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julio 18, 2010
1 - Los mundos «si»
Me detuve camino del aeropuerto de Staten Island para llamar por teléfono. Indudablemente fue un error, puesto que tenía la oportunidad de conseguirlo de otra manera. Pero en la oficina se mostraron amables.
-Retrasaremos la salida cinco minutos -dijo el empleado-. No podemos hacer nada más.
Así pues, volví a mi taxi, nos elevamos hasta el tercer nivel y recorrimos el puente Staten como un cometa que avanza por un arco iris de acero. Yo tenía que estar en Moscú al anochecer, a las veinte horas para ser exactos, con objeto de asistir a la apertura de ofertas sobre el túnel de los Urales ya que el gobierno exigía la presencia personal de un agente de cada licitador. Pienso que la empresa hubiese podido designar a alguien mejor que yo, Dixon Wells, aunque la N. J. Wells Corporation es, por decirlo así, mi padre. Yo me había labrado una..., bien, una inmerecida reputación de llegar tarde a todo. Jamás dejaba de faltarme el acontecimiento inesperado que me retrasaba; no era nunca culpa mía. Esta vez fue un encuentro casual con mi antiguo profesor de física, el viejo Haskel van Manderpootz, No podía limitarme a un «cómo está usted» y a decirle adiós; yo había sido uno de sus favoritos en el curso universitario de 2014.
Perdí el avión, por supuesto. Me hallaba todavía en el puente Staten cuando oí el rugido de la catapulta y vi cómo el cohete soviético «Baikal», con su larga cola llameante, zumbaba sobre nosotros como una bala trazadora.
Sin embargo, conseguimos el contrato lo cual no sirvió para mejorar mi reputación: la empresa había llamado a nuestro agente en Beirut y fue él quien voló a Moscú. No obstante, me sentí muchísimo mejor cuando vi los periódicos de la tarde: el «Baikal», al intentar una maniobra para sortear una tormenta había chocado con un transporte británico y sólo se salvaron cien de los quinientos pasajeros. Había estado a un paso de convertirme en el difunto señor Wells.
Concerté una cita para la semana siguiente con el viejo van Manderpootz. Al parecer lo habían trasladado a la universidad de Nueva York como jefe del departamento de Física Moderna, esto es, de Relatividad. Se lo merecía; el buen anciano era un genio y aún ahora, ocho años después de salir de la universidad, yo recordaba más de su curso que de media docena en cálculo, vapor, gas, mecánica y otras materias necesarias para la educación de un ingeniero. Así pues, la noche del martes acudí a nuestra cita... a decir verdad con una hora de retraso. Hasta media tarde no recordé el compromiso.
El profesor estaba leyendo en una habitación tan desordenada como de costumbre.
-Vaya -gruñó-, veo que el tiempo lo cambia todo, menos la costumbre. Eras un buen estudiante, Dick, pero creo recordar que siempre llegabas a clase a mitad de la conferencia.
-Es que siempre tenía alguna otra en una facultad distinta -me disculpé-. Me era imposible llegar a tiempo.
-Bien, ya es hora de que aprendas a llegar a tiempo -rezongó. Luego sus ojos relampaguearon-. ¡Tiempo! -exclamó-, La palabra más fascinante que existe en todo el idioma. La hemos usado ya cuatro veces en el primer minuto de nuestra conversación. Cada uno de nosotros entiende al interlocutor, sin embargo la ciencia no está más que comenzando a aprender el significado de esa palabra. ¿He dicho ciencia? Quiero decir que estoy aprendiendo a comprender.
Me senté.
-Usted y la ciencia son sinónimos -sonreí-. ¿No es usted uno de los más relevantes físicos del mundo?
-¡Uno de ellos! -resopló-. Uno de ellos, ¿eh? ¿Y quiénes son los demás?
-Pues Corveille, Hastings, Shrinski...
-¡Bah! ¿Vas a mencionarlos en la misma frase donde figure el nombre de van Manderpootz? No son más que chacales que se alimentan de las migajas que caen de mi banquete de pensamientos. Si hubieses retrocedido al siglo pasado, habrías encontrado nombres como los de Einstein y De Sitter, dignos tal vez de codearse con el de van Manderpootz.
Otra vez sonreí, divertido.
-Einstein no estaba mal considerado, ¿verdad? -comenté-. Después de todo, fue el primero que enlazó tiempo y espacio en el laboratorio. Antes de él, no eran más que conceptos filosóficos.
-¡No lo hizo! -protestó el profesor-. Tal vez de una manera obscura y primitiva mostró el camino, pero yo, yo, van Manderpootz, he sido el primero en apoderarme del tiempo, arrastrarlo a mi laboratorio y experimentar allí con él.
-¿De veras? ¿Qué clase de experimento?
-¿Qué experimento que no sea la simple medición es posible realizar? -replicó él.
-Pues... no lo sé. ¿Viajar en él?
-Exactamente.
-¿Como esas máquinas del tiempo que son tan populares en las revistas? ¿Poder ir hacia el futuro o hacia el pasado?
-¡Tonterías! El futuro o el pasado, ¡uf! No se necesita ser ningún van Manderpootz para ver la falacia que se esconde en eso. Ya Einstein nos lo demostró.
-¿Cómo? Pero es concebible, ¿no?
-¿Concebible? ¿Y tú, Dixon Wells, estudiaste con van Manderpootz? -Se puso rojo de emoción, luego recobró una calma ceñuda-. Escúchame. Sabes cómo el tiempo varía con la velocidad de un sistema, la relatividad de Einstein.
-Sí.
-Muy bien. Pues supón ahora que el gran ingeniero Dixon Wells inventa una máquina capaz de viajar a una velocidad enorme, digamos a nueve décimas partes de la velocidad de la luz. ¿Me sigues? Bien. Luego llenas de combustible esa nave milagrosa para una pequeña excursión de un millón de kilómetros, lo que, puesto que la masa, y con ella la inercia, aumenta según la fórmula de Einstein con la velocidad, consume todo el combustible del mundo. Pero tú lo resuelves: utilizas energía atómica. Entonces, puesto que a nueve décimas partes de la velocidad de la luz tu nave pesa tanto como el Sol, desintegras Norteamérica para proporcionarte suficiente potencia motriz. Arrancas a esa velocidad, a doscientos setenta mil kilómetros por segundo; la aceleración te ha hecho morir aplastado, pero has penetrado en el futuro. -Hizo una pausa, sonriendo sarcásticamente-. ¿No es así?
-Sí.
-¿Y cuánto tiempo? Vacilé.
-¡Usa la fórmula de Einstein! -chilló-. ¿Cuánto tiempo? Voy a decírtelo: ¡un segundo! -Esbozó una triunfal sonrisa burlona-. Así es como resulta posible viajar en el futuro. Y en cuanto al pasado... En primer lugar, tendrías que superar la velocidad de la luz, lo que inmediatamente exige el uso de un número más que infinito de caballos de vapor. Vamos a suponer que el gran ingeniero Dixon Wells resuelve también ese pequeño problema, aunque la energía extraída de todo el universo no es un número infinito de caballos de vapor. Entonces aplica este poder más que infinito para viajar a trescientos treinta mil kilómetros por segundo durante diez segundos. Y ya ha penetrado en el pasado. ¿En cuánto tiempo?
Vacilé de nuevo.
-Te lo diré. En un segundo. -Me miró con ojos llameantes-. Ahora todo lo que tienes que hacer es diseñar una máquina así, y van Manderpootz admitirá la posibilidad de viajar en el futuro durante un limitado número de segundos. En cuanto al pasado, he tratado de explicarte que toda la energía del universo es insuficiente.
-Pero -tartamudeé desconcertado-, usted mismo acababa de decir que...
-No dije nada de viajar ni en el futuro ni en el pasado, cosa, como te acabo de demostrar, imposible: una imposibilidad práctica en un caso y una imposibilidad absoluta en el otro.
-Entonces, ¿cómo viaja usted en el tiempo?
-Ni siquiera van Manderpootz puede realizar lo imposible -dijo el profesor, ahora tenuemente jovial. Dio unas palmaditas a un grueso montón de holandesas, que tenía en la mesa junto a él-. Mira, Dick, esto es el mundo, el universo. -Pasó un dedo sobre él-. Es largo en tiempo y -pasando la mano de arriba abajo- es ancho en espacio, pero -ahora aplastando el dedo contra el centro del montón- es muy delgado en la cuarta dimensión. van Manderpootz adopta siempre el rumbo más corto, el más lógico. Yo no viajo a lo largo del tiempo, ni hacia el pasado ni hacia el futuro. No. No viajo a través del tiempo, al sesgo.
Tragué saliva.
-¡Al sesgo! ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué puede haber ahí?
-¿Qué es lo que puede haber? -resopló-. Por delante está el futuro; por detrás, el pasado. Esos son reales, los mundos del pasado y del futuro. ¿Qué mundos no son ni pasados ni futuros, sino contemporáneos y sin embargo extratemporales, mundos que existen, por decirlo así, en un tiempo paralelo al nuestro?
Sacudí la cabeza.
-¡Idiota! -me increpó-. ¡Los mundos condicionales, naturalmente! Los mundos «si». Por delante están los mundos que van a ser; por detrás están los mundos que fueron; a ambos lados están los mundos que podrían haber sido: los mundos «si».
-¿Cómo? -pregunté, desconcertado-. ¿Quiere usted decir que puede ver lo que ocurrirá?
-¡No! -resopló-, Mi máquina no revela el pasado ni predice el futuro. Mostrará, como te dije antes, los mundos condicionales. Podrías expresarlo así: «Tal cosa o tal otra habrían sucedido si yo hubiera actuado de esta o de esa manera».
-Pero, ¿cómo diablos consigue eso la máquina?
-Para van Manderpootz es algo muy sencillo. Utilizo luz polarizada, no en planos horizontales o verticales, sino polarizada en dirección de la cuarta dimensión, un asunto fácil. No hay más que utilizar espato de Islandia a una presión colosal, eso es todo. Y como los mundos son muy delgados en la dirección de la cuarta dimensión, basta con el espesor de una sola onda de luz, aunque sea de millonésimas de milímetro. Una considerable mejora sobre el viaje en el tiempo hacia el pasado o el futuro con sus velocidades imposibles y sus distancias ridículas.
-Pero..., esos mundos «si», ¿son reales?
-¿Reales? ¿Qué es real? Son reales, quizás, en el sentido de que uno es un número real como opuesto a raíz de menos uno, que es imaginario. Son los mundos que habrían sido si... ¿Comprendes ahora?
Asentí.
-Un poco. Usted podría ver, por ejemplo, lo que habría sido Nueva York si las Trece Colonias hubiesen perdido la guerra contra Inglaterra.
-Ese es el principio, cierto, pero no podrías verlo en la máquina, parte de ella es un psicómata Horsten, robado de una de mis ideas, dicho sea de paso; tú, el usuario, llegas a formar parte del artilugio. Es necesario que tu propia mente suministre el fondo de la acción. Por ejemplo, si George Washington pudiese haber usado el mecanismo después de firmada la paz, podría haber visto lo que tú sugieres. Nosotros no podemos. Tú no puedes ni siquiera ver lo que habría sucedido de no haber inventado yo ese chisme. En cambio, yo sí puedo. ¿Comprendes?
-Desde luego. Usted quiere decir que el fondo de lo ocurrido tiene que hallarse en las pasadas experiencias del usuario.
-Te estás haciendo inteligente -se burló él-. Sí, El aparato te mostrará diez horas de lo que habría sucedido si... Condensado, naturalmente, como en una película, a media hora de nuestro tiempo real. -Oiga, eso me parece interesante.
-¿Te gustaría verlo? ¿Hay algo que te gustaría averiguar? ¿Algo en tu vida que preferirías haber cambiado?
-Yo diría que miles de cosas. Me gustaría saber qué habría sucedido si hubiese vendido mi existencia de mercancías en 2009 en lugar de en 2010. Entonces yo era un millonario indiscutible, pero tardé..., bien, tardé un poco en vender.
-Como de costumbre -comentó van Manderpootz-. Vamos al laboratorio.
La residencia del profesor estaba a una manzana del campus universitario. Me llevó al pabellón de física y de allí a su propio laboratorio de investigación, muy parecido al que yo había visitado en mis años de estudiante. El aparato, que él llamaba «subjuntivisor», puesto que operaba en mundos hipotéticos, ocupaba toda la mesa del centro. En su mayor parte se trataba de un psicómata Horsten, pero agente polarizador, el prisma de espato de Islandia de una transparencia cristalina, él era el corazón del instrumento.
van Manderpootz señaló a la pieza principal.
-Enchúfala -me ordenó, Y yo me senté mirando fijamente la pantalla del psicómata.
Supongo que todo el mundo está familiarizado con el psicómata Horsten. Hace pocos años tuvo tanto éxito como el tablero ouija hace un siglo. Sin embargo, no es precisamente un juguete; a veces, lo mismo que el tablero ouija, constituye una ayuda real para la memoria. Se consigue que un amasijo de sombras vagas y coloreadas se deslice por la pantalla y uno las mira mientras contempla cualquier escena o circunstancia que está tratando de recordar. Un dial permite cambiar la disposición de luces y sombras, y cuando, por casualidad, el dibujo corresponde con el cuadro mental del espectador, ¡ya está! Allí aparece la escena recreada ante los ojos de éste. Por supuesto, es su propia mente quien añade los detalles. En realidad, todo lo que la pantalla muestra son manchas coloreadas, luces y sombras, pero el conjunto puede resultar asombrosamente real. En ocasiones, yo podría haber jurado que el psicómata mostraba cuadros casi tan nítidos y detallados como la realidad; la ilusión es a veces tan asombrosa como para llegar a eso.
van Manderpootz apagó la luz y el juego de sombras comenzó.
-Ahora recuerda las circunstancias que determinaban el mercado, digamos medio año antes de su hundimiento, Gira el botón hasta que el cuadro se aclare, luego para. En ese momento yo dirigiré la luz del subjuntivisor sobre la pantalla y tú no tienes más que mirar.
Hice lo que me había indicado. Se formaron y desaparecieron cuadros momentáneos. Los sonidos engendrados por el artilugio zumbaban como voces distantes, pero sin la sugerencia añadida por el cuadro no significaban nada. Mi propio rostro centelleaba y se disolvía hasta que, por fin, lo tuve. Me contemplé a mí mismo sentado en una habitación mal definida; eso era todo. Solté el botón e hice un ademán.
Siguió un chasquido. La luz se enturbió, luego se abrillantó. La escena se perfiló y, sorprendido, vi emerger a mi lado la figura de una mujer. La reconocí; era Whimsy White, estrella de primera magnitud en la televisión, primera actriz del programa «Variedades de 09». Se veía algo cambiada, pero la reconocí.
Trataré de resumir la situación. Había estado persiguiéndola durante los años de la prosperidad, tratando de casarme con ella mientras el viejo N. J. se enfurecía y despotricaba amenazando con desheredarme y dejarlo todo a la Sociedad para la recuperación del desierto de Gobi. Creo que aquellas amenazas fueron las que impidieron a Whimsy aceptarme, pero después que retiré mi propio dinero y lo convertí en un par de millones en aquel mercado loco de 2008 y 2009, se ablandó. Temporalmente, claro. Cuando el mercado se hundió en la primavera de 2010 y me vi obligado a volver junto a mi padre y a entrar en la empresa de N. J. Wells, los favores de Whimsy decrecieron una docena de puntos. En febrero estábamos prometidos, en abril apenas nos hablábamos. En mayo me despidieron. Una vez más había llegado tarde.
Y ahora, allí la tenía, en la pantalla del psicómata, indudablemente más gorda y ni mucho menos tan bonita como mi memoria la recordaba. Me estaba mirando con una expresión de hostilidad y yo le contestaba con iguales miradas furiosas. Los zumbidos se convirtieron en voces.
-¡Tú, zángano! -chilló ella-, No puedes tenerme enterrada aquí. Necesito volver a Nueva York, donde hay un poco de vida. Me aburres tú y tu golf.
-Y a mí me aburres tú y tu pandilla de chiflados.
-Por lo menos están vivos. Tú eres un cadáver andante. Simplemente porque tuviste suerte para hacer dinero en el momento oportuno, te crees una especie de dios.
-Bueno, no creo que tú seas Cleopatra. Esos amigos tuyos se arrastran detrás de ti porque das fiestas y gastas dinero, mi dinero.
-Mejor es gastarlo así que aporreando una pelota de un lado a otro del monte.
-¿Tú crees? Deberías probarlo, Marie. -Ese era su nombre verdadero-. Te ayudaría a conservar la línea, aunque dudo que sea posible,
Me miró con ojos centelleantes de rabia y... bien, fue una penosa media hora. No contaré todos los detalles, pero lo cierto es que me alegré cuando la pantalla se disolvió en coloreadas nubes sin sentido.
-¡Uf! -resoplé, mirando a van Manderpootz, que había estado leyendo.
-¿Te ha gustado?
-¡Gustado! Mire, me parece que tuve una suerte enorme cuando me dejaron sin un céntimo. De ahora en adelante no lo lamentaré en lo más mínimo.
-Esa -dijo el profesor grandilocuentemente- es la gran contribución de van Manderpootz a la felicidad humana. De todas las lamentaciones, la más triste es: «¡Podría haber sido!» Y eso ya no es verdad, amigo Dick. Yo, van Manderpootz, he demostrado que la exclamación correcta es: «¡Podría haber sido... peor!»
Era muy tarde cuando volví a casa y, consiguientemente, muy tarde cuando me levanté, e igualmente tarde cuando llegué a la oficina. Mi padre se irritó de un modo innecesario, pero exageró al decir que nunca llego a tiempo. Se olvida de las ocasiones en que me ha despertado y me ha llevado con él literalmente a rastras. Tampoco era necesario que se refiriese tan sarcásticamente a mi retraso en ocasión del viaje con el «Baikal», Le recordé el trágico fin del avión cohete, y me respondió fríamente que de no haberme retrasado, el «Baikal» habría salido a su hora y no habría chocado con el transporte británico. También fue igualmente superfluo que mencionara el hecho de que cuando concertábamos pasar unas semanas de golf en las montañas, incluso la primavera se retrasaba. Yo no podía hacer nada en ese caso.
-Dixon -concluyó-, no tienes ni la menor idea de lo que es el tiempo. Ni la menor idea.
Me acordé de la conversación mantenida con van Manderpootz y me sentí impulsado a preguntar:
-¿Y la tiene usted, señor?
-La tengo -respondió ceñudamente-. Claro que la tengo. El tiempo -dijo como un oráculo- es dinero.
Uno no puede argüir frente a semejante punto de vista.
Pero aquellas alusiones suyas escocían, especialmente la relativa al «Baikal», Yo podía ser un remolón, pero resultaba difícilmente concebible que mi presencia a bordo del avión cohete hubiese podido evitar la catástrofe. Era un pensamiento que me irritaba. En cierto modo, me hacía responsable de las muertes de aquellos centenares de personas y eso no me hacía ninguna gracia.
Desde luego, si habían esperado cinco minutos más por mí, o si yo hubiera llegado a tiempo y ellos hubiesen zarpado conforme al horario en lugar de cinco minutos más tarde o si... si...
¡Si...! La palabra evocaba a van Manderpootz y a su subjuntivisor: los mundos «si», los mundos extraños que existían al lado de la realidad, ni pasados ni futuros, sino contemporáneos, pero fuera del tiempo. En algún sitio entre las fantasmales infinidades de aquellos mundos existía uno que representaba el mundo que habría sido si yo hubiese embarcado en el avión cohete. Sólo tenía que llamar por teléfono a Haskel van Manderpootz, concertar una cita, y luego... descubrir lo que fuese.
Pero no era una decisión fácil. De un modo u otro había penetrado en mí la duda. Empezaba a sentirme responsable de lo ocurrido, no sabía en qué medida, una especie de responsabilidad moral tal vez. Y temía descubrir que era cierto. Me desagradaba igualmente no descubrirlo. La incertidumbre también tiene sus tormentos, tan dolorosos como los del remordimiento. Podría resultar menos enervante saberme responsable que perder el tiempo sumido en vanas dudas y fútiles reproches. Así pues, manejé el visófono, marqué el número de la universidad y por fin distinguí en la pantallita los rasgos joviales e inteligentes de van Manderpootz, interrumpido por mi llamada en una ciase matinal.
Me encontraba más que listo para la cita a la noche siguiente, y podría en realidad haber llegado a tiempo, a no ser por un intransigente guardia de tráfico que insistió en multarme por ir a velocidad excesiva. A pesar de eso, van Manderpootz se mostró impresionado.
-¡Vaya! -exclamó-, Un minuto más y no me encuentras, Dixon. Ahora mismo me iba al club. No te esperaba antes de una hora. ¡Sólo diez minutos de retraso! Vaya, vaya...
Pasé por alto el comentario.
-Profesor, necesitaría hacer uso de su..., bueno, de su subjuntivisor.
-¿Cómo? ¡Ah, sí! Pues tienes suerte. Estaba a punto de desmantelarlo.
-¿Desmantelarlo? ¿Por qué?
-Ya ha cumplido su misión. Ha dado origen a una idea mucho más importante que él mismo, Necesitaré el espacio que ocupa.
-Pero, ¿cuál es la idea, si no es demasiado presuntuoso por mi parte preguntarlo?
-No es demasiado presuntuoso. Pronto será pública, pero tú vas a tener el privilegio de oírla de labios de su autor. Se trata nada menos que de la autobiografía de van Manderpootz. Hizo una pausa impresionante. Me quedé boquiabierto.
-¿Su autobiografía?
-Sí. El mundo, aunque quizá no se dé cuenta, está clamando por ella. Detallaré mi vida, mi trabajo. Revelaré en sus páginas que soy el responsable de la larga duración de la guerra del Pacífico.
-¿Usted?
-Ningún otro. Si en aquel tiempo yo no hubiese sido un leal súbdito holandés y por tanto neutral, las fuerzas de Asia se habrían visto aplastadas en tres meses, en lugar de en tres años. El subjuntivisor me lo dijo: yo habría inventado un calculador para predecir los resultados de cada combate; van Manderpootz habría suprimido el obstáculo o el elemento carencial en la conducción de la guerra. -Frunció el ceño solemnemente-. Ésa es mi idea. La autobiografía de van Manderpootz. ¿Qué te parece?
Recobré la serenidad.
-¡Es..., bien, es colosal! -asentí vehementemente-. Compraré un ejemplar. Varios ejemplares. Se los enviaré a mis amigos.
-Te dedicaré tu ejemplar -dijo van Manderpootz expansivamente-. Será algo que no tendrá precio. Escribiré una frase apropiada, algo así como Magnificus sed non superbus. Eso describe muy bien a van Manderpootz, quien a pesar de su grandeza es sencillo, modesto y nada afectado. ¿No te parece?
-¡Perfecto! Una descripción muy apropiada. Pero, ¿no podría ver su subjuntivisor antes de que usted lo desmantele para hacer un hueco a su más importante obra?
-¡Ah! ¿Deseas descubrir algo?
-Sí, profesor, ¿Recuerda usted el desastre del «Baikal» hace una o dos semanas? Yo tenía que haber tomado ese avión para Moscú. Lo perdí por los pelos -y le conté los detalles.
-¡Hum! -gruñó-. Quieres descubrir lo que habría pasado si lo hubieses alcanzado, ¿eh? Bien, veo varias posibilidades. Entre los mundos «sí» están el que habría sido real si hubieses llegado a tiempo, el que habría surgido si el avión cohete te hubiese esperado hasta tu llegada y el que habría nacido si llegas dentro de los cinco minutos que te concedieron de plazo. ¿En cuál estás interesado?
-¡Oh... en el último!
Eso me pareció lo más apropiado. Después de todo, era mucho esperar que Dixon Wells pudiera llegar a tiempo alguna vez y, en cuanto a la segunda posibilidad, bien... puesto que no me habían esperado, en alguna forma me libraba del peso de la responsabilidad.
-¡Vamos! -ordenó van Manderpootz.
Lo seguí a través del pabellón de física hasta su desordenado laboratorio. El aparato estaba todavía encima de la mesa y me senté ante él, mirando fijamente la pantalla del psicómata Horsten. Las nubes oscilaban y cambiaban de posición mientras yo trataba de concentrarme en esas sugestivas masas vaporosas para captar en alguna de ellas algún detalle de aquella mañana desaparecida.
Y luego lo tuve. Descubrí la vista del puente Staten y me vi acelerando en dirección al aeropuerto. Hice una señal a van Manderpootz, el cacharro soltó un ruidito seco y el subjuntivisor se puso en marcha.
El recortado césped y la arcilla del campo aparecieron. Hay una cosa curiosa en el psicómata: uno ve solamente a través de los ojos de sí mismo en la pantalla. Esto le presta una extraña realidad al trabajo de la máquina; supongo que una especie de autohipnotismo es parcialmente responsable de ese efecto.
Yo corría por el campo hacia el brillante proyectil de plateadas alas que era el «Baikal», Un ceñudo funcionario me invitó a darme prisa y me precipité arriba por la empinada escalerilla. La puerta se cerró y oí un largo suspiro de alivio.
-¡Siéntese! -gritó un funcionario, indicando un asiento desocupado.
Caí en mi asiento. El avión tembló bajo el impulso de la catapulta y rechinó duramente al ponerse en movimiento. Los chorros rugieron al instante, luego se produjo un estremecimiento más amortiguado y pude ver bajo mí la isla Staten, perdiéndose a nuestras espaldas. El cohete gigante estaba en camino.
-¡Uf! -suspiré de nuevo-. ¡Que todo vaya bien!
Capté una mirada divertida de alguien que estaba a mi derecha. Era una muchacha. Quizá realmente no era tan deliciosa como me parecía; después de todo, yo la estaba viendo a través de la pantalla de semivisión de un psicómata. Desde entonces no dejo de decirme que ella no podía haber sido tan bonita como parecía, que eso se debía a mi imaginación que completaba los detalles. No lo sé; sólo recuerdo que me quedé mirando unos ojos de un extraño y delicioso color azul plateado, unos finos cabellos castaños, una boquita risueña y una naricilla descarada, Me quedé mirando hasta que ella se ruborizó.
-Lo siento -dije rápidamente-. Estaba... estaba sorprendido.
A bordo de un cohete transoceánico reina una atmósfera cordial. Los pasajeros se ven obligados a convivir en estrecha intimidad de siete a doce horas y no hay mucho sitio para moverse. Por lo general, uno traba conocimiento con sus vecinos; las presentaciones no son necesarias y la costumbre es simplemente hablar a cualquiera que usted elija, algo así como aquellos viajes cotidianos en los trenes del pasado siglo, supongo. Uno hace amigos durante el transcurso del viaje y luego, nueve veces de cada diez, nunca vuelve a oír hablar de quienes fueron sus compañeros.
La muchacha sonrió.
-¿Es usted la persona responsable del retraso en la partida? Lo reconocí.
-Parece que siempre tengo que estar retrasado. Incluso los relojes atrasan cuando me los pongo.
Ella se echó a reír.
-No deben de ser muy pesadas las responsabilidades que usted tenga que soportar.
Bueno, desde luego no lo eran, aunque resulta sorprendente hasta qué punto muchos casinos, camareros y coristas han dependido de mí en diversas ocasiones en partes apreciables de sus ingresos. Mas por una causa u otra no me sentía inclinado a hablar de estas cosas a la muchacha de los ojos de plata.
Charlamos. Resultó llamarse Joanna Caldwell y se dirigía a París. Era una artista, o esperaba serlo algún día, y desde luego no hay ningún sitio en el mundo que pueda proporcionar a la vez entrenamiento e inspiración corno París. Por eso se dirigía allí para pasar un año de estudios, y, no obstante sus labios risueños y sus ojos traviesos, pude notar que el asunto era de gran importancia para ella. Conjeturé que había trabajado duramente para costearse aquel año en París, había hecho equilibrios y ahorrado durante tres años como figurinista para alguna revista de modas, aunque no podía tener mucho más de veintiún años. Su pintura significaba mucho para ella, y eso yo podía comprenderlo. También yo sentí alguna vez de un modo parecido respecto al polo.
Por ello se comprende que simpatizáramos desde el principio. Me di cuenta de que yo le gustaba y era evidente que ella no relacionaba a Dixon Wells con la N. J. Wells Corporation. Y en cuanto a mí..., bueno, después de aquella mirada a sus fríos ojos plateados, simplemente no me interesaba mirar a ningún otro sitio. Las horas parecían transcurrir como minutos mientras yo la contemplaba.
Ustedes saben cómo ocurren estas cosas. Sin darme cuenta me vi llamándola Joanna y ella a mí Dick; parecíamos viejos amigos. Decidí pararme en París a mi regreso de Moscú y le arranqué la promesa de que nos veríamos. Puedo asegurar que era una muchacha diferente; no tenía nada que ver con la calculadora Whimsy White y todavía menos con las muchachitas de sonrisa boba, casquivanas y aficionadas al baile que uno conoce en las salas de fiestas. Era sencillamente Joanna, fría y seria, pero simpática y jovial, y tan bonita como una figura de mayólica.
Quedamos admirados cuando la azafata pasó para preguntarnos qué queríamos en el almuerzo. ¿Ya habían pasado cuatro horas? Parecía como si hubiesen sido cuarenta minutos. Y tuvimos un agradable sentimiento de intimidad al descubrir que a los dos nos gustaba la ensalada de langosta y en cambio detestábamos las ostras; era otro lazo. Le dije solemnemente que se trataba de un augurio y ella no puso ninguna objeción.
Después caminamos por el estrecho pasillo hacia el acristalado que se hallaba a proa. Estaba abarrotado de gente, pero no nos importó en absoluto, ya que nos obligaba a sentarnos juntitos. Estuvimos allí bastante tiempo antes de notar lo enrarecido del aire.
La catástrofe ocurrió justamente cuando estábamos de vuelta en nuestros asientos. No hubo ninguna advertencia excepto un repentino bandazo, resultado, supongo, del inútil, último y desesperado intento del piloto por evitar la colisión. Luego un crujido desgarrador y una terrible sensación de estar girando, y tras eso un coro de gritos que sonaban como el estruendo de una batalla.
Y lo era. Quinientas personas poniéndose en pie, pisándose, empujándose, siendo empujadas sin defensa mientras el gran avión cohete, con su ala izquierda convertida en un corto muñón, caía, describiendo círculos, hacia el Atlántico.
Sonaron los gritos de los oficiales y un altavoz atronó:
-Manténganse en calma. Ha habido una colisión. Hemos chocado con una nave de superficie. No hay ningún peligro. No hay ningún peligro.
Me esforcé en levantarme entre los restos de los destrozados asientos. Joanna había desaparecido. Cuando al fin di con ella, acurrucada en un rincón, el cohete chocó con el agua con un crujido que volvió a ponerlo todo en danza. El altavoz atronaba:
-Coloqúense los cinturones salvavidas. Los salvavidas están bajo los asientos.
Tiré de un salvavidas y lo coloqué alrededor de Joanna, luego me puse yo otro. La muchedumbre avanzaba ahora hacia adelante y la cola del avión empezaba a hundirse. Había agua detrás de nosotros, chasqueando en la obscuridad a medida que las luces se apagaban. Un oficial se deslizó junto a nosotros, se detuvo y colocó un salvavidas alrededor de una mujer sin conocimiento,
-¿Están todos bien? -gritó y siguió adelante sin esperar que le respondiesen.
El altavoz debía de haberse interrumpido por un cortocircuito en la batería. Pero repentinamente ordenó:
-Y aléjense todo lo que les sea posible. Salten por la escotilla de proa y procuren alejarse. Hay un barco cerca. Los recogerá a todos. Salten desde...
De nuevo enmudeció.
Saqué a Joanna de entre los restos. Estaba pálida; tenía cerrados sus ojos de plata. Empecé a arrastrarla lenta y penosamente hacia la escotilla de proa y el balanceo del suelo fue aumentando hasta parecer el de un trampolín de saltos. El oficial pasó otra vez.
-¿Podrá usted llevarla? -preguntó, y de nuevo se alejó corriendo.
Yo ya estaba llegando. La multitud apiñada junto a la escotilla parecía más pequeña. ¿O es simplemente que estaban más apretados? Luego, de pronto, un gemido de miedo y desesperación se alzó y hubo un estruendo de agua. Las paredes del mirador habían cedido. Vi el gran asalto de las olas y un diluvio rugiente se precipitó sobre nosotros. Otra vez llegué tarde.
Eso fue todo. Impresionado y consternado, alcé los ojos del subjuntivisor para mirar a van Manderpootz, que estaba garrapateando algo en el filo de la mesa.
-¿Qué tal? -preguntó él. Me estremecí.
-¡Horrible! -murmuré-, Nosotros... conjeturo que no habríamos estado entre los supervivientes.
-Nosotros, ¿eh? ¿Nosotros?
Le chispeaban los ojos. No le expliqué nada. Le di las gracias, le deseé buenas noches y me fui dolorosamente a casa.
Incluso mi padre notó algo raro en mí. El día que llegué a la oficina con sólo cinco minutos de retraso me llamó para hacerme con ansiedad algunas preguntas respecto a mi salud. Naturalmente no pude decirle nada. ¿Cómo iba a explicarle que había llegado tarde una vez más y que me había enamorado de una muchacha que hacía dos semanas que estaba muerta? Aquel pensamiento me volvía loco. ¡Joanna! Joanna con sus plateados ojos yacía ahora en el fondo del Atlántico. Yo andaba de un lado a otro medio aturdido, casi sin hablar. Una noche llegó a faltarme la energía para volver a casa y me quedé sentado fumando en el sillón supertapizado de mi padre en su despacho particular hasta que terminé por dormirme. A la mañana siguiente, cuando el viejo N. J. entró y me encontró allí ante él, se puso blanco como el papel, se tambaleó y jadeó: «¡Dios mío!»
Fueron necesarias muchas explicaciones para convencerlo de que no se trataba que yo hubiera llegado temprano a la oficina, sino que no me había movido de allí.
Por último comprendí que no me era posible seguir soportando aquello. Pensé finalmente en el subjuntivisor. Podía ver, sí, podría ver qué habría ocurrido si el avión no hubiese naufragado. Podría seguir el rastro de aquella fantástica e irreal historia de amor oculta en algún sitio entre los mundos hipotéticos. Podría quizás extraer un gozo sombrío y precario de las cosas que podrían haber sido. ¡Podría ver a Joanna una vez más!
A últimas horas de la tarde llegué a la residencia de van Manderpootz. Él no estaba allí; lo encontré por fin en el vestíbulo de la Facultad de Física.
-¡Dick! -exclamó-. ¿Estás enfermo?
-¿Enfermo? No, no físicamente, profesor. Tengo que usar de nuevo su subjuntivisor. No me queda más remedio.
-¿Cómo? ¡Ah, ese juguete! Llegas demasiado tarde, Dick. Ya lo he desmantelado. He encontrado una utilización mejor para ese espacio.
Lancé un lastimero gemido y sentí tentaciones de condenar la autobiografía del gran van Manderpootz. Un destello de compasión apareció en sus ojos. Me agarró de un brazo y me llevó al despachito adjunto a su laboratorio.
-Cuéntame -ordenó.
Lo hice. Creo que le hice ver con bastante claridad la tragedia, porque sus hirsutas cejas se unieron en un ceño de lástima.
-Ni siquiera van Manderpootz puede resucitar a los muertos -murmuró-. Lo siento, Dick. Procura no pensar en eso. Incluso si mi subjuntivisor estuviera disponible, no te permitiría utilizarlo. Eso no sería más que remover el cuchillo en la herida. -Hizo una pausa-. Busca otra cosa en la que ocupar tu mente. Haz como hace van Manderpootz. Encuentra el olvido en el trabajo.
-Sí -respondí sombríamente-. Pero, ¿quién querrá leer mi autobiografía? Eso sólo es bueno para usted.
-¿Autobiografía? ¡Ah, ya recuerdo! No, he abandonado el proyecto. La historia misma se encargará de recoger la vida y las obras de van Manderpootz. Ahora estoy metido en un proyecto mucho más grandioso.
-¿De veras? -pregunté con el más lúgubre y profundo desinterés.
-Sí. Ha estado aquí Gogli, el escultor. Va a hacerme un busto. ¿Qué mejor legado puedo dejar al mundo que un busto de van Manderpootz, esculpido en vida? Quizá deba regalárselo a la ciudad, quizás a la universidad, Se lo daría a la Royal Society si se hubiesen mostrado un poco más receptivos, si se hubiesen... sí... ¡si...! El último «si» lo pronunció en un grito.
-¿Qué pasa? -pregunté,
-¡Si...! -exclamó van Manderpootz-. Lo que tú viste en el subjuntivisor fue lo que habría ocurrido si hubieses tomado el avión.
-Ya lo sé.
-Pero realmente podría haber ocurrido algo completamente distinto. ¿No lo comprendes? Ella... ella... ¿dónde están esos periódicos viejos?
Revolvía una pila de ellos, Finalmente blandió uno.
-¡Aquí! ¡Aquí está la lista de supervivientes!
Como letras de fuego, el nombre de Joanna Caldwell saltó a mis ojos. Había incluso una gacetilla referente al asunto:
«Por lo menos una veintena de supervivientes deben la vida a la bravura del piloto de veintiocho años Orris Hope que estuvo patrullando en los pasillos durante el pánico, colocando salvavidas a los heridos y llevando a muchos hasta la escotilla. Permaneció hasta el final en el avión que se hundía hasta que por último pudo abrirse camino hasta la superficie a través de las rotas paredes del mirador. Entre los que deben su vida al joven oficial se encuentran: Patríck Owensby, Nueva York; señora Campbell Warren, Boston; señorita Joanna Caldwell, Nueva York...»
Supongo que mi rugido de alegría se oyó en el edificio de la administración, a varias manzanas de distancia. No me importaba; si van Manderpootz no hubiese estado defendido por tremendas patillas, lo habría besado. Quizá lo hice; no puedo estar seguro de mis acciones durante aquellos caóticos minutos en el diminuto despacho del profesor.
Por último me calmé.
-¡Podré verla! -gritaba, resplandeciente-. Tiene que haber desembarcado con los demás supervivientes y todos estaban en el mercante británico «Osgood» que atracó hace días. Debe de estar en Nueva York, y si se ha ido a París, lo averiguaré y la seguiré.
Bueno, es un extraño desenlace. Estaba en Nueva York, pero comprendan ustedes, Dixon Wells había conocido a Joanna Caldwell por medio del subjuntivisor, pero Joanna nunca había conocido a Dixon Wells. Y se había casado con Orris Hope, el joven piloto que la rescató. Una vez más llegué tarde.
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2 – El ideal
The ideal, © 1935 by Continental Publications, Inc., para Thrilling Wonder Stories, septiembre de 1935. Traducción de Mariano Orta en: Lo mejor de Stanley G. Weinbaum, Ediciones Martínez Roca S.A., primera edición en 1977.
-Esto -indicó el franciscano- es mi autómata, que en el momento apropiado hablará, contestará cualquier pregunta que pueda formularse y me revelará todos los conocimientos secretos.
Sonrió al poner una mano afectuosa sobre el cráneo de hierro que coronaba el pedestal.
El jovencito se quedó mirando boquiabierto, primero la cabeza y luego al fraile.
-Pero es de hierro -susurró-. La cabeza es de hierro, buen padre.
-Hierro por fuera, sabiduría por dentro, hijo mío -dijo Roger Bacon-. Hablará en el momento adecuado y a su manera, porque de ese modo la he hecho. Un hombre inteligente puede enderezar las artes diabólicas a los fines divinos, derrotando así al Enemigo. ¡Chitón! Están tocando vísperas! Ave Maria, gratia plena...
Pero la cabeza no hablaba. Durante largas horas y largas semanas, el Doctor mirabilis vigilaba su creación. Los labios de hierro permanecían silenciosos y los ojos de hierro permanecían inexpresivos. Ninguna voz, sino la voz del grande hombre, sonaba en su celda monástica y no había respuesta para ninguna de las preguntas que él formulaba; hasta que un día, cuando estaba sentado examinando su trabajo, releyendo una carta que escribiera a Duns Scoto en la distante Colonia, un día...
-El tiempo es -dijo la estatua y sonrió benignamente.
El fraile alzó la mirada.
-Realmente, el tiempo es -asintió-. Ha llegado el momento de que te expreses y con una afirmación menos obvia que ésta. Porque, desde luego, el tiempo es, de la contrario no habría nada en absoluto. Sin el tiempo...
-El tiempo era -retumbó la estatua, sonriendo ahora con severidad y mirando la imagen de Dracón.
-Realmente, el tiempo era -dijo el monje-. El tiempo era, es y será, porque el tiempo es el medio en el que ocurren los acontecimientos. La materia existe en el espacio, pero los acontecimientos...
La estatua no sonrió ya.
-¡El tiempo ha pasado! -rugió con tonos más profundos que las campanas de la catedral. y estalló en mil pedazos.
He aquí -dijo el viejo Haskel van Manderpootz, cerrando el libro- mi autoridad clásica por lo que se refiere a este experimento. Este relato, sobrecargado como está con mitos y leyendas medievales, demuestra que el mismo Roger Bacon intentó el experimento... y fracasó. -Me apuntó con un largo dedo-. Pero no vayas a sacar la impresión, Dixon, de que el fraile Bacon no fue un gran hombre. En realidad fue extremadamente grande; empuñó la antorcha que su tocayo Francis Bacon había de blandir cuatro siglos más tarde y que ahora resucita van Manderpootz.
Yo seguía mirando en silencio. El profesor prosiguió:
-A Roger Bacon casi podría Ilamársele un van Manderpootz del siglo trece o a van Manderpootz un Roger Bacon del siglo veintiuno. Sus Opus maius, Opus minor y Opus tertium...
-¿Qué tiene que ver -interrumpí impacientemente- todo eso con esto? -pregunté, indicando el torpe robot de metal que estaba en un rincón del laboratorio.
-¡No interrumpas! -exigió van Manderpootz-. Yo te...
En aquel momento saltó de la butaca. La masa de metal había proferido un ronco grito y, con los brazos levantados, había dado un paso hacia la ventana.
-¿Qué demonios...? -mascullé cuando aquella cosa dejó caer los brazos y volvió estúpidamente a su puesto.
-Debe de haber pasado un coche por la alameda -dijo van Manderpootz con indiferencia-. Bien, como te iba diciendo, Roger Bacon...
Dejé de escuchar. Cuando van Manderpootz está resuelto a dar una explicación, las interrupciones son más que inútiles. Como ex alumno suyo, lo tenía más que sabido. Así pues, permití que mis pensamientos vagabundearan en torno a problemas míos muy personales, especialmente el de Tips Alva, por el momento mi problema más acuciante. Sí, me refiero a Tips Alva, la bailarina de televisión, la rubita que anima la hora de Hierba Mate en la actuación de la compañía brasileña. Las coristas, las bailarinas y las estrellas de televisión siempre han sido mi debilidad. Quizás ello indica que en mí late un corazón de artista. Quizá.
Yo soy Dixon Wells, ya saben ustedes, el retoño de la compañía N. J. Wells, superingenieros. Se supone que yo mismo soy un ingeniero; y digo se supone porque en los siete años transcurridos desde que conseguí el título, mi padre no me ha dado muchas oportunidades para demostrarlo. Él tíene un fuerte sentido del valor del tiempo y yo estoy condenado al poco envidiable sino de llegar tarde a todo y para todo. Mi padre incluso afirma que los diseños que le presento de vez en cuando son del tardío estilo jacobeo, pero eso no es verdad: son posrománicos.
El viejo N. J. critica también mi inclinación por las actrices de teatro y de televisión, y periódicamente me amenaza con suprimirme la asignación, aunque se supone que se trata de un sueldo. Es una molestia depender hasta tal extremo de mi padre y algunas veces lamento aquella desafortunada baja de la bolsa que, en el año 2009, se llevó todo mi dinero y desbarató mi proyectado matrimonio con Whimsy White. Sólo me consuela pensar que, como demostró van Manderpootz con el subjuntivisor, aquel matrimonio hubiese sido una catástrofe. Aunque, en lo relativo a mis sentimientos, el desastre adquirió casi las mismas proporciones. Tardé meses en olvidarme de Joanna Caldwell y de sus plateados ojos. Una vez más, reaccionaba con retraso.
van Manderpootz fue mi viejo profesor de física, jefe del departamento de Física Moderna en la Universidad de Nueva York. Era un genio algo excéntrico. Juzguen ustedes mismos.
-Y ésa es la tesis -dijo él de pronto, interrumpiendo mis pensamientos.
-¿Cómo? ¿Qué dice? ¡Ah, si, desde luego! Pero, ¿qué tiene que ver con ese risueño robot?
El profesor enrojeció violentamente.
-¡Te lo acabo de decir! -rugió-. ¡Idiota! ¡Imbécil! ¡Estar fantaseando mientras hablaba van Manderpootz! ¡Vete! ¡Desaparece!
Me fui. Por lo demás, era tarde, tan tarde, que dormí más de la cuenta por la mañana y sufrí más que nunca el acostumbrado sermón de mi padre sobre las ventajas de la puntualidad.
Cuando visité de nuevo a van Manderpootz, un anochecer, había olvidado por completo su cólera. El robot seguía de pie en el rincón junto a la ventana y no perdí tiempo alguno preguntando su propósito.
-Es simplemente un juguete que he hecho construir a algunos de los estudiantes -me explicó él-, Tiene una pantalla de células fotoeléctricas detrás del ojo derecho, conectada de tal forma que cuando un cierto perfil se proyecta en ella, pone en marcha el mecanismo. El chisme está enchufado a la red de electricidad, pero en realidad debería funcionar a base de gasolina.
-¿Por qué?
-Bueno, el perfil seleccionado tiene forma de automóvil. Mira aquí -Sacó una cartulina de su mesa y recortó el contorno de un coche aerodinámico como los que se usaban aquel año-. Como sólo se utiliza un ojo -continuó-, el chisme no puede apreciar la diferencia entre un vehículo de tamaño natural a cierta distancia y este pequeño recorte a una distancia mucho menor. No tiene ningún sentido de la perspectiva.
Pasó el recorte de cartulina ante los ojos del mecanismo. Instantáneamente despertó su bronco rugido y avanzó un paso con los brazos levantados, van Manderpootz retiró la cartulina y de nuevo el aparato volvió a colocarse estúpidamente en su puesto.
-¿Qué demonios significa esto? -exclamé-. ¿Para qué sirve?
-¿Es que van Manderpootz hace alguna vez un trabajo sin una razón que lo respalde? Esto me sirve para hacer demostraciones en mi seminario de alumnos selectos.
-¿Demostraciones de qué?
-Del poder de la razón -respondió van Manderpootz solemnemente.
-¿Cómo? ¿Y por qué debería trabajar con gasolina en lugar de con energía eléctrica?
-Cada pregunta a su tiempo, Dixon. Se te ha escapado la grandeza de la concepción de van Manderpootz. Mira, esta criatura, por imperfecta que sea, representa la máquina rapaz. Es el paralelo mecánico del tigre, que acecha en la jungla para saltar sobre su presa. La jungla de este monstruo es la ciudad; su presa es la molesta máquina que sigue las sendas llamadas calles. ¿Comprendes?
-No.
-Bien, imagínate a este autómata no como es, sino como van Manderpootz podría hacerlo si quisiera. Acecha, gigantesco, a la sombra de los edificios; se mueve furtivamente por las obscuras alamedas; se asoma a calles desiertas, con su motor de gasolina ronroneando quedamente. Entonces un automóvil que no sospecha nada lanza su imagen en la pantalla que hay detrás de los ojos del autómata. Éste salta. Se apodera de su presa, la balancea en sus brazos, la acerca a sus aceradas mandíbulas y clava en ella implacables colmillos. La sangre de su presa, la gasolina, pasa a su estómago, a su depósito de combustible. Con renovada fuerza, se escabulle en la obscuridad y acecha el paso de otra presa. Es la máquina carnívora, el tigre de la mecánica.
Supongo que me quedé mirando boquiabierto. Se me ocurrió de pronto que el cerebro del gran van Manderpootz estaba flaqueando.
-¿Cómo puede...? -jadeé.
-Te he dicho -habló suavemente- que esto no es más que una idea. Puedo encontrar muchos otros usos para el juguete. Con él puedo probar cualquier cosa, todo lo que se me ocurra.
-¿Puede? Pruebe algo, entonces.
-Propón tú lo que quieras, Dixon.
Vacilé, desconcertado.
-¡Vamos! -urgió con voz impaciente-. Mira, te demostraré que la anarquía es el gobierno ideal, o que el cielo y el infierno son el mismo sitio, o que...
-¡Demuéstreme eso! -exclamé-, Lo del cielo y el infierno.
-Muy fácil. Primero dotamos de inteligencia a mi robot. Añadimos una memoria mecánica por medio de la vieja válvula retardatriz Cushman; añadimos un sentido matemático con cualquiera de las máquinas calculadoras; le damos una voz y un vocabulario con el fonógrafo de impulso magnético. Ahora la cuestión que planteo es ésta: admitiendo que se trata de una máquina inteligente, ¿no se sigue que cualquier otra máquina construida del mismo modo debe tener cualidades idénticas? Si a cada robot se le han proporcionado los mismos dispositivos interiores, ¿no han de tener exactamente el mismo carácter?
-¡No! -espeté-. Los seres humanos no pueden hacer dos máquinas exactamente iguales. Habrá diminutas diferencias: una reaccionará más rápidamente que las demás, o una preferirá el Cadillac como presa en tanto que otra reaccionará más vigorosamente ante el Ford. En otras palabras, tienen, es decir, tendrían, individualidad -terminé con una sonrisa de triunfo.
Ése es exactamente mi argumento -comentó van Manderpootz-. Reconoces que esta individualidad es el resultado de una fabricación imperfecta. Si nuestros medios de fabricación fueran perfectos, todos los robots serían idénticos y esta individualidad no existiría. ¿Es verdad, o no?
-Pues... supongo que sí.
-Por ello arguyo que nuestra propia individualidad se debe a que no hemos alcanzado la perfección. Todos nosotros, incluso van Manderpootz, no somos más que individuos porque no somos perfectos. Si lo fuéramos, cada uno de nosotros sería exactamente igual a los demás. ¿Cierto o no?
-Bien..., sí.
-Pero el cielo, por definición, es un sitio donde todo es perfecto. Por tanto, en el cielo cada cual es exactamente lo mismo que cualquier otro y en consecuencia cada cual está profunda y totalmente aburrido. No hay tortura comparable al aburrimiento, Dixon, y... Bien, ¿he probado o no mi tesis?
Yo estaba aturdido.
-Pero..., ¿y lo de la anarquía? -tartamudeé.
-Muy sencillo. Algo muy simple para van Manderpootz. Fíjate. Con una nación perfecta, esto es, con una nación cuyos individuos son todos exactamente iguales, lo que acabo de demostrar que constituye la perfección, con una nación perfecta, repito, las leyes y el gobierno son absolutamente superfluos. Si cada cual reacciona a los estímulos de la misma manera, las leyes son totalmente inútiles, eso está claro. Si, por ejemplo, ocurre un determinado acontecimiento que puede llevar a una declaración de guerra, todo el mundo en semejante nación votaría a favor de la guerra en el mismo instante. Por tanto el gobierno es innecesario y por tanto la anarquía es el gobierno ideal, puesto que es el gobierno adecuado para una raza perfecta. -Hizo una pausa-. Demostraré ahora que la anarquía no es el gobierno ideal...
-¡No se preocupe! -supliqué-. ¿Quién soy yo para discutir con van Manderpootz? Pero, ¿cuál es el propósito de este robot? ¿Una base para la lógica?
El mecanismo replicó con su acostumbrado chirrido como si avanzase hacia algún coche descarriado que estuviera más allá de la ventana.
-¿No basta con eso? -gruñó van Manderpootz-. Sin embargo -su voz bajó de tono- le tengo pensado un destino mucho mayor. Muchacho, van Manderpootz ha resuelto el enigma del universo. -Hizo una pausa impresionante-. Bueno, ¿por qué no dices algo?
-jUf! -jadeé-. Es..., bien, es maravilloso.
-No para van Manderpootz -dijo él modestamente.
-Pero..., ¿en qué consiste?.
-¿Cómo? ¡Ah, sí! -frunció el ceño-. Bueno, te lo diré, Dixon. No entenderás nada, pero te lo diré. -Carraspeó-. Ya a principios del siglo veinte -continuó-, Einstein demostró que la energía es particular. La materia lo es también y ahora van Manderpootz añade que el espacio y el tiempo son discretos.
Me lanzó una mirada llameante.
-La energía y la materia son particulares -murmuré-, y el espacio y el tiempo son discretos. ¡Qué morales son!
-¡Imbécil! -tronó-. ¡Hacer juegos de palabras con lo que dice van Manderpootz! Sabes muy bien que estoy hablando de particular y discreto en sentido físico. La materia está compuesta de partículas, por eso es particular. Las partículas de materia se llaman electrones, protones y neutrones, y las de energía, cuantos. Yo añado ahora otras dos, las partículas de espacio a las que llamo espaciones, y las de tiempo, a las que llamo cronones.
-¿ Y qué demonios son partículas de espacio y partículas de tiempo? -pregunté.
-Lo que acabo de decir -disparó van Manderpootz-. Del mismo modo que las partículas de materia son los fragmentos más pequeños de materia que puedan existir, lo mismo que no hay una partícula que sea la mitad de un electrón o, en el mismo sentido, la mitad de un cuanto, el cronón es el lapso de tiempo más pequeño posible y el espación el trozo más pequeño posible de espacio. Ni el tiempo ni el espacio son continuos; cada uno de ellos está compuesto por fragmentos infinitamente pequeños.
-Bien, ¿cuánto dura un cronón? ¿Qué tamaño tiene un espación?
-van Manderpootz ha medido incluso eso. Un cronón es la cantidad de tiempo que necesita un cuanto de energía para empujar un electrón desde una órbita a la siguiente. Es indudable que no puede haber un intervalo de tiempo más corto, puesto que un electrón es la más pequeña unidad de materia y el cuanto la unidad más pequeña de energía. Y un espación es el volumen exacto de un protón. Como quiera que no existe nada más pequeño, ésa es obviamente la más pequeña unidad de espacio.
-Entonces -argüí-, ¿qué hay entre esas partículas de espacio y tiempo? Si el tiempo se mueve, como usted dice, en saltos de un cronón cada uno, ¿qué hay entre los saltos?
-¡Ah! -exclamó el gran van Manderpootz-. Ahora llegamos al meollo del asunto. Intercalado entre las partículas de espacio y tiempo, debe de haber evidentemente algo que no es ni espacio ni tiempo, ni materia ni energía. Hace cien años, Shapley se anticipó a van Manderpootz de una manera vaga cuando anunció su cosmoplasma, la gran matriz subyacente en la que el tiempo y el espacio y el universo están empotrados. Ahora van Manderpootz anuncia la unidad suprema, la partícula universal, el foco donde se reúnen la materia, la energía, el tiempo y el espacio, la unidad de la que están construidos electrones, protones, neutrones, cuantos, espaciones y cronones. El enigma del universo queda resuelto por lo que yo he decidido llamar el cosmón.
Sus azules ojos me traspasaban.
-¡Magnífico! -balbucí débilmente, .comprendiendo que se esperaba de mí una palabra por el estilo-. Pero, ¿de qué sirve eso?
-¿Que de qué sirve? -rugió-. Suministra, o suministrará una vez que yo haya pulido algunos detalles, los medios de convertir la energía en tiempo o el espacio en materia o el tiempo en espacio, o... -se calló farfullando-. ¡Tonto! -masculló-. ¡Y pensar que estudiaste bajo la tutela de van Manderpootz! ¡Me avergüenzo, realmente me avergüenzo!
No era posible decir si estaba avergonzado o no. Su rostro estaba siempre bastante rubicundo...
-¡Colosal! -dije apresuradamente-. ¡Qué inteligencia!
Eso le aplacó.
-Pero eso no es todo -prosiguió-. van Manderpootz nunca se detiene si no llega hasta la perfección. Ahora anuncio la partícula unidad del pensamiento: ¡el psicón!
Aquello era demasiado. Simplemente me quedé mirando boquiabierto.
-Ya sé que te he dejado atónito -dijo van Manderpootz-. Supongo que tienes noticias, aunque no sea más que por rumores, de la existencia del pensamiento. El psicón, la unidad de pensamiento, es un electrón más un protón, destinados a formar un neutrón: embutido en un cosmón, ocupando el volumen de un espación, impulsado por un cuanto durante un período de un cronón. Algo muy claro, muy simple.
-¡Oh, muchísimo! -aprobé yo-. Incluso yo soy capaz de comprender que eso equivale aun psicón.
El profesor resplandeció.
-¡Excelente! ¡Excelente!
-¿Y qué va usted a hacer con los psicones? -pregunté.
-¡Ah! -exclamó él-. Ahora vamos incluso más allá del meollo del asunto y retornamos a Isaac -y señaló al robot-. Me propongo construir la cabeza mecánica de Roger Bacon. El cerebro de esta torpe criatura albergará tanta inteligencia como ni siquiera van Manderpootz, debería decir como solamente van Manderpootz, es capaz de conseguir. Lo único que me falta es crear mi idealizador.
-¿Su idealizador?
-Desde luego. ¿No acabo de probar que los pensamientos son tan reales como la materia, la energía, el tiempo o el espacio? ¿No acabo de demostrar que, mediante el cosmón, uno puede transformarse en otro? Mi idealizador es el medio de transformar psicones en cuantos, lo mismo que, por ejemplo, un tubo Crookes o un tubo de rayos equis transforma la materia en electrones. ¡Haré que tus pensamientos se hagan visibles! y no tus pensamientos como son en ese obtuso cerebro tuyo, sino en su forma ideal. ¿Comprendes? Los psicones de tu mente son los mismos que los de cualquier otra mente, al igual que todos los electrones son idénticos, procedan del oro o del hierro. Sí, tus psicones -su voz titubeó- son idénticos a los que proceden de la mente de... van Manderpootz.
Hizo una pausa, emocionado.
-¿De verdad? -jadeé.
-De verdad. Más reducidos en número, por supuesto, pero idénticos. Por tanto, mi idealizador muestra tu pensamiento liberado de la carga de tu personalidad. Lo muestra... ideal.
Bueno, una vez más llegué tarde a la oficina.
Una semana después se me ocurrió pensar en van Manderpootz. Tips estaba de gira por no sé dónde y yo no me atrevía a comprometerme con otra chica porque cuando en otra ocasión, lo intenté, se enteró. No tenía nada que hacer y me acerqué a ver al profesor. No lo encontré en su casa y por fin lo localicé en su laboratorio dé la facultad de Física. Se movía alrededor de la mesa que tiempo atrás había sostenido aquel condenado subjuntivisor suyo, pero que ahora soportaba una indescriptible confusión de tubos y enmarañados cables. En el centro de aquel maremágnum se alzaba, impresionante, un espejo plano circular grabado con una delicada red de líneas.
-Buenas noches, Dixon -farfulló.
Respondí a su saludo.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Mi idealizador. Un modelo en bruto, demasiado burdo para encajar en el cráneo de hierro de Isaac. Estoy acabando de perfilarlo. -Volvió hacia mí sus resplandecientes ojos azules-. ¡Qué suerte que estés aquí! Ello salvará al mundo de un terrible riesgo.
-¿Un riesgo?
-Sí. Es evidente que una exposición demasiado larga al artilugio extraerá demasiados psicones y dejará la mente del sujeto embotada. Yo estaba dispuesto a aceptar el riesgo, pero ahora comprendo que sería terriblemente desleal para el mundo poner en peligro la mente de van Manderpootz. Cuando te vi llegar pensé que eras la persona idónea.
-jNo, no acepto!
-Vamos, vamos -dijo, frunciendo el ceño-. El peligro es insignificante. En realidad, incluso dudo de que el artilugio pueda extraer cualquier psicón de tu mente. De cualquier modo, estarás en absoluta seguridad durante un período de por lo menos media hora. Yo, con una mente muchísimo más productiva, podría sin duda soportar el esfuerzo por tiempo indefinido, pero mi responsabilidad para con el mundo es demasiado grande para arriesgarme mientras no haya experimentado la máquina en otra mente. Deberías sentirte orgulloso por este honor.
-Pues no, en absoluto.
Pero mi protesta fue débil, Después de todo, sabía que van Manderpootz.. a pesar de sus aires de superioridad, me apreciaba, y estaba seguro de que no me haría correr ningún peligro. No tardé mucho en sentarme a la mesa frente al espejo grabado.
-¿Qué ves?
-Mi propia cara en el espejo.
-Naturalmente. Ahora haré girar el reflector. -Me llegó un débil zumbido y el espejo empezó a dar vueltas suavemente-. Escucha ahora -continuó van Manderpootz-. He aquí lo que tienes que hacer. Pensarás en un nombre genérico. «Casa», por ejemplo. Si piensas en una casa, verás, no una casa cualquiera, sino tu casa ideal, la casa de todos tus sueños y deseos. Si piensas en un caballo, verás lo que tu mente concibe como el caballo perfecto, un caballo como sólo el sueño y el anhelo pueden crearlo. ¿Comprendes?
¿Has elegido un tema?
-Sí.
Después de todo, yo sólo tenía veintiocho El concepto que había elegido era... muchacha.
-Bien -dijo el profesor-, conecto la corriente.
Hubo un resplandor azul tras el espejo. Mi propia cara seguía mirándome desde la superficie giratoria, pero algo estaba formándose detrás de ella, construyéndose, creciendo. Parpadeé; cuando volví a centrar la visión, aquello estaba allí... ella estaba allí.
¡Dios mío! No acierto a describirla. Ni siquiera sé si la vi claramente la primera vez. Era como mirar en. otro mundo y ver la realización de todos los anhelos, sueños, aspiraciones e ideales. Era una sensación tan penetrante, que llegaba a convertirse en dolor. Era una exquisita tortura o una delicia de agonía. Era a la vez algo insoportable e irresistible.
Pero yo miraba. Tenía que hacerlo. Había una semejanza obsesionante en aquellos rasgos tan imposiblemente hermosos. Había visto aquella cara alguna vez, en algún sitio. ¿En sueños? No. Me di cuenta de pronto de cuál era el motivo de aquella semejanza. No se trataba de una mujer viva, sino de una síntesis. Su nariz era la descarada naricita de Whimsy White en sus momentos más deliciosos; sus labios eran. el arco perfecto de Tips Alva; sus plateados ojos y sus obscuros cabellos aterciopelados eran los de Joanna Caldwell. Pero el conjunto, la suma total, el rostro que veía en el espejo, no era el de ninguna de ellas; era un rostro imposible, increíble, ultrajantemente hermoso.
Sólo la cara y la garganta eran visibles. Los rasgos eran fríos, inexpresivos, tan muertos como los de un grabado. Me pregunté si sabría sonreír, y nada más formularme el pensamiento, la imagen se iluminó con una deliciosa sonrisa. Si antes era ya hermosa, ahora su belleza alcanzó tan alta cota que resultaba insolente. Era un desafío ser tan bonita, era insultante. Me irritaba ver que aquella imagen ostentase una belleza tan indescriptible y sin embargo no existiese. Decepción, engaño, fraude, una promesa que nunca podía ser cumplida.
La cólera murió en las profundidades de aquella fascinación. Me pregunté cómo sería el resto de la muchacha e instantáneamente retrocedió con gran donaire hasta que se hizo visible toda su figura. En el fondo debo de ser un mojigato, porque no llevaba puestos los exiguos vestidos que estaban de moda aquel año, sino un resplandeciente vestido que le llegaba a las lindas rodillas. Su silueta era esbelta. Comprendí que sabría bailar como un jirón de niebla sobre el agua. y al formar aquel pensamiento ella se movió haciendo una pequeña reverencia y alzando la mirada con un levísimo rubor. Sí, en el fondo yo debía de ser un mojigato; a pesar de Tips Alva, Whimsy White y las demás, mi ideal era recatada.
Parecía increíble que el espejo pudiese responder tan dócilmente a mis pensamientos. La muchacha parecía tan real como yo mismo y, después de todo, me imagino que lo era. Tan real como yo mismo, ni más ni menos, porque era parte de mi propia mente. y en este momento me di cuenta de que van Manderpootz estaba zarandeándome y gritando:
-¡Tu tiempo se ha acabado! ¡Sal de ahí! ¡Has agotado tu media hora!
-¿Cómo ? -gruñí.
-¿Cómo te sientes? -preguntó.
-¿Sentirme? Físicamente, muy bien.
Levanté la mirada. Sus azules ojos se veían preocupados.
-¿Cuál es la raíz cúbica de cuatro mil novecientos trece? -preguntó de improviso.
Yo siempre he sido rápido en cuestión de números.
-Bien... diecisiete -respondí sorprendido-. ¿Por qué diablos...?
-Mentalmente estás bien -anunció él-. Pero, ¿por qué has permanecido media hora ahí más inmóvil que un muerto? Mi idealizador debe de haber funcionado, como es natural que funcione cualquier creación de van Manderpootz, pero, ¿en qué estabas pensando?
-Pensé... pensé en «muchacha» -gemí.
Él resopló.
-¡Vaya! ¡Buen idiota estás hecho! Por lo visto, no te bastaba con «casa» o «caballo»; tenías que elegir algo que tuviese connotaciones emotivas. Bien, ya puedes empezar a olvidarla, porque ella no existe.
Yo no podía renunciar así como así a la esperanza.
-Pero, ¿no podría usted... no podría usted...?
Ni siquiera sabia que preguntarle.
-van Manderpootz -declaró-- es un matemático, no un mago. ¿Esperas que materialice un ideal para ti? -Como no supe replicar más que con un gemido, él continuó--: Ahora creo que hay bastante seguridad para que yo mismo pruebe el artilugio. Elegiré..., veamos..., el pensamiento «hombre», Veré qué aspecto tiene el superhombre, puesto que el ideal de van Manderpootz no puede ser menos que el superhombre. -Se sentó--. Dale a ese interruptor -ordenó--. ¡Ahora!
Así lo hice. Los tubos empezaron a derramar una débil luz azulada. Yo miraba sombríamente, sin interés; nada podía atraerme después de haber visto aquella imagen ideal.
-¡Uf! --exclamó de pronto van Manderpootz-. Apaga, apaga te digo. No veo más que mi propia imagen.
Me quedé mirando y luego estallé en una hueca carcajada. van Manderpootz alzó la cara, un poco más roja que de costumbre.
-Después de todo -dijo él resentido-, uno podría tener un ideal de hombre más bajo que van Manderpootz. No veo que esto sea tan cómico como tu situación.
Mi risa se extinguió. Me fui a casa con el ánimo decaído, pasé el resto de la noche sumido en lúgubres pensamientos, fumé casi dos paquetes de cigarrillos y no fui a la oficina en todo el día siguiente.
Tips Alva volvió a la ciudad para una emisión de fin de semana, pero ni siquiera me molesté en ir a verla. Me limité a telefonearle y le dije que estaba enfermo. Sospecho que el aspecto de mi rostro prestó credibilidad a la historia, porque la muchacha se mostró compasiva y su cara en la pantalla del teléfono demostraba bastante ansiedad. Aun en mi situación, no me era posible apartar los ojos de sus labios, porque, excepto un maquillaje demasiado brillante, eran los labios del ideal. Pero no me bastaban, no me bastaban en modo alguno.
El viejo N. J. empezó a preocuparse de nuevo. Yo apenas podía dormir y, después de haber faltado aquel único día, empecé a levantarme cada día más temprano hasta que una mañana llegué con sólo diez minutos de retraso. Mi padre me llamó inmediatamente.
-Oye, Dixon -dijo-, ¿has estado viendo al médico estos días?
-No estoy enfermo -respondí con indiferencia.
-Entonces, por el amor del Cielo, cásate con la muchacha. No me importa qué escenario esté pateando como corista. Cásate con ella y vuelve a portarte de nuevo como un ser humano.
-No puedo.
-Ya está casada, ¿verdad?
Bien, no podía decirle que no existía. No podía decirle que estaba enamorado de una visión, de un sueño, de un ideal. El caso es que me limité a asentir y no discutí cuando él dijo gruñonamente:
-Entonces, termina con todo. Tómate unas vacaciones, Tómate dos vacaciones. Muy bien puedes hacerlo, para lo que sirves aquí.
No salí de Nueva York; me faltaba energía para eso. Me limité a rondar por la ciudad durante algún tiempo, esquivando a mis amigos y soñando con la belleza imposible de aquella cara. El anhelo de contemplar aquella belleza iba creciendo hasta hacerse irresistible. No creo que nadie excepto yo pueda entender el atractivo de aquel recuerdo. Comprendan ustedes que el rostro que yo había visto era mi ideal, mi concepción de lo perfecto. De vez en cuando uno ve a mujeres bellas por el mundo; uno se enamora, pero siempre, sin que importe lo grande que haya sido esa belleza o lo profundo que haya sido el amor, caen por debajo de la visión secreta del ideal. No era así con la faz vista en el espejo; era mi ideal y por tanto, fuesen las que fuesen las imperfecciones que pudiera tener para otros, a mis ojos no tenía ninguna. Ninguna, excepto la terrible de no ser más que un ideal y por tanto inalcanzable, pero ese es un defecto ínherente a toda perfección.
En pocos días me di por vencido. El sentido común me decía que era inútil, incluso alocado, contemplar de nuevo la visión. Luché contra aquel ansia, pero luché sin esperanzas, y no me sorprendió lo más mínimo encontrarme una noche llamando a la puerta de van Manderpootz en el club de la universidad. No estaba allí. Así lo esperaba, puesto que así tenía una excusa para buscarlo en su laboratorio de la facultad de Física, adonde de cualquier modo habría tenido que arrastrarlo.
Allí lo encontré, sentado a la mesa que sostenía el idealizador, escribiendo ciertas notas.
-Hola, Dixon -me saludó-. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que la universidad ideal no puede existir? Y es claro que no puede existir, puesto que debería estar compuesta de perfectos estudiantes y perfectos educadores, y en ese caso los primeros no tendrían nada que aprender y los segundos nada que enseñar.
¿Qué interés podía yo tener por la universidad perfecta y su incapacidad para existir? Todo mi ser estaba desolado por la no existencia de otro ideal.
-Profesor -dije tensamente-, ¿puedo utilizar de nuevo esa... esa cosa suya? Me gustaría..., me gustaría ver algo.
Mi voz debió de revelarle la situación, porque van Manderpootz me miró duramente.
-¡Vaya! Conque no has seguido mi consejo, ¿eh? Te dije que olvidaras a la muchacha. Que la olvidases porque no existe.
-¡Pero no puedo! ¡Una vez más, profesor, sólo una vez más!
Se encogió de hombros, pero sus metálicos ojos azules se mostraban ligeramente más dulces que de ordinario. Después de todo, por alguna razón inconcebible, me aprecia.
-Bien, Dixon, eres ya mayorcito y se supone que de inteligencia madura. Te advierto que es una petición muy estúpida y que van Manderpootz siempre sabe de qué está hablando. Si quieres atontarte con el opio de sueños imposibles, allá tú. Es la última oportunidad que tendrás, porque mañana el idealizador de van Manderpootz entra en la cabeza de nuestro autómata Isaac. Cambiaré los osciladores de forma que los psicones, en lugar de convertirse en cuantos de luz, emerjan como un flujo de electrones, una corriente que actuará sobre el aparato vocal de Isaac y saldrá como discurso. -Se detuvo pensativamente-. van Manderpootz oirá la voz del ideal. Desde luego, Isaac sólo podrá reproducir lo que recoja de los psicones que recibe del cerebro del operador, pero al igual que la imagen en el espejo, los pensamientos habrán perdido su huella humana y las palabras serán las de un ideal. -Se dio cuenta de que yo no estaba escuchando, supongo-. ¡Ponte ya, imbécil! -gruñó.
Es lo que hice. La gloria de la que estaba sediento flameó luego lentamente hasta convertirse en ser, de una belleza inconcebible y en cierto modo increíble, más bello aun que en aquella primera ocasión. Sé ahora el porqué; con posterioridad, van Manderpootz me explicó que el hecho mismo de haber visto antes un ideal había alterado mi ideal, elevándolo a un nivel más alto. Con aquel rostro entre mis recuerdos, mi concepto de la perfección era diferente de lo que había sido.
Así pues, miraba y anhelaba. Dócil e instantáneamente, el ser del espejo respondía a mis pensamientos con sonrisas y ademanes. Cuando yo pensaba en amor, sus ojos centelleaban con tal ternura que parecía como si yo, Dixon Wells, formara parte de esas parejas que han constituido los grandes enamorados del mundo, Eloísa y Abelardo, Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra, Aucassin y Nicolette. El zarandeo con que van Manderpootz me arrancaba del ensueño penetró en mí. como una daga.
-¡Fuera de ahí! ¡Fuera de ahí! El tiempo se ha acabado,
Gemí y hundí la cara entre las manos. Desde luego el profesor tenía razón; repetir aquella locura sólo había servido para intensificar un anhelo inconsolable y poner las cosas diez veces peor que antes. Luego oí cómo el profesor mascullaba detrás de mí:
-¡Qué extraño! -murmuró-. En realidad, fantástico. Edipo, el Edipo de las cubiertas de revistas y de las carteleras.
Miré sombríamente a mi alrededor. Él estaba detrás de mí, mirando al parecer el espejo giratorio.
-¿Qué pasa? -gruñí cansadamente.
-Esa cara -dijo él-. Es muy extraño. Debes de haber visto sus rasgos en centenares de revistas, en miles de carteleras, en incontables emisiones de televisión. El complejo de Edipo en una forma curiosa.
-¿Cómo? ¿Es que usted puede verla?
-Desde Juego -contestó-. ¿No te dije una docena de veces que los psicones se transforman en cuantos perfectamente ordinarios de luz visible? Si tú puedes verla, ¿por qué no yo?
-Pero, ¿qué tiene eso que ver con las carteleras y todo lo demás?
-Ese rostro -dijo el profesor lentamente-. Está algo idealizado, por supuesto, y ciertos detalles son erróneos. Sus ojos no tienen ese pálido azul plateado que tú imaginas; son verdes, de un verde marino, de un color de esmeralda.
-¿De qué demonios está usted hablando? -pregunté roncamente.
-De la cara en el espejo. Resulta que es una aproximación bastante grande a los rasgos de LisIe d'Agrion, la Libélula.
-¿Quiere usted decir que ella es real? ¿Que existe? ¿Que vive? ¿Que...?
-Espera un momento, Dixon. Es real, pero conforme a tu costumbre, llegas un poco tarde. Con un retraso de unos veinticinco años, diría yo. Ella debe de frisar ahora en los cincuenta, veamos, cincuenta y tres, creo. Pero durante tu infancia pudiste ver su rostro reproducido por doquier, LisIe d'Agrion, la Libélula.
No pude más que tragar saliva. El golpe era devastador.
-Mira -continuó van Manderpootz-, los ideales se implantan muy pronto. Por eso continuamente te estás enamorando de muchachas que poseen tales o cuales rasgos que te recuerdan a ella: sus cabellos, su nariz, su boca, sus ojos... Muy simple, pero bastante curioso.
-¡Curioso! -protesté, echando chispas-. ¡Curioso dice usted!
¡Cada vez que miro por uno de sus malditos inventos, resulta que me enamoro de un mito! ¡Una muchacha que está muerta, o que se ha casado, o que es irreal, o que se ha convertido en una mujer madura! Curioso, ¿eh? Condenadamente divertido, ¿no es así?
-Un momento -dijo el profesor plácidamente-. Resulta, Dixon, que ella tiene una hija. y lo que es más, Denise se parece a su madre. Y lo que es más aún, va allegar a Nueva York la semana próxima para estudiar literatura americana aquí en la universidad. Porque se da el caso de que es escritora.
Aquello era demasiado para una comprensión inmediata.
-¿Cómo..., cómo sabe usted todo eso? -pregunté, anhelante.
Fue una de las pocas veces en que vi alterarse la colosal impasibilidad de van Manderpootz. Pareció turbarse un poco y dijo lentamente:
-Resulta también, Dixon, que hace muchos años, en Amsterdam, Haskel van Manderpootz y LisIe d'Agrion fueron amigos, muy amigos podría decir, excepto por el hecho de que dos personalidades tan poderosas como la de Libélula y la de van Manderpootz chocaban siempre. -Frunció el ceño-. Casi fui su segundo marido. Creo que ha tenido siete. Denise es la hija del tercero de ellos.
-¿Por qué..., por qué viene aquí?
-Porque -dijo él con dignidad- aquí está van Manderpootz.
Sigo siendo amigo de LisIe. -Se volvió y se inclinó sobre el complicado artilugio posado en la mesa-. Alárgame ese destornillador -ordenó. Esta noche desmantelaré el chisme y mañana empezaré a reconstruirlo para la cabeza de Isaac.
Pero cuando, a la semana siguiente, volví a precipitarme ansioso en el laboratorio de van Manderpootz, el idealizador estaba todavía en su sitio. El profesor me saludó con una mueca burlona.
-Sí, todavía está aquí -dijo, señalando el aparato-. He decidido construir uno enteramente nuevo para Isaac y además este me ha proporcionado considerable diversión. Por otra parte, con palabras de Oscar Wilde, ¿quién soy para destruir la obra de un genio? Después de todo, el mecanismo es el producto del gran van Manderpootz.
Estaba haciéndome rabiar deliberadamente. Sabía que yo no había venido para oírle hablar de Isaac o del incomparable van Manderpootz. Luego sonrió y se ablandó y, volviéndose hacia el despachito adyacente, la habitación donde Isaac se alzaba en su metálica austeridad llamó:
-¡Denise, ven aquí!
No sé exactamente lo que yo esperaba, pero sé que me quedé sin aliento cuando entró la muchacha. Desde luego no era fielmente mi imagen del ideal; quizás era un poquitín más delgada, y sus ojos..., bueno, debían de ser muy parecidos a los de LisIe d'Agrion, porque tenían el verde esmeralda más claro que haya visto nunca. Eran unos ojos descaradamente directos y pude comprender por qué Van Manderpootz y la Libélula habían estado siempre peleando.
Al parecer Denise no era tan recatada como mi imagen de la perfección. Vestía el breve atuendo de moda, que cubría tanto de su cuerpo, supongo, como uno de los bikinis de mediados del siglo xx. Daba una impresión no tanto de gracia efímera como de esbeltez y fuerza flexible, un aire de independencia, de franqueza, y lo digo de nuevo, de descaro.
-¡Vaya! -dijo ella fríamente cuando van Manderpootz me presentó-. Así que usted es el retoño de la compañía N. J. Wells. De vez en cuando sus escapadas animan los suplementos dominicales de los periódicos de París, ¿No fue usted quien arriesgó un millón de dólares en el mercado para poder aspirar a Whimsy White?
Me sonrojé.
-Fue una cosa que se exageró mucho -dije apresuradamente- y además lo perdí antes de..., bien, antes de que yo...
-No antes de hacer un poco el tonto -acabó ella dulcemente.
Bueno, así era la muchacha. Si no hubiese sido tan infernalmente bonita, si no se hubiese parecido tanto a la cara del espejo, yo me habría encrespado, habría dicho: «Encantado de haberla conocido», y nunca habría vuelto a verla. Pero yo no podía enfadarme, no podía teniendo ella los cabellos obscuros, los labios perfectos, la graciosa naricilla del ser que constituía mi ideal.
Así pues, la vi una vez más. Y varias veces. En realidad, creo que llegué a ocupar la mayor parte de su tiempo entre los pocos cursos de literatura a los que asistía. Poco a poco empecé a ver que en otros aspectos, además del físico, no estaba tan lejos de mi ideal. Por debajo de su descaro había sinceridad y franqueza y, a pesar de ella misma, dulzura, tanto que, incluso sopesando el mal comienzo que habíamos tenido, me enamoré de ella rápidamente. Y lo que es más, me di cuenta de que estaba empezando a corresponderme.
Esa era la situación cuando fui a recogerla un mediodía para llevarla al laboratorio de van Manderpootz. Íbamos a almorzar con él en el club de la universidad, pero lo encontramos ocupado dirigiendo algún experimento en el gran laboratorio que tiene más allá de su laboratorio personal, desenredando parte de la confusión que habían causado sus ayudantes. Así pues, Denise y yo retrocedimos a la habitacioncita, muy contentos de estar los dos juntos y solos. Simplemente no me era posible sentir hambre en presencia de ella; el solo hecho de hablarle valía más que todas las comidas.
-Voy a ser una buena escritora -estaba ella diciendo pensativamente-. Algún día, Dick, voy a ser famosa.
Bien, todo el mundo sabe cuán acertada fue su predicción. Instantáneamente asentí.
-Eres encantador, Dick -me sonrió-. Realmente encantador.
-¿De veras?
-De veras -dijo ella enfáticamente. Luego sus verdes ojos resbalaron sobre la mesa que sostenía el idealizador-. ¿Que nuevo invento de tío Haskel es ése? -preguntó.
Le expliqué en qué consistía, pero me temo que sin poder darle muchos detalles, porque ningún ingeniero ordinario puede seguir las ramificaciones de la concepción de un van Manderpootz. Sin embargo, Denise captó el meollo del asunto y sus ojos brillaron con fuego de esmeralda.
-¡Es fascinante! -exclamó. Se levantó y se acercó a la mesa-. Voy a probarlo.
-Sin estar el profesor, no. Podría ser peligroso.
Cometí una torpeza al decir eso. Los verdes ojos relucieron con más brillo que antes cuando ella me lanzó una mirada maliciosa.
-Sí, voy a probarlo, Dick -dijo-. Dick, voy a ver a mi hombre ideal.
Y se rió suavemente.
Me llené de pánico. Suponiendo que su ideal resultase ser alto, moreno y fornido, en lugar de bajo, rubio y un poco..., bueno, rechoncho, como soy yo...
-¡No! -dije con vehemencia-. ¡No te lo permitiré!
De nuevo ella se echó a reír. Supongo que comprendió el motivo de mi pánico, porque me dijo suavemente.
-No seas tonto, Dick. Enciende.
No pude negarme. Vi el espejo girando, vi cómo se encendían los tubos. Inmediatamente me coloqué detrás de la muchacha, atisbando lo que podía verse en el centelleante espejo donde se iba formando una cara, lenta, vagamente.
Me estremecí. Desde luego el cabello de la imagen era rubio. Incluso me imaginé entonces que podía distinguir un cierto parecido con mis propios rasgos. Quizá Denise percibió algo similar, porque de pronto apartó sus ojos del espejo y levantó la cabeza con un débil rubor de confusión, cosa muy insólita en ella.
-¡Los ideales son estúpidos! -dijo-, Necesito una emoción real. ¿Sabes lo que voy a ver? Voy a contemplar el horror ideal. Eso es lo que voy a hacer. ¡Voy a ver el horror absoluto!
-¡Oh, no, no puedes hacer eso! -jadeé-. Esa es una idea terriblemente peligrosa.
Desde la otra habitación oí la voz de van Manderpootz que me llamaba:
-¡Dixon!
-Peligrosa, ¡bah! -replicó Denise-. Soy una escritora, Dick. Todo esto puede servirme de material. Es una experiencia como otra cualquiera y la necesito.
van Manderpootz de nuevo:
-¡Dixon, Dixon, ven aquí!
-Escucha, Denise -dije-, volveré en seguida. No hagas nada hasta que yo esté aquí, por favor.
Me precipité en el laboratorio grande. van Manderpootz estaba haciendo frente a un asustado grupo de ayudantes aterrorizados al parecer por el gran hombre.
-Hola, Dixon -dijo con voz cortante-. Explícales a estos imbéciles lo que es una válvula Emmerich y por qué no puede operar en una corriente electrónica libre. Hazles ver que hasta un ingeniero ordinario sabe eso.
Bueno, un ingeniero ordinario no lo sabe, pero daba la casualidad de que yo sí. No es que sea particularmente excepcional como ingeniero, pero resultaba que lo sabía porque un año o dos antes había hecho algún trabajo en las grandes turbinas de mareas en Maine, donde tenían que utilizar válvulas Emmerich para precaverse contra la dispersión eléctrica de los tremendos potenciales en sus condensadores. Así pues, empecé a explicar mientras van Manderpootz intercalaba sarcasmos sobre sus ayudantes. Cuando por fin acabé, supongo que había estado allí como una media hora. y entonces me acordé de Denise.
Dejé que van Manderpootz me siguiese con una mirada de asombro mientras me precipitaba al pequeño laboratorio. Y, claro, allí estaba la muchacha con la cara vuelta contra el espejo y las manos aferradas al borde de la mesa. No veía sus rasgos, desde luego, pero había algo en su postura forzada, en sus blancos nudillos...
-¡Denise! -grité-. ¿Estás bien? ¡Denise!
No se movió. La volví hacia mí, la miré y me quedé aterrado. ¿Han visto ustedes alguna vez un terror fuerte, loco, infinito en un rostro humano? Eso es lo que yo veía en el de Denise: un horror inexpresable, intolerable, peor que pueda ser el miedo a la muerte. Sus verdes ojos estaban tan abiertos, de par en par; sus perfectos labios estaban contraídos, toda su cara crispada en una máscara de puro terror.
Corrí a darle al interruptor, pero al pasar lancé una sola mirada a lo que mostraba el espejo. ¡Increíble! Cosas obscenas, cargadas de terror, cosas horripilantes..., no hay palabras para describirlas. No, no hay palabras.
Denise no se movió cuando los tubos se obscurecieron. Cuando me miró, saltó de la silla y se alejó, mirándome con un terror tan loco, que me detuve.
-¡Denise! -grité-. Soy yo, Dick. ¡Mira, Denise!
Pero cuando me moví hacia ella, profirió un grito ahogado, se le enturbiaron los ojos, le flaquearon las rodillas y se desmayó. Fuera lo que fuese lo que hubiera visto, debía de haber sido aterrador, porque Denise no era de las que se desmayan.
Una semana más tarde estaba sentado frente a van Manderpootz en su pequeño laboratorio particular. La gris figura metálica de Isaac había desaparecido y la mesa que había soportado el idealizador estaba vacía.
-Sí -dijo van Manderpootz-, Lo he desmantelado. Uno de los pocos errores de van Manderpootz fue dejarlo al alcance de unos incompetentes como tú y Denise. Parece que una y otra vez sobreestimo la inteligencia de los demás, Supongo que tiendo a juzgarlos conforme al cerebro de van Manderpootz.
No dije nada, Estaba profundamente descorazonado y deprimido y, dijera lo que dijese el profesor sobre mi falta de inteligencia, tenía que darle la razón.
-En lo sucesivo -continuó van Manderpootz-, no daré crédito de inteligencia a nadie excepto a mí mismo, e indudablemente así estaré mucho más cerca de la verdad. -Ondeó una mano hacia el sitio donde había estado Isaac-. Ni siquiera al robot -continuó-. He abandonado ese proyecto, porque, si bien se mira, ¿qué necesidad tiene el mundo de un cerebro mecánico cuando ya tiene el de van Manderpootz?
-Profesor -estallé de pronto-, ¿por qué no me dejan ver a Denise? He estado en el hospital todos los días. Sólo una vez me dejaron entrar en su habitación y le dio un ataque de histerismo. ¿Qué pasa? ¿Es que está...? -y no tuve fuerzas para seguir preguntando.
-Se está reponiendo muy bien, Dixon.
-Entonces, ¿por qué no puedo verla?
-Mira -respondió van Manderpootz plácidamente-, se trata de lo siguiente. Cuando entraste en el laboratorio, cometiste el error de asomar la cara al espejo. Ella vio tus rasgos en el centro mismo de todos los horrores que había concitado. ¿Comprendes? A partir de entonces tu cara estuvo asociada en su mente a todo el infierno que bullía en el espejo. Ella ni siquiera puede mirarte sin volver a verlo todo.
-¡Dios mío! -me lamenté-. Pero eso lo superará, ¿verdad? Olvidará esa parte, es lógico.
El joven psiquiatra que la está atendiendo, un muchacho brillante, con algunas ideas que podrían decirse mías, cree que superará su estado actual en un par de meses. Aunque por ml parte, Dixon, no creo que vaya nunca a acoger con agrado la visión de tu cara, por muy feas que puedan ser otras.
Pasé por alto aquella burla.
-¡Dios mío! -gemí-. ¡Qué complicación! -Me levanté para marcharme, y entonces... entonces comprendí lo que significa estar inspirado-. ¡Escuche! -dije, retrocediendo-. ¿Por qué no la hace volver aquí y la deja que contemple lo idealmente hermoso? y entonces. ..entonces yo meto mi cara en medio de la escena. –Creció mi entusiasmo-. ¡Es algo que no puede fracasar! -grité-. Por lo menos, servirá para borrar el otro recuerdo. ¡Es maravilloso!
-Pero, como de costumbre -dijo van Manderpootz-, llegas demasiado tarde.
-¿Tarde? ¿Por qué? Puede usted montar de nuevo el idealizador. No le costaría mucho hacerlo, ¿verdad?
-van Manderpootz -dijo- es la esencia misma de la generosidad. Lo haría con mucho gusto, pero sigue siendo un poco tarde, Dixon. Mira, la verdad es que ella se ha casado este mediodía con el brillante y joven psiquiatra del que te hablé.
Bueno, esta noche tengo una cita con Tips Alva, y voy a llegar tarde, tan tarde como me plazca. Y luego no voy a hacer nada sino quedarme mirando sus labios toda la noche.
FIN