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agosto 22, 2010
Título original: A espingarada
Y volvemos a la tremenda lucha por la supervivencia. André Carneiro es el autor brasileño de ciencia ficción más conocido en todo el mundo, y sus obras han sido traducidas al francés, inglés, sueco... y español, por supuesto. Su visión del «después de la bomba» que nos presenta aquí es tremendamente amarga, pero tremendamente realista también. Y nos plantea una verdad tan terrible como cierta sobre la raza humana: el hombre es un animal solitario, y el instinto de supervivencia es gregario. El día en que estallen las bombas, el hombre se convertirá en un lobo para sus hermanos. Y ahí, quizá, más que en la propia bomba, esté el germen de la destrucción de la humanidad.
Silencio. Hasta donde alcanzaba su vista, centenares de coches parados en la avenida. Se desviaba por entre ellos, la mano rozando carrocerías cubiertas de polvo. Neumáticos deshinchados, manchas de aceite hechas gota a gota en el suelo de asfalto. Se inclinó sobre un parachoques lleno de barro reseco. Crecían allí pequeñas hojas, las raíces descubiertas desviándose entre la herrumbre que avanzaba. Continuó andando hacia adelante, deteniéndose de vez en cuando. El paisaje era el mismo desde hacía mucho tiempo. Al lado había un coche convertible, la llave de puesta en marcha en su lugar, la puerta abierta, la tapicería desgarrada por el viento, los cristales sucios y opacos. Al apoyarse en su parte delantera, la carrocería hizo un ruido de juntas desvencijadas. A ambos lados había casas de lujo, con jardines vallados. Los matojos invadían los paseos, verde mezclado con hojas secas, transformando las construcciones en islas tristes y olvidadas.
Miraba vagamente, pero era preciso avanzar, descubrir algo. Las nubes ponían sombras rápidas, pasando por sobre los automóviles en dirección al centro de la ciudad. Palpó sus bolsillos, en el gesto de buscar un cigarrillo. Se habían terminado. Entró en un coche, abrió la guantera. Vacía. Apretó el botón de puesta en marcha. La batería, sin uso, no producía chispa. Salió, subiendo por la avenida, mirando hacia los lados, como si alguien escondido pudiera venir a su encuentro.
Necesitaba cigarrillos. En la calle transversal había un bar. Se aproximó cautelosamente. A algunos metros de la puerta sintió el olor. Resolvió buscar en los automóviles, ahora más espaciados. Se acercaba, espiaba el interior, abría la puerta. Encontraba documentos, piezas de repuesto. Lo echaba a un lado. Al cuarto intento descubrió un paquete cerrado. Estaba viejo, pero no importaba. Se había acostumbrado ya a aquel sabor, que le parecía igual al de siempre. Se recostó en un banco para fumar. Se sobresaltaba cuando las hojas de papel eran arrastradas por el viento, cuando los batientes sueltos de alguna ventana restallaban con un ruido seco. Si pudiera usar un automóvil, haría cientos de kilómetros por día. Ya perdió mucho tiempo arreglando baterías, transportando gasolina, hinchando neumáticos. Estos eran los más difíciles. No había electricidad para los compresores. Anduvo kilómetros para descubrir una bomba manual. Después de mucha lucha, el automóvil funcionó. Sorteaba los obstáculos, subiéndose a las aceras, empujando a golpes lo que le impedía el camino. Cuando el bloqueo era infranqueable retrocedía, seguía otras calles, daba rodeos, llevando todo un día para avanzar una pequeña distancia.
En las carreteras era peor. Postes caídos, camiones, cargas abandonadas, impedían el paso. Avanzaba sin cuidado, golpeando lo que encontraba. Abandonó el coche por una motocicleta. Por más que la cuidaba, tenía dificultades con el motor. Cayó en un hoyo inesperado, dejándola allí mismo. La pierna, herida, tardó en sanar. Cargó una bicicleta de latas de alimentos y botellas de refrescos para matar la sed. Las ventajas no compensaban el cansancio, las variaciones de itinerario, la imposibilidad de trasponer lugares llenos de detritus, edificios derrumbados por los incendios que nadie había apagado. Se conformó con andar a pie. En el centro de la ciudad dejó incluso el saco de vituallas. Andaba con las manos libres, cuando quería comer o beber tan solo tenía que soportar el olor. Había bares y tiendas de comestibles por todas partes. Hizo una máscara improvisada con algodón, donde ponía unas gotas de desinfectante. Los cadáveres yacían por los rincones, trapos, brazos retorcidos. A veces tenía que apartarlos del camino, saltar hasta los mostradores o estantes donde polvorientas botellas de refrescos le daban de beber. Las comidas enlatadas no le hacían bien. Llevaba en los bolsillos frascos de píldoras tomados de las farmacias, vitaminas y fortificantes con los cuales procuraba equilibrar su dieta.
Pasó su mano por el rostro barbudo. Recomenzó la búsqueda. Vitrinas y espejos reflejaban un mendigo melenudo y sucio. Tenía miedo de limpiarse con agua. Lo hacía con alcohol o perfumes, embebidos en algodón. Entraba en las casas lentamente. Evitaba mirar a los cadáveres, tibias al descubierto, profundos ojos sin pupila. Sabía dónde encontraría gente muerta. Percibía de lejos el olor pesado, miasmas de sepultura cerrada que lo envolvían como tela de araña, golpeándole en el rostro, en las manos que palpaban el camino...
No respiraba a pleno pulmón. Huía del olor que surgía en cualquier lugar, destruyéndole el instante de las comidas, hechas en horas y lugares imprevistos. Perdió la noción de los días. No le serviría de nada contarlos. Daba cuerda al reloj de pulsera, pero no tenía punto de referencia para ponerlo en hora.
Las negras nubes cubrían el cielo. Se levantó y continuó andando. A los primeros goterones, se refugió en la puerta de un gran edificio. Se enjugó dos gotas que lo habían alcanzado. Temía al agua, era veneno penetrando en su piel. Las gotas se multiplicaron, una lluvia torrencial lo cubrió todo. La puerta de vidrio del portal estaba abierta. La empujó, mirando hacia fuera. Dejó una de las hojas entreabiertas. Del fondo venía el olor inconfundible. Con la cabeza pegada al cristal, miraba a la calle. La cortina de agua golpeaba en los automóviles, la pintura brillaba otra vez. Vio a un chiquillo muerto que era arrastrado por las aguas. En los hilos eléctricos se formaban cadenas de gotas. Llovía desde hacía horas, y él estaba preso allí. Tenía que procurarse comida y no quería explorar el edificio, enfrentarse con cocinas llenas de moho, cadáveres de bruces en las mesas, arrinconados tras las puertas.
Miraba la humedad avanzando poco a poco, como manecillas de reloj. Sintió un asomo de debilidad, se sentó en el suelo. No había alternativa. Necesitaba comer. Sacó del abultado bolsillo un pañuelo con un pedazo de gasa y algodón y se lo colocó en la nariz. La respiración era más difícil, el olor del desinfectante áspero. Subió por las escaleras. La luz mortecina de la tarde iluminaba los corredores. Había sillas rotas, maletas abandonadas, piezas de ropa. Entró en un apartamento del segundo piso. Dos cucarachas salían corriendo. Jadeando tras su máscara, miró a su alrededor. A un lado, un diván, ocupado por un bulto envuelto en un cobertor. Cerca del suelo pendían dos zapatos, sujetos por cartílagos. Desvió la vista, caminó hacia una puerta que debía llevar a la cocina. Más cucarachas cruzaban frente a él, sin dirección, como si estuviesen atontadas. Corrían por las paredes, caían al suelo, deslizándose para todos lados. Encontró una escoba. Fue blandiéndola ante él, contra las cucarachas más excitadas, centenares de ellas, saliendo de debajo de los muebles, por las rendijas de las puertas, marcando minúsculos rastros en el polvo del suelo, con un ruido áspero. Se subían por la escoba, y él desviaba los pies, procurando escapar con pasos largos, aplastándolas con los zapatos. Apenas podía andar, se volvían millares, agitándose en las superficies como una pesadilla. Gritaba mientras blandía la escoba, golpeando aquel ejército de patas. Su voz atravesaba los corredores, se perdía allá afuera, con el chubasco invadiendo las calles. No llegó hasta la cocina. Retrocedió a saltos, sacudiéndose los bichos que se le subían por las piernas, procurando entrar por las mangas, sus manos amasando cuerpos atontados corriendo por sus ropas.
Salió del apartamento, descendió las escaleras saltándose los peldaños, se dirigió hacia la puerta de vidrio. Jadeaba a través de la máscara, con un sonido ronco. Se sacudía la chaqueta, casi se sacó la ropa hasta saber que ya no había ningún insecto. La lluvia había cesado. Se sentó en el zaguán, despejado y tranquilo. Ya no veía cucarachas. Inclinó la cabeza hacia el pecho, se quitó la máscara. Junto con el aire húmedo entró en sus pulmones el pesado olor, una nube invisible saliendo por las rendijas, arrastrándose de cuarto en cuarto, descendiendo por las escaleras, hasta ser llevado por el viento a través de los árboles y los espacios abiertos.
El cielo, libre de nubes, dejó pasar el Sol, poniendo brillos de cristales en las sucias claraboyas. Salió afuera. Subió por la calle, en busca de algo para comer. Disminuía el rumor del chubasco. Una luz rojiza hacía destacar las fachadas, los automóviles, las gotas deslizándose por los hilos eléctricos. Se detuvo ante un colmado. En la puerta, una bandeja con restos de frutas apiladas, comidas por gusanos amarillentos. Nuevamente con la máscara, saltó los obstáculos hasta llegar a los anaqueles. Escogió las latas y botellas que necesitaba. Fue hacia la calle, buscando un lugar dónde comer. Generalmente penetraba en apartamentos, restaurantes, allí donde hubiera un fuego que se pudiera encender para calentar la comida. Pero la noche se aproximaba. Resolvió comer frío lo que había encontrado.
Masticó aprisa, sin sentir el gusto, cerrando los ojos, procurando no pensar en nada. Metió en un saco las latas que no había abierto, las botellas de agua mineral, suficientes para alimentarle por un par de días. Llegó a la parte alta de la ciudad. Avistó el campo en la distancia. Encorvado, el saco a cuestas, se aproximó a un enorme camión. Lo rodeó cautelosamente. La puerta estaba abierta. Había una pequeña cama en la cabina. Sabía ajustaría. Entró, cerró la puerta, dejando una rendija en los cristales. La temperatura descendía de madrugada, cuando estaba en lo más profundo del sueño. Se las arregló como pudo, cerró los ojos. Era el momento más difícil. Mientras había luz y tenía que cuidarse por si mismo, procurarse agua y comida, los pensamientos se dispersaban, la situación le parecía un intervalo absurdo que luego terminaría. La obscuridad era completa. Llevaba una linterna eléctrica, pilas de reserva. La fugaz claridad de la lámpara ayudaba sin embargo poco. El túnel de luz se hacía sólido, paredes negras aislando lo único que quedaba vivo en el mundo. ¿Habría alguien más? Tenía la certeza de que sí, se repetía argumentos en voz alta, con la convicción del náufrago que escruta el horizonte y ve incluso en las gaviotas al navío salvador.
Cerrar los ojos y dormir. Conservar la salud mental, descansar, dormir. Ser práctico, objetivo, controlado. Continuar buscando, frío, implacable, paciente. Gritaba, agitado, haciendo oscilar el foco de la linterna. Los faroles distantes le devolvían reflejos rojizos. Se agitaba en la improvisada cama, cerraba los ojos, «voy a dormir, debo dormir». La infancia le saltaba a la memoria, la adolescencia, sobre todo las mujeres... ¿Cuántos kilómetros había recorrido? Hacía cálculos, cuyo resultado olvidaba en seguida. No conseguiría dormir con los músculos agarrotados. Tenía que ir hacia adelante, con determinación, hasta descubrir el rumbo adecuado. Una vez vio humo en el horizonte, se lanzó hacia allá con la esperanza de encontrar a alguien con quien unirse, intercambiar ideas, continuar juntos en busca de otros. Descubrió un incendio ya casi consumido, y muertos, pies retorcidos, hormigas subiendo por los cabellos. Daba vueltas en la estrecha cama, despertándose al más pequeño ruido, sintiéndose atormentado por las pesadillas. Así hasta la madrugada. La mañana mostró un Sol pálido en aquel suburbio. El viento levantaba el pesado aire, arrastrando papeles en su dirección. Volaban lentamente, blancos, impresos o mecanografiados, documentos que fueran motivo de trabajo y preocupaciones, ahora sin ninguna importancia.
Tomó una lata de leche condensada de la bolsa de los alimentos. La abrió con cuidado, midiendo los gestos. No podía arriesgarse a herirse un dedo. Su vida dependía de sus manos. Mezcló leche con un resto de agua mineral. Tomó galletas de una lata, y comenzó a comer. Miró hacia el horizonte. Sus límites eran cortos. Nada le llegaba, a no ser que lo buscara y lo cargara con sus propias manos. Como un animal perdido, huía de la muerte y buscaba a los de su especie.
Con la bolsa a cuestas, pegada a los hombros como un saco de viaje, partió una vez más. Anduvo toda la mañana a pasos largos, atravesó los barrios más distantes de la ciudad. Se detuvo para comer y continuó. Por a tarde estaba en el campo. Descansó en un refugio al lado de la carretera. Un Sol brillante ponía sombras nítidas en los árboles. El suelo estaba lleno de hormigas. Se inclinó para verlas. Iban en hilera. Cuando aparecía una en sentido contrario, las antenas se tocaban. Avanzaban y reculaban, como si una quisiera irse y la otra insistiera en comunicarle algo importante.
Se levantó, friccionó sus músculos doloridos, miró al cielo. El Sol se ponía, era tiempo de buscarse un refugio para pasar la noche. Continuó por la carretera, mirando hacia los lados. Examinaría las casas que aparecieran. Quería una cama, un diván en una sala, incluso el heno de una cuadra, pero donde no hubiera cuerpos en descomposición. En el campo había bueyes, caballos, rodeados por nubes de moscas, cachorros con las fauces abiertas, como si estuvieran ladrando en el momento de morir. Llegó a una casa, después de una curva. Saltó por encima de la valla, con la bolsa de vituallas. Un rumor rítmico, de motor distante, le hizo detenerse en el camino asfaltado con el corazón latiendo más aprisa. Levantó los ojos. La brisa hacía girar la hélice de un avión de madera, clavado a un poste. Llegó hasta la casa. Puertas y ventanas cerradas. Intentó inútilmente abrirlas a empujones. En un cobertizo apartado había un tractor. Cogió una palanca y un martillo. Los usó hasta hacer saltar los goznes. Entró en la casa y abrió las ventanas, que iluminaron unos muebles llenos de polvo. Se sentó con alivio en la sala de estar. No había olor. Una puerta conducía al piso superior. Subió. Encontró un cuarto de baño. Por la ventana se veía hasta una gran distancia, montañas cubiertas de bruma seca. Se dejó caer en la cama. Se estaba bien allí, pero tenía un continente por explorar, aislado ahora mentalmente en una isla. La única voz humana que oía era la de su propio eco. Los transistores no sintonizaban estación alguna. Ansiaba hallar un ser humano. Hablaba solo, llegó a grabar incluso su propia voz en un magnetófono portátil. Pero no soportaba oírse, diciéndose tonterías al apretar un botón.
Descendió a la cocina para comer. Halló botellas de agua mineral, y el fuego funcionó bien. Calentó la comida enlatada y la engulló lentamente. Encendió una lámpara de queroseno, tomó dos píldoras de vitaminas, volvió a su cuarto y se acostó. La ventana, mal cerrada, hacía ruido. Se levantó para asegurarla. Abrió las dos hojas. El cielo estaba límpido, un cielo de estrellas. Bajo la línea del horizonte brillaba una luz roja. Permaneció unos instantes mirándola sin comprender, después su corazón dio un salto. Hizo un gesto en dirección a la puerta, como si fuera a salir. Inmediatamente se detuvo. De noche sería imposible. Podría perderse, tener un accidente. Se agitó nervioso, con una energía incansable. Tomó la lámpara, la agitó en la ventana. Sus brazos estaban cansados, la luz roja permanecía inmóvil. Recordó que debía marcar su posición. Tomó una pequeña mesa, la colocó delante de la ventana y levantó dos pilas de cosas halladas en el cuarto. Mirando por la primera, las dispuso como si fuesen un punto de mira en dirección a la luz. Después recomenzó las señales, sin resultado. Decidió echarse, descansar para la caminata del día siguiente. No conseguía dormir, se levantaba para espiar por la ventana. Acabó arrastrando la cama hasta detrás de la mesilla. Sentado en la cabecera, con el travesaño en las costillas, miraba el punto brillante. El sueño lo venció en esta posición.
Se despertó con la primera claridad de la aurora. Se restregó los soñolientos ojos, fue a espiar en la dirección marcada. Era lejos. Podía distinguir entre la neblina difusa puntos claros de construcciones. Estaban situados entre una colina más alta a la izquierda y unas piedras salientes a la derecha. Era un punto de referencia. Excitado y nervioso, preparó sus víveres, seleccionó los que llevaría, tomó la bolsa y partió. Los pies le llevaban hacia adelante, los ojos marcando el rumbo. Los pensamientos le precedían hacia su destino, un ser humano ante él, respondiendo preguntas. A mediodía se detuvo para comer. Veía a lo lejos un hacinamiento de casas, una ciudad o un pueblo, allá donde surgiera la luz. Transpiraba, la espalda le dolía por el peso de la bolsa. Se aproximaba el crepúsculo cuando entró en la pequeña ciudad, la espalda inclinada, la barba húmeda de sudor. Sus pasos continuaban firmes. La colina a la izquierda, las piedras a la derecha. Fuera de allí, no había engaño. Espiaba por las puertas y ventanas. Andaba aprisa, gritando, en espera de una respuesta que no venía. Llegó a una plaza, con una gran construcción cercada de altos muros. Un convento o un sanatorio, tal vez un colegio. La cancela, muy grande, de gruesas tablas, estaba cerrada. Siguió por el muro, rodeando la manzana. Encontró otra entrada, también cerrada. El muro tenía casi tres metros de altura. Gritaba a intervalos, preguntando si había alguien. Silencio. Se desvió por otras calles, pero había algo que lo hizo volver hasta la casa de muros altos. Alguna cosa le daba la convicción de que había alguien allá dentro. Gritó, arrojó piedras, inútilmente. Las dos puertas eran sólidas, llevaría mucho tiempo forzarlas. Pensó en escalar el muro. Con un gancho y una cuerda no sería difícil. Llamó una vez más, gritando que «si nadie aparecía, destruiría la puerta».
Un estruendo como de un trueno lo dejó sordo. El susto le hizo caer de espaldas, el corazón desbocado. En un gesto instintivo se cubrió la cabeza con el brazo. Miró hacia arriba. Cerca de la puerta principal, surgiendo por encima del muro, vio un rostro, con una escopeta apuntando hacia él. Aparecía en silueta contra la claridad del cielo de la tarde. Parecía apoyado en una escalera. No se distinguían sus facciones, ni el mover de sus labios cuando dijo:
–Desaparezca de aquí o lo mato.
Con la bolsa aún a la espalda, con la barba de muchos días, la ropa sucia, desde allá abajo, intentó argumentar, preguntar «¿por qué». Un segundo tiro atronó las calles desiertas, y el eco lo devolvió en un rebotar sordo. Le pareció oír el silbido de la bala por encima de su cabeza. Corrió hasta la próxima esquina, esperando que un trozo de plomo le perforara el cuerpo y le dejara tendido, desangrándose. Tras una esquina donde no podía ser alcanzado, miró nuevamente. El otro había desaparecido. Se sentó, la espalda apoyada contra la pared, el cuerpo trémulo, la frente empapada de sudor. Permaneció allí, la cabeza inclinada, los labios moviéndose en palabras esbozadas. Cuando se levantó era casi de noche. Las sombras, comprimidas, cortaban la calle. Recomenzó la tarea de buscar abrigo, un sitio donde pudiera comer y dormir. Penetró en la sala de visitas de una casa. Había un sofá, donde podría dormir. Cerró la puerta de comunicación con el resto de la casa. No quería ver ningún muerto. Bajo la luz de la linterna preparó leche condensada, comió lo que traía. Cerró la puerta y la ventana, se acostó en el sofá. Estaba próximo a la manzana de los muros altos. Allí se escondía un hombre. Con los ojos abiertos, en la ausencia que precede al sueño, se olvidaba del disparo. Hablaría con el otro, al día siguiente. Tendría paciencia, quién sabía los sufrimientos por los que habría pasado. Juntos, serían más eficientes. Arreglarían un tractor que limpiase las carreteras, que avanzase por los campos... Llevarían provisiones, medicinas, tenían que descubrir otros hombres... Durmió. En la otra manzana, cercada por los muros, en la ventana de la izquierda, temblaba la luz de una lámpara. En la distancia su brillo parecía una estrella, fuego de troglodita en un mundo despoblado. Tuvo un sueño sobresaltado en el sofá. Antes de que saliera el Sol estaba en pie. Consumió la última botella de agua mezclada con leche en polvo. Se sentía sucio, necesitaba asearse, pero su pensamiento se concentraba en planes y suposiciones. Abrió la ventana. Entró la claridad. Retratos en las paredes, un armario con armas a un lado. Estaba abierto. Había una escopeta calibre 22, otra de dos cañones calibre 12. Junto a las culatas, cajas de balas y cartuchos. Sacó de su soporte la escopeta mayor, abrió el cañón, introdujo dos cartuchos en su lugar. Dejó la bolsa, salió a la calle. La mañana era fría, una niebla clara surgía de la calzada. Sus pasos resonaban en el silencio. Dando la vuelta a la esquina, vio los muros. De la ventana izquierda ya no se filtraba ninguna luz. El otro dormía. La proximidad de un semejante vivo lo hacía sentirse optimista. Tendría que tener paciencia, convencerlo de dejar el arma, discutir, conseguir una resolución cualquiera. Resolvió escribirle un mensaje. Buscó por la plaza, entró en un almacén. Cogió un lápiz rojo y un gran papel blanco. Escribió:
«Somos los únicos hombres vivos. De cualquier manera, precisamos estar de acuerdo, en nuestro beneficio. Espero que podamos conversar amigablemente.»
Lo releyó, añadió una coma y un «tal vez» después de «vivos». Con miedo a que el papel se perdiese, lo colocó en una caja de cartón. Ató la caja con bramante, sin cortar el hilo. Salió a la calle bañada de Sol. Fue hasta el lugar desde donde tirara el desconocido. Hizo que la caja salvara el muro, cogida por el cordel, colgado del lado de fuera. Se apartó corriendo. Tenía que esperar. Miró el paisaje, las casas silenciosas. Anduvo por la ciudad vacía, para pasar el tiempo. Cuando presentía un cadáver, cambiaba de dirección. Volvió hacia atrás, espiando por las ventanas. Regresó a los muros altos. El cordel había desaparecido. Su mensaje había sido leído. Se asomó y gritó: «¡Venga para hablar!» Oyó ruidos del otro lado. El otro subía la escalera, surgiendo cautelosamente, la escopeta en la mano diestra. Gritó:
–¡Váyase, desaparezca de aquí!
La respuesta vino inmediatamente:
–¿Por qué tengo que irme? Anduve centenares de kilómetros para hallar una persona viva. No quiero nada de lo que usted tiene, solo ayudarlo, hablar, buscarnos mutuamente todos los que estamos vivos. Acepto cualquier condición, no pretendo modificar su vida. Tengo práctica en esta desgracia. Sé encontrar alimentos y agua. Conozco aquí cerca un lugar donde hay un tractor...
El otro cambió de posición en el muro, interrumpiendo:
–No, no quiero que nadie se quede en la ciudad. Si no se va pronto voy a disparar.
–Pero no es posible que me eche así, sin una razón. ¿Por qué no puedo quedarme, por qué?
La escopeta describió un círculo, en tanto que el otro respondía:
–Usted viene del sur, está contaminado –levantó el brazo, con odio–: Vea, la ciudad entera murió contaminada. Vinieron los del sur, murieron todos, todos. Váyase ahora, no quiero a ninguno aquí.
Mirando cautelosamente el rostro en el muro, se aproximó más.
–No es verdad que contaminaran la ciudad. La catástrofe alcanzó a todo el mundo. Vea, yo estoy bien. Bebo agua embotellada, anduve kilómetros ayer sin cansarme. Debemos ser amigos, trabajar juntos. Si usted tiene miedo de algo, podría dormir en un cuarto apartado. Hablaríamos de lejos, como ahora...
–No, no quiero, usted está contaminado. Váyase ahora o tiro.
–Es absurdo decir que estoy contaminado. No hay nada en el norte. Todo es lo mismo. No existen fronteras, solo gente muerta en todas partes. Sé de un lugar donde hay un tractor. Podríamos viajar en él, buscar donde haya vida.
–Busque usted solo, pero váyase de aquí, ahora.
–Pero usted no tiene derecho a hablarme así. No es el dueño de la ciudad, ni siquiera de donde está. Si los dos estamos vivos, la mitad me pertenece. Usted no puede expulsarme...
–Puedo –interrumpió el otro, levantando la escopeta–. Puedo expulsarlo. Esta es mi ciudad, ustedes no tienen derecho. Vinieron del sur, mataron a todos.
–No matamos a nadie. Los culpables están lejos, tal vez muertos. Acepto cualquier condición, vamos a efectuar un acuerdo.
–No, ningún maldito me dará órdenes. ¡Váyase ahora, rápido!
–Maldito sea usted, que se juzga dueño de la ciudad porque está armado. Yo también tengo una escopeta, pero no la traje. Quiero paz, amistad. Si usted me mata, ¿qué gana? ¡Nada, nada...!
El otro levantó un poco más el arma, en tanto que gritaba:
–No quiero oír nada. Estoy harto de mentiras. No aguanto más. Voy a pegarle un tiro, entiéndalo, váyase ahora...
–Me iré cuando quiera. Tengo derecho a entrar en esta fortaleza de mentira. Y voy a traer un argumento que usted entiende, una escopeta...
El ruido rebotó por la plaza. El otro había disparado desde encima del muro, casi sin apuntar. Sintió un tirón en el hombro. Se volvió, salió corriendo. Un segundo disparo resonó, mientras él huía desesperado, con una sensación en el hombro. No sabía si estaba herido. Recordaba historias, hombres alcanzados de muerte mientras corrían, cayendo fulminados de repente. Su sangre latía, veía la calle, las casas pasando, entre la ola roja de rabia y desesperación. Andar kilómetros, sobrevivir entre la podredumbre, para ser liquidado así. Llegó al cuarto donde dejara sus cosas. Abrió el armario, tomó la escopeta cargada, salió a la calle sin detenerse. Su pecho jadeaba como si tuviera asma. Repetía «maldito», «maldito», por el camino de vuelta, como en una pesadilla, su autocontrol cayendo en fragmentos. No sabía si pensaba o estaba gritando. Sobre el muro, el rostro odiado. Fue corriendo en su dirección, con la escopeta levantada, el dedo presionando el gatillo. Sintió la coz en el hombro, tan fuerte que lo desequilibrio. Le pareció que el otro caía hacia atrás, pero podía haberse escondido. Retrocedió hasta la calzada. Los latidos del corazón martilleaban en sus oídos. Se quitó la chaqueta, vio la camisa manchada de sangre. Gritaba «maldito», sollozando de rabia, el rostro manchado de lágrimas. Fue corriendo al otro lado de la plaza, donde viera una farmacia. Rebuscó en los estantes, cogió litros de alcohol, los cargó hasta el portal cerrado. Arrastró sillas y dos cajones vacíos del almacén, apilándolos junto al portal. Abrió dos litros, los esparció de arriba abajo, frotó un fósforo. El fuego prendió con un estallido, cubriéndolo todo con llamas azules y rojas. Cuando disminuía, añadía otros litros, hasta que la propia madera se inflamó. Miraba hacia las llamas, ahogándose por el esfuerzo realizado. Acompañaba el progresar del fuego, los tablones que se transformaban en teas, las chispas que saltaban. Sentía el calor en el rostro, pero no se apartó. Por el agujero de una tabla caída apareció un trecho de patio. Las llamas se terminaban. El portal, descoyuntado, se derrumbaba lanzando chispas, soltando humo de carbones consumiéndose. Encontró un palo, derribó las tablas más altas. Pisó con los zapatos las brasas del suelo y saltó dentro del patio. A los pies de una escalera vio la escopeta, tirada. Un rastro en el suelo, con gotas de sangre. El otro estaba cerca de la casa, los brazos extendidos, las manos engarfiadas. Se había arrastrado unos diez metros. La gruesa bala lo había alcanzado en el cuello. No se veía su rostro, hundido en el polvoriento suelo. Estaba muerto.
Se detuvo, contemplándolo unos instantes, y se encaminó hacia la casa. Siguió por un corredor en busca del baño. Delante del espejo se sacó la chaqueta y la camisa llena de sangre. La bala le había causado un hondo rasguño en el hombro. Comenzaba a doler. Cogió algodón, desinfectante, lo limpió todo. Después una compresa de gasa, sujeta con esparadrapo. Al terminar, fue hacia la cocina. Había latas y agua. Hizo un paquete de lo que le interesaba y salió. En el patio, se detuvo delante del cadáver. Los cabellos, sucios de polvo, se agitaban con la brisa. Salió, pasando con cuidado por el portal. A unos metros de distancia vio su escopeta. Se detuvo ante ella, pensando. Se inclinó y la recogió. Dio la vuelta a la esquina en dirección al cuarto donde durmiera. Allá, metió las vituallas en la bolsa de viaje. Preparó un vaso de leche y bebió. Colocó la bolsa de lado, para no tocar la herida que dolía. Abrió el armario, tomó algunos cartuchos, los distribuyó en los bolsillos. Abrió el cañón de la escopeta, sacó el cartucho vacío y lo sustituyó por otro cargado. La colocó como pudo, atravesada encima de la bolsa. Salió a la calle. El peso era desagradable, la herida ardía. Atravesó calles y manzanas, sin mirar para los lados. Estaba en los límites de la ciudad. Había una carretera que iba en dirección a las montañas. Se detuvo algunos instantes, observando, después siguió con pasos cansados. La carretera llevaba hacia el norte. Hacia allá partió el hombre, con víveres y una escopeta.
FIN