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agosto 22, 2010
“Artículos”
El Contemporáneo
30 de marzo, 1862
Hace ya mucho tiempo que se clama en todos los tonos contra el espíritu francés que se introduce e infiltra en nuestra nación y, desnaturalizando las costumbres, viciando el idioma y modificando las ideas, concluirá, si es que ya no lo ha hecho, por hacer de nosotros una copia, cuando no una caricatura, del vecino país.
Fígaro, el Curioso Parlante, el Solitario, Bretón y otros mil que no recordamos en este momento, han combatido con las armas del ridículo esta funesta manía por imitar todo lo que viene de Francia; pero ni sus chistes, ni las predicaciones serias de los que por lo serio han tomado la cuestión, han sido bastantes a detener el torrente cuyas aguas, pasando por cima de la cabeza de los que intentaron detenerle, prosiguió inundando, inunda aún e inundará hasta que Dios sea servido librar a nuestra patria de telas, baratijas, libros, muebles, pinturas, figurines y otras infinitas cosas que, inficionadas de extranjerismo, propagan la enfermedad y hacen cundir la peste.
Esto es un gran mal, pero a nuestro parecer un mal inevitable. Culpa nuestra es y no de nadie, si habiendo tenido en alguna época la batuta para dirigir esta especie de sinfonía de la civilización, la hemos abandonado para que otros la recojan y lleven como mejor les plazca el compás, que nosotros, reducidos a meros ejecutantes de directores que fuimos, habremos de seguir mal que nos pese, so pena de aislarnos de todo el mundo y crearnos como la China una civilización especial aparte de todas las civilizaciones.
A nuestros padres, que tuvieron el valor necesario para rechazar la invasión material de la Francia, les faltó la suficiente energía para no doblar el cuello al yugo de sus ideas. Ellos, que nos acusan hoy de extranjerismo, ellos abrieron el boquete en el Pirineo, por donde se nos han entrado otras modas, otra literatura y otras costumbres.
Todo lo que vemos, todo lo que sentimos, hasta la atmósfera que respiramos, es extraño a nuestra nacionalidad
Desdichado del que en una comida de ceremonia ignora el francés, o no conoce siquiera los principales platos de la cocina transpirenaica; se expone a que ni el maître d'hotel le entienda, ni los criados le hagan caso, ni él sepa lo que se sirve.
Vais a buscar un libro cualquiera, entráis en el establecimiento más lujoso y más céntrico de Madrid, es librería francesa; vais a otro, son libros en francés; a otro, la misma contestación. ¿Dónde se venden los libros españoles? ¿Se escriben acaso? Y si se escriben, ¿se venden en alguna parte?
Nosotros, los mismos que nos quejamos de esa terrible invasión y que procuramos contenerla, sólo entramos en casa de Durán a pedir las últimas obras que ha recibido de Francia, Alemania o Inglaterra.
Se construyen edificios como los de los bulevares, nuestras damas hacen traer de París sus joyas, sus adornos y sus trajes más ricos. Los cafés, los establecimientos y los almacenes se montan a la francesa; nosotros leemos en francés y pensamos en francés con el autor que leemos; los poetas cuyos versos repetimos de memoria, los filósofos en cuyas obras vamos a beber la ciencia, el gas que nos alumbra, los ferrocarriles en que viajamos, la horma de nuestras botas, la hechura y el material de nuestros sombreros, hasta la boquilla en que fumamos, todo es extranjero, todo; nada nos pertenece, nada hemos inventado, nada es producto de la iniciativa de nuestras artes, de nuestra industria o de nuestros pensadores; nos hemos sentado en el camino de los adelantos, y ese camino, hoy por hoy, no es más que uno; fuerza es que al volver a andar, vayamos siguiendo las huellas de los que nos anteceden.
Sin embargo, esta atmósfera nos ahoga a veces; hay ocasiones en que ansiamos percibir un soplo de nuestra extinguida nacionalidad y entonces, o abrimos el libro inmortal de Cervantes, u hojeamos algunas de las comedias de Calderón, o nos volvemos con la memoria al fondo de la
provincia en que vimos la luz al nacer y cuyas costumbres y en cuyos cantares se conserva aún el reflejo de nuestras costumbres antiguas y características.
En una de estas reacciones patrióticas, por decirlo así, en uno de esos días en que se deja a un lado las Meditaciones de Lamartine para coger nuestro Romancero, vimos aparecer en los carteles el nombre de la Nena. La Nena es para nosotros un recuerdo de mejores días, un soplo de brisa perfumada de nuestro país, un eco de las ideas y las costumbres de nuestra provincia, un espectáculo español entre tantos otros espectáculos bastardeados o completamente extranjeros.
Pero..., fuerza es decirlo: aun aquí nos esperaba un nuevo desengaño. Desde luego el programa de la función nos hizo concebir algunas sospechas. El título del baile es neto, y permítasenos esta palabra técnica; mas el subdividir a éste en partes, el encerrar en él una acción como en los bailes de grande espectáculo franceses, no deja de traer peligros para su pureza y originalidad. Veamos lo que el título da de sí, dijimos, y encaminándonos al teatro de la plazuela del Rey nos sentamos en nuestra butaca, y pasó la piececita, y saltaron los marroquíes, y sonó la música y comenzó el baile.
Al levantarse el telón aparecen algunas parejas de mujeres que bailan al son de un guitarrillo en una habitación tan escueta, tan pobre, tan monótonamente uniforme y vieja, que da grima el mirarla. Nosotros hubiéramos querido ver en su lugar uno de aquellos patios de los famosos corrales de Triana, con sus arcadas medio árabes, sus corredores con barandales de madera, sus tiestos de alhelíes, su parra que trepa por las columnas y cuyos pámpanos cuelgan como verdes pabellones, y aquí el brocal de un pozo, y más allá las enjalmas de una caballería o los trastos de un apero.
La decoración del primer cuadro no es un fondo a propósito para una escena andaluza; es cualquier cosa: unas cuantas varas de lienzo pintado de blanco; la casa pobre clásica de todos los teatros de poco más o menos. ¿No tenía la empresa otra?
Después que las boleras han terminado su paso, que está bastante bien dispuesto y tiene figuras graciosas, aparece al fin la Nena. La Nena, tan airosa como siempre, tan ligera, tan esbelta, rebosando gracia, derramando sal, pero, ¡oh, dolor! inficionada de la manía común, vestida poco más o menos como una de esas hadas o sílfides de los bailes franceses. Un traje blanco, todo blanco, muy corto, muy hueco, con muchas gasas, muchas cintas y tules; he aquí su toilette, que toilette debemos llamarle.
Después de una corta escena de mímica, comienza un ole un sí es no es disfrazado, pero muy gracioso y movido con gracia. Decir con palabras lo que es el ole bailado por la Nena, es punto menos que imposible. Aun viéndola, no se comprende tanta ligereza, tanta desenvoltura, tanta exactitud en los pasos más difíciles.
Cambia la decoración y lo que es habitación mezquina se transforma en calle.
Los que han visto una calle de Sevilla, una de aquellas calles con sus casas de todas formas y tamaños, sus balcones con macetas de flores semejantes a pensiles colgados, sus ventanas con celosías verdes, enredadas de campanillas azules, sus tapias oscuras por las que rebosa el follaje de los jardines en guirnaldas de madreselva, allá en el fondo un arco que sirve de pasadizo con su retablo, su farol y su imagen, aquí los guardacantones de mármol sujetos con anillas de hierro, en lontananza las crestas de los tejados, los aéreos miradores, los chapiteles de los campanarios y los extremos de mil y mil veletas caprichosas; los que han visto, volvemos a repetir, una de estas calles, deben cerrar los ojos o no fijarlos en esta decoración.
Afortunadamente aún no se ha operado el cambio cuando la Nena torna a aparecer. Cuando esta graciosa bailarina está en escena, no se mira a la decoración, se la mira a ella, y ella, por más que se atavíe a la francesa, es andaluza de ley, desde la punta del pie al cabello. Lástima que en el paso mímico que tiene lugar en este cuadro segundo se recuerde más de lo que era de desear la mímica de las sílfides de la grande ópera; en vano se viste con apariencias flamencas; en su esencia, no lo es, y he aquí el inconveniente del argumento. El señor Moragas, el maestro que dispone el baile, no ha de inventar otra mímica, y la que se conoce, la admitida, es francesa, o mejor dicho italiana
Y vuelve a sonar la campanilla que anuncia la mutación de escena; va a aparecer el lugar de la fiesta a donde se dirige la maja en seguimiento de su querido, después de vacilar un instante entre los celos y el orgullo; ahora vamos a contemplar sin duda uno de aquellos ventorrillos andaluces, con su toldo en la puerta, sus tapias blancas y su cerca de tableros mal unidos: a un lado se ven campos llenos de mieses altas y amarillas, entre las cuales se balancean las rojas amapolas; al otro, los vallados de una huerta con sus pitas y sus higueras chumbas, el camino real que se extiende a lo lejos, el camino real con majos que van y vienen sobre caballos aderezados al uso del país, calesas que vuelan entre una nube de polvo de oro, y en lontananza, Sevilla, con sus mil picos de torres, miradores y campanarios, la Giralda que se destaca sobre un horizonte encendido y se refleja temblando en las aguas del Guadalquivir, que se retuerce a sus pies sobre una alfombra de verdura y de flores como una inmensa serpiente azul. Esto es lo que vamos a ver sin duda; éste es el verdadero fondo de un cuadro de costumbres de nuestro país; mas... vuelve a sonar la campanilla: por aquí desaparece un bastidor, por allá se arrolla un lienzo, la mutación se opera, y aparece un jardín con pretensiones de suntuoso; grandes arcos de arrayanes y boj simétricamente dispuestos, fuentecitas, estatuas y un grupo de bailarines muy bien colocados, muy bonitos, pero impropio.
En este cuadro tiene lugar el paso del velo, que nosotros llamaríamos de la mantilla porque, blanca o negra, mantilla es, y mantilla manejada con todo el salero de Dios, la que saca la Nena, y tras las blondas de la cual se ven brillar a intervalos sus ojos negros como el azabache.
Después de una corta escena de si me conoces, si no te conozco, la maja, que ha sorprendido a su amante infraganti delito de coquetería, se descubre airada; pero su ira dura poco, sus celos son como aquellas flores de que dice Góngora: hoy son flores azules, mañana serán miel. Y en verdad que el abrazo, señal de reconciliación con su amante, debe ser miel, y miel muy superior a la de la misma Alcarria.
En este punto comienza lo mejor de la fiesta.
La Nena se desembaraza de la mantilla, bebe algunas cañas de manzanilla a la salud de los presentes, y comienza un zapateado monísimo.
A este zapateado non les (...) la gracia y del salero de la tierra, siguen unas boleras bailadas perfectamente por la Nena y su compañero y director de la compañía, señor Moragas.
Al comenzar esta parte con que termina el espectáculo todo se olvida, todo lo hace olvidar aquella mujer con su rumbo, su trapío y su maravillosa e inconcebible agilidad; se olvidan las decoraciones, se olvidan los pasos mímicos, y los comparsas vestidos de color de ante y los arcos de boj del jardín y las estatuas y la toilette afrancesada que viste, porque ella sola es toda Andalucía, ella, que huye y vuelve, que se repliega sobre sí misma y se crece, que ahora da un desplante que levanta en peso, después una vuelta que aturde y fascina.
Esa es la Nena, esa es la Nena, guardadora fiel de las tradiciones de Andalucía; de esas tradiciones que comienzan a perderse, de las que acaso en días no muy lejanos tal vez no quedará más que un recuerdo.
La civilización, ¡oh!, la civilización es un gran bien; pero al mismo tiempo es un rasero prosaico, que concluirá por hacerle adoptar a toda la humanidad un uniforme.
España progresa, es verdad; pero a medida que progresa, abdica de su originalidad y su pasado.
Los trajes, las costumbres y hasta las ciudades, se transforman y pierden su sello característico y primitivo.
Toledo, para los amantes de las glorias y las leyendas de los siglos que han sido, y Sevilla, para los entusiastas de las costumbres características de un país, debieran dejárnoslas intactas, siquiera para muestra. Pero no: llegará un día en que Toledo vea por tierra su histórico y extraño Zocodover; un día en que sus calles estrechas, tortuosas y llenas de sombra y de misterio, se transformen en bulevares; vendrá un tiempo en que el pueblo andaluz vestirá con blusa y gorra, como los obreros catalanes, trasunto fiel de los franceses; habrá más moralidad, tal vez más ilustración; en vez de reunirse en bulliciosas zambras a las puertas de los ventorrillos, acudirán al teatro; en vez de comprar los romances de los Siete niños de Écija, y cantar cantares flamencos, leerá periódicos y tarareará aires de óperas; todo esto es mejor, seguramente, pero menos pintoresco, menos poético; dejad, pues, que mientras se regocija el pensador y el filósofo, lloren su pérdida el pintor y el poeta.
El pintor y el poeta, que sienten no ver salir aún de las antiguas fortalezas, y haciendo crujir el colgadizo puente con la pesadumbre de sus caballos vestidos de hierro, al señor feudal que marcha al combate precedido de su pendón de ricohombre y escoltado por su mesnada.
El pintor y el poeta, que desearían ver aún en los desiertos anfiteatros luchar a los atletas desnudos, y volar a bellísimas Aspasias con el seno levantado por la fatigosa respiración en pos del premio de la carrera.
FIN