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agosto 22, 2010
Tomado del Diccionario biográfico Mundial, edición de 1990: Dix, John, B. Louisville, Ky. U.S.A., 1 de feb. 1960; hijo de Harvey R. (tabernero) y Elizabeth (Bayley); estudiante en las escuelas públicas de Louisville, de 1966-1974; huyó del hogar a los 14 años, trabajó como empleado en una bolera y de botones en un hotel; sentenciado a seis meses en Birmingham, Ala., 1978, combatió como soldado raso en la guerra Chino-Americana, 1979-1981; reportado como desaparecido en la batalla de Panamints, 1981; encabezó la revolución de 1982; se convirtió en Presidente de los Estados Unidos el 5 de Agosto de 1982; Dictador de Norteamérica el 10 de abril de 1983; murió a la edad de 23 años, el 14 de junio de 1983.
El cemento de la casamata aún estaba húmedo. Al asomarse Johnny Dix por la mirilla, sobre el cañón de su ametralladora, lo tocó con el dedo con la esperanza de que se hubiera endurecido lo suficiente como para detener las balas de los amarillos.
Una densa nube de humo planeaba sobre las colinas de Panamints. De la pendiente que se extendía al otro lado de la casamata se escuchaba ensordecedor el rugido de la artillería americana. Adelante, a menos de una milla de distancia, los cañones móviles de los chinos devolvían los rugidos.
Johnny Dix estaba demasiado cerca de la guerra para ser capaz de ver o de saber que aquel era el punto crucial, la penetración más profunda de la abortada invasión china a California, lanzada después de que los proyectiles intercontinentales redujeran a escombros las principales ciudades de ambos países. A partir de aquel momento, los chinos serían empujados nuevamente hacia el mar y la guerra terminaría.
- Ya vienen - gritó Johnny Dix por encima del hombro. Su compañero estaba a un paso de distancia, pero, aún así, Johnny tenía que gritar para que le oyera -. Prepara otra cinta; tenemos que contenerlos.
Tenemos que contenerlos. La frase rebotó en su mente, como el estribillo de una canción. Aquella era la última línea de defensa. A sus espaldas se hallaba el Valle de la Muerte; el nombre resultaría apropiado si los arrojaban a las áridas llanuras. Allí los segarían como trigo.
Pero la línea Panamints aguantaba desde hacía tres días. Atacada por aire y por tierra, aguantaba. Y el ímpetu del ataque se había debilitado; incluso hicieron retroceder al enemigo algunos cientos de metros. Su casamata se hallaba en una nueva línea de avanzada, rápidamente construidas la noche anterior bajo el amparo de la oscuridad.
Algo negro y feo, la proa de un enorme tanque, avanzó entre el humo y la neblina. Johnny Dix abandonó la ardiente empuñadura de la ametralladora: resultaba inútil contra el monstruo que se aproximaba; le dio un codazo a su compañero.
- Un tanque va a pasar por encima de la mina. ¡Conecta deprisa el disparador! ¡Ahora!
El suelo bajo sus cuerpos se estremeció al transmitir la aterradora explosión de la mina. Ensordecidos y temporalmente cegados por el estallido que convirtió al monstruoso tanque en un montón de hierros, no escucharon la ululante picada del avión.
La bomba explotó a un metro escaso de la casamata. Y ésta dejó de existir.
Ambos debieron de haber muerto, instantáneamente, pero sólo uno de ellos pereció. la vida puede ser tenaz. La cosa que fue Johnny Dix se retorció y rodó. Un brazo - el otro había desaparecido - se agitó, con los dedos engarfiados como buscando todavía las asas de la ametralladora que yacía a algunos metros de distancia. Un ojo miraba hacia arriba sin ver, a través de un agujero pulposo que una vez fue una nariz. El casco voló a lo lejos, y con el la mayor parte del cuero cabelludo.
La cosa mutilada, ya sin vida, pero aún no muerta, se retorció nuevamente y empezó a arrastrarse.
El avión volvió a atacar, las balas explosivas del cañón de su morro trazaron un sendero de destrucción que acribilló las rodillas de la cosa reptante, cortándole las piernas. Los dedos moribundos se crisparon espasmódicamente contra el suelo y después se aflojaron.
Johnny Dix estaba muerto, pero un accidente cronometró con precisión matemática el instante de su muerte. Su cuerpo mutilado vivió. Esta es la parte de la historia desconocida por los compiladores del Diccionario Biográfico Mundial, cuando redactaron la vida de Johnny Dix, Dictador de Norteamérica durante ocho meses, hasta su muerte a los veintitrés daños de edad.
La entidad sin nombre a quien llamaremos el Extraño, hizo una pausa en su movimiento interplanar. Percibía algo que no debiera ser.
Regresó a un plano. Ahí no. Otro. Sí, era allí. Un plano de materia; aún así percibía las emanaciones de conciencia. Era una paradoja, una clara contradicción. Había planos de conciencia y planos de materia física, pero nunca los dos juntos.
El Extraño, un punto no material en el espacio, un foco de conciencia, una entidad; hizo una pausa entre las vertiginosas estrellas del plano material. Estas eran familiares, comunes a todos los planos materiales.
Pero aquí había algo diferente. Conciencia donde no debiera de existir una conciencia. Una extraña clase de conciencia. Sus percepciones parecían decirle que estaba aliada con la materia, pero eso era una completa contradicción de conceptos. La materia era la materia y la conciencia era la conciencia, las dos no podrían existir en una.
Las emanaciones eran débiles. Encontró que decreciendo su movimiento en el tiempo podía hacerlas más fuertes. Continuó disminuyendo hasta que pasó el punto de máxima fuerza, y después retornó a él. Ahora estaba claro, pero las estrellas ya no giraban en remolinos. Casi inmóviles, colgaban de la curva cortina del infinito.
Empezó a moverse el Extraño - a cambiar el foco de su pensamiento - hacia las estrellas de las que provenían las ambiguas emanaciones, hacia el punto que percibía ahora como el tercer planeta de esa estrella.
Se acercó y se encontró a sí mismo fuera de la envoltura gaseosa que rodeaba al planeta. Otra vez se detuvo, confundido, para analizar y tratar de entender las cosas asombrosas que le indicaban su existencia abajo.
Había entidades, millones, hasta billones, de ellas. Su número era mayor dentro de la pequeña esfera, que en el total del plano de que venía. Pero cada uno de estos seres estaba prisionero de una porción finita de materia.
¿Qué cataclismo cósmico, qué vibración interplanetaria pudo haber originado cosa tan imposible? ¿Eran entidades de uno de los millares de planos de conciencia que, de alguna manera desconocida y por alguna ignota razón, se ligaron en esta inconcebible asociación de conciencia y materia?
Trató de concentrar su percepción en una sola entidad pero las miriadas de emanaciones de pensamiento de la superficie del planeta eran demasiadas y tan confusas que se lo imposibilitaron.
Descendió hacia la superficie sólida del planeta, penetrando a través de sus gases exteriores. Se dio cuenta que tendría que acercarse a uno de los seres, para poder sintonizar algo entre la confusión tumultuosa de los pensamientos de los demás.
El gas se espesó al descender. Parecía extrañamente agitado como por intermitentes pero frecuentes concusiones. Si el sonido y la audición no fueran cosas extrañas a una entidad incorpórea, el Extraño hubiera podido reconocerlas como ondas de choque procedentes de explosiones.
Reconoció la masa de humo como una modificación del gas que encontró originalmente. Para una criatura que percibía sin ver, no era ni más ni menos opaco que el aire más puro de las capas superiores.
Encontró solidez. Eso, por supuesto, no era una barrera para su progreso, pero percibía que estaba en un plano vertical que coincidía con la superficie sólida y que, de ese plano, de todos sus lados, venían las misteriosas y confusas emanaciones de la conciencia.
Una de tales fuentes estaba muy cerca. Escondiendo sus propios pensamientos, el Extraño se aproximó. Las emanaciones conscientes de la cercana entidad eran ya claras y, sin embargo, no lo eran.
No supo que su confusión se debía al hecho de que el dolor agonizante borraba todo, a excepción de sí mismo. El dolor, posible sólo a una alianza de mente y materia, era inconcebible para el Extraño.
Se acercó más aún, encontrando solidez de nuevo. Esta vez era un tipo diferente de superficie. Por fuera parecía húmeda debido a algo espeso y pegajoso. Más allá, una capa flexible cubría otra menos flexible. A mayor profundidad había una materia suave y extraña, insólitamente ordenada en circunvoluciones.
Estaba más cerca de la fuente de las incomprensibles emanaciones de conciencia, pero extrañamente se hacían más débiles. No parecían venir de un punto fijo, sino de muchos puntos sobre las circunvoluciones de materia blanda.
Se movió lentamente, ansioso de descifrar el extraño fenómeno. La materia misma era diferente, una vez que la penetró. Estaba hecha de células y un fluido se movía entre ellas.
Entonces, de modo terriblemente repentino, hubo un movimiento convulsivo de las partes de la extraña materia, un rápido destello de la incomprensible emanación consciente del dolor, y después el vacío absoluto. Simplemente, la entidad que estudiaba se fue. No se movió, pero se desvaneció completamente.
El Extraño estaba asombrado. Esto era lo más sorprendente que había encontrado en este planeta, único en que la materia se ligaba con la mente. La muerte - un misterio tan profundo para los seres que la han visto a menudo - era un misterio aún más profundo para quien jamás concibiera la posibilidad del final de una entidad.
Pero lo más desconcertante fue que, en el instante de la extinción de la incoherente conciencia, el Extraño sintió una fuerza repentina, una tracción. Fue desplazado ligeramente en el espacio, aspirado por un vórtice, como el aire es aspirado por un vacío repentino.
Trató de moverse, primero en el espacio y después en el tiempo, y no pudo hacerlo. Estaba atrapado, prisionero en esta incomprensible cosa a la que entrara en busca de la entidad desconocida. El, un ser de pensamiento, quedó intricadamente ligado con la materia física.
No sintió temor, porque tal emoción era desconocida para él. En cambio, el Extraño inició un calmado examen de su predicamento. Ampliando su campo de percepción, expandiéndose y contrayéndose alternativamente, empezó a estudiar a la materia que lo retenía prisionero.
Era una cosa grotescamente formada; básicamente, un cilindro oval. De un extremo se proyectaba una extensión articulada. Dos proyecciones más cortas, pero de mayor grosor, se extendían en el otro extremo del cilindro.
Lo más extraño era la cosa ovoide al extremo de una columna flexible y corta. Era dentro de ese ovoide, cerca de la parte superior, donde se fijaba el foco de su conciencia.
Empezó a estudiar y explorar su prisión, pero no pudo entender el propósito de los extraños y complejos nervios, tubos y órganos.
Entonces sintió las emanaciones de otras entidades cercanas, y amplió aún más la extensión de sus percepciones. Su asombro creció.
Los hombres se arrastraban a través del campo de batalla, dejando atrás el destrozado cuerpo de Johnny Dix. El Extraño los estudió y vagamente empezó a entender. Vio ahora que el cuerpo que ocupaba era semejante al de ellos, pero menos completo. Aquellos cuerpos podían moverse, sujetos a muchas limitaciones, dirigidos por las entidades que moraban dentro, como él estaba alojado en ese cuerpo particular.
Prisioneros en la superficie sólida del planeta, estos cuerpos podían, sin embargo, moverse en un plano horizontal. Devolvió sus percepciones al cuerpo de Johnny Dix y trató de probar los medios de inducirlo a la locomoción.
De su estudio de las cosas que se arrastraban a su lado, el Extraño obtuvo algunos conceptos de mucha utilidad. Sabía que la proyección con las cinco pequeñas proyecciones era un «Brazo». «Piernas» significaban los miembros del otro extremo. «Cabeza» era donde estaba preso.
Si pudiera descubrir cómo se movían estas cosas... Experimentó. Al cabo de un rato, un músculo del brazo se movió. A partir de entonces aprendió rápidamente.
Y cuando por fin el cuerpo de Johnny Dix empezó a arrastrarse lenta y torpemente - sobre un brazo y dos piernas rotas - en la dirección de los otros seres que se arrastraban, el Extraño no sabía que estaba logrando la realización de un hecho imposible.
No sabía que el cuerpo que movía estaba imposibilitado para hacerlo. No sabía que cualquier doctor competente no dudaría en declarar la muerte de ese cuerpo. La gangrena y la descomposición ya habían hecho presa en él; pero, a pesar de todo, el Extraño hizo que se movieran los rígidos músculos.
La cosa mutilada que fuera Johnny Dix se arrastró, temblorosa, hacia las líneas chinas.
Wong Lee yacía tendido contra el borde inclinado del agujero de una bomba. Por encima, sólo se proyectaba su yelmo de acero y la mitad superior de los anteojos de su máscara contra gases.
A través del infierno de humo y fuego que tenía enfrente, miró hacia las líneas americanas de donde venía el contraataque. El agujero que ocupaba estaba situado ligeramente detrás de sus propias líneas frontales, ahora bajo el peso del fuego enemigo. Con otros ocho dejó el abrigo de su trinchera varios metros atrás, para reforzar una posición avanzada. Los demás estaban muertos, porque los proyectiles llovieron inmisericordemente. Wong Lee, aun siendo leal, vio claramente que serviría mejor a sus dirigentes esperando aquí, que aceptando una muerte cierta tratando de avanzar los últimos metros.
Esperó, escudriñando a través del humo, preguntándose si alguien o algo podría sobrevivir al holocausto que tenía delante.
A una docena de metros, vagamente perfilado entre el humo, vio venir algo hacia él. Algo que no parecía humano - aunque todavía no podía verlo con claridad - se arrastraba a través del infierno de fuego y acero, moviéndose lentamente. Aquí y allá colgaban jirones de un uniforme americano.
Ya se podía ver que no usaba máscara antigás ni yelmo. Wong Lee tomó una granada de gas de la pila que tenía a su lado y la arrojó con precisión. Cayó a medio metro escaso de la cosa que se arrastraba. Un géiser de gas blanquecino se elevó: un gas cuya simple aspiración causaba la muerte instantánea.
Wong Lee sonrió regocijadamente y dio todo por concluido. La figura desprovista de máscara podía considerarse muerta. Lentamente, el gas se disipó en el aire lleno de humo.
Wong Lee dejó escapar una exclamación. La cosa continuaba avanzando. Se arrastró a través de la blanca y mortífera nube. Ahora estaba más cerca y se podía ver lo que fuera un rostro. También vio el destrozado horror que fuera el cuerpo y el método imposible de su progresivo avance.
Un terror helado atenazó su estómago. No se le ocurrió correr, pero tendría que detener a esa cosa antes de que lo alcanzara o enloquecería.
Olvidando, en su terror, el peligro de los proyectiles que caían, se puso en pie de un salto, apuntó su pesada automática hacia la monstruosidad que se arrastraba, a sólo tres metros de distancia, y tiró del gatillo. Una y otra y otra vez. Vio a las balas dar en el blanco.
Aún no había terminado de vaciar el cargador cuando oyó el aullido de una granada que caía. Trató de regresar al agujero, pero era demasiado tarde. Se desplomó hacia atrás, perdió el equilibrio, cuando cayó la granada. Cayó y explotó justamente detrás de la cosa que se arrastraba. Escuchó el sonido metálico de un fragmento de acero rebotando en su yelmo. Casi milagrosamente no lo tocó ningún otro fragmento.
El impacto del yelmo le hizo casi perder el sentido.
Cuando volvió en sí, Wong Lee se encontró yaciendo quietamente en el fondo del agujero de la granada. Al principio pensó que la batalla había concluido o que se alejaba. Pero el humo sobre el borde del cráter y las constantes sacudidas del suelo bajo sus plantas le dijeron que o era así. La batalla continuaba; pero los destrozados tímpanos de Wong Lee no le comunicaban impresiones auditivas de ella.
Sin embargo, oía. No el fragor de la batalla, sino una voz quieta y calmada que parecía hablarle dentro de su propia mente. Le preguntaba, desapasionadamente.
- ¿Qué eres tú?
Parecía estar hablando en chino, pero ello no lo hacía menos asombroso. lo más extraño era que no preguntaba quién sino qué era.
Wong Lee se enderezó trabajosamente y miró alrededor, la vio yaciendo a su lado, a unos cuantos centímetros.
Era una cabeza humana, o lo que quedaba de ella. Con creciente horror comprendió que era la cabeza de la cosa que se arrastrar en su dirección. La granada que cayó la hizo volar hasta allí.
Por lo menos, ahora estaba muerto.
¿O acaso no lo estaba?
Otra vez, en la mente de Wong Lee, se dejó escuchar la pregunta:
¿Qué eres tú?
Y repentinamente, no sabiendo cómo, Wong Lee tuvo la certeza de que quien preguntaba era la cercenada y horriblemente mutilada cabeza que estaba a su lado.
Wong Lee gritó. Se arrancó la máscara antigás, al ponerse en pie y gritar nuevamente. Ganó el borde del agujero y empezó a correr.
Apenas había dado diez pasos cuando, a sus pies, cayó la bomba de demolición de mil libras, y explotó. Grandes cantidades de tierra y roca producidas por la explosión de la bomba se elevaron en el aire y descendieron, llenando casi por completo la mayor parte de los agujeros menores del nuevo cráter.
En uno de ello, enterrada bajo varios pies de tierra, yacía la mutilada cabeza que fuera alguna vez parte del cuerpo de Johnny Dix, y ahora la prisión inviolable de un ser extraño. Incapaz de dejar las nuevas fronteras de materia, de moverse en el espacio o en el tiempo a no ser con la corriente temporal de este plano, el Extraño - hasta una hora antes un ser de pensamiento puro - empezó calmada y sistemáticamente a estudiar las posibilidades y limitaciones de su nueva forma de existir.
Erasmus Findly, en su monumental Historia de los Americanos, dedica un volumen entero al dictador Johnny Dix y al renacimiento del imperialismo en los Estados Unidos, inmediatamente después de la terminación de la guerra Chino-Americana. Pero Findly, como hacen la mayor parte de los historiadores, rechaza el carácter legendario otorgado a menudo a la figura de Dix.
»Es natural - dice - que un surgimiento de la oscuridad más completa al absoluto y tiránico control del gobierno más grande sobre la faz de la Tierra, pueda conducir a tales leyendas como aquellas que los supersticiosos le atribuyen a Dix.
»Es indudable que Dix fue a la guerra Chino-Americana como soldado raso, sin distinguirse en modo alguno. Posiblemente por esta razón, hizo destruir todos los registros referentes a su persona, después de su ascenso al poder. O quizá hubiera algo en esos registros, que le interesara destruir.
»Pero la leyenda de que fue dado por perdido durante la batalla crucial en la guerra - la batalla de Panamints - y no fue visto hasta la primavera siguiente, cuando la guerra hubo terminado, es probablemente falsa.
»De acuerdo con esta leyenda, en la primavera de 1982, John Dix, desnudo y cubierto de tierra, entró en una granja del Valle de Panamints donde le proporcionaron ropa y alimentos y de ahí se dirigió a Los Ángeles, entonces en proceso de reconstrucción.
»Igualmente absurdas son las leyendas de su invulnerabilidad: las declaraciones de que docenas de veces las balas de los asesinos pasaron a través de su cuerpo sin causarle el menor inconveniente.
»El hecho de que sus enemigos, los verdaderos patriotas americanos, lograron acabar con él, es prueba de la falsedad de la leyenda de la invulnerabilidad. Y la escena llena de horror en el Rose Bowl, tan vívidamente descrita por numerosos testigos contemporáneos, fue sin duda un truco de escotillón preparado por sus enemigos».
Calmada y sistemáticamente, el Extraño empezó el estudio de la naturaleza de su prisión. Con paciencia, encontró la clave.
Explorando, descubrió una memoria en la cabeza de Johnny Dix. Un sencillo episodio devino de pronto tan vívido para él como si se tratase de su propia experiencia:
Estaba en una pequeña embarcación, pasando cerca de una isla en una bahía. Junto a él se hallaba un hombre que parecía muy alto. Sabía que el hombre era su padre y que eso ocurría cuando tenía siete años de edad, durante un viaje a un sitio llamado Nueva York. Su padre dijo:
- Esa es la isla Ellis, chico, donde dan permiso de entrada a los inmigrantes. Malditos extranjeros; están llevando el país a la ruina. No hay oportunidades para un americano auténtico. Alguien debiera borrar del mapa a Europa.
Bastante simple, pero cada pensamiento de aquella memoria, llevó connotaciones ideológicas al Extraño. Supo lo que era una embarcación, qué era y dónde estaba Europa, y qué significaba ser un americano. Y supo que América constituía el único país bueno de este planeta; que todos lo demás estaban formados por pueblos despreciables y que, aun en este país, los únicos buenos eran los blancos que habían permanecido en él durante largo tiempo.
Exploró más y encontró muchas cosas que lo asombraron. Empezó a relacionar esas memorias con una imagen del mundo en el que estaba atrapado. Era una imagen extraña, distorsionada, aunque no tenía modo de saberlo. Se trataba de un punto de vista angosto, ultranacionalista. Y algo peor.
Aprendió - y asimiló - todos los odios y prejuicios del soldado raso Johnny Dix, y estos eran muchos y muy violentos. Como no sabía nada acerca de otras ideas de aquel raro mundo, aquellos odios y prejuicios, lo mismo que los recuerdos se convirtieron en sus recuerdos.
Aunque no lo sospechaba, el Extraño, se encaminaba hacia una prisión más estrecha que la física; estaba atrapado en los pensamiento de una mente que no había sido ni fuerte ni recta.
Y emergió una fuerza que era la extraña mezcla de la mente de una entidad poderosa y los estrechos prejuicios y creencias de un Johnny Dix.
Veía el mundo a través de lentes oscuras, distorsionada. Y se percató de lo mucho que había que hacer.
- Habrá que dar un puntapié a esos cabezas huecas de Washington - proclamó él, o más bien Johnny Dix -. Si yo mandara en este país...
Sí, el Extraño vio cosas que habría de hacer para enderezar el mundo. Era un buen país, rodado de naciones malas. Y sería preciso enseñarles una lección a esas naciones, o exterminarlas. Mataría a todos los amarillos, hombres, mujeres y niños. Existía una raza negra que debería ser enviada a un lugar llamado África, a donde pertenecía. Y aun entre los blancos americanos, existían gentes que tenían más dinero del que merecían, y sería necesario despojarlos de él para dárselo a gente como Johnny Dix. Sí, necesitamos un gobierno que pueda decir a gente como esa hacia dónde ir. Y suficiente poderío militar para poder decir al resto del mundo cuál era el camino a seguir.
Pero también vio el Extraño que, enterrado y formando parte de un trozo de materia que se desintegraba, tendría pocas oportunidades de llevar a cabo cualesquiera de esas importantes tareas.
Por tanto, empezó ávidamente a estudiar la estructura de la materia. Podía llevar su percepción hasta la escala de los átomos y de las moléculas para estudiarlos. Vio que en la misma tierra que le rodeaba tenía los materiales necesarios para reconstruir el cuerpo de Johnny Dix. Por medio de las memorias de su primera exploración sobre el incompleto cuerpo de Johnny Dix tal como estaba cuando entró a él por vez primera, empezó el estudio de la química orgánica.
Las memoria de Dix le informaron del concepto de las partes que faltaban en el cuerpo, y comenzó a trabajar.
La transmutación de los elementos químicos del suelo no fue un problema difícil. Y el calor necesario se obtendría a partir de un simple proceso de acelerar la acción molecular.
Lentamente, empezó a crecer carne nueva sobre la cabeza de Johnny Dix; cabellos, ojos y un nuevo cuello. Tomó tiempo, pero ¿qué era el tiempo para un inmortal?
Una noche de primavera del año siguiente, una figura humana, desnuda pero perfectamente formada, se abrió paso hasta la superficie del terreno que fuera ablandado, por acción molecular, para permitir al renovado ser salir al exterior.
Descansó un rato, para dominar el arte de respirar aire. Entonces, en forma experimental al principio pero ganando rápidamente en habilidad y confianza, probó el uso de los diferentes músculos y órganos sensoriales.
El grupo de trabajadores del Proyecto de Reconstrucción de Glendale miró con curiosidad al hombre de ropas mal ajustadas, que subió a una caja de madera y empezó a hablar.
- Amigos - gritó - ¿cuánto tiempo vamos a tolerar...?
Un policía uniformado se adelantó rápidamente.
- Oye - objetó -, no puedes hacer eso, aunque tuvieras permiso, son horas de trabajo y no puede interrumpir...
- ¿Y está usted satisfecho, oficial, con el modo como se desarrollan las cosas aquí y en Washington?
El policía levantó la vista, y sus ojos encontraron los de hombre sobre la caja de madera. Durante un momento sintió como si una corriente eléctrica pasara por su mente y sus cuerpo. Y supo que ese hombre tenía las respuestas adecuadas, que ese hombre era un líder a quien seguiría a cualquier parte.
- Mi nombre es John Dix - decía el hombre -. Ustedes no han oído hablar de mí, pero de hoy en adelante escucharán mi nombre a menudo. Estoy empezando algo. Si quiere saberlo, quítese la placa y deséchela. Pero conserve la pistola, pues puede ser de utilidad.
El policía se llevó la mano a la placa y desabrochó el alfiler.
Ese fue el principio.
El 14 de Junio de 1983 fue el día final. Durante la mañana se abatió una pesada niebla sobre Los Ángeles - ahora la capital de Norteamérica -, pero para mediodía el sol brillaba plenamente.
Robert Welson, jefe del pequeño grupo de patriotas que, por alguna razón, no se unieron a la histeria general con la cual el pueblo respaldó a John Dix, estaba ante una ventana del nuevo Edificio Panamera, mirando la gran muchedumbre reunida en el reconstruido Rose Bowl. A su lado, en el suelo, descansaba un rifle de alto poder, con mira telescópica Mercer.
En el escenario levantado en el estadio, John Dix, Dictador de Norteamérica, estaba de pie, solo, aunque un gran número de guardias uniformados ocupaban todos los asientos inmediatos a la plataforma y se encontraban desparramados entre la audiencia, por doquier. Un micrófono colgaba sobre la plataforma, y el sistema de altavoces llevaba la voz del dictador hasta los rincones más lejanos del Bowl, y más allá. En la habitación del Panamera, Robert Welson y sus compañeros lo podían oír perfectamente:
- El día ha llegado. Estamos preparados. Patriotas de América, pido que se levanten en su justa ira y borren, ahora y para siempre, el poder de los países malignos de más allá de los mares.
En el estadio se levantó una aclamación, una poderosa onda de sonido.
A través de ella, Robert Welson escuchó tres golpes secos en la puerta del cuarto. Cruzó la habitación y abrió la puerta. Un hombre alto y un chico esmirriado, con una cabeza muy grande y ojos de gran tamaño, vacuos, entraron en el silencio.
- ¿Para qué trajo al chico? - protestó Welson -. El no puede...
El hombre alto habló.
- Usted sabe que Dix no es humano, Welson. Usted sabe que sus balas no le han hecho el menor daño anteriormente. ¡En Pittsburg vi las balas penetrar en su cuerpo, sin herirle en lo más mínimo!. Pero este chico clarividente - o telépata o qué sé yo, no me importa - tiene algo relacionado con él. La primera vez que el chico lo vio, le dio un ataque. No podemos combatir a Dix si no sabemos contra qué luchamos, ¿no es así?
Welson se encogió de hombros.
- Quizá. Juegue usted esa carta. Yo continuaré intentándolo con plomo forrado de acero. - Dejó escapar un suspiro y caminó nuevamente hacia la ventana. Se apoyó sobre una rodilla y levantó el vidrio. Su mano izquierda se extendió para tomar el rifle.
- Allá va - advirtió Welson -. Quizá si le metemos suficiente plomo en el cuerpo...
McLaughin, autor de la biografía más famosa de Johnny Dix, si bien evitaba la aceptación directa de cualesquiera de las leyendas que llenaron muchos otros libros, trata, sin embargo, los aspectos místicos de la subida de Dix al poder.
»Es extraño, en verdad - escribe -, que inmediata, repentinamente después de su asesinato, la ola de locura que dominaba a los Estados Unidos desapareció abrupta y completamente. Si no hubieran tenido éxito los verdaderos patriotas que rehusaron seguirle, la historia del mundo durante la última parte del siglo veinte podría haber sido la de una sangrienta carnicería, sin paralelo en la Historia.
»El exterminio, o la supresión implacable, sería la suerte de todos los países que conquistara, y hay pocas dudas, en vista de los armamentos superiores de que disponía, sobre que la desolación hubiera sido extensiva. Quizá la conquista del mundo sería su objetivo final. Aunque, por supuesto, América misma sufriría más que nadie, en último término.
»Decir que John Dix era un desequilibrado no puede explicar la extensión de su poder sobre el pueblo de su propio país. Casi es posible dar crédito a la extendida superstición de que estaba dotado de poderes sobrehumanos. Pero si en efecto era un superhombre, era un superhombre aberrante.
»Era algo así como si un ser ignorante, prejuicioso y de criterio estrecho, hubiera recibido milagrosamente el poder de convencer a la mayoría de la población, con capacidad para imprimir sus dogmáticos odios sobre todos, o casi todos, aquellos que lo escuchaban. Los pocos que fueron inmunes, combatiendo con terrible desventaja, salvaron al mundo del Armagedón.
»La manera exacta de su muerte permanece, después de todo este tiempo, envuelta en el misterio. Ya sea que fuera muerto por una nueva arma - destruida después de servir su propósito -, o que la cosa monstruosa vista por la muchedumbre en el estadio fuera simplemente una ilusión o el truco de un extraordinario prestidigitador, la verdad nunca será conocida con certeza».
El cañón del rifle descansó en el alféizar de la ventana. Robert Welson lo afirmó y aplicó su ojo a la mira telescópica. Su dedo descansó contra el gatillo.
La voz del dictador resonó a través del altavoz:
- El día de nuestro destino... - Sin terminar la oración, hizo una pausa, descansando sobre la mesa ante la cual se hallaba. La audiencia esperó la terminación de la frase, antes de lanzar la aclamación.
El hombre alto situado detrás de Robert Welson puso una mano ansiosa sobre su hombro.
- No dispare aún - murmuró -. Algo sucede. Mire al chico, el clarividente.
Welson se volvió.
Vio que el esmirriado muchacho se recostaba en una silla, con los músculos rígidos. Sus ojos estaban cerrados, su rostro contorsionado. Los labios se abrieron para musitar:
- Allí están, cerca de él. Como dos brillantes punto de luz, sólo que ustedes no pueden verlo. Pero hay un punto como ellos... ¡dentro de la cabeza de John Dix!
»Hablan. Están hablándole los dos puntos de luz. Pero no con palabras. Puede entender lo que dicen, aun cuando no sea en palabras. Uno de ellos pregunta: ¿Por qué estás aquí? Pareces extraño. Como si un ser menor... No puedo entender esa parte; no entiendo las palabras.
»La cosa, el punto dentro de la cabeza de Dix está contestando. Dice:
»Estoy atrapado aquí. La materia me retiene. La materia y sus memorias me aprisionan. ¿Pueden ayudarme a escapar?
»Ellos responden que lo intentarán, concentrándose los tres al mismo tiempo. La fuerza combinada de los tres lo librará de su prisión. Están luchando...
Algo extraño pasaba. El dictador aún guardaba silencio, descansando sobre la mesa. Pasaron varios minutos y no se movía, no completaba la frase que iniciara.
Robert Welson volvió la vista hacia la ventana. Para ver claramente, miró a través de la mira telescópica del rifle, pero su dedo ya no estaba en el gatillo. Quizá el chico, percibía algo. Nunca antes el dictador había hecho una pausa tan grande.
A sus espaldas, el chico gritó:
- ¡Libre! - como si se tratara un pensamiento triunfal, repetido desde su cerebro.
Y aunque desde el interior el chico no podía ver lo que ocurría en el Rose Bowl, su grito fue simultáneo a lo que le sucedía a John Dix.
Welson dejó escapar un grito ahogado, pero el sonido se perdió entre los repentinos gritos y chillidos de la audiencia del estadio.
Con horrible rapidez, el cuerpo del dictador se desvaneció ante sus ojos, convirtiéndose en un tenue vapor blanquecino que desapareció en el aire, mientras sus ropas vacías caían al suelo.
Pero la cosa nauseabunda que se desprendió de los hombros y permaneció a la vista de todos, sobre la mesa, no se desintegró. Era una cosa sin cabellos, sin ojos, casi sin carne y en plena putrefacción, que alguna vez fuera una cabeza humana.
FIN