Publicado en
febrero 07, 2010
Gracias a sus elevadas expectativas pudieron obtener grandes logros, especialmente Robinson Cuevas (sentado en el centro), quien demostró que la directora tenía razón.Una escuela de Harlem y su directora nos muestran el camino a la excelencia
Por Collin Perry. Fotografías de Robin BowmanLORRAINE MONROE se quedó boquiabierta al contemplar el espectáculo que tenía enfrente. Había entrado en el estacionamiento de la Escuela de Enseñanza Media Frederick Douglass, en Harlem, en el momento en que sonaba la campana para anunciar que la penúltima clase había terminado. Decenas de estudiantes salían en tropel de las aulas, corriendo y gritando como locos.
—Eso no es nada —le dijo uno de los administradores—. He visto libros, y hasta sillas, salir volando por las ventanas. Corría el mes de mayo de 1991, y Lorraine Monroe había ido a darse una vuelta por la escuela donde acababan de nombrarla directora. Mientras los muchachos armaban un escándalo y entrechocaban las palmas de las manos con los brazos en alto, le contaron que, días antes, unos estudiantes habían trepado por una cerca de alambre de poco más de cuatro metros de alto, y luego, para amortiguar su caída, habían saltado sobre los coches de los maestros, que estaban estacionados abajo.Lorraine sabía que la escuela Frederick Douglass —que alguna vez figuró entre las mejores de la Ciudad de Nueva York— había perdido su prestigio académico. Sin embargo, pese a su larga experiencia, no estaba preparada para esto. Mientras se dirigía a la oficina de Howard Lew, el administrador de la escuela, se abrió paso entre los inmundos corredores pintarrajeados con grafitos, esquivando a los alumnos que estaban sentados en el suelo y a otros que deambulaban en grupos, no obstante que ya se habían reanudado las clases.Al recorrer el edificio con Lew, Lorraine reparó en los vidrios rotos y en los pizarrones cubiertos de grafitos. En muchos salones, parecía que hubieran aporreado sistemáticamente el techo; el fuego había consumido otras aulas y las habían tenido que tapiar.En todos los salones, los alumnos estaban sentados en el antepecho de las ventanas, riendo y chismeando, mientras el maestro se esforzaba en vano por enseñar. Los pocos que querían aprender no podían hacerlo debido al caos, o tenían miedo de intentarlo.—¿Ya vio lo suficiente? —preguntó Lew.Lorraine asintió con la cabeza. Esto no es una escuela, pensó. Es un chiquero. ¿Qué voy a hacer?EL TEJEDOR DE SUEÑOS
Lorraine había crecido cerca de la escuela Frederick Douglass. Por aquel entonces los barrios no estaban tan asolados por las drogas y las pandillas, pero tampoco podía decirse que la vida fuera miel sobre hojuelas. En muchos sentidos, la obstinada madre de Lorraine fue el sostén moral de la familia. Ella sudaba la gota gorda para organizar la casa, asearla, hacer las compras y arrear a todo el mundo los domingos para ir a la iglesia. Ella hizo de esto una verdadera tradición.
Eso es lo que hace falta aquí: orden y tradición, pensó Lorraine. Los chieos necesitan un lugar para refugiarse del caos.Pero el ritual y la tradición por sí solos no eran la solución. El padre de Lorraine, obrero metalúrgico, era una de esas personas que siempre sorprenden a los demás haciendo cosas inesperadas y atrevidas.De niña, Lorraine leía ávidamente los anuncios clasificados para buscar casas de campo.—¡Mira ésta, papá! —exclamaba—. ¡Tiene chimenea! ¡Cómo me gustaría que tuviéramos una! ¿Te imaginas?Y su padre le respondía:—Sí, mi cielo, sería estupendo.—Aquí hay otra: "Se vende casa de dos pisos... y ¡mira!, tiene chimenea".Un sábado, su padre se presentó con unas tablas para construir una chimenea en la sala de su apartamento. ¿Que no había tiro? Eso no era problema. Al poco tiempo la familia estaba disfrutando de la mejor chimenea eléctrica del vecindario. A veces uno tiene que empezar de cero... y ser audaz.Lorraine cayó en la cuenta de que eso era lo que iba a tener que hacer con la escuela Frederick Douglass.UNA VERDADERA ESCUELA
A la vuelta de unas semanas Lorraine anunció:
—Se cierra la escuela, señor Lew, vamos a empezar de nuevo.Explicó que había hablado con la junta escolar sobre una manera distinta de enfocar la situación. En vista de que el plantel era una vergüenza, estaban dispuestos a probar cualquier cosa.—Vamos a abrir la escuela otra vez en septiembre y a empezar con el primer grado; el año que entra vamos a impartir el primero y el segundo grados, y así sucesivamente hasta que tengamos una escuela de enseñanza media totalmente nueva. Ahora se llamará Academia Frederick Douglass.—¿A dónde van a mandar a los alumnos mientras tanto? —preguntó Lew.—Otras escuelas los van a absorber.Ella advirtió la mirada de preocupación de su colega.—Howard, tenemos una oportunidad única; no sólo de experimentar, sino de crear un modelo para todas las escuelas de los barrios pobres. Se trata de organizar un plantel con verdaderos programas académicos, logros y disciplina; o sea, una verdadera escuela.Lew le dio un golpe al escritorio con la palma de la mano.—¡Una verdadera escuela! ¡Bravo!Lorraine redactó una lista de "Doce reglas no negociables" que todos los alumnos debían observar si no querían sufrir las consecuencias, que iban desde la suspensión dentro de la escuela hasta la expulsión. Quedarían prohibidos los caramelos, la goma de mascar, los sombreros y los radios. No se toleraría ninguna forma de violencia física o verbal. Se sancionaría a quien estropeara las instalaciones de la escuela. El uso diario del uniforme sería obligatorio. Los estudiantes deberían respetar en todo momento al personal docente y a sus condiscípulos.Los maestros, por su parte, elaboraron un plan de estudios.—Las materias básicas van a ser matemáticas, ciencias exactas, ciencias sociales, lengua nacional y una lengua extranjera —declaró Lorraine.Algunos maestros dejaron la escuela, pues consideraron que no se sentirían a gusto en un ambiente tan disciplinado. Esto le permitió a Lorraine contratar a maestros nuevos, personas con entusiasmo y determinación.EXPECTATIVAS ELEVADAS
A continuación, Lorraine tenía que lograr que la comunidad aceptara la academia. Como era de esperarse, los líderes de aquélla, aunque no los padres, objetaron el uso de los uniformes porque, según ellos, iban en contra de la libertad de expresión. Lorraine les respondió que los muchachos ya usaban uniformes: los de las pandillas violentas y los de las tiendas que venden ropa de diseñadores famosos.
Cuando le preguntaron qué esperaba de los padres de familia, respondió:—Que apoyen la idea de tener expectativas elevadas.El día de la inauguración, en septiembre de 1991, 150 alumnos con uniforme azul marino y blanco, y ojos de admiración, entraron en una escuela nueva. El interior, pintado de amarillo y azul, estaba reluciente, y unos azulejos blancos como la nieve cubrían los techos. Los salones esta-ban totalmente reacondicionados y listos para recibir a los alumnos.Había una sola excepción a la premisa de "volver a empezar": Robinson Cuevas, un chico dominicano que había reprobado lastimosamente en la vieja escuela y, no obstante, había logrado colarse en el proceso de revisión. Sus documentos fueron a dar al escritorio de Lorraine, marcados con un signo de interrogación de color rojo vivo. Tal vez esté cometiendo un error, pensó la directora, pero, ¿por qué no darle otra oportunidad al chico? Sobre la solicitud estampó el sello de "Aprobado".LAS REGLAS SON LAS REGLAS
Lorraine estaba en todas partes. Charlaba con los muchachos, alentaba a los maestros y visitaba las aulas. "Una directora que no sale de su oficina es como si se quedara en su casa", decía.
El resultado de todo este esfuerzo fue una excelente escuela que funcionaba sin contratiempos. Una verdadera escuela. Contaba con maestros innovadores y dedicados, y alumnos que tenían tan buen desempeño que aun ella se sorprendía.A la vuelta de un año, los alumnos de la escuela Frederick Douglass obtuvieron las mejores calificaciones del distrito en lectura y matemáticas. Los críticos de Lorraine le hicieron el mejor "cumplido" cuando afirmaron que si sus alumnos tenían un rendimiento superior, seguramente era porque sólo admitía a los mejores estudiantes del barrio. Lorraine replicó que la política de la escuela era que 75 por ciento de los chicos tenían que provenir del centro de Harlem. "Aquí no somos selectivos. Los resultados los hemos logrado a pulso", aseveró. No hubo prueba más contundente que la batalla que sostuvo Lorraine para educar a Robinson Cuevas. El muchacho se metía a cada rato en dificultades por contestar mal a los maestros y no querer trabajar.Una día, la directora habló con él. —Robinson —le dijo—, hemos hecho hasta lo imposible, pero las cosas no han salido como esperábamos. Quizá sientes cabeza en otro ambiente. Como tantos chicos, Cuevas estaba acostumbrado a las fanfarronadas. Pensaba que, si uno se dedica a holgazanear, lo peor que puede pasar es que lo amenacen y llamen a sus padres, pero jamás lo expulsarán. Sin embargo, en esta ocasión el adolescente estaba al borde de las lágrimas.—Robinson, te hemos dado todas las oportunidades de salir adelante.—Lo sé, maestra, lo sé. —Entonces la miró a los ojos—. ¿Podría darme una oportunidad más?—Está bien —contestó la directora—. Pero si me dan una queja más de ti, te vas. ¿De acuerdo?—Sí—respondió el chico, temblando visiblemente.—Ahora ponte de pie y démonos la mano —dijo Lorraine.MOTIVOS DE ORGULLO
Un día de 1994, Lorraine Monroe se dirigió a una clase de tercer grado. Acostumbrado desde hacía tiempo a las ideas radicales de su jefa, Lew había fingido espanto cuando ella le sugirió que impartieran la lengua japonesa.
—Mira a tu alrededor —le dijo—. Los coches y los reproductores de discos compactos que compramos son japoneses. Hay que pensar en el futuro.Cuando entró al salón, la directora le sonrió al joven maestro, Chie Mochizuki-Helenski, y tomó asiento.—Basuketto buru-no gimu-ni iki-mashita —recitó Mochizuki-Helenski—. Traduzcan, por favor.Varios alumnos alzaron la mano.—¡Fui a un partido de basquetbol! —gritó, radiante, uno de ellos.Lorraine tuvo que reprimir las ganas de pellizcarse. En efecto, estaba en el centro de Harlem, uno de los barrios más pobres de Estados Unidos, y en una escuela pública, pero ese chico marginado estudiaba, y aprendía, una lengua extranjera difícil.Al llegar la primavera de 1996, Lorraine Monroe tenía muchos motivos para sentirse orgullosa. Había llevado orden y coraje a su escuela, que ya contaba con más de 700 alumnos. Un día se cruzó con un joven que la saludó:—¡Hola, doctora Monroe!—¿Qué hay, Robinson? ¿Todo va bien?Por toda respuesta, el muchacho levantó el pulgar derecho en señal de asentimiento y sonrió abiertamente. A tres años de que le diera una oportunidad más, Cuevas era uno de sus mejores alumnos y acababan de admitirlo en la universidad.Al llegar a su oficina, Lorraine pasó junto al estandarte de la escuela, cuyo lema era: "La tradición de excelencia continúa". No pudo resistir la tentación de levantar el pulgar antes de regresar a su escritorio.En 1997, el 96 por ciento de los estudiantes que se graduaron en la Academia Frederick Douglass fueron aceptados en la universidad.