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agosto 15, 2010
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Para Hilary
1
A la temperatura adecuada, todo arde: la madera, la ropa.
También las personas.
A 250 °C, la carne se quema. La piel se ennegrece y se resquebraja. Como la mantequilla en una sartén al fuego, la grasa subcutánea empieza a licuarse y su efecto combustible hace que el cuerpo empiece a arder. Primero los brazos y las piernas; poco a poco, el fuego se propaga hacia el torso. Los tendones y las fibras musculares se contraen, y las extremidades se mueven como en una parodia obscena de la vida. Lo último son los órganos; como están recubiertos de una capa húmeda, suelen resistir hasta que el resto del tejido blando ya se ha consumido.
Los huesos, valga la expresión, son más duros de roer. Los huesos son tercos y sólo ceden al fuego más abrasador. Aunque se tornen carbón, aunque se sequen y queden inertes como la piedra pómez, los huesos conservan la forma. Sólo cambia una cosa: tras arder se convierten en espectros sin sustancia y se desmoronan fácilmente; el baluarte último de la vida reducido a cenizas. Con pequeñas variaciones, el proceso sigue un patrón inexorable.
Aunque no siempre.
Una pisada rompe la paz en el viejo caserío. Se abre la puerta, está medio podrida y sus bisagras oxidadas parecen protestar ante la intromisión. La luz del sol se derrama en la estancia, hasta que una sombra se interpone en el umbral. El hombre asoma la cabeza para inspeccionar el oscuro interior. El viejo perro que le acompaña vacila, sin duda los sentidos le previenen ante lo que les espera dentro. También el hombre se detiene, como si no se atreviera a cruzar el dintel. El perro se aventura al interior, pero él lo hace volver al momento con una palabra.
—Aquí.
El perro obedece y da media vuelta escrutando nervioso al hombre con sus ojos empañados por las cataratas. El animal no sólo percibe el olor que llega desde el interior del caserío, sino también el nerviosismo de su amo.
—Quieto aquí.
El perro observa al hombre, que se adentra en el caserío en ruinas. Huele a humedad. Poco a poco empieza a distinguirse un nuevo olor. El hombre avanza despacio, casi con reticencia, hasta una puertecita en la pared del fondo. Acaba de cerrarse de golpe. Tiende la mano para abrirla, pero de pronto vuelve a detenerse. A su espalda, el perro deja escapar un leve aullido. Él no lo oye. Abre la puerta con cuidado, como si le asustara lo que pueda encontrar.
Al principio no ve nada. El cuarto está en penumbra y la única fuente de luz es un ventanuco con los cristales rotos y recubiertos de telarañas y polvo desde hace décadas. Gracias a la exigua iluminación, los secretos del cuarto todavía tardan en revelarse. A medida que los ojos del hombre se adaptan, los detalles empiezan a mostrarse.
Es entonces cuando ve el bulto tendido en el suelo.
El hombre toma aire como si acabaran de propinarle un puñetazo y, sin darse cuenta, da un paso atrás.
—Oh, Dios mío.
Aunque habla con voz queda, sus palabras retumban con fuerza inesperada entre las silenciosas paredes del caserío. Se ha quedado pálido. Mira a su alrededor, como temiendo que haya alguien ahí con él. Pero está solo.
Sale por donde ha venido sin atreverse a dar la espalda al bulto que yace en el suelo. Sólo da la vuelta cuando la destartalada puerta se cierra con un crujido, impidiéndole ver la habitación contigua.
Sale de la casa con paso inseguro. El perro acude a recibirle, pero el hombre parece no percatarse de su presencia y se saca un paquete de tabaco del bolsillo del abrigo. Le tiemblan las manos y hasta el tercer intento no consigue encender el mechero. Da una profunda calada y un anillo de ceniza brillante avanza por el papel en dirección al filtro. Para cuando termina el cigarrillo, el temblor ya ha remitido.
Tira la colilla en la hierba y la pisa antes de agacharse a recogerla. Mientras se la guarda en el bolsillo del abrigo, respira hondo y decide hacer una llamada.
Me encontraba de camino al aeropuerto de Glasgow cuando recibí la llamada. Era una mañana de febrero y hacía un tiempo de mil demonios, el cielo presentaba un tétrico color gris y el frío viento soplaba entre una llovizna deprimente. Las tormentas azotaban la costa este, y aunque todavía no habían llegado al interior, las previsiones no eran halagüeñas.
Lo único que esperaba era que el chaparrón estallase después de que mi avión despegara. Volvía a Londres tras una semana en los montes Grampianos, adonde había ido para recuperar y examinar un cuerpo hallado dentro de una fosa en un páramo. Una tarea nada grata. Los cristales de escarcha habían convertido en hierro los páramos y montes, confiriéndoles un aspecto tan hermoso como frío y sobrecogedor. La víctima, una mujer, estaba mutilada y aún no había podido ser identificada. Era el segundo cuerpo que examinaba en los Grampianos en los últimos meses. Por el momento los hechos no habían trascendido a la prensa, pero a nadie en el equipo de investigación le cabía la menor duda de que ambas muertes eran obra del mismo asesino, un criminal que volvería a matar a menos que alguien le diera caza, cosa poco probable a la sazón. Lo peor del caso era que, si bien el estado de descomposición impedía un dictamen certero, yo estaba convencido de que las mutilaciones no eran post mórtem.
Aquél, en resumidas cuentas, había sido un viaje penoso y no veía el momento de llegar a casa. Llevaba dieciocho meses viviendo en Londres, trabajando para el departamento de ciencias forenses de una universidad. A la espera de encontrar un empleo más estable, tenía un contrato temporal que me permitía hacer uso de los laboratorios, aunque en las últimas semanas había pasado mucho más tiempo realizando trabajo de campo que en mi despacho. Había prometido a Jenny, mi novia, que en cuanto terminara podríamos pasar más tiempo juntos. No era la primera vez que le hacía esa promesa, pero esta vez estaba dispuesto a cumplirla.
Cuando sonó el teléfono, pensé que sería ella, tal vez para asegurarse de que estaba en camino, pero al ver el número en la pantalla del teléfono no lo reconocí. Contesté y al otro lado sonó una voz ronca y circunspecta.
—Lamento molestarle, doctor Hunter. Soy el superintendente Graham Wallace, de la Jefatura de Policía de Inverness. ¿Puede dedicarme unos minutos? —hablaba con el tono de quien está acostumbrado a que le den la razón; por lo demás, su áspero acento apuntaba hacia Glasgow más que hacia la suave cadencia de Inverness.
—Sea breve. Estoy a punto de coger un avión.
—Lo sé. Acabo de hablar con el inspector jefe Allan Campbell, de la policía de los Grampianos, y me ha dicho que su trabajo ahí había concluido. Suerte que llego a tiempo.
Campbell era el oficial al mando del equipo de investigación con el que había colaborado durante la recuperación del cuerpo. Una bellísima persona y un buen policía, de esos a quienes les cuesta separar trabajo y vida personal. En mi opinión, eso dice mucho de alguien.
Consciente de que me estaba oyendo, le lancé una mirada al taxista.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito un favor. —Wallace soltaba las palabras a regañadientes, como si fueran a costarle más de lo que estaba dispuesto a pagar—. Supongo que se ha enterado del accidente de tren que se ha producido esta mañana.
Efectivamente, en el hotel, antes de partir, había oído que un tren de cercanías de la línea de la costa oeste había descarrilado tras embestir una camioneta abandonada en medio de la vía. Las imágenes de los vagones partidos y retorcidos en el suelo auguraban lo peor. Nadie había aventurado aún una cifra de víctimas.
—Hemos enviado a todo el personal disponible, pero la situación es caótica —dijo Wallace—. Hay indicios de que el descarrilamiento podría haber sido provocado, así que la zona ha sido declarada escenario de un crimen. Hemos solicitado ayuda a otros cuerpos de seguridad, pero por el momento estamos desbordados.
Me pareció adivinar sus intenciones. Según las noticias, algunos vagones se habían incendiado, lo que convertía la identificación de las víctimas no sólo en una prioridad, sino en una pesadilla para los forenses. Lo primordial, de todos modos, era recuperar los cuerpos, y a juzgar por lo que había visto todavía faltaba bastante para eso.
—No estoy seguro de que ahora mismo pueda serle de gran ayuda —dije.
—No le he llamado por el descarrilamiento —dijo con impaciencia—. Nos han notificado una muerte por incendio en las Hébridas. Se trata de una pequeña isla llamada Runa, en las Hébridas Exteriores.
Nunca había oído ese nombre, aunque tampoco era de extrañar. Todo lo que sabía acerca de las Hébridas Exteriores es que son de los territorios más remotos del Reino Unido y que están situadas al noroeste de Escocia, a millas de distancia de cualquier lugar.
—¿Sospechan algo? —pregunté.
—En principio no. Podría tratarse de un suicidio, aunque lo más seguro es que se trate de un borracho o un vagabundo que se ha quedado dormido demasiado cerca del fuego. Un hombre lo ha encontrado en una granja abandonada mientras paseaba al perro y ha dado el aviso. Es un inspector jubilado que ahora vive ahí. Alguna vez trabajé con él. Era un buen hombre.
Me pregunté si ese uso del pasado podía ser significativo.
—¿Y qué ha dicho al respecto?
Tras una breve pausa la voz contestó:
—Sólo ha dicho que está muy quemado. El caso es que no quiero desviar recursos de un accidente grave a menos que sea preciso. Un par de muchachos de Stornoway van a ir en transbordador esta tarde, y me gustaría que usted fuera con ellos para echar una ojeada. Así podrá decirme si el asunto no tiene mayor importancia o si debo mandar una brigada forense. Quisiera contar con la opinión de un especialista antes de dar la voz de alarma, y Allan Campbell dice que es usted de lo bueno lo mejor.
Aquel intento de adulación no se avenía del todo con aquella forma de hablar tan directa. Además, no me había pasado por alto su titubeo al preguntarle por el cuerpo, de modo que me pregunté si no estaría ocultándome algo. Claro que si Wallace hubiera considerado que la muerte era sospechosa, por grave que fuera el accidente ferroviario, habría mandado a un equipo forense.
El taxi ya casi había llegado al aeropuerto. Tenía mil motivos para negarme. Acababa de participar en una investigación importante, y en comparación aquel caso parecía una nadería; una de tantas tragedias cotidianas que ni siquiera recogen los periódicos. Pensé en lo que pasaría si le decía a Jenny que, sintiéndolo mucho, aún tardaría unos días en volver. Teniendo en cuenta mis constantes ausencias de las últimas semanas, sabía que no se lo tomaría nada bien.
Wallace debió de notar mis reservas.
—Sólo serán un par de días, contando el viaje. Verá, es que resulta que hay algo... raro en ese asunto.
—¿No acaba de decirme que no hay motivos de sospecha?
—Y no los hay. Por lo menos, nada de lo que he oído me inspira recelos. Escuche, no quiero hablar más de la cuenta, pero necesitaría que un especialista de su talla echara un vistazo.
Odio que me manipulen, pero no podía negar que había logrado despertar mi curiosidad.
—No se lo pediría si no fuera causa de fuerza mayor —añadió Wallace dando otra vuelta de tuerca.
A través del agua que caía por la ventanilla del taxi vi una señal que anunciaba el aeropuerto.
—Le llamo enseguida —dije—. Concédame cinco minutos.
Mis palabras no le hicieron gracia, pero no estaba en disposición de poder discutir. Corté la comunicación y, mordiéndome el labio, empecé a marcar un número que me sabía de memoria.
La voz de Jenny sonó al otro lado de la línea. Sonreí al oírla, aunque bien es cierto que habría preferido no tener que hacer esa llamada.
—¡David! Estaba a punto de irme al trabajo. ¿Dónde estás?
—Estoy llegando al aeropuerto.
—Gracias a Dios —dijo riendo—. Creía que llamabas para decirme que al final no ibas a volver hoy.
Sentí que se me hacía un nudo en el estómago.
—Resulta que acaban de llamarme para otro trabajo.
—Ah.
—Sólo será un día o dos. Es en las Hébridas Exteriores. El problema es que ahora mismo no hay nadie más disponible.
Me abstuve de contarle lo del accidente del tren, porque sabía que sonaría a pretexto.
Hubo una pausa. La risa se había borrado de la voz de Jenny, y eso no me gustaba.
—¿Y qué les has dicho?
—Que ya les diría algo. Antes quería hablar contigo.
—¿Para qué? Los dos sabemos que ya has tomado una decisión.
Lo último que quería era acabar discutiendo. Le lancé otra mirada al taxista.
—Escucha, Jenny...
—¿Acaso me equivoco?
Vacilé.
—Ya me lo imaginaba —dijo.
—Jenny...
—Tengo que irme. Llego tarde al trabajo.
Se oyó un clic y colgó. Suspiré. No era la mejor forma de empezar el día. «Llámala y dile que renuncias», pensé colocando el dedo sobre el botón.
—No se preocupe, amigo. A mí mi mujer también me lleva por el camino de la amargura —dijo el taxista por encima del hombro—. Ya se le pasará.
Hice un comentario para salir del paso. A lo lejos, vi despegar un avión. Mientras el taxista ponía el intermitente, volví a llamar. Contestaron a la primera.
—¿Cómo se llega hasta ahí? —le pregunté a Wallace.
2
Paso la mayor parte del día entre cadáveres. A veces llevan muertos mucho tiempo. Soy antropólogo forense. Es un campo de especialización, y un hecho de la vida que la mayoría de la gente prefiere no afrontar hasta que no queda otro remedio. Hubo un tiempo en que yo también era así. Tras la muerte de mi mujer y mi hija en un accidente de coche, el dolor me impidió seguir trabajando en una especialidad que día tras día me recordaba su pérdida, así que me pasé a la medicina general y cambié la compañía de los muertos por el trato con los vivos.
Al cabo de un tiempo, las circunstancias me obligaron a retomar mi antigua profesión. Mi vocación, podría decirse. Mi oficio es una intersección entre la patología y la arqueología, pero al mismo tiempo trasciende ambas. Y es que cuando la biología humana se deteriora, cuándo lo que antaño fuera vida queda reducido a corrupción, podredumbre y huesos secos, los muertos siguen siendo testigos de confianza. Todavía tienen la capacidad de contar historias, sólo hay que saber interpretarlas. Y ésa es mi labor.
Convencerlos para que me cuenten su historia.
Wallace había dado por hecho que no rechazaría su proposición, porque en el avión con destino a Lewis, la isla principal de las Hébridas Exteriores, había un asiento reservado a mi nombre. El vuelo salió con casi una hora de retraso por culpa del mal tiempo, así que me senté en la sala de espera intentando no fijarme en el tablero donde se anunciaban el embarque y el despegue del avión con destino a Londres que debía de haber tomado.
Durante el vuelo hubo muchas turbulencias, y lo único bueno que puedo decir es que duró poco. Era después de mediodía cuando cogí un taxi para ir del aeropuerto a la terminal de transbordadores de Stornoway, una localidad obrera poco acogedora que aún depende en buena parte de la industria pesquera. El taxi me dejó en un frío muelle rodeado de bruma donde se respiraba un aire cargado de olor a gasóleo y pescado. Esperaba embarcar en alguno de los grandes transbordadores para vehículos que llenaban de humo el cielo lluvioso y gris del puerto, pero en cambio me encontré con algo parecido a una pequeña barca de pesca antes que a una embarcación de pasajeros. Si no hubiera sido por la imponente presencia de un Range Rover de la policía que ocupaba la mayor parte de la cubierta, hubiera creído que no estaba en el lugar adecuado.
Se subía por una pasarela que temblaba sin parar por efecto del oleaje. Un sargento de policía de uniforme aguardaba en el pantalán de hormigón con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Tenía las mejillas y la nariz coloradas y llenas de capilares rotos. Sus ojos ojerosos se quedaron observándome con expresión hosca por encima de su bigote entrecano mientras yo forcejeaba con la bolsa y la maleta.
—¿Doctor Hunter? Soy el sargento Fraser —dijo escuetamente, sin darme su nombre de pila y sin sacarse las manos de los bolsillos. Hablaba con un acento duro y nasal, muy distinto de los timbres escoceses que yo había oído hasta entonces—. Le estábamos esperando.
Tras decir esto, se limitó a cruzar la pasarela sin ofrecerse para ayudarme con el pesado equipaje. Levanté el bolsón y la maleta de aluminio y le seguí. La pasarela estaba mojada y resbaladiza, y subía y bajaba con el vaivén de las olas. Intenté conservar el equilibrio coordinando mis pasos con el movimiento inconstante de la pasarela. En ese momento oí que alguien acudía corriendo a ayudarme. Era un joven agente de uniforme que me quitó la maleta de las manos con una sonrisa.
—Deje, yo la cojo.
No protesté. Fue hasta el Range Rover amarrado a la cubierta y cargó la maleta en la parte trasera.
—¿Qué lleva ahí dentro, un muerto? —preguntó divertido.
—No, aunque lo parece —dije colocando el bolsón junto a la maleta de aluminio—. Gracias.
—No hay de qué. —No debía de tener más de veinte años. Su expresión era amistosa y franca, y el uniforme le caía bien aun a pesar de la lluvia—. Soy el agente McKinney, pero llámeme Duncan.
—David Hunter.
Me estrechó la mano con entusiasmo, como si quisiera compensar el desabrido recibimiento de Fraser.
—¿Conque usted es el forense?
—Me temo que sí.
—¡Fantástico! Es decir... de fantástico nada, pero... en fin, ya me entiende. Oiga, ¿por qué no nos guarecemos de la lluvia?
La cabina de pasajeros era una sección acristalada situada debajo del puente. Fuera, Fraser hablaba acaloradamente con un hombre barbudo abrigado con un chubasquero. Detrás de él, un adolescente alto con la cara salpicada de acné observaba con mirada hosca el dedo que Fraser agitaba en el aire.
—... lo que hemos esperado, ¿y ahora me está diciendo que no está listo para zarpar?
El hombre de la barba lo miraba impasible.
—Falta una pasajera, y no saldremos hasta que llegue.
El rostro de Fraser, ya rojo de por sí, había adquirido una tonalidad aún más oscura.
—Oiga, esto no es un maldito crucero de placer. Llevamos retraso, así que retire la pasarela, ¿me ha oído?
Los ojos del hombre lo observaban por encima de la barba, lo que le daba cierto aspecto de animal salvaje.
—Es mi barco, y yo digo cuándo se zarpa, así que si quiere retirarla tendrá que hacerlo usted mismo.
Fraser se irguió en un intento de subrayar su autoridad, justo en el instante en que se oyeron unas pisadas en la pasarela. Una joven menuda intentaba subir a toda prisa arrastrando una bolsa de aspecto pesado. Iba vestida con un grueso chaquetón de color rojo brillante que parecía irle dos tallas grande. En la cabeza, tapándole las orejas, llevaba un sombrero de lana tupida. El pelo rubio rojizo y la barbilla afilada le conferían una apariencia atractiva y delicada.
—Hola, caballeros. ¿Le importaría a alguien ayudarme? —preguntó entre resuellos.
Duncan quiso adelantarse pero el hombre de la barba le ganó por la mano. Dedicó una sonrisa a la recién llegada, sus blancos dientes relucieron en medio de la oscura barba y levantó la bolsa sin esfuerzo aparente.
—Ya iba siendo hora, Maggie. Por poco nos vamos sin ti.
—Menos mal que no lo habéis hecho, mi abuela os habría matado —dijo poniéndose en jarras y observándonos mientras recuperaba el aliento—. Hola, Kevin, ¿qué tal? ¿Te explota mucho tu padre?
El adolescente se sonrojó y bajó la mirada.
—Un poco.
—En fin, hay cosas que nunca cambian. Ya tienes dieciocho años, ya es hora de que le pidas un aumento.
Me fijé que una chispa de curiosidad centelleaba en sus ojos al ver el Range Rover de la policía.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Ha pasado algo de lo que yo no me haya enterado?
El hombre de la barba movió la cabeza con desdén hacia nosotros.
—Pregúntaselo a ellos. No quieren decirnos nada.
Al ver a Fraser, el entusiasmo se borró del rostro de la joven, que acto seguido forzó una sonrisa en la que se adivinaba un sutil desafío.
—Hola, sargento Fraser. Menuda sorpresa. ¿Qué le trae por Runa?
—Asuntos de trabajo —contestó Fraser lacónicamente, y se dio la vuelta.
Quienquiera que fuese la joven no era del agrado de Fraser.
Como la pasajera rezagada ya estaba a bordo, el capitán del transbordador y su hijo se dispusieron a prepararlo todo para zarpar. La pasarela se levantó dejando oír un crujido mecánico y la estructura de madera del barco vibró mientras levaban el ancla. Tras lanzar una última mirada de curiosidad en mi dirección, la joven se acomodó en el puente.
El barco soltó entonces una vaharada de humo con olor a gasóleo y se alejó del muelle resoplando.
El mar estaba encrespado y lo que debería haber sido una travesía de dos horas se prolongó casi tres. En cuanto dejamos atrás la protección del puerto de Stornoway, el Atlántico se nos reveló a la altura de su fama: una llanura gris y turbulenta surcada de olas furibundas que el transbordador rompía a golpes de proa. El barco se levantaba sobre la cresta de la ola para a continuación deslizarse hacia abajo, en una operación repetitiva y mareante.
El único lugar donde uno podía ponerse a cubierto era la minúscula cabina de los pasajeros, donde al olor del gasóleo se sumaba el calor de los radiadores, resultando en una combinación harto desagradable. Fraser y Duncan pasaron la mayor parte del trayecto guardando un incómodo silencio. Intenté que Fraser me dijera algo más acerca del cuerpo, pero por lo visto no sabía mucho más que yo.
—Nada que destacar —gruñó con la frente perlada de sudor—. Lo más probable es que se trate de algún borracho que se ha quedado dormido demasiado cerca del fuego.
—Wallace me ha dicho que lo ha encontrado un policía retirado. ¿Quién es?
—Andrew Brody —contestó Duncan—. Mi padre trabajaba con él en Escocia antes de trasladarnos a Stornoway. Según él, era de los mejores.
—Tú lo has dicho, «era» —añadió Fraser—. Me he informado un poco antes de partir. Al parecer le gustaba demasiado actuar por su cuenta y no soportaba el trabajo en equipo. Dicen que perdió el seso cuando su mujer y su hija lo abandonaron, y que por eso se retiró.
—Mi padre dijo que fue por el estrés —apostilló Duncan ligeramente incómodo.
—Da lo mismo —repuso Fraser desdeñando la matización con un gesto de la mano—. Lo importante es que le quede claro que ya no forma parte del cuerpo —agregó con cierta tensión mientras el barco daba bandazos encima de las olas.
—Maldita sea, de todos los sitios a los que podían mandarme...
Me quedé un rato en la cabina preguntándome qué estaba haciendo yo a bordo de una barcaza en medio del Atlántico en vez de ir a casa con Jenny. En los últimos tiempos las discusiones se habían hecho cada vez más frecuentes, y siempre por el mismo motivo: mi trabajo. Aquel nuevo caso no arreglaba las cosas, y como no tenía nada más en qué pensar, empecé a dar vueltas sobre si había tomado la decisión correcta y de qué modo podía compensar a Jenny por ello.
Preferí dejar a los policías y subir a cubierta. El viento soplaba con fuerza y me salpicaba la cara de lluvia, pero ni que fuera por dejar atrás el aire acre y recargado de la cabina merecía la pena. Me quedé en la proa, dejando que la brisa me mojara la cara. Ya se veía la isla, una masa oscura que iba alzándose sobre el mar a medida que el destartalado transbordador se acercaba a ella. Al verla, sentí una opresión familiar en la boca del estómago, debida en parte a los nervios y en parte a la impaciencia por ver qué me aguardaba ahí.
Fuera lo que fuese, esperaba que valiera la pena.
Con el rabillo del ojo percibí un reflejo rojizo, y al darme la vuelta vi a la joven avanzando con paso inseguro por la cubierta en dirección a mí. De pronto, la embarcación cabeceó, la muchacha se precipitó hacia delante y yo alargué un brazo para que no se cayera.
—Gracias —dijo lanzándome una sonrisa traviesa y colocándose a mi lado en el barandal—. Menuda tormenta. Iain dice que nos las vamos a ver para atracar.
Tenía el mismo acento que Fraser, aunque más suave y musical.
—¿Iain?
—Iain Kinross, el patrón. Éramos vecinos en Runa.
—¿Vive usted ahí?
—Ya no. Mi familia se mudó a Stornoway, excepto mi abuela. Nos turnamos para visitarla. ¿Ha venido usted con la policía?
Formuló la pregunta con un desinterés que no juzgué del todo creíble.
—Más o menos.
—¿Acaso usted no lo es? Policía, quiero decir.
Negué con la cabeza. Ella sonrió.
—Lo sabía. Iain dice que ha oído que le llamaban doctor. ¿Es que ha pasado algo? ¿Hay alguien herido?
—No que yo sepa.
Vi que mi respuesta no hacía más que avivar su curiosidad.
—Entonces ¿qué hace un doctor yendo a Runa con la policía?
—Eso tendrá que preguntárselo al sargento Fraser.
—En eso mismo estaba pensando —dijo haciendo una mueca.
—¿Se conocen?
—Más o menos —contestó sin dar más explicaciones.
—¿Y a qué se dedica en Stornoway?
—Oh... Soy escritora. Estoy trabajando en una novela. Por cierto, me llamo Maggie Cassidy.
—David Hunter.
Pareció apuntar mentalmente mi nombre. Nos quedamos un momento en silencio, contemplando la isla, que poco a poco iba tomando forma a través de la creciente penumbra. Sus acantilados grises se elevaban sobre el mar, coronados de un verde monótono. Frente a éstos, un enorme peñón, una columna natural de piedra negra, se erguía entre las olas.
—Ya casi hemos llegado —dijo Maggie—. El puerto queda detrás del Stac Ross, ese peñón de ahí. Dicen que es el tercero más alto de Escocia. Muy típico de Runa. A lo más que puede aspirar es a ser tercera en algo. —Y diciendo esto se separó del barandal—. En fin, un placer conocerle, David. Quizá volvamos a vernos antes de que se marche.
Se fue por la cubierta para volver al puente junto a Kinross y su hijo. Me di cuenta de que parecía moverse con mucha más seguridad que al principio.
Volví de nuevo la vista en dirección a la isla. Al otro lado del Stac Ross se distinguía un pequeño muelle al pie de los acantilados. Empezaba a oscurecer, pero aún podían verse unas cuantas casas dispersas en torno al puerto, un pequeño enclave de civilización en medio del salvaje océano.
Un agudo silbido sonó a mi espalda, audible aún a pesar del viento y del ruido del motor. Me di la vuelta y vi a Kinross gesticulando furioso.
—¡Métase dentro!
No esperé a que me lo dijera dos veces. El mar estaba cada vez más embravecido y las olas iban de un lado a otro entre los altos acantilados que rodeaban el muelle. El barco había dejado de cabecear pero ahora daba vueltas sobre sí cada vez que las olas montaban unas sobre otras rociando la cubierta de agua.
Asiéndome donde pude, volví al aire viciado de la cabina. Allí, esperé junto a Duncan y Fraser, que estaba muy pálido, a que el transbordador realizara las maniobras de atraque. Las olas embestían sin tregua. Desde la ventanilla de la cabina se las veía romper contra el embarcadero levantando nubes de espuma blanca. Hubo que repetir tres veces la maniobra porque el motor no conseguía dominar las oscilaciones del barco.
Salimos de la cabina y esperamos en cubierta haciendo equilibrios para no caernos. No había nada que nos resguardara del viento, pero el aire frío traía un tonificante sabor de salitre. Las gaviotas volaban en círculos sobre nuestras cabezas soltando chillidos, mientras en el embarcadero un grupo de hombres corría de un lado para otro asegurando las maromas y las defensas. A pesar de los acantilados, el puerto quedaba abierto al mar, protegido por un único rompeolas de la virulencia de las aguas. En el muelle había atracadas unas cuantas barcas de pesca, sujetas a las amarras como perros a una correa.
Casas bajas y caseríos colgaban como percebes de las empinadas laderas que bajaban al puerto. Detrás, se divisaba un paisaje verde, inhóspito, huérfano de árboles y azotado por el viento. A lo lejos se distinguía el perfil amenazante de un cerro cuya cima se perdía entre las nubes bajas.
La joven que se había presentado como Maggie Cassidy cruzó la pasarela a toda prisa en cuanto terminaron de tenderla. Me sorprendió que no se despidiera, pero no le di mayor importancia. Oí que el motor del Range Rover se ponía en marcha y me senté en la parte trasera. Fraser le había cedido el asiento del conductor al joven agente. La embarcación seguía balanceándose sobre las olas pero, maniobrando con cuidado, el agente consiguió cruzar la pasarela.
En el muelle nos esperaba un tipo de rostro curtido. Debía de sobrepasar los cincuenta años, era alto, robusto y tenía ese algo indefinible de los policías. No hizo falta que me dijeran que aquél era el inspector jubilado que había encontrado el cadáver.
—¿Andrew Brody? —preguntó Fraser bajando la ventanilla.
El hombre asintió con la cabeza y se quedó mirándonos mientras el viento le despeinaba el cabello gris. Detrás de él, los hombres que habían ayudado a amarrar el barco nos observaban con curiosidad.
—¿Sólo vienen ustedes? —preguntó, claramente contrariado.
—Por el momento sí —le respondió Fraser haciendo un seco ademán con la cabeza.
—¿Y qué pasa con los forenses? ¿Cuándo van a venir?
—Aún no se sabe si vendrán —contestó Fraser—. Aún no se ha tomado una decisión al respecto.
Brody apretó los labios al oír el tono de Fraser. Jubilado o no, al antiguo inspector no le agradaba en absoluto que un simple sargento de policía le hablara en esos términos.
—¿Y la policía judicial? Tendrá que venir de todos modos.
—Enviarán a alguien de homicidios desde Stornoway en cuanto el doctor Hunter haya echado un vistazo al cuerpo. Él es el perito forense.
Hasta ese momento Brody no me había prestado atención. Me lanzó una mirada penetrante y sagaz, y al hacerlo supe que me estaba escrutando para formarse un juicio sobre mí.
—Apenas hay luz —dijo mirando al cielo gris—. Queda a quince minutos en coche, pero cuando lleguemos ya habrá oscurecido. Tal vez quiera acompañarme, doctor Hunter, así le informo durante el trayecto.
—Estoy seguro de que no es la primera vez que ve un cuerpo quemado —dijo Fraser con gesto avieso.
Brody se quedó mirándolo un instante, como recordándose a sí mismo que ya no era policía. Luego desplazó su estática mirada hacia mí.
—Éste es distinto.
El coche de Brody, un Volvo tipo sedán que parecía recién estrenado, estaba estacionado en el muelle. El interior estaba impecable. Olía a ambientador y, levemente, a cigarrillos. En la parte trasera, encima de una manta, iba una border collie de hocico negro, tirando a grisáceo debido a la edad. Cuando Brody entró en el coche, el perro se irguió de un brinco.
—Abajo, Bess —dijo Brody con suavidad. El animal obedeció al instante. Brody frunció el entrecejo mientras buscaba el botón de la calefacción en el salpicadero—. Disculpe, pero es que no hace mucho que lo tengo. Todavía no sé dónde están las cosas.
Los faros del Range Rover eran la señal de que Fraser y Duncan nos seguían mientras dejábamos atrás el puerto. Los días no duran mucho en estas latitudes en esta época del año, y la penumbra iba transformándose ya en oscuridad. Las farolas estaban encendidas e iluminaban una calle principal que apenas si merecía ese calificativo. La calle subía desde el malecón y atravesaba el pueblo, formado por un puñado de pequeños comercios rodeados de viejos caseríos de piedra y bungalós más nuevos, menos sólidos y de aspecto prefabricado.
Pese a lo poco que podía ver, era evidente que Runa no estaba tan dejada de la mano de Dios como yo me había imaginado. Al margen de la carretera vi las ruinas de una iglesia sin tejado, pero la mayor parte de las puertas y ventanas de las casas que pasamos parecían nuevas, como si las hubieran reformado recientemente. Había una escuela pequeña pero moderna y, algo más lejos, junto al edificio de madera del centro cívico, destacaba un edificio adosado con un cartel que rezaba: «Consultorio médico de Runa».
Incluso la carretera estaba recién asfaltada. Aunque era estrecha, poco más que un carril con arcenes semicirculares cada cien metros, la suavidad del asfalto era tal que para sí la hubieran querido buena parte de las carreteras de resto del país. La calzada describía una cuesta pronunciada en la parte del pueblo y se volvía llana al pasar las últimas casas. En lo alto de un promontorio cercano se recortaba contra el cielo de la noche la silueta de una gran peña vertical, que se alzaba sobre la hierba como un dedo acusador.
—Eso de ahí es el Bodach Runa —dijo Brody al advertir que me fijaba en aquello—. El Viejo Señor de Runa. La leyenda dice que subió ahí para ver regresar a su hijo, que se había ido al mar. Pero el hijo nunca regresó, y el anciano esperó ahí tanto tiempo que terminó convirtiéndose en piedra.
—Con este tiempo no me extraña.
Una sonrisa fugaz cruzó el rostro de Brody. Aunque él mismo me había propuesto acompañarlo, parecía incómodo, como si no supiera por dónde empezar. Saqué el móvil para ver si tenía algún mensaje.
—Aquí no hay cobertura —me advirtió Brody—. Si quiere llamar, tendrá que usar un teléfono fijo o la radio de la policía. Claro que si la tormenta pega fuerte, puede que ni así.
Guardé el teléfono. Tenía la remota esperanza de que Jenny me hubiera dejado un mensaje, aunque no me hacía ilusiones. Más tarde la llamaría desde un fijo e intentaría apaciguar los ánimos.
—Dígame, ¿qué clase de «experto forense» es usted? —preguntó Brody.
—Soy antropólogo forense.
Lo miré para ver si era necesario explicarme. A veces incluso a los policías les cuesta entender a qué me dedico. A Brody, no obstante, pareció bastarle.
—Bien. Al menos tenemos a alguien que sabe lo que hace. ¿Qué le ha contado Wallace?
—Que se trata de una muerte por fuego y que hay algo fuera de lo corriente. No me ha dicho más, sólo que no hay motivos para sospechar.
—¿Eso le ha dicho? —preguntó haciendo un gesto de desaprobación con la mandíbula.
—¿Usted cree que los hay?
—Yo no digo nada —contestó Brody—. Decida usted mismo cuando lo vea. Lo que pasa es que yo esperaba que Wallace mandase a un equipo completo.
Aquello empezaba a darme mala espina. Ante un caso de muerte sospechosa hay que seguir un protocolo estricto, y por lo general yo no empiezo a trabajar hasta que un equipo de forenses ha procesado el escenario. Era de esperar que la preocupación por el accidente ferroviario no le hubiera nublado el entendimiento a Wallace.
Entonces recordé sus palabras acerca de Brody: «Era un buen hombre». Por lo general, a los agentes retirados les cuesta adaptarse a la nueva vida. Brody no sería el primero que exagera para sentirse de nuevo importante. Los comentarios de Fraser acerca de su desequilibrio no me merecían mucha confianza, pero me pregunté si esos rumores hubieran podido influir sobre la decisión de Wallace.
—A mí sólo me ha dicho que eche un vistazo —dije—. Si encuentro algo que sugiera que no se trata de una muerte accidental, tendremos que esperar a que llegue la brigada forense.
—Supongo que con eso basta —masculló Brody.
Se le notaba molesto. Fuera lo que fuese lo que le había dicho a Wallace, no había duda de que el superintendente no acababa de fiarse, y eso, a un ex inspector de policía, tiene que dolerle.
—¿Cómo encontró el cuerpo? —pregunté.
—La perra lo olió cuando la saqué a pasear esta mañana. Está en una alquería abandonada. Una alquería es una granja pequeña —puntualizó—. A veces hay críos rondando por ahí, pero normalmente no en invierno. Y antes de que me lo pregunte, no, no he tocado nada. Puede que esté jubilado, pero hasta ahí llego.
No lo dudaba.
—¿Alguna idea de quién puede ser?
—En absoluto. Que yo sepa no se ha denunciado la desaparición de nadie de la isla, y aquí viven menos de doscientas perdonas, es difícil desaparecer sin que nadie se dé cuenta.
—¿Llegan muchos visitantes del resto del país o de las otras islas?
—Algunos, pero no muchos. Algún que otro naturalista o arqueólogos. La isla está llena de ruinas de la Edad de Piedra, de la Edad de Bronce y a saber de qué más. Dicen que hay túmulos funerarios y un antiguo faro en la montaña. Además ha habido muchas obras, así que ha habido mucho tránsito de obreros y contratistas. Se ha asfaltado el firme, se han rehabilitado edificios, ese tipo de cosas. Claro que todo eso fue antes de que el tiempo empeorara.
—¿Quién más sabe lo del cuerpo?
—Nadie que yo sepa. Sólo se lo he dicho a Wallace.
Eso explicaba las miradas curiosas de los hombres al ver llegar a la policía. Su presencia no pasaba inadvertida en una isla tan pequeña como ésa. Seguramente el motivo de nuestra visita no sería un secreto por mucho tiempo, pero de momento no había que preocuparse por los curiosos.
—Ha dicho que estaba muy quemado.
—Oh, sí, está muy quemado —asintió Brody con una sonrisa siniestra—. Pero es mejor que lo vea con sus propios ojos —dijo en un tono seguro y tajante, zanjando así el asunto.
—Wallace me ha dicho que habían trabajado juntos.
—Pasé algún tiempo en el cuartel de Inverness. ¿Conoce Inverness?
—Sólo de paso. El hecho de mudarse a Runa debió de suponer un gran cambio.
—Sí, pero para mejor. Es un buen lugar para vivir. Es tranquilo y aquí uno tiene tiempo y espacio para pensar.
—¿Es usted de por aquí?
—Por Dios, no. Soy «forastero» —dijo—. Cuando me prejubilé quise alejarme de todo. ¿Y qué lugar mejor que éste?
En eso había que darle la razón. Tan pronto como dejamos el pueblo, desapareció todo signo de vida. La única vivienda por donde pasamos fue una imponente mansión antigua situada a cierta distancia de la carretera. Exceptuando ésta, apenas vimos algunas cabañas decrépitas y ovejas. Con el ocaso, Runa adquiría un aspecto hermoso pero desolado.
Qué lugar tan solitario para morir.
De pronto el vehículo abandonó la carretera entre sacudidas y Brody tomó un camino accidentado. Delante de nosotros, los faros del coche iluminaron un viejo caserío medio derruido. Wallace había dicho que el cuerpo había sido hallado en una alquería, pero por el estado del edificio nadie habría afirmado que alguna vez pudo ser una granja. Brody aparcó al lado y apagó el motor.
—Quieta, Bess —ordenó a la border collie.
Salimos del coche al tiempo que el Range Rover se acercaba por el camino. El caserío era una construcción aislada de una sola planta sobre la cual la naturaleza empezaba a reclamar sus derechos. Al fondo se alzaba el cerro que había visto al llegar, poco más que una sombra negra en medio de la creciente oscuridad.
—Eso es el Beinn Tuiridh —me indicó Brody—. Se supone que es una montaña. Dicen que si se sube hasta la cima en un día claro, se puede ver Escocia.
—¿Y es así?
—Nunca he conocido a nadie tan estúpido como para comprobarlo.
Sacó una linterna de la guantera y esperamos a Fraser y a Duncan fuera del coche. Fui al Range Rover por mi linterna, que estaba en la maleta, y nos pusimos en marcha hacia el caserío. Los haces de luz de las linternas temblaban y se entrecruzaban en la oscuridad. Era poco más que una choza de piedra con las paredes cubiertas de musgo y líquenes. La puerta era muy baja y tuve que agacharme para entrar.
Ya dentro, me detuve y enfoqué alrededor con la linterna. Saltaba a la vista que el lugar, testimonio en ruinas de unas vidas olvidadas, llevaba tiempo abandonado. El agua se filtraba a través de un agujero en el tejado; la habitación donde nos encontrábamos era estrecha y el techo bajo aumentaba la sensación de claustrofobia. En el pasado había sido la cocina y de hecho todavía estaba ahí la vieja encimera con una sartén de hierro colado encima de uno de los fogones. En medio del suelo de piedra había una mesita de madera desvencijada. Vi latas y botellas en el suelo, señal de que la casa no estaba del todo abandonada. Desprendía ese olor a moho propio de los años y la humedad, pero nada más. Para tratarse de una muerte por quemaduras, los indicios de incendio eran bien escasos.
—Por ahí —dijo Brody indicándome una puerta con la linterna.
Al acercarme percibí por fin un ligero olor a hollín, pero ni mucho menos tan fuerte como cabía esperar. La puerta estaba rota, y las bisagras oxidadas protestaron al abrir. Pisando con cuidado, entré en la otra habitación, más tétrica aún que la vieja cocina. El olor a fuego era ya inconfundible. La linterna iluminó las viejas paredes desnudas de revoque desconchado y, en una de ellas, el agujero de una chimenea. El olor, sin embargo, no provenía de ésta, sino del centro de la estancia, y al dirigir ahí la linterna se me hizo un nudo en la garganta.
Si aquello había sido alguna vez una persona viva, apenas quedaban rastros de ella. Ahora comprendía la mueca de Brody al preguntarle si el cuerpo estaba muy quemado. Sin duda lo estaba. Ni siquiera los hornos de un crematorio bastan para reducir un cuerpo humano a cenizas, y aquel fuego, no obstante, lo había conseguido.
En el suelo había un amasijo grasiento de cenizas y carbonilla. El fuego había quemado los huesos con la misma facilidad que la piel y los tejidos. Quedaban sólo los huesos de mayor tamaño, que sobresalían de entre las cenizas como ramas de un árbol caído bajo la ventisca, y también éstos estaban calcinados; habían ardido hasta convertirse en polvo gris. Presidiendo la escena había un cráneo con la mandíbula desencajada de un lado. Parecía una cáscara de huevo rota.
Aparte del cuerpo, nada más había ardido en la habitación. El fuego había sido capaz de consumir un cuerpo humano, reduciendo sus huesos a la consistencia de la piedra pómez, sin quemar ningún objeto cercano. Las losas de debajo de los restos estaban renegridas pero, un poco más allá, un colchón destripado y mugriento permanecía intacto. El fuego también había evitado las hojas y ramas secas que había en el suelo.
Pero aquello no era lo peor. Lo que me dejó absolutamente estupefacto fue la imagen de dos pies y una mano que asomaban incólumes de entre las cenizas, aun a pesar de que los huesos de las extremidades estaban completamente chamuscados.
Brody se acercó y se quedó a mi lado.
—¿Y bien, doctor Hunter? ¿Todavía cree que no hay motivos para sospechar?
3
Las ráfagas de viento gemían en el exterior como un espeluznante hilo musical para la macabra escena que se presentaba ante nuestros ojos en el viejo caserío. Desde el umbral, noté que a Duncan se le cortaba el aliento en cuanto él y Fraser vieron lo que había en el suelo. Superada la primera impresión, empecé a observar con más detenimiento.
—¿Es posible iluminar esto un poco? —pregunté.
—En el coche hay un reflector portátil —dijo Fraser apartando la mirada de la pila de huesos y ceniza. Intentaba aparentar indiferencia, debo decir que sin mucho éxito—. Duncan, ve por él. ¡Duncan!
El joven agente seguía con los ojos fijos en aquellos restos humanos. Tenía el rostro lívido.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté, aunque él no era, en realidad, mi mayor motivo de preocupación.
En más de una ocasión me había ocurrido que un agente bisoño se había puesto a vomitar sobre los restos de la víctima, lo cual no facilitaba precisamente mi tarea.
Duncan asintió y empezó a recuperar el color.
—Sí, lo siento.
Salió corriendo. Brody seguía observando los restos.
—Le he prevenido a Wallace de que era un caso extraño, pero creo que no me ha creído. Supongo que piensa que me he ablandado desde que dejé el cuerpo.
Al recordar las dudas que yo mismo había albergado hasta pocos minutos antes, pensé que tal vez tuviera razón. De todos modos no podía culpar a Wallace por su escepticismo. Teníamos ante nosotros un espectáculo tan grotesco que desafiaba toda lógica. De no haberlo visto con mis propios ojos, habría creído que el informe exageraba.
El cuerpo —o lo que quedaba de él— estaba boca abajo. Sin acercarme, enfoqué con la linterna las extremidades que no se habían quemado. Los pies estaban intactos del tobillo para abajo, y, para añadirle misterio al asunto, todavía estaban calzados con un par de zapatillas. Desplacé el haz de luz hasta enfocar la mano. Era la derecha, y podía pertenecer tanto a un hombre menudo como a una mujer corpulenta. No llevaba anillos y las uñas estaban mordidas y sin pintar. En la parte más próxima a la piel de la muñeca, el radio y el cúbito presentaban un oscuro color ambarino, pero en dirección ascendente se volvían negros y se apreciaban en ellos fracturas debidas al calor. Poco antes de la junta con el codo, ambos huesos se habían consumido.
Lo mismo había ocurrido con los pies. Las astillas carbonizadas de la tibia y el peroné sobresalían como si las llamas lo hubieran devorado todo hasta ahí pero se hubieran detenido de forma abrupta al llegar a mitad de la espinilla.
Aparte de eso, las extremidades conservadas apenas invitaban a pensar que el resto del cuerpo hubiera sido abrasado por las llamas. Los daños más relevantes habían sido causados por roedores y otros animales de pequeñas dimensiones que habían desgastado la piel y la parte de hueso hurtada a las llamas. El tejido blando empezaba a descomponerse según el proceso habitual, dibujando vetas debajo de la piel renegrida. Apenas había insectos, cuyo concurso suele ser un indicador clave para determinar el momento de inicio de la descomposición. Claro que, teniendo en cuenta el frío invernal, era de esperar. Las moscas necesitan calor y luz.
Recorrí el resto de la habitación con la linterna. En el hogar quedaban restos de una hoguera, y en algún momento había ardido otro fuego menor sobre las losas del suelo. Estaba a casi dos metros de distancia del cuerpo, pero eso es irrelevante: cuando una persona se está quemando no se queda quieta, a menos que esté inconsciente.
Dirigí la linterna hacia el techo. Justo encima del cuerpo, el revoque estaba negro, pero no quemado, sino recubierto de una sustancia untuosa y marrón, similar a la que había también alrededor de los restos.
—¿Qué es esa cosa marrón? —preguntó Fraser.
—Grasa. Del cuerpo al quemarse.
—Como en las freidoras, ¿no? —dijo haciendo una mueca.
—Algo así.
Duncan volvió con el reflector. Mientras lo colocaba en el suelo no podía dejar de mirar los restos de huesos.
—He leído sobre cosas de éstas —dijo de pronto. Los demás nos quedamos mirándolo y eso pareció cohibirlo—. A veces la gente arde sin que haya un motivo. Es decir, sin que nada más arda a su alrededor.
—No digas chorradas —espetó Fraser.
—Tienes razón —dije volviéndome hacia Duncan—. Se conoce como combustión espontánea.
—¡Eso es! —dijo moviendo la cabeza.
Llevaba esperando ese momento desde que había visto los restos. Por regla general, la gente pone la combustión espontánea en el mismo cajón que el yeti y los ovnis, en el de los fenómenos paranormales para los que no existe una explicación convincente. Sin embargo, hay casos bien documentados de personas quemadas en habitaciones donde no se ha producido ningún incendio, a menudo con las manos y la parte inferior de las piernas casi intactas entre las cenizas. A modo de explicación, se han aportado todo tipo de teorías, desde la posesión demoníaca a las microondas, pero en lo único que parece haber consenso es en que, cualquiera que sea la causa, tiene que ser algo inexplicable para la ciencia tal como la conocemos.
A mí ni se me pasó por la cabeza.
—Y tú ¿qué demonios sabes de eso? —le preguntó Fraser a Duncan arrugando el ceño.
—Por fotos que he visto —contestó Duncan lanzándome una mirada avergonzada—. Había unas de una mujer que se quemó así. Sólo quedó una de las piernas, con el zapato puesto. La llamaron la mujer de carbonilla.
—Su nombre era Mary Reeser —intervine—. Era una anciana viuda de Florida, murió en los años cincuenta. Apenas quedaron restos de ella, sólo una pierna de espinilla para abajo, con una zapatilla puesta en el pie todavía. El sillón donde estaba sentada fue pasto de las llamas, así como una mesita y una lámpara cercanas, pero ningún otro objeto de la habitación resultó dañado. ¿Te refieres a ella?
Duncan se quedó desconcertado.
—Sí. Y también he leído sobre otros casos.
—De vez en cuando aparece alguno —asentí—. Pero la gente no arde así sin más. Sea lo que sea lo que le ha sucedido a esta mujer, no se debe a un fenómeno sobrenatural o paranormal.
Entonces intervino Brody, que mientras hablábamos se había limitado a escuchar sin decir nada.
—¿Cómo sabe que es una mujer? Jubilado o no, no se le escapaba una.
—Por el esqueleto —dije enfocando la linterna hacia los restos de la pelvis, cubierta de cenizas pero todavía visible—. Aunque no queda mucho de él, el hueso de la cadera es demasiado ancho para que se trate de un varón. Y la cabeza del húmero, es decir la parte superior por donde el hueso se une al hombro, demasiado pequeña. Quienquiera que fuese, tenía los huesos grandes, pero era una mujer.
—Como ya he dicho, no creo que sea nadie de por aquí —dijo Brody—. Estoy seguro de que si hubiera desaparecido alguien, lo sabríamos. ¿Alguna idea acerca de cuánto tiempo lleva aquí el cuerpo?
Era una buena pregunta. Por chamuscados que estén, los huesos pueden ofrecer pistas acerca de muchos factores; sin embargo, la hora de la muerte no es uno de ellos. Para eso es necesario calcular el porcentaje de descomposición de las proteínas musculares, los aminoácidos y los ácidos grasos volátiles, que por lo general el fuego ha consumido. Con todo, el insólito estado del cuerpo indicaba que había suficiente tejido blando para llevar a cabo análisis que resultan imposibles de realizar en la mayoría de las muertes por fuego. Para eso habría que esperar hasta que pudiera examinar los restos en el laboratorio, pero entretanto me veía capaz de adelantar una hipótesis razonable.
—El frío habrá ralentizado la putrefacción —dije—, pero como los pies y la mano han empezado a descomponerse estimo que la muerte no puede ser muy reciente. En el supuesto de que el cuerpo haya permanecido aquí todo el tiempo y que no haya sido trasladado desde otro sitio, lo que, a la vista de que las losas de debajo están quemadas considero como lo más probable, yo diría que estamos hablando de unas cuatro o cinco semanas.
—Por entonces los contratistas ya habían terminado su trabajo hacía tiempo —dijo Brody rumiando—. No puede tratarse de nadie que viniera con ellos.
Fraser nos escuchaba cada vez más molesto; no le gustaba nada el modo en que el ex inspector empezaba a ganar protagonismo.
—Bueno, si no es nadie de por aquí me imagino que podremos averiguar su identidad consultando la lista de pasajeros del transbordador. No creo que haya muchos visitantes en esta época del año.
—¿De verdad cree que es de esa clase de servicios que llevan un listado? —preguntó Brody con una sonrisa—. Además, hay una docena de embarcaciones que cubren el trayecto entre Runa y Stornoway, y nadie controla a quién llevan a bordo. —Y dándole la espalda al sargento de policía, me dijo—: Entonces, ¿qué? ¿Le dirá a Wallace que mande a la brigada forense?
Fraser se interpuso impaciente antes de que yo tuviera tiempo de contestar.
—Aquí nadie hará nada hasta que el doctor Hunter concluya su cometido. Por lo que sabemos podría tratarse incluso de una borracha que se quedó dormida junto al fuego después de pillar una cogorza.
—¿Y qué hacía en Runa en pleno invierno? —preguntó Brody lanzándole una mirada inescrutable.
—Quizá tenía amigos o parientes —respondió Fraser encogiéndose de hombros—. O a lo mejor era una de esas hippies a las que les da por volver a la naturaleza o cosas por el estilo. Llegan hasta islas mucho más remotas que ésta.
Brody iluminó el cráneo con su linterna. Yacía boca abajo y estaba ligeramente ladeado entre las cenizas; en la parte posterior de la coronilla presentaba una enorme fractura.
—¿Y también cree que se partió la crisma ella sola?
Decidí intervenir antes de que los ánimos se caldearan más todavía.
—En realidad, el cráneo suele quebrarse a consecuencia del calor del fuego. El cráneo es un recipiente hermético en el que se acumulan fluidos y sustancias gelatinosas, por lo que al calentarse actúa como una olla a presión. El gas se acumula en su interior hasta que al final explota.
—Cielo santo —dijo Fraser palideciendo.
—Entonces, ¿todavía cree que podría tratarse de un accidente? —preguntó Brody con voz incrédula.
Yo vacilaba, porque sé cuán engañosos pueden ser los efectos del fuego en el cuerpo humano. A pesar de mi última afirmación, también empezaban a acosarme las dudas. Pero Wallace quería hechos, no conjeturas.
—Es posible —dije intentando no pronunciarme—. Sé que todo esto puede parecer raro, pero raro no es lo mismo que sospechoso. Necesito examinar mejor el cuerpo, aunque a primera vista no hay nada que indique un homicidio. Aparte del cráneo, no se observan traumatismos evidentes, ni tampoco indicios de injerencia externa, como si le hubiesen atado los brazos o las piernas.
—¿Y cabe la posibilidad de que la cuerda se hubiera quemado junto con todo lo demás? —inquirió Brody frotándose la barbilla y frunciendo el ceño.
—Daría lo mismo. El fuego provoca que los músculos se contraigan, de tal manera que las extremidades adoptan más o menos una posición fetal. Lo llaman la postura del púgil, por su semejanza a un boxeador en guardia. Cuando las manos o los pies de la víctima están atados eso no ocurre por más que la cuerda se queme.
Enfoqué con la linterna para que vieran que el cuerpo se había replegado sobre sí mismo.
—De haberla inmovilizado, tendría los brazos y las piernas extendidos, no contraídos. Esto demuestra que no estaba atada.
Brody seguía sin parecer satisfecho.
—Me parece estupendo, pero yo he sido policía durante treinta años y he visto unas cuantas muertes por fuego, tanto accidentales como provocadas, y le aseguro que nunca había visto nada semejante. Para hacer algo así se necesita algún tipo de combustible.
En circunstancias normales habría tenido razón, pero las de ese caso distaban de ser normales.
—Un combustible, por ejemplo la gasolina, no podría haber hecho esto —le dije—. No arde a suficiente temperatura. Y aunque así fuera, para quemar un cuerpo hasta este punto se tardaría tanto que la casa entera habría sido pasto de las llamas. El fuego no estaría tan localizado.
—Entonces, ¿qué pudo provocarlo?
Se me ocurría una idea, pero no quería lanzarme a especular.
—Eso es precisamente lo que he venido a averiguar. No saquemos conclusiones precipitadas. —Y volviéndome hacia Fraser añadí—: ¿Podría precintar la entrada y acordonar el cuerpo? No quiero que nada altere la escena.
—Andando, vete a buscar la cinta de los accidentes. No tenemos toda la noche —le dijo el sargento a Duncan con un movimiento de cabeza.
Me di cuenta de que había puesto mucha atención en recalcar «de los accidentes», y a Brody tampoco le había pasado inadvertido. Apretó las mandíbulas, pero no dijo nada y dejó que Duncan se dirigiera hacia la puerta.
Cuando estaba a punto de salir, los faros de un coche iluminaron de pronto la habitación a través de las ventanas. Desde fuera llegó el ruido de un motor al apagarse.
—Parece que tenemos visita —comentó Brody.
—Sal ahí y no dejes entrar a nadie —le dijo Fraser a Duncan con cara de pocos amigos.
Pero era demasiado tarde. Cuando salimos de la estancia vimos una silueta en la entrada. Era la joven con la que había hablado en el transbordador, el color rojo chillón del abrigo contrastaba con los melancólicos tonos sepia del caserío.
—Sácala de aquí —bramó Fraser enfocándola a la cara con la linterna.
La muchacha bajó la que llevaba y se cubrió los ojos con una mano.
—¿Qué manera es ésta de recibir a la prensa?
«¿Prensa?», pensé atónito. Me había dicho que era novelista. Duncan se había quedado inmóvil sin saber qué hacer. La joven miraba detrás de nosotros, intentando ver qué había en la habitación a oscuras. Brody se aprestó a cerrar la puerta, pero las oxidadas bisagras parecían haberse soldado. Soltaron un chirrido ensordecedor pero no se movieron.
—Usted debe de ser Andrew Brody —dijo Maggie dedicándole una sonrisa—. Mi abuela me ha hablado de usted. Me llamo Maggie Cassidy, del Lewis Gazette.
La repentina aparición de la muchacha parecía no haber inmutado a Brody en lo más mínimo.
—¿Qué desea, Maggie?
—Averiguar qué está pasando, naturalmente. La policía no viene a Runa todos los días. —Sonrió—. El azar me ha llevado hoy a visitar a mi abuela. Menuda coincidencia, ¿no creen?
Ahora entendía por qué había desembarcado con tanta prisa: había ido a buscar un coche. Como no había más que una carretera y el Range Rover de la policía estaba aparcado frente al caserío, no debió de costarle mucho dar con nosotros.
—Hola otra vez, doctor Hunter —dijo volviéndose hacia mí—. No creo que haya venido hasta aquí a visitar a un paciente, ¿me equivoco?
—Eso a usted no le importa —dijo Fraser con el rostro lívido—. ¡Quiero que se largue! ¡Fuera de aquí, antes de que la eche yo a patadas!
—Eso sería agresión, sargento Fraser. Y a usted no le gustaría que yo le denunciara, ¿verdad? —Rebuscó en el bolso y extrajo un dictáfono—. Sólo quiero una declaración. No todos los días aparece un cuerpo en Runa. Porque eso es precisamente lo que hay ahí dentro, ¿verdad? Un cuerpo.
—Duncan, sácala de aquí —ordenó Fraser a la vez que apretaba los puños.
—¿Saben quién puede ser? —preguntó la muchacha alargando el dictáfono—. ¿Hay indicios que les hagan sospechar?
—Vamos, señorita... —dijo Duncan en tono conciliador mientras la tomaba del brazo.
—De acuerdo. Tenía que intentarlo —dijo Maggie encogiéndose de hombros con resignación.
Se dio la vuelta como si fuera a marcharse, y al hacerlo el bolso se le descolgó del hombro. En un acto reflejo, Duncan se agachó para recogerlo, instante que ella aprovechó para zafarse y darse la vuelta. Al ver lo que había en la otra habitación se le mudó el gesto.
—¡Oh, Dios mío!
—¡Largo de aquí! —dijo Fraser apartando a Duncan, y aferrándola por el brazo la arrastró hacia la puerta.
—¡Au! ¡Me hace daño! —dijo ella mostrándole el dictáfono—. Lo estoy grabando. El sargento Neil Fraser me está echando por la fuerza...
Fraser no le hizo el menor caso.
—Como vuelva a verla por aquí, haré que la detengan. ¿Queda claro?
—¡Esto es un atropello!
Pero Fraser ya la había sacado del caserío, y volviéndose hacia Duncan dijo:
—Métela en el coche y asegúrate de que se marcha. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Lo siento, yo...
—¡Vamos!
Duncan salió corriendo.
—¡Genial! —bramó Fraser—. Justo lo que necesitábamos, ¡una maldita reportera!
—Parecía conocerle —observó Brody.
Fraser lo atravesó con la mirada.
—Ahora voy a tomarle declaración, señor Brody —dijo pronunciando el «señor» con un énfasis deliberadamente ofensivo—. Después ya no le necesitaremos.
Brody apretó las mandíbulas, pero supo reprimir cualquier otro gesto de indignación.
—¿Dónde piensan instalar el puesto de mando mientras estén aquí?
—¿Cómo? —preguntó Fraser pestañeando con suspicacia.
—Ahora ya no puede dejar el caserío sin vigilancia. Si alguno de ustedes vuelve al pueblo conmigo, puede llevarse mi caravana. No es ningún lujo, pero no creo que encuentren nada más en la isla —dijo enarcando las cejas—. A menos que quieran pasar la noche en el coche.
La expresión del sargento evidenciaba que aún no había pensado en eso.
—Duncan irá con usted a recogerla —gruñó Fraser.
Brody me miró con ojos teñidos de ironía e hizo un gesto con la cabeza.
—Un placer conocerle, doctor Hunter. Le deseo buena suerte.
Él y Fraser salieron, y en cuanto se hubieron alejado me quedé en silencio en la pequeña habitación, procurando no admitir el malestar que me había asaltado al quedarme solo.
«No seas bobo.» Volví a la habitación donde yacían los restos de la occisa. Mientras pensaba por dónde empezar, sentí que se me erizaba el vello de la nuca. Me di la vuelta de golpe, esperando encontrarme con Duncan o Fraser, pero a excepción de las sombras, la estancia estaba vacía.
4
Me senté junto a Fraser en el asiento del copiloto del Range Rover y emprendimos el trayecto de vuelta al pueblo. Entre el calor agobiante de la calefacción y el rítmico movimiento de los limpiaparabrisas, empezaba a entrarme sueño. Los faros iluminaban hipnóticamente la carretera frente a nosotros, pero más allá de su cono de luz el mundo no era más que oscuridad y cristales chorreantes de lluvia.
Había hecho cuanto podía por esa noche. Después de que Brody se llevara a Duncan al pueblo para recoger la caravana, llamé por radio a Wallace para ponerle al corriente de la situación mientras el sargento acordonaba el caserío. Cuando le describí lo que había visto, el superintendente se mostró aún más inquieto que por la mañana.
—Así que Brody no exageraba —dijo Wallace; parecía sorprendido.
Se oyó un chasquido, como si la comunicación fuera a cortarse.
—No —dije respirando hondo—. Oiga, tal vez no le guste lo que voy a decirle, pero debería considerar la posibilidad de enviar a la brigada forense.
—¿Me está diciendo que cree que se trata de un asesinato? —preguntó con brusquedad.
—No, sólo que no puedo descartar que no lo sea. No hay manera de saber qué se esconde debajo de las cenizas y no quiero arriesgarme a contaminar la escena de un crimen.
—Pero de momento no ha visto nada que induzca a pensar en un crimen, ¿verdad? —insistió—. De hecho, por lo que me ha dicho, todo apunta a lo contrario.
«Pero no mi instinto», aunque me abstuve de aducirlo como argumento.
—Así es, pero...
—De modo que, tal como están las cosas, el concurso de la brigada forense sería una medida meramente preventiva.
Ya sabía adónde quería ir a parar.
—Si quiere llamarlo así, sí.
Wallace percibió el tono molesto que traslucía mi voz y lanzó un suspiro.
—En circunstancias normales tendría usted ahí un equipo a primera hora de la mañana, pero ahora mismo la prioridad es el accidente ferroviario. Todavía hay gente atrapada y la climatología está dificultando las tareas de rescate. Parece ser, además, que la camioneta que ocupaba la vía había sido robada y colocada ahí a propósito. Por lo tanto, entre otras hipótesis, tenemos que considerar la posibilidad de que nos enfrentemos a un acto terrorista. De momento no puedo destinar una brigada a un caso con muchas probabilidades de que termine siendo una muerte accidental.
—¿Y si no lo es?
—Entonces mandaré un equipo enseguida.
Hubo una pausa. Me hacía cargo de sus motivos, pero no por ello aceptaba de buen grado su decisión.
—Muy bien, pero si encuentro algo que no encaja, me inhibo hasta que llegue la brigada —dije por fin—. Y otra cosa: mientras esté aquí quisiera averiguar la identidad del cadáver. ¿Podría enviarme los detalles de las jóvenes que encajen con el perfil básico de la mujer en la base de datos de personas desaparecidas? Raza, estatura, edad, ese tipo de información.
Wallace accedió a enviarme los archivos de personas desaparecidas por correo electrónico y sin más contemplaciones puso fin a la llamada. Mientras colgaba me dije que había hecho cuanto estaba en mi mano. Tal vez Wallace tuviera razón y yo estaba procediendo con excesiva prudencia.
Poco más podía hacer esa noche. El reflector a pilas que Fraser había traído era un pésimo sucedáneo de las lámparas alimentadas por generador con las que se suelen iluminar ese tipo de escenarios, así que opté por esperar a que saliera el sol para efectuar un examen con garantías. Aparqué mis dudas, saqué la cámara digital del maletín y empecé a fotografiar los restos.
Había algo opresivo en los techos medio hundidos y las paredes desconchadas de aquel ruinoso caserío. Intenté trabajar sin hacer caso del malestar irracional que me acosaba. Mi temor no tenía nada que ver con ese patético montón de huesos y ceniza del centro de la habitación. Los muertos no me asustan. He visto la muerte en casi todas sus formas y no creo en fantasmas. Si los muertos siguen viviendo, es sólo en nuestras mentes y nuestros corazones.
Ahí por lo menos era donde habitaban los míos.
Por alguna razón, no obstante, me inquietaba quedarme ahí solo. Lo achaqué al cansancio, al lastimero gemido del viento, a las sombras que el reflector proyectaba en los rincones. Me dije que el único motivo de temor era el viejo tejado de la casa, que podía poner en peligro los restos, pues no parecía muy sólido y temía que con el temporal pudiera desplomarse y dañar los frágiles huesos antes de que yo tuviera ocasión de examinarlos.
Acababa de terminar con las fotografías cuando Duncan volvió con la caravana de Brody. En realidad, era como una pequeña Winnebago con compartimentos separados. El interior era un poco estrecho, pero estaba tan limpio como el coche del ex inspector.
—Estarás bien. Es cómoda y acogedora —le dijo Fraser a Duncan, dando unas palmadas en el lateral del vehículo. Por alguna razón no me sorprendía que el joven agente fuera el primero en pasar ahí la noche—. Y si la chica vuelve a fastidiar, tienes permiso para detenerla.
—Perfecto, gracias —dijo Duncan en tono molesto.
Fraser soltó una risotada y, tras prometerle que le traería algo de cenar, dejó a Duncan intentando encender la estufa de parafina y se ofreció para llevarme de vuelta al pueblo. Debíamos de llevar diez minutos de trayecto cuando vi algo que destacaba como un faro en medio de la oscuridad. Era la mansión que había visto a la ida, sólo que ahora estaba iluminada por unos reflectores.
—Debe de ser genial poder derrochar el dinero de esta forma —comentó Fraser con acritud.
—¿Quién vive ahí?
—Un tipo llamado Strachan. La gente de por aquí cree que es el rey Midas. Se instaló hace unos años y empezó a despilfarrar. Restauró las carreteras y las casas y financió la nueva escuela y el consultorio. Está forrado. Tiene un yate particular y dicen que está casado con una mujer despampanante. —Y soltando un bufido de desdén añadió—: Algunos nacen con estrella.
Miré las ventanas iluminadas, suspendidas en la oscuridad, y por un instante me pregunté por qué la vida y la suerte favorecen a unos y excluyen a otros. Luego tomamos una curva y la casa se perdió de vista.
Poco después llegamos al pueblo. La carretera descendía hacia el puerto y las casas, esparcidas por la oscuridad frente a nosotros, relucían amarillas como ascuas. Pronto estuvimos lo bastante cerca para distinguir los contornos de las casas; todas tenían las cortinas corridas, como si así pudieran impedir el paso de la noche de invierno.
Fraser se apartó de la calle principal antes de llegar al puerto y atajó por una estrecha calle lateral. Al fondo, separado del resto de edificios, se veía un caserón grande en el que colgaba un cartel donde ponía: «Hotel Runa». Parecía un lugar cálido y acogedor, claro que después de cómo había ido la tarde me habría conformado con cualquier cosa.
Aparcamos en la puerta y al bajar del vehículo advertí que la lluvia había amainado. Nubes dispersas surcaban el cielo, negro como la tinta, dejando entrever el brillo de las estrellas y la luna en forma de hoz, que resplandecía como un ópalo resquebrajado. Hacía frío, pero el aire, limpio por la lluvia, estaba impregnado de frescura marina. Era tal el silencio que podía oírse el sonido de las olas al romper en el mar, indistinguible en la oscuridad.
Subí las escaleras con Fraser y cruzamos la doble puerta. Nos encontramos en un largo corredor tenuemente iluminado e impregnado por un agradable olor a cera y a pan recién horneado. Generaciones de visitantes habían pulido los tablones de madera del suelo hasta dejarlos del color de la canela, y las paredes y el techo estaban revestidos de paneles de pino, por lo que la sensación era como entrar en un barco antiguo. El péndulo de un viejo reloj de pared sonaba cadencioso al lado de un espejo enmarcado en caoba cuyo cristal estaba ligeramente empañado por los años.
A través de unas puertas de vaivén situadas al final del pasillo apareció una mujer joven. Debía de rondar la treintena, era alta, esbelta y vestía vaqueros y una camiseta azul a juego con su cabellera cobriza. Tenía la nariz y los pómulos salpicados de pecas y unos espléndidos ojos verdes como el mar.
—Feasgar math. Buenas noches —añadió en inglés, por suerte para mí. Sabía que en algunas islas de las Hébridas seguía hablándose gaélico, pero hasta entonces sólo lo había oído en los brindis—. Supongo que usted es el sargento Fraser y usted el doctor Hunter.
—Así es —contestó Fraser, cuya atención se centraba ahora en el bar que se veía al otro lado de una de las puertas.
Desde dentro llegaba un agradable murmullo de voces y risas.
—Mi nombre es Ellen McLeod. No sabía a qué hora iban a llegar, pero las habitaciones están listas. ¿Han cenado?
—Todavía no —dijo Fraser apartando con desgana los ojos del bar—. Si pudiera prepararnos algo caliente mientras dejamos nuestras cosas, se lo agradeceríamos.
—¿Y Duncan? —le recordé.
—Ah, es verdad —accedió Fraser sin mucho entusiasmo—. Tengo a un agente de servicio que también tiene que comer. ¿Podría prepararme algo para llevárselo?
—Desde luego.
Fraser lanzó otra ávida mirada hacia el bar.
—Oiga, por qué no le enseña la habitación al doctor Hunter. Yo... yo les espero ahí —dijo dirigiéndose al bar.
Pensé que los capilares rotos de sus mejillas no mentían.
—Si lo que pretende es tomar algo, se va a llevar un chasco, porque estoy yo sola —dijo Ellen mirándome con una sonrisa de complicidad—. Acompáñeme, le enseñaré la habitación.
Los peldaños crujieron bajo nuestro peso, pero aun así parecían de buena madera. La moqueta granate estaba gastada y deslucida, pero tan limpia como el resto de la casa.
Mientras seguía a Ellen por el rellano del primer piso, un destello blanco llamó mi atención en el piso de arriba. Miré hacia el siguiente tramo de escaleras y vi la cara de una niña que me observaba a través de los balaustres.
El corazón me dio un vuelco.
—Anna, te he dicho que es hora de dormir —dijo Ellen con voz severa—. Vuelve a la cama.
La niña se lo tomó como una invitación a bajar las escaleras. Cuando la vi salir de las sombras envuelta en una bata ya casi me había recuperado del primer sobresalto. Constaté que el parecido con mi hija era sólo superficial. Alice era mayor y tenía el cabello rubio. «Como su madre.» La niña debía de tener cuatro o cinco años y su pelo tenía el mismo tono cobrizo que el de Ellen.
—No puedo dormir —dijo la niña mirándome con evidente curiosidad—. El viento me da miedo.
—Pues tiene gracia, porque nunca te había dado miedo —dijo Ellen con sequedad—. Vuelve a la cama, jovencita. Iré a verte cuando le haya enseñado su habitación al doctor Hunter.
La niña obedeció, no sin antes lanzarme una última mirada.
—Debe perdonarla —dijo Ellen avanzando de nuevo por el rellano—. Mi hija padece eso que llaman sana curiosidad.
—Bien por ella —asentí sonriendo—. Por cierto, me llamo David. ¿Cuántos años tiene? ¿Cinco?
—Cuatro, pero es muy alta para su edad —respondió Ellen con un ligero dejo de orgullo—. Y usted ¿tiene hijos?
—No —respondí notando cómo se me agarrotaban las facciones.
—¿Está casado?
—Lo estuve.
—Me está bien empleado por preguntar —dijo haciendo una mueca—. ¿Divorciado?
—No. Viudo.
—Oh, lo siento... —dijo Ellen mientras se llevaba una mano a la boca.
—No se preocupe.
Advertí que me miraba como si de pronto hubiera comprendido algo.
—No sólo perdió a su mujer, ¿verdad? Por eso se ha sobresaltado tanto al ver a Anna.
—Tenían más o menos la misma edad —dije con toda la serenidad de que fui capaz. Sabía que sus preguntas no eran malintencionadas, pero la imagen de su hija había reabierto una herida que yo solía llevar bien protegida—. Anna parece una niña muy buena —dije esbozando una sonrisa.
Ellen captó la indirecta.
—No diría lo mismo si viera cómo se porta cuando no se sale con la suya. Puede que sea pequeña, pero cuando le da por ponerse señorona da miedo.
—Pues ya verá cuando llegue la adolescencia.
Dejó escapar una risa tan clara y sonora que por un momento también ella parecía una niña.
—No quiero ni pensarlo.
Me pregunté dónde estaría el padre de la pequeña. Ellen no llevaba alianza y, por lo que había dicho antes, daba la impresión de que vivía sola con su hija. Y además no era asunto de mi incumbencia.
—Ya hemos llegado —dijo abriendo una puerta situada al fondo del pasillo—. No es nada del otro mundo.
—Servirá —dije.
Y era verdad. La habitación era espartana, pero estaba limpia y parecía cómoda. Había una cama individual de latón flanqueada a un lado por un viejo tocador de pino y al otro por el armario. La colcha era de cuadros y estaba doblada con cuidado encima de las frescas sábanas blancas.
—El baño está al final del pasillo. Es comunitario, pero el sargento Fraser y usted son los únicos huéspedes. No hay muchos visitantes en esta época del año —dijo con resignación—. Bueno, le dejo que se instale. Baje al bar cuando esté listo para cenar.
Encima del tocador había un teléfono, así que al menos podría llamar a Jenny.
—¿Hay conexión a internet? Quisiera consultar el correo.
—Si tiene un portátil puede usar la toma de teléfono. Todavía no tenemos conexión sin cables, pero la que hay es de banda ancha.
—¿Tienen banda ancha? —pregunté asombrado.
—¿Qué creía, que todavía nos comunicábamos con señales de humo?
—No, pero...
—Tranquilo. —Sonrió al percatarse de mi embarazo—. No me lo tomo a mal. Además, tampoco somos tan sofisticados: cuando hay mal tiempo se va la luz y se cae la línea, pero en general funciona bien.
Cuando se hubo marchado, me dejé caer sobre la cama. Los muelles sonaron con un crujido metálico bajo mi peso. «Cielos», pensé, estaba más cansado de lo que creía. El encuentro en el rellano había derribado las defensas que yo con tanto esfuerzo había levantado tras la muerte de Kara y Alice. Me había costado mucho tiempo aceptar el hecho terrible de que yo seguía vivo y que mi mujer y mi hija no. Jenny había contribuido en buena medida a ello y estaba profundamente agradecido de que se me ofreciera esa segunda oportunidad.
De vez en cuando, no obstante, aquella pérdida todavía me asestaba golpes que me dejaban sin aliento.
Me froté los ojos de puro cansancio. Había sido un día muy largo. «Y aún no ha terminado.»
Saqué el portátil de la bolsa y lo puse sobre el tocador. Mientras arrancaba aproveché para llamar a Jenny. A esas horas debía de haber vuelto ya del trabajo al piso de Clapham donde convivíamos de manera informal. Informal porque yo todavía conservaba mi piso del este de Londres, a pesar de que casi nunca estaba en él. Cuando hace dieciocho meses nos marchamos de Norfolk, Jenny todavía no estaba recuperada de aquel secuestro que casi le cuesta la vida1, y ambos consideramos que lo mejor era conservar cierta independencia. En general, el balance había sido positivo.
Había sido en los últimos meses que la relación había empezado a agrietarse.
En buena parte la culpa era mía. Cuando Jenny y yo nos conocimos yo trabajaba como médico de familia y, aunque oficialmente seguía siéndolo, mi ocupación ahora era muy distinta. El trabajo no sólo me mantenía mucho tiempo lejos de casa, sino que a Jenny le recordaba una época —y una experiencia— que ella hubiera preferido relegar al olvido.
Era un conflicto que no sabía cómo resolver. Para mí el trabajo era como el oxígeno, pero la sola idea de perder a Jenny me aterraba. Y sin embargo, empezaba a pensar que pronto me vería obligado a elegir.
El teléfono llamó unas cuantas veces hasta que lo cogió.
—Hola, soy yo —dije.
—Hola. —Hubo un silencio tenso—. Y bien, ¿qué tal por las Hébridas Exteriores?
—Llueve y hace frío. Y tú ¿qué tal?
—Bien.
Jenny era maestra. En Londres no era fácil encontrar un puesto, pero la habían contratado a media jornada en un jardín de infancia y por el momento le gustaba. Se le daban bien tanto el trabajo como los niños. Sabía que algún día querría tener uno, pero yo no estaba tan seguro.
—Oye, siento lo de antes —dije incapaz de seguir soportando esa incómoda tirantez.
—No importa.
—No, sí que importa. Sólo quería explicártelo...
—No, por favor —añadió en un tono menos forzado—. No hace falta. Ahora estás ahí. Lo que pasa es que me ha molestado que no volvieras hoy.
—Sólo será un día o dos —dije a sabiendas de que era una pésima excusa.
—De acuerdo.
Volvió a hacerse el silencio.
—Será mejor que me vaya —dije pasados unos instantes—. Te llamo mañana por la noche.
—David... —dijo sollozando.
—¿Qué? —pregunté con un nudo en el estómago.
Hubo una pausa.
—Nada, que tengo ganas de verte, sólo eso.
Le dije que yo también y, aunque no quería, colgué. Después me quedé en la cama, preguntándome qué sería lo que había estado a punto de decirme. Fuera lo que fuese, no estaba muy seguro de querer oírlo.
Exhalé un suspiro, conecté la cámara al ordenador y descargué las fotografías del caserío. Había tomado unas cien instantáneas de los restos, retratados desde todos los ángulos. Eché un vistazo rápido, para asegurarme de que no había pasado nada por alto. A pesar de la luz del flash, la mano y los pies seguían siendo igual de impactantes. Dediqué unos minutos a examinar las imágenes del cráneo fracturado. Se parecía a tantos otros que había visto tras un incendio. Un típico caso de explosión craneal.
Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo no acababa de encajar?
Escruté la pantalla hasta que me escocieron los ojos, sin encontrar nada que me llamara la atención. Al fin, acepté que por el momento no podía hallar más pistas. «Seguramente Wallace tiene razón. Estás procediendo con excesiva prudencia.»
Salvé los archivos en una memoria USB y a continuación conecté el ordenador al servidor de internet del hotel para consultar el correo. Aún no había recibido los archivos sobre personas desaparecidas que le había solicitado a Wallace, así que respondí los mensajes más urgentes y luego me eché en la cama y cerré los ojos. No me habría costado quedarme dormido si el ruido de mis tripas no me hubiera recordado que, por cansado que estuviese, tenía que comer.
Me levanté de la cama y fui hacia la puerta. Al pasar junto a la ventana, miré distraídamente hacia fuera. Mi propio reflejo me observaba desde el oscuro cristal—salpicado de lluvia, pero por un segundo creí ver algo, a alguien, ahí fuera.
Me acerqué y miré. En la calle sólo había una farola solitaria, una mancha amarilla en medio de la penumbra. Aparte de eso, la noche estaba desierta.
«Ilusiones provocadas por la luz», me dije a mí mismo. Apagué la luz del cuarto y me fui al piso de abajo.
5
El bar era poco más que una salita con unas cuantas mesas apretadas. Al igual que el corredor de la entrada, estaba revestido con paneles de pino, por lo que daba la impresión de encontrarse dentro de una gran caja de madera. En una de las paredes había una chimenea recubierta de conchas. En el hogar ardía un bloque de turba que inundaba el ambiente de una fragancia aromática y especiada.
Había menos de una docena de clientes, lo suficiente para que pareciera que el local estaba concurrido sin llegar a ser agobiante. Las voces eran una curiosa mezcla entre la musicalidad del acento escocés y las ásperas consonantes del gaélico. Cuando entré, convergieron en mí varias miradas de curiosidad. Como era de esperar, se había corrido la voz acerca del hallazgo en la antigua alquería, sin duda cortesía de Maggie Cassidy. Satisfecha la curiosidad, los clientes volvieron a sus quehaceres. Dos ancianos jugaban al dominó junto a la ventana; el repiqueteo de las fichas negras sonaba como un entrecortado contrapunto al tintineo de los vasos. Kinross, el capitán del transbordador, estaba en la barra charlando con un tipo corpulento y tripudo. Con ellos había una mujer de unos cuarenta años cuyas risa estentórea y voz de fumadora destacaban por encima del vocerío de la sala.
Todas las mesas estaban ocupadas. Como Fraser no estaba, di por sentado que habría ido a llevarle la cena a Duncan a la caravana. Tuve la típica sensación de exclusión de quien entra en una reunión en la que no conoce a nadie, y por un momento no supe qué hacer.
—Doctor Hunter. —Era Brody, que estaba sentado a una mesa al lado de la chimenea con una mano levantada para llamar mi atención. La vieja border collie dormía hecha un ovillo a sus pies—. ¿Quiere sentarse?
—Gracias.
Era un alivio ver una cara conocida, así que fui hacia él abriéndome paso entre los jugadores de dominó.
—¿Quiere tomar algo?
Frente a él, sobre la mesa, había una taza de té. Aunque aún no había comido, me apetecía tomar algo.
—Un whisky, gracias.
Mientras él iba a la barra yo tomé asiento en la silla de enfrente. Kinross le saludó con la cabeza al dejarlo pasar, aunque su gesto tenía más de deferente que de amistoso. Como no había nadie en la barra, Brody se sirvió un whisky en un vaso y lo apuntó en una pizarra colgada junto a la barra.
—Aquí tiene. Un malta de quince años de Islay —dijo colocando el vaso y una jarrita de agua frente a mí.
—¿Usted no bebe? —pregunté mirando su té.
—Ya no —dijo levantando su taza—. Slàinte.
—Salud —contesté vertiendo un poco de agua en el whisky.
—¿Han avanzado mucho desde que me he ido? —preguntó, pero luego sonrió como si quisiera disculparse—. Perdone, no debería preguntar. La fuerza de la costumbre.
—De todos modos no hay mucho que decir.
Brody sacudió la cabeza y cambió de tema.
—¿Qué tal con la caravana?
—Creo que bien. Por lo menos Duncan.
—Al chaval le ha tocado la china, ¿eh? —dijo Brody, que sonrió—. En fin, en trances peores tendrá que verse. A mí me hizo un buen servicio cuando me jubilé, pero no la he utilizado mucho desde que me instalé aquí.
—Duncan me ha dicho que trabajó usted con su padre.
—Sí, el mundo es un pañuelo —dijo con aire pensativo—. Estuvimos juntos en el Ejército de Reserva cuando entramos en el cuerpo. La última vez que vi a Sandy, el chico todavía iba al colegio. —Y sacudiendo la cabeza agregó—: Hay que ver cómo pasa el tiempo, un día estás persiguiendo a maleantes y esperando una promoción y al siguiente...
Brody se interrumpió y se le iluminó el rostro al ver entrar a Ellen.
—¿Le traigo ahora algo de comer, doctor Hunter? —preguntó Ellen.
—Buena idea. Y llámeme David.
—David —corrigió—. Espero que Andrew no le esté molestando. Ya sabe cómo son estos ex policías.
—Cuidado, eso es difamación —dijo Brody mientras movía un dedo amenazándola en broma.
—¿Un trozo de pastel de manzana casero sirve como desagravio?
—Suena tentador, pero mejor no —dijo Brody dándose unas palmadas en el estómago.
—Si por una vez te permites un capricho tampoco será el fin del mundo.
—Nunca está de más pecar de prudencia.
—Bien, lo tendré en cuenta la próxima vez que te pille robándole caramelos a Anna —dijo Ellen riéndose.
De pronto se oyó la voz del tipo corpulento que estaba con Kinross.
—Ellen, ¿me pones un par de whiskies más?
—Enseguida, Sean.
—Si no, nos servimos nosotros. Estamos secos.
Fue la mujer de la barra quien lo dijo. Estaba borracha, y por su aspecto me pareció que no era infrecuente. Puede que hace años fuera atractiva, pero ahora su rostro presentaba las facciones hinchadas y una expresión de amargura.
—La última vez que te serviste, Karen, te olvidaste de apuntarlo —replicó Ellen con voz gélida—. Estoy hablando, seguro que no os moriréis por esperar unos minutos más. —Y diciendo esto se volvió hacia nosotros, por lo que no pudo ver el gesto de rabia que ensombreció el rostro de la mujer—. Perdone. Hay gente que toma un par de copas y pierde los modales. Veamos, le estaba preguntando qué quería para comer. Hay estofado de cordero, pero si lo prefiere puedo prepararle un bocadillo.
—El estofado me parece bien, pero no me importa si les sirve antes a ellos.
—Que esperen. Les sentará bien.
—Ellen... —dijo Brody con voz queda.
—Vale, sí, ya lo sé —dijo Ellen, que suspiró y sonrió con cierta desgana.
Luego se fue a la barra a servir los whiskies y Brody la siguió con la mirada.
—Ellen es un poco... impetuosa —dijo en tono afectuoso—. A veces contesta de esa manera, pero como en Runa sólo está el bar del hotel, la gente acata sus normas o se queda en casa. Además, es una buena cocinera. Incluso tomó clases en Escocia. Yo ceno aquí casi todas las noches.
Aunque Fraser no hubiese mencionado en el transbordador que Brody estaba separado de su mujer y de su hija, yo mismo habría deducido que vivía solo. Había en él un componente intrínsecamente solitario.
—¿Lleva el negocio ella sola?
—Sí. No es fácil, pero entre el bar y algún que otro huésped sale adelante.
—¿Y qué pasó con el marido?
A Brody se le mudó el rostro.
—No hay ningún marido. Tuvo a Anna de alguien que conoció en Escocia, pero nunca habla de eso.
Y por la manera en que lo dijo, era evidente que él tampoco iba a hacerlo. Carraspeó e hizo un gesto con la cabeza en dirección al grupo de la barra.
—Permítame que le presente a la fauna de Runa. A Kinross ya lo ha conocido en el barco. Gasta malas pulgas, pero no ha tenido una vida fácil. Su mujer murió hace un par de años y él se quedó solo con el chaval. El gritón de la barriga cervecera es Sean Guthrie. Se dedicaba a la pesca, pero el banco le embargó la barca. Tiene otra más vieja que está intentando poner a punto, pero mientras tanto se gana la vida con lo que caiga. A veces ayuda a Kinross en el transbordador. Es inofensivo, pero le aconsejo que no se cruce en su camino cuando lleva un par de copas de más.
Ahora volvió a oírse la escandalosa risa de la mujer.
—Ésa es Karen Tait. Cuando está sobria y le viene en gana trabaja en la tienda de ultramarinos. Tiene una hija de dieciséis años, Mary, que... en fin, la pobre no está bien. Lo normal sería que Karen estuviera con ella en casa, pero se pasa las noches aquí en el bar.
La expresión de Brody dejaba bien a las claras la opinión que le merecía esa actitud.
De pronto se abrió la puerta de la calle y entró una ráfaga de aire frío. Al momento apareció un golden retriever arrastrando las uñas por el suelo del bar.
—¡Oscar! ¡Oscar!
El que gritaba era un hombre en torno a la cuarentena cuyo atractivo aspecto hacía pensar en un dandi moderno. Iba vestido con un impermeable negro y seguramente muy caro. Tanto el impermeable como el hombre desentonaban entre los abrigos raídos y los chubasqueros del resto de lugareños.
En cuanto entró, la sala quedó en silencio. Hasta los ancianos habían dejado de jugar al dominó. El hombre chasqueó los dedos y el perro volvió a él meneando la cola.
—Perdona, Ellen —demandó en tono amistoso. La forma de acortar las vocales delataba su acento sudafricano—. Cuando he abierto la puerta, ha entrado disparado.
Ellen recibió sin inmutarse tanto al recién llegado como sus excusas.
—Entonces debería atarlo. Esto es un hotel, no una perrera.
—Lo sé. No volverá a suceder.
Parecía arrepentido, pero cuando Ellen se dio la vuelta y se marchó vi que dirigía una sonrisa fugaz y un guiño a los clientes de la barra, que le correspondieron sonriendo a su vez. Quienquiera que fuese el recién llegado, era popular.
—Buenas noches a todos. Vaya una noche de perros —dijo quitándose el impermeable.
Los presentes contestaron a coro diciendo «Feasgar math» y corroborando su afirmación. Tuve la impresión de que si hubiera dicho que hacía una noche preciosa le habrían dado la razón de todos modos. Sin embargo, el recién llegado o no se percató de su deferencia o la aceptó como algo habitual.
—¿Le apetece una copa, señor Strachan? —preguntó Kinross con una formalidad algo impostada.
—No, gracias, Iain. Pero con mucho gusto os invitaré a una ronda. Servíos vosotros mismos y apuntadlo en mi cuenta. —A continuación le dedicó una sonrisa a la mujer de la barra; al hacerlo se le arrugó la piel en torno a los ojos—. Hola, Karen. Hace tiempo que no te veía. ¿Os va todo bien a ti y a Mary?
Karen se mostró más receptiva a sus encantos que Ellen. El rubor de su rostro era visible incluso desde donde yo estaba.
—Sí, gracias —respondió ella, halagada por el interés.
Sólo entonces se volvió el recién llegado hacia donde estábamos Brody y yo.
—Buenas noches, Andrew.
Brody contestó con un movimiento brusco de la cabeza. Tenía el semblante duro como el granito. Movió las piernas para interponerlas entre su border collie y el golden retriever, que la estaba olfateando.
—Déjala en paz, Oscar —dijo el recién llegado dándole un azote al perro con los guantes.
El perro se apartó meneando la cola y el dueño me miró con una sonrisa. A pesar de su prepotencia, había que admitir que destilaba carisma.
—Y usted debe de ser uno de los visitantes de los que he oído hablar. Me llamo Michael Strachan.
A esas alturas ya había adivinado que se trataba del tipo del que me había hablado Fraser al volver del caserío: el dueño de la mansión y, a todos los efectos, terrateniente de Runa. Por alguna razón no me lo imaginaba tan joven.
—David Hunter —dije estrechando la mano que me ofrecía.
Tenía un apretón seco y fuerte.
—¿Puedo invitarles a una copa también? —preguntó. —A mí no, gracias —contesté.
Brody se puso en pie con una expresión pétrea en el rostro. Le sacaba casi media cabeza a Strachan.
—Yo ya me iba. Ha sido un placer volver a encontrarle, doctor Hunter. Andando, Bess.
La perra obedeció y se fue tras él. Antes de volverse hacia mí, Strachan lo siguió con la mirada forzando una sonrisa.
—¿Le importa si le acompaño?. Mientras lo decía ya había dejado los guantes sobre la mesa y estaba sentándose en la silla de Brody. Viendo sus vaqueros negros y su suéter gris ceniza, arremangado de tal manera que dejaba a la vista unos antebrazos bronceados y un reloj Swiss Army, uno no podía por menos que pensar que su aspecto casaba más con el Soho que con las Hébridas Exteriores.
El golden retriever se echó a su lado, lo más cerca que pudo del chisporroteo de la chimenea. Strachan se agachó y le rascó las orejas; amo y animal parecían igual de relajados.
—¿Es usted amigo de Andrew Brody? —preguntó.
—Nos hemos conocido hoy mismo.
—Tengo la impresión de que no le caigo muy bien —dijo con una sonrisa—, como probablemente habrá advertido. Estoy seguro de que era un buen policía, pero, madre mía, ¡menudo carácter!
Yo no dije nada. Por el momento Brody me había causado buena impresión. Strachan se acomodó en el asiento y apoyó un pie sobre la rodilla.
—Si no me equivoco usted es... ¿cómo se llama eso? ¿Antropólogo forense? —dijo riéndose al ver mi expresión de sorpresa—. Como ve, es difícil guardar un secreto en Runa. Sobre todo tratándose de una periodista cuya abuela vive en la isla.
Volví a recordar la manera en que Maggie Cassidy me había abordado en el transbordador. Echándose casi encima de mí y fingiendo ser una novelista para sonsacarme información.
Y yo había picado.
—No lo tome a mal —dijo Strachan adivinándome el pensamiento—. No solemos tener este tipo de distracciones muy a menudo. Tampoco es que uno las desee, por supuesto. La última vez que apareció un cuerpo en la isla fue el de un viejo granjero que volvía a casa tras tomar unos whiskies de más. Se perdió y murió congelado. Pero lo que ha pasado esta vez parece distinto.
Hizo una pausa a la espera de que yo hiciera algún comentario. Como no fue el caso, continuó hablando.
—¿Qué ha pasado? ¿Un accidente?
—Lo siento, pero no puedo decir nada.
—No, desde luego —dijo Strachan disculpándose con una sonrisa—. Perdone mi curiosidad. Podríamos decir que tengo ciertos intereses en este lugar. Soy el responsable de buena parte de su reurbanización. Últimamente ha pasado por la isla mucha más gente de la que estamos acostumbrados, contratistas y demás. No quisiera haber importado también los problemas de la gran ciudad.
Su preocupación parecía sincera, pero yo no tenía ninguna intención de morder el anzuelo.
—No parece usted de por aquí —dije.
—El acento me delata, ¿no es así? —preguntó—. Mi familia es originaria de Escocia, pero yo me crié en Johannesburgo. Mi mujer y yo nos trasladamos a Runa hará unos cinco años.
—Menudo viaje, desde Sudáfrica.
—La verdad es que sí —dijo tocándole las orejas al perro—, pero llevábamos mucho tiempo viajando y creímos llegado el momento de echar raíces. Me atrajo el aislamiento del lugar. En cierto modo, me recordaba a la ciudad donde crecí. Por entonces la isla estaba muy deprimida, la economía local brillaba por su ausencia y la población iba menguando. En pocos años habría terminado como Santa Kilda.
Había oído hablar de Santa Kilda, otra isla de las Hébridas que había sido abandonada en torno a 1930 y que desde entonces estaba deshabitada. Actualmente es una isla fantasma, en la que sólo hay aves marinas y naturalistas.
—Parece que gracias a usted la isla ha dado un giro.
—Todavía queda mucho por hacer —dijo con pudor—. Además, no es sólo mérito mío. Runa se ha convertido en nuestro hogar. Grace, mi esposa, colabora con la escuela y en otros aspectos también hacemos lo que podemos. Por eso me preocupa que haya ocurrido algo. Eh, Oscar, ¿qué pasa?
El golden retriever miraba expectante en dirección a la entrada. Yo no había visto entrar a nadie en el hotel, pero al cabo de un momento oímos abrirse la puerta principal. El perro profirió un gemido de emoción y empezó a golpetear el suelo con la cola.
—No sé cómo lo hace, pero siempre lo adivina —dijo Strachan sacudiendo la cabeza.
¿Adivinar el qué?, me pregunté al tiempo que una mujer entraba en el bar. No hizo falta que nadie me dijera que era la mujer de Strachan. No era tan sólo que fuera atractiva, que sin duda lo era. La parca blanca de Prada, chorreante de lluvia, resaltaba su cabellera azabache, larga hasta los hombros. Tenía una piel impecable y una boca carnosa de la que se hacía difícil apartar la mirada.
Pero había algo más. Transmitía una energía, una presencia física que parecía ocupar toda la luz de la sala. Recordé el envidioso comentario de Fraser: «Dicen que está casado con una mujer despampanante».
Tenía razón.
Entró en el bar sonriendo con timidez, pero en cuanto vio a Strachan su sonrisa se volvió deslumbrante.
—¡Te pillé! Conque es aquí adonde vienes cuando sales «a hacer un recado», ¿eh?
Hablaba con el mismo acento sudafricano que su marido. Strachan se levantó para darle un beso.
—Sí, me has pillado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—He ido a buscar unas cosas a la tienda, pero estaba cerrada —explicó ella quitándose los guantes. Eran de cuero forrados de piel, caros aunque bastante discretos. En la mano izquierda lucía una alianza de oro y un anillo con un diamante engarzado que desprendía destellos azulados—. La próxima vez que salgas a tomar copas a escondidas procura no dejar el coche en la puerta.
—La culpa la tiene Oscar, él me ha arrastrado hasta aquí.
—Oscar, perro malo, ¿cómo has podido? —dijo acariciando al animal, que se había puesto a dar brincos en torno a ella—. Ya vale, quieto.
Diciendo esto se quedó mirándome, a la espera de que su marido hiciera las presentaciones. Tenía los ojos de un color pardo tan oscuro que parecían casi negros.
—Te presento a David Hunter —dijo Strachan—. David, mi mujer, Grace.
Ella sonrió y me tendió la mano.
—Encantada de conocerle, David.
Al estrecharle la mano pude oler su perfume, sutil y delicadamente especiado.
—David es perito forense. Ha venido con la policía —explicó Strachan.
—Santo cielo, qué desgracia —dijo ella adoptando una actitud seria—. Sólo espero que no se trate de nadie de por aquí. Tal vez le parezca un comentario algo egoísta, pero... en fin, ya me entiende.
Sí, ya la entendía. En el fondo, cuando se trata de desgracias, todos nos volvemos egoístas y rezamos las mismas letanías: «Yo no, los míos no. Todavía no».
—En fin, es un placer conocerle, doctor Hunter —dijo Strachan poniéndose en pie—. Quizá volvamos a vernos antes de que se marche.
—Y ahora que estoy aquí ¿ni siquiera voy a poder tomarme algo? —preguntó Grace enarcando una ceja de forma irónica.
—Yo la invito, señora Strachan.
La oferta provenía de Guthrie, el tipo tripudo de la barra. Me dio la impresión de que les había ganado por mano a Kinross y a los demás. A su lado, Karen Tait había pasado a un segundo plano y observaba la escena con una mueca de celos en su rostro plebeyo.
—Gracias, Sean —dijo Grace Strachan dedicándole una sonrisa al robusto tipo—, pero me parece que Michael tiene prisa por irse.
—Perdona, cariño, pensaba que querías volver —se disculpó Strachan—. Tenía pensado preparar mejillones para cenar, pero si no tienes hambre...
—Vaya un chantajista estás hecho —dijo ella con una sonrisa cómplice.
Volviéndose hacia mí, Strachan añadió:
—Si dispone de tiempo, antes de irse debería visitar los túmulos que hay en la montaña. Están dispuestos en formación, cosa que no es muy frecuente. Son del neolítico y la verdad es que impresionan.
—No todo el mundo comparte tus gustos macabros, cariño —dijo Grace sacudiendo la cabeza con fingido enojo—. Michael es aficionado a la arqueología. A veces creo que sería capaz de cambiarme por unas ruinas.
—No es más que un pasatiempo —apuntó Strachan con modestia—. Arriba, Oscar, levanta, mal bicho, nos vamos.
Strachan levantó la mano en respuesta a los respetuosos deseos de buenas noches con que los clientes saludaron a la pareja mientras se dirigía hacia la puerta. En el umbral, por poco se tropiezan con Ellen, que venía por el otro lado. La joven se detuvo en seco, y a punto estuvo de caérsele el humeante plato de estofado que llevaba en las manos.
—Perdón, es culpa nuestra —dijo Strachan, sin soltarse de la cintura de Grace.
—No pasa nada —dijo Ellen sonriéndoles con educación. Me pareció apreciar algo más en la expresión que le dedicó a la otra mujer, pero fuera lo que fuese se desvaneció antes de que pudiera estar seguro—. Buenas noches, señora Strachan.
Me dio la impresión de que su tono sonaba algo forzado, pero Grace no pareció percatarse.
—Hola, Ellen. ¿Te gustó el dibujo que Anna hizo el otro día en el colegio?
—Lo tengo colgado en la puerta de la nevera, con el resto de su obra.
—Tiene madera. Deberías estar orgullosa.
—Lo estoy.
Strachan avanzó hacia la puerta. Parecía algo impaciente por marcharse.
—Bueno, te dejamos trabajar. Buenas noches.
Cuando depositó el plato en mi mesa, el rostro de Ellen mostraba tan poca emoción como el de una máscara. Respondió a mi «gracias» con una sonrisa maquinal y volvió por donde había venido. Mientras se iba pensé que Brody no era el único habitante de Runa a quien la pareja de oro de la isla no le merecía gran consideración.
—¡Zorra!
El improperio resonó entre las paredes del bar, todavía en silencio. Karen Tait tenía los labios apretados con amargura y los ojos fijos en la puerta, aunque no quedaba del todo claro a cuál de las dos mujeres que acababan de irse iba dirigido el insulto.
—Ya basta, Karen —la conminó Kinross levantando un dedo y mirando a la mujer con ojos furiosos por encima de su negra barba.
—Es la verdad. Es una creída...
—¡Karen!
La mujer calló pero seguía resentida. Poco a poco, el bullicio del bar volvió a llenar el silencio. De nuevo se oyó el repiqueteo de las fichas de dominó y la tensión que por unos momentos se había creado se disipó sin dejar rastro.
Pinché un trozo de estofado con el tenedor. Ellen era tan buena cocinera como Brody había dicho. Mientras comía, sin embargo, percibí que alguien me estaba mirando. Levanté la vista y vi a Kinross observándome fijamente desde el otro lado del bar; su rostro era frío y vigilante. Por un momento me sostuvo la mirada, luego se dio la vuelta.
Cuando desperté, la habitación estaba a oscuras. Apenas entraba un poco de luz por la ventana, gracias a la farola de la calle, que iluminaba las cortinas con un resplandor difuso. Reinaba un silencio que rayaba en lo sobrenatural. El viento y la lluvia parecían haber cesado, ni siquiera se oía un susurro. Sólo mi respiración, que sonaba a intervalos regulares como si procediera de otra persona.
No sé cuándo me di cuenta de que no estaba solo. El descubrimiento de aquella presencia no fue repentino, sino lento y gradual. Con la única ayuda de la tenue luz de la ventana, miré a los pies de la cama y vi que había alguien sentado.
Aunque sólo se distinguía una silueta oscura, de algún modo supe que se trataba de una mujer. Me estaba mirando, pero por alguna razón no sentí ni sorpresa ni miedo. Sólo el peso de su muda expectación.
—¿Kara?
Pero aquella esperanza no era sino un reflejo en los umbrales del sueño. Fuera quien fuese, no era mi difunta mujer.
—¿Quién eres? —dije, o creí decir.
Las palabras parecían no alterar el frío aire de la estancia.
La sombra no contestó; bien al contrario, continuó con su paciente vigilia, como si todas las respuestas que yo pudiera necesitar estuvieran frente a mí. La escruté en un intento de adivinar sus rasgos o sus intenciones, sin descubrir ninguna de las dos cosas.
Una ráfaga de viento entró por la ventana y di un brinco. Sobresaltado, miré a mi alrededor y luego me di la vuelta, esperando que la oscura figura siguiera quieta a los pies de la cama, pero aun a pesar de la penumbra era evidente que la habitación estaba vacía y que lo había estado en todo momento. Había sido un sueño. Un sueño angustiosamente real, pero un sueño nada más.
Desde la muerte de mi mujer y mi hija, esa clase de sueños no eran infrecuentes.
Una nueva ráfaga hizo temblar el marco de la ventana y arrojó la lluvia contra el cristal como quien lanza un puñado de arena. Me pareció oír un gemido afuera. Tal vez se tratara de una lechuza o cualquier otra ave nocturna. O quizás otra cosa. Ya no tenía sueño, así que salí de la cama y me acerqué a la ventana. La farola temblaba con la fuerza del viento. Vi moverse algo justo en el borde de su halo amarillo, pero desapareció al instante.
«Algo que se habrá llevado el viento», me convencía, al ver que no volvía a aparecer. No obstante, me quedé junto a la ventana escrutando la oscuridad hasta que el frío me obligó a volver a la cama.
6
Mientras me preguntaba qué era lo que había visto por la ventana, Duncan estaba en el caserío y no se divertía precisamente. El viento había arreciado y zarandeaba la caravana como si fuera una barca en alta mar. El muchacho había tenido la precaución de colocar la estufa de parafina en un rincón para evitar que se volcara. La llama azul siseaba a apenas un metro de donde él estaba, apretujado tras la pequeña mesita del habitáculo. De todos modos, por angosta que fuera la caravana, era mejor que pasar la noche en el Range Rover o acurrucado a la entrada del caserío. Que es donde Fraser lo hubiera dejado, pensó. No, lo peor no era haber tenido que quedarse en la caravana.
Lo peor era no dejar de pensar en lo que había en el interior de la casa.
Fraser podía reírse cuanto quisiera, pero no era él quien había tenido que quedarse ahí. Además, Duncan se había fijado en que el sargento ni siquiera se había ofrecido a hacerle compañía un rato al traerle la cena. Tendría prisa por volver al bar, porque a juzgar por el aliento, ya se habría tomado el primer whisky. Al ver desaparecer las luces del Range Rover, Duncan tuvo una sensación que no había experimentado desde que era un crío.
No es que le diera miedo estar ahí. No exactamente. Vivía en una isla, y saliendo de Stornoway hay muchos lugares en la isla de Lewis donde no hay rastro alguno de vida. La diferencia era que nunca antes se había quedado solo en medio de la nada.
Y mucho menos con un cadáver incinerado a menos de veinte metros.
Duncan no podía quitarse de la cabeza la imagen de las extremidades y de los huesos abrasados. Comoquiera que hubiera sucedido, en algún momento habían pertenecido a una persona. A una mujer, según el doctor Hunter. Aquello era lo que resultaba de veras espantoso, que alguien que en el pasado había reído y llorado pudiera terminar reducido a eso. Ese pensamiento bastaba para provocarle escalofríos.
«Tienes demasiada imaginación, ése es tu problema.» Siempre lo había sido. No estaba seguro de si para un agente de policía eso era bueno o malo. El caso es que no se conformaba con atenerse a los hechos, sino que acostumbraba a perderse elucubrando posibilidades. No podía evitarlo, su cerebro funcionaba así. Por poner un ejemplo: ¿y si la mujer había ardido debido a algo que la ciencia aún desconocía? ¿Y si había sido asesinada?
¿Y si el asesino seguía en la isla?
«Bueno, ¿y si dejaras de intentar asustarte?» Duncan dejó escapar un suspiro y tomó el manual de criminología que había traído consigo. Fraser podía reírse de eso también, pero él abrigaba la intención de llegar a ser detective algún día. Y si iba a dedicarse a ello, quería hacerlo tan bien como fuera capaz. Aprendería todo lo posible sobre el oficio, y si eso conllevaba algunos sacrificios, así lo haría. A diferencia de otros, a Duncan no le importaba trabajar duro.
Esa noche, sin embargo, le costaba concentrarse. Al cabo de un rato, cerró el libro con un gesto nervioso. «Pon agua a hervir. Prepárate al menos una taza de té.» Duncan pensó que, después de esa noche, aborrecería el té.
Cuando se levantó para llenar el hervidor en el pequeño fregadero, el viento aflojó de repente, tal vez preparándose para el asalto siguiente. Durante esa breve pausa, Duncan oyó un sonido procedente del exterior. Un segundo después, el vendaval acometió la caravana con renovada fuerza y el sonido se apagó, pero Duncan estaba seguro de que no habían sido imaginaciones suyas.
Era el sonido de un motor.
Miró por la ventana, a la espera de que el brillo de los faros anunciara la llegada del Range Rover, pero la oscuridad permanecía inalterada.
Duncan se quedó pensando. Aunque el sonido procediera de un coche que circulaba por la carretera, habría visto las luces. Lo cual significaba que o bien se lo había imaginado...
O bien el conductor había apagado las luces para no delatar su presencia.
«De todos modos, un poco de aire fresco me irá bien.» Se puso el abrigo, cogió la pesada linterna y salió de la caravana. Estuvo a punto de encender la linterna, pero en el último momento optó por no hacerlo: si alguien andaba merodeando, lo vería acercarse. Caminó despacio hacia el caserío sin más guía que el reflejo de la luna, que de vez en cuando se filtraba a través de las nubes. El peso de la linterna le ayudaba a mantener la calma a medida que el negro perfil del caserío se cernía frente a él. A medio metro, podía servirle de porra. Aunque no habría necesidad de ello, se dijo a sí mismo, justo en el preciso instante en que vio un resplandor detrás de la casa.
Duncan se quedó helado y el corazón le dio un vuelco. Echó mano a la radio para llamar a Fraser, pero se detuvo. Corría el peligro de que el intruso pudiera oírle. Siguió avanzando. Comprobó que el precinto de la puerta no hubiera sido arrancado. Pegándose a la pared, se dirigió hacia la esquina del caserío.
Se paró y escuchó. Oyó el chirrido de un objeto al rozar contra la piedra y luego un susurro de pisadas en la hierba. No cabía duda.
Alguien rondaba muy cerca.
Duncan aferró la linterna. Los músculos en tensión. «Mantén la calma.» Respiró hondo, primero una vez, luego otra. «Muy bien, allá vamos...»
De repente dobló la esquina y encendió la linterna.
—¡Policía! ¡No se mueva!
Se oyó una imprecación y una silueta se alejó a toda prisa. Duncan salió corriendo tras ella. La hierba estaba mojada y a cada paso estaba a punto de enganchársele el pie. No habían avanzado mucho cuando de pronto la silueta tropezó y cayó de bruces al suelo. Duncan la tomó por el hombro para darle la vuelta y le enfocó la cara con la linterna.
Maggie Cassidy levantó la vista, bizqueando a causa de la luz directa.
—¡Quíteme las manos de encima! ¡O mo chreach, creo que me he roto la pierna!
Duncan sentía una mezcla de alivio, decepción y culpa. Ayudó a la periodista a ponerse de pie y entonces vio que apenas le llegaba al hombro.
—¡Me ha dado un susto de muerte gritando de esa manera! —protestó la joven—. Más le vale que no me haya roto la pierna porque le pongo una demanda.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Duncan intentando no dar la impresión de ponerse a la defensiva.
Hubo una breve pausa.
—Pensé en venir a ver qué tal le iba por aquí —dijo Maggie con una sonrisa—. No debe de ser divertido pasar la noche aquí al raso.
—Entonces, ¿puede saberse qué hacía husmeando por la ventana de la casa?
—Como las luces de la caravana estaban apagadas, deduje que estaría ahí dentro.
—Sí, claro. —En ese momento Duncan vio que la muchacha intentaba guardarse algo en el bolsillo—. ¿Qué es eso?
—Nada.
Duncan enfocó con la linterna y vio el objeto que tenía la joven en la mano: un teléfono móvil.
—Aquí no hay línea —dijo el agente—. Me imagino que no pretendía utilizarlo para sacar fotos, ¿no?
—No, claro que no...
Duncan tendió la mano.
—Oiga, no he podido sacar ninguna foto, de verdad —protestó ella.
—Entonces no le importará que eche un vistazo, ¿no es así?
Maggie se encogió de hombros y le dejó ver la pantalla.
—Total, son malísimas —murmuró mostrándole dos imágenes borrosas y sobreexpuestas.
Como diría más tarde, Duncan no creyó que pudieran servirle para nada. Ni siquiera él acertaba a distinguir la imagen con nitidez, pero aun así, la obligó a borrarlas.
—Y las demás.
—No hay más, se lo aseguro.
El agente se la quedó mirando. Maggie suspiró de pura irritación y le enseñó el resto de las fotografías de la memoria.
—Creo que se le había olvidado ésta, ¿no? —dijo Duncan con sorna al ver otra imagen borrosa de la casa.
—¿Satisfecho? —preguntó ella mientras la borraba—. Y ahora ¿qué piensa hacer? ¿Va a detenerme?
Duncan se hacía la misma pregunta. Para empezar, ni siquiera estaba seguro de que hubiera transgredido ninguna ley. De hecho, ni tan sólo había traspasado el perímetro.
Además, debía admitir que la muchacha no carecía de cierto atractivo.
—¿Me da su palabra de que no volverá a ocurrir? —preguntó esforzándose por sonar autoritario.
—Prometido, de verdad. ¡Ay! —exclamó cerrando los ojos al apoyar el peso sobre la pierna.
—¿Le duele? —preguntó Duncan.
—Aún puedo caminar, gracias. ¿Me permite que me vaya?
—¿Dónde tiene el coche? —preguntó el agente tras un instante de titubeo.
—Lo he dejado al lado de la carretera —respondió Maggie señalando más allá del camino.
—¿Seguro que puede ir sola?
—Como si eso le importara —contestó la joven—. Sí, soy capaz de ir sola.
Sonriendo para sí, Duncan se quedó observando como la menuda figura de la muchacha se iba cojeando por el camino, iluminado por el haz de luz de su linterna. Cuando se hubo alejado, Duncan volvió a la caravana. Ya en la puerta, vio que había restos de barro en la entrada. No recordaba haberlos visto antes. «Maldito Fraser. Demasiada molestia limpiarse las suelas antes de entrar.»
Y pensando en Maggie Cassidy entró en la caravana para poner el hervidor a calentar.
Maggie había dejado el coche estacionado a unos cincuenta metros camino arriba. En cuanto Duncan se perdió de vista, dejó de cojear, pero al subir al viejo Mini aún seguía frunciendo el ceño. El coche era de su abuela, un auténtico montón de chatarra, pero era mejor que nada.
Se dejó caer sobre el asiento del conductor y examinó el teléfono móvil. Aunque ella misma había borrado las fotos, no se podía creer que las hubiese perdido, pero así era.
—Joder —exclamó en voz alta.
Guardó el teléfono en el bolso con un gesto de irritación, sacó el dictáfono y lo puso a grabar.
—Menuda pérdida de tiempo —dijo—, ni siquiera he podido ver bien el cuerpo. Es la última vez que juego a los comandos. —La mueca de disgusto se transformó poco a poco en una media sonrisa—. Aunque vaya subidón. No había pasado tanto miedo desde que me lo hice encima jugando al escondite en la escuela. ¡Madre mía, cuando el poli ese se ha abalanzado sobre mí! ¿Cómo se llama? Duncan, o eso creo. Un poco pánfilo, pero al menos tiene corazón. Y ahora que lo pienso, no es feo. ¿Estará soltero?
Seguía sonriendo cuando paró la grabadora y puso el coche en marcha. La luz de los faros atravesó las tinieblas y arrancó dejando tras de sí una nube de humo. El escandaloso ruido del motor disminuyó al llegar a la carretera y, tras un último crujido de la caja de cambios, la noche volvió a quedar en silencio.
Por un instante todo permaneció inmóvil. De pronto, una sombra se movió en el suelo, al lado de donde el Mini había estado aparcado, y se adentró despacio en la oscuridad.
7
A la mañana siguiente, cuando el sol empezó a despuntar en el cielo, yo ya estaba duchado y afeitado. Había llovido sin cesar durante toda la noche, pero con un poco de suerte los restos estarían intactos. Llevaban allí varias semanas, así que no había motivos para pensar que el ruinoso tejado del caserío no pudiera aguantar unos cuantos días más aún a pesar de las inclemencias del tiempo. Lo cual no significaba que en cuanto fueran trasladados a un lugar seguro yo respiraría más tranquilo.
Después del sueño me costó volver a dormirme. Mientras consultaba el correo para ver si Wallace me había enviado la documentación de personas desaparecidas me di cuenta de que estaba cansado y tenía la cabeza embotada. Había recibido los archivos, cinco en total. Como no tenía tiempo para leerlos en ese momento, los guardé en el disco duro del ordenador y bajé a desayunar.
El bar servía también como comedor, y para cuando apareció Fraser yo ya casi había terminado. Tenía los ojos rojos de la resaca, y el olor del alcohol sin metabolizar era perceptible incluso desde el otro lado de la mesa. La noche anterior, nada más volver del caserío, había tomado asiento en la barra con el aire de quien por fin puede ocuparse de asuntos importantes. Cuando me fui a la cama, allí seguía, y, a juzgar por su aspecto, tenía el convencimiento de que no se había movido de sitio en toda la noche.
Me esforcé por no reírme cuando vi con cuánto cuidado sorbía el té.
—Tengo aspirinas en la bolsa —dije.
—Estoy bien —gruñó.
Observó con un hastío evidente el plato de huevos fritos, tocino y salchichas que Ellen acababa de colocarle delante.
Luego tomó cuchillo y tenedor y se lanzó a comer con la resolución de un corredor de fondo.
—¿Va a tardar mucho? —pregunté.
Estaba impaciente por comenzar, consciente de lo poco que dura el día por estas regiones en esta época del año.
—Termino enseguida —murmuró llevándose a la boca un trozo de huevo chorreante de yema.
—Si quiere, puede llevarse mi coche. Hoy no voy a necesitarlo —me dijo Ellen mientras recogía mi plato.
—Buena idea —asintió Fraser enseguida pese a tener la boca llena—. Además, tengo que hacer un par de cosas en el pueblo. Querría empezar a preguntar, a ver si alguien sabe quién puede ser la difunta.
Nadie sabía aún que el cuerpo pertenecía a una mujer. Miré a Ellen y vi que el desliz de Fraser no le había pasado inadvertido; la mujer me dirigió una mirada de complicidad mientras el sargento, ajeno a todo, seguía comiendo.
—Si está listo, iré a buscar las llaves del coche.
Me levanté y salí con ella del bar.
—Oiga, respecto a lo que acaba de decir el sargento Fraser... —señalé.
—No se preocupe, no diré nada —dijo mientras entraba en la cocina—. Cuando se trabaja en un hotel, una aprende a guardar secretos.
La cocina era un anexo de un solo piso mucho más nuevo que el resto del hotel. Sobre la cocina de gas, renegrida por el uso, había varias cacerolas de aspecto pesado, y en un alto aparador de pino se guardaban una gran cantidad de platos pertenecientes a vajillas distintas. Un pequeño fogón portátil silbaba junto a una gran mesa de madera sobre la cual había un libro infantil para colorear y un juego de lápices de colores. Ellen revolvió un cajón en busca de las llaves del coche y luego me hizo salir a un pequeño patio a través de otra puerta. Junto a la pared, en un armario de seguridad metálico, había guardadas varias bombonas de gas propano que más bien parecían obuses de color naranja. Al fondo, en el callejón, había un viejo escarabajo Volkswagen.
—A primera vista no parece gran cosa, pero funciona —dijo Ellen entregándome las llaves—. Y les he preparado un termo con té y unos bocadillos. Supongo que es mejor que volver aquí corriendo para comer.
Tomé la bolsa y le di las gracias. Al encender el contacto, el coche chirrió y crujió, pero después funcionó sin problemas. El tiempo no había mejorado desde el día anterior: cielo gris, viento y lluvia. Por lo menos, había más vida en el pueblo. Se veía a gente por la calle y los niños cruzaban la verja de la escuela, un edificio modesto pero de aspecto reciente. Busqué a Anna con la mirada, pero entre tantas parcas y abrigos de lana me fue imposible distinguirla. Vigilando la entrada, había un tipo escuálido que llevaba puesta una gorra de lana. Cuando pasé por delante, se quedó mirándome. Lo saludé con la cabeza, pero él apartó la mirada como si no se hubiera dado cuenta.
Salí del pueblo pasando por el promontorio donde se erguía el Bodach Runa, la vieja peña de la que me había hablado Brody. La isla distaba mucho de ser un lugar idílico, pero el paisaje de lomas y oscuras turberas salpicadas de ovejas era sin duda impresionante. El único signo de civilización era la mansión donde, como ahora sabía, vivían los Strachan. Ya no se veían luces en cada ventana, pero seguía siendo el edificio más imponente que había visto en la isla. Las paredes de granito rematadas con torrecillas y los parteluces de las ventanas estaban un tanto desgastados por la brisa del Atlántico, pero aun así transmitían sensación de firmeza.
Cuando llegué, vi el Volvo de Brody estacionado frente al caserío. El ex inspector y Duncan estaban en la caravana con la tetera a calentar sobre el hornillo. Dentro olía a sudor y a combustión de parafina.
—Buenos días —dijo Brody al verme entrar. Estaba sentado sobre un viejo banco acolchado que iba unido a una mesita plegable, y la perra dormitaba a sus pies. Por alguna razón, no me sorprendió encontrármelo ahí. Tal vez estuviera jubilado, pero no me había parecido la clase de persona que se desentiende de un asunto en cuanto lo pone en conocimiento de la policía—. ¿El sargento Fraser no viene?
—Tenía cosas que hacer en el pueblo.
Noté un gesto de desaprobación en su rostro, pero se abstuvo de hacer comentarios.
—¿Le importa que haya vuelto? —preguntó como si me hubiera leído el pensamiento—. He hablado con Wallace esta mañana y me ha dicho que la decisión era suya.
—Por mi parte no hay problema.
Puede que, tras saber que Brody no había exagerado al notificar el hallazgo del cuerpo, Wallace prefiriese contar con su colaboración. Dadas las circunstancias, también yo lo prefería. Tal vez a Fraser le sentara como un tiro, pero no estaba de más contar con alguien con la experiencia de Brody.
Duncan bostezó. Parecía haber pasado mala noche, y empezó a desenvolver con el entusiasmo propio de un niño en Navidad el bocadillo de tocino y huevos que Ellen le había preparado.
—Al parecer anoche tuvimos visita —dijo Brody, mirando al muchacho con elocuencia.
Mientras masticaba, Duncan me explicó que Maggie Cassidy había intentado sacar fotografías de los restos.
—Pero las borró todas —recalcó—, y le hice prometer que no volvería a intentarlo.
Brody enarcó una ceja con escepticismo, pero no dijo nada. En la mesa, frente a Duncan, había un grueso manual de criminología con un marcador inserto entre las primeras páginas.
—¿Estás estudiando? —pregunté.
—No —dijo ruborizándose—. Es por leer algo.
—Duncan me estaba diciendo que quiere ingresar en la policía judicial —comentó Brody.
—En un futuro —se apresuró a añadir Duncan, aún con vergüenza—. De momento no tengo tiempo.
—Es bueno tener proyectos —dijo Brody—. Le he hablado de un par de casos en los que trabajé con su padre, pero no ha desistido.
Duncan sonrió. Los dejé que siguieran conversando y abrí mi maletín. Dentro tenía el equipo de trabajo, las herramientas básicas que siempre llevo conmigo cuando surge un encargo: un dictáfono para tomar notas, petos de usar y tirar, calzado, mascarillas, guantes de látex, paletas, cepillos, así como dos cedazos de distinto tamaño. Eso y bolsas de plástico para las pruebas. Decenas y decenas de bolsas de plástico.
Me quedaban pocos guantes y petos porque los había utilizado casi todos en el caso de los montes Grampianos. Los petos eran de tamaño extragrande, de modo que podía ponérmelos incluso por encima del abrigo. No sin dificultad, me puse el peto, me cubrí las botas con fundas protectoras y me puse los guantes de látex sobre otros de seda. Normalmente, cuando trabajo al aire libre utilizo calentadores químicos para las manos, pero se me habían terminado en los Grampianos. Así que tenía que irme haciendo a la idea de que se me iban a enfriar los dedos.
Duncan no había perdido detalle de los preparativos.
—¿No se le hace incómodo? —me preguntó, dejando el bocadillo sobre la mesa—. Me refiero a trabajar con muertos.
—Chico, no seas impertinente —lo reprendió Brody.
—Perdón, no quería... —dijo el joven agente con timidez.
—No pasa nada —dije para tranquilizarlo—. Alguien tiene que hacerlo. Y respecto a lo demás... Uno se acostumbra.
Pero sus palabras se grabaron en mi mente: «¿No se le hace incómodo?». Era difícil contestar a eso. Sabía muy bien que para mucha gente mi trabajo era una ocupación de lo más siniestro, pero era la mía. Formaba parte de mí.
¿En qué me había convertido?
Seguía dándole vueltas a la pregunta cuando salí de la caravana y vi que un vistoso Saab gris plateado se acercaba. Brody y Duncan oyeron el ruido del motor y se asomaron justo cuando el coche se detuvo junto al Volkswagen de Ellen.
—¿Qué demonios hace aquí? —exclamó Brody irritado al ver salir a Strachan del vehículo.
—Buenos días —dijo éste mientras el golden retriever salía del coche detrás de él.
—¡Meta el perro en el coche! —le espetó Brody.
El animal se puso a olisquear el aire. Strachan fue a cogerlo, pero antes de que pudiera hacerlo, el perro dio con un rastro y se fue directo hacia el caserío.
—¡Maldita sea! —exclamó Brody y salió corriendo para cortarle el paso.
Se movía con una rapidez insólita para un hombre de su tamaño y edad. Sujetó al perro por el collar justo a tiempo y lo hizo retroceder de tal modo que poco le faltó para levantarlo en vilo.
—¡Dios mío, cuánto lo siento! —se lamentó Strachan acercándose con gesto compungido.
Brody aferraba con fuerza el collar del animal, que aun con las patas delanteras en el aire seguía aullando y dando violentos tirones.
—Pero ¿qué demonios ha venido a hacer aquí?
—Le he dicho que lo siento. Ya lo cojo yo.
Strachan tendió la mano para coger al perro, pero Brody no estaba dispuesto a soltarlo. Era un animal corpulento, pero el ex inspector lo sujetaba sin mucha dificultad y tiraba de él con tanta fuerza que el perro empezaba a ahogarse en el intento de liberarse.
—Le he dicho que ya lo cojo yo —repitió Strachan, esta vez con más firmeza.
Por un momento pensé que Brody no iba a ceder, pero al final le entregó el perro a Strachan.
—No debería haber venido. Ni usted ni su maldito perro.
Strachan tranquilizó al animal tomándolo del collar.
—Les ruego que me disculpen. No pensé que saldría corriendo así. Sólo quería ver si podía hacer algo por ustedes.
—Puede coger su coche y largarse. Esto es asunto de la policía y usted no pinta nada aquí.
Parecía que Strachan también empezaba a enfadarse.
—Tiene gracia, creía que estaba usted jubilado.
—Tengo autorización para estar aquí, cosa que usted no.
—Tal vez no, pero eso no le da a usted derecho a decirme lo que tengo que hacer.
Brody apretó los músculos de la mandíbula procurando contenerse.
—Agente McKinney, ¿por qué no acompaña al caballero a su coche?
Duncan estaba visiblemente desorientado y no sabía cómo terciar en la trifulca.
—No es necesario, ya me marcho —dijo Strachan. Tenía las mejillas congestionadas, pero había recuperado la compostura—. Buenos días, doctor Hunter. Lamento lo ocurrido —añadió dándole la espalda a Brody y sonriéndome con timidez.
—No se preocupe, pero cuanta menos gente haya por aquí, mejor —dije.
—Comprendo. De todos modos, si hay algo en lo que pueda serles de ayuda, avísenme, se lo ruego. Cualquier cosa. —Y tirando del collar del perro añadió—: Andando, gamberro.
Mientras volvía al coche, Brody se quedó mirándolo con ojos severos e implacables.
—Lo siento, no sabía que... —dijo Duncan balbuciendo.
—No te disculpes. Soy yo el que no debería haber perdido los nervios de esa forma —dijo Brody al tiempo que sacaba un paquete de cigarrillos y un encendedor del bolsillo; su nerviosismo aún era patente.
En la caravana, la tetera había empezado a hervir. Esperé hasta que Duncan entró para preparar el té y entonces abordé a Brody.
—Strachan no es plato de su gusto, ¿verdad?
Brody sonrió.
—¿Tanto se me nota? —dijo sacando un cigarrillo del paquete y mirándolo con desagrado—. Mal hábito. Lo dejé al jubilarme, pero parece que me he vuelto a enganchar.
—¿Qué tiene contra él?
Encendió el cigarrillo, dio una larga calada y dejó escapar el humo como si le molestara.
—No me gustan los de su calaña. Tipos privilegiados que se creen que porque tienen dinero pueden hacer lo que les plazca. Ni siquiera se ha ganado la fortuna que tiene, es heredada. Su familia se enriqueció con las minas de oro en Sudáfrica durante el apartheid. ¿Cree que tuvieron el detalle de compartirla con sus trabajadores?
—No puede culparle por lo que hiciera su familia.
—Es posible, pero se da demasiados aires para mi gusto. Ya vio su comportamiento en el bar anoche, invitando a copas a todo el mundo y haciéndose el encantador con Karen Tait. Con una mujer como la suya y tonteando por ahí.
Recordé que Fraser me había dicho que a Brody lo había dejado su mujer, y me pregunté si en su desprecio por Strachan no habría un punto de envidia.
—¿Y lo que ha hecho por la isla? Por lo que he oído, antes de que él llegara, Runa seguía la senda de Santa Kilda.
Brody guardó silencio un instante. La border collie asomó por la puerta de la caravana; caminaba con los cuartos traseros rígidos por la artritis. Brody le acarició la cabeza.
—Hay una historia sobre Santa Kilda que siempre me hace pensar que tal vez lo que pasó ahí fue lo mejor al fin y al cabo. Antes de marcharse, los isleños mataron a sus perros. No dejaron ni uno. Sólo mataron con inyección letal a dos; al resto les ataron una piedra al cuello y los arrojaron al mar. A sus propios perros —dijo sacudiendo la cabeza—. Nunca he podido comprender cómo alguien es capaz de cometer un acto semejante. Sus razones tendrían, supongo. He sido policía el tiempo suficiente como para saber que todos los actos de las personas obedecen a una razón. Y la mayoría de las veces, está relacionado con algún tipo de interés personal.
—¿Cree que habría sido mejor abandonar Runa a su suerte?
—No, supongo que no. Strachan le ha dado comodidades a la gente, eso hay que reconocérselo. Ha rehabilitado las casas y reformado las carreteras. No oirá a nadie diciendo nada en contra de él —afirmó encogiéndose de hombros—. Pero me niego a creer que lo hiciera de forma desinteresada. En esta vida todo tiene un precio.
Me pregunté si quizá no pecaba de cínico. La obra de Strachan era más propia de un filántropo que de un explotador. Por lo demás, Brody no habría sido el primer policía que, curtido a base de años presenciando miserias humanas, se volvía incapaz de reconocer que la vida también tiene un lado no tan oscuro.
O quizá sabía juzgar el carácter humano mejor que yo. Alguien a quien antaño consideré equivocadamente como amigo me dijo que se me daba mejor comprender a los muertos que a los vivos, y tal vez tenía razón. Los muertos, al menos, ni mienten ni traicionan.
Se limitan a guardar sus secretos, hasta que uno aprende a descifrarlos.
—Será mejor que me ponga a trabajar —dije.
El caserío no ganaba mucho encanto a la luz del día. La oscuridad al menos ocultaba la verdadera dimensión de su ruina y deterioro. El techo estaba combado y presentaba agujeros en varios puntos y los cristales de las ventanas estaban rotos y empañados por la mugre acumulada durante décadas. Detrás se alzaba la imponente mole del Beinn Tuiridh, que a pleno día parecía un informe cúmulo de rocas cuajadas de manchas de nieve sucia.
La cinta policial delimitaba un corredor que iba desde la puerta principal hasta la habitación donde yacían los restos chamuscados. El techo de la estancia parecía estar al borde del derrumbe, aunque por el momento la lluvia no había goteado en la ceniza ni en los huesos. Bajo la luz mortecina que se filtraba por la ventana, los restos me parecieron aún más patéticos que el día anterior.
Me detuve a cierta distancia, desorientado una vez más por la macabra incongruencia de la mano y los pies. Escrúpulos aparte, y tratándose de una muerte por fuego, la existencia de tejido blando en descomposición constituía una ayuda preciosa, pues me permitiría analizar los ácidos grasos volátiles y determinar el momento de la muerte; las huellas dactilares y el ADN, además, facilitarían la identificación de la desconocida.
Dado que no se trataba del escenario de un crimen —así lo había recalcado Wallace por activa y por pasiva—, no había ninguna necesidad de dividir los restos por sectores, como suele hacerse para dejar constancia de la situación de las pruebas encontradas, aunque yo lo hice de todos modos. Al ser el suelo de piedra no podía clavar las estacas con el martillo, pero para esos casos siempre llevo unos bloques de madera agujereados.
Tras disponerlos en forma de rectángulo en torno al cuerpo, coloqué una estaca en cada uno de los bloques. Para cuando terminé de tensar la cuadrícula de hilo de nailon, tenía las manos yertas y congeladas en el interior de los guantes de látex. Me las froté para recuperar algo de sensibilidad, y con la ayuda de una paleta y un pincel fino empecé a retirar la capa de ceniza más superficial.
Poco a poco fueron quedando a la vista los restos del esqueleto carbonizado.
La vida, y a veces también la muerte, son historias que quedan escritas en los huesos. En ellos se revelan nuestras heridas, nuestros descuidos o nuestros excesos, pero antes de leer lo que había escrito en esos huesos, necesitaba verlos, y ésa era una labor lenta y minuciosa. Sector por sector, retiré y cribé las cenizas de toda la cuadrícula, señalando en un papel milimetrado la posición de los fragmentos de hueso y de cualquier otro resto antes de sellarlos en las bolsas de plástico. El tiempo pasó sin darme cuenta. El frío, Jenny, todo se desvaneció y el mundo quedó reducido a un montón de cenizas y huesos secos; por eso, cuando alguien carraspeó detrás de mí me llevé un buen susto.
Levanté la vista y vi a Duncan de pie en el umbral. Llevaba una taza de té humeante.
—He pensado que quizá le apetecería.
Eché un vistazo al reloj y vi que eran casi las tres. Me había saltado el almuerzo sin ni siquiera darme cuenta. Me incorporé, haciendo muecas por culpa del dolor de espalda.
—Gracias —dije quitándome los guantes y yendo hacia él.
—El sargento Fraser acaba de llamar, quería informarse sobre cómo avanza el trabajo.
Fraser había hecho acto de presencia poco antes, pero no se había quedado mucho tiempo; alegaba que debía seguir entrevistando a los lugareños. Cuando se hubo marchado, Brody se preguntó en voz alta cuántas de esas entrevistas se realizarían en el bar del hotel. Pensé que seguramente unas cuantas, aunque me abstuve de hacer ningún comentario.
—Despacio —le dije a Duncan al tiempo que dejaba que la taza calentara mis manos entumecidas.
—¿Cuánto tiempo cree que va a tardar? —preguntó mientras miraba los restos sin moverse del umbral.
—Es difícil de concretar. Hay que cribar mucha ceniza. De todos modos, te aseguro que mañana por la mañana habré terminado.
—Y por el momento, ¿ha encontrado... ya me entiende, ha encontrado algo?
Parecía de veras interesado. De acuerdo con el procedimiento, la primera persona a la que debía informar era a Wallace, pero no encontraba ningún motivo para no compartir con Duncan algunas de mis averiguaciones.
—Bien, puedo confirmar que era una mujer menor de treinta años, de raza blanca y que medía entre un metro sesenta y ocho y un metro setenta.
—¿Lo dice en serio? —preguntó observando los huesos quemados.
—A menudo por la pelvis se sabe si el cuerpo pertenece a una mujer —dije señalando la cadera, ya limpia de ceniza—. Las impúberes y las adolescentes tienen los huesos del pubis prácticamente cóncavos. A medida que la mujer envejece, el hueso se aplana y se erosiona. Éste es bastante liso, lo que indica que no era una adolescente, pero tampoco tan mayor como para presentar signos de desgaste. Eso nos sitúa en la barrera de los veintitantos años, treinta a lo sumo.
Señalé uno de los fémures. Había resistido el fuego mejor que la mayoría de los huesos de menor tamaño, pero aun así la superficie estaba renegrida y cubierta de pequeñas fracturas térmicas.
—La longitud del fémur permite estimar la altura de la persona —dije—. Por lo que se refiere a la raza, la mayoría de los dientes se han roto o han caído, pero quedan suficientes para constatar que crecen más o menos derechos, y no hacia delante, por lo que debía de ser de raza blanca y no negra. No puedo descartar que fuera asiática, pero...
—Pero no hay mucha población asiática en las Hébridas —dijo Duncan, completando la frase por mí con evidente satisfacción.
—Exacto. Así que lo más probable es que se trate de una mujer blanca de unos veintitantos años, metro setenta de altura y constitución fuerte. Entre las cenizas también he encontrado botones metálicos y restos de una cremallera y de un gancho de sujetador, de modo que no estaba desnuda.
Duncan asintió; era lo bastante despierto para darse cuenta de lo que eso significaba. Si bien el hecho de que estuviera vestida no constituía por sí mismo una prueba concluyente, de haber estado desnuda lo más probable habría sido pensar que nos enfrentábamos a un caso de agresión sexual. Y por lo tanto, de asesinato.
—Parece, pues, que fue un accidente, ¿verdad? Se acercaría demasiado al fuego o algo así, ¿no? —preguntó Duncan, un poco desilusionado.
—Eso parece.
—¿Es posible que lo hiciera ella sola? Es decir, de forma deliberada.
—¿Un suicidio? Lo dudo. Habría utilizado algún material combustible, y en tal caso, habría dejado otro tipo de restos. Además, habría algún recipiente cerca, y yo no veo ninguno.
—¿Y qué me dice de... bueno, de la mano y los pies? —preguntó Duncan frotándose la nuca con timidez.
Estaba esperando que me lo preguntara, pero la luz que entraba por el cristal de la ventana era cada vez más tenue y aún tenía mucho por hacer.
—Te daré una pista —dije, y señalé el untuoso residuo de color marrón adherido al techo oscurecido por el humo—. ¿Recuerdas lo que dije sobre eso?
—¿Que era grasa procedente de la combustión del cuerpo? —dijo Duncan mirando hacia arriba.
—Exacto. Ahí está la clave. A ver si lo descubres tú solo —le reté devolviéndole la taza tras apurar el último trago—. Ahora tengo que seguir trabajando.
Pero cuando se hubo marchado no me puse a trabajar enseguida. Una vez retirada casi por entero la capa superficial de ceniza, podía empezar a recoger y clasificar los huesos para un posterior examen. Aunque había trabajado con la mayor meticulosidad, no había hallado nada que sugiriera una muerte sospechosa. Los huesos no presentaban muescas de arma blanca ni ningún otro signo de herida o traumatismo óseo. Enterrado entre las cenizas, había encontrado incluso el hioides, un delicado hueso con forma de herradura que con frecuencia se rompe en los casos de estrangulación. Tenía prácticamente la consistencia de la ceniza y se habría desmoronado al menor contacto, pero todavía estaba entero. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de estar pasando algo por alto?
Mientras observaba los huesos, una ráfaga de viento gélido se introdujo por los boquetes del tejado. Me acerqué al cráneo, que yacía inclinado en el suelo, agrietado por efecto del calor. El cráneo lo forman varias placas unidas entre sí como si fueran líneas de falla. La explosión había dejado un agujero casi del tamaño de un puño en una de ellas, la que forma el hueso occipital en la parte posterior de la cabeza. Alrededor se veían fragmentos de hueso más pequeños que habían salido despedidos al estallar los gases. Era una prueba más de que el fuego era el causante de la fractura; si la causa de la brecha hubiera sido un impacto, los fragmentos habrían caído en el interior, en la cavidad craneal.
Y aun así, había algo en ese cráneo que me inquietaba y me producía una especie de desasosiego. De forma casi instintiva, empecé a examinarlo otra vez.
La luz declinaba cada vez más deprisa, como obedeciendo a una voluntad maligna. Si el día anterior había preferido no trabajar de noche por temor a cometer errores, en ese momento tenía la sensación de que el error habría sido no continuar. Encendí el reflector, pero como aun así no tenía luz suficiente, saqué la linterna y la coloqué en el suelo de manera que iluminara la abertura de la cavidad craneal.
La luz se derramaba por las cuencas vacías de los ojos creando un efecto siniestro. Me centré en los fragmentos de hueso esparcidos por el suelo. La mayoría eran minúsculos, apenas del tamaño de una uña. Tras registrar su posición en el papel milimetrado, mi intención era unirlos de nuevo como si de un macabro rompecabezas se tratara.
Por regla general, sólo realizo este tipo de operaciones en el laboratorio, donde dispongo de pinzas, sargentos y lentes de aumento que me facilitan la labor. En esa habitación ni siquiera contaba con una mesa y el entumecimiento de los dedos ralentizaba aún más la tarea. A pesar de ello, poco a poco logré encajar los fragmentos hasta reconstruir una sección considerable.
Entonces lo vi.
Cuando se produce una explosión lo bastante fuerte como para romper un cráneo, surgen una serie de fracturas en forma de rayo con origen común en el punto de impacto. Suelen ser fáciles de ver, pero yo no había conseguido encontrarlas. El problema es que había estado buscando en el lugar equivocado. Al unir los fragmentos había aparecido un conjunto de grietas irregulares con forma de telaraña. El característico zigzag de su trazado sólo podía deberse a un tremendo impacto, lo bastante contundente para fracturar el hueso sin romperlo del todo.
El cráneo había estallado como consecuencia del fuego, cierto, pero la explosión había tenido lugar en una zona castigada previamente.
Con sumo cuidado volví a colocar los fragmentos en el suelo. Brody había tenido razón desde el principio. Aquello no era un accidente.
La mujer había sido asesinada.
8
De vuelta a la caravana, ni siquiera me percaté de que el viento y la lluvia no habían cesado. Fuera la oscuridad era absoluta y la luz del vehículo brillaba en la ventanilla como si fuera un faro. Tenía un regusto amargo en la boca. Alguien había asesinado a una joven y luego había prendido fuego al cuerpo. Le gustara o no, Wallace no tenía más remedio que elevar la investigación a la categoría de homicidio.
Estaba furioso con el superintendente, pero sobre todo conmigo mismo. Que las muertes por fuego sean casos particularmente difíciles no era ningún consuelo; tendría que haberle hecho caso a mi instinto. Había otro punto que era preciso no perder de vista: sería un error dar por supuesto que, dado que la mujer no era del lugar, tampoco lo sería el asesino. Ignorábamos qué hacía la víctima en Runa, pero según Brody eran pocos los forasteros que visitaban la isla en esa época del año. Así las cosas, lo más probable era que hubiese llegado con alguien o para visitar a alguien que sí vivía ahí.
Lo cual significaba que el asesino todavía debía de seguir en la isla.
Mientras volvía a la caravana no podía apartar esa idea de mi cabeza. En comparación con el gélido caserío, en el interior del vehículo reinaba un calor casi sofocante procedente de las emanaciones de la estufa de parafina.
—¿Cómo va eso? —preguntó Duncan poniéndose de pie.
—Tengo que hablar con Wallace. ¿Puedo usar la radio?
—Sí, claro —accedió sorprendido. Y acercándome el aparato añadió—: Bueno, entonces espero fuera.
El transmisor era una de esas nuevas radios digitales que permiten llamar tanto a teléfonos fijos como a móviles, pero no pude localizar a Wallace en ninguno de sus números. «Fantástico.» Le dejé varios mensajes pidiéndole que me llamara y luego empecé a quitarme el peto.
—¿Va todo bien? —preguntó Duncan, entrando de nuevo.
—Sí, todo bien. —No tardaría en saber la verdad, pero yo prefería hablar con Wallace antes de nada—. Vuelvo al pueblo.
No tenía ningún sentido quedarse más tiempo en el caserío. No podía tocar nada hasta que llegara la brigada forense y necesitaba calmarme un poco y pensar en cuáles serían las consecuencias de mi hallazgo. Estaba a punto de marcharme, cuando me entró la duda.
—Oye, mantén los ojos abiertos, ¿de acuerdo? A la menor sospecha, en caso de que cualquiera se acerque por aquí, llama a Fraser enseguida.
—Sí, por supuesto —asintió Duncan en un tono entre perplejo y ofendido.
Salí a por el coche. Llovía a mares y las ventanillas del viejo Volkswagen de Ellen se empañaron nada más entrar. Encendí la calefacción para desempañarlas y, tras forcejear con la palanca de cambios, emboqué el camino en dirección a la carretera. Los limpiaparabrisas chirriaban de tanto como llovía. Conducía con la espalda erguida, forzando la vista a través de los cristales empañados de vaho. A esa hora casi no había tráfico, pero no tenía ningunas ganas de atropellar a alguna oveja rezagada sobre el asfalto.
Me encontraba a mitad de trayecto cuando de repente una silueta surgió en medio de la carretera. Tuve el tiempo justo de distinguir los ojos brillantes de un perro reflejando la luz de los faros y de pisar el freno, a continuación el coche viró fuera de control y tras un bandazo se detuvo en seco lanzándome contra el cinturón de seguridad.
La fuerza del impacto me dejó sin respiración. Temblando, me dejé caer sobre el respaldo y me froté el pecho allí donde se me había clavado el cinturón. No era nada grave y el motor seguía en marcha. El vehículo se había salido de la carretera para caer de través en una zanja, de modo que en vez del asfalto, los faros iluminaban unos espesos montículos de hierba.
Al menos había conseguido esquivar al perro. Antes de perder el control, pude ver que se apartaba de un salto. Era un golden retriever, así que a menos que en la isla hubiera dos, tenía que ser el de Strachan. Sabe Dios por qué estaba merodeando por ahí.
La idea de que, pudiendo elegir cualquier parte de la isla, hubiera ido a colocarse justo en frente de mí no me ayudaba precisamente a controlar los nervios. Puse la marcha atrás e intenté reincorporarme a la calzada. Las ruedas giraron y derraparon, pero el coche no se movió. A continuación puse la primera e intenté avanzar, pero el resultado fue el mismo.
Apagué el motor y bajé a echar un vistazo. El coche no parecía dañado, pero las ruedas traseras estaban encalladas en sendos surcos de barro. Me puse la capucha y abrí el maletero en busca de algo que pudiera aumentar la adherencia de los neumáticos, pero no encontré nada. Entré otra vez en el vehículo y mientras contemplaba las gotas de lluvia que atravesaban la luz de los faros como alambres de color blanco empecé a considerar mis posibilidades. Volver a la caravana no tenía sentido, de modo que me quedaban dos opciones: quedarme en el coche hasta que llegara alguien, o recorrer a pie el resto del camino hasta el pueblo. Si me quedaba, podían pasar horas. Caminando, al menos, no notaría tanto el frío.
Cuando me di cuenta de que me había olvidado la linterna en la caravana, en el interior del maletín, empecé a blasfemar. Encendí la luz del habitáculo y registré la guantera con la esperanza de encontrar una ahí dentro, pero aparte de viejos mapas y trozos de papel, no había nada.
Apagué la luz y esperé a que los ojos se me acostumbraran a la oscuridad. Pasado un rato, decidí que mis pupilas no daban más de sí. La noche había caído sobre Runa y la oscuridad no haría más que ir en aumento. Sentía cierta reticencia a salir del coche. Acababa de descubrir que podía haber un asesino en la isla, lo cual no es exactamente un alivio cuando uno se encuentra perdido en una carretera apartada.
Qué idea tan estúpida. Aunque el asesino siguiera en Runa, era poco probable que se encontrara ahí fuera. «Vamos, de nada sirve seguir esperando.»
Justo cuando salía del coche, la luna apareció a través de un claro de nubes, dotando a las turberas y las lomas de una belleza etérea e iluminando la carretera con un brillo plateado. Tras dar unos pasos, me sentí más optimista. «¿Lo ves? No pasa nada.» Pero mientras lo pensaba, las nubes ocultaron de nuevo la luna y la luz se extinguió de golpe.
Me sorprendió el espesor de aquella oscuridad. Yo había vivido en el campo y creía que sabía cómo era una noche oscura, pero aquellas tinieblas eran distintas de cuanto yo hubiera visto antes. Runa es una isla pequeña situada a varias millas de cualquier otra y en la que no hay grandes ciudades que despidan ni que sea un resplandor lejano. Levanté la mirada con la esperanza de ver escampar, pero fue en vano. Los bancos de nubes obstruían el brillo de las estrellas y la luna como si fueran una sábana.
Miré a mi espalda, con la vana esperanza de ver el coche, pero la oscuridad era absoluta. El sonido de mis pisadas era la única prueba de que efectivamente me encontraba en la carretera. «No es más que la oscuridad. No te hará nada.» Si conseguía no separarme de la carretera, no había por qué preocuparse. Tarde o temprano terminaría llegando al pueblo.
Pero a pesar de todo, mi confianza disminuía a cada paso que daba. La lluvia caía helada y el viento rebajaba mi calor corporal, mermando con ello mis sentidos del oído y de la vista.
No lo suficiente, sin embargo, para que no pudiera oír que algo se movía por la carretera a mis espaldas.
Me di la vuelta. El corazón me latía con fuerza y no se veían más que tinieblas. «Lo más probable es que se trate de una oveja, o algo que arrastra el viento. O el maldito perro de Strachan.» Me di de nuevo la vuelta y seguí caminando, pero todos mis sentidos estaban pendientes de esa presencia que me seguía, y así, mientras aguzaba el oído procurando averiguar qué era, de repente pisé en el vacío.
Caí hacia delante moviendo los brazos para mantener el equilibrio, pero terminé impactando contra el suelo y rodé cuesta abajo, perdiendo la noción del espacio. La hierba áspera me arañaba la cara, hasta que dejé de dar vueltas.
Aturdido y casi sin resuello, me quedé tendido sobre la hierba fangosa mientras la lluvia me salpicaba la cara. Enseguida supe lo que había ocurrido. Sin darme cuenta, me había apartado del centro de la calzada y había caído por un terraplén. «¡Imbécil!» Intenté incorporarme, pero al hacerlo sentí una punzada en el hombro izquierdo que me hizo gritar de dolor. Cuando el dolor se mitigó un poco, intenté mover el brazo de nuevo con cuidado, pero sentí otra punzada, no tan violenta como la primera, pero suficiente como para arrancarme un gemido.
No me daba la impresión de que hubiera roce de huesos, lo cual significaba que con un poco de suerte no tenía nada roto. Tragué la bilis que me había subido por la garganta y me palpé el hombro con la mano contraria. Aun con el abrigo puesto, pude notar que había algún problema con la articulación: notaba un bulto donde no debía haberlo, y al palparlo con los dedos me entraron náuseas.
Me había dislocado el hombro.
Intenté mantener la serenidad. «Respira hondo. Procedamos paso a paso.» Sabía que no podría mover el brazo hasta que la articulación no volviera a su sitio. Alargué el otro brazo, procurando encontrar el lugar donde la cabeza del húmero se había salido de la escápula. Hice una pausa, apreté los dientes y di un tirón.
Por poco me desmayo del dolor. Proferí un grito y cientos de puntitos luminosos me nublaron la vista. Cuando desaparecieron, me encontré de nuevo tendido boca arriba, con el sudor y la lluvia resbalándome por la cara. Sentía ganas de vomitar, y aunque logré reprimirlas, las arcadas me dejaron temblando y sin fuerzas.
Ni me molesté en examinar de nuevo el hombro. Sabía que seguía fuera de la junta. Notaba una fuerte palpitación, un dolor profundo que nacía en la base del cráneo y se irradiaba por todo el brazo. Me incorporé con dificultad y me puse en pie. La cabeza me daba vueltas. En esas circunstancias era impensable caminar hasta el pueblo. Tendría que encontrar el coche y aguardar ahí, con la esperanza de que, antes hoy que mañana, Fraser o Duncan salieran a buscarme.
Remontar el fangoso terraplén no fue tarea fácil. No veía nada y sólo podía utilizar una mano para ayudarme a subir. Cada pocos pasos tenía que descansar y el dolor del hombro aumentaba por momentos. Me pregunté si me habría roto algún ligamento, pero enseguida dejé de preocuparme. Ni que así fuera, nada podía hacer.
Para cuando la cuesta empezó a disminuir, yo estaba agotado y bañado en sudor. Subí como pude los últimos metros y cuando por fin estiré las piernas, noté que me flojeaban como si fueran de mantequilla. El alivio por encontrarme de nuevo en lo alto relegaba todo lo demás a un segundo plano, pero enseguida caí en la cuenta de que algo no iba bien.
La carretera no estaba.
La sensación de alivio se desvaneció. Con cuidado, avancé poco a poco. A cada paso esperaba sentir el asfalto bajo los pies, pero sólo había turba y barrizales. Era evidente que la caída me había desorientado más de lo que creía. En vez de volver a la carretera, había escalado una loma cubierta de hierba.
Me obligué a mantener la calma. Sólo cabía una posibilidad: la carretera tenía que estar del otro lado. No tenía sino que volver sobre mis pasos y subir por el otro lado.
Empecé a bajar por la cenagosa cuesta y recorrí los últimos metros deslizándome sobre la espalda. Caminé a tientas, intentando encontrar la cuesta por la que había caído, pero no pude encontrarla. «Vamos, tiene que estar por aquí.» El terreno, sin embargo, se resistía a los dictados de la lógica, y la oscuridad lo convertía en un laberinto de montículos y zanjas. Caminando a ciegas, resultaba imposible saber adónde dirigirse.
Sabía que no podía estar lejos de la carretera, pero no tenía forma de saber cómo llegar a ella. Alcé la vista esperando avistar las estrellas, pero cielo y tierra se confundían en una oscuridad impenetrable. El viento y la lluvia soplaban de un lado y del otro, como si se empeñaran en confundirme todavía más.
Empecé a temblar, tanto por los nervios como por el frío. Era consciente de que, aun a pesar del impermeable, si no encontraba refugio, corría riesgo de hipotermia. «¡Vamos, piensa! ¿Por dónde?» Escogí y me puse a caminar. Aunque tomara la dirección equivocada, caminar me ayudaría a conservar el calor. Como me quedase quieto era hombre muerto.
Fue difícil; era un terreno de brezos y hierba, y a cada paso estaba a punto de torcerme o romperme el tobillo. Algo se movió a mi lado y me quedé quieto como un muerto, procurando oír algo por debajo de las ráfagas de viento y del repiqueteo de la lluvia sobre mi capucha. No veía más que oscuridad. Mi corazón latía desbocado. «No es nada. Será sólo una oveja.»
Por más que lo intentaba, no podía dejar de pensar en el ruido que había oído detrás de mí en la carretera. Sabía que me estaba comportando de modo irracional, que aunque hubiera alguien ahí, no podría verme, de la misma manera que no podía verle yo a él. No servía de nada. Estaba desorientado y herido, y la oscuridad liberaba los temores atávicos que la luz del sol y el mundo moderno nos ayudan a soterrar.
Los míos estaban saliendo a la luz.
Seguí caminando. Llegué a una turbera y la tierra que pisaba se volvió más húmeda y quebradiza. Mientras la cruzaba dando ruidosas pisadas, me rechinaban los dientes. O hacía más frío o mi temperatura corporal estaba disminuyendo a pesar de mis esfuerzos. O quizás ambas cosas.
Tenía el hombro ardiendo, cada paso que daba era como si un calor blanco me lo traspasara de parte a parte. Había perdido la noción del tiempo, pero el cansancio aumentaba rápidamente, y con él, mi torpeza. A un lado volvió a oírse un ruido, el ruido de algo que se movía entre la hierba. Me giré en esa dirección y caí al suelo de costado, con lo cual todo mi peso fue a parar sobre el hombro herido, que parecía a punto de estallar del dolor.
Debí de desmayarme. Cuando recuperé el conocimiento estaba tendido boca abajo y la lluvia seguía golpeteándome la capucha con una cadencia hipnótica. Pude sentir el desagradable gusto arcilloso de la turba en mi boca. Apenas consciente, empecé a pensar en la cantidad de animales muertos, insectos y plantas que la formaban: milenios de podredumbre comprimidos en ese residuo petroquímico. Escupí e intenté levantarme, pero las fuerzas no me alcanzaban. El agua había traspasado el abrigo y estaba congelado hasta los huesos. Temblaba de frío y no me quedaban energías. Me desplomé de espaldas en el fango. «Qué manera tan ridícula de morir.» Era tan absurdo que casi resultaba cómico. «Lo siento, Jenny.» Si el simple hecho de estar ahí ya la había disgustado, en cuanto supiera que había muerto se pondría hecha una furia.
El intento de animarme con una dosis de humor negro tampoco dio resultado. Durante el tiempo que pasé ahí tendido, sentí rabia y tristeza. «¿Entonces se acabó? —me dije a mí mismo—. ¿Vas a rendirte?»
Y entonces, cuando parecía que todo iba a terminar de la peor manera, vi la luz.
Al principio la atribuí a mi imaginación. Era tan sólo una chispa de color amarillo que centelleaba en las tinieblas frente a mí, pero cuando moví la cabeza la luz se quedó inmóvil. Cerré los ojos y volví a abrirlos. La luz seguía ahí. Sentí renacer en mí la esperanza al pensar en la casa de Strachan. Estaba más cerca que el pueblo. Después de todo, tal vez había tomado la dirección correcta.
Una parte de mí sabía ya entonces que la luz estaba a demasiada altura para provenir de la casa, pero me traía sin cuidado. Era un objetivo, así que sin pensarlo siquiera, hice un esfuerzo por ponerme en pie y acercarme.
La luz brillaba frente a mí, pero era difícil saber a cuánta distancia. Daba lo mismo. Ese resplandor amarillo era para mí lo único que existía en el universo y yo avanzaba hacia él como una palomilla. Desde donde estaba vi que la luz no era constante, sino que parpadeaba a intervalos regulares. Sin apenas darme cuenta, el terreno empezó a elevarse y la cuesta se hizo cada vez más pronunciada. Con la ayuda del brazo bueno, fui subiendo; recorrí algunos trechos de rodillas, otros a pie con paso inseguro. La luz estaba cada vez más cerca. Me concentré en ella y traté de olvidarme de todo lo demás.
Por fin llegué a ella. No se trataba de un coche ni de una casa, sino de una hoguera encendida en frente de una cabaña de piedra medio derruida. Indeciso entre el desaliento y la confusión, miré en torno a mí. Me rodeaban varios montones de rocas dispuestas de forma irregular, y al verlas creí comprender. Me di cuenta de que no eran formaciones naturales.
Eran túmulos funerarios.
Recordé que tanto Brody como Strachan los habían mencionado. Y al recordarlo, comprendí que estaba más perdido de lo que creía.
A fuerza de vagar, había terminado subiendo a la montaña.
Los pies apenas me sostenían, ya casi no me quedaban energías y todo me daba vueltas. De pronto percibí un movimiento en la entrada de la cabaña en ruinas. Como el entumecimiento y el cansancio me impedían moverme, me quedé mirando y vi que una figura embozada salía lentamente del interior. Observándome desde debajo de la capucha, se acercó a la hoguera, las llamas se reflejaron en sus ojos.
Entonces fue como si el fuego se oscureciera y la noche me envolviera en sus tinieblas.
9
No soplaba ni una brizna de viento. Eso fue lo primero que pensé. Ni viento ni el tamborileo de la lluvia.
Sólo silencio.
Abrí los ojos. La luz del sol se filtraba a través de unas cortinas de color crudo, dejando ver una amplia habitación blanca. Paredes blancas, techo blanco, sábanas blancas. Lo primero que me vino a la cabeza fue que estaba en el hospital, pero al momento caí en que la mayoría de hospitales no ponen edredones ni camas dobles. Ni disponen de habitaciones con duchas acristaladas. Y la mesita de noche de rafia parecía recién salida de las páginas de una revista de decoración.
El hecho de no saber dónde me encontraba no me preocupó en ese momento. La cama era cálida y suave. Pasé un rato ahí tendido, repasando mentalmente la secuencia de mis últimos recuerdos. Por extraño que parezca, no me costó ningún esfuerzo. El caserío. El coche abandonado. La caída en la oscuridad. El fuego en la lejanía.
A partir de ahí todo se volvía borroso. Los recuerdos de la ascensión por la ladera de la montaña, del hallazgo de los viejos túmulos y de la figura que había surgido de la cabaña en ruinas tenían la textura inverosímil de los sueños. También acudían a mí imágenes inconexas de alguien llevándome a cuestas por la oscuridad y de mí gritando a causa del dolor del hombro.
El hombro...
Retiré el edredón y vi que no sólo estaba desnudo, sino que tenía el brazo izquierdo inmovilizado con un cabestrillo sobre el pecho. Por el aspecto, parecía obra de un profesional. Intenté mover el hombro con cuidado e hice una mueca al topar con la resistencia de mis doloridos ligamentos. El dolor era atroz, pero me pareció que ya no estaba dislocado. Por lo visto me lo habían colocado en su sitio, pero yo no lo recordaba. Cosa curiosa, porque que le recoloquen el hombro a uno no es precisamente una experiencia que se olvide así como así.
Me miré la muñeca y vi que no llevaba el reloj. No tenía ni idea de qué hora podía ser, aunque fuera había luz. Fue entonces cuando empecé a preocuparme. «Dios mío, ¿cuánto tiempo llevo inconsciente?» Todavía no le había dicho a Wallace —ni a nadie— que nos enfrentábamos a un caso de homicidio. Y le había prometido a Jenny que la llamaría la noche anterior. Debía de estar frenética pensando qué podía haberme ocurrido.
Tenía que volver. Aparté el edredón y, mientras buscaba la ropa con la vista, la puerta se abrió y entró Grace Strachan.
Era mucho más atractiva de como la recordaba. Llevaba el pelo recogido atrás, dejando a la vista la forma perfectamente ovalada de su rostro, y el pantalón negro y el suéter de color crema revelaban una figura esbelta pero sensual. Al verme, me sonrió.
—Hola, doctor Hunter. Sólo he venido a ver si estaba despierto.
Al menos ya sabía dónde estaba. Hasta que no bajó la mirada no reparé en que estaba desnudo y enseguida me tapé con el edredón.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó mirándome con una expresión divertida en sus ojos oscuros.
—Confuso. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Michael le trajo anoche. Le encontró en la montaña. O mejor dicho, usted le encontró a él.
Conque había sido Strachan quien me había rescatado. Recordé la figura de la hoguera.
—¿Era su marido al que vi ahí?
—Me temo que es una de sus aficiones. —Sonrió—. Es un consuelo saber que no soy la única que lo considera extraño. De todos modos, tuvo usted suerte de que estuviera ahí.
Eso era bien cierto, pero seguía sin saber cuánto tiempo había dormido.
—¿Qué hora es?
—Casi las tres y media.
Era pasado mediodía. Me puse a soltar imprecaciones para mis adentros.
—¿Podría utilizar el teléfono? Tengo que avisar de lo que ha ocurrido.
—Ya nos hemos encargado de eso. Michael llamó al hotel al llegar y habló con el sargento Fraser, creo que dijo. Le comentó que había tenido usted un accidente, pero que más o menos estaba entero.
Tenía algo ganado, pero aún debía ponerme en contacto con Wallace. Y con Jenny, para que supiera que nada me había sucedido.
En el caso de que me cogiera el teléfono.
—De todos modos me gustaría hacer una llamada.
—Por supuesto. Le diré a Michael que se ha despertado, él le traerá el teléfono —dijo Grace arqueando una ceja y esbozando una media sonrisa con los labios—. Y le diré que le traiga también la ropa.
Dicho esto se marchó. Me eché en la cama con impaciencia, me enfurecía haber desperdiciado todas esas horas. Al momento, sonaron unos golpes en la puerta.
Michael Strachan entró con mi ropa pulcramente lavada y planchada. Encima, colocados con cuidado, estaban la cartera, el reloj y el inservible teléfono móvil. Doblado debajo del brazo llevaba también un periódico, pero se lo quedó.
—Grace asegura que necesita esto —dijo, y sonrió mientras depositaba la ropa sobre una silla al lado de la cama. Y llevándose la mano al bolsillo, añadió—: Y esto también.
Quise llamar enseguida, pero me contuve. De no ser por ese hombre, tal vez estaría muerto.
—Gracias. Y gracias por lo de anoche.
—Olvídelo. Fue un placer poder ayudarlo. Aunque tengo que admitir que casi me mata del susto presentándose de esa manera.
—Lo mismo digo —dije con sequedad—. ¿Cómo me trajo hasta aquí?
—Durante buena parte de la bajada conseguí hacerle caminar —dijo encogiéndose de hombros—, pero en el último tramo tuve que cargármelo a la espalda.
—¿Me llevó a cuestas?
—Sólo hasta el coche. No siempre me lo llevo, pero ayer sí, por suerte, créame —dijo sin darle mayor importancia, como si cargar con un hombre a cuestas, ni que fuera por un breve trecho, fuera cosa de nada—. ¿Qué tal ese hombro?
Lo flexioné con cuidado. Aún dolía, pero ya era capaz de moverlo sin desmayarme.
—Mejor que antes.
—Bruce se las vio moradas para volver a colocárselo. De no ser por él, seguramente habríamos tenido que trasladarle en avión a un hospital. Eso o hacerle cruzar en el barco de Iain Kinross, pero creo que a usted no le habría hecho mucha gracia navegar en ese estado.
—¿Bruce...?
—Bruce Cameron, el profesor de la escuela. Además es enfermero titulado y se encarga del consultorio.
—Excelente combinación.
Por un instante su rostro adquirió una expresión que no supe cómo interpretar.
—Tiene sus momentos. Usted mismo lo conocerá dentro de nada. Grace le ha telefoneado para decirle que se ha despertado y se ha ofrecido para venir a ver qué tal está. Ah, y sus colegas han encontrado el coche de Ellen y lo han devuelto a la carretera. Le gustará saber que no ha sufrido daños. ¿Qué pasó? ¿Dio un volantazo intentando esquivar una oveja?
—No, no era una oveja. Era un golden retriever.
—¿Oscar? —exclamó Strachan con el rostro desencajado—. ¡Cielo santo, tiene que ser una broma! Me lo llevé conmigo y lo perdí de vista. Dios mío, cuánto lo siento.
—No se preocupe. Me alegro de no haberlo atropellado. —De pronto la curiosidad pudo más que la impaciencia—. Oiga, no lo tome como ingratitud, pero... ¿qué demonios estaba haciendo ahí?
—De vez en cuando voy de acampada —dijo divertido con un punto de vergüenza—. Grace cree que estoy loco, pero cuando era pequeño, en Sudáfrica, mi padre solía llevarme de safari. Cuando subo a esa montaña tengo la misma sensación de amplitud y soledad que sentía entonces. No es que yo sea religioso ni nada por el estilo, pero tiene algo... casi espiritual.
No me esperaba en absoluto esa faceta de Strachan.
—Desde luego solitario sí que es. Y frío.
—Hay que ir bien abrigado, y la soledad es parte del encanto. Además, el broch es un buen sitio para pensar.
—¿El broch?
—La cabaña de piedra donde estaba. Es un viejo faro. Me fascina la idea de que hace dos mil años hubiera alguien sentado ahí arriba junto al fuego. Me gusta pensar que estoy conservando la tradición. Y los túmulos son todavía más antiguos. Las personas que están enterradas ahí debieron de ser eminencias o jefes de clan, y hoy apenas queda un montón de piedras. Eso le da a uno un nuevo punto de vista sobre las cosas, ¿no le parece? —De pronto pareció cohibirse—. En fin, dejemos de hablar de mis oscuros secretos. Le he traído esto.
Me alargó el periódico que llevaba bajo el brazo. Era la edición del Lewis Gazette de la tarde anterior, y estaba abierta por la segunda página. En el titular, firmado por Maggie Cassidy, se leía: «Misteriosa muerte por fuego en Runa». La noticia describía con tintes sensacionalistas el hallazgo del cuerpo chamuscado, supliendo la falta de pruebas con abundantes especulaciones. Como era de esperar, hacía referencia a la combustión espontánea y yo aparecía como el «destacado científico forense David Hunter».
Pensé que podía haber sido peor. Por suerte no había fotografías.
—Ha llegado con el transbordador de esta mañana —comentó Strachan—. He pensado que querría verlo.
—Gracias. —El artículo me había hecho recuperar las prisas—. Detesto pedirle esto después de todo lo que ha hecho ya por mí, pero ¿podría llevarme al pueblo?
—Cómo no —dijo, y tras una pausa añadió—: ¿Pasa algo?
—Nada en concreto, pero necesito volver.
Strachan asintió pero no parecía muy convencido.
—Le espero abajo. Dúchese si quiere.
Esperé a que saliera del cuarto y cogí el teléfono. Tenía el número de Wallace guardado en el móvil, así que fui por él y llamé desde el fijo. «Vamos, vamos, contesta», suplicaba para mis adentros.
Esta vez lo cogió.
—¿Sí? ¿Doctor Hunter? —dijo con el tono de quien tiene cosas más importantes que hacer.
—Es un asesinato —dije lacónico.
Transcurrió un instante antes de que Wallace contestara. Luego soltó un improperio y me preguntó:
—¿Está seguro?
—Le asestaron un golpe en la parte posterior del cráneo, no se lo rompieron pero le causaron una fractura. Luego el fuego lo hizo estallar por ese punto, por eso no me percaté antes.
—¿No puede deberse a una caída? Tal vez se asustara al ver el fuego.
—Podría ser una caída, pero una herida como ésa la habría matado en el acto o como mínimo la habría dejado inconsciente. El caso es que luego no habría podido moverse, por lo que, de ser así, el cuerpo estaría tendido boca arriba, no boca abajo.
—¿Y no cabe la posibilidad de que haya usted cometido algún error? —preguntó suspirando.
Antes de contestar me tomé un segundo para controlar mis ánimos.
—Usted quería mi opinión; pues bien, ya la tiene. Alguien la mató y prendió fuego al cadáver. No fue un accidente.
Hubo una pausa durante la cual me pareció que casi podía leerle el pensamiento: sin duda estaba meditando cómo ingeniárselas para retirar a parte del equipo de forenses del accidente ferroviario y mandarlos a Runa.
—Bien, veamos —dijo adoptando un tono expeditivo—. Mañana a primera hora mandaré un equipo de apoyo y una brigada forense.
—¿No puede ser antes? —pregunté mirando por la ventana; la luz empezaba a declinar.
—Imposible. Primero tienen que ir a Stornoway, y desde allí dirigirse a Runa. Eso requiere tiempo. Tendrán que esperar hasta mañana.
La idea no me agradaba, pero no podía hacer otra cosa. Cuando Wallace colgó, llamé a Jenny al móvil. Saltó directamente el contestador. Dejé un mensaje diciendo que lamentaba no haber llamado antes, que todo iba bien y que volvería a llamar más tarde. Me pareció un mensaje inadecuado e inoportuno. Habría dado cualquier cosa por verla en ese preciso momento, pero de nada habría servido.
Sólo cuando colgué el aparato caí en la cuenta de que, sin pensarlo, había llamado antes a Wallace que a Jenny. Contrariado, retiré el edredón y mientras me levantaba me pregunté si eso indicaba algo acerca de mis prioridades.
La ducha me sentó de maravilla; el agua caliente no sólo me calmó el dolor del hombro, sino que se llevó consigo la suciedad y el mal olor de la noche anterior. El cabestrillo estaba hecho con velero, espuma y plástico y no era del todo rígido, así que al menos pude quitármelo. Vestirme con una sola mano fue más difícil de lo que esperaba. Apenas podía mover el brazo izquierdo, y el simple acto de ponerme el grueso suéter fue como una sesión intensiva de gimnasia.
Salí al corredor. La mansión había sido renovada de arriba abajo: las paredes blancas estaban recién enyesadas, y el suelo estaba cubierto con esteras de fibra de coco en lugar de con moqueta.
En lo alto de las escaleras había un gran ventanal con vistas a una pequeña cala de arena rodeada de acantilados. Unos escalones descendían hasta un muelle de madera donde estaba amarrado un flamante yate. Aun estando al reparo de la cala, la marejada hacía oscilar el mástil con violencia. A pesar de la falta de luz, alcancé a distinguir dos figuras de pie en el muelle. Una de ellas estaba señalando hacia la cala, y por el abrigo de color negro me imaginé que sería Strachan. Supuse que el otro debía de ser Bruce, el enfermero reciclado en maestro de escuela.
En el piso de abajo, una gran alfombra turca cubría buena parte del vestíbulo. De la pared del fondo colgaba un gran cuadro abstracto, una especie de torbellino de violetas y azules atravesado con trazos de color añil que resultaba llamativo y a la vez ligeramente perturbador. Cuando pasé por delante me fijé en que en la esquina inferior figuraba el nombre de Grace Strachan.
De la habitación del fondo llegaban unos acordes de guitarra española. Al entrar me encontré en una cocina amplia y luminosa perfumada de especias. Del techo colgaban unas cuantas sartenes de cobre y en los fogones hervían unas cazuelas.
Grace estaba al lado de la encimera, troceando verduras con evidente destreza.
—Veo que ha conseguido vestirse —dijo sonriéndome por encima del hombro.
—Me ha costado, pero sí.
Con la muñeca se apartó un mechón de cabello oscuro que le caía encima de los ojos. Incluso vestida con un delantal negro tenía un aspecto pasmosamente sensual. El efecto era tanto más intenso por el hecho de que a ella parecía pasarle inadvertido.
—Michael volverá enseguida. Ha ido con Bruce a la cala para enseñarle su último proyecto. Fue Bruce quien le colocó el hombro en su sitio anoche —puntualizó.
—Sí, su marido me lo ha dicho. Hizo un buen trabajo.
—Es un encanto. Se ha ofrecido para venir a ver qué tal está nada más terminar las clases. ¿Quiere comer o beber algo? Debe de estar hambriento.
Hasta ese momento no me había dado cuenta del hambre que tenía. No había comido nada desde el día anterior.
—¿Le preparo un bocadillo? —propuso Grace interpretando mi silencio—. ¿O qué tal una tortilla?
—De verdad que no...
—Entonces una tortilla.
Vertió un chorro de aceite de oliva en una de las sartenes y mientras se calentaba cascó tres huevos en un cuenco con gran habilidad.
—Michael dice que es usted de Londres —dijo mientras los batía.
—Así es.
—No sé cuánto tiempo hace que no voy por ahí. Cada dos por tres intento convencer a Michael para que bajemos, pero él es un animal de costumbres. No hay quien lo arranque de la isla. Él no pasa de Lewis, y ya me perdonará pero Lewis no es precisamente una meca cultural.
Nunca hubiera dicho que su marido fuera un animal de costumbres, aunque por lo visto ese hombre era una caja de sorpresas.
—¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí? —pregunté.
—¿Qué hará, cuatro años? No, cinco. ¡Señor! —exclamó sacudiendo la cabeza admirada de lo rápido que pasa el tiempo.
—Supongo que necesitaron un tiempo para acostumbrarse. Quiero decir por el hecho de vivir en una isla.
—En realidad no. Siempre nos han gustado los lugares apartados. A primera vista no hay nada que hacer, pero nunca nos aburrimos. Michael siempre anda ocupado, y yo ayudo en la escuela. Doy clases de dibujo.
—He visto el cuadro de ahí fuera. Impresionante.
Ella se encogió de hombros, pero parecía halagada.
—Bueno, sólo es una afición. Por eso tenemos tanto trato con Bruce, porque yo ayudo en la escuela. Antes de venir aquí, Bruce había sido profesor de primaria, fue una suerte encontrarlo. Y a mí me gustan mucho los niños, así que estoy encantada de poder trabajar con ellos.
Por un instante, una sombra de tristeza le veló el rostro, pero enseguida desapareció. Yo aparté la mirada con incomodidad, como si acabara de presenciar un gesto perteneciente a su más estricta intimidad. Había adivinado ya que ella y Strachan no tenían hijos, pero después de ver su cara supe cómo se sentía ella al respecto.
—He visto el yate que tienen en la cala —dije procurando abordar un tema menos espinoso—. Bonito barco.
—¿A que es precioso? —dijo Grace mostrando una sonrisa radiante mientras colocaba una rodaja de pan con mantequilla sobre la mesa—. Michael lo compró cuando llegamos. Sólo tiene doce metros de eslora, pero la profundidad de la cala no permite tener una embarcación más grande. Además, con ese tamaño puede manejarla una persona sola. A veces Michael se la lleva a Stornoway cuando tiene que ir ahí por negocios.
—¿Cómo se conocieron? —pregunté.
—Madre mía, nos conocemos casi de toda la vida.
—¿Novios de juventud?
—La historia típica y tópica —dijo ella riéndose—, pero así es. Crecimos en Johannesburgo. Michael es mayor que yo y cuando yo era pequeña siempre andaba detrás de él. Quizá por eso me gusta vivir aquí, porque lo tengo para mí sola.
Irradiaba una felicidad contagiosa. Empezaba a envidiar el matrimonio de Strachan. Al mismo tiempo, me hacía darme cuenta de cuánto nos habíamos distanciado Jenny y yo en los últimos tiempos.
—Listo —dijo deslizando la tortilla sobre el plato—. Sírvase usted mismo con el pan y la mantequilla.
Me senté y me puse a comer. La tortilla estaba deliciosa. Nada más terminar el último bocado, la puerta de la cocina se abrió, dejando entrar una ráfaga de viento y lluvia; el golden retriever entró como una exhalación y, totalmente empapado, se abalanzó sobre mí, que con la mano buena intenté quitármelo de encima.
—¡Oscar, no! —ordenó Grace—. Michael, no creo que a David le apetezca irse de aquí lleno de manchas de fango. ¡Oh, perro gamberro, lo has dejado todo perdido de barro!
Strachan entró detrás del perro. Le acompañaba el tipo del gorro militar al que había visto en la puerta de la escuela el día anterior.
—Lo siento, cariño, pero no encuentro las malditas botas de agua. ¡Oscar, pórtate bien! Ya le has causado suficientes problemas al doctor Hunter —dijo Strachan quitándome el perro de encima y dirigiéndome una sonrisa—. Me alegro de verlo fuera de la cama, David. Le presento a Bruce Cameron.
El otro hombre se había quitado el gorro, dejando al descubierto una cabeza afeitada en la que despuntaban unos pocos cabellos pelirrojos, signo inequívoco de su calvicie. Era bajito y de constitución menuda como la de un corredor de maratones, y tenía la nuez tan marcada que parecía que fuera a salírsele del cuello.
Desde que habían entrado no le había quitado el ojo de encima a Grace. A continuación se me quedó mirando. Sus ojos eran de un color increíblemente pálido e indefinible que se confundía con el de la córnea, por lo que su mirada parecía siempre estática.
Al ver mi plato vacío, una expresión que bien podía ser de odio le nubló el rostro, pero se disipó tan pronto como había aparecido.
—Gracias por lo del hombro anoche —manifesté tendiéndole la mano.
La suya era delgada y huesuda y estrechó la mía sin apenas ejercer presión.
—Fue un placer poder ayudar —dijo con una voz inesperadamente profunda y sonora que no se avenía en absoluto con su frágil complexión—. Supongo que su presencia aquí se debe a que ha de examinar el cuerpo que han encontrado.
—No te molestes en hacer preguntas —dijo Strachan con naturalidad—. Yo ya me he ganado un tirón de orejas por ello.
Cameron pareció no darse por enterado del consejo.
—¿Cómo tiene el hombro? —preguntó sin mucho interés.
—Mejor.
—Ha tenido suerte —dijo asintiendo con la cabeza con un gesto que denotaba hastío y a la vez autocomplacencia—. Yo diría que no hay daño en los ligamentos, pero hágase unas radiografías cuando vuelva a casa.
Por el modo en que lo dijo, parecía que si el daño era más grave, era tan sólo culpa mía. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño recipiente que colocó sobre la mesa.
—Es ibuprofeno, un antiinflamatorio. Tal vez ahora no lo necesite, pero le hará falta cuando se le pase el efecto del sedante.
—¿Sedante?
—Estaba delirando y tenía espasmos musculares, así que le di uno para que se calmase un poco.
Así se explicaba que no recordase nada y que hubiese dormido casi todo el día.
—¿Qué era? —pregunté.
—No se preocupe, tengo licencia para prescribir medicamentos —dijo mirando a Grace al tiempo que esbozaba una sonrisa que pretendía ser modesta pero que resultaba petulante.
Ni siquiera se ofreció a examinarme el hombro, claro que a esas alturas yo ya empezaba a intuir que no era ése el verdadero motivo de su visita.
—De todos modos, me gustaría saber qué era —insistí.
No quería parecer grosero, pero desde que una vez por poco me matan con una sobredosis intencionada de diamorfina no me gusta que me administren medicamentos sin saber qué son. Además, la actitud condescendiente de Cameron empezaba a enervarme.
Por fin parecía prestarme de veras atención, aunque la mirada que me lanzó no era ni mucho menos amistosa.
—Ya que le interesa tanto, le administré diez miligramos de diazepam y una anestesia local de novocaína. Luego le inyecté una dosis de cortisona para reducir la inflamación —dijo mirándome con desdén—. ¿Da usted su aprobación?
—Bruce, ¿te he dicho que David era médico de familia? —dijo Strachan, que hasta entonces sé había entretenido escuchándonos.
Evidentemente no se lo había dicho. Cameron se sonrojó, y yo me arrepentí de haber insistido de esa manera; no había sido mi intención avergonzarlo. A la vez, me pregunté cómo lo sabía Strachan. No es que fuera un secreto, pero tampoco acababa de gustarme que alguien que era poco menos que un extraño supiera tanto acerca de mi pasado.
—He estado rastreando por internet —dijo a modo de disculpa—. Espero que no se haya molestado, pero soy muy escrupuloso con todo lo relacionado con Runa. Además, es información de dominio público.
Tenía razón, pero no por ello dejaba de molestarme que escarbara en mi pasado. Luego pensé que a fin de cuentas me había llevado a su casa la noche anterior, supongo que eso disculpaba su curiosidad hasta cierto punto.
—Estaba enseñándole a Bruce la ubicación de las jaulas de mi próximo proyecto, la primera piscifactoría de Runa —dijo Strachan—. Criaremos bacalao del Atlántico. Es orgánico, ecológico y crearemos unos seis puestos de trabajo, quizá más, si tiene éxito. —Hablaba con un entusiasmo casi pueril—. Es posible que así le demos un impulso a la economía de la isla. La idea es empezar en primavera.
Grace había comenzado a deshuesar un pollo y cortaba la carne con la precisión de un jefe de cocina.
—No acabo de ver claro eso de instalar una piscifactoría al borde del jardín.
—Cariño, ya te he dicho que es el sitio mejor resguardado de toda la isla. Además, el jardín da al mar de todos modos, y el mar está lleno de peces.
—Sí, pero son visitantes puntuales. Los otros, en cambio, serán inquilinos permanentes.
Cameron soltó una carcajada aduladora. Vi que el rostro de Strachan adoptaba una expresión irritada, justo en el instante en que llamaron a la puerta principal.
—Qué solicitados estamos esta tarde —dijo Grace enjugándose las manos con un trapo, pero Strachan se le adelantó.
—Ya abro yo.
—Será alguno de sus amigos policías —me dijo Grace mientras llegaban unas voces desde el vestíbulo.
Eso esperaba yo, pero cuando Strachan volvió a la cocina, no vino acompañado de Duncan ni de Fraser, sino de Maggie Cassidy.
—Mira quién ha venido —dijo con un punto de ironía—. Ya conoces a Maggie, la nieta de Rose Cassidy, ¿verdad, Grace?
—Claro que sí —contestó Grace con una sonrisa—. ¿Cómo está tu abuela?
—Va tirando, gracias. Hola, Bruce —saludó Maggie, a lo que el maestro respondió moviendo la cabeza con desgana; luego se volvió hacia mí sonriendo—. Me alegra ver que está usted entero, doctor Hunter. Ya me han contado lo de su aventura de anoche. En el bar no se habla de otra cosa.
No me sorprendía en absoluto, pensé avergonzado.
—¿Qué te trae por aquí, Maggie? —preguntó Strachan—. ¿Buscas una exclusiva con el doctor Hunter?
—En realidad quería verle a usted. Y a la señora Strachan, por supuesto —añadió Maggie mirando a Strachan con grandes ojos francos, la viva imagen de la sinceridad—. Quisiera escribir una semblanza suya para el Lewis Gazette. Ahora que Runa sale en las noticias es el momento perfecto. Podemos hablar sobre lo que han hecho por la isla y sacar unas cuantas fotos de ustedes en casa. Quedaría un buen reportaje.
Strachan adoptó una actitud seria de repente.
—Lo siento, pero salgo fatal en las fotos.
—Oh, vamos, cariño —dijo Grace, entusiasmada con la idea—. Puede ser divertido.
—Sí, creo que es una gran idea, Michael —afirmó Cameron con su resonante voz de bajo—. Aunque tú no seas fotogénico, seguro que Grace lo compensa. Sería una buena publicidad para la piscifactoría.
—Tiene razón —dijo Maggie intentando sacar ventaja del comentario y mirando a Strachan con una sonrisa radiante en los labios—. Y apuesto a que queda usted genial en las fotos.
Me fijé en que Grace enarcaba una ceja al oír el descarado piropo de la periodista. Aunque Maggie no poseía una belleza convencional, desprendía una energía que la hacía indiscutiblemente atractiva. Strachan, sin embargo, parecía inmune a ella.
—No, no lo creo.
—Piénsenlo al menos durante un día o dos. Quizá...
—He dicho que no —dijo con rotundidad aunque sin alzar la voz—. ¿Querías algo más?
Aun sin perder la educación, su negativa había sonado irrevocable.
—Eh... no —respondió Maggie disfrazando su contrariedad de la mejor manera posible—. Eso era todo. Perdonen que los haya molestado.
—No es molestia —dijo Strachan—. De hecho, ¿podría pedirte un favor?
—Sí, por supuesto —dijo ella al tiempo que se le iluminaba el rostro.
—El doctor Hunter necesita que lo lleven al hotel. Si pudieras acompañarlo tú, me ahorrarías el viaje. ¿A usted no le importa, David?
La idea de compartir coche con una periodista que ya me había tomado por tonto una vez no me seducía del todo, pero puesto que ella también volvía al pueblo, lo juzgué pertinente. Además, los Strachan ya habían hecho suficiente por mí.
—Si a Maggie no le importa —contesté.
—Será un placer —accedió ella, aun cuando su mirada dejaba bien a las claras que me había leído el pensamiento.
—Vuelva por aquí antes de irse —dijo Grace besándome en la mejilla.
De tan cerca, su perfume desprendía un intenso aroma de almizcle. El breve contacto de sus labios perduró un buen rato sobre mi piel. Cuando se apartó, vi que Cameron me observaba sin molestarse en ocultar sus celos. Su indignación era tan evidente que no supe si debía avergonzarme o tal vez apiadarme de él.
Strachan, que parecía haber recuperado el buen humor, nos acompañó al vestíbulo. En cuanto abrió la puerta principal, nos recibió una ráfaga de viento helado y lluvia. Fuera, apoyada en la pared junto a la puerta, había una bicicleta de montaña embarrada con unas grandes alforjas de pesado aspecto sobre la rueda trasera.
—Bruce no habrá venido en bicicleta hasta aquí, ¿verdad?
—Dice que así se mantiene en forma —dijo Strachan en tono divertido.
—Menudo masoquista —murmuró Maggie, y tendiéndole la mano a Strachan agregó—: Encantada de volver a verle, Michael. Y si cambia de opinión...
—No lo creo —dijo él esbozando una sonrisa para atenuar la negativa. Detecté una sombra de travesura en su mirada—. Quizá si se lo pides con educación, el doctor Hunter acceda a concederte una entrevista. Estoy seguro de que le ha hecho gracia leer su nombre en el periódico de ayer.
La periodista enrojeció y no volvió a abrir la boca en lo que tardamos en llegar, luchando contra el viento, hasta su viejo Mini medio corroído por el óxido estacionado como un pariente pobre al lado del Saab de Strachan y un Porsche Cayenne negro que supuse sería de Grace.
Maggie se quitó el gran chaquetón rojo y yo me senté en el puesto del copiloto.
—La calefacción se ha quedado trabada al máximo, así que como no se quite el abrigo se va a freír —dijo lanzando el suyo de cualquier manera sobre el asiento trasero. Al caer, el relleno del chaquetón se hinchó de forma desagradable, como si fuera una bolsa llena de sangre. Yo me dejé el mío puesto. Bastante me había costado ponérmelo con el brazo en cabestrillo.
Maggie frunció el ceño e intentó poner el coche en marcha tirando del viejo botón del estárter.
—Vamos, maldito trasto —refunfuñó mientras el motor chirriaba y crujía—. Es de mi abuela, pero ella ya no lo usa. Es un montón de chatarra, pero cuando vengo por aquí me resulta muy útil.
Por fin el coche volvió a la vida en medio de un gran estruendo. Maggie metió la primera y salimos a la carretera. Yo me quedé mirando por la ventanilla hacia las turberas azotadas por el viento, que empezaban a desaparecer bajo la creciente penumbra.
—¿Qué, no va a decirme nada? —dijo ella de improviso.
—¿Nada de qué?
Estaba tan preocupado pensando en el curso que iba a tomar la investigación a partir de ese momento que ni siquiera había pensado en entablar conversación, pero Maggie, evidentemente, había malinterpretado mi silencio.
—De que le mintiera en el barco, cuando le dije que era novelista.
Tardé un instante en comprender de qué me estaba hablando, y la pausa hizo que Maggie se pusiera todavía más a la defensiva.
—Soy periodista, sólo estaba haciendo mi trabajo. No tengo que justificarme por ello.
—Yo no se lo he pedido.
—Entonces ¿sin rencor? —preguntó lanzándome una mirada insegura.
Suspiré. Bajo esa brusquedad aparente se escondía una gran vulnerabilidad.
—Sin rencor.
Parecía aliviada. Su rostro volvió a adoptar esa expresión de inocencia que, a esas alturas, ya empezaba a resultarme sospechosa.
—Ahora en confianza, ¿qué cree que pasó en el caserío?
—¿Nunca se da por vencida? —dije incapaz de reprimir la risa.
—Sólo era una pregunta, tenía que intentarlo —dijo ella con una tímida sonrisa.
Al menos sirvió para romper el hielo, y a mí no me quedaban fuerzas para enfadarme. Al día siguiente ella tendría una noticia mayor de la que hubiera podido imaginarse. Sentí una punzada de culpabilidad al pensar en el trastorno que estaba a punto de causarle a esa remota isla. Runa aún no lo sabía, pero su pacífica existencia estaba a punto de experimentar una brutal conmoción.
Cuán brutal, ni yo mismo podía imaginármelo.
10
Después de que Maggie me dejara en el hotel, fui en busca de Ellen para pedirle disculpas por haberme salido de la carretera con su coche, pero ella no quiso aceptarlas.
—No se preocupe por eso. Lo importante es que a usted no le ha pasado nada. Bueno, casi nada —rectificó con una sonrisa indicando el cabestrillo—. No todo el mundo que se pierde por estas islas tiene tanta suerte.
Cuando me tumbé en la cama, la última cosa en que podía pensar era en que había tenido suerte: estaba cansado, dolorido y el hombro me daba punzadas como si fuera un dolor de muelas. Me tomé un par de ibuprofenos de los que me había dado Cameron e intenté llamar de nuevo a Jenny, pero seguía sin contestar ni al móvil ni al fijo.
Le dejé mensajes en ambos números, dándole el teléfono del hotel y pidiéndole que me llamara. Cuando colgué me pregunté dónde podía estar. A esas horas debía de haber vuelto ya del trabajo, y aunque estuviera fuera de casa se habría llevado el móvil.
Pese al agotamiento y a mi moral por los suelos, decidí consultar el correo. Acababa de responder al último mensaje cuando alguien llamó a la puerta de la habitación.
Era Fraser. Todavía llevaba el abrigo puesto, que estaba empapado y frío por la lluvia.
—Veo que esta vez ha conseguido volver sin problemas ¿eh? —dijo lanzando una mirada de indiferencia al cabestrillo.
Como no sabía cómo responder a eso, le pregunté:
—¿Ha hablado con Wallace?
—Un superintendente no se digna a hablar con agentes de mi rango —dijo entre bufidos—; digamos que me han puesto con un subordinado. Así que según usted se trata de un homicidio —dijo dedicándome una mirada grave.
—Eso parece —respondí; eché un vistazo al pasillo para asegurarme de que nadie pudiera oírnos.
—La situación se jode por momentos —dijo, y sacudió la cabeza con preocupación.
—¿Los restos siguen a salvo? —pregunté.
No me quedaba tranquilo sabiendo que seguían en ese antro abandonado vigilados únicamente por Duncan.
—Oh, sí, sanos y salvos —gruñó Fraser—. Cada cinco minutos llaman desde la central dando gritos para que me asegure de que la casa, perdón, el «escenario del crimen», está bien protegido. Ni que custodiáramos las joyas de la corona.
Yo no estaba lo que se dice de buen humor, y sus quejas empezaban a hartarme.
—Por el momento ya se han cometido demasiados errores.
—¡No lo dirá por mí! —replicó—. Yo me limito a cumplir órdenes. Y hablando de órdenes, Wallace no quiere que se airee nada hasta que el equipo llegue aquí mañana. Eso significa que nuestro querido ex inspector Brody debe permanecer al margen como los demás.
Detecté cierta satisfacción maliciosa en su voz. En mi opinión, no había ningún mal en informar a Brody, pero la decisión no me atañía. Por lo demás, pronto se enteraría todo el mundo.
—Va a ser una pesadilla dirigir una investigación por homicidio en este pueblo —dijo Fraser frunciendo el entrecejo—. La parte buena de todo este asunto es que no creo que sea difícil pillar al asesino.
—¿Eso cree?
Sin detectar el tono irónico de mi pregunta, el sargento levantó los hombros y me expuso su teoría.
—Ya ha visto lo grande que es esto, no puede andar muy lejos. Alguien tiene que saber algo. Además, quienquiera que la haya asesinado no es precisamente un genio. ¿Quién mata a alguien en un lugar rodeado de mar y cenagales y después de quemar el cuerpo lo deja donde cualquiera pueda encontrarlo? —dijo con sorna—. ¡Sí, señor, menuda lumbrera!
Yo no compartía su optimismo. Había faltado poco para que el caso quedara archivado como muerte accidental. Tanto si el asesino era una persona astuta como si había contado con el factor suerte, no podíamos permitirnos correr más riesgos.
Una vez cumplido su deber, Fraser se fue rezongando para llevarle la cena a Duncan, que seguía en la caravana. Como no había necesidad de ir con él, me sumergí de nuevo en el ordenador, con la esperanza de que el trabajo lograra distraerme un poco.
En vano. Como mesa, el tocador junto a la cama era más bien incómodo, y las paredes de la habitación se me venían encima como si estuviera encerrado en la celda de un monje. Luego, mientras contemplaba la pantalla con la mirada perdida, percibí un leve resto del perfume de Grace Strachan en mi ropa, y eso terminó de desconcentrarme del todo.
Decidí cerrar el ordenador y llevármelo abajo. No tenía sentido quedarme en mi cuarto esperando a que Jenny telefonease. Si lo hacía, Ellen me avisaría.
Como todavía era temprano, el bar estaba casi vacío. Los dos viejos jugadores de dominó estaban sentados en la que debía de ser su mesa habitual. Al verme entrar, me saludaron con la cabeza, no sin cierta reserva.
—Feasgar math —dijo uno de ellos con educación.
Le devolví las buenas tardes y prosiguieron la partida como si yo no existiera. Sólo había otra persona en el bar, Guthrie, el tipo grandullón que, según Brody, se dedicaba a hacer chapuzas y de vez en cuando ayudaba a Kinross en el transbordador. Estaba acodado en la barra, observando su vaso de cerveza medio vacío con aire taciturno. Por el color de las mejillas, me dije que llevaba un rato allí.
Me dirigió una mirada hosca cuando me acerqué a la pizarra para apuntarme un whisky, pero enseguida volvió a concentrarse en el vaso. Me llevé la bebida a la mesita junto al fuego donde me había sentado dos noches atrás, con Brody primero y con Strachan después.
Abrí el ordenador, colocándolo de tal forma que nadie más pudiera ver la pantalla, y busqué el archivo de personas desaparecidas que me había enviado Wallace. Aún no había tenido ocasión de examinarlo, y si bien albergaba ciertas reservas de que pudiera serme útil en ese punto de la investigación, tampoco tenía nada mejor que hacer en esos momentos.
En el hogar, los bloques de turba dejaban escapar volutas de humo. Sobre su oscura superficie brillaban las llamas, de las que emanaba un penetrante olor terroso. El calor me provocaba sueño. Me froté los ojos e intenté concentrarme, pero cuando me disponía a abrir el primer archivo, una sombra oscureció la mesa.
Al levantar la vista, me encontré con la voluminosa figura de Guthrie inclinada sobre mí. La tripa le colgaba por encima del pantalón medio caído como si fuera una bolsa llena de agua, pero aun así su apariencia imponía respeto. El suéter remangado dejaba a la vista dos antebrazos lampiños y fornidos, y la pinta de cerveza casi vacía parecía minúscula en sus curtidas manos.
—¿Qué es eso? —preguntó arrastrando las eses.
Tenía las facciones flácidas de tanto beber y las mejillas teñidas de un tono similar al de la cerveza o el whisky. Desprendía un olor mezcla de soldadura de estaño, gasolina y sudor rancio.
—Trabajo —dije cerrando el ordenador.
Guthrie parpadeó, intentando tal vez asimilar la información. Recordé que Brody me había advertido que era mejor evitarlo cuando estaba borracho. «Demasiado tarde.»
—¿Trabajo? —dijo salpicando de babas la mesa y mirando con desprecio el ordenador—. Eso no es trabajo, trabajo es lo que uno hace con esto —añadió levantando delante de mi cara un puño del tamaño de la cabeza de un bebé, con los dedos gruesos y surcados de cicatrices—. Cuando uno trabaja se ensucia las manos. ¿Usted se ensucia las manos?
—A veces —dije pensando en los casos en que hay que rebuscar entre las cenizas de un cadáver incinerado o en los que hay que exhumar un cuerpo de una ciénaga helada.
—Y una mierda —espetó con una mueca de menosprecio—. Usted no sabe lo que es trabajar, ni usted ni los cabrones esos que me quitaron la barca, ahí sentados a su mesa del puto banco dando órdenes. ¡No han trabajado ni un solo día en su puta vida!
—¿Por qué no te calmas, Sean? —dijo con tacto uno de los jugadores de dominó, pero no sirvió de nada.
—Estoy hablando. Tú a lo tuyo —masculló Guthrie y volvió a mirarme, tambaleándose ligeramente—. Usted vino con la policía por lo del cuerpo ese —añadió como si fuera una acusación.
—Así es.
Esperaba que a continuación me preguntase de quién se trataba o cómo había muerto, pero por extraño que parezca no lo hizo.
—¿Y qué es lo que tiene ahí? —preguntó intentando tocar el ordenador.
—Lo siento, es privado —dije protegiendo el ordenador con mi mano.
El pulso empezaba a acelerárseme, pero aún era capaz de hablar con serenidad.
Guthrie intentó cogerlo por la fuerza, pero conseguí sujetarlo. Con su corpulencia, habría podido arrebatármelo sin problemas. Por suerte, aún no había llegado a ese punto, pero viendo su mirada era una posibilidad que no cabía descartar.
—Sólo quiero echar un vistazo —dijo en tono amenazante.
Ni aun con los dos brazos en condiciones habría podido ofrecerle resistencia. Era mucho más alto que yo y tenía aspecto pendenciero, pero después de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas estaba empezando a agotárseme la paciencia.
Además, se trataba de mi trabajo.
—He dicho que no —dije arrebatándole el ordenador de las manos.
La voz me temblaba, pero de rabia más que otra cosa. Guthrie abrió la boca sorprendido y luego apretó las mandíbulas. Cuando lo vi cerrar los puños, se me hizo un nudo en el estómago. Ya no podía hacer ni decir nada por evitar lo que estaba a punto de ocurrir.
—Eh, tú, tipo duro, ¿otra vez armando gresca?
Era Maggie Cassidy, de pie en la puerta. Avanzó hacia Guthrie y por un momento me asusté al ver lo pequeña que parecía al lado de esa mole, pero de pronto el rostro del tipo se iluminó con una sonrisa.
—¡Maggie! ¡Me habían dicho que estabas por aquí! —dijo achuchándola con fuerza.
Entre sus brazos, la periodista parecía todavía más pequeña.
—Sí, se me ocurrió venir a ver qué tal os va por aquí. Venga, suéltame ya, so bruto.
Ambos sonreían. Guthrie se había olvidado de mí, y su agresividad de matón de bar se había convertido en entusiasmo infantil. Sacudiendo la cabeza con fingida desilusión, Maggie le dio unas palmadas en su oronda tripa y dijo:
—¿Te has puesto a dieta, Sean? Estás en los huesos.
—Es de lo mucho que te he echado de menos, Mags —bramó Guthrie soltando una carcajada—. ¿Tomas algo conmigo?
—Creía que no ibas a preguntármelo.
Mientras se lo llevaba a la barra, Maggie me guiñó un ojo y saludó con una sonrisa a los dos tipos que jugaban al dominó. Cuando levanté el vaso de whisky, la adrenalina empezaba a remitir, pero aún me temblaba la mano. «Lo que me faltaba para redondear el día.»
El bar empezó a llenarse. Kinross llegó con su hijo y se quedaron con Maggie y Guthrie en la barra. Podía oír cómo se gastaban bromas y se reían. Me fijé en que Kevin Kinross se ruborizaba cada vez que Maggie hablaba con él, con lo que se le acentuaban más si cabe las manchas de acné. Mientras la periodista hablaba con su padre, el muchacho no le quitaba los ojos de encima, pero apartaba la mirada en cuanto ésta se dirigía a él.
Pensé que Bruce Cameron no era el único que estaba encaprichado de una de las mujeres del pueblo.
Al verlos ahí reunidos, charlando amistosamente, me di cuenta de pronto de que ése no era mi lugar. Esa gente había nacido y se había criado ahí, y sin duda moriría sin salir de esa comunidad cerrada. Compartían una identidad y unos lazos más fuertes que cualquier otro vínculo. Incluso Maggie, que se había marchado de la isla hacía años, estaba integrada en la comunidad de una forma que nos estaba vedada tanto a mí como a los «forasteros» como Brody o los Strachan.
Y uno de ellos era un asesino. Tal vez fuera alguno de los presentes. Mientras observaba las caras que tenía frente a mí, recordé las palabras de Fraser acerca del asesino de la joven: «Ya ha visto lo grande que es esto, no puede andar muy lejos. Alguien tiene que saber algo». Pero saber y delatar son cosas distintas.
Fuera cual fuese el secreto de Runa, me daba la impresión de que no iba a ser fácil desentrañarlo.
Empecé a sentirme incómodo en el bar, pero cuando ya estaba a punto de levantarme para ir a mi habitación, Maggie me vio y, disculpándose, se apartó del grupo de la barra. Kevin Kinross la siguió con una mirada furtiva mientras se acercaba a mi mesa, pero cuando se percató de que lo había visto desvió la mirada al instante.
Maggie se dejó caer sobre una de las sillas, esbozó una sonrisa y me dijo:
—Veo que usted y Sean estaban intercambiando impresiones.
—Es una forma de decirlo.
—Es inofensivo, pero le habrá caído mal.
—¿Y qué he hecho yo para caerle mal? —dije mirándola fijamente.
—Es un extraño, es inglés y viene a sentarse al bar con su portátil último modelo —dijo contando con los dedos—. Si lo que pretendía era pasar desapercibido, permítame decirle que se ha equivocado de táctica.
Me eché a reír; eso mismo estaba pensando yo en ese momento.
—Y yo que creía que bastaba con no meterme en los asuntos de nadie.
—Bueno, Sean es conocido por su mal humor cuando toma unas copas de más —dijo con una sonrisa—. Pero no puede culpársele. Era un buen pescador hasta que el banco le reclamó el préstamo sobre la barca. Ahora se dedica a hacer trabajillos y a arreglar una vieja carraca que todavía conserva. —Y dando un suspiro agregó—: No se lo tenga en cuenta.
Estuve a punto de decirle que no era yo quien había sacado el tema a colación, pero me callé.
—Será mejor que me vaya —dijo Maggie consultando el reloj—. Mi abuela estará preguntándose dónde ando. Sólo he venido a saludar, y además, prefiero esfumarme antes de que aparezca el sargento Fraser.
Era evidente que esperaba alguna pregunta por mi parte, y debo admitir que desde el viaje en barco me picaba la curiosidad.
—¿Se puede saber qué pasa entre ustedes dos? Supongo que no es un antiguo novio, ¿verdad?
—Fingiré no haber oído eso —dijo ella haciendo una mueca—. Digamos que la historia viene de lejos. Hace un par de años, nuestro amigo el sargento fue suspendido por agredir a una sospechosa estando borracho. Retiraron los cargos y tuvo suerte de que no le degradaran. La Gazette lo averiguó y publicó la noticia. —Se encogió de hombros procurando aparentar naturalidad, pero sin lograrlo del todo—. Fue mi primer gran artículo para el periódico. Como comprenderá, Fraser me tiene en su lista negra.
Y con una sonrisa entre compungida y orgullosa, volvió con el grupo de Guthrie y Kinross. Mientras se despedía de ellos, salí del bar y volví a mi habitación. Lo último que había comido era la tortilla de Grace, pero el cansancio me podía más que el apetito. A eso había que sumar cierto alivio por el hecho de que Brody no hubiera aparecido. Wallace estaba en su derecho de no querer informar del asesinato a un inspector retirado, pero después de todo lo que había hecho por ayudarnos, me habría sentido incómodo ocultándole información.
Al subir las escaleras mi agotamiento se hizo más patente. Ese viaje había sido un desastre desde el principio, pero me consolé pensando que a partir de ahora las cosas se encarrilarían. El día siguiente a esa hora, la brigada ya habría llegado y la maquinaria de la investigación forense se pondría por fin en marcha. En breve podría volver a casa y olvidarme del asunto.
Más me habría valido, sin embargo, no anticipar acontecimientos. Porque esa noche, la tormenta estalló sobre Runa.
11
La tormenta alcanzó la isla justo después de la medianoche. Más tarde supe que en realidad se trataba de dos frentes que, tras colisionar ante las costas de Islandia, habían prolongado su pugna durante el descenso desde el Ártico al Atlántico Norte. El temporal fue calificado como uno de los peores que habían experimentado las Hébridas en más de cincuenta años; los vendavales dejaron tras de sí un rastro de casas sin tejado y carreteras inundadas, antes de ir a estrellarse contra el territorio de Gran Bretaña.
Cuando la tormenta estalló yo me encontraba en la habitación. Pese al cansancio, me estaba costando dormirme. Jenny no había llamado, y seguía sin contestar ni al teléfono de casa ni al móvil. Era impropio de ella. Empezaba a rondarme la sospecha de que pudiera haberle ocurrido algo. Por si no bastara con eso, fuera el viento aullaba y golpeaba los cristales con furia, y el dolor en el hombro no remitía aun a pesar de los antiinflamatorios que me había tomado. Cada vez que el sueño me vencía, tenía la impresión de caer al vacío y volvía a despertarme de golpe.
Empezaba a considerar la posibilidad de levantarme y ponerme a trabajar cuando sonó el teléfono. Descolgué enseguida y contesté.
—¿Diga?
—Soy yo.
Una tensión de la que no me había percatado se apoderó de mí al oír la voz de Jenny.
—Hola —dije encendiendo la lámpara que había al lado de la cama—. Llevo todo el día llamándote.
—Ya lo sé, he oído tus mensajes —dijo con un hilo de voz—. He salido con Suzy y los compañeros del trabajo. Tenía el móvil apagado.
—¿Por qué?
—Porque no quería hablar contigo.
No sabía qué decir a eso. Una ráfaga de viento rodeó la casa, aullando en un tono cada vez más agudo, y la luz de la lámpara parpadeó como si quisiera responderle.
—Me preocupé al ver que anoche no llamabas —dijo Jenny transcurridos unos instantes—. No podía llamarte al móvil y ni siquiera sabía dónde te alojabas. Cuando recibí tu mensaje esta tarde, me puse... No sé, estaba muy enfadada, así que apagué el teléfono y salí. Ahora acabo de llegar y tenía muchas ganas de hablar contigo.
—Lo siento, no quería...
—¡No quiero que me pidas perdón! ¡Lo que quiero es que te largues de esa maldita isla y vuelvas a casa! Además, he bebido demasiado, por tu culpa.
Su voz dejaba traslucir una ligera sonrisa. Eso me hizo sentir un poco mejor, pero todavía había algo que me oprimía el pecho.
—Me alegro de que hayas llamado —dije.
—Yo también, pero que conste que todavía estoy enfadada contigo. Te echo de menos y no tengo ni idea de cuándo vas a volver.
Había un dejo de miedo en esa última frase. Jenny acababa de recuperarse de una experiencia que habría devastado a cualquiera, y aunque el trauma la había hecho más fuerte, de vez en cuando aún salía a relucir un poso de ansiedad. Ella, mejor que nadie, sabía lo delgada que es la línea que separa la vida cotidiana del caos. Y cuán fácil es cruzarla. —Yo también te echo de menos —dije.
Se hizo un denso silencio, interrumpido tan sólo por el crepitar de las interferencias.
—No puedes sentirte responsable de todo el mundo, David —dijo Jenny por fin—. No puedes solucionar los problemas de todos.
No supe interpretar con certeza si era resignación o pesar lo que había en su voz.
—No es eso lo que pretendo.
—¿Ah, no? Pues a veces lo parece. Al menos los del resto de la gente —dijo suspirando—. Creo que tenemos que hablar cuando vuelvas.
—¿De qué? —pregunté sintiendo un aguijonazo frío en el corazón.
Las interferencias aumentaron de volumen y no me dejaron oír la respuesta; luego disminuyeron, sin desaparecer por completo.
—¿... me oyes? —oí que decía Jenny.
—Te oigo muy mal. ¿Jenny? ¿Estás ahí?
No hubo respuesta. Intenté volver a llamar, pero no se oía el tono de línea.
La línea había caído.
Como si hubiera estado esperando a ese momento, la luz de la lámpara parpadeó con mayor intensidad. Al cabo de unos segundos se estabilizó, pero daba una luz más tenue. Por lo visto la tormenta no había afectado tan sólo a la línea telefónica.
Con gran tristeza y frustración, colgué el auricular. Fuera, el viento rugía victorioso y arrojaba violentas ráfagas de lluvia contra la ventana. Me levanté y miré hacia la calle. El vendaval había abierto un claro entre las nubes y la luna llena iluminaba la escena con una luz pálida y fantasmal. La farola de abajo temblaba bajo los embates del viento.
Al pie de ésta vi a una muchacha.
Parecía aterida de frío, como si las idas y venidas de la luz la hubieran cogido desprevenida. Cuando me asomé a la ventana levantó la cabeza y durante un segundo o dos nos quedamos mirándonos. No la reconocí. Parecía una adolescente y llevaba puesta una chaqueta fina que de nada servía en medio de la tormenta. Debajo llevaba lo que me pareció un camisón de color claro. El viento le agitaba la ropa y el pelo mojado se le pegaba a la cara. Mientras me miraba, pestañeaba para que el agua no se le introdujera en los ojos.
Luego se alejó de la farola y se perdió entre las sombras, en dirección al pueblo.
Cualquier esperanza que pudiera haber albergado de que la tormenta cesara por la mañana, se desvaneció nada más despertarme. El viento seguía azotando la ventana y la lluvia resbalaba por el cristal como si sollozara al no poder entrar en la habitación.
El recuerdo de la conversación inacabada con Jenny seguía pesándome, pero cuando comprobé el teléfono aún no se había restablecido la línea. Hasta que repararan la avería, la radio digital de la policía sería nuestra única vía de contacto con el mundo exterior.
Por suerte todavía había suministro eléctrico, aunque el parpadeo de la luz auguraba que eso no iba a durar mucho.
—Supongo que es uno de los encantos de vivir en una isla —comentó Ellen cuando bajé a desayunar. Anna estaba comiendo un cuenco de cereales en la cocina, caldeada gracias a una estufa de gas—. La línea se cae cuando hay una tormenta fuerte. Y si es fuerte de verdad, también se va la luz.
—¿Y cuánto suele durar?
—Un día o dos, a veces más. —Al ver mi cara, sonrió—. No se preocupe, estamos acostumbrados. Casi todo el mundo en la isla utiliza gasolina o bombonas de gas, y el hotel dispone de un generador de emergencia. No vamos a morirnos de hambre ni de frío.
—¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó Anna al ver el cabestrillo.
—Me he caído.
La niña se quedó pensando un segundo en mi respuesta.
—Pues tendrías que mirar dónde pisas —dijo muy segura, volviendo a sus cereales.
—Anna —la reprendió Ellen, pero yo me eché a reír.
—Sí, supongo que tienes razón.
Entré en el bar sonriendo; el comentario de la niña me había liberado del mal humor. ¿Qué más daba si los teléfonos no funcionaban durante un día o dos? Era una molestia, pero no cuestión de vida o muerte. Fraser ya había empezado a desayunar y lo encontré dando buena cuenta de un gran plato de huevos fritos, tocino y salchichas. Tenía resaca, pero no tan fuerte como la de la primera mañana. Sin duda, la inminente llegada del equipo de apoyo había mermado su entusiasmo.
—¿Ya ha hablado con Duncan? —pregunté al sentarme.
Tenía curiosidad por saber cómo aguantaría la caravana semejante ventolera. Seguro que, como poco, no había pasado una noche muy agradable.
—Sí, está bien —gruñó, y acercándome la radio añadió—: El súper quiere que le llame.
Al decir esto, mi buen humor se derrumbó. Sin duda serían malas noticias. Efectivamente.
—La tormenta se lo ha cargado todo —dijo Wallace sin rodeos. La conexión era pésima, tanto que parecía como si me estuviera hablando desde el otro extremo del mundo—. Mientras dure, va a ser imposible enviar a la brigada.
Aunque en cierto sentido me lo esperaba, la noticia me cayó como un jarro de agua fría.
—¿Y cuándo cree que podrá?
La respuesta se perdió entre los chasquidos de las interferencias y tuve que pedirle que me lo repitiera.
—Digo que no lo sé. Las rutas por mar y aire de Stornoway están cerradas hasta nuevo aviso, y el pronóstico para los próximos días no es bueno.
—¿Y el helicóptero de los guardacostas? —pregunté, pues me constaba que en ocasiones puede utilizarse para transportar a la policía a las islas de difícil acceso.
—Imposible. La tormenta ha causado problemas a muchas embarcaciones y no van a retirar un aparato de las tareas de rescate por un cuerpo que lleva muerto un mes. Y ni que fuera posible, las bolsas de aire que se crean en los acantilados de Runa complican las maniobras de los helicópteros incluso cuando hay buen tiempo, así que no voy a arriesgarme a mandar uno en estas condiciones. Lo siento, pero por el momento tendrán que esperar.
Me masajeé las sienes; la situación empezaba a producirme dolor de cabeza. Las palabras de Wallace volvieron a perderse por culpa de las interferencias.
—... instrucciones para solicitar la colaboración de Andrew Brody. Sé que está jubilado, pero en el pasado dirigió dos investigaciones por homicidio. Hasta que dispongamos de más hombres sobre el terreno, su experiencia puede sernos útil. Siga sus consejos. —Y tras una pausa añadió—: ¿Me ha entendido?
Estaba bien claro. De todos modos tampoco hubiera querido que Fraser asumiera el mando del caso. Al devolverle la radio al sargento intenté evitar su mirada.
Por supuesto, él conocía ya la noticia. Mientras apartaba la radio, me atravesó con la mirada como para darme a entender que todo aquello era culpa mía.
—¿Ya ha hablado con Brody? —le pregunté.
Pregunta equivocada.
—Puede esperar hasta que termine el desayuno —respondió Fraser clavando el tenedor en una loncha de tocino—. Y hasta que le lleve el suyo a Duncan —añadió moviendo el bigote al masticar—. Ahora ya no hay prisa, ¿verdad?
Tal vez no la hubiera, pero yo prefería informar a Brody lo antes posible.
—Se lo diré yo mismo.
—Como quiera —dijo Fraser mientras cortaba un trozo de huevo como si quisiera rayar el plato.
Cuando terminé de desayunar, él todavía estaba comiendo. Era más que evidente que para él ya no había prisa, así que lo dejé con la pataleta y le pregunté a Ellen cómo llegar a casa de Brody. Luego me puse el abrigo y me marché.
Nada más salir, el viento por poco me tumba. Embestía y aullaba como fuera de sí, y para cuando llegué al malecón, el hombro me dolía de andar encorvado para resistir sus ráfagas. Más allá de los acantilados, la niebla oscurecía el solitario Stac Ross. y las olas se estrellaban contra su base. En el puerto, los barcos ponían a prueba la resistencia de las amarras y el transbordador chocaba contra el embarcadero de hormigón, produciendo un ruido sordo al impactar contra las defensas.
Brody vivía al otro lado del puerto. Atravesé el malecón, procurando mantenerme lo más lejos posible de la salpicadura de las olas. Al otro lado, los acantilados se alzaban ante una pequeña playa de guijarros en la que había una gran choza de placas de metal ondulado. Alrededor se veían varias pilas de material de construcción recubiertas con lona y viejas barcas corroídas por la intemperie. A un lado de la choza, una decrépita barca de pesca sostenida sobre unos bloques parecía aguardar reparación; la madera del casco estaba parcialmente arrancada, dejando a la vista las cuadernas, que recordaban a las costillas de un esqueleto. Supuse que ésa sería la vieja barca que Guthrie estaba reparando. De ser así, deduje que aún le quedaba trabajo por delante.
La casa de Brody, una vivienda de una planta sin las modificaciones en PVC rígido realizadas por sus vecinos, quedaba algo apartada del puerto. Me pregunté si la antipatía que sentía por Strachan podía haberle llevado hasta el punto de rechazar la oportunidad de renovar la casa como habían hecho los demás.
Brody abrió la puerta como si hubiera estado esperándome.
—Pase.
Dentro olía a comida y a desinfectante de pino. La casa, pequeña y ordenada, era la viva imagen de las viviendas de solteros, con su típica ausencia de decoración. En la chimenea alicatada del salón silbaba una estufa de gas, y en el centro de la repisa había una fotografía de una mujer y una niña. Parecía tener unos años, y se me ocurrió que debían de ser su mujer y su hija.
Al vernos entrar, el border collie levantó la cabeza desde su canasta, removió la cola y se puso de nuevo a dormir.
—¿Una taza de té? —preguntó Brody.
—No, gracias. Perdone que me presente de improviso, pero el teléfono no funciona.
—Sí, ya lo sé.
Iba vestido con un grueso cárdigan.— Se detuvo junto a la chimenea y se puso las manos en los bolsillos sin decir nada.
—Tenía usted razón. Es un homicidio —dije.
—¿Está seguro de que procede correctamente contándomelo? —preguntó sin alterarse.
—Wallace quiere que lo sepa.
Le puse al corriente de mis descubrimientos y le referí las palabras del superintendente.
—Apuesto a que Fraser no se lo ha tomado nada bien —dijo sonriendo, pero enseguida se puso serio otra vez—. Una muerte accidental es una cosa, pero esto lo cambia todo. Me imagino que cabe la posibilidad de que el asesino no sea de la isla, pero es muy poco probable. La víctima debía de tener un motivo para venir a Runa, posiblemente para visitarlo. De momento no importa saber cómo llegó hasta aquí. Creo que por ahora podemos dar por hecho que el asesino es de aquí y que la víctima lo conocía.
Por mi parte, yo había llegado a la misma conclusión.
—Sigo sin entender por qué quemó el cuerpo y lo dejó en la casa en vez de enterrarlo o arrojarlo al mar —dije. Al contrario que Fraser, me costaba creer que se debiera tan sólo a un descuido por parte del asesino—. Y aún menos si el criminal vive en Runa. ¿Por qué iba a dejarlo ahí todas esas semanas hasta que alguien lo encontrara?
—Pereza o arrogancia, tal vez. O nervios. Hay que tener redaños para volver al escenario de un crimen —dijo Brody e hizo un gesto de frustración con la cabeza—. Dios mío, ojalá Wallace hubiera mandado un equipo entero cuando tuvo la ocasión. Tal vez a estas alturas ya habríamos identificado a la víctima. Si supiéramos quién es, sería mucho más fácil atrapar al asesino.
—¿Y qué podemos hacer?
—Aguardar a que amaine el temporal —dijo suspirando—, y esperar que esto se mantenga en secreto hasta entonces. Lo último que necesitamos es que la gente llegue a enterarse de que estamos investigando un asesinato antes de que lleguen los equipos.
En el pasado, yo mismo había formado parte de una comunidad que por poco se desintegra por culpa del miedo y la desconfianza, y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia.
—¿Le preocupa cómo podrían reaccionar? —pregunté.
—Un poco —asintió Brody—. Con o sin asesinato, a este tipo de comunidades no suele gustarles que gente de fuera se meta en sus vidas. Pero lo que más me preocupa es cómo podría reaccionar el asesino. De momento cree que el caso quedará archivado como muerte accidental, pero si llega a saber la verdad, no sé qué puede suceder, y prefiero no correr riesgos mientras sólo haya dos agentes de policía en la isla.
Mientras decía esto, Brody se palpó los bolsillos del cárdigan.
—Están en la repisa —dije.
Brody cogió el paquete de cigarrillos esbozando una sonrisa vergonzosa.
—Intento no fumar en casa. A mi mujer no le gustaba, y después de quince años de matrimonio, la costumbre queda arraigada. Como los perros de Pavlov.
—¿Son éstas su mujer y su hija? —pregunté indicando la fotografía.
Brody miró la fotografía mientras sacaba un cigarrillo del paquete.
—Sí, Ginny y Rebecca. Becky debía de tener... unos diez años en esa foto. Su madre y yo nos separamos más o menos un año más tarde. Terminó casándose con un corredor de seguros —dijo encogiéndose de hombros con impotencia.
—¿Y su hija?
Por un momento hubo silencio.
—Está muerta.
La respuesta me sentó como un puñetazo en el estómago. Fraser me había dicho que Brody no había vuelto a ver a su hija, pero nada más.
—Lo siento. No lo sabía —dije aturdido por el bochorno.
—No pasa nada. En realidad no hay pruebas de ello, pero yo sé que está muerta. Lo presiento —dijo mirándome—. Wallace me ha hablado de usted. Usted también es padre, sabe a qué me refiero. Es una parte de ti lo que desaparece.
No me gustaba que Wallace le hubiera puesto al corriente de mi pasado. Por entonces, oír hablar a alguien de la muerte de Kara y Alice todavía lo consideraba una intromisión. De todos modos, comprendí a qué se refería Brody.
—¿Qué ocurrió?—pregunté.
Brody se quedó mirando el cigarrillo que tenía en la mano.
—No nos entendíamos. Becky siempre fue muy rebelde. Una cabezota, como yo, supongo. Perdí el contacto con ella cuando murió su madre. Al jubilarme, fui en su busca. Me compré la caravana para ahorrarme los hoteles. Pero no sirvió de nada. Como policía, es decir como ex policía —corrigió—, sé lo fácil que es que alguien desaparezca. Y también sé cómo son las búsquedas: llega un punto en que te das cuenta de que esa persona no volverá a aparecer. Por lo menos, no con vida.
—Lo siento —repetí.
—Son cosas que ocurren —dijo con una expresión impasible en el rostro, y levantando el cigarrillo preguntó—: No le molesta, ¿verdad?
—Es su casa.
Asintiendo, volvió a guardarlo en el paquete.
—Fumaré luego, cuando salga. La fuerza de la costumbre, como digo.
—Verá, quizá le parezca un poco... extraño —dije—, pero anoche vi a una muchacha bajo la ventana del hotel. Debía de ser más de medianoche. Como mucho tendría quince años, estaba chorreando y no llevaba más que una chaquetilla.
—No se preocupe, no eran visiones —me tranquilizó Brody riendo por lo bajo—. Debía de ser Mary Tait, la hija de Karen. ¿Se acuerda de ella, la mujer que gritaba en el bar? Creo que ya le dije que la niña es un poco... En fin, en mis tiempos decíamos «retrasada», pero ya sé que ahora no lo llaman así. Su madre le deja hacer lo que quiere y la niña anda por la isla a cualquier hora del día o de la noche.
—¿Y nadie dice nada?
—Es inofensiva.
—No me refería a eso.
Retrasada o no, físicamente la niña ya era adulta. Podía ser presa fácil para cualquiera que quisiera aprovecharse de ella.
—Ya le he entendido —dijo Brody—. Alguna vez he pensado en llamar a los servicios sociales, pero no creo que nadie de Runa tenga intenciones de hacerle daño. Si alguien lo hace, sabe a lo que se expone.
—¿Está seguro? —pregunté pensando en el cuerpo de la joven hallada en el caserío.
—Tiene razón. Quizá será mejor que me...
La frase quedó interrumpida por unos golpes en la puerta. El viejo border collie levantó las orejas y empezó a gruñir.
—Sssh, Bess —dijo Brody mientras iba a abrir.
Se oyeron voces y, al momento, Brody volvió con Fraser, que venía mojado y con cara de pocos amigos.
—Tenemos un problema.
Duncan nos esperaba impaciente al lado de la caravana. El tiempo era mucho más inclemente ahí, lejos del amparo de las casas y los acantilados. El viento, que parecía soplar con renovada intensidad, descendía por las herbosas laderas del Beinn Tuiridh en dirección a las turberas.
El agente se acercó corriendo al coche sin darnos tiempo de bajar. El viento nos pegaba los abrigos al cuerpo y a punto estuvo de arrancarme la puerta de las manos al abrir.
—He llamado en cuanto ha ocurrido —dijo casi a voz en grito para hacerse oír—. He oído el ruido hará media hora.
Lo que había ocurrido saltaba a la vista: el vendaval había arrancado de cuajo una sección del tejado del caserío. Los restos de éste colgaban en precario equilibrio, crujiendo y agitándose bajo la arremetida del viento, que parecía empeñado en terminar lo que había empezado. Si los restos de la mujer seguían intactos, no sería por mucho tiempo.
—Lo siento —dijo Duncan como si nos hubiera defraudado.
—No es culpa tuya, hijo —dijo Brody dándole una palmada en el hombro—. Llama al superintendente Wallace y comunícale cuál es la situación. Dile que tenemos que sacar los restos antes de que lo poco que queda del tejado se derrumbe.
Duncan miró vacilando a Fraser, y éste hizo un ligero gesto de asentimiento con la cabeza. Mientras el agente iba a por la radio, los demás nos dirigimos a la casa. La cinta policial que precintaba la puerta seguía en su sitio, agitada por el viento, pero la puerta en sí estaba en el suelo de lo que antaño fuera la cocina. Había tejas rotas por todas partes y la lluvia penetraba en la casa a través del agujero del tejado. De pronto cayó otra teja, pero nos apartamos a tiempo.
Duncan llegó corriendo y haciendo gestos de negación con la cabeza.
—No consigo dar con él. He hablado con la comisaría de Stornoway y me han dicho que intentarán localizarle.
Brody se quedó observando el desastre del interior de la casa. La lluvia le resbalaba por la cara.
—No tenemos elección, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia mí.
—No —contesté.
Asintiendo con la cabeza, Brody dio un paso adelante y arrancó la cinta del precinto.
—Pero ¿se puede saber qué demonios está haciendo? —exclamó Fraser.
—Evacuar los restos antes de que el tejado se venga abajo —contestó Brody sin detenerse.
—¡Esto es el escenario de un crimen! ¡No puede hacer esto sin autorización!
—No hay tiempo para eso —dijo Brody arrancando el último trozo de cinta.
—Tiene razón —le dije a Fraser—. Tenemos que salvar lo que podamos.
—¡Yo no me hago responsable! —protestó Fraser.
—Nadie se lo ha pedido —le espetó Brody al tiempo que entraba en la casa.
Entré tras él, abriéndome paso entre las tejas rotas que cubrían el suelo de la cocina. La habitación donde se hallaban los restos no se encontraba en tan mal estado, pero se había hundido casi la mitad del tejado. El reflector estaba roto en el suelo, la cuadrícula había quedado hecha un amasijo de hilos y la lluvia había convertido las cenizas del suelo en un charco de lodo negro.
Las bolsas con las cenizas y los huesos recogidos antes de interrumpir la investigación estaban en el suelo rodeadas de agua, pero por lo demás parecían intactas.
—Tenemos que sacar las bolsas —le dije a Brody—. Necesitaré el maletín que está en la caravana.
—Voy por él —dijo Duncan desde el umbral.
No me había dado cuenta de que había entrado con nosotros. De Fraser, en cambio, ni rastro.
—Trae todas las bolsas que puedas —dije. De pronto un golpe de viento hizo crujir lo que quedaba del tejado y yo me estremecí—. Y date prisa.
Mientras Brody y Duncan se llevaban las bolsas con las pruebas a la caravana, yo me quedé examinando el resto del cuerpo. Había algo infinitamente triste en ver una vida reducida a eso, a unos cuantos fragmentos carbonizados a punto de ser barridos por los elementos. Por suerte, las fotos que había tomado al llegar servirían como testimonio visual. No era mucho, pero era mejor que nada.
Cuando Duncan volvió con el maletín, me coloqué como pude un peto por encima del cabestrillo, me puse un guante y me agaché junto al cuerpo. Dándome toda la prisa posible, introduje el cráneo y el maxilar en un par de bolsas y recogí los fragmentos de hueso y los dientes esparcidos por el suelo.
Apenas había terminado cuando el tejado empezó a crujir y una teja se estrelló en el suelo a sólo unos centímetros de mí.
—Creo que tendrá que apresurarse —afirmó Brody desde la puerta.
—Eso estoy haciendo.
De repente, el viento cesó y todo quedó sumido en una calma interrumpida tan sólo por la cascada de agua que seguía cayendo al suelo.
—Parece que amaina —dijo Duncan.
Brody aguzaba el oído. Se oía un rumor lejano, como el rugido de un tren aproximándose.
—No, sólo ha cambiado de dirección —dijo, y al momento el viento volvió a abatirse sobre el caserío.
La ráfaga llenó la habitación de ceniza y lodo. Encima de nosotros, la madera del tejado respondió con un crujido y arrojando tejas al suelo.
—Vámonos —gritó Brody en medio de la confusión, empujando a Duncan hacia la puerta.
—Todavía no —grité.
Aún no había embolsado ni la mano ni los pies, imprescindibles para sacar huellas y analizar el tejido blando. Pero antes de que pudiera moverme, se oyó un gran estruendo y el tejado empezó a agrietarse.
—¡Corra! —gritó Brody, y mientras yo me agachaba a recoger la mano, él tiraba de mí para ponerme de pie.
—¡El maletín! —grité.
Brody lo agarró sin detenerse. Mientras corríamos hacia la cocina, empezaron a caer cascotes. Al momento, se oyó un estruendo ensordecedor; por un momento creí que todo se hundía y por poco se me para el corazón. Por fin logramos salir y ponernos a salvo.
Resollando, nos dimos la vuelta y miramos a nuestra espalda. El edificio entero se había venido abajo. Parte de él había sido arrancado por el viento, mientras que el resto se había derrumbado, llevándose consigo hasta los muros. La habitación en la que estábamos segundos antes había quedado sepultada bajo los escombros.
Y con ella, los restos de la joven asesinada.
Fraser y Duncan estaban a mi lado, con el sobresalto impreso todavía en sus rostros.
—Por Dios bendito —murmuró Fraser, mirándome.
Comprobé que mi peto estaba manchado de ceniza húmeda y noté que también tenía embadurnada la cara, que debía de semejarse a la de un penitente en Semana Santa. Pero no era eso lo que miraba fijamente el sargento.
Aferrada en mi mano, como si fuera la pieza de un maniquí, llevaba la mano de la muerta.
12
Nos llevamos las bolsas con las pruebas al pueblo. La única alternativa era dejarlas en la caravana, pero el problema era que, si bien los huesos y las cenizas podían almacenarse ahí, la mano de la mujer era necesario conservarla a baja temperatura para evitar la descomposición del tejido. Y la caravana no disponía de nevera.
A Duncan se le ocurrió que podíamos trasladarla al consultorio, pero eso habría que hablarlo con Cameron y probablemente también con Strachan, en tanto que era él quien lo financiaba. Ya que no habíamos tenido más opción que retirar los restos del escenario del crimen, ése era el lugar más indicado.
Fraser seguía rezongando. Quería dejar bien claro que él rechazaba toda responsabilidad sobre nuestra decisión.
—En ningún momento les he dado permiso —nos recordó mientras cargábamos las pruebas en el Land Rover—. La idea ha sido suya, no mía.
—¿Habría preferido que lo dejáramos ahí dentro? —preguntó Brody, moviendo la cabeza en dirección al caserío sin tejado—. ¿Quién le habría explicado a la brigada forense que nos hemos quedado de brazos cruzados mientras los escombros sepultaban el cuerpo?
—Yo sólo digo que no pienso asumir responsabilidades. Ustedes mismos pueden comunicárselo a Wallace.
Seguíamos sin poder ponernos en contacto con el superintendente. En cuanto a Fraser, casi me daba pena; detrás de sus bravatas se escondía un hombre incapaz de admitir su propia impotencia.
—Oh, no se preocupe, yo mismo lo haré —dijo Brody con una voz suave que, no obstante, traslucía un tono peyorativo—. Y visto que se lava usted las manos en este asunto, tal vez quiera sustituir a Duncan. Así el muchacho podrá asearse un poco en mi casa cuando hayamos dejado las bolsas en el consultorio.
—¿Quiere que me quede aquí? —gritó Fraser incrédulo—. ¿Para qué? ¡Si aquí no queda nada!
—Pero sigue siendo el escenario de un crimen —dijo Brody encogiéndose de hombros—. Claro que si prefiere decirle a Wallace que lo ha dejado sin vigilancia, allá usted.
—A mí no me importa quedarme —dijo Duncan, que hasta entonces había estado escuchando, sin saber cómo intervenir.
—Tú ya has estado de servicio toda la noche —dijo Brody antes de que Fraser pudiera responder—. Y estoy seguro de que el sargento Fraser nunca le pediría a un agente novato que hiciera algo que él mismo no estaría dispuesto a hacer.
La expresión de Fraser manifestaba que Brody le había tocado el amor propio.
—Muy bien —dijo clavándole un dedo a Duncan—, pero te quiero aquí como máximo a las seis. Esta noche también la pasarás aquí. —Y mirando a Brody con aires de triunfo, añadió—: Porque alguien tiene que vigilar el escenario del crimen, ¿verdad?
Vi que a Brody se le hinchaban los músculos de su prominente mandíbula, pero no dijo nada y por fin Fraser se fue hacia la caravana. Luego, sonriendo, le dijo a Duncan, cuya confusión iba en aumento:
—No pongas esa cara, hijo. No te molestes, pero una ducha te sentará bien.
Subí al Range Rover con Duncan, y Brody nos siguió con su coche. Fue un alivio dejar de sentir el viento y la lluvia. Me dolía el hombro, seguramente por haber salido corriendo de la casa. Recliné la cabeza en el asiento y cerré los ojos. Lo siguiente que recuerdo es a Duncan despertándome.
—¿Paramos a recogerla, doctor Hunter?
Me enderecé en el asiento y vi frente a nosotros el Porsche Cayenne que había visto en casa de Strachan parado en el arcén. Al lado, inconfundible con su parca blanca, Grace agitaba los brazos.
—Sí, mejor.
Cuando paramos a su lado, el viento soplaba revolviéndole el cabello. Bajé la ventanilla.
—¡David, gracias al cielo! —dijo dedicándome una sonrisa radiante—. Soy un desastre, iba al pueblo y el maldito coche se ha quedado sin gasolina. ¿Les importaría llevarme?
Al principio vacilé, pensando en las bolsas con las pruebas que llevábamos en el maletero. Como la carretera era demasiado estrecha, Brody se había detenido detrás de nosotros, por lo que pensé proponerle que fuera con él. Luego, sin embargo, tras recordar la tensa relación que mantenían Brody y su marido, descarté la idea.
—Si es molestia, iré a pie —dijo Grace borrando la sonrisa de su rostro.
—No, no es molestia —dije, y girándome hacia Duncan añadí—: ¿Te parece bien?
—Claro, genial —dijo él; hasta entonces el muchacho no había visto a la mujer de Strachan—. Quiero decir que no, que no es ninguna molestia.
A pesar de las protestas de Grace, me senté detrás y le dejé a ella el asiento del copiloto. El delicado olor de almizcle de su perfume llenó el habitáculo, y yo procuré aguantar la risa al ver que Duncan conducía con la espalda mucho más erguida que antes.
Cuando los presenté, Grace le dirigió una sonrisa encantadora.
—Tú debes de ser el joven que estaba en la caravana.
—Sí, señora.
—Pobrecito —dijo ella tocándole el brazo.
Desde donde yo estaba pude ver que las orejas de Duncan adquirían una tonalidad encarnada. Supongo que Grace no debió de darse cuenta del efecto que ejercía sobre el muchacho. Luego se volvió para hablar conmigo, y Duncan pudo concentrarse en la carretera.
—Gracias otra vez por parar. Deben de pensar que soy tonta por haberme quedado sin gasolina de esa manera. Como en la isla no hay ninguna gasolinera, guardamos el combustible en bidones. Pero juraría que Michael me dijo que había llenado los depósitos la semana pasada. ¿O fue la anterior? —dijo dudando unos instantes hasta darse por vencida—. En fin, la próxima vez supongo que me acordaré de mirar el indicador.
—¿Dónde quiere que la dejemos? —pregunté.
—En la escuela, si no es molestia. Esta mañana tengo clase de pintura.
—¿Estará Bruce Cameron?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
Sin entrar en detalles, le expliqué lo que había ocurrido con el caserío y que necesitábamos utilizar el consultorio.
—Señor, qué repelús —dijo Grace haciendo una mueca—. Pero no creo que a Bruce le importe.
Yo no estaba tan seguro, pero no me imaginaba a Bruce negándole algo a esa mujer. Cuando llegamos a la escuela, Grace entró corriendo. Yo dejé a Duncan custodiando los restos y fui a decirle a Brody lo que había pasado.
—Ahora sí que vamos a divertirnos —comentó él saliendo del coche.
Entramos en el patio de la escuela. Era un edificio nuevo, pequeño y de techo plano. Para llegar a la puerta había que subir unos cuantos escalones de madera, y al otro lado se abría un aula que ocupaba la mayor parte del interior. En una de las paredes se alineaban una serie de monitores de ordenador, y los pupitres estaban dispuestos en ordenadas filas de cara a la pizarra, colgada en la pared del fondo.
En ese momento, los alumnos estaban reunidos en torno a una gran mesa redonda situada en la parte posterior del aula sobre la que había varios botes de pintura, pinceles y tarros con agua. En total serían una docena, de edades comprendidas entre los cuatro y los nueve o diez años. Entre ellos reconocí a Anna. Al verme, sonrió con timidez pero luego volvió a concentrarse en el folio de papel que tenía entre las manos.
Grace ya se había quitado el abrigo e intentaba organizar la clase.
—Espero que esta semana no vuelva a darnos por derramar agua por todas partes, ¿eh? Sí, te miro a ti, Adam.
—No, señorita Strachan —dijo un chiquillo pelirrojo sonriendo con aire contrito.
—Más vale, porque al que se porte mal le pintaremos la cara. Y supongo que no querréis tener que explicarles a papá y a mamá por qué os han pintado la cara, ¿verdad?
Los niños se echaron a reír diciendo a coro: «No, señorita Strachan». Daba la impresión de que Grace se encontraba en su salsa, y hasta parecía más atractiva que de costumbre. Se volvió hacia nosotros con las mejillas rojas y con la cabeza nos indicó la puerta del fondo del aula.
—Vayan, ya le he dicho a Bruce que querían hablar con él.
Dicho esto, volvió a los niños y nosotros cruzamos la sala. La puerta del despacho estaba cerrada, y cuando llamé no hubo respuesta. Empezaba a creer que Cameron se había escabullido cuando oímos su lenta voz de bajo.
—Adelante.
Mirando a Brody, abrí la puerta y entré. La mayor parte de la habitación estaba ocupada por el escritorio y un archivador. Cameron estaba de pie de espaldas a nosotros, mirando por la ventana. Me pregunté si lo habría hecho a propósito, pues la luz entraba de frente. Luego se dio la vuelta y nos recibió con una mirada adusta.
—Ustedes dirán.
Me convencí a mí mismo de que las cosas serían más sencillas si conseguíamos obtener su colaboración.
—Necesitamos utilizar el consultorio. La tormenta ha derribado el tejado del caserío y necesitamos un lugar donde almacenar lo que hemos podido rescatar.
—¿Quiere decir que pretenden almacenar restos humanos? —preguntó escrutándonos fríamente con sus desorbitados ojos.
—Sólo hasta que podamos trasladarlos fuera de la isla.
—Y entretanto ¿qué hago con mis pacientes?
—Vamos, Bruce —intervino Brody—, sólo pasas consulta dos veces por semana, y la próxima no es hasta dentro de dos días. Para entonces ya habremos desalojado.
Pero Cameron no cedía.
—Eso decís ahora, pero ¿qué pasa si hay una urgencia?
—Esto sí es una urgencia —espetó Brody, perdiendo la paciencia—. No estamos aquí por gusto.
El maestro empezaba a enfadarse, y eso hizo que se le hinchara la nuez.
—Seguro que podéis llevaros eso a otra parte.
—Pues ya me dirás tú adónde.
—¿Y si me niego?
Brody estaba empezando a exasperarse.
—¿Y por qué ibas a negarte?
—¡Pues porque es un consultorio, no una morgue! ¡Además, no tenéis ningún derecho a requisarlo!
Abrí la boca para replicar, pero antes de que pudiera hacerlo, se oyó la voz de Grace a nuestra espalda.
—¿Hay algún problema? —dijo desde el umbral, enarcando una ceja con gesto inquisitivo.
Cameron se ruborizó como un niño sorprendido en falta por su profesora.
—Yo sólo estaba diciéndoles que...
—Sí, ya te he oído, Bruce. Y también el resto de la clase.
La nuez de Cameron se movió una vez más en su garganta.
—Lo siento, pero no creo que el consultorio deba servir para algo así.
—¿Y por qué no?
—Pues... —dijo Cameron visiblemente apocado, y con una sonrisa afable añadió—: Después de todo, Grace, yo soy el enfermero. Debería poder decidir qué puede y qué no puede hacerse en mi consultorio.
—En realidad, Bruce —repuso Grace mirándolo con frialdad—, pertenece a la isla. Supongo que no es preciso recordártelo.
—No, desde luego, pero...
—Así que a menos que se te ocurra otro lugar, me parece que no hay alternativa.
Cameron hizo un último esfuerzo por salvar su maltrecha dignidad.
—Bueno... en ese caso, supongo que...
—Bien. Todo arreglado, pues —dijo Grace sonriéndole—.Y ahora ¿por qué no los acompañas y les enseñas dónde están las cosas? Yo me hago cargo de la escuela hasta que vuelvas.
Cuando Grace se marchó, Cameron bajó los ojos al escritorio. El rubor había desaparecido de su rostro, dejándolo pálido y con los labios apretados. Puede que en la escuela fuera su ayudante, pero Grace acababa de recordarle, y delante de todos, que el dinero de su marido era el que pagaba su sueldo. Sin decir palabra, descolgó el abrigo y salió del despacho.
—Habría pagado por ver esto —dijo Brody en voz baja, saliendo detrás de él.
El consultorio médico no quedaba muy lejos de la escuela. Era apenas un pequeño recinto adosado al centro cívico, sin puerta de entrada propia. Cameron había ido montado en su bicicleta de montaña, pedaleando contra el viento. Cuando llegamos nosotros, él ya estaba entrando por el porche acristala—do que protegía la entrada del centro. Brody y yo dejamos a Duncan en el coche vigilando las bolsas con las pruebas y entramos.
El centro parecía un vestigio de la Segunda Guerra Mundial: una gran estructura de madera con techo bajo de teja plana y ventanas de paneles. Gran parte del interior lo ocupaba un amplio salón. Nuestros pasos resonaron sobre los listones de madera del suelo sin barnizar, en los que todavía alcanzaban a distinguirse las líneas desdibujadas de una pista de bádminton. En las paredes había colgados carteles en los que se anunciaban bailes y la fiesta de la Navidad pasada, y a un lado se apilaban sin orden ni concierto unas cuantas sillas viejas de madera. La modernización de la isla, por lo visto, no había llegado hasta ahí.
—Strachan quería edificar un nuevo centro cívico, pero a la gente le gusta éste tal como está —dijo Brody, adivinándome el pensamiento—. Hay cosas a las que uno les coge apego y no quiere que cambien.
Cameron estaba de pie junto a una puerta de aspecto nuevo y revolvía con impaciencia un llavero cargado de llaves. Mientras esperábamos, me acerqué a un viejo piano vertical que había cerca. Tenía la tapa levantada, dejando a la vista un teclado marfileño lleno de teclas rotas y amarilleadas por el paso del tiempo. Pulsé una y se oyó una nota grave e irregular cuya disonancia fue difuminándose hasta que se hizo de nuevo el silencio.
—¿Le importaría no hacer eso? —dijo Cameron de malas maneras, al tiempo que abría la puerta.
El consultorio era francamente pequeño, pero estaba bien equipado, las paredes eran de un blanco inmaculado y el acero de los armarios relucía de nuevo. Había un autoclave para esterilizar instrumental, un armario de medicamentos bien surtido y una nevera. Lo más útil, desde mi punto de vista, era el carrito de acero con ruedas y la potente lámpara halógena. Aparte, había también una lente de aumento con soporte regulable para examinar y coser heridas.
Cameron se acercó a un escritorio y se aseguró de que los cajones estuvieran bien cerrados. Brody y yo nos quedamos mirándolo mientras comprobaba también el archivador. Terminadas las comprobaciones, nos miró sin disimular su antipatía.
—Espero que lo dejen todo tal y como lo han encontrado. No pienso arreglar los desperfectos que puedan ocasionar.
Y sin esperar nuestra respuesta se dirigió a la puerta.
—Necesitaremos la llave —dijo Brody.
Apretando los labios, Cameron apartó una llave de las demás y la dejó sobre el escritorio dando un golpe.
—¿Y la del centro cívico? —pregunté yo.
—Nunca lo cerramos —dijo con voz engolada—. Es de todos, por eso se llama centro cívico.
—De todos modos quisiera tener la llave.
—Pues es una lástima —dijo con una sonrisa condescendiente—, porque si la hay, no tengo ni idea de dónde está.
Parecía satisfecho de poder contrariarnos por fin en algo. Brody se lo quedó mirando mientras se iba.
—En mi vida he visto un tipo más impertinente.
Lo mismo estaba pensando yo.
—En fin, vamos a buscar las bolsas —dije.
Mientras Brody y Duncan llevaban las bolsas con los huesos y las cenizas al consultorio, Wallace y yo mantuvimos una desagradable conversación. Finalmente alguien le había dicho que habíamos estado intentando ponernos en contacto con él, pero por desgracia, en vez de llamar a Duncan, el superintendente había llamado a Fraser, quien no había perdido la ocasión de relatarle su versión de los hechos.
Wallace, por lo tanto, estaba hecho una furia y quería saber por qué habíamos alterado el escenario del crimen sin su autorización. Yo, que no estaba de humor para aguantar los gritos de nadie, le contesté que no habíamos tenido elección y que nada de eso habría ocurrido si en su momento hubiera mandado a la brigada forense.
Fue Brody quien apaciguó un poco los ánimos, llevándose la radio para hablar con Wallace sin que yo pudiera oírlos. Cuando me devolvió el aparato, el superintendente se disculpó a regañadientes y me dijo que prosiguiera con mi examen de los restos.
—Así las cosas, supongo que ya no importa que siga investigando a ver qué encuentra —dijo de mala gana.
Sus palabras no eran más que una declaración de buenas intenciones, pues ambos sabíamos que bien poco podía hacer sin un laboratorio bien equipado, pero de todos modos le dije que haría cuanto pudiera. Antes de colgar, le pregunté por el accidente ferroviario, ya que desde que estaba en Runa no había tenido noticias y era difícil localizarme.
—Unos chavales robaron la furgoneta por hacer una gamberrada, pero se les caló en medio de la vía, se asustaron y se dieron a la fuga.
Así que al final no había sido un acto terrorista. La causa de la muerte de toda esa gente y de que la brigada forense estuviese desbordada se debía a una gamberrada cometida por un grupo de adolescentes aburridos.
Seguía pensando en ello cuando volví al consultorio. Duncan se disponía a guardar la mano de la muerta en la nevera, sujetándola con cuidado lo más lejos posible de sí. Dentro de la bolsa de plástico, la mano parecía un pedazo de carne recién salido del congelador.
—Sigo sin entender cómo ha podido ocurrir esto —dijo cerrando la puerta de la nevera visiblemente aliviado—. Me refiero a la combustión del cuerpo. Parece antinatural.
—Al contrario, fue algo muy natural —dije, pensando todavía en la conversación con Wallace.
Las miradas de Duncan y Brody se cernieron sobre mí.
—¿Sabe cómo pudo producirse? —preguntó Brody.
Lo había sabido casi desde el momento en que había visto los restos, pero había evitado comprometerme antes de poder confirmar mi teoría. A esas alturas, no obstante, con Runa aislada del mundo y la mitad de las pruebas enterradas bajo el caserío, ya no había razón para seguir ocultándoselo.
—Más o menos —dije—. Duncan, el otro día te di una pista, ¿te acuerdas?
—¿Se refiere a la sustancia grasienta que había en el techo de la casa? Sí, me acuerdo, pero sigo sin encontrar una explicación —dijo un tanto avergonzado.
Brody esperaba sin apartar sus ojos de mí.
—La clave está en la grasa corporal y en la ropa que llevaba —expliqué—. ¿Alguien ha oído hablar de un fenómeno llamado efecto mecha?
Ambos me miraron con ojos inexpresivos.
—Hay dos maneras de reducir un cuerpo humano a cenizas: o se incinera a temperaturas muy elevadas, cosa que no ocurrió en este caso, de lo contrario las llamas habrían barrido la casa entera, o se quema a una temperatura menor, pero durante más tiempo. Todos tenemos una capa de grasa bajo la piel, y la grasa arde. Antiguamente, antes de usarse la parafina, las velas se hacían con sebo, que no es otra cosa que grasa animal. El caso, pues, es que, en determinadas condiciones, el cuerpo humano se convierte en una vela gigante.
—¿Está bromeando? —dijo Brody.
Por primera vez el ex policía parecía desconcertado.
—No. Por esa razón los residuos que había en el techo y en el suelo, en torno a los restos, eran significativos. La grasa se vuelve líquida con el calor y se evapora con el humo. Como es evidente, cuanta más grasa tiene una persona, más combustible para quemar. A juzgar por los restos que había en el techo de la casa, la víctima tenía bastante.
—¿Quiere decir que era obesa? —preguntó Duncan.
—Yo diría que sí.
—No acabo de entender qué tiene que ver la ropa con eso —comentó Brody arrugando la frente.
—Cuando la grasa se deshace, impregna la ropa, y ésta actúa como la mecha de una vela, haciendo que el cuerpo arda durante mucho más tiempo del que ardería en otras circunstancias. Sobre todo, si la ropa es de tejido inflamable.
—Cielos, da miedo con sólo imaginarlo —dijo Brody, aturdido todavía.
—Ya lo sé, pero estas cosas ocurren. La mayor parte de los casos de supuesta combustión espontánea se dan en personas mayores o ebrias. No tiene nada de sospechoso o paranormal. Simplemente se les cae un cigarrillo o están demasiado cerca de una hoguera y se les prende fuego, y o bien están dormidos o bien no logran sofocar las llamas. Como Mary Reeser —le dije a Duncan—. El suyo es el típico caso «inexplicable», pero era mayor, tenía sobrepeso y era fumadora. Según el informe policial, la última persona que la vio fue su hijo. Acababa de tomarse unas pastillas para dormir y estaba sentada en un sillón con el camisón puesto, ambas cosas mechas en potencia, fumando un cigarrillo.
Duncan reflexionó sobre mis palabras un instante.
—Conforme, pero entonces, ¿por qué el fuego no afectó a nada más? ¿Y por qué no se quemó todo el cuerpo?
—Porque aunque haya mucha grasa corporal que pueda actuar como combustible, el tejido humano no arde a temperaturas muy altas. Se produce un fuego lento, lo suficientemente intenso como para consumir el cuerpo, pero no para quemar nada más. Repito, piensen en una vela: se deshace mientras la mecha arde, pero no afecta a lo que hay alrededor. Por eso a veces las manos y los pies quedan intactos. —Alargué la mano y me arremangué para dejar a la vista la muñeca—. Están compuestas sobre todo de piel y hueso, apenas hay grasa. Y a diferencia del torso, en general no están cubiertas de tejido, de modo que no hay nada que pueda hacer de mecha. A menos que los brazos estén abiertos, a veces las manos se queman por estar cerca del cuerpo, pero los pies y la parte inferior de las piernas suelen estar lo bastante alejados del fuego y no se consumen. Como en este caso. La muchacha estaba tendida apoyada sobre una mano, que se quemó con el resto del cuerpo, pero la otra mano y los pies quedaron indemnes.
Brody se frotó la barbilla con un gesto pensativo y mientras se rascaba el bigote, que empezaba a despuntarle, preguntó:
—¿Cree usted que este «efecto mecha» pudo ser intencionado? ¿Que alguien actuó de forma deliberada?
—Lo dudo. No es nada fácil provocar algo así. Ni siquiera me consta que haya sucedido en ningún otro caso de asesinato. Todos los casos registrados se refieren a muertes accidentales, por eso tampoco quise calificar éste de sospechoso al principio. No, yo creo que la persona que hizo esto seguramente tan sólo pretendía destruir toda prueba incriminatoria que pudiera haber quedado en el cuerpo. Supongo que se sirvió de una pequeña cantidad de gasolina o de algún otro tipo de combustible para prender el fuego, de lo contrario el tejado se hubiera chamuscado mucho más; luego arrojaría una cerilla al cuerpo y se iría.
Las arrugas de la frente de Brody se hacían cada vez más profundas.
—¿Y por qué el asesino no quemó la casa entera?
—No tengo la menor idea. Tal vez temiera atraer demasiado la atención. O quizá pensó que de esta manera era más probable que pareciera un accidente.
Ambos se quedaron pensando en silencio. Finalmente, fue Duncan quien habló.
—¿Estaba muerta?
Yo me había formulado esa misma pregunta varias veces. Nada hacía pensar que la mujer hubiera cambiado de posición después de iniciarse el fuego, ni que hubiera intentado sofocar las llamas. El golpe recibido en la cabeza debió de dejarla como mínimo inconsciente, tal vez incluso en estado comatoso. Pero ¿muerta?
—No lo sé —respondí.
Las paredes del consultorio se estremecieron con la arremetida del vendaval. De alguna forma, el sonido no hizo sino resaltar el silencio que reinaba desde que se habían marchado. Me puse uno de mis últimos pares de guantes quirúrgicos. Había una caja casi entera de guantes en uno de los armarios, pero no quería usarlos a menos que no tuviera más remedio. Cameron ya nos había complicado bastante las cosas como para, además, echar mano a su equipo.
No podía hacer gran cosa sin las instalaciones adecuadas, pero ya que Wallace me había dado permiso para examinar los restos, quería hacer una comprobación.
A Brody no le faltaba razón al decir que la investigación no avanzaría hasta que la víctima hubiera sido identificada. Averiguando quién era, tal vez pudiéramos arrojar algo de luz sobre el autor del crimen. Sin esa información, la caza del asesino se limitaría a una búsqueda a ciegas a través de las tinieblas.
Esperaba poder solucionar ese punto.
Saqué el cráneo de la bolsa y lo deposité con cuidado sobre la fría superficie del carrito de acero inoxidable. Estaba renegrido, agrietado, y las cuencas vacías de los ojos observaban la eternidad con gesto inexpresivo. Me pregunté qué habrían estado mirando esos ojos no tanto tiempo atrás. ¿A un marido? ¿Un amante? ¿Un amigo? ¿Cuántas veces habría reído, sin saber que los días y las horas de su existencia se aproximaban a su fin? Y ¿qué habría visto al saber, de forma firme e irrevocable, que había llegado su hora?
Quienquiera que fuese, sentía hacia ella una extraña afinidad. Apenas sabía nada de su vida, pero su muerte había unido nuestros caminos. Había leído la historia que estaba escrita en sus carbonizados huesos, había conocido sucesos de su. vida gracias a sus heridas y fracturas. Se me había mostrado al desnudo, de una forma que ni siquiera quienes la habían conocido en vida hubieran sabido ver.
Intenté recordar si había sentido algo así en el pasado, en los casos en los que había trabajado antes de la muerte de Kara y Alice. Me pareció que no. Aquellos recuerdos correspondían a otra época, como si pertenecieran a otra vida. A otro David Hunter. En algún momento, y probablemente a causa de la pérdida sufrida, había dejado de tener el distanciamiento de antaño. No sabía si eso era bueno o malo, pero el caso es que me resultaba imposible ver a esa mujer como una víctima anónima. Por eso me había visitado en sueños, por eso había esperado expectante al pie de mi cama. Sentía cierta responsabilidad hacia ella, una responsabilidad que ni esperaba ni deseaba.
Y que, no obstante, no era capaz de rehuir.
—Muy bien, dime quién eres —dije con voz queda.
13
Para un antropólogo forense, los dientes son una inmensa fuente de información. Son como una vía de entrada hacia los huesos, un sólido puente entre el esqueleto oculto y el mundo que rodea al cuerpo. No solamente revelan la raza y la edad, sino que constituyen un archivo completo de la vida del individuo: dieta, hábitos, clase e incluso el grado de autoestima pueden colegirse a partir de esas piezas de calcio y esmalte.
Saqué el maxilar inferior de la bolsa y lo deposité sobre el carrito de acero inoxidable junto al cráneo fracturado. Era muy ligero y frágil. Bajo la potente luz halógena, las irregulares secciones del cráneo parecían más bien un pastiche anatómico, y resultaba extraño pensar que alguna vez pudieran haber tenido vida.
En algún momento tendría que terminar la labor iniciada de forma provisional en el caserío y unir los fragmentos dispersos del cráneo que había logrado recuperar, pero en esos momentos lo más urgente era intentar ponerles cara y nombre a los restos quemados de la víctima.
Con un poco de suerte, los dientes me darían la clave.
No tenía excesivas razones para el optimismo: aunque unos cuantos molares habían permanecido en su lugar en la mandíbula, la mayoría de los dientes se habían caído en cuanto el fuego había empezado a quemar las encías, desecando las raíces. Los que había conseguido recuperar antes de que se hundiera el tejado del caserío estaban tan grises y agrietados por el calor que parecían los restos fosilizados de un cuerpo muerto siglos atrás.
Me había dado cuenta de que, aun con el brazo en cabestrillo, era capaz de servirme de la mano izquierda para agarrar o sujetar cosas, lo cual me facilitaba en parte la labor. Extendí un folio de papel sobre la mesa y dispuse los dientes en dos filas paralelas, una para el maxilar superior y otra para el inferior. Uno a uno fui colocándolos en el orden en el que aparecen en la boca: los dos incisivos centrales en medio, al lado los incisivos laterales, seguidos de los caninos, los premolares y por último los molares. No fue tarea fácil. Aparte de los daños causados por el fuego, los dientes de la mujer estaban tan erosionados que se hacía difícil determinar cuáles pertenecían al maxilar superior y cuáles al inferior, e incluso decidir de qué tipo de diente se trataba.
El mundo exterior dejó de existir mientras trabajaba. Mi universo se redujo al halo de luz de la lámpara halógena. Saqué más fotografías y esbocé un odontograma post mórtem, un mapa dental en el que se detallan todas las fracturas, cavidades o empastes de cada diente. En circunstancias normales habría radiografiado los dientes y las mandíbulas para compararlos con el historial dental de las potenciales víctimas. Como en esos momentos eso no era factible, opté por la única alternativa a mi alcance.
Empecé a recolocar los dientes en los alveolos vacíos.
Pese a utilizar la mano izquierda en la medida en que el cabestrillo me lo permitía, fue una labor lenta. Me di cuenta de que había perdido toda noción del tiempo cuando la lámpara empezó a titilar. Justo al mismo tiempo, una ráfaga de viento bramó en torno al edificio a la vez que hizo vibrar la estructura con un murmullo grave que se percibía más con el cuerpo que con el oído.
Me erguí, dejando escapar un quejido debido al dolor de la espalda. Cielo santo, me dolía todo. Como si hubieran estado esperando la ocasión propicia, volví a sentir las punzadas en el hombro. El reloj de la pared marcaba las cinco en punto. Vi que fuera había oscurecido. Llevándome las manos a la espalda, observé el cráneo y el maxilar, colocados todavía sobre el carrito de acero. Tras un par de pasos en falso, había logrado colocar en su sitio la mayoría de los dientes. Sólo quedaban sueltos un par de molares y premolares, pero eso no afectaba al proceso. A punto ya de apagar la lámpara, oí un ruido que procedía del centro cívico.
Crujidos en el suelo.
—¿Hola? —llamé.
Mi voz retumbó por el aire frío. Esperé, pero no hubo respuesta. Me acerqué a la puerta y agarré el pomo, sin girarlo.
De pronto, tuve la certeza de que al otro lado había alguien.
En el consultorio reinaba una calma sobrenatural. La puerta que daba acceso al centro cívico tenía una apertura redonda, como un ojo de buey. En mi lado había una persiana veneciana, pero no me había molestado en bajarla.
En ese momento deseé haberlo hecho. Al otro lado, el salón estaba a oscuras. Si había alguien ahí, podría ver el interior de la consulta, pero desde donde yo estaba, la ventana sólo era un círculo de negrura impenetrable. Escuché. Sólo oía el aullido del viento. El silencio era tan denso que parecía a punto de explotar de un momento a otro.
Sentí un escalofrío en la nuca. Me miré la mano y vi que tenía todos los pelos de punta.
«Qué estupidez. Ahí fuera no hay nadie.» Aferré el pomo con más fuerza, pero seguí sin girarlo. Sobre el escritorio había un pesado pisapapeles de cristal. Lo cogí como pude y me agaché un poco para poder agarrar el pomo con la mano del cabestrillo. «Listo...»
Abrí la puerta de golpe y palpé con una mano en busca del interruptor de la luz. Me costó encontrarlo, hasta que por fin se oyó un chasquido y las luces se encendieron.
Cuál fue mi sorpresa al encontrarme el salón vacío. Bajé el pisapapeles. Las puertas del salón y las del porche acristalado estaban cerradas. Atribuí el crujido al viento. «Tienes que empezar a controlar estos nervios.» Pero justo cuando iba a entrar de nuevo en el consultorio, bajé la vista al suelo.
Había un rastro de pisadas húmedas.
—¿Seguro que no las dejó usted? —preguntó Brody mientras examinaba los charcos de agua sobre el viejo suelo de madera. Había demasiada agua como para calcular la talla del zapato o la bota que había dejado las huellas, pero el rastro era perfectamente visible. Iban desde la entrada del centro cívico hasta la puerta del consultorio, y se detenían justo delante del ojo de buey. En ese punto se había formado un charco de agua, lo cual sugería que el intruso me había estado observando.
—Segurísimo. No he salido en ningún momento —contesté.
Brody y Duncan habían llegado mientras yo seguía sin saber qué hacer con las huellas. Duchado y afeitado, el joven agente tenía mucho mejor aspecto. Brody se puso a seguir el rastro hasta el charco que había frente a la puerta del consultorio y echó un vistazo a través del panel de cristal.
—Por lo visto, alguien está muy interesado en su trabajo.
—¿Podría ser Cameron? ¿O Maggie Cassidy?
—Es posible, pero me cuesta creerlo. Y dudo que a nadie de por aquí le haya dado por espiarle.
—Entonces ¿cree que era el asesino?
—Creo que es una opción que debemos tener en cuenta —dijo Brody asintiendo con la cabeza—. Habrá sabido que hemos trasladado aquí los restos y estará asustado, y no digamos si sabe que un perito forense los está examinando. Lo que me preocupa es cómo puede reaccionar.
No era una idea tranquilizadora precisamente. Brody guardó silencio unos instantes.
—Creo que lo más aconsejable será cerrar el centro con llave esta noche —continuó Brody—. En la tienda de ultramarinos venden cadenas y candados, podemos comprar un par y asegurarnos de que todo está a salvo. No quiero jugármela.
Visto así, tampoco yo. Luego recuperó su talante pragmático e hizo un gesto hacia el cráneo, que seguía sobre el carrito de acero.
—Intrusos aparte, ¿ha averiguado algo más?
—Poco. Estoy intentando averiguar su identidad.
—¿Es posible con los restos que tenemos? —preguntó Brody asombrado.
—No lo sé, pero puedo intentarlo.
Me acerqué al carrito y encendí la lámpara halógena. Brody y Duncan se acercaron para mirar.
—El estado de los dientes es muy interesante. Se han fracturado a causa del calor, pero antes estaban bastante picados. Casi ninguno presenta empastes, y los que hay son bastante antiguos. Está claro que llevaba años sin ir al dentista, lo cual sugiere que la víctima era de extracción social más bien humilde. La gente de clase media se preocupa más por la dentadura. Esta muchacha no es que tuviera mal los dientes, es que algunos estaban picados hasta la encía. Teniendo en cuenta la edad, es probable que se deba al consumo de drogas.
—¿Cree que era drogadicta? —preguntó —Brody.
—Eso creo.
—Yo creía que, en general, los drogadictos estaban flacos —dijo Duncan levantando la vista—. ¿No dijo usted que el efecto mecha demostraba que era obesa?
Buena observación.
—Tal vez tuviera más grasa corporal que la media, en efecto. La delgadez depende en buena medida del metabolismo y del grado de drogadicción. Que fuera obesa no está reñido con que tomara drogas. Además, ¿recuerdas lo que he dicho acerca de por qué los pies no se quemaron?
—¿Porque no hay suficiente carne? —contestó Duncan.
—Y porque no hay ropa que haga de mecha. Calzaba unas zapatillas, pero no llevaba medias ni leotardos ni calcetines. Supongo que iría vestida con una falda y una chaqueta o un abrigo corto. Tejidos inflamables y de mala calidad, seguramente, de los que prenden con facilidad.
Miré los restos del cráneo, apenado por la brutal manera en que estábamos diseccionando su vida. Sin embargo, era el único medio de dar con el asesino.
—De modo que tenemos a una mujer joven, drogadicta, sin mucho cuidado de sí misma, hasta el punto de permitir que se le pudran los dientes, mal vestida y con las piernas desnudas en pleno febrero —continué—. ¿Qué nos sugiere esto acerca de su estilo de vida?
—Que era una prostituta —dijo Duncan, esta vez con mayor convicción.
—Sólo se me ocurre un motivo para que una chica de la vida venga hasta aquí —dijo Brody frotándose la barbilla pensativo.
—¿Para ver a un cliente, quiere decir? —aventuré.
—No veo otra razón. Confirma la hipótesis de que conocía al asesino. Y así se explicaría que nadie supiera que estaba en la isla. Los hombres que pagan por sexo no suelen proclamarlo a los cuatro vientos.
Desde mi punto de vista, había algo que no encajaba en aquella argumentación.
—Me parece un lugar demasiado apartado para un servicio a domicilio. Además, si el cliente no quería que nadie se enterase, ¿para qué arriesgarse trayendo a la prostituta a Runa? Tendría más sentido que hubiera ido él a verla.
—Cabe otra posibilidad —dijo Brody con semblante pensativo—. No sería la primera prostituta que intenta chantajear a un cliente. Visto que era drogadicta, tal vez consideró que el viaje merecía la pena si con ello podía sacar dinero.
Era una teoría plausible. El chantaje es un motivo de suficiente peso para cometer un asesinato, y encajaba con las pruebas que teníamos por el momento. Aunque en realidad no eran muchas.
—Tal vez tenga razón —contesté, demasiado cansado para seguir barajando posibilidades—, pero en cualquier caso no son más que hipótesis. Todavía no disponemos de suficientes elementos de juicio.
—Sí, tiene razón —asintió Brody con voz grave—. Pero apuesto lo que quiera a que cuando descubramos a quién vino a ver, y por qué, daremos con el asesino.
Al ver las pisadas húmedas secándose en el suelo, me pregunté si no sería el asesino quien había dado con nosotros.
Brody se prestó voluntario para quedarse en el consultorio entretanto yo volvía al hotel a comer algo y de paso compraba el candado y la cadena en la tienda del pueblo.
—Necesita un descanso, tiene mal aspecto —dijo colocando una silla frente a la puerta y sentándose.
Sobre eso no cabía duda: me dolía el hombro, estaba agotado y no había comido nada desde la hora del desayuno. Duncan me acercó con el Range Rover hasta la tienda, que según Brody aún estaría abierta. Había dejado de llover, pero el viento todavía hacía temblar el coche. Brody me había dicho que los teléfonos seguían inutilizables, de modo que le pedí a Duncan que me dejara llamar a Jenny con la radio. Pese a la tecnología digital, la señal se entrecortaba, y cuando por fin logré comunicar se activó el buzón de voz. «¿Qué te creías? No iba a quedarse sentada esperando tu llamada.»
Decepcionado, le devolví la radio a Duncan, que la cogió sin prestar atención, perdido como estaba en sus cavilaciones. En realidad, aparte de esa última charla en el consultorio, llevaba todo el día muy callado. Estaba tan distraído que hasta tuve que decirle que se detuviera cuando pasamos junto a la tienda.
—Lo siento —dijo mientras frenaba.
Cuando bajé del coche seguía pensando en sus cosas, pero supuse que sería por la perspectiva de tener que pasar otra noche en la caravana.
—No hace falta que me esperes, volveré caminando —dije—. Un poco de aire fresco me sentará bien.
—Doctor Hunter —dijo Duncan antes de que yo cerrara la puerta.
—¿Sí? —dije, resguardándome del viento.
Pero fuera lo que fuese lo que iba a decirme, de pronto cambió de opinión.
—Nada. No importa.
—¿Seguro?
—Sí. Era una tontería —dijo esbozando una sonrisa vergonzosa—. Será mejor que vaya a relevar al sargento Fraser. Como llegue tarde, me mata.
Estuve a punto de insistir, pero me imaginé que si algo le rondaba en la cabeza, me lo diría cuando fuera el momento.
Le di las gracias con la mano mientras arrancaba, pero no sé si me vio. Fui hacia la tienda. Dentro se veía luz y en la puerta había un cartel donde ponía: «Abierto». Un tintineo de campanillas anunció mi llegada. En el interior se amontonaban latas de comida, herramientas y comestibles. El olor me devolvió a los días de mi infancia: el aroma embriagador del queso, las velas y las cerillas. Detrás del gastado mostrador de madera había una mujer que estaba desempaquetando latas de sopa de una caja.
—Un momento y estoy con usted —dijo, y al ponerse de pie reconocí en ella a Karen Tait.
Había olvidado que Brody me había dicho que era la dueña de la tienda. Sin el rubor artificial del alcohol, tenía todavía peor aspecto; sus facciones hinchadas no eran más que una pálida sombra de su belleza perdida. Su sonrisa impostada se desvaneció nada más verme.
—¿Tiene candados? —pregunté.
Con la barbilla me indicó un estante situado en la pared del fondo, donde había varios artículos de ferretería apilados en cajas sin orden ni concierto.
—Gracias —dije.
No hubo respuesta. Mientras buscaba entre las cajas de pernos, tornillos y clavos, podía sentir sobre mí su mirada amenazadora y hostil. Por fin encontré lo que buscaba: un candado resistente y un rollo de cadena.
—Me llevaré también un metro de cadena.
—Las tenazas están ahí mismo.
No sabía si sería capaz de cortar la cadena con una sola mano, pero no iba a darle la satisfacción de pedirle ayuda. Busqué un poco hasta que por fin vi un par de tenazas en otro estante, junto a una vara de medir. Medí la cadena y la corté apoyando un brazo de las tenazas en la cadera. Volví a dejarlo todo tal cual lo había encontrado y me fui al mostrador con la cadena y el candado.
—Y me llevo esto también —dije señalando una tableta de chocolate de entre las varias que había en exposición.
Marcó el precio de los artículos en la caja sin decir nada.
—No tengo cambio de tanto —dijo al verme sacar un billete de la cartera.
El cajón de la registradora estaba abierto y bien surtido de monedas y billetes, pero la mujer clavó en mí una mirada desafiante.
Me guardé la cartera y rebusqué por los bolsillos. Ella esperó a que terminara de contar el dinero y lo guardó en la caja con un gesto de desprecio. Tenía que darme cambio, pero no valía la pena discutir. Cogí mis cosas y me fui hacia la puerta.
—¿Cree que con una tableta de chocolate se la va a llevar a la cama?
—¿Cómo? —pregunté, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír.
La mujer se limitó a dirigirme una mirada hosca, así que me marché, conteniendo las ganas de dar un portazo.
Indignado todavía por el comentario, pensé en volver directamente al consultorio con la cadena, pero Brody se había mostrado categórico en su consejo de que debía comer algo antes. Sabía que tenía razón, y además, por algún motivo estaba seguro de que nadie intentaría nada mientras el ex inspector estuviera de guardia.
El paseo hasta el hotel me sentó de maravilla. Aunque seguía soplando viento, al menos había dejado de llover y se respiraba un aire fresco. Al llegar a la calle que llevaba al hotel, ya casi se me había pasado el enfado. Las ventanas despedían una luz cálida, y nada más entrar sentí el olor del pan recién horneado y el aroma de la turba al arder. El viejo reloj de pared se puso a sonar mientras cruzaba el pasillo para ir a buscar a Ellen. No estaba en el bar, pero en la cocina se oía un cuchicheo.
Ellen estaba hablando con un hombre.
Cuando llamé a la puerta, las voces callaron.
—Un segundo —gritó Ellen.
Al momento abrió la puerta, dejando escapar una vaharada de olor a levadura y pan caliente.
—Perdone, estaba sacando el pan del horno.
Estaba sola. Quienquiera que fuese la persona con la que estaba hablando, debía de haber salido por la puerta de atrás. Ellen se dispuso a sacar el pan de los moldes, pero me dio tiempo a ver que había estado llorando.
—¿Va todo bien? —pregunté.
—Sí —contestó dándome la espalda.
Vacilé un momento.
—Le traigo esto a Anna —dije mostrando la tableta de chocolate—. Espero que no le importe que coma dulces.
—No, es muy amable por su parte —respondió al tiempo que esbozaba una sonrisa y se enjugaba las últimas lágrimas.
—Oiga, ¿se encuentra...?
—No pasa nada, de verdad —dijo sonriendo de nuevo, esta vez con mayor convicción.
Me marché. Apenas la conocía, así que no podía hacer otra cosa, pero me pregunté quién sería el visitante de Ellen y por qué habría querido ésta mantener su identidad en secreto.
Ni qué había hecho para que ella llorase.
14
Tras ducharme y ponerme ropa limpia me sentí mucho mejor. Había ensuciado ya toda la ropa que me había llevado de viaje a los Grampianos, así que dejé una nota a Ellen pidiéndole que hiciera una colada. El dolor del hombro no había remitido, pero la ducha lo había mitigado y los dos ibuprofenos que me había tomado empezaron a hacer su efecto cuando bajé a comer algo.
Al llegar a la puerta del bar me detuve, sin decidirme a entrar. No era la primera vez que me sentía un extraño, pero en esos momentos tenía la sensación de estar más aislado que nunca. Pese a estar seguro de que el asesino de la mujer debía de estar todavía en la isla y de que hasta podía tratarse de alguien a quien hubiera conocido, el caso no me había afectado personalmente. Yo me había limitado a hacer mi trabajo. Sin embargo, alguien me había espiado en el centro cívico, y yo no tenía ni idea de quién era ni de por qué lo había hecho.
Era como si la situación hubiera rebasado los límites.
«Basta de paranoias. Y recuerda las palabras de Brody: hasta que llegue el equipo de apoyo, la mejor defensa es que nadie sepa lo que hemos descubierto.»
Abrí la puerta del bar. El tiempo parecía haber disuadido por fin a algunos de los clientes. Para mi tranquilidad, Guthrie y Karen no estaban, y de los jugadores de dominó, sólo había uno, que aguardaba sentado a la mesa habitual con aire taciturno con la caja de fichas cerrada frente a él.
Quien sí estaba era Kinross, que contemplaba en silencio su pinta de cerveza mientras su hijo se apoyaba con timidez sobre el taburete de al lado. También estaba Fraser, sentado a solas a una mesa dando buena cuenta de un plato de salchichas y puré de verduras. Por lo visto, no había perdido ni un minuto en volver desde que Duncan lo había relevado en la caravana. Junto al plato había un vaso de whisky, prueba de que daba la jornada por finalizada. Por el rubor de sus mejillas, me pareció que no era el primero.
—Dios, me estaba muriendo de hambre —dijo engullendo un bocado de patatas cuando me senté a su mesa. Tenía restos de comida en el bigote—. Es lo primero que como en todo el día. Ya le digo, menudo tiempecito para quedarse en esa maldita caravana.
Pensé que no parecía haberle importado mucho mientras había sido Duncan quien se había quedado ahí.
—¿Le ha dicho Duncan que tenemos un intruso? —pregunté bajando la voz.
—Sí —dijo restándole importancia con un gesto del tenedor—. Habrán sido los críos.
—Brody no opina lo mismo.
—Yo no le haría mucho caso —bramó dejando a la vista la salchicha a medio masticar que tenía en la boca—. Duncan dice que en su opinión la mujer era una puta de Stornoway. ¿Es eso cierto?
Miré alrededor para asegurarme de que nadie podía oírnos.
—No sé de dónde era, pero sí, creo que lo más probable es que fuera una prostituta.
—Además de una yonqui —dijo bajando la comida con un trago de whisky—. ¿Quiere saber mi opinión? Creo que debió de venir a hacerle un servicio a cualquiera de esos contratistas y que alguno de los dos se pondría un poco brusco. No sería la primera vez.
—No quedaba ningún contratista en la isla hace cuatro o cinco semanas, que es cuando la mataron.
—Mire, con el debido respeto, no acabo de ver cómo podemos precisar el momento de la muerte con lo poco que ha quedado. Con este frío, es posible que llevara meses ahí arriba. —Y señalándome con el cuchillo añadió—: Acuérdese de lo que voy a decirle: a estas alturas, quienquiera que la matara debe de estar ya en Lewis o lejos de las Hébridas.
Revisé mis estimaciones con respecto a los whiskies que debía de llevar Fraser, pero me negué a discutir. Se había formado su propia teoría, y no iba a permitir que una minucia como los hechos la desmintieran. Como no me apetecía seguir escuchando sus opiniones, consideré la idea de pedirle a Ellen que me preparara unos bocadillos para llevar, pero entonces noté una repentina ráfaga de aire que avivó los bloques de turba que ardían en el hogar. Acto seguido, se oyeron unas pisadas y la formidable figura de Guthrie apareció por la puerta.
Enseguida advertí que algo no iba bien. Primero miró en dirección a Fraser y a mí y luego se acercó a susurrarle algo a Kinross. El gesto del capitán se ensombreció y se volvió para mirarnos él también. A continuación, él y Guthrie se acercaron a nuestra mesa mientras el hijo del primero observaba la escena con cara de preocupación.
Enfrascado como estaba con su comida, Fraser no se dio cuenta de nada hasta que los tuvimos encima. Entonces levantó la vista con cara de pocos amigos.
—¿Pasa algo? —preguntó sin dejar de masticar.
Kinross se quedó mirándole con los ojos de quien encuentra algo indeseable e inútil atrapado en las redes.
—¿Para qué necesitan un candado?
Me maldije por no haberlo previsto. Dada nuestra presencia en el consultorio, no había que tener mucha imaginación para saber para qué queríamos el candado. Debí haberme imaginado que Cameron no sería el único en oponerse a que utilizáramos las instalaciones.
—Pero ¿qué candado? ¿De qué demonios me está hablando? —dijo Fraser frunciendo el ceño.
—Yo he comprado uno antes —dije—. Para el centro cívico.
Por un momento pareció ofendido por no haber sido informado previamente, pero la comida y el whisky pudieron más que el resentimiento.
—Perfecto, ahora ya lo saben —dijo volviendo a su plato.
Guthrie cruzó los brazos sobre su abultado vientre. Esta vez no estaba borracho, pero tampoco estaba contento.
—¿Y quién coño le ha dado permiso para cerrar nuestro centro cívico?
En ese momento, Fraser dejó el cuchillo y el tenedor.
—Yo —dijo clavando los ojos en Guthrie—. Hemos tenido un intruso, por eso lo hemos cerrado. ¿Algo que objetar?
—¡Nos ha jodido! —rugió Guthrie descruzando los brazos con aire amenazador; eran tan pesados y musculosos que le daban cierto aspecto simiesco—. El centro cívico es nuestro.
—Pues escriba una carta de reclamación —replicó Fraser—. Queda confiscado por orden policial, lo cual significa que deberán prescindir de él hasta que digamos lo contrario.
Los ojos de Kinross brillaban encima de su oscura barba.
—Creo que no lo ha entendido. El centro cívico es nuestro, no suyo. Y si cree que puede venir aquí a echarnos de nuestra casa, anda muy equivocado.
Decidí terciar antes de que la situación se nos escapara de las manos.
—Aquí nadie está echando a nadie de su casa. No será por mucho tiempo, y además, lo hemos consultado previamente con Grace Strachan.
Me dolía tener que invocar el nombre de Grace, pero surtió el efecto deseado. Kinross y Guthrie se miraron y su beligerancia se trocó en perplejidad.
—Bueno —dijo Kinross frotándose la nuca—, si la señora Strachan no ve ningún inconveniente...
«Gracias a Dios.» Pero estaba cantando victoria antes de tiempo. Tal vez fuera por el whisky o acaso porque su autoridad había quedado ya bastante erosionada por Brody. Fuera por la razón que fuese, en mal momento Fraser tuvo que decir la última palabra.
—Quedan advertidos —dijo levantando su carnoso índice en dirección a Kinross—. Estamos investigando un homicidio, así que como vuelvan a interferir, créanme, desearán no haber sacado sus culos del transbordador.
El bar entero quedó en silencio. Todas las miradas estaban puestas sobre nosotros. Yo intentaba disimular mi exasperación. «¡Maldito idiota!»
—¿Un homicidio? —preguntó Kinross; estaba atónito—. ¿Desde cuándo?
Sólo entonces Fraser se dio cuenta de lo que había hecho.
—Eso no es asunto suyo —espetó—. Y ahora, si no le importa, me gustaría terminarme la cena. Tema zanjado.
Tras decir esto se inclinó sobre su plato, pero no pudo ocultar el rubor que le subía por la nuca. Kinross seguía mirándolo con aspecto pensativo.
—Vámonos, Sean —dijo haciéndole un gesto con la cabeza a Guthrie.
Los lugareños volvieron a la barra y yo me quedé mirando a Fraser, que fingía estar concentrado en la comida para evitarme.
—¿Qué? —dijo por fin, lanzándome una torva mirada—. Se habrían enterado en cuanto hubiera llegado la brigada forense. No hay para tanto.
Yo estaba demasiado furioso para decir nada. Era la única información que ambicionábamos mantener en secreto y Fraser acababa de proclamarla de forma gratuita. Me levanté, incapaz de soportar su compañía ni un momento más.
—Será mejor que vaya a relevar a Brody —dije, y fui a preguntarle a Ellen si podía prepararme unos bocadillos.
Brody seguía donde lo había dejado, sentado en el salón custodiando la entrada del consultorio. Al ver que entraba alguien se enderezó, sentándose en el borde de la silla, pero en cuanto vio que era yo se tranquilizó.
—No ha tardado mucho —dijo a la vez que se levantaba y se desperezaba.
—He decidido que voy a comer aquí.
Llevaba el ordenador conmigo. Lo dejé en el suelo, saqué el candado y la cadena del bolsillo del abrigo y le entregué la llave de repuesto a Brody.
—Tenga. Será mejor que se quede una.
—¿No sería mejor que la tuviera Fraser? —inquirió con ojos interrogativos.
—No después de lo que ha hecho.
Brody mantuvo los labios apretados mientras le describía lo que acababa de ocurrir en el bar del hotel.
—Ese tipo es un imbécil. Ahora sí que estamos apañados. —Y tras recapacitar un momento dijo—: Oiga, ¿quiere que me quede por aquí un rato? En algún momento tengo que sacar a Bess a pasear, pero aparte de eso no tengo nada más que hacer.
Creo que no se daba cuenta de la inmensa soledad que encerraban sus palabras.
—No se preocupe. Será mejor que se vaya a comer algo.
—¿Está seguro?
Le dije que sí. Le agradecía el ofrecimiento, pero necesitaba trabajar, y me sería más fácil hacerlo sin distracciones.
Cuando se hubo marchado, coloqué la cadena en torno a las asas de la doble puerta de entrada del centro cívico, introduje el cierre del candado entre los eslabones y lo cerré.
Con la satisfacción de encontrarme en un lugar seguro, me senté en la silla que Brody había colocado junto a la puerta del consultorio y me zampé los bocadillos que me había preparado Ellen, que también me había dado un termo de café. Tras terminar de comer, bebí un poco de café caliente mientras escuchaba el zumbido del viento.
El viejo edificio crujía como el casco de un barco en alta mar. Por extraño que parezca, el sonido tenía un efecto relajante y la comida hizo el resto: un estado de somnolencia se apoderó de mí. Los párpados empezaron a cerrárseme, pero me desperté de repente al oír un brusco golpe de viento contra las ventanas. La luz del techo disminuyó y parpadeó insegura, pero al final recuperó la intensidad. «Hora de empezar.»
El cráneo y la mandíbula estaban donde los había dejado. Enchufé el ordenador a una toma que había en la pared y lo encendí. La batería estaba al máximo, pero en caso de que se fuera la luz, no iba a durar mucho. Mejor mantenerlo conectado a la corriente mientras fuera posible y cruzar los dedos para que el estabilizador resistiera las fluctuaciones del suministro.
Abrí los archivos de personas desaparecidas que me había enviado Wallace. Por fin disponía de tiempo para examinarlos con detenimiento. En total eran cinco registros de mujeres de entre dieciocho y treinta años desaparecidas en las Hébridas o en la costa oeste de Escocia en los últimos meses. Probablemente se habrían fugado de casa y terminarían apareciendo en Glasgow, Edimburgo o Londres, atraídas por la quimera de la gran ciudad.
Pero no todas.
Cada archivo contenía una descripción física detallada y una fotografía en formato jpeg de la desaparecida. Dos de las fotografías eran inservibles, pues en ellas el sujeto aparecía con la boca cerrada, y otra, un retrato de cuerpo entero, tenía muy mala resolución. De todos modos, pude descartarlas echando un vistazo a las descripciones que las acompañaban. Una de las muchachas era de raza negra, y otra era demasiado baja para ser la mujer cuyo esqueleto había medido en el caserío.
Las otras tres, sin embargo, encajaban con el perfil físico de la víctima. Por las fotografías, tomadas antes de que algún suceso las hiciera abandonar su vida o pusiera fin a ésta, parecían poco más que adolescentes. Utilicé un sofisticado programa de imagen digital para ampliar la boca de la primera chica hasta que la pantalla entera se convirtió en una gigantesca y anónima sonrisa. Cuando logré equilibrar tamaño y nitidez, empecé a comparar sus dientes con los del cráneo.
A diferencia de las huellas dactilares, para las que se requiere un mínimo de rasgos en común, un solo diente puede bastar para obtener una identificación positiva. En ocasiones, una particularidad en la forma o una fractura bastan para revelar la identidad de una persona.
A esa esperanza me agarraba. Los dientes que había colocado en el cráneo estaban torcidos y desgastados. En el caso de que ninguna de las mujeres fotografiadas presentara esa clase de imperfecciones dentales, siempre podría descartarlas, pero si tenía suerte y lograba encontrar coincidencias, quizás incluso podría ponerle nombre a esa víctima anónima.
Desde el principio supe que no iba a ser una tarea fácil. Las fotografías eran simples instantáneas; en ningún caso habían sido tomadas pensando en el macabro propósito que yo tenía en mente. Intenté ampliarlas y mejorar la nitidez, pero aun así presentaban demasiado grano y se veían borrosas. Por si eso no bastara, el lamentable estado de los dientes que con tanta dificultad había encajado en el cráneo tampoco era de mucha ayuda. Aun en el caso de que la víctima fuera una de esas jóvenes, la fotografía había sido tomada antes de que la drogadicción le corroyera la dentadura.
Tras un par de horas examinando detenidamente las imágenes, empecé a sentir como si me hubieran echado arena en los ojos. Me serví un poco más de café y me masajeé las cervicales. Estaba cansado y desanimado. Al empezar era consciente de la dificultad de la empresa, pero tenía la esperanza de que iba a dar con algo.
Suspirando de cansancio, volví a mirar las imágenes originales de las tres jóvenes. Una de ellas me llamaba especialmente la atención, si bien no hubiera podido explicar el porqué. Era una fotografía tomada en la calle, en la que la muchacha aparecía de pie delante del escaparate de una tienda. Tenía un rostro bonito, pero de facciones duras, y aunque sonreía, en sus ojos y su boca se adivinaba cierta reserva. Pensé que si ella era la víctima, no debió de morir sin ofrecer resistencia.
Examiné la fotografía un poco más de cerca. Su sonrisa sólo permitía ver los incisivos y los caninos superiores. Estaban tan torcidos como los del cráneo, pero la morfología no coincidía. El incisivo superior izquierdo de la víctima presentaba una fractura distintiva en forma de uve mientras que el de la chica de la imagen no. «Déjalo ya, estás perdiendo el tiempo.»
Pero había algo en esa fotografía que se me escapaba. Y de repente lo vi.
—Oh, no, no es posible —dije en voz alta.
Pulsé una tecla y la joven de la pantalla desapareció para reaparecer de nuevo con una apariencia ligeramente distinta. Detrás de ella podía leerse parte del cartel de la tienda: «Stornoway Store & Newsag», pero el mensaje no era tan importante como el hecho de que ya no estaba del revés.
La fotografía estaba invertida.
Son esa clase de deslices que suelen carecer de importancia. En algún momento, al escanearla a partir del negativo o al transferirla a la base de datos de personas desaparecidas, la fotografía había quedado del revés. La parte derecha a la izquierda, y la izquierda, a la derecha.
Había estado mirando una imagen reflejada en un espejo
Embriagado por la euforia, amplié de nuevo el diente de la muchacha. El incisivo superior izquierdo presentaba ahora una muesca en forma de uve que encajaba a la perfección con la fractura del cráneo. Ambos caninos, además, estaban torcidos y presentaban el mismo grado de desplazamiento hacia el diente de al lado.
Todo encajaba.
Decidí leer entonces la descripción que acompañaba la fotografía. La joven se llamaba Janice Donaldson. Tenía veintiséis años, era prostituta, alcohólica, drogadicta y había desaparecido en Stornoway cinco semanas atrás. No se habían organizado grandes dispositivos de búsqueda, ni habían aparecido avisos en las noticias. Sólo un expediente, un alma más que parecía haber sido engullida por la tierra.
Miré de nuevo la fotografía, esa sonrisa de píxeles congelada. Tenía la cara redonda, las mejillas carnosas y una papada incipiente. A pesar de la drogadicción, la muchacha era de constitución gruesa. «Mucha grasa que quemar.» Faltaba la confirmación del historial dental y las huellas dactilares, pero para mí no cabía ninguna duda de que había dado con la víctima.
—Hola, Janice —dije.
Al mismo tiempo que yo escrutaba la pantalla del ordenador, Duncan estaba en la caravana intentando concentrarse en su manual de criminología. No era fácil. Fuera, el viento soplaba con más fuerza que nunca, y aunque la caravana estaba aparcada al abrigo del caserío, que amortiguaba un poco la potencia del temporal, el viento la mecía sin piedad.
Las continuas sacudidas, aparte de molestas, resultaban inquietantes. Duncan había considerado apagar la estufa de parafina, por si acaso la caravana volcaba, pero al final había decidido dejarla encendida. Mejor arriesgarse a un incendio que morir de frío.
Había intentado no pensar en el movimiento y centrarse en el libro a pesar del golpeteo de la lluvia sobre el techo metálico, pero cuando reparó en que estaba releyendo el mismo párrafo por tercera vez, se dio por vencido.
Suspirando, cerró el libro. En realidad, si estaba distraído no era sólo por el viento; seguía dándole vueltas a la idea que se le había ocurrido antes. Sabía que era una estupidez, que era una ocurrencia de lo más ridícula, pero le resultaba imposible quitársela de la cabeza. Otra mala pasada de su imaginación hiperactiva.
La pregunta era: ¿qué hacer al respecto? ¿Decírselo a alguien? En ese caso, ¿a quién? Antes había estado a punto de compartirlo con el doctor Hunter, pero en el último momento se había echado atrás. También estaba Brody. O Fraser. «Sí, sobre todo Fraser.» Duncan conocía muy bien las carencias profesionales de Fraser. El olor a whisky de su aliento por las mañanas le producía vergüenza ajena. Y asco. Parecía creer que la gente no lo notaba o que le daba lo mismo. El padre de Duncan le había hablado de algunos oficiales, quemados por el trabajo, cuya única ambición era no buscarse problemas y jubilarse con la pensión máxima. Muy bien podría haber estado refiriéndose a Fraser.
Duncan se preguntó si siempre había sido así o si se había hundido en ese estado de desencanto de forma gradual. Había oído historias acerca de él, por supuesto; algunas le parecían ciertas, sobre otras se mantenía más escéptico. Con todo, siempre había preferido pensar que, debajo de las mejillas coloradas por el alcohol, vivía aún un policía medianamente decente.
En los últimos tiempos, sin embargo, no lo tenía tan claro. Estaban en pleno meollo de una investigación por homicidio, y Fraser seguía actuando como si todo aquello fuera una molestia. Duncan lo veía de manera muy distinta; para él era una de las experiencias más emocionantes que había vivido.
Al pensarlo, no pudo evitar sentirse un poco culpable. Después de todo, una mujer había perdido la vida. ¿Era correcto tanto entusiasmo en esas circunstancias?
Pero era su trabajo, se dijo intentando racionalizar su pensamiento. Para eso se había alistado al cuerpo, no para poner multas de tráfico o para mediar en riñas entre borrachos. Sabía que el mal estaba ahí fuera, no en el sentido bíblico quizá, pero a la postre era lo mismo. Quería enfrentarse cara a cara a él y doblegarlo. Quería cambiar las cosas. «Ya me imagino lo que diría Fraser.»
Poco a poco, la sonrisa desapareció de sus labios. Así pues, ¿qué debía hacer?
Con el rabillo del ojo percibió un destello procedente del exterior. Miró por la ventana, a la espera de que se repitiera, pero no volvió a verlo. «¿Un rayo?» No se había oído ningún trueno. Apagó la luz y la caravana quedó a oscuras, a excepción de la pequeña llama azul de la estufa de parafina. Podía distinguir la oscura silueta del caserío, pero nada más.
Dudó. Se le ocurrió que podía tratarse de relámpagos difusos. ¿No eran ésos los que no producían sonido? O quizás había sido una ilusión óptica.
Claro que también podía tratarse de alguien con una linterna.
«¿Otra vez la periodista? ¿Maggie Cassidy?» Esperaba que no. Aunque a una parte de él no le hubiera disgustado volver a verla, parecía sincera al decir que no volvería a intentarlo. Ingenuo o no, habría sido una decepción ver que incumplía su palabra. Pero si no era ella, ¿quién podía ser? Duncan pensó que, con lo que quedaba del caserío, nadie se habría molestado en subir hasta ahí a menos que trajera consigo una excavadora para retirar los escombros.
Sin embargo, aquello era una investigación por homicidio y no estaba dispuesto a arriesgarse. Consideró llamar a Fraser por radio, pero lo descartó. Podía imaginarse la respuesta impertinente del sargento, y no le apetecía nada soportar sus vejaciones. No sin antes asegurarse. Así que se puso el abrigo, tomó la linterna y salió.
El viento soplaba con tanta fuerza que lo hizo tambalearse. Cerró la puerta haciendo el menor ruido posible y por unos instantes permaneció inmóvil, a la escucha. El viento impedía oír nada y estaba demasiado oscuro como para ver nada sin la linterna, de modo que la encendió y desplazó el haz de luz a su alrededor. No se veía más que hierba y la solitaria estructura del caserío.
El viento contrarrestó enseguida el calor del interior de la caravana. Además, había olvidado ponerse los guantes. Temblando de frío, se acercó al edificio y enfocó la puerta. Un rato antes había vuelto a precintarla —Fraser había sido incapaz de tomarse esa molestia— y a primer golpe de vista la cinta parecía intacta. Enfocó el interior y respiró un poco más tranquilo al comprobar que no había nadie dentro. Luego empezó a rodear la casa.
Nada. Quizás era el momento de relajarse. Después de todo debían de haber sido relámpagos difusos. «Sí, o eso o tu imaginación.» Terminó de dar la vuelta. Sus pies dejaban escapar un susurro al pisar sobre la espesa capa de hierba. Cuando llegó de nuevo a la puerta, su principal preocupación era el maldito frío. Tenía los dedos casi entumecidos del contacto con el revestimiento metálico de la linterna.
Así y todo, se obligó a hacer una última ronda antes de regresar a la caravana. A punto ya de entrar de nuevo en el vehículo, lo asaltó la idea de que podía haber alguien esperándolo dentro.
«Si es así, espero que haya puesto agua a hervir», pensó, y aferrando la pesada linterna abrió la puerta.
La caravana estaba vacía y la sibilante llama azul de la estufa de parafina lo recibió con su calor. Duncan entró dando gracias y cerró la puerta. Mientras se frotaba las manos heladas para recuperar algo de sensibilidad, encendió la luz y levantó el hervidor para ver si contenía suficiente agua. En efecto, pero para el día siguiente habría que acordarse de hacer llenar el depósito. Fraser debía de haberse pasado todo el día tomando té, pensó resignado.
De repente, alguien llamó a la puerta.
Duncan dio un respingo. Sintió una quemazón en la punta de los dedos, y entonces se dio cuenta de que todavía tenía la cerilla en la mano. Superado el sobresalto, la apagó.
Estuvo a punto de preguntar quién era, pero pensó que la última cosa que haría un intruso sería llamar a la puerta. De todos modos, cogió la linterna. Por si acaso.
Al notar el peso de la linterna en la mano se sintió más seguro y fue a abrir la puerta.
15
Seguía sentado ante la mesa del consultorio. Estaba oscuro, pero no tanto que no me permitiera ver. Una penumbra grisácea parecía cubrirlo todo. Las persianas de la ventana y la puerta estaban bajadas, y el cráneo y la mandíbula seguían en la misma posición sobre el carrito de acero. El ordenador estaba sobre la mesa, frente a mí, ya apagado. Junto a la lámpara halógena, exactamente donde la había dejado, aunque ya no emitía luz.
Se oyó un ruido. Miré a mi alrededor, observé la habitación y, sin sorpresa alguna, como a menudo sucede en estos casos, supe que me había quedado dormido.
Antes de verla ya había notado su presencia en un rincón del cuarto. Su figura estaba difuminada por las sombras, pero era distinguible. Una mujer de constitución fuerte y gruesa. Un rostro redondo y atractivo estropeado por una dureza oculta.
Me observaba en silencio.
«¿Qué quieres?» La mujer no contestó. «He hecho lo que he podido, ahora es asunto de la policía.»
Sin dejar de mirarme, señaló el cráneo encima de la mesa.
«No te entiendo. ¿Qué quieres que haga?»
Abrió la boca. Esperé a que hablara, pero en vez de palabras, de sus labios empezó a emanar humo. Quise apartar la mirada, pero no pude. Toda ella exhalaba humo: ojos, nariz, boca, incluso la punta de los dedos. Olía a quemado, pero no se veían llamas. Sólo el humo, que empezaba a llenar la habitación, ocultándola a mi vista. Supe que tenía que hacer algo, que debía ayudarla.
«No puedes. Está muerta.»
La humareda cada vez era más densa y empezaba a asfixiarme. No podía moverme, pero tenía que hacer algo de inmediato. La mujer desapareció de mi vista, no podía ver nada. «¡Haz algo! ¡Rápido!» A tientas, avancé hacia ella...
Y desperté. Seguía en el consultorio, sentado frente a la mesa sobre la que me había quedado dormido. La habitación estaba a oscuras, excepto por un débil brillo procedente de la pantalla del ordenador, donde un sinfín de estrellitas pululaban sobre el vacío. Se había activado el protector de pantalla, lo cual quería decir que llevaba por lo menos quince minutos durmiendo.
Fuera, el viento seguía soplando. Intenté desperezarme, me costaba respirar y tenía la vista nublada, como si me hubieran puesto un velo delante de los ojos. Aún me parecía percibir el acre olor a humo.
Respiré hondo y empecé a toser. Además del olor, podía sentir el gusto del humo. Pulsé el interruptor de la lámpara halógena, pero no se encendió. Al parecer, la tormenta había provocado un corte de suministro eléctrico en Runa. El ordenador seguía funcionando gracias a la batería. Pulsé una tecla para salir del modo de ahorro de energía. La pantalla se iluminó, proyectando una tenue luz azulada sobre la habitación. La neblina se hizo más visible. Ya totalmente despierto, pensé que, a fin de cuentas, no todo había sido un sueño.
El consultorio estaba lleno de humo.
Tosiendo, me levanté y corrí hacia la puerta. Así el pomo, pero al momento lo solté.
Estaba ardiendo.. Tras la irrupción del intruso, el panel de la puerta tenía la persiana bajada. De un tirón la levanté y vi que en el salón titilaba un sulfuroso resplandor anaranjado.
El centro cívico se estaba quemando.
Me aparté de la puerta y miré en torno a mí. Sólo había otra forma de salir: por la pequeña ventana que se abría en lo alto de una de las paredes. Subiéndome a una silla podría alcanzarla. Intenté abrirla, pero no cedió. La ventana tenía cerradura, pero no tenía la menor idea de dónde podía estar la llave y no tenía tiempo para ponerme a buscarla. Cogí la lámpara que había encima de la mesa para romper con ella el cristal, pero me detuve en el último momento. Aun abierta, la ventana era apenas lo bastante grande para arrastrarme a través de ella; si la rompía, la abertura sería más estrecha y no pasaría por ella. Además, aunque la puerta del consultorio estuviera cerrada, la entrada repentina de aire cargado de oxígeno desde el exterior podía provocar una explosión. Mejor no arriesgarse.
El humo era cada vez más denso y dificultaba la respiración. «¡Vamos! ¡Piensa!» Descolgué el abrigo del gancho de la pared y corrí hacia el lavamanos. Abrí el grifo al máximo y puse la cabeza debajo; luego hice lo mismo con la bufanda y los guantes. Con el agua fría resbalándome por el rostro, intenté ponerme el abrigo maldiciendo el cabestrillo. Me cubrí la nariz y la boca con la bufanda, me puse el guante derecho y me subí la capucha del abrigo.
Cogí el ordenador de encima de la mesa y lancé una última mirada al cráneo y la mandíbula, que seguían encima del carrito. «Lo siento, Janice.»
En ese momento estalló el panel de cristal de la puerta.
La capucha y la bufanda me protegieron de la lluvia de cristales. Noté cómo se me clavaban algunos fragmentos en las zonas de piel sin proteger, pero la sensación quedó anulada por la repentina embestida de una onda de calor. Al ver que el humo y las llamas se abrían paso por el consultorio, tuve que retroceder. La posibilidad de salir por la ventana acababa de truncarse. En el caso de que lograra sobrevivir a la bola de fuego que se produciría al romper el cristal, moriría abrasado antes de poder salir.
El humo empezaba a filtrarse a través de la bufanda y me impedía respirar. Medio encorvado para protegerme del calor que entraba por el agujero, me acerqué tosiendo a la puerta y así el pomo. El agua del guante se convirtió en vapor y el calor penetró a pesar del grosor del tejido. Abrí la puerta y salí tan rápido como pude.
Fue como estrellarse contra un muro de calor y ruido. El piano ardía como una antorcha y, a medida que el fuego rompía las cuerdas, arrancaba unas notas discordantes que parecían salidas de la partitura de un loco. Estuve a punto de volver al consultorio, pero sabía que si regresaba moriría ahí dentro. Me di cuenta entonces de que no todo el centro cívico estaba ardiendo; una mitad estaba en llamas, envuelta en lenguas de fuego amarillas que se alzaban desde el suelo hasta el techo, pero la zona de la entrada aún no había prendido.
«¡Deprisa! ¡Sal de aquí!» Me adentré en la humareda. Los ojos me lloraban y, de pronto, me desorienté. No podía ver nada. Por el olor, supe que el abrigo estaba empezando a arder y la bufanda apestaba ya a lana quemada. Mi corazón latía desbocado por el miedo y la falta de oxígeno, y hasta que tropecé con ella, no vi la pila de sillas.
Sentí un dolor desgarrador en el hombro y el ordenador me resbaló de las manos y cayó al suelo. Si me salvé, sin embargo, fue gracias a ese tropiezo, pues a ras de suelo quedaba una bolsa de aire relativamente limpio, una especie de termoclina. «¡Imbécil! ¡Cómo no se te ha ocurrido antes!» El pánico no me dejaba pensar con claridad. Pegué la cara al suelo e inspiré el aire con avidez, mientras con la mano buscaba sin éxito el ordenador. «¡Déjalo ya!», pensé, y empecé a reptar hacia la entrada. A través de un remolino de humo pude ver las puertas. Tomé aire y, haciendo un último esfuerzo, me puse en pie y tiré de las asas.
La cadena produjo un sonido metálico.
Aquello me dejó petrificado. Me había olvidado del candado. «La llave. ¿Dónde está la llave?» No me acordaba. «¡Piensa!» Le había dado la de repuesto a Brody, pero ¿dónde estaba la mía? Me quité el guante con los dientes y me puse a buscar frenéticamente por los bolsillos. Nada. «Dios mío, me la he dejado en el consultorio.»
En ese momento palpé un pequeño objeto metálico en el bolsillo trasero. «¡Gracias al cielo!» Saqué la llave, pensando que si se me caía era hombre muerto. Las llamas empezaban a arañarme la espalda. Mientras intentaba introducir la llave en el candado noté una opresión en el pecho, pero no me atrevía a tomar aire. Si respiraba, no inhalaría aire, sino humo, y el calor me abrasaría los pulmones. El candado parecía empeñado en escaparse de mis torpes manos.
Por fin se oyó un chasquido y el cierre se abrió.
La cadena raspó las asas al retirarla. Abrí las puertas, esperando que el porche hiciera de bolsa de aire y me permitiera salir antes de que el aire fresco alimentara el fuego. Así fue, pero sólo en parte: sentí el frío contra mi rostro, y acto seguido me vi envuelto en una vaharada de humo y calor. Cerré los ojos y avancé, reprimiendo la tentación de tomar aire que me oprimía el pecho.
No sé cuántos metros avancé antes de desplomarme al suelo y sentir la hierba, felizmente húmeda y fría. Respiré hondo varias veces; el aire era fresco, sabía a humo, pero era aire.
Noté que unas manos me agarraban y me apartaban del centro cívico. Los ojos me lloraban demasiado para ver quién era, pero reconocí la voz de Brody, que me decía: «Ya ha pasado, ya está a salvo».
Levanté la vista, tosiendo e intentando enjugarme las lágrimas de los ojos. Brody me sujetaba de un lado, y el corpulento Guthrie del otro. Alrededor se había formado un corrillo de gente en cuyos rostros atónitos se reflejaba la luz de las llamas. Cada vez había más gente; iban todos en pijama y camisón, con los abrigos por encima. Una voz pidió agua y al momento alguien me puso un tazón entre las manos. El frescor del agua aplacó el ardor de mi garganta.
—¿Está herido? —preguntó Brody.
Negué con la cabeza, y me volví en dirección al centro cívico. El edificio entero estaba ardiendo, y de él se desprendían llamaradas y chispas que el viento barría al instante. El consultorio, donde había estado hasta pocos minutos antes, también ardía, y por la ventana se veían salir volutas de humo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Brody.
Intenté hablar, pero me entró un ataque de tos.
—Tranquilo, poco a poco —dijo Brody, acercándome otra vez el tazón.
Una figura se abrió paso hasta nosotros a través de la gente. Era Cameron, que observaba el edificio en llamas boquiabierto, como si no acabara de creérselo. Luego clavó en mí una mirada de maníaco.
—Pero ¿qué ha hecho? —preguntó con su voz de bajo, que temblaba de rabia.
—Por el amor del cielo, deja que se explique, ¿no? —clamó Brody.
La nuez de Cameron se movió en su garganta como si fuera un ratón atrapado.
—¿Para que explique qué? ¡Mi consultorio está ardiendo!
—Lo siento —balbucí intentando controlar la tos.
—¿Que lo siente? Pero ¿ha visto lo que ha hecho? ¡Se ha quemado todo! ¿Se puede saber qué ha hecho?
Tenía las venas de las sienes a punto de reventar. Intenté ponerme en pie mientras me enjugaba las lágrimas de los ojos.
—Yo no he hecho nada —contesté. Tenía la garganta como si hubiera tragado arena—. Cuando me di cuenta, el salón estaba ardiendo. El fuego empezó ahí, no en el consultorio.
Pero Cameron no tenía ninguna intención de aplacar su furia.
—Ah, conque se ha quemado solo, ¿no?
—No lo sé —dije tosiendo.
—Déjale en paz, por poco no lo cuenta —dijo Brody.
Se oyó una sonora carcajada. Era Kinross, que estaba de pie al frente de la multitud. Con el cabello negro y el chubasquero parecía un personaje salido de una época más oscura y salvaje.
—Claro, pero lo ha contado, ¿no?
—¿Preferirías que se hubiera quedado ahí dentro? —preguntó Brody.
—Qué más da eso ahora.
Me di cuenta de que la atención de la gente empezaba a centrarse en nosotros en vez de en el incendio. Miré a mi alrededor y vi que estábamos rodeados por los lugareños, que formaban un corro en torno a nosotros y nos miraban con dureza y severidad a la luz de las llamas.
—Las casas no se queman solas —masculló una voz masculina.
Se oyó un murmullo de voces; la gente quería saber qué habíamos hecho en el centro cívico y quién pagaría los desperfectos. Poco a poco, la impotencia de los presentes iba transformándose en rabia.
En ese momento, la multitud empezó a abrirse para dejar paso a un hombre de gran estatura. Con alivio, vi que era Strachan. De pronto, la tensión pareció evaporarse.
Avanzó hasta donde estábamos y, con el cabello revuelto por el viento, se quedó mirando el edificio en llamas.
—¡Madre de Dios! ¿Había alguien dentro?
—Sólo yo —dije mientras negaba con la cabeza y procuraba contener la tos.
«Y Janice Donaldson.» Las llamas rodeaban el edifico por completo, y al mirarlas tuve la sensación de haberle fallado.
—Por favor, que alguien traiga más agua —dijo Strachan quitándome el tazón vacío.
Lo tendió a un lado, sin preocuparse de a quién se lo daba. Casi al instante, el tazón volvió a mis manos lleno de agua. Estaba fresca y bebí dando grandes tragos. Strachan esperó a que terminase y entonces me preguntó:
—¿Sabe cómo ha podido empezar?
—Me parece que está bien claro. ¡Él era el único que estaba dentro! —exclamó Cameron sin molestarse siquiera en disimular su furia.
—No digas disparates, Bruce —replicó Strachan molesto—. Todo el mundo sabe que el edificio no estaba en condiciones. La instalación eléctrica era vieja. Tendría que haber insistido en echarlo abajo cuando construimos el consultorio.
—¿Eso es todo, entonces? ¿Dejaremos que se vaya de rositas? —soltó Cameron con una mueca de disgusto.
—Bueno, supongo que también podríais lincharlo —dijo Strachan con una sonrisa sardónica—. Ahí hay una farola y seguro que por ahí encontraréis una soga, pero ¿por qué no esperamos a saber qué ha provocado el incendio antes de echarle la culpa a alguien? —Y dándole la espalda a Cameron, añadió dirigiéndose al resto de los curiosos—: Os prometo que averiguaremos lo que ha sucedido y que construiremos un consultorio y un centro cívico nuevo y con mejores instalaciones, pero por esta noche no podemos hacer más. Y ahora creo que deberíamos irnos todos a casa.
A pesar de eso nadie se movió. Entonces, como si hubiera estado aguardando el momento oportuno, lo que quedaba del edificio se derrumbó levantando una nube de chispas y llamas. Poco a poco, la multitud empezó a dispersarse; los rostros de los hombres mostraban una expresión grave y muchas de las mujeres se enjugaban las lágrimas de los ojos.
—Iain, Sean, ¿por qué no reunís a un grupo de hombres y os quedáis un momento? No creo que se extienda, pero tal vez sea mejor que alguien lo vigile un rato.
Hábil manera de atenuar las tensiones. Kinross y Guthrie parecían a la vez sorprendidos y orgullosos por el encargo. A continuación, Strachan se volvió hacia Cameron.
—¿Por qué no les echas una ojeada a los cortes y las quemaduras?
—No es necesario —me avancé a la respuesta de Cameron; aunque fuera enfermero, no quería tener más trato con él por esa noche—. No es nada que no pueda curarme yo solo.
—A mí me parece que... —empezó a decir Cameron, pero Strachan le interrumpió.
—Entonces no hace falta que te quedes, Bruce. Dentro de unas horas tienes clase, así que será mejor que tú también te vayas a casa.
Como el tono que empleó no admitía discusión, Cameron se marchó con cara de pocos amigos. Strachan se lo quedó mirando mientras se alejaba y luego se volvió hacia mí.
—Bien, veamos, ¿qué ha ocurrido?
—Creo que me he quedado dormido —dije tras tomar un último trago de agua—. Cuando me he despertado, no había luz y el consultorio estaba lleno de humo.
—La isla entera se ha quedado sin electricidad hace una hora —corroboró asintiendo con la cabeza—, seguramente a causa de un cortocircuito.
Al oír esto reparé en que, aparte del brillo dorado de las llamas, el pueblo entero estaba a oscuras. Las farolas estaban apagadas y en las ventanas no se veía luz.
—Ha sido una noche de órdago, claro que podría haber sido peor —dijo Strachan, y tras una pausa, añadió en un tono ligeramente distinto—: Antes he oído un rumor. Se dice que la policía cree que la víctima fue asesinada. ¿Qué puede decirme usted sobre eso?
—No debería hacer caso de los rumores —intervino Brody sin darme tiempo a responder.
—Entonces, ¿no es cierto?
Brody se limitó a lanzarle una mirada impávida.
—Ya me parecía a mí —dijo Strachan esbozando una incómoda sonrisa—. En fin, me despido. Me alegro de que no haya sido nada, David.
—¿Me permite una pregunta? —dijo Brody cuando el otro ya estaba marchándose—. Desde su casa no se ve el pueblo. ¿Cómo se ha enterado del incendio?
Strachan se dio la vuelta para mirarlo a la cara, y aunque su expresión era serena, bajo esa calma aparente pude adivinar odio.
—Se veía el reflejo en el cielo, y yo tengo el sueño ligero.
Ambos se aguantaron la mirada; ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder un ápice. Finalmente, Strachan me saludó con un movimiento de cabeza y desapareció entre la oscuridad.
Brody me acercó al hotel con el coche. Había visto el incendio desde la ventana del dormitorio, y como vivía al otro lado del puerto, había decidido cogerlo para llegar cuanto antes.
—Yo también tengo el sueño ligero —dijo con ironía.
Durante el trayecto por las calles en penumbra, empecé a acusar el agotamiento; todo me parecía envuelto en un halo irreal. Tuve que hacer un esfuerzo por no reclinar la cabeza en el asiento y cerrar los ojos. Al mismo tiempo, el cuerpo empezaba a reaccionar, y muchos cortes y quemaduras que hasta entonces no había advertido comenzaron a escocer. Como todo me olía a humo y a ropa quemada, bajé la ventanilla, pero el viento soplaba con tanta fuerza que tuve que volver a subirla.
—¿Qué cree que ha podido provocarlo? —preguntó Brody al cabo de un rato.
—Supongo que Strachan está en lo cierto. —Todavía me notaba la garganta reseca—. El corte de suministro habrá provocado un cortocircuito o una caída de tensión, y si el centro estaba en malas condiciones...
—Entonces, ¿cree que es pura casualidad que el incendio se haya declarado pocas horas después de la entrada del intruso? ¿Y después de que Fraser se haya ido de la lengua diciendo que ha sido un homicidio?
—No lo sé —contesté; estaba demasiado cansado para pensar con claridad.
Brody no insistió.
—¿Se ha perdido todo?
«Todo lo importante», pensé. Aparte de los restos de Janice Donaldson, en el consultorio se habían quedado mi maletín y mi equipo: la cámara, el ordenador con las notas y los archivos, la grabadora, todo reducido a cenizas.
Mientras lo pensaba, noté un bulto en el bolsillo.
—No todo —dije, sacando una memoria USB—. Hice una copia de seguridad del disco duro. La fuerza de la costumbre. Por lo menos nos queda el registro fotográfico.
—Mejor eso que nada, supongo —dijo Brody suspirando.
—Y hay algo más —dije—. Ya sé quién era.
Le expliqué que las imperfecciones de los dientes del cráneo coincidían con las de la fotografía de Janice Donaldson, la prostituta desaparecida en Stornoway, y Brody dio un golpe de satisfacción en el volante.
—Bien hecho —dijo con una sonrisa, transformando por un instante su habitual reserva en entusiasmo.
—De todos modos, sólo tenemos las fotos del cráneo; habrá que esperar la confirmación de la brigada forense. Con un poco de suerte, tal vez encuentren en el caserío suficiente tejido blando en buen estado para realizar una prueba de ADN.
—Si usted dice que sabe quién es, a mí me basta —dijo Brody.
Su confianza en mí me infundió optimismo. Sólo quedaba esperar que pudiéramos convencer a Wallace con la misma facilidad.
Ya casi estábamos en el hotel. La luz del pasillo indicaba que Ellen todavía estaba despierta. Se había despertado por el repentino silencio provocado por el apagón, que había interrumpido el latido constante de la calefacción central y las neveras, sustituyéndolos por la vibración de fondo del generador de emergencia.
Al verme se quedó horrorizada.
—Oh, Dios mío, ¿se encuentra bien?
—Ha sido una noche movidita —dije, y le indiqué la bombilla, que desprendía una luz algo más tenue que de costumbre—. Me alegra ver que hay luz.
—Sí, bien dosificado, tenemos combustible suficiente para que el generador funcione tres o cuatro días. Con un poco de suerte, para entonces ya habrán restaurado el suministro. Si Dios quiere —añadió con sarcasmo.
Mientras Brody iba a despertar a Fraser, me acompañó a la cocina y me ayudó a quitarme el abrigo. Estaba medio chamuscado, y Ellen arrugó la nariz al notar el fuerte olor a humo.
—Lástima que aparte de impermeable no fuera también ignífugo.
La capa de teflón del abrigo se había quemado a la altura de la capucha y los hombros, justo las zonas donde más sentía las quemaduras, aunque era un dolor soportable.
—No puedo quejarme —dije.
Brody volvió a los pocos minutos con Fraser, que todavía no había terminado de abotonarse la camisa. Tenía cara de sueño y el aliento le apestaba a whisky.
—Maldita la gracia que le hará —me advirtió cuando le pedí que llamara a Wallace por radio.
Razón no le faltaba, aunque el superintendente mitigó un poco su mal humor al saber que probablemente había identificado a la víctima. Estuve a punto de preguntarle cuándo llegaría la brigada forense, pero la conexión era pésima y, cuando no se cortaba, la voz iba y venía en medio de un aluvión de interferencias.
—Ya... blaremos... ñana —oí que decía.
—La tecnología moderna —dijo Brody con desdén al término de la llamada—. Sustituyeron las viejas radios analógicas por las digitales, pero siguen tomando la señal de la red de telefonía móvil. A la que surge un problema, todo se va al diablo.
A su pesar, Fraser sugirió que habría que vigilar el centro! cívico, aunque no tenía mucho sentido hacerlo hasta que el incendio se hubiera extinguido, así que tras tomarme una breve declaración regresó a la cama. En ese momento volvió a entrar Ellen, que había tenido la discreción de salir de la habitación mientras yo hablaba con Wallace.
—Duerme un poco tú también —dijo acompañándole a la puerta—. Tienes casi tan mal aspecto como David.
Era cierto, Brody estaba pálido y ojeroso.
—No sé quién de los dos debería sentirse más ofendido. —Sonrió—. Sí, tal vez sea lo mejor, ha sido un día muy largo.
—Y mañana nos espera otro —dije.
—Y que lo diga —asintió con voz grave, pero a pesar de su tono no dudé ni por un instante de que al día siguiente sería el primero en estar a mi lado al pie del cañón.
Cuando se hubo marchado, Ellen llenó un barreño con agua caliente y trajo desinfectante y algodón.
—Bueno, ahora a ver si conseguimos ponerle un poco decente.
—No se moleste, puedo hacerlo yo.
—No lo dudo, pero no voy a dejarle —replicó mientras ya empezaba a limpiarme los cortes y los rasguños de la cara—. No tenga miedo, antes de que llegara Bruce Cameron era yo quien hacía de enfermera en la isla.
Mientras curaba mis heridas guardamos silencio. Fuera, el viento gemía. Me pregunté qué hacía una mujer joven y madre soltera como ella en un lugar tan perdido como Runa. No debía de ser fácil ganarse la vida en un rincón como ése. Brody me había dicho que Ellen había conocido al padre de su hija fuera de la isla, lo cual quería decir que había viajado un poco. Y sin embargo, había vuelto a Runa. ¿De veras le gustaba el aislamiento de la isla o acaso era una forma de huir del pasado?
Volví a pensar en el visitante de la cocina que la había dejado llorando. Seguramente no había muchos hombres solteros en una isla como ésa, por lo que se hacía difícil no sacar conclusiones acerca de tanto secretismo.
Pero ¿en qué estaba pensando? De haber tenido un mínimo de sensatez, en esos momentos habría estado en casa con Jenny. Deseé poder hablar con ella y lamenté no haberle pedido a Fraser que me dejara llamarla por radio cuando tuve ocasión. Me pregunté qué estaría haciendo y si pensaría en mí. Tal vez. «Nunca debiste aceptar este encargo.» ¿Qué demonios estaba haciendo yo en esa isla dejada de la mano de Dios, en la que poco me había faltado para morir de frío y quemado, en vez de vivir mi vida?
Claro que, en realidad, mi vida era ésa, pensé en un destello de rara lucidez. Era mi trabajo, mi vida. Si para Jenny representaba un problema, ¿qué implicaba eso con respecto a nuestra relación?
La voz de Ellen me sacó de mis cavilaciones.
—¿Es cierto lo que dice la gente acerca del cuerpo?
—¿Qué dicen?
—Que fue un asesinato —dijo desinfectando con cuidado uno de los cortes.
Gracias a Fraser, probablemente diera igual si confirmaba lo que todo Runa sin duda sabía ya, pero aun así me daba cierto reparo hablar sobre ese asunto, aunque fuera con Ellen.
—No se preocupe, no debería habérselo preguntado —dijo enseguida—. Es que no puedo creer que algo así haya podido ocurrir aquí. Antes, en el bar, no se hablaba de otra cosa. Nadie sabe quién puede ser la víctima, y cuesta creer que alguien de la isla pueda estar implicado.
Murmuré una respuesta para salir del paso. Eso era, precisamente, lo que queríamos evitar, que las habladurías y los rumores ocuparan el vacío creado por la ausencia de pruebas, emponzoñando las aguas y sembrando la cizaña. El único beneficiado con ello sería el asesino.
—Entonces qué, ¿piensa volver a Runa por vacaciones? —preguntó Ellen en un intento por romper un poco la tensión.
Me eché a reír y al hacerlo me dolió todo.
—No me haga reír —dije haciendo un gesto de dolor.
—Lo siento. —Sonrió—. ¿Siempre le pasan tantas desgracias?
—Normalmente no. Será la isla.
—Sí, eso será —dijo, borrándosele la sonrisa.
No podía dejar escapar la ocasión que se me presentaba.
—¿Ya usted? ¿Le gusta este lugar?
—No está mal —dijo pasando a limpiar otro corte—. Debería ver cómo es esto en verano. Por la noche es precioso. Compensa los días como éste.
—Pero... —dije para invitarla a seguir hablando.
—Pero... es una isla pequeña. Las caras son siempre las mismas. A veces llegan contratistas o algún que otro turista, pero eso es todo. Y en cuanto al dinero, no es fácil llegar a fin de mes. A veces desearía... en fin, qué más da.
—No, adelante.
En un momento de descuido, su rostro reveló una tristeza que, por lo que había podido ver hasta ahora, se esforzaba en ocultar.
—Ojalá pudiera irme de aquí y dejar atrás este lugar, el hotel, la isla, y llevarme a Anna; marcharme. No importa adónde. A algún sitio donde haya escuelas decentes, y tiendas, y restaurantes, y gente desconocida y que no sepa ni quién soy ni lo que hago.
—¿Y por qué no se marcha?
—No es tan fácil —dijo moviendo la cabeza con resignación—. Yo me he criado en Runa y todo lo que tengo está aquí. Además, ¿adónde iría?
—Andrew Brody me dijo que había estudiado fuera de la isla. Quizá podría encontrar un trabajo.
—Andrew no sabe mantener la boca cerrada —dijo sin saber si enfadarse o tomárselo a risa—. Es verdad, estuve un par de años en una escuela de hostelería de Dundee. Ahí fue donde aprendí primeros auxilios, nos hacían estudiar salud y seguridad y no sé qué más. Quería ser Cocinera, pero entonces mi padre enfermó y tuve que volver. Yo pensaba que sólo sería una temporada, pero con el tiempo me encontré con una hija a la que alimentar y aquí el empleo no sobra precisamente. Así que cuando mi padre murió, me quedé al frente del hotel. —Y enarcando una ceja añadió—: ¿No piensa preguntármelo?
—¿Preguntar qué?
—Quién es el padre de Anna.
—No mientras esté desinfectándome las heridas.
—Muy hábil. Digamos que era una relación sin futuro —dijo en un tono tajante antes de seguir limpiándome las heridas—: Y ¿qué más le ha dicho Andrew Brody?
—No gran cosa. Además, no me gustaría que le prohibieran entrar en el hotel por mi culpa.
—Pierda cuidado —dijo riendo—. Anna se lo pasa muy bien con él. Y supongo que a mí también me cae bien, pero no le diga nada, hágame el favor. Es muy protector.
Hubo una pausa y vi venir lo que diría a continuación.
—¿Sabe lo de su hija? —preguntó.
—Sí, me lo ha contado.
—Señal de que le cae bien, no acostumbra a explicárselo a nadie. Por lo visto, la muchacha era un poco rebelde. No puedo imaginarme cómo debe de ser vivir con esa incertidumbre. Cuando se jubiló fue en su busca, pero no la encontró. Luego se instaló aquí. —Y dulcificando el gesto añadió—: No me malinterprete, pero me parece que en cierta manera todo esto le ha ido bien. Le ha insuflado algo de vida. Hay personas que no se conforman con jubilarse, y Andrew es una de ellas. Seguro que era un buen policía.
Lo mismo creía yo. Era una suerte poder contar con él, sobre todo en esos momentos.
—Listo —dijo Ellen dejando el algodón ensangrentado en un cuenco—. Ahora, le aconsejo que se dé una ducha caliente y duerma un poco, hágame caso. Le daré un poco de bálsamo para que se lo ponga en las quemaduras.
Un repentino golpe de viento azotó el hotel, que tembló hasta los cimientos. Ellen se quedó quieta escuchando.
—La tormenta se avecina de nuevo.
16
El resto de la noche estuvo lloviendo, y lo que quedaba del centro cívico se convirtió en una masa informe de cenizas grises y negras de la que se elevaban columnas de humo que enseguida eran barridas por el viento. Una de las esquinas se había conservado parcialmente intacta, apenas unos pocos tablones de madera requemada en pie sobre la nada. En algunos puntos sobresalían formas reconocibles entre los escombros: la esquina de un armario de acero retorcido por el fuego, las patas de una silla que asomaban entre las cenizas como ramas muertas cubiertas de nieve gris.
Era una escena penosa, y los oscuros nubarrones que ocultaban las cimas de las colinas más bajas la hacían todavía más lúgubre. La lluvia caía a rachas horizontales y el viento soplaba con intensidad renovada, azotando cuanto encontraba a su paso con una malevolencia que parecía deliberada.
Brody, Fraser y yo nos acercamos al centro cívico nada más despuntar el sol. Yo estaba exhausto. Había dormido menos de cuatro horas y tenía todo el cuerpo dolorido. El hombro me daba unas punzadas terribles de resultas de los golpes recibidos durante el incendio. Cuando me miré al espejo para afeitarme apenas pude reconocerme. Tenía las mejillas quemadas y llenas de pequeños cortes provocados por la explosión de los cristales, y las cejas y las pestañas se me habían chamuscado, confiriéndome una extraña expresión de miedo.
De todos modos, como decía Strachan, podía haber sido mucho peor.
Brody y Fraser se quedaron detrás de mí mientras yo examinaba los escombros, aún humeantes. De acuerdo con el protocolo, debería haber esperado hasta que un inspector de incendios se hubiera cerciorado de que la estructura era segura, pero a saber cuándo podríamos disponer de uno. Por lo demás, daba casi por hecho que los restos de Janice Donaldson no habrían sobrevivido a esa segunda combustión.
Pero había que asegurarse.
La lluvia caía como si el cielo fuera de agua, moldeando las cenizas y convirtiendo la capa exterior en una especie de papilla negra. Aun así, el incendio todavía no estaba apagado por completo. Por debajo, los escombros seguían ardiendo, podía notar el calor en mi cara, en claro contraste con el frío que sentía en la nuca.
—¿Cree que todavía es posible encontrar algo? —preguntó Brody.
—La verdad es que no —le respondí con la voz ronca aún por el humo.
Fraser soltó un suspiro de impaciencia. Bajo la lluvia, presentaba un aspecto de lo más desaliñado y miserable.
—Entonces, ¿a qué molestarse?
—Hay que asegurarse.
Reconocí uno de los cantos renegridos de mi maletín sobresaliendo entre las cenizas de lo que había sido el consultorio. Estaba abierto y el contenido había quedado reducido a carbonilla. Justo detrás estaba el carrito de acero inoxidable sobre el que había trabajado con el cráneo de Janice Donaldson; estaba tumbado de lado y medio sepultado por los restos del tejado. Como era de esperar, no se veía ni rastro del cráneo ni de la mandíbula; los huesos, ya calcinados, habrían quedado reducidos a polvo tras el impacto. Sólo cabía la posibilidad de que alguno de los dientes hubiera resistido. En cualquier caso, para recuperar los restos habría que esperar a que el equipo de forenses se personara para cribar los escombros. La búsqueda excedía los recursos a mi disposición en ese momento.
Me limpié la ceniza que el viento me había arrojado a la cara y me acerqué con mucho cuidado al frigorífico. Dentro estaba la mano de la víctima y era posible que el aislamiento la hubiera preservado. Mis esperanzas se desvanecieron nada más apartar la capa de escombros que había encima; el revestimiento blanco estaba renegrido y el sellado de goma se había derretido, dejando la puerta abierta y exponiendo el contenido a las llamas. De la mano de Janice Donaldson no quedaba más que el hueso, que con el calor había adquirido un oscuro color como de caramelo.
Al quemarse el tejido conjuntivo de los dedos, las articulaciones de las falanges se habían separado y habían quedado amontonadas al fondo del frigorífico, caliente todavía. Las saqué y dejé que se enfriaran un poco antes de guardarlas. Como las bolsas para guardar pruebas estaban en el maletín, se habían quemado con todo lo demás, pero por suerte había tenido la precaución de llevarme del hotel una caja de bolsas para congelar comida. Una vez guardé los restos de la mano, volví con Brody y Fraser.
—¿Eso es todo? —preguntó Fraser echando un vistazo a la bolsa.
—Es todo.
—Pues para eso no valía la pena.
Hice caso omiso del comentario y me acerqué a la parte del centro cívico que seguía en pie en medio de las ruinas. Los tablones de madera estaban totalmente carbonizados. Unidos a la madera, se veían unos filamentos de cobre brillante que eran todo lo que había sobrevivido de la instalación eléctrica del centro. El aislamiento de plástico que recubría el cobre se había quemado, pero los cables en sí estaban intactos y seguían grapados a la madera.
A juzgar por la posición, debían de corresponder al interruptor de la entrada. Al verlos, empezó a formarse en mi cabeza una vaga idea, demasiado confusa para calificarla ni siquiera de sospecha. Si había logrado escapar al incendio, había sido gracias a que el fuego no se había propagado hasta la puerta, por lo tanto debía de haber empezado en el extremo opuesto de la sala, en el lado contrario de donde yo me encontraba en esos momentos. Rodeé los restos del centro y fui a examinarlo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fraser irritado.
Brody no decía nada, se limitaba a observar con aire pensativo.
—Quiero comprobar una cosa.
Al rato de examinar las cenizas y los escombros de la parte posterior del edificio, me pareció que estaba perdiendo el tiempo. Entonces algo me llamó la atención. Me agaché y, tras apartar las cenizas, hallé algo inesperado.
Unos charcos de metal fundido que relucían en medio de la madera quemada.
Sentí un escalofrío. Había asistido a muchos escenarios de incendios y sabía perfectamente lo que eso significaba.
No había sido un accidente.
Y entonces me asaltó una idea todavía más alarmante que no había considerado hasta entonces. «Oh, Dios mío.»
La situación era más grave de lo que creíamos. Volví con Brody y Fraser. En ese momento oí que se acercaba un coche, y por la carretera, en dirección a nosotros, apareció el viejo Mini de Maggie Cassidy.
Su presencia no podía ser más inoportuna. Salió del coche, abrigada como siempre con su enorme chaquetón rojo.
—Buenos días, caballeros —dijo saludándonos tan feliz—. Me han dicho que ayer hubo barbacoa.
—¡Esto es zona restringida, vuelva a su coche ahora mismo! —dijo Fraser yendo hacia ella.
Maggie, a la que el viento envolvía en su chaquetón como si fuera un capullo, levantó el dictáfono con la intención de disuadir a Fraser. Estaba nerviosa, pero lo disimulaba bastante bien.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo digo yo.
—Lo siento, pero no es razón suficiente —replicó ella sacudiendo la cabeza con un gesto sarcástico—. Anoche me perdí la fiesta y no pienso volver a perdérmela ahora. Si hicieran una declaración en la que admitieran, por ejemplo, que hay en marcha una investigación por homicidio y explicaran cuáles son las hipótesis sobre el incendio, tal vez me daría por satisfecha y les dejaría en paz.
Fraser cerró los puños y se quedó mirándola de tal manera que por un momento temí que fuera a cometer una estupidez.
—¿Qué me dice usted, doctor Hunter? —preguntó Maggie dedicándome una sonrisa—. ¿Podría usted...?
—Tenemos que hablar.
No sé quién parecía más asombrado, si ella o Fraser.
—¡No pienso permitirlo!
Le lancé una mirada a Brody.
—Deje que haga lo que quiera —le dijo a Fraser.
—¿Cómo? Debe de estar de guasa, es una maldita...
—¡Que le deje en paz he dicho!
Brody empleó el tono de quien durante muchos años ha estado dando órdenes, y Fraser no tuvo más remedio que ceder.
—¡Muy bien! Hagan lo que quieran —exclamó volviendo al Range Rover.
—Que no se vaya —advertí a Brody—. Necesitamos el coche.
Maggie me miraba con desconfianza, como si aquello fuera una estratagema por mi parte.
—Necesito su ayuda —dije tomándola por el brazo y acompañándola al Mini—. Ahora vamos a irnos, y por favor, no quiero que nos siga.
Ella se quedó mirándome como si me hubiera vuelto loco.
—Pero ¿qué es esto, está usted...?
—Haga el favor de escucharme —dije, consciente de que ya habíamos perdido demasiado tiempo—. Usted quiere una noticia, y yo le prometo que la tendrá. Pero ahora necesito que se marche.
—El asunto es grave, ¿verdad? —dijo, borrándosele la sonrisa de incredulidad de los labios.
—Espero que no. Pero podría serlo.
Me miró a los ojos y el viento le arrojó un mechón de cabello sobre la cara. Mientras se lo apartaba con la mano, hizo un gesto de asentimiento.
—Conforme, pero más vale que esta historia dé para un titular de primera plana, ¿de acuerdo?
Ella volvió al Mini y yo fui con Brody y Fraser, que estaban esperándome junto al Range Rover.
—¿Qué demonios le ha dicho? —preguntó Fraser mientras la periodista arrancaba el coche.
—Da igual. ¿Ha hablado con Duncan esta mañana?
—¿Con Duncan? No, aún no —respondió, y a modo de excusa agregó—: Aún no ha llamado. Pero de todos modos luego iba a llevarle algo de desayuno.
—Llámele ahora.
—¿Ahora? Pero ¿qué...?
—Llámele, ¿quiere?
Me lanzó una mirada hostil, pero obedeció mi orden.
—No da señal... —dijo frunciendo el entrecejo.
—Muy bien, suba al coche. Vamos para allá.
Brody, que se había quedado contemplando la escena con ojos preocupados, no dijo nada hasta que subimos al coche y Fraser arrancó.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha encontrado?
—He estado examinando la instalación eléctrica del centro —dije escrutando el cielo a través del parabrisas mientras nos alejábamos del pueblo—. En la parte posterior había cables fundidos, y si el incendio lo hubiera ocasionado un fallo eléctrico, el núcleo de cobre no se habría fundido.
—Y eso ¿qué significa? —preguntó Fraser con impaciencia.
—Significa que el fuego era más intenso en ese punto —dijo Brody lentamente—. Oh, Dios mío.
—¿Alguien quiere hacerme el favor de decirme qué cojones está pasando aquí? —gritó Fraser golpeando el volante.
—El fuego era más intenso en ese punto porque utilizaron un elemento combustible —dije—. El fuego no se debió a un cortocircuito. Alguien lo provocó.
—Y eso ¿qué tiene que ver con Duncan? —preguntó sin acabar de entender.
Fue Brody quien le contestó:
—Si alguien pretendiera deshacerse de las pruebas, es probable que no se contentara con incendiar el consultorio.
Por la expresión de Fraser pude ver que por fin había comprendido. Y aunque no fuera así, no hubo necesidad de seguir dando explicaciones.
Frente a nosotros, una columna de humo negro se alzaba hacia el cielo.
Los recodos del terreno impedían ver de dónde procedía el humo. Era como si las colinas y las curvas de la carretera se hubieran confabulado para ocultar a nuestra vista el caserío y la caravana. Fraser pisaba el acelerador con fuerza, avanzando por la angosta carretera a una velocidad superior a la recomendable en esas difíciles condiciones. Nadie protestó.
Por fin, doblamos la última curva y el viejo caserío apareció frente a nosotros. También la caravana.
O lo que quedaba de ella.
—Oh, no —dijo Fraser.
El humo que habíamos visto procedía en su mayor parte de la casa. No quedaba mucho por quemar, pero las gruesas vigas del techo y los maderos que habían caído el día anterior seguían ardiendo entre las ruinas. Cualquier cosa que la brigada forense pudiera haber hallado tras el derrumbe, se había perdido sin remedio.
Pero lo que nos dejó sin habla fue la imagen de la caravana de Brody, que había quedado reducida a un armazón carbonizado con los neumáticos deshechos y transformados en informes masas de goma. La zona de la sala de estar había quedado casi totalmente consumida, el fuego había devorado las paredes y el techo había salido despedido al estallar la bombona de gas o el depósito de gasolina. Finas columnas de humo se alzaban como espectros hasta que desaparecían arrastradas por el viento.
De Duncan, ni rastro.
Fraser no aminoró cuando dejamos la carretera para tomar el camino, y el peso del coche hizo que derrapara sobre el fango. De pronto frenó en seco, saltó del Range Rover y salió corriendo hacia la caravana dejando la puerta abierta detrás de él.
—¿Duncan? ¡Duncan! —vociferó mientras corría como una fiera a la carga.
Brody y yo salimos corriendo tras él, con la lluvia cayéndonos sobre la cara. Al llegar frente a la caravana, Fraser se detuvo.
—¡Por Dios bendito! ¿Dónde está? ¿Dónde coño está?
Lanzó una mirada frenética en torno, cómo si esperara ver al joven agente paseando por las turberas. Me di cuenta de que Brody clavaba los ojos en mí, observándome con el rostro desencajado, y supe que había visto lo mismo que yo.
—Está aquí —dije en voz queda.
Fraser siguió la dirección de mi mirada. Debajo de un fragmento de techo retorcido por el calor, sobresalía una bota; el cuero estaba quemado y dejaba a la vista la carne y el hueso requemados.
—Oh, no, Dios mío... —dijo al tiempo que daba un paso hacia la caravana.
Antes de que pudiera detenerlo, aferró el panel e intentó levantarlo.
—No lo... —empecé a decir, pero entonces noté en el hombro la mano de Brody y me di la vuelta.
—Déjele —dijo sacudiendo la cabeza.
Era el escenario de un crimen y nadie habría debido tocarlo, pero podía hacerme cargo de los motivos de Brody para no intervenir.
—Yo diría que ahora ya no importa, ¿no cree? —dijo con voz amarga.
Fraser consiguió levantar el panel y lo arrojó al viento, que lo arrastró dando vueltas por la hierba como si fuera una cometa caída hasta hacerlo impactar contra la pared del caserío. Fraser siguió apartando escombros como un loco. Desde donde estábamos, el olor a carne quemada era casi insoportable.
Finalmente, se detuvo y, al echar un vistazo a lo que había desenterrado, se tambaleó como una marioneta rota.
—Oh, Dios mío. Ése no es él, por Dios bendito. Díganme que no es él.
El cuerpo estaba en el centro de la caravana. No estaba tan quemado como los restos de Janice Donaldson, lo cual, en cierto modo, hacía que la escena fuese, si cabe, más brutal aún. Tenía las extremidades casi juntas y estaba encorvado en posición fetal. Parecía tan vulnerable que inspiraba piedad verlo. El cinturón se le había quedado soldado a la piel a la altura de la cadera; la porra y las esposas seguían ahí.
Fraser rompió a llorar.
—¿Por qué no ha escapado? ¿Por qué coño no ha escapado?
—Vamos —dije tomándole por el hombro.
—¡Déjeme! —bramó soltándose.
—¡Cálmese!, ¿quiere? —dijo Brody con voz autoritaria.
—¡No me diga lo que tengo que hacer, puto fracasado! —replicó Fraser dándose la vuelta—. ¡Usted no tiene ninguna autoridad aquí!
—Entonces compórtese como un policía de verdad —dijo Brody, inflexible.
De pronto, Fraser se derrumbó.
—Tenía veintiún años —murmuró—. ¡Veintiuno! ¿Cómo voy a explicar esto?
—Dígales que lo han asesinado —dijo Brody con dureza—. Dígales que tenemos a un asesino suelto en la isla. ¡Y dígales que si Wallace hubiera mandado el equipo de investigación cuando era el momento, el muchacho aún estaría vivo!
En su voz latía una emoción extraña. Los tres sabíamos lo que se había callado: que por culpa del desliz de Fraser todo el mundo sabía que la mujer había sido asesinada y que, tal vez por eso, el asesino se había asustado y había pasado a la acción. Pero no era ése el momento para recriminaciones; por lo demás, viendo a Fraser era evidente que ya sufría bastante.
—Vamos, cálmese —le dije a Brody, que inspiró profundamente y, moviendo la cabeza de un lado a otro, pareció recuperar la compostura.
—Tenemos que informar de lo ocurrido. Esto ya no es una simple investigación por homicidio.
Fraser, que tenía los ojos enrojecidos, sacó la radio y, colocándose de espaldas al viento y la lluvia, marcó un número en el teclado. Se llevó el aparato al oído y luego volvió a marcar.
—¡Vamos, hombre, vamos!
—¿Qué ocurre? —preguntó Brody.
—No hay señal.
—¿Cómo que no hay señal? Anoche habló con Wallace.
—¡Pues le digo que ahora no hay señal! —espetó Fraser—. Pensaba que era sólo la radio de Duncan, pero no comunica. Pruebe usted mismo, no hay señal —dijo el sargento lanzándole la radio a Brody.
El ex inspector la cogió y tecleó un número. Se llevó el aparato al oído, pero al momento se lo devolvió.
—Probemos con la del coche.
La radio acoplada al Range Rover empleaba el mismo sistema digital que la portátil. Sin molestarse en preguntar a Fraser, Brody intentó llamar, pero el resultado fue el mismo.
—Está muerta —dijo sacudiendo la cabeza—. Puede que el vendaval haya tumbado una antena. Si es así, todas las comunicaciones de la isla estarán cortadas.
Eché una ojeada al desolado paisaje azotado por el viento que nos rodeaba. Las nubes, bajas y oscuras, se cernían sobre la isla como si quisieran aprisionarnos.
—Y ahora ¿qué podemos hacer? —pregunté.
Por primera vez, Brody parecía desconcertado.
—Sigamos intentándolo. Antes o después las radios o los teléfonos volverán a funcionar.
—¿Y hasta entonces?
Brody se volvió hacia la caravana. La lluvia le resbalaba por la cara y sus labios adoptaron una expresión severa.
—Hasta entonces, tendremos que apañárnoslas solos.
17
Me ofrecí voluntario para quedarme en la alquería mientras Brody y Fraser regresaban al pueblo para hacerse con estacas y un martillo. Había que delimitar el perímetro de la caravana, pero en el estado en que se encontraba no había dónde sujetar la cinta. Aunque hubiéramos podido trasladarlo a alguna parte, nos era imposible mover el cuerpo de Duncan. Con los restos de Janice Donaldson no habíamos tenido elección, pero en ese caso las circunstancias eran distintas. Dejar intactos los macabros restos de la furgoneta significaba, en efecto, exponerlos a los elementos, pero por esta vez —y dejando de lado el arrebato de Fraser— estaba decidido a preservar el escenario del crimen tal y como lo habíamos encontrado.
Y es que nadie de nosotros dudaba de que aquél fuera el escenario de un crimen. Alguien había prendido fuego al vehículo de forma deliberada, lo mismo que con el consultorio, con la diferencia de que Duncan no había logrado escapar.
Antes de que él y Fraser se marcharan, Brody y yo nos quedamos hablando al pie del camino, aguantando a duras penas las arremetidas del viento mientras el sargento intentaba llamar por radio una vez más. El tiempo había empeorado más si cabe. La lluvia caía como si fuera metralla, resbalando en forma de brillantes chorros por la capucha medio chamuscada de mi abrigo, y los nubarrones avanzaban por el cielo moviendo la hierba a su paso.
El tufo a quemado y el irrefutable hecho de la muerte del joven agente se extendían por encima de todo como un sudario, haciendo aún más escalofriante aquella gélida estampa.
—¿Cree que ocurrió antes o después del incendio del centro cívico? —pregunté.
—Yo diría que antes —opinó Brody mientras observaba el armazón renegrido del vehículo—. Encuentro más lógico que primero incendiara la caravana y luego fuera por el consultorio. No tiene sentido poner en alerta a todo el pueblo sin antes dejarlo todo bien atado aquí.
Lo innecesario de ese acto me provocaba rabia y una gran impotencia.
—Pero ¿por qué lo ha hecho? Ya habíamos trasladado los restos al consultorio. Considero absurdo dejarlos aquí abandonados varias semanas y de repente hacer algo así. No tiene ningún sentido.
Brody suspiró y se apartó el agua de la cara.
—No tiene por qué tenerlo. Quienquiera que haya hecho esto, tiene miedo. Sabe que cometió un error al dejar aquí el cuerpo y ahora intenta enmendarlo. Está dispuesto a destruir todo lo que pueda relacionarlo con el crimen, aunque para ello tenga que volver a matar. —Y tras hacer una breve pausa, añadió con una mirada circunspecta—: ¿Seguro que quiere quedarse aquí solo?
Ya habíamos hablado de eso. Brody tenía que ir al pueblo, porque sabía dónde encontrar el material que necesitábamos para acordonar el escenario, y alguien tenía que quedarse vigilando el lugar, y Fraser no estaba en condiciones de hacerlo.
—Váyase tranquilo —dije.
—Tenga cuidado —me advirtió Brody—. Si aparece alguien, sea quien sea, ándese con mucho ojo.
No era necesario que me lo recordara, aunque en principio no había por qué temer nada. No había motivo para que el asesino volviera una vez más al lugar del crimen.
Además, tenía que ocuparme de algunas cosas.
El Range Rover se alejó por el camino en dirección a la carretera y yo volví junto a los restos de la caravana. La lluvia repicaba sobre mi abrigo como el mensaje de un loco en código morse. El agua había convertido las cenizas en una especie de pasta, y el viento ya sólo alcanzaba a levantar pequeños restos de carbonilla. Al ver las laderas rocosas del Beinn Tuiridh, la gris montaña de escombros parecía formar parte del desolado paisaje.
En torno al vehículo había un círculo de hierba quemada. Temblando de frío, me situé en el margen y, haciendo un esfuerzo por visualizar la caravana antes del incendio, intenté imaginar cómo había quedado reducida a ese estado.
Luego me concentré en el cuerpo de Duncan.
No iba a ser tarea fácil. Por lo común, sólo trabajo con los cuerpos de extraños a los que nada más conozco una vez muertos, no en vida. Ese caso era distinto y se me hacía difícil conciliar mis recuerdos del joven agente con el cuerpo que yacía ante mí.
Los restos de Duncan McKinney estaban atrapados en la estructura de la caravana incendiada. El fuego lo había transformado en un amasijo de piel y huesos chamuscados; un títere renegrido desprovisto de toda similitud con un ser humano. Pensé en la última vez que lo vi y recordé que mientras me llevaba del consultorio al pueblo parecía preocupado por algo. Debí insistir para que me dijera qué era lo que le inquietaba, pero no lo hice. Dejé que se fuera y que pasara sus últimas horas de vida solo en ese paraje.
Mejor dejarse de lamentos que en nada podían beneficiarnos ni a él ni a mí. La lluvia resbalaba por mi capucha mientras contemplaba el cuerpo procurando no pensar en cómo era en vida. Poco a poco, empecé a verlo sin el filtro de las emociones. «¿Quieres atrapar al que ha hecho esto? Entonces olvídate de Duncan, no personalices. Céntrate en el rompecabezas.»
El cuerpo yacía boca abajo y la ropa, como buena parte de la piel y del tejido blando, estaba completamente quemada y dejaba a la vista los órganos internos, protegidos previamente por la caja torácica. Tenía los brazos doblados debido a la contracción de los tendones, y las piernas presentaban una disposición parecida. Además, por efecto del calor, las caderas y la parte inferior del cuerpo estaban desviadas hacia un lado. Debajo del cuerpo eran visibles los restos de la mesa. Los pies eran la parte más cercana a la puerta, y la cabeza estaba ligeramente vuelta hacia la derecha, encarada hacia el pequeño sofá.
De éste apenas quedaba el retorcido armazón y unos cuantos muelles renegridos, pero entremedio había algo más. Al inclinarme comprobé que era la linterna de Duncan, deformada y opaca por el fuego.
La cámara había quedado destruida en el consultorio junto con el resto de mi equipo, así que tuve que arreglármelas para esbozar la posición en un bloc de notas que había encontrado en el Range Rover. No salió perfecto, pues el cabestrillo resultaba un impedimento y además tenía que proteger el bloc de la lluvia, pero lo hice lo mejor que pude.
Terminado el dibujo, examiné el cuerpo con más detenimiento. Me agaché lo más cerca posible, procurando no tocar nada, hasta que encontré lo que buscaba.
En el cráneo había un gran agujero, del tamaño del puño de un hombre.
De repente oí el ruido de un coche que se acercaba por el camino. Me extrañaba que Brody y Fraser volvieran tan rápido, pero cuando me di la vuelta vi que el que se aproximaba no era el Range Rover de la policía, sino el Saab gris metálico de Strachan.
No sin cierto nerviosismo, recordé la advertencia de Brody: «Si aparece alguien, sea quien sea, ándese con mucho ojo». Me puse en pie, me guardé el bloc en el bolsillo y fui a su encuentro. Cuando hubo salido del coche, Strachan se quedó mirando la caravana con tal estupefacción que se olvidó hasta de subirse la capucha del abrigo.
—¡Dios mío! ¿La caravana también se ha quemado?
—No debería haber venido.
Pero Strachan no me escuchaba. Al ver lo que había entre los desechos, por poco se le salen los ojos de las órbitas.
—¡Oh, cielo santo!
De pronto palideció y, dándose la vuelta, se puso a vomitar. Poco a poco se enderezó y buscó en el bolsillo algo para limpiarse la boca.
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
—Lo siento —dijo asintiendo con el rostro exangüe—. ¿Quién... quién es? ¿Es el muchacho?
—Brody y Fraser regresarán en cualquier momento —dije por toda respuesta—. Sería mejor que no le viesen aquí.
—¡A la mierda con Brody y con Fraser! ¡Ésta es mi casa! Llevo cinco años intentando resucitar esta isla y ahora... —Se interrumpió y se pasó la mano por el cabello despeinado por la lluvia—. Esto no puede estar ocurriendo. Creía que lo del centro cívico podía ser un accidente, pero esto...
No dije nada. Strachan levantó la mirada al cielo sin preocuparse por el viento ni la lluvia; parecía que empezaba a recuperarse del sobresalto inicial.
—La policía no logrará llegar a la isla con este tiempo, y ustedes solos no van a poder hacerse cargo de la situación. Esto hará que cundan el pánico y la desconfianza y la gente exigirá respuestas. Necesitarán mi ayuda, a mí me harán más caso que al sargento, e incluso más que a Brody. —Me miró fijamente y distinguí en sus finos rasgos una gran determinación—. No voy a permitir que nadie destruya lo que he hecho aquí.
La oferta era tentadora. Sabía por experiencia hasta qué extremo es nocivo que se caldeen los ánimos en una comunidad pequeña. Tiempo atrás había podido comprobarlo en primera persona, en una comunidad de la que yo mismo formaba parte. No quería ni pensar, pues, en cuáles podían ser las consecuencias en esa pequeña isla privada de todo contacto con el mundo exterior.
La pregunta era: ¿hasta qué punto podíamos permitirnos confiar en la gente, incluido Strachan?
Con todo, en algo sí podía ayudar.
—¿Podría usar la radio de su yate?
—¿La radio de mi yate? —preguntó sorprendido—. Sí, por supuesto. Dispone de comunicación vía satélite, por si le hace falta. ¿No funcionan las radios de la policía?
Prefería no decirle que nos habíamos quedado sin medios de comunicación, pero aun en este caso tenía que darle alguna explicación.
—Hemos perdido una de las radios en el incendio. Sólo quería saber si puedo contar con la suya cuando no tenga a mano la de Fraser.
La explicación pareció satisfacer a Strachan, que entonces recuperó el tono sombrío.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó mirando en dirección a la caravana.
—Duncan McKinney.
—Pobre diablo —dijo con voz queda, y mirándome agregó—: Recuerde mis palabras: cualquier cosa que necesite...
Subió de nuevo al coche y se alejó por el camino. Al mismo tiempo que el Saab salía a la carretera, distinguí la inequívoca silueta del Range Rover de la policía, que avanzaba en sentido contrario. La carretera era tan estrecha, que ambos vehículos se vieron obligados a aminorar para cederse el paso, como dos perros que se escrutan con atención momentos antes de empezar una pelea. Salvado el obstáculo, el Saab se alejó con un ligero acelerón.
Me quedé de espaldas al viento, esperando que llegara el Range Rover. Brody y Fraser bajaron, y mientras éste se disponía a abrir el portaequipajes, Brody se me acercó sin apartar la vista del coche de Strachan, que se perdía ya en la lejanía.
—¿A qué ha venido?
—A ofrecer su ayuda.
—Podemos arreglárnoslas muy bien sin él —dijo levantando el mentón.
—Eso depende.
Le dije que se me había ocurrido utilizar la radio de Strachan. Brody suspiró.
—Tendría que habérseme ocurrido. Pero de todos modos no necesitamos el yate de Strachan, todos los barcos del puerto disponen de transmisores barco—tierra. Podemos usar el del transbordador.
—El yate está más cerca —observé.
Por el gesto que hizo con la mandíbula, era evidente que Brody detestaba tener que pedirle un favor a Strachan, pero por más que le disgustase la idea, sabía que era necesario.
—Está bien, tiene razón —dijo con un leve asentimiento de la cabeza.
Fraser se acercó cargado con un puñado de varillas de acero medio oxidadas, como las que se usan para armar el hormigón de los cimientos.
—Son las que sobraron cuando se construyó la escuela —explicó Brody—. Supongo que servirán.
Fraser dejó caer las varillas sobre la hierba. Tenía los ojos irritados.
—Sigo sin estar de acuerdo con dejarlo aquí a la intemperie.
—Pues a menos que se le ocurra algo mejor... —dijo Brody, pero sin acritud.
El sargento asintió con gesto abatido y volvió al Range Rover, de donde sacó un martillo y una bobina de cinta. Se acercó a los restos de la caravana en actitud aparentemente resuelta, pero al ver de nuevo el cuerpo de Duncan, echado en el suelo a merced de los elementos como una res tras el sacrificio, se vino abajo.
—Oh, Dios mío...
—Por si le sirve de consuelo, casi puedo asegurarle que no sintió nada —le dije.
—¿Ah, no? —dijo—. Y ¿cómo lo sabe?
—Porque ya estaba muerto cuando se declaró el incendio —dije suspirando.
La rabia se evaporó de los ojos del sargento.
—¿Está seguro? —preguntó Brody, que se había acercado a donde estábamos.
Yo seguía mirando a Fraser. La situación era incómoda para todos, pero para él resultaba especialmente dura.
—Adelante —dijo con voz ronca.
Les dije que me acompañaran a través de la hierba húmeda hasta un punto desde el que teníamos una buena perspectiva del cráneo. Todavía tenía restos de piel negra adheridos al hueso, reluciente de la lluvia. Las mejillas y los labios se habían quemado, y los dientes parecían una burda réplica de la sonrisa afable del agente.
No sabía por dónde empezar. «El rompecabezas, no la persona. »
—¿Ven aquí, en el lado izquierdo? —dije señalando el agujero que había encontrado en el cráneo de Duncan.
Fraser miró, pero enseguida apartó la vista. La cabeza estaba levemente ladeada, de tal modo que en parte reposaba sobre la mejilla. En esa postura, se hacía difícil apreciar la gravedad del daño, que en cualquier caso era evidente. El agujero tenía forma irregular y comprendía los huesos parietal y temporal del lado izquierdo del cráneo, donde se abría como la entrada de una caverna oscura.
Brody carraspeó antes de hablar.
—¿Y no puede deberse al fuego, como creía que había sucedido con Janice Donaldson?
—Es imposible que el fuego provoque una herida de este calibre. Duncan recibió un golpe mil veces más fuerte que el de Janice Donaldson. Desde aquí se ve cómo los huesos han quedado hundidos en la cavidad craneal. Eso significa que la herida fue provocada por un impacto externo y no por la presión craneal. Además, por la posición de los brazos parece que cayó directo al suelo, sin intentar sujetarse. No supo ni de dónde le venía el golpe.
Hubo un silencio.
—¿Y con qué le golpearon? ¿Con un martillo o con qué? —preguntó Brody.
—No, con un martillo no. De ser así, habría quedado una marca redonda en el hueso, y este agujero es demasiado irregular. Por lo que puedo ver, deduzco que se trataba de una especie de maza.
«Por ejemplo una linterna», pensé. La carcasa de acero de la linterna de Duncan sobresalía entre las cenizas a poca distancia del cuerpo. Tenía el tamaño y la forma adecuados, y era lo bastante pesada para provocar esa herida, pero no valía la pena hacer cábalas antes de que llegara la brigada forense.
Fraser apretó los puños y se obligó a mirar el cuerpo.
—Era un chaval fuerte. No habría caído sin plantar cara.
—Tal vez no —dije; procuraba medir mis palabras—, pero... en fin, por la posición parece que le atacaron por la espalda. El cuerpo yace boca abajo, y los pies señalan hacia la puerta. Es decir, que miraba hacia el otro lado y se precipitó hacia delante tras ser golpeado por detrás.
—¿Es posible que le hubiesen matado fuera y luego lo hubieran introducido en la caravana? —preguntó Brody.
—No lo creo por una razón: tiene la mesa debajo, lo que sugiere que debió de caer encima de ésta. Dudo que alguien pusiera el cuerpo encima. Además, a Duncan le golpearon aquí, en el lateral —dije llevándome el dedo encima de la oreja—. Para causar una herida así, el asesino debió de asestar el golpe de lado no desde encima de la cabeza, que sería lo normal.
Fraser seguía sin entender.
—Y ¿por qué el hecho de que lo golpearan de lado significa que lo mataron dentro de la caravana?
—Porque el techo no era lo bastante alto para golpear desde encima de la cabeza —intervino Brody.
—Por el momento, no son más que conjeturas, pero todo encaja —dije—. El asesino estaba de pie detrás de Duncan, entre él y la puerta. Esto invita a pensar que podría ser zurdo, pues el impacto se encuentra en el lado izquierdo del cráneo.
La lluvia caía con fuerza en torno a nosotros, que seguíamos inspeccionando el cuerpo intentando elucubrar sobre lo sucedido. Esperé a ver quién de los dos lo diría antes. Para mi sorpresa, fue Fraser.
—Entonces, ¿dejó entrar al asesino y luego se dio la vuelta?
—Eso parece.
—Pero ¿en qué demonios estaría pensando? ¡Dios bendito, le insistí para que tuviese cuidado!
Por alguna razón lo dudaba. Claro que si el sargento necesitaba alterar los recuerdos para mitigar su complejo de culpa, no iba a ser yo quien se lo impidiera. Había en juego algo más importante, algo que, por la expresión de Brody, supe que no se le había escapado, aun cuando Fraser no hubiera caído en ello todavía.
Duncan no creía correr ningún peligró cuando dejó entrar al asesino.
Brody alargó el brazo, arrebató la cinta a Fraser y dijo:
—Terminemos con esto.
18
La cinta policial, tensada entre las varillas de acero que Fraser había clavado previamente en el suelo, daba trallazos y se retorcía con el viento. Con sólo una mano, poca ayuda podía yo ofrecerles. Brody se había encargado de colocar las varillas en el lugar correcto —una cada pocos metros hasta completar todo el perímetro de la caravana— y Fraser de hundirlas a golpes de martillo.
—¿Cambiamos? —preguntó resollando el sargento cuando iban por la mitad.
—Lo siento, pero tendrá que terminar usted. Artrosis —dijo Brody frotándose la espalda.
—Ya, claro —murmuró Fraser clavando la varilla de acero en la hierba como si con ello liberara la rabia y el dolor.
Se me ocurrió que tal vez eso mismo era lo que Brody pretendía.
Mientras ellos extendían la cinta entre las varillas, yo observaba de cerca, medio encogido a causa del frío y la humedad. No era más que una barrera simbólica, pero aun así, cuando vi como luchaban contra el viento para asegurar los extremos de la cinta, lamenté no poder hacer más.
Cuando por fin terminaron, los tres lanzamos una última mirada a la caravana, circundada por esa frágil barricada. A continuación, y sin mediar palabra, volvimos al Range Rover.
El siguiente paso era comunicar lo sucedido a Wallace. Aun cuando éste siguiera sin poder enviar refuerzos hasta que el temporal remitiera, el asesinato de un policía aumentaba la gravedad del caso. Hasta que llegara la ayuda, nuestra prioridad era mantener el contacto con el mundo exterior. Sobre todo para Fraser, pensé, al verlo caminar caído de hombros frente a nosotros por el camino. Era la viva imagen del derrotismo.
Brody, que iba a mi lado, de pronto se detuvo y me preguntó:
—¿Le quedan bolsas?
Tenía la mirada fija en una mata de hierba dura movida por el viento. En medio, había un objeto negro. Me saqué del bolsillo una de las bolsas para congelados que había traído del hotel y se la entregué a Brody.
—¿Qué es eso? —preguntó Fraser, que se había dado la vuelta.
Brody no contestó. Introdujo la mano en la bolsa como si fuese un guante, se agachó y recogió el objeto enganchado entre la hierba. Luego dio la vuelta a la bolsa para que el objeto quedara dentro y nos lo enseñó.
Era una gran tapa de rosca de color negro. A un lado tenía una tira de un par de centímetros que seguramente iba unida al recipiente y que parecía haber sido arrancada.
—Gasolina —dijo Brody al acercarse la bolsa a la nariz.
Luego se la tendió a Fraser, que la olfateó también.
—¿Cree que a ese hijo de puta pudo caérsele anoche?
—Me parece lo más probable. Ayer no estaba, lo habríamos encontrado.
—Así que en alguna parte dé esta isla de mala muerte hay un bidón de gasolina con una tira rota y sin tapa —dijo Fraser guardándose la prueba en el bolsillo del abrigo con gesto furibundo.
—A menos que lo hayan arrojado por un acantilado —dijo Brody.
Condujimos hasta la casa de Strachan en el más completo silencio. Al embocar el largo desvío que llevaba hasta la entrada, vimos que el Porsche Cayenne de Grace no estaba estacionado fuera, pero sí el Saab de Strachan.
Me extrañaba mucho que Strachan no dispusiera de un generador propio, pero a pesar de lo encapotado que estaba el cielo, no se apreciaba luz en las ventanas. Con la lluvia todavía resbalándole por los puños, Fraser golpeó la aldaba de hierro forjado de la puerta. Se oyeron los ladridos del perro de Strachan, pero no hubo ningún otro signo de vida. Fraser volvió a golpear, esta vez lo suficientemente fuerte como para que la puerta temblara en las jambas.
—Vamos, ¿dónde cojones se habrá metido? —gruñó.
—Habrá salido de excursión, como hace a veces —dijo Brody, echándose atrás para ver bien la casa—. Supongo que tratándose de una emergencia también podríamos entrar en el yate y punto.
—Claro, ¿y si está cerrado? —replicó Fraser—. No podemos echar abajo la puerta sin más.
—Aquí la gente no cierra las puertas. No hay necesidad.
«Tal vez la haya a partir de ahora», pensé. Por motivos distintos, a mí tampoco me parecía buena idea.
—Si bajamos al yate y nos lo encontramos cerrado habremos desperdiciado un tiempo precioso —dije—. Además, ¿quién de nosotros sabe usar una radio vía satélite o un transmisor barco—tierra?
El silencio tras mi pregunta delató que ninguno de los dos sabía.
—¡Mierda! —gritó Fraser descargando un puñetazo contra la puerta.
—Vamos a buscar a Kinross. Usaremos la radio del transbordador —dijo Brody.
Kinross vivía al lado del puerto. Cuando llegamos a la entrada del pueblo, Brody le dijo a Fraser que atajara por una estrecha calle de adoquines que se desviaba de la calle principal. La casa del capitán parecía prefabricada y, como la mayoría de casas de Runa, tenía puertas y ventanas nuevas de PVC rígido.
El resto del edificio presentaba un aspecto más tosco y descuidado. A la verja le faltaba la puerta, y el jardín estaba invadido de hierbajos y piezas de barco oxidadas. Entre las espigas había un bote de fibra de vidrio con el fondo agujereado y hecho astillas. Según me había dicho Brody, Kinross era viudo y vivía solo con su hijo. La verdad es que se notaba.
Brody y yo dejamos a Fraser en el coche con sus cavilaciones y atravesamos el jardín. El timbre sonó con una alegre melodía electrónica, pero nadie contestó. Brody volvió a llamar y, por si acaso, golpeó la puerta.
Dentro se oyó un rumor sordo de alguien moviéndose, y por fin se abrió la puerta. Kevin, el hijo adolescente de Kinross, apareció en el vestíbulo, echó un vistazo y apartó la mirada.
Las pústulas inflamadas de acné cuajaban su rostro como una máscara cruel.
—¿Está tu padre? —preguntó Brody.
El muchacho sacudió la cabeza, sin atreverse a mirarnos.
—¿Sabes dónde está?
Hizo un gesto de incomodidad y entornó la puerta hasta dejar abierto el espacio justo para que le cupiera la cara.
—En el astillero —musitó—, donde tiene el taller.
Acto seguido cerró la puerta.
Volvimos al coche. En el puerto reinaba una gran confusión: las olas rompían de continuo y los barcos traqueteaban con la marejada. El transbordador se movía de un lado para otro en su atracadero del malecón. El mar estaba muy embravecido y la humedad era tan densa que resultaba imposible distinguirla de la lluvia.
Fraser condujo hasta la choza de placas metálicas frente a la cual yo había pasado de camino a casa de Brody el día anterior. Se encontraba ya cerca del pie de los grandes acantilados que rodeaban el puerto y lo protegían parcialmente de la furia del temporal.
—El astillero es comunitario —dijo Brody mientras bajábamos del coche y avanzábamos intentando resistir la fuerza del viento—. Los gastos se reparten entre todos aquellos que poseen una embarcación, y cuando alguien tiene que reparar la suya, todo el mundo echa una mano.
—¿Ésa es la de Guthrie? —pregunté señalando la destartalada barca de pesca colocada sobre unos bloques que había visto el día anterior.
Vista de cerca, su aspecto todavía parecía más tronado. Le faltaba la mitad del casco, lo cual hacía recordar al esqueleto de un animal prehistórico.
—Sí. Dice que quiere acondicionarla, pero por lo visto no tiene ninguna prisa —dijo Brody haciendo un gesto de desaprobación con la cabeza—. Prefiere gastarse el dinero en el bar.
Bordeamos las pilas de material de construcción cubiertas con lonas y nos acercamos a la entrada del taller. Cuando abrimos la puerta, el viento por poco la arranca de las bisagras. En el interior hacía un calor sofocante y el aire olía a lubricante de maquinaria y serrín. Por el suelo había tornos, soldadores e instrumentos de corte de toda clase, y en las paredes se veían baldas y más baldas cargadas de herramientas manchadas de grasa reseca. Se oía una radio, cuya melodía metálica quedaba ahogada por el ruido de un generador.
Dentro había media docena de hombres. Guthrie y un tipo más bajito estaban de cuclillas junto a las piezas de un motor, repartidas por el suelo de hormigón. Kinross y los demás estaban jugando a las cartas en una vieja mesa de formica sobre la que había unas cuantas tazas de té medio vacías. El cenicero, en realidad un molde de aluminio para tarta, rebosaba de colillas.
Todos habían interrumpido lo que estaban haciendo para mirarnos. Sus rostros no eran exactamente hostiles, pero tampoco amistosos. Nos observaban con ojos inexpresivos, expectantes.
—¿Podemos hablar, Iain? —preguntó Brody acercándose hasta Kinross.
—Nadie te lo impide —respondió éste con un encogimiento de hombros.
—Me refiero en privado.
—Aquí tenemos suficiente intimidad. —Y para dejarlo más claro abrió una bolsa de tabaco y empezó a liarse un cigarrillo con los dedos llenos de pringue.
Brody no estaba dispuesto a discutir.
—Necesitamos utilizar la radio del transbordador.
Kinross lamió el borde del papel con la punta de la lengua y selló el cigarrillo.
—¿Qué le pasa a la suya? —dijo indicando a Fraser con la cabeza—. ¿Es que ahora la policía no lleva radio?
Fraser le devolvió la mirada sin contestar.
—Vaya, no me diga que se le ha jodido —dijo Kinross sacándose una hebra de tabaco de la boca.
Fraser respiraba fatigado, como un toro furioso.
—Sí, se ha jodido, y yo les pienso joder a ustedes como no...
—Hemos venido a pedirte ayuda —cortó Brody intentando calmar a Fraser poniéndole la mano en el hombro—. Necesitamos ponernos en contacto con la central. Es importante, si no, no te lo pediríamos.
Kinross encendió el cigarrillo sin prisa, apagó la cerilla, la dejó en el cenicero saturado de colillas y se quedó observando a Brody a través de una voluta de humo azul.
—Adelante, pero no vale la pena.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Fraser.
—Pues que no podrán transmitir desde el puerto. Es una radio VHF, requiere visibilidad directa, y los acantilados bloquean la señal.
—¿Y si hay que mandar un SOS? —preguntó Brody, incrédulo.
—Nadie manda un SOS desde el puerto —respondió Kinross encogiéndose de hombros.
—Entonces saque el maldito barco hasta donde pueda transmitir —dijo Fraser apretando los puños.
—Si quiere arriesgarse a navegar con este temporal, adelante, pero no con mi barco.
—¿Y los demás barcos? —preguntó Brody frotándose el puente de la nariz.
—Todos llevan sistema VHF.
—Menos el yate de Strachan —apuntó uno de los que estaban jugando a cartas.
—Sí, ese barco tiene antenas hasta en el culo —dijo Guthrie riéndose.
Noté que a Brody se le ensombrecía el rostro.
—¿Podemos intentarlo con la radio del transbordador de todos modos?
Kinross dio una chupada a su cigarrillo con indiferencia.
—Si queréis perder el tiempo, allá vosotros —dijo, y tras apagar la punta del cigarrillo y guardarlo de nuevo en la bolsa de tabaco, se puso en pie—. Lo siento, muchachos.
—Da igual, iba perdiendo —dijo uno de los jugadores echando las cartas sobre la mesa—. Hora de irse a casa.
—Sí, y yo me voy a comer algo —dijo Guthrie limpiándose las manos con un trapo sucio.
Mientras el resto de los jugadores dejaba las cartas sobre la mesa y recogía sus abrigos, Kinross se puso un impermeable y salió del taller dejando que la puerta se cerrara delante de nosotros, que íbamos detrás. La lluvia y la humedad del mar llenaban el aire de un olor a yodo. Kinross se dirigió hacia el malecón a cabeza descubierta, sin inmutarse en absoluto por el embate de las olas, y aunque el transbordador parecía a punto de romper las amarras, el capitán cruzó la pasarela como si tal cosa.
Los demás fuimos más cautos y nos sujetamos a la barandilla por miedo al vaivén. A bordo, la seguridad no era mucho mayor, pues la cubierta resbalaba y el barco oscilaba de forma impredecible. Eché un vistazo a la antena, doblada por el viento, y a los acantilados que nos rodeaban, y entonces comprendí a qué se refería Kinross: los acantilados abrazaban tres cuartas partes del puerto y se alzaban como una muralla entre nosotros y el resto del mundo.
Kinross ya estaba manipulando la radio cuando entramos en el claustrofóbico puente de mando. El suelo temblaba de tal manera que tuve que sujetarme contra la pared. Kinross habló por el transmisor de la radio, que zumbaba y chirriaba sin parar, y esperó en vano una respuesta.
—¿A quién estás llamando? —preguntó Brody.
—A los guardacostas —contestó Kinross sin darse la vuelta—. Tienen el repetidor más potente de Lewis. Si ellos no nos oyen, no vale la pena seguir intentándolo.
Volvió a llamar por el transmisor, sin recibir más respuesta que un silbido apagado.
De pronto Fraser, que se había limitado a escrutar al capitán con una mirada hosca, le preguntó:
—¿Recuerda haber traído a algún forastero a la isla hace cuatro o cinco semanas?
Brody le lanzó una mirada amenazante, pero el sargento pareció no percatarse.
—No —respondió Kinross sin darse la vuelta.
—¿Que no qué? ¿Que no trajo a nadie o que no se acuerda?
Kinross dejó lo que estaba haciendo y fue al encuentro de su mirada.
—¿Tiene relación con el asesinato?
—Limítese a contestar.
—¿Y si no? —dijo Kinross con una sonrisa desafiante.
—Tranquilo, Iain —terció Brody antes de que Fraser pudiera contestar—, nadie te está acusando de nada. Sólo hemos venido para usar la radio.
En ese momento Kinross dejó el transmisor, se apoyó contra el mamparo y se nos quedó mirando con los brazos cruzados.
—¿Alguien va a decirme de qué va todo esto?
—Asuntos de la policía —bramó Fraser.
—Bien, pues éste es mi barco y ésta, mi radio, así que si quieren usarla deberán decirme qué es lo que corre tanta prisa.
—No podemos, Iain —terció Brody en un intento por atemperar los ánimos—. Pero es importante. Confía en mí.
—Es nuestra isla. Tenemos derecho a saber qué es lo que pasa en ella.
—Ya lo sé, y lo sabréis, te lo prometo.
—¿Cuándo?
—Esta noche —dijo Brody suspirando—. Pero ahora tenemos que ponernos en contacto con la central.
—Escúcheme bien... —empezó a decir Fraser, pero Brody le interrumpió.
—Te doy mi palabra.
Kinross se quedó mirándolo con expresión inescrutable y a continuación se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Brody.
—Me has pedido que probara la radio, pues ya lo he hecho.
—¿Y no puedes seguir intentándolo?
—No. Si alguien pudiera oírnos, ya lo sabríamos.
—¿Y otros barcos? Podrían reenviar él mensaje hasta que llegara a tierra. Así salvamos el obstáculo de los acantilados.
—Puede, pero de todos modos restringirán la señal, y este equipo sólo tiene un alcance de treinta millas. Si queréis perder el tiempo meando contra el viento, allá vosotros, pero hacedlo sin mí —dijo señalando el transmisor—. Para hablar, se aprieta el botón, y para escuchar hay que soltarlo. Cuando terminéis, apagad el equipo.
Y diciendo esto se marchó dando un portazo.
—Pero ¿qué demonios se ha creído? —le dijo Fraser a Brody montando en cólera—. ¡Usted no tiene ninguna autoridad aquí!
—No tenemos alternativa. Necesitamos su ayuda, y no vamos a conseguirla a base de gritos.
Fraser estaba rojo de ira.
—¡Uno de esos cabrones es el asesino de Duncan!
—Ya lo sé, pero nunca conseguiremos atraparlo enemistándonos con todo el mundo —replicó Brody, procurando contenerse. Luego respiró hondo y agregó—: Kinross tiene razón, no tiene sentido seguir perdiendo el tiempo cuando el yate de Strachan dispone de un equipo vía satélite. De camino a su casa podemos pasar por la escuela para ver si está Grace.
—¿Y si no está? —preguntó Fraser malhumorado.
—Entonces esperaremos en la casa a que llegue uno de los dos —respondió Brody crispado, pues era evidente que le disgustaba tener que pedirle un favor a Strachan—. ¿O acaso alguien tiene una idea mejor?
Como Fraser no tenía ninguna, cruzamos el pueblo. Al llegar a la escuela, vimos que el Porsche negro de Grace no estaba y que el edificio tenía las luces apagadas y estaba vacío.
—Habrán mandado a los niños a casa por el corte de suministro. Y ella también se habrá ido mientras estábamos con Kinross —dijo Brody, claramente contrariado.
Sólo nos restaba dirigirnos a casa de Strachan y esperar encontrarla ahí. Fraser estaba taciturno y conducía en silencio. Daba pena verle. No era una persona a la que uno le tome aprecio con facilidad, pero la muerte de Duncan le había afectado sobremanera, si bien antes del asesinato del muchacho tampoco había demostrado estar a la altura de las circunstancias.
Faltaba poco para llegar a la mansión, cuando de repente el sargento dio un respingo.
—Pero ¿qué coño hace?
El Saab de Strachan avanzaba por la carretera directo hacia nosotros. Entre blasfemias, Fraser dio un volantazo y pisó el freno. El Saab se detuvo a pocos metros de nosotros.
—¡Maldito idiota! —exclamó Fraser.
Strachan bajó del coche y se dirigió corriendo hacia nosotros sin preocuparse por cerrar la puerta. Fraser, que estaba fuera de sí, bajó el cristal de la ventanilla y empezó a gritarle.
—¿Se puede saber a qué coño está jugando?
Strachan pareció no oírle. Cuando se asomó a la ventanilla, pude leer el miedo en sus ojos y su rostro lívido.
—¡Grace ha desaparecido! —dijo con voz trémula.
—¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó Fraser.
—¡Pues que ha desaparecido! ¡No está!
Brody bajó del Range Rover.
—A ver, tranquilícese y díganos qué ha sucedido.
—¡Ya se lo he dicho, por el amor de Dios! ¿Está sordo o qué? ¡Tenemos que encontrarla!
—La encontraremos, pero antes tranquilícese y díganos qué es lo que sabe.
—He vuelto a casa hace unos minutos —dijo Strachan haciendo un esfuerzo por recuperar la compostura—. El coche de Grace estaba ahí aparcado, y como las luces de casa estaban encendidas y se oía música, me he imaginado que estaría dentro. En la cocina he visto una taza de café que ya estaba frío, pero al llamarla no ha contestado. ¡He mirado en todas las habitaciones, pero no hay ni rastro de ella!
—¿Y no podría ser que hubiera salido a dar una vuelta? —preguntó Fraser.
—¿Grace? ¿Con este tiempo? ¡Oiga, no podemos quedarnos aquí, tenemos que hacer algo!
Brody se giró hacia Fraser.
—Vamos a organizar una batida —dijo asumiendo el mando de la situación—. Vuelva al pueblo y traiga a toda la gente que pueda.
—Y usted ¿qué va a hacer? —preguntó Fraser, que no soportaba que le dieran órdenes.
—Yo iré a la casa a echar una ojeada.
—¡Acabo de decirle que no está! —dijo Strachan casi a voz en grito.
—De todos modos echaré un vistazo. Doctor Hunter, ¿me acompaña?
Yo mismo estaba a punto de sugerírselo. Si Grace estaba herida, mis servicios serían más útiles ahí que en el pueblo organizando una brigada de búsqueda. Corrimos hacia el Saab y Fraser dio media vuelta con el Range Rover.
—¿Qué está pensando? —le pregunté a Brody en voz baja, pero éste se limitó a sacudir la cabeza al tiempo que adoptaba una expresión grave.
Strachan había dejado el motor del coche en marcha y, casi sin darnos tiempo a cerrar la puerta, arrancó, dio media vuelta y, tras recorrer el desvío que llevaba a la casa, se detuvo junto al Porsche negro de Grace. Sin esperarnos, Strachan entró corriendo en la casa gritando el nombre de su mujer, pero por respuesta sólo recibió los insistentes ladridos del perro, que estaba en la cocina.
—¿Lo ven? ¡No está! —exclamó pasándose la mano por el pelo—. Cuando he vuelto, Oscar estaba corriendo por el terreno, y Grace nunca lo habría dejado salir con este tiempo.
El temblor de su voz hacía que se me formara un nudo en el estómago. Podía ponerme en su lugar: también yo viví en mis carnes esa terrible clase de ausencia una vez que fui a casa de Jenny. También entonces andaba suelto un asesino, y al descubrir el miedo en los ojos de Strachan tuve una aguda sensación de déjà-vu.
Brody, en cambio, mantuvo en todo momento la calma mientras duró la breve búsqueda por la casa. De Grace no había ni rastro.
—¡Estamos perdiendo el tiempo! —exclamó Strachan cuando ya habíamos mirado en todas partes.
Tenía el pánico a flor de piel.
—¿Ha mirado en los anexos? —preguntó Brody.
—¡Sí! Sólo tenemos un granero, ¡y ahí tampoco está!
—¿Y en la cala?
Strachan se quedó mirándolo.
—En la cala... No, pero Grace nunca baja sin mí.
—Echemos un vistazo de todos modos, ¿de acuerdo?
Strachan nos llevó hasta la cocina. Sobre la mesa había una taza de café a medias y un libro abierto colocado bocabajo, como si Grace hubiera interrumpido la lectura por un instante. Strachan apartó al perro con un gesto impaciente, salió por la puerta trasera y corrió hacia los escalones que llevaban a la cala.
Desde el principio había temido que nos encontráramos con el cuerpo inerte de Grace tendido entre los guijarros de la playa, pero exceptuando el yate amarrado en el embarcadero, la cala estaba vacía. El barco era precioso. Las olas empujaban el casco contra las defensas de goma y el enorme mástil oscilaba de un lado al otro como el péndulo de un metrónomo roto.
Strachan cruzó el embarcadero a la carrera, saltó sobre la pasarela y se fue directo al puente de mando. Yo me rezagué un poco porque con el brazo en cabestrillo me costaba mantener el equilibrio. Justo cuando pisé la cubierta, Strachan abrió la escotilla del puente y se quedó helado.
Cuando llegué a su lado, vi el motivo.
Al igual que el resto del yate, el puente estaba totalmente equipado con paneles de teca, accesorios de acero inoxidable y una consola de navegación repleta de instrumentos. O mejor dicho, lo que quedaba de ella, pues la radio y el sistema vía satélite estaban hechos pedazos y el suelo lleno de cables rotos y circuitos arrancados.
Strachan se quedó contemplando la escena por un instante y a continuación entró corriendo en la cabina principal.
—¿Grace? ¡Oh, Dios mío, Grace!
La mujer estaba tendida en el suelo de la cabina con la cabeza y los hombros tapados con un saco, pero la parca blanca era perfectamente reconocible. Yacía de lado, con los brazos atados a la espalda.
De cintura para abajo, estaba desnuda.
O casi. Los pies no estaban atados, pero le habían bajado los pantalones hasta los tobillos, inmovilizándoselos como si fuera una correa. Tenía las bragas a la altura de las rodillas, como si su asaltante se hubiera visto interrumpido en el acto de bajárselas.
Vista así, con sus largas piernas desnudas y de un color entre blanco y azulado por el frío, transmitía una sensación de extrema vulnerabilidad. Estaba inmóvil. Temí que fuera demasiado tarde, pero cuando Strachan la tocó, empezó a revolverse.
—¡Sujétela, que no se haga daño! —advertí intentando inmovilizarla por los pies.
—¡Ya ha pasado, Grace, soy yo! ¡Soy yo! —dijo Strachan al tiempo que le quitaba el saco de la cabeza.
El pelo revuelto de la mujer le tapaba la cara. Le habían introducido un trapo sucio en la boca. Abrió desmesuradamente los ojos, mirándonos aterrorizada, pero enseguida reconoció a Strachan y dejó de forcejear.
—¡Ya ha pasado, estoy aquí, ya ha pasado! —repetía él mientras le quitaba la mordaza de la boca.
—¡Michael, oh, gracias a Dios, Michael! —dijo ella tomando aire entre sollozos.
Tenía la cara roja e hinchada, y la marca de la arpillera todavía era visible sobre la piel. En la mejilla izquierda asomaba la marca violácea de un hematoma y de su boca salía un reguero de sangre. Aparte de eso, me pareció que no estaba herida.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? —preguntó Strachan con voz entrecortada.
—No... Creo que no.
—¿La ha violado? —preguntó Brody sin miramientos.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Strachan.
La pregunta me cogió por sorpresa incluso a mí.
—No —respondió Grace negando con la cabeza—. No, no me ha... violado.
«Gracias al cielo», pensé. Al menos eso. Probablemente fuera mejor abordar la cuestión lo antes posible para descartarla. Después de todo, quizá Brody no era tan insensible.
Strachan le apartaba el cabello de la cara a su esposa con el rostro arrasado de lágrimas.
—¿Quién te ha hecho esto? ¿Lo has visto?
—No lo sé, yo... Yo...
—Chisss —dijo él abrazándola—, tranquila, ahora ya ha pasado. Ya ha pasado.
Brody y yo intentamos darles intimidad para que Strachan le subiera la ropa interior y los pantalones. Yo intenté desatarle la cuerda de las muñecas, pero estaba demasiado apretada para soltarla con una sola mano. Tenía la piel irritada y escoriada, y las manos emblanquecidas por la falta de circulación. Brody cortó por fin la cuerda con un cuchillo y nos apartamos para que Strachan la ayudara a ponerse en pie.
—Ayúdeme —le pidió Strachan a Brody, dejando sus rencillas a un lado por un momento.
—Puedo yo sola —dijo Grace.
—Creo que es mejor...
—¡Estoy bien, puedo caminar sola!
Lloraba pero, contrariamente a lo que habría cabido esperar, no estaba histérica. Strachan la ayudó a cruzar el embarcadero, y Brody y yo guardamos una distancia prudencial. Grace se abrazaba a él y ambos parecían tan ajenos a todo que por un momento me sentí un intruso.
Subimos la escalera de la cala. Los solitarios gritos de las gaviotas resonaban como carcajadas sarcásticas.
19
Desinfecté y vendé las heridas de Grace mientras Fraser le tomaba declaración. El sargento había llegado con un convoy de coches procedente del pueblo poco después de que volviéramos con Grace a la casa. Strachan se mostró disconforme en que interrogaran a su esposa tan pronto, pero le aseguré que era lo mejor. Tendría que volver a explicar lo sucedido en cuanto la central mandara refuerzos, pero por el momento convenía que describiera los hechos con el recuerdo aún fresco en la memoria. El interrogatorio inmediato a una víctima de una agresión ayuda a prevenir traumas psicológicos, pero también puede tener efectos menos beneficiosos, motivo por el cual quise asegurarme de que Fraser no la presionara demasiado.
No sé por qué, me daba la impresión de que sus interrogatorios no debían de ser un dechado de delicadeza.
Tras agradecérselo, Strachan mandó de vuelta a casa a todos los que habían acudido para ayudar en la búsqueda de Grace, asegurándoles que no estaba grave. Sus rostros denotaban un más que evidente estado de confusión e indignación, y es que, si bien la noticia de la muerte de Duncan aún no se había extendido, todo el mundo sabía que la persona hallada en el caserío había sido asesinada. Lo que le había ocurrido a Grace era aún peor si cabe, ya que, a diferencia de la víctima, a la que nadie conocía, Grace era la esposa del benefactor de Runa y una mujer querida y respetada por todos. Lo que acababa de sucederle constituía un ataque directo al núcleo de la comunidad.
Kinross y Guthrie formaban parte de la brigada de búsqueda. Los ojos del capitán anunciaban venganza.
—Quienquiera que haya hecho esto..., le encontraremos —le prometió a Strachan antes de marcharse.
No era hablar por hablar. La tensión se palpaba en el ambiente. Dada la atracción que sentía por Grace, no era de extrañar que Cameron se hubiera sumado también a la brigada. Fue el último en marcharse, pues insistía en que debía verla. Sus protestas podían oírse desde la cocina, donde Brody y Fraser esperaban mientras yo terminaba de limpiarle las heridas a Grace.
—Si está herida, debería hacerle un reconocimiento —repetía Cameron indignado.
Pero Strachan no estaba dispuesto a ceder.
—No hace falta. David ya se ha encargado de eso.
—¿Hunter? —dijo Cameron como si escupiera—. Con el debido respeto, Michael, si alguien tiene que visitar a Grace, debería ser yo, y no un... un ex médico de familia.
—Te lo agradezco, pero yo decido quién visita a mi esposa.
—Pero Michael...
—¡He dicho que no! —Hubo un silencio tenso, pero cuando Strachan volvió a hablar se mostró más comedido—. Vete a casa, Bruce. Si te necesito, ya te avisaré.
—Creo que se han peleado por mí —dijo Grace apesadumbrada en cuanto oímos cerrarse la puerta principal.
Durante todo ese rato había aguantado estoicamente mientras yo intentaba desinfectarle las heridas con una sola mano.
—Supongo que solamente quiere ayudar —dije soltando el algodón—. Discúlpeme.
La dejé con Brody y Fraser y salí de la cocina. Me encontré a Strachan en el amplio vestíbulo.
—He oído a Cameron —le dije—. Tiene razón, tiene más experiencia que yo curando heridas.
Los acontecimientos de la última hora estaban pasándole factura a Strachan. Tenía mejor aspecto que un rato antes, pero sus finos rasgos todavía parecían desvaídos y sin vitalidad.
—Estoy seguro de que es usted perfectamente capaz de poner un vendaje —dijo con voz cansada.
—Sí, pero el enfermero es él...
—Ya veremos hasta cuándo —repuso, y al decirlo sus facciones se endurecieron.
Preferí no replicar. Strachan dirigió una mirada hacia la puerta de la cocina y añadió en voz baja:
—Seguro que se ha fijado en cómo la mira. Hasta ahora no le había dado importancia porque creía que era inofensivo, pero después de esto...
Desde el principio me había estado preguntando qué opinaba Strachan acerca de los sentimientos de Cameron por su esposa. Por fin lo sabía.
—¿No estará insinuando que ha sido él quien la ha atacado? —pregunté incrédulo.
—¡Alguien habrá sido! —replicó con vehemencia, pero enseguida se contuvo—. No, no estoy acusando a Bruce, lo que pasa es que... Digamos que prefiero que no se acerque a ella por el momento. —Y con una sonrisa incómoda agregó—: Será mejor que volvamos. Van a creer que estamos tramando algo.
Nos reunimos con los demás en la cocina. Fraser esperaba libreta en mano, y Brody estaba sentado mirando su taza de té casi fría con la frente fruncida. El ex inspector había permanecido extrañamente callado desde que habíamos vuelto a la casa, dejando que Fraser formulara casi todas las preguntas.
Strachan se sentó junto a Grace y la tomó de la mano mientras yo terminaba de curarle las heridas. Nada serio, sobre todo eran cortes y rozaduras. Lo peor era el hematoma que le estaba saliendo en la cara como consecuencia de algún golpe. Lo tenía en la mejilla derecha, lo cual quería decir que el agresor seguramente era zurdo.
Como el asesino de Duncan.
Mientras yo le aplicaba el desinfectante, ella le relataba a Fraser lo que recordaba.
—No hacía mucho que había vuelto de la escuela. Acababa de prepararme un café.
Su mano temblorosa sostenía el vaso de brandy y agua que le había dado para no sedarla. Por momentos le fallaba la voz, pero aparte de eso estaba soportando la prueba dignamente.
—¿Qué hora era? —preguntó Fraser anotando en la libreta.
—No lo sé... sobre las dos o dos y media, creo. Bruce ha decidido cerrar antes la escuela a causa del apagón. Teníamos calefacción, pero no había luz. —Y mirando a su marido abrió un inciso—. Michael, habría que pensar en conseguir un generador también para la escuela.
—Claro, ya lo compraremos.
Strachan sonreía, pero aún tenía mal aspecto. Parecía sentirse culpable de lo ocurrido, de no haber estado con su mujer cuando ella le necesitaba.
—Oscar estaba ladrando en la puerta de la cocina —continuó Grace, dando un sorbo al brandy y encogiéndose de hombros—. Como no se callaba, he ido a abrir la puerta y él ha salido corriendo hacia la cala. No me hace gracia que ande por el embarcadero con este tiempo, así que he ido por él. Al llegar abajo me lo he encontrado ladrando como un poseso en dirección al yate. La escotilla del puente estaba abierta, pero no he creído que fuera sospechoso. Como nunca la cerramos con llave, he pensado que Michael quizá se la habría dejado así. Me he asomado pero no había luz y no se veía nada. Entonces... he recibido un golpe.
Por un momento, titubeó y se llevó la mano al hematoma de la mejilla derecha.
—Si no quieres, no tienes por qué seguir —le dijo Strachan.
—No me importa, de verdad —dijo Grace con una leve sonrisa. Parecía alterada, pero prosiguió con decisión—. A partir de ahí todo se vuelve un poco confuso. De pronto, me he encontrado con que estaba en el suelo con las manos atadas a la espalda y de que algo me tapaba la cabeza. Creía que me iba a ahogar. El saco o lo que fuera apestaba a pescado y gasolina y me habían introducido una especie de paño asqueroso en la boca. Al sentir frío en las piernas, me he dado cuenta de que me habían quitado los pantalones. He intentado gritar o moverme, pero no podía. De pronto he notado... he notado que alguien me estaba bajando la ropa interior... —Hubo una pausa; cada vez le costaba más dominarse—. ¡No puedo creer que alguien a quien conozco me haya hecho esto! ¿Quién puede hacer una cosa así?
—Por el amor de Dios, ¿es que no ve que esto es demasiado para ella?
—No es nada, de verdad. Prefiero terminar —dijo Grace secándose los ojos—. Además, no hay mucho más que contar. Después de eso, creo que me he desmayado. Lo siguiente que recuerdo es cuando han llegado ustedes.
—Pero antes ha dicho que no la han violado —dijo Fraser sin rodeos.
—No. De eso estoy segura —dijo ella mirándolo a la cara.
—Gracias al cielo —exclamó Strachan—. Habrá oído que te llamábamos y habrá salido corriendo.
—¿Recuerda algo más? —preguntó Fraser sin dejar de garabatear en su cuaderno—. ¿Puede decirnos algo acerca del agresor?
Grace reflexionó un instante y sacudiendo la cabeza respondió:
—La verdad es que no.
—¿No sabe si era alto o bajo? ¿Recuerda algún olor en particular? ¿Loción de afeitado o algo por el estilo?
—Lo único que recuerdo es el olor a pescado podrido y gasolina del saco.
—¿Hay algún otro acceso a la cala? —pregunté mientras terminaba de desinfectarle los rasguños de la mejilla.
—Supongo que se refiere aparte del acceso por mar —dijo Strachan encogiéndose de hombros—. Al otro lado de las rocas que se levantan en la base del acantilado hay una playa de guijarros que se extiende en la dirección del pueblo. Hacia el final hay un sendero que sube a la cima del acantilado. Con este tiempo resulta poco seguro, pero no es impracticable.
Eso explicaba que el agresor hubiera logrado huir sin ser visto. Incluso cabía la posibilidad de que se hubiera escondido hasta vernos volver a la casa. En ese momento estábamos más preocupados por el estado de Grace que por buscar a su agresor.
Fraser no hizo más preguntas. Esperaba que Brody añadiera algo, pero el ex inspector permaneció en silencio, y Grace se excusó. Strachan quería prepararle un baño, pero ella no lo consintió.
—No estoy inválida —dijo sonriendo, aunque con un punto de exasperación—. Quédate con los invitados.
Luego se acercó a mí y me besó en la mejilla. El aroma almizclado de su perfume era perceptible aun a pesar del desinfectante.
—Gracias, David.
—Encantado de poder ayudar.
Mientras salía, Strachan la miró con ojos ojerosos y llenos de angustia.
—Se recuperará —dije.
Strachan asintió con la cabeza sin mucha convicción.
—Señor, menudo día —dijo a la vez que se pasaba una mano por la cara.
—Explíqueme otra vez qué ha ocurrido —dijo Brody.
Era la primera vez que hablaba desde que habíamos llevado a Grace a casa.
—Ya se lo he dicho —respondió Strachan desconcertado—. He vuelto a casa y no estaba.
—Y usted ¿dónde estaba en ese momento?
Aunque su tono no era acusador, a ninguno se nos ocultaba la intención de esas preguntas. Strachan le miraba con creciente indignación.
—He salido a dar un paseo. Por los túmulos, para ser precisos. Tras encontrarme a David en el caserío he vuelto a casa, pero seguía dándole vueltas a lo que le ha pasado al joven agente. Grace estaba en la escuela, así que he dejado aquí el coche y he salido.
—Y se ha ido a la montaña.
—Sí, a la montaña —dijo Strachan, esforzándose por mantener la calma—. Y créame, ¡en mala hora se me ocurrió irme! Y si eso es todo, Brody, le agradezco su ayuda, pero creo que va siendo hora de que se marche.
La tensión podía cortarse con un cuchillo. Me sorprendía la reacción de Brody. Era bien sabido que ambos sentían mutua antipatía, pero eso no era motivo suficiente para sospechar que Strachan pudiera haber agredido a su propia esposa.
Me puse en pie, decidido a romper el espeso silencio.
—Creo que todos deberíamos irnos.
Strachan, furioso todavía, tenía la cara congestionada.
—Como quiera —dijo, pero luego vaciló—. Aunque... si pudiera quedarse un momento, David, se lo agradecería. Lo justo para asegurarse de que Grace se encuentra bien cuando acabe de bañarse.
Lo normal habría sido que quisiera quedarse a solas con su esposa. Miré a Brody, que asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.
—De todos modos en el pueblo no hay nada que hacer. Podemos vernos luego en mi casa y discutir la situación.
Esperé en la cocina mientras Strachan acompañaba a Fraser y Brody hasta la puerta. Cuando volvió parecía incómodo, casi avergonzado. Para él también había sido un día traumático. Tal vez necesitaba que alguien le garantizara que Grace iba a recuperarse y que él no tenía la culpa de lo ocurrido. O quizá sólo necesitaba compañía.
—Gracias por quedarse. Sólo será una hora o así, hasta que Grace se acueste, luego le acompañaré al hotel.
—¿Cree que es conveniente dejarla sola? —pregunté.
Parecía no habérsele ocurrido.
—Bueno... supongo que también podría quedarse usted aquí. Llévese mi coche, si no. Es automático, así que no va a tener problemas para conducirlo con una sola mano.
Ya había tenido un accidente en Runa, así que la idea de tener que conducir con un brazo en cabestrillo no me seducía. De todos modos, ya decidiría qué hacer cuando llegase el momento.
—Por favor, qué modales —dijo Strachan—, ¿le apetece algo de beber? Tengo una botella de whisky de malta de veinte años por abrir.
—No la abra por mí.
—Es lo menos que puedo hacer. —Sonrió—. Venga, vayamos al salón.
Cruzamos el vestíbulo y entramos en la amplia estancia. Estaba decorado con la misma sobriedad que el resto de la casa; había dos sofás de piel negra encarados a ambos lados de una mesita de centro de cristal ahumado, y el suelo de parqué estaba cubierto con gruesas alfombras. Sobre la chimenea había otro de los óleos abstractos de Grace, flanqueado a ambos lados por librerías que iban desde el suelo hasta el techo. En una pared había una vitrina con herramientas de sílex y puntas de flecha, y por el resto de la habitación se veían otros objetos arqueológicos —fragmentos de cerámica antigua, tallas de piedra— colocados de forma estratégica e iluminados con luz indirecta.
Curioseé las estanterías mientras Strachan abría un mueble bar lacado en negro. La mayoría de los libros eran ensayos; había unas cuantas biografías de exploradores como Livingstone y Burton, pero el resto eran casi todos textos académicos sobre arqueología y antropología. Me fijé en que había varios acerca de tradiciones funerarias primitivas. Tomé uno titulado Voces y vidas del pasado y empecé a hojearlo.
—El capítulo que trata sobre los rituales tibetanos es interesante —comentó Strachan—. Antiguamente subían los muertos a las montañas y dejaban que se los comieran las aves. Creían que de ese modo el espíritu ascendía a los cielos.
Y diciendo esto, colocó sobre la mesa de centro una botella de whisky de malta y dos vasos de cristal grueso y se sentó en uno de los sofás de piel.
—Creía que no bebía —dije colocando el libro en su sitio y sentándome en el otro sofá.
—Y así es. Pero hoy me apetece hacer una excepción —dijo sirviendo la bebida y tendiéndome uno de los vasos—. Slàinte.
Era un whisky suave, con un ligero aroma de humo de turba. Strachan dio un sorbo y empezó a toser.
—¡Cielos! ¿Está bueno? —preguntó con los ojos llorosos.
—Mucho.
—Entonces, perfecto.
Y dio otro sorbo.
—Me parece que le conviene descansar —dije—. Hoy también ha sido un día duro para usted.
—De momento aguanto.
Pero por debajo de sus palabras se adivinaba el cansancio. Reclinó la cabeza en el sofá, sujetando el vaso, casi vacío ya, sobre el vientre.
—Mi padre siempre decía que hay que andarse con cuidado con las cosas que no se ven venir —dijo sonriendo sin ganas—.
Ahora entiendo a qué se refería. Uno cree que tiene pleno control sobre su vida y de pronto, ¡pam!, algo inesperado te golpea por la espalda.
—La vida es así. Es imposible protegerse contra todo.
—Supongo que sí —dijo, y contempló el interior del vaso con aire pensativo. Me dio la impresión de que estaba a punto de revelarme el verdadero motivo por el que me había pedido que me quedara—. ¿Cree... cree usted que Grace lo superará? No me refiero físicamente. ¿Cree que pueden quedarle... cómo decirlo... secuelas psicológicas?
—Yo no soy psicólogo —dije eligiendo mis palabras con cuidado—, pero mi impresión es que por el momento lo lleva bastante bien. Me está sorprendiendo su capacidad de recuperación.
Aquello no pareció tranquilizar a Strachan.
—Ojalá tenga razón. Lo que pasa es que... Verá, hace unos años Grace padeció una crisis nerviosa. Estaba embarazada y tuvo un aborto. Hubo complicaciones. Los médicos le dijeron que no podría tener hijos, y eso la afectó mucho.
—Lo lamento.
Recordé la mirada de nostalgia que había visto en el rostro de su mujer un par de días atrás, al hablar de los niños de la escuela y de lo que disfrutaba trabajando con ellos. «Pobre Grace. Y pobre Strachan», pensé. Envidioso de su relación, había olvidado que las desgracias no hacen distingos según la fortuna o la posición social.
—¿Nunca han pensado en adoptar?
Strachan negó con un rápido movimiento de la cabeza y tomó otro sorbo de whisky.
—No es lo mismo. En realidad tampoco es ninguna tragedia. Grace terminó aceptándolo. Ésa es la razón por la que dejamos Sudáfrica y viajamos tanto. Queríamos empezar de nuevo. Por eso nos instalamos aquí. Runa era una especie de... santuario. Aquí podíamos retirar por fin el puente levadizo y sentirnos a salvo. Y ahora va y ocurre esto.
—La isla es muy pequeña. Se descubrirá quién lo ha hecho.
—Es posible, pero nada volverá a ser igual. Y me preocupa que esto pueda afectar a Grace.
Hablaba arrastrando ligeramente las palabras debido en parte al cansancio y en parte a los efectos del alcohol. Apuró el vaso y cogió la botella.
—¿Otro?
—No, gracias.
Creí llegado el momento de retirarme. Lo mejor era que, en vez de emborracharse y adoptar una actitud sensiblera conmigo en el salón, fuera a cuidar de su esposa. Además, conducir con una sola mano ya iba a ser bastante dificultoso como para tener que hacerlo con dos whiskies encima.
Una providencial llamada a la puerta principal me ahorró de buscar excusas. Strachan frunció el entrecejo y dejó la botella de nuevo sobre la mesa.
—¿Quién demonios será ahora? Como sea otra vez el maldito Bruce Cameron... —Al levantarse, a punto estuvo de perder el equilibrio—. Ya sé por qué nunca bebo.
—¿Quiere que vaya a ver quién es? —le propuse.
—No, ya voy yo.
De todos modos le acompañé al vestíbulo. Los acontecimientos de las últimas horas nos habían conmocionado a todos. Mientras Strachan abría, yo me quedé a unos metros de la puerta, y sólo cuando reconocí el chaquetón rojo de Maggie Cassidy logré sosegarme y caer en la cuenta de hasta qué punto yo mismo estaba alterado.
Strachan no parecía muy contento de verla.
—¿Qué quieres? —preguntó sin invitarla a entrar.
Fuera, la lluvia rugía. Maggie estaba de pie debajo del umbral y su cara de elfo parecía minúscula bajo la capucha de su desproporcionado chaquetón. Me lanzó una mirada furtiva y luego se dirigió a Strachan.
—Lamento molestarle, pero me han contado lo ocurrido. Sólo quería saber cómo se encuentra su mujer.
—No tenemos nada que decir, si has venido para eso.
—No —dijo sacudiendo la cabeza con semblante serio—, yo... les he traído esto —dijo, y alzó una cazuela tapada—. Es sopa de pollo, la especialidad de mi abuela.
Aquello pilló a Strachan totalmente desprevenido.
—Oh, vaya... Gracias.
Maggie esbozó una tímida sonrisa y le entregó la cazuela. Me acordé de la sonrisa con que había mirado a Duncan justo antes de burlarlo con el truco del bolso, y entonces vi venir lo que iba a pasar. Abrí la boca para prevenir a Strachan, pero cuando éste extendió los brazos para coger la cazuela, ésta se le escurrió entre las manos y se estrelló contra el suelo, que quedó lleno de sopa y pedazos de loza rota.
—Oh, Dios mío, cuánto lo siento... —balbució Maggie, evitando mirarme mientras buscaba un pañuelo en el bolsillo.
Tanto su chaquetón rojo brillante como la ropa de Strachan estaban manchados de caldo.
—Déjalo, no importa —dijo él, malhumorado.
—No, por favor, permítame limpiarlo...
Tenía las mejillas casi del mismo color que el chaquetón, pero no sabía si atribuirlo al accidente o a que se daba cuenta de que yo la estaba observando. Cuando intentó limpiarle el pecho de la camisa, Strachan la tomó de las muñecas con un gesto brusco.
—¿Michael? He creído oír que se rompía algo.
Era Grace, que bajaba por las escaleras envuelta en un albornoz de felpa blanca. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en la parte superior de la cabeza y todavía tenía las puntas húmedas.
Strachan apartó las manos de Maggie y se separó de ella.
—No pasa nada, cariño —dijo, y señaló el estropicio con un gesto irónico—. La señorita Cassidy te había traído un poco de sopa.
—Ya veo —dijo Grace forzando una sonrisa—. Bueno, pero invítala a entrar.
—En realidad ya se iba.
—No digas bobadas, después de que ha venido hasta aquí.
No sin reticencias, Strachan dejó entrar a Maggie y cerró la puerta tras ella. Sólo entonces, la periodista fingió advertir mi presencia.
—Hola, doctor Hunter —dijo en un tono aparentemente ingenuo antes de volverse hacia Grace—. Lo siento mucho, señora Strachan. No era mi intención molestarla.
—No es molestia. Pase a la cocina mientras voy a buscar un trapo para limpiar esto. Michael, cariño, ¿por qué no te ocupas del abrigo de Maggie? En el lavadero hay una esponja.
—Déjeme limpiar el suelo al menos... —dijo Maggie.
Había que admitir que como actriz era buena.
—Ni hablar, Michael se ocupará también de eso. No te importa, ¿verdad, Michael?
—No —dijo Strachan lacónico.
Maggie se quitó el abrigo y se lo entregó a Strachan. Sin él, parecía aún más pequeña, y sin embargo irradiaba una energía que llenaba la estancia.
Al entrar en la cocina ni siquiera me miró. Grace llenó el hervidor de agua.
—No sabe cuánto siento lo que le ha ocurrido —dijo Maggie—. Una agresión así en un momento como éste... ha debido de ser horrible para usted.
Había llegado el momento de intervenir.
—Grace, creo que debería descansar. Maggie y yo podemos esperar aquí unos minutos, ¿verdad, Maggie?
Maggie me fulminó con la mirada.
—Bueno...
—La verdad es que estoy un poco desfallecida —dijo Grace, y era cierto, estaba pálida. Y sonriendo agregó—: Si de verdad no le importa hacerle compañía a Maggie, iré a ver qué está haciendo Michael y creo que luego iré a acostarme.
Le dije que no me importaba en absoluto. Maggie la siguió con la mirada y, cuando hubo salido, la periodista dejó caer los hombros y se volvió furiosa hacia mí.
—¿Satisfecho? ¡Sólo intentaba ser amable!
En lugar de contestar, fui a la pila y cogí un poco de papel de cocina.
—Se ha manchado los vaqueros de sopa —dije alargándole el papel. Maggie lo cogió y empezó a frotar con fuerza—. ¿Su abuela no se llamará Campbell por un casual?
—¿Campbell? No, se llama Cassidy, como...
Cuando comprendió, le cambió la expresión.
—En mi época de estudiante era lo único que comía —le dije—.
La crema de pollo era mi favorita. Hay olores que no se olvidan nunca.
—De acuerdo, mi abuela no ha hecho la sopa, ¿y qué? La intención es lo que cuenta.
Intentaba perseverar en su actitud desafiante, pero antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de decir nada, oímos gritar a Grace. Salí corriendo al vestíbulo y la encontré abrazada a sí misma con los ojos clavados en la puerta principal, que estaba abierta.
Al cabo de unos segundos apareció Strachan.
—Falsa alarma, David. Falsa alarma —dijo cerrando la puerta.
Grace se frotó los ojos y esbozó una sonrisa trémula.
—Lo siento, me asusta mi propia sombra.
—¿Hay algo que pueda hacer? —pregunté.
—No —dijo Strachan rodeando con los brazos a su esposa—. En un minuto estoy con ustedes.
—En realidad, ya nos íbamos —dije—. Maggie se ha ofrecido para llevarme de vuelta al hotel. ¿Verdad, Maggie?
La periodista me dirigió una sonrisa tensa.
—Claro. Terminaré por establecerme como coche de línea.
Esperamos en silencio a que Strachan acompañara a Grace al piso de arriba; luego fue a buscar el abrigo de Maggie al lavadero. Ahí donde se había manchado de sopa, el color rojo era más intenso.
—Gracias —dijo Maggie con un hilo de voz, y bajó la vista al suelo, que seguía manchado de sopa y lleno de fragmentos de loza—. Lamento este desastre. Y me alegro de ver que su esposa se encuentra bien.
Strachan movió la cabeza con frialdad. Le dije que llamaría al día siguiente para interesarme por el estado de Grace y me llevé a Maggie afuera. Había oscurecido, y corrimos hasta el Mini encogidos para protegernos de las rachas de lluvia y viento. En el habitáculo hacía calor, y entonces recordé que la calefacción estaba estropeada. De todos modos, aquélla era la menor de mis preocupaciones en esos momentos, así que cerré de un portazo y volviéndome hacia ella, dije en tono severo:
—¿Va a decirme a qué diantre ha venido?
Maggie estaba ocupada quitándose el abrigo y dejándolo en el asiento trasero.
—¡Nada! Ya se lo he dicho, sólo he venido a...
—Ya sé a qué ha venido. Oiga, la han agredido, por el amor de Dios, podrían haberla matado, y va usted e intenta engañarlos con ese truco. ¿Tanto desea salir en primera plana?
Intentando contener las lágrimas, puso la primera y condujo el coche hacia la carretera.
—¡De acuerdo, ha sido un acto rastrero! Pero no puedo quedarme en casa de mi abuela fingiendo que no pasa nada. ¡No sé qué es lo que está ocurriendo, pero una noticia como ésta puede ser el empujón que necesita mi carrera! Sólo quiero una declaración.
—¿Conque eso es lo único que le preocupa? ¿Su carrera?
—¡No, claro que no! ¡Yo nací aquí, conozco a esta gente! —dijo levantando el mentón—. Además, cuando usted me lo ha pedido, me he mantenido al margen, ¿o no? Podría haberles seguido, pero no lo he hecho. ¡Al menos deme un voto de confianza!
Había en su rostro una expresión vehemente. Seguían sin gustarme sus maniobras, pero parecía sincera y, además, tenía razón: esa mañana había cumplido su palabra. Mientras el viento seguía azotando el Mini, yo intenté decidir si podía o no fiarme de ella. «¿Qué te dice el instinto?»
Si es que podía fiarme de mi instinto.
—Le voy a decir una cosa en confianza, Maggie. Pero debe quedar entre usted y yo, ¿entendido? Hay vidas en juego.
—Claro, ya lo sé —dijo asintiendo con la cabeza—. Y ya sé que no debería haber ido a ver a Grace...
—No se trata tan sólo de Grace...
Hice una pausa. Seguía sin estar seguro. De todos modos, pronto se sabría. Mejor decírselo que arriesgarse a que siguiera fisgando, poniendo en peligro la vida de alguien o la suya propia.
—Duncan, el agente de policía, fue asesinado anoche.
—¡Oh, Dios mío! —dijo llevándose la mano a la boca con la vista fija al frente—. No me lo puedo creer, pero si era... ¿Qué demonios está pasando? ¡Esto es Runa, por el amor de Dios, aquí no ocurren estas cosas!
—Pues por lo visto sí. Por eso es mejor que evite montar más numeritos como el de antes. Ya han muerto dos personas, y Grace por poco se convierte en la tercera. Quienquiera que sea el asesino, ataca de forma indiscriminada.
Maggie asintió poniendo cara de escarmiento.
—¿Lo sabe alguien más? Me refiero a lo de Duncan.
—Todavía no. Kinross y algunos de sus amigos se huelen algo, y es posible que antes o después Brody o Fraser tengan que decírselo a alguien, pero hasta entonces le agradecería que guardara silencio.
—No diré nada, se lo prometo.
La creí. Para empezar, no tenía medios de contactar con el periódico, y, además, su consternación parecía auténtica. Seguía sumida en su asombro cuando los faros del coche iluminaron algo en el arcén, frente a nosotros. En un primer momento la visibilidad casi era nula por culpa de los limpiaparabrisas, pero enseguida vimos que se trataba de alguien que llevaba puesto un chubasquero reflectante de color amarillo.
—Parece que Bruce ha tenido un accidente —dijo Maggie.
Aminoró y, efectivamente, vi que era Cameron. La luz de los faros confería a su rostro un tono pálido, tenía el chubasquero manchado de barro y estaba intentando colocar la cadena de la bicicleta.
—No me diga que va en bicicleta con este tiempo —dije, pensando que debía de estar volviendo de casa de Strachan.
—Sí, me crucé con él a la ida. Se precia de ir en bici haga el tiempo que haga. Maldito amadan.
No hacía falta hablar gaélico para saber que era un insulto. Cameron se tapó los ojos con la mano para que no le deslumbráramos, y me fijé en que llevaba una llave inglesa en la mano. Maggie frenó, bajó la ventanilla y, asomando la cabeza bajo la lluvia, gritó:
—¿Te llevo, Bruce?
El viento hacía que el chubasquero se pegara a su enjuto cuerpo como si estuviera dotado de vida. Daba la impresión de que podría salir volando de un momento a otro. «No me extraña que se haya caído de la bici», pensé. Estaba empapado y parecía tiritar de frío. En cuanto me vio, se le endureció el semblante.
—Puedo apañármelas solo.
—Tú sabrás —murmuró Maggie, y tras levantar la ventanilla arrancó de nuevo—. Por Dios, me pone de los nervios. Tendría que haber visto los aires que se daba el otro día cuando le propuse escribir un reportaje sobre él. Pensaba que, siendo maestro y enfermero, podía ser interesante, pero se comportó como si le hubiera pedido vaya a saber qué. Y si sólo se tratara de eso, pero es que además no dejaba de mirarme los pechos. Va más salido que una esquina.
Por lo visto, los sentimientos de Cameron por Grace no le impedían fijarse en otras mujeres. Entonces caí en un detalle que por poco me deja sin aliento.
Cameron sujetaba la llave con la mano izquierda.
Me di la vuelta para mirar por el parabrisas trasero, pero la oscuridad y la lluvia ya lo habían engullido.
20
—Cameron es un cabrón engreído, pero no me parece un asesino —dijo Brody mientras colocaba el hervidor sobre la encimera y encendía el fogón.
Estábamos en la pequeña cocina de su casa, sentados a la mesa, impecablemente limpia, y Brody preparaba el té. Le había dicho a Maggie que me dejara en el hotel, pero sólo estuve ahí el tiempo justo para recoger a Fraser. El Range Rover estaba aparcado fuera. En cuanto a Fraser, daba por hecho que estaría en el bar, pero no, estaba en su cuarto. Al llamar, oí que se sonaba con fuerza la nariz antes de abrir. La habitación estaba a oscuras y el sargento tenía la cara salpicada de manchitas rojas. Cuando le dije que teníamos que ir a ver a Brody empezó a rezongar como de costumbre.
—Yo no digo que lo sea —dije mientras el ex inspector apagaba la cerilla con la que había encendido el gas—. Pero estaba manejando la llave inglesa con la mano izquierda, y sabemos que el asesino de Duncan era zurdo y que a Grace la han golpeado en la mejilla derecha, lo que sugiere que su agresor también lo es.
—¿Y no podría ser que a la mujer de Strachan la golpearan de revés? —preguntó Fraser con arrogancia.
—Tal vez —admití—. Puestos a dudar, podría incluso tratarse de dos agresores distintos. Lo que es innegable es que el golpe que recibió Duncan fue tan fuerte que no sólo le rompió el cráneo, sino que le provocó importantes fracturas de impacto. Es imposible golpear con tanta fuerza con un revés.
Fraser hizo una mueca, torciendo los labios de tal manera que las puntas del bigote le tocaron los lados de la barbilla.
—Cameron es un cretino, conforme, pero no creo que un alfeñique como él pudiera tumbar a Duncan.
—A Duncan le atacaron por la espalda. No tuvo ocasión de defenderse —le recordé—. Sabemos que Cameron está encaprichado de Grace, y su perfil también encaja con la teoría del chantaje: es el maestro de la escuela, menudo descrédito si la gente supiera que anda con prostitutas. Si Janice Donaldson le hubiera amenazado con contarlo, podría haberla matado para guardar el secreto.
—Quizá sí —dijo Brody mientras introducía unas bolsitas de té en la tetera—. Pongamos que tiene usted razón. ¿Cómo explica entonces que haya llegado tan rápido de la escuela al yate para atacar a Grace?
—Tal vez haya salido antes que ella. Podría haber recorrido en bicicleta el sendero de la costa del que hablaba Strachan. Con este tiempo es peligroso, pero si estaba desesperado, cabe la posibilidad de que lo intentara.
El hervidor silbó y empezó a expulsar vapor por la espita. Brody apagó la llama y vertió el agua hirviente en la tetera. Con la mano derecha.
Aquello empezaba a obsesionarme.
Brody llevó la tetera y tres tazas a la mesa.
—Es posible. Pero por ahora olvidémonos de Cameron y veamos qué más tenemos —dijo. Depositó la tetera sobre un salvamanteles y colocó posavasos de corcho para las tazas—. Aparece el cuerpo quemado de una prostituta. En principio, parece que al asesino le da igual que lo encuentren, hasta que se entera de que el caso está siendo investigado como homicidio. —Aunque dijo esto sin mirar a Fraser, éste se dio por aludido—. El asesino se atemoriza y decide deshacerse de los restos y de cualquier prueba que pueda haber dejado. En el transcurso de la operación, mata a un agente de policía y por poco también a un perito forense —dijo removiendo la tetera; luego volvió a colocar la tapa y nos miró con ojos inquisitivos—. ¿Algún comentario?
—Al muy cabrón le gusta jugar con fuego —dijo Fraser—. Será un pirómano o como se llame.
Yo no estaba tan seguro.
—¿Ha habido más casos de incendio en la isla? —le pregunté a Brody.
—No que yo sepa. Por lo menos no desde que yo vivo aquí.
—Entonces, ¿por qué ahora? Yo no soy psicólogo, pero me parece que las personas no se convierten en pirómanas de la noche a la mañana.
—Quizá sea su manera de borrar las pistas —sugirió Fraser.
—Entonces volvemos al principio: ¿por qué dejó el cuerpo de Janice Donaldson en el caserío en vez de enterrarlo o de arrojarlo por un acantilado? Lo más probable es que nadie lo hubiera encontrado. Hay algo que no encaja en todo esto —insistí.
—O tal vez estamos dándole demasiadas vueltas al asunto —replicó Fraser.
Brody sirvió el té con gesto pensativo.
—Pensemos otra vez en la agresión de Grace. En mi opinión ha sido fortuito. Grace ha debido de sorprenderlo mientras destrozaba el sistema de transmisiones del yate. Sea quien sea, tiene que ser alguien que sabe que no podemos usar las radios de la policía.
—Eso excluye a Cameron —dijo Fraser echándose una cucharada de azúcar—. Nadie de nosotros se lo ha dicho. A mí me da la impresión de que se trata de alguien del astillero. Todos, tanto Kinross como ese hatajo de barbudos que estaban con él, saben que nuestras radios no funcionan. Alguno de ellos pudo acercarse al yate mientras estábamos en el transbordador. Habría tenido tiempo suficiente para destrozar la radio y ocuparse de la mujer de Strachan antes de que llegáramos.
Tras decir esto, dejó la cucharilla mojada sobre la mesa. Sin decir nada, Brody la recogió, la puso en la pila y limpió la mancha de té con un paño.
—Es posible —dijo sentándose de nuevo—. Pero no podemos partir de ese supuesto. No sabemos si se lo han dicho a alguien más. Y no olvidemos que hay otra persona que sabe que pretendíamos usar la radio del yate.
Ya veía por dónde iban los tiros.
—¿Se refiere a Strachan?
Brody asintió.
—Usted se lo ha preguntado cuando ha aparecido por el caserío, y Strachan, que no es tonto, habrá atado cabos.
Brody era un tipo con una intuición penetrante, pero empezaba a preguntarme si no se estaría dejando llevar por la animadversión a la hora de juzgar a Strachan. Yo había visto la reacción de éste al ver el cuerpo de Duncan, y aunque su conmoción fuera fingida, dudo que alguien, por buen actor que sea, pueda vomitar a voluntad.
Fraser, por supuesto, compartía mis reservas.
—Imposible. Todos hemos sido testigos de su lamentable estado de ánimo. El pobre hombre estaba destrozado. Además, ¿por qué demonios iba a atacar a su esposa para luego salir pitando en busca de ayuda? No tiene ninguna lógica.
—La tiene si lo que quería era desviar la atención —dijo Brody con calma, y encogiéndose de hombros añadió—: Aunque quizá tenga usted razón: con los elementos de juicio de que disponemos cualquiera podría haber destrozado el equipo de transmisiones del yate para evitar riesgos. La cuestión es que por el momento no quiero descartar a nadie.
En realidad tenía razón. A fin de cuentas, Duncan había muerto porque la verdad es que habíamos dado demasiadas cosas por supuestas.
—De todos modos, no entiendo el motivo para romper la radio del yate —dije—. Aunque nos hubiéramos puesto en contacto con la central, no habrían podido enviar a nadie hasta que el tiempo mejore. ¿Qué se gana con eso?
Brody tomó un sorbo de té y volvió a colocar la taza sobre el posavasos.
—Tiempo, quizá. Para la central se trata de un asesinato cometido hace un mes, un caso importante, pero no de vida o muerte. Seguramente ni siquiera les preocupa demasiado que no nos hayamos puesto en contacto con ellos, porque saben que los teléfonos y las radios no funcionan. Pero si supieran que hay un agente de policía muerto, habría un helicóptero listo para partir tan pronto como la climatología lo permitiera. Como no lo saben, esperarán a que escampe para movilizarse. Es decir, que mientras no dispongamos de medios para establecer contacto, el asesino tiene una oportunidad de huir de la isla antes de que empiecen a buscarle.
—¿Para ir adónde? Estamos en medio de la nada.
—No se lleve a engaño —dijo Brody—. Hay casi doscientos cincuenta kilómetros de islas y costa para esconderse. Y Gran Bretaña, Noruega, las Feroe e Islandia tampoco quedan tan lejos.
—Entonces ¿usted cree que el asesino planea huir?
En ese momento, la perra de Brody se le acercó y recostó la cabeza sobre su rodilla.
—Diría que es probable —dijo Brody acariciándola con afecto—. El asesino sabe que no puede seguir aquí.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Fraser.
—Guardarnos bien las espaldas —dijo Brody encogiéndose de hombros—. Y esperar que la tormenta escampe.
Negra perspectiva.
Poco después, los tres volvimos al hotel en el Range Rover. No habíamos probado bocado desde el desayuno, y aunque no teníamos mucho apetito, necesitábamos comer. La lluvia había amainado, pero el viento, durante el trayecto por el puerto y el pueblo, no parecía dispuesto a remitir. La isla seguía sin corriente eléctrica y las calles sin luz, que atravesamos al subir la empinada cuesta del hotel, se veían misteriosamente desiertas bajo la luz de los faros del coche.
Al apearnos, oímos alboroto procedente del interior. Brody frunció el ceño y levantó el mentón como si hubiera olido un rastro.
—Algo pasa.
El bar estaba hasta los topes y la gente ocupaba incluso la entrada y el pasillo. Apenas llegamos, se corrió la voz de nuestra presencia allí, todas las miradas convergieron en nosotros y las conversaciones se interrumpieron.
—¿Y ahora qué? —murmuró Fraser.
La gente de la puerta se apartó para dejar salir a alguien del interior del bar. Al instante apareció Kinross y, tras él, la imponente figura de Guthrie.
Los gélidos ojos de Kinross nos escrutaron a Fraser y a mí y fueron a detenerse en Brody.
—Queremos respuestas.
Con todo lo ocurrido, me había olvidado de que Brody había prometido dar explicaciones sobre lo que estaba sucediendo. Fraser empezó a adoptar una postura amenazante, pero Brody se le anticipó.
—Desde luego. ¿Nos concedéis un minuto?
Kinross parecía pronto al enfrentamiento, pero asintió.
—Tenéis dos minutos.
Él y Guthrie regresaron al bar. Fraser se volvió hacia Brody y levantándole el dedo dijo:
—¡A ver si se le mete en la mollera que ya no es inspector! Se lo he advertido antes: ¡no tiene usted autoridad para nada!
—Tienen derecho a una explicación —dijo Brody moderando el tono de voz.
A Fraser se le ensombreció el semblante. El trauma de la muerte de Duncan —y acaso su complejo de culpa— llevaban todo el día remordiéndole y debía de considerar que había llegado el momento de desahogarse.
—¡Un policía ha sido asesinado! ¡Por lo que a mí respecta, nadie en la isla tiene derecho a nada!
—Ya han muerto dos personas. ¿Quiere arriesgar más vidas por no avisarles?
—Tiene razón —intervine. Yo ya había vivido una situación semejante en la que la policía no reveló ninguna información, y a resultas de ello hubo gente que murió—. Hay que explicarles a qué nos enfrentamos. Si no lo hacemos, estaremos poniendo más vidas en peligro.
Fraser, a pesar de hallarse en franca minoría, no parecía dispuesto a ceder.
—¡No estoy sometiendo esto a su consideración! No pienso dar información sin órdenes expresas, ¡y ustedes tampoco lo harán!
—¿Ah, no? —replicó Brody. Se percibía un ligero temblor en su mandíbula, pero aparte de eso no había en él ningún otro signo de agitación—. Esto es lo bueno de estar jubilado, que no tengo que preocuparme por las formalidades.
Y tras decir esto se dirigió hacia el bar, pero Fraser lo retuvo por el brazo.
—¡Usted no va a ninguna parte!
—¿Y qué piensa hacer? ¿Detenerme? —replicó Brody mirando con desdén al sargento.
Fraser bajó la mirada y lo soltó.
—Yo me lavo las manos —murmuró.
—Como prefiera —dijo Brody, y dio media vuelta.
Yo fui con él, y Fraser se quedó de pie en el pasillo. Tuvimos que abrirnos camino a través de la aglomeración. La gente se apartaba a nuestro paso y el murmullo de las conversaciones se perdía en el silencio. El bar no era un lugar idóneo para albergar tal gentío. Detrás de la barra, Ellen no daba abasto. Cameron, ya limpio, estaba solo en una esquina. Por lo visto se las había arreglado para llegar tras la caída con la bicicleta, pero su mirada no había perdido ni un ápice de frialdad. Kinross, Guthrie y el resto de su grupito estaban con Maggie, que apenas podía disimular la impaciencia.
Aparte de ellos, el resto de los parroquianos me resultaban desconocidos. No vi a Strachan, pero no era de extrañar. Ni que hubiera sabido que se celebraba una reunión, no habría dejado sola a Grace para asistir.
Sólo esperaba no tener que necesitar su ayuda para apaciguar los ánimos.
Brody avanzó hasta la chimenea y observó con serenidad al auditorio.
—Sé que todos os preguntáis qué es lo que está ocurriendo —dijo con voz nítida—. Me imagino que ya sabéis que esta tarde Grace Strachan ha sufrido una agresión. Y la mayoría habréis oído que la policía cree que el cadáver hallado en el viejo caserío del Beinn Tuiridh murió en circunstancias sospechosas.
Hizo una pausa durante la que miró en torno a los presentes. Vi que Fraser había entrado en el bar y estaba junto a la puerta, escuchando con semblante adusto.
—Lo que no sabéis es que en algún momento de la pasada noche el agente de policía que estaba vigilando el caserío fue asesinado. El asesino provocó también el incendio del centro cívico y el consultorio, que a punto estuvo de costarle la vida al doctor Hunter.
Sus palabras desataron un clamor entre el público. Brody levantó las manos pidiendo silencio, pero nadie le hizo caso. Hubo gritos exasperados de sorpresa y de protesta. Detrás de la barra, Ellen estaba cada vez más nerviosa, y yo me pregunté si después de todo no habríamos cometido una equivocación. De pronto, se oyó una voz por encima del resto.
—¡Silencio todo el mundo! ¡Silencio, he dicho!
El clamor se apagó. Kinross había acallado a la concurrencia. Cuando el silencio se instauró en el local, el capitán del transbordador se quedó mirando a Brody desde el otro lado de la habitación.
—¿Estás diciendo que ha sido alguien de la isla? ¿Uno de nosotros?
—Eso mismo es lo que estoy diciendo —repuso Brody aguantándole la mirada sin pestañear.
Hubo murmullos de desaprobación, que fueron in crescendo hasta que cesaron en cuanto Kinross volvió a tomar la palabra.
—No puede ser —dijo sacudiendo enfáticamente la cabeza—. Es imposible.
—Este asunto me hace tan poca gracia como a ti, pero el caso es que alguien de esta isla ha matado a dos personas y ha agredido a otra.
—No puede ser nadie de nosotros —repuso Kinross cruzándose de brazos—. Si alguno de nosotros fuera un asesino, ¿no crees que lo sabríamos?
Volvieron a oírse murmullos, pero esta vez eran de asentimiento. Mientras Brody intentaba hacerse oír por encima del vocerío, Maggie se abrió paso hasta la primera fila y sacó el dictáfono como si estuviera en una conferencia de prensa.
—¿Se sabe a quién pertenece el cuerpo encontrado en el caserío?
Brody tardó en contestar, calibrando, según supuse, hasta dónde podía dar explicaciones.
—Todavía no disponemos de una identificación oficial, pero creemos que podría tratarse de una prostituta desaparecida en Stornoway.
Mientras Brody contestaba, me fijé en Cameron, en el caso de que se sintiera aludido por el dato, pero no advertí ningún cambio. De repente, todo el mundo se puso a hacer preguntas.
—¿Qué demonios pinta aquí una furcia de Lewis? —inquirió Karen Tait, que ya iba arrastrando las palabras.
—Imagina —apuntó Guthrie sonriendo.
Nadie rió, y la sonrisa del grandullón se desvaneció poco a poco. Más interesante, sin embargo, fue la reacción de otra persona: al oír mencionar a la prostituta muerta, Kevin, el hijo de Kinross, dio un respingo y se quedó con la boca abierta hasta que se dio cuenta de que le estaba observando y se apresuró a desviar la mirada.
Los demás seguían atentos a Brody.
—La policía enviará equipos tan pronto como el tiempo lo permita. Os pido a todos que colaboréis con ellos cuando lleguen. Hasta entonces, necesitamos vuestra ayuda. El caserío es escenario de un crimen, así que os ruego que nadie se acerque por allí para evitar que cuando llegue la brigada de homicidios se encuentre con pistas falsas. Sé que estas cosas generan curiosidad, pero, por favor, manteneos alejados. Y si cualquiera de vosotros cree saber algo, informad al sargento Fraser.
Instintivamente, todas las miradas confluyeron en el aludido. Pese a la sorpresa inicial, el sargento se irguió de modo casi imperceptible y se cuadró de espaldas devolviéndole la mirada al auditorio. La astuta maniobra de Brody no sólo iba destinada a reforzar el amor propio de Fraser, sino a recordar a los isleños que en Runa había ya presencia policial.
Creía que la reunión iba a terminar ahí, pero fue el momento que eligió Cameron para intervenir. Hasta entonces se había mantenido en silencio, pero de pronto su voz de orador llenó la pequeña sala.
—Y entretanto ¿qué tenemos que hacer, limitarnos a quedarnos de brazos cruzados? —dijo con las piernas separadas y los brazos sobre el pecho, mirando con menosprecio a Maggie, que se le había acercado con la grabadora.
—Por desgracia no podemos hacer gran cosa hasta que lleguen refuerzos —respondió Brody.
—¿Nos estás diciendo que hay un asesino suelto en la isla, acusándonos como aquel que dice, y nos pides que no hagamos nada? —dijo Cameron resoplando incrédulo—. Pues, por lo que a mí respecta...
—Cállate, Bruce —dijo Kinross, sin molestarse siquiera en mirarle.
—Lo siento, Iain, pero me parece que... —replicó Cameron con las mejillas encarnadas.
—A nadie le importa tu parecer.
—Oye, perdona, pero ¿quién eres tú para...?
Cameron calló en cuanto Kinross clavó en él su gélida mirada. La nuez se le movió agitadamente, cerró la boca y se guardó para sí lo que había estado a punto de decir. Casi me dio pena. Por unos motivos o por otros, el prestigio del maestro había menguado en los últimos días.
De todos modos, los presentes tampoco le prestaron mucha atención, ocupados como estaban en discutir en corrillos lo que acababan de oír. Maggie bajó el dictáfono y me miró intranquila antes de salir del bar.
Volví a echar un vistazo hacia donde estaba Kevin Kinross, pero en algún momento el muchacho también se había esfumado.
Tras la reunión, la gente empezó a marcharse, y nosotros nos sentamos a una mesa que había quedado vacía. Fraser insistió en invitarnos a mí y a Brody a un whisky y un zumo de tomate respectivamente.
—Por Duncan —dijo levantando su vaso—. Y por el hijo de puta que le ha matado. Gonnadh ort!
—Lo pagará caro —soltó Brody en voz baja.
Brindamos con solemnidad. Luego les expliqué cómo había reaccionado Kevin Kinross al oír que la mujer asesinada era una prostituta de Stornoway. Tal vez resentido todavía por el encontronazo de antes, Fraser refutó mi observación con desdén.
—Quizá se excita pensando en una puta. Con esa cara, seguro que todavía es virgen.
—Aun así, convendría no perderlo de vista —dijo Brody con aire pensativo—. Tal vez deberíamos ir a hablar con él mañana en caso de que el equipo de refuerzo aún no haya llegado.
—Daría lo que fuera porque llegaran de una vez —dijo Fraser mirando su vaso con semblante taciturno.
«Yo también —pensé—. Yo también.»
Poco después les pedí que me excusaran. Aún no había comido, y beber con el estómago vacío estaba empezando a provocarme un ligero mareo. Fue como si de repente acusara los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas. Me costaba mantener los ojos abiertos.
Cuando salí, Ellen seguía sirviendo detrás de la barra, haciendo lo humanamente posible por atender adecuadamente a tan insólita afluencia de gente. Creí que no me había visto, pero cuando me disponía a subir las escaleras oí que me llamaba.
—¿David? —dijo saliendo del bar a toda prisa—. Lo siento, no he podido prepararle nada de comer.
—No pasa nada. Me voy a dormir un rato.
—¿Quiere que le suba algo? ¿Una sopa, o un bocadillo? Andrew me sustituirá en el bar un rato.
—No se moleste, de verdad.
Se oyó un crujido en el piso de arriba. Al levantar la vista vimos a Anna. Iba en pijama y tenía la cara pálida y los ojos llorosos.
—¿Cuántas veces te he dicho que no quiero que bajes? —la riñó Ellen mientras la niña bajaba las escaleras.
—Tenía una pesadilla. El viento se llevaba a la señora.
—¿Qué señora, cariño?
—No lo sé —dijo Anna con voz quejosa.
—Sólo era un sueño —dijo Ellen tomándola entre sus brazos—, ya ha pasado. ¿Ya le has dado las gracias al doctor Hunter por el chocolate que te trajo el otro día?
Anna lo pensó un momento y luego hizo un signo de negación con la cabeza.
—¿Ya qué esperas?
—Pero es que ya me lo he comido.
Ellen me miró por encima de la cabeza de su hija, conteniendo una sonrisa.
—Bueno, puedes darle las gracias de todos modos.
—Gracias.
—Así está mejor. Y ahora, señorita, de vuelta a la cama.
La pequeña, que estaba ya medio dormida, se dejó caer entre las piernas de su madre.
—No puedo caminar.
—Y yo no puedo cargarte, pesas demasiado.
—Él sí —dijo Anna levantando la cabeza lo justo para mirarme con sus ojos soñolientos.
—De eso nada, señorita. ¿No ves que tiene el brazo herido?
—No pasa nada, ya la llevo —dije, y al ver que Ellen miraba el cabestrillo con desconfianza añadí—: No es molestia, se lo aseguro.
Al tomar a Anna en brazos percibí el olor a champú de sus cabellos. La niña se acurrucó contra mi hombro, igual que solía hacer mi hija. Su peso, ligero y sólido, resultaba a la vez desconsolador y reconfortante.
Seguí a Ellen hasta el desván, donde había dos pequeñas habitaciones. Después de que su madre retirara las sábanas, dejé a Anna sobre la cama y la pequeña ni se movió. Me aparté y Ellen la tapó otra vez y le atusó el pelo. Después, salimos sin hacer ruido y volvimos abajo.
—¿Se encuentra bien?
No hacía falta precisar el motivo de la pregunta.
—Sí —respondí, y esbocé una sonrisa.
No hubo más preguntas. Me deseó buenas noches y regresó al bar. Yo entré en mi cuarto y me desplomé sobre el colchón sin desvestirme. La ropa me olía a humo, pero quitármela se me antojaba un esfuerzo sobrehumano. Todavía podía sentir el peso ausente de Anna. Si cerraba los ojos, casi podía imaginar que era Alice. Permanecí ahí sentado, pensando en mi difunta familia y escuchando el aullido del viento en la calle. Más que nunca, habría deseado poder llamar a Jenny.
Pero tampoco eso estaba en mi mano.
Al oír que llamaban a la puerta levanté la cabeza de golpe. Me había quedado traspuesto. Consulté el reloj y vi que eran más de las nueve.
—Un segundo.
Frotándome los ojos, me acerqué a la puerta en el convencimiento de que sería Ellen, que al final habría decidido subirme algo de comer, pero al abrir me encontré con Maggie Cassidy de pie en el pasillo.
Llevaba una bandeja sobre la que había un tazón de sopa y dos gruesas rebanadas de pan casero.
—Ellen me ha pedido que si subía, le trajera esto. También me ha pedido que le diga que le conviene comer.
—Gracias —dije, tomé la bandeja y la invité a entrar.
—Otra vez sopa. Hoy ya van dos —dijo con una sonrisa un tanto insegura.
—Por suerte esta vez no ha terminado en el suelo.
Deposité la bandeja sobre la cómoda. A ambos nos causaba cierto embarazo encontrarnos a solas en ese contexto y, aunque ocupaba buena parte de la estancia, nos esforzamos para no dirigir la vista a la cama, pese a ser plenamente conscientes de su presencia. Me recosté en el alféizar de la ventana y Maggie se sentó en la única silla de la habitación.
—Tiene muy mal aspecto —afirmó por fin.
—Eso me hace sentir mucho mejor.
—Ya me entiende —dijo, e indicando la bandeja añadió—: Adelante, como si yo no estuviera.
—No pasa nada.
—Ellen me va a matar si se entera de que ha dejado que se enfríe.
No tenía fuerzas para discutir. Estaba tan cansado que ya no notaba el hambre, pero todo cambió con el primer bocado. De pronto estaba famélico.
—Una reunión interesante, la de esta noche —dijo Maggie mientras yo partía una rebanada de pan—. Por un momento he creído que Iain Kinross iba a tumbar a Cameron. En fin, no se puede tener todo, ¿no?
—No ha venido aquí para hablar de eso, ¿verdad?
—No —dijo jugueteando con el borde de la silla—. Hay algo que quiero preguntarle.
—Sabe que no puedo decir nada.
—Sólo es una pregunta.
—Maggie...
—Sólo una —dijo levantando un dedo—. Quedará entre nosotros.
—¿Dónde tiene la grabadora?
—Madre mía, no se fía usted un pelo, ¿eh? —dijo al tiempo que introducía la mano en el bolso y sacaba el dictáfono—. ¿Lo ve? Apagado.
Volvió a guardarlo.
—De acuerdo, una pregunta —dije suspirando—. Pero no le prometo nada.
—No pido más que ese —dijo ella. Parecía nerviosa—. Brody ha dicho que la víctima era una prostituta de Stornoway. ¿Sabe su nombre?
—Por favor, Maggie, no puedo darle esa información.
—No se lo estoy pidiendo, únicamente quiero saber si sabe su nombre.
Me pregunté dónde estaría la trampa. A fin de cuentas, mientras no entrara en detalles, creí que no había ningún mal en contestar.
—Oficialmente no.
—Pero se imaginan quién puede ser, ¿verdad?
Quien calla otorga. Maggie se mordió el labio.
—No se llamaría... Janice, ¿verdad?
Mi expresión fue lo bastante elocuente. Dejé la bandeja a un lado; ya no tenía apetito.
—¿Por qué lo dice?
—Lo siento, no puedo revelar mis fuentes.
—¡Maggie, esto no es un juego! ¡Si sabe algo, tiene que decírselo a la policía!
—¿Se refiere al sargento Fraser? Uy, sí, espere, ahora voy corriendo a contárselo.
—¡Pues a Brody! Esto va más allá de un artículo de periódico, ¡hay vidas en juego!
—¡Sólo estoy haciendo mi trabajo! —replicó.
—¿Y si muere alguien? ¿Será otra exclusiva?
Eso le dolió y desvió la mirada.
—Usted es de Runa —insistí—. ¿Acaso no le importa lo que ocurra en la isla?
—¡Pues claro que me importa!
—Entonces, dígame de dónde ha sacado ese nombre.
Maggie se debatía entre emociones encontradas.
—Verá, no es lo que parece. La persona que me lo dijo... lo dijo en confianza y no quiero causarle problemas, porque asegura no tener nada que ver en todo esto.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo sé —respondió consultando el reloj—. Mire, tengo que irme. Ha sido un error por mi parte. No debería haber venido.
—Pero aquí está. No puede marcharse así.
Maggie seguía sin decidirse. Finalmente sacudió la cabeza y me pidió:
—Concédame hasta mañana. Le prometo que aunque no haya llegado la brigada, mañana se lo diré a usted o a Brody. Pero antes tengo que pensarlo.
—No me haga esto, Maggie.
Pero ella ya se estaba dirigiendo hacia la puerta.
—Mañana, se lo prometo —dijo, y me dedicó una sonrisa tímida y fugaz—. Buenas noches.
Cuando se hubo marchado, me quedé sentado sobre la cama intentando explicarme cómo había averiguado que la víctima se llamaba Janice. Brody y Fraser eran los únicos que lo sabían, y me costaba imaginarme al adusto ex inspector o al sargento de policía haciéndole confidencias a Maggie.
Le di vueltas y más vueltas pero estaba demasiado cansado para razonar con lógica. Por lo demás, nada podía hacer. La sopa se había enfriado pero ya no tenía apetito. Me desvestí y fui al baño para intentar deshacerme del olor a humo. Quizás al día siguiente iría a ver si el generador del hotel alcanzaba para una ducha con agua caliente. Por el momento, sólo quería dormir.
Me adormecí en un visto y no visto.
Me desperté de golpe poco antes de medianoche, resollando a causa de un sueño en el que iba persiguiendo algo y al mismo tiempo me acosaban. No podía recordar qué buscaba ni de qué huía, pero tenía la sensación de que, por más que corriese, daba lo mismo.
Me quedé echado a oscuras, escuchando los latidos de mi corazón que, poco a poco, recuperaba el ritmo normal. Me pareció que el viento soplaba con menos fuerza, y mientras me adormecía de nuevo, hice una pequeña concesión al optimismo y pensé que tal vez la tormenta empezaba a remitir y que al día siguiente la policía lograría por fin desembarcar en la isla.
Me equivocaba de medio a medio. El tiempo, como Runa, se reservaba lo peor para el final.
21
Las tres de la madrugada es una hora muerta. Es la hora en que el cuerpo mantiene, tanto física como mentalmente, un menor grado de vitalidad. La hora en que las defensas se encuentran en su nivel más bajo, en que la mañana parece imposiblemente remota. Es la hora en que los peores presagios parecen ineludibles, en que los miedos más oscuros se hacen realidad. La mayoría de las veces se trata tan sólo de un estado mental, una disminución de los biorritmos de la que nos rescatan las primeras luces del alba.
Pero no siempre.
Abrí los ojos contra mi voluntad; tenía la certeza de que si me despertaba del todo me costaría volver a conciliar el sueño. Por supuesto, cuando lo pensé, ya era demasiado tarde. Los muelles de la cama chirriaron debajo de mí al mirar el reloj. «Las tres recién tocadas.» Podía sentir el silencio del hotel a mi alrededor. El edificio oscilaba y la madera chasqueaba y crujía como los huesos de un anciano artrósico. Fuera, el viento seguía rugiendo con fuerza. Me quedé echado mirando el techo mientras sentía cómo el sueño me abandonaba sin saber por qué. Entonces me percaté de algo.
Podía ver el techo.
La habitación no estaba completamente a oscuras; un tenue resplandor penetraba a través de las cortinas. Mi primer pensamiento es que debía de tratarse de la farola de la calle y que se habría restablecido el suministro. Si había corriente eléctrica, tal vez también hubiera línea telefónica, pensé aliviado.
Sin embargo, mientras lo pensaba, me di cuenta de que la luz que entraba por la ventana no era constante. Tenía una cualidad febril, inestable, y al percatarme de ello mis esperanzas se desvanecieron.
Me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas. Había dejado de llover, pero la farola, mecida por el viento como un árbol sin ramas, estaba apagada y muerta. La luz que había visto provenía del puerto y era un enfermizo resplandor amarillento que se reflejaba en los tejados húmedos de las casas y cuya intensidad iba en aumento.
Algo se estaba quemando.
Me vestí a toda prisa. El hombro me dolía tanto que no pude reprimir una mueca de dolor. Crucé el pasillo corriendo y llamé a la puerta de Fraser.
—¡Fraser! ¡Despierte!
No obtuve respuesta. Como se hubiera quedado toda la noche en el bar —una suposición más que probable— intentando ahogar el dolor y el remordimiento por la muerte de Duncan, no habría forma de levantarlo.
Desistí y bajé al piso de abajo. Esperaba encontrar allí a Ellen despierta por el ruido, pero no la vi por ninguna parte. Al salir, el viento por poco se me lleva el abrigo, que se resistía a ceñirse sobre el cabestrillo. Calle abajo, la gente salía de las casas y golpeaba a las puertas, llamándose los unos a los otros mientras se apresuraban hacia al puerto.
Al pasar por el callejón de detrás del hotel, vi que el viejo escarabajo de Ellen no estaba ahí. Supuse que habría ido ya a averiguar cuál era la causa del resplandor, pero no tuve tiempo de considerarlo con detenimiento. El resplandor era cada vez más intenso y se reflejaba sobre la calle bañada de lluvia. Pensé que quizá fuera el transbordador, pero en cuanto llegué al malecón vi que estaba amarrado sano y salvo en el embarcadero, iluminado por la luz danzante de la orilla.
El fuego provenía del astillero.
La vieja barca de pesca de Guthrie se había incendiado. La popa estaba envuelta en llamas y el pequeño puente de la cubierta ardía con virulencia. Las llamas se alzaban sobre el casco de madera con una elegancia sinuosa, formando en torno a él una nube de humo negro. Guthrie no hacía más que gritar órdenes. De pronto Kinross salió del taller con un extintor de grandes dimensiones y, agachándose para protegerse del calor, se acercó cuanto pudo a las llamas.
Una mano se posó en mi hombro. Volví la cabeza y vi que era Brody, que tenía el rostro amarillento por efecto de la luz.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Ni idea. ¿Dónde está Fraser?
—Imagíneselo.
De repente, el viento cambió de dirección y empezamos a toser envueltos en una nube de humo. El viento atizaba las llamas hasta convertirlas en un telón que se agitaba con violencia. Casi todo el pueblo parecía haberse congregado ahí, ya fuera para mirar o para intentar sofocar el incendio. Se hizo una cadena para transportar cubos de agua y alguien trajo una manguera, pero el chorro que salía de ésta nada podía contra las llamas. La barca ya se daba por perdida, lo importante ahora era asegurarse de que el fuego no se propagara.
Al otro lado del patio del astillero distinguí el chaquetón rojo de Maggie, que asistía al incendio de pie entre un grupo de gente. Algo apartado del resto, vi a Cameron, que contemplaba las llamas con el rostro deformado por las sombras. Miré alrededor en busca de Ellen, pero no logré distinguir su rostro entre la multitud. Yo había dado por hecho que habría bajado al puerto pero, pensándolo mejor, en ese caso me extrañaba que antes no nos hubiera despertado a mí o al sargento Fraser.
—¿Qué pasa? —preguntó Brody al ver que no dejaba de mirar en torno a mí.
—¿Ha visto a Ellen?
—No, ¿por qué?
—Su coche no estaba en el hotel. Pensaba que estaría aquí.
—No habría venido sin Anna —dijo Brody, echando una ojeada a la multitud. Detecté un dejo de nerviosismo en su voz.
Aún hoy no sé decir en qué momento me percaté de la tensión que flotaba en el ambiente. Fue como si una oleada de malestar general se extendiera tan rápido como las propias llamas. Volví la vista de nuevo hacia la barca, presintiendo, sin saber por qué, que el desastre se avecinaba. El fuego ardía con fuerza renovada y se derramaba por los agujeros abiertos en la madera del casco. De pronto, una ráfaga de viento levantó el telón de llamas y vimos que algo se movía en el interior.
Un brazo humano envuelto en fuego se alzó despacio como en un gesto de saludo.
—Cielo santo —susurró Brody.
El puente se derrumbó de improviso en medio de una lluvia de chispas, poniendo fin a esa imagen truculenta.
En ese instante se desató el caos. La gente empezó a chillar y a gritar órdenes, clamando a voces que alguien hiciera algo. Pero yo sabía mejor que nadie que no había nada que hacer.
De pronto alguien me aferró por la espalda con tanta fuerza que, aun a pesar del abrigo, me hizo daño en el hombro. Era Brody, y en su rostro se estampó una expresión difícil de olvidar. Pronunció sólo una palabra, pero fue suficiente.
—Ellen.
Salió corriendo hacia la barca en llamas, abriéndose paso a empellones entre la gente.
—¡Brody! —grité corriendo tras él.
Dudo que me oyera. No se detuvo hasta que las llamas lo obligaron. Le tomé del brazo y le alejé de la fuente de calor. Estábamos tan cerca que los abrigos podrían haber prendido. Si la barca se caía, nos atraparía a nosotros debajo.
—Vamos, ¡atrás!
—¡Se estaba moviendo!
—¡Sólo era un reflejo! ¡Era el fuego!
Se zafó de mí y se quedó mirando el fuego como quien busca un paso para atravesarlo.
—¡Sea quien sea, está muerto! —dije tomándolo de nuevo por el brazo—. ¡Ya no podemos hacer nada!
Lo que habíamos visto no era un signo de vida. En todo caso lo contrario, un movimiento ciego, mecánico, causado por la contracción de los tendones del hombro provocada por el fuego. Era imposible que alguien pudiera sobrevivir a las llamas durante tanto tiempo.
Por fin la lógica de mis palabras hizo mella en el frenesí de Brody y pude llevármelo, trompicando como un hombre atrapado en una pesadilla. Los restos de la barca podían venirse abajo en cualquier instante. Traté de alejar de mi cabeza los pensamientos sobre la posible identidad de la víctima, y fui hasta donde estaba Kinross, que seguía intentando en vano sofocar el incendio con el extintor. Estaba lo más cerca posible y en su rostro se reflejaba una expresión exaltada y furibunda. A su lado estaba Guthrie, su abultada cara arrasada de lágrimas, quién sabe si debidas al humo o al hecho de que su sueño estuviera consumiéndose entre las llamas.
—¡Tenemos que sacar el cuerpo!
—¡Quítese de en medio!
—¡No podrán apagarlo! —grité aferrándolo por el brazo—. ¡Traiga un par de palos! ¡Rápido!
Se soltó de mí y por un momento creí que iba a asestarme un puñetazo, pero entonces ordenó al resto de hombres que con él intentaban sofocar el fuego que fueran a buscar tablas de andamio y demás piezas de madera entre los materiales de construcción apilados junto al astillero.
Luego me limité a quedarme junto a Brody para asistir impotente a cómo intentaban recuperar el cuerpo de las llamas con las tablas. Guthrie y otro hombre tuvieron que retroceder al derrumbarse parte de la barca, despidiendo por los aires un torbellino de chispas. Era imposible que el cuerpo saliera ileso de aquellos golpes, pero no había alternativa. Si no lo recuperábamos, el fuego destruiría todas las pruebas forenses que en él pudiera haber.
Por lo demás, era inconcebible que la gente se contentara con esperar a que el fuego se extinguiese por sí solo.
Brody estaba demacrado. «No puede ser Ellen», me dije sin muchas esperanzas. Intenté pensar en dónde podía estar, en otros motivos por los que el coche no estuviera en el hotel, pero las incógnitas que surgían entonces eran, si cabe, peores: «Dios mío, ¿y Anna? ¿Dónde está?».
Sabía que lo mejor era volver al hotel para cerciorarme, pero me atemorizaba lo que podía encontrarme ahí. Al otro lado del patio distinguí el chaquetón rojo brillante de Maggie. Al verla, empecé a sentir rabia. Tal vez la información que me había ocultado antes no hubiera evitado aquel desenlace, pero llevaba demasiado tiempo amparándose en su oficio.
Crucé el patio rodeando la barca en llamas, y en ese momento por poco choco con alguien que avanzaba en sentido contrario.
Era Ellen.
Llevaba a Anna en brazos. La pequeña estaba medio dormida, pero no apartaba los ojos del fuego.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ellen desviando la mirada hacia las llamas.
Pero antes de que pudiera responder, apareció Brody.
—¡Gracias a Dios que estás bien!
Parecía a punto de abrazarla, pero de pronto se contuvo, ligeramente avergonzado. Ellen lo miró perpleja.
—¿Y por qué no iba a estarlo? Estaba en casa de Rose Cassidy. Pero ¿por qué me miras así? ¿Qué pasa?
—¿Estaba en casa de la abuela de Maggie? —pregunté al oír el nombre.
Un presentimiento oscuro y perturbador empezó a agitarse en mi subconsciente.
—Sí, se ha caído y una vecina ha venido a buscarme. A Rose no le cae muy bien Bruce Cameron —añadió en tono irónico, y entonces frunció el entrecejo con preocupación—. La pobre mujer está intranquila. Maggie ha salido y todavía no ha vuelto.
Mi corazonada era cada vez más fuerte.
—Yo acabo de verla. Está ahí —dije rastreando con la mirada a mi alrededor.
No había rastro de Cameron, pero Maggie seguía en el mismo sitio donde la había visto por última vez, observando arder la barca junto a Karen Tait y un grupo de isleños. Estaba de espaldas a mí, pero el abrigo era inconfundible. Fui hacia ella, impelido por un temor al que todavía no podía poner nombre.
—¿Maggie?—dije.
Pero justo en ese momento alguien gritó desde la barca.
—¡Aquí! ¡Ya la tenemos!
Volví la cabeza y vi que el grupo de hombres lograba rescatar del fuego aquel cuerpo aún en llamas. Kinross y los demás tanteaban aquel bulto renegrido con los palos, intentando alejarlo más de las llamas. Con el humo que despedía y las lenguas de fuego que ardían aún en su superficie, parecía un leño.
Pero no lo era.
Ya me estaba dirigiendo hacia allí cuando Maggie se dio la vuelta, y tal fue el sobresalto al verla que me quedé inmóvil.
El rostro que me observaba embozado en la capucha roja no era el de Maggie, sino el de una adolescente de expresión confusa y ausente.
Era Mary Tait, la joven que había visto noches atrás bajo mi ventana.
22
Después de arrancar el cuerpo de las llamas, el astillero se sumió en un silencio de fantasmagoría, un susurro colectivo. Luego, el hechizo se rompió, y estalló un clamor general entre quienes se daban la vuelta para no ver y quienes se acercaban para ver mejor.
Yo seguía intentando recuperarme del sobresalto tras ver a la hija de Karen Tait con el abrigo de Maggie. Porque no había duda de que era el de Maggie. El chaquetón rojo le quedaba holgado a la periodista, pero Mary Tait era mucho más corpulenta, tanto es así que el abrigo, pese a ser de talla grande, parecía demasiado pequeño para su robusta hechura.
Karen Tait, la madre de Mary, se dio la vuelta y me miró.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brody, que se había acercado hasta donde yo estaba.
—Es el abrigo de Maggie —dije con un hilo de voz.
—¡Mentira! —replicó Karen Tait, en un evidente estado de ebriedad.
Su respuesta, por exaltada, sonó poco convincente.
Kinross se separó del grupo de hombres que estaban junto al fuego y se acercó hasta nosotros, seguido por su hijo, al que el baile de luces y sombras de la hoguera le resaltaba las espinillas de la cara. Al ver a Kevin, el rostro de Mary se iluminó con una radiante sonrisa que no fue correspondida. De hecho, cuando el muchacho vio adónde se dirigía su padre, se echó atrás. La sonrisa de Mary se desvaneció al ver a Kevin perdiéndose de nuevo entre la multitud.
Kinross, que todavía llevaba en la mano el palo medio chamuscado con el que había sacado el cuerpo del fuego, tenía la piel tiznada y apestaba a humo. Expectoró y escupió al suelo un pegote de flemas manchadas de hollín.
—Lo hemos sacado, como usted quería —dijo, y mirando a Karen Tait preguntó—: ¿Qué ocurre?
—¡Éstos, que dicen que Mary es una ladrona! —gritó Tait.
—Mary lleva puesto el abrigo de Maggie —dijo Brody impasible.
—¡Eso es mentira! ¡No le creas! —replicó Tait con el rostro crispado.
Kinross pareció reconocer el abrigo de la niña. Recordé que él y Maggie habían bromeado de camino a la isla y que parecían profesarse mutuo afecto. Se volvió hacia el grupo de hombres, que habían formado un corro en torno al cuerpo quemado que acababan de recuperar de las llamas, y me di cuenta de que compartía mis sospechas.
—¿Dónde está Maggie? —preguntó con brusquedad.
Nadie contestó. A Kinross se le ensombreció el semblante y volvió a mirar a Karen Tait.
—Ahora no hay tiempo para eso —me apresuré a decir, esforzándome por desterrar mi temor por Maggie—. Hay que acordonar la zona y trasladar el cuerpo a un lugar seguro.
—Tiene razón, Iain —dijo Brody asintiendo con la cabeza—. No podemos esperar. Hay que sacar a todo el mundo de aquí. ¿Vas a ayudarnos?
Kinross no respondió. En vez de ello, siguió escrutando a Karen Tait, que evitaba devolverle la mirada.
—Tú y yo no hemos terminado —dijo levantándole el dedo.
Luego se dio la vuelta y empezó a gritar órdenes para que la gente desalojara el patio.
Dejé a Brody con Karen Tait y su hija y me abrí paso hasta el cuerpo mientras Kinross y el resto del grupo dispersaban a los presentes. Estaba tendido sobre el sucio suelo de hormigón del patio, carbonizado y retorcido en una posición a la vez lastimera y escalofriante. La lluvia había formado charcos en el suelo, y con la luz de la barca en llamas las manchas de aceite brillaban como un arco iris de muerte. De la piel chamuscada salían volutas de vapor y el cuerpo irradiaba un calor como el del asado cuando se ha dejado demasiado tiempo en el horno. Tenía la boca abierta, como en un rictus de agonía. Yo sabía que en realidad se trataba de un efecto inevitable de los tendones al contraerse por el fuego, pero por alguna razón no podía quitarme la imagen de la cabeza.
«Ojalá me equivoque.»
En ese momento, Guthrie pasó por mi lado acompañando a un grupo de personas afuera del patio.
—¿Hay alguna funda de plástico o de lona? —le pregunté.
Creí que no me había oído o que me había ignorado, pero poco después volvió con un rollo de lienzo sucio.
—Aquí tiene —dijo arrojándomelo encima.
Empecé a desenrollarlo, tarea nada sencilla con ese viento y un solo brazo, pero para mi sorpresa Guthrie acudió en mi ayuda. Mientras desplegábamos el lienzo, una figura emergió entre las sombras. Gracias a la luz de las llamas, vi que era Cameron.
—Dios mío —susurró clavando los ojos en el cuerpo, y al tragar saliva se le agitó la nuez—. ¿Hay algo que pueda hacer?
Su tono de voz no reflejaba el menor rastro de su habitual grandilocuencia, y me pregunté si por fin se habría dado cuenta de lo que había en juego. Yo habría aceptado su ofrecimiento, pero Guthrie me lo impidió.
—Tocar los huevos, como de costumbre —le espetó con menosprecio—. ¿O es que te crees que esto se arregla con un simple vendaje?
El comentario pareció disgustar a Cameron quien, sin mediar palabra, dio la vuelta y abandonó el patio. En otras circunstancias lo habría lamentado por él, pero en ese momento había asuntos más importantes que tratar.
Más tarde habría que decidir qué hacer con el cuerpo, pero lo primero era cubrirlo. Una vez desenrollado el lienzo, Guthrie me ayudó a extenderlo sobre el cuerpo carbonizado.
—¿Quién cree que es? —preguntó.
Podía imaginármelo, pero como detectaba una nota de temor en su voz preferí sacudir la cabeza y tender el lienzo para ocultar el cuerpo.
Un peso en el corazón me decía que Maggie había conseguido por fin salir en primera plana.
El fuego seguía quemando. La barca se había convertido en una montaña de ceniza y brasas en la que todavía crepitaban algunas llamas. El viento lo mantenía con vida, pero no por mucho tiempo, pues empezaba a agonizar, consumido por su propia furia y por los esfuerzos de los isleños. Los últimos restos de cinta policial de Fraser acordonaban la entrada del astillero. Atado entre dos postes, el precinto, más simbólico que real, restallaba bajo el viento como si tuviera vida propia.
La mayoría de los vecinos habían vuelto a sus casas. Brody le había pedido a Ellen que al volver al hotel despertara a Fraser; el sargento llegó poco después, contrito y con bastante mal aspecto. Alegó que debería haber insistido hasta despertarlo, pero nadie estaba de humor para escuchar sus quejas ni sus excusas.
Al final, decidimos trasladar el cuerpo al taller. Seguíamos sin saber cuándo llegaría la brigada forense, y el protocolo que exige no alterar el escenario de un crimen era de cumplimiento casi imposible dadas las circunstancias: docenas de personas habían pasado por el patio del astillero; y en cuanto al cuerpo, después de sacarlo del fuego de aquella forma tan poco ortodoxa, poco importaba ya contaminarlo. Más tarde habría que echarle un vistazo, pero hasta entonces lo más aconsejable era depositarlo en un lugar seguro.
El cuerpo estaba demasiado quemado para reconocerlo a simple vista, pero estoy seguro de que a esas alturas ya nadie tenía dudas acerca de su identidad. Maggie seguía sin dar señales de vida; la muchacha pecaría de otros defectos, pero era impensable que hubiera abandonado a su abuela de esa manera. Guthrie y Kinross llevaron el cuerpo adentro con la ayuda de la lona y una camilla y lo depositaron al fondo del taller. Después, Guthrie se marchó directamente a casa, ceñudo y taciturno. Kinross, en cambio, se negó en rotundo a marcharse.
—No hasta que haya oído qué tiene que decir —dijo señalando con la barbilla a Karen Tait, que aguardaba cerca de allí junto a su hija.
Brody no se opuso, pero creí adivinar por qué: Tait tenía arrestos para resistirse a sus presiones o a las de Fraser, pero con Kinross las cosas eran distintas. Él era uno de los suyos y no podría ocultarle nada.
Madre e hija estaban sentadas a la misma mesa donde Kinross y sus compañeros habían estado jugando a las cartas esa misma tarde. Desde ahí resultaba imposible ver el cuerpo. Las facciones de Mary reflejaban la misma expresión ausente que la noche en que me la encontré observando mi ventana desde la calle. Alguien había conseguido que se quitara el abrigo de Maggie y lo había guardado en el maletero del Range Rover dentro de una bolsa de basura. Los bolsillos estaban vacíos, y aunque no se apreciaban manchas de sangre ni desperfectos aparentes, los peritos querrían examinarlo en busca de pruebas. Acaso fue mi imaginación, pero cuando vi que la muchacha se lo quitaba, me pareció que el abrigo perdía brillo y que sus tonos vivos se volvían apagados y deslucidos.
A cambio, Kinross le había prestado a Mary su grueso impermeable. Como si no notara el frío, la ayudó a ponérselo con un gesto dotado casi de ternura. No había, sin embargo, ningún rastro de ternura en la mirada que le lanzó a la madre.
Karen Tait mantuvo durante todo el tiempo los ojos clavados en la mesa de formica llena de quemaduras de cigarrillo, negándose a mirarnos a cualquiera de nosotros. Brody tomó asiento en la silla frente a ella, y vi que a Fraser ya no parecía importarle que el ex inspector llevara la iniciativa. Brody tenía el aspecto de estar fatigado, pero su voz no denotaba ni un ápice de cansancio.
—Veamos, Karen, ¿de dónde ha sacado Mary el abrigo?
No hubo respuesta.
—Vamos, todo el mundo sabe que es de Maggie Cassidy. ¿Qué hacía Mary con él?
—Ya te lo he dicho, es suyo —respondió secamente la mujer.
Kinross descargó un puñetazo sobre la mesa, y Karen dio un respingo.
—¡No mientas! ¡Todos nosotros hemos visto a Maggie con ese abrigo!
—Calma —masculló Fraser, pero al ver que Brody le hacía una señal con la cabeza no dijo nada más.
—¡Ya has visto lo que había en el fuego, Karen! —dijo Kinross, en un tono entre la amenaza y la súplica—. ¡Por Dios, dinos de dónde ha sacado Mary el abrigo!
—¡Es suyo, Iain, de verdad!
—¡Que no me mientas, joder!
Por fin, Tait se derrumbó.
—¡No lo sé! ¡No se lo había visto antes de esta noche! ¡Te lo juro por Dios! Lo habrá encontrado.
—¿Dónde?
—¡Y yo qué sé! Ya sabes cómo es, va arriba y abajo por toda la isla. ¡A saber de dónde lo ha sacado!
—Karen, por el amor de Dios —dijo Kinross indignado.
—¡Es un buen abrigo! ¡Es más de lo que yo puedo permitirme! ¿Crees que voy a dejar que me lo quitéis? ¡Y no me mires así, Iain Kinross! ¡A ti nunca te ha importado que Mary anduviera rondando por ahí las noches que venías a casa!
Kinross dio un paso adelante, pero Brody interpuso el brazo entre ambos.
—Vamos a calmarnos. Tenemos que averiguar dónde lo ha encontrado. —Y volviéndose hacia Tait le preguntó—: ¿A qué hora ha salido Mary de casa?
—No lo sé —respondió ésta encogiéndose de hombros con hastío—. Cuando he vuelto del hotel ya no estaba.
—¿Y qué hora era?
—Once y media... doce.
—¿Ya qué hora ha vuelto?
—Y yo qué sé. Estaba durmiendo.
—Entonces ¿cuándo has vuelto a verla? —preguntó Brody con paciencia.
Tait suspiró molesta.
—Cuando me han despertado por lo del incendio.
—Y entonces ¿llevaba puesto el abrigo?
—¡Sí, ya os lo he dicho!
Pese al desprecio que sentía por la madre, Brody no mostró la menor pizca de repulsa al dirigirse a la hija.
—Hola, Mary. Sabes quién soy, ¿verdad?
La muchacha miró a Brody sin dar muestras de comprender y se puso a jugar de nuevo con una pequeña linterna que sostenía en las manos, una de ésas tan propia de los niños, de plástico y colores brillantes. Unos mechones de cabello sueltos le caían sobre los ojos, pero la chica encendía y apagaba la linterna enfocándose a la cara, sin inmutarse.
—Pierdes el tiempo —dijo Kinross, con menos dureza de la que habría cabido esperar—. Seguramente ni se acuerda de dónde lo ha encontrado.
—No perdemos nada por intentarlo. ¿Mary? Mary, mírame.
Brody le hablaba con una cadencia dulce. Por fin, la chica pareció prestarle atención y le sonrió.
—Bonito abrigo, Mary.
Nada. De pronto, una sonrisa tímida iluminó el rostro de la muchacha.
—Es bonito —dijo con una voz suave, como de niña pequeña.
—Sí, muy bonito. ¿Dónde lo has encontrado?
—Es mío.
—Ya lo sé. Pero ¿quién te lo ha dado?
—El señor.
Brody se puso tenso, pero no permitió que se le notara.
—¿Qué señor? ¿Está aquí con nosotros?
—¡No! —gritó ella.
—¿Y no podrías decirme quién es?
—El señor —dijo como si fuera algo obvio.
—Este señor... ¿Por qué no me enseñas dónde te ha dado el abrigo?
—No me lo ha dado.
—¿Quieres decir que te lo has encontrado?
Mary asintió con la cabeza, como abstraída.
—Cuando se fueron. Después del ruido.
—¿Quiénes se fueron? ¿Qué ruido, Mary?
Pero la había perdido. Brody siguió intentándolo durante un rato, pero cuando se hizo evidente que Mary no estaba dispuesta a añadir nada más, el ex inspector le pidió a Fraser que las llevara a casa y luego volviera. Kinross también se marchó. Antes de salir, volvió la vista hacia el fondo del taller, donde él y Guthrie habían depositado el cuerpo.
—Siempre se le dio bien meterse en líos —dijo con tristeza, y se marchó dejando que la puerta se cerrase sola a su espalda.
Fuera, el viento gemía como un alma en pena con una fuerza jamás vista. Llovía de nuevo y las gotas repiqueteaban sobre el tejado de metal ondulado, ahogando casi el ruido del generador del taller. Brody y yo nos acercamos al cuerpo. Cubierto con esa lona, parecía un sarcófago primitivo.
—¿Cree que es ella? —preguntó Brody.
Le expliqué que Maggie se había presentado en mi habitación esa misma noche, que conocía el nombre de Janice Donaldson, pero que se había negado a decirme por mediación de quién lo había averiguado. Recordé que al marcharse me había dedicado una sonrisa ensimismada. «Mañana, se lo prometo.» Por desgracia, para Maggie ya no habría un mañana.
—¿Usted no?
—Sí —dijo Brody suspirando—. Pero asegurémonos. —Y mirándome añadió—: ¿Preparado?
Para ser sincero, tendría que haberle dicho que no, porque no hay preparación posible cuando se trata de alguien a quien uno conoce, pero me limité a asentir y apartar la lona. Sentí una vaharada de aire caliente y el olor a carne requemada. La gente reacciona a los olores de forma distinta según la situación; dada su procedencia, aquel olor resultaba de lo más nauseabundo.
Me agaché junto al cuerpo. Encogido por el fuego, se veía minúsculo y patético. La ropa se había quemado, así como buena parte del tejido blando. Las llamas lo habían deformado y retorcido, dejando a la vista una colección de huesos y tendones caramelizados. El cuerpo había adoptado la postura del púgil característica en estos casos.
Se estaba convirtiendo en una estampa dolorosamente familiar.
—¿Qué le parece? —preguntó Brody.
Volvió a aparecérseme la imagen de Maggie sonriendo, pero la alejé de mi mente casi con rabia. «Contente. Esto es trabajo. Deja lo demás para luego.»
—Es una mujer. El cráneo es demasiado pequeño para tratarse de un varón. —Respiré hondo y observé la superficie lisa del cráneo, medio al descubierto entre clapas de piel renegrida—. Además, presenta barbilla apuntada y tanto la frente como el arco superciliar son más bien lisos. Los de un hombre serían más pesados y pronunciados. Luego está la estatura —dije señalando el fémur, visible a través del tejido muscular chamuscado—. Cuesta ser preciso cuando el cuerpo ha quedado reducido a este estado, pero a juzgar por el fémur, la víctima era de baja estatura, incluso para los parámetros femeninos. En torno al metro cincuenta, quizá menos. En cualquier caso no más alta.
—¿Y no podría tratarse de un niño?
—No, sin duda es un adulto —dije observando la boca, abierta como en el acto de proferir un grito silencioso—. Le habían salido ya las muelas del juicio, lo cual significa que debía de tener al menos dieciocho o diecinueve años. Quizá más.
—¿Qué edad tendría Maggie? ¿Veintitrés, veinticuatro?
—Más o menos.
Brody suspiró.
—Altura, edad, sexo... todo encaja. Podríamos decir que no cabe duda, ¿verdad?
—Así es —confirmé con un nudo en la garganta.
Por algún motivo, admitirlo convertía el hecho en más doloroso, como si de alguna manera yo le estuviese fallando a Maggie. No tenía sentido fingir, así que continué:
—Por si sirve de consuelo, estaba parcialmente vestida cuando la arrojaron al fuego —dije señalando un disco de metal opaco incrustado entre la piel quemada de las caderas. Era del tamaño de una moneda pequeña—. Eso es un botón de pantalón. El tejido se ha consumido, pero el botón se ha soldado a la piel. Por el aspecto, yo diría que llevaba vaqueros.
Como Maggie la última vez que la vi.
—Entonces no la han violado —comentó Brody apretando los labios—. Algo es algo, supongo.
Era una conjetura plausible. Pocos violadores se tomarían el trabajo de volver a ponerle los pantalones a la víctima antes de matarla. Y mucho menos después.
—¿Alguna idea acerca de la causa de la muerte? —preguntó Brody.
—Bien, por el examen preliminar deduzco que no hay traumatismo craneal. El cuerpo ha sido extraído de las llamas antes de que la presión craneal lo hiciese explotar, lo que simplifica un poco las cosas. A diferencia de Janice Donaldson y Duncan, no hay signos de herida en la cabeza. Imagino que a ella no la golpearon con tanta fuerza, aunque...
Callé y observé más de cerca. El fuego había arrancado la piel y los músculos de la garganta, dejando a la vista los cartílagos y tendones quemados. Los examiné con cuidado, así como los brazos, las piernas y, por último, el torso. La carbonización del tejido blando disimulaba los signos, pero no los ocultaba totalmente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brody intrigado.
—¿Ve esto? —le dije señalando la garganta—. El tendón del lado izquierdo de la garganta ha sido seccionado y los extremos se han contraído en direcciones opuestas.
—¿Seccionado? —repitió Brody, inclinándose para ver mejor.
—Seccionado. Podría haberlo partido el fuego, pero el corte es demasiado limpio.
—¿Quiere decir que ha sido degollada?
—No puedo asegurarlo sin llevar a cabo un examen completo, pero eso parece. Veo otras señales que invitan a pensar en heridas de arma blanca, como ésta del hombro. Las fibras musculares están muy quemadas, pero el corte aún es perceptible. Y lo mismo en el pecho y el vientre. Seguro que cuando la someta a un examen de rayos X encontraremos muescas en las costillas, y probablemente también en otros huesos.
—¿O sea que ha muerto apuñalada? —preguntó Brody.
—El fuego dificulta determinarlo con certeza, pero lo que no admite discusión es que la atacaron con un arma blanca. Para saber de qué tipo de corte se trata, necesito examinar las heridas en un laboratorio. De todos modos, la cuestión es más complicada.
—¿Por qué?
—Porque tiene el cuello roto.
Me froté los ojos; empezaba a acusar el cansancio, aunque, cansado o no, lo que había visto estaba fuera de toda duda.
—Fíjese en la inclinación de la cabeza. No quiero mover el cuerpo, pero las vértebras tercera y cuarta están a la vista. Si se fija, verá que están astilladas. El brazo izquierdo y la espinilla derecha también están rotos. ¿Ve cómo sobresalen los huesos entre el tejido quemado?
—¿Y no podrían haberse roto al partirse la barca o al sacar el cuerpo?
—Podría haber sufrido fracturas, pero no tantas. Además, muchas de éstas parecen fracturas por compresión, es decir, las que aparecen a resultas de un impacto...
Callé.
—¿Y ahora qué? —preguntó Brody.
Me levanté y me asomé a la mugrienta ventana. Estaba demasiado oscuro para ver gran cosa, pero a la luz mortecina de las últimas llamas de la barca acerté a distinguir la oscura mole del acantilado, que se alzaba imponente sobre el astillero.
—Así es como ha trasladado el cuerpo, arrojándolo por el acantilado.
—¿Está seguro?
—Eso explicaría las fracturas. El asesino la ha atacado con un cuchillo y ella ha caído o la han despeñado desde lo alto del acantilado. Luego el asesino ha arrastrado el cuerpo desde el pie del acantilado hasta el patio.
Brody asintió y dijo:
—Al final del puerto hay una escalera que conduce a lo alto del acantilado. Con una linterna es posible bajarla aunque esté oscuro; es mucho más rápido que tomar la carretera que cruza el pueblo. Y limita las posibilidades de ser visto.
Eso no explicaba qué hacía Maggie en lo alto del acantilado, pero al menos empezábamos a formarnos una idea de lo ocurrido. Faltaba el móvil.
Brody se pasó la mano por la cara y se frotó el mentón mal afeitado con un gesto de hastío.
—¿Cree que estaba viva al caer?
—Lo dudo. Las víctimas de este tipo de caídas presentan casi siempre lo que se conoce como fractura de Colles en las muñecas, como resultado de intentar parar el golpe con los brazos.
Aquí no se aprecia nada por el estilo. Sólo tiene un brazo roto, y se trata de una fractura de húmero, por encima del codo. Todo indica que al caer estaba muerta o inconsciente.
Brody se asomó también a la ventana del taller. Fuera, aún era noche cerrada.
—Aunque subamos está demasiado oscuro para ver nada. En cuanto amanezca subiremos a la cima del acantilado a echar un vistazo. Entretanto...
Se interrumpió. Fuera se oía alboroto. Hubo un grito, algo cayó al suelo y oímos el sonido inconfundible de una pelea. Brody salió corriendo hacia la puerta, pero ésta se abrió cuando el ex inspector estaba a punto de llegar a ella. Una ráfaga de viento helado barrió el taller y entonces apareció Fraser llevando a alguien a rastras.
—¡Miren a quién me he encontrado fisgoneando por la ventana! —exclamó resollando mientras propinaba un empellón al intruso, que avanzó a trompicones hasta el centro del taller.
Pálido, aturdido y asustado, Kevin Kinross nos miraba con su cara picada de acné.
23
El adolescente se quedó inmóvil en medio del taller, chorreando agua sobre el suelo de hormigón. Estaba temblando, mantenía la mirada gacha y sus hombros caídos le conferían un aspecto lamentable y abyecto.
—Te lo preguntaré una vez más —advirtió Fraser—. ¿Qué hacías ahí fuera?
Kevin no contestó. Yo había tapado de nuevo el cuerpo con la lona, si bien el muchacho había tenido tiempo de verlo al irrumpir con Fraser. Nada más verlo, Kevin había apartado la mirada, como si quemase.
Fraser le observaba con ojos penetrantes. Situaciones como ésa hacían que se sintiera más cómodo y le permitían reafirmar su autoridad.
—Vamos a ver, hijo, como no colabores te vas a meter en un buen lío. Es tu última oportunidad. El astillero está acordonado, así que ¿qué hacías ahí fuera? Husmear, ¿verdad?
El hijo de Kinross tragó saliva como si se dispusiera a contestar, pero no articuló palabra alguna.
—¿Puedo hablar con él un momento? —intervino Brody.
Hasta entonces había guardado silencio, dejando que Fraser llevara las riendas, pero empezaba a quedar claro que el acoso del sargento no daría ningún resultado. De nada servía intimidar a un adolescente ya de por sí muerto de miedo.
Fraser le dirigió una mirada de crispación, pero accedió con un tenso movimiento de la cabeza. Brody tomó un taburete de debajo de la mesa donde antes habían estado sentadas Mary Tait y su madre y lo colocó junto a Kevin.
—Vamos, siéntate —dijo tomando asiento a su vez en el borde de una mesa de trabajo; sus maneras nada tenían que ver con la estrategia de confrontación de Fraser.
Kevin, perplejo, se quedó mirando el taburete.
—Quédate de pie si así lo prefieres —dijo Brody. Kevin vaciló, pero poco a poco se sentó sobre el taburete—. Veamos, ¿qué tienes que decirnos, Kevin?
Pálido como estaba, los gruesos granos de acné resaltaban todavía más en el rostro del muchacho.
—Yo... Nada.
Brody se cruzó de piernas, como si aquello sólo fuera una charla entre colegas.
—Me parece que los dos sabemos que eso no es verdad, ¿no crees? Estoy seguro de que, aparte de entrar donde no debías, no has hecho nada malo. Y estoy casi convencido de que podremos convencer al sargento Fraser de que pase eso por alto, siempre y cuando nos digas por qué lo has hecho.
Fraser apretó los labios al oír las palabras de Brody, pero no replicó.
—¿Entonces qué, Kevin? —preguntó Brody.
El muchacho estaba visiblemente nervioso y se debatía entre hablar o seguir en silencio. Entonces sus ojos se clavaron en el cuerpo cubierto con la lona y abrió la boca, como si le costara encontrar las palabras.
—¿Es verdad lo que dicen? —preguntó con voz torturada.
—¿Qué es lo que dicen?
—Que es... —dijo lanzando otra mirada fugaz hacia la lona—. Que es Maggie.
Brody guardó silencio un instante antes de contestar.
—Sí, creemos que podría ser ella.
Kevin rompió a llorar. Me acordé de cómo se comportaba cuando estaba junto a Maggie, cómo se ruborizaba cada vez que ella le dirigía la palabra. Era evidente que le gustaba, y sentí profunda pena por él.
Brody se hurgó en los bolsillos en busca de un pañuelo y, sin decir nada, se lo tendió y volvió a sentarse sobre la mesa.
—¿Qué puedes decirnos al respecto, Kevin?
—¡La he matado yo! —exclamó el muchacho entre sollozos.
La confesión cayó como una descarga eléctrica. Se hizo el silencio, y mientras duró, el hedor de la carne y los huesos quemados pareció ganar en intensidad, sobreponiéndose al olor del gasóleo, el serrín y el metal de las soldaduras. El constante zumbido del viento reverberaba entre las paredes del taller y la lluvia repiqueteaba sobre el tejado metálico como si las gotas fueran de estaño.
—¿Cómo que la has matado? —preguntó Brody casi con condescendencia.
—De no ser por mí, no estaría muerta —dijo Kevin al tiempo que se enjugaba los ojos.
—Explícate, somos todo oídos.
Pese a haber llegado hasta ahí, parecía como si Kevin fuera a echarse atrás. Recordé su reacción cuando Brody había anunciado que el cuerpo hallado en la alquería era el de una prostituta de Stornoway. La noticia no sólo le sorprendió, sino que le dejó paralizado. Como si en ese instante hubiera atado un cabo suelto. ¿Qué era lo que Maggie había dicho acerca de su fuente anónima? «La persona que me lo dijo... lo dijo en confianza y no quiero causarle problemas, porque asegura no tener nada que ver en todo esto.»
—Fuiste tú quien le dijo a Maggie cómo se llamaba la prostituta, ¿verdad? —pregunté.
Brody y Fraser me miraron atónitos, pero su estupor no fue nada comparado con el de Kevin, que me miró boquiabierto. Parecía rumiar la manera de negarlo, pero su voluntad terminó flaqueando y asintió.
—¿Cómo sabías su nombre, Kevin? —preguntó Brody, que había tomado de nuevo la iniciativa.
—No lo sabía con certeza...
—Estarías lo bastante seguro desde el momento en que se lo dijiste a Maggie. ¿Por qué?
—No... No puedo decírselo.
—¿Prefieres pensarlo en prisión, muchacho? —intervino Fraser, ajeno a la fulminante mirada de Brody—. Porque te aseguro que como no hables, vas a ir a chirona de cabeza.
—Seguro que Kevin es consciente de ello —terció Brody—. Y no creo que pretenda encubrir a la persona que le ha hecho esto a Maggie. ¿No es así, Kevin?
Una vez más, la mirada angustiada del muchacho se desplazó involuntariamente hacia la lona.
—Vamos, Kevin —dijo Brody con paciencia—. Dínoslo. ¿Cómo averiguaste su nombre? ¿Te lo dijo alguien? ¿Sabes si alguien la conocía? ¿Es eso?
El hijo de Kinross dejó caer la cabeza sobre el pecho y murmuró unas palabras que ninguno de nosotros alcanzó a oír.
—¡Más alto! —bramó Fraser.
—¡Mi padre! —gritó Kevin, levantando la cabeza furioso.
Sus palabras retumbaron entre las paredes del taller. Brody seguía mirándole impasible y ocultaba perfectamente cualquier atisbo de emoción.
—¿Por qué no empiezas por el principio?
—Fue el verano pasado —empezó a hablar Kevin, que rodeaba su cuerpo con ambos brazos—. Habíamos ido a Stornoway con el transbordador. Mi padre dijo que tenía que hacer unos recados, así que me fui a dar una vuelta por la ciudad. Me apetecía ir al cine y...
—Puedes ahorrarte lo del cine —interrumpió Fraser—. Ve al grano.
Kevin le dirigió una mirada en la que se veía que, pese a todo, algo había heredado del padre.
—Atravesé unos callejones que hay cerca de la estación de autobuses. Había varias casas de ésas, y cuando estuve más cerca vi que mi padre estaba de pie ante la puerta de una de ellas. Quise aproximarme, pero entonces... una mujer abrió la puerta. Sólo llevaba puesto un albornoz corto que le dejaba casi todo a la vista. —Kevin se sonrojó—. Al ver a mi padre sonrió... Tenía una sonrisa picara. Entonces mi padre entró con ella.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Brody mientras hacía un gesto de asentimiento.
—Pues... parecía una... ya me entiende...
—¿Una prostituta?
El muchacho asintió con timidez. El semblante de Brody manifestaba que aquellas revelaciones le resultaban tan sorprendentes como molestas.
—¿Podrías describirla?
—No sé... —dijo Kevin, que se tocaba las espinillas de forma inconsciente con la punta de los dedos—. Cabello moreno. Mayor que yo, pero no mucho. Guapa, pero... con aspecto un tanto descuidado.
—¿Era alta, baja...?
—Alta, creo. Corpulenta. Gorda no, pero tampoco delgada.
Más tarde le mostraríamos fotografías para confirmar si reconocía a Janice Donaldson, pero por el momento la descripción encajaba.
—Entonces ¿cómo sabías su nombre? —preguntó Brody.
El rostro del muchacho se encendió todavía más.
—Cuando hubieron entrado... me acerqué a la puerta. Sólo por curiosidad. Había varios botones, pero yo había visto que mi padre pulsaba el de arriba del todo. Ponía «Janice».
—¿Sabe tu padre que le viste?
Kevin negó con la cabeza, abrumado por la vergüenza.
—¿Se vieron otras veces? —preguntó Brody.
—No lo sé... Supongo. Cada pocas semanas decía que tenía algún recado... Supongo que iba ahí.
—Menudo recado —musitó Fraser.
—¿Alguna vez vino ella a verle a la isla? —preguntó Brody, que hizo oídos sordos a la interrupción de Fraser.
El muchacho sacudió la cabeza de nuevo, pero entonces me acordé del tono expeditivo que había empleado Kinross para hacer callar a Cameron en el bar. En su momento lo había atribuido a la irritación que le producían los humos que se daba Cameron, pero la confesión de Kevin arrojaba una luz siniestra sobre el brusco final de aquella reunión.
Brody se frotó el puente de la nariz con un gesto de fastidio.
—¿Hasta dónde le habías explicado a Maggie?
—Sólo le había dicho el nombre. No quería que supiera que mi padre anda con... ya me entiende. Pensaba que... como era periodista, podría publicar el nombre de la mujer en un artículo. ¡Creía que le estaba haciendo un favor! ¡No sabía que esto iba a acabar así!
El muchacho rompió a llorar de nuevo y Brody le dio unas palmadas en el hombro.
—Ya sabemos que no, hijo.
—¿Puedo irme ya? —preguntó Kevin enjugándose los ojos.
—Sólo un par de preguntas más. ¿Tienes idea de cómo ha conseguido Mary Tait el abrigo de Maggie?
Kevin bajó la cabeza con el fin de rehuir nuestras miradas.
—No.
Una negación demasiado precipitada. Brody se lo quedó mirando con expresión hierática.
—Mary es una chica guapa, ¿verdad, Kevin?
—No sé, supongo.
Brody hizo una pausa de varios segundos, tal vez con la esperanza de que Kevin se revolviera incómodo en su asiento antes de formularle la siguiente pregunta.
—¿Desde cuándo os veis?
—Pero ¡qué dice!
Brody se limitó a mirarle. Kevin bajó los ojos.
—Sólo... nos vemos. ¡No hacemos nada! Bueno, casi nada. Nunca hemos... ya me entiende...
Brody suspiró.
—¿Y dónde os veis?
El azoramiento del muchacho era digno de pena.
—A veces en el transbordador. O en las ruinas de la iglesia, cuando ya ha oscurecido. O en...
—Adelante, Kevin.
—A veces también en la montaña... En el viejo caserío de la alquería.
—¿Te refieres a donde encontramos el cuerpo? —preguntó Brody aparentemente sorprendido.
—Sí, pero yo no sabía nada. ¡Es la verdad! ¡Hace mucho que no vamos por ahí! ¡Desde el verano!
—¿Suele ir alguien más por ahí?
—No que yo sepa... Por eso íbamos, porque hay intimidad.
«La había», pensé al acordarme de las latas vacías y los restos de hogueras que habíamos encontrado. Por lo visto no guardaban relación con la prostituta muerta; no eran más que las sobras de los encuentros furtivos entre una muchacha discapacitada y un adolescente frustrado.
Fraser escuchaba con un rictus de repugnancia en el rostro, pero por suerte no intervenía. En cuanto a Brody, resultaba imposible saber qué le pasaba por la cabeza; como buen profesional, se mantenía impávido.
—¿Es eso lo que hace Mary cuando sale por ahí? Encontrarse contigo?
—A veces —respondió Kevin, que se miraba las manos con nerviosismo.
Brody se paró a pensar por un instante.
—¿Estaba en tu casa cuando fuimos en busca de tu padre?
Hasta ese momento no le había concedido mayor importancia al hecho de que Kevin apenas abriera la puerta y se hubiera asomado a la rendija para impedirnos que viéramos dentro. El chico agachó la cabeza. Su silencio era suficientemente explícito.
—¿Y esta noche? ¿También os habéis visto?
—¡No! Yo... ¡No sé adónde ha ido! ¡Después de hablar con Maggie me fui para casa! ¡De verdad!
Parecía otra vez al borde de las lágrimas. Brody mantuvo su mirada fija en él durante unos segundos, hasta que sacudió la cabeza y dijo:
—Será mejor que te vayas a casa.
—Espera un segundo... —objetó Fraser.
Pero Brody se le anticipó.
—Pierda cuidado, Kevin no va a decir nada sobre lo que nos ha contado. ¿Verdad que no, Kevin?
El muchacho sacudió la cabeza con franqueza.
—Ni una palabra, se lo prometo —dijo, y de camino hacia la puerta se detuvo y agregó—: Mi padre nunca le habría hecho daño a Maggie ni a la otra mujer. No quiero que tenga problemas por mi culpa.
Brody no contestó, aunque tampoco quedaba mucho por decir. Cuando el muchacho salió, vimos que fuera seguía lloviendo; luego la puerta se cerró y nos quedamos solos.
Brody se acercó a la mesa y apartó una silla para sentarse. Estaba exhausto.
—Dios santo, menuda noche.
—¿Cree que podemos fiarnos del chico? ¿Mantendrá la boca cerrada? —preguntó Fraser con recelo.
El ex inspector se pasó la mano por la cara y dijo:
—Dudo que se vaya corriendo a confesarle la historia a su padre, ¿no lo cree así?
Fraser parecía ir a darle la razón cuando de pronto verbalizó un nuevo temor.
—Dios mío, ¿y la chica? ¡Kinross sabe que es una testigo! ¡Ahora entiendo por qué tenía tanto interés en quedarse mientras la interrogábamos!
Sus palabras me provocaron un escalofrío, pero a Brody no se le veía muy preocupado.
—Mary no corre ningún peligro. Aun cuando Kinross fuera el asesino, y todavía no está claro que lo sea, sabe que la muchacha no ha visto nada que pueda incriminarlo. Sabe que no representa ninguna amenaza.
Eso pareció aliviar a Fraser.
—Entonces ¿qué hacemos? ¿Le arrestamos? ¡No veo la hora de ponerle las esposas a ese energúmeno!
Brody guardaba silencio.
—Todavía no —dijo al fin—. No tenemos nada contra Kinross. Sólo sabemos que conocía a Janice Donaldson, y eso no basta para arrestarlo. Sólo serviría para que descubriera nuestra baza y tuviera tiempo de preparar una buena defensa para cuando llegue el equipo de Wallace.
—¡Por favor! —exclamó Fraser—. ¡Ya ha oído lo que ha dicho su hijo! ¡Es posible que ese cabrón matase también a Duncan! ¡No podemos quedarnos de brazos cruzados!
—¡Yo no he dicho eso! —repuso Brody; de repente se acaloró e hizo un esfuerzo por contenerse—. Oiga, no es la primera vez que investigo un caso de asesinato. Si actuamos en caliente, corremos el riesgo de que el asesino se nos escape de las manos. ¿Es eso lo que quiere?
—Pues algo habrá que hacer —reiteró Fraser.
—Y lo haremos —dijo Brody pensativo, dirigiendo la mirada hacia la figura cubierta bajo la lona—. David, ¿aún cree que el cuerpo de Maggie fue despeñado por el acantilado?
—Estoy seguro —respondí—. Si no, no veo cómo pudo hacerse todas esas heridas.
—Amanecerá dentro de un par de horas. —Brody consultó su reloj—. Propongo que subamos nada más despuntar el sol, a ver si encontramos indicios de lo ocurrido. Entretanto, sugiero que vuelvan al hotel e intenten dormir un poco. Nos espera un día movido.
—¿Y usted? —pregunté.
—Yo no duermo mucho. Me quedaré aquí haciéndole compañía a Maggie. —Sonrió, aunque el sufrimiento se reflejaba en sus ojos—. No he podido evitar que la mataran. Es lo menos que puedo hacer ahora.
—¿No debería uno de nosotros quedarse con usted?
—No se preocupen por mí —dijo Brody con voz grave, mientras sopesaba con la mano una palanca que había sobre la mesa de trabajo—. No me pasará nada.
24
La madrugada llegó de forma inesperada. No hubo lo que podría decirse un amanecer; sólo una iluminación imperceptible que aumentaba levemente hasta que uno caía en la cuenta de que la noche había sido reemplazada por una turbia penumbra y que el día había comenzado.
Al marcharnos del astillero, en vez de irme directamente a la cama le había pedido a Fraser que me acercara a la casa de la abuela de Maggie. Ellen había dicho antes que había ido a ver a la anciana para interesarse por su estado a resultas de la caída que había sufrido. No estaba muy seguro de poder hacer nada por ella, pero aun así me sentía en la obligación de ir a verla.
Se lo debía a Maggie.
Rose Cassidy vivía en una casa adosada de piedra y no en un bungaló prefabricado como la mayoría de sus convecinos. La vivienda no estaba en las mejores condiciones, y los visillos le conferían un aspecto anticuado que delataba la avanzada edad de la inquilina. En una de las ventanas del piso de abajo y en las del piso superior se apreciaba la luz titilante de unas velas. «Velas para los muertos.»
La casa se había llenado de ancianas, reunidas allí para cuidar a la abuela de Maggie. Al entrar me sorprendió el olor a persona mayor, ese aroma a medio camino entre la naftalina y la leche hervida. La abuela de Maggie era frágil como un pajarillo, y bajo su piel apergaminada traslucía la maraña azul de las venas. Si bien el cuerpo aún estaba pendiente de una identificación formal, no consideraba un correcto proceder crearle falsas esperanzas.
Para mi sorpresa, Fraser decidió entrar conmigo para ver qué podía decirnos la anciana acerca de las horas previas a la muerte de Maggie. Con la voz quebrada, la mujer nos aseguró que su nieta parecía nerviosa, pero que desconocía el porqué. Tras preparar la cena —como la mayoría de casas del lugar, el horno funcionaba con bombonas de gas—, Maggie se había ido a la reunión en el bar del hotel.
—Serían más de las nueve y media cuando volvió —recordó Rose Cassidy, y nos indicó con su mano temblorosa un reloj con números de gran tamaño que había sobre la repisa de la chimenea. Sus ojos enrojecidos aparecían opacos a consecuencia de las cataratas—. La vi distinta, como si estuviera preocupada por algo.
Su versión encajaba con lo que ya sabíamos. Debía de ser después de que Kevin Kinross le hubiera dado el nombre de la prostituta muerta y ella hubiera ido a verme al cuarto.
Sin duda, la preocupación de Maggie iba más allá de traicionar o no la confianza del hijo de Kinross, pero fuera lo que fuese no se lo había revelado a su abuela. La anciana la había oído marcharse más tarde, en torno a las once y media, y le había preguntado adónde iba. Desde el piso de abajo, Maggie le había gritado que cogería el coche porque tenía una cita con alguien por asuntos de trabajo, pero que no tardaría en volver.
Hasta entonces.
Hacia las dos, la mujer se había dado cuenta de que algo iba mal. Se había caído al levantarse de la cama para avisar a la vecina. El hecho de que hubieran mandado buscar a Ellen en vez de a Cameron era una prueba más de la reputación del enfermero en la isla. En cualquier caso, no podía hacerse gran cosa por la mujer. La caída no revestía excesiva gravedad, pero al igual que tanta otra gente mayor a la que yo había conocido, poco a poco su cuerpo se iba apagando, atrapándola en una vida que ya no deseaba. Y ahora se encontraba con que había sobrevivido a su nieta.
Qué longevidad tan innecesariamente cruel.
Eran más de las seis cuando regresé al hotel. Todavía estaba oscuro, pero como no tenía sentido irse a la cama, me senté en la silla a escuchar el gemido del viento, hasta que oí movimiento abajo y supe que Ellen ya estaba despierta. En mi vida había estado tan cansado. Sumergí la cabeza en agua fría para despabilarme y, después de llamar a la puerta de Fraser, bajé a la cocina.
Ellen insistió en prepararme un buen desayuno: un plato humeante con huevos, tocino y tostadas, y té dulce y caliente. A pesar de que no tenía apetito, cuando tuve el plato delante comí con voracidad y poco a poco mis extremidades fueron recuperando energías. Fraser bajó a los pocos minutos y se sentó frente a mí con la cara ojerosa por la falta de sueño. Al menos estaba sobrio.
—La radio sigue sin funcionar —masculló sin que yo se lo preguntara.
Me lo esperaba. A esas alturas, ya no confiaba en el optimismo o las falsas expectativas. Sólo anhelaba terminar con ese asunto de una vez.
Había amanecido y de camino al astillero vimos cómo la luz iba tiñendo el cielo. Otro día de perros. Las olas arremetían contra la playa de guijarros y los acantilados, e inundaban el aire de cortinas de espuma. El transbordador de Kinross seguía amarrado en el puerto, soportando las furiosas sacudidas del mar. Por más que quisiera, esa mañana su dueño no podría ir con él a ninguna parte. Más allá, las crestas de las olas se estrellaban contra el Stac Ross, fundiéndose las unas con las otras como frustradas por la imposibilidad de quebrar la roca oscura.
El viento seguía soplando. Lejos de remitir, la tormenta había ganado en intensidad; tal era su fuerza que el Range Rover temblaba bajo su embate y los limpiaparabrisas apenas bastaban para apartar la lluvia que caía. Al bajar del coche en el astillero nos topamos con los escombros quemados de la barca de pesca, que parecían los restos de un funeral vikingo. Crudo recuerdo de los hechos de la noche anterior.
Brody estaba dentro del taller, sentado de cara a la puerta en un viejo asiento de automóvil. Tenía la palanca sobre el regazo y llevaba las solapas subidas para protegerse del frío. A su espalda, sobre el suelo de hormigón, el cuerpo de Maggie, tapado con la lona, presentaba un aspecto infantil y patético.
Nos recibió con una sonrisa lánguida.
—Buenos días.
Parecía envejecido. Estaba demacrado, su piel parecía más tersa y en torno a los ojos y la boca se apreciaban arrugas que antes no estaban. En el mentón despuntaba una ligera sombra de barba.
—¿Algún percance? —pregunté.
—No, está todo bastante tranquilo.
Se levantó, y al desperezarse le crujieron las articulaciones. Al ver que Ellen le había preparado un bocadillo de tocino, dejó escapar un suspiro de satisfacción. Le serví una taza de té del termo y le expliqué lo que habíamos averiguado por mediación de la abuela de Maggie.
—Si cogió el coche, será más fácil saber adónde fue. Siempre y cuando no lo hayan cambiado de sitio —comentó cuando terminé. Después se limpió con cuidado las migas de los dedos, apuró el té, se levantó y dijo—: Bien, vamos a echar un vistazo al acantilado.
—¿Y qué hacemos con... con eso? —preguntó Fraser; indicaba el cuerpo con la cabeza en un gesto de aprensión—. ¿No debería quedarse alguien vigilándolo? Por si a Kinross se le pasara por la cabeza intentar algo.
—¿Se ofrece voluntario? —preguntó Brody, que esbozó una sonrisa al ver la reticente expresión del rostro de Fraser—. No se preocupe, he encontrado un candado en un cajón. Podemos cerrar la puerta. De todas maneras no creo que Kinross ni nadie esté dispuesto a correr riesgos a plena luz del día.
—A mí no me importa quedarme —dije.
—Usted es el único perito forense que tenemos —dijo Brody negando con la cabeza—. Si ahí arriba quedan pruebas, usted debería estar presente para examinarlas.
—Ése no es exactamente mi campo.
—Y mucho menos el mío o el de Fraser —rebatió Brody.
En eso había que darle la razón.
Brody se fue a casa para ver cómo estaba el perro; entretanto Fraser y yo aseguramos la puerta con el candado manchado de aceite. El chasquido metálico del cierre me devolvió la sensación de estar atrapado en el centro cívico en llamas. Por suerte, Brody no tardó en volver y nos encaminamos al pie de los acantilados.
La parte más cercana quedaba tan sólo a una treintena de metros del astillero. La lluvia caía inmisericorde.
—¡Por Dios y todos los santos! —exclamó Fraser mientras intentaba protegerse.
Al llegar a los acantilados, éstos nos sirvieron de protección. Al pie se extendía una playa de guijarros, interrumpida por formaciones rocosas irregulares. La atravesamos caminando inclinados contra el viento; pisábamos con cuidado sin dejar de observar las piedras, resbaladizas por la lluvia.
Al cabo de unos metros, Brody se detuvo.
—Aquí —dijo, y señaló una roca que sobresalía entre los guijarros.
A pesar de la lluvia, todavía podía distinguirse en ella una mancha oscura. Me agaché para examinarla mejor. Eran restos de tejido ensangrentado, por lo visto el resultado de un desgarramiento. En torno a la roca, los guijarros describían una depresión que podía atribuirse al impacto de un cuerpo pesado. Desde ese mismo punto partían en dirección al astillero lo que parecían ser marcas de arrastre, que desaparecían en cuanto la playa se convertía en suelo firme.
En el hotel había tomado más bolsas de congelados para guardar pruebas. Me saqué una del bolsillo y raspé una muestra de tejido con la hoja de mi navaja. Si seguía lloviendo de ese modo, cuando llegase la policía apenas quedaría sangre y las gaviotas se encargarían de comerse lo demás.
Brody observaba la cima del acantilado, a unos treinta metros por encima de nosotros.
—Los escalones están un poco más allá, pero no es necesario que subamos todos. —Miró a Fraser y añadió—: Creo que sería más conveniente que usted tomara el coche y nos esperase arriba.
—De acuerdo —asintió Fraser.
Le entregué la bolsita de plástico para que la dejara en el Range Rover, y Brody y yo seguimos avanzando entre las piedras hasta los escalones. Éstos habían sido labrados directamente sobre el acantilado y su trazado era escarpado y tortuoso. Había un viejo pasamanos que no me inspiraba demasiada confianza.
Brody se apartó el agua de la cara para examinar los escalones y, tras echar un vistazo a mi cabestrillo, me preguntó:
—¿Se ve capaz?
Asentí. Ya no podía echarme atrás.
Iniciamos el ascenso. Brody me precedía y yo le seguía a mi ritmo. Los escalones resbalaban por culpa de la lluvia y las aves marinas se apiñaban en la pared con las plumas revueltas por el viento. Cuanto más subíamos, más indefensos estábamos. El viento aullaba y se abatía sobre nosotros como si se propusiera precipitarnos al vacío.
Faltaban escasos metros para alcanzar la cima cuando Brody pisó un escalón roto. Al resbalar hacia atrás, cayó sobre mí, que fui a dar contra el pasamanos. El oxidado metal cedió bajo mi peso y por un segundo estuve a punto de despeñarme hacia el abismo, pero el ex inspector logró agarrarme del cuello y tirar de mí.
—Lo siento —dijo entre resuellos—. ¿Se ha hecho daño?
Asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra. Cuando reemprendimos la marcha, mi corazón aún latía a un ritmo desbocado. En ese momento advertí algo entre las rocas, a escasos metros de mí.
—Brody —llamé.
Cuando se dio la vuelta señalé otra mancha oscura pegada a un saliente de la pared del acantilado. Estaba a una distancia demasiado lejana para obtener una muestra, pero no era difícil adivinar a qué se debía.
El cuerpo de Maggie debía de haber impactado ahí durante la caída.
A los pocos minutos alcanzamos la cima del acantilado, donde nos recibió toda la potencia del vendaval, que se introducía en nuestros abrigos hinchándolos como cometas y amenazando con arrastrarnos hasta el borde.
—¡Maldita sea! —exclamó Brody, que se encogió para resistir mejor.
A nuestros pies, el puerto de Runa semejaba una herradura de aguas revueltas encerrada entre acantilados, una imagen de vértigo. El mar, gris y rizado por el viento, y el cielo se fundían en el horizonte sin solución de continuidad. Una pareja de gaviotas desafiaban al viento graznando desesperadas mientras intentaban en vano aprovechar las corrientes de aire. Hacia el interior, el Beinn Tuiridh se alzaba imponente en la distancia, y unos metros más allá, el Bodach Runa, la gran aguja de la isla, sobresalía entre la hierba cual dedo deforme. Aparte de eso, todo cuanto se veía era un páramo sin árboles con la hierba allanada por el viento. Nada invitaba a pensar que Maggie ni nadie hubieran pasado por ahí.
Nos acercamos al lugar desde donde suponíamos que Maggie se había precipitado. La lluvia caía como si fueran perdigones. Ya empezaba a pensar que estábamos perdiendo el tiempo cuando oí a Brody decir:
—Fíjese en eso.
A un par de metros de nosotros vimos una porción de terreno que había sido removida. La hierba estaba pisada y, al acercarme, distinguí unas cuantas gotas de una sustancia negra y viscosa.
Pese a la lluvia, aún había bastantes.
—Aquí es donde la mataron —dijo Brody, que se apartaba el agua de la cara mientras se agachaba para observar de cerca—. Por la cantidad de sangre que hay, debió de faltarle poco para desangrarse.
Se levantó de nuevo y echó una mirada en derredor.
—Ahí hay más. Y ahí.
El resto de manchas eran más pequeñas que la que había al borde del acantilado, y la lluvia las había arrasado casi por completo. Juntas, formaban un rastro de sangre que se alejaba del abismo. O mejor dicho: que corría hacia él.
—Intentaba escapar —dije—. Cuando llegó al borde ya estaba herida.
—Tal vez intentase llegar a los escalones. O quizá corría a ciegas. —Y añadió—: ¿Está pensando lo mismo que yo?
—¿Se refiere a lo que dijo Mary Tait?
Asentí. «Se fueron. Después del ruido.» Puede que las personas a las que vio no fueran a ninguna parte, sino que se estuvieran persiguiendo.
Pero ¿de dónde venían?
Brody miró en torno a la cima desierta. Sacudía la cabeza con frustración.
—¿Dónde demonios está el coche? Tiene que estar en alguna parte.
También yo había estado observando la cima barrida por el viento del acantilado.
—¿Recuerda cuando le preguntó a Mary dónde había encontrado el abrigo? ¿Qué dijo ella exactamente?
Brody me miró sin comprender.
—Que se lo había dado un señor. ¿Por qué?
—No, no dijo un señor. Dijo el señor.
—¿Y qué?
Señalé la peña, que quedaba a cuarenta metros escasos.
—Usted me dijo que Bodach Runa significa el Viejo Señor de Runa. Tal vez se refiriera a eso. Mary llevaba una linterna. Pudo subir hasta aquí por los escalones, como hemos hecho nosotros.
Brody miraba fijamente la peña mientras consideraba mi hipótesis.
—¿Vamos a echarle un vistazo?
El Range Rover de la policía se encontraba a unos cuatrocientos metros de nosotros por la sinuosa carretera. Emprendimos la marcha hacia la aguja. De vez en cuando la carretera se perdía de vista, pero el Bodach Runa despuntaba en todo momento. Fraser vería adónde nos dirigíamos e iría a reunirse con nosotros allí.
Brody avanzaba a paso ligero por las irregularidades del terreno, y a mí, que temblaba del frío y de la lluvia y que empezaba a sentir de nuevo dolor en el hombro, me costaba seguirle el ritmo. El terreno describía una elevación entre nosotros y la peña, de tal forma que sólo alcanzábamos a ver la mitad superior. A medida que nos acercamos, sin embargo, distinguí algo en una concavidad que se abría al otro lado de la roca. Poco a poco se hizo visible el techo de un coche.
El viejo Mini de Maggie.
Estaba aparcado en una hondonada justo detrás de la peña. Junto al vehículo había un par de ovejas que buscaban cobijo del viento, lo que acentuaba aún más su aire de abandono. Los animales salieron corriendo en cuanto Brody y yo descendimos por la herbosa ladera de la hondonada. A un lado había un camino mal cuidado por donde se oía aproximarse el sonido de un motor, y poco después el Range Rover apareció ante nosotros.
Fraser se detuvo al término del camino y bajó diciendo:
—¿Es el suyo?
—Sí —respondió Brody—. Es el de Maggie.
Las dos puertas estaban abiertas y el viento las mecía ligeramente. Los asientos delanteros estaban empapados por la lluvia, aunque había algo más: el salpicadero y el parabrisas estaban embadurnados con salpicaduras y manchas de sangre, como si fueran la obra de arte de un perturbado.
—Dios mío —suspiró Fraser.
Nos acercamos un poco más, aunque procuramos mantenernos a cierta distancia para no contaminar la superficie en torno al vehículo. Brody examinó el interior ensangrentado a través de la puerta del asiento del conductor.
—Al parecer la atacaron desde el lateral y consiguió escapar por la puerta del acompañante. ¿Qué opina, hacha o cuchillo?
Parecía irreal ponerse a discutir acerca del arma con que habían matado a Maggie cuando la tarde anterior habíamos estado sentados juntos en ese mismo coche. Pero si nos dejábamos llevar por el sentimentalismo jamás atraparíamos al asesino.
—Yo diría que cuchillo. El habitáculo es demasiado reducido para un hacha, habría dejado marcas en el interior del coche.
Eché un vistazo a la hondonada. De noche, fuera del alcance de los faros del vehículo, la oscuridad debía de ser absoluta. Así se explicaba que Mary Tait pudiera ver y oír la escena sin ser descubierta.
Sin duda se dijeron muchas cosas.
—Aquí hay unas roderas que no parecen del Mini —observó Fraser, que estaba examinando la zona detrás del vehículo.
Brody chasqueó la lengua exasperado. Seguramente estaba pensando que para cuando la brigada forense llegase para sacar moldes, la lluvia y las pezuñas de las ovejas habrían convertido las roderas en un barrizal. Pero no podíamos hacer nada.
—Le dijo a su abuela que tenía una cita con alguien. Éste parece haber sido el punto de encuentro. Mary debía de encontrarse ya aquí arriba, lo bastante cerca para oír todo lo que pasó —dijo frunciendo el ceño sin apartar la mirada del coche—. Lo que no entiendo es cómo se hizo con el abrigo. No presentaba desperfectos ni manchas de sangre, pero cuesta creer que Maggie no lo llevara puesto con el tiempo que hacía.
—Tal vez se lo quitara para Kinross —apuntó Fraser—. Entre otras cosas, no sé si me explico. Si no, no veo el motivo para quedar aquí. Quizá tuvieron una pelea de amantes y Kinross perdió los estribos.
—Pero ¡qué pelea de amantes! —espetó Brody—. Maggie era una mujer ambiciosa; seguro que apuntaba más alto que a un capitán de barco. Aparte de eso, creo que, hasta que no podamos demostrar que Kinross sea la persona con la que se citó anoche, lo mejor sería no sacar conclusiones precipitadas.
Fraser se ruborizó al oír las objeciones de Brody; a mí, sin embargo, me pareció que podía tener parte de razón.
—Puede que tenga razón en cuanto a los motivos de Maggie para quitarse el abrigo —dije, y les expliqué que la calefacción del coche estaba atascada en el punto máximo—. Las dos veces que me llevó en el vehículo, lo colocó en el asiento trasero. Eso explicaría que no hubiese manchas de sangre.
—Es posible —concedió Brody mientras echaba una mirada a la parte trasera del coche—. Atrás apenas hay manchas. Si Maggie se dejó las puertas abiertas al escapar, Mary pudo acercarse y cogerlo. Aunque viera la sangre de la parte delantera, dudo que fuera consciente de lo que era.
Brody rodeó el Mini, manteniendo como antes las distancias. Al llegar al otro lado se detuvo.
—Vengan a ver esto.
Fraser y yo dimos la vuelta para ver qué había encontrado. El bolso de Maggie estaba en el suelo, junto a la puerta del acompañante, y su contenido esparcido por la hierba fangosa. El viento había diseminado por la hierba unos pedazos de tela y papel, convertidos por la lluvia en una masa pastosa.
Entre el maquillaje y otros efectos personales, había una libreta de anillas cuyas sucias páginas revoloteaban al viento como mariposas atrapadas.
—Acérqueme una bolsita de plástico —dijo Brody.
—¿Está seguro? —preguntó Fraser en tono dubitativo.
—Maggie era periodista —dijo Brody abriendo la bolsita que le había dado—. Aunque éste no fuera el escenario de un crimen, si dejamos aquí el cuaderno con este tiempo, nunca sabremos si Maggie tomó nota de la persona con la que se había citado.
Se acercó al coche pisando con precaución y se agachó junto a la puerta del acompañante. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo introdujo entre las anillas del lomo. Luego levantó la libreta con cuidado y la metió en la bolsa. Sin embargo, desde mi posición alcancé a ver que las páginas estaban ya bastante deterioradas y que de lo que en ellas había escrito quedaba apenas un borrón de tinta ilegible.
Brody apretó las mandíbulas, decepcionado.
—En fin, fuera lo que fuese lo que había escrito ya no nos servirá de mucho.
Parecía que iba a levantarse, cuando de repente se volvió a agachar.
—Hay algo debajo del coche —dijo con nerviosismo—. Creo que es el dictáfono.
Pensé en todas las veces que había visto a Maggie blandiendo su grabadora. Como la mayoría de los periodistas de nueva generación, prefería grabar a tomar notas. Por lo tanto, si de alguna forma había consignado los hechos ocurridos en la isla, no tenía que ser necesariamente por escrito.
Brody apenas podía contener su impaciencia. Le di otra bolsita de plástico.
—No se preocupe, le diré a Wallace que fue decisión mía —dijo mientras dedicaba una mirada maliciosa a Fraser.
Por una vez, el sargento no protestó. Una prueba potencialmente tan importante —y vulnerable— como ésa no podía esperar hasta que llegara la brigada forense. Brody introdujo la mano
en la bolsita, se agachó bajo el coche y recogió el dictáfono. Después, volvió adonde estábamos Fraser y yo y le dio la vuelta a la bolsa, de tal manera que la grabadora manchada de fango quedase en el interior.
La levantó para que pudiéramos examinarla mejor. Se trataba de una grabadora digital, un modelo Sony parecido al que yo había perdido en el incendio.
—¿Cuánto durarán las pilas de estos chismes? —murmuró Brody.
—Lo suficiente —respondí—. De hecho, creo que todavía está grabando.
—¿Cómo? —dijo mirando el aparato—. ¿Me toma el pelo?
—Ha empezado a grabar al hablar usted. Quizá se activa con la voz.
—Entonces, ¿es posible que estuviera funcionando cuando mataron a Maggie? —preguntó mientras examinaba la pantalla de cristal líquido.
—A menos que se activara por casualidad al caer al suelo, sí.
Entretanto, el viento silbaba en torno a nosotros. Brody se frotó la barbilla pensativo, sin apartar los ojos de la pequeña máquina plateada guardada en la bolsa. Antes de que abriera la boca, supe lo que iba a decir.
—¿Cuál es el botón para reproducir?
25
El dictáfono quedó en silencio al término de la última grabación. Nadie dijo nada. Las palabras que acabábamos de oír seguían resonando en nuestros oídos, devastadoras como el estallido de un obús. Brody apagó el reproductor y miró hacia un punto indefinido, inmóvil como una estatua.
Quería decirle algo, pero no sabía qué.
El viento mecía el Ranger Rover de la policía, y la lluvia resonaba como si quisiera perforar el techo. Nos habíamos retirado al calor de su habitáculo para reproducir el dictáfono de Maggie. Las grabaciones estaban almacenadas en archivos separados, y éstos, a su vez, organizados en carpetas. En total eran cuatro: una titulada «Trabajo», dos que no disponían de título y estaban vacías, y una cuarta etiquetada simplemente como «Diario».
Las entradas estaban ordenadas por fechas. En torno a una docena habían sido grabadas desde que Maggie había desembarcado en Runa.
Brody había seleccionado la más reciente. Según la hora y la fecha del registro, había sido grabada justo antes de la medianoche. Más o menos a la hora en que, de acuerdo con el testimonio de Rose Cassidy, Maggie había salido de casa.
—Vamos allá —había dicho Brody antes de pulsar el botón de reproducción a través de la bolsa de plástico.
Por el altavoz empezó a oírse la voz espectral de Maggie.
«Bueno, aquí estoy. Ni rastro de él, pero he llegado un poco antes. Sólo espero que venga, porque después de lo que ha ocurrido...»
—¿Que venga quién? ¡Vamos, di su nombre! —murmuró Fraser, pero el monólogo de Maggie seguía otros derroteros.
«Madre mía, pero ¿qué hago yo aquí? Hace un rato la excitación me carcomía, pero ahora todo esto me parece absurdo. ¿Por qué demonios Kevin Kinross tenía que decirme su nombre? ¡Pero si soy el último mono de un periódico local, no una periodista de investigación! Y él ¿cómo lo ha averiguado? Y luego ese estúpido truquito con David Hunter: "¿La víctima no se llamará Janice?". Menudo lince estás hecha, Mags, ahora creerá que le estoy ocultando información. Pero no puedo implicar a Kevin. ¿Y qué hago entonces?»
Se oyó un ruido que me costó identificar: era Maggie, que tamborileaba con los dedos sobre el volante. Suspiró.
«Lo primero es lo primero. Lo que tengo que hacer es tener las ideas claras. No quiero echarlo todo a perder ahora, con lo que me ha costado llegar hasta aquí. Por Dios, este maldito coche parece un horno...» Se oyó un sonido crepitante; se estaba quitando el abrigo. «Tengo que admitir que esto empieza a asustarme un poco. Seguramente se deba a otros factores, pero no puedo evitar preguntarme si no estoy actuando como una idiota. ¡Por Dios, con un asesino suelto en la isla! Si fuera otra persona la que estuviera en mi lugar... Un momento, ¿qué ha sido eso?»
Hubo una larga pausa. El único sonido audible era el aliento de Maggie, tenso y acelerado.
«Tengo los nervios a flor de piel. Ahora no se ve nada, pero me ha parecido el destello de una linterna. Sería una estrella fugaz o vete a saber. Fuera está tan oscuro que no sé dónde acaba la tierra ni dónde comienza el cielo. En fin...»
Se oyó un golpetazo metálico.
«Menuda imprudencia venir hasta aquí, en medio de la nada, pero eso sí, las puertas cerradas con el seguro. En realidad no sé de qué me preocupo. No, no lo sé. Querrá que hablemos en privado. No puedo culparle, todos sabemos cómo corren los rumores en esta isla. De todos modos, empiezo a preguntarme si ha sido una buena idea. Espero sacar algo en claro. Le concedo cinco minutos más, si para entonces no ha llegado... ¡Mierda!»
La respiración de la muchacha sonaba atropellada y jadeante.
«Otra vez la luz. ¡Qué estrella fugaz ni qué estrella fugaz, ahí hay alguien! Nada, se acabó, me voy...»
El motor del coche dejó escapar un lastimoso quejido, pero se negó a encenderse. Se oía también la voz de Maggie, aunque sonaba lejana, como si hubiera dejado el dictáfono a un lado para poner en marcha el Mini.
«¡Vamos, vamos! ¡No me hagas esto! ¡No me lo puedo creer, vamos, no me jodas ahora! ¡Puto pedazo de chatarra, arranca, arranca ya!»
«¡Cálmate, vas a anegar el motor!», me decía para mis adentros, aunque sabía que era inútil.
De pronto se oyó una carcajada de alivio.
«¡Oh, gracias a Dios! Es un coche. Ya está aquí. ¡Llega tarde, pero se lo perdono!» Se oyó una segunda carcajada, más fuerte, y a continuación me pareció que se frotaba los ojos y se sonaba la nariz. «¡Por Dios, menuda imagen de reportera se va a llevar de mí! Vamos, Mags, serénate. Se supone que eres una profesional. Mierda, sus faros no me dejan ver nada. ¿Por qué no los apagas, eh? Bueno, ahí viene, vamos a esconder esta cosa...»
Mientras dejaba el dictáfono en algún lugar fuera de la vista, la grabación volvió a crepitar. Luego oímos que levantaba el seguro de las puertas y que una de éstas se abría. Cuando Maggie volvió a hablar, su voz sonó clara e incluso desafiante.
«Hola. Pero ¿qué horas son éstas? ¿No quedamos a medianoche? Oye, ¿por qué no me haces un favor y apagas los faros? No veo una... Oh, lo siento, yo no quería... Oye, pero qué... ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!»
En un acto reflejo, agaché la cabeza al oír los gritos y súplicas de Maggie. El dictáfono lo había grabado todo con diligencia. Durante el forcejeo se oyeron roces y golpes, pero en conjunto la funesta banda sonora del asesinato de Maggie se siguió registrando con absoluta nitidez.
La confusión alcanzó su punto álgido y acto seguido se hizo el silencio, interrumpido tan sólo por un sonido tenue como de agua corriendo. Me di cuenta de que era el viento. El dictáfono se había caído del coche durante la breve huida de Maggie y, a falta de algún sonido fuerte, no había tardado en desactivarse. Hubo un breve silencio, hasta que de pronto se oyó la voz de Brody: «¿Cuánto durarán las pilas de estos chismes?». Luego se oyó mi voz contestando: «Lo suficiente. De hecho...». Ahí Brody detuvo la reproducción.
No nos miramos. Era como si, por el hecho de escuchar la grabación del asesinato de Maggie, nos hubiéramos hecho cómplices de un acto aborrecible.
—¿Por qué no ha dicho el nombre de ese hijo de puta? —se preguntaba Fraser. Hasta él parecía conmocionado.
—No tenía por qué —dije mientras me revolvía en el asiento—. Era una grabación para uso propio. Fuera quien fuese, Maggie no creía correr peligro con él. Los nervios de la espera se le pasan en cuanto llega el tipo.
—Lo tenía todo planeado, ¿verdad? —dijo Fraser—. Lo de los faros, quiero decir. Apuesto que los dejó encendidos para deslumbrarla y que no viera que llevaba un cuchillo.
—¿Y qué me dicen del reflejo que vio antes de la llegada del coche? —preguntó Brody, que hasta entonces se había limitado a escuchar sin hacer ningún comentario.
—Mary Tait —respondí.
Brody asintió pasándose la mano por el rostro, encogido en una mueca de agotamiento.
—Andaría por ahí con su linterna de juguete. Si no fuera para llorar, la situación sería cómica: Maggie se asusta por una adolescente discapacitada y luego va y le abre la puerta del coche a un asesino.
—Sí, pero ¿quién demonios puede ser? —inquirió Fraser, frustrado por la impotencia.
—Veamos si hay algo aquí que nos lo pueda revelar —dijo esbozando una sonrisa siniestra—. Ya puestos, lleguemos hasta el fondo.
El viento mecía el vehículo y enviaba ráfagas de lluvia como si pretendiera entrar por la fuerza en el habitáculo. Tras escuchar el último archivo, Brody volvió al principio para escucharlos todos en orden. La voz de Maggie volvió a oírse a través del altavoz.
«La verdad es que el viaje está resultando más interesante de lo que había previsto. Si la abuela tuviera conexión a internet ya sería la guinda, pero por desgracia ha llegado tarde a la era de la información. Tendré que pedirle a alguien de redacción que se informe acerca de esa espontánea como—se—llame y de paso me mande algunos datos del historial profesional de David Hunter. Seguro que encuentran algo interesante.» Se oyó una risa. «Ah, y también sobre su vida privada. ¿Qué demonios pinta aquí un especialista de Londres? Y nada menos que con Neil Fraser. Por Dios, con la de policías que hay por ahí. Al menos Ellen estará contenta, va a hacer su agosto...»
Le lancé una mirada a Fraser, que prácticamente echaba fuego por los ojos.
«Menudo moretón me ha hecho en el brazo al echarme del caserío. Debería denunciarle, lo tendría bien merecido. Porque me ha pillado desprevenida, que si no... Madre de Dios, ¡y en qué estado estaba el cuerpo! Me gustaría echarle un segundo vistazo. Tal vez debería volver esta noche, cuando Fraser esté en el bar...»
Fraser tenía la nuca roja de rabia. Imperturbable, Brody reprodujo el archivo siguiente.
Maggie estaba de mal humor y parecía faltarle el aliento: «Menuda pérdida de tiempo, ni siquiera he podido ver bien el cuerpo. Es la última vez que juego a los comandos». En este punto de la grabación era posible adivinar una sonrisa en su voz. «Aunque vaya subidón. No había pasado tanto miedo desde que me lo hice encima jugando al escondite en la escuela. ¡Madre mía, cuando el poli ese se ha abalanzado sobre mí! ¿Cómo se llamaba? Duncan, o eso creo. Un poco pánfilo, pero al menos tiene corazón. Y ahora que lo pienso, no es feo. ¿Estará soltero?»
Las dos entradas siguientes eran principalmente meditaciones personales acerca de la familia y el trabajo. Brody las pasó rápido hasta que sonó un nombre conocido: «Hace un rato he ido a ver a Strachan para que me conceda una entrevista, pero el viaje ha sido en balde. Estaba con David Hunter, que llevaba el brazo en cabestrillo. Seguro que a partir de ahora se va a acordar de llevar siempre una linterna encima cuando vaya por Runa». Se oyó un bufido. «También estaba Bruce Cameron, babeando detrás de la mujer de Strachan, como de costumbre. Qué tipo tan repugnante, no entiendo como los Strachan le aguantan. Grace es adorable, y eso que siendo tan guapa debería odiarla. Sobre su marido no sé qué pensar; en un momento dado puede ser encantador, y al siguiente frío como el hielo. De todos modos, yo no le haría un feo...» La grabación terminaba con una carcajada traviesa.
La entrada siguiente era también de corte personal. En ella, Maggie reflexionaba sobre su futuro profesional. Brody saltó a la siguiente. Sentí un sobresalto al averiguar de qué estaba hablando.
«Pequeña sorpresa esta tarde. De camino a casa, he atajado por el callejón que hay detrás del hotel, y adivina quién aparece por la puerta trasera: Michael Strachan. Cuando le he saludado, no sabía dónde meterse. No sé quién estaba más confuso, si él o yo. En mi vida habría imaginado que esos dos pudieran tener un lío. A ver si me explico: Ellen es atractiva, ¡pero es que él está casado, por el amor del cielo! Ahí hay gato encerrado. Intentaré sonsacarle algo a la abuela, es posible que corran rumores por el pueblo...»
Acababa de descubrir la identidad del misterioso visitante de Ellen el día que la encontré llorando en la cocina. La hora y la fecha de la grabación así lo confirmaban. Con todo lo que estaba pasando, apenas me sorprendió, pero tampoco puedo decir que me dejara indiferente. Dirigí una mirada inquieta hacia Brody. Tenía el ceño fruncido, pero pasó a la entrada siguiente sin hacer ningún comentario.
«No te acostarás sin saber una cosa más. Yo aquí dándomelas de reportera que acaba de dar con una exclusiva y resulta que lo sabía todo el mundo. Naturalmente, la abuela, pobrecita ella, me ha hecho prometerle que guardaré el secreto. Es como si todo el mundo lo supiera pero prefirieran callárselo. Me pregunto si habría tanto secretismo si se tratara de otra persona. Supongo que aquí la gente tiene muy claro de quién es la mano que les da de comer.» Se oyó una risa cínica. «El caso es que si lo sabes resulta evidente. La niña tiene la piel de Ellen y su misma melena pelirroja, pero aparte de eso se ve a la legua que Strachan es el padre.»
«Cielos», pensé. Fraser soltó un silbido.
—Ahora resulta que Strachan se los pone a su mujer. Los hay que nunca están contentos.
Brody estaba atónito, como si no pudiera creerse lo que acababa de oír. Desde mi punto de vista, todo cobraba sentido. ¿Qué era lo que había dicho Ellen acerca del padre de Anna la noche que estuvo curándome las heridas? «Digamos que era una relación sin futuro.»
He aquí el porqué.
A Brody se le había endurecido el semblante. Ellen no era su hija, pero casi. Apretó los labios y presionó con desgana el botón para pasar al archivo siguiente.
La voz de Maggie denotaba que algo no iba bien: «Señor, qué asco de día. Creía que era una buena idea entrevistar a Strachan y a su mujer después de la agresión. Lo que les ha ocurrido es terrible, pero son la pareja más glamurosa de las Hébridas y esto se está convirtiendo en una gran noticia. Me las prometía muy felices con mi truco de derramar la sopa por el suelo y hacerle ojitos a Strachan, y entonces va y aparece el maldito doctor Hunter con sus gracias sobre la sopa Campbell. Ojalá se me hubiera tragado la tierra.
»Y por si fuera poco, va y me dice que han matado al agente joven. A Duncan. ¿Cómo se llamaba de apellido? Qué horror, no me acuerdo. Menuda periodista estoy hecha. Era un chico muy amable, me ayudó a subir el equipaje al transbordador. Y la noche que me pilló en el caserío. Parece mentira que alguien de la isla, Dios mío, alguien a quien yo conozco, lo haya matado. Pero ¿qué está pasando? No seguir hablando de esto...».
El archivo se interrumpía de forma abrupta. Nuestra respiración había empañado los cristales de las ventanillas, de tal manera que daba la impresión de que estuviéramos encerrados en un mar de niebla. Por lo que a nosotros respectaba, el mundo exterior podía haberse hundido. Brody seleccionó la entrada siguiente.
—Quedan dos.
Al empezar la pista creí que la grabadora se había estropeado. Al principio se oyó un sonido ininteligible, una especie de bisbiseo indistinguible. Hasta que no reconocí la atronadora voz de Guthrie pidiendo una copa no caí en la cuenta de que estábamos escuchando una grabación tomada en el bar momentos antes de la reunión. Los fragmentos de conversación iban y venían, hasta que oímos hablar a Brody, cuya voz, por encontrarse al otro extremo de la sala, sonaba metálica y distante.
Escuchamos una vez más a Kinross negándose con vehemencia a creer que el asesino pudiera ser alguien de la isla, a Maggie preguntando acerca de la identidad de la víctima y a Cameron intentando en vano reafirmar su autoridad.
Al final de la reproducción, la tensión en el interior del habitáculo era casi insoportable. Por fin, Brody habló.
—Última.
La voz de Maggie sonaba mucho más optimista: «¡Buenas noticias al fin! Aunque poco ha faltado para que se me pasara por alto. No tenía ni idea de que la nota estaba ahí, al fondo del bolsillo del abrigo. Si no llego a encontrarla a tiempo, jamás me lo habría perdonado. Lo que no sé es por qué quiere que nos encontremos en el Bodach Runa a medianoche. A veces es un poco melodramático. Si fuera otra persona, tendría la mosca detrás de la oreja, pero supongo que prefiere esperar a que su mujer se vaya a dormir. Sea como fuere, no puedo dejar pasar esta ocasión, llevo tiempo tratando de conseguir esa entrevista, y si Michael Strachan quiere mantenerlo en secreto, no seré yo quien se oponga».
De repente se oyó una sonora carcajada.
«Menos mal que después de todo no rompí la tercera mejor sopera de la abuela para nada. Sólo espero que no me esté engañando. Menuda decepción si no se presenta...»
En ese punto terminaba la grabación. En el coche sólo se oía el tamborileo de la lluvia sobre el techo del coche y el lamentoso gemir del viento. Sin decir nada, Brody volvió a reproducir la última parte: «... si Michael Strachan quiere mantenerlo en secreto, no seré yo quien se oponga...».
Fraser fue el primero en intervenir.
—¡Por Dios bendito! ¿Así que era Strachan?
—Ya lo ha oído —dijo Brody con voz queda y muy quieto, como si le costara trabajo moverse.
—Pero... por el amor de Dios, ¡es que no tiene sentido! ¿Por qué iba a matar Strachan a Maggie Cassidy? ¿Y a los demás? ¿Y su mujer? ¡Cómo iba a agredirla él mismo!
—Las personas hacen cualquier cosa cuando están desesperadas —dijo Brody con un leve movimiento de la cabeza—. A mí también me coge desprevenido, pero Strachan me parece más plausible que Kinross. Nuestra hipótesis se basaba en que a Janice Donaldson la mataron por intentar hacerle chantaje a un cliente. ¿A quién sale más a cuenta chantajear, a un capitán de barco viudo o a un hombre casado, con una gran fortuna y que es la piedra angular de la comunidad?
—Ya, pero... ¿por qué iba a complicarse Strachan con una prostituta del tres al cuarto como Janice teniendo una mujer como la que tiene?
—Hay quien se excita con la sordidez —respondió Brody encogiéndose de hombros—. Y en cuanto a lo demás... Cuando alguien tiene mucho que perder, procura defenderlo con uñas y dientes.
Me negaba a aceptarlo, pero había que admitir que todo encajaba. Primero mató a Janice Donaldson, y cuando se propuso borrar las huellas de su crimen, se vio obligado a matar a Duncan. Por lo que respecta a Maggie, tal vez su insistencia en entrevistarlo fuera inocente, pero un asesino decidido a no correr riesgos debía de interpretar las cosas de forma distinta.
—Dejó la nota en el bolsillo ayer —dije despacio—. Mientras yo estaba en su casa. Nos dejó a Grace, a Maggie y a mí juntos mientras él le limpiaba el abrigo.
Sin duda, Strachan también había ideado el número del acosador para distraer a Grace y así poder introducir la nota en el bolsillo de Maggie, una nota que probablemente en esos momentos se hallara perdida bajo el cieno no muy lejos del Mini, junto con el resto del contenido del bolso de Maggie. El asombro empezaba a ceder paso a la rabia y a la indignación ante la desmesura de los crímenes de Strachan y su traición a todos aquellos que habían confiado en él.
Incluido yo.
El Range Rover dio una sacudida de resultas de una ráfaga de viento. La ventolera parecía haber arreciado durante el rato que habíamos pasado escuchando las grabaciones de Maggie.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Fraser.
Despacio pero con determinación, Brody abrió la guantera, guardó el dictáfono en su interior y volvió a cerrarla, presionando hasta oír el chasquido del cierre.
—Pruebe la radio.
Fraser probó primero la suya y luego la del coche.
—Lo mismo, nada.
Brody asintió con la cabeza, como si de alguna forma lo hubiera sospechado.
—No podemos permitirnos seguir esperando. Hay que atraparle. Strachan se dará a la fuga en cuanto amaine la tormenta. Para ello no sólo dispone del yate, sino de una docena de embarcaciones más, y no podemos vigilarlas todas.
—No es seguro que decida huir —objetó Fraser, pero por el tono de voz se diría que ni él mismo confiaba mucho en esa posibilidad.
—Ha matado a tres personas, incluido un agente de policía —dijo Brody, implacable—. Maggie ni siquiera representaba una amenaza, pero él sí lo consideró así. Ha perdido el control de sus actos, está desesperado. Si le damos la ocasión, huirá o matará a alguien más. Y si eso ocurre, ¿cómo cree que le sentará a Wallace?
Fraser, aunque renuente, asintió con la cabeza.
—Sí, sí, tiene razón.
Mientras el sargento ponía el coche en marcha, Brody se volvió hacia mí. Parecía haber cambiado después de haber escuchado las grabaciones, pero no sabría si atribuirlo al descubrimiento de que Strachan era el asesino o a que era el padre de la hija de Ellen.
—¿Qué va a hacer usted, David? No puedo pedirle que venga con nosotros, aunque se lo agradecería —dijo contrayendo las comisuras de la boca en una tentativa de sonrisa—. Necesitaremos toda la ayuda posible.
No veía en qué podía ayudarles yo con un solo brazo, pero acepté de todos modos. A esas alturas, había que llegar hasta el final.
Strachan ya había hecho daño a demasiada gente.
Tanto el Saab de Strachan como el Porsche de Grace estaban estacionados frente a la casa. Me fijé en que Fraser aparcaba detrás, bloqueándoles el paso a ambos. Nada más apearnos del Range Rover, recibimos el azote del viento, que soplaba ávido de violencia. La temperatura había descendido tanto que parecía que la lluvia, que caía inmisericorde en todas direcciones, tuviera que helarse. Brody se detuvo junto al Saab y se agachó a examinar los neumáticos. Me miró para asegurarse de que ambos habíamos reparado en lo mismo.
Estaban embadurnados de barro reseco.
Brody prefirió permanecer en un segundo plano y delegar el mando en manos de Fraser. La casa se cernía sobre nosotros con sus paredes de granito recio e implacable. El sargento tomó la aldaba de hierro y golpeó con ella la puerta principal como si pretendiera echarla abajo.
Dentro se oyeron los ladridos del perro y enseguida se abrió la puerta. Era Grace, que nos miraba desde detrás de la cadenita de seguridad. Al ver que éramos nosotros, sonrió.
—Un segundo.
Cerró de nuevo la puerta para desenganchar la cadenita, abrió y nos invitó a pasar.
—Lo siento, pero es que después de lo de ayer...
El hematoma de la mejilla no hacía sino acentuar su belleza. Bajo sus ojos se veían unas sombras que no estaban ahí antes de la agresión. Una agresión cometida por su marido para así desviar la atención.
Mi indignación iba en aumento, lo mismo que mi determinación.
—¿Está su marido en casa? —preguntó Fraser.
—No, me temo que no. Se ha ido de excursión.
—Su coche está fuera.
La brusquedad del sargento pareció pillar por sorpresa a Grace.
—No siempre se lo lleva. ¿Ocurre algo?
—¿Sabe dónde está?
—No, lo siento. Oigan, ¿les importaría decirme de qué va todo esto? ¿Por qué quieren hablar con Michael?
Fraser hizo oídos sordos. En la cocina, el perro seguía ladrando y arañando la puerta con las uñas.
—¿Le importa si echamos un vistazo a la casa?
—Pero ya les he dicho que no está.
—De todos modos quisiera echar una ojeada.
Al oír el tono de Fraser, un destello brilló en los ojos de Grace, y por un momento creí que iba a negarse. Finalmente, hizo un movimiento brusco con la cabeza y dijo:
—No tolero que nadie me llame mentirosa. Haga lo que tenga que hacer.
—Yo miraré por aquí —le dijo Brody a Fraser—. Usted compruebe los anexos.
Grace se los quedó mirando entre furiosa y desconcertada.
—David, ¿por qué buscan a Michael? ¿Qué sucede?
Mi titubeo debió de ser lo bastante elocuente, porque por primera vez parecía preocupada.
—No tendrá nada que ver con lo que ha estado ocurriendo, ¿verdad? ¿Es por lo de los asesinatos?
—No puedo decir nada, lo siento —dije.
Sabía que de un momento a otro el mundo de esa mujer iba a venirse abajo.
El perro ladraba cada vez con más insistencia.
—Oh, por el amor de Dios, Oscar, ¡cállate! —exclamó Grace abriendo la puerta de la cocina con impaciencia y mandando al golden retriever hacia la puerta trasera—. ¡Vamos! ¡Fuera!
El perro meneó la cola, ajeno a la tensión del momento, mientras Grace se lo llevaba por la puerta trasera de la cocina.
En ese momento llegó Brody.
—Nada —dijo sacudiendo la cabeza—. ¿Dónde está Grace?
—Haciendo callar al perro. Está asustada. Creo que empieza a sospechar a qué hemos venido.
Brody suspiró.
—Strachan va a tener que contestar a muchas preguntas. Ya es terrible averiguar que tu marido es un asesino, como para enterarse además de que ha tenido un hijo con otra mujer —dijo frunciendo el rostro con una expresión de dolor—. Por Dios, pero ¿en qué estaría pensando Ellen?
—Brody... —intenté advertir, pero era demasiado tarde.
Grace estaba en la puerta de la cocina, petrificada.
—Señora Strachan... —empezó a decir Brody.
—No le creo —murmuró ella con el rostro demudado.
—Lo siento, lamento que haya tenido que enterarse de esta forma.
—No... ¡Es mentira! Michael nunca haría algo así. ¡Nunca!
—No sabe cuánto lo...
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —dijo sollozando más bien que gritando.
—Vamos, marchémonos de aquí —dijo Brody en voz baja.
Me resistía a dejarla de esa manera, pero nada de lo que hubiera podido hacer o decir habría servido para consolarla. Cuando salimos, Grace estaba abrazada a sí misma con su rostro perfecto trocado en una mueca de congoja. Cuando Brody cerró la puerta, la perdimos de vista.
—Dios mío, ¿por qué ha tenido que enterarse así?
—Así es como ha ido —dije furioso, aunque no acertaba a encontrar el motivo—. Vamos a buscar a Fraser.
Me subí la capucha y nos encaminamos hacia los anexos. Hacía mucho más frío que antes. El viento parecía decidido a no dejarnos avanzar a base de arrojarnos ráfagas de lluvia helada. Al doblar la esquina de la casa vimos a Fraser que salía del granero.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó Brody.
—Será mejor que vengan a verlo ustedes mismos.
Entramos con él en el granero. Yo ya había estado allí antes, con Strachan, durante la desaparición de Grace. «Durante la supuesta desaparición de Grace», rectifiqué para mis adentros, pues Strachan sabía en todo momento dónde se encontraba.
Fraser avanzó hasta un rincón donde había apoyada una cortadora de césped de gasolina. Detrás había un gran bidón de gasolina sin tapa; en su lugar, había una tira de plástico rota.
—¿Qué apostamos a que la tapa que encontramos junto a la caravana pertenece a este bidón? —dijo Fraser—. ¿Y se acuerdan de cuando la mujer de Strachan se quedó sin gasolina en el coche? Me juego la mano derecha a que esa gasolina fue el combustible que utilizó para provocar los incendios. Como le ponga la mano encima a ese hijo de puta...
Brody seguía mirando el bidón con las mandíbulas apretadas.
—Vayamos a ver el yate.
La nave estaba abierta y el sistema de transmisiones seguía hecho pedazos, las piezas esparcidas por el suelo, tal como lo habíamos dejado. De Strachan, sin embargo, ni rastro.
—¿Dónde demonios estará? —preguntó Fraser hecho una furia desde dentro del puente—. El muy cabrón podría estar en cualquier parte.
Pero al decir eso se me ocurrió que sólo había un lugar donde Strachan pudiera haberse escondido. Al mirar a Brody, supe que a él se le había ocurrido lo mismo.
Estaría en la montaña. En los túmulos funerarios.
La tormenta empezaba a amainar. El frente provenía del Círculo Ártico y había tomado fuerza y velocidad al atravesar el Atlántico Norte. Para cuando alcanzara el territorio de Gran Bretaña habría perdido buena parte de su furia, diezmada por su propia virulencia.
En Runa había alcanzado su punto álgido y había descargado como si se hubiera propuesto barrer la pequeña isla del mar. Mientras ascendíamos por las laderas desnudas del Beinn Tuiridh el viento parecía soplar con fuerzas redobladas. La temperatura se había desplomado y la lluvia helada se había transformado en piedra. El granizo se estrellaba contra mi capucha y, tras rebotar contra el suelo, se deslizaba entre nuestros pies.
Habíamos dejado el coche en la carretera, lo más cerca posible del pie de la montaña. La tarde estaba tocando a su fin y la visibilidad empezaba a ser escasa. Dentro de una hora, dos a lo sumo, se pondría el sol. Una vez que hubiera oscurecido, permanecer ahí arriba dejaría de ser peligroso para convertirse en fatal.
A pesar del esfuerzo, tenía las manos, los pies y la cara entumecidos. El frío despertaba en mi hombro un dolor sordo que poco a poco amenazaba con dejarme sin fuerzas. Por si no bastara con eso, apenas teníamos una vaga idea de la ubicación exacta de los túmulos. Recordaba que cuando estuve allí había llegado a ciegas, siguiendo el resplandor de la hoguera de Strachan, y además deliraba de extenuación y dolor. Durante el día, la ladera constituía un formidable laberinto de rocas y torrenteras, y en las pendientes se distinguían formaciones rocosas que tanto podían ser de origen natural como creadas por el hombre.
—Es la primera vez que subo —dijo Brody entre resuellos—, pero no creo que falte mucho para llegar a los túmulos. Deberían de estar cerca. Seguro que si seguimos subiendo en línea recta, terminaremos por encontrarlos.
Yo no estaba tan seguro. La cuesta era traicionera, abundaba en rocas sueltas y pedregales y no había en ella nada remotamente parecido a un sendero, de modo que teníamos que ir abriéndonos camino sobre la marcha, con frecuencia sorteando las rocas. Desde luego, si Strachan había logrado bajarme por ahí a cuestas en plena noche, señal de que era mucho más fuerte de lo que aparentaba.
Y por consiguiente más peligroso.
Caminábamos contra el viento, medio doblados por el esfuerzo. Si bien habíamos emprendido la ascensión formando un grupo compacto, a medida que la cuesta se hacía más pronunciada, habíamos ido disgregándonos. Brody avanzaba con decisión, pero a mí, a causa de mi brazo herido, me costaba mantener el equilibrio y eso me hacía ir más lento. Aunque no tanto como a Fraser. Al sargento, que estaba en baja forma, le costaba respirar y poco a poco iba quedándose rezagado.
A punto estaba de proponer una pausa cuando oí un ruido a mi espalda. Al darme la vuelta vi que Fraser se había caído de bruces y resbalaba cuesta abajo en medio de una pequeña avalancha de piedras. Cuando dejó de resbalar, intentó tomar aire abriendo la boca, pero estaba tan cansado que era incapaz de ponerse en pie.
Brody no se había percatado del incidente y seguía avanzando.
—¡Brody! ¡Espere! —grité, pero el viento engullía todas mis palabras.
Bajé hasta donde estaba Fraser, lo tomé por debajo del brazo e intenté ponerle en pie, pero pesaba como un saco de patatas.
—Deme un minuto... —dijo entre jadeos.
Yo sabía que de nada iba a servir darle un minuto ni diez. No podía seguir adelante. Miré de nuevo a Brody, al que apenas veía ya por culpa de la cortina de granizo. De pronto, una ráfaga inesperada me llenó los ojos de hielo y tuve que apartar la cara.
—¿Se ve capaz de regresar al coche? —pregunté acercándole la boca al oído para que pudiera oírme a pesar del viento.
Fraser asintió resoplando.
—¿Seguro?
Con gesto irritado, el sargento me mandó seguir. Lo dejé allí y salí corriendo tras Brody, al que ya había perdido de vista. Con las prisas, cada vez me costaba más respirar. Bajé la cabeza al suelo, en parte para protegerme de las arremetidas del viento, pero sobre todo porque estaba demasiado cansado para mantenerla erguida. Cada vez que levantaba la mirada esperando encontrar a Brody, no veía otra cosa que el granizo, que lo enturbiaba todo, como hacen las interferencias de una pantalla de televisión.
Una piedra se desprendió bajo mis pies y me hizo caer al suelo de rodillas. Tomé aire y pensé que no sabía cuánto más iba a poder aguantar.
—¡Brody! —grité, pero no obtuve más respuesta que el aullido del viento.
Me puse en pie. Como no podía quedarme ahí a merced de la tormenta, debía decidir entre seguir adelante o volver abajo con Fraser. Mientras lo rumiaba, reparé en que las ringleras de rocas que me rodeaban guardaban una extraña simetría. Era tal mi empeño en alcanzar a Brody que hasta entonces no había reparado en el paisaje.
Estaba en los túmulos funerarios.
Sin embargo, de Brody ni rastro. Me dije que era imposible que no hubiera visto las piedras, que no podía haber pasado de largo, si bien eso mismo es lo que por poco había hecho yo mismo. Mientras le buscaba, un remolino de viento formó un vacío en el granizo, como si alguien hubiera descorrido un telón. Sólo fue un instante, pero mientras duró divisé una estructura rocosa de mayor tamaño cuesta abajo.
Decidí ir a inspeccionar. Mis botas resbalaban por la pendiente cubierta de granizo, abriendo surcos entre la hierba mojada. La estructura era una especie de cabaña de piedra de planta circular parcialmente hundida. Al lado se veían los restos de una hoguera. Las cenizas estaban frías y medio cubiertas de granizo, pero al mirarlas recordé las llamas y la figura encapuchada que había visto la noche que me había perdido. Las palabras de Strachan volvieron a resonar en mi cabeza: «El broch es un buen sitio para pensar... Me fascina la idea de que hace dos mil años hubiera alguien sentado ahí arriba junto al fuego. Me gusta pensar que estoy conservando la tradición».
Miré en torno a mí con la vaga esperanza de ver a Fraser o a Brody, pero no se veía un alma en toda la montaña.
Intentando vencer la resistencia del viento, me acerqué a la cabaña. Al llegar a la entrada me asomé para comprobar si había alguien dentro, pero no vi más que oscuridad. «Vamos, entra.» Me agaché y crucé la pequeña entrada.
No bien me hube puesto a resguardo del viento, el silencio me envolvió como un manto. La oscuridad era absoluta, y el aire olía a tiempo y arcilla. Era un recinto angosto, apenas lo bastante alto para estar erguido. Por suerte no había aparecido nadie por sorpresa. Cuando mis ojos fueron acostumbrándose a la luz, vi las paredes de piedra y el suelo de tierra bajo mis pies. Fuera lo que fuese, daba la impresión de que nadie había entrado allí desde hacía miles de años.
Advertí un brillo pálido con el rabillo del ojo. Me agaché para ver qué era. Algunas de las piedras que formaban la pared se habían derrumbado, formando una pequeña hendidura. Dentro había una vela medio derretida rodeada de salpicaduras de cera amarilla, señal de que no era la primera.
Había encontrado el escondite de Strachan, pero ¿dónde estaba él?
Me alcé de nuevo, pero al hacerlo la luz grisácea procedente de la entrada se apagó de pronto. Me di la vuelta con el corazón a punto de salírseme por la boca, y una sombra surgió frente a mí entre las tinieblas.
—Hola, David —dijo Strachan.
26
No dije nada. Era como si se me hubiera paralizado el cerebro, impidiéndome hablar y moverme. Strachan dio un paso adelante y su silueta quedó mejor definida.
Empuñaba un cuchillo, cuyo filo relucía gracias a la luz que llegaba desde la entrada.
—Veo que ha logrado encontrar el camino hasta aquí. Ya le dije que era un sitio interesante.
Su voz resonaba entre las paredes del broch. No parecía querer acercarse, pero me bloqueaba el paso hacia la entrada. Intenté no mirar el cuchillo. De nuestras bocas salían volutas de vapor al respirar. Tenía los ojos vidriosos y hundidos, y la sombra grisácea de la barba contrastaba con la palidez que mostraba su rostro.
Torció la cabeza y escuchó el viento en el exterior.
—¿Sabe qué quiere decir Beinn Tuiridh? En gaélico significa «montaña de los lamentos». Siempre me ha parecido de lo más apropiado.
Hablaba con despreocupación, como si estuviéramos de paseo. Con una mano acarició la pared de piedra; la otra, con la que sujetaba el cuchillo, permaneció inmóvil.
—Este lugar no es tan antiguo como los túmulos. Puede que no tenga más que un millar de años. Hay brochs como éste en todas las islas. Nunca he llegado a saber si lo construyeron aquí por los túmulos o a pesar de ellos. ¿Para qué construir un faro en un cementerio? A menos que fuera para vigilar a los muertos. Usted ¿qué opina?
Como yo no respondía, Strachan sonrió y dijo:
—No, no creo que sea la arqueología lo que le ha traído hasta aquí, ¿verdad?
—Maggie Cassidy está muerta —dije haciendo un esfuerzo.
—Ya lo sé —dijo sin dejar de tocar las piedras.
—¿La ha matado usted?
Por un momento, Strachan se quedó inmóvil con la mano en la pared. Luego la bajó y suspirando respondió:
—Sí.
—¿Y a Duncan? ¿Y a Janice Donaldson?
No pareció sorprenderse al oír el nombre de la prostituta. Se limitó a asentir, disipando mis últimas sombras de duda.
—Pero ¿por qué?
—Y eso ¿qué más da? Están muertos. No creo que podamos resucitarlos.
Parecía abatido. Lo normal habría sido sentir odio hacia él, pero más bien era confusión lo que yo sentía.
—¡Pero tuvo que haber una razón!
—No lo comprendería.
Busqué un indicio de locura en sus ojos, pero en ellos sólo vi cansancio y tristeza.
—Janice Donaldson quiso hacerle chantaje, es eso, ¿verdad? ¿Amenazó con decírselo a Grace?
—Dejemos a Grace al margen —advirtió en un tono repentinamente áspero.
—Entonces dígame por qué.
—De acuerdo, quiso hacerme chantaje. Me la tiraba de vez en cuando, pero cuando se enteró de quién era la codicia se apoderó de ella. Por eso la maté.
Hablaba con indiferencia, como si en el fondo el asunto no le incumbiera.
—¿Y Duncan y Maggie?
—Se interpusieron en mi camino.
—¿Ah, sí? ¿Los mató sólo por eso?
—¡Sí, sólo por eso! ¡Los rajé como a cerdos y disfruté haciéndolo porque soy un cabrón, un enfermo, un perturbado! ¿Es eso lo que quería oír?
Su voz denotaba un gran desprecio hacia sí mismo. Yo intenté mantener firme la mía.
—¿Y ahora qué?
Mientras hablábamos, yo intentaba sacar poco a poco mi brazo herido del cabestrillo. Aunque lo consiguiera, seguía estando en inferioridad de condiciones, pero con una sola mano mis posibilidades eran nulas.
—Buena pregunta, ¿no le parece? —contestó, medio iluminado por la luz que llegaba desde su espalda.
—No empeore las cosas —dije con una confianza que en realidad no tenía—. Piense en Grace.
—¡He dicho que la deje al margen! —dijo dando un paso hacia mí.
Reprimí el impulso de retroceder y permanecí donde estaba.
—¿Por qué? ¡Usted la agredió! ¡A su propia mujer!
Vi dolor auténtico en sus ojos.
—Me pilló desprevenido. Yo estaba en casa cuando fueron a buscarme. Podía imaginarme para qué habían ido a mi casa, y sabía que volverían. Lo único que quería era evitar que pudieran utilizar la radio del yate y ganar así un poco de tiempo para pensar. Pero el maldito perro sabía dónde estaba, y cuando vi a Grace entrando en el puente... Me di la vuelta y le propiné un revés. ¡No quise golpearla tan fuerte, pero tampoco podía permitir que me viera!
—¿Y todo lo demás fue una puesta en escena? ¿Se da cuenta de lo que ha hecho?
—¡Hice lo que tenía que hacer!
Detecté un dejo de remordimiento en su voz. Al ver que se me había abierto un resquicio, que podía atacar por ahí, seguí acosándolo.
—No vamos a permitir que abandone la isla, supongo que lo sabe, ¿no?
—Es posible —respondió con una sonrisa macabra que me provocó un escalofrío—. Pero tampoco pienso entregarme así, sin más.
Levantó el cuchillo y lo observó. Del filo se desprendió un destello plateado.
—¿Quiere saber a qué he venido? —preguntó, pero no llegué a oír la respuesta.
De repente, una voluminosa silueta se abalanzó sobre Strachan por la espalda. Se le cayó el cuchillo de las manos y yo salí despedido contra la pared con tanta fuerza que las piedras vibraron con el impacto. El dolor en el hombro era infernal. Strachan y la otra figura forcejeaban en el suelo, un mar de sombras y confusión. Pese a la penumbra, alcancé a distinguir las pétreas facciones de Brody. Strachan era más joven y más fuerte, pero el ex inspector le ganaba en corpulencia. Le inmovilizó colocándose encima y descargó un puñetazo contra la cara de Strachan. Se oyó el ruido de los huesos y la carne, y entonces le propinó un segundo puñetazo. Strachan quedó fuera de combate antes del tercer golpe. Creí que se detendría, pero no fue así, sino que siguió pegándole con todas sus fuerzas.
—¡Brody!
Era como si no me oyera. Strachan ya no ofrecía resistencia alguna. Brody levantó el puño una vez más, y fue entonces cuando decidí interponerme.
—¡Le va a matar!
Brody se me quitó de encima. Por la expresión despiadada de su rostro, iluminado por la luz de la entrada, supe que había perdido el juicio. Impulsándome contra la pared, me arrojé sobre él para separarlo de Strachan, que yacía inmóvil.
El dolor me quemaba el hombro. Brody intentó esquivarme, pero sacando fuerzas de flaqueza logré defenderme.
—¡No!
Por un momento creí que iba a atacarme, pero de pronto su arrebato de furia se aplacó. Ya más calmado, se desplomó resollando junto a la pared.
Me arrodillé junto a Strachan. Sangraba y había perdido el conocimiento, pero al menos estaba vivo.
—¿Cómo está? —preguntó Brody, casi sin aliento.
—Vivirá.
—Es más de lo que se merece —dijo con voz privada de energía—. ¿Dónde está Fraser?
—En el coche. No ha podido subir.
Miré alrededor en busca del cuchillo. Estaba junto a la pared. Lo recogí y lo guardé en una de las últimas bolsitas de plástico que me quedaban. Era una navaja de pesca plegable, y la hoja medía unos doce centímetros. Más que suficiente.
Sin embargo, mientras lo observaba, me invadió una sospecha. «¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no encaja?»
—Deme —dijo Brody tendiendo la mano—. No sufra, no voy a clavárselo —añadió al ver que vacilaba.
Le entregué la bolsa, pero seguía teniendo la impresión de estar pasando algo por alto. Mientras Brody se guardaba el cuchillo en el bolsillo, Strachan emitió un gemido.
—Ayúdeme a levantarle —dije.
—Puedo yo solo —dijo Strachan con voz entrecortada.
Brody le había roto la nariz, por eso su voz sonaba hueca y gangosa. De todos modos me acerqué a él. Brody hizo lo propio, pero entonces le obligó a poner los brazos a la espalda y se sacó un par de esposas del bolsillo.
—¿Qué hace?
—Un recuerdo de la jubilación —dijo mientras colocaba las esposas en torno a las muñecas de Strachan—. No es la primera vez que un civil detiene a un asesino.
—No pensaba escaparme —dijo Strachan sin oponer ninguna resistencia.
—Ahora seguro que no. Vamos, arriba —dijo Brody poniéndole en pie de malas maneras—. ¿Qué ocurre, Strachan? ¿No piensa declararse inocente? ¿No va a jurar que no ha matado a nadie?
—¿Serviría de algo? —preguntó en tono sombrío.
Brody lo miró sorprendido, como si no hubiera esperado que Strachan se rindiera con tanta facilidad.
—No —dijo llevándole hacia la entrada—. Vamos, fuera.
Me agaché para salir tras ellos, y ya fuera, la luz me hizo pestañear. El viento era tan frío que cortaba el aliento. Me acerqué a Strachan para examinarle; tenía la cara como un mapa. La hemorragia y las mucosidades eran superficiales, pero tenía uno de los ojos casi cerrado de la hinchazón. La mejilla también estaba inflamada, lo que me hizo pensar que seguramente no sólo tenía rota la nariz.
Me saqué un pañuelo del bolsillo e intenté limpiarle un poco la sangre.
—Déjele que sangre —dijo Brody.
—Siempre tan misericordioso, ¿eh, Brody? —dijo Strachan forzando una sonrisa.
—¿Se ve capaz de bajar? —le pregunté.
—¿Tengo elección?
De hecho, ninguno de nosotros la tenía. Strachan no era el único que estaba en malas condiciones: también Brody acusaba la subida y la pelea. Tenía la cara de una tonalidad grisácea, y sin duda mi aspecto no debía de ser mucho mejor. El hombro volvía a dolerme y el viento helado se introducía por los desgarrones de mi abrigo como si fueran navajas de hielo. Era preciso bajar de la montaña y ponerse a cubierto lo antes posible.
—Andando —dijo Brody dándole un empujón a Strachan.
—Con calma —contesté al ver que Strachan por poco se cae al suelo.
—Ahórrese la compasión. Si él hubiera tenido la ocasión, le hubiera matado ahí mismo.
—No quiero la compasión de nadie —dijo Strachan mirándome por encima del hombro—, pero sepa que no tenía intención de hacerle ningún daño.
—Claro que no —exclamó Brody—. Por eso llevaba usted el cuchillo.
—He venido a quitarme la vida, no a matar a nadie.
—A otro con ese cuento —cortó Brody al tiempo que le empujaba cuesta abajo.
La sensación de que algo no iba bien, de que algo se me escapaba, crecía en mi interior. De pronto sentí el impulso de interrogar a Strachan.
—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué después de matar a tres personas decide quitarse la vida?
La desolación de su rostro parecía auténtica.
—Porque creo que ya ha muerto suficiente gente. Quería ser el último.
Brody le propinó un empujón que le hizo caer de rodillas sobre el suelo cubierto de granizo.
—¡No mientas, hijo de puta! Con toda la sangre que tienes en las manos, ¿cómo te atreves a decir algo semejante? Dios mío, debería...
—¡Brody!—grité interponiéndome entre ellos.
El ex policía temblaba de furia y tenía los ojos clavados en el hombre que estaba arrodillado frente a él. Hizo un esfuerzo por calmarse y retrocedió abriendo los puños.
—De acuerdo. Es que cuando le oigo compadecerse, después de todas las vidas que ha arruinado, incluida la de Ellen...
—Ya lo sé, pero ahora todo ha terminado. Dejemos que la policía se ocupe de ello.
Brody tomó aire entrecortadamente y asintió con la cabeza, pero Strachan seguía mirándole.
—¿Qué pasa con Ellen?
—Ni se moleste en negarlo —dijo Brody con acritud—. Sabemos que es el padre de Anna.
Strachan se puso en pie como pudo. Parecía muy inquieto.
—¿Cómo lo han sabido? ¿Quién se lo ha dicho?
—Se creía muy listo —dijo Brody mirándolo con frialdad—, pero Maggie Cassidy lo averiguó. Por lo visto, todo el mundo en la isla estaba al corriente.
Strachan parecía tocado por un rayo.
—¿Y Grace? ¿Lo sabe?
—Después de esto, no debería preocuparle...
—Pero ¿lo sabe o no?
Su vehemencia nos desconcertó. Le respondí, pero en mi interior empezaba a aflorar ya una terrible sospecha.
—Fue sin querer. Oyó nuestra conversación.
Strachan se quedó petrificado.
—Tenemos que volver al pueblo —dijo dándose la vuelta.
—Usted no va a ninguna parte —replicó Brody, que le agarró por detrás.
—¡Suélteme, imbécil! —dijo zafándose—. ¡Dios mío, no saben lo que han hecho!
No fue su tono lo que me convenció, sino su mirada.
Su miedo.
De repente supe qué era lo que me rondaba por la cabeza desde que había visto el cuchillo. «¡Los rajé como a cerdos!», había dicho Strachan. La imagen era repugnante, turbadora, sobre todo después de haber visto las salvajes cuchilladas que presentaba el cuerpo carbonizado de Maggie y las salpicaduras de sangre en su coche. Sin embargo, aunque Maggie había sido asesinada a cuchillazos —rajada en sentido literal—, el resto de las víctimas no. Por lo tanto, o bien Strachan había hablado por hablar, o bien...
«Oh, cielos. ¿Qué hemos hecho?»
—Quítele las esposas —dije procurando mantener la calma.
Brody me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿Qué? No pienso...
—¡No hay tiempo para discutir! —cortó Strachan—. ¡Hay que volver ahora mismo!
—Tiene razón. Hay que darse prisa —dije.
—Pero ¿por qué, por el amor de Dios? ¿Qué pasa? —preguntó Brody mientras empezaba a quitarle las esposas.
—Él no es el asesino —dije con impaciencia, plenamente consciente de que habíamos cometido un error gravísimo, garrafal—, sino Grace. Él sólo quería protegerla.
—¿Grace? —repitió Brody con incredulidad—. ¿Su mujer?
Una sombra de humillación cruzó el semblante ya de por sí abatido de Strachan.
—Grace no es mi esposa. Es mi hermana.
27
El camino de vuelta al Range Rover fue una auténtica pesadilla. Aunque había dejado de granizar, la ladera estaba rebozada de bolitas blancas de hielo a medio derretir, lo cual convertía la pendiente en un auténtico tobogán. La luz declinaba y el viento que tanto había entorpecido la ascensión soplaba de espaldas, lo que aún dificultaba más la bajada.
El pensamiento retrospectivo es un lujo de lo más cruel. Por una parte estábamos en lo cierto; por otra, terriblemente equivocados. El incendio del consultorio, el estropicio del yate y la agresión de Grace se debían, en efecto, a la mano de Strachan. Desde el primer día había estado siguiéndonos, supervisando nuestros avances y, en ocasiones, saboteándonos. Y sin embargo, lo había hecho para guardar las espaldas de su hermana, no las suyas. Él no era el asesino.
La asesina era ella.
Me ponía enfermo pensar en todo el tiempo que habíamos desperdiciado. Nuestra única esperanza radicaba en que Strachan, tras averiguar lo que Grace había hecho con Maggie, se había llevado las llaves de los dos coches para impedir que su hermana pudiera abandonar la casa. Así, si Grace quería ir al pueblo, tendría que ir a pie. Con todo, de ser así, le habría dado tiempo a llegar. Intenté convencerme de que tal vez no habría ido directa al hotel, pero era poco probable. Al marcharnos Brody y yo, estaba francamente turbada, y sólo era cuestión de tiempo que la consternación se convirtiera en furia. Por el momento, las preguntas sin respuesta tendrían que esperar; la prioridad era encontrar a Ellen y Anna antes que Grace.
En el supuesto de que no fuera ya demasiado tarde.
Durante el descenso nadie dijo nada, pues no teníamos ni tiempo ni fuerzas para ello. Cuando la pendiente se hizo más suave empezamos a trotar. A excepción de nuestra respiración áspera y fatigosa, el silencio era absoluto. Strachan era el que estaba en mejor forma, pero al verle correr con una mano tocándose el costado pensé que probablemente se hubiera roto alguna costilla.
Fraser nos vio llegar. Puso en marcha el motor del Range Rover y encendió la calefacción. Cuando vio a Strachan con la cara ensangrentada, no pudo reprimir una sonrisa malévola.
—Parece que alguien se ha caído por las escaleras, ¿eh?
—Vamos al hotel, rápido —dijo Brody sentándose en el asiento del copiloto—. Tenemos que encontrar a Ellen.
—Pero ¿qué...?
—¡Arranque!
Todavía sin aliento, Brody se volvió hacia Strachan mientras Fraser metía la primera y salía a toda velocidad hacia el pueblo.
—Quiero saberlo todo.
El rostro magullado de Strachan resultaba casi irreconocible. Tenía la nariz rota y chata, y la mejilla del ojo inflamado estaba hinchada y de un color oscuro. Debía de dolerle terriblemente, y sin embargo no daba muestras de ello.
—Grace está enferma. No es culpa suya, sino mía —dijo con voz sombría—. Por eso he decidido no volver de la montaña, porque si muero, ella dejará de ser una amenaza.
—¿Por qué representa una amenaza? —preguntó Brody—. ¡Es su hermana, por el amor del cielo! ¿Por qué ha hecho esto?
—¿Su hermana? —exclamó Fraser, que dio un volantazo que nos proyectó hacia un lado del coche al tomar una curva a gran velocidad.
Nadie le contestó. Strachan tenía el aspecto de un hombre de pie frente a un foso cavado por él mismo.
—Por celos.
El árido paisaje desfilaba por las ventanillas, casi invisible. Yo fui el primero en hablar.
—¿Mató a Maggie por celos? —pregunté sin dar crédito.
Strachan contrajo sus labios ensangrentados en un acto reflejo y se dejó llevar por el movimiento del coche, sin esforzarse siquiera en mantener el equilibrio.
—No supe lo que había hecho hasta que la vi volver, cubierta de sangre. Maggie había intentado verse conmigo dos veces. Grace podía pasar por alto la primera, pero no la segunda. Por eso fingió haber visto a alguien merodeando, para despistarme y poder introducir la nota con la hora y el lugar del encuentro en el abrigo de Maggie. Incluso se llevó mi coche, para que Maggie creyese que era yo.
De modo que, después de todo, la escena del tipo merodeando había sido puro teatro. Sólo que la idea había sido de Grace, no de Strachan.
—Tienen que entenderla —dijo Strachan adoptando por primera vez un tono apologético—. Crecimos los dos solos. Nuestra madre murió cuando éramos muy niños, y nuestro padre estaba de viaje la mayor parte del tiempo. Vivíamos en un complejo aislado, con guardias de seguridad y tutores privados. Sólo nos teníamos el uno al otro.
—¿Y? —dijo Brody.
Strachan agachó la cabeza. Se le había pegado el olor a humedad del broch, mezclado ahora con el hedor a sudor rancio y a sangre.
—Una noche, a los dieciséis años, me emborraché y fui al cuarto de Grace. No voy a describir lo que ocurrió. Cometí un grave error, y fue culpa mía. Sin embargo, ninguno de los dos quiso ponerle fin. Se convirtió en... algo normal. Ya de adultos, quise terminar con esa situación, pero entonces... Grace se quedó embarazada.
—El aborto —dije, y recordé la confidencia en el salón.
Parecía que habían pasado siglos desde entonces.
—No fue un aborto espontáneo, yo la obligué a hacerlo —dijo con una voz llena de dolor y vergüenza—. Acudimos a una clínica clandestina. Surgieron complicaciones, y Grace estuvo a punto de morir. Nunca confesó la identidad del padre, ni siquiera cuando le dijeron que no podría tener hijos. Después de eso cambió. Se volvió inestable. Siempre había tenido un carácter posesivo, pero a partir de entonces... Intenté terminar con eso al morir nuestro padre. Le dije a Grace que aquello se había terminado y que yo había comenzado a verme con otra chica.
Creí que lo aceptaría, pero no fue así. Fue a la casa de la joven y la mató a puñaladas.
—Dios mío —dijo Fraser.
A cada curva los neumáticos derrapaban sobre la superficie húmeda. Fraser conducía a toda velocidad por la sinuosa carretera, pero todos teníamos la impresión de que el vehículo no corría lo suficiente.
Strachan se pasó una mano por la cara, sin hacer caso de las heridas.
—Nadie sospechó de Grace, pero yo lo supe desde el primer momento. Me dijo que no quería que me viera con nadie más. Nunca.
—Si sabía que era peligrosa, ¿por qué no avisó a la policía? —pregunté agarrando el asidero después de que el coche tropezara con un bache.
—¿Y que todo el mundo supiera lo que estaba pasando? —respondió Strachan negando con la cabeza—. Los muertos, muertos están. No podemos resucitarlos. Además, si Grace se comporta así, es por mi culpa. No puedo abandonarla sin más.
Fraser frenó de repente y por poco salimos todos despedidos. Un rebaño de ovejas se había adueñado de la carretera. El vehículo derrapó levantando una cortina de agua y el sargento se puso a aporrear el claxon. Los animales, asustados, empezaron a balar y se cruzaron con nosotros a un brazo escaso de las ventanillas del coche. Cuando la carretera hubo quedado libre, Fraser aceleró de nuevo.
Strachan siguió hablando como si nada:
—Dejamos Sudáfrica, viajamos por todo el mundo, visitando lugares donde nadie nos conociera y todo el mundo diera por hecho que estábamos casados. Intenté fijar límites a... el aspecto físico de la relación. Seguí viéndome con otras mujeres, la mayoría prostitutas. No puedo permitirme elegir mucho —dijo, sin disimular el desprecio que sentía hacia sí mismo—. Grace no sólo es celosa, sino que además es astuta. Al final, siempre terminaba descubriéndome, y entonces...
No hizo falta que terminara la frase. Deseé que Fraser fuera capaz de correr más. Ni siquiera habíamos llegado aún a la casa de Strachan. «Demasiado lejos, todavía estamos demasiado lejos.»
—Cuando esto ocurría, nos trasladábamos a un lugar nuevo —continuó Strachan—. Las cosas empeoraban cada vez más. Por eso nos instalamos aquí, en Runa. Me parecía un buen sitio, un lugar virgen, y además, en una isla como ésta Grace vería bastante limitada su libertad de movimientos. Enseguida nos sentimos muy integrados, y en cierto modo me vi obligado a hacer algo por la isla.
—¿Y qué lugar ocupaba Janice Donaldson en su pequeño paraíso? —preguntó Fraser con desdén.
Un espasmo de dolor acudió al rostro de Strachan.
—Intentó chantajearme. Nos habíamos visto unas cuantas veces, pero yo no le había dicho mi verdadero nombre. Hasta que un día Iain Kinross se presentó en su casa estando yo ahí. No tenía ni idea de que también era cliente suyo. Él no me vio, pero Janice se percató de mi reacción y, tras informarse, se enteró de quién era yo. En nuestra siguiente cita me amenazó con decírselo a Grace. Le pagué, le di incluso más de lo que me pedía, pero nunca tenía bastante.
—¿Supo desde el principio que su hermana la había matado? —preguntó Brody sin miramientos.
—¡Por supuesto que no! ¡No tenía ni idea de que había venido a Runa! Ni siquiera cuando supe que habían encontrado un cuerpo pensé que Grace pudiera estar implicada. Lo de los incendios no era su estilo. Las otras veces había utilizado un cuchillo. Pero cuando mataron al agente... No pude seguir negando la evidencia.
Recordé su reacción al ver el cuerpo de Duncan. Después de todo no había fingido. Sin embargo, la causa de su sobrecogimiento no había sido la imagen del cuerpo, sino la constatación de que su hermana había vuelto a matar.
—¿Por qué le mató? —preguntó Fraser con la voz quebrada y sin girarse.
El coche avanzaba por las curvas a una velocidad casi temeraria, arrojándonos de un lado para otro.
—No lo sé. Antes, cuando Grace... sufría uno de estos episodios, cambiábamos de lugar, pero esta vez no podíamos. Cuando se enteró de que iba a llevarse a cabo una investigación por homicidio, seguramente se asustó y trató de deshacerse de todo lo que pudiera incriminarla. Y Duncan debió de interponerse en su camino.
—¿Qué cojones significa que debió de interponerse? —bramó Fraser, que por poco pierde el control del vehículo al darse la vuelta.
—Tranquilo —dijo Brody, y volviéndose hacia Strachan con una expresión pétrea en el rostro, le preguntó—: ¿A cuántas personas ha matado?
Strachan sacudió la cabeza.
—No lo sé con certeza. No siempre me lo cuenta. Unas cuatro o cinco, sin contar las de aquí.
No sé qué consideré más grave, si el número de víctimas o el hecho de que Strachan ni siquiera llevara la cuenta exacta de las víctimas de su hermana.
—¿Y Ellen? —inquirió Brody.
—Lo de Ellen fue un error —dijo Strachan cerrando los ojos—. Siempre hubo cierta... tensión entre nosotros. Yo procuraba evitarla para que Grace no sospechara. Pero a los pocos meses de llegar aquí, me enteré de que Ellen iba a visitar a unas compañeras de estudios en Dundee. Así que me busqué una excusa para ir con ella. Ellen insistió en que no se repitiera. Cuando supe que estaba embarazada le ofrecí dinero para que se marchara a un lugar seguro, pero se negó. Dijo que no aceptaría un penique de mí, porque yo estaba casado. Ironías de la vida, ¿no creen? —Enseguida cambió de tono—. He pasado noches enteras en vela pensando en lo que podría ocurrir si Grace se enterara...
Calló. Su casa ya era visible. Los coches seguían aparcados delante y en las ventanas había luz, lo cual me hizo sentir una vaga esperanza.
—¿Paramos a ver si aún sigue en casa? —preguntó Fraser.
—No estará —dijo Strachan sin sombra de incertidumbre.
Brody se quedó mirando la casa sin saber qué hacer. Si Grace seguía ahí, podíamos dar el caso por terminado, pero si no estaba, habríamos perdido un tiempo precioso.
—¿Qué es eso que hay en la entrada? —pregunté.
Justo en medio del camino se veía, inmóvil, un bulto de color amarillento. Cuando me di cuenta de lo que era, me recorrió un escalofrío.
Era el cuerpo de Oscar, el perro de Strachan.
—¿Ha matado al perro? —exclamó Fraser—. ¿Por qué coño lo ha hecho?
Nadie contestó, pero a medida que nos alejábamos de la casa la expresión de Strachan se hacía más lóbrega.
—Acelere —le dijo Brody a Fraser.
En cuestión de minutos empezamos a ver las primeras casas. Cuando entramos en el puerto ya casi había oscurecido. Las calles estaban inquietantemente vacías. Al embocar la calle lateral que conducía hasta el hotel, Fraser aminoró.
La puerta principal estaba abierta.
Strachan saltó del coche antes de que éste se detuviera por completo. Subió los escalones de la entrada y entonces se paró en seco con el rostro demudado.
—Oh, cielos —murmuró Brody mirando adentro.
Estaba todo destrozado: los muebles despedazados inundaban el pasillo, el reloj de pared estaba en el suelo hecho astillas y el espejo roto en mil pedazos. Sin embargo no era esa estampa de destrucción desenfrenada y gratuita la razón por la que Strachan se había detenido.
El pasillo estaba lleno de sangre.
Su pesado hedor recordaba al olor de los mataderos. Las tablas del suelo estaban llenas de charcos y en los paneles de las paredes se veían salpicaduras de sangre que formaban figuras abstractas. En la entrada, donde las salpicaduras llegaban hasta el techo, debía de haber tenido lugar el primer ataque, pero era evidente que no se había detenido ahí, pues el rastro seguía adelante. Las primeras manchas tenían una forma más redondeada, y luego se volvían alargadas, como si la víctima se hubiera arrastrado por el corredor.
El reguero conducía hasta el bar.
—Oh, no... —susurró Strachan—. Oh, por favor, no...
No se apreciaban signos de coagulación, lo que indicaba
que la sangre aún estaba fresca. Poco antes había estado circulando por un cuerpo vivo. Me abrí paso entre Strachan y Brody, que parecían haberse quedado paralizados, y crucé el pasillo procurando no pisar los charcos del suelo. En el marco blanco de la puerta se veía la marca ensangrentada de una mano, señal de que alguien se había apoyado en él, y aunque estaba demasiado borrosa para hacerse una idea de su tamaño, por la altura podía deducirse que quien la había dejado había llegado hasta ahí arrastrándose.
O eso, o era la mano de un niño.
No quería ver lo que había dentro, pero no tenía elección. Inspiré, hice acopio de valor y entré en el bar.
Dentro no quedaba nada intacto: las sillas y las mesas estaban volcadas y rotas, las cortinas rasgadas y las botellas y los vasos hechos añicos. Entre medio del desorden vi a Cameron. El maestro de la escuela yacía recostado contra la barra, con los miembros caídos, con esa falta de vigor característica de los cadáveres. Tenía la ropa empapada de sangre medio reseca. En su garganta se abría un corte profundo que le partía la tráquea a modo de una segunda boca, como si la finalidad del ataque hubiera sido arrancarle su prominente nuez.
Cameron tenía los ojos abiertos de par en par, como si no pudiera creer lo que Grace le había hecho.
—Oh, Dios mío —murmuró Fraser, que acababa de llegar por detrás.
La atmósfera olía a una mezcla nauseabunda de alcohol y sangre. También podía percibirse otro olor, pero cuando mis confusos sentidos empezaban a identificarlo, un ruido rompió el silencio de forma repentina.
El grito de una niña.
Provenía de la cocina. Strachan salió corriendo incluso antes de que cesara. Brody y yo fuimos tras él, pero en cuanto cruzamos las puertas abatibles de la cocina, lo que había dentro nos dejó petrificados.
La devastación que habíamos presenciado hasta entonces no era nada comparada con aquello. Los platos rotos crujían bajo nuestros pies y el suelo estaba lleno de restos de comida. La mesa estaba volcada, las sillas rotas y el gran aparador de pino tumbado en el suelo. Incluso la vieja encimera había sido arrancada de la pared, como si también hubieran querido volcarla.
Pero de todo eso nos dimos cuenta más tarde.
Ellen estaba en un rincón, aterrorizada, cubierta de sangre, pero viva. A modo de arma defensiva, sujetaba con ambas manos una sartén de aspecto pesado.
Entre ella y la puerta estaba Grace, que tenía a Anna sujeta por la fuerza, tapándole la boca con una mano.
Con la otra sujetaba un cuchillo junto a su garganta.
—¡Atrás, que nadie se le acerque! —gritó Ellen.
Nos quedamos donde estábamos. Grace se había mojado y pringado de barro durante el trayecto hasta el pueblo. El viento le había enredado la melena de color azabache y tenía el rostro hinchado y arrasado de lágrimas. Con todo y con eso, conservaba su belleza, con la diferencia de que ahora su locura era evidente.
Y sin embargo, había algo más. El olor que había empezado a percibir en el pasillo y el bar resultaba inconfundible en la cocina. Tal era su intensidad que se hacía difícil respirar.
Era gas.
Me volví hacia la encimera medio arrancada y luego miré a Brody, que hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.
—Las bombonas están en la parte trasera —le dijo en voz baja a Fraser, sin apartar los ojos de Grace—. Tiene que haber una válvula. Apáguela.
Fraser salió despacio y desapareció por el pasillo. Oímos cerrarse la puerta tras él.
—Al volver de casa de Rose Cassidy la hemos encontrado aquí.—dijo Ellen entre sollozos—. Bruce ha entrado con nosotras, y cuando ha intentado hablar con ella...
—Ya lo sé —dijo Strachan con calma, mientras daba un paso adelante—. Grace, suelta el cuchillo.
Grace se quedó observando el rostro ensangrentado de su hermano. Estaba tensa como la cuerda de un arco al límite de su resistencia.
—Michael... ¿Qué te ha pasado?
—Eso no importa. Suelta a la niña.
Mencionar a Anna fue un error. A Grace se le ensombreció el rostro.
—¿Te refieres a tu hija?
Strachan titubeó un instante, pero reaccionó enseguida.
—Grace, la niña no te ha hecho nada. Siempre le has tenido afecto a Anna. Sé que no quieres hacerle daño.
—¿Es verdad? —preguntó Grace gritando—. ¡Dime que es mentira, Michael, por favor!
«Hazlo», pensé. Dile lo que quiere oír. Pero Strachan era un mar de dudas y Grace empezó a arrugar la frente.
—¡No! —gritó con voz lastimera.
—Grace...
—¡Cállate! —gritó; tenía los tendones del cuello tensos como cables—. ¿Así que te follaste a esta puta? ¿La preferiste a ella en vez de a mí?
—Puedo explicártelo, Grace —dijo Strachan, pero la situación empezaba a escapársele de las manos.
—¡Mentiroso! ¡Todo este tiempo me has estado mintiendo! Podría perdonarte las otras, pero esto... ¿Cómo pudiste?
Era como si ninguno de nosotros estuviera presente, sólo ella y su hermano. El olor a gas era cada vez más intenso. ¿Qué demonios estaría haciendo Fraser? Poco a poco, Brody fue acercándose a Grace.
—Grace, suelte el cuchillo. Nadie va a...
—¡No se me acerque! —gritó.
Brody retrocedió. Grace respiraba afanosamente y nos miraba con el gesto descompuesto.
De repente un sonido metálico rompió el silencio. Ellen había dejado caer la sartén al suelo con gran estrépito y empezaba a avanzar en dirección a Grace.
—¡Ellen, no! —le ordenó Strachan, pero su voz transmitía más miedo que autoridad.
Ellen hizo caso omiso; tenía toda la atención centrada en su hija.
—Es a mí a quien quieres, ¿verdad? Bien, aquí me tienes. Haz lo que quieras conmigo, pero no le hagas daño a mi hija.
—Ellen, por el amor de Dios —dijo Brody, pero fue como si no hubiera dicho nada.
—¡Vamos! —dijo Ellen tendiendo los brazos en gesto de ofrecimiento—. ¿A qué esperas?
Grace se había vuelto para mirarla. Una de las comisuras de la boca le temblaba como el mecanismo de un reloj roto a causa de un espasmo.
Presa de la desesperación, Strachan intervino de nuevo.
—Grace, mírame. Olvídala, no es importante.
—No te metas —advirtió Ellen.
Pero Strachan le hizo caso omiso y dio un par de pasos hacia delante con las manos extendidas como si intentara apaciguar a un animal salvaje.
—Grace, tú sabes que eres lo que más me importa. Lo sabes. Deja ir a Anna. Déjala y nos iremos de este lugar. Iremos a otra parte, volveremos a empezar, solos tú y yo.
Grace le miraba con un ansia desmesurada, incluso obscena de ver.
—Suelta el cuchillo —dijo Strachan con delicadeza.
La tensión pareció relajarse ligeramente, pero el olor a gas iba en aumento. Hubo unos instantes de incertidumbre, durante los cuales podía ocurrir cualquier cosa.
Anna eligió ese momento para intentar zafarse de Grace.
—Mamá, me hace daño...
Pero Grace volvió a taparle la boca con la mano. Sus pupilas ardían de puro enajenada.
—No debiste mentirme, Michael —dijo echando hacia atrás la cabeza de Anna.
—¡No! —gritó Strachan, abalanzándose sobre Grace al mismo tiempo que ella bajaba el cuchillo.
Brody y yo reaccionamos mientras Strachan forcejeaba con su hermana, pero Ellen fue más rápida que nosotros y le arrebató a Anna de las manos de Grace mientras ésta chillaba enfurecida. Brody fue a ayudar a Strachan y yo me acerqué a Ellen y a la niña.
—¡Ellen, déjeme verla!
Pero no había manera de que la soltase. Ambas estaban cubiertas de sangre y se abrazaban sollozando convulsamente. Al acercarme pude comprobar que la sangre procedía de los cortes de Ellen, pero que la niña no estaba herida. «Gracias a Dios», pensé suspirando de alivio.
—David —dijo Brody detrás de mí.
Su voz me sonó extraña. Tenía a Grace inmovilizada con los brazos a la espalda, pero ella ya no ofrecía resistencia. Ambos miraban a Strachan, que estaba al lado, mirándose a sí mismo con una expresión de vaga sorpresa.
De su estómago sobresalía la empuñadura del cuchillo.
—¿Michael...? —dijo Grace con apenas un hilo de voz.
—No es nada —dijo él, pero en ese momento le fallaron las piernas.
—¡Michael! —gritó Grace.
Brody la retuvo para que no se acercara a Strachan. Conseguí llegar a tiempo para cargar su peso sobre mi hombro.
—Saque a Anna de aquí. Llévesela a casa de algún vecino —le dije a Ellen mientras Strachan se desplomaba.
—¿Está...?
—Ellen, llévesela.
Debían marcharse sin pérdida de tiempo. El olor a gas era tan intenso que mareaba. Lancé una mirada hacia el calefactor que había tumbado en el suelo no muy lejos de nosotros, pero por suerte no estaba encendido. Con todo ese propano en la cocina, lo último que necesitábamos era una llama. Me pregunté otra vez por qué Fraser tardaba tanto.
Brody seguía sujetando a Grace, que había roto a llorar. Cuando me agaché junto a Strachan vi que estaba terriblemente pálido.
—Pueden soltar a mi hermana —dijo con la voz ahogada por el dolor—. Ahora ya no irá a ninguna parte.
Como Brody no se decidía a hacerlo, le hice una señal con la cabeza. En cuanto estuvo libre, Grace se arrodilló junto a Strachan.
—Por Dios, Michael... —murmuró con gesto angustiado, y volviéndose hacia mí dijo—: ¡Haga algo! ¡Ayúdelo!
Strachan intentó sonreír y la tomó de la mano.
—No te preocupes, todo irá bien. Te lo prometo.
—No hable —le dije—. Procure no moverse.
Cuando examiné la herida, me di cuenta de que era grave. El filo del cuchillo había penetrado en el abdomen y resultaba imposible saber qué órganos había dañado.
—No me mire así... —me dijo.
—Sólo es un rasguño —dije restándole importancia—. Ahora le ayudaré a tenderse. Procure no mover el cuchillo.
La hoja del cuchillo estaba impidiendo que se desangrara. Mientras no se moviera de donde estaba, actuaría como tapón contra la hemorragia. Aunque no por mucho tiempo.
Grace, a quien parecía haberle abandonado el arrebato de violencia, lloraba en silencio con la cabeza de su hermano apoyada sobre el regazo. Empecé a recapacitar qué opciones teníamos, intentando que la ansiedad que me invadía no se reflejara en mi rostro. No disponíamos del material necesario para tratar la herida de Strachan, y el único enfermero de la isla yacía inerte en la habitación de al lado. A menos que pudiéramos evacuarle lo antes posible, moriría sin remedio.
En ese momento regresó Fraser, patinando entre los platos rotos y la comida esparcida por el suelo.
—¡Cielos! —dijo jadeando al ver a Strachan—. Las bombonas de gas están encerradas tras una reja. No puedo abrirla.
Brody, que estaba intentando mover el pesado aparador de pino que bloqueaba parcialmente la puerta trasera, dejó lo que estaba haciendo y echó un vistazo en torno a la cocina.
—Las llaves de la reja tienen que estar en alguna parte —dijo desmoralizado.
De todos modos, aunque supiéramos dónde las guardaba Ellen, de nada habría servido, porque los cajones estaban rotos y su contenido desparramado entre todo lo que había por el suelo. Las llaves podían estar en cualquier parte.
—No hay tiempo para buscarlas —dijo Brody, que había llegado a la misma conclusión—. Saquemos de aquí a todo el mundo e intentemos romper la reja para cortar el gas.
No había forma de trasladar a Strachan, pero el gas no nos dejaba otra alternativa. El olor era cada vez más intenso y en cuestión de minutos el aire de la cocina sería irrespirable. Además, el propano es más denso que el aire, lo que significa que principalmente se acumularía en el suelo, que era donde yacía Strachan.
Hice un gesto de asentimiento con la cabeza y dije:
—Podemos usar la mesa para moverle.
Grace seguía sollozando y acariciando la cabeza de su hermano. Strachan nos observaba en silencio. Aunque debía de estar agonizando, parecía sereno, casi en paz.
—Déjenme aquí —dijo casi sin fuerzas.
—¿No le he dicho que no hable?
Sonrió y por un momento volvió a parecerse al hombre que había conocido al llegar a la isla. Grace le acariciaba la cara y dejaba escapar unos gemidos casi animalescos.
—Lo siento, lo siento...
—Sssh. Todo irá bien, te lo prometo.
Fraser y Brody intentaron levantar la pesada mesa y yo me acerqué a la ventana con la esperanza de que no estuviera bloqueada; un poco de ventilación era mejor que nada. Apenas había dado unos pasos cuando vi que Strachan intentaba recoger algo de entre los fragmentos de la vajilla.
—Apártese, David —dijo, y levantó el objeto que sostenía en la mano.
Era el encendedor de los fogones, y Strachan tenía el dedo pulgar en el botón de ignición.
—Lo siento, pero no pienso ir a ninguna parte...
—Suelte eso, Michael —dije con una seguridad que en realidad no tenía.
Se había acumulado tanto gas en la cocina que una sola chispa bastaría para que todo estallara. Lancé una mirada nerviosa al calefactor. El aparato tenía su propia carga de propano y el lugar donde estaban almacenadas las bombonas daba directamente a la pared de la cocina. Una simple llama y saldríamos todos por los aires.
—No... —dijo Strachan muy pálido y con la cara brillante de sudor—. Salgan, váyanse todos.
—No cometa ninguna estupidez —exclamó Brody.
—Una palabra más —dijo Strachan levantando el encendedor— y juro que lo aprieto ahora mismo.
—¡Por el amor de Dios, Brody, cierre la puta boca! —dijo Fraser.
Strachan esbozó una sonrisa macabra.
—Buen consejo. Voy a contar hasta diez. Uno...
—¿Y Grace? —dije intentando ganar tiempo.
—Grace se queda conmigo, ¿verdad, Grace?
Grace parpadeaba entre las lágrimas, como si hasta entonces no hubiera tomado verdadera conciencia de lo que estaba ocurriendo.
—Michael, ¿qué vas a hacer...?
—Confía en mí —respondió él sonriendo.
Y entonces, antes de que pudiéramos evitarlo, Strachan se arrancó el cuchillo del abdomen.
Lanzó un grito y se agarró al brazo de Grace mientras la sangre manaba abundante de la herida. Di un paso adelante, pero al verme levantó el encendedor.
—¡Fuera! ¡Vamos! —nos acució apretando los dientes—. ¡Oh, Dios!
—Strachan...
—Salgamos de aquí —dijo Brody tirando de mí.
Fraser iba ya camino de la puerta. Di una última mirada al gesto agónico de Strachan, que con una mano sujetaba el encendedor y con la otra la de su hermana. La expresión de Grace era de una incredulidad cada vez mayor. Me miró y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero entonces Brody tiró de mí hacia el pasillo.
—No, espere...
—¡Corra! —gritó dándome un empujón. Y sin soltarme echó a correr por el pasillo hacia el exterior, llevándome medio a rastras. Fraser había llegado ya al Range Rover y buscaba las llaves.
—¡Déjelo! —espetó Brody sin pararse.
Las casas más próximas estaban demasiado lejos para parapetarse en ellas, pero cerca había una gran roca. Brody me llevó hasta ahí y Fraser se arrojó junto a nosotros. Esperamos unos instantes, jadeando.
No ocurría nada.
Eché un vistazo al hotel. Su presencia era de lo más familiar y ordinaria a la luz del ocaso. La puerta principal iba de un lado para otro, tristemente movida por el viento.
—Han pasado más de diez segundos —murmuró Fraser.
Me levanté.
—¿Qué demonios va a hacer? —preguntó Brody.
Me solté y dije:
—Voy a...
Pero en ese momento el hotel explotó.
Se vio un resplandor, y el estruendo por poco me tira al suelo. Me agaché cubriéndome la cabeza y empezaron a llover fragmentos de pizarra y ladrillo. Cuando el fragor remitió, volví a mirar.
El polvo y el humo flotaban en torno al hotel como un velo de gasa. El tejado había desaparecido y a través de las ventanas rotas podía verse un parpadeo amarillento, cada vez más intenso a medida que el fuego iba ganando fuerza.
Cuando la gente de las casas más cercanas salió a la calle, el hotel ya estaba en llamas. El calor podía sentirse incluso desde nuestra posición.
—¡Podía haberlo evitado! —le espeté a Brody con furia.
—No, no habría podido —dijo en tono lánguido—. Y aunque hubiera sido así, al arrancarse el cuchillo ha firmado su sentencia de muerte.
Aparté la mirada. Sabía que tenía razón. El incendio ardía con virulencia, devoraba la madera de los suelos y las paredes, así como el resto de mobiliario que había dentro.
—¿Y Grace? —pregunté.
Brody observaba las llamas con mirada adusta.
—¿Qué pasa con Grace?
28
Dos días después, Runa amaneció con un cielo brillante y despejado. Era casi mediodía cuando Brody y yo bajamos del coche de éste en la carretera que discurre sobre el puerto y subimos hasta el acantilado desde el cual se domina el Stac Ross. Las aves marinas planeaban en torno a la enorme torre negra y las olas se estrellaban contra la base de la roca, levantando ráfagas de espuma que se deshacían como a cámara lenta. Aspiré la brisa fresca y salina, y me regocijé con la suave calidez del sol sobre mi cara.
Faltaba poco para irme a casa.
La policía había llegado a Runa la mañana anterior. La tormenta, saciada con el caos de los días previos, se había dispersado pocas horas después de la explosión del hotel. Cuando se restableció la línea telefónica, aún no había amanecido y las ruinas del hotel seguían expulsando humo y llamas. Por fin logramos ponernos en contacto con Wallace. A pesar de que seguía siendo imposible entrar o salir del puerto, antes del amanecer empezaron a oírse las palas de un helicóptero de los guardacostas que sobrevolaba los acantilados llevando consigo al primero de los equipos policiales que desembarcarían en Runa a lo largo de las veinticuatro horas siguientes.
Las frenéticas labores de la policía se adueñaron de la isla y yo por fin tuve ocasión de llamar a Jenny. Fue una conversación bastante tensa, pero la tranquilicé, le dije que estaba bien y le prometí que volvería a casa en un día o dos. Aunque la isla estaba invadida por policías y forenses, no podía marcharme enseguida. Hubo varias reuniones para informar de lo ocurrido, pero además tenía la impresión de que mi misión ahí aún no había terminado. Podían pasar días, incluso semanas, hasta que pudieran recuperarse los cuerpos de Strachan, Grace y Carneron de entre los escombros del hotel, y eso en el supuesto de que quedaran restos susceptibles de ser identificados; además, estaban los restos de Maggie y Duncan, y yo quería estar presente cuando la brigada forense decidiera examinarlos.
No consideraba correcto marcharme sin ver el desenlace de todo aquello.
Al día siguiente, todo había terminado. El cuerpo de Maggie había sido evacuado de la isla la tarde anterior y pocas horas antes se había ordenado el levantamiento del cadáver de Duncan de la caravana. La linterna también había sido enviada a un laboratorio para proceder a su análisis. No sólo su forma encajaba con la herida del cráneo, sino que además la brigada forense había encontrado lo que en una primera impresión parecían ser restos de sangre y tejido quemados y adheridos a la carcasa. Para confirmarlo había que realizar análisis, pero yo estaba plenamente convencido de que Grace se había servido de la linterna del agente para matarle.
Había hecho cuanto estaba en mis manos. Ya no había motivos para quedarme más tiempo en Runa. Me había despedido de las pocas personas a las que había conocido; di un apretón de manos algo embarazoso a Fraser y luego fui a ver qué tal estaban Ellen y Anna, que por el momento se habían alojado en casa de una vecina. Teniendo en cuenta lo que habían pasado, su aspecto era sorprendentemente bueno.
—A fin de cuentas el hotel sólo eran ladrillos y cemento. Y en cuanto a Michael... —dijo Ellen, y una sombra veló sus ojos mientras miraba cómo Anna jugaba a su lado—. Lamento su muerte, pero de todos modos doy gracias, porque se ha salvado más que lo que se ha perdido.
En cuestión de una hora estaba prevista la llegada de otro helicóptero de los guardacostas, que en cuanto hubiera dejado en tierra a los agentes de policía que transportaba me llevaría de vuelta a Stornoway. Desde ahí volaría a Glasgow y luego a Londres, para concluir por fin el viaje que había emprendido una semana antes.
No veía el momento.
Con todo, no estaba tan eufórico como habría cabido esperar. Aunque me apetecía ver a Jenny, al llegar a lo alto del acantilado, adonde Brody y yo habíamos ido a esperar el aterrizaje del helicóptero, sufrí un leve decaimiento. Al igual que yo, Brody guardaba silencio y parecía abstraído en sus propios pensamientos. Había dormido en una habitación que tenía libre en su casa, pero apenas nos habíamos visto desde la llegada de las brigadas de policía a la isla. Por más que en el pasado hubiera sido inspector, en esos momentos era un civil y por lo tanto quedaba excluido de la investigación. Lo lamenté por él. Después de los acontecimientos vividos, debía de ser duro para él quedarse al margen.
Al llegar a la cima, descansamos. El monolito de piedra del Bodach Runa quedaba a poca distancia; el Viejo Señor de Runa seguía ahí, escrutando el mar en solitario en busca de su hijo. Desde nuestra posición no alcanzábamos a ver la hondonada donde habíamos encontrado el coche de Maggie, pero de todos modos el Mini había sido trasladado a otro lugar. Gaviotas y alcatraces volaban en círculos y graznaban bajo el sol brillante del invierno. El viento soplaba todavía, pero su fuerza había disminuido, y las nubes, remisas a desaparecer por completo, se habían disgregado y habían sido reemplazadas por altos cúmulos de color blanco que se deslizaban serenos por el cielo azul.
Al menos en ese aspecto prometía ser un día hermoso.
—Es una de mis vistas preferidas —dijo Brody mientras contemplaba la roca que se erguía como una chimenea gigante entre las olas. El viento alborotaba su cabello gris, que ondeaba igual que las olas, sesenta metros por debajo de nosotros. Se agachó para acariciarle la cabeza a la perra—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que Bess vino a estirar las piernas aquí arriba.
Me froté el hombro por encima del abrigo. Aún me dolía, pero ya empezaba a acostumbrarme. En Londres haría que me sacaran radiografías y me lo examinaran como es debido.
—¿Qué cree que pasará ahora con Runa? —pregunté.
En esos momentos la isla aún acusaba los efectos de la gran conmoción a la que se había visto sometida. En cuatro días la comunidad había perdido a cuatro miembros, incluido su principal benefactor; los escabrosos detalles de aquellas muertes hacían que asimilar la tragedia fuera aún más difícil. La guinda la había puesto el viento, causante del hundimiento de una barca de pesca en el puerto y que había provocado que el yate de Strachan rompiera las amarras. Los restos de la hermosa embarcación no aparecerían hasta varios días más tarde. Sin embargo, ésa fue la menor de las pérdidas de la isla, que tardaría mucho tiempo en recuperarse de las demás.
—Vaya usted a saber —dijo Brody torciendo el gesto—. Tal vez aguante un tiempo, pero ya puede irse despidiendo de la piscifactoría, de los nuevos puestos de trabajo y de las inversiones. Y la verdad, no creo que sobreviva sin todo eso.
—¿Cree que se convertirá en otra Santa Kilda?
—Quizá tarde unos años, pero al final sí. —Y forzando una sonrisa añadió—: Esperemos que no les dé por ahogar a los perros cuando se marchen.
—¿Se quedará?
Brody se encogió de hombros.
—Ya lo veremos. No se me ha perdido nada en ninguna otra parte.
La border collie se había agazapado a sus pies y le miraba con la cabeza entre las patas, como si esperara algo de él. Brody sonrió, se sacó una vieja pelota de tenis del bolsillo y la lanzó. La perra trotó tras la pelota —tenía las piernas demasiado agarrotadas para correr— y la trajo de vuelta moviendo la cola.
—Ojalá hubiéramos podido hablar con Grace para averiguar por qué lo hizo —dije mientras Brody volvía a lanzar la pelota.
—Por lo que dijo Strachan, por celos. Y odio, supongo. Se sorprendería de la fuerza que ambos sentimientos pueden llegar a tener.
—Ni que así fuera, eso no lo explica todo. ¿Por qué mató a golpes a Janice Donaldson y a Duncan, y a Maggie y a Cameron a cuchilladas, como al resto de víctimas de las que hablaba Strachan?
—Serían los medios de que dispondría en ese momento. Creo que no lo planeaba premeditadamente, sino que más bien actuaba cuando sentía la necesidad de hacerlo. Seguramente se encontró con la linterna de Duncan a mano y me atrevería a decir que con Donaldson debió de ocurrir algo parecido. Pero ahora ya nunca lo sabremos.
El collie volvió con la pelota y la depositó a sus pies. Brody la recogió, la lanzó y me miró sonriendo con desgana.
—Por más que busquemos, no siempre hallaremos todas las respuestas. A veces hay que saber renunciar.
—Supongo que sí.
Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, aspirando con satisfacción. Me fijé en la manera en que se guardaba el paquete.
—No sabía que fuera zurdo.
—¿Perdón?
—Acaba de lanzar la pelota con la mano izquierda.
—¿Ah, sí? No me he dado cuenta.
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
—Hace unos días, cuando estábamos en su cocina, usó la mano derecha. Fue el día que les dije a usted y a Fraser que el asesino de Duncan era zurdo.
—¿Y? Creo que no le sigo.
—Me preguntaba por qué ese día usó la mano derecha y ahora la izquierda.
Brody clavó en mí una mirada singular, entre socarrona y exasperada.
—¿Adónde quiere llegar, David?
—Grace era diestra —dije con la boca seca.
Brody se quedó pensando unos instantes.
—¿Y cómo lo sabe? —Porque cuando tenía sujeta a Anna empuñaba el cuchillo con la mano derecha. No le había dado importancia hasta que le he visto lanzar la pelota. Sabía que algo no encajaba, pero no sabía qué era. Y el día que Grace me preparó algo de comer, utilizó la misma mano. La derecha, no la izquierda.
—Tal vez su memoria le juegue malas pasadas.
Ojalá. Por un momento yo mismo me había entregado a esa esperanza, pero la verdad había terminado por aflorar.
—No —dije en tono dolido—. Y aunque así fuera, podemos analizar las huellas dactilares de sus pinceles y cuchillos para comprobar a qué mano corresponden.
Aunque las huellas no estuvieran bien definidas, bastaría con ver el ángulo para revelar ese dato.
—Quizás era ambidiestra.
—Entonces encontraremos huellas de ambas manos.
Brody dio una chupada larga al cigarrillo.
—Ya sabe la historia de Grace, ¿o es que cree que Strachan mentía?
—No. No dudo que matara a Maggie y sabe Dios a cuánta gente más antes de llegar a la isla. Pero Strachan daba por hecho que también había matado a Janice Donaldson y a Duncan, y quizás en eso estaba equivocado.
Tenía la esperanza de que Brody se echara a reír, de que descubriera un error en mi razonamiento, pero se limitó a suspirar.
—Creo que ha pasado demasiado tiempo en la isla. Ve cosas donde no las hay.
Tuve que humedecerme la boca antes de poder seguir.
—¿Cómo ha sabido que a Duncan lo mataron con su propia linterna?
—¿Es que no fue así? —preguntó Brody frunciendo el ceño—. Creía que lo había dicho usted.
—No, yo nunca he dicho tal cosa. Lo sospechaba, pero no se lo dije a nadie. De hecho ni siquiera mencioné la linterna hasta que llegó la brigada forense.
—Pues se lo habré oído comentar a alguien de la brigada.
—¿Cuándo?
—No lo sé —respondió gesticulando con el cigarrillo, ligeramente molesto—. Puede que ayer.
—No recogieron la linterna hasta la noche, y hasta que se hayan realizado las pruebas pertinentes en el laboratorio nadie sabrá con certeza si ésa fue el arma que mató a Duncan. Es imposible que alguien haya dicho algo.
Brody se quedó mirando la negra aguja del Stac Ross entrecerrando los ojos para evitar el reverbero del sol. Las olas se estrellaban contra las rocas a sesenta metros bajo nuestros pies.
—Qué más da, David.
Pero para mí era importante. Mi corazón latía con tanta fuerza que casi podía oírlo.
—Grace no mató a Duncan, ¿verdad? Y tampoco a Janice Donaldson.
La única respuesta que obtuve fueron los graznidos de las gaviotas y el lejano romper de las olas al pie de los acantilados. «Di algo. Niégalo.» Pero Brody parecía una estatua labrada en la misma piedra que el Bodach Runa, silencioso e implacable.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —pregunté cuando al fin logré articular palabra.
Brody dejó caer el cigarrillo al suelo y lo pisó con el pie. Luego recogió la colilla y se la guardó en el bolsillo.
—Por Rebecca.
Tardé un momento en identificar el nombre. Rebecca era su hija, la que había desaparecido y a la que Brody llevaba años intentando encontrar. Sus palabras volvieron a mí, cristalinas y terribles: «Está muerta». De pronto todo cobraba sentido.
—Usted creía que Strachan había asesinado a su hija y mató a Janice Donaldson para incriminarlo.
El dolor de su mirada confirmaba mis sospechas. Sacó otro cigarrillo y lo encendió antes de contestar.
—Fue un accidente. Llevaba años intentando recabar pruebas contra Strachan. Por eso me vine a vivir a esta isla abandonada de la mano de Dios, para estar cerca de él.
Una gaviota planeó por encima de nosotros, inclinando las alas en busca de las corrientes de aire. De pie bajo el frío invernal, experimenté una repentina sensación de irrealidad, como si un ascensor se precipitase a una velocidad endiablada.
—¿Sabía que había matado a más gente?
El viento se llevó el humo del cigarrillo.
—Tenía razones para creerlo. Empezaba a sospechar que Becky estaba muerta. Pude seguirle la pista durante un tiempo, pero luego le perdí el rastro. Entonces me llegaron rumores de que, antes de desaparecer, se había estado viendo con un sudafricano rico, así que investigué sobre ello. Averigüé que Strachan había viajado mucho y que había vivido en distintos países, pero siempre durante breves períodos de tiempo. Busqué en los archivos de prensa sus lugares de residencia y encontré informes de chicas muertas o desaparecidas coincidentes con esas fechas. No podía ser producto del azar. Cuanto más buscaba, más convencido estaba de que Becky era una de las víctimas. Todo encajaba.
—¿Y no lo denunció a la policía? ¡Ha sido usted inspector, por el amor del cielo! ¡Le habrían creído!
—Sin pruebas, no. Durante la búsqueda de Becky me harté de pedir favores; mucha gente creyó que había perdido la chaveta. Además, si me enfrentaba directamente a Strachan, sólo conseguiría que desapareciera. Por suerte, Rebecca había utilizado el apellido de su padrastro, así que era imposible que nos relacionara. Preferí obrar con paciencia y por eso vine aquí, a esperar que se delatara.
Mientras le escuchaba me recorrieron escalofríos que nada tenían que ver con el frío.
—¿Y qué pasó? ¿Se hartó de esperar? —pregunté, sorprendido ante mi propia rabia.
Brody dejó caer la ceniza del cigarrillo, que el viento desintegró.
—No. El problema fue Janice Donaldson.
Con una expresión inescrutable en el rostro, Brody procedió a relatarme que seguía a Strachan cuando éste iba a Stornoway, que se inventaba negocios y reuniones y tomaba el transbordador para adelantarse a él, que efectuaba el trayecto en su yate. Al principio temía que Strachan fuese a buscar una nueva víctima, pero al comprobar que no les ocurría nada a las mujeres con las que se encontraba, el alivio de Brody se tornó en desconcierto y, por último, en frustración.
Una noche, al fin, decidió abordar a Janice Donaldson en Stornoway, a la salida de un bar. Le ofreció dinero a cambio de información, con la esperanza de descubrir algo más acerca de las costumbres de Strachan, acaso cierta inclinación a la violencia. Era la primera vez que mostraba las cartas al enemigo; era un riesgo calculado, pero concluyó que valía la pena correrlo. Por lo demás, Janice Donaldson no tenía la menor idea de quién era.
O por lo menos eso creía.
—Me reconoció —dijo Brody—. Resultó que había vivido en Glasgow y alguien le había hablado de mí cuando yo andaba en busca de Becky. Donaldson la había conocido. Se le había pasado por la cabeza pedir la recompensa que yo ofrecía a cambio de información, pero la detuvieron por prostitución antes de que pudiera hacerlo. Cuando la soltaron yo ya había desaparecido. De modo que cuando volví a encontrarla se ofreció a venderme esa información.
Inspiró una larga bocanada y expulsó el humo para que se lo llevara el viento.
—Me dijo que Becky se había metido en el mundo de la prostitución. Como sabía la vida que había llevado, supongo que en cierta manera me lo imaginaba. Claro que cuando te dicen algo así, y más una persona como ella... Cuando le dije que no pensaba pagarle, me amenazó con contarle a Strachan que había estado haciendo preguntas. Luego empezó a decir cosas sobre Rebecca, cosas que un padre no debería oír. Entonces le pegué.
Brody tendió la mano y la contempló unos instantes. Recordé lo poco que le había costado dejar fuera de combate a Strachan en el broch. Pensé en mi brazo inmovilizado por el cabestrillo y en el borde del acantilado, que se abría a sólo unos metros. Hice lo posible por no mirar ni retroceder.
—Siempre he tenido golpes de genio —dijo ahora en un tono más dulce—. Mi mujer me dejó por eso. Por eso y por la bebida. Creía que lo tenía bajo control. Por entonces sólo bebía té, y ni siquiera le pegué muy fuerte, el caso es que estaba borracha. Estábamos en el muelle, cayó de espaldas y se dio de cabeza contra un montante.
Resultaba, pues, que no había sido golpeada con una maza, aunque el impacto había sido igualmente violento.
—Y si fue un accidente, ¿por qué no se entregó a la policía?
Por primera vez la irritación se hizo patente en la mirada de Brody.
—¿Para que me encerrasen por homicidio involuntario mientras ese asesino hijo de la gran puta seguía en la calle? Ni hablar. Y menos teniendo alternativas.
—Incriminarle.
—Llámelo como quiera.
Era una idea retorcida, pero lógica a fin de cuentas. Janice Donaldson no tenía vínculo alguno con Brody, pero sí con Strachan. Cuando la encontraran muerta en Runa y se descubriera que él era uno de sus clientes —y Brody se aseguraría de que así fuera—, todas las sospechas recaerían sobre él. Tal vez no fuese el desenlace ideal, pero en cierto modo se haría justicia.
Para Brody era mejor eso que nada.
Mientras escuchaba reparé en algo más. Recordé que el cráneo de Janice Donaldson estaba agrietado, pero no roto.
—No estaba muerta, ¿verdad?
Brody volvió a mirar en dirección al Stac Ross.
—Yo así lo creía. La metí en el maletero del coche. De haberlo sabido, no me habría arriesgado a subirla al transbordador. Ya en la isla, al abrir el maletero vi que había vomitado, y entonces caí. Claro que para entonces ya había muerto.
«Claro —pensé—, imposible sobrevivir a una travesía en barco con una herida como ésa.» Debió de sufrir una hemorragia que sin atención médica inmediata tuvo que ser mortal de necesidad. Quizás habría muerto incluso si la hubieran atendido a tiempo.
Pero no tuvo esa oportunidad.
Brody siguió adelante con su plan. Para incriminar a Strachan, sembró el caserío de pistas falsas: pelos de su retriever, huellas de una de sus botas, que Brody se había llevado una noche del granero y posteriormente había restituido para que la policía pudiera encontrarlas. Luego había prendido fuego al cuerpo, no sólo para destruir cualquier pista que pudiera llevar hasta él, sino también para dificultar la tarea de seguir el rastro de Janice Donaldson, de que no había muerto en el caserío, un dato que se habría sabido enseguida después de examinar el cuerpo. Incluso se había vendido el coche y había comprado uno nuevo, pues era plenamente consciente de que, por más que lo limpiara, en el maletero seguirían quedando pruebas microscópicas. Aprovechándose de su experiencia corno policía, Brody había tenido en cuenta hasta el menor detalle.
Pero en la muerte, como en la vida, resulta imposible preverlo todo.
—Mi intención era que otra persona encontrase el cuerpo —dijo tras dar una fuerte calada al cigarrillo—. Pero tras un mes de espera, ya no pude soportarlo más. Dios mío, el día que volví y me topé con aquello... —dijo, y sacudió la cabeza en silencio—. No utilicé mucha gasolina, la suficiente para dar la impresión de que el asesino había intentado quemar el cuerpo pero con resultado fallido. Pretendía que fuera posible identificarlo y que lo clasificaran como homicidio; si no, no tenía sentido. Decidí denunciarlo y cruzar los dedos para que la brigada forense hiciera bien su trabajo.
Pero en vez de la brigada forense, le habían enviado a un sargento alcohólico y a un agente carente de la menor experiencia. Y a mí.
Su engaño empezaba a producirme un malestar físico. Nos había utilizado a todos, se había aprovechado de nuestra confianza para ponernos sobre la pista de Strachan. De ahí su reticencia a aceptar a Cameron o a Kinross como sospechosos. Un amargo regusto a hiel me subió por la garganta.
—¿Y Duncan? —pregunté, demasiado furioso; ya temía provocarlo—. ¿Qué fue, un daño colateral?
Brody encajó la acusación sin pestañear.
—Cometí un error. Al derrumbarse el caserío, desaparecieron todas las pruebas que yo había dispuesto. Empezaba a temer que no hubiera base suficiente para incriminar a Strachan aun cuando el cuerpo pudiera ser identificado. Duncan era un chico listo, así que le estuve tanteando y decidí utilizarle. —Sacudió la cabeza, furioso consigo mismo—. Qué idiota. No debería haber complicado las cosas. No le dije gran cosa, sólo que sospechaba de Strachan y que alguien debería investigar en su pasado. Creía que podría ir diseminando fragmentos de información y dejar que el muchacho se atribuyera el mérito de las conclusiones. Entonces fue cuando metí la pata. Le dije que Strachan iba de putas a Stornoway. —Brody se quedó mirando la punta encendida del cigarrillo—. Lo primero que Duncan me preguntó fue que cómo lo sabía. Le dije que se trataba de un rumor, pero era consciente de que no bastaría con eso porque a nadie en Runa le constaba que fuera así. Además, elegí el peor momento, porque poco después usted dijo que probablemente la víctima era una prostituta de una gran ciudad. Sabía que Duncan empezaba a preguntarse cómo había accedido yo a esa información, así que no podía arriesgarme.
No, no podía. Al oírlo, comprendí por qué Duncan estaba tan pensativo la última vez que lo vi con vida. Tal vez para entonces ya tenía sospechas bien fundadas, cosa que Brody no podía permitirse. No podía dejar que nadie creyera que había estado siguiendo a Strachan ni que tenía claros motivos para jugársela.
Aunque eso supusiera guardar silencio acerca del asesinato de su propia hija.
—Son las pequeñas cosas las que terminan delatándole a uno —dijo casi en un suspiro—. Como la maldita linterna. Yo llevaba una palanca, pero Duncan debió de ver el reflejo de mi linterna mientras yo estaba fuera. Podría haberle atacado cuando salió a echar un vistazo, pero esperé a que volviera adentro. Supongo que para ganar tiempo. Después de abrirme la puerta, dejó la linterna sobre la mesa, así que la cogí y le golpeé con ella. —Y encogiéndose de hombros agregó—: En ese momento me pareció que era lo que debía hacer.
El asco que me producía no hacía sino alimentar mi cólera.
—Y los incendios no eran más que un modo de distraer la atención, ¿no? No quemó el centro cívico y la caravana para eliminar las pruebas forenses. Sólo quería que lo creyéramos así para que la muerte de Duncan pareciera accidental. De paso, eso le permitiría colocar el tapón del bidón y volver a implicar a Strachan... —Al ver que todas las piezas iban encajando, tuve que hacer una pausa—. Por eso Grace se quedó sin gasolina, porque usted la extrajo para provocar los incendios.
—Tenía que sacarla de alguna parte. Si la extraía del depósito de Strachan, habría despertado sospechas. —Hasta entonces Brody había estado oteando el horizonte, pero en ese momento dirigió su mirada hacia mí—. Que conste que cuando provoqué el fuego no tenía ni idea de que usted aún estaba dentro del consultorio. Como no había luz y se había ido la corriente, di por sentado que no habría nadie.
—¿Habría actuado de forma distinta de haberlo sabido?
Brody dejó caer la ceniza del cigarrillo.
—Probablemente no.
—Por el amor de Dios, ¿en ningún momento se le ocurrió que podía estar equivocado, que la situación era más compleja de lo que usted creía? ¿Qué me dice del destrozo en el yate y la agresión de Grace? ¿No se preguntó por qué Strachan iba a hacer algo así si no había matado a nadie?
—A nadie de la isla, quizá —dijo, y por primera vez advertí un tono extraño en su voz—. Creía que tenía miedo y que querría abandonar la isla antes de que la policía empezara a acosar a todo el mundo con preguntas. No le interesaba que hurgaran demasiado en su pasado.
—Pero el problema no era su pasado, sino el de su hermana, ¿verdad? ¡Se equivocó usted de hermano!
Suspiró y mirando de nuevo al horizonte dijo:
—Así es.
Qué ironía. Debido a los intentos de Brody por incriminar a su hermano, Grace, como el resto de isleños, había llegado a creer que había un asesino suelto en Runa y que por poco se la cobra a ella misma como víctima. Grace aprovechó la coyuntura para asesinar a Maggie y quemar su cuerpo para que diera la impresión de que el asesino de Duncan y Janice Donaldson había vuelto a atacar.
Así se cerraba el círculo.
—¿Valía la pena? —pregunté en voz baja—. ¿Valía la pena acabar con la vida de Duncan y los demás?
El viento soplaba sobre las duras e inescrutables facciones de Brody, enmarcadas por el frío azul del cielo.
—Usted me dijo que también tuvo una hija.
Guardé silencio. La rabia empezaba a desvanecerse, dejando tras de sí un poso de tristeza y cierto temor por la situación en que me encontraba. Por primera vez reparé en el cuidado que había puesto Brody en ir guardando las colillas en el paquete. No había dejado ni una prueba de su presencia en la cumbre. Aunque yo pudiera valerme de ambos brazos, él era más corpulento y fuerte que yo. Además, ya había matado dos veces; ¿por qué no iba a hacerlo una tercera?
Lancé una mirada furtiva al borde del acantilado, que se encontraba a pocos metros. «A ver si, después de todo, no vas a salir de Runa», pensé con espanto.
Una mancha oscura apareció en el horizonte. Parecía pender inmóvil en el aire, lo que me hizo descartar que fuera un pájaro. Pensé que el helicóptero de los guardacostas llegaba antes de tiempo, pero mis esperanzas no tardaron en esfumarse: aún estaba demasiado lejos, tardaría diez o quince minutos en llegar adonde estábamos.
Demasiado tiempo.
Brody también había visto la mancha y no apartaba los ojos de ella. El viento le alborotaba el cabello entrecano y el cigarrillo estaba a punto de quemarle los dedos.
—Fui un buen policía —dijo como quien hace un comentario al paso—. Como marido y como padre fui un desastre, pero como policía era bueno. Al principio uno está del bando de los buenos, y de pronto se da cuenta de que se ha convertido en lo que odia. ¿Cómo es posible?
Yo miraba desesperadamente hacia el helicóptero. Parecía inmóvil. A esa distancia era imposible que ninguno de los ocupantes pudiera vernos. Intenté sacar el brazo del cabestrillo por debajo del abrigo, aun sabiendo que de nada iba a servirme.
—¿Y ahora qué? —pregunté en un intento por aparentar serenidad.
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su boca.
—Buena pregunta.
—Lo de Janice Donaldson fue un accidente. Y lo que le ocurrió a Rebecca será considerado como atenuante.
Brody dio una última calada al cigarrillo y luego lo pisó cuidadosamente con la suela del zapato y se guardó la colilla en el paquete junto con el resto.
—No pienso ir a prisión. No sé si a estas alturas sirve de algo, pero quiero que sepa que lo siento.
Levantó la cara al sol y cerró los ojos un instante. Luego se agachó y acarició a la vieja border collie.
—Buena chica. Quédate aquí.
Cuando se levantó, di un paso atrás sin quererlo, pero en vez de ir hacia mí echó a andar sin prisa en dirección al borde del acantilado.
—¿Brody...? —dije al intuir sus intenciones—. ¡Brody, no!
El viento se llevó mis palabras. Fui tras él, pero ya había llegado al borde y, sin vacilar, dio un paso en el vacío. Por un momento pareció que flotaba sostenido por el viento. Luego desapareció.
Me detuve y me quedé contemplando el aire vacío donde estaba hacía apenas un momento. Ya no había nada. Sólo los graznidos de las gaviotas y el sonido de las olas rompiendo al fondo.
Epílogo
Hacia el verano, los sucesos ocurridos en Runa empezaron a diluirse, desdibujados por el efecto paliativo del recuerdo. Los análisis post mórtem apenas revelaron nada que no supiéramos de antemano. A fin de cuentas, como decía Strachan, los muertos muertos estaban, y a los demás nos tocaba seguir adelante con el oficio de vivir.
Durante el registro de la casa de Brody apareció el archivo que éste había reunido sobre Strachan, una pesquisa policial realizada a conciencia, como era de esperar. Su error había sido no hurgar lo suficiente; como a todo el mundo, a Brody nunca se le había pasado por la cabeza poner en duda que Grace fuera la esposa de Strachan.
Una omisión que se había revelado fatal.
El archivo contenía una escalofriante lista de víctimas, aunque no había forma de saber en cuántas se había equivocado Brody, como en el caso de Strachan. Es posible que nunca llegue a conocerse la suerte de algunas de las víctimas de Grace.
Como la de Rebecca Brody.
Una barca de pesca rescató el cuerpo de su padre una semana después de que se arrojara al acantilado. La caída y el agua salada habían operado su típica labor transformadora, pero no cabía duda de que era él. Un cabo suelto menos, cosa que seguramente habría hecho feliz al ex inspector, que se exasperaba con el desorden.
No todo tuvo un desenlace igual de satisfactorio. Alimentado por las bebidas alcohólicas del bar y la gasolina del generador, el incendio desatado a raíz de la explosión de las bombonas de gas arrasó el hotel hasta los cimientos. Si unos cuantos fragmentos de hueso, demasiado deteriorados como para extraer muestra alguna de ADN, pudieron relacionarse con Cameron, fue gracias a su localización en el bar. En el caso de Grace y Michael Strachan, que habían muerto en la cocina, resultó imposible saber a quién pertenecían los escasos fragmentos óseos carbonizados que se lograron recuperar.
Strachan no se había librado de su hermana ni en la hora de su muerte.
Ironías de la vida, Runa parecía prosperar. Lejos de convertirse en otra Santa Kilda, el eco de lo ocurrido generó una gran afluencia de periodistas, arqueólogos, naturalistas y turistas atraídos por ese inesperado salto a la fama. Nadie sabía hasta cuándo iba a durar aquello, pero por el momento el transbordador de Kinross iba solicitado a todas horas e incluso se habló de edificar otro hotel, aunque no lo regentaría Ellen McLeod.
Volví a ver a Ellen durante la investigación por el suicidio de Brody. Se comportó con la dignidad y reserva habituales en ella, y aunque se apreciaban sombras bajo sus ojos, también había en ellos un renovado optimismo. Ella y Anna se fueron a vivir a Edimburgo, donde se instalaron en una pequeña casa que sufragó el seguro del hotel. Tanto Strachan como Brody las habían tenido en cuenta en sus testamentos, pero Ellen invirtió las herencias en un fondo para la reconstrucción de la isla. Hizo gala de ese rigor tan propio de ella: decía que ese dinero estaba manchado de sangre y que no quería tener nada que ver con él.
Sin embargo, algo sí se llevó de Runa: la border collie de Brody. De no haberlo hecho, habría muerto, y, como decía Ellen, era injusto que la perra pagara las faltas de su amo.
Pensé que Brody se habría sentido muy agradecido.
Por lo que a mí respecta, me sorprendió constatar con qué rapidez recupera la vida su cauce habitual. A veces me preguntaba cuántas muertes nos habríamos ahorrado si nunca hubiera ido a Runa, si el asesinato de Janice Donaldson se hubiera clasificado como muerte accidental. Naturalmente era consciente de que la obsesión enfermiza de Brody con Strachan le habría llevado a nuevas tentativas, y que la locura de Grace habría aflorado tarde o temprano, pero de alguna forma aquellas muertes me pesaban en la conciencia.
Una noche que no podía dormir pensando en todo aquello, Jenny se despertó y me preguntó qué ocurría. Quise explicárselo, exorcizar los fantasmas que habían vuelto conmigo de la isla, pero, a saber por qué, no pude.
—Nada —dije sonriendo para restarle importancia. En ese momento me di cuenta de que esas pequeñas mentiras son las que erosionan una relación—. No puedo dormir.
Las cosas ya estaban tensas de por sí desde mi regreso. Los sucesos ocurridos en Runa no hicieron más que reafirmar la aprensión de Jenny hacia mi oficio. Yo sabía que para ella mi trabajo era un vínculo demasiado directo con el pasado y que me encadenaba a mis muertos de una forma que le provocaba inquietud. En eso se equivocaba: si alguna vez quise dejar mi trabajo, fue precisamente por lo que le había ocurrido a mi familia. Pero Jenny no se convencía.
—David, eres un médico con experiencia —dijo en el transcurso de una de nuestras discusiones encubiertas—. Podrías encontrar trabajo en mil consultorios. A mí no me importaría si tuviéramos que trasladarnos.
—¿Y si no es lo que yo quiero?
—¡Una vez sí lo quisiste! ¡Tratarías con la vida, no con la muerte!
Me resultaba imposible hacerle comprender que, tal como yo lo veía, mi trabajo también tenía relación con la vida. Con la manera en que la gente perdía la vida y con quienes se la arrebataban. En mis manos estaba que no se la arrebataran a nadie más.
Pasaron las semanas y fuimos limando tensiones. Llegó el verano, con sus días cálidos y sus noches templadas, y los acontecimientos de Runa me parecieron más distantes que nunca. Nuestro futuro seguía siendo incierto pero, como de resultas de un pacto tácito, tampoco discutíamos sobre él. La tensión seguía latente y, si bien nunca llegaba a convertirse en borrasca, tampoco desaparecía por el horizonte. Me invitaron a una estancia de investigación de un mes en la Unidad de Investigación Antropológica de Tennessee, la llamada Granja de Cuerpos, donde tanto había aprendido. El viaje estaba programado para otoño, pero pasaban las semanas y yo no me decidía. No me preocupaba sólo el viaje, que para Jenny representaba un problema ya de por sí, sino la declaración de intenciones implícita en su aceptación. Mi trabajo formaba parte de mí, pero también lo era Jenny. Por poco la pierdo una vez. No soportaría perderla de nuevo.
Y aun así, seguí postergando la decisión.
Finalmente, un sábado por la tarde nos reencontramos con el pasado.
Estábamos en mi piso y no en el de Jenny, porque el mío es una planta baja con una pequeña terraza en la parte trasera, lo bastante grande para poner una mesa y unas sillas en verano. Era una tarde cálida y soleada, y habíamos invitado a unos cuantos amigos para hacer una barbacoa. Faltaba media hora para que llegasen, pero yo ya había encendido el fuego. La cerveza fría y el olor del carbón auguraban una agradable tarde de fin de semana. Además, ambos asociábamos las barbacoas con el día en que nos conocimos. Jenny acababa de sacar las ensaladas y me estaba poniendo una oliva en la boca cuando sonó el teléfono.
—Ya lo cojo yo —dijo ella al ver que yo dejaba las pinzas y la espátula—. No vas a escaquearte de cocinar tan fácilmente.
Sonreí y la seguí con la mirada. En los últimos meses se había dejado crecer el pelo, que llevaba recogido en la parte de atrás. Le favorecía. Satisfecho, di un trago a la cerveza y volví a ocuparme del carbón. Estaba echando un poco de líquido combustible para la barbacoa cuando Jenny volvió y, enarcando una ceja, dijo:
—Una mujer que pregunta por ti. Dice que se llama Rebecca Brody.
Me quedé mirándola.
Nunca le había dicho a Jenny cómo se llamaba la hija de Brody porque sabía que prefería no conocer ésos detalles. Oír ese nombre de sus labios, después de tantos meses, me dejó sin habla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jenny mirándome preocupada.
—¿Qué más ha dicho?
—No mucho. Quería saber si estabas en casa y ha dicho que querría verte. Creo que por mi tono de voz ha notado que no me hacía mucha gracia, pero ha dicho que serían sólo cinco minutos. Oye, ¿te encuentras bien? Ni que hubieras visto un fantasma.
Perplejo como estaba, me eché a reír.
—Tiene gracia que digas eso.
La expresión de Jenny cambió cuando le expliqué de quién se trataba.
—Perdóname —dije al terminar—. Creía que estaba muerta. No sé qué querrá de mí. Ni cómo ha averiguado dónde vivo.
Jenny permaneció en silencio un momento y luego dejó escapar un suspiro.
—No pasa nada, no es culpa tuya. Seguro que tiene una buena razón.
Al instante sonó el timbre de la puerta y yo le dirigí a Jenny una mirada insegura. Ella sonrió, se inclinó cariñosamente hacia mí y me besó.
—Anda, ve. Os dejaré a solas para que habléis. Pregúntale si le apetece quedarse a comer, si quieres.
—Gracias —dije, y la volví a besar antes de ir a abrir.
Me alegraba la comprensiva reacción de Jenny, pero no estaba muy seguro de querer tener a la hija de Brody como invitada. Era innegable que sentía cierta curiosidad pero, al mismo tiempo, la idea de encontrarme con ella cara a cara me ponía nervioso. Su padre había muerto en el convencimiento de que estaba muerta.
Y otras cinco personas habían muerto por ello.
De todas formas, no podía echársele la culpa, pensé. «Dale una oportunidad.» Ella había hecho el esfuerzo de ir a verme. No lo habría hecho de no sentirse mínimamente responsable de lo ocurrido.
Respiré hondo y abrí la puerta.
En el umbral había una joven pelirroja, esbelta, bronceada y con unas gafas de sol que le ocultaban parte del rostro, aunque ni éstas ni el vestido holgado y poco favorecedor que llevaba puesto eran suficientes para ocultar su formidable belleza.
—Hola —saludé con una sonrisa.
Había en ella algo familiar que intenté determinar sin éxito comparando sus rasgos con los de Brody. Al sentir el perfume de almizcle, la sonrisa se me congeló en los labios.
—Hola, doctor Hunter —dijo Grace Strachan.
De pronto todo pareció moverse a cámara lenta y con una nitidez insólita. Me dio tiempo a pensar que, después de todo, alguien había roto las amarras del yate. Entonces Grace sacó un cuchillo del bolso.
La imagen del arma me hizo salir del estado de shock. Cuando reaccioné ya se estaba abalanzando sobre mí y era demasiado tarde. Aferré la hoja, pero el filo me cortó la palma de la mano y los dedos hasta el hueso. Apenas había empezado a sentir el dolor cuando la hoja se clavó en mi abdomen.
No sentí dolor, sólo frío y... desconcierto. Y la sensación de que alguien había vulnerado las reglas. «Esto no puede estar ocurriendo.» Pero así era. Tomé aire con la intención de gritar, pero sólo pude emitir un sordo jadeo. Cogí la empuñadura del cuchillo y noté la textura pegajosa y húmeda de mi sangre, que manchaba sus manos y las mías. Cerré la mano con todas mis fuerzas. Grace intentaba retirar la hoja, pero yo no cedí ni aun cuando me fallaron las piernas. «Mantenlo ahí, mantenlo ahí o eres hombre muerto y Jenny correrá la misma suerte.»
Grace gruñía intentando recuperar el cuchillo y se agachó junto a mí cuando caí contra la pared. Finalmente, dejó escapar un bufido de resignación y soltó el arma. Se puso en pie entre resuellos y con una mueca en los labios.
—¡Me dejó ir! —exclamó, y vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas en surcos paralelos—. ¡Él se mató pero a mí me dejó ir!
Intenté decir algo, cualquier cosa, pero las palabras no acudían a mí. Por un momento permaneció allí, mirándome con el rostro descompuesto, y de repente se esfumó. El umbral se quedó vacío y se oyeron unas pisadas alejándose calle abajo.
Me miré el abdomen y vi la empuñadura del cuchillo, que sobresalía de él de una forma repugnante. La sangre me empapaba la camisa y seguía manando. Noté que se formaba un charco sobre las baldosas del suelo. «Levántate. Muévete.» Pero no me quedaban fuerzas.
Quise gritar, pero sólo logré emitir un quejido. Empezaba a oscurecer y estaba refrescando. «¿Tan pronto? Pero si es verano...» Seguía sin notar dolor, sólo una rigidez cada vez más extendida. Desde una calle cercana se oyó la sirena del camión de los helados. También podía oír a Jenny yendo de un lado a otro de la terraza, colocando los vasos. Era un sonido familiar y agradable. Sabía que debía moverme, pero me suponía un esfuerzo abrumador. Una neblina empezaba a cubrirlo todo. Sólo recuerdo que era incapaz de soltar el cuchillo, aunque ya no sabía por qué.
Sólo sabía que era vital no soltarlo.
FIN
Agradecimientos
Embarcarse en una secuela supone un gran riesgo para cualquier escritor. Son varias las personas que me han ayudado a conseguir que Entre las cenizas llegue a buen término. El agente Iain Souter de la policía de Shetland me ofreció informaciones valiosísimas acerca de las dificultades que plantea realizar labores policiales en las islas más remotas de Escocia y me puso al corriente acerca de la vida cotidiana de las islas; gracias, Iain. El doctor Tim Thomson, profesor de antropología forense en la Universidad de Teesside (antes Universidad de Dundee), compartió generosamente conmigo sus conocimientos sobre muertes por fuego, y el doctor Arpad Vass, del Laboratorio Nacional de Oak Ridge, Tennessee, solventó una vez más mis dudas con la máxima diligencia. Me he valido, asimismo, de varias obras especializadas: Death's Acre, del doctor Bill Bass y Jon Jefferson (publicado en castellano como La granja de cadáveres); Introduction to Forensic Anthropology, de Steven N. Byers; Flesh and Bone, de Myriam Nafte, y Corpse, de Jessica Snyder Sachs. Barry Gromett, del Met Office (el Servicio Meteorológico Oficial del Reino Unido), me informó sobre las condiciones que se dan durante las tormentas invernales en las Hébridas Exteriores. El departamento de Seguridad contra Incendios de Yorkshire del Sur, el departamento de Policía de Escocia del Norte y el Consejo de Enfermería y Obstetricia me proporcionaron asimismo una ayuda de valor incalculable. Cualquier error o inexactitud debe ser considerado, no obstante, de mi entera responsabilidad.
Quisiera dar las gracias a mis agentes, Mic Cheetham y Simon Kavanagh; Camilla Ferrier, Caroline Hardman y al resto de los miembros de Marsh Agency; así como a mi editor Simon Taylor y al equipo de Transworld, y a mi editora estadounidense Caitlin Alexander. Gracias también a Jeremy Freeston por echarse la cámara al hombro sin vacilar, a Ben Steiner por sus sugerencias, a Kate Hurley y SCF por leer el manuscrito, y a mis padres, Sheila y Frank Beckett, por su constante apoyo y entusiasmo. Por último, gracias a mi esposa Hilary por sus consejos editoriales —dolorosos a veces—, y, sobre todo, por su paciencia.
1 Véase, del mismo autor, La química de la muerte, Barcelona, Círculo de Lectores, 2009.