.
    La joven había hecho con anterioridad una infusión de corteza de sauce seca, vertida en un cuenco con agua que había separado para él, y como el animal tenía bastante sed, bebió hasta la última gota, incluida la medicación destinada a calmar el dolor. Enseguida se acurrucó junto a la piel de dormir de Ayla y Jondalar, y la mujer se adormeció con un brazo alrededor del cuerpo del animal, mientras Jondalar se acurrucaba cerca de ella y le pasaba un brazo sobre el pecho. En la noche extraordinariamente fría pero clara, durmieron vestidos, excepto las botas y las prendas exteriores, sin molestarse en montar la pequeña tienda.
    Por la mañana, aunque Ayla pensó que Lobo estaba mejor, extrajo de su bolso de medicinas —el saquito de piel de nutria— más corteza de sauce y agregó a la comida del animal una taza del brebaje. Tenían que afrontar el cruce del río de aguas heladas, y Ayla no sabía de qué modo influiría el intento en la herida del animal. Podía enfriarle demasiado, pero, por otra parte, el agua fría quizás aliviara la herida que estaba cicatrizando y el traumatismo interno.
    De cualquier modo, la joven no tenía grandes deseos de mojarse las ropas. Su desgana provenía no tanto de pensar en el contacto con el agua fría —a menudo se había bañado en aguas de temperatura aún más baja— cuanto de la idea de usar pantalones y calzado mojados en el aire casi helado. Cuando comenzó a sujetar el borde superior de sus botas altas de tipo mocasín alrededor de las pantorrillas, de pronto cambió de idea.
    —No entraré con esto en el agua —afirmó—. Prefiero descalzarme y mojarme los pies. Por lo menos, podré ponerme calzado seco después de cruzar.
    —Quizás no sea mala idea —convino Jondalar.
    —En realidad, ni siquiera usaré esto —dijo Ayla, quitándose el pantalón y permaneciendo desnuda de cintura para abajo, un gesto que provocó una sonrisa de Jondalar y provocó en el hombre el deseo de hacer algo muy diferente a salir en persecución de los caballos. No obstante, sabía que Ayla estaba demasiado inquieta por Whinney para pensar en otras actividades.
    Por extraño que pudiera parecer, Jondalar tenía que reconocer que la idea era interesante. El río no mostraba una altura excepcional, aunque parecía tratarse de una corriente de aguas rápidas. Podían cruzarlo a lomos de Corredor, con las piernas y los pies desnudos, y ponerse ropas secas en cuanto ganaran la otra orilla. No sólo estarían más cómodos, sino que evitarían un enfriamiento prolongado.
    —Ayla, creo que tienes razón. Es mejor que la ropa no se moje —dijo Jondalar, quitándose los calzones.
    El hombre cargó la albarda, mientras Ayla sostenía las pieles para dormir con el fin de evitar que se mojaran. El hombre se sintió un poco extraño al montar el caballo con la mitad inferior del cuerpo desnuda, pero el contacto de la piel de Ayla con sus piernas le indujo a olvidar la situación. El resultado obvio de los pensamientos de Jondalar no pasó inadvertido para Ayla. Si no se hubiera sentido tan acuciada por el afán de encontrar a Whinney, también ella se habría sentido tentada de permanecer allí un rato más. En el fondo de su mente acechaba el pensamiento de que en otra ocasión tal vez pudieran montar de nuevo los dos el mismo caballo, sólo por diversión; pero aquél no era el momento apropiado para disfrutar.
    El agua estaba muy fría cuando el caballo castaño entró en la corriente, quebrando la corteza de hielo que se había formado a lo largo de la orilla. Aunque el río era un curso de aguas rápidas, y pronto alcanzó profundidad suficiente para mojarles las piernas hasta medio muslo, el caballo no perdió pie; el lugar no era tan profundo como para que tuviera que nadar. Los dos jinetes de Corredor trataron al principio de sacar del agua las piernas, pero no tardarían en sentirlas entumecidas a causa de la baja temperatura. Más o menos a mitad del río, Ayla se volvió buscando la mirada de Lobo. Éste permanecía aún en la orilla, paseándose de un lado a otro tratando de evitar la zambullida inicial, como hacía a menudo. Ayla silbó para alentarlo y vio que, por fin, saltaba.
    Llegaron sin tropiezos a la orilla opuesta; el único inconveniente era el frío. El viento helado que al desmontar les traspasó las piernas mojadas, empeoraba las cosas. Después de quitarse con las manos la mayor parte del agua, se apresuraron a vestir de nuevo los pantalones y a calzar las botas de tipo mocasín, forradas de suave lana de gamuza, estas últimas regalo de despedida de los Sharamudoi, por el cual les estaban más que agradecidos en aquellos instantes. Al entrar en calor, sintieron un hormigueo en las piernas y los pies. Cuando Lobo llegó a la orilla, saltó a tierra firme y se sacudió. Ayla le examinó para comprobar que no se había agravado a causa del frío chapuzón.
    Identificaron fácilmente el rastro y volvieron a montar en Corredor. Lobo intentó de nuevo mantener el mismo ritmo que el corcel, pero pronto se rezagó. Ayla vio preocupada que se quedaba cada vez más atrás. Que el animal les hubiera encontrado la noche anterior calmaba un poco los temores de la joven, y ahora se consoló recordando que, a menudo, Lobo solía alejarse para cazar y explorar por su cuenta, y siempre había vuelto para reunirse con ellos. Detestaba dejarle atrás, pero tenían que encontrar a Whinney. Transcurrieron las horas y era ya media tarde cuando divisaron caballos a lo lejos. Al acercarse más, Ayla trató de descubrir un pelaje conocido, color humo, pero no podía estar segura. Había muchos otros caballos de pelaje parecido, y no pudo fijarse más porque, cuando el viento llevó el olor de los humanos a la manada, los animales huyeron.
    —Esos caballos ya han sido perseguidos —comentó Jondalar, quien, por suerte, se contuvo a tiempo antes de expresar en voz alta el pensamiento de que aquella región seguramente había habitantes a quienes les gustaba comer carne de caballo. No deseaba inquietar todavía más a Ayla. El rebaño fue rápido en distanciarse del joven corcel montado por viajeros. Jondalar y Ayla continuaron siguiendo el rastro sin desanimarse, puesto que de momento era lo único que podían hacer.
    La manada se desvió hacia el sur, por una razón que sólo los caballos conocían, y regresó en dirección al Río de la Gran Madre. Antes de que pasara mucho tiempo, el terreno comenzó a elevarse. La región ofreció un paisaje accidentado y rocoso, y la hierba se hizo más escasa. Continuaron avanzando hasta llegar aun ancho campo, situado a gran altura sobre el resto del territorio. Cuando vieron el agua que centelleaba a sus pies, comprendieron que se encontraban en una meseta, en el punto más alto de la prominencia que habían esquivado, rodeando la base, pocos días antes. El río que ellos habían cruzado recorría la cara occidental antes de desembocar en la Madre.
    Cuando la manada comenzó a pastar, los viajeros se aproximaron más.
    —Jondalar, ¡allí está! —gritó excitada Ayla, señalando a uno de los animales.
    — ¿Cómo puedes estar segura? Varios de esos caballos tienen un color parecido.
    Era cierto, pero aunque su color fuera similar al de otros animales, la mujer conocía demasiado bien la conformación particular de su amiga como para dudar. Emitió el silbido de costumbre y Whinney irguió la cabeza.
    —Te lo dije. ¡Es ella! Silbó de nuevo y Whinney comenzó a trotar hacia ella. Pero la yegua dirigente, un animal grande y elegante, con un pelaje verde grisáceo más oscuro de lo normal, vio que el miembro más reciente de la manada se alejaba del grupo y avanzó para cortarle el paso. El semental del rebaño se unió a ella para colaborar. Era un caballo de gran alzada, corpulento, de pelaje color crema, con una larga crin plateada, una raya gris en el lomo y una flotante cola plateada que parecía casi blanca cuando la agitaba. También tenía de color gris plata los extremos inferiores de las patas. Mordisqueó los corvejones de Whinney, obligándola a regresar con el resto de las hembras, que miraban la escena con nervioso interés. El semental se dio prisa en volver para desafiar al corcel más joven. Golpeó el suelo con las patas, y poniéndose de manos, relinchó, en claro desafío a Corredor.
    El joven caballo pardo retrocedió, intimidado, y fue imposible obligarle a que avanzara, con gran frustración de sus compañeros humanos. Desde una distancia segura, relinchó llamando a su madre, y tanto Jondalar como Ayla oyeron la conocida respuesta de Whinney. Desmontaron para analizar la situación con más tranquilidad.
    — ¿Qué vamos a hacer, Jondalar? —apremió Ayla—. No le permitirán alejarse. ¿Cómo lograremos recuperarla?
    —No te preocupes, lo conseguiremos. Si es necesario, usaremos los lanzavenablos; pero no creo que haga falta tanto.
    La seguridad de Jondalar serenó a la joven, quien no había pensado en las armas que llevaban. No deseaba matar caballos si no era necesario, pero haría todo lo que fuera indispensable para recobrar a Whinney.
    — ¿Tienes un plan? —preguntó.
    —Estoy casi seguro de que esta manada fue perseguida antes y por eso temen un poco a la gente. Eso nos da cierta ventaja. Lo más probable es que el semental crea que Corredor intenta desafiarlo. Él y esa yegua grande han tratado de evitar que Corredor les arrebatara una hembra del rebaño. De modo que tenemos que mantener apartado a Corredor —explicó Jondalar—. Whinney vendrá cuando quiera buscarnos. Si puedo distraer al semental, tú tendrás que ayudar a Whinney a evitar a la yegua hasta que te acerques lo bastante para montarla. Entonces, si le gritas a la yegua dirigente, o incluso la pinchas con tu lanza en el caso de que se acerque a Whinney, creo que se mantendrá a distancia hasta que tú te alejes.
    —Parece bastante fácil. —Ayla sonrió sintiéndose aliviada—. ¿Qué haremos con Corredor?
    —En las inmediaciones he visto una roca con un par de arbustos cerca. Puedo atarlo a uno de ellos. No resistirá si realmente quiere soltarse, pero está acostumbrado a permanecer atado y creo que no se moverá del sitio.
    Jondalar aferró la cuerda del caballo joven y comenzó a retroceder a grandes zancadas.
    —Coge tu lanzador y una lanza o dos —dijo Jondalar cuando llegaron a la roca; después se quitó la albarda—. De momento la dejaré aquí. Reduce mi libertad de movimientos. —Guardó en el contenedor su propio lanzador y las lanzas—. Apenas atrapes a Whinney, puedes volver con Corredor y venir a buscarme.
    La meseta se desviaba en dirección noreste—suroeste, con una inclinación gradual hacia el norte, por lo que alcanzaba más altura en dirección este. En el extremo suroeste, terminaba en un precipicio. En la cara occidental, frente al río que habían cruzado antes, el declive era bastante brusco, pero hacia el sur y el Río de la Gran Madre, había un alto precipicio con una caída a pico. Cuando Ayla y Jondalar se dirigieron de nuevo en busca de los caballos, el día estaba claro y el sol se hallaba alto en el cielo, aunque hacía bastante rato que había dejado atrás el cenit. Se asomaron al borde occidental, pero retrocedieron enseguida, temerosos de que un paso en falso o un tropezón los lanzara al abismo.
    Ya en las proximidades de la manada, ocupada en pastar, se detuvieron y trataron de descubrir a Whinney. La manada —yeguas, potrillos y animales de un año— pacía en un campo de altas hierbas secas; el semental estaba a cierta distancia, a un lado, un poco alejado del resto. Ayla creyó distinguir a su yegua más al fondo, en dirección sur. Emitió un silbido; la yegua de pelaje amarillo leonado irguió la cabeza y enseguida comenzó a trotar hacia ellos. Con el lanzador en la mano y una lanza en ristre, Jondalar se acercó lentamente hacia el semental de pelaje color crema, tratando de interponerse entre él y la manada, mientras Ayla caminaba hacia las hembras, decidida a llegar al sitio exacto donde Whinney se encontraba.
    Mientras se acercaba a la yegua, algunos caballos cesaron de pacer y levantaron la cabeza, pero no miraban a Ayla. De pronto, ella intuyó que algo no marchaba bien. Se volvió para mirar a Jondalar y vio un hilo de humo, y después otro. Lo que había percibido era el olor del humo. El campo de hierba seca estaba incendiado en varios lugares. De pronto, a través de la bruma del humo, distinguió más figuras que corrían al encuentro de los caballos, gritando y blandiendo antorchas. No cabía duda de que perseguían los caballos, empujándolos hacia el extremo del campo, hacia el precipicio mortal, ¡y Whinney estaba entre ellos!
    El pánico comenzaba a dominar los caballos, pero entre los sonidos agudos Ayla creyó oír un relincho conocido, procedente de otro lado. Al mirar hacia el norte, vio a Corredor que arrastraba su cuerda y corría hacia el rebaño. ¿Por qué tenía que acercarse precisamente ahora? ¿Y dónde estaba Jondalar? En el aire había algo más que humo. Ayla podía percibir la tensión y oler el miedo contagioso de los caballos que empezaban a alejarse del fuego.
    Los caballos se agitaban y encabritaban alrededor de la joven, quien ya no volvió a ver a Whinney, pero Corredor se acercaba al galope, afectado también por el pánico. Ayla emitió un silbido estridente y prolongado, abalanzándose al mismo tiempo sobre el animal. Corredor aminoró la marcha y se volvió hacia Ayla, pero tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y sus ojos se revolvían inquietos. Ayla aferró la cuerda que colgaba del cabestro y obligó al animal a girar la cabeza. Corredor relinchó y se encabritó, mientras los caballos pasaban a un costado. La cuerda despellejó las manos de Ayla, pero ella no cedió y, cuando las patas delanteras de Corredor tocaron el suelo, la joven se agarró a sus crines y saltó sobre su lomo.
    Corredor se encabritó de nuevo. Ayla estuvo apunto de salir despedida, pero logró sostenerse. El caballo continuaba dominado por el miedo, pero estaba acostumbrado al peso sobre el lomo. Esto y la mujer conocida le reconfortaban. Echó a correr con movimientos más normales, pero para Ayla era difícil controlar el corcel entrenado por Jondalar. A un que había montado algunas veces a Corredor y conocía las señales que el animal entendía, no estaba acostumbrada a guiarlo con riendas o con una cuerda. El hombre habría usado ambas cosas con la misma soltura, y el caballo sabía reconocer la confianza que le demostraba su jinete habitual. No respondió bien a los primeros intentos de Ayla, tal vez porque buscaba con la mirada a Whinney mientras trataba de calmarle, y estaba distraída por la necesidad imperiosa de recuperar a su amiga.
    Los caballos corrían, se agrupaban alrededor de Ayla, relinchaban, gemían y gritaban, y el olor del miedo llegaba con fuerza ala nariz de la joven. Silbó de nuevo, un silbido fuerte y penetrante, pero no estaba segura de hacerse oír por encima del estrépito; sabía que el ansia de huir era muy intensa.
    De repente, en medio de la bruma de polvo y humo, Ayla vio que un caballo aminoraba el paso, trataba de desviarse y resistía los apremios de los animales enloquecidos que corrían al costado de la joven. Aunque su pelaje tenía el color del aire sofocante, Ayla comprendió que era Whinney. Silbó de nuevo para alentarla y vio que su amada yegua se detenía, indecisa. El instinto de huir con el rebaño era en ella muy intenso, pero aquel silbido siempre había significado seguridad y amor, y la yegua no estaba tan asustada por el fuego como los demás. Había crecido oliendo el humo cercano. Aquel olor a lo sumo le indicaba la proximidad de la gente.
    Ayla vio que Whinney se mantenía en el mismo sitio, mientras otros caballos la rozaban o la atropellaban en su intento de evitarla. La mujer exhortó a Corredor a adelantarse. La yegua se dirigió sin vacilar hacia la mujer, pero de pronto un caballo de pelaje claro apareció en escena, como si hubiera brotado del polvo. El gran semental de la manada trató de alejar a Whinney, lanzando un relincho de advertencia a Corredor, e incluso dominado por el pánico, tratando de alejar a su nueva yegua del macho más joven. Esta vez Corredor respondió con un salvaje relincho, y enseguida brincó y golpeó el suelo con las patas. Luego avanzó en línea recta hacia el animal más grande, olvidando a causa de la excitación que aún era demasiado joven e inexperto para combatir con un corcel adulto.
    Y entonces, quién sabe por qué —un súbito cambio de actitud o tal vez el contagio del miedo—, el semental giró en redondo y se alejó. Whinney, desorientada, empezó a seguirlo, pero entonces Corredor se abalanzó para alcanzarla. Entretanto la manada se acercaba más y más al borde del precipicio y la muerte segura que aguardaba allá abajo, la yegua con el pelaje del color del heno molido y el potrillo joven que ella había engendrado, montado por Ayla, se veían arrastrados por los demás. Con desesperada decisión, la mujer detuvo a Corredor frente a su madre. El animal gimió de miedo, pues se sentía impulsado a correr con el resto de los caballos, pero le contuvo la mujer y también las órdenes que estaba acostumbrado a obedecer.
    Un momento después, todos los caballos habían pasado por el lado de Ayla. Mientras Whinney y Corredor permanecían inmóviles, temblando de miedo, el último miembro de la manada desapareció en el precipicio. Ayla se estremeció al oír el sonido lejano de los relinchos, los gritos y los gemidos de los caballos, e instantes después permaneció atónita, asombrada por el silencio. Whinney, Corredor y ella misma hubieran podido figurar entre los que acababan de despeñarse. Respiró hondo ante la inminencia del peligro, y en el acto miró a su alrededor en busca de Jondalar.
    No le vio. El fuego se desplazaba en dirección sureste; el viento soplaba desde la parte suroeste del campo, pero las llamas habían cumplido su finalidad. Ayla miró en todas direcciones, pero siguió sin descubrir a Jondalar. Ella y los dos caballos estaban solos en el campo cubierto de humo. Sintió que un dogal de miedo y ansiedad le atenazaba la garganta. ¿Qué le habría sucedido a Jondalar?
    Desmontó a Corredor y, mientras sostenía la cuerda, saltó ágilmente sobre el lomo de Whinney, dirigiéndose a continuación al lugar en el que se había separado del hombre. Exploró cuidadosamente toda la zona, yendo y viniendo, en busca de algún rastro; pero el terreno estaba cubierto por las huellas de los caballos. Después, por el rabillo del ojo, vio algo y corrió a comprobar de qué se trataba. Con el corazón en la boca, recogió del suelo el lanzador de Jondalar.
    Examinó más atentamente el paraje y vio huellas de pasos, pertenecientes sin duda a varias personas; sin embargo, entre ellas destacaban las huellas de los grandes pies de Jondalar, dejadas por sus gastadas botas. Había visto muchas veces las mismas huellas cuando montaban un campamento y no podía equivocarse. También comprobó que había una mancha oscura en el suelo. Se inclinó para tocarla y retiró la yema de un dedo manchada de sangre.
    Sus ojos se desorbitaron y el miedo le oprimió la garganta. Sin moverse del sitio donde estaba, pues no deseaba confundir el rastro, miró cuidadosamente alrededor, tratando de imaginar lo que había sucedido. Era una rastreadora experimentada, por lo que no tardó en comprender que alguien había herido a Jondalar y se lo había llevado. Siguió un rato las huellas hacia el norte. Después tomó nota de su entorno, para grabar la pista en su memoria, montó en Whinney, sosteniendo firmemente en la mano la cuerda de Corredor, y se dirigió al oeste con el propósito de recuperar la albarda.
    Mientras cabalgaba hacia el oeste, frunció el entrecejo; su gesto duro y colérico expresaba exactamente lo que sentía; pero tenía que reflexionar y decidir lo que hacía. Alguien había herido a Jondalar y se lo había llevado, y nadie tenía derecho a hacer una cosa semejante. Quizás Ayla no comprendiera las costumbres de los Otros, pero eso le constaba. Aún ignoraba cómo lo haría, pero se las arreglaría para que él volviese a estar a su lado.
    Se sintió aliviada cuando vio la albarda todavía apoyada contra la piedra, exactamente como la habían dejado. La vació y realizó algunos arreglos, de manera que Corredor pudiera llevarla sobre el lomo, y a continuación comenzó a llenarla otra vez. Se había quitado esa mañana el cinturón —le molestaba un poco— y ahora lo metió todo en la albarda. Alzó el cinturón y examinó la afilada daga ceremonial sujeta todavía por un nudo; mientras la miraba, se pinchó casualmente con la punta. Observó la minúscula gota de sangre que brotaba, y sin saber por qué, sintió deseos de llorar. De nuevo estaba sola. Alguien se había llevado a Jondalar.
    Su abatimiento desapareció de golpe, y como movida por un resorte, volvió a ponerse el cinturón cerciorándose de que quedaban bien sujetos la daga, el cuchillo, la hachuela y las armas de cazar. ¡Jondalar no estaría ausente demasiado tiempo! Colocó la tienda sobre la grupa de Corredor, pero se reservó la piel de dormir. ¿Cómo podía saber qué clase de tiempo encontraría? Llevó también un recipiente para el agua. Después, extrajo una torta de alimento para el viaje y se sentó sobre la roca. No tenía apetito, pero sabía que necesitaba mantener su fuerza si quería seguir el rastro y hallar a Jondalar.
    La otra preocupación que la agobiaba, además de la desaparición de su compañero, era la ausencia del lobo. No podía ir en busca de Jondalar antes de encontrar a Lobo. Éste era mucho más que un acompañante animal al que amaba; podría ser esencial para seguir el rastro. Abrigaba la esperanza de que apareciera antes del anochecer, y se preguntó si debería volver sobre sus pasos para buscarlo. Pero, ¿qué sucedería si estaba cazando? Probablemente no daría con él. Aunque le corroía la impaciencia, decidió que era mejor esperar.
    Trató de pensar en lo que podía hacer, pero fue en vano. El acto mismo de herir a alguien y apresarlo le parecía tan extraño que le resultaba difícil incluso imaginar cómo llevar a cabo la empresa. Se trataba de algo ilógico, irracional.
    Un gemido, al que siguió un ladrido, interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Al volverse, vio a Lobo que corría hacia ella, sin duda feliz de verla. Ayla se sintió muy aliviada.
    — ¡Lobo! —exclamó alegremente—. Has llegado, y mucho antes que ayer. ¿Estás mejor?
    Después de saludarle afectuosamente, lo examinó y se alegró cuando confirmó de nuevo que, si bien había recibido un fuerte golpe, no tenía ningún hueso roto, y parecía haber mejorado notablemente.
    Decidió partir enseguida, al objeto de encontrar el rastro cuando aún era de día. Ató la cuerda de Corredor a una tira de cuero que sujetaba la manta de Whinney y montó en la yegua. Después de ordenar a Lobo que la siguiera, regresó al paraje donde había encontrado las huellas de los pies de Jondalar, mezclados con las de otras personas, así como el lanzavenablos y la mancha de sangre, la cual era ahora un punto ligeramente parduzco en el suelo. Desmontó para examinar de nuevo el lugar.
    —Lobo, tenemos que encontrar a Jondalar —dijo.
    El animal la miró, intrigado.
    Ella se agachó y observó detenidamente las huellas de las pisadas, esforzándose por calcular el número de personas que componían el grupo, así como por grabar en su memoria el tamaño y la forma de los pies. El lobo esperó, sentado sobre las patas traseras, observándola, pues adivinaba que sucedía algo importante, fuera de lo común. Finalmente, Ayla señaló la mancha de sangre.
    —Alguien hirió a Jondalar y se lo llevó. Tenemos que encontrarle. —El lobo olfateó la sangre, meneó la cola y gimió—. Éste es el pie de Jondalar —dijo Ayla, señalando la huella grande y peculiar que se destacaba de las otras más pequeñas. Lobo olfateó de nuevo el lugar que ella señalaba y miró a Ayla, como si esperara su próximo movimiento—. Se lo llevaron —recalcó la mujer, indicando las otras huellas de pies humanos. Se levantó de golpe y caminó hacia Corredor. Retiró del bulto depositado sobre el lomo del caballo el lanzavenablos de Jondalar y se arrodilló para dárselo a oler al lobo—, Lobo, ¡es preciso encontrar a Jondalar! ¡Alguien se lo ha llevado, y tenemos que rescatarle!

    26

    Jondalar cobró conciencia prontamente de que estaba despierto, pero la cautela le indujo a permanecer inmóvil hasta que pudiera aclarar qué andaba mal; porque era evidente que algo andaba mal. Por una parte, le dolía la cabeza. Abrió apenas los ojos. La penumbra reinaba en aquel lugar, pero pudo ver el suelo frío y duro sobre el cual estaba acostado. Sintió algo seco y endurecido en un lado de la cara, pero, cuando intentó mover las manos y averiguar qué era, se dio cuenta de que las tenía atadas a la espalda. También tenía los pies atados.
    Rodó de costado y miró a su alrededor. Estaba en una pequeña estructura redonda, una especie de armazón de madera cubierto con pieles, e intuyó que el lugar estaba dentro de un recinto más amplio. No se oía el sonido del viento ni había corrientes de aire ni el movimiento de las pieles como hubiera sido el caso de haber estado al aire libre; y aunque hacía frío, éste no era insoportable. De pronto comprendió que ya no tenía puesta la chaqueta de piel.
    Jondalar trató de sentarse, y de pronto se sintió aturdido. El latido en la cabeza se concentró en un punto doloroso sobre la sien izquierda, cerca del residuo seco y endurecido. Cesó en sus movimientos cuando oyó el sonido de unas voces que se acercaban. Dos mujeres hablaban en una lengua desconocida, si bien le pareció percibir palabras que se asemejaban vagamente al mamutoi.
    — ¿Quién anda ahí? Estoy despierto —gritó, en la lengua de los Cazadores de Mamuts—. ¿Alguien puede desatarme? Estas cuerdas no son necesarias. Seguramente hubo un malentendido. No tengo malas intenciones.
    Las voces se interrumpieron un momento y después continuaron, pero nadie respondió ni acudió.
    Jondalar, que yacía boca abajo sobre el suelo, trató de recordar cómo había llegado allí y qué podía haber hecho como para inducir a alguien a maniatarlo. De acuerdo con su experiencia, únicamente se ataba a las personas cuando observaban una conducta desordenada e intentaban herir a alguien. Recordó una pared de fuego y los caballos que corrían hacia el precipicio, en el borde del campo. Seguramente esa gente estaba cazando caballos y le habían sorprendido en medio de todo aquello.
    Entonces recordó que había visto a Ayla montada en Corredor y que tenía dificultades para controlarlo. Se preguntó cómo era posible que el animal hubiese terminado en medio del rebaño lanzado ala carrera si él lo había dejado atado a un matorral.
    El pánico casi había demudado a Jondalar, pues temió que el caballo hubiese respondido a su instinto gregario y seguido a los otros hacia el precipicio, llevándose consigo a Ayla. Recordó que había corrido hacia los animales con la lanza preparada en el lanzador. Aunque amaba aquel caballo castaño, le habría matado antes de permitirle que arrastrase a la muerte a Ayla. Era su último recuerdo, excepto la fugaz imagen de un dolor agudo antes de que todo se sumiese en sombras.
    Jondalar pensó: «Alguien me asestó un golpe. Y fue un golpe fuerte, porque no recuerdo cómo me trajeron aquí y la cabeza aún me duele. ¿Creerían acaso que estaba echando a perder su estrategia de cazadores?». La primera vez que había visto a Jeren y a sus cazadores había sido en similares circunstancias. Él y Thonolan, sin quererlo, habían espantado la manada de caballos que los cazadores estaban empujando hacia una trampa. Pero después de calmar su cólera, Jeren había comprendido que su acción no había sido intencionada, y se habían hecho amigos. «No eché a perder la cacería de esta gente. ¿O sí?»
    De nuevo trató de sentarse. Girando sobre su costado, levantó las rodillas; después hizo un esfuerzo para rodar y alcanzar la posición de sentado. Tras algunos intentos, aunque la cabeza le dolía a causa del esfuerzo, al fin lo logró. Se sentó con los ojos cerrados, confiando en que el dolor se calmaría pronto. Pero, a medida que sus molestias se iban atemperando, se acentuó su preocupación por Ayla y los animales. ¿Whinney y Corredor se habrían lanzado al precipicio junto con el rebaño y Corredor se habría llevado consigo a Ayla?
    ¿Ella habría muerto? Sintió que al pensar en eso se le oprimía el corazón. ¿Quizás Ayla y los caballos habrían muerto? ¿Y Lobo? Cuando el animal herido llegase finalmente al campo, no hallaría a nadie. Jondalar se le imaginaba olfateándolo todo, tratando de seguir un rastro que no conducía a ninguna parte. ¿Qué haría? Lobo era buen cazador, pero estaba herido. ¿Cómo podía cazar para alimentarse con esa lesión? Echaría de menos a Ayla y al resto de su «manada». No estaba acostumbrado a vivir solo. ¿Cómo podría arreglárselas? ¿Qué sucedería cuando se enfrentase con una manada de lobos salvajes? ¿Lograría defenderse?
    « ¿No vendrá nadie? Me apetece un poco de agua —pensó Jondalar—. Seguramente me han oído. También necesito alimento, pero sobre todo tengo sed.» Sentía la boca cada vez más seca y su ansia de agua se acentuó.
    — ¡Eh, vosotros! ¡Tengo sed! ¿Nadie puede traerme un poco de agua? —gritó—. ¿Qué clase de gente sois? ¡Maniatáis a un hombre y ni siquiera le dais un sorbo de agua!
    Nadie respondió. Después de gritar unas cuantas veces más, decidió ahorrar fuerzas. De ese modo sólo conseguiría tener más sed y la cabeza le seguía doliendo. Pensó en acostarse, pero sentarse le había exigido tanto esfuerzo que no estaba seguro de que pudiera repetir la maniobra.
    A medida que pasaba el tiempo comenzó a acentuarse su malhumor. Estaba débil, rozando el delirio, y se obsesionaba en lo peor. Se convenció de que Ayla estaba muerta y de que también los caballos habían perecido. Cuando pensaba en Lobo, imaginaba a la pobre bestia errando sola, herida e imposibilitada para cazar, buscando a Ayla y expuesta al ataque de los lobos o las hienas locales, o de otro animal... lo cual quizás fuera mejor que morir de hambre. Se preguntó si le dejarían morir después; luego casi abrigó la esperanza de que lo hicieran... si, en efecto, Ayla había muerto. El hombre se identificó con la situación que imaginaba para el lobo y llegó a la conclusión de que él y Lobo debían de ser los últimos supervivientes de aquel extraño grupo de viajeros y de que también ellos desaparecerían pronto.
    El rumor de gente que se acercaba le arrancó de su desesperación. Alguien apartó el reborde que cubría la entrada de la pequeña estructura; por la abertura vio una figura, los pies separados y las manos en las caderas, la silueta recortada por la luz de una antorcha. La mujer dio una tajante orden. Dos mujeres entraron en el espacio cerrado, se pusieron una a cada lado de Jondalar, le alzaron y le arrastraron fuera. Le pusieron de rodillas frente a la mujer, las manos y los pies aún atados. De nuevo le dolía la cabeza, e inseguro, se apoyó en una de las mujeres. Ella le apartó.
    La mujer que había dado la orden de que le sacaran de su encierro le miró un instante o dos, y después se echó a reír. Estaba huraña y destemplada, como enloquecida, emitiendo una especie de ladridos. Jondalar se estremeció sin querer y experimentó un escalofrío de miedo. Ella le dirigió algunas palabras duras; Jondalar no entendió, pero trató de enderezarse y mirarla. Se le enturbió la vista y se tambaleó inseguro. La mujer frunció el entrecejo, ladró más órdenes y después se dio la vuelta y salió. Las mujeres que le sostenían le soltaron y siguieron a la que había hablado, junto con varias otras. Jondalar cayó de costado, aturdido y débil.
    Sintió que cortaban las ataduras de sus pies y después le acercaron agua a la boca. Casi se ahogaba, pero intentó ansiosamente tragar un poco de líquido. La mujer que sostenía el recipiente dijo unas cuantas palabras con acento disgustado, y después entregó la vasija aun hombre viejo. Éste se adelantó y acercó el recipiente a la boca de Jondalar; después lo inclinó, no precisamente con más suavidad, pero sí con más paciencia, de modo que Jondalar pudo beber y finalmente pudo saciar su terrible sed.
    Antes de que estuviese totalmente satisfecho, la mujer impartió una orden impaciente, y el hombre retiró el agua. Después, obligó a Jondalar a incorporarse. Trastabilló aturdido mientras ella le empujaba hacia delante, fuera del refugio, y le introdujo en un grupo de hombres. Hacía frío, pero nadie le ofreció su chaqueta de piel, ni siquiera le desató las manos para que pudiera frotárselas. Pero el aire frío le reanimó y advirtió que algunos otros hombres también tenían las manos atadas a la espalda. Miró con más atención a la gente con la cual le habían arrojado. Los había de todas las edades, desde jóvenes —que parecían más bien niños— hasta ancianos. A todos se les veía delgados, débiles y sucios, con las ropas rotas e inapropiadas y los cabellos apelmazados. Unos pocos tenían heridas que no habían sido curadas, cubiertas de sangre seca y de tierra.
    Jondalar trató de hablar en mamutoi con el hombre que estaba de pie a su lado, pero éste se limitó a menear la cabeza. Jondalar pensó que el hombre no entendía, de modo que probó con el sharamudoi.
    El hombre desvió la vista en el momento mismo en que una mujer que sostenía una lanza se acercó y amenazó con ella a Jondalar, ladrando una áspera orden. Jondalar no comprendió las palabras, pero la actitud de la mujer era bastante clara; se preguntó si la razón por la cual el hombre no había hablado era porque no le entendía, o si le en tendía, no había querido hablar.
    Varias mujeres con lanzas se habían apostado a intervalos regulares entre los hombres. Una de ellas gritó algunas palabras y los hombres empezaron a caminar. Jondalar aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor y tratar de comprender dónde estaba. El lugar, formado por varias viviendas redondas, le pareció más o menos conocido, lo cual era extraño, porque jamás había atravesado esa región. Entonces comprendió que se trataba de las viviendas. Se asemejaban a los refugios de los Mamutoi. Aunque no eran exactamente iguales parecía que los habían construido en un estilo análogo, probablemente empleando restos de mamuts como soportes de la estructura, cubiertos de paja y después de hierba y arcilla.
    Comenzaron a caminar ascendiendo una ladera, lo que permitió a Jondalar contemplar un panorama más amplio. El campo estaba formado principalmente por la estepa cubierta de hierba o la tundra, llanuras sin árboles, con tierra sobre el subsuelo helado, que en verano, con el deshielo, se convertía en una superficie negra y lodosa. La tundra no podía producir más que hierbas enanas, pero a las que, en primavera, las flores agregaban color y belleza, y que servían de alimento al buey almizclero, al reno y a otros animales que podían digerirla. También había extensiones de taiga, árboles siempre verdes de escasa altura, con un desarrollo tan uniforme que se hubiera dicho que un gigantesco instrumento de corte había podado todas las copas; en realidad, así era. Los vientos helados que lanzaban contra los árboles agujas de hielo o afilados trozos de áspero loess cercenaban las ramitas o las prolongaciones individuales que se atrevían a sobrepasar la altura alcanzada por el conjunto.
    Mientras avanzaban penosamente, Jondalar vio un rebaño de mamuts que pastaba a gran distancia hacia el norte, y un poco más cerca, un grupo de renos. Sabía que cerca pastaban caballos —esta gente había estado cazándolos— y supuso que el bisonte y el oso frecuentaban la región durante las estaciones más cálidas. La región se asemejaba al lugar de origen del propio Jondalar más que las estepas secas y cubiertas de pasto del este, por lo menos en los tipos de plantas que allí crecían, aunque la vegetación proporcional era distinta, y probablemente ocurría lo mismo con la mezcla principal de animales.
    Por el rabillo del ojo Jondalar percibió un movimiento a su izquierda. Se volvió a tiempo para ver una liebre blanca que atravesaba veloz la colina, perseguida por un zorro ártico. Mientras miraba, el animal saltó de pronto en otra dirección y pasó junto al cráneo parcialmente descompuesto de un rinoceronte lanudo y se refugió en su madriguera.
    «Donde hay mamuts y rinocerontes —pensó Jondalar—, hay leones de las cavernas, y, en vista de la presencia de rebaños de otros animales, probablemente también hienas y ciertamente lobos. Hay mucha carne y animales de piel, y alimentos que crecen en la tierra. Es un país de abundancia.» Hacer ese tipo de evaluación era casi una segunda naturaleza en él, como le sucedía en cierto grado a la mayoría de la gente. Vivían de la tierra y tenían que hacer cuidadosas evaluaciones de cuáles eran sus recursos.
    Cuando el grupo llegó aun lugar alto y llano al costado de la colina, se detuvo. Jondalar miró hacia abajo y vio que los cazadores que vivían en ese lugar contaban con una ventaja única. No sólo podían ver de lejos a los animales sino que los diferentes y nutridos rebaños que recorrían la región tenían que pasar por un estrecho corredor, allá abajo, entre las altas paredes de piedra caliza y el río. Debía ser fácil cazarlos allí. Se preguntó por qué habían estado cazando caballos cerca del Río de la Gran Madre.
    Un gemido doloroso atrajo la atención de Jondalar sobre su entorno inmediato. Una mujer de cabellos grises largos, sucios y desordenados, sostenida por dos mujeres un tanto más jóvenes, gemía y lloraba, dominada por el dolor. De pronto, se liberó de las dos mujeres, cayó de rodillas, se inclinó sobre algo que estaba en el suelo. Jondalar se acerco mas para ver mejor. Era una cabeza mas alta que la mayoría de los hombres, y, tras dar unos cuantos pasos, comprendió la causa del sufrimiento de la mujer.
    Se trataba obviamente de un funeral. En el suelo habían depositado a tres personas, jóvenes, probablemente al límite de la adolescencia o principios de la veintena. Dos eran evidentemente varones; tenían barba. El más corpulento probablemente era el más joven. El vello facial rubio todavía era un tanto escaso. La mujer de cabellos grises sollozaba sobre el cuerpo del otro, en quien se destacaban más los cabellos castaños y la barba corta. El tercero era bastante alto pero delgado, y algo en el cuerpo y el modo de yacer inducía al espectador a preguntarse si aquel individuo no habría padecido un problema físico. Jondalar no alcanzó a verle barba, y eso le llevó a pensar al principio que era una mujer; pero también podía haber sido un joven bastante alto que se afeitaba.
    Los detalles del vestido no eran de gran utilidad. Todos tenían polainas y túnicas altas que disimulaban los rasgos característicos. Las ropas parecían nuevas, pero carecían de adornos. Era como si alguien no quisiera que los identificasen en el otro mundo y hubiese intentado hundirlos en el anonimato.
    La mujer de cabellos grises fue retirada, casi arrastrada —aunque sin rudeza— lejos del cuerpo del joven por las dos mujeres que habían tratado de sostenerla. Entonces se adelantó otra mujer, y algo en ella indujo a Jondalar a mirarla más atentamente. Tenía la cara extrañamente torcida, en una peculiar asimetría, de modo que un lado causaba la impresión de que estaba contraído y era un poco más pequeño que el otro. No intentaba ocultarlo. Tenía los cabellos claros, quizás grises, recogidos y asegurados con un rodete sobre la coronilla.
    Jondalar pensó que tenía más o menos la misma edad que su propia madre: la mujer se movía con la misma gracia e idéntica dignidad, si bien no mostraba semejanza física con Marthona. A pesar de su leve deformidad, la mujer no carecía de atractivo y su rostro acaparaba la atención del observador. Cuando miró a Jondalar, éste se dio cuenta de que había estado observándola fijamente, pero ella desvió primero los ojos, y a él le pareció que la hacía con cierta prisa. Cuando la mujer empezó a hablar, Jondalar comprendió que estaba dirigiendo la ceremonia fúnebre. Se dijo que debía ser una mamut, una mujer que se comunicaba con el mundo de los espíritus, una zelandoni para esa gente.
    Algo le indujo a volverse y mirar hacia la gente congregada. Otra mujer estaba mirándole fijamente. Era alta, de cuerpo bastante musculoso, de rasgos acentuados; pero, de todos modos, era una mujer hermosa, de cabellos castaños claros y, un dato interesante, ojos muy oscuros. No desvió sus ojos cuando él la miró; al contrario, le examinó sin disimulo. Tenía las proporciones y la forma, la apariencia general, de una mujer que, en circunstancias normales, podía atraer a Jondalar, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios le inquietaba.
    Entonces advirtió que estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en las caderas; de pronto comprendió quién era: la mujer que había reído con acento amenazador. Contuvo el impulso de retroceder y ocultarse entre los hombres, porque comprendió que no podría lograrlo aunque lo intentase. Jondalar no sólo era una cabeza más alto, sino que tenía un aspecto más saludable y un cuerpo más musculoso que el resto. Llamaría la atención en cualquier sitio donde se encontrase.
    La ceremonia parecía un tanto formulista, como si obedeciese a una necesidad desagradable más que a una ocasión solemne e importante. Sin mortajas fúnebres, los cuerpos fueron sencillamente llevados a una sola tumba poco profunda, de uno en uno. Jondalar advirtió que, al levantarlos, los cuerpos estaban laxos. Eso significaba que habían muerto no mucho tiempo antes; los cadáveres no estaban aún rígidos ni despedían olor. El cuerpo alto y delgado fue el primero; lo depositaron sobre la espalda; con ocre rojo pulverizado salpicaron la cabeza y, por extraño que pareciese, la pelvis, la poderosa área reproductora, lo cual llevó a Jondalar a preguntarse si quizás se trataba, en efecto, de una mujer.
    Los dos restantes recibieron un trato distinto, pero incluso más extraño. El varón de cabellos castaños fue depositado en la tumba común, a la izquierda del primer cadáver mirando desde donde estaba Jondalar, pero a la derecha del anterior, y colocado sobre su costado, de frente al primer cuerpo. Después, se le extendió el brazo de modo que la mano descansara sobre la región púbica salpicada de ocre rojo del otro. El tercer cuerpo fue casi arrojado a la tumba, boca abajo, sobre el costado derecho del cuerpo que había sido depositado primero. También se derramó ocre rojo sobre la cabeza de estos otros dos. Era evidente que el polvo rojo sagrado tenía la misión de proteger; pero, ¿a quién? ¿Y contra qué? Tales fueron las preguntas que se formuló Jondalar.
    Cuando comenzaron a devolver a la tumba poco profunda la tierra suelta, la mujer de cabellos grises se desprendió otra vez de las mujeres. Corrió hacia la tumba y arrojó algo en su interior. Jondalar vio un par de cuchillos de piedra y unas cuantas puntas de lanza de pedernal.
    La mujer de ojos negros avanzó unos pasos, evidentemente irritada. Impartió una orden a uno de los hombres, señalando hacia la tumba. El hombre se estremeció, pero no se movió. Entonces, la hechicera se adelantó y habló, meneando la cabeza. La otra mujer le gritó, colérica y contrariada, pero la hechicera se mantuvo firme y continuó meneando la cabeza. La mujer alzó una mano y abofeteó con el dorso a la hechicera. Hubo una exclamación colectiva, y después la mujer irritada se alejó, seguida por un grupo de mujeres que portaban lanzas.
    La hechicera no reaccionó ante el golpe; ni siquiera se llevó la mano a la mejilla, si bien Jondalar pudo ver, incluso desde el lugar que él ocupaba, la mancha roja cada vez más intensa. Llenaron deprisa la tumba, con tierra mezclada con varios pedazos de carbón de leña y maderas quemadas parcialmente. Jondalar dedujo que allí seguramente habían encendido grandes hogueras. Miró hacia abajo, en dirección al estrecho corredor que había en el fondo. Comenzó a comprender que ese lugar alto era un perfecto puesto de vigía, desde donde podía encenderse fuego para avisar cuando se aproximaban animales o cualquier otra cosa.
    Apenas los cuerpos quedaron sepultados, los hombres fueron obligados a descender nuevamente por la ladera de la colina y llevados a un lugar rodeado por una alta empalizada de troncos de madera puestos uno al lado del otro y asegurados con cuerdas. Había huesos de mamut apilados contra una parte de la empalizada; Jondalar se preguntó por qué estaban allí. Quizás los huesos contribuían a consolidar la empalizada. Le separaron del resto, le llevaron al refugio y, finalmente, le empujaron para encerrarle otra vez en el pequeño recinto circular de paredes de cuero. Pero antes de entrar, pudo observar cómo estaba hecho.
    La sólida estructura estaba construida con estacas obtenidas de árboles más delgados. Los extremos más gruesos habían sido enterrados en el suelo; los extremos superiores se doblaban y unían en la cúpula. Varios cueros cubrían por fuera la estructura, pero el reborde que él había visto desde dentro se cerraba por fuera por medio de cuerdas.
    Una vez dentro, continuó examinando la estructura. El lugar estaba completamente vacío y no había ni siquiera un jergón para dormir. No podía erguirse totalmente, excepto en el centro mismo, pero Jondalar se inclinó para acercarse a uno de los lados y después caminó lentamente por el espacio pequeño y oscuro, estudiando todo con mucho cuidado. Advirtió que los cueros eran viejos y estaban desgarrados, algunos tan deteriorados que parecían casi descompuestos, y que habían sido cosidos toscamente, como si se hubiese hecho el trabajo con mucha prisa. En las costuras había huecos; a través de ellos pudo ver parte del área que se extendía más allá de la estrecha prisión. Se sentó en el suelo y vigiló la entrada del refugio, que estaba abierta. Unas pocas personas pasaron de largo, pero ninguna entró.
    Un rato después, comenzó a sentir la necesidad de orinar. Con las manos atadas, ni siquiera podía sacar el miembro para aliviarse. Si alguien no llegaba enseguida para desatarle, se mojaría a sí mismo. Además, las muñecas comenzaban a dolerle allí donde las cuerdas rozaban la piel. Estaba encolerizándose. ¡Aquello era ridículo! ¡Ya habían llegado demasiado lejos!
    — ¡Eh, vosotros! —gritó—. ¿Por qué me tenéis así, como un animal en una trampa? No he hecho nada para perjudicaros. Necesito liberar mis manos. Si alguien no me desata pronto, me orinaré encima. —esperó un rato y volvió a gritar—. ¡Eh, vosotros, que alguien venga a desatarme! ¿Qué clase de gente sois?
    Se incorporó y apoyó el cuerpo contra la estructura. Estaba bien armada, pero cedió un poco. Retrocedió y, apuntando con el hombro, se abalanzó sobre la estructura, tratando de echarla abajo. Cedió otro poco, y Jondalar volvió a golpear de nuevo. Con un sentimiento de satisfacción, oyó el crujido de la madera al quebrarse. Retrocedió, dispuesto a ensayar otra vez, y entonces se oyó gente que entraba corriendo en el refugio.
    — ¡Ya era hora de que viniese alguien! ¡Dejadme salir de aquí! ¡Dejadme salir de una vez! —gritó.
    Percibió el movimiento de alguien que abría la entrada de su prisión. Una parte de la pieza de cuero que formaba la entrada se abrió y aparecieron varias mujeres que le apuntaban con sus lanzas. Jondalar no les hizo caso y salió por la abertura.
    — ¡Desatadme! —dijo, haciéndose a un lado de modo que pudieran ver sus manos atadas a la espalda—. ¡Quitadme estas cuerdas!
    El anciano que le había ayudado a beber agua se adelantó un paso.
    — ¡Zelandonii! Tú... muy... lejos —dijo, sin duda esforzándose por recordar las palabras.
    Jondalar no había advertido que, llevado por su cólera, había hablado en su lengua nativa.
    — ¿Hablas zelandoni? —dijo sorprendido, al hombre, pero su necesidad perentoria se impuso—. ¡Diles que me quiten estas cuerdas antes de que me moje todo!
    El hombre habló a una de las mujeres. Ella contestó, meneando la cabeza, pero el anciano insistió. Finalmente, la mujer desenfundó un cuchillo que llevaba a la cintura, y, mediante una orden, logró que el resto de las mujeres rodearan a Jondalar apuntándole con las lanzas; finalmente, se adelantó y, con un gesto, le ordenó que se volviese. Él le dio la espalda y esperó hasta que la mujer cortó las ataduras. Jondalar no pudo evitar un pensamiento: «No cabe duda de que aquí se necesita un buen tallista de pedernal. Ese cuchillo no tiene filo».
    Después de lo que le pareció una eternidad, sintió que las cuerdas caían. Inmediatamente comenzó a abrir sus ropas; demasiado urgido por la necesidad como para sentirse avergonzado, extrajo su miembro y buscó frenéticamente un rincón o un lugar apartado adonde ir. Pero las mujeres que le apuntaban con las lanzas no le permitieron moverse. Irritado y desafiante, se volvió intencionadamente hacia ellas y, con un gran suspiro de alivio, comenzó a orinar.
    Las observó a todas mientras el chorro largo y amarillo vaciaba lentamente su vejiga, desprendía vapor al entrar en contacto con el suelo frío y proyectaba hacia ellas un fuerte olor. La mujer que estaba al mando parecía desconcertada, aunque intentaba disimularlo. Dos de las mujeres volvieron la cabeza o desviaron los ojos; otras miraron fascinadas, como si nunca hubiesen visto antes a un hombre orinando. El anciano hacía todo lo posible por reprimir una sonrisa, aunque no podía disimular su complacencia.
    Cuando Jondalar concluyó, volvió a arreglar sus ropas y después se plantó frente a sus torturadoras, decidido a impedir que le atasen de nuevo las manos.
    Se dirigió al viejo.
    —Soy Jondalar de los Zelandonii, y estoy haciendo un Viaje.
    —Viajas lejos, zelandonii. Quizás... demasiado lejos.
    —He llegado mucho más lejos. El año pasado inverné con los Mamutoi. Ahora vuelvo a mi hogar.
    —Me pareció antes que decías algo —dijo el anciano, pasando a la lengua que dominaba mucho mejor—. Aquí hay unos pocos que comprenden la lengua de los Cazadores del Mamut, pero los Mamutoi generalmente vienen del norte. Tú has llegado del sur.
    —Si me oíste llegar antes, ¿por qué no viniste? Sin duda se trata de un malentendido. ¿Por qué me habéis maniatado?
    El anciano meneó la cabeza y Jondalar pensó que lo hacía con una expresión triste.
    —Zelandonii, lo descubrirás muy pronto.
    De pronto, la mujer impuso silencio con una andanada de palabras airadas. El viejo comenzó a alejarse cojeando, apoyado en un bastón.
    — ¡Espera! ¡No te vayas! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Quiénes son estas personas? ¿Y quién es la mujer que os ha dicho que me trajerais aquí? —preguntó Jondalar.
    El anciano se detuvo y miró hacia atrás.
    —Aquí me llaman Ardemun. Éste es el pueblo de los S’Armunai. Y la mujer se llama... Attaroa.
    Jondalar no prestó atención al modo especial con que el anciano había pronunciado el nombre de la mujer.
    — ¿Los S’Armunai? ¿Dónde he oído antes ese nombre? ...Espera... ya recuerdo. Laduni, el jefe de los Losadunai...
    — ¿Laduni es jefe? —preguntó Ardemun.
    —Sí. Me habló de los S’Armunai cuando viajábamos hacia el este, pero mi hermano no deseaba detenerse.
    —Es mejor que no lo hicierais, y una lástima que ahora tú estés aquí.
    — ¿Por qué?
    La mujer que estaba al mando de las lanceras interrumpió de nuevo con una brusca orden.
    —Antes yo fui un losadunai. Por desgracia, realicé un Viaje —dijo Ardemun, mientras salía cojeando del recinto.
    Después que el anciano se marchó, la mujer que estaba al mando habló bruscamente a Jondalar. Éste supuso que la mujer deseaba llevarle hacia otro sitio, pero decidió no darse por enterado.
    —No te comprendo —dijo Jondalar—. Tendrás que llamar de nuevo a Ardemun.
    Ella le habló de nuevo, más irritada todavía, y después le tocó con su lanza. La punta le hirió la piel y un reguero de sangre corrió por el brazo de Jondalar. La cólera se manifestó en sus ojos. Acercó la mano a la herida y se tocó el corte, y después se miró los dedos ensangrentados.
    —Eso no era nece... —comenzó a decir.
    Ella le interrumpió con palabras más irritadas. Las otras mujeres le rodearon con sus armas y la que parecía dirigirlas salió del recinto. Las lanzas apremiaron a Jondalar, obligándole a caminar. Afuera, el frío le provocó un estremecimiento. Pasaban frente al recinto rodeado por una empalizada, y aunque Jondalar no pudo ver el interior, adivinó que los que estaban dentro le observaban a través de las rendijas. La situación misma le desconcertaba. A veces se guardaban animales en lugares así, para evitar que huyesen. Era un modo de retenerlos, pero ¿por qué hacían lo mismo con la gente? ¿Y cuántos había allí?
    «No es tan grande —pensó—, no puede haber muchos.» Imaginó cuánto trabajo habría llevado rodear con una empalizada incluso un área tan reducida. Los árboles escaseaban en la ladera de la montaña. Había un poco de vegetación leñosa en forma de matorrales, pero los árboles destinados a la construcción de la empalizada tenían que provenir del valle inferior. Necesitaban derribar los árboles, despojarlos de las ramas, subirlos por la ladera de la colina, cavar hoyos suficientemente profundos para que se mantuvieran derechos, fabricar cuerdas y sogas, y después unir con ellas los árboles. ¿Por qué esta gente se había molestado en consagrar tanto esfuerzo a algo que tenía tan escaso sentido?
    Fue llevado aun arroyuelo, en gran parte helado, donde Attaroa y algunas mujeres vigilaban a algunos jóvenes que transportaban anchos y pesados huesos de mamut. Todos los hombres parecían medio muertos de hambre, y Jondalar se preguntó de dónde sacaban la fuerza necesaria para trabajar con tanta intensidad.
    Attaroa le miró una sola vez de arriba abajo, sólo para registrar su presencia, y después no le hizo caso. Jondalar esperó y continuó preguntándose la razón que pudiera dar explicación al comportamiento de esa gente tan extraña. Al cabo de un rato sintió mucho frío y comenzó a moverse un poco, saltando y frotándose los brazos en un esfuerzo por calentar el cuerpo. Cada vez le irritaba más la estupidez de todo aquello y finalmente decidió que no soportaría más tiempo esa situación; se dio la vuelta y comenzó a regresar. En su prisión por lo menos estaría a salvo del viento. Su súbito movimiento sorprendió a las lanceras, y cuando le apuntaron con su falange de lanzas, apartó las armas con un movimiento del brazo y continuó la marcha. Oyó gritos, pero no les hizo caso.
    Aún tenía frío cuando entró en la prisión. Mirando alrededor en busca de algo que le permitiera calentarse, se acercó a la estructura redonda, arrancó un pedazo de cubierta de cuero y se envolvió con él. En ese momento irrumpieron varias mujeres, blandiendo de nuevo sus armas. La mujer que le había pinchado antes con su lanza era una de ellas, y sin duda estaba furiosa. Se abalanzó sobre Jondalar con la lanza. Se ladeó y aferró el arma, pero todos se detuvieron cuando oyeron una risa dura y siniestra.
    — ¡Zelandonii! —exclamó burlonamente Attaroa, y después pronunció otras palabras que él no comprendió.
    —Quiere que salgas —dijo Ardemun. Jondalar no había advertido que el anciano estaba cerca de la entrada—. Cree que eres inteligente, demasiado inteligente. Supongo que lo que quiere es verte allí donde sus mujeres puedan rodearte.
    — ¿Y si no quiero salir? —dijo Jondalar.
    —Probablemente ordenará que te maten aquí y ahora.
    —Estas palabras fueron pronunciadas por una mujer que hablaba en perfecto zelandoni, sin siquiera rastros de acento. Jondalar miró sorprendido a la que había hablado. ¡Era la hechicera!— Si sales, Attaroa probablemente te permitirá vivir un poco más. Le interesas, pero, más tarde o más temprano, de todos modos te matará.
    — ¿Por qué? ¿Qué significo para ella?
    —Una amenaza.
    — ¿Una amenaza? Jamás la he amenazado.
    —Amenazas su control. Querrá hacer de ti un ejemplo para los demás.
    Attaroa la interrumpió, y aunque Jondalar no comprendió lo que decía, la furia apenas contenida de sus palabras parecía apuntar a la hechicera. La respuesta de la mujer mayor fue reservada, pero no manifestaba temor. Después del diálogo, habló de nuevo a Jondalar.
    —Quería saber qué te he dicho. Se lo he explicado.
    —Dile que saldré —respondió Jondalar.
    Cuando le transmitieron el mensaje, Attaroa se echó a reír, dijo algo y salió del recinto.
    — ¿Qué ha dicho? —preguntó Jondalar.
    —Ha dicho que ya lo sabía. Los hombres son capaces de todo por un segundo más de su vida miserable.
    —Quizás no todos —observó Jondalar, y comenzó a caminar; después se volvió hacia la hechicera—. ¿Cómo te llamas?
    —Me llamo S'Armuna —dijo.
    —Me pareció que podía ser ése tu nombre. ¿Dónde has aprendido a hablar tan bien mi lengua?
    —Viví un tiempo en tu pueblo —dijo S’Armuna, pero después renunció a su evidente deseo de saber más de Jondalar—. Es una larga historia.
    Aunque el hombre había esperado que ella le pidiese que, a su vez, revelara su identidad, S’Armuna se limitó a darle la espalda. Jondalar tomó la iniciativa de suministrarle la información.
    —Soy Jondalar, de la Novena Caverna de los Zelandonii —dijo. S’Armuna le miró sorprendida.
    — ¿La Novena Caverna? —dijo.
    —Sí —confirmó él. Habría continuado mencionando sus parentescos, pero la expresión en la cara de la mujer le obligó a callar, aunque no alcanzó a entender lo que significaba. Un poco más tarde, la expresión de S’Armuna ya no decía nada, y Jondalar se preguntó si se lo habría imaginado todo.
    —Te espera —dijo S’Armuna saliendo del lugar.
    Afuera, Attaroa estaba sentada sobre un banco cubierto de piel, instalado sobre una plataforma de tierra que había sido excavada del piso de un gran refugio semisubterráneo que estaba exactamente detrás. La mujer se encontraba frente al área cercada, y cuando él pasó al lado, Jondalar sintió de nuevo que le espiaban a través de las rendijas.
    Cuando se acercó más, tuvo la certeza de que la piel que cubría el asiento provenía de un lobo. La capucha de la pelliza de Attaroa, que colgaba sobre su espalda, estaba revestida con piel de lobo, y alrededor del cuello llevaba un collar formado principalmente por los afilados caninos de lobo, aunque había algunos provenientes del perro ártico y, por lo menos, un diente de oso cavernario. La mujer sostenía en la mano un báculo tallado análogo al báculo parlante que Talut solía usar cuando había que discutir cuestiones o resolver diferencias. Ese báculo contribuía a mantener el orden en las conversaciones. Quien lo sostenía ejercía el derecho de hablar, y cuando alguien necesitaba decir algo, primero debía pedir que se le pasara el báculo parlante.
    Había otra cosa que le resultaba familiar en el báculo de Attaroa, pero Jondalar no pudo determinar qué era. ¿Quizás la talla? Presentaba la forma estilizada de una mujer sentada, con una serie cada vez más ancha de círculos concéntricos que representaban los pechos y el estómago, y una extraña cabeza triangular, angosta en el mentón, con una cara de diseños enigmáticos. No se asemejaba a la talla de los Mamutoi, pero Jondalar experimentó la sensación de que lo había visto antes.
    Varias de las mujeres armadas rodearon a Attaroa. Otras mujeres que él no había visto antes, y de las cuales muy pocas tenían hijos, estaban cerca, en pie. Attaroa le observó un momento; después habló, mirándole. Ardemun, que estaba a un costado, comenzó una dificultosa traducción al zelandoni. Jondalar se disponía a sugerir que hablase mamutoi, pero S’Armuna le interrumpió, dijo algo a Attaroa y después miró al hombre.
    —Yo traduciré —dijo.
    Attaroa hizo un comentario burlón que provocó la risa de las mujeres que estaban a su alrededor, pero S’Armuna no tradujo esas palabras.
    —Estaba hablando conmigo —fue todo lo que dijo, con el rostro impasible. La mujer sentada volvió a hablar, esta vez a Jondalar.
    —Hablaré ahora como Attaroa —dijo S’Armuna, comenzando a traducir—. ¿Por qué has venido aquí?
    —No he venido aquí voluntariamente. Me trajeron maniatado —dijo Jondalar, mientras S’Armuna traducía casi simultáneamente—. Estoy realizando mi Viaje. O mejor dicho estaba. No comprendo por qué me habéis maniatado. Nadie se ha molestado en explicármelo.
    — ¿De dónde has venido? —preguntó Attaroa por intermedio de S'Armuna, sin hacer caso de los comentarios de Jondalar.
    —El año pasado inverné con los Mamutoi.
    — ¡Mientes! Has venido del sur.
    —Hice un largo rodeo. Deseaba visitar a parientes que viven cerca del Río de la Gran Madre, en el extremo sur de las montañas orientales.
    — ¡Mientes de nuevo! Los Zelandonii viven muy lejos de aquí, hacia el oeste. ¿Cómo puedes tener parientes en el este?
    —No es mentira. Viajé con mi hermano. A diferencia de los S’Armunai, los Sharamudoi nos dieron la bienvenida. Mi hermano se unió con una mujer de ese pueblo. Por él son parientes míos.
    Después, cargado de justa indignación, Jondalar continuó. Era la primera oportunidad que se le ofrecía de hablar con alguien que le escuchara.
    — ¿No sabéis que los que hacen un Viaje tienen derecho de paso? La mayoría de la gente acoge bien a los visitantes. Intercambian y comparten historias con ellos. ¡Pero aquí no sucede lo mismo! Aquí me golpearon en la cabeza, y aunque estaba herido, no curaron mi herida. Nadie me dio agua o alimento. Me arrebataron mi chaqueta de piel y no me la devolvieron ni siquiera cuando me obligaron a salir.
    Cuanto más hablaba, más se enojaba. Había sido muy maltratado.
    —Me llevasteis afuera, al frío, y me dejasteis allí. En mi largo Viaje no he visto a otro pueblo que jamás me tratara de este modo. Incluso los animales de las llanuras comparten su pasto y su agua. ¿Qué clase de pueblo es éste?
    Attaroa le interrumpió.
    — ¿Por qué intentaste robar nuestra carne? —ardía de cólera, pero trataba de disimularlo. Aunque sabía que todo lo que él decía era verdad, no le gustaba que le dijesen que era un tanto inferior a otros, y sobre todo delante de su pueblo.
    —No estaba tratando de robar la carne —dijo Jondalar, negando enérgicamente la acusación. La traducción de S’Armuna era tan fluida y rápida y la necesidad de comunicación de Jondalar tan intensa, que casi olvidaba a su intérprete. Sentía que estaba hablando directamente con Attaroa.
    — ¡Mientes! Estabas corriendo hacia el rebaño que nosotros perseguíamos, con una lanza en la mano.
    — ¡No miento! ¡Sólo intentaba salvar a Ayla! Ella montaba uno de esos caballos y yo no podía permitir que la arrojase al precipicio.
    — ¿Ayla?
    — ¿Acaso no la habéis visto? Es la mujer con quien estaba viajando.
    Attaroa se echó a reír.
    — ¿Viajabas con una mujer que cabalga sobre el lomo de los caballos? Si no eres un cuentista viajero, equivocaste tu vocación. —Después se inclinó hacia delante, y apuntándole con el dedo para subrayar sus palabras, dijo—: Todo lo que has dicho es falso. ¡Eres un mentiroso y un ladrón!
    — ¡No soy un mentiroso ni un ladrón! He dicho la verdad y no he robado nada —afirmó rotundamente Jondalar. Pero en el fondo del corazón no podía realmente criticarla si no le creía. A menos que alguien hubiese visto a Ayla, ¿quién podría creer que los dos habían viajado cabalgando sobre el lomo de los caballos? Comenzó a preocuparse acerca del modo de convencer a Attaroa que no mentía, de que no había interferido intencionadamente en la cacería. Pero si Jondalar hubiese conocido la gravedad real de su situación, se hubiera sentido bastante más preocupado.
    Attaroa observó atentamente al hombre alto, musculoso y apuesto que estaba de pie frente a ella, envuelto en los cueros que había arrancado de su jaula. Advirtió que la barba rubia era levemente más oscura que los cabellos y que sus ojos, de un matiz azul increíblemente sugeridor, eran muy seductores. Se sintió intensamente atraída por él, pero la fuerza misma de su reacción evocó recuerdos dolorosos sepultados mucho tiempo atrás y provocó en ella una reacción profunda pero extrañamente deformada. No aceptaría que un hombre la atrajese, porque sentir algo por uno podía otorgarle control sobre ella, y Attaroa jamás permitiría que nadie, y menos todavía un hombre, llegase a dominarla.
    Le había arrebatado la pelliza y le había expuesto al frío por la misma razón por la que le había privado de alimento y agua. La privación facilitaba el control sobre los hombres. Mientras aún tenían fuerzas para resistir, era necesario mantenerlos atados, pero el zelandonii, envuelto en esos cueros que no hubiera debido usar, no estaba dando muestras de temor según podía apreciar Attaroa. Ahí estaba, en pie, tan seguro de sí mismo.
    Se mostraba tan desafiante y altivo, que hasta se había atrevido a criticarla delante de todos, incluso los hombres del cercado. No se amilanaba, ni rogaba, ni se apresuraba a complacerla como hacían los otros. Pero ella juró que conseguiría todo eso antes de acabar con él. Estaba decidida a someterlo. Mostraría a todos cómo se manejaba a un hombre como aquél, y después... moriría.
    «Pero antes de vencer su resistencia —se dijo Attaroa—, jugaré con él un rato. Además, es un hombre fuerte y será difícil controlarlo si decide resistir. Ahora sospecha y, por lo tanto, necesito obligarle a bajar la guardia. Es necesario debilitarle. S’Armuna seguramente podrá indicarme el modo.» Attaroa llamó a la hechicera y le habló a solas. Después, miró al hombre y sonrió, pero esa sonrisa era tan maliciosa que provocó un escalofrío en la columna vertebral de Jondalar.
    Jondalar no sólo amenazaba el liderazgo de Attaroa, sino también el mundo frágil que la mente enferma de la mujer había creado. Incluso amenazaba el tenue contacto de Attaroa con la realidad, un aspecto que recientemente se había visto sometido a pruebas muy duras.
    —Ven conmigo —dijo S’Armuna cuando se separó de Attaroa.
    — ¿Adónde vamos? —preguntó Jondalar, mientras caminaba al lado de S’Armuna. Tras ellos marcharon dos mujeres armadas con lanzas.
    —Attaroa quiere que trate tu herida. Llevó a Jondalar a una vivienda que estaba sobre el extremo más lejano del poblado. Análoga a la gran morada subterránea cerca de la cual se había sentado Attaroa, pero más pequeña y con el techo más abovedado. Una entrada baja y angosta llevaba a través de un corto corredor a otra abertura baja. Jondalar tuvo que inclinarse y caminar con las rodillas dobladas unos cuantos metros, y después descender tres peldaños. Nadie, excepto un niño podía entrar fácilmente en aquella morada, pero, una vez dentro, pudo erguirse totalmente, y hasta le sobraba espacio. Las dos mujeres que les habían acompañado se quedaron fuera.
    Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra interior, Jondalar vio una plataforma que servía como lecho, contra la pared del fondo. Estaba cubierta con una piel blanca de cierto tipo... los animales blancos, poco frecuentes, eran sagrados para el pueblo de Jondalar, y, según él había descubierto en sus viajes, también para muchos otros. Las hierbas secas colgaban de los soportes y las vigas del techo, y muchos de los canastos y los cuencos depositados sobre los estantes que corrían a lo largo de las paredes probablemente contenían una provisión aún más amplia. Un mamut o un zelandoni habrían podido entrar y sentirse completamente cómodos, excepto por una cosa. Para la mayoría de la gente, el hogar o la morada de Aquel Que Servía a la Madre era una zona ceremonial, o contiguo a ella, y el espacio más amplio era también el lugar donde permanecían los visitantes. Pero aquél no era un ámbito espacioso y acogedor para las actividades y los visitantes. Allí se percibía una atmósfera cerrada y secreta. Jondalar tuvo la certeza de que S’Armuna vivía sola y de que otras personas rara vez entraban en su dominio.
    La vio avivar el fuego, agregar estiércol seco y unas pocas astillas de madera, y verter agua en un recipiente ennegrecido, parecido a un saquito, que antes había sido el estómago de un animal, y que estaba unido a un soporte de hueso. De un canasto depositado en uno de los estantes extrajo un puñadito de un material seco, y cuando el agua comenzó a rezumar del contenedor, puso éste directamente sobre las llamas. Mientras hubiese líquido en él, aunque estuviese hirviendo, el saquito no podía quemarse.
    Aunque Jondalar no sabía qué era, el olor que se desprendió del recipiente le era conocido, y, por extraño que pareciera, le recordó su hogar. En un súbito destello de memoria, comprendió por qué. Era el olor que a menudo se desprendía del cuerpo de un zelandoni. Usaban el brebaje para lavar heridas y golpes.
    —Hablas muy bien la lengua. ¿Viviste mucho tiempo con los Zelandonii? —preguntó Jondalar.
    S’Armuna se le quedó mirando y pareció pensar su respuesta.
    —Varios años —dijo.
    —Entonces sabes que los Zelandonii acogen bien a sus visitantes. No comprendo a esta gente. ¿Qué puedo haber hecho para merecer este tratamiento? —dijo Jondalar—. Tú compartiste la hospitalidad de los Zelandonii... ¿por qué no les explicas el derecho de paso y la cortesía debida a los visitantes? En realidad, es más que una cortesía, es una obligación.
    La única respuesta de S’Armuna fue una mirada sardónica. Jondalar sabía que no estaba enfocando bien la situación, pero aun así miraba con tanta incredulidad sus experiencias recientes que sentía la necesidad casi infantil de explicar las cosas, como si eso pudiese mejorarlas. Decidió ensayar otro enfoque.
    —Puesto que viviste allí tanto tiempo, me agradaría saber si conociste a mi madre, soy el hijo de Marthona... —Habría continuado hablando, pero la expresión en la cara un tanto deforme de la mujer le obligó a callar. Reflejaba tanta emoción que los rasgos se le deformaron todavía más.
    — ¿Eres el hijo de Marthona, nacido en el hogar de Joconan? —dijo finalmente, más bien como una pregunta.
    —No, ése es mi hermano Joharran. Yo nací en el hogar de Dalanar, el hombre con quien ella se unió después. ¿Conociste a Joconan?
    —Sí —dijo S'Armuna, bajando los ojos y dirigiendo después su atención hacia el caldero de piel que casi estaba hirviendo.
    — ¡Entonces sin duda conociste también a mi madre! —Jondalar estaba muy excitado—. Si conociste a Marthona, sabes que no soy mentiroso. Ella jamás habría soportado eso en uno de sus hijos. Sé que parece increíble... pero la mujer con quien estaba viajando montaba uno de esos caballos que corrían hacia el precipicio. Era un caballo que ella crió desde potrillo, no un animal que perteneciese a esa manada. Y ahora ni siquiera sé si vive. ¡Debes decir a Attaroa que no miento! Necesito buscarla. ¡Necesito saber si todavía vive!
    El apasionado ruego de Jondalar no tuvo respuesta de la mujer. Ni siquiera apartó la mirada del recipiente de agua hirviendo que estaba agitando. Pero, a diferencia de Attaroa, no dudó de la palabra de Jondalar. Una de las cazadoras de Attaroa le había venido con la historia de que había visto a una mujer cabalgando en uno de los caballos y que tenía miedo porque creía que era un espíritu. S’Armuna pensó que quizás había algo de verdad en la historia de Jondalar, pero también se preguntaba si todo eso era real o sobrenatural.
    —Conociste a Marthona, ¿verdad? —preguntó Jondalar, acercándose al fuego para atraer la atención de la mujer. Antes ya había conseguido que reaccionara al nombrar a su madre.
    Cuando ella le miró, su rostro era una máscara impasible.
    —Sí, conocí cierta vez a Marthona. Cuando yo era joven me enviaron para recibir la enseñanza de los Zelandonii y de la Novena Caverna. Siéntate aquí —dijo. Después apartó el recipiente del fuego, dio la espalda a Jondalar y buscó una piel suave. Él se estremeció cuando la mujer le lavó la herida con la solución antiséptica que había preparado, pero estaba seguro de que la medicina era buena. Ella había aprendido mucho del pueblo de Jondalar.
    Después de limpiarla, S’Armuna examinó cuidadosamente la herida.
    —Has estado aturdido un rato, pero no es grave. Se curará sola. —Desvió los ojos y dijo —: Probablemente te duela la cabeza. Te daré un calmante.
    —No, ahora no necesito nada, pero aún tengo sed. Lo único que deseo realmente es un poco de agua. ¿Puedo beber de tu recipiente? —dijo Jondalar, acercándose a la gran vejiga húmeda llena de agua, de donde ella había extraído el líquido para llenar el recipiente puesto al fuego—. Volveré a llenarte la vejiga, si lo deseas. ¿Puedes facilitarme una taza?
    Ella vaciló; después retiró del estante una taza.
    — ¿Dónde puedo llenar el recipiente? —preguntó Jondalar, después de haber bebido—. ¿Hay algún lugar cercano que tú prefieras?
    —No te preocupes por el agua —dijo ella. Jondalar se acercó aún más y la miró; comprendió que no iba a permitirle que caminara libremente, ni siquiera para buscar agua.
    —No intentábamos cazar los caballos que ellos perseguían. Incluso si ésa hubiera sido nuestra intención, Attaroa debió saber que habríamos ofrecido algo para compensarla. Aunque con toda esa manada lanzada al abismo, seguramente habría de sobra para todos. Sólo deseo que Ayla no esté con ellos. S’Armuna, necesito ir a buscarla.
    —La amas, ¿verdad? —preguntó S’Armuna.
    —Sí, la amo —dijo Jondalar. Vio que la expresión de S'Armuna cambiaba otra vez. Había en ello un ingrediente de manifiesta amargura, pero también algo más dulce—. Íbamos de regreso a mi hogar para unirnos, pero también necesito hablar a mi madre de la muerte de mi hermano menor, Thonolan. Partimos juntos, pero él... murió. Mi madre se sentirá muy desgraciada. Es duro perder aun hijo.
    S’Armuna asintió, pero no hizo comentarios.
    —Ese funeral que han celebrado... ¿qué sucedió con los jovencitos?
    —No eran mucho más jóvenes que tú —dijo S'Armuna—. Tenían edad suficiente para adoptar algunas decisiones equivocadas.
    Jondalar pensó que se sentía muy incómoda.
    — ¿Cómo murieron? —preguntó.
    —Comieron algo que les perjudicó.
    Jondalar no creyó que estuviera diciendo toda la verdad, pero antes de que pudiera decir una palabra más, la mujer le entregó los pedazos de cuero que le cubrían y se lo devolvió a las dos mujeres que habían estado vigilando a la entrada. Se pusieron una a cada lado de Jondalar, pero esta vez no le llevaron de nuevo a la vivienda. En cambio, le condujeron al sector rodeado por la empalizada; se abrió la puerta nada más que lo indispensable para permitir que le empujaran hacia el interior.

    27

    Ayla bebió su infusión en su campamento vespertino y miró, sin ver, el paisaje cubierto de pasto. Cuando se detuvo para permitir que Lobo descansara, vio una gran formación rocosa que se delineaba sobre el fondo del cielo azul, hacia el noroeste, pero a medida que la gran montaña de piedra caliza se hundió en las brumas y las nubes lejanas, todo ello se esfumó de su memoria, a medida que sus pensamientos se concentraban en su interior, preocupada por Jondalar.
    Entre su habilidad como rastreadora y el olfato de Lobo, lograron seguir la pista que estaba segura habían dejado las personas que habían apresado a Jondalar. Después de un descenso gradual desde la meseta, viajando hacia el norte, se habían desviado hacia el oeste, hasta llegar al río que ella y Jondalar habían cruzado antes; pero los que habían capturado a Jondalar no acamparon en la orilla opuesta. Se desviaron nuevamente hacia el norte, siguiendo el curso del río y dejando una pista que pudo seguir más fácilmente aún que antes.
    Ayla acampó la primera noche junto al río y continuó rastreando al día siguiente. No sabía muy bien a cuántas personas estaba siguiendo, pero a veces veía varios grupos de huellas en las orillas lodosas del río y, ahora, podía identificar algunas. Pero ninguna coincidía con las huellas grandes de Jondalar, y la joven comenzó a preguntarse si aún estaría con ellos.
    Después advirtió que, a veces, depositaban en el suelo un bulto grande, que aplastaba la hierba o dejaba su marca en el polvo o en el suelo húmedo, y recordó que había visto esa señal, así como las huellas y otros indicios, desde el comienzo. No podía tratarse de carne de caballo, se dijo Ayla, porque los caballos habían sido obligados a saltar desde el borde del risco, y aquella carga la habían trasladado desde la altura. Llegó a la conclusión de que debía ser el hombre, a quien transportaban en algún tipo de litera, la que le proporcionó al mismo tiempo inquietud y alivio.
    Si tenían que llevarlo, significaba que no podía caminar por sí mismo, y, por tanto, la sangre que ella había descubierto era la señal de una herida grave; pero ciertamente no se habrían molestado en llevarlo si estuviera muerto. Llegó a la conclusión de que continuaba vivo, pero gravemente herido, y abrigó la esperanza de que estuvieran trasladándole a un lugar donde poder curar sus heridas. Pero, para empezar, ¿por qué alguien le había lastimado?
    El grupo que ella seguía se había desplazado deprisa, pero el rastro era cada vez más tenue y Ayla sabía que estaba rezagándose. Los signos inequívocos que mostraban el camino que habían seguido no siempre eran fáciles de encontrar, la que reducía la velocidad que ella llevaba, e incluso Lobo tenía dificultades para seguir la pista. Sin el animal, Ayla no sabía muy bien si hubiera podido llegar tan lejos, sobre todo cuando debía atravesar suelos rocosos, donde las sutiles señales del paso del grupo casi no existían. Pero más que eso, la que Ayla deseaba era no perder de vista a Lobo y arriesgarse a que también el animal desapareciese. De todos modos, sentía una imperiosa necesidad de darse prisa, y se felicitaba que Lobo se sintiera mejor cada día que pasaba.
    Aquella mañana despertó con un intenso presentimiento y se alegró de ver que Lobo parecía ansioso por iniciar la marcha; pero, hacia la tarde, advirtió que el animal comenzaba a fatigarse. Decidió detenerse y preparar una infusión para permitirle que descansara y dar tiempo a los caballos para que pastaran.
    No mucho después de reanudar la marcha llegó a una bifurcación del río. Había cruzado fácilmente un par de arroyuelos que descendían de la meseta, pero no estaba segura de que debía cruzar el río. Hacía rato que no veía huellas y dudaba entre seguir el brazo oriental o cruzar y seguir el occidental. Permaneció un rato cerca del brazo oriental, yendo y viniendo, tratando de hallar la pista; poco antes del anochecer vio algo anormal que le indicó claramente dónde debía ir.
    Incluso a la media luz del atardecer, pudo apreciar que los postes que emergían del agua habían sido puestos allí con una finalidad. Los habían clavado en el lecho del río, cerca de varios troncos asegurados contra la orilla. Gracias al tiempo que había pasado con los Sharamudoi, identificó la construcción como una especie de sencillo muelle para cierto tipo de embarcación. Ayla comenzó a instalar su campamento a poca distancia; después cambió de idea. Nada sabía de la gente a la cual estaba siguiendo, excepto que habían herido a Jondalar y se lo llevaban con ellos. No deseaba que esa gente la sorprendiese mientras dormía y era vulnerable. De modo que eligió, en cambio, un lugar pasado un recodo del río.
    Por la mañana examinó atentamente a Lobo antes de internarse en el río. Aunque ese ramal no era muy grande, llevaba aguas frías y profundas, y el animal tendría que nadar. Sus golpes todavía se mostraban sensibles al tacto, pero habían mejorado mucho, y ansiaba partir enseguida. Parecía que deseaba encontrar a Jondalar tanto como ella.
    No era la primera vez que Ayla decidió quitarse los calzones antes de montar en Whinney; no quería que se mojaran. Tampoco quería perder tiempo preocupándose por las prendas de vestir que necesitaban secarse. Con gran sorpresa de Ayla, Lobo no vaciló cuando llegó el momento de entrar en el agua. En lugar de pasearse de un lado a otro de la orilla, se zambulló y nadó tras ella, como si no deseara perderla de vista, al igual que ella no quería que se apartara de su lado.
    Cuando llegaron a la orilla opuesta, Ayla se apartó un poco para evitar las salpicaduras de los animales, que se sacudían el exceso de agua, mientras ella se ponía sus polainas. Inspeccionó de nuevo al lobo, para tranquilizarse, si bien él no mostró la más mínima incomodidad cuando se sacudió enérgicamente, y después comenzó a buscar la pista. Siguiendo el curso del río, Lobo descubrió la embarcación que habían utilizado las personas a quienes seguían para hacer la travesía. Estaba oculta entre los matorrales y los árboles que crecían cerca del agua. Pero Ayla necesitó unos minutos para comprender cómo lo habían hecho.
    Había supuesto que esa gente habría utilizado un bote similar a las embarcaciones de los Sharamudoi, unas canoas bellamente trabajadas con elegantes proas y popas, o quizás uno parecido al más vulgar pero práctico que ella y Jondalar empleaban. Mas el artefacto que Lobo descubrió era una balsa. Cuando comprendió su finalidad, consideró que era bastante inteligente, aunque hasta cierto punto engorroso. Lobo olfateó con curiosidad la tosca embarcación. Cuando llegó a un determinado lugar, se detuvo y emitió un gruñido grave que brotó de lo más profundo de su garganta.
    — ¿Qué sucede, Lobo? —preguntó Ayla. Miró más atentamente y encontró una mancha parda sobre uno de los troncos, y en su rostro se reflejó una sensación de pánico. Estaba segura de que era sangre seca, probablemente la sangre de Jondalar. Palmeó la cabeza del lobo—. Lo encontraremos —dijo, para tranquilizarse y tranquilizar al lobo; pero no estaba nada segura de que lo encontrarían vivo.
    La pista que partía del embarcadero continuaba entre campos de hierbas altas y secas mezcladas con matorrales, lo que hacía mucho más difícil seguirla. El problema consistía en que se la utilizaba tanto que Ayla no podía tener la certeza de que era el camino seguido por el grupo al que perseguían. Lobo marchaba delante, por lo que Ayla se sentía agradecida. No llevaban mucho tiempo por el sendero cuando el animal se detuvo bruscamente, contrajo el hocico y mostró los dientes al mismo tiempo que gruñía.
    — ¿Lobo? ¿Qué sucede? ¿Viene alguien? —dijo Ayla, al mismo tiempo que apartaba del sendero a Whinney y se dirigía a un matorral espeso e indicaba a Lobo que la siguiera. Desmontó apenas estuvieron protegidos por las ramas altas y desnudas y por la hierba, aferró la cuerda de Corredor para llevarlo detrás de la yegua, pues él cargaba con la albarda, y ella misma se ocultó entre los caballos. Dobló una rodilla y puso un brazo alrededor del cuello de Lobo, para obligarle a callar; después esperó. No se había equivocado. No había pasado mucho tiempo cuando dos mujeres jóvenes vinieron por el sendero, y era evidente que se dirigían al río. Ayla ordenó a Lobo que permaneciera quieto; después, empleando las maniobras subrepticias que había aprendido cuando, siendo muy joven, perseguía a los carnívoros, siguió a las mujeres, manteniéndose cerca pero oculta entre las hierbas y escondiéndose después detrás de algunos matorrales para observar.
    Las dos mujeres charlaban entre ellas mientras buscaban la balsa, y aunque Ayla no conocía la lengua, percibió cierta semejanza con el mamutoi. No podía comprender lo que decían, pero le pareció entender el significado de algunas palabras.
    Las mujeres empujaron casi hasta el agua la plataforma de troncos y después cogieron dos largas pértigas que había al lado. Aseguraron a un árbol un extremo del largo rollo de cuerda y después subieron a la embarcación. Mientras una comenzaba a impulsar la balsa a través del río, la otra manipulaba la cuerda. Cuando estuvieron cerca de la orilla opuesta, donde la corriente no era tan veloz, comenzaron a impulsar la balsa río arriba, hasta que llegaron al embarcadero. Con las cuerdas sujetas a la balsa, ataron ésta a los postes que sobresalían del agua y pasaron a los troncos asegurados a la orilla. Abandonaron la balsa y comenzaron a avanzar por el camino que Ayla acababa de seguir.
    Ayla retornó a donde estaban los animales, pensando en lo que debían hacer. Estaba segura de que aquellas mujeres retornarían pronto, pero «pronto» podía ser ese día, el próximo o el siguiente. Ella deseaba encontrar cuanto antes a Jondalar, pero no quería que, al seguir la pista, ellas la sorprendieran. También se resistía a abordarlas directamente, por lo menos hasta que las conociese mejor. Finalmente, decidió buscar un lugar donde esperarlas, de forma que pudiera ver cuando se acercaban, pero sin ser vista.
    Se felicitó que su espera no fuera demasiado larga. Hacia la tarde vio volver a las dos mujeres, así como a otras personas; todos llevaban parihuelas con carne troceada y pedazos de caballo. Se movían con sorprendente rapidez a pesar de la carga. Cuando estuvieron más cerca, Ayla advirtió que no había un solo hombre en el grupo de cazadores. ¡Todas eran mujeres! Las observó mientras depositaban la carne en la balsa; después impulsaron la embarcación con las pértigas, utilizando como guía la cuerda. Ocultaron la balsa después de descargarla, pero dejaron la cuerda—guía tendida a través del río, lo que desconcertó a Ayla.
    Ayla volvió a quedarse sorprendida al ver la rapidez con que se desplazaban cuando comenzaron a recorrer el sendero. Casi antes de que ella se diera cuenta, habían desaparecido. Esperó un rato antes de seguirlas y se mantuvo a bastante distancia.

    Jondalar estaba abrumado ante las condiciones que se daban en el interior de la empalizada. El único refugio era una construcción improvisada y bastante amplia, que ofrecía escasa protección contra la lluvia y la nieve, y la propia empalizada, que taponaba el paso del viento. No había fuego, el agua escaseaba y nadie tenía comida. Las únicas personas que ocupaban el cercado eran varones; todos ellos mostraban los efectos de las malas condiciones. A medida que salían del refugio para detenerse frente a él y mirarle, Jondalar vio que eran individuos delgados y que estaban sucios y mal vestidos. Ninguno tenía ropas adecuadas para defenderse del frío, y probablemente tenían que mantenerse agrupados en el tosco refugio en un intento de darse calor unos a otros.
    Jondalar reconoció a uno o dos de entre los que había visto en el funeral, y se preguntó por qué los hombres y los jóvenes vivían en un lugar así. De pronto, varias cosas desconcertantes se aclararon. La actitud de las mujeres con lanzas, los extraños comentarios de Ardemun, el comportamiento de los hombres que caminaban hacia el lugar del funeral, la reticencia de S’Armuna, el cuidado tardío de sus heridas y el tratamiento duro que en general le dispensaban. Quizás todo aquello no fuera sólo el resultado de un malentendido que se aclararía apenas convenciera a Attaroa de que él no estaba mintiendo.
    La conclusión a la que se veía abocado le pareció absurda, pero cuando la percibió claramente, le golpeó con tal fuerza que disipó su incredulidad. Era tan obvio que se preguntó por qué había necesitado tanto tiempo para comprenderlo. ¡Las mujeres mantenían allí a los hombres contra su voluntad!
    Pero, ¿por qué? Era un grave desperdicio mantener así inactiva a la gente cuando todos podían contribuir al bienestar y al provecho de toda la comunidad. Pensó en el próspero Campamento del León de los Mamutoi, donde Talut y Tulie organizaban las necesarias actividades del Campamento para beneficio de todos. Todos contribuían, e incluso así disponían de tiempo sobrado para trabajar en sus proyectos individuales...
    ¡Attaroa! ¿Qué parte de la responsabilidad le correspondía? Sin duda era la jefa o líder del Campamento. Si no era totalmente responsable, por lo menos parecía decidida a mantener esta peculiar situación.
    Aquellos hombres debían de dedicarse a cazar y a recolectar alimentos, pensó Jondalar, y a cavar pozos destinados a almacenar productos, a construir nuevos refugios y reparar los anteriores; colaborando y no acurrucándose tratando de conservar el calor. No era extraño que esa gente saliera a cazar caballos cuando la temporada estaba tan avanzada. ¿Disponían por la menos de alimentos suficientes para que les durasen todo el invierno? ¿Y por qué iban a cazar tan lejos cuando se les ofrecían magníficas oportunidades al alcance de la mano?
    —Tú eres el individuo al que llaman zelandonii —dijo uno de los hombres, que habló en mamutoi. Jondalar creyó que le reconocía como uno de los que tenían las manos atadas cuando iban al funeral.
    —Sí, soy Jondalar de los Zelandonii.
    —Yo soy Ebulan de los S’Armunai —dijo el otro, y agregó sardónicamente—: En el nombre de Muna, la Madre de Todos, te doy la bienvenida al Holding, como Attaroa gusta denominar a este lugar. Tenemos otros nombres: El Campamento de los Hombres, el Mundo Helado de la Madre y la Trampa de Attaroa para los Hombres. Elige el que te plazca.
    —No entiendo. ¿Por qué vosotros... todos vosotros, estáis aquí? —preguntó Jondalar.
    —Es una historia larga, pero en realidad te diré que todos fuimos engañados de un modo o de otro —dijo Ebulan. Y después, con una mueca irónica, continuó—: Nos engañaron para que construyéramos este lugar. O la mayor parte.
    — ¿Por qué no trepáis por la pared y escapáis? —preguntó Jondalar.
    — ¿Y que Attaroa y sus mujeres nos perforen con sus lanzas? —preguntó otro hombre.
    —Olamun tiene razón. Además, no sé cuántos podrían hacer ese esfuerzo —agregó Ebulan—. A Attaroa le gusta tenemos débiles... o algo peor.
    — ¿Peor? —repitió Jondalar, frunciendo el entrecejo.
    —Muéstrale, S’Amodun —dijo Ebulan a un hombre alto, de delgadez cadavérica, con los cabellos grises apelmazados y una barba larga que era casi blanca.
    Tenía la cara arrugada, de rasgos acentuados, con una nariz larga y encorvada, y espesas cejas que se destacaban aún más a causa del rostro espectral, pero eran sus ojos lo que más atraía la atención. Tenían una expresión premiosa, eran tan oscuros como los de Attaroa, pero, en lugar de maldad, sugerían profundidad de una sabiduría antigua, el misterio y la compasión. Jondalar no sabía muy bien qué había en él, si se trataba de cierta característica del porte o del comportamiento, pero intuyó que era un hombre que imponía respeto, incluso en aquellas lamentables condiciones.
    El anciano asintió y señaló el camino hacia el refugio. Cuando se acercaron, Jondalar vio que dentro había aún algunas personas. Cuando se inclinó bajo el techo en pendiente un hedor intenso agredió su olfato. Un hombre yacía sobre una tabla, que probablemente había sido arrancada del techo, y estaba cubierto con un desgarrado trozo de cuero. El anciano retiró la lámina de cuero y dejó al descubierto una herida infectada en el costado del individuo yacente.
    Jondalar se sintió desconcertado.
    — ¿Por qué está este hombre aquí?
    —Las lanceras de Attaroa le han hecho esto —dijo Ebulan.
    — ¿S’Armuna está al tanto de ello? Podría ayudarle.
    — ¡S’Armuna! ¡Ah! ¿Por qué crees que estaría dispuesta a hacer algo? —dijo Olamun, que era uno de los que le había seguido—. ¿Quién crees que ayudó inicialmente a Attaroa?
    —Pero a mí me ha limpiado la herida de la cabeza —dijo Jondalar.
    —En ese caso, Attaroa tendrá planes respecto a ti —dijo Ebulan.
    — ¿Planes respecto a mí? ¿Qué quieres decir?
    —Le encanta poner a trabajar a los hombres que son jóvenes y fuertes, mientras pueda controlarlos —dijo Olamun.
    — ¿Y si alguien no quiere colaborar? —preguntó Jondalar—. ¿Cómo puede controlarle?
    —Privándole de alimento y agua. Si eso no basta, amenazando a sus parientes —dijo Ebulan—. Si sabes que el hombre de tu hogar o tu hermano será arrojado a la jaula sin alimento ni agua, generalmente haces lo que ella exige.
    — ¿La jaula?
    —El lugar donde te pusieron a ti —dijo Ebulan. Después, sonrió astutamente—. ¿Dónde has conseguido esa magnífica capa? —Los otros hombres también sonrieron.
    Jondalar miró el cuero deteriorado que había arrancado de la tienda y con el cual se había cubierto el cuerpo.
    — ¡Eso sí que estuvo bien! —dijo Olamun—. Ardemun nos explicó cómo casi destruiste también la jaula. No creo que ella esperase nada parecido.
    —La próxima vez, seguro que construye una jaula más fuerte —intervino otro. Era evidente que no estaba del todo familiarizado con la lengua. Ebulan y Olamun le hablaban con tal fluidez que Jondalar había olvidado que el mamutoi no era la lengua nativa de ese pueblo. Pero, al parecer, sabían un poco y la mayoría parecía entender lo que se decía.
    El hombre que estaba tendido en el suelo gimió y el anciano se inclinó para reconfortarlo. Jondalar vio dos hombres que se movían hacia el fondo del refugio.
    —No importará. Si ella no consigue una jaula, amenazará con herir a tus parientes, para obligarte a hacer lo que desea. Si estuviste casado antes de que ella asumiera la jefatura, y fuiste tan desafortunado que un varón nació de tu hogar, Attaroa puede obligarte a hacer lo que se le antoje —dijo Ebulan.
    Jondalar no comprendió del todo las consecuencias que se desprendían de estas palabras, y frunció intensamente el entrecejo.
    — ¿Por qué puede considerarse desafortunado tener un varón nacido en tu hogar?
    Ebulan desvió la mirada hacia el anciano.
    — ¿S’Amodun?
    —Preguntaré si desean conocer al zelandonii —dijo el anciano.
    Era la primera vez que S’Amodun había hablado y Jondalar se preguntó cómo era posible que una voz tan grave y vibrante pudiese pertenecer a un hombre tan enjuto. El viejo se acercó al fondo del refugio, inclinándose para hablar con las figuras acurrucadas en el espacio en que el techo oblicuo tocaba el suelo. Alcanzaron a oír los acentos profundos y claros de su voz, aunque no entendieron sus palabras, y después la resonancia de voces más jóvenes. Con la ayuda del anciano, una figura más joven se incorporó y, cojeando, avanzó hacia ellos.
    —Éste es Ardoban —anunció el anciano.
    —Soy Jondalar de la Novena Caverna de los Zelandonii, y en nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te saludo, Ardoban —dijo con mucha formalidad, extendiendo ambas manos hacia el jovencito, porque había intuido que el muchacho necesitaba que le tratasen con miramiento.
    El joven trató de enderezarse y coger las manos del visitante, pero Jondalar vio que se estremecía de dolor. Comenzó a extender las manos para sostenerle, pero se contuvo.
    —En realidad, prefiero que me llamen Jondalar —dijo con una sonrisa, tratando de que aquel momento embarazoso pasara cuanto antes.
    —Me llamo Doban. No Ardoban. Attaroa siempre dice Ardoban. Y quiere que yo la llame S’Attaroa. Pero no se lo diré jamás.
    Jondalar pareció desconcertado.
    —Es difícil traducirlo. Es una forma de respeto —dijo Ebulan—. Significa que se dispensa a alguien la más elevada consideración.
    —Y Doban ya no respeta a Attaroa.
    — ¡Doban odia a Attaroa! —dijo el jovencito, y su voz llegó casi al borde de las lágrimas cuando trató de volverse y alejarse cojeando. S’Amodun indicó con un gesto a los presentes que se apartaran, mientras él ayudaba al muchacho.
    — ¿Qué le ha sucedido? —preguntó Jondalar, cuando ya estaba fuera y a cierta distancia del refugio.
    —Le tiraron de la pierna hasta que la dislocaron por la cadera —dijo Ebulan—. Lo hizo Attaroa, o más bien ordenó a Epadoa que la hiciera.
    — ¡Qué! —exclamó Jondalar, con ojos de expresión incrédula—. ¿Estáis diciendo que intencionadamente dislocó la pierna de ese chico? ¿Qué clase de abominación es esa mujer?
    —Hizo lo mismo con el otro muchacho y con el hijo más joven de Odevan.
    — ¿Qué justificación posible puede dar esta mujer para hacer tal cosa?
    —Con el más joven quiso dar un ejemplo. La madre del niño no veía con buenos ojos el tratamiento que Attaroa nos daba y quería que le devolviesen a su compañero. Avanoa incluso conseguía entrar aquí en ocasiones y pasaba la noche con él, y nos proporcionaba algunos alimentos. No es la única mujer que a veces procede así, pero estaba soliviantando a las otras y Armodan, su hombre... se resistía a Attaroa, y se negaba a trabajar. Ella descargó su furia sobre el niño. Dijo que a los siete años tenía edad suficiente para separarse de su madre y vivir con los hombres, pero primero le dislocó la pierna.
    — ¿El otro niño tiene siete años? —preguntó Jondalar, moviendo la cabeza y estremeciéndose horrorizado—. Jamás he oído nada tan terrible.
    —Odevan sufre y echa de menos a su madre, pero la historia de Ardoban es peor.
    Quien hablaba era S’Amodun. Había salido del refugio y acababa de unirse al grupo.
    —Es difícil imaginar nada peor —dijo Jondalar.
    —Creo que sufre más por el dolor que le provoca la traición que por el sufrimiento físico —dijo S'Amodun—. Ardoban consideraba a Attaroa como su madre. Su propia madre murió cuando él era muy pequeño y Attaroa le recogió, pero le trataba más como un juguete favorito que como un niño. Le gustaba vestirlo con ropas de niñas y adornarle con objetos ridículos, pero le alimentaba bien y a menudo le suministraba bocados especiales. Incluso a veces le mimaba y le llevaba a dormir en su cama cuando estaba de buen humor. Pero cuando se cansó de él, le alejó, le echó de su cama y le obligó a dormir en el suelo. Hace unos pocos años, Attaroa comenzó a pensar que la gente intentaba envenenarla.
    —Dicen que eso es precisamente lo que hizo con su compañero —afirmó Olamun.
    —Obligaba a Ardoban a probarlo todo antes de que ella lo comiese —continuó el anciano—. Y cuando él creció, a veces le ataba, convencida de que proyectaba escaparse. Pero ella era la única madre que Ardoban conocía. La amaba y trataba de complacerla. Ardoban trataba a los demás varones como ella trataba a los hombres, y comenzó a impartir órdenes a los hombres. Por supuesto, ella le alentaba.
    —Era insoportable —agregó Ebulan—. Podría decirse que el campamento entero le pertenecía y logró que la vida de los restantes niños fuese una tortura.
    —Pero, ¿qué sucedió? —preguntó Jondalar.
    —Alcanzó la edad viril —dijo S’Amodun. Y al advertir la mirada de desconcierto de Jondalar, explicó—: La Madre se le apareció en sueños en forma de una joven e infundió vida a su virilidad.
    —Por supuesto, eso les sucede a todos los jóvenes —dijo Jondalar.
    —Attaroa lo descubrió —explicó S'Amodun—, y fue como si Ardoban intencionadamente se hubiese convertido en hombre sólo para desagradar a Attaroa. ¡Estaba loca de furia! Le gritó, le insultó terriblemente y después le envió al Campamento de los Hombres, pero antes ordenó que le dislocasen la pierna.
    —Con Odevan fue más fácil —dijo Ebulan—. Era más joven. Ni siquiera estoy seguro de que al principio la intención fuese descoyuntarlo. Creo que sólo deseaba que su madre y el compañero de la madre sufriesen al escuchar sus gritos, pera cuando sucedió, creo que Attaroa pensó que era un modo eficaz de incapacitar a un hombre, de facilitar su control.
    —Tenía como ejemplo a Ardemun —dijo Olamun.
    — ¿También ella le dislocó la pierna? —preguntó Jondalar.
    —En cierto modo —dijo S'Amodun—. Fue un accidente, pero sucedió cuando él intentaba escapar. Attaroa no permitió que S’Armuna le curase, aunque creo que ella deseaba hacerlo.
    —Pero fue más difícil incapacitar a un niño de doce años. Se debatió y gritó, pero de nada le sirvió —dijo Ebulan—. Y te diré que después de presenciar su sufrimiento, ya nadie le guardó rencor. Pagó sobradamente su comportamiento infantil.
    — ¿Es cierto que dijo a las mujeres que todos los niños, incluso el que es esperado, sufrirán la dislocación de la pierna? —dijo Olamun.
    —Es lo que dijo Ardemun —confirmó Ebulan.
    — ¿Cree que puede decir a la Madre lo que debe hacer? ¿Obligarla a producir sólo niñas? —preguntó Jondalar—. Me parece que está tentando a su destino.
    —Quizás —dijo Ebulan—. Pero creo que la propia Madre tendrá que detenerla.
    —Creo que el zelandonii tiene razón —dijo S'Amodun—. Tal vez la Madre ya ha tratado de avisarla. Mirad qué reducido es el número de niños que han nacido los últimos años. Esta última ofensa, el ataque a los niños, tal vez sea más de lo que Ella está dispuesta a soportar. Es necesario proteger a los niños, no lastimarlos.
    —Sé que Ayla jamás lo soportaría. Jamás soportaría nada parecido —dijo Jondalar. Y después inclinó la cabeza—. Pero ni siquiera sé si esta viva.
    Los hombres se miraron y vacilaron antes de hablar, aunque todos se formularon la misma pregunta. Finalmente, Ebulan recuperó la voz.
    — ¿Es la mujer que, según has dicho, podía cabalgar sobre el lomo de los caballos? Sin duda es una mujer con mucho poder si puede controlar así a los caballos.
    —Ella no lo diría así —sonrió Jondalar—. Pero creo que tiene más «poder» que el que ella misma reconoce. No puede montar todos los caballos. Sólo monta la yegua que ella misma crió, aunque también ha montado mi caballo. Pero éste es más difícil de controlar. Ése fue el problema...
    — ¿Tú también puedes montar los caballos? —dijo Olamun con incredulidad.
    —Puedo montar uno... bien, también el de Ayla, pero...
    — ¿Quieres decir que la historia que contaste a Attaroa es cierta? —preguntó Ebulan.
    —Por supuesto, es verdad. ¿Por qué tendría que inventar una cosa así? —Contempló los rostros de expresión escéptica—. Tal vez fuera mejor que comenzara por el principio. Ayla crió una potrilla...
    — ¿Dónde la consiguió? —preguntó Olamun.
    —Estaba cazando y mató a la madre, y entonces vio a la hija.
    —Pero, ¿por qué tenía que criarla? —preguntó Ebulan.
    —Porque estaba sola y Ayla también estaba sola... ésa es una historia larga. —Jondalar se detuvo—. Pero necesitaba compañía y decidió recoger a la potrilla. Cuando Whinney creció, Ayla la llamó así, tuvo un potrillo, más o menos por la época en que nos conocimos. Me enseñó a montar y me dio el potrillo, y yo le domestiqué. Le llamé Corredor. Le puse ese nombre porque le agrada correr muy rápido. Hemos hecho todo el camino desde la Asamblea Estival Mamutoi, rodeando el extremo sur de esas montañas, hacia el este, montando esos caballos. En realidad, esto nada tiene que ver con los poderes especiales. Se trata de criarlos desde que nacen, del mismo modo que una madre criaría a un hijo.
    —Bien... si tú lo dices —dijo Ebulan.
    —Lo digo así porque es cierto —replicó Jondalar, y después llegó a la conclusión de que era inútil continuar ahondando en el tema. Ellos verían si querían creerlo, y no era probable que lo hicieran. Ayla había desaparecido, y con ella los caballos.
    En ese momento se abrió la puerta y todos se volvieron para mirar. Entró primero Epadoa, seguida de algunas de sus mujeres. Ahora que sabía más de ella, Jondalar examinó atentamente a la mujer que había provocado con sus manos un sufrimiento tan intenso en los dos niños. No estaba seguro de cuál de las dos era la peor, si ella o Attaroa, la que había concebido la idea o la que la había ejecutado. Aunque no dudaba de que Attaroa, en todo caso, la habría hecho sola, era evidente que algo no funcionaba bien en esa mujer. No parecía un auténtico ser humano. Un espíritu oscuro la había tocado, y le había arrebatado una parte fundamental de su ser... pero, ¿qué podía decirse de Epadoa? Se la veía sana y buena pero, ¿cómo podía llegar a ser tan cruel e insensible? ¿También a ella le faltaba algo esencial?
    Todos se sorprendieron cuando vieron que Attaroa venía detrás.
    —Nunca entra aquí —dijo Olamun—. ¿Qué querrá? —El comportamiento extraño de la mujer le atemorizó.
    Detrás llegaron varias mujeres que traían humeantes bandejas de carne cocida, así como canastos de apretado tejido llenos de una espesa sopa de carne de delicioso aroma. « ¡Carne de caballo! ¿Los cazadores habían regresado?», se preguntó Jondalar .Hacía mucho que no comía carne de caballo y la idea de probarla no le atraía por lo general, pero en aquel momento le pareció deliciosa. También trajeron un ancho recipiente lleno de agua y algunas tazas.
    Los hombres miraron ávidos el desfile, pero ninguno movió más que los ojos, temerosos de hacer algo que indujese a Attaroa a cambiar de idea. Temían que pudiese ser otra trampa cruel, que hubiese ordenado mostrarles los alimentos para retirarlos luego.
    — ¡Zelandoni! —dijo Attaroa, y pronunció la palabra como si hubiera sido una orden. Jondalar la miró con atención mientras se acercaba. Parecía casi masculina... no, pensó, no es precisamente eso. Tenía los rasgos enérgicos y acentuados, pero estaban bien definidos y proporcionados. En realidad hasta cierto punto era bella, o podría haberlo sido si no se hubiese mostrado tan dura. Pero se traslucía la crueldad en el dibujo de los labios y en la ausencia de sentimientos que reflejaban sus ojos.
    S’Armuna apareció al lado de Attaroa. Jondalar pensó que seguramente había entrado con las restantes mujeres, si bien él no la había visto antes.
    —Ahora hablo por Attaroa —dijo S’Armuna en zelandoni.
    —Tienes muchas cosas que explicar —dijo Jondalar—. ¿Cómo pudiste permitirlo? Attaroa carece de juicio, pero tú no. Te considero responsable.
    Los ojos azules de Jondalar mostraron la expresión helada de la ofensa.
    Attaroa habló irritada a la hechicera.
    —No quiere que me hables. Estoy aquí para traducir lo que ella diga. Attaroa quiere que la mires cuando hablas —dijo S’Armuna.
    Jondalar miró a la jefa y esperó mientras ella hablaba. Entonces S’Armuna inició la traducción.
    —Ahora habla Attaroa: ¿Qué te parece tu nuevo... alojamiento?
    — ¿Acaso espera que me agrade? —dijo Jondalar a S’Armuna, que evitó la mirada del hombre y habló dirigiéndose a Attaroa.
    Una sonrisa maliciosa se dibujó en la cara de la mujer.
    —Estoy segura de que has oído muchas cosas acerca de mí, pero no deberías creer todo lo que oyes.
    —Creo lo que veo —dijo Jondalar.
    —Bien, me estás viendo traer el alimento.
    —No veo que nadie lo coma, y sé que están hambrientos. La sonrisa de Attaroa se ensanchó al oír la traducción.
    —Comerán, y tú también debes hacerlo. Necesitas tu fuerza.
    Attaroa rió estrepitosamente.
    —Seguro que la necesito —dijo Jondalar.
    Después que S’Armuna tradujo, Attaroa partió bruscamente, ordenando con un gesto a la mujer que la siguiese.
    —Te hago responsable —dijo Jondalar en dirección a la espalda de S’Armuna, que se retiraba.
    Apenas cerró la puerta, una de las guardias dijo:
    —Será mejor que os acerquéis y comáis, antes de que cambie de idea. Los hombres se abalanzaron sobre las fuentes de carne depositadas en el suelo. Cuando S'Armuna pasó frente a Jondalar, se detuvo un instante.
    —Ten mucho cuidado, zelandonii. Está preparándote algo especial.

    Los días siguientes pasaron lentamente para Jondalar. Trajeron un poco de agua, pero escaso alimento, y no se permitió salir a nadie, ni siquiera para trabajar, lo cual era muy extraño. Los hombres estaban inquietos, sobre todo porque también se mantuvo en el cercado a Ardemun. Su conocimiento de varias lenguas había convertido a Ardemun primero en traductor y después en portavoz entre Attaroa y los hombres. A causa de su pierna coja y dislocada, la mujer creía que no representaba una amenaza; además, no podía huir. Se le concedía más libertad para desplazarse de un lugar a otro del Campamento, y a menudo traía información acerca de la vida fuera del Campamento de los Hombres, y en ocasiones algunos alimentos.
    La mayoría de los hombres pasaban el tiempo ocupados en algunos juegos y apostando promesas futuras; utilizaban como amarracos pedacitos de madera, guijarros, e incluso algunos fragmentos de huesos que sobraban de la carne que se les había suministrado. El fémur del cuarto de carne de caballo fue dejado aparte, después de despojado de la carne y quebrado para consumir la médula, porque se deseaba utilizarlo con ese fin.
    Jondalar pasó el primer día de encierro observando con mucho detalle y probando la resistencia de la empalizada que les rodeaba. Descubrió varios lugares que, a su juicio, podían ser forzados o sobre los cuales era posible trepar; pero por las rendijas pudo ver la vigilancia estrecha que ejercían Epadoa y sus mujeres; por otra parte, la terrible infección de un hombre herido le disuadía de un plan tan directo. También examinó el refugio, y pensó en las varias cosas que podían hacerse para repararlo y hacerlo menos vulnerable a las inclemencias del tiempo... pero el caso era que necesitaba herramientas y materiales.
    Por acuerdo general, un extremo del espacio cerrado, detrás de una pila de piedras —el único accidente fuera del refugio, en ese desnudo lugar de encierro— estaba reservado para orinar y defecar. Al segundo día Jondalar advirtió el olor nauseabundo que saturaba todo el ambiente. Era peor cerca del refugio, donde la carne putrefacta de la infección venía a sumar su repulsivo olor, pero por la noche no tenía alternativa. Se unía a los otros buscando calor y compartía su improvisada capa con quienes tenían todavía menos para cubrirse.
    Durante los días siguientes, su sensibilidad para el olor se amortiguó, y apenas advirtió su propia hambre, pero, en todo caso, sintió más frío y a veces se notaba aturdido y mareado. También hubiera deseado contar con un poco de corteza de sauce para calmar la jaqueca.
    Las circunstancias comenzaron a cambiar cuando al fin murió el hombre de la herida. Ardemun se acercó a la puerta y pidió hablar con Attaroa o Epadoa, porque era necesario retirar y enterrar el cuerpo. Con ese fin se permitió la salida de varios, y más tarde se comunicó que todos cuantos lo desearan podían asistir a los ritos fúnebres. Jondalar se sintió casi avergonzado, por la excitación que sintió ante la idea de salir del cercado, puesto que la razón de su libertad provisional era una muerte.
    Afuera, las largas sombras del atardecer se proyectaban sobre el terreno, destacando los accidentes del valle lejano y el río que corría abajo, y Jondalar experimentó una sensación de dolor en el brazo. Miró irritado a Epadoa y tres de sus mujeres, que le rodearon con lanzas, y necesitó apelar a toda su fuerza de voluntad para resistir la tentación de apartarlas de su camino.
    —Quiere que pongas las manos detrás, para atarte —dijo Ardemun—. No podrás salir si no te atan las manos.
    Jondalar frunció el entrecejo pero se sometió. Mientras seguía a Ardemun, pensaba en su propia situación. Ni siquiera sabía muy bien dónde estaba, o cuánto tiempo llevaba allí, pero la idea de continuar más tiempo encerrado en ese cercado, sin ver otra cosa que la empalizada, era más de lo que podía soportar. De un modo o de otro, saldría, y pronto. Si no lo hacía, podría prever que llegaría el momento en que no estaría en condiciones de hacer nada. Unos pocos días sin alimento no eran un problema grave, pero si aquello continuaba mucho tiempo podía llegar a serlo. Además, si existía alguna posibilidad de que Ayla aún estuviese viva, quizás herida, pero viva, tenía que encontrarla, y deprisa. Aún no sabía cómo lo conseguiría, sólo sabía que no estaba dispuesto a permanecer allí mucho tiempo más.
    Recorriendo cierta distancia, cruzaron un arroyo y, al hacerlo, se mojaron los pies. La superficial ceremonia fúnebre terminó muy pronto; Jondalar se preguntaba por qué Attaroa se molestaba con una inhumación formal, cuando ese hombre, en vida, no le había preocupado en absoluto. Si le hubiese prestado atención, quizás no habría muerto. Jondalar no había conocido a aquel hombre, ni siquiera sabía cuál era su nombre; sólo le había visto sufrir... soportar un sufrimiento innecesario. Ahora se había ido y caminaba en el otro mundo, pero estaba libre de Attaroa. Quizás eso fuera mejor que pasar años contemplando la cara interior de la empalizada.
    Aunque la ceremonia fue breve, Jondalar tenía los pies fríos, pues se le había mojado el calzado. En el camino de regreso, prestó más atención al pequeño curso de agua, tratando de encontrar una piedra sobre la cual pisar o un modo de cruzar el río sin mojarse. Pero cuando volvió los ojos hacia el suelo, se despreocupó del asunto. Casi como si se tratara de algo intencionado, vio dos piedras, una junto a la otra, a la orilla del arroyo. Una era un pequeño pero apropiado nódulo de pedernal; la otra era una piedra redondeada, que parecía como si la hubiesen trabajado para adaptarla a su propia mano —la forma perfecta de un martillo de piedra.
    —Ardemun —dijo al hombre que venía detrás, hablándole en zelandoni —. ¿Ves esas dos piedras? —Las señaló con el pie—. ¿Puedes recogerlas para mí? Es muy importante.
    — ¿El pedernal?
    —Sí, sé tallar el pedernal.
    De pronto, pareció que Ardemun tropezaba y cayó pesadamente. El tullido tuvo dificultades para incorporarse; se acercó una mujer armada con lanza. Habló bruscamente a uno de los hombres, que alargó la mano para ayudar a Ardemun a incorporarse. Epadoa volvió para comprobar qué era lo que retrasaba a los hombres. Ardemun se puso en pie un instante antes de que ella llegase y se quedó inmóvil, disculpándose, arrepentido, mientras ella, le insultaba.
    Cuando volvieron, Ardemun y Jondalar se dirigieron al fondo del cercado, donde estaban las piedras, para orinar. Cuando regresaron al refugio, Ardemun dijo a los hombres que las cazadoras habían regresado con más carne, proveniente de la matanza de los caballos; pero se comentaba que había sucedido algo mientras retornaba el segundo grupo. No sabía qué era, aunque había provocado cierta conmoción en las mujeres. Todas estaban hablando, pero él no había logrado sacar nada en claro.
    Aquella noche, de nuevo trajeron alimento y agua a los hombres, pero ni siquiera las servidoras pudieron permanecer y trocear la carne. Había sido cortada previamente en pedazos que dejaron a disposición de los hombres sobre unos troncos, sin hablar una palabra. Ellos comentaron el asunto mientras comían.
    —Está sucediendo algo extraño —dijo Ebulan, pasando al mamutoi con el fin de que Jondalar pudiese entender—. Creo que ordenaron a las mujeres que no hablasen con nosotros.
    — Eso no tiene sentido —dijo Olamun—. Si supiéramos algo, ¿de qué nos serviría?
    —Es cierto, Olamun, no tiene sentido, pero coincido con Ebulan. Creo que ordenaron a las mujeres que no hablasen —dijo S’Amodun.
    —Entonces, quizás ésta sea la ocasión —dijo Jondalar—. Si las mujeres de Epadoa están muy atareadas conversando, tal vez no adviertan nada.
    — ¿No adviertan qué? —preguntó Olamun.
    —Ardemun consiguió recoger un pedazo de pedernal...
    —De modo que eso es todo —dijo Ebulan—. Yo no vi nada que le provocase el tropiezo y la caída.
    —Pero, ¿de qué sirve un pedazo de pedernal? —dijo Olamun—. Es necesario tener herramientas para aprovecharlo. Yo solía observar al tallador de pedernal, antes de que muriese.
    —Sí, pero también recogió una piedra que podemos usar como martillo, y por aquí hay huesos. Es suficiente para fabricar unas cuantas láminas y convertirlas en cuchillos y puntas y algunas otras herramientas... si es buen pedernal.
    — ¿Sabes tallar el pedernal? —preguntó Olamun.
    —Sí, pero necesitaré ayuda. Un poco de ruido que apague el ruido de las piedras chocando una contra otra —dijo Jondalar.
    —Pero incluso si eres capaz de fabricar algunos cuchillos, ¿de qué nos servirán? Las mujeres tienen lanzas —dijo Olamun.
    —En primer lugar, sirven para cortar las cuerdas de un hombre que tiene las manos atadas —dijo Ebulan—. Estoy seguro de que podemos inventarnos una partida o un juego que disimule el ruido. Aunque el día casi ha terminado.
    —Será suficiente. No necesitaré mucho tiempo para fabricar las herramientas y las puntas. Y mañana iré a trabajar en el refugio, donde no me verán. Necesitaré ese fémur y los troncos, y hasta un pedazo de tabla del refugio. Sería útil disponer de algunos tendones, pero las tiras finas de cuero bastarán. Y otra cosa, Ardemun, si descubres plumas mientras estás fuera del cercado, también nos vendrán bien.
    Ardemun asintió, y dijo:
    — ¿Harás algo que vuele? ¿Como una lanza arrojadiza?
    —Sí, algo que vuele. Tendré que rebajar y darle forma con cuidado, y me llevará un tiempo. Pero creo que podré fabricar un arma que te sorprenderá —dijo Jondalar.

    28

    A la mañana siguiente, antes de continuar su trabajo en las herramientas de pedernal, Jondalar habló con S’Amodun acerca de los dos jovencitos heridos. Había pensado en el asunto la noche anterior y, al recordar cómo Darvo había comenzado a aprender la talla del pedernal cuando era apenas un adolescente, llegó a la conclusión de que, si podía enseñarles un oficio, por ejemplo la talla del pedernal, podrían llegar a ser útiles e independientes, aunque fuesen inválidos.
    —Mientras Attaroa sea la jefa, ¿crees realmente que alguna vez se les ofrecerá esa oportunidad? —preguntó S’Amodun.
    —Attaroa concede más libertad a Ardemun; quizás crea que los dos jóvenes tampoco serán una amenaza y les permita salir más a menudo del Cercado. Incluso Attaroa puede ser convencida de que es lógico y conveniente tener cerca un par de fabricantes de herramientas. Las armas de sus cazadoras son mediocres —dijo Jondalar—. ¿Y quién sabe? Tal vez no sea la jefa por mucho más tiempo.
    S’Amodun miró reflexivamente al forastero rubio.
    —Tal vez tú sepas algo que yo desconozco —dijo—. De todos modos, les diré que vengan y observen tu trabajo.
    Jondalar había trabajado al aire libre la noche anterior, con el fin de que las cortantes lascas que se desprendían en el proceso de la talla del pedernal no se concentraran exclusivamente alrededor del refugio. Había elegido un lugar que quedaba un poco por detrás de la pila de piedras, cerca de donde hacían sus necesidades. A causa del hedor, era el extremo de la prisión que las guardias procuraban evitar y el menos vigilado.
    Los fragmentos en forma de tablilla que había desprendido rápidamente del núcleo de pedernal eran cuatro veces más largos que anchos, con los extremos redondeados, y constituían instrumentos con los cuales podrían fabricarse otras herramientas. Los bordes eran muy cortantes al desprenderse del núcleo de pedernal, tanto que podían cortar el cuero crudo cual si fuese grasa congelada. En realidad las hojas eran tan cortantes que muchas veces había que matar un poco los bordes para poder usarlas sin que uno se cortara al manejarlas.
    A la mañana siguiente, Jondalar empezó por elegir dentro del refugio un lugar bajo una grieta del techo, porque necesitaba luz suficiente para trabajar. Después cortó un trozo de cuero de su improvisada capa y lo extendió en el suelo para recoger en él los inevitables fragmentos afilados que se desprendían del pedernal. Con los dos muchachos cojos y otros hombres sentados a su alrededor, pasó a demostrar cómo una piedra dura ovalada y unos pocos fragmentos de hueso podían emplearse para obtener herramientas de pedernal, las cuales, a su vez, podían emplearse para dar forma y obtener cosas de cuero, la madera y el hueso. Con el fin de evitar cuidadosamente que su actividad atrajese la atención, de tanto en tanto se incorporaban para fingir una normalidad rutinaria; después volvían y se agrupaban para calentarse, lo cual también servía para impedir que las guardias los viesen, y todos observaban con verdadera fascinación.
    Jondalar recogió una lámina y la examinó con ojo crítico. Deseaba fabricar varias herramientas distintas, y estaba tratando de decidir cuál de ellas se ajustaba mejor a una finalidad concreta. Un borde largo y cortante era casi recto, el otro se desviaba un poco. Comenzó alisando el borde desigual, y para lograrlo, pasó sobre él varias veces la piedra utilizada como martillo. Dejó como estaba el otro borde Después, con el extremo largo y ahusado de un fémur roto, comenzó a desprender escamas del extremo redondeado, desprendiendo cuidadosamente pequeñas lascas, hasta que lo convirtió en una punta. Si hubiera tenido tendones, o cola, o brea, u otros materiales que sirvieran como adhesivo, habría podido incorporar un mango; pero cuando terminó, contaba con un cuchillo bastante eficaz.
    Mientras el objeto pasaba de mano en mano y era probado en el vello de un brazo o en pedazos de cuero, Jondalar cogió otra lámina de pedernal. Los dos bordes se curvaban, formando un puente estrecho cerca del punto medio. Aplicando cuidadosamente presión con el extremo abultado y redondeado del fémur, rebajó sólo el borde más cortante de ambas prolongaciones, de manera que las alisó ligeramente; pero, lo que era más importante, las rectificó, de manera que esa lámina podía usarse como raspador para dar forma y alisar un pedazo de madera o hueso. Mostró cómo podía utilizarse el objeto y después se lo pasó a los que estaban a su alrededor.
    Cogió otra lámina y alisó los dos bordes, con el fin de que el instrumento se pudiese manipular fácilmente. Después, con dos golpes asestados cuidadosamente en un extremo, desprendió un par de lascas, consiguiendo una punta aguda, semejante a un cincel. Para demostrar su utilidad, hizo una muesca en un pedazo de hueso; después insistió muchas veces en el mismo lugar, profundizando cada vez más la ranura y formando un montoncito de virutas. Explicó de qué modo un eje, o una punta, o un mango, podía formarse dándole más o menos la forma deseada, para completar el trabajo raspando o puliendo.
    La demostración de Jondalar fue casi una revelación. Ninguno de los jovencitos o de los hombres más jóvenes había visto nunca el trabajo de un experto tallador de pedernal dedicado a la fabricación de herramientas, y pocos de los hombres mayores habían visto jamás a uno que fuese tan hábil. En los pocos momentos de penumbra de la noche anterior, Jondalar había logrado fabricar casi una treintena de láminas utilizables, extraídas del único nódulo de pedernal, hasta que llegó el momento en que el núcleo se quedó demasiado pequeño para continuar la tarea. Al día siguiente, la mayoría de los hombres del Cercado había utilizado uno o más de los objetos que Jondalar había fabricado.
    Después trató de explicarles el arma de caza que deseaba mostrarles. Algunos de los hombres entendieron inmediatamente, aunque no dejaron de cuestionar la precisión y la velocidad que Jondalar atribuía a una lanza arrojada con el lanzador. Al parecer, otros no alcanzaban a entender el alcance de todo aquello, pero eso poco importaba.
    El hecho mismo de manejar instrumentos eficaces y útiles, y de hacer algo positivo con ellos, determinó que los hombres sintieran que su vida cobraba cierto sentido. Y hacer algo que permitía oponerse a Attaroa y a las condiciones que ella había impuesto, alivió la desesperación del Campamento de los Hombres y alimentó la esperanza de que quizás algún día fuese posible recuperar el control de su propio destino.
    Epadoa y sus guardias percibieron un cambio de actitud durante los días siguientes y presintió que algo estaba sucediendo. Al parecer, los hombres caminaban con paso más ágil, y sonreían demasiado, pero por mucho que miraba, no alcanzaba a ver nada diferente. Los hombres se habían mostrado sumamente cuidadosos para ocultar no sólo los cuchillos, los raspadores, los cinceles fabricados por Jondalar, así como los objetos que estaban elaborando, sino también los materiales de desecho de su trabajo. La más mínima lasca o resto de pedernal, las minúsculas virutas de madera o hueso fueron enterradas dentro del refugio y cubiertas con una tabla del techo o un pedazo de cuero.
    Pero el principal cambio se manifestó en los dos jovencitos inválidos. Jondalar no sólo les enseñó cómo se hacían las herramientas, sino que les fabricó instrumentos especiales, y después les enseñó a usarlos. Dejaron de ocultarse en las sombras del refugio y comenzaron a relacionarse con los otros varones más maduros encerrados también en el Cercado. Ambos comenzaron a idolatrar al alto zelandonii; ésa fue la actitud sobre todo de Doban, que tenía edad suficiente para comprender más, aunque se resistía a demostrarlo.
    Hasta donde su memoria alcanzaba, en el curso de su vida con la perturbada e irracional Attaroa, Ardoban siempre se había sentido impotente, completamente a merced de circunstancias que él no controlaba. En un minúsculo rincón de su ser, siempre había esperado que le sucediese algo terrible, y después del trauma doloroso y terrorífico de su experiencia, estaba convencido de que su vida sólo podía ir a peor. A menudo deseaba la muerte, pero el hecho mismo de ver a una persona que recogía dos piedras cerca de un arroyo y con ellas, poniendo a contribución la habilidad de sus manos y el saber de su mente, le abría la esperanza de cambiar su mundo, suscitaba en el jovencito una profunda impresión. Doban temía preguntar —aún no podía confiar en nadie— pero, sobre todo, deseaba aprender a fabricar herramientas con la piedra.
    Jondalar percibió su interés y hubiera deseado disponer de más pedernal para comenzar a enseñarle, o por lo menos para iniciarle. Se preguntó si aquellas gentes concurrían a las Asambleas o Encuentros Estivales, donde podían intercambiar ideas, información y objetos. Seguramente había en la región talladores de pedernal que podrían enseñar a Doban. Necesitaba aprender un oficio como ése, para lo cual su condición de tullido poco importaba.
    Una vez que Jondalar fabricó con madera un modelo de lanzavenablos, para mostrarles cómo era y cómo se fabricaba, varios hombres comenzaron a hacer copias del extraño instrumento. También elaboró puntas de lanza de pedernal con algunas de las esquirlas, y del cuero más fuerte que tenían cortó delgadas tiras para asegurar las puntas. Además Ardemun descubrió el nido que un águila dorada había abandonado en el suelo y trajo algunas plumas que podían servir. Pero, por el momento, carecían de astas para completar las lanzas.
    En un intento de fabricar un mango con los escasos materiales disponibles, Jondalar cortó de una tabla un astil largo y delgado, utilizando el aguzado cincel. Lo aprovechó para mostrar a los hombres más jóvenes cómo se aseguraba la punta y se agregaban las plumas; también mostró el modo de sostener el lanzavenablos y la técnica básica de su empleo, aunque no llegó a arrojar la lanza. Pero elaborar un asta de lanza a partir de una tabla era una tarea larga y tediosa; y, además, la madera disponible estaba seca y era quebradiza, carecía de flexibilidad y se rompía fácilmente.
    Necesitaba arbolillos jóvenes y rectos, ramas más o menos largas que pudieran enderezarse; pero, para enderezarlas, necesitaba el calor de un fuego. Su encierro del Cercado le hacía sentirse profundamente frustrado. Si, por lo menos, pudiera salir y buscar algo que le permitiese fabricar los mangos. Tenía que convencer a Attaroa de que le permitiera salir de allí. Cuando comunicó a Ebulan, mientras se preparaban para dormir, lo que pensaba, el hombre le miró de un modo extraño; comenzó a decir algo, después meneó la cabeza, cerró los ojos y le dio la espalda. Jondalar consideró que era una reacción extraña, pero pronto olvidó el asunto y se durmió pensando en el problema.

    Attaroa también había estado pensando en Jondalar. Estaba pensando en la forma de entretenimiento que podría proporcionarle durante el prolongado invierno; quería controlarle, tenerle a su servicio, demostrar a todos que ella era más poderosa que el hombre alto y apuesto. Después, cuando hubiese acabado con él, le tenía reservados otros planes. Había estado preguntándose si Jondalar podría salir del Cercado y si lograría obligarle a trabajar. Epadoa le había dicho que creía que algo estaba sucediendo en el Cercado y que en ello estaba implicado el forastero; pero aún no había descubierto de qué se trataba. Quizás había llegado el momento de separarle durante algún tiempo de los restantes hombres; Attaroa pensó que tal vez debía devolverle a la jaula. Era un método eficaz para acentuar la inseguridad de todos los hombres.
    Por la mañana, Attaroa dijo a sus mujeres que necesitaba un equipo de trabajadores, entre los que debían incluir al zelandonii. Jondalar se alegró de salir del Cercado, pues de ese modo podría ver algo más que el suelo desnudo y los hombres desesperados. Era la primera vez que le permitían salir del Cercado para trabajar; no tenía idea de lo que Attaroa le reservaba, pero abrigaba la esperanza de que se le presentaría la oportunidad de encontrar árboles jóvenes de tronco recto. Hallar un modo de introducirlos en el Cercado era otro problema distinto.
    Más avanzado el día, Attaroa salió de su vivienda, acompañada por dos de sus mujeres y de S’Armuna, vistiendo —exhibiendo— la chaqueta de piel de Jondalar. Los hombres habían estado transportando huesos de mamut traídos antes de otro lugar; los apilaban donde Attaroa ordenaba. Habían trabajado toda la mañana y hasta bien entrada la tarde, comiendo poco y sin beber. Aunque Jondalar estuvo fuera del Cercado, no había podido buscar el material para los futuros mangos de las lanzas, y mucho menos pensar en el modo de cortar la madera y traerla a su prisión. Era vigilado de cerca y no se le concedía tiempo para descansar. Se sentía no sólo frustrado, sino también fatigado, hambriento, sediento y colérico.
    Jondalar apoyó en el suelo un extremo del fémur que él y Olamun estaban transportando; se irguió y miró a las mujeres que se aproximaban. Mientras Attaroa se acercaba, advirtió que era muy alta, más alta que muchos hombres. Habría podido ser muy atractiva. Se preguntó cuál sería la causa de que odiase tanto a los hombres. Cuando ella le habló, dejó bien claro su tono sarcástico, aunque él no comprendió lo que la mujer decía.
    —Bien, zelandonii, ¿te propones contarnos otro cuento como el último? Me agradaría que me entretuvieras.
    S’Armuna tradujo, sin omitir la entonación sarcástica.
    —No te he contado un cuento. Te he dicho la verdad —afirmó Jondalar.
    — ¿Que viajabas con una mujer que monta en los caballos? ¿Y dónde está esa mujer? ¿Si tiene el poder que tú le atribuyes, por qué no ha venido a reclamarte? —preguntó Attaroa, de pie, las manos en jarra, como si deseara obligarle a someterse.
    —No sé dónde está. Ojalá lo supiera. Temo que haya saltado al abismo con los caballos que vosotros cazabais —dijo Jondalar.
    — ¡Mientes, zelandonii! Mis cazadoras no vieron ninguna mujer sobre el lomo de un caballo y entre los caballos no encontraron el cuerpo de una mujer. Creo que ya has oído decir que la pena por robar a los S’Armunai es la muerte, y ahora intentas eludir la responsabilidad mintiendo —dijo Attaroa.
    ¿No habían encontrado un cuerpo humano? A pesar de sí mismo, Jondalar se alegró cuando S’Armuna tradujo y sintió que se avivaba en él la esperanza de que Ayla aún estuviese viva.
    — ¿Por qué sonríes cuando acabo de decirte que la muerte es el castigo aplicado a los que roban? ¿Dudas de que lo vaya a hacer? —preguntó Attaroa, señalando a Jondalar y señalándose luego a sí misma para subrayar sus propias palabras.
    — ¿La muerte? —dijo Jondalar, y palideció. ¿Era posible que matasen a alguien por buscar comida? Se había sentido tan feliz al pensar que Ayla quizás viviera aún, que no había entendido realmente lo que Attaroa decía. Cuando comprendió, se reavivó su cólera—. Los caballos no fueron dados en exclusiva a los S’Armunai. Están ahí para que los disfruten todos los Hijos de la Tierra. ¿Cómo puedes afirmar que cazarlos es robar? Incluso si yo hubiese estado cazando los caballos, lo estaría haciendo para comer.
    — ¡Ah! Mira, te he cogido en tus propias mentiras. Reconoces que estuviste cazando los caballos.
    — ¡No he reconocido nada! Dije: «Incluso si hubiese estado cazando los caballos». No dije que estuviera haciéndolo. —Miró a la traductora—. S'Armuna, dile que Jondalar de los Zelandonii, hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna, no miente.
    — ¿Y ahora dices que eres hijo de una mujer que fue jefa? Este zelandonii es un consumado mentiroso y solapa una mentira acerca de una mujer milagrosa con otra acerca de una mujer jefa.
    —He conocido a muchas mujeres que fueron jefas. Attaroa, no eres la única mujer que es jefa. Muchas mujeres mamutoi son jefas —dijo Jondalar.
    — ¡Colíderes! Comparten la dirección con un hombre.
    —Mi madre fue jefa durante diez años. Llegó a ocupar el cargo cuando su compañero murió y no lo compartió con nadie. La respetaban tanto los hombres como las mujeres y traspasó la dirección a mi hermano Joharran. Pero el pueblo no deseaba que diera ese paso.
    — ¿Respetada por hombres y mujeres? ¡Escuchadlo! ¿Crees que no conozco a los hombres, zelandonii? ¿Crees que nunca he estado casada? ¿Soy tan fea que un hombre no puede quererme?
    Attaroa casi estaba gritándole, y S’Armuna traducía más o menos simultáneamente, como si ya conociera las palabras que la jefa se proponía decir. Jondalar casi podía olvidar que la hechicera hablaba en nombre de su jefa; era como si estuviese oyendo y entendiendo a la propia Attaroa, pero el tono neutro de la hechicera confería a las palabras un extraño distanciamiento respecto de la mujer que se comportaba con tanta animosidad. Una expresión agria y extraviada se reflejó en sus ojos mientras continuaba gritando a Jondalar.
    —Mi compañero fue el jefe aquí. Fue un jefe fuerte y un hombre fuerte.
    Attaroa se interrumpió.
    —Mucha gente es fuerte. La fuerza no hace a un jefe —dijo Jondalar.
    En realidad, Attaroa no le oyó. No estaba escuchando. Había hecho una pausa sólo para atender a sus propios pensamientos, para ordenar sus íntimos recuerdos.
    —Brugar era un jefe tan fuerte que tenía que golpearme todos los días para demostrarlo. —Esbozó una sonrisa burlona—. ¿No fue una lástima que las setas que ingirió fuesen venenosas? —Su sonrisa era maligna—. Derroté al hijo de su hermana en lucha justa para quitarle el cargo de jefe. Pero era un débil. Y murió. —Miró a Jondalar—. Pero tú no eres débil, zelandonii. ¿Deseas que te ofrezca la oportunidad de luchar conmigo por tu vida?
    —No deseo pelear contigo, Attaroa. Pero si es necesario, me defenderé.
    —No, no combatirás conmigo, porque sabes que yo triunfaré. Soy mujer. Tengo de mi lado el poder de Muna. La Madre ha honrado a las mujeres; son las que traen vida. Y tienen que ser las jefas.
    —No —replicó Jondalar. —Algunas de las personas que estaban observando retrocedieron al ver que el hombre desafiaba tan francamente a Attaroa—. El liderazgo no pertenece siempre a quien tiene la bendición de la Madre, del mismo modo que no pertenece a los que tienen fuerza física. Por ejemplo, el jefe de los recolectores de bayas es el que sabe dónde crecen las bayas, cuándo estarán maduras y el mejor modo de recogerlas. —Parecía casi que Jondalar estaba arengándose a sí mismo—. Un jefe tiene que ser un individuo fiable, responsable; los jefes tienen que saber lo que hacen.
    Attaroa frunció el entrecejo. Las palabras de Jondalar no producían en ella ningún efecto; aquella mujer escuchaba su propio pensamiento, pero no le agradaba el tono crítico de la voz de Jondalar; aquel hombre hablaba como si tuviese el derecho de expresarse con entera libertad o presumiera que podía enseñar algo a Attaroa.
    —No importa cuál sea la tarea —continuó diciendo Jondalar—. El jefe de la cacería es el que sabe dónde estarán los animales y cuándo estarán allí; es él quien puede seguirles el rastro. Es el más hábil en la caza. Marthona siempre dijo que los jefes de las personas deben cuidar de la gente a la que conducen. Si no lo hacen, no seguirán mucho tiempo siendo jefes. —Jondalar estaba sermoneando, exteriorizando su cólera, indiferente al rostro encendido de Attaroa—. ¿Por qué ha de importar que sean hombres o mujeres?
    —No permitiré que los hombres vuelvan a ser jefes —interrumpió Attaroa—. Aquí, los hombres saben que las mujeres dirigen y se educa a los pequeños de manera que lo comprendan. Las mujeres son aquí las que cazan. No necesitamos que los hombres sigan el rastro o dirijan. ¿Crees que las mujeres no saben cazar?
    —Por supuesto, las mujeres saben cazar. Mi madre fue cazadora antes de ser jefa, y la mujer con quien he viajado era una de las mejores cazadoras que he conocido. Le gustaba cazar y era muy eficaz rastreando. Yo puedo arrojar más lejos la lanza, pero ella tenía mejor puntería. Podía abatir un pájaro del cielo o matar a un conejo en fuga con una sola piedra de su honda.
    — ¡Más historias! —rezongó Attaroa—. Es muy fácil afirmar cosas de una mujer que no existe. Mis mujeres no cazaban; no se les permitía hacerlo. Cuando Brugar era el líder, no se permitía a las mujeres ni siquiera tocar un arma, y las cosas no fueron fáciles para nosotras cuando me convertí en jefa. Nadie sabía cazar, pero yo les enseñé. ¿Has visto esos blancos que usamos para practicar?
    Attaroa señaló una serie de robustos postes hundidos en el suelo. Jondalar ya los había visto antes, aunque ignoraba su uso. Ahora vio un trozo del cuerpo de un caballo que colgaba de un grueso sostén de madera, cerca del extremo superior de un poste. Unas cuantas lanzas estaban clavadas en la carne muerta.
    —Todas las mujeres deben practicar diariamente, y no se trata sólo de arrojar la lanza con fuerza suficiente para matar, también tienen que practicar el modo de lanzarla. Las mejores son mis cazadoras. Pero incluso antes de que aprendiéramos a fabricar y usar lanzas, sabíamos cazar. Hay un promontorio al norte de aquí, cerca del lugar donde yo crecí. Allí, se caza a los caballos, obligándolos a saltar al precipicio, por lo menos una vez al año. Aprendimos a cazar caballos de ese modo. No es tan difícil espantar a los caballos y obligarlos a saltar al abismo, si se consigue atraerlos al terreno alto.
    Attaroa miró a Epadoa con evidente orgullo.
    —Epadoa descubrió que la sal agrada mucho a los caballos. Utiliza la orina de las mujeres para atraer a los caballos. Mis cazadoras son mis lobos —dijo Attaroa, sonriendo en dirección a las mujeres armadas de lanzas que se habían reunido a su alrededor.
    Era evidente que el elogio complacía a las mujeres, que habían enderezado el cuerpo mientras ella hablaba. Jondalar no había prestado antes mucha atención al atuendo que usaban, pero ahora advirtió que todas las cazadoras llevaban en su vestimenta algo que provenía de un lobo. La mayoría tenía un ribete de piel de lobo en las capuchas, y por lo menos un diente de lobo, pero a menudo algo más que les colgaba del cuello. Algunas también tenían un ribete de piel de lobo alrededor de los puños de sus chaquetas, o en el ruedo, o en ambos lugares, además de otros adornos. La capucha de Epadoa era totalmente de piel de lobo, y parte de una cabeza de lobo, con los colmillos desnudos, adornaba el extremo superior. Tanto el ruedo como los puños de su chaqueta tenían ribetes, unas patas de lobo colgaban de los hombros hacia delante y una cola peluda colgaba por detrás, prendida de un adorno central de piel de lobo.
    —Sus lanzas son los colmillos, matan en manada y traen el alimento. Sus pies son las patas del animal y corren veloces el día entero salvando una gran distancia —dijo Attaroa con un modo de decir rítmico, que Jondalar pensó había sido repetido muchas veces—. Zelandonii, Epadoa es la jefa. Yo no intentaría engañarla. Es muy inteligente.
    —No lo dudo —dijo Jondalar, que se sentía abrumado por el número. Pero tampoco podía evitar un poco de admiración por lo que habían logrado, a partir de un conocimiento tan precario—. Pero me parece un despilfarro que los hombres permanezcan ociosos cuando también podrían colaborar, ayudando en la caza, cooperando en la recolección de alimentos y fabricando herramientas. De ese modo, las mujeres no tendrían que trabajar tanto. No digo que las mujeres no puedan hacerlo, pero, ¿por qué tienen que aguantar ellas solas toda la carga, la de los hombres y la que corresponde a las propias mujeres?
    Attaroa rió, con una risa áspera y enloquecida que provocaba un escalofrío en Jondalar.
    —Me he preguntado lo mismo. Las mujeres son las que producen vida nueva; ¿para qué necesitamos a los hombres? Algunas mujeres no quieren renunciar todavía a los hombres, pero, ¿de qué nos sirven? ¿Para los Placeres? Los hombres son quienes reciben el Placer. Y aquí no nos interesa continuar dando Placeres a los hombres. En lugar de compartir un hogar con un hombre, he reunido a las mujeres. Comparten el trabajo, se ayudan unas a otras con los hijos, se comprenden. Cuando no haya hombres alrededor, la Madre tendrá que mezclar los espíritus de las mujeres y sólo nacerán niñas.
    Jondalar se preguntó: ¿Podría ser así? S’Amodun había dicho que en los últimos años habían nacido muy pocos niños. De pronto, recordó la idea de Ayla de que los Placeres compartidos por los hombres y las mujeres iniciaban el crecimiento de una nueva vida en el cuerpo de una mujer. Attaroa había mantenido separados a las mujeres y los hombres. ¿Quizás por eso había tan pocos niños?
    — ¿Cuántos niños han nacido? —preguntó, movido por la curiosidad.
    —No muchos, pero sí algunos, y donde hay algunos puede haber más.
    — ¿Todos han sido niñas? —preguntó después.
    —Los hombres todavía están demasiado cerca. Eso confunde a la Madre. Dentro de poco tiempo todos los hombres desaparecerán; entonces veremos cuántos varones nacen —dijo Attaroa.
    —O cuántos niños nacen entonces —dijo Jondalar—. La Gran Madre Tierra creó tanto a los hombres como a las mujeres, y como Ella, las mujeres pueden crear tanto a los varones como a las hembras, pero la Madre es quien decide el espíritu de qué hombre se mezcla con el espíritu de qué mujer, y siempre es el espíritu de un hombre ¿Crees realmente que puedes cambiar lo que Ella ha establecido?
    — ¡No intentes decirme lo que da la Madre! Zelandoni, no eres mujer —dijo despectivamente—. Sucede sencillamente que no te agrada que te digan qué poco vales, o quizás no deseas renunciar a tus Placeres. Es eso, ¿verdad?
    De pronto, Attaroa cambió de tono y fingió que se sentía atraída.
    —Zelandonii, ¿deseas Placeres? Si no luchas contra mí, ¿qué harás para conquistar tu libertad? ¡Ah, lo sé! Placeres. Como eres fuerte y apuesto, tal vez Attaroa quiera darte Placeres. Pero, ¿puedes dar Placeres a Attaroa?
    El cambio de S’Armuna, que comenzó a hablar acerca de la mujer y no tanto como ella misma, determinó que Jondalar cobrase de pronto conciencia de que todo lo que había escuchado era una traducción. Una cosa era hablar como la voz de Attaroa la jefa, y otra muy distinta era hablar como la voz de Attaroa la mujer. S’Armuna podía traducir las palabras; pero no podía representar la personalidad íntima de la mujer. Y mientras S'Armuna continuaba traduciendo, Jondalar oyó las dos voces.
    —Tan alto, tan rubio, tan perfecto, podrías ser el compañero de la Madre Misma. Mira, incluso es más alto que Attaroa, y no muchos hombres lo son. Has dado Placer a muchas mujeres, ¿verdad? Una sonrisa del hombre alto, corpulento y apuesto, con los ojos muy azules, y las mujeres ya quieren meterse bajo sus pieles. Zelandonii ¿diste Placer a todas?
    Jondalar rehusó contestar. Sí, otrora había gozado dando Placer muchas mujeres, pero ahora sólo deseaba a Ayla. Un dolor desgarrador comenzó a abrumarle. ¿Qué haría sin ella? ¿Qué importaba si moría o vivía?
    —Ven, zelandonii. Si otorgas un gran placer a Attaroa puedes recobrar tu libertad. Attaroa sabe que puedes hacerlo. —La jefa alta y atractiva avanzó seductoramente hacia él—. ¿Ves? Attaroa se entregará a ti. Muestra a todos cómo un hombre fuerte otorga Placeres a una mujer. Comparte el Don de Muna, la Gran Madre Tierra, con Attaroa, Jondalar de los Zelandonii.
    Attaroa le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Jondalar no respondió. Ella trató de besarle, pero Jondalar era demasiado alto y no parecía dispuesto a inclinarse. Attaroa no estaba acostumbrada a un hombre que era más alto; no era frecuente que tuviese que esforzarse por llegar a los labios de un hombre, sobre todo si él no se sometía. Se sintió en ridículo, y su cólera se reavivó.
    — ¡Zelandoni! ¡Estoy dispuesta a unirme contigo y a ofrecerte la oportunidad de conquistar tu libertad!
    —En estas circunstancias no compartiré el Don de los Placeres de la Madre —dijo Jondalar. Su voz serena y controlada disimulaba su intensa cólera, pero no la ocultaba. — ¿Cómo se atrevía ella a insultar así a la Madre?—. El Don es sagrado y debe ser compartido con buena voluntad y alegría. Unirse así implicaría despreciar a la Madre. Mancillaría Su Don y la irritaría tanto como podría irritarla tomar a una mujer contra su voluntad. Elijo a la mujer con quien deseo unirme y no deseo compartir Su Don contigo, Attaroa.
    Jondalar podría haber respondido a la invitación de Attaroa, pero sabía que no era sincera. Era un hombre sugestivo y apuesto a los ojos de la mayoría de las mujeres. Había llegado a ser muy hábil a la hora de complacerlas y tenía experiencia en las manifestaciones de la atracción y la invitación mutuas. Pero, pese a sus movimientos sinuosos, no había calidez en Attaroa y no provocó en Jondalar la chispa del deseo. Él adivinó que, aunque lo intentara, no podría complacerla.
    Pero Attaroa parecía desconcertada cuando escuchó la traducción. La mayoría de los hombres se habían mostrado más que dispuestos a compartir el Don de los Placeres para conquistar su libertad. Los visitantes que tenían la desgracia de atravesar el territorio y ser apresados por las cazadoras, generalmente no habían vacilado en aprovechar la oportunidad de escapar tan fácilmente de las Lobas de los S’Armunai. Aunque algunos habían vacilado, porque dudaban de lo que ella se proponía, ninguno había rechazado abiertamente. Pero pronto habían descubierto que tenían motivos más que suficientes para dudar.
    —Te niegas... —balbuceó incrédula la mujer. La traducción llegó en tono neutro, pero la reacción de Attaroa era bastante clara—. Te niegas a Attaroa. ¡Cómo te atreves a rechazarme! —gritó, y después se volvió hacia sus Lobas—. Desnudadlo y atadlo al poste de prácticas.
    Ésa había sido su intención desde el principio, pero no pensaba hacerlo tan pronto. Había pensado que Jondalar la mantendría entretenida durante el largo y tedioso invierno. A Attaroa le complacía torturar a los hombres con promesas de libertad a cambio de los Placeres. Para ella, era el colmo de la ironía. A partir de ese punto, los sometía a renovados actos de degradación o humillación, y generalmente lograba que hicieran todo lo que ella deseaba antes de sentirse satisfecha y jugar la partida final.
    Los viajeros llegaban generalmente durante la estación más cálida. La gente rara vez se aventuraba mucho durante el frío del invierno especialmente los que hacían un Viaje; últimamente se había reducido el número de viajeros y ninguno había pasado cerca durante el verano anterior. Favorecidos por la suerte, unos pocos hombres habían conseguido escapar, y también habían huido varias mujeres. Éstos alertaron a los demás. La mayoría de la gente que escuchó estas historias las desechó como rumores, o como narraciones fantásticas de cuentistas, pero los rumores acerca de las crueles Lobas se habían ido acentuando poco a poco y la gente se mantenía alejada.
    Attaroa se sintió complacida cuando trajeron a Jondalar, pero comprobó que era peor que cualquiera de los hombres de su propio pueblo. No participaba en el juego; ni siquiera le concedía la satisfacción de verle suplicar. Si lo hubiese hecho, quizás ella le habría permitido vivir un poco más, sólo para saborear el placer de verle sometido a su voluntad.
    Obedeciendo a una orden de Attaroa, las Lobas se arrojaron sobre Jondalar. Él luchó desesperadamente, apartando lanzas y descargando fuertes golpes, cuyos efectos se manifestarían después. Sus esfuerzos para liberarse casi tuvieron éxito, pero, al fin, debió ceder ante la mera fuerza del número. Continuó luchando mientras ellas cortaban las trabillas de su túnica y sus pantalones, para desnudarle. Pero las mujeres lo tenían previsto y le acercaron al cuello varias hojas cortantes.
    Después de arrancarle la túnica y desnudarle el pecho, le ataron las manos juntas con un trozo de cuerda; y después le alzaron y colgaron con las manos sobre la cabeza del alto sostén que sobresalía del poste. Jondalar descargó puntapiés mientras le quitaban las botas y los pantalones, asestando algunos golpes fuertes que dejarían hematomas pero toda su resistencia sólo sirvió para que las mujeres se tomaran represalias. Y ellas sabían que podían hacerlo.
    Cuando colgó desnudo del poste, todas retrocedieron y le miraron con gestos de autosatisfacción, complacidas consigo mismas. Aunque era corpulento y fuerte, su resistencia activa de nada le había servido. Los pies de Jondalar tocaban el suelo, aunque escasamente, y era evidente que la mayoría de los hombres puestos así habrían colgado del poste. Jondalar experimentó una leve sensación de seguridad porque tocaba el suelo y dirigió una llamada indefinida y muda a la Gran Madre Tierra, a la que pidió que le librase de aquella imprevista y terrible situación. Attaroa se fijó intrigada en la ancha cicatriz que se marcaba en el extremo superior del muslo y la ingle. Había curado bien. Jondalar no dejaba entrever que hubiera sufrido una herida tan grave; no cojeaba ni evitaba el esfuerzo de esa pierna. Si era tan fuerte, quizás duraría más que otros. Era posible que todavía pudiese depararle alguna satisfacción. Attaroa sonrió ante la idea.
    El examen objetivo de Attaroa llamó la atención de Jondalar. Sintió que la brisa le ponía la carne de gallina y se estremeció, pero no sólo a causa del frío. Cuando desvió la mirada, vio que Attaroa le sonreía. Tenía la carne sonrosada y respiraba con cierto jadeo; parecía complacida y tenía una expresión extrañamente sensual. Siempre gozaba más intensamente si el hombre que le proporcionaba Placeres era apuesto. Atraída a su manera por el hombre alto, de inconsciente carisma, preveía que haría que éste durase todo lo posible.
    Jondalar desvió la mirada hacia la empalizada de estacas y comprendió que los hombres miraban a través de las grietas. Se preguntó por qué no le habían prevenido. Seguramente no era la primera vez que sucedía una cosa así. ¿Habría servido de algo que le avisaran? ¿Habría podido anticiparse al temor? Quizás ellos creían que era mejor que Jondalar no supiera lo que le esperaba.
    En realidad, algunos de los hombres habían hablado sobre ese particular. Todos simpatizaban con el zelandonii y admiraban su capacidad como artesano. Con los afilados cuchillos y herramientas que constituían su legado, cada uno esperaba que podría encontrar una oportunidad de huir. Siempre lo recordarían por eso, pero todos sabían en el fondo del corazón que, si pasaba mucho tiempo entre un visitante y otro, Attaroa probablemente colgaría a uno de ellos de uno de los postes de entrenamiento. Un par de ellos ya habían sido colgados allí anteriormente y sabían que sus diversiones abyectas probablemente no la inducirían a postergar de nuevo el juego mortal. Secretamente admiraban la negativa de Jondalar a ceder a las exigencias de Attaroa, pero temían que el más mínimo rumor atrajese la atención sobre ellos, de modo que observaban en silencio el desarrollo de aquella escena ya conocida; todos experimentaban compasión y miedo y una pequeña punzada de vergüenza.
    Se suponía que no sólo las Lobas, sino todas las mujeres del Campamento, debían presenciar la tortura de ese hombre. La mayoría detestaba asistir a la escena, pero temían a Attaroa, e incluso a sus cazadoras. Se mantenían tan lejos como era posible. El espectáculo producía náuseas a algunas, pero si no comparecían, el hombre en cuya defensa habían hablado antes sería el próximo elegido. Algunas mujeres habían intentado huir, y unas pocas lo habían conseguido, pero a la mayoría las atrapaban y las hacían volver. Si en el Cercado había hombres a quienes amaban —compañeros, hermanos, hijos—, como castigo se obligaba a las mujeres a verlos sufrir días enteros en la jaula, sin alimento ni agua. Y a veces, aunque eso era menos frecuente, también las mujeres iban a parar a la jaula.
    Las mujeres con niños eran las que estaban particularmente asustadas, pues no sabían qué destino aguardaba a sus hijos, sobre todo después de lo que Attaroa había hecho a Odevan y Ardovan, pero las que más miedo sentían eran las dos que tenían niños pequeños y la que estaba embarazada. Attaroa se mostraba complacida con ellas, les ofrecía bocados especiales y preguntaba por su bienestar, pero cada una de esas mujeres guardaba un secreto culpable y temían que, si se descubría, acabarían colgando de los postes de entrenamiento.
    La jefa se adelantó a sus cazadoras y cogió una lanza. Jondalar advirtió que el arma era bastante pesada y tosca y, a pesar de sí mismo, se dijo que él hubiera podido hacer algo mejor. De todos modos, la punta gruesa y mal trabajada tenía filo y era eficaz. Vio que la mujer apuntaba con cuidado y advirtió que su intención era alcanzar la parte inferior del cuerpo. No buscaba matar, sino sólo dañar. Jondalar tenía conciencia de que estaba completamente a merced del sufrimiento que ella decidiese infligirle y contuvo el impulso instintivo de levantar las piernas en un intento de protegerse. Pero, aunque lo hiciera, de todos modos continuaría colgado, y pensó que ese gesto le haría más vulnerable aún y descubriría su miedo.
    Attaroa le miró con los ojos entrecerrados, consciente de que él la temía, y eso era lo que más le complacía en aquella situación. Algunos suplicaban. Ella sabía que éste no lo haría. Por lo menos no inmediatamente. Echó hacia atrás el brazo y se preparó para arrojar la lanza. Él cerró los ojos y pensó en Ayla; se preguntó si viviría o habría muerto, si su cuerpo estaría aplastado y quebrantado bajo una manada de caballos, en el fondo del abismo. Con un dolor más agudo que el que podía infligirle una lanza, admitió que, si ella había muerto, la vida tampoco tenía sentido para él.
    Oyó un golpe seco como el de una lanza dando en el blanco, pero a cierta altura sobre su cabeza, no debajo, y no experimentó ningún dolor. De pronto, cayó sobre los talones y sintió los brazos libres. Se miró las manos y vio que el fuerte trozo de cuerda que le sostenía del saliente del poste estaba seccionado. Attaroa continuaba sosteniendo la lanza. La lanza que él había oído no venía de ella. Jondalar elevó los ojos hacia el extremo superior del poste y vio una lanza con punta de pedernal, bien trabajada y relativamente pequeña, clavada junto al sostén; el extremo emplumado continuaba temblando. La punta delgada y finamente trabajada había cortado el cordel. ¡Jondalar conocía esa lanza!
    Se volvió hacia el lugar desde donde había llegado el arma. Justamente detrás de Attaroa observó movimientos. La vista se le enturbió y los ojos se le llenaron con lágrimas de alivio. Apenas podía creerlo. ¿Podía ser realmente ella? ¿En verdad estaba viva? Parpadeó varias veces para aclarar la visión. Cuando elevó la mirada, vio cuatro patas de caballo, casi negras, que terminaban en un caballo de pelaje amarillo, con una mujer sobre el lomo.
    — ¡Ayla! —exclamó—. ¡Estás viva!

    29

    Attaroa se volvió bruscamente para ver quién había arrojado la lanza. En el extremo más lejano del campo que estaba inmediatamente al lado del Campamento, vio una mujer que se acercaba, cabalgando en un caballo. La mujer tenía echada sobre la espalda la capucha de la chaqueta de piel; su cabello rubio oscuro y el pelaje amarillo leonado del caballo se asemejaban tanto que la temible aparición parecía realmente un solo ser. Attaroa se preguntó si la lanza habría sido arrojada por la mujer—caballo. Pero, ¿cómo era posible arrojar una lanza desde esa distancia? Entonces vio que la mujer tenía otra lanza al alcance de la mano.
    Un escalofrío de miedo recorrió el cuero cabelludo de Attaroa, la sensación de que los cabellos se le erizaban; pero el frío terror que experimentó en ese momento tenía poco que ver con algo tan material como una lanza. La aparición que ahora veía no era una mujer; de eso estaba segura. En un momento de súbita lucidez, comprendió la cabal e inexplicable atrocidad de sus perversos actos y percibió la figura que atravesaba el campo con una de las formas espirituales de la Madre, una munai, esta vez el espíritu vengador enviado a imponer castigo. En el fondo de su corazón, Attaroa casi le daba la bienvenida; sería un alivio que terminase la pesadilla de esta vida.
    La jefa Attaroa no era la única que temía a la extraña mujer—caballo. Jondalar había intentado explicárselo, pero nadie le había creído. A nadie se le había ocurrido jamás pensar que un ser humano pudiera montar un caballo; incluso viéndola, era difícil creerlo. La súbita aparición de Ayla afectó a todos y cada uno. Para algunos era sólo una presencia intimidatoria, porque era extraño ver a una mujer montando un caballo, y porque, además, temían a lo desconocido; otros creían que su sobrecogedora aparición era un signo de un poder sobrenatural y experimentaron una profunda aprensión. Muchos la veían del mismo modo que Attaroa: su propia némesis personal, el reflejo de su propia conciencia frente a las fechorías cometidas. Alentados o forzados por Attaroa, más de uno había cometido terribles brutalidades o permitido y fomentado que se cometieran; por todo eso, en el silencio de la noche, sentían profunda vergüenza o temían el castigo.
    También Jondalar pensó que Ayla había llegado del otro mundo para salvarle; estaba convencido de que si así lo deseaba podía lograrlo. La miró mientras ella se acercaba sin prisa y estudió atenta y afectuosamente cada detalle, deseando colmar su visión con una imagen que creyó que jamás volvería a ver: la mujer amada cabalgando en la yegua que él tan bien conocía. Tenía la cara sonrosada del frío y los mechones de cabello que habían escapado del cordel que los sostenía sobre la nuca se agitaban al viento. Cada vez que la mujer y el caballo exhalaban el aire, se formaban nubes de vapor tibio, lo que hizo que Jondalar cobrara de pronto conciencia de su propia carne desnuda y del castañeteo de sus dientes.
    Ella llevaba puesto el cinturón sobre la chaqueta de piel y, colgada de un nudo, la daga fabricada con un colmillo de un mamut, que le había regalado Talut. El cuchillo de marfil que Jondalar había fabricado para ella también descansaba en su estuche; también alcanzó a ver la hachuela sostenida por el cinturón. Del lado opuesto colgaba el gastado saquito de piel de nutria con las medicinas.
    Cabalgando con desenvuelta elegancia, Ayla parecía extrañamente segura y confiada, pero Jondalar adivinó que estaba tensa y preparada. Sostenía la honda con la mano derecha; Jondalar sabía con cuánta rapidez podía disparar desde esa posición. Con la mano izquierda, que sin duda retenía un par de piedras, Ayla sostenía una lanza, puesta en el lanzador y equilibrada en diagonal sobre la cruz de Whinney, desde la pierna derecha de Ayla a la paleta izquierda de la yegua. Había otras lanzas que sobresalían de un contenedor de paja entrelazada, precisamente detrás de la pierna de la joven.
    A medida que se aproximaba, Ayla había observado la cara de Attaroa, que reflejaba las reacciones íntimas de la mujer, la aprensión, el temor y la desesperación de su momento de lucidez; pero cuando la mujer a caballo se acercó más, extrañas y perturbadoras sombras enturbiaron de nuevo la mente de Attaroa. La jefa entre cerró los ojos para observar a la mujer bella y después sonrió lentamente, una sonrisa de retorcida y calculadora malicia.
    Ayla nunca había visto la locura, pero interpretó las expresiones inconscientes de Attaroa y comprendió que esa mujer, que amenazaba a Jondalar, era una persona de cuidado; era una hiena. La mujer que llegaba montada en Whinney había capturado muchos carnívoros y sabía que podían ser muy imprevisibles, pero sólo despreciaba a las hienas. Era la metáfora que destinaba a la gente de peor calaña y Attaroa era una hiena, una manifestación peligrosa y perversa del mal, alguien en quien jamás debía confiarse.
    La mirada colérica de Ayla se concentró en la jefa de elevada estatura, aunque se cuidó de mantener vigilado a todo el grupo, incluidas las asombradas Lobas; y fue una suerte que procediera así. Cuando Whinney estaba a pocos metros de Attaroa, Ayla percibió con el rabillo del ojo un movimiento subrepticio a un costado. Con movimientos tan veloces que era difícil seguirlos, una piedra pasó a la honda, Ayla varió levemente su posición y disparó.
    Epadoa lanzó un grito de dolor y se cogió el brazo, mientras su lanza caía al suelo helado. Ayla podría haberle fracturado un hueso de haberlo intentado, pero había apuntado intencionadamente al antebrazo de la mujer y moderado su propia fuerza. Incluso así, la jefa de las Lobas tendría que soportar durante algún tiempo una magulladura muy dolorosa.
    — ¡Attaroa, detén a las mujeres que portan lanza! —exigió Ayla. Jondalar necesitó un momento para advertir que Ayla hablaba en una lengua extraña ya que comprobó que había entendido el sentido. Después, le desconcertó advertir que las palabras que Ayla decía eran en s'armunai. ¿Cómo podía Ayla conocer el s'armunai? Antes jamás lo había oído, ¿verdad?
    También a la jefa le sorprendió oír a una total desconocida llamarla por su nombre, pero la impresionó aún más percibir la peculiaridad del habla de Ayla, que era como el acento de otra lengua y al mismo tiempo no lo era. Esa voz evocó en Attaroa sentimientos que casi había olvidado; el recuerdo sepultado de un conjunto de emociones, entre ellas el miedo, que le provocaron una inquietante desazón. Todo eso reforzó su convicción íntima de que la figura que se aproximaba no era simplemente una mujer que montaba un caballo.
    Habían pasado muchos años desde que experimentó esos sentimientos. A Attaroa nunca le habían gustado las condiciones que inicialmente los originaron y le agradaba menos todavía que ahora se los recordasen. Todo eso le provocaba nerviosismo, inquietud y cólera. Deseaba rechazar el recuerdo. Tenía que desembarazarse de todo aquello, destruirlo completamente, de modo que jamás regresara. Pero, ¿cómo? Miró a Ayla, montada en el caballo, y en ese instante llegó a la conclusión de que todo era culpa de la mujer rubia. Era ella quien le había hecho evocarlo todo, el recuerdo, los sentimientos. Si la mujer desaparecía —si se la destruía— todo se disiparía y todo volvería a andar bien otra vez. Con su rápida aunque distorsionada inteligencia, Attaroa comenzó a planear el modo de destruir a la mujer. En su rostro se dibujó una sonrisa astuta y sinuosa.
    —Bien, parece que el zelandonii, después de todo, nos dijo la verdad —afirmó—. Has llegado a tiempo. Creímos que estaba tratando de robar carne cuando apenas tenemos lo suficiente para nosotros. Entre los S’Armunai, la pena con que se castiga el robo es la muerte. Nos contó cierta historia acerca de un viaje montado a caballo, pero, como puedes comprender, nos pareció increíble... —Attaroa advirtió que no se traducían sus palabras y se interrumpió—: ¡S’Armuna! No estás diciendo mis palabras —rezongó.
    S'Armuna había estado mirando fijamente a Ayla. Recordó que una de las primeras cazadoras que había regresado con el grupo que transportaba al hombre había mencionado una temible visión que se le había presentado durante las cacerías y deseaba que S’Armuna se la interpretase. Habló de una mujer sentada en el lomo de uno de los caballos que corrían hacia el abismo; decía que esa mujer trataba de controlarle y que, finalmente, le había obligado a volver atrás. Cuando las cazadoras que traían la segunda carga de carne dijeron que habían visto a una mujer que se alejaba sobre un caballo, S’Armuna comenzó a cavilar acerca del significado de las extrañas visiones.
    Muchas cosas habían estado preocupando a La Que Servía a la Madre durante algún tiempo, pero cuando el hombre a quien las cazadoras trajeron resultó ser un joven que parecía haberse materializado emergiendo del pasado de la propia hechicera, y relató una historia acerca de una mujer a caballo, el asunto la inquietó. Tenía que ser un signo, pero ella no había podido discernir su sentido. La idea había estado rondando por la mente de S’Armuna mientras ensayaba diferentes interpretaciones de la imagen recurrente. Una mujer que ahora, en efecto, entraba a caballo en el Campamento confería al signo un alcance inusitado. Era la manifestación de una visión y el impacto que le produjo provocó en ella una profunda agitación. No había prestado mucha atención a Attaroa, pero una parte de S’Armuna había escuchado y ahora se apresuró a traducir al zelandonii las palabras de la jefa.
    —La muerte de un cazador como castigo por haber cazado no es el estilo de la Gran Madre de Todos —dijo Ayla en zelandoni, después de escuchar la traducción, aunque había entendido el sesgo de la perorata de Attaroa. El s'armunai era tan parecido al mamutoi que podía comprender gran parte de lo que se hablaba y, además, había aprendido unas cuantas palabras; pero el zelandoni era más fácil y Ayla podía expresarse mejor en esa lengua—. La Madre recomienda a Sus hijos que compartan el alimento y ofrezcan hospitalidad a los visitantes.
    Cuando la oyó hablar en zelandoni, S’Armuna advirtió la peculiaridad del habla de Ayla; aunque hablaba perfectamente la lengua, había algo... pero ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Attaroa esperaba.
    —Por eso hemos establecido el castigo —explicó fluidamente Attaroa, aunque la cólera que ella pretendía controlar era evidente tanto para S'Armuna como para Ayla—. Previene el robo, de modo que haya suficiente para compartir. Pero una mujer como tú, tan eficaz con las armas, no puede comprender cuál era nuestra situación cuando ninguna mujer sabía cazar. El alimento escaseaba. Todos sufrimos.
    —Pero la Gran Madre Tierra suministra sobrada carne para Sus Hijos. No cabe duda de que las mujeres que viven aquí conocen los alimentos que crecen y pueden ser recolectados —dijo Ayla.
    — ¡Pero tuve que prohibir eso! Si les hubiese permitido que pasaran el tiempo recolectando, no habrían aprendido a cazar.
    —Entonces, la escasez que padecisteis fue obra de vosotros mismos y la decisión de quienes te acompañaron. Eso no es motivo para matar a la gente que no conoce tus costumbres —dijo Ayla—. Has asumido el derecho que corresponde a la Madre. Ella llama a Sus hijos cuando Ella lo desea. No te corresponde a ti asumir Su autoridad.
    —Todos los pueblos tienen costumbres y tradiciones que son importantes, y si se las infringe, algunos imponen el castigo de la muerte —dijo Attaroa.
    Eso era bastante cierto; Ayla lo sabía por experiencia.
    —Pero, ¿por qué vuestra costumbre exige un castigo de muerte si alguien necesita comer? —dijo—. Las costumbres de la Madre priman sobre todas las demás costumbres. Ella impone que se comparta el alimento y se dé hospitalidad a los visitantes. Attaroa, eres... descortés y poco hospitalaria.
    ¡Descortés y poco hospitalaria! Jondalar trató de evitar una risa burlona. ¡Más bien era criminal e inhumana! Había estado observando y escuchando asombrado, y sonrió apreciativamente cuando oyó la declaración tan moderada de Ayla. Recordó la época en que ella ni siquiera podía comprender una broma y mucho menos proferir insultos sutiles.
    Attaroa estaba visiblemente irritada; era todo lo que podía hacer para contenerse. Había sentido la punzada de la crítica «cortés» de Ayla. La había reprendido como si no fuera más que una niña; una niña desobediente. Habría preferido el poder implícito de ser calificada de perversa, una mujer poderosamente perversa, a quien había que respetar y temer mucho. La suavidad de las palabras la convertía en un ser más bien cómico. Attaroa advirtió la sonrisa de Jondalar y le miró malévola, segura de que todos los que asistían deseaban reírse con él. Se prometió que Jondalar lo lamentaría y también aquella mujer.
    Ayla pareció acomodarse mejor en Whinney, pero en realidad había variado discretamente su posición para coger mejor el lanzador.
    —Creo que Jondalar necesita sus ropas —siguió diciendo Ayla, y levantó un poco la lanza, de modo que se viese que la sostenía, aunque sin adoptar una actitud francamente amenazadora—. No olvides la chaqueta, la que estás usando. Y quizás deberías enviar a alguien a tu vivienda para recoger su cinturón, sus mitones, el saco de agua, el cuchillo y las herramientas que llevaba consigo.
    Esperó que S’Armuna tradujese. Attaroa rechinó los dientes pero sonrió, aunque sólo consiguió una mueca. Con un gesto de la cabeza hizo una señal a Epadoa. Con el brazo izquierdo, el que no estaba dolorido. —Epadoa sabía que también tenía un hematoma en la pierna, donde Jondalar le había asestado un puntapié— la jefa de las Lobas de Attaroa recogió las ropas que habían arrancado con tanto esfuerzo al hombre y las dejó caer frente a él; después, entró en la amplia vivienda.
    Mientras esperaban, de pronto la jefa habló, tratando de adoptar un tono cordial.
    —Habéis viajado mucho, sin duda estáis cansados... ¿cómo dijo que te llamas? ¿Ayla?
    La mujer a caballo asintió, pues había comprendido bastante bien las palabras de Attaroa. Aquella jefa no prestaba atención a las presentaciones formales, advirtió Ayla; no era una mujer sutil.
    —Puesto que atribuís tanta importancia a eso, me permitiréis que os ofrezca la hospitalidad de mi vivienda. Os alojaréis conmigo, ¿verdad?
    Antes de que Ayla o Jondalar pudiesen contestar, S’Armuna habló.
    —Creo que es la costumbre ofrecer a los visitantes un lugar con La Que Sirve a la Madre. Serán bienvenidos si desean compartir mi vivienda.
    Mientras escuchaba a Attaroa y esperaba la traducción, el hombre tembloroso se puso los pantalones. Jondalar no había pensado mucho hasta entonces en el frío que sentía, porque su vida corría un peligro inmediato, pero ahora descubrió que tenía los dedos tan duros que se vio en dificultades para hacer los nudos con las cuerdas cortadas que sostenían sus calzones. Aunque estaba desgarrada, recibió agradecido su túnica, pero se detuvo un momento, sorprendido, cuando escuchó el ofrecimiento de S’Armuna. Cuando desvió la mirada, después de pasar la túnica sobre su cabeza, vio que Attaroa miraba hostilmente a la hechicera; después se sentó para ponerse el calzado y las polainas con la mayor rapidez posible.
    Attaroa pensó: «Esa mujer tendrá que oírme», pero se limitó a decir:
    —Entonces, Ayla, me permitirás compartir el alimento contigo. Prepararemos un festín y vosotros seréis mis huéspedes de honor. Los dos. —Incluyó a Jondalar en su mirada—. Hace poco hemos realizado una caza con éxito, y no puedo permitir que os marchéis con tan mala opinión de mí.
    Jondalar pensó que el intento de sonrisa cordial de Attaroa era ridículo, y por su parte no deseaba consumir el alimento de esa gente o permanecer un momento más en el Campamento; pero antes de que pudiese manifestar su opinión, Ayla contestó.
    —Attaroa, aceptamos complacidos tu hospitalidad. ¿Cuándo te propones organizar ese festín? Yo también querría traer algo, pero ya es tarde.
    —Sí, es tarde —dijo Attaroa—, y yo también necesito preparar algunas cosas. El festín será mañana, pero por supuesto, compartiréis esta noche nuestra sencilla colación.
    —Debo preparar algo para contribuir al festín. Volveremos mañana —dijo Ayla. Y después agregó—: Attaroa, Jondalar necesita su chaqueta. Por supuesto, devolverá la «capa» que ha estado usando.
    La mujer pasó la chaqueta sobre su cabeza y la entregó al hombre. Tenía el olor de Attaroa cuando él se la puso, pero, aun así, apreció la calidez. La sonrisa de Attaroa mostraba su entera perversidad mientras permanecía allí expuesta al frío, con su delgada prenda interior.
    — ¿Y el resto de las cosas? —le recordó Ayla.
    Attaroa desvió la mirada hacia la entrada de su vivienda e hizo un gesto a la mujer que estaba allí plantada desde hacía un rato. Epadoa se apresuró atraer las cosas de Jondalar y las depositó en el suelo, a unos metros de distancia del hombre. No le hacía ninguna gracia devolver sus cosas a Jondalar. Attaroa le había prometido algunas. Sobre todo, deseaba el cuchillo. Nunca había visto uno tan bellamente trabajado.
    Jondalar se ajustó el cinturón y después devolvió a sus lugares las herramientas y los objetos, casi sin creer que lo había recuperado todo. Había dudado de que volviese a ver los diferentes objetos. En realidad, había dudado de que jamás pudiera salir vivo de allí. Después, para sorpresa de los presentes, montó el caballo detrás de la mujer. Era un Campamento que deseaba perder de vista cuanto antes. Ayla paseó la mirada de un extremo a otro del Campamento, para asegurarse de que nadie intentaría impedirles la partida o arrojarles una lanza. Después, obligó a volver grupas a Whinney y partió al galope.
    — ¡Seguidles! Los quiero de vuelta aquí. No escaparán tan fácilmente —rugió Attaroa a Epadoa, mientras entraba en su morada, temblando de frío.

    Ayla mantuvo el galope de Whinney hasta que estuvieron a cierta distancia del Campamento, descendiendo la ladera de la colina. Marcharon más lentamente cuando entraron en una faja boscosa del llano, cerca del río, y después retornaron por donde habían venido, en busca del campamento que Ayla había instalado y que, en realidad, estaba bastante cerca del poblado s'armunai. Cuando ya avanzaban a un paso más tranquilo de la yegua, Jondalar cobró conciencia de la cercanía de Ayla y sintió una gratitud tan abrumadora por estar de nuevo con ella que casi se quedó sin aliento. Rodeó con los brazos la cintura de Ayla y la sujetó, sintiendo los cabellos de la joven en su mejilla y respirando su aroma femenino, único y tibio.
    —Estás aquí conmigo. Es tan difícil creerlo. Temí que te hubieras ido y que estuvieras caminando en el otro mundo —dijo en voz baja—. ¡Agradezco mucho tenerte de nuevo!; no sé qué decir.
    —Jondalar, te amo tanto... —replicó ella. Se inclinó hacia atrás, apretando aún más su cuerpo contra el pecho del hombre y sintiendo un gran alivio porque de nuevo estaban juntos. Su amor por él la colmaba y desbordaba—. Encontré una mancha de sangre, y mientras seguía el rastro, tratando de encontrarte, no sabía si estabas vivo o muerto. Cuando comprendí que te llevaban, pensé que debías estar vivo, pero tan herido que no podías caminar. Me inquieté mucho, porque no era fácil seguir el rastro y sabía que estaba rezagándome. Las cazadoras de Attaroa pueden andar muy rápido, aunque van a pie, y conocen el camino.
    —Llegaste a tiempo. Era el momento oportuno. Un poco después hubiera sido demasiado tarde —dijo Jondalar.
    —No llegué en aquel momento.
    — ¿No? ¿Y cuándo llegaste?
    —Inmediatamente después de la segunda carga de carne de caballo. Al principio estaba delante de la caravana, pero las que llevaban la primera carga me alcanzaron en el cruce del río. Felizmente, vi a dos mujeres que salían al encuentro del grupo. Encontré un lugar donde ocultarme y esperé a que pasaran, y después las seguí; pero las cazadoras que traían la segunda carga de carne estaban más cerca de lo que yo calculaba. Creo que pudieron verme por lo menos desde lejos. En ese momento yo montaba en Whinney y me alejé deprisa del rastro. Más tarde volví y las seguí otra vez, pero puse más cuidado, porque había un tercer cargamento.
    —Eso explicaría la «conmoción» de la cual habló Ardemun. Ignoraba qué era, sólo sabía que todos estaban nerviosos y comentaban algo después de traer la segunda carga. Pero si ya habías llegado, ¿por qué esperaste tanto para sacarme de allí? —preguntó Jondalar.
    —Tuve que vigilar mucho tiempo, esperando la oportunidad de sacarte de ese lugar cercado... ¿Cómo lo llaman? ¿El Cercado?
    Jondalar asintió.
    — ¿No temías que alguien te viese?
    —He observado a verdaderos lobos en su madriguera; comparados con ellos, las Lobas de Attaroa son ruidosas y es fácil esquivarlas. Casi constantemente estuve tan cerca que oía sus conversaciones. Detrás del Campamento hay un promontorio en la colina. Desde allí uno puede ver todo el poblado, y directamente el Cercado. Detrás, si elevas la mirada, puedes ver tres grandes rocas blancas que forman una hilera, cerca de la cima.
    —Las he visto. Ojalá hubiera sabido que estabas allí. Me habría sentido mejor cada vez que miraba esas piedras blancas.
    —Oí a una pareja de mujeres que las denominaban las Tres Niñas, o quizás las Tres Hermanas —dijo Ayla.
    —Le llaman el Campamento de las Tres Hermanas —dijo Jondalar.
    —Creo que todavía no conozco bien la lengua.
    —Sabes más que yo. Creo que sorprendiste a Attaroa cuando le hablaste en su lengua.
    —El s'armunai se parece tanto al mamutoi que es fácil conocer el sentido de las palabras —dijo Ayla.
    —Nunca pensé en preguntar si las rocas blancas tenían nombre. Son una señal tan apropiada, que parece lógico que se les asigne un nombre.
    —Toda la meseta es una buena señal. Puedes verla desde muy lejos. Desde cierta distancia parece un animal dormido, como tendido de costado. Ya verás que allí delante hay un lugar desde el cual se puede ver muy bien todo el panorama.
    —Estoy seguro de que la colina también tiene nombre, sobre todo porque es un lugar muy conveniente para cazar; pero vi sólo una pequeña parte cuando asistimos a los funerales. Hubo dos desde que llegué aquí; la primera vez enterraron a tres jóvenes —dijo Jondalar, inclinando la cabeza para evitar la rama desnuda de un árbol.
    —Te seguí en el segundo funeral —dijo Ayla—. Creí que podría salir a liberarte entonces, pero te vigilaban muy estrechamente. Y después encontraste el pedernal y comenzaste a enseñar a todos el modo de fabricar lanzavenablos —dijo Ayla—. Tenía que esperar el momento oportuno, para sorprenderlos. Lamento haber tardado tanto.
    — ¿Cómo supiste lo del pedernal? Creí que éramos muy cuidadosos —dijo Jondalar.
    —Estaba observándoos constantemente. Esas Lobas en realidad no son vigías muy eficaces. Tú lo habrías descubierto y encontrado el modo de liberarte por ti mismo, si no te hubieses distraído con el pedernal. Y por lo demás, tampoco son muy buenas cazadoras —dijo Ayla.
    —Cuando tienes en cuenta que al principio no sabían nada, hay que reconocer que no lo han hecho del todo mal. Attaroa dijo que no sabían usar las lanzas y por eso necesitaban perseguir a los animales —dijo Jondalar.
    —Pierden el tiempo recorriendo toda la distancia que las separa del Río de la Gran Madre para empujar a los caballos y obligarlos a saltar al abismo, cuando podrían cazar mejor aquí mismo. Los animales que siguen el curso de este río tienen que cruzar un pasaje estrecho entre el agua y la meseta, y es fácil verlos llegar —dijo Ayla.
    —Observé eso cuando fuimos al primer funeral. El lugar en que se enterraban los cadáveres sería un eficaz puesto de observación, y alguien estuvo haciendo señales con fuego desde la cima, aunque no sé si eso sucedió hace poco o mucho tiempo. Alcancé a ver los restos quemados de las grandes hogueras —comentó Jondalar.
    —En lugar de construir cercados para encerrar a los hombres, podrían haber construido uno para guardar animales y empujarlos luego hacia allí, incluso sin necesidad de lanzas —dijo Ayla; después obligó a Whinney a detenerse—. Mira, ahí están. — Señaló la meseta de piedra caliza que se recortaba contra el horizonte.
    —En efecto, parece un animal dormido; y mira, incluso puedes ver las tres piedras blancas, las Tres Hermanas —dijo Jondalar.
    Cabalgaron un rato en silencio. Después, como si hubiera estado pensando en ello, Jondalar dijo:
    —Si es tan fácil escapar del Cercado, ¿por qué los hombres no lo lograron?
    —No creo que lo hayan intentado realmente —dijo Ayla—. Tal vez por eso las mujeres ya no los vigilen tan de cerca. Pero muchas mujeres, incluso algunas cazadoras, no quieren que los hombres continúen allí. Sucede sencillamente que temen a Attaroa. —Ayla sofrenó al caballo—. Aquí estuvimos acampando —dijo.
    Como para confirmar su observación, Corredor emitió un relincho de bienvenida cuando penetraron en un pequeño espacio limpio de matorrales. El joven corcel estaba bien atado aun árbol. Cada noche Ayla había organizado un campamento mínimo en el centro del bosquecillo, pero por la mañana cargaba todo sobre el lomo de Corredor, porque deseaba estar pronta para salir inmediatamente si era necesario.
    — ¡Salvaste a los dos caballos de perecer al saltar por el risco! —dijo Jondalar—. No sabía si lo habías conseguido, y temía preguntar. La última imagen que recuerdo, antes de que me golpeasen, era que tú montabas en Corredor y tenías dificultad para controlarlo.
    —Tenía que acostumbrarme a la rienda, eso es todo. El problema principal era el otro caballo, pero ahora ha muerto, y lo lamento. Whinney obedeció mi llamada apenas los animales cesaron de apartarla de mí —dijo Ayla.
    Corredor se alegró mucho de ver a Jondalar. Inclinó la cabeza, después la alzó bruscamente en un gesto de saludo, y se habría acercado al hombre si no hubiese estado sujeto. El caballo, las orejas inclinadas hacia delante y la cola erguida, relinchó a Jondalar con ansiosa impaciencia cuando el hombre se aproximó. Después inclinó la cabeza para hocicar la mano del hombre. Jondalar saludó al caballo como a un amigo de quien creía haberse despedido para siempre, y le abrazó, le rascó, le palmeó y habló con el animal.
    Frunció el entrecejo cuando de pronto pensó en otra cosa, algo acerca de lo cual casi odiaba preguntar.
    — ¿Y Lobo?
    Ayla sonrió y emitió un silbido poco conocido. Lobo salió bruscamente de los matorrales, tan alegre de ver a Jondalar que no podía mantenerse quieto. Corrió hacia él, meneó la cola, emitió un leve gañido y después saltó, apoyó las patas delanteras en los hombros de Jondalar y le lamió el mentón. Jondalar le cogió el cuello, como había visto hacer muchas veces a Ayla, y le apretó un poco; después apretó su frente contra la cabeza del lobo.
    —Antes nunca había hecho esto —dijo Jondalar, sorprendido.
    —Te ha echado de menos. Creo que deseaba encontrarte, igual que yo, y no creo que hubiera podido seguirte la pista sin su ayuda. Estábamos bastante lejos del Río de la Gran Madre y había largos trechos de suelo seco y rocoso, sin huellas. Pero su olfato encontró la pista —dijo Ayla. Después, ella también saludó a Lobo.
    —Pero, ¿estaba esperando ahí, entre esos matorrales? ¿Y no ha venido hasta que tú se lo has ordenado? Seguramente fue difícil enseñarle eso. Pero, ¿cómo lo hiciste?
    —Tuve que enseñarle a ocultarse, porque ignoraba quién podía venir aquí y no quería que se enterasen de su existencia. Esas mujeres comen carne de lobo.
    — ¿Quién come carne de lobo? —preguntó Jondalar, arrugando la nariz con repugnancia.
    —Attaroa y sus cazadoras.
    — ¿Están tan hambrientas? —preguntó Jondalar.
    —Quizás eso fue antes, pero ahora lo hacen como rito. Las vi una noche. Estaban iniciando a una nueva cazadora, convirtiendo a una joven en parte de su Manada de Lobas. Mantienen el secreto frente a las otras mujeres y se alejan de las viviendas para ir aun lugar especial. Tenían un lobo vivo en una jaula y le mataron, le descuartizaron, le cocieron y se lo comieron. Les gusta pensar que de ese modo reciben la fuerza y la astucia del lobo. Les iría mejor si se limitaran a observar a los lobos. Aprenderían más —dijo Ayla.
    No era extraño que Ayla criticara tanto a las Lobas y sus habilidades como cazadoras, pensó Jondalar, y de pronto comprendió por qué su compañera no simpatizaba con esas mujeres. Sus ritos de iniciación amenazaban a su lobo.
    —De modo que enseñaste a Lobo a mantenerse oculto hasta que tú le llamases. Ése es un silbido diferente, ¿verdad? —preguntó.
    —Te lo enseñaré, pero incluso si él se esconde la mayor parte del tiempo cuando yo se lo digo, me preocupa su seguridad. También la de Whinney y Corredor. Los caballos y los lobos son los únicos animales a los que las mujeres de Attaroa matan —dijo, paseando la mirada sobre sus amados animales.
    —Ayla, has aprendido mucho acerca de ellas —dijo Jondalar.
    —Tuve que aprender todo lo posible para sacarte de allí —dijo Ayla—. Pero tal vez aprendí demasiado.
    — ¿Demasiado? ¿Cómo has podido aprender demasiado?
    —Cuando descubrí dónde estabas, sólo pensé en sacarte de ese lugar y después alejarnos de aquí cuanto antes; pero ahora no podemos irnos.
    — ¿Por qué dices que no podemos irnos? ¿Qué lo impide? —preguntó Jondalar, frunciendo el entrecejo.
    —No podemos permitir que esos niños vivan en condiciones tan terribles, y tampoco los hombres. Tenemos que sacarlos de ese Cercado —dijo Ayla.
    Jondalar comenzó a inquietarse. Había visto antes esa expresión decidida.
    —Ayla, es peligroso permanecer aquí, y no sólo para nosotros. Piensa que los dos caballos son blancos fáciles. No huyen de la gente. Y no querrás ver a Lobo cerca del cuello de Attaroa, ¿verdad? Yo también deseo ayudar a esa gente. He vivido en ese lugar y nadie debería verse obligado a vivir así, y menos que nadie los niños, pero ¿qué podemos hacer? Somos tan sólo dos personas.
    Jondalar deseaba realmente ayudar a aquella gente, pero temía que, si continuaban allí, Attaora podría domar a Ayla. Creía que la había perdido, y ahora que de nuevo estaban reunidos, temía que, en caso de permanecer, acabase perdiéndola realmente. Trataba de encontrar un motivo sólido para convencerla de que se marcharan.
    —No estamos solos. No sólo nosotros deseamos cambiar las cosas. Tenemos que hallar el modo de ayudarles —dijo Ayla; después hizo una pausa y pensó—. Creo que S’Armuna desea que regresemos... por eso ofreció su hospitalidad. Debemos ir mañana a ese festín.
    —Attaroa ha empleado antes el veneno. Si regresamos allí, quizás jamás nos marchemos —advirtió Jondalar—. Sabes que te odia.
    —Lo sé, pero, de todos modos, debemos regresar. Por los niños. No comeremos más que lo que yo lleve, y sólo si no lo perdemos de vista. ¿Crees que deberíamos cambiar de lugar el campamento, o permanecer aquí? —preguntó Ayla—. Tengo mucho que hacer antes de mañana.
    —No creo que trasladarnos nos ayude. Sencillamente, nos seguirán la pista. Por eso tendríamos que irnos ahora —dijo Jondalar, cogiendo a Ayla por los brazos.
    La miró en los ojos, concentrando su atención como si intentase obligarla a cambiar de idea. Finalmente, se desprendió de ella, consciente de que Ayla no se marcharía y de que él se quedaría a ayudarla. En el fondo de su corazón era lo que Jondalar deseaba hacer, pero tenía que convencerse de que no podía persuadirla de lo contrario. Se prometió que no permitiría que nada la perjudicase.
    —Está bien —dijo—. Dije a los hombres que tú jamás soportarías que tratasen así a un ser humano. No pienso que me hayan creído, pero necesitaremos ayuda para sacarlos de su encierro. Reconozco que me sorprendió escuchar a S’Armuna cuando sugirió que nos alojáramos con ella —dijo Jondalar—. No creo que adopte esa actitud con mucha frecuencia. Su morada es pequeña y se encuentra en un lugar incómodo. No suele recibir visitantes, pero ¿por qué crees que desea que retornemos?
    —Porque interrumpió a Attaroa para invitarnos. Y no creo que la jefa se sienta muy complacida con la actitud de S’Armuna. Jondalar, ¿confías en ella?
    El hombre reflexionó un momento.
    —No lo sé. Confío en ella más que en Attaroa, pero supongo que eso no significa mucho. ¿Sabías que S’Armuna conoció a mi madre? Vivía con la Novena Caverna cuando era joven, y las dos eran amigas.
    —Por eso habla tan bien tu lengua. Pero si conoce a tu madre, ¿por qué no te ayudó?
    —Yo también me lo he preguntado. Quizás no quería hacerlo. Creo que algo sucedió entre ella y Marthona. No recuerdo que mi madre mencionara jamás que conocía a alguien que había ido a vivir con ella cuando era joven. Pero tengo cierto presentimiento acerca de S’Armuna. Curó mi herida y, aunque eso es más de lo que ha hecho por la mayoría de los hombres, creo que desea hacer más todavía. Y no me parece que Attaroa lo permita.
    Retiraron la carga de Corredor y organizaron el campamento, si bien ambos se sentían inquietos. Jondalar encendió el fuego mientras Ayla comenzaba a preparar comida para ambos. Comenzó con las raciones que generalmente calculaba para los dos, pero después recordó lo poco que comían los hombres del Cercado y decidió aumentar la cantidad. Una vez que él comenzara a comer de nuevo, sentiría mayor apetito.
    Jondalar se acurrucó cerca del fuego un rato, después que consiguió encenderlo bien, observando a la mujer amada. Después se acercó a ella.
    —Antes de que estés demasiado atareada, mujer —dijo, tomándola en sus brazos—, he saludado a un caballo y a un lobo, pero aún no he saludado a lo que es más importante para mí.
    Ella sonrió del modo que siempre suscitaba un cálido sentimiento de amor y ternura.
    —Nunca estoy demasiado atareada para ti —dijo.
    Él se inclinó para besar los labios de Ayla, al principio lentamente, pero después, todo el miedo y la angustia que había experimentado ante la posibilidad de perderla, le abrumó de pronto.
    —Temí no verte nunca más. Pensé que habías muerto. —La voz se le quebró con un sollozo de tensión y alivio cuando la apretó contra su cuerpo—. Nada de lo que Attaroa podría haberme hecho hubiera sido peor que perderte.
    La sostuvo con tanta fuerza que apenas podía respirar, pero no deseaba que la soltara. Le besó la boca, después el cuello, y comenzó a explorar el cuerpo conocido con sus manos sabias.
    —Jondalar, estoy segura de que Epadoa viene siguiéndonos... El hombre se apartó un poco y recuperó el aliento.
    —Tienes razón, éste no es el momento apropiado. Seríamos demasiado vulnerables si cayese sobre nosotros. —Él hubiera debido prever esa situación. Sintió la necesidad de explicarse—. Sucede que... pensé que no volvería a verte. Estar aquí contigo es como un Don de la Madre, y... bien... sentí el impulso de honrarla.
    Ayla le abrazó, deseando que Jondalar supiera que ella sentía lo mismo. Pensó de pronto que nunca había visto que él intentase explicar por qué la deseaba. Aunque ella no necesitaba una explicación. En todo caso, ella necesitaba poco para olvidar el peligro en que estaba y para entregarse a su propio deseo. Después, cuando sintió que se acentuaba la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella, reconsideró la situación.
    —Jondalar... —El tono de su voz atrajo la atención de Jondalar—. Pensándolo bien, probablemente llevemos mucha ventaja a Epadoa; necesitará un buen rato para llegar hasta aquí... y Lobo nos avisará...
    Jondalar la miró y comenzó a percibir lo que ella sugería; su gesto de preocupación se convirtió poco a poco en una sonrisa y sus atractivos ojos azules expresaron su deseo y su amor...
    —Ayla, mujer, mi bella y amante mujer —dijo, con la voz ronca a causa del deseo.
    Había pasado mucho tiempo desde la última vez y Jondalar estaba dispuesto, pero se tomó el tiempo necesario para besarla lenta y apasionadamente. Sintió que los labios de Ayla se entreabrían para dar acceso a su boca tibia; eso alentó su pensamiento hacia otros labios que se entreabrían y otras aberturas húmedas y tibias, de tal forma que sintió anticipadamente los impulsos de su propia virilidad. Sería bastante difícil abstenerse de darle Placeres.
    Ayla le abrazó con fuerza y cerró los ojos para pensar únicamente en la boca de Jondalar sobre la que ella le ofrecía y en su lengua, que la exploraba lentamente. Sintió el calor turgente de Jondalar presionando sobre el cuerpo femenino, y su respuesta fue tan inmediata como la del hombre; un ansia tan intensa que no quiso esperar. Deseaba estar más cerca de él, estar tan cerca como sólo es posible sintiéndolo en su interior. Manteniendo sus labios sobre los de Jondalar, deslizó los brazos hacia abajo, desde el cuello, para desatar el cierre de sus propios calzones de piel. Los dejó caer al suelo y después buscó los cordeles que sostenían los pantalones de Jondalar.
    Jondalar sintió que ella manipulaba los nudos que él había tenido que atar con los cordeles de cuero cortados. Se enderezó, separándose de Ayla, sonrió en los ojos que tenían el color gris azulado de cierto pedernal de buena calidad, desenfundó el cuchillo y cortó de nuevo los lazos. De todos modos, tendría que reemplazarlos. Ella también sonrió; después sostuvo su propia prenda el tiempo suficiente para avanzar unos pasos sobre las pieles de dormir y, finalmente, cayó sobre ellas. Jondalar la siguió mientras Ayla desataba su calzado y, después, el del propio Jondalar.
    De costado, volvieron a besarse; Jondalar deslizó la mano bajo el chaquetón de piel de la túnica en busca del seno firme. Sintió que el pezón se endurecía en su palma y después levantó las gruesas prendas para desnudar el seductor extremo. El pezón se contrajo con el frío hasta que él lo introdujo en su boca. Después se entibió, pero no se relajó. Como no deseaba esperar, ella se puso de espaldas, atrayendo a Jondalar sobre su propio cuerpo y se abrió para recibirle.
    Con un sentimiento de alegría, porque ella estaba tan pronta como él, Jondalar se arrodilló entre los muslos tibios y dirigió su miembro ansioso hacia el pozo profundo. La húmeda tibieza de Ayla lo envolvió, acariciando la plenitud de Jondalar mientras él la penetraba en profundidad con un gimiente suspiro de placer.
    Ayla lo sintió en su interior, penetrando profundamente, y lo acercó más al núcleo de su propio ser. Se permitió olvidarlo todo, excepto la calidez del hombre que la colmaba mientras ella se arqueaba para recibirle mejor. Sintió que él se retiraba un poco, acariciándola íntimamente, y después la llenaba otra vez. Con un grito expresó su bienvenida y su placer mientras el largo vástago de Jondalar se retiraba y penetraba de nuevo, en la posición exacta, de modo que, cada vez que él penetraba, su virilidad frotaba el pequeño centro de placer de Ayla, transmitiéndole excitantes sacudidas a través de todo el cuerpo femenino.
    Jondalar se acercaba deprisa al final; durante un momento temió que la urgencia fuese excesiva, pero no hubiera podido contenerse aunque lo intentara, y esta vez no lo intentó. Se permitió avanzar y retirarse según lo imponía su necesidad, y sintió la disposición de Ayla en el ritmo del movimiento de la joven, que se acompasaba al de Jondalar, cada vez más veloz. De pronto, abrumadoramente, él llegó a la culminación.
    Con una intensidad pareja a la de Jondalar, ella estaba pronta. Murmuró:
    —Ahora, ¡oh!, ahora. —Mientras se esforzaba por llegar al mismo tiempo.
    El modo en que ella le alentó fue una sorpresa. No lo había hecho antes, pero tuvo un efecto inmediato. Con el impulso siguiente, la erección de Jondalar alcanzó la fuerza de una erupción convulsiva y estalló en una explosión de liberación y placer. Ella iba ligeramente retrasada y, con un grito de placer exquisito, culminó un momento después. Unos pocos movimientos más y ambos se calmaron.
    Aunque todo terminó rápidamente, el momento había sido tan intenso que la mujer necesitó un rato para bajar de la cima a que había llegado. Cuando Jondalar pensó que su peso sobre ella era excesivo, rodó a un costado y se desprendió; Ayla experimentó un inexplicable sentimiento de vacío y el deseo de permanecer más tiempo unidos. En cierto modo, él la completaba, y la comprensión cabal de lo mucho que ella había temido por Jondalar y echado de menos su presencia la afectó de un modo tan acerbo que sintió que las lágrimas afluían a sus ojos.
    Jondalar vio una gota de agua transparente que descendía por la comisura externa del ojo de Ayla y por su mejilla y llegaba a su oreja.
    Se incorporó un poco y la miró.
    — ¿Qué sucede, Ayla?
    —Me siento tan feliz de estar contigo —dijo ella, y otra lágrima afloró y se estremeció sobre el borde de su ojo, antes de derramarse.
    Jondalar la tocó con un dedo y se llevó a los labios la gota salada.
    —Si eres feliz, ¿por qué lloras? —dijo, aunque sabía la respuesta.
    Ella meneó la cabeza, incapaz de hablar en ese momento. Jondalar le sonrió con la conciencia de que ella compartía sus intensos sentimientos de alivio y gratitud porque ahora estaban de nuevo juntos. Se inclinó para besarle los ojos y la mejilla y, finalmente, su bella boca sonriente.
    —Yo también te amo —murmuró al oído de Ayla. Sintió un débil movimiento de su virilidad y sintió el deseo de empezar de nuevo; pero no era el momento. Seguramente Epadoa les seguía el rastro y, más tarde o más temprano, los encontraría.
    —Hay un arroyo cerca —dijo Ayla—. Necesito lavarme y también podría traer agua.
    —Iré contigo —dijo el hombre, porque aún deseaba estar cerca de Ayla, porque además sentía un impulso protector.
    Recogieron sus prendas y las botas y después los recipientes para el agua; se acercaron aun arroyo bastante ancho, casi cubierto por el hielo, que dejaba correr el agua sólo en un pequeño sector central. Jondalar se estremeció al recibir el impacto del agua helada y admitió que se lavaba sólo porque ella lo hacía. Habría preferido que el cuerpo se le secara en la tibieza de sus ropas. Pero si ella tenía la más mínima oportunidad, incluso con el agua más fría siempre se lavaba. Jondalar sabía que era un rito que su madrastra del Clan le había enseñado, aunque ahora invocaba a la Madre con palabras murmuradas en mamutoi.
    Llenaron los recipientes de agua, y mientras regresaban a su campamento, Ayla rememoró la escena que había presenciado poco antes de que cortara la primera de las ataduras de Jondalar.
    — ¿Por qué no te acoplaste con Attaroa? —preguntó—. Heriste su orgullo en presencia de su pueblo.
    —Yo también tengo orgullo. Nadie me obligará a compartir el Don de la Madre. Y además, no habría cambiado nada. Estoy seguro de que su intención siempre había sido la de convertirme en blanco de sus lanzas. Pero ahora, creo que tú eres quien debe andarse con cuidado. «Descortés y poco hospitalaria»... —sonrió; después adoptó una expresión más grave—. Te odia, y tú lo sabes. Si se le ofrece la oportunidad, nos matará.

    30

    Cuando Ayla y Jondalar se prepararon para dormir, ambos permanecieron atentos a todos los sonidos que alcanzaban a oír. Ataron cerca a los caballos y Ayla mantuvo a Lobo al lado de su lecho, pues sabía que él le avisaría si se producían ruidos extraños; pero, aun así, durmió mal. Sus sueños tenían un perfil amenazador, aunque desdibujado y desorganizado, sin mensajes o advertencias que ella pudiese precisar, excepto que Lobo aparecía constantemente en ellos.
    Despertó cuando los primeros hilos de la luz del día se filtraron a través de las desnudas ramas de sauce y alerce, hacia el este, cerca del arroyo. Todavía estaba oscuro dentro del espacio cerrado, pero mientras observaba, comenzó a ver que los abetos de gruesas agujas y los pinos piñoneros de agujas más largas se perfilaban en la luz paulatinamente más intensa. Un fino polvo de nieve seca había rociado todo el sector durante la noche, cubriendo las plantas verdes, los matorrales enmarañados, la hierba seca y las camas con un manto blanco, pero Ayla sentía una agradable tibieza.
    Casi había olvidado lo gratificante que era tener a Jondalar durmiendo junto a ella; permaneció inmóvil un rato, gozando de la proximidad del hombre. Pero su mente no permanecía quieta. Continuó pensando en el día que la esperaba y reflexionando acerca de lo que iba a preparar para el festín. Finalmente, decidió levantarse, pero, cuando intentó deslizarse fuera de las pieles, sintió el brazo de Jondalar que le rodeaba la cintura y la retenía.
    — ¿Es necesario que te levantes? Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te sentí al lado, que detesto dejarte ir —dijo Jondalar, acariciándole el cuello.
    Ella retornó a la calidez de las mantas.
    —Yo tampoco deseo levantarme. Hace frío, y preferiría permanecer aquí, bajo las pieles y contigo, pero tengo que cocinar algo para el «festín» de Attaroa, y prepararte el desayuno. ¿No tienes apetito?
    —Ahora que lo mencionas, ¡creo que me comería un caballo! —dijo Jondalar, mirando exageradamente a los dos que estaban allí al lado.
    — ¡Jondalar! —exclamó Ayla, fingiéndose impresionada. Él le dedicó una sonrisa.
    —No uno de los nuestros, pero, de todos modos, eso es lo que he estado comiendo últimamente... cuando me daban de comer. Si no hubiese tenido tanto apetito, creo que no habría aceptado la carne de caballo; pero cuando no hay otra cosa, uno come lo que puede. Y no es mala.
    —Lo sé, pero no es necesario que continúes comiéndola. Disponemos de otros alimentos —dijo Ayla. Se acurrucaron juntos un rato más; después Ayla apartó la piel—. El fuego se ha apagado; si enciendes otro, prepararé nuestra infusión matutina. Hoy necesitamos un buen fuego, con mucha leña.
    Para la comida de la noche anterior Ayla había preparado una cantidad mayor de lo normal de una espesa sopa de carne seca de bisonte y raíces secas, agregando unos cuantos piñones de la piñas de los árboles que crecían cerca; pero Jondalar no había podido comer todo lo que le hubiera gustado. Después que ella apartó las sobras, acercó un canasto con pequeñas manzanas enteras, apenas más grandes que cerezas, que había descubierto mientras seguía la pista de Jondalar. Estaban heladas, pero aún se mantenían adheridas aun achaparrado bosquecillo de árboles sin hojas, sobre la ladera meridional de la colina. Ayla había cortado por la mitad aquellas manzanitas duras, las había despojado de las semillas y después las había hervido un rato con brotes secos de rosal. Dejó toda la noche este brebaje en el fuego. Por la mañana se había enfriado y espesado, gracias a la peptina natural, formando una salsa que tenía la consistencia de una jalea, con pedazos de piel de manzana más duros.
    Antes de preparar la infusión de la mañana, Ayla agregó un poco de agua a la sopa que había sobrado, y colocó más piedras de cocinar en el fuego, para calentarla para el desayuno. También probó la espesa mezcla de manzanas. El frío había moderado la áspera acritud natural de las manzanas duras; la incorporación de los brotes de rosal había producido una coloración rojiza y un sabor fragante y dulzón. Sirvió un cuenco a Jondalar al mismo tiempo que la sopa.
    — ¡Éste es el mejor alimento que jamás he comido! —dijo Jondalar después de probar los primeros bocados—. ¿Qué has hecho para que tuviese tan buen sabor?
    Ayla sonrió.
    —Lo encuentras muy sabroso porque tienes apetito.
    Jondalar asintió, y entre un bocado y otro dijo:
    —Supongo que tienes razón. Esto hace que compadezca a los que aún están en el Cercado.
    —Nadie debería pasar hambre cuando hay suficiente alimento —dijo Ayla, y su cólera se encendió un momento—. La cosa es diferente cuando todos están necesitados.
    —A veces, hacia el final de un invierno muy duro, puede suceder eso —dijo Jondalar—. ¿Alguna vez has pasado hambre?
    —Me he visto obligada a prescindir de algunas comidas, y parece que los bocados favoritos son siempre los primeros que desaparecen, pero si sabes dónde buscar, generalmente siempre encuentras algo que comer... ¡Con la condición de que tengas libertad para buscar!
    —He conocido gente que pasó hambre porque se le terminaron los alimentos y no sabía dónde encontrarlos; pero, Ayla, se diría que tú siempre encuentras algo de comer. ¿Cómo sabes tanto?
    —Iza me enseñó. Creo que siempre me interesaron las comidas y las cosas que crecen —dijo Ayla, y después hizo una pausa—. Pienso que hubo una época en que casi llegué a pasar hambre, poco antes de que Iza me encontrase. Era joven y no recuerdo mucho esa época. —Una plácida sonrisa de remembranza se dibujó en su cara—. Iza decía que nunca había conocido a nadie que aprendiera con tanta rapidez a buscar el alimento, sobre todo porque yo no nací con el recuerdo de dónde o cómo buscarlo. Decía que el hambre me había enseñado.
    Cuando terminó de devorar una segunda y generosa porción, Jondalar vio cómo Ayla examinaba sus reservas de alimento conservado, que estaban cuidadosamente guardadas, y comenzaba a preparar el plato que se proponía llevar para el festín. Había estado pensando en el recipiente apropiado para cocinar la comida; tenía que ser lo suficientemente grande como para contener la cantidad necesaria para todo el Campamento s'armunai, pues habían escondido la mayor parte de su equipo y sólo traían consigo los elementos más esenciales.
    Cogió el recipiente de agua más grande y vació el contenido en cuencos más pequeños y en otros cacharros de cocina; después separó el revestimiento de cuero, que había sido cosido con la piel afuera. El revestimiento provenía del estómago de un uro, que no era exactamente impermeable, pero filtraba muy lentamente. El cuero suave de la cubierta absorbía lentamente la humedad, que se evaporaba por los poros, de modo que la cara exterior se mantenía básicamente seca. Ayla abrió el extremo superior del revestimiento, lo ató a un marco de madera con tendones que extrajo de su bolso de costura, después volvió a llenarlo con agua y esperó hasta que se filtró una delgada película de humedad.
    Ahora, el fuego vivo que habían encendido antes se había convertido en un montón de brasas; Ayla depositó directamente sobre ellas el saco de agua sujeto al armazón de madera, cuidando de que cerca hubiese más agua para mantener siempre lleno el recipiente de piel. Mientras esperaba que el agua hirviese, comenzó a entretejer un apretado canasto de ramas de sauce y paja amarillenta, flexibilizados por la humedad de la nieve.
    Cuando comenzaron a aparecer burbujas, cortó tiras de carne seca magra y, junto con algunas untuosas tortas de sus provisiones de viaje, las introdujo en el agua para obtener un caldo espeso y carnoso. Después agregó una mezcla de diferentes cereales. Más tarde incorporaría también algunas raíces secas, zanahorias silvestres y cacahuetes ricos en almidón, además de otras hortalizas de vaina y tallo, pasas y bayas. Lo sazonó todo con una selecta serie de hierbas, que incluía uña de caballo, acedera, albahaca y barba de cabra, y un poco de sal que conservaba desde el día en que había abandonado la Asamblea Estival de los Mamutoi y de cuya existencia Jondalar ni siquiera tenía idea.
    Jondalar no quería alejarse mucho; permaneció cerca, recogiendo leña, trayendo más agua, arrancando hierbas y cortando ramas de sauce para los canastos que ella entretejía. Se sentía tan feliz de estar con ella que no deseaba perderla de vista. Ayla se sentía igualmente feliz de gozar nuevamente de la compañía de Jondalar. Pero cuando el hombre vio la gran cantidad de ingredientes que empleaba, comenzó a preocuparse. Acababa de pasar por un período de mucha necesidad y tenía una anormal apreciación de los alimentos.
    —Ayla, en ese plato va gran parte de nuestras raciones alimentarias de emergencia. Si gastas tanto, podemos quedarnos desabastecidos.
    —Quiero preparar suficiente comida para todos, para los hombres y las mujeres del campamento de Attaroa, porque quiero demostrarles lo que podrían tener en sus propios depósitos si colaborasen —explicó Ayla.
    —Tal vez yo podría coger mi lanzavenablos y ver si puedo encontrar carne fresca —dijo Jondalar con una expresión preocupada.
    Ella le miró, sorprendida por su preocupación. En general, la mayor parte del alimento que habían consumido durante el viaje provenía de las regiones que atravesaban y, casi siempre, cuando echaban mano de sus reservas, lo hacían más por comodidad que por necesidad. Además, tenían más alimentos guardados con el resto de sus cosas, cerca del río. Ella le examinó atentamente. Por primera vez advirtió que estaba más delgado y comenzó a comprender aquella preocupación tan poco característica en él.
    —Quizás sea una buena idea —dijo Ayla—. Deberías llevar a Lobo contigo. Es eficaz descubriendo y levantando las presas y podría avisarte si alguien se acerca. Estoy segura de que Epadoa y las Lobas de Attaroa están buscándonos.
    —Si llevo a Lobo, ¿quién te avisará a ti? —preguntó Jondalar.
    —Lo hará Whinney. Sabrá si se aproximan extraños. Pero me gustaría salir de aquí apenas terminemos con todo esto y volver al asentamiento de los S’Armunai.
    — ¿Tardarás mucho? —preguntó Jondalar, con señales de preocupación en su frente, mientras sopesaba sus alternativas.
    —Creo que no mucho, pero no estoy acostumbrada a cocinar tanto de una sola vez y, por eso, no me siento muy segura.
    —Quizás debería esperar y salir después de cacería.
    —A ti te toca decidirlo, pero si te quedas, me vendría bien un poco más de leña —dijo Ayla.
    —Te traeré alguna leña —dijo. Mirando a su alrededor, añadió—: y guardaré todo lo que no estás usando; de ese modo estaremos prontos para partir.
    Ayla necesitó más tiempo del que había previsto; alrededor de media mañana Jondalar se fue con Lobo a explorar el lugar, más con el propósito de asegurarse de que Epadoa no estaba cerca que de buscar animales. Le sorprendió un poco el entusiasmo con que el lobo le acompañó... una vez que Ayla se lo ordenó. Siempre había pensado que el animal pertenecía exclusivamente a Ayla y nunca se le había ocurrido llevarlo consigo. El animal demostró que era una buena compañía y, además, levantó alguna presa; pero Jondalar decidió que le permitiría consumir sólo el conejo que había atrapado.
    Cuando regresaron, Ayla entregó a Jondalar una generosa porción caliente de la deliciosa pasta que había preparado para el Campamento. Aunque generalmente comían sólo dos veces al día, apenas vio el cuenco repleto de alimento, Jondalar se dio cuenta de que tenía mucho apetito. Ayla retiró una parte de la ración y dio también un poco a Lobo.
    Poco después de mediodía estuvieron prontos para partir. Mientras se cocía el alimento, Ayla había terminado dos canastos redondos y altos, ambos de buen tamaño, pero uno un poco más grande que el otro; los dos fueron cargados con la espesa y sabrosa combinación. Incluso había agregado algunas aceitosas nueces de pino de las piñas arrancadas de los árboles. Suponía que a causa de su dieta formada principalmente por carne magra, la abundancia de grasas y aceites sería sobremanera atractiva para los habitantes del Campamento. Sabía también, sin comprender muy bien la razón, que era lo que más necesitaban, sobre todo en invierno, como fuente de calor y de energía, y para lograr que, con el complemento de los cereales, todos se sintieran saciados y satisfechos.
    Ayla cubrió los cuencos repletos con canastos vacíos invertidos, en funciones de tapas; los colocó sobre el lomo de Whinney y los aseguró con un tosco sustentáculo de hierba seca y ramas de sauce que había entrelazado rápidamente, pues los utilizaría sólo una vez para desecharlos después. Finalmente, retornaron al asentamiento s'armunai, pero por un acceso distinto. Durante el trayecto comentaron lo que iban a hacer con los animales apenas llegaran al Campamento de Attaroa.
    —Podemos ocultar los caballos en los bosques, junto al río. Atarlos a un árbol y hacer a pie el resto del trayecto —propuso Jondalar.
    —No quiero atarlos. Si las cazadoras de Attaroa los encontraran, para ellas sería demasiado fácil matarlos —dijo Ayla—. Si están libres, por lo menos tienen la posibilidad de escapar y acudir a nosotros cuando silbemos. Prefiero más bien tenerlos cerca, donde podamos verlos.
    —En ese caso, el campo de pasto seco que está junto al Campamento puede ser un lugar apropiado. Creo que se quedarán allí sin necesidad de que los atemos. Generalmente se mantienen cerca si los llevamos a un lugar donde tienen algo de comer —dijo Jondalar—.Y a Attaroa y a los S’Armunai les impresionará mucho si ambos entramos en el Campamento montando caballos. Si son como los demás que hemos conocido, los S'Armunai probablemente sentirán temor ante quienes pueden controlar los caballos. Todos piensan que todo eso tiene que ver con los espíritus o los poderes mágicos, o algo por el estilo; pero mientras teman, estamos en ventaja. Como somos sólo dos, necesitamos todas las salvaguardias posibles.
    —Es cierto —dijo Ayla, frunciendo el entrecejo, tanto a causa de la preocupación que sentía por ellos mismos y por los animales, como porque detestaba la idea de aprovecharse de los temores infundados de los S’Armunai. Le parecía como si estuviera mintiendo, pero ahora sus vidas corrían peligro y muy probablemente sucedía lo mismo con la vida de los niños y los hombres del Cercado.
    Fue un momento difícil para Ayla. Se le exigía que eligiera entre dos males, pero había sido ella la que había insistido en regresar para ayudar a aquella gente, a pesar de que retornar constituía una amenaza para la vida de ambos. Tenía que dominar su innata compulsión a decir siempre la verdad absoluta; tenía que elegir el mal menor, adaptarse, si deseaba tener la posibilidad de salvar a los niños y a los hombres del Campamento y salvarse ellos mismos de la locura de Attaroa.
    —Ayla —dijo Jondalar—. ¿Ayla? —repitió, en vista de que no había respondido a su observación anterior.
    — ¡Ah!.. ¿si?
    — ¿Qué me dices de Lobo? ¿También vamos a entrar con él en el Campamento?
    Ayla meditó sobre el particular.
    —No, no lo creo conveniente. Están enterados de lo de los caballos, pero nada saben de un lobo. En vista de lo que les encanta hacer con los lobos, no veo razón alguna para darles la oportunidad de acercarse demasiado al animal. Le diré que se mantenga oculto. Creo que lo hará, si me ve de vez en cuando.
    — ¿Donde se podrá esconder? Alrededor del poblado es casi todo campo abierto.
    Ayla reflexionó un momento.
    —Lobo puede permanecer donde yo me ocultaba mientras estaba observándote. Podemos dar un rodeo desde aquí hasta la falda de la colina. Hay unos árboles y algunos matorrales a lo largo de un arroyuelo que corre en esa dirección. Puedes esperarme aquí con los caballos; después, retornaremos y entraremos en el Campamento desde otra dirección.

    Nadie les vio entrar en el Campamento desde la faja boscosa; los primeros que divisaron a la mujer y al hombre, cada uno en su caballo, atravesando acampo abierto, en dirección al poblado, tuvieron la sensación de que habían surgido pura y simplemente de la nada. Cuando llegaron a la amplia morada de Attaroa, todos los que pudieron se reunieron para observarlos. Incluso los hombres del Cercado se habían agrupado detrás de la empalizada y espiaban a través de las rendijas.
    Attaroa estaba en pie, con las manos en jarras y las piernas separadas, adoptando su actitud de mando. Aunque jamás lo hubiera reconocido, estaba impresionada y bastante inquieta de verlos; y, ahora, a los dos montando caballos. Las pocas veces que alguien había escapado de ella, lo había hecho corriendo con toda la velocidad que sus piernas le permitían. Y nadie había regresado jamás voluntariamente. ¿Qué poder asistía a aquellos dos para decidirse a regresar con tanta confianza? Dominada por su temor profundo a la venganza de la Gran Madre y a Su Mundo de los Espíritus, Attaroa se preguntaba ahora qué significado podía tener la reaparición de la enigmática mujer y del hombre alto y apuesto. Pero sus palabras no dejaron traslucir la inquietud que sentía.
    —De modo que habéis decidido volver —dijo, mirando a S’Armuna para indicarle que debía traducir.
    Jondalar pensó que la hechicera también parecía sorprendida, pero percibió que aquella mujer se sentía aliviada. Antes de traducir al zelandoni las palabras de Attaroa, S'Armuna habló directamente a los dos viajeros.
    —No importa lo que ella diga; os aconsejo, hijo de Marthona, que no os alojéis en su vivienda. Mi ofrecimiento todavía sigue en pie para ambos —dijo, antes de repetir el comentario de Attaroa.
    La jefa miró a S’Armuna, segura de que había dicho más palabras de las necesarias para traducir. Pero, como no conocía la lengua, no podía asegurarlo.
    —Attaroa, ¿por qué no habíamos de volver? ¿No hemos sido invitados a un festín en nuestro honor? —preguntó Ayla—. Hemos traído nuestra contribución a la comida.
    Mientras S’Armuna traducía estas palabras, Ayla pasó la pierna sobre el cuello de Whinney y se deslizó hasta el suelo; después retiró el recipiente más grande y lo depositó entre Attaroa y S’Armuna. Levantó el canasto que servía de tapadera y el delicioso aroma del enorme montículo de cereales cocidos junto con otros alimentos hizo que todos miraran hacia allí maravillados mientras la boca se les hacía agua. Era un manjar que rara vez habían saboreado en los últimos años, sobre todo en invierno. Incluso Attaroa se sintió momentáneamente desconcertada.
    —Parece que hay suficiente para todos —dijo.
    —Esto es sólo para las mujeres y los niños —dijo Ayla. Después cogió otro recipiente un poco más pequeño que Jondalar acababa de traer y lo depositó al lado del primero. Retiró la tapa y anunció—: Éste es para los hombres.
    Se oyó un murmullo procedente de un lugar que estaba detrás de la empalizada y de las mujeres que habían salido de sus viviendas; pero Attaroa estaba furiosa.
    — ¿Qué significa eso de «para los hombres»?
    —Se da por sentado que, cuando el jefe de un Campamento anuncia un festín en honor de un visitante, incluye a toda la gente. He supuesto que tú eres la jefa de todo el Campamento y que se esperaba que yo iba a traer suficiente para todos. Tú eres la jefa de todos, ¿no es así?
    —Por supuesto, soy la jefa de todos —masculló Attaroa, quien, de pronto, no supo qué añadir.
    —Si todavía no estás preparada, creo que llevaré dentro estos recipientes para que no se enfríen —dijo Ayla, cogiendo de nuevo el más grande y volviéndose hacia S’Armuna. Jondalar, por su parte, cogió el otro recipiente.
    Attaroa reaccionó deprisa.
    —Os invité a quedaros en mi vivienda —dijo.
    —Estoy segura de que los preparativos te tienen muy alterada —dijo Ayla—, y no deseo molestar a la jefa de este Campamento. Es más apropiado que nos alejemos con La Que Sirve a la Madre. —S'Armuna tradujo y después agregó—: Así se hace siempre.
    Ayla se volvió y dijo por lo bajo a Jondalar:
    — ¡Comienza a caminar hacia la morada de S'Armuna!
    Mientras Attaroa les veía alejarse con la hechicera, una sonrisa de verdadera perversidad deformó lentamente sus rasgos y convirtió una cara, que podría haber sido bella, en una caricatura repugnante e infrahumana. Han sido unos estúpidos volviendo aquí, pensó, al darse cuenta de que su regreso le daba la oportunidad que estaba deseando: la de destruirlos. Pero también sabía que debía sorprenderlos desprevenidos. Al pensar en ello, se alegró de que se hubiesen ido con S’Armuna. De ese modo no se cruzarían en su camino. Necesitaba tiempo para pensar y discutir un plan con Epadoa, que aún no había regresado.
    Pero, por el momento, tendría que continuar con el proyectado festín. Hizo una señal a una de las mujeres, que tenía una niña pequeña y que era su favorita; le dijo que comunicase a las demás mujeres que preparasen alimentos para una celebración.
    —Que haya suficiente para todos —dijo la jefa—, incluso para los hombres del Cercado.
    La mujer pareció sorprendida, pero asintió y se alejó a toda prisa.

    —Supongo que querréis tomar una infusión caliente —dijo S'Armuna, después de señalar a Ayla y Jondalar donde podían dormir, esperando que Attaroa irrumpiese en cualquier momento.
    Pero después de haber bebido la infusión sin que nadie les molestase, se relajaron un tanto. Cuanto más tiempo Ayla y Jondalar estuviesen allí sin que la jefa se opusiera, más probable era que les permitieran permanecer en aquel lugar.
    Pero una vez que cedió la tensión provocada por la posible aparición de Attaroa, un silencio incómodo se cernió sobre las tres personas sentadas alrededor del hogar. Ayla estudió a la mujer Que Servía a la Madre, evitando que su interés fuera demasiado evidente. Su cara presentaba una extraña irregularidad; el lado izquierdo era mucho más prominente que el derecho; supuso incluso que S’Armuna podía sentir un poco de dolor en el mal formado lado derecho cuando masticaba. La mujer no hacía nada para disimular esa anormalidad y exhibía con sencilla dignidad sus cabellos de color claro salpicados de canas, peinados hacia atrás y recogidos en un moño cerca de la coronilla. Por alguna razón que ella misma no atinaba a explicar, Ayla se sentía atraída por aquella mujer mayor.
    Pero Ayla no pudo dejar de advertir cierta vacilación en el comportamiento de S'Armuna y pudo adivinar que la torturaba una profunda indecisión. Insistió en mirar a Jondalar como si deseara decirle algo, pero no veía la forma de hacerlo, como si deseara hallar un modo delicado de obviar un tema difícil.
    Guiada por su instinto, Ayla tomó la palabra.
    —S’Armuna, Jondalar me ha dicho que conociste a su madre —empezó—. Yo me preguntaba dónde aprendiste a hablar tan bien su lengua.
    La mujer se volvió sorprendida hacia el visitante. « ¿Su lengua —pensó—, no la de Ayla?» Ayla casi percibió la súbita e intensa evaluación que la hechicera hacía de ella, pero la mirada que le dirigió fue igualmente franca.
    —Sí, conocí a Marthona, y también al hombre con el que se unió. Parecía como si deseara decir algo más; pero, por el contrario, guardó silencio. Jondalar llenó el vacío, pues deseaba hablar acerca de su hogar y su familia, especialmente con alguien que antes los había conocido.
    — ¿Joconan era el jefe de la Novena Caverna cuando estuviste allí? —preguntó Jondalar.
    —No, pero no me sorprende que le nombraran jefe.
    —Dicen que Marthona casi compartió el liderazgo, me imagino que con las mismas funciones de una jefa mamutoi. Por eso, después que Joconan murió...
    — ¿Joconan ha muerto? —le interrumpió S’Armuna. Ayla percibió el choque emocional que la noticia le produjo y detectó un gesto que era más o menos afín al pesar. Después pareció reaccionar—. Seguramente fue un momento difícil para tu madre.
    —Sin duda lo fue, aunque no creo que dispusiera de mucho tiempo para pensar en ello o para prolongar demasiado su duelo. Todos se apresuraron para obligarla a aceptar el puesto de jefa. No sé cuándo conoció a Dalanar, pero cuando se unió a él ya había sido jefa de la Novena Caverna durante varios años. Zelandoni me dijo que antes de la unión ya había recibido la bendición que condujo a mi nacimiento y, por tanto, hubieran debido ser felices; pero se separaron un par de años después de mi nacimiento y él decidió alejarse. No sé qué sucedió, pero todavía se recuerdan sombrías anécdotas y canciones acerca de su amor. Y todo eso perturba a mi madre.
    Ayla le animó a continuar, pues le interesaba la narración; el interés de S’Armuna también era evidente.
    —Volvió a unirse y tuvo más hijos, ¿verdad? Sé que tuviste otro hermano.
    Jondalar continuó hablando y dirigió sus comentarios hacia S’Armuna.
    —Thonolan nació en el hogar de Willamar, y también mi hermana Folara. Creo que para ella fue una buena unión. Marthona es muy feliz con él, y siempre fue condescendiente conmigo. Solían viajar mucho y salía en misiones comerciales para mi madre. A veces me llevaba consigo. También a Thonolan, cuando tuvo edad suficiente. Durante mucho tiempo consideré que Willamar era el hombre de mi hogar, hasta que fui a vivir con Dalanar y le conocí un poco mejor. Todavía me siento cerca de él, aunque Dalanar fue también muy bueno conmigo y llegué a amarle igualmente. Pero todos simpatizan con Dalanar. Descubrió una mina de pedernal, conoció a Jerika y fundó su propia Caverna. Tenía una hija, Joplaya, que es prima mía cercana...
    De pronto, Ayla pensó que si un hombre era tan responsable como la mujer del comienzo de la nueva vida que crecía en una mujer, entonces la «prima» a quien él llamaba Joplaya era en realidad su hermana; una hermana con el mismo derecho que lo era la llamada Folara. Jondalar decía que era su prima cercana: ¿quizás porque ellos reconocían la existencia de un vínculo más estrecho que la relación con los hijos de las hermanas de la madre o los compañeros de sus hermanos? La conversación acerca de la madre de Jondalar se había desarrollado mientras ella meditaba acerca de las implicaciones del parentesco de Jondalar.
    —... después, mi madre entregó el liderazgo a Joharan, aunque éste insistió en que ella continuara aconsejándole —dijo Jondalar—. ¿Cómo llegaste a conocer a mi madre?
    S’Armuna vaciló un momento, su mirada se perdió en el espacio, como si estuviera contemplando una imagen del pasado, y después comenzó a hablar lentamente.
    —Yo era poco más que una niña cuando me llevaron allí. El hermano de mi madre era el jefe y yo era su niña favorita, la única nacida de sus dos hermanas. Había realizado un Viaje en su juventud, y sabía de la renombrada Zelandonia. Cuando se pensó que yo tenía cierto talento o don para Servir a la Madre, quiso que los mejores maestros me enseñaran. Me llevó a la Novena Caverna, porque su zelandoni era el Primero entre los Que Sirven a la Madre.
    —Parece ser una tradición en la Novena Caverna. Cuando yo aparecí, nuestro zelandoni acababa de ser elegido el Primero —comentó Jondalar.
    — ¿Conoces el nombre anterior de quien ahora es el Primero? —preguntó S’Armuna, bastante interesada.
    Jondalar insinuó una sonrisa sesgada y Ayla creyó comprender la causa.
    —La conocí con el nombre de Zolena.
    — ¿Zolena? Es joven para ser la Primera, ¿verdad? No era más que una hermosa niñita cuando yo estaba allí.
    —Quizás joven, pero consagrada a su función —dijo Jondalar.
    S’Armuna asintió y después retomó el hilo de su historia.
    —Marthona y yo teníamos casi la misma edad, y el hogar de su madre tenía una elevada jerarquía. Mi tío y tu abuela, Jondalar, llegaron a un acuerdo para que yo viviese con ella. Él permaneció allí sólo el tiempo necesario para asegurarse de que yo estaba bien. —Los ojos de S’Armuna tenían una expresión distante; después, sonrió—. Marthona y yo éramos como hermanas. Incluso más unidas que hermanas, más bien como mellizas. Nos gustaban las mismas cosas y lo compartíamos todo. Incluso decidió adaptarse al modo de vida zelandoni al mismo tiempo que yo.
    —No lo sabía —dijo Jondalar—. Quizás fuese allí donde desarrolló sus cualidades como jefa.
    —Quizás, pero en ese momento ninguna de nosotras pensaba en la jefatura. Éramos inseparables y nos gustaban las mismas cosas... hasta que aquello se convirtió en un problema.
    De pronto, S’Armuna se calló.
    — ¿Problema? —inquirió Ayla—. ¿Era un problema sentirse tan unida a una amiga?
    Había estado pensando en Deegie y en lo maravilloso que habría sido tener una buena amiga, aunque fuese por poco tiempo. Le habría encantado conocer a una persona semejante cuando ella estaba creciendo. Uba había sido como una hermana, pero por mucho que Ayla la amase, Uba pertenecía al Clan. Por mucha intimidad que ella sintiera, había ciertas cosas que una jamás podría comprender acerca de la otra; por ejemplo, la curiosidad innata de Ayla y los recuerdos de Uba.
    —Sí —dijo S’Armuna, mirando a la joven, súbitamente consciente de su extraño acento—. El problema fue que nos enamoramos del mismo hombre. Creo que Joconan pudo habernos amado a las dos. Cierta vez habló de una doble unión, y creo que Marthona y yo habríamos aceptado; pero para entonces el anciano zelandoni había fallecido, y cuando Joconan acudió al nuevo pidiendo consejo, él le dijo que eligiese a Marthona. Pensé entonces que se debía a la belleza de Marthona ya que su rostro no estaba deformado; pero ahora creo que pudo haber sido porque mi tío les había dicho que deseaba mi regreso. No asistí a la Ceremonia Matrimonial, estaba demasiado enfadada y resentida. Regresé apenas me lo dijeron.
    — ¿Volviste aquí sola? —preguntó Jondalar—. ¿Y cruzaste sola el glaciar?
    —Sí —dijo la mujer.
    —No muchas mujeres emprenden Viajes tan largos, y sobre todo solas. Era realmente una empresa peligrosa y requería valor —dijo Jondalar.
    —Peligroso, sí. Estuve apunto de caer en una grieta, pero no estoy tan segura de mi valor. Creo que la cólera me sostenía. Pero cuando volví, todo había cambiado; había estado ausente muchos años. Mi madre y mi tía se habían ido al norte, donde viven muchos otros S’Armunai, mis primos y hermanos; mi madre murió allí. También mi tío estaba muerto y era jefe otro hombre, un extraño llamado Brugar. No sé muy bien de dónde venía. De entrada parecía afable, no apuesto, aunque sí muy atractivo en su rudeza, pero era cruel y perverso.
    —Brugar... Brugar —dijo Jondalar, cerrando los ojos y tratando de recordar dónde había oído aquel nombre—. ¿No fue el compañero de Attaroa?
    S’Armuna se puso en pie y, de pronto, pareció muy agitada.
    — ¿Alguien desea seguir bebiendo? —preguntó. Tanto Ayla como Jondalar aceptaron. Trajo a cada uno una taza de infusión caliente preparada con hierbas y después se sirvió una ella misma; pero antes de sentarse se dirigió a sus visitantes—. Nunca he hablado de todo esto con nadie.
    — ¿Por qué nos lo dices ahora? —preguntó Ayla.
    —Para que comprendáis. —Se volvió hacia Jondalar—. Sí, Brugar fue el compañero de Attaroa. Parece que comenzó a cambiar las cosas poco después de convertirse en jefe y empezó dando más importancia a los hombres que a las mujeres. Al principio fueron pequeños detalles. Las mujeres tenían que sentarse y esperar hasta que se les concediera permiso para hablar. No se permitía que las mujeres tocasen las armas. Al principio, el asunto no parecía grave, y a los hombres les agradaba ese poder; pero después que la primera mujer fue muerta a golpes, como castigo por haber expresado lo que pensaba, el resto comenzó a comprender que las cosas eran muy graves. En ese momento, la gente no sabía lo que había sucedido o cómo volver a la situación anterior. Brugar destacaba lo más degradante de los hombres. Tenía un grupo de secuaces, y creo que a los otros les atemorizaba la idea de contrariarle.
    —Sería interesante saber dónde concibió esas ideas —dijo Jondalar.
    Movida por una súbita inspiración, Ayla preguntó.
    — ¿Cómo era este tal Brugar?
    —Tenía rasgos acentuados y ásperos, como he dicho antes, aunque era encantador y atractivo cuando se lo proponía.
    — ¿En esta región hay mucha gente del Clan, muchos cabezas chatas? —preguntó Ayla.
    —Solía haberlos, pero ahora no son tantos. Son mucho más numerosos al oeste de aquí. ¿Por qué?
    — ¿Qué piensan de ellos los S’Armunai? ¿Sobre todo de los que tienen espíritus mezclados?
    —Bien, no se les considera abominables, como creen los Zelandonii. Algunos hombres han tomado como compañeras a mujeres de los cabezas chatas; y los hijos son tolerados pero, según tengo entendido, nadie los acepta realmente.
    — ¿Crees que Brugar pudo haber sido un hombre de espíritus mezclados? —preguntó Ayla.
    — ¿Por qué formulas todas esas preguntas?
    —Porque creo que él debe de haber vivido y quizás crecido con los hombres a quienes tú llamas cabezas chatas —replicó Ayla.
    — ¿Qué te lleva a pensar así? —preguntó la hechicera.
    —Porque las cosas que tú describes son costumbres del Clan.
    — ¿El Clan?
    —Es el nombre que se dan a sí mismos los «cabezas chatas» —explicó Ayla; después comenzó a hacer conjeturas—. Pero si él podía hablar tan bien que era encantador, no pudo haber vivido siempre con ellos. Probablemente no nació de ellos, pero fue a vivir con esa gente más tarde, y como era una mezcla, difícilmente le tolerarían y quizás hasta le considerarían deforme. Dudo que él realmente comprendiese las costumbres de los cabezas chatas y por eso le habrían tratado como un forastero. Su vida probablemente fue dolorosa.
    S’Armuna se mostró sorprendida. Se preguntó cómo era posible que Ayla, una forastera recién llegada, pudiera saber tanto.
    —Para tratarse de una persona a quien nunca has visto, pareces saber mucho de Brugar.
    —Entonces, ¿nació de espíritus mezclados? —preguntó Jondalar.
    —Sí. Attaroa me habló de su pasado, de lo que sabía sobre él. Al parecer, su madre fue realmente una mezcla, medio humana, medio cabeza chata; había nacido de una madre que era completamente cabeza chata —comenzó S’Armuna.
    Probablemente, pensó Ayla, una criatura originada por algún hombre de los Otros que la había forzado, como la niña de la Asamblea del Clan prometida a Durc.
    —Su niñez seguramente fue desgraciada. Abandonó a su pueblo, cuando era apenas una mujer, con un hombre de una Caverna del pueblo que vive al oeste de aquí.
    — ¿Los Losadunai? —preguntó Jondalar.
    —Sí, creo que así les llaman. De todos modos, no mucho después que ella huyó, tuvo un varón. Era Brugar —continuó diciendo S’Armuna.
    —Brugar, pero, ¿a veces no se le llama Brug? —la interrumpió Ayla.
    — ¿Cómo lo sabes?
    —Es posible que Brug fuese su nombre en el Clan.
    —Creo que el hombre de quien su madre huyó solía castigarla. ¿Quién sabe por qué? Algunos hombres son así.
    —Se educa a las mujeres del Clan para que acepten eso —dijo Ayla—. No se permite a los hombres que se golpeen unos a otros, pero pueden castigar a una mujer para reprenderla. Se supone que no las castigan, pero algunos lo hacen.
    S’Armuna asintió, en actitud comprensiva.
    —De modo que quizás al principio la madre de Brugar consideró natural que el hombre con quien vivía la castigase, pero después la situación debió empeorar. Los hombres de esa condición suelen caer en excesos y él comenzó a castigar también al chico. Lo cual quizás fuese la causa por la que, finalmente, ella se alejó. Sea como fuere, tomó al niño y escapó de su compañero y regresó con su pueblo —dijo S’Armuna.
    —Y si para ella era difícil crecer con el Clan, seguramente era peor para su hijo, que ni siquiera era completamente mezclado —dijo Ayla.
    —Si los espíritus se mezclaron como era previsible que sucediera, habría tenido tres partes humanas y sólo una parte cabeza chata —dijo S’Armuna.
    De pronto, Ayla pensó en su hijo Durc. Broud le hacía difícil la vida. ¿Y si se volviera como Brugar? Pero Durc es una mezcla completa y tiene a Uba para que le quiera y a Brun para que le enseñe. Brun le aceptó en el Clan cuando era el jefe y Durc era un niño. Se ocupará de que Durc conozca las costumbres del Clan. Sé que sería capaz de hablar si alguien le enseñase, pero también puede evocar los recuerdos. En ese caso, podría ser un miembro pleno del Clan, con la ayuda de Brun.
    S’Armuna tuvo una súbita sospecha en relación con la misteriosa joven.
    —Ayla, ¿cómo sabes tanto acerca de los cabezas chatas? —preguntó.
    La pregunta sorprendió a Ayla. No estaba alerta como lo había estado con Attaroa, y tampoco estaba preparada para soslayar la pregunta. En definitiva, dijo toda la verdad.
    —Ellos me criaron —contestó—. Mi pueblo sucumbió en un terremoto y ellos me recibieron.
    —Tu niñez seguramente fue incluso más difícil que la de Brugar —dijo S’Armuna.
    —No. Creo que, en cierto sentido, fue más fácil. No me consideraron un niño deforme del Clan; simplemente, era distinta. Uno de los Otros —así es como nos llaman—. Nada esperaban de mí. Algunos de mis actos les parecían tan extraños que no sabían qué pensar acerca de mí. Excepto que estoy segura de que algunos de ellos creían que yo era un poco lenta, porque me costaba mucho recordar las cosas. No digo que fuese fácil crecer con ellos. Tuve que aprender sus tradiciones. Me vi en dificultades para introducirme, pero tuve suerte. Iza y Creb, las personas que me criaron, me amaban, y sé que sin ellos ni siquiera hubiera podido sobrevivir.
    Cada una de estas afirmaciones suscitó interrogantes en la mente de S’Armuna, pero no era aquél el momento adecuado para formularlos.
    —Es una suerte que en ti no haya mezcla —dijo, dirigiendo una mirada significativa a Jondalar—, sobre todo porque irás a reunirte con los Zelandonii.
    Ayla captó la mirada y tuvo una cierta idea de lo que la mujer quería decir. Recordó el modo en que Jondalar había reaccionado inicialmente cuando supo quién la había criado, y todavía fue peor cuando descubrió que había concebido un hijo de espíritus mezclados.
    — ¿Cómo sabes que todavía no los conoce? —preguntó Jondalar.
    S’Armuna hizo una pausa para pensar en la pregunta. ¿Cómo lo había sabido? Dirigiéndose al hombre, sonrió.
    —Has dicho que volviste a su casa, y ella dijo «su lenguaje», no el que ella habla. —De pronto, la asaltó un pensamiento, una revelación—. ¡La lengua! ¡El acento! Ahora sé dónde lo escuché antes. ¡Brugar tenía un acento como el tuyo! No tan claro como el tuyo, Ayla, aunque él no hablaba su propia lengua tan bien como tú hablas la de Jondalar. Pero seguramente se acostumbró a ese modo de hablar... a ese amaneramiento, no es del todo un acento, mientras vivió con los cabezas chatas. Hay algo en el sonido de tu habla, y ahora que lo escucho, creo que jamás lo olvidaré.
    Ayla se sintió avergonzada. Se había esforzado mucho para hablar correctamente, pero nunca había podido dominar ciertos sonidos. En general, ya no le molestaba que la gente aludiera a ello, pero S’Armuna estaba atribuyéndole excesiva importancia.
    La hechicera notó la incomodidad de Ayla.
    —Lo siento, Ayla. No quise avergonzarte. En realidad, hablas muy bien el zelandoni, probablemente mejor que yo, porque yo he olvidado mucho. Y a decir verdad, no tienes acento. Es otra cosa. Estoy segura de que la mayoría de la gente no lo advierte. Lo que sucede simplemente es que me has proporcionado una visión más clara de Brugar y eso me ayuda a comprender a Attaroa.
    — ¿Te ayuda a comprender a Attaroa? —preguntó Jondalar—. Ojalá pudiese yo comprender cómo alguien puede ser tan cruel.
    —No siempre fue tan mala. En realidad, llegué a admirarla al principio, aunque también la compadecí mucho. Pero, en cierto modo, ella estaba preparada para Brugar y de pocas mujeres podría decirse lo mismo.
    — ¿Preparada? ¡Qué cosas tan extrañas dices! ¿Preparada para qué? —inquirió Jondalar.
    —Preparada para su crueldad —explicó S'Armuna—. Attaroa fue muy maltratada cuando era niña. Ella nunca habla mucho sobre eso, pero sé que pensaba que incluso su propia madre la abandonó o, por lo menos, eso afirmaban. Se marchó y no volvieron a oír hablar de ella. Finalmente, Attaroa fue recogida por un hombre cuya compañera había muerto de parto, en circunstancias muy sospechosas, y su hijo con ella. Las sospechas se confirmaron cuando se descubrió que golpeaba a Attaroa y que la había poseído incluso antes de que fuese mujer; pero nadie quería asumir la responsabilidad de la niña. Se comentaba algo sobre su madre, algo acerca de su pasado, pero lo cierto es que ese hombre murió, y ciertas personas del Campamento dispusieron su unión con el nuevo jefe de este Campamento.
    — ¿Lo arreglaron sin el consentimiento de Attaroa? —preguntó Jondalar.
    —La «indujeron» a aceptar, y la trajeron con el fin de que conociera a Brugar. Como ya he dicho, éste podía ser muy encantador, y estoy segura de que Attaroa podía ser muy atractiva.
    Jondalar dejó entrever que estaba de acuerdo. Había advertido que, en efecto, Attaroa podía ser muy atractiva.
    —Creo que ella esperaba con interés la unión —continuó S’Armuna—. Creía que podía ser la oportunidad de un comienzo distinto. Después descubrió que el hombre con quien se había unido era incluso peor que el anterior. Brugar siempre acompañaba sus Placeres con golpes, humillaciones y cosas peores. A su modo, él... No me atrevo a decir que la amaba, pero creo que tenía ciertos sentimientos hacia ella. Sólo que Brugar era un individuo tan... retorcido. Sin embargo, ella fue la única que se atrevió a desafiarle, a pesar de todo lo que él le hizo. —S'Armuna hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó—. Brugar era un hombre fuerte, muy fuerte, y le gustaba lastimar a la gente, y sobre todo a las mujeres. Creo sinceramente que le complacía provocar el sufrimiento de las mujeres. Has dicho que los cabezas chatas no permiten que los hombres golpeen a otros hombres, aunque pueden castigar a las mujeres. Tal vez eso tenga cierta relación con nuestro asunto. Pero a Brugar le encantaba el desafío de Attaroa. Era una cabeza más alta que él y es muy vigorosa. A Brugar le complacía el reto de quebrar la resistencia de Attaroa y le encantaba que se enfrentase con él. Eso le servía de excusa para lastimarla, lo cual le producía la sensación de que era un individuo poderoso.
    Ayla se estremeció, recordando una situación no muy distinta de aquélla y sintió un impulso de empatía y compasión hacia la jefa del poblado.
    —Brugar se pavoneaba frente a los restantes hombres, y ellos le alentaban, o por lo menos, se ponían de su lado —dijo la mujer mayor—. Cuando más se resistía Attaroa, más se envalentonaba Brugar, hasta que ella, finalmente, se quebraba. Entonces, la deseaba. Yo solía preguntarme: si al comienzo ella se hubiera mostrado complaciente, ¿Brugar se habría cansado y habría cesado de castigarla?
    Ayla pensó en eso mismo. Broud se cansó de ella cuando dejó de resistirse.
    —Pero no sé por qué, lo dudo —continuó diciendo S'Armuna—. Después, cuando ella se quedó embarazada y cesó de oponerse, él no cambió. Attaroa era su compañera, y por lo que a él se refería, la mujer le pertenecía. Podía hacer con ella lo que quisiera.
    Ayla pensó: «Nunca fui la compañera de Broud y Brun nunca se permitía castigarme, por lo menos después de la primera vez. Aunque era su derecho, el resto del clan de Brun pensaba que el interés que me demostraba era extraño. Se oponían a su comportamiento».
    — ¿Brugar no cesó de golpearla, ni siquiera cuando Attaroa quedó embarazada? —preguntó desconcertado Jondalar.
    —No, aunque parecía complacido porque ella iba a tener un hijo —dijo la mujer.
    Ayla pensó: «Yo también quedé embarazada». Su vida y la de Attaroa presentaban muchas semejanzas.
    —Attaroa vino a pedirme que la curase —continuó diciendo S’Armuna, cerrando los ojos y meneando la cabeza, como si intentara rechazar el recuerdo—. Las cosas que él le hacía eran horribles, no puedo revelároslas. Las magulladuras provocadas por los golpes eran lo de menos.
    — ¿Y por qué ella lo soportaba? —preguntó Jondalar.
    —No tenía adónde ir. Carecía de parientes o amigos. La gente del otro Campamento le había demostrado que no la quería; y al principio ella era demasiado orgullosa para regresar y explicarles que la unión con el nuevo jefe era un total fracaso. En cierto modo, yo sabía lo que sentía —dijo S'Armuna—. Nadie me castigaba, aunque Brugar lo intentó una vez, pero yo creía que no tenía otro lugar adonde ir, a pesar de que cuenta con parientes. Yo era La Que Servía a la Madre y no podía reconocer que las cosas se habían agravado tanto. Hubiera parecido que era mi propio fracaso.
    Jondalar asintió para demostrar que lo comprendía. También en cierta ocasión había pensado que era un fracaso. Miró a Ayla y sintió que su amor por ella le desconcertaba.
    —Attaroa odiaba a Brugar —continuó S’Armuna—, pero es posible también que, de un modo extraño, quizás le haya amado. A veces le provocaba intencionadamente. Yo me preguntaba si procedía así porque cuando el sufrimiento había pasado, él la poseía, y aunque no la amase o siquiera le provocase Placer, por lo menos lograba que ella se sintiera deseada. Es posible que ella aprendiera a arrancar una forma perversa de Placer de la crueldad de aquel hombre. Ahora, no quiere a nadie. Siente Placer provocando el sufrimiento de los hombres. Si la observas, puedes detectar su excitación.
    —Casi la compadezco —dijo Jondalar.
    —Compadécela, si quieres, pero no confíes en ella —dijo la hechicera—. Está loca, dominada por una gran perversidad. ¿Puedes entenderlo? ¿Alguna vez te dominó un odio tan profundo que perdieras la razón?
    Los ojos de Jondalar se abrieron enormes y se sintió obligado a asentir. Había experimentado una cólera así. Había golpeado aun hombre hasta que éste quedó inconsciente; ni siquiera así había podido detenerse.
    —En el caso de Attaroa es como si constantemente la dominase un odio parecido. No siempre lo demuestra, en realidad es muy buena disimulando; pero sus pensamientos y sus sentimientos están tan impregnados de ese odio perverso que ya no puede pensar o sentir como lo hace la gente común. Ya no es humana —explicó la hechicera.
    — ¿Es posible que pueda tener un sentimiento humano? —preguntó Jondalar.
    — ¿Recuerdas el funeral, poco después de tu llegada? —preguntó S’Armuna.
    —Sí, tres jóvenes. Dos eran varones, pero no pude averiguar qué era el tercero, aunque todos estaban vestidos del mismo modo. Recuerdo que me pregunté cuál podía ser la causa de aquellas muertes. Eran tan jóvenes...
    —Attaroa provocó sus muertes —dijo S'Armuna—. Y ese de quien no estabas seguro, era su propio hijo.
    Oyeron un ruido y todos se volvieron al mismo tiempo hacia la entrada de la vivienda de S’Armuna.

    31

    Una muchacha estaba de pie en el corredor de entrada de la vivienda, y miraba con aire inquieto a las tres personas que estaban dentro. Jondalar advirtió inmediatamente que era muy joven, poco más que una niña. Ayla observó que se encontraba en avanzado estado de gestación.
    — ¿Qué sucede, Cavoa? —preguntó S'Armuna.
    —Epadoa y sus cazadoras acaban de regresar, y Attaroa está gritándoles.
    —Gracias por avisarme —dijo la mujer, quien se volvió hacia sus invitados y explicó—: Las paredes de esta vivienda son tan gruesas que es difícil oír nada de lo que sucede fuera. Quizás convenga que vayamos a ver lo que pasa.
    Salieron deprisa, pasando al lado de la joven embarazada, quien trató de retroceder para dejarles paso. Ayla le sonrió.
    — ¿No tendrás que esperar mucho, verdad? —inquirió en s’armunai.
    Cavoa sonrió nerviosamente, y bajó los ojos. Ayla pensó que la joven parecía atemorizada e incómoda, lo cual era extraño en una futura madre; pero por otra parte, se dijo, la mayoría de las mujeres que esperaban su primer hijo se sentían un poco inquietas. Apenas salieron, oyeron la voz de Attaroa.
    —...y ahora me dices que descubristeis dónde acampaban. ¡Perdisteis la oportunidad! No eres una verdadera Loba, ni siquiera eres capaz de seguir un rastro —dijo la jefa, en tono furioso y estridente.
    Epadoa estaba de pie, con los labios apretados y una expresión colérica en sus ojos; pero no replicó. Se había reunido una multitud, no muy densa, pero la joven ataviada con pieles de lobo advirtió que la mayoría se había vuelto para mirar en otra dirección. Lanzó una ojeada para ver qué era lo que atraía la atención de la gente, sobresaltándose cuando reconoció a la mujer rubia que se acercaba a ellas seguida, lo que era todavía más sorprendente, por el hombre de elevada estatura. Nunca había conocido a un hombre que regresara después de haber conseguido huir.
    — ¿Qué están haciendo aquí? —barbotó Epadoa.
    —Ya te lo he dicho. Perdiste la oportunidad —se burló Attaroa—. Han vuelto por su propia voluntad.
    — ¿Por qué no podemos estar aquí? —preguntó Ayla—. ¿No fuimos invitados a un festín?
    S’Armuna tradujo.
    —El festín aún no está preparado. Será esta noche —dijo Attaroa a los visitantes, en una seca despedida, y acto seguido se dirigió a la jefa de sus Lobas—: Entra, Epadoa, quiero hablar contigo.
    Dio la espalda a todos los presentes y entró en su vivienda. Epadoa miró fijamente a Ayla, y en su frente se dibujó una profunda arruga; luego, caminó detrás de la jefa.
    Una vez hubo desaparecido, Ayla volvió la mirada hacia el campo, un tanto temerosa. Al fin y al cabo, sabía que Epadoa y las cazadoras mataban caballos. Se sintió aliviada cuando vio a Whinney y Corredor al fondo de la pendiente de hierba seca y quebradiza, a cierta distancia. A continuación examinó los bosques y matorrales de la ladera que comenzaba al terminar el Campamento, deseosa de ver a Lobo, pero satisfecha al no poder distinguirlo. Prefería que permaneciera oculto, aunque se esforzó por situarse en un lugar donde él pudiera verla claramente.
    Mientras los visitantes regresaban con S’Armuna a la vivienda de la hechicera, Jondalar recordó un comentario que ésta había hecho antes y que había despertado su curiosidad.
    — ¿Cómo conseguiste que Brugar te dejara en paz? —preguntó—. Dijiste que en cierta ocasión intentó castigarte, como hacía con las restantes mujeres. ¿Cómo lograste impedirlo?
    La mujer mayor se detuvo y le miró de hito en hito, y después a la joven que estaba a su lado. Ayla percibió la indecisión de la hechicera y adivinó que estaba juzgándoles, tratando de decidir hasta qué punto podía ser sincera.
    —Me toleró porque soy una curandera... siempre me reconoció como hechicera —dijo S'Armuna—, pero sobre todas las cosas, debió influir el temor que le inspiraba el mundo de los espíritus.
    Los comentarios de S’Armuna suscitaron un interrogante en la mente de Ayla.
    —Las hechiceras gozan de un respeto muy especial en el Clan —dijo—, pero son sólo curanderas. Los Mog-ures son los que se comunican con los espíritus.
    —Quizás sea así con los espíritus que los cabezas chatas conocen, pero Brugar temía el poder de la Madre. Tal vez por que Ella conocía el daño que él estaba cometiendo y el mal que corrompía su espíritu. Creo que temía su castigo. Cuando le demostré que yo podía utilizar Su poder, cesó de molestarme —explicó S’Armuna.
    — ¿Puedes usar Su poder? ¿Cómo? —preguntó Jondalar.
    S'Armuna deslizó una mano debajo de la camisa y extrajo la figurilla de una mujer, de unos diez centímetros de alto. Ayla y Jondalar habían visto muchos objetos análogos, por lo general tallados en marfil, hueso o madera. Jondalar incluso había admirado unos pocos esculpidos con el mayor esmero en piedra, usando tan sólo herramientas de piedra. Eran representaciones de la Madre, y excepto en el caso del Clan, todos los grupos de personas que ellos habían conocido, desde los Cazadores del Mamut en el este al pueblo de Jondalar en el oeste, describían distintas versiones de la Madre.
    Algunas figuras eran muy toscas, otras estaban exquisitamente talladas otras eran simples esbozos, y en ciertos casos se trataba de imágenes perfectamente proporcionadas de mujeres adultas de cuerpo entero, salvo algunos aspectos abstractos. En las tallas se solían destacar los atributos de la maternidad generosa —pecho opulento, estómago abombado, caderas anchas—, mientras que, por el contrario, no se concedía especial importancia a otras características. A menudo, los brazos estaban apenas sugeridos, o bien las piernas terminaban en punta, más que en unos pies, con el fin de que fuera posible mantener la figura erguida en el suelo. Todas ellas carecían invariablemente de rasgos faciales, puesto que no pretendían ser el retrato de una determinada mujer, y desde luego ningún artista podía conocer la cara de la Gran Madre Tierra. A veces el rostro quedaba en blanco o exhibía marcas enigmáticas, y en ocasiones los cabellos mostraban un dibujo muy elaborado que continuaba alrededor de la cabeza y cubría la cara.
    El único retrato de un rostro femenino que cualquiera de ellos había visto en su vida era la dulce y tierna talla que Jondalar había realizado de Ayla cuando ambos estaban solos en el valle donde ella vivía, poco después de conocerse. Sin embargo, Jondalar lamentaba a veces su impulsiva indiscreción. Su propósito no había sido crear una figura de la Madre; había trabajado la talla porque estaba enamorado de Ayla y deseaba aprehender su espíritu. Pero después de realizarla, comprendió que su cara tenía un tremendo poder. Temía que pudiese dañar a Ayla, sobre todo si alguna vez caía en manos de alguien que deseara controlar a la joven. También le daba miedo destruirla, por si, al hacerlo, la perjudicase. Había decidido entregársela a Ayla, para que ella misma la pusiera a buen recaudo. Ayla amaba la estatuilla femenina, con una cara tallada que se asemejaba a la suya, porque Jondalar la había trabajado. Nunca pensaba en su posible poder; sólo decía que era hermosa.
    Aunque las figurillas de la Madre a menudo eran consideradas bellas, no representaban jóvenes núbiles, creadas para responder a ciertas normas masculinas de belleza. Eran representaciones simbólicas de la Mujer, de su capacidad para crear y producir vida en su propio cuerpo alimentándola con su generosa plenitud, y por analogía simbolizaban a la Gran Madre Tierra, que creaba y producía toda la vida con Su cuerpo y nutría a todos Sus hijos con Su maravillosa fecundidad. Las estatuillas también eran receptáculos del espíritu de la Gran Madre de Todos, un espíritu que podía revestir infinidad de formas.
    Pero aquella figura especial de la Madre era única. S’Armuna entregó la munai a Jondalar.
    —Dime de qué está hecha —rogó.
    Jondalar dio vueltas a la figurilla entre sus manos, examinándola con gran atención. Tenía los pechos caídos y las caderas anchas, los rasgos estaban sugeridos sólo hasta el cuello, las piernas terminaban en punta y aunque existía un esbozo de cabellera, la cara no presentaba marca alguna. No era muy distinta por el tamaño o la forma de otras figuras que él había visto, pero el material con que estaba hecha era muy extraño. Su color era uniformemente oscuro, con un leve matiz rojizo. Cuando lo intentó, no pudo arañarlo con las uñas. No era madera, ni hueso, ni marfil, ni asta. Era duro como la piedra, pero con una textura suave, sin indicios de marcas de tallado. No correspondía a ninguna de las piedras que él conocía.
    Miró a S'Armuna con expresión desconcertada.
    —Es la primera vez que veo algo semejante —dijo.
    Jondalar entregó la figura a Ayla, quien sintió un escalofrío en el momento de tocarla. Se dijo que hubiera debido ponerse la chaqueta de piel al salir del campamento, pero no pudo por menos de pensar que aquel brusco escalofrío lo provocaba algo que no era precisamente la temperatura del ambiente.
    —Esa munai comenzó como el polvo de la tierra —afirmó la mujer.
    — ¿Polvo? —se extrañó Ayla—. ¡Pero si esto es piedra!
    —Sí, lo es ahora. Se convirtió en piedra.
    — ¿Has sido tú quien lo ha convertido en piedra? ¿Cómo puedes convertir el polvo en piedra? —preguntó Jondalar, mirándola incrédulo.
    —Si te lo dijera —la mujer sonrió—, ¿creerías en mi poder?
    —Si logras convencerme... —replicó el hombre.
    —Te lo diré, pero no intentaré convencerte. Tendrás que hacerlo por ti mismo. Comencé a trabajar con arcilla dura y seca de la orilla del río, y la molí hasta convertirla en tierra pulverizada. Después, la mezclé con agua. —S’Armuna hizo una breve pausa, preguntándose si debía revelar más acerca de la mezcla y decidiendo por fin no hacerlo— Cuando tuvo la consistencia adecuada, le di forma. El fuego y el aire caliente la convirtieron en piedra. —y miró para comprobar cómo reaccionaban los dos jóvenes forasteros, si demostraban incredulidad o estaban impresionados, si dudaban o la creían.
    El hombre cerró los ojos, tratando de concentrarse.
    —Recuerdo haber oído... de labios de un losadunai... algo acerca de las estatuillas de la Madre fabricadas con lodo.
    —En realidad —sonrió S’Armuna, se podría decir que fabricamos munai con lodo. También animales, cuando necesitamos evocar sus espíritus, muchas clases de animales: osos, leones, mamuts, rinocerontes, caballos, lo que deseamos. Pero sólo son lodo mientras los plasmamos. Una figura creada con el polvo de la tierra mezclado con agua, incluso después de endurecerse, si es sumergida de nuevo en agua volverá a ser lodo, y más tarde se convertirá en polvo; pero después de haberle infundido vida con su llama sagrada, cambia definitivamente. El paso por el calor candente de la Madre consigue que las figuras se endurezcan como la piedra. El espíritu vivo del fuego las hace resistentes.
    Ayla vio brillar una llama de entusiasmo en los ojos de la mujer, y recordó la excitación de Jondalar la primera vez que fabricó el lanzavenablos. Comprendió que S’Armuna estaba reviviendo la emoción del descubrimiento, y eso la convenció.
    —Son quebradizas, incluso más que el pedernal —continuó diciendo la mujer—. La Madre Misma ha demostrado cómo puede romperse, pero el agua no las cambia. Una munai de lodo, una vez tocada por Su fuego vivo, puede permanecer a la intemperie, expuesta a la lluvia y la nieve, y aunque se hundiera en el agua, jamás se desharía.
    —No cabe duda de que ejerces el poder de la Madre —dijo Ayla. La mujer vaciló un instante y después preguntó:
    — ¿Os gustaría que os enseñara algo?
    — ¡Oh, sí! Me encantaría —exclamó Ayla, al mismo tiempo que Jondalar replicaba:
    —Sí, me interesaría mucho.
    —Entonces, venid conmigo.
    — ¿Puedo llevar mi chaqueta? —dijo Ayla.
    —Por supuesto. Todos tenemos que ponernos prendas más abrigadas, aunque si celebrásemos la Ceremonia del Fuego el calor sería tan intenso que nadie necesitaría pieles, ni siquiera en un día como éste. Casi todo está preparado. Deberíamos haber encendido el fuego e iniciado la ceremonia esta noche, pero eso lleva tiempo, y hay que estar concentrado. Esperaremos hasta mañana. Esta noche, en cambio, asistiremos aun festín importante.
    S’Armuna se detuvo un momento y cerró los ojos como si escuchara, sobresaltada por el pensamiento que acababa de asaltarla.
    —Sí, un festín muy importante —replicó, clavada la vista en Ayla, preguntándose si la joven sería consciente del peligro que la amenazaba. Si era quien ella suponía, debería saberlo.
    Entraron en la vivienda de la hechicera y se pusieron las prendas de abrigo. Ayla vio que la muchacha se había marchado. A continuación, S'Armuna les condujo a cierta distancia de su morada, al límite más lejano del poblado, en dirección a un grupo de mujeres que trabajaban alrededor de una construcción de aspecto inocente, la cual parecía una pequeña vivienda con un techo en pendiente. Las mujeres se ocupaban en llevar cargas de estiércol seco, madera y hueso a la pequeña estructura. Ayla comprendió que se trataba del combustible para el fuego. Reconoció entre las mujeres a la joven embarazada y le sonrió. Cavoa respondió con una sonrisa tímida. S’Armuna se acercó a la entrada baja de la pequeña estructura. Inclinó la cabeza y, volviéndose, hizo una seña a los visitantes, quienes habían retrocedido porque no sabían si podían seguirla. En el interior, un hogar en el que las llamas brotaban de los carbones encendidos mantenían bastante elevada la temperatura de la antesala más o menos circular. Diferentes pilas de hueso, madera y estiércol ocupaban casi toda la mitad izquierda del espacio. En la pared curva de la derecha había varios estantes de madera basta, así como omóplatos planos y huesos pelvianos de mamuts sostenidos por piedras, encima de los cuales se veían numerosos objetos pequeños.
    Al acercarse les sorprendió descubrir que los objetos eran figurillas moldeadas en arcilla y puestas a secar. Varias figuras correspondían a mujeres, eran representaciones de la Madre. Algunas, sin embargo, no estaban completas, reconociéndose en ellas tan sólo las características anatómicas femeninas, por ejemplo los pechos o la mitad inferior del cuerpo. En otros estantes había animales, también incompletos; cabezas de león y de oso, y las formas peculiares de los mamuts, con la cabeza muy abovedada, la cruz encorvada y el lomo caído.
    Las figurillas parecían obra de diferentes personas; algunas, muy toscas, demostraban escasa habilidad artística; pero otros objetos respondían a un concepto refinado y estaban bien trabajados. Aunque Ayla y Jondalar ignoraban el motivo por el cual los creadores de esas piezas habían realizado determinadas formas, comprendían que cada una estaba inspirada por una razón o un sentimiento individual.
    Frente a la antesala una abertura más pequeña que conducía a un espacio cerrado en el interior de la estructura, el cual había sido creado excavando el suelo de loess de la ladera de la colina. Excepto en que se abría en un lado, le recordaba a Ayla un gran horno en el suelo, del tipo que se excavaba en la tierra, calentado con piedras calientes, usado para cocer los alimentos; pero ella adivinó que en aquel horno jamás se había preparado comida. Cuando se acercó a mirar el interior, encontró un hogar en la segunda habitación.
    Al ver los restos de material calcinado en la ceniza, comprendió que el hueso era utilizado como combustible, y en un examen más atento lo reconoció como un hogar análogo a los que usaban los Mamutoi, pero más profundo. Ayla miró en torno, preguntándose por dónde entraría el aire destinado a alimentar la combustión. Para quemar hueso se necesitaba un fuego muy fuerte, lo que a su vez exigía la entrada de gran cantidad de aire. Los hogares mamutoi se alimentaban con el viento que soplaba constantemente en el exterior y penetraba por respiraderos controlados mediante láminas. También Jondalar examinó de cerca el interior de la segunda habitación y sacó conclusiones similares. Por el color y la dureza de las paredes, dedujo que allí habían ardido fuegos muy intensos durante períodos prolongados. Era fácil adivinar que los pequeños objetos de arcilla de los estantes estaban destinados a recibir el mismo tratamiento.
    El hombre había dicho la verdad al afirmar que nunca había visto antes una estatuilla de la Madre como la que S'Armuna le había mostrado. La figurilla, creada por la mujer que estaba de pie ante él, había sido manufacturada modificando —a través del tallado, el modelado o el pulido— un material que existía en la naturaleza. Consistía en una pieza de cerámica, es decir arcilla cocida, y era el primer material creado por la mano y la inteligencia humanas. La cámara de calentamiento no era un horno para cocinar; era un horno de alfarero.
    Y se daba la circunstancia de que la primera mufla no fue inventada con el propósito de fabricar recipientes útiles para contener agua. Mucho antes de que comenzara la alfarería, se cocieron pequeñas esculturas de cerámica que adquirieron una dureza impermeable. Las figurillas que ellos habían visto sobre los estantes representaban animales y seres humanos, pero las imágenes de mujeres —no se representaba a los hombres, sino sólo a las mujeres— y de otros seres vivos no eran considerados verdaderos retratos. Eran símbolos, metáforas, cuyo significado era mucho más importante que su apariencia, ya que estaban destinados a sugerir una analogía, una semejanza espiritual. Era arte; el arte había llegado antes que la función práctica.
    — ¿Es éste el sitio donde arde el fuego sagrado de la Madre? —preguntó Jondalar a la hechicera.
    S’Armuna asintió, consciente de que ahora él la creía. La mujer lo supo antes de ver el lugar, el hombre había tardado un poco más.
    Ayla se alegró cuando los tres salieron de la pieza. No sabía si era el calor del fuego en el pequeño espacio o los objetos de arcilla o tal vez otra cosa, pero había comenzado a sentirse incómoda. Percibía que estar allí podía resultar peligroso.
    — ¿Cómo descubriste esto? —preguntó Jondalar, extendiendo el brazo para indicar todo el conjunto de objetos de cerámica y el horno de alfarero.
    —Gracias a la Madre —respondió la mujer.
    —No lo dudo, pero, ¿cómo? —insistió Jondalar.
    S’Armuna sonrió ante el interés del hombre. Parecía lógico que un hijo de Marthona quisiera comprender.
    —La primera idea surgió cuando estábamos construyendo una vivienda —aclaró—. ¿Sabes cómo las levantamos?
    —Creo que sí. Las que hay aquí se parecen a las moradas mamutoi, y nosotros ayudamos a Talut y a los demás a ampliar el Campamento del León. Ellos empezaban por la estructura de apoyo construida con huesos de mamut, a la que cubrían con una espesa capa de ramas de sauce, seguida por otra de hierba y juncos. Después, añadían una capa de tierra. Encima de todo ello extendían un revestimiento blanco de arcilla del río, que se endurecía mucho al secarse.
    —Es esencialmente lo mismo que hacemos nosotros. Cuando estábamos agregando el último revestimiento de arcilla, la Madre me reveló la primera parte de Su secreto. Casi habíamos terminado, pero ya oscurecía, de modo que encendimos un gran fuego. El revestimiento de arcilla comenzó a espesarse y un pedazo cayó por casualidad en la hoguera. Era un fuego vivo; usábamos como combustible gran cantidad de hueso, y lo mantuvimos encendido la mayor parte de la noche. Por la mañana, Brugar me dijo que limpiara el hogar y descubrí que parte de la arcilla se había endurecido. Me llamó la atención sobre todo un trozo que se parecía a un león.
    —El tótem protector de Ayla es un león —comentó Jondalar.
    La hechicera miró a Ayla; luego asintió como para sí misma, y continuó hablando.
    —Cuando descubrí que la figura del león no se ablandaba en el agua, traté de obtener más arcilla igual que aquélla. Necesité muchas pruebas, y otras sugerencias de la Madre, antes de alcanzar por fin cierto éxito.
    — ¿Por qué nos revelas tus secretos? ¿Por qué muestras tu poder? —inquirió Ayla.
    La pregunta fue tan directa que cogió desprevenida a la mujer, aunque enseguida sonrió.
    —No creáis que os cuento todos mis secretos. Os muestro sólo lo que es evidente. Brugar creyó conocer mis secretos, pero pronto supo a qué atenerse.
    —Seguramente Brugar estaba al tanto de las pruebas que hacías —dijo Ayla—. No puedes encender un gran fuego sin que todos se enteren. ¿Cómo pudiste evitar que él conociera tus secretos?
    —Al principio, la verdad es que no le importó gran cosa lo que yo hacía, mientras yo misma trajese mi propio combustible, pero después vio algunos de los resultados. Entonces pensó que también él podría fabricar figuras, pero no sabía todo lo que la Madre me había revelado. —La sonrisa de La Que Servía reflejó sus sentimientos de venganza y triunfo—. La Madre rechazó furiosa sus esfuerzos. Las figuras de Brugar reventaban con estrépito y se hacían añicos cuando trataba de cocerlas. La Gran Madre las arrojaba con tanta velocidad y fuerza que provocaban heridas dolorosas a las personas que estaban cerca. Después, Brugar temió mi poder y yo no intenté controlarlo.
    Ayla imaginó fácilmente lo que debía ser encontrarse en la pequeña antesala, con pedazos de arcilla al rojo vivo que volaban por el aire a gran velocidad.
    —De todos modos, eso no explica por qué nos dices tanto acerca de tu poder —dijo—. Es posible que otra persona que pueda entender las cosas de la Madre llegue a conocer tus secretos.
    S’Armuna asintió. Había previsto la reacción de la mujer, y ya había llegado a la conclusión de que la franqueza total era el mejor camino a seguir.
    —Por supuesto; no te equivocas. Tengo mis motivos. Necesito vuestra ayuda. Con esta magia, la Madre me ha concedido un gran poder, incluso sobre Attaroa. Ella teme mi magia, pero es una mujer astuta e imprevisible, y estoy segura de que llegará el día en que dominará su miedo. Entonces, me matará. —La mujer miró a Jondalar—. Mi muerte no será demasiado importante, excepto para mí. Quienes más me preocupan son los miembros de mi pueblo, este Campamento. Cuanto tú dijiste que Marthona había pasado el liderazgo a su hijo comprendí lo mal que estaban las cosas. Sé que Attaroa jamás cederá voluntariamente a nadie su dominio, y cuando ella muera me temo que ya no habrá un Campamento.
    — ¿Por qué estás tan segura? Si es tan imprevisible, ¿no cabe suponer que algún día acabará por cansarse? —preguntó Jondalar.
    —Estoy segura porque ya ha matado a una persona a la que podría haber entregado el mando; me refiero a su propio hijo.
    — ¡Mató a su hijo! —exclamó Jondalar—. Cuando dijiste que Attaroa había provocado la muerte de los tres jóvenes, supuse que hablabas de un accidente,
    —No fue un accidente. Attaroa los envenenó, por mucho que se empeñe en no admitirlo.
    — ¡Envenenó a su propio hijo! ¿Cómo es posible que una persona mate a su propio hijo? —se asombró Jondalar—. ¿Y por qué?
    — ¿Por qué? Porque conspiraron para ayudar a una amiga, Cavoa, la joven a quien habéis conocido. Estaba enamorada de un hombre y planeaba fugarse con él. Su hermano también quiso ayudarles. Los cuatro fueron descubiertos. Attaroa perdonó a Cavoa sólo porque estaba embarazada, pero ha dicho que si la criatura es un varón, matará a la madre y al hijo.
    —No me extraña que parezca tan desgraciada y temerosa —dijo Ayla.
    —También yo soy responsable —dijo S’Armuna, y palideció intensamente al decir estas palabras.
    — ¡Tú! ¿Qué tenías contra esos jóvenes? —preguntó Jondalar.
    —Nada en absoluto. El hijo de Attaroa era mi ayudante, casi como mi propio hijo. Lo siento por Cavoa, me duele por ella, pero creo que soy tan culpable como si yo misma les hubiera envenenado. Soy responsable de esas muertes porque, de no haber sido por mí, Attaroa no habría sabido dónde conseguir el veneno, ni cómo usarlo.
    Ambos vieron que la mujer estaba muy conmovida, aunque se esforzaba por controlarse.
    —Pero matar a su propio hijo... —Ayla sacudió la cabeza como para alejar de sí la idea. Le horrorizaba el solo hecho de pensarlo—. ¿Cómo pudo ser capaz?
    —No lo sé. Os contaré lo que sé, pero es una historia larga. Creo que debemos regresar a mi morada —propuso S’Armuna, paseando la mirada alrededor. No deseaba pasar más tiempo hablando de Attaroa en un lugar tan público.
    Ayla y Jondalar volvieron con ella a la vivienda, se quitaron las prendas de abrigo y permanecieron de pie junto al fuego mientras la mujer mayor agregaba más combustible y piedras de cocinar para preparar una infusión. Una vez acomodadas para ingerir la bebida caliente, S’Armuna se recogió unos instantes para ordenar sus pensamientos.
    —Es difícil saber cuándo empezó todo; probablemente, con las primeras dificultades entre Attaroa y Brugar, pero la cosa no terminó ahí. Incluso cuando Attaroa ya estaba muy adelantada en su embarazo, Brugar continuaba golpeándola. Cuando ella se puso de parto, Brugar me mandó llamar. Supe que había comenzado porque oí sus gritos de dolor. Me acerqué a ella, pero Brugar se negó a permitirme que la atendiera cuando dio a luz. No fue un parto fácil; quise aliviar su sufrimiento, pero él se negó. Estoy convencida de que deseaba verla sufrir. Al parecer, el niño nació con una deformidad. Imagino que fue el resultado de las palizas que Brugar le propinó. El defecto no se manifestó al nacer; sin embargo, pronto fue evidente que la columna vertebral del niño estaba torcida y era débil. Nunca me permitieron examinarlo, de modo que no estoy segura; pero es posible que hubiera otros problemas —dijo S'Armuna.
    — ¿El hijo era un varón o una niña? —interrogó Jondalar, quien advirtió que este punto no estaba claro.
    —No lo sé —declaró S'Armuna.
    —No lo entiendo. ¿Cómo puedes ignorarlo? —preguntó Ayla.
    —Nadie lo supo, excepto Brugar y Attaroa, y quién sabe por qué guardaron el secreto. Nunca permitieron que la criatura fuese vista en público sin ropas, como ocurre con la mayoría de los niños de corta edad, y en definitiva le dieron un nombre que no era masculino ni femenino. Llamaron Omel a su hijo —explicó la mujer.
    — ¿El niño nunca dijo nada? —preguntó Ayla.
    —No. Omel también mantuvo el secreto. Creo que Brugar debió de amenazar a ambos con terribles castigos para que jamás revelaran el sexo del niño —dijo S’Armuna.
    —Sin duda habría algún indicio, sobre todo cuando el niño creció. El cuerpo que enterraron parecía tener las proporciones de un adulto —dijo Jondalar.
    —Omel no se afeitaba, pero quizás fuera un varón de desarrollo tardío, y era difícil saber si se le habían desarrollado los pechos. Omel usaba ropas sueltas que disimulaban las formas. Sí; creció y llegó a ser bastante alto para una mujer, a pesar de la columna torcida; pero era muy delgado. Quizás fuera a consecuencia de su debilidad, aunque la propia Attaroa es muy alta, y en Omel existía cierta delicadeza que los hombres no pueden tener.
    — ¿No llegaste a conocer mejor al niño a medida que crecía? —preguntó Ayla.
    «Esta mujer es sagaz», pensó S’Armuna mientras asentía en silencio.
    —En el fondo de mi corazón, siempre pensé que Omel era una niña –añadió—, pero quizás fuera porque yo lo deseaba. Brugar quería que la gente pensara que su hijo era varón.
    —Probablemente aciertas con respecto a Brugar —dijo Ayla. En el Clan todos los hombres desean que sus compañeras tengan varones. Creen que él es menos hombre si ella no concibe por lo menos un varón, porque, a su juicio, eso significa que el espíritu de su tótem es débil. Si se trataba de una niña, tal vez Brugar intentara ocultar el hecho de que su compañera había engendrado una hembra —dijo Ayla, quien, tras una breve pausa, expuso un criterio distinto—. La verdad es que los recién nacidos deformes generalmente son abandonados a la intemperie. Por tanto, es posible que si el niño nació con algún defecto físico, sobre todo si era un varón y no podía aprender las habilidades necesarias para la caza que se le exigen a un hombre, Brugar deseara ocultarlo.
    —No es fácil interpretar sus motivaciones, pero cualesquiera que fuesen, Attaroa cooperó con él.
    —Pero, ¿cómo murió Omel? ¿Y los dos jóvenes? —preguntó Jondalar.
    —Es una historia extraña y complicada —dijo S’Armuna, quien no deseaba que le metieran prisa—. A pesar de todos los problemas y del secreto, el niño era el favorito de Brugar. Omel era la única persona a la que nunca golpeó ni intentó lastimar. Yo me alegraba, pero con frecuencia me preguntaba cuál era la razón de esa actitud.
    — ¿Sospechaba él que podía haber sido el causante de la deformidad en vista de las muchas palizas que propinó a Attaroa antes del parto? —preguntó Jondalar—. ¿Intentaba reparar su actitud anterior?
    —Es posible, pero Brugar le echó la culpa a Attaroa. Solía decirle que era una mujer incapaz, que no podía concebir un hijo perfecto. Después se enojaba y de nuevo la castigaba. Pero sus golpes ya no eran el preludio de los Placeres con su compañera. Por el contrario, degradó a Attaroa y volcó su afecto en el niño. Omel comenzó a tratar a Attaroa de igual modo que lo hacía Brugar, y a medida que la mujer se sentía más humillada, comenzó a sentir celos de su propio hijo, celos del afecto que Brugar demostraba al niño, e incluso aún más del amor que Omel sentía por Brugar.
    —Sin duda, fue una situación muy difícil —dijo Ayla.
    —Sí; Brugar había descubierto otra forma de provocar el sufrimiento de Attaroa, pero ella no fue la única que padeció por su culpa —continuó S’Armuna—. Con el paso del tiempo, todas las mujeres eran tratadas cada vez peor por Brugar y los restantes hombres. Los varones que intentaron resistirse a los métodos de Brugar también fueron castigados, o desterrados. Por fin, después de un episodio, especialmente grave, que dejó a Attaroa con un brazo roto y varias costillas fracturadas, porque Brugar saltó sobre ella y le dio de puntapiés, la víctima se reveló. Juró que le mataría, y me rogó que le diese algo para acabar con él de una vez.
    — ¿Lo hiciste? —preguntó Jondalar, incapaz de contener la curiosidad.
    —La Que Sirve a la Madre aprende muchos secretos, Jondalar, a menudo secretos peligrosos, sobre todo si ha estudiado con los Zelandonii —explicó S’Armuna—. Pero los que son aceptados por la Madre deben jurar por las Cavernas Sagradas y las Leyendas de los Ancianos que no se hará mal uso de los secretos. La Que Sirve a la Madre renuncia al nombre de su identidad, y adquiere el nombre y la identidad de su pueblo, porque es el vínculo entre la Gran Madre Tierra y Sus hijos, y los medios por los cuales los Hijos de la Tierra se comunican con el mundo de los espíritus. Por tanto, Servir a la Madre significa servir a Sus hijos.
    —Entiendo —dijo Jondalar.
    —Pero quizás no entiendas que el pueblo queda grabado en el espíritu de La Que Sirve. La necesidad de procurar el bienestar de la gente llega a ser muy profunda, y es sólo inferior a las necesidades de la Madre. A menudo es una cuestión de jefatura. En general, no directamente, sino en el sentido de mostrar el camino. La Que Sirve a la Madre se convierte en guía para llegar al entendimiento, así como para hallar el significado inherente a lo ignoto. Parte de la instrucción consiste en aprender el saber, el conocimiento que permite que Una interprete los signos, las visiones y los sueños enviados a sus hijos. Son los instrumentos para ayudar, el medio de buscar cierta orientación relativa al mundo de los espíritus, pero, en definitiva, todo se remite al criterio propio de la Una. Me debatí buscando la manera de Servir mejor, pero me temo que mi juicio se había enturbiado por mi propia amargura y mi cólera. Regresé aquí odiando a los hombres, y al ver a Brugar aprendí a odiarle todavía más.
    —Dijiste que te sentías responsable de la muerte de los tres jóvenes. ¿Enseñaste algo a Attaroa acerca de los venenos? —preguntó Jondalar, deseoso de salir de dudas.
    —Le enseñé muchas cosas a Attaroa, hijo de Marthona, pero ella no estaba aprendiendo precisamente para ser La Que Sirve. Aunque tiene una mente ágil y es capaz de aprender más de lo que uno desea enseñarle... pero yo también sabía eso.
    S’Armuna se interrumpió cuando estaba al borde de confesar una grave falta, y no aclaró el asunto, pero les dio tiempo para sacar sus propias conclusiones. Esperó hasta que vio que Jondalar fruncía el ceño, preocupado, en tanto que Ayla asentía.
    —En cualquier caso, lo cierto es que ayudé a Attaroa a afirmar su poder sobre los hombres. Al principio... quizás yo deseara también ejercer cierto poder sobre ellos. En realidad, hice más que eso. Me dediqué a aguijonearla y alentarla, la persuadí de que la Gran Madre Tierra deseaba que las mujeres dirigieran, y la ayudé a convencer a las mujeres o a la mayoría de ellas. Después de ver cómo las habían tratado Brugar y los demás hombres, no fue difícil. Proporcioné a Attaroa una sustancia que adormecía a los hombres, con la recomendación de agregarla a su bebida favorita, un brebaje que fermentaba con la savia del alerce.
    —Los Mamutoi preparan una bebida parecida —comentó Jondalar, asombrado de lo que escuchaba.
    —Mientras los hombres dormían, las mujeres los ataron. Lo hicieron de buena gana. Fue casi un juego, un modo de obligarles a pagar su deuda. Pero Brugar nunca despertó. Attaroa trató de hacer creer que lo que había sucedido era simplemente que era más sensible al líquido para dormir, pero yo estoy segura de que puso algo más en su cuenco. Dijo que deseaba matarle, y creo que lo mató. Ahora casi lo reconoce, pero sea cual fuere la verdad, yo fui quien la indujo a creer que las mujeres estarían mejor si los hombres desaparecían. Yo fui quien la convenció de que si no había hombres, los espíritus de las mujeres tendrían que mezclarse con los espíritus de otras mujeres para crear vida nueva, de forma que sólo nacerían niñas.
    — ¿Lo crees realmente? —preguntó Jondalar, frunciendo el ceño.
    —Estoy casi persuadida de haber actuado como os he dicho. Ahora no lo diría; no deseo irritar a la Madre; no obstante, sé que induje a Attaroa a pensarlo. Cree que el embarazo de unas cuantas mujeres así lo demuestra.
    —Está equivocada —aseguró Ayla.
    —Sí, por supuesto, y yo hubiera debido saber a qué atenerme. Mi ardid no engañó a la Madre. En el fondo de mi corazón sé que los hombres existen porque así lo planeó la Madre. Si Ella no quisiera que existiesen hombres, no los habría creado. Sus espíritus son necesarios. Pero si los hombres son débiles, sus espíritus no tienen fuerza y la Madre no los usa. Por eso han nacido tan pocos —sonrió a Jondalar—. Eres un hombre tan fuerte y joven, que no dudo de que Ella ya ha usado tu espíritu.
    —Si liberaran a los hombres, creo que comprobarías que tienen fuerza más que suficiente para dejar embarazadas a las mujeres —dijo Ayla— sin la ayuda de Jondalar.
    El hombre alto y rubio la miró y sonrió.
    —Pues yo colaboraría de muy buena gana —afirmó, sabiendo exactamente lo que ella quería decir, aunque no estaba completamente seguro de compartir su opinión.
    —Y quizás deberías hacerlo —dijo Ayla—. Sólo me he limitado a decir que no lo consideraba necesario.
    De pronto, Jondalar cesó de sonreír. Pensó que no importaba quién tuviera razón, él no tenía motivos para pensar que estaba en condiciones de engendrar un hijo.
    S’Armuna los miró a los dos, consciente de que estaban aludiendo a algo que ella desconocía. Esperó, pero cuando fue evidente que ellos esperaban a su vez que siguiera hablando, la mujer continuó.
    —La ayudé y la alenté, pero ignoraba que con Attaroa como jefa sería peor que con Brugar. De hecho, inmediatamente después de que él desapareciera, las cosas mejoraron... por lo menos para las mujeres, pero no para los hombres, ni para Omel. El hermano de Cavoa comprendió; era muy amigo de Omel. Ese niño fue el único que le lloró.
    —Una reacción comprensible, dadas las circunstancias —dijo Jondalar.
    —Attaroa no lo consideró así. Omel estaba seguro de que Attaroa había provocado la muerte de Brugar y se encolerizó mucho, desafió a su madre y fue castigado por ello. Attaroa me dijo cierta vez que sólo deseaba que Omel comprendiera lo que Brugar le había hecho así como a las demás mujeres. Aunque no lo dijo, creo que ella pensaba o esperaba que, una vez desaparecido Brugar, Omel se acercaría más a ella y la amaría.
    —Por lo general los golpes no consiguen que alguien nos ame —dijo Ayla.
    —Tienes razón —dijo la mujer mayor—. Omel nunca había sido castigado, y después del episodio odió todavía más a Attaroa. Eran madre e hijo, pero no podían soportarse el uno al otro. O eso parecía. Entonces, propuse aceptar a Omel como ayudante.
    S’Armuna se interrumpió, levantó su taza para beber, pero al ver que estaba vacía, la bajó de nuevo.
    —Parecía que Attaroa se alegraba de que Omel saliera de su vivienda, pero, al pensar en el asunto, comprendí que se vengaba en los hombres. En realidad, a raíz de que Omel la abandonara, Attaroa fue empeorando. Ha llegado a ser más cruel aún que Brugar. Yo hubiera debido adivinarlo. En lugar de mantenerlos separados, debí tratar de encontrar el modo de reconciliarles. ¿Y qué hará ahora que Omel ha muerto? ¿Que fue asesinado por la propia mano de Attaroa?
    La mujer miró al vacío sobre el fuego, como si estuviera contemplando algo que sólo era visible para ella.
    — ¡Oh, gran Madre! ¡Estuve ciega! —exclamó de pronto—. Castigó a Ardoban y le metió en el Cercado, y sé que amaba a ese niño. Y mató a Omel ya los otros.
    — ¿Fue ella quien los malogró? —se escandalizó Ayla—. ¿Convirtió en lisiados a esos niños que están en el Cercado? ¿Lo hizo intencionadamente?
    —Sí, para debilitarlos y atemorizarles —dijo S’Armuna, meneando la cabeza—. Attaroa ha perdido la razón. Y ahora temo por todos. —Su voz se quebró de repente y hundió la cara entre las manos—. ¿Cuándo terminará esto? ¿Todo el dolor y el sufrimiento que yo he provocado? —sollozó.
    —S’Armuna, no te atribuyas toda la culpa —dijo Ayla—. Tal vez lo permitieras, e incluso lo fomentases, pero no asumas toda la responsabilidad. Attaroa es perversa, y quizás lo fueran también los que la trataron tan mal. —Ayla movió la cabeza—. La crueldad engendra crueldad, el dolor trae dolor, el abuso promueve el abuso.
    — ¿Y cuántos de los jóvenes a quienes ella lastimó se vengarán en la próxima generación? —exclamó la mujer, como si el sufrimiento lacerase su propio cuerpo. Comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás, abrumada por el pesar—. ¿A cuántos de los niños que están detrás de esa empalizada habrá condenado a transmitir su terrible legado? ¿Y cuántas de las niñas que ahora presencian los actos de Attaroa querrán ser como ella? Cuando vi aquí a Jondalar recordé mi propia instrucción. Precisamente yo jamás debí permitirlo. Por eso soy responsable. ¡Oh, Madre! ¿Qué hice?
    —La cuestión no es la que hiciste, sino la que puedes hacer ahora —dijo Ayla.
    —Tengo que ayudarles. No sé cómo, pero tengo que ayudarles. Pero, ¿qué puedo hacer?
    —Es demasiado tarde para ayudar a Attaroa; sin embargo, hay que detenerla. Debemos ayudar a los niños y a los hombres que están en el Cercado, pero primero es preciso liberarlos. Después, ya pensaremos en la forma de ayudarles.
    S’Armuna miró a la joven, cuya actitud era tan firme y resuelta, y se preguntó quién era realmente. Había logrado que La Que Servía a la Madre viera el daño que había provocado, además de darse cuenta de haber abusado de su propio poder. S’Armuna temía por su propio espíritu, así como por la vida del Campamento.
    Reinó el silencio en la vivienda. Ayla se puso de pie y recogió el cuenco utilizado para preparar la infusión.
    —Yo prepararé la bebida esta vez. He traído una mezcla muy agradable de hierbas —dijo.
    S’Armuna asintió sin pronunciar palabra, y Ayla extrajo su bolsito de piel de nutria.
    —He pensado en esos dos muchachos lisiados que están en el cercado —dijo Jondalar—. Aunque no puedan caminar bien, convendría que aprendieran a tallar el pedernal, o hacer otras cosas; necesitan que alguien les enseñe. Sin duda, alguno de los S’Armunai podrá enseñarles. Tal vez podrías encontrar a alguien, durante la Asamblea Estival, que esté dispuesto a ayudar.
    —Ya no asistimos a las Asambleas Estivales con los restantes S’Armunai.
    — ¿Por qué no? —preguntó Jondalar.
    —Attaroa no quiere. —La voz de S'Armuna sonaba monótona—. Algunos de los asistentes nunca fueron demasiado amables con ella. Su propio Campamento apenas la toleraba. Una vez asumida la jefatura, no quiso tener nada que ver con el resto. Poco después de hacerse con el poder, algunos Campamentos enviaron una delegación para invitarnos a una reunión con ellos. Se habían enterado de que aquí había muchas mujeres sin compañero. Attaroa les insultó y les expulsó, y en pocos años consiguió distanciar a todos. Ahora no viene nadie, ni parientes ni amigos. Todos nos evitan.
    —Ser atado a un poste es más grave que un insulto —dijo Jondalar.
    —Ya te he dicho que está cada vez peor. Tú no has sido el primero. Lo que te hizo, ya lo había hecho antes. Hace pocos años llegó un hombre, un visitante que estaba de Viaje. Al ver a tantas mujeres que parecían estar solas, adoptó un aire arrogante de superioridad. Supuso que no sólo se le ofrecería una bienvenida, sino que se vería muy solicitado. Attaroa jugó con él, como un león juega con su presa; luego, le mató. Este juego le agradó tanto que empezó a apresar a todos los visitantes. Se complacía en torturarlos, les hacía falsas promesas, les atormentaba y acababa eliminándolos. Jondalar, ése era el destino que te tenía reservado.
    Ayla se estremeció mientras agregaba algunas sustancias calmantes y suavizantes a los ingredientes de la infusión de S’Armuna.
    —Tenías razón cuando dijiste que no es humana —comentó la joven—. Mog-ur me habló a veces de los malos espíritus, pero siempre pensé que se trataba de leyendas, de historias destinadas a atemorizar a los niños para que se portaran bien y para provocar miedo en todos. Pero Attaroa no es una leyenda. Es la personificación del mal.
    —Sí; y cuando ya no llegaron visitantes, comenzó a jugar con los hombres del Cercado. —S’Armuna continuó hablando, como si no pudiera interrumpirse una vez que había comenzado a relatar lo que había visto y oído—. Primero se apoderó de los más fuertes, los jefes o los rebeldes. El número de hombres es cada vez más reducido y los que quedan ya ni siquiera intentan rebelarse. Los mantiene a todos medio muertos, expuestos a las inclemencias del tiempo. Los mete en jaulas o los mantiene atados. Ni siquiera pueden lavarse. Muchos han muerto a causa de tan horrible cautiverio, y no nacen muchos niños para reemplazarlos. A medida que perecen los hombres, el Campamento se muere. Todos nos sorprendimos cuando Cavoa quedó embarazada.
    —Lo más seguro es que entrara en el cercado para yacer con un hombre —dijo Ayla—. Probablemente el hombre de quien estaba enamorada. Estoy convencida de que tú lo sabes.
    S’Armuna, en efecto, lo sabía, pero le llamó la atención el tono de convicción de Ayla.
    —Sí; algunas mujeres se deslizan dentro del cercado para ver a los hombres, y a veces les llevan alimentos. Jondalar ha debido decírtelo —comentó.
    —No, no se lo he dicho —observó Jondalar—. Lo que no comprendo es por qué las mujeres permiten que se mantenga prisioneros a los hombres.
    —Temen a Attaroa. Algunas la siguen de buen grado, pero la mayoría preferiría recuperar a sus hombres. Y ahora, ella amenaza con lisiar a sus hijos.
    —Debes decir a las mujeres que es necesario liberar a los hombres, porque de lo contrario, no nacerán más niños —afirmó Ayla, en un tono que provocó un escalofrío tanto en Jondalar como en S’Armuna. Ambos la miraron con atención. Jondalar reconoció en el rostro de Ayla la expresión distante habitual en ella cuando su mente se concentraba en un enfermo o un herido, aunque en este caso Jondalar veía algo más que la necesidad de ayudar que sentía Ayla. Veía también una cólera fría y dura que nunca había observado antes.
    Pero a los ojos de la mujer de más edad Ayla era otra cosa, y ahora interpretó su afirmación como una profecía o como un juicio.
    Después de que Ayla sirviera la bebida caliente permanecieron en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos. De pronto, Ayla sintió la intensa necesidad de salir de la vivienda y respirar el aire limpio y frío, así como el vivo deseo de ver cómo estaban los animales; sin embargo, al observar discretamente a S’Armuna, llegó a la conclusión de que no era el momento más apropiado para marcharse. Aquella mujer estaba desolada y comprendió que necesitaba algo importante a lo que aferrarse.
    Entretanto, Jondalar pensaba en los hombres a quienes había dejado en el Cercado y en lo que estarían planeando. Sin duda sabían que él había regresado, pero les extrañaría que no le hubieran encerrado de nuevo en el Cercado con ellos. Hubiese deseado hablar con Ebulan y S’Amodun y tranquilizar a Doban, pero a su vez también necesitaba ser tranquilizado. Estaban en una situación peligrosa, y hasta ese momento no habían hecho otra cosa que hablar. Se sentía impulsado a salir de allí a la mayor velocidad posible, pero parte de su ser quería quedarse y ayudar. Jondalar pensaba que, si estaban dispuestos a hacer algo, debían actuar cuanto antes. Detestaba la idea de permanecer allí sentado, inmóvil. Finalmente, movido por la desesperación, Jondalar dijo:
    —Quiero hacer algo por esos hombres del Cercado. ¿En qué puedo ayudar?
    —Ya lo hiciste, Jondalar —trató de tranquilizarle S’Armuna, quien también sentía la necesidad de planear algún tipo de estrategia—. Cuando la rechazaste, reanimaste a los hombres, aunque eso sólo no habría bastado. Durante cierto tiempo los hombres se resistieron a Attaroa, pero ésta ha sido la primera vez que un hombre ha escapado de ella, y lo que es aún más importante, regresó. Attaroa ha perdido fuerza, y eso renueva las esperanzas de los otros.
    —Pero la esperanza no les ayuda a salir de aquí —replicó Jondalar.
    —No; y desde luego Attaroa no consentirá que se marchen. Ningún hombre sale vivo de aquí si ella puede evitarlo, aunque unos pocos lograran escapar; pero no es frecuente que las mujeres emprendan Viajes. Ayla, eres la primera que ha llegado así al campamento.
    — ¿Ella podría matar a una mujer? —preguntó Jondalar, y sin advertirlo se acercó más para proteger a la mujer amada.
    —Para ella es más difícil justificar la ejecución de una mujer, o incluso su envío al Cercado, aunque muchas de las mujeres que están aquí continúan en este Pueblo contra su voluntad... a pesar de que ninguna empalizada les cierra el paso. Attaroa ha amenazado a los seres queridos de esas mujeres y, en consecuencia, están atadas por el amor que profesan a sus hijos o compañeros. Por eso tu vida corre peligro —dijo S'Armuna, mirando directamente a Ayla—. No tienes parientes en este lugar, no puede influir sobre ti, y si consigue matarte, después le será más fácil matar a otras mujeres. Te digo esto no sólo para advertirte, sino por el peligro que corre el Campamento entero. Los dos podéis marcharos, y quizás sea lo que deberíais hacer.
    —No, no puedo irme —dijo Ayla—. ¿Cómo puedo abandonar a esos niños? ¿O a esos hombres? Las mujeres también necesitan ayuda. Escucha, S’Armuna, Brugar afirmó que tú eras hechicera. No sé si sabes lo que eso significa, pero yo soy hechicera del Clan.
    — ¿Eres hechicera? Debí comprenderlo —afirmó S’Armuna. No estaba muy segura de lo que quería decir ser hechicera, pero había recibido tantas muestras de respeto de Brugar después de que él mismo le diera esa clasificación, que la propia S’Armuna había atribuido a su título el más alto significado.
    —Por eso no puedo irme —continuó Ayla—. No se trata de lo que yo haya decidido hacer, sino de lo que una hechicera debe hacer, de lo que es. Es algo que uno lleva dentro. Una parte de mi espíritu ya está en el más allá —Ayla llevó la mano al amuleto que colgaba de su cuello—, y fue cedida a cambio del compromiso espiritual de las personas que necesitasen mi ayuda. Es difícil explicarlo, pero no puedo permitir que Attaroa continúe con sus abusos. Además, este Campamento precisará ayuda una vez liberados los que están en el Cercado. Debo permanecer aquí, mientras sea necesario.
    S’Armuna asintió, pues creía haber entendido. No era un concepto fácil de explicar. Comparaba la fascinación que sentía Ayla por ejercer sus dotes curativas y ayudar al prójimo, con sus propios sentimientos referentes a la vocación de Servir a la Madre, y en ese sentido S’Armuna se identificaba con la joven.
    —Permaneceremos aquí todo lo que podamos —corrigió Jondalar a la joven, recordando que aún tenían que cruzar el glaciar ese invierno—. Pero, ¿cómo lograremos persuadir a Attaroa para que deje en libertad a los hombres?
    —Ayla, ella te teme —dijo la chamán—, y yo creo que lo mismo le sucede a la mayoría de las Lobas. Los que no te temen, te miran con profundo respeto. Los S’Armunai son pueblos cazadores de caballos. También cazamos otros animales, entre ellos los mamuts, pero conocemos a los caballos. Al norte hay un precipicio a cuyas profundidades hemos empujado a los caballos durante generaciones. No puedes negar que el control que ejerces sobre los caballos es una magia poderosa. Tan poderosa que resulta difícil de creer, incluso viéndolo.
    —La cosa nada tiene de misteriosa —replicó Ayla—. Crié a la yegua desde que era una potrilla. Yo vivía sola, y ella era mi única amiga. Whinney hace lo que yo le pido porque quiere hacerlo, porque somos amigas —dijo, tratando de explicarse.
    El modo de pronunciar el nombre de Whinney recordaba el suave resoplido emitido por un caballo. Durante el período en el que había viajado largo tiempo con la única compañía de Jondalar y los animales, Ayla había recuperado la costumbre de pronunciar el nombre de Whinney en su forma original. El relincho surgido de labios de la mujer sobresaltó a S’Armuna, y la idea de ser la amiga de un caballo le pareció incomprensible. Poco importaba que Ayla hubiera dicho que en todo aquello no había nada de magia. S’Armuna estaba ahora convencida de que para obtener tales resultados tenía por fuerza que apelar a recursos mágicos.
    —Es posible —dijo la mujer, aunque pensaba que por sencillo que intentara que pareciese, no podía impedir que la gente se preguntara quién era en realidad y por qué se había presentado allí—. La gente desea pensar y confiar en que viniste para ayudar —continuó en voz alta—. Temen a Attaroa, pero creo que con tu ayuda y la de Jondalar, todos estarán dispuestos a enfrentarse a ella y liberar a los hombres. Quizás se nieguen a permitir que ella continúe intimidándoles.
    De nuevo Ayla experimentó la profunda necesidad de salir de la morada.
    —He bebido demasiado —dijo, poniéndose en pie—. Necesito orinar. S'Armuna, ¿puedes indicarme un lugar? —Después de escuchar las instrucciones, agregó —: Tenemos que atender a los caballos y asegurarnos de que están cómodos. ¿Podemos dejar aquí un rato estos recipientes? —Había retirado una tapa y observaba el contenido—. Está enfriándose. Lástima que no sea posible servirlo caliente. Sería mejor.
    —Por supuesto, dejad los donde os parezca —dijo S’Armuna, tomando su taza y bebiendo el último sorbo, mientras observaba la salida de los dos visitantes.
    Quizás Ayla no fuera una encarnación de la Gran Madre y Jondalar fuese en efecto el hijo de Marthona, pero la idea de que un día u otro la Madre impondría Su Castigo había influido poderosamente en La Que Servía a la Madre. Al fin y al cabo, ella era S'Armuna. Había trocado su identidad personal por el poder del mundo de los espíritus, y aquel Campamento constituía su misión, con todos sus habitantes, hombres y mujeres. Le había sido confiado el cuidado de la esencia espiritual del campamento, y Sus hijos dependían de ella. Al enfocar el asunto desde el punto de vista de los forasteros, el hombre que había afrontado la tarea de recordarle su vocación y la mujer dotada de insólitos poderes, S’Armuna comprendió que les había fallado. Solamente abrigaba la esperanza de que aún fuera posible redimirse, cosa que sólo podría lograr si ayudaba al Campamento a recobrar una vida normal y sana.

    32

    S’Armuna salió de su morada para observar a los dos visitantes que se alejaban hacia la linde del Campamento. Vio entonces que Attaroa y Epadoa, de pie frente a la residencia de la jefa, también se habían vuelto a mirarles. La hechicera se disponía a entrar en casa, cuando advirtió que de pronto Ayla cambiaba de dirección y se acercaba a la empalizada. Attaroa y su subordinada, la jefa de las Lobas, también la vieron desviarse, y ambas avanzaron deprisa para cerrar el paso de la mujer rubia. Llegaron casi simultáneamente junto al Cercado. La mujer mayor lo hizo un momento después.
    A través de las rendijas, Ayla escudriñó los ojos y las caras de los observadores silenciosos que estaban en el interior de la empalizada. Contemplados más de cerca, ofrecían un espectáculo lamentable; estaban sucios y desgreñados, cubiertos con pieles raídas, pero lo peor de todo era el hedor que se desprendía del Cercado. No sólo era maloliente; para el olfato agudo de la hechicera también era revelador. Los olores normales del cuerpo de los individuos sanos no le molestaban, al igual que tampoco le mortificaba una cantidad prudencial de desechos corporales normales, pero allí había olor a enfermedad. El hálito fétido del hambre extrema, el hedor penetrante y repulsivo de excrementos procedentes de organismos que padecían de disturbios gástricos y fiebre, el espantoso olor del pus que manaba de las heridas infectadas y supurantes, mezclado con el pútrido de la gangrena, todas estas sensaciones asaltaron sus sentidos y la irritaron.
    Epadoa se detuvo frente a Ayla, con la intención de impedirle que mirara, pero la joven ya había visto lo suficiente. Volviéndose, se encaró a Attaroa.
    — ¿Por qué retenéis aquí a estas personas, detrás de una empalizada, como si fueran animales en un corral?
    Hubo una exclamación de sorpresa de la gente que observaba la escena cuando oyeron la traducción, y todos contuvieron la respiración, en espera de la airada reacción de la jefa. Nadie se había atrevido jamás a formularle una pregunta semejante.
    Attaroa miró hostil a Ayla, quien a su vez la contempló con un sentimiento incontenible de cólera. Tenían casi la misma estatura; si acaso, la mujer de ojos negros era un poco más alta. Ambas eran mujeres vigorosas, Attaroa más corpulenta, como atributo natural de su herencia, mientras que los músculos de Ayla eran lisos y resistentes, fortalecidos por el ejercicio. La jefa era algo mayor que la forastera, poseía más experiencia y astucia, y sobre todo era totalmente imprevisible. La visitante era una rastreadora y cazadora experta, percibía rápidamente los detalles, sacaba conclusiones y podía actuar según su propio criterio.
    De pronto, Attaroa lanzó una carcajada, cuyo sonido vesánico, ya conocido por Jondalar, provocó en éste un escalofrío.
    — ¡Porque lo merecen! —exclamó la mujer.
    —Nadie merece ese trato —replicó Ayla, antes de que S’Armuna pudiese traducir. De modo que la mujer repitió el comentario de Ayla en beneficio de Attaroa.
    — ¿Qué sabes tú? No estabas aquí. No sabes cómo nos trataban —dijo la mujer de ojos negros.
    — ¿Te obligaron a permanecer a la intemperie cuando hacía frío? ¿No te dieron comida ni ropa? —Algunas de las mujeres allí congregadas parecían un tanto inquietas—. ¿Serás mejor que ellos si los tratas peor de como te trataron?
    Attaroa no se molestó en contestar a las palabras repetidas por la hechicera, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios era dura y cruel.
    Ayla advirtió un movimiento detrás de la empalizada y vio que algunos de los hombres se apartaban para permitir que se adelantaran los dos adolescentes que habían estado en el refugio. Todos los demás se agruparon alrededor de ellos. Ayla se encolerizó más cuando vio a muchachos heridos, y a los niños que tenían frío y hambre. Entonces, observó que algunas de las Lobas habían entrado en el Cercado con sus lanzas. Sintió tanta furia que apenas podía contenerse, y habló directamente a las mujeres.
    — ¿También te maltrataron estos niños? ¿Qué te hicieron para justificar esto?
    S’Armuna se encargó de que todos entendieran las palabras de Ayla.
    — ¿Dónde están las madres de estos niños? —preguntó la joven a Epadoa.
    La jefa de las Lobas miró a Attaroa después de escuchar las palabras en su propia lengua, en espera de que ésta dijera algo en su descargo, pero Attaroa se limitó a mirarla con su sonrisa cruel, como si aguardara a que Epadoa hablase.
    —Algunas han muerto —dijo ésta.
    —Las mataron cuando intentaban huir con sus hijos —declaró una de las mujeres más cercanas—. El resto no se atreve a hacer nada, por miedo a que lastimen a sus hijos.
    Ayla vio que quien había hablado era una anciana, y Jondalar comprobó que era la misma que había llorado tan ruidosamente en el funeral de los tres jóvenes. Epadoa le asestó una mirada amenazadora.
    —Epadoa, ¿qué más puedes hacerme? —dijo la mujer, avanzando audazmente—. Ya te llevaste a mi hijo, y de una forma u otra mi hija pronto desaparecerá. Soy demasiado vieja y no me importa si vivo o muero.
    —Nos traicionaron —dijo Epadoa—. Ahora, todos saben lo que les sucederá si intentan huir.
    Attaroa no dio muestras de compartir o rechazar lo que Epadoa acababa de decir. En lugar de ello, con una expresión de desagrado en su semblante, volvió la espalda a la tensa escena y caminó hacia su morada, dejando a cargo de Epadoa y sus Lobas la vigilancia del Cercado. No obstante, se detuvo volviéndose bruscamente cuando oyó un zumbido estridente y agudo. Una fugaz expresión de miedo reemplazó su sonrisa fría y cruel cuando vio a los dos caballos, que habían permanecido casi fuera del alcance de la vista, al fondo del campo, dirigiéndose al galope hacia Ayla. A continuación se apresuró a entrar en su vivienda.
    El resto de los presentes experimentaron un sentimiento mezcla de asombro y desconcierto cuando la mujer rubia y el hombre de cabellos de color amarillo claro montaron de un salto en los animales y se alejaron al galope. La mayoría de los que estaban allí deseaban que se les ofreciera la oportunidad de partir con la misma rapidez y facilidad, y muchos se preguntaban si volverían a ver alguna vez a los dos forasteros.
    —Ojalá pudiéramos seguir el Viaje —dijo Jondalar, después de haber aminorado la marcha y cuando ya había logrado que Corredor caminara a la altura de Ayla y Whinney.
    —También a mí me gustaría —aseguró Ayla—. Ese Campamento es insoportable; me produce cólera y tristeza. Incluso me irrita que S’Armuna haya tolerado que la situación se prolongara tanto tiempo, aunque la compadezco y comprendo su remordimiento. Dime, Jondalar, ¿cómo liberaremos a los niños, y a esos hombres?
    —Tendremos que planearlo con S'Armuna —repuso Jondalar—. Me parece evidente que la mayoría de las mujeres desea que cambie su existencia, y estoy seguro de que muchas de ellas nos ayudarían, si supieran cómo actuar. S'Armuna sabrá quiénes son.
    Procedentes de la llanura, habían entrado en el bosque abierto y cabalgaban entre los árboles, que en algunos sitios raleaban bastante, en dirección al río. Dieron después un rodeo para regresar al lugar en el que habían dejado al lobo. Apenas se aproximaron, Ayla emitió un silbido suave y Lobo se abalanzó a saludarles, casi fuera de sí a causa de su alegría. Se había mantenido alerta en el paraje donde Ayla le había ordenado permanecer, y ahora los dos humanos le elogiaron y premiaron su espera. Ayla advirtió que el animal había cazado y llevado su presa al lugar donde se mantenía al acecho; lo cual significaba que había abandonado durante algún tiempo su escondrijo. El detalle la inquietó, pues estaban demasiado cerca del Campamento y las Lobas; pero no tuvo valor para reprenderle. De cualquier modo, se sintió aún más decidida a alejarle cuanto antes de las cazadoras que comían carne de lobo.
    En silencio llevaron los caballos de regreso al río y se acercaron al bosquecillo en el que habían ocultado sus cosas. Ayla extrajo una de las pocas tortas que aún les quedaban, la partió en dos y entregó a Jondalar el trozo más grande. Se sentaron entre los matorrales y empezaron a comer, contentos por estar lejos del ambiente deprimente del Campamento s'armunai.
    De pronto, Ayla oyó el gruñido grave y prolongado de Lobo y sintió un escalofrío.
    —Alguien viene —murmuró Jondalar, alarmado a su vez por el aviso del animal.
    Dispuestos a no dejarse sorprender, Ayla y Jondalar pasearon la mirada por toda el área, convencidos de que los sentidos más agudos de Lobo habían percibido el peligro inminente. Al ver la dirección en que apuntaba el hocico de Lobo, Ayla examinó con cuidado la barrera de arbustos y no tardó en descubrir que se acercaban dos mujeres. Estaba casi segura de que una de ellas era Epadoa. Tocó el brazo de Jondalar y señaló en aquella dirección. Cuando la vio, él asintió.
    —Espera; calma a los caballos —dijo ella con signos, en la lengua muda del Clan—. Yo haré que Lobo se oculte. Seguiré a las mujeres y las mantendré alejadas.
    —Voy contigo —contestó Jondalar, también con signos.
    —Las mujeres me hacen más caso —dijo Ayla.
    Jondalar asintió a regañadientes.
    —Vigilaré desde aquí, con el lanzavenablos —aceptó Jondalar de mala gana—. Coge el tuyo.
    Ayla asintió, siempre en silencio, explicando que llevaba también su honda.
    Con movimientos subrepticios, Ayla describió un círculo frente a las dos mujeres, y luego aguardó. Cuando ellas se aproximaron con paso lento, Ayla oyó la conversación.
    —Unavoa, estoy segura de que vinieron aquí después de abandonar el campamento que habitaban anoche —dijo la jefa de las Lobas.
    —Pero ya han visto nuestro Campamento. ¿Por qué continuamos buscando aquí?
    —Tal vez regresen por este camino, y aunque no sea así, podemos averiguar algo acerca de ellos.
    —Hay quien dice que desaparecen o que se convierten en aves o caballos cuando se alejan —dijo la Loba más joven.
    —No seas tonta —replicó Epadoa—. ¿Acaso no descubrimos dónde acamparon anoche? ¿Para qué necesitarían organizar un campamento si pudiesen convertirse en animales?
    «Tiene razón —pensó Ayla—, por lo menos usa la cabeza y razona. En realidad no es tan mala rastreadora; hasta es probable que sea una buena cazadora. Lástima que esté tan cerca de Attaroa.»
    Ayla, agazapada detrás de una maraña de matorrales y altas hierbas amarillas, las vio acercarse. En un momento en que las dos mujeres tenían los ojos clavados en el suelo, se incorporó silenciosamente, con el lanzavenablos preparado.
    Epadoa se sobresaltó, sorprendida, y Unavoa saltó hacia atrás y emitió un breve chillido de miedo cuando levantaron los ojos y vieron a la forastera rubia.
    — ¿Me buscabais? —preguntó Ayla, en la lengua de las dos mujeres—. Aquí estoy.
    Unavoa parecía dispuesta a huir, e incluso Epadoa se mostraba nerviosa y asustada.
    —Estábamos... estábamos cazando —tartamudeó Epadoa.
    —Aquí no hay caballos para arrojarlos al abismo —dijo Ayla.
    —No estábamos cazando caballos.
    —Lo sé. Estabais cazando a Ayla y Jondalar.
    Su repentina aparición, así como el acento extraño con que hablaba la lengua de las dos mujeres, hacían que la joven pareciera exótica, un ser proveniente de un lugar muy lejano, quizás incluso de otro mundo. En cualquier caso, las dos mujeres sólo deseaban alejarse cuanto antes de alguien que parecía poseer atributos de carácter sobrehumano.
    —Creo que esas dos deberían regresar a su campamento, pues de lo contrario se perderán el gran festín de esta noche.
    La voz procedía del bosque y hablaba mamutoi, pero las dos recién llegadas entendían la lengua y comprendieron que quien hablaba era Jondalar. Volvieron la mirada en dirección de la voz y vieron que el hombre alto y rubio se apoyaba con aparente descuido en el tronco de un ancho alerce de corteza blanca, con la lanza y el lanzavenablos preparados.
    —Sí. Tenéis razón. No queremos perdernos el festín —dijo Epadoa. Empujó a su joven compañera, que había enmudecido, y ambas les dieron la espalda, alejándose a toda prisa.
    Cuando se hubieron perdido de vista, Jondalar no pudo resistir la tentación de sonreír abiertamente.

    El sol se ponía al caer la tarde del corto día invernal cuando Ayla y Jondalar cabalgaban en dirección al Campamento s'armunai. Habían cambiado el escondite de Lobo, dejándole un poco más cerca del poblado, pues pronto oscurecería y la gente rara vez se alejaba de la luz del fuego durante la noche, aunque, de todos modos, Ayla continuaba temiendo que lo capturasen.
    S’Armuna salía de su vivienda en el momento en que los dos viajeros desmontaban en el límite del campo, y la mujer sonrió aliviada al verles. A pesar de las promesas de Jondalar y de Ayla, era inevitable que se hubiera preguntado si regresarían. Después de todo, ¿por qué los forasteros iban a mostrarse dispuestos a afrontar riesgos para ayudar a personas que ni siquiera conocían? Hacía varios años que los propios parientes de los habitantes del poblado no se habían acercado por allí para cerciorarse de que todos estaban bien. Por supuesto, ni amigos ni parientes habían sido bien recibidos durante las últimas visitas.
    Jondalar retiró el cabestro de Corredor, porque deseaba que el animal tuviera total libertad de movimientos. Tanto Ayla como él despidieron a los caballos con unas palmadas amistosas en la grupa, para inducirlos a alejarse del Campamento. S’Armuna se acercó a los dos.
    —Estamos terminando los preparativos para la Ceremonia del Fuego, que será mañana. Siempre encendemos fuego la víspera, ¿queréis venir a calentaros? —preguntó la mujer.
    —Hace frío —dijo Jondalar con un gesto de asentimiento. Ambos siguieron a S’Armuna hasta el horno situado en el lado opuesto del campamento.
    —Ayla, he encontrado la forma de calentar la comida que trajiste. Recuerdo tu comentario de que caliente estaría más sabrosa, y sin duda tenías razón. Huele maravillosamente —afirmó S’Armuna.
    — ¿Cómo puedes calentar una mezcla tan espesa en canastos? —preguntó la joven.
    —Te lo demostraré; ven conmigo —invitó la mujer, y se inclinó para entrar en la antesala de la pequeña estructura. Ayla la siguió, imitada por Jondalar. Aunque no había fuego en el pequeño hogar, la pieza estaba bastante caldeada. S’Armuna se dirigió directamente a la abertura de la segunda cámara y quitó el omóplato de mamut que la cubría. El aire que llegó del interior estaba caliente, lo suficiente para poder cocinar, pensó Ayla. Al fijarse vio que dentro de la cámara ardía un fuego y que, cerca de la entrada, pero algo retirados del fuego, estaban sus dos canastos.
    —En efecto, huele bien —dijo Jondalar.
    —No tienes idea de cuántas personas han venido a preguntar a qué hora comenzará el festín —dijo S’Armuna—. El aroma llega incluso al Cercado. Ardemum también ha estado aquí; quería saber si era verdad que los hombres recibirían una parte. Y no es eso sólo. Estoy sorprendida; Attaroa ordenó a las mujeres que prepararan comida para un festín, advirtiéndoles que la cantidad debería alcanzar para todos. Ya he olvidado la última vez que asistimos a un auténtico festín... aunque bien es cierto que no hemos tenido muchos motivos para celebrar nada, lo que me obliga a preguntarme qué será lo que celebraremos esta noche.
    —La llegada de unos visitantes —dijo Ayla—. Están honrando a los visitantes.
    —Sí; los visitantes. —El tono en que la mujer pronunció estas palabras denunciaba su incertidumbre—. Recordad que ésa fue la excusa de Attaroa para induciros a regresar. Quiero haceros una advertencia. No bebáis ni comáis nada que no hayan probado primero los demás. Attaroa conoce muchas sustancias perjudiciales que pueden disimularse con el alimento. Si es necesario, consumid únicamente lo que vosotros mismos trajisteis. Yo he controlado con sumo cuidado estos canastos.
    — ¿Incluso aquí? —se extrañó Jondalar.
    —Nadie se atreve a entrar sin mi autorización —dijo La Que Servía a la Madre—, pero aun así es conveniente vigilar. Y una vez fuera de este lugar, permaneced siempre alerta. Attaroa y Epadoa han estado reunidas la mayor parte del día. Están tramando algo.
    —Y cuentan con muchos auxiliares, nada menos que todas las Lobas. Pero a nosotros, ¿quién podrá ayudarnos? —preguntó Jondalar.
    —Casi todos los restantes pobladores desean un cambio.
    —Pero, ¿quién ayudará? —inquirió Ayla.
    —Creo que podemos contar con Cavoa, mi servidora.
    —Pero está embarazada —dijo Jondalar.
    —Eso contribuirá a que se decida a actuar. Todos los signos indican que tendrá un varón. Luchará por la vida de su hijo; incluso si tuviera una niña, lo más probable es que Attaroa no le permita vivir mucho tiempo después de destetar a la pequeña, y Cavoa lo sabe.
    — ¿Qué nos dices de la mujer que habló hoy? —dijo Ayla.
    —Se llama Esadoa, y es la madre de Cavoa. Sin duda podéis contar con ella, pero dice que soy tan culpable como Attaroa por la muerte de su hijo.
    —Recuerdo haberla visto en el funeral —dijo Jondalar—. Arrojó algo a la tumba, y eso irritó a Attaroa.
    —Sí, algunas herramientas para usarlas en el otro mundo. Attaroa había prohibido que se les diera nada que pudiese ayudarles en el mundo de los espíritus.
    —Creo que tú la apoyaste.
    S’Armuna se encogió de hombros, como si el asunto careciera de importancia.
    —Le dije que una vez entregadas las herramientas, no es posible recuperarlas. Ni siquiera ella se atrevió a retirarlas de la tumba.
    —Estoy seguro de que todos los hombres que están en el cercado nos ayudarán —dijo el hombre.
    —Por supuesto; pero primero hay que liberarlos. Las guardianas desempeñan con gran celo su trabajo. No creo que nadie pueda entrar allí en este momento. Quizás dentro de unos días. Y eso nos dará tiempo para sondear a las mujeres. Cuando sepamos cuántas están dispuestas a ayudarnos, podremos trazar un plan para dominar a Attaroa y sus Lobas. Me temo que será preciso luchar contra ellas. Es el único modo de sacar del Cercado a los hombres.
    —Creo que tienes razón —dijo Jondalar con expresión sombría.
    Ayla sacudió la cabeza, preocupada ante aquella idea. El campamento ya había presenciado tanto sufrimiento, que la idea de combatir, de provocar más dificultades y dolor, resultaba inquietante. Deseaba que hubiera otro modo de resolver el problema.
    —Dijiste que habías suministrado a Attaroa una pócima para dormir a los hombres. ¿No podrías hacer lo mismo con Attaroa y sus Lobas? Si ellas se adormecieran... —se aventuró a decir Ayla.
    —Attaroa está en guardia. No comerá ni beberá nada que no haya sido probado antes por otra persona. Es lo que hacía Dolan en otros tiempos. Ahora, creo que ella utilizará a alguno de los otros niños —dijo S'Armuna, mientras miraba hacia fuera—. Ya casi ha oscurecido. Si estáis preparados, es hora de que comience el festín.
    Ayla y Jondalar retiraron los canastos depositados en la cámara interior; después, La Que Servía a la Madre cerró de nuevo. Una vez fuera, vieron que habían encendido una gran hoguera frente a la morada de Attaroa.
    —Me preguntaba si os invitaría a entrar en su vivienda; sin embargo, parece que, a pesar del frío, el festín se hará al aire libre —dijo S’Armuna.
    Cuando se aproximaron, cada uno con su canasto, Attaroa se volvió a mirarles.
    —Como deseabais compartir este festín con los hombres, me pareció lo mejor comer aquí, pues de ese modo podréis verles —explicó.
    S’Armuna tradujo lo que Attaroa acababa de decir, aunque Ayla comprendió perfectamente las palabras de la mujer, e incluso Jondalar conocía la lengua de los S'Armunai lo suficiente para entender el significado.
    —Pero es difícil verlos en la oscuridad. Sería conveniente encender otra hoguera cerca de donde están ellos —dijo Ayla.
    Attaroa se quedó unos instantes en suspenso, y después se echó a reír, pero no hizo nada para satisfacer la sugerencia de la joven.
    El festín parecía una comilona extravagante de muchos platos, pero en realidad consistía principalmente en carne magra con muy poca grasa, acompañada de una reducida cantidad de verduras, granos o raíces abundantes en almidón, sin rastro de frutas secas ni de productos dulces, ni tan siquiera de lo que podía obtenerse de la cara interior de la corteza del árbol. Había un poco de brebaje levemente fermentado que se preparaba con la savia del alerce, pero Ayla decidió que no lo bebería, y le agradó ver que una mujer se acercaba y servía una infusión caliente de hierbas en las tazas de aquellos a quienes les apetecía. Ayla había probado el brebaje de Talud y sabía que podía enturbiar su lucidez; precisamente aquella noche necesitaba reflexionar con absoluta claridad.
    Ayla pensó que, en conjunto, el festín era bastante pobre, aunque los habitantes del Campamento no pensaron lo mismo. La comida estaba compuesta por la clase de alimentos que quedaban al final de la temporada, en vez de los que podían obtenerse mediado el invierno. Unas cuantas pieles habían sido distribuidas alrededor de la plataforma elevada de Attaroa, cerca de la gran hoguera destinada a los invitados. El resto de la gente había llevado sus propias pieles, para sentarse encima mientras comían.
    S’Armuna condujo a Ayla y a Jondalar a la plataforma cubierta de pieles de Attaroa, y allí permanecieron de pie, esperando que la jefa se acercara. Ésta aparecía ataviada con sus mejores prendas de piel de lobo y los collares de caninos, hueso, marfil y concha, todo ello adornado con trozos de piel y plumas. Pero lo que más llamó la atención de Ayla fue el bastón que sostenía, el cual había sido fabricado con un colmillo de mamut enderezado.
    Attaroa mandó que sirvieran la comida, y con una mirada intencionada a Ayla, ordenó que la parte separada para los hombres fuera llevada al Cercado, incluido el cuenco apartado por Ayla y Jondalar. Acto seguido tomó asiento en su plataforma. Todos los demás interpretaron su acción como la señal para sentarse en sus respectivas pieles. Ayla vio que el asiento elevado proporcionaba una situación de superioridad a la jefa. Situada a cierta altura con respecto a los demás, podía ver y observar por encima de sus cabezas. Ayla recordó que siempre habían surgido ocasiones en las que alguien se subía a un trono o a un montón de piedras, cuando había que decir algo a un grupo y deseaba que todos lo oyesen; pero siempre había sido de forma transitoria.
    Mientras observaba las posturas y los gestos inconscientes de la gente a su alrededor, Ayla comprendió que Attaroa había elegido un lugar preponderante. Todos parecían expresar, con relación a Attaroa, la actitud de deferencia que las mujeres del Clan adoptan cuando se sentaban en silencio frente a un hombre, esperando el golpecito en el hombro que les concedía el derecho de expresar sus pensamientos. Sin embargo, existía una diferencia que no era fácil definir; en el Clan nunca notó resentimiento alguno por parte de las mujeres, circunstancia que a todas luces se daba en el campamento; ni tampoco falta de respeto en el caso de los hombres. Era simplemente el modo de hacer las cosas, el comportamiento natural, espontáneo y no impuesto, y permitía que todos prestaran total atención a la comunicación entre ellos, la cual se expresaba principalmente por medio de signos y gestos.
    Mientras esperaba que les sirvieran, Ayla trató de examinar mejor el bastón de la jefa. Era similar al Báculo Parlante usado por Talut y el Campamento del León, con la diferencia de algunas tallas muy extrañas, en absoluto parecidas a las del bastón usado por Talut, a pesar de lo cual le resultaban vagamente conocidas. Ayla recordó que Talut utilizaba el Báculo Parlante en distintas ocasiones, incluidas ciertas ceremonias, pero en particular durante las asambleas o los debates.
    El Báculo Parlante confería a quien lo empuñaba el derecho de hablar, y permitía que cada individuo formulara una declaración, o expresase un punto de vista sin ser interrumpido. La siguiente persona que tenía algo que decir pedía entonces el artefacto. En principio, se suponía que hablaba únicamente quien tenía el Báculo Parlante, aunque en el Campamento del León, y sobre todo en medio de una discusión o un diálogo acalorado, la gente no siempre esperaba su turno. Pero si hacía alguna advertencia al respecto, Talut por lo general podía conseguir que la gente se atuviera a la norma, de modo que quien quisiese hablar tenía la oportunidad de decir unas palabras.
    —Es un Báculo Parlante muy extraño, y tiene tallas muy hermosas —dijo Ayla—. ¿Puedo verlo?
    Attaroa sonrió al oír la traducción de S’Armuna. Acercó el objeto a Ayla y lo puso más cerca del fuego, pero no se lo entregó. Pronto fue evidente que no tenía la menor intención de soltarlo y Ayla intuyó que la jefa estaba utilizando el Báculo Parlante para asumir el poder que emanaba del objeto. Mientras Attaroa lo tuviera, todo aquel que pretendiese hablar tenía que solicitar su permiso y, por extensión, otras actividades —como, por ejemplo cuándo servir los alimentos, o cuándo empezar a comer— debían esperar su autorización. Ayla comprendió que, al igual que la plataforma, era un medio para condicionar y controlar el comportamiento de la gente. El asunto dio mucho que pensar a Ayla.
    El báculo en sí era bastante extraño, saltaba a la vista que no se trataba de una talla reciente. El color del marfil de mamut había comenzado a adquirir un tono amarillento, y el puño aparecía gris y brillante, a causa de la suciedad acumulada y el sudor de las numerosas manos que lo habían sostenido, puesto que se había utilizado durante muchas generaciones.
    El motivo tallado en el colmillo enderezado era una abstracción geométrica de la Gran Madre Tierra, formada por óvalos concéntricos que constituían los pechos colgantes, el vientre redondeado y los muslos voluptuosos. El círculo era el símbolo de todo, la globalidad, la totalidad del mundo conocido y el desconocido, y simbolizaba a la Gran Madre de Todos. Los círculos concéntricos, y sobre todo el modo en que eran utilizados para sugerir los atributos maternos importantes, reforzaban el simbolismo.
    La cabeza era un triángulo invertido, cuya punta formaba el mentón, en tanto que la base se curvaba lentamente para adoptar la forma de una bóveda en el extremo superior. El triángulo que apuntaba hacia abajo era el símbolo universal de la Mujer, la forma externa de su órgano generador, y por tanto también simbolizaba la maternidad de la Gran Madre de Todos. La zona de la cara contenía una serie horizontal de barras dobles paralelas, con las que se unían las líneas grabadas lateralmente, que iban desde el mentón puntiagudo hasta la posición de los ojos. El espacio más amplio entre el conjunto superior de líneas horizontales dobles y las líneas curvas que corrían paralelas al extremo superior curvado estaba ocupado por tres conjuntos de líneas dobles que eran perpendiculares, uniéndose donde hubieran debido estar los ojos.
    Pero los dibujos geométricos no constituían una cara. Excepto por el detalle de que el triángulo invertido ocupaba el lugar de una cabeza, las marcas talladas ni siquiera sugerían una cara. La expresión sobrecogedora de la Gran Madre superaba las posibilidades del ser humano común que quisiera contemplarla. Sus poderes eran tan grandes que Su Mirada por sí sola podía deslumbrar. El abstracto simbolismo de la figura del Báculo Parlante de Attaroa expresaba con sutileza y elegancia este significado de poder.
    Gracias a las enseñanzas que había comenzado a recibir de Mamut, Ayla recordó el sentido más profundo de algunos símbolos. Los tres lados del triángulo —tres era el número primario de la Madre— representaban las tres estaciones principales del año, es decir la primavera, el verano y el invierno, aunque también se admitía la existencia de dos estaciones secundarias adicionales, el otoño y la mitad del invierno, las estaciones que señalaban los cambios futuros, con lo cual se obtenía el número de cinco. Ayla había aprendido que cinco era el número oculto, el número del poder de la Madre, pero los tres triángulos invertidos estaban al alcance de la comprensión de todos.
    Recordó las formas triangulares en las tallas de la mujer—pájaro, las cuales representaban a la Madre trascendente transformándose para adoptar Su forma de pájaro, las formas que Ranec había creado... Ranec... De pronto, Ayla recordó dónde había visto antes la figura del Báculo Parlante de Attaroa. ¡La camisa de Ranec! Aquella hermosa camisa de suave cuero blanco amarillento que él vestía en la ceremonia de la adopción de Ayla. La prenda en cuestión causó un auténtico revuelo en parte a causa de su estilo poco común, con el cuerpo angosto y las mangas anchas y flotantes. Además, debido a su color, hacía un bonito contraste con la tez morena de Ranec, si bien el atractivo provenía sobre todo de los diseños decorativos.
    Estaba adornada con espinas de puerco—espín teñidas de colores brillantes e hilos de tendón con una figura abstracta de la Madre, la cual podría muy bien haber sido copiada directamente de la talla que aparecía en el báculo de Attaroa. Tenía los mismos círculos concéntricos, la misma cabeza triangular; sin duda los S’Armunai eran parientes lejanos de los Mamutoi, es decir de donde provenía originariamente la camisa de Ranec. Al menos, eso pensó Ayla. Si ellos habían seguido la ruta del norte sugerida por Talut, tenían que haber pasado por aquel campamento.
    Después de que ellos partieron, el hijo de Nezzie, llamado Danug, el joven que estaba convirtiéndose en la viva imagen de Talud, le había dicho que algún día él haría un Viaje al país de los Zelandonii, para visitarles a ella y a Jondalar. ¿Qué sucedería si Danug, en efecto, decidía realizar ese Viaje cuando tuviera algunos años más y atravesaba aquellos parajes? ¿Qué ocurriría si Danug u otros mamutoi caían prisioneros en el campamento de Attaroa y sufrían las consecuencias? Semejante pensamiento fortaleció su decisión de ayudar a aquella gente a aniquilar el poder de Attaroa.
    La jefa retiró el báculo que Ayla había estado estudiando, y se volvió hacia ella con un cuenco en las manos.
    —Como eres la visitante a quien honramos, y ya que has aportado a este banquete una contribución que está mereciendo tantos elogios —dijo Attaroa con evidente sarcasmo—, permíteme ofrecerte un poco de la especialidad de una de nuestras mujeres.
    El cuenco estaba lleno de setas, pero como habían sido cortadas y cocidas, no había manera de identificar a qué variedad pertenecían.
    S’Armuna tradujo, añadiendo en voz baja:
    —Ten cuidado.
    Ayla, sin embargo, no necesitaba la traducción ni la advertencia.
    —Por el momento no deseo setas —dijo.
    Attaroa rió tras escuchar, repetidas en su lengua, las palabras de Ayla, como si hubiera previsto una respuesta de ese estilo.
    — ¡Qué lástima! —exclamó, y acto seguido metió la mano en el cuenco y extrajo una porción generosa. Cuando hubo tragado lo suficiente para poder hablar, añadió—: ¡Están deliciosas!
    Engulló varios bocados más; luego entregó el cuenco a Epadoa, sonrió con aire de suficiencia y vació su copa de brebaje de alerce.
    A medida que avanzaba la comida, bebió varias copas más y comenzó a manifestar los efectos del brebaje; empezó a hablar en voz alta y a insultar. Una de las Lobas, que había quedado a cargo del Cercado —se habían turnado con otras guardianas, al objeto de que todas pudieran participar del festín—, se aproximó a Epadoa, quien, tras un breve intercambio de palabras, dio unos pasos hasta colocarse al lado de Attaroa y le habló en voz baja.
    —Parece que Ardemun desea salir para expresar el agradecimiento de los hombres por este festín —dijo Attaroa, y rió burlonamente—. Estoy segura de que no es a mí a quien desean dar las gracias, sino a nuestra apreciada visitante. —Volviéndose hacia Epadoa ordenó—: Dile al viejo que venga.
    La guardiana se retiró y pronto apareció Ardemun, quien avanzó cojeando hacia el fuego, desde la puerta de la empalizada de madera. A Jondalar le sorprendió su alegría al volver a ver a aquel hombre, dándose cuenta entonces de que no había sabido nada de él ni de sus compañeros después de salir del Cercado. Se preguntó cómo estarían todos.
    — ¿Conque los hombres quieren agradecerme el festín? —preguntó la jefa.
    —Sí, S’Attaroa. Me han pedido que viniera a decírtelo.
    —Dime, viejo, ¿por qué me cuesta creerte?
    Ardemun sabía que no debía contestar. Se limitó a permanecer en pie, con la vista baja, como si deseara que la tierra se lo tragara.
    — ¡Es un inútil! ¡Es un inútil! Ya no tiene fuerza para resistir —dijo disgustada Attaroa—. Como todos. Son todos unos inútiles. —Se volvió hacia Ayla—. ¿Por qué te mantienes atada a ese hombre? —Señaló a Jondalar—. ¿Acaso no tienes suficiente valor para liberarte de él?
    Ayla esperó la traducción de S’Armuna, y eso le dio tiempo para meditar su respuesta.
    —Yo he elegido estar con él. He vivido sola demasiado tiempo —replicó Ayla.
    — ¿De qué te servirá cuando se convierta en un hombre débil y flojo como Ardemun? —dijo Attaroa, dirigiendo una mirada de burla al anciano—. Cuando su instrumento esté tan debilitado que no pueda darte Placer y sea tan inútil como el resto de estos hombres...
    De nuevo Ayla esperó la traducción de la mujer mayor, a pesar de que había entendido las palabras de la jefa.
    —Nadie permanece eternamente joven. Un hombre es mucho más que un instrumento.
    —Pero tú deberías desembarazarte de éste; no durará mucho tiempo. —Indicó con un gesto al hombre alto y rubio—. Da la impresión de ser fuerte, pero es pura apariencia. No tuvo la fuerza necesaria para poseer a Attaroa o quizás estuviera asustado. —Lanzó una carcajada y bebió otra taza de brebaje, encarándose a Jondalar—. Eso fue lo que pasó. Reconócelo, me temes, por eso no pudiste poseerme.
    Jondalar también lo entendió y se encolerizó.
    —Existe una gran diferencia entre miedo y falta de deseo, Attaroa —replicó—. No puedes imponer el deseo. No compartí el Don de la Madre contigo porque no te deseaba.
    S’Armuna miró a Attaroa, estremeciéndose antes de iniciar la traducción, y casi se obligó a abstenerse de modificar las palabras del hombre alto y rubio.
    — ¡Es mentira! —gritó Attaroa, irritada. Se puso de pie y se inclinó sobre él—. Me temías, zelandonii. Pude verlo claramente. He luchado antes contra otros hombres, y tú incluso temiste combatir conmigo.
    También Jondalar se levantó, imitado por Ayla. Varias mujeres se colocaron a su alrededor.
    —Estas personas son nuestros invitados —dijo S'Armuna, poniéndose a su vez en pie—. Fueron invitados a compartir nuestro festín. ¿Hemos olvidado el modo de tratar a los visitantes?
    —Sí; por supuesto, son nuestros invitados. —El tono de Attaroa era despectivo—. Debemos mostrarnos corteses y hospitalarios con los visitantes, porque, de lo contrario, la mujer se formará una mala opinión de nosotros. Yo os demostraré cuánto me importa lo que penséis de nosotros. Salisteis de aquí sin mi permiso. ¿Sabéis lo que hacemos con las personas que huyen de aquí? ¡Las matamos! ¡Exactamente como te mataré a ti! —chilló la jefa, y se arrojó sobre Ayla blandiendo un afilado y puntiagudo peroné de caballo, el equivalente de una daga formidable.
    Jondalar intentó intervenir, pero las Lobas de Attaroa le habían rodeado, y las puntas de sus lanzas presionaban sobre el pecho, el estómago y la espalda del hombre con tanta fuerza que perforaron la piel y brotó la sangre. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, le ataron las manos a la espalda mientras Attaroa derribaba a Ayla, montada a horcajadas sobre ella y acercaba la daga a su cuello, sin el más mínimo indicio de la embriaguez que hasta entonces parecía dominarla.
    Jondalar comprendió que todo había sido una treta. Mientras ellos conversaban, tratando de idear el modo de reducir el poder de Attaroa, ésta planeaba matarlos. Se sintió muy estúpido, porque hubiera debido preverlo. Había jurado que protegería a Ayla. En cambio, se veía reducido, lleno de temor por ella, a mirar impotente cómo la mujer trataba de desprenderse de su atacante. Ésa era la razón por la que todos sentían pánico de Attaroa. Mataba sin vacilación ni remordimiento.
    El ataque de la despiadada mujer había pillado a Ayla totalmente por sorpresa. No tuvo tiempo de desenfundar un cuchillo ni de sacar la honda, carecía de experiencia en el combate con personas. Jamás había luchado contra nadie en su vida. Pero Attaroa estaba encima de ella, con una afilada daga en la mano, tratando de matarla. Ayla aferró la muñeca de la jefa y trató de apartar el brazo amenazador. Ella era fuerte, pero Attaroa también lo era, al mismo tiempo astuta, y su brazo seguía descendiendo, pese a la resistencia de Ayla, con la afilada punta cada vez más cerca del cuello de la joven.
    En un impulso instintivo, Ayla rodó de costado en el último momento, pero la daga le rozó el cuello, dejando una línea roja cada vez más ancha, antes de hundirse hasta la mitad de la hoja en el suelo. Ayla continuaba aferrada por la mujer, cuya cólera vesánica acentuaba su fuerza. Attaroa extrajo la daga del suelo, golpeó después a la mujer rubia, aturdiéndola, se le montó de nuevo a horcajadas y alzó el brazo para asestarle la puñalada definitiva.

    Parte 3

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