Publicado en
julio 18, 2010
La luz del sol ascendió y una penetrante voz mecánica declaró:
—Muy bien, Lehrer. Tiempo de levantarte y mostrarles quién eres y qué puedes hacer. Un gran hombre, ese es Niehls Lehrer; todo mundo lo sabe… los he escuchado hablando. Un gran hombre, de gran talento, con un gran empleo. Muy admirado por el público en general. ¿Has despertado ya?
—Sí —respondió Lehrer desde la cama.
Se sentó y de un golpe nulificó la aguda voz de su reloj de alarma junto a la cama.
—Buenos días —se dirigió a su silencioso departamento—. Dormí muy bien. Espero que tú también.
Una multitud de problemas se agitaba en su desordenada mente mientras malhumorado se levantaba de su cama. Se dirigió al closet en busca de ropa adecuadamente sucia. Para poner entre la espada y la pared a Ludwig Eng, se dijo a sí mismo. Las tareas de mañana se tornarán las peores tareas de hoy. Tendría que revelarle a Eng que sólo quedaba en el mundo una copia de su exitoso libro tan vendido; el tiempo de actuar llegaría pronto para él, para hacer el trabajo que solamente él tendría que hacer. ¿Cómo se sentiría Eng? Después de todo, algunos inventores se rehusaban a sentarse tranquilos y hacer su trabajo. Bien, decidió, ese era realmente un problema del sindicato; era problema de ellos, no suyo. Encontró una camisa roja manchada y arrugada; quitándose primero la parte superior de su pijama se la puso. Los pantalones no fueron tan fáciles, tuvo que rebuscar hasta el fondo de la cesta.
Y luego el paquete de bigotes y barba en polvo.
Mi ambición, pensó Lehrer mientras se dirigía hacia el baño con el paquete de bigotes y barba, es cruzar los Estados Unidos del Oeste en tranvía. Vaya. En el lavabo se lavó la cara, se unto el pegamento en forma de espuma, abrió el paquete y con diestras palmadas se las arregló para distribuir la barba de manera uniforme sobre su mentón, mejillas y cuello; en un instante y de manera experta tenía sus bigotes y su barba adheridos. Estoy listo ya, decidió mientras revisaba su semblante en el espejo, para tomar mi paseo cotidiano en el tranvía; al menos mientras proceso mi cuota de sogum.
Conectando el tubo del sogum aceptó una buena cantidad, suspiró satisfecho mientras echaba un vistazo sobre la sección de deportes del San Francisco Chronicle, luego se dirigió a la cocina y comenzó a sacar platos sucios. En muy poco tiempo, tenía enfrente un plato de sopa, chuletas de cordero, judías verdes, musgo marciano azul con salsa de huevo y una taza de café caliente. Ordenó todo lo anterior, colocó los platos en su compartimiento —revisando desde luego la ventana de la habitación para asegurarse de que nadie lo viera— y sintiéndose vigoroso, guardó la comida en sus receptáculos apropiados los cuales colocó en los estantes de la despensa y en el refrigerador. Eran las ocho y media; le quedaban todavía quince minutos para llegar a su trabajo. No tendría necesidad de matarse por andar con prisas; la Biblioteca Temática del Pueblo, estaría ahí todavía cuando llegara.
Le habría llevado años preparar el terreno para acceder a la sección B. En el pasado ya no desarrollaría trabajo de rutina, no más, no en un escritorio de la sección B, así no habría tenido que encargarse de limpiar miles de copias idénticas de un trabajo de las etapas tempranas de erradicación. De hecho, estrictamente hablando él ya no tuvo que haber participado lo más mínimo en la erradicación; seguidores serviles eran empleados en mayoreo por la biblioteca para encargarse de esas burdas tareas. Pero sí habría tenido que enfrentarse cara a cara con una vasta variedad de inventores irritables y hoscos quienes evadían, de acuerdo al mandato del sindicato, la limpieza final de la última copia escrita a máquina de cualesquier trabajo con el cual su nombre estuviera relacionado… relacionado por un proceso que ni él ni los inventores elegidos entendían completamente. El sindicato presumiblemente sí entendía por qué un inventor particularmente dado recibía una asignación determinada y no otra. Por ejemplo, Eng y «Cómo hice mi propio Swabble en mi sótano con artículos convencionales de limpieza durante mi tiempo libre».
Lehrer reflexionó mientras echaba un vistazo a lo que le quedaba del periódico. Piensa en la responsabilidad. Después de que Eng finalizara su trabajo, no quedarían swabbles en el mundo, a menos que esos granujas nada de fiar de la M.L.N. tuvieran un par escondidos de manera ilegal. De hecho, aunque la cop-ter, la copia terminal del libro de Eng permanecía en existencia, le era muy difícil recordar que hacía un swabble y cuál era su aspecto. ¿Cuadrado y pequeño?, o ¿redondo y voluminoso? Hmm. Dejó el diario y se frotó las sienes mientras intentaba recordar, tratando de conjurar una imagen mental precisa del dispositivo mientras todavía era posible hacerlo. Porque tan pronto como Eng redujera la cop-ter a una pesada cinta de tinta, a media resma de papel limpio y a un folio de fresco papel carbón no habría posibilidad alguna para él o para nadie más de recordar el libro o el mecanismo que en él se describía.
La tarea, sin embargo, probablemente le ocuparía a Eng el resto del año. La limpieza de la cop-ter tenía que progresar línea por línea y palabra por palabra; no podría ser manejada como lo eran las copias impresas armadas. No tan fácil, habría que permanecer ante la copia terminal, y luego… bueno, para hacer que valiera la pena para Eng y compensarlo por el largo y arduo trabajo le sería cobrada una factura realmente grande: la tarea le costaría a Eng algo así como veinticinco mil poscréditos. Y la erradicación del libro sobre el swabble haría de Eng todo un hombre pobre, la tarea…
A la altura de su codo, sobre la pequeña mesa de la cocina, el receptor del teléfono vibró desde su nicho, y de él emergió una distante y aguda voz.
—Adiós, Niehls. —Era la voz de una mujer.
Levantando el auricular hasta sus oídos, contestó:
—Adiós.
—Te amo, Niehls —precisó Charise McFadden con su voz sin aliento y llena de emociones—. ¿Me amas?
—Sí, yo también te amo —dijo él—. ¿Cuándo te habré visto por última vez? Espero que no sea mucho tiempo. Dime que no falta mucho.
—Esta noche muy probablemente —dijo Charise—. Después del trabajo. Hay alguien que quiero que conozcas, es un inventor virtualmente desconocido que anhela desesperadamente que erradiquen su tesis, que es sobre, ejem, los orígenes psicogénicos de la muerte por el impacto de meteoritos. Le dije que como tu estás en la sección B…
—Dile que erradique su obra él mismo.
—No hay ningún prestigio en ello. —Con toda la seriedad, Charise imploró—: Realmente es una pieza teórica espantosa, Niehls; tan rara como el día es de largo. Este chico, Lance Arbuthnot…
—¿Es ese su nombre? —Casi estaba convencido. Pero no lo suficiente. En el transcurso de un solo día recibía muchas peticiones de este tipo, y cada una de ellas, sin excepción, venía representada como una excéntrica pieza realizada por un excéntrico inventor con un excéntrico nombre. Había mantenido su lugar en la sección B mucho tiempo para caer en esas trampas. Pero aun así… tenía que investigarlo; su código ético insistía en ello. Suspiró.
—Te escucho quejarte —dijo Charise con vivacidad.
—Mientras no sea de la M.L.N. —dijo Lehrer.
—Bueno… sí es —Sonaba culpable—. Sin embargo, creo que lo echaron. Es por lo que está aquí y no allá.
Pero eso, se dio cuenta Lehrer, no probaba nada. Arbuthnot, posiblemente, no compartía las fanáticas convicciones de militancia de la elite de mando de la Municipalidad para la Libertad de los Negros; posiblemente era demasiado moderado, demasiado equilibrado para los Bardos de la república formada por los estados de Tennessee, Kentucky, Arkansas y Missouri. Pero aun así probablemente tenía una visión demasiado fanática. Uno nunca sabía; no hasta conocer a la persona, y algunas veces ni siquiera entonces. Los Bardos, siendo del Este, se las habían agenciado para derramar un velo sobre las caras de tres quintos de la humanidad, un velo que exitosamente oscurecía sus motivos, intenciones y quién sabe que más.
—Y lo más importante —continuó Charise—, conoció personalmente al Anarca Peak, antes de la triste contracción de Peak.
—¡Triste! —Lehrer se puso de puntas—. ¡Al diablo!
Había sido el más grande y excéntrico idiota del mundo. Todo lo que Lehrer necesitaba era la oportunidad de codearse con un seguidor del reciente y parasitario Anarca. Sintió escalofríos, recordando lo que sabía por el examen ecléctico de libros sobre la escalada de violencia surgida a mediados del siglo veinte; todos los disturbios, saqueos y asesinatos de aquellos días habían traído consigo a Sebastián Peak, originalmente un abogado, después un soberbio orador y por último un fanático religioso con su propia horda de seguidores devotos… seguidores que se extendían por todo el planeta, aunque operaban básicamente desde las cercanías de la M.L.N.
—Eso te podría traer problemas con Dios —dijo Charise.
—Tengo que trabajar ahora —dijo Lehrer—. Te llamaré por teléfono a la hora del café; mientras tanto haré algunas investigaciones sobre Arbuthnot en los archivos; mi decisión sobre su loca teoría sobre muertes psicosomáticas por impactos de meteoritos tendrá que esperar hasta entonces. Hola. —Colgó el teléfono, luego, ágilmente se incorporó. Sus sucias prendas le brindaban un aroma a moho realmente gratificante mientras se dirigía hacia el elevador desde su departamento. Se sentía satisfecho con su aspecto al grado de sentirse brillar. Posiblemente, y a pesar de Charise y su más reciente capricho, el inventor Arbuthnot, hoy podría ser un buen día después de todo.
Pero, en el fondo, lo dudaba.
Cuando Niehls Lehrer llegó a su sección de la biblioteca, encontró a su secretaria, la rubia y delgada señorita Tomsen, tratando de deshacerse ella sola —y ahora con su ayuda— de un desaliñado caballero alto y de mediana edad con un maletín bajo su brazo.
—Ah, señor Lehrer —dijo el individuo con una voz seca y profunda mientras observaba y reconocía a Lehrer; se le acercó a Niehls, con la mano extendida— ¡Qué agradable encontrarlo, señor! Adiós, adiós. Como ustedes dicen por aquí. —Instantáneamente, su sonrisa se encendió y se apagó como una lámpara de magnesio ante Niehls, quien no sonrió en respuesta.
—Soy un hombre bastante ocupado —dijo Niehls, y continuó hasta el escritorio de la señorita Tomsen para abrir la puerta interior de su suite privada—. Si me quiere ver, tendrá que concertar una cita regular. Hola. —Comenzó a cerrar la puerta tras él.
—Esto tiene que ver con el Anarca Peak —dijo el hombre del maletín—. El cual tengo razones para creer que le es de sumo interés.
—¿Por qué dice eso? —Hizo una pausa, irritado—. No recuerdo haber expresado interés alguno en alguien de la clase de Peak.
—Debería recordarlo. Pero así son las cosas. Usted está bajo Fase, aquí. Yo estoy orientado en una dirección temporal opuesta, la normal; así que lo que está a punto de sucederle para mí es el pasado inmediato. Mi inmediato pasado. ¿Me permite robarle unos minutos de su tiempo? Yo podría serle de gran utilidad, señor. —El hombre rió entre dientes—. «Su tiempo». Literalmente, si lo decimos así. Decididamente su tiempo, no el mío. Sólo considere que esta visita para mi mismo tuvo lugar ayer. —De nuevo expuso su sonrisa mecánica… realmente mecánica; en ese momento Niehls se percató del pequeño listón amarillo cosido en su manga. Esta persona era un robot, quien por ley tenía que usar esa banda de identificación para no engañar a nadie. Al darse cuenta de ello, la irritación de Niehls creció; tenía un estricto y profundamente arraigado prejuicio contra los robots, más aún si no podía librarse de ellos por sí mismo; o como en este caso, si no quería librarse de ellos por sí mismo, de hecho.
—Entre —dijo Niehls, sosteniendo la puerta de su inmaculada suite. El robot representaba a algún director humano; no podía mandarse por sí mismo; esa era la ley. Se preguntaba quién podría haberlo enviado. ¿Algún funcionario de los sindicatos? Posiblemente. En cualquier caso, lo mejor sería escucharlo y luego decirle que se fuera.
Juntos, en la cámara de trabajo más importante de la suite de la biblioteca, los dos se miraron cara a cara.
—Mi tarjeta —dijo el robot, extendiendo su mano.
Leyó la tarjeta, frunciendo el ceño.
Carl Gantrix
Abogado, E.U.O.
—Mi empleador —dijo el robot. Así que ahora ya sabe mi nombre. Se puede dirigir a mí como Carl; eso sería adecuado—. Ahora que la puerta permanecía cerrada, con la señorita Tomsen del otro lado, la voz del robot adquirió un repentino y asombroso tono de autoridad.
—Prefiero —dijo Niehls con cautela—, dirigirme a usted del modo más familiar, como Carl Junior. Si eso no le ofende. —Hizo que su voz sonara aún con más autoridad—. Sabrá que muy rara vez concedo audiencias a robots. Una manía, quizá, pero una en la cual soy muy constante.
—Hasta ahora —el robot Carl Junior murmuró; recogió su tarjeta y la guardo en su maleta. Luego, sentándose, comenzó a abrir su cartera—. Estando a cargo de la sección B de la biblioteca, usted es un experto en la Fase Hobart. Al menos es lo que cree el señor Gantrix. ¿Tiene razón, señor? —El robot lo miró con entusiasmo.
—Bueno, trato con ella constantemente —Niehls empleó un tono vacío y desenvuelto; siempre era mejor adoptar una actitud superior cuando se trataba con un robot. Era necesario recordarles constantemente en este sentido particular como en muchos otros, su lugar.
—Eso es lo que el señor Gantrix da por sentado. Infiere, y en eso se sustenta su crédito, que con el paso de los años usted se ha vuelto en cierta manera una autoridad en los usos, las ventajas, y las múltiples desventajas en el campo Hobart de inversión temporal. ¿Cierto? ¿Falso? Escoja una opción.
Niehls consideró la cuestión.
—Escojo la primera opción. Aunque tendrá que tomar en cuenta el hecho de que mi conocimiento es práctico y no teórico. Pero puedo enfrentarme adecuadamente con las extravagancias de la Fase sin tener que explicarla. Verá, soy un Americano innato; de ahí, pragmático.
—Ciertamente. —El robot Carl Junior asintió con su plástica cabeza humanoide—. Muy bien, señor Lehrer. Ahora, a los negocios. Su Alteza, el poderoso Anarca Peak, se ha convertido en un niño pequeño y pronto se encogerá totalmente en un homúnculo y reentrará en un útero cercano ¿Correcto? Es sólo una cuestión de tiempo, del tiempo de ustedes, una vez más.
—Estoy consciente —dijo Niehls—, de que la Fase Hobart prevalece en gran medida gracias a la M.L.N. Estoy consciente de que su Alteza, el poderoso Anarca Peak estará dentro de un útero cercano dentro de no más de un par de meses. Y francamente, todo esto me complace. «Su alteza» está trastornado. Más allá de toda duda; clínicamente, de hecho. El mundo, en ambas direcciones, tanto en tiempo Hobart como en tiempo Standard, se beneficiará. ¿Qué más se puede decir?
—Mucho más —contestó Carl Junior gravemente—. Inclinándose hacia delante, deposito un manojo de documentos sobre el escritorio de Niehls. —Respetuosamente insisto en que examine esto.
Mientras tanto Carl Gantrix, a través de los circuitos de video del sistema del robot, se permitió una ociosa inspección del más importante de todos los bibliotecarios mientras este se abría paso entre la pesada pila de documentos falsos deliberadamente oscuros que el robot le había presentado.
El burócrata en Lehrer había mordido el anzuelo; con su atención distraída, el bibliotecario se había olvidado del robot y de sus acciones. Mientras tanto, conforme Lehrer leía, el robot deslizo de manera experta su silla hacia atrás y hacia el lado derecho, cerca de un contenedor de tarjetas de referencia de proporciones impresionantes. Alargando su brazo extensible derecho, el robot deslizó de manera reptante sus asideras manuales en forma de dedos sobre el archivo más cercano del cajón; todo esto, lo cual, desde luego, Lehrer no vio, así el robot siguió con su tarea asignada. Colocó un nido de embriones de robots miniaturizados, no más grandes que cabezas de alfiler, dentro del archivo, luego un minúsculo círculo transmisor-buscador detrás del siguiente archivo, después un potente mecanismo detonante programado en tres días por un circuito de mando.
Mirando, Gantrix sonreía. Sólo uno de los mecanismos quedaba en manos del robot todavía, y este apenas se veía mientras el robot, mirando de reojo y con cautela a Lehrer, extendía su extensor una vez más hacia el archivo, transfiriendo el último bit del sofisticado hardware de su posesión a la del bibliotecario.
—Purp —dijo Lehrer, sin alzar su vista.
La señal en código, recibida por el receptor auditivo de la cámara de los archivos, activo una orden de emergencia; el archivo se cerró como si fuera una ostra en busca de seguridad. Colapsándose, el archivo se retrajo hacia la pared, enterrándose fuera de la vista. Y al mismo tiempo expulsó las construcciones que el robot había depositado dentro; los objetos, al ser expelidos con electrónica limpieza, hicieron un arco en su trayectoria, la que los depositó a los pies del robot, donde yacían expuestos con toda claridad.
—¡Santos Cielos! —dijo el robot involuntariamente, quedándose perplejo.
Lehrer dijo:
—Salga inmediatamente de mi oficina. —Alzó los ojos de los falsos documentos, y su expresión era fría. Mientras el robot se inclinaba para recoger los artefactos ahora expuestos, agregó—: Y deje esas piezas ahí; quiero que se les practique un análisis de laboratorio para determinar su procedencia y propósito. —Alcanzó el cajón superior de su escritorio, y cuando levantó su mano llevaba en ella un arma.
En los oídos de Carl Gantrix los audífonos zumbaron con la voz del robot:
—¿Qué debo hacer, señor?
—Sal en este momento. —Gantrix ya no se sentía divertido; el quisquilloso bibliotecario estaba a la altura de la sonda enviada; de hecho podía nulificarla. El contacto con Lehrer debería haberse hecho de una manera abierta, y con eso en la mente, de manera reluctante Gantrix levantó el auricular del teléfono más cercano y marcó a la biblioteca.
Un momento más tarde veía, a través del scanner del robot, cómo el bibliotecario Niehls Lehrer levantaba su propio teléfono y contestaba.
—Tenemos un problema —dijo Gantrix—, un problema común. ¿Por qué, entonces, no trabajar juntos?
Lehrer respondió:
—No tengo yo noticia de tener problema alguno. —Su voz mostraba una calma definitiva; el intento del robot de implantar el hardware hostil en su área de trabajo no lo había perturbado—. Si desea que trabajemos juntos —agregó—, creo que ha tenido un muy mal comienzo.
—Es cierto —dijo Gantrix—. Pero hemos tenido en el pasado dificultades con ustedes los bibliotecarios. —Posición exaltada, pensó. Pero no dijo nada—. Esto tiene que ver con el Anarca Peak. Mis superiores creen que ha habido un intento de eliminar la Fase Hobart en beneficio de él… una clara violación de la ley, y una que conlleva un gran peligro para la sociedad… en ese sentido, si se logra con éxito, creará en efecto un individuo inmortal por manipulación de leyes científicas conocidas. Nosotros en realidad no nos oponemos al intento continuo de lograr una persona inmortal utilizando la Fase Hobart, pero creemos que el Anarca no debe ser esa persona. Si me sigue…
—El Anarca ha sido virtualmente reabsorbido. —Lehrer no parecía muy empático; quizá, decidió Gantrix, no me cree—. No veo peligro alguno. —Con toda frialdad estudió al robot Carl Junior, encarándolo—. Si existe alguna amenaza, creo que esta consiste en…
—Tonterías. Estoy aquí para ayudarlo; esto es para beneficio de la biblioteca, tanto como nuestro.
—¿A quiénes representa? —demandó Lehrer.
Gantrix dudó, luego dijo:
—Al Bardo Chai del concilio de la Suprema Claridad. Estoy bajo sus órdenes.
—Esto coloca todo bajo una nueva luz. —La voz del bibliotecario se había oscurecido; y, en la pantalla, su expresión se veía más dura—. No tengo nada que hacer con Concilio Claridad; mi responsabilidad va hacia los Erradicadores exclusivamente. Como ciertamente sabe usted.
—Pero está consciente que…
—Sólo estoy consciente de esto. —Alcanzando el cajón de su escritorio el bibliotecario Lehrer extrajo una cuadrada caja gris, la cual abrió; de ella sacó un manuscrito escrito a máquina que expuso ante la atención de Gantrix—. La única copia restante de «Cómo hice mi propio Swabble en mi sótano con artículos convencionales de limpieza durante mi tiempo libre». La obra maestra de Eng, la cual está a punto de ser erradicada. ¿Lo ve?
—¿Sabe dónde está Ludwig Eng en este momento? —dijo Gantrix.
—No me importa dónde esté; lo único que me interesa es dónde estará a las dos treinta de la tarde de ayer… tenemos una cita, él y yo. Aquí en esta oficina de la sección B de la biblioteca.
—Dónde estará Ludwig Eng a las dos treinta de ayer —dijo Gantrix de manera meditativa, un tanto para sí mismo—, depende en buena medida de dónde esté exactamente ahora. —No pensaba decirle al bibliotecario lo que sabía; que en ese momento Ludwig Eng estaba en algún lugar de la Municipalidad para la Libertad de los Negros, posiblemente tratando de obtener una audiencia con el Anarca. Asumiendo que el Anarca, en su estado pueril y disminuido, pudiera otorgarle a alguien una audiencia.
El ahora pequeño Anarca, usando jeans y zapatos de lona púrpura y una camiseta deslavada, sentado sobre la hierba polvorienta estudiaba intensamente una rueda formada con canicas. Su atención se había vuelto tan completa que Ludwig Eng estaba a punto de darse por vencido; el niño frente a él no parecía ya consciente de su presencia. Considerándolo todo, la situación deprimía a Eng; se sentía más desvalido que antes de haber venido.
Sin embargo, decidió intentar continuar:
—Su Alteza Poderoso —dijo—, sólo deseo unos momentos de su tiempo.
Reacio, el niño lo miró:
—Si, señor —dijo con una voz hosca y apagada.
—Mi posición es difícil —dijo Eng, repitiendo lo dicho; le había estado presentando el mismo material al aniñado Anarca una y otra vez, todo en vano—. Si usted, como Anarca, pudiera transmitir por teledifusión un pedimento a través de todos los Estados Unidos del Oeste y el M.L.N. para que la gente construyera algunos swabbles aquí y allá, con la última copia de mi libro que aún existe…
—Eso está bien —murmuró el chico.
—¿Perdón? —Eng sintió una punzada de esperanza; miró la pequeña y suave cara fijamente. Algo se había formado en ella.
Sebastián Peak dijo:
—Sí señor; espero convertirme en Anarca cuando crezca. Estoy estudiando para ello, ahora mismo.
—Eres el Anarca. Fuiste el Anarca. —Suspiró, sintiéndose abrumado. Era claramente inútil. No tenía ningún sentido proseguir… y hoy era el día final, porque ayer él se encontraría con un oficial de la Biblioteca Temática del Pueblo y todo se habría acabado.
El chico se animó. Parecía, por vez primera, haberse interesado en lo que Eng acababa de decir:
—¿No está bromeando?
—Verdad de Dios, hijo. —Eng asintió solemnemente—. De hecho, legalmente hablando, tú todavía eres el responsable de la Oficina. —Volteó a ver al delgado negro con el arma exageradamente grande a un lado que constituía el guardaespaldas cotidiano del Anarca—. ¿No es así, señor Plaut?
—Es cierto, Su Alteza —dijo el negro al chico—. Posees el poder de arbitrar en este caso, ordenando que se haga lo que se menciona en el manuscrito de este caballero. —Sentándose en cuclillas sobre sus larguiruchas piernas, buscó la errática atención del niño—. Su Alteza, este hombre es el inventor del swabble.
—¿Qué es eso? —El chico paseó su mirada de uno a otro, frunciendo el ceño con desconfianza—. ¿Cuánto cuesta un swabble? Yo sólo tengo cincuenta centavos; esa es mi pensión. De cualquier modo, creo que no quiero un swabble. Quiero goma de mascar y voy a ir a la feria. —Su expresión se tornó rígida y fija—. ¿A quién le interesa un swabble?
—Has vivido ciento sesenta años gracias al invento de este señor —le dijo el guardia— Gracias al swabble se pudo inferir la Fase Hobart y finalmente se estableció experimentalmente. Sé que no significa nada para ti, pero… —El guardia apretó sus manos con gran seriedad, meciéndose sobre sus piernas e intentando mantener la atención errabunda del chico enfocada en lo que decía—. Ponme atención, Sebastián, esto es importante. Si pudieras firmar un decreto… mientras puedas todavía escribir. Es todo. Una nota pública para la gente…
—¡Uff! Lárgate. —El chico lo miró con hostilidad—. No te creo; algo está…
Algo está mal, así es, pensó Eng para sí mismo, mientras se incorporaba rígidamente. Y no parece haber nada que podamos hacer. Al menos sin tu ayuda. Se sentía vencido.
—Inténtelo más tarde —dijo el guardaespaldas, también levantándose; lo miraba con decidida compasión.
—Estará aún más joven —dijo Eng amargamente. Y de cualquier manera ya no había más tiempo; no existía más. Se alejó unos cuantos pasos, derrotado por el pesimismo.
En la rama de un árbol una mariposa había iniciado el intrincado y misterioso proceso de encogerse hasta convertirse en un compacto capullo marrón, y Eng hizo una pausa para examinar sus lentos y laboriosos esfuerzos. La mariposa tenía también una tarea que hacer, pero a diferencia de la suya, no era inútil ni desesperada. Sin embargo la mariposa no lo sabía; continuaba sin conciencia, como una máquina obedeciendo por reflejo la programación en su interior proveniente de un lejano futuro. La visión del insecto trabajando le dio a Eng algo en qué reflexionar; percibió el sentido moral en ello, y, dándose la vuelta, regresó a confrontar al niño que se sentaba sobre la hierba con su círculo de canicas de vivos y luminosos colores.
—Míralo de esta manera —le dijo al Anarca Peak; este era probablemente su último intento, y estaba decidido a que valiera la pena—. Aunque no puedas recordar qué es un swabble o qué es lo que hace la Fase Hobart, todo lo que necesitas hacer es firmar; tengo el documento aquí. —Buscando dentro del bolsillo interior de su saco extrajo un sobre y lo abrió—. Cuando hayas firmado esto, aparecerá en la televisión de todo el mundo, en las noticias de las seis de la tarde en cada zona horaria. Te diré lo que haré. Si firmas esto, te daré el triple del dinero que tienes. Dijiste que tenías cincuenta centavos, ¿verdad? Te daré un dólar genuino, uno de papel. ¿Qué dices? Y pagaré tu entrada al cine una vez por semana, todos los sábados en la matinée por el resto del año. ¡Todo un trato!
El niño lo estudio con agudeza. Parecía estar casi convencido. Pero algo, y Eng no supo desentrañar qué, lo hizo echarse atrás.
—Creo —dijo el guardia—, que quiere pedirle permiso a su papá. El viejo ahora está vivo; sus componentes migraron a un féretro de nacimiento hará unas seis semanas, actualmente está en el Hospital General de la Ciudad de Kansas, en la sección de nacimientos y bajo revivificación. Casi está conciente y Su Alteza ha hablado con él varias veces. ¿No es así, Sebastián? —Le sonrió gentilmente al niño y luego hizo una mueca mientras el chico asentía—. Así que eso es —le dijo luego a Eng—. Tenía razón. Teme tomar cualquier iniciativa ahora que su padre está vivo. Esto es verdadera mala suerte para usted, señor Eng; está menguando demasiado para realizar su trabajo. Y, de hecho, todo mundo lo sabe.
—Me niego a rendirme —dijo Eng. Pero la verdad del asunto era que se había rendido ya totalmente; podía ver que el guardaespaldas, que se pasaba todo su tiempo de vigilia junto al Anarca, estaba en lo cierto. Había sido una pérdida de tiempo. Si este encuentro hubiera tenido lugar hacía dos años, sin embargo…
—Me voy para dejarlo jugar con sus canicas —le dijo pesadamente al guardia. Volvió a colocar el sobre dentro de su saco en su bolsillo, dirigiéndose a la salida, luego haciendo una pausa, agregó—: Haré un último intento ayer en la mañana. Antes que tenga que estar en la biblioteca. Si la agenda del chico lo permite.
—Tenga por seguro que sí —dijo el guardaespaldas. Explicó—: Difícilmente lo consulta nadie ya, en vista de su… condición. —Su tono estaba lleno de compasión; y por lo mismo Eng sintió gran aprecio por él.
Dándose la vuelta comenzó a caminar lentamente, dejando al que fuera el Anarca de la mitad del mundo civilizado jugando ausente en la hierba.
La mañana previa, se dio cuenta. Mi última oportunidad. Mucho tiempo que esperar sin hacer nada.
En su cuarto de hotel hizo una llamada a la Costa Oeste, a la Biblioteca Temática del Pueblo. Inmediatamente se encontró encarando a uno de los burócratas que tarde o temprano tendría que tratar por largo tiempo.
—Permítame hablar con el señor Lehrer —gruñó. Lo mejor sería ir directamente a la fuente, decidió. Lehrer tenía la autoridad final en las cuestiones de su libro… ahora descompuesto en un simple manuscrito mecanografiado.
—Disculpe —le dijo el funcionario, con un ligero tono de desdén—. Es muy temprano. El señor Lehrer ya ha salido del edificio.
—¿Cree que lo pueda encontrar en su casa?
—Probablemente estará almorzando. Le sugiero que espere hasta ayer en la tarde. Después de todo, el señor Lehrer precisa de algún tiempo de reclusión recreativa; tiene muchas responsabilidades pesadas y difíciles que cargar a sus espaldas —claramente el funcionario menor no tenía intención de cooperar.
Con una sorda depresión, Eng colgó sin decir siquiera hola. Bueno, quizá era lo mejor; indudablemente Lehrer se rehusaría a otorgarle tiempo adicional. Después de todo, como el burócrata de la biblioteca había dicho, Lehrer tenía fuertes presiones en su trabajo también: en particular los Erradicadores del Sindicato… esas misteriosas entidades que velaban por que la destrucción de las invenciones humanas fuera llevada a cabo de una manera esmerada. Como lo atestiguaba su propio libro. Bien, era tiempo de rendirse y volverse al oeste.
Cuando se disponía a salir de la habitación de su hotel, hizo una pausa frente al espejo del tocador para ver si, durante el día, su cara había absorbido el paquete de barba y bigotes que se había untado y pegado. Mirando su reflejo, se froto su mandíbula…
Y gritó.
A lo largo de la línea de su papada se podía observar el reciente vello facial. Le estaba brotando barba; sutilmente estaba saliendo… en vez de ser absorbida.
No sabía lo que esto significaba. Pero lo aterrorizaba; se quedó de pie boquiabierto apabullado por la terrorífica suma de todos sus rasgos reflejándose. El hombre en el espejo parecía incluso vagamente familiar; algo ominoso y subyacente en el deforme cambio lo había perturbado. Pero, ¿por qué? Y… ¿cómo?
El instinto le dijo que no abandonara el cuarto de hotel.
Se sentó. Y esperó. Para qué, no lo sabía. Pero de una cosa sí estaba seguro. No habría encuentro con Niehls Lehrer de la Biblioteca Temática del Pueblo a las dos treinta de ayer en la tarde. Porque…
Lo olfateó, asiéndolo intuitivamente por la sola visión en el espejo del tocador de su cuarto de hotel: No habría ayer; al menos no para él.
¿Lo habría para alguien más?
—Tengo que ver al Anarca una vez más —se dijo a sí mismo, haciendo un alto. Al diablo con Lehrer; no tengo ninguna intención de hacer otra cita con él ahora. Todo lo que importa es ver a Sebastián Peak una vez más; de hecho, tan pronto como sea posible. Quizá hoy mismo más temprano.
Porque una vez que viera al Anarca sabría si lo que intuía era cierto. Y si era verdad, entonces su libro, todas las copias, ya no correrían riesgo alguno. El sindicato con su inflexible programa de erradicación no lo amenazaría más… posiblemente. Al menos era lo que esperaba.
Pero sólo el tiempo lo diría. El tiempo. La Fase Hobart entera. Estaba implicada de alguna forma.
Y, posiblemente, no sólo para él.
Dirigiéndose a su superior, el Bardo Chai del Concilio de la Claridad, Gantrix le dijo:
—Teníamos razón —regresó la grabación con las manos temblorosas—. Esto proviene de nuestro contacto con la biblioteca por video; el inventor del swabble, Ludwig Eng intentó alcanzar a Lehrer y falló. Por lo tanto no hubo conversación alguna.
—Y no tenemos nada por grabar —maulló el Bardo de manera cortante. Su redonda cara verde formó un gesto de decepción.
—No es así. Mire. Es la imagen de Eng la que tiene gran significación. Ha pasado el día con el Anarca… y como consecuencia su flujo temporal ha regresado en sentido opuesto. Véalo por sus propios ojos.
Después de un momento, mientras examinaba la imagen de Eng en el video, el Bardo se reclinó en su sillón y dijo:
—El estigma. Plena infestación de vello facial en crecimiento; típico en el sexo masculino, sobre todo en los de la línea Cauc.
—¿Debemos revivirlo ahora? —dijo Gantrix—. ¿Antes de que entre en contacto con Lehrer? —Tenía con él un arma soberbia que podría reducir a la nada a cualquier persona en cuestión de minutos… conduciéndolo directamente al útero más cercano, y para bien.
—En mi opinión —dijo el Bardo Chai— se ha vuelto inofensivo. El swabble es algo que no existe ahora; esto no lo restaurará. —Pero al expresar esto el Bardo se sintió dudar, si no preocupado. Quizá Gantrix, su subordinado, percibía correctamente la situación; así lo había hecho en el pasado, en ocasiones bastante críticas… lo cual explicaba su valor para el Concilio de la Claridad.
—Pero si la Fase Hobart ha sido cancelada para Eng —replicó Gantrix con obstinación—, entonces el desarrollo del swabble comenzará de nuevo. Después de todo, él posee el original mecanografiado; su contacto con el Anarca ha tenido lugar antes que los Erradicadores del Sindicato indujeran el estado final de destrucción.
Eso ciertamente era verdad; el Bardo Chai lo consideró y estuvo de acuerdo. Y aunque a pesar de este conocimiento había tenido dificultades para tomarse en serio a Ludwig Eng; el hombre no se veía peligroso, con barba o sin ella. Se dirigió a Gantrix, dispuesto a hablar… y luego se calló abruptamente.
—Su expresión me desconcierta de una manera inusual —dijo Gantrix, con una palpable molestia—. ¿Qué está mal? —Se veía incómodo mientras el Bardo continuaba mirándolo fijamente. La preocupación sustituyó a la incomodidad.
—Tu cara —dijo el Bardo Chai, manteniendo su compostura con el más grande esfuerzo.
—¿Qué pasa con mi cara? —La mano de Gantrix voló hacia su mentón; lo frotó brevemente y luego parpadeó—. ¡Dios mío!
—Y no has estado cerca del Anarca. Así que eso no explica tu condición —se preguntó entonces sobre sí mismo; ¿se había extendido la reversión de la Fase Hobart sobre su propia persona también? Con rigidez, se exploró su propia quijada y la línea bajo su mentón. Y con toda claridad percibió las cerdas retoñando. Perplejo, pensó furiosamente en sí mismo. ¿Qué podía extraerse de esto? El reverso en la senda temporal del Anarca podría ser sólo un efecto de alguna causa previa que los implicaba a todos. Esto colocaba una nueva luz sobre la situación del Anarca; quizá no había sido algo voluntario.
—¿Puede ser que la desaparición del aparato de Eng explique esto? —dijo Gantrix reflexivamente—. A excepción del manuscrito original ya no hay nada qué realmente tenga que ver con el swabble. En realidad, deberíamos de haber anticipado esto, ya que el swabble está íntimamente relacionado con la Fase Hobart.
—Me pregunto… —dijo el Bardo Chai, reflexionando aún rápidamente. El swabble no había creado la Fase Hobart estrictamente hablando; había servido para dirigirla, así algunas regiones del planeta podían evadir la Fase completamente… mientras otras habían permanecido totalmente sumergidas en ella. Pero de alguna manera la desaparición del swabble de la sociedad contemporánea había diluido la Fase Hobart de una manera uniforme sobre todos; y un resultado de esto podría ser la disminución por debajo del nivel de efectividad para aquellos, como Carl Gantrix y él mismo, que habían participado en la Fase plenamente.
—Pero ahora —dijo Gantrix, de manera pensativa—, el inventor del swabble, y primer usuario, ha regresado al tiempo normal; de ahí que el desarrollo del swabble pueda manifestarse de nuevo por sí mismo. Ahora podemos esperar que Eng construya su primer modelo funcional en cualquier momento.
La dificultad de la situación de Eng ahora se tornaba evidente para el Bardo Chai. Como antes, el empleo del dispositivo de ese hombre se extendería a través de todo el mundo. Pero… tan pronto como Eng construyera y pusiera en operación su swabble piloto, la Fase Hobart reanudaría; una vez más la dirección de Eng se pondría en reversa. Los swabbles entonces serían abolidos por el Sindicato hasta que, una vez más, todo lo que quedara fuera el manuscrito original… punto en el cual el tiempo normal se reestablecería.
Se le figuraba al Bardo Chai que había quedado atrapado en un ciclo cerrado. Oscilaría entre pequeños y distintos intervalos: entre poseer solo la información teórica del swabble y en construir y operar realmente un modelo funcional. Y detrás de él lo seguiría una buena porción de la población de la Tierra.
Estamos atrapados con él, se dio cuenta el Bardo Chai con melancolía. ¿Cómo escaparemos? ¿Cuál es nuestra solución?
—Debemos obligar a Eng a la aniquilación completa del manuscrito, incluyendo la idea de su construcción —dijo Gantrix—, o…
—Pero eso es imposible —estalló el Bardo Chai con impaciencia—. En este punto la Fase Hobart se debilita automáticamente, desde el instante que no existen swabbles funcionando para sostenerla. ¿Cómo, en su ausencia, puede Eng forzar el tiempo hacia atrás un solo paso?
Constituía una pregunta válida y con la necesidad de una respuesta inmediata; los dos hombres se percataron de ello y ninguno de los dos habló por buen rato. Gantrix continuó malhumorado frotando su barbilla, como si pudiera percibir el crecimiento sostenido de su barba incipiente. El Bardo Chai, por otro lado, se había sumergido en un estado de intensa introversión; sopesaba y analizaba la cuestión.
No llegó ninguna respuesta. Al menos no entonces. Pero con el tiempo…
—Esto es algo extremadamente difícil —dijo el Bardo, con agitación—. En cualquier momento Eng ensamblará sin cuidado su primer swabble. Y una vez más estaremos pasando por un ciclo en una dirección retrógrada. —Lo que ahora le preocupaba era un terrible y repentino pensamiento. Esto sucedería una y otra vez, y cada vez el intervalo se acortaría más. Hasta que, rumiaba en ello, se volviera un instante de un solo microsegundo; entonces no habría progresión temporal en ningún sentido.
Era una morbosa prospección. Pero existía un factor de redención. Eng debería de percibir el problema, también. Y buscaría una manera de evitarlo. Lógicamente, podría ser resuelto por él mismo en uno u otro sentido: podría abstenerse por voluntad propia de inventar el swabble. La Fase Hobart, nunca tendría lugar, al menos no de manera efectiva.
Pero esta decisión pertenecía exclusivamente a Eng. ¿Cooperaría si se le planteaba la idea?
Probablemente no. Eng había sido siempre un hombre violento y autista; nadie podría influenciarlo. Esto, desde luego, había contribuido a convertirlo en una persona original; sin todos esos rasgos Eng no habría alcanzado nada como inventor, y el swabble, con todos sus enormes efectos sobre la sociedad contemporánea, nunca habría existido.
Lo cual habría sido algo bueno, pensó el Bardo de forma taciturna. Pero hasta ahora no habíamos podido apreciarlo.
Ahora él podía apreciarlo.
La solución que proponía Gantrix, la de renacer a Eng, no le complacía. Pero parecía cada vez más la única solución. Y se precisaba una solución.
Con profunda irritación el bibliotecario Niehls Lehrer inspeccionó el reloj sobre su escritorio, luego su libreta de citas. Eng no se había presentado; las dos treinta habían pasado, y Lehrer permanecía sentado solo en su oficina. Carl Gantrix había tenido razón.
Mientras meditaba vagamente en el significado de lo que había escuchado, sonó el teléfono. Decidió que probablemente era Eng mientras alcanzaba el auricular. Veía un largo camino por delante, tendría que telefonear para avisar que no lo había logrado. Voy a tener problemas con esto; al sindicato no le va a gustar. Y tendré que alertarlos; no tengo elección.
—Adiós —dijo al teléfono.
—Te amo, Niehls —dijo una voz femenina y sin aliento; no era la llamada que había anticipado—. ¿Me amas?
—Sí, Charise —dijo—. Te amo, también. Pero maldición, no me llames en las horas de trabajo; pensé que lo sabías.
Contrita, Charise McFadden dijo:
—Perdona, Niehls. Pero he estado pensando en el pobre de Lance. ¿Hiciste la investigación sobre él que habías prometido? Apuesto a que no.
De hecho sí la había realizado; o de manera más precisa, había instruido a un empleado menor para que realizara la tarea por él. Abriendo el cajón superior de su escritorio sacó el folio de Lace Arbuthnot.
—Aquí lo tengo —informó a Charise—. Conozco todo lo que hay por saber de este excéntrico. Todo lo que me importaría saber, por decirlo de modo más correcto. —Hojeó las páginas de papel del folio—. No hay mucho aquí, realmente. Arbuthnot no ha hecho gran cosa. Entenderás que únicamente puedo atender esto debido a que un cliente mayor de la biblioteca ha faltado a su cita de las dos treinta. Si se presenta, tendré que dar por terminada esta conversación.
—¿Conoció Arbuthnot al Anarca Peak?
—Esa parte es cierta.
—Y es un verdadero chiflado. Así que el erradicar su tesis tendrá como resultado una gran ganancia para la sociedad. Es tu deber. —En la porción del vid del teléfono movió sus largas pestañas zalamera—. Vamos Niehls, querido. Por favor.
—Pero —Lehrer continuó inflexible—, no hay nada en el informe que sugiera que Arbuthnot haya dedicado algo de su tiempo a la investigación de los aspectos psicosomáticos de la muerte por impactos de meteoritos.
Charise se ruborizó, dudó, y luego dijo en voz baja:
—Yo, eh, inventé eso.
—¿Por qué?
Después de una pausa, la chica dijo, titubeante:
—Bueno, e-e-él… el hecho es que soy su amante.
—El hecho es que —dijo Lehrer de manera acre y con voz implacable— no sabes de qué trata realmente su tesis. Podría ser algo totalmente racional. Una contribución significativa para nuestra sociedad. ¿Correcto? —no esperó que ella replicara; comenzó a desconectar el circuito telefónico.
—Espera —tragó saliva rápidamente, inclinó su cabeza, luego se hundió mientras sus dedos tocaban el botón del teléfono—. Está bien, Niehls; lo admito. Lance se niega a decirme sobre qué es su tesis. No se lo dirá a nadie. Pero si tú te tomas la tarea de erradicarla… ¿no lo ves? Tendrá que revelártelo; es preciso que lo analices antes de que el sindicato lo acepte. ¿No es así? Y entonces me dirás de qué trata. Sé que me lo dirás.
—¿Por qué te preocupa tanto de qué trata? —dijo Lehrer.
—Creo —dijo Charise, dudando—, que tiene que ver conmigo. Honestamente. Hay algo extraño en mí, y Lance lo ha notado. Quiero decir, esto no es inusual si consideras lo cerca que hemos, eh, estado; nos vemos mucho… si me permites usar la expresión… mutuamente.
—Creo que todo esto es muy tonto —dijo Lehrer con frialdad. En este punto, se dijo a sí mismo, no debo aceptar la tesis de Arbuthnot a ningún costo mío. Aún si me endeudarán con dos mil poscréditos—. Hablaré contigo en algún otro momento —dijo cortando la comunicación.
—Señor —dijo su secretaria, la señorita Tomsen en el intercomunicador sobre el escritorio—, aquí está un hombre esperándolo desde la seis de la tarde. Dice que sólo quiere un par de segundos de su tiempo, y la señorita McFadden le ha hecho saber que usted estaría encantado de…
—Dígale que he muerto en mi oficina —dijo Lehrer abruptamente.
—Pero no puede morir, señor. Está bajo la Fase Hobart. Y el señor Arbuthnot sabe eso, pues lo ha mencionado. Ha estado sentado allá afuera haciendo un horóscopo tipo Hobart sobre usted, y predice que grandes cosas le han pasado en el año previo. Francamente, me pone nerviosa; algunas de sus predicciones suenan muy precisas.
—Los adivinadores de fortuna del pasado no me interesan —dijo Lehrer—. De hecho, hasta donde sé, todo eso es una farsa. Sólo el futuro es conocible. —El hombre era un chiflado, vaya que sí, Lehrer se dio cuenta. Charise me dijo la verdad al respecto. Imagina mantener toda esa seriedad sobre lo que ya ha pasado, lo que se ha desvanecido en el limbo del nebuloso ayer, y la posibilidad de predecirlo. Uno ha matado cada minuto, como mencionaba P.T. Barnum.
Quizá debería verlo, reflexionó. Charise tiene razón; ideas como esa deberían ser erradicadas por el bien de la humanidad, o por lo menos para mi propia paz mental.
Pero eso no era todo. Ahora una cierta curiosidad lo apabullaba. Sería interesante, aunque de poco peso, escuchar a ese idiota. Ver qué era lo que predecía, especialmente para las semanas recientes. Y luego aceptar su tesis para erradicarla. Sería la primera persona a la que le realizaban un horóscopo tipo Hobart.
Indudablemente, Ludwig Eng no tenía intención de venir. Serían ya las dos de la tarde ya, pensó Lehrer. Echó un vistazo a su reloj.
Y parpadeó.
El reloj marcaba las dos y cuarto.
—Señorita Tomsen —dijo Lehrer por el intercomunicador—, ¿qué horas tiene?
—Vaya —dijo la señorita Tomsen—, es más temprano de lo que pensé. Claramente recuerdo que eran las dos veinte sólo hace un momento. Mi reloj debe haberse parado.
—Quiere decir que es más tarde que lo que pensó. Las dos cuarenta es más tarde que las dos treinta.
—No, señor, si no le molesta que le contradiga. Quiero decir que no está en mí lugar decirle a usted qué es qué, pero tengo la razón. Puede preguntarle a quien sea. Le preguntaré a este caballero que está aquí. ¿Señor Arbuthnot, no son las dos cuarenta más temprano que las dos veinte?
Por el intercomunicador llegó una voz masculina seca y controlada:
—Sólo estoy interesado en ver al señor Lehrer, no en sostener discusiones académicas. Señor Lehrer, si me recibe le garantizo que encontrará mi tesis como la más flagrante pieza de absoluta basura que haya tenido ante su atención. La señorita McFadden no lo habrá engañado.
—Déjelo entrar —Lehrer instruyó reacio a la señorita Tomsen. Se sentía perplejo. Algo extraño había empezado a suceder, algo que estaba conectado con el flujo ordenado del tiempo. Pero no podía precisar qué era exactamente.
Un joven vivaz, en las primeras etapas de calvicie, entró en la oficina, traía un maletín bajo su brazo. Brevemente se estrecharon las manos y luego Arbuthnot se sentó frente al escritorio.
Así que este es el hombre con el que Charise está teniendo una relación, se dijo Lehrer a sí mismo. Bien, así son las cosas.
—Le daré diez minutos —puntualizó—. Y después tendrá que irse de aquí. ¿Entendido?
—He concebido aquí —dijo Arbuthnot, desabrochando su maletín—, el más extravagante e imposible concepto imaginable para mi mente. Y creo que su erradicación oficial es absolutamente esencial, antes que esta idea eche raíces y cause un daño real y ultrajante. Hay gente que asimila y actúa ante cualquier idea, no importando que tan contraria sea al buen sentido de la razón. Usted es la única persona a la que le habré mostrado esto, y se la muestro con grandes reservas. —Arbuthnot entonces, en un solo movimiento brusco y espasmódico, dejó caer su trabajo mecanografiado sobre la superficie del escritorio de Niehls Lehrer. Y se sentó rígido, aguardando.
Con cautela profesional, Lehrer inspeccionó el título del documento, luego se encogió de hombros:
—Esto no es más que la inversión del famoso trabajo de Ludwig Eng. —deslizó su costosa silla hacia atrás del escritorio rechazando el manuscrito; elevando ambas manos en un gesto de despido—. Esto no es tan extravagante; es lógicamente el título inverso al de Eng… cualquiera podría hacerlo en cualquier momento.
Arbuthnot dijo severamente:
—Pero nadie lo ha hecho. Hasta ahora. Léalo una vez más y piense en sus implicaciones.
Sin sentirse impresionado, Lehrer examinó una vez más el grueso fajo de papeles.
—Las implicaciones —continuó Arbuthnot en un tono bajo y sigiloso, pero con la voz tensa—, de la erradicación de este manuscrito.
El título, sin causarle impresión alguna a Lehrer todavía, decía:
CÓMO DESARMÉ MI SWABBLE EN OBJETOS ORDINARIOS DE LIMPIEZA EN MI SÓTANO DURANTE MI TIEMPO LIBRE.
—¿Y? —dijo Lehrer—. Cualquiera puede desarmar un swabble; de hecho, está siendo realizado. Miles de swabbles están siendo erradicados; es la pauta. De hecho, dudo que pueda hallarse actualmente un solo swabble en algún lugar…
—Cuando esa tesis sea erradicada —dijo Arbuthnot—, como tengo la certeza que va a serlo, y está siendo recientemente erradicada, ¿en que consistirá su negación? Píenselo, Lehrer. Usted conoce las implicaciones de acabar con la existencia de la premisa de Eng; implica el final del swabble y también de la Fase Hobart. De hecho, regresaremos al flujo temporal normal en todos los Estados Unidos del Oeste y en la Municipalidad para la Libertad de los Negros en unas cuarenta y ocho horas… mientras el manuscrito de Eng alcanza la jurisdicción del sindicato. La erradicación de mi obra, entonces, si sigue la misma línea de razonamiento… —Hizo una pausa—. ¿Ve lo que he hecho, no es así? He encontrado una manera de preservar el swabble. Y de mantener la Fase Hobart ahora en desintegración. Sin mi tesis perderemos gradualmente todo lo que el swabble nos ha traído. El swabble, Lehrer, elimina la muerte; el caso del Anarca Peak es sólo el comienzo. Pero la única manera de mantener el ciclo vivo es equilibrar los papeles de Eng con los míos; los documentos de Eng nos mueven en una dirección, los míos en la otra, y así la teoría de Eng se vuelve operativa una vez más. Para siempre, si lo queremos. A menos… y no puedo imaginar que esto suceda, aunque admito que es teóricamente posible… que resulte una inesperada fusión de los dos flujos temporales.
—Usted está loco —dijo Lehrer pesadamente.
—Exactamente —Arbuthnot asintió—. Y es por ello que aceptará mis documentos para su erradicación oficial por parte del sindicato. Porque no me cree. Porque piensa que esto es absurdo. —Sonrió ligeramente con sus grises ojos inteligentes y penetrantes.
Presionando el botón que activaba su intercomunicador, Lehrer dijo:
—Señorita Tomsen, notifique al despacho local más cercano del Sindicato para que envíen un Erradicador a mi oficina tan pronto como sea posible. Tengo ciertas tonterías sobre las que quiero que emitan un fallo. Para así poder iniciar el trámite de la extinción de la copia terminal.
—Sí, señor Lehrer —dijo la voz de la señorita Tomsen.
Recargándose en su silla, Lehrer inspeccionó al hombre sentado frente a él.
—¿Esto le parece bien?
—Perfectamente —respondió Arbuthnot aún sonriendo.
—Si yo pensara que en su concepto existiera alguna posibilidad de…
—Pero no lo piensa —dijo Arbuthnot pacientemente—. Así que voy a obtener lo que quería; tendré éxito. En algún momento de mañana o pasado mañana.
—Querrá decir ayer —dijo Lehrer—, o anteayer. —Examinó su reloj de pulsera—: Los diez minutos han concluido —le informó al excéntrico inventor—, le pediré que se retire. —Colocó su mano sobre el manojo de papeles—. Esto se queda aquí.
Levantándose, Arbuthnot se dirigió hacia la puerta de la oficina.
—Señor Lehrer, no se alarme por esto, pero con el debido respeto, señor, necesita una afeitada.
—No me he afeitado en veintitrés años —dijo Lehrer—. No desde que la Fase Hobart entró en efecto por vez primera en la zona de Los Angeles.
—Lo hará por primera vez mañana —dijo Arbuthnot. Y dejó la oficina; la puerta se cerró tras él.
Después de reflexionar un momento, Lehrer tocó el botón del intercomunicador:
—Señorita Tomsen, no me envíe a nadie más; cancele todas mis citas por el resto del día.
—Sí, señor. —Con una nota de esperanza, la señorita Tomsen preguntó—: Era un chiflado, ¿verdad? Eso es lo que creo; siempre lo puedo decir. Está satisfecho de haberlo visto.
—Lo veré —corrigió él.
—Creo que está equivocado, señor Lehrer. El tiempo pasado se utiliza…
—Aunque Ludwig Eng se presente —dijo Lehrer—, no me siento con ganas de verlo. He tenido suficiente por hoy. —Abriendo su escritorio depositó cuidadosamente el manuscrito de Arbuthnot en él, y luego lo cerró. Se dirigió al cenicero y buscó la colilla más corta, la mejor, la frotó sobre la superficie cerámica del cenicero hasta que se encendió, luego se la llevó a sus labios. Soplando jirones de tabaco dentro de la colilla, se quedó sentado mirando fijamente a través de su ventana los álamos que delineaban el camino del estacionamiento.
El viento, moviéndose de un lado a otro, juntó un puñado de hojas, arremolinándolas sobre las ramas de los árboles, adhiriéndolas con una pauta precisa que agregaba decididamente una nueva belleza a los árboles.
Algunas hojas marrones ya se habían vuelto verdes. En poco tiempo el otoño daría paso al verano y éste a la primavera.
Miró todo con gran aprecio. Mientras esperaba al Erradicador enviado por el sindicato. Debido a esta trastornada y excéntrica tesis, el tiempo había regresado a la normalidad. Excepto por…
Lehrer frotó su mejilla. Barba incipiente.
—Señorita Tomsen —le dijo al intercomunicador—, ¿podría venir aquí y decirme si necesito o no una afeitada?
Tenía la sensación de que sí la necesitaba. Y pronto.
Probablemente antes de la media hora previa.
FIN