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agosto 22, 2010
Sin lugar a dudas, era una casa vieja. Todo el conjunto tenia el sello indeleble de lo antiguo, como sucede en las ciudades de edad remota, construidas alrededor de su catedral. Pero el número diecinueve daba la impresión de ser la más vieja, con el aire solemne de patriarcado y su color gris de insolente arrogancia. Destilaba esa frialdad repulsiva que distingue a todas las casas hace mucho tiempo deshabitadas. Su austera desolación reinaba por encima de las otras moradas.
En cualquier otra ciudad se hubiera dicho que era una casa encantada; pero no en Weyminster, donde los fantasmas carecían de adictos, si bien se respetaban las creencias propias de los «feudos y condados». Por eso, el número diecinueve jamás tuvo el sobrenombre de casa encantada. No obstante, lucía año tras año su rótulo: «Se alquila o vende».
La señora Lancaster miró aprobatoriamente la casa desde el automóvil, sentada junto al verboso agente de fincas, que derrochaba buen humor ante la idea de sacarse de encima el número diecinueve. Éste introdujo la llave en la cerradura sin aminorar sus elogios.
—¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? —preguntó secamente la señora Lancaster.
El señor Raddish, algo indeciso, contestó:
—Pues... hace algún tiempo.
—Eso ya se advierte —repuso irónica la señora Lancaster.
El semioscuro recibidor desprendía un hedor siniestro. Una mujer más imaginativa se hubiera estremecido; pero no aquella, eminentemente práctica. Era alta, con abundante pelo castaño oscuro, que tendía a volverse gris, y fríos ojos azules.
Recorrió la casa de sótano a desván, formulando preguntas. Terminada la inspección regresó a una de las habitaciones frontales que daba a la plaza y preguntó al agente:
—¿Qué ocurre con la casa?
El señor Raddish, cogido de sorpresa, contestó débilmente:
—Una casa sin amueblar resulta siempre algo lúgubre.
—Eso no justifica un alquiler tan bajo. Debe de haber algún motivo. ¿Está encantada?
El agente dio un respingo, si bien no contestó.
Ella le observó un momento antes de añadir:
—No creo en fantasmas. Esas tonterías no son obstáculos que me impidan quedarme con la casa. Pero los sirvientes son muy crédulos y se asustan fácilmente. ¿Quiere usted decirme qué cosa se supone encanta este lugar?
—Yo... pues... realmente lo ignoro —tartamudeó el hombre.
—Estoy segura de que lo sabe. No aceptaré la casa si no me lo dice. ¿Qué fue? ¿Un asesinato?
—¡Oh, no! —gritó el señor Raddish, en defensa de la reputación de la finca—. Es... bueno, sólo se trata de un niño.
—¿Un niño?
—Sí.
Luego de una breve pausa, se decidió:
—Desconozco la verdadera historia. Existen muchas versiones. Unos treinta años atrás, un hombre llamado Williams alquiló el número diecinueve. Era un desconocido, sin criados ni amigos, y raras veces lo veían en la calle. Vino acompañado de un hijo un niño de corta edad. Después de permanecer aquí dos meses, se fue a Londres, donde la policía lo identificó, al parecer acusado de algo grave. El hombre no quiso entregarse y se disparó un tiro. El niño continuó solo en la casa bien provisto de alimentos, a la espera de su padre. Desgraciadamente, tenía prohibido que, por ninguna causa, saliera de la casa y hablase con nadie. El pobre no se atrevió a desobedecer. Los vecinos, ignorantes de que el padre se había marchado, a menudo le oían sollozar de noche.
El señor Raddish se detuvo y aspiró fuertemente.
—El niño se murió de hambre —lo dijo con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar que empezaba a llover.
—¿Y es el fantasma del niño lo que se supone que vive aquí? —preguntó la señora Lancaster.
—En realidad es algo sin importancia —se apresuró a tranquilizarla—. Nadie ha visto nada. Sólo se trata de un rumor, dicen que oyen llorar al niño.
La señora Lancaster se encaminó a la puerta principal.
—Me gusta mucho la casa. No es fácil que logre nada parecido por este precio. Ya le comunicaré mi decisión.
—Es muy alegre, ¿verdad, papá? La señora Lancaster inspeccionó su nuevo hogar. Alegres alfombras, muebles bien bruñidos e infinidad de chucherías habían transformado el lúgubre aspecto del número diecinueve.
Hablaba a un anciano de hombros caídos y delicado rostro místico. El señor Winburn no se parecía a su hija. El sentido práctico de ella contrastaba fuertemente con la soñadora abstracción de él.
—Sí —contestó con una sonrisa—. Nadie pensaría en que estuvo encantada.
—¡Papá, no digas tonterías! Y menos en nuestro primer día.
El señor Winburn se sonrió.
—Muy bien, querida; estoy de acuerdo en que no existen los fantasmas.
—Por favor —suplicó su hija—. No menciones eso delante de Geoff. ¡Es tan imaginativo!
Geoff era el hijo de la señora Lancaster. La familia estaba formada por el señor Winburn, su hija viuda y Geoffrey.
La lluvia empezó a golpear contra la ventana, insistente.
—Escucha —dijo el señor Winburn—. ¿Oyes pequeños pasos?
—Oigo la lluvia —repuso ella con una sonrisa.
—Son pisadas —afirmó el anciano, inclinándose para escuchar.
La hija se rió divertida.
El señor Winburn se rió también. Tomaban té en el salón y el anciano se hallaba sentado de espaldas a la escalera.
El pequeño Geoffrey bajó lentamente las escaleras de bruñido roble y sin alfombra, con la temerosa precaución de un niño en un lugar extraño. Luego caminó hasta colocarse junto a su madre. El señor Winburn dio un ligero respingo al captar otras pisadas en las escaleras, como de alguien que siguiera a su nieto. Si, era un lento y penoso arrastrar de pies.
Se encogió de hombros. «La lluvia, sin duda», pensó.
—¿Hay bizcochos? —dijo Geoffrey con la naturalidad de quien sólo resalta una circunstancia interesante.
Su madre se apresuró a complacerlo.
—Bien, hijito, ¿te gusta tu nueva casa? —preguntó.
—Muchísimo —respondió el niño con la boca llena—. Mucho, mucho y más mucho.
Después de tan original afirmación, que evidentemente expresaba el más profundo contento, se dio a la tarea de hacer desaparecer los bizcochos en el menor tiempo posible.
Luego de tomar el último bocado, se desató su verborrea.
—Mamaíta, Jane dice que hay desvanes, ¿puedo explorarlos? Quizás encuentre una puerta secreta. Jane dice que no hay ninguna; pero yo creo que sí. Y si no encontraré cañerías de agua —puso cara de éxtasis—. ¿Me dejarás que juegue con ellas? ¿Me permites que vea la caldera?
Pronunció la última palabra con tanto entusiasmo que su abuelo consideró justificada una instalación que sólo mediante un esfuerzo imaginativo facilitaba agua caliente, y también numerosas facturas del lampista.
—Mañana verás los desvanes, cariño. Ahora entretente con tu caja de construcciones en hacer una casa o una locomotora.
—No quiero construir una caza.
—Casa.
—Casa; ni tampoco una locomotora.
—Construye una caldera —sugirió el abuelo.
Geoffrey se animó.
—¿Con tuberías?
—Sí, con muchas tuberías.
El niño corrió feliz en busca de su caja de construcciones.
La lluvia no aminoraba. El señor Winburn escuchó. Sí, debió de ser la lluvia, si bien había sonado como si fueran pasos.
Aquella noche tuvo un extraño sueño. Soñó que caminaba por una gran ciudad, donde sólo vivían niños. Eran muchos niños; multitud de ellos. De pronto se vio rodeado de caritas que gritaban: «¿Lo has traído?» Como si entendiera a qué se referían, entristecido, sacudió la cabeza. Entonces los niños se alejaron de él y empezaron a llorar.
La cuidad y los niños se esfumaron al despertarse, pero los sollozos seguían en sus oídos: recordó que Geoffrey dormía en el piso de abajo, pero el llanto procedía de arriba. Se sentó y encendió un fósforo. Instantáneamente, los sollozos cesaron.
El señor Winburn no contó a su hija nada de aquello, pese a estar seguro de que no era una jugarreta de su imaginación. No tardó mucho en oírlos de día. El aullido del viento al filtrarse por las ventanas tenía un sonido distinto y separado de los inconfundibles y lastimeros sollozos.
Tampoco tardó mucho en saber que no era el único en captarlos. Casualmente escuchó el comentario de la doncella: «La niñera no es amable con Geoffrey. El niño ha llorado desconsoladamente esta mañana.» Pero su nieto había bajado a desayunarse rebosante de salud y de felicidad. No, no era Geoff quien había llorado, sino aquel otro niño cuyos arrastrantes pies le sobresaltaban con demasiada frecuencia.
La señora Lancaster era la única que no había oído nada.
No obstante, también sufrió un sobresalto.
—Mamaíta —le dijo su pequeño—. Me gustaría jugar con aquel niño.
Sonriente, alzó la cabeza del escritorio y con tono amable preguntó:
—¿Qué niño?
—No sé su nombre. Lloraba en el desván, sentado en el suelo; pero se fue corriendo al verme —y, despectivo, añadió—: Quizá se avergonzó. Luego, estando yo en mi cuarto de juegos entretenido con mis construcciones, lo vi de pie en el umbral. Miraba lo que yo hacía, y su aspecto era triste, como si quisiera jugar conmigo. Le dije: «Ven y construye una locomotora»; pero no me contestó. Sólo me miraba como si viera un montón de chocolatines y su mamaíta le hubiera prohibido tocarlos —Geoff suspiró en respuesta desalentada a sus propios sentimientos—. Jane dice que no hay ningún niño en la casa y me ha prohibido hablarle de cosas tontas. No quiero a Jane.
La señora Lancaster se levantó.
—Jane tiene razón. No hay niños en ningún lugar de la casa.
—Pero yo lo vi. ¡Oh, mamaíta, déjame jugar con él; parece solo y triste!
Cuando la señora Lancaster se disponía a contestar a su hijo, el anciano denegó con la cabeza y habló suavemente:
—Geoff, ese pobrecito niño está solo, y quizá puedas hacer algo para consolarlo; si bien debes intentarlo sin la ayuda de nadie, como si fuese un acertijo, ¿comprendes?
—¿Es que me hago mayor y por eso tengo que intentarlo yo solo?
—Sí; te haces mayor.
Mientras el muchacho se alejaba de la habitación, la señora Lancaster se volvió un tanto impaciente a su padre.
—Papá, es absurdo animar al niño a creer en los gratuitos cuentos de los sirvientes.
—Ningún sirviente ha dicho nada al niño —replicó el anciano—. Él ha visto... lo que yo oigo, lo que, posiblemente, vería si tuviera su edad.
—¡Bobadas! ¿Por qué no lo veo o lo oigo yo?
El señor Winburn se sonrió cansadamente sin decir nada.
—¿Por qué? —repitió su hija—. ¿Y por qué le dijiste que podía ayudar a... esa cosa? Tú sabes que es imposible.
El anciano, pensativo, la miró.
—¿Por qué no? Recuerda estas palabras:
¿Qué luz tiene el destino para guiar
a los infantes en la oscuridad?
«¡Una comprensión ciega!», replicó el cielo.
—Geoffrey tiene esa comprensión ciega. Todos los niños la poseen. Sólo cuando nos hacemos mayores la perdemos, o la arrojamos de nosotros. Muchos, al volvernos viejos, sentimos de nuevo débiles destellos de esa comprensión. Sin embargo, la luz arde más brillante en la infancia. Por ello pienso que Geoffrey puede ayudar de algún modo a ese niño.
—No lo comprendo —murmuró la señora Lancaster.
—No más que yo. Ese niño está en apuros y quiere ser liberado. ¿Cómo? Lo ignoro. Es terrible pensar en la triste situación de un niño que llora sin consuelo.
Pasado un mes de esta conversación, Geoffrey cayó muy enfermo. El viento del este había sido implacable, y él no era un niño fuerte. El doctor dijo que el caso era grave. Con el señor Winburn fue más claro, y le confesó que no había esperanza.
—El niño no hubiera llegado a edad adulta. Hace mucho tiempo que tiene un pulmón afectado.
La señora Lancaster cuidaba de su hijo cuando por vez primera advirtió la presencia del otro niño. Al principio los sollozos eran casi indistinguibles entre los demás ruidos que provocaba el viento, pero gradualmente se hicieron más claros, más inconfundibles. Al fin los oyó sin lugar a dudas en los momentos de absoluto silencio: sollozos desgarradores, sin esperanza, que partían el corazón.
Geoff, cada vez en peor estado, en su delirio hablaba del niño.
—¡Quiero ayudarle a que huya, quiero! —repetía a gritos.
Luego un largo letargo de muerte lo sumía en una quietud sin casi respiración e inconsciencia. Nada podía hacerse, salvo esperar y vigilar. Días después sobrevino una noche tranquila, sin un soplo de aire.
De repente, Geoff se agitó y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron por encima de su madre a la puerta abierta. Ella se inclinó para captar sus palabras medio suspiradas.
—Bueno, ya me voy —dijo, y cayó hacia atrás.
Aterrada, la señora Lancaster salió de la habitación en busca de su padre. En alguna parte cerca de ellos, el otro niño, alegre, satisfecho, triunfante, desgranaba su risa de plata que hacía eco en la estancia.
—¡Estoy asustada! ¡Estoy asustada! —repitió entre gemidos.
El anciano puso su brazo protector alrededor de los hombros de su hija. Una ráfaga de viento hizo que los dos se sobresaltaran, si bien pasó veloz, dejando tras sí la misma quietud de antes.
La risa había cesado, pero un nuevo y tenue sonido, que apenas podía oírse, fue creciendo hasta hacerse identificable. Eran pasos, pasos ligeros que se alejaban presurosos.
Corrían acompasados aquellos alarmantes y familiares piececillos, seguidos de otros que se movían más rápida y ágilmente. Al fin, juntas, las pisadas traspasaron la puerta.
La señora Lancaster, aterrada, exclamó:
—¡Son dos niños... dos!
Su tez se cubrió con el gris del terror, y quiso aproximarse al lecho del hijo, pero el anciano la contuvo y señaló hacia el exterior.
—Allí.
Los pasitos decrecieron hasta diluirse en la distancia. Luego... todo fue silencio.
FIN