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julio 25, 2010
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2 de abril de 1865
Richmond, Virginia
Parecía flotar sobre la fantasmal niebla nocturna como una amenazadora bestia prehistórica surgiendo del cieno primigenio. Su negra y ominosa silueta se recortaba contra la orilla arbolada. Difusas formas humanas se movían por las cubiertas, iluminadas por la irreal luz amarillenta de las linternas. Por su casco resbalaban gotas de humedad, que terminaban cayendo en la perezosa corriente del río James.
El Texas tiraba de sus amarras con la impaciencia de un sabueso a punto de ser soltado para la caza. Gruesos postigos de hierro cerraban las portillas de sus cañones, y el blindaje de quince centímetros de sus grisáceos costados aparecía intacto. Sólo una bandera blanca y roja, que colgaba fláccidamente del mástil más próximo a la chimenea, lo identificaba como un buque de guerra de la Armada de los Estados Confederados.
Aunque para los de tierra podía parecer feo y achaparrado, para los marinos poseía un carácter y una gracia inconfundibles. Era sólido y mortífero, el último buque de su peculiar diseño dispuesto a zarpar en una travesía hacia su destrucción tras un breve, aunque memorable, estallido de gloria.
En la cubierta de proa, el capitán de fragata Mason Tombs sacó del bolsillo un pañuelo y secó la humedad que empapaba la parte interna del cuello de su uniforme. La operación de carga iba despacio, excesivamente despacio. En su huida hacia mar abierto, el Texas necesitaría hasta el último minuto de oscuridad. El hombre observó con nerviosismo a su tripulación que, entre jadeos y maldiciones, acarreaba cajones de madera por una pasarela para terminar bajándolos por una escotilla de cubierta. Los embalajes, que contenían las actas y los documentos de cuatro años de gobierno, parecían excesivamente pesados. Habían llegado en carretas de mulas, ahora concentradas en el muelle, estrechamente vigiladas por los agotados supervivientes de un destacamento de infantería de Georgia.
Tombs miró, inquieto, en dirección a Richmond, sólo tres kilómetros hacia el norte. Tras la derrota del general Lee por el general Grant en Petersburg, el abatido ejército del Sur se retiraba en dirección a Appomattox, dejando la capital confederada a merced de las tropas unionistas en avance. La evacuación estaba en su momento álgido, y las calles de la ciudad eran un caótico hervidero de tumultos y pillaje. Las explosiones y las llamaradas se sucedían, estremeciendo el suelo e iluminando la noche, a medida que iban siendo incendiados los polvorines y los almacenes de material bélico.
Ambicioso y enérgico, Tombs era considerado uno de los mejores oficiales de la marina de guerra confederada. Era bajo, de atractivo rostro, cabello y cejas castaños, poblada barba rojiza, y había un brillo de pedernal en sus negros ojos aceitunados.
En las batallas de Nueva Orleáns y Memphis estuvo al mando de pequeñas cañoneras. Fue oficial de Artillería en el acorazado Arkansas, y primer oficial en el buque corsario Florida, de infame recuerdo. En todas sus actuaciones, Tombs había demostrado ser un hombre muy peligroso para la Unión. Cuando asumió el mando del Texas, hacía sólo una semana que el barco había salido de los astilleros Rocketts de Richmond tras ser concienzudamente revisado y reforzado a fin de prepararlo para un casi imposible viaje río abajo, a través del fuego de mil cañones unionistas.
Cuando devolvió su atención a las operaciones de carga, ya la última carretera se alejaba del muelle, perdiéndose en la noche. Tombs sacó su reloj, abrió la tapa y alzó la esfera hacia la linterna más próxima.
Las ocho y veinte. Apenas faltaban ocho horas para que amaneciese. Las últimas veinte millas del pasaje infernal, no podrían cubrirse bajo el amparo de la oscuridad.
Un coche abierto, tirado por dos caballos tordos, se detuvo en el muelle, junto al barco. El cochero se mantuvo erguido y sin volverse mientras los dos pasajeros observaban cómo los últimos cajones descendían a la bodega. El más corpulento de los dos hombres, con ropas civiles, parecía desmadejado por la fatiga. Su compañero, que llevaba uniforme de oficial de Marina, vio a Tombs y le hizo señas.
Tombs cruzó la pasarela hasta el muelle, fue al coche y se cuadró.
—Es un honor, almirante Señor secretario. No creí que tendrían tiempo para despedidas.
El almirante Raphael Semmes, famoso por sus hazañas como capitán del buque pirata confederado Alabama y que ahora estaba al mando de la escuadra de cañoneras acorazadas del río James, asintió y sonrió por entre el encerado bigote y la puntiaguda perilla.
—Ni un regimiento de yanquis me hubiese impedido venir a decirle adiós.
Stephen Mallory, secretario de marina de los Estados Confederos, le tendió la mano.
—Con todo lo que nos jugamos con usted, ¿cómo no íbamos a venir a desearle suerte?
—Tengo un buen barco y una valerosa tripulación —dijo Tombs, con firmeza—. Nos abriremos paso.
La sonrisa de Semmes se desvaneció y sus ojos se llenaron de aprensión.
—Si le resulta imposible conseguirlo, debe quemar el barco y hundirlo en la parte más profunda del río, para que nuestros archivos jamás caigan en manos de la Unión.
—Las cargas explosivas están instaladas y montadas —aseguró Tombs a Semmes—. Volaremos el fondo del casco y las cajas lastradas se hundirán en el fango del río. El barco seguirá un buen trecho a toda máquina y se irá a pique cuando esté a una distancia segura.
Mallory movió aprobatoriamente la cabeza.
—Buen plan.
Los dos ocupantes del coche cambiaron una mirada significativa y, tras una incómoda pausa, Semmes dijo:
—Lamento que, en el último minuto, tenga que aumentar la
carga que ya pesa sobre sus hombros; pero debe usted hacerse responsable de un pasajero.
—¿Un pasajero? —repitió torvamente Tombs—. Espero que no sea nadie que aprecie su vida.
—No tiene otra opción —murmuró Mallory.
—¿Dónde está? —preguntó Tombs, mirando en torno—. Vamos a zarpar enseguida.
—Llegara muy pronto —replicó Semmes.
—¿Puedo preguntar de quién se trata?
—Lo reconocerá fácilmente —dijo Mallory—. Y, por si tiene usted que exhibirlo, rece porque el enemigo también lo reconozca.
—No entiendo.
Mallory sonrió por primera vez.
—Ya entenderá, muchacho, ya entenderá.
—Tengo una información que puede resultarle útil —dijo Semmes, cambiando de tema—. Según mis espías, la Unión ha puesto en servicio al que fue nuestro primer acorazado, el Atlanta, capturado hace un año por monitores yanquis. En estos momentos se encuentra patrullando el río, pasado Newport News.
A Tombs se le iluminó el rostro.
—Sí, ya veo. Como el Texas tiene la misma forma y similares dimensiones, en la oscuridad podría tomársele por el Atlanta.
Semmes asintió y le tendió una bandera doblada.
—Las barras y estrellas. La necesitará para la mascarada.
Tombs tomó la bandera de la Unión y se la puso bajo el brazo.
—La mandaré izar cuando lleguemos a las posiciones artilleras de la Unión en Trent's Reach.
—Que tenga usted buena suerte —dijo Semmes—. Lamento que no podamos quedarnos a verlo zarpar, pero el secretario tiene que coger el tren, y yo he de volver con la flota para supervisar su destrucción antes de que los yanquis se nos echen encima.
El secretario de la marina confederada estrechó de nuevo la mano de Tombs.
—El barco antibloqueo Fox le espera frente a Bermuda para recargarle de carbón los pañoles a fin de que pueda usted completar el último tramo de su travesía. Buena fortuna, capitán. En sus manos está la salvación de la causa confederada.
Antes de que Tombs pudiera contestar, Mallory ordenó al cochero que se pusiera en marcha. Tombs alzó la mano en un saludo final y se quedó allí, sin lograr comprender las últimas palabras del secretario. ¿La salvación de la causa confederada? Era algo sin sentido. La guerra estaba perdida. Con Sherman subiendo hacia el norte desde las Carolinas y Grant descendiendo por Virginia como un torrente, el general Lee sería atrapado por las tenazas unionistas y se vería obligado a rendirse en cuestión de días. Muy pronto, Jefferson Davis dejaría de ser presidente de los Estados Confederados para convertirse en un simple fugitivo.
Y era más que probable que, en el plazo de unas breves horas, el Texas se convirtiera en el último barco de la marina de guerra confederada que acabara sus días en combate.
¿Dónde estaba la salvación, aunque el Texas lograse huir? Tombs no hallaba respuesta a tal pregunta. Tenía órdenes de trasladar los archivos del Gobierno a un puerto neutral de su elección, para esperar luego allí la llegada de un emisario con instrucción. ¿Cómo era posible que el éxito en sacar del país unas actas burocráticas fuese a evitar la segura derrota del Sur?
La llegada de su primer oficial, el teniente Ezra Craven, interrumpió sus pensamientos.
—Toda la carga ya está a bordo e instalada, señor —anunció Craven—. ¿Doy la orden de zarpar?
Tombs se volvió.
—Aún no. Esperamos a un pasajero.
Craven, un fornido y brusco escocés, hablaba con una peculiar mezcla de acentos natal y sureño.
—Pues más vale que se dé prisa en llegar.
—¿Está ya listo el jefe de máquinas, O'Hare?
—Tiene las calderas a todo vapor.
—¿Y las dotaciones artilleras?
—En sus puestos.
—Nos mantendremos encerrados hasta toparnos con la flota federal. No podemos correr el riesgo de perder un cañón y una dotación por un tiro casual a través de una portilla.
—A los hombres no les sentará bien presentar la otra mejilla.
—Dígales que vivirán más tiempo si...
Los interrumpió el ruido de unos cascos. Ambos se volvieron. Al cabo de unos instantes, de la oscuridad surgió un jinete confederado.
—¿El capitán de fragata Tombs? —inquirió el oficial, con voz cansada.
—Soy yo —dijo Tombs, adelantándose.
El jinete bajó del caballo y saludó. Estaba cubierto de polvo y parecía exhausto.
—A sus órdenes, señor. Soy el capitán Neville Brown, y se me ha confiado la escolta de su prisionero.
Tombs parpadeó.
—¿Prisionero? Me habían hablado de un pasajero. Brown se encogió de hombros.
—Trátelo como le parezca.
—¿Dónde está? —preguntó Tombs por segunda vez en lo que iba de noche.
—Ahora llega. Yo me he adelantado a mi grupo para no alarmarles.
—Qué bobada —murmuró Craven—. ¿Por qué nos íbamos a alarmar?
La pregunta tuvo su respuesta cuando un coche cerrado apareció en el muelle rodeado por un grupo de jinetes vestidos con el uniforme azul de la Caballería unionista.
Tombs estaba a punto de dar la voz de alerta a sus hombres para que se aprestasen a defenderse de los atacantes, cuando Brown lo tranquilizó:
—Calma capitán. Son buenos patriotas sudistas. Disfrazarnos de yanquis era el único modo de cruzar con seguridad las líneas de la Unión.
Dos de los hombres desmontaron, abrieron la portezuela del coche y ayudaron a salir al pasajero. El hombre que se apeó cansadamente era altísimo, enjuto y poseía una barba que les resultó muy familiar. Llevaba grilletes en muñecas y tobillos. Por unos momentos, miró solemnemente el buque. Luego se volvió e hizo una inclinación hacia Tombs y Craven.
—Buenas noches, caballeros. —Su voz era ligeramente aguda—. ¿Debo suponer que voy a disfrutar de la hospitalidad de la marina de guerra confederada?
Tombs fue incapaz de replicar. El y Craven se quedaron mirando al hombre con incredulidad.
—Dios... —murmuró Craven—. Si es un impostor, lo hace usted magníficamente.
—No —replicó el prisionero—. Le aseguro que soy el auténtico.
—Pero... ¿cómo es posible? —preguntó Tombs, sumido en el desconcierto.
Brown volvió a montar en su caballo.
—No hay tiempo para explicaciones. Debo cruzar con mis hombres el puente Richmond antes de que lo vuelen. Ahora el prisionero es cosa de ustedes.
—¿Y qué se supone que debo hacer con él? —preguntó Tombs.
—Mantenerlo confinado a bordo hasta que reciba órdenes de soltarlo. Eso es cuanto me han ordenado que le diga.
—Es una locura.
—Así es la guerra, capitán —dijo Brown, al tiempo que picaba espuelas. Luego, seguido por su pequeño destacamento de hombres disfrazados de unionistas, desapareció en la noche.
No había más tiempo que perder, ni surgirían nuevas interrupciones que demorasen el viaje del Texas hacia el infierno. Tombs se volvió hacia. Craven.
—Teniente: acompañe a nuestro pasajero a mi camarote y que el jefe de máquinas O'Hare envíe a un mecánico para que le quite los grilletes. No pienso morir como el capitán de un barco de esclavos.
El barbudo sonrió a Tombs.
—Gracias, capitán. Es usted muy amable.
—No me dé las gracias —replicó torvamente Tombs—. Al amanecer, los dos estaremos presentando nuestros respetos al diablo.
Al principio muy lentamente, y luego cada vez más aprisa, el Texas comenzó a navegar río abajo, ayudado por una corriente de dos nudos. El viento no se movía y, salvo por el rumor de los motores, en la noche imperaba el silencio. A la pálida luz de la luna en cuarto menguante, el buque se deslizaba por las negras aguas como un espectro, más sentido que visto, casi una ilusión óptica.
Parecía carecer de sustancia, de solidez. Sólo su movimiento lo delataba, una fantasmal silueta recortándose contra la inmóvil orilla. Diseñado específicamente para una misión, para un viaje, sus armadores habían construido una máquina espléndida, el mejor navío de combate que los confederados habían fletado en los cuatro años de guerra.
Era un barco de dos hélices y dos motores, con cincuenta y ocho metros de eslora, doce de manga y un calado de menos de tres metros y medio. Los costados de su casco, remetidos en un ángulo de treinta grados, estaban cubiertos por un blindaje de quince centímetros de pletina tras la cual había treinta centímetros de algodón comprimido por cincuenta centímetros de roble y pino. El blindaje continuaba bajo la línea de flotación, envolviendo todo el casco.
El Texas sólo llevaba cuatro cañones, pero éstos eran de feroz mordisco. A proa y popa, dos cañones Blakely de cien libras montados sobre pivotes permitían el tiro sesgado, mientras dos de nueve pulgadas y sesenta y cuatro libras cubrían babor v estribor.
A diferencia de otros buques, cuyas máquinas procedían de vapores comerciales desguazados, sus motores eran nuevos, grandes y potentes. Las pesadas calderas se encontraban por debajo de la línea de flotación, y las hélices, de casi tres metros, podían impulsarlo por aguas calmadas a catorce nudos, el equivalente náutico a veinticinco kilómetros por hora, una tremenda velocidad imposible de alcanzar por los demás barcos de su clase, de uno y otro bando.
Tombs estaba orgulloso de su barco, aunque le entristecía que, muy probablemente, su vida iba a ser efímera. Pero estaba decidido a que con él se escribiera un digno epitafio a la gloria de los Estados Confederados.
Desde la cubierta de cañones, ascendió por una escalera hasta la caseta de navegación, una pequeña estructura de la sección delantera de la casamata, con forma de tronco de pirámide. Por una tronera, miró hacia la oscuridad exterior y luego se volvió hacia Leigh Hunt, el primer timonel, que permanecía extrañamente silencioso.
—Iremos a toda máquina hasta llegar al mar, Mr. Hunt. Deberá andarse con ojo para evitar que embarranquemos.
Hunt era un piloto de río que se conocía como la palma de la mano cada curva y recodo del James. Manteniendo la mirada al frente, replicó:
—Con la luz de la luna me basta para ver perfectamente el río.
—A los artilleros yanquis también les alumbra.
—Cierto, pero el gris de nuestros costados se confunde con las sombras de la orilla. No les será fácil distinguirnos.
—Esperémoslo —suspiró Tombs.
Por la escotilla trasera subió al techo de la casamata. El Texas estaba llegando a Drewry's Bluff, donde se encontraba anclada la flota de cañoneras del almirante Semmens. Las tripulaciones de los buques Virginia II, Frederickshurg y Richmond, hermanos del Texas, desoladas ante la perspectiva de tener que volar sus naves, estallaron en súbitos vítores cuando la nave pasó ante ellas, oscureciendo con el humo de su chimenea el brillo de las estrellas. La bandera confederada, ondeando a impulsos de la inercia del barco, constituía una conmovedora imagen a punto de extinguirse para siempre.
Tombs se quitó la gorra y la alzó a modo de saludo. Era consciente de estar viviendo el último sueño, que pronto se convertiría en la pesadilla de una amarga derrota. Pese a todo, constituía un gran momento, digno de ser paladeado. El Texas navegaba hacia la leyenda.
Tan súbitamente como había aparecido, el Texas se perdió tras un recodo del río, dejando su estela como único rastro de su paso.
Un poco más allá de Trent's Reach, donde el Ejército federal había instalado defensas artilleras y una barrera a través del río, Tombs ordenó enarbolar la bandera de los Estados Unidos.
En la casamata, la cubierta de cañones estaba preparada para la acción. Muchos de los hombres, desnudos de cintura para arriba, permanecían junto a sus cañones con pañuelos anudados en la frente. Los oficiales se habían quitado las guerreras y, con los tirantes sobre las camisetas, recorrían pausadamente la cubierta. El cirujano de a bordo repartía torniquetes y enseñaba a los hombres a utilizarlos.
En lugares estratégicos se colocaron cubos contra incendios. Se esparció arena por el suelo para empapar la sangre. Se repartieron pistolas y machetes para prevenir un abordaje. Los fusiles estaban cargados y con las bayonetas caladas. Las portillas que comunicaban con los cuartos de munición bajo la cubierta de cañones estaban abiertas, y preparados los montacargas y poleas para subir los proyectiles y la pólvora.
Impulsado por la corriente, el Texas avanzaba a dieciséis nudos cuando su proa chocó con la empalizada flotante. La nave la atravesó y pasó a aguas libres sin apenas un rasguño en el férreo ariete que remataba su proa.
Un centinela unionista divisó al Texas cuando pasaba y disparó su mosquete.
—¡Alto el fuego, por Dios, alto el fuego! —gritó Tombs, desde el techo de la casamata.
—¿Qué barco es éste? —preguntó una voz desde la orilla.
—¡El Atlanta, idiotas! ¿Es que no reconocéis a vuestros propios buques?
—¿Cuándo pasasteis río arriba?
—Hace una hora. Tenemos orden de patrullar entre la barrera y Cuy Point.
Los centinelas unionistas de la orilla parecieron quedar satisfechos con el embuste y el Texas siguió adelante sin mayores incidentes. Tombs lanzó un suspiro de alivio.
Había tenido la casi total certeza de que su barco recibiría una andanada de cañonazos. Pasado el peligro por el momento, ahora su único temor consistía en que algún receloso oficial enemigo telegrafiase una advertencia a los dos extremos del río.
Veinticuatro kilómetros más allá de la barrera, la suerte de Tombs comenzó a cambiar. Una imponente masa negra se materializó en las sombras, ante ellos.
Anclado junto a la orilla occidental, cargando carbón de una barcaza amarrada a su costado de estribor, se encontraba el monitor unionista Onondaga, con un blindaje de veintiocho centímetros en sus dos torretas y de catorce, en su caso, y con dos potentes cañones Dahlgren de quince pulgadas y ánima lisa y dos Parrot estriados, de ciento cincuenta libras.
El Texas ya estaba sobre ellos cuando un guardiamarina situado en lo alto de la torreta delantera divisó el navío confederado y dio la alarma.
La tripulación interrumpió la operación de carga de carbón para mirar hacia el barco surgido de entre las sombras. El capitán del Onolulaga, John Austin, vaciló unos instantes. Le costaba creer que un buque rebelde hubiera podido llegar tan abajo del río James sin ser descubierto. Su momento de duda le costaría caro. En el momento en que gritaba a sus hombres que montaran los cañones, el Texas rebasaba el barco unionista y se encontraba a un tiro de piedra.
—¡Háganse al pairo o los volamos por los aires! —gritó Austin.
—¡Somos el Atlanta! —replicó Tombs, llevando la ficción hasta el final.
Austin no se dejó engañar, ni siquiera al ver el pabellón unionista en el mástil del intruso. Dio orden de abrir fuego.
La torreta delantera entró en acción demasiado tarde, El Texas ya había pasado de largo, más allá de su ángulo de tiro. Pero los dos Dahlgren de quince pulgadas de la torreta trasera del Onondaga escupieron llamas y humo.
Disparando a bocajarro, los artilleros unionistas no podían fallar, y no lo hicieron. Los cañonazos estremecieron los costados del Texas, alcanzándolo en la parte superior del blindaje de popa. La explosión de metal y astillas abatió a siete hombres.
Casi al mismo tiempo, Tombs gritó una orden por la trampilla del techo. Las portillas de la cubierta se descorrieron, y el Texas disparó sus tres cañones contra la torreta del Onoudaga. Uno de los proyectiles de cien libras entró por una portilla abierta e hizo explosión contra un Dahlgren, produciendo una fuerte llamarada y una gran humareda. En el interior de la torreta hubo una carnicería. Nueve hombres murieron y once resultaron malheridos.
Antes de que los dos barcos pudieran recargar sus cañones, el navío rebelde había vuelto a desvanecerse en la noche y dobló tranquilamente el recodo del río. La torreta delantera del Onondaga hizo dos disparos de despedida a ciegas; pero los proyectiles pasaron al fugitivo Texas por encima.
Sin perder la calma, Tombs llamó al teniente Craven.
—Mr. Craven: no vamos a seguir ocultándonos bajo una bandera enemiga. Tenga la bondad de izar los colores de la Confederación y haga cerrar las portillas de los cañones.
Un joven guardiamarina se apresuró a ir hasta el mástil. Desató sus cables, bajó las barras y estrellas e hizo subir las estrellas y barras diagonales sobre un fondo blanco y rojo.
Craven se reunió con Tombs en lo alto de la casamata.
—Ahora que ya saben quiénes somos —dijo Tombs—, nuestra travesía hasta el mar no va a ser precisamente una excursión. Las baterías de tierra no deben preocuparnos. Su artillería de campaña no tiene potencia para hacerle ni un rasguño a nuestro blindaje.
Tombs hizo una pausa y miró con preocupación hacia el oscuro río ante ellos.
—El mayor peligro son los cañones de la flota federal que nos aguarda en la desembocadura.
Apenas calló, recibieron una andanada de cañonazos desde la orilla.
—Empieza la fiesta —murmuró filosóficamente Craven, antes de bajar a su puesto en la cubierta de cañones.
Tomb permaneció expuesto junto a la caseta del piloto, a fin de guiar el movimiento de su barco entre los navíos federales que pudieran bloquear el río.
Sobre el Texas comenzó a caer una tormenta de cañonazos y fuego de mosquetes. Tombs mantuvo las portillas cerradas, pese a las protestas de sus hombres. Le parecía absurdo poner en peligro a su tripulación y malgastar contra un enemigo invisible pólvora y balas que luego podrían resultar preciosas.
El Texas aguantó las embestidas durante otras dos horas. Con sus motores funcionando a la perfección, la nave rebaso en un par de nudos la velocidad para la que había sido diseñada. Aparecieron varias cañoneras de madera, que dispararon sus piezas y luego emprendieron la persecución. El Texas hizo caso omiso de ellas y las rebasó como si estuvieran ancladas.
De pronto, ante ellos se materializó la familiar silueta del Atlanta, que habla sido anclado de través en el río, bloqueandolo. En cuanto los vigías avistaron al indómito monstruo rebelde que avanzaba hacia ellos, los cañones de estribor no tardaron en asomar.
—Sabían que veníamos —murmuró Tombs.
—¿Lo rodeo, capitán? —preguntó desde el timón el primer piloto Hunt, que hacía gala de una gran sangre fría.
—No, Mr. Hunt —replicó Tombs—. Embístalo por el borde de su popa.
—O sea que vamos a apartarlo del camino —dijo Hunt, con un gesto de comprensión—. Muy bien, señor.
Hunt giró el timón un cuarto, apuntando la proa del Texas contra la popa del Atlanta. Dos proyectiles de ocho pulgadas del antiguo buque confederado impactaron en la casamata, perforando el blindaje y desplazando el respaldo de madera hacia el interior más de un palmo. Tres hombres resultaron heridos por la explosión y las astillas.
La distancia entre ambas naves se fue acortando hasta que al fin el Texas incrustó tres metros de su espolón de proa en el casco del Atlanta. Luego atravesó su cubierta, cortando la cadena del ancla de popa e impulsando a la nave en un arco de noventa grados, al tiempo que su cubierta quedaba por debajo de la superficie del río. El agua entró a raudales por las portillas del buque mientras el Texas pasaba literalmente por encima de él.
La quilla del Atlanta se hundió en el fango del río y el barco quedó de costado. Las hélices del Texas pasaron a pocos centímetros de su casco. Muchos tripulantes del Atlanta pudieron salir por las portillas y escotillas antes de que el buque se fuese a pique, pero al menos veinte hombres se hundieron con él.
Tombs y su buque continuaron su denodada carrera hacia la libertad bajo una lluvia de fuego, dejando atrás a las cañoneras unionistas que lo perseguían. Las líneas telegráficas tendidas a lo largo del río por las fuerzas federales no dejaban de transmitir frenéticas noticias del avance del navío. El caos y la desesperación se iban adueñando de las baterías de tierra y de los buques empeñados en interceptar y hundir al Texas.
Las balas de cañón y la metralla no dejaban de percutir contra el blindaje del buque, con impactos que lo estremecían de proa a popa. Un proyectil de cien libras lanzado por un Dahlgren desde lo alto de un dique en Fort Hudson alcanzó la caseta del piloto, dejando a Hunt aturdido por el golpe y sangrando a causa de los fragmentos de metralla que entraron por la mirilla. No obstante, el hombre permaneció al timón sereno, manteniendo el barco en línea recta por el centro del canal.
El cielo comenzaba a clarear por el este cuando el Texas, tras pasar Newport News, salió al amplio estuario de aguas más profundas en Hampton Roads donde, tres años antes, había tenido lugar la batalla entre el Monitor y el Merriinack.
Parecía como si la flota de la Unión en pleno estuviera esperándolos. Desde su posición en lo alto de la casamata, todo lo que Tombs podía ver era un bosque de mástiles y chimeneas. A la izquierda, fragatas y corbetas fuertemente armadas; a la derecha, monitores y cañoneras. Y, más allá, entre Fortress Monroe y Fort Wool, el estrecho canal que discurría entre dos fortificaciones con inmensa potencia de fuego, bloqueado por el New Ironsides, un formidable velero de blindaje convencional que montaba dieciocho cañones pesados.
Al fin Tombs ordenó que se abrieran las portillas y asomaran los cañones. La pasividad del Texas había llegado a su fin, y ahora la marina federal probaría toda la furia de sus colmillos. Con un clamor de júbilo, los hombres del Texas soltaron y apuntaron sus cañones, va montados. Los suboficiales artilleros se colocaron junto a las piezas, listos para disparar.
Craven recorrió calmadamente el barco, sonriendo a los hombres y bromeando con ellos, ofreciéndoles palabras de aliento y consejo. Tombs bajó y pronunció una breve arenga, llena de pullas al enemigo y de optimismo respecto a la paliza que los aguerridos y avezados sureños estaban a punto de darles a los cobardes yanquis. Luego, con catalejo bajo el brazo, regresó a su puesto junto a la caseta del piloto.
Los artilleros unionistas habían tenido tiempo de sobras para prepararse. Por código de banderas, se dio la señal de disparar en cuanto el Texas se pusiera a tiro. Mirando a través del catalejo, a Tombs le parecía que sus enemigos llenaban todo el horizonte. Reinaba una impresionante calma mientras los lobos se aprestaban a caer sobre su presa en cuanto ésta se metiera en lo que parecía ser una trampa sin salida.
El fornido y barbudo contralmirante Poner, con su gorra de marino firmemente encajada en la cabeza, se encontraba en pie sobre una caja de munición, desde donde dominaba la cubierta de la fragata de madera Brooklvn, su buque insignia, estudiando a las primeras luces del día el humo del navío rebelde que se aproximaba.
—Ahí viene, como un demonio, derecho hacia nosotros —dilo el capitán James Alden, que mandaba el buque insignia de Poner.
—Una valiente y aguerrida nave camino de su tumba —murmuró Porter, mirando el Texas por su catalejo—. Una imagen que no volveremos a ver.
—Ya está casi a tiro —anunció Alden.
—No desperdiciemos munición, Mr. Alden. Diga a sus artilleros que aguarden y aprovechen cada tiro.
A bordo del Texas, Tombs se dirigió a su piloto, que permanecía impertérrito al timón, haciendo caso omiso de la sangre que brotaba de su sien izquierda.
—Hunt, cíñase lo más posible a la línea de fragatas, de modo que los otros vacilen antes de hacer fuego, por temor a alcanzar a sus propios barcos.
El primer barco de ambas líneas era el Brooklvn. Antes de dar la orden de fuego, Tombs aguardó a estar a distancia segura. El Blakely de cien libras emplazado en la proa del Texas dio inicio al combate, lanzando un proyectil que alcanzó al buque unionista en la batayola de proa y fue a estrellarse contra un enorme cañón Parrott, matando a cuantos se encontraban en un radio de tres metros.
El monitor de una sola torre Sauigus abrió fuego contra el Texas con sus Dahlgrens gemelos de quince pulgadas. Ambos tiros quedaron cortos, levantando grandes surtidores de agua. Luego los demás monitores —el Chickasau, que había regresado recientemente de Mobil Bay, donde participó en el encuentro que terminó con la rendición de! poderoso navío con—federado Tenuessee, el Manhattan v el Nahant —hicieron girar sus torres, bajaron sus portillas, y soltaron una tremenda andanada de fuego que azotó furiosamente la casamata del Texas. El resto de la flota los imitó, haciendo hervir el agua en torno al navío rebelde.
A través de la trampilla, Tombs gritó a Craven:
—¡No podemos alcanzar a los monitores! Responda a su fuego sólo con el cañón de estribor. ¡Gire los cañones de proa y popa y dispárelos contra las fragatas!
Craven cumplió la orden de su capitán y en breves segundos el Texas contestó con tres cañonazos que estallaron contra el casco de madera del Brooklin. Uno de los proyectiles alcanzó la sala de máquinas, matando a ocho hombres e hiriendo a doce. Otro se llevó por delante a la dotación de una pieza de ánima lisa de treinta y dos libras. El tercero cayó en la atestada cubierta, aumentando el caos y la sangría.
Todas las piezas del Texas estaban ocupadas en sembrar la destrucción. Los artilleros cargaban y disparaban con mortífera precisión. Apenas necesitaban perder tiempo en apuntar: fallar era imposible, pues los barcos yanquis parecían llenar todo el campo visible desde las portillas.
Las detonaciones estremecían Hampton Roads. Proyectiles de todo tipo cruzaban el aire, desde pesadas balas de cañón hasta tiros de mosquete disparados por infantes de marina federales apostados en los velámenes. Una densa nube de humo no tardó en rodear al Texas, dificultando la visión de los artilleros unionistas, que tenían que disparar contra los fogonazos enemigos, para escuchar luego el metálico sonido de sus proyectiles rebotando en el blindaje.
Tombs pensó que aquello era como navegar por un volcán en erupción.
El Texas dejó atrás al Brooklyn tras lanzar un cañonazo de despedida desde popa que pasó tan cerca del almirante Porter que la succión del aire le corto momentáneamente el aliento. El marino estaba furioso por la facilidad con que el navío rebelde encajaba cuanto el Brooklyn le lanzaba.
—¡Haga señal a la flota de que lo rodee y lo embista! —ordenó el capitán Alden.
Alden obedeció, consciente de las pocas posibilidades de éxito de la maniobra. Todos los oficiales estaban pasmados ante la enorme velocidad del Texas.
—Va demasiado aprisa para que nuestros barcos puedan alcanzarlo de lleno —dijo, pesimista.
—¡Quiero mandar a pique a esos malditos rebeldes! —le espetó Porter.
Alden intentó calmar a su superior:
—Aunque, por un milagro, consiga escapársenos, no sobrevivirá al cañoneo de los fuertes y del New Ironsides.
Como para reforzar tal declaración, los monitores abrieron fuego contra el Texas que, tras rebasar al Brooklyn había quedado frente a la Colorado, la primera fragata de la línea.
Un huracán de muerte azotaba el Texas. La puntería de los artilleros unionistas estaba mejorando. Un par de sólidos proyectiles cayeron cerca del cañón de estribor. El interior de la casamata se llenó de humo mientras un metro de hierro, madera v algodón era empujado hacia el interior. Otro disparo abrió un enorme cráter bajo la chimenea, y luego otro proyectil dio en el mismo lugar exacto, quebrando el ya dañado blindaje y haciendo explosión en el interior de la cubierta de cañones. Los efectos fueron terribles: seis hombres resultaron muertos, y doce heridos, al tiempo que los fragmentos de madera y algodón comenzaban a arder.
—¡Por todos los demonios! —bramó Craven, de pie entre el montón de cuerpos, con el pelo chamuscado, las ropas desgarradas y el brazo izquierdo roto—. ¡Traigan una manguera de la sala de máquinas y apaguen ese maldito fuego!
El jefe de máquinas O'Hare asomó la cabeza por la portilla del cuarto de calderas. Su rostro estaba empapado de sudor y ennegrecido por el hollín.
—¿Ha sido grave? —preguntó, con voz sorprendentemente tranquila.
—No se preocupe —le gritó Craven—. Limítese a mantener los motores en marcha.
—No es fácil. Mis hombres se están desmoronando. Aquí dentro hace un calor infernal.
—Les servirá de preparación, porque es al infierno adonde vamos —le espetó Craven.
Una nueva bofetada de metralla alcanzó la casamata, provocando una ensordecedora explosión que estremeció al Texas hasta la quilla. En realidad, fueron dos impactos, pero tan simultáneos que parecieron uno. El ángulo delantero de babor de la casamata saltó por los aires entre enormes fragmentos de hierro y madera, y la dotación que atendía el Blakely de proa cayó fulminada.
Otro proyectil atravesó el blindaje y fue a estallar en la enfermería del barco, matando al cirujano y a la mitad de los heridos que esperaban atención. La antes inmaculada cubierta de cañones parecía ahora un matadero, negra de pólvora y roja de sangre.
El Texas agonizaba. A medida que se adentraba en el campo de exterminio iba desmoronándose. Sus botes salvavidas habían desaparecido, al igual que los dos mástiles y la chimenea; la casamata no era más que un montón de hierros grotesca—mente retorcidos; tres de sus conductos de vapor estaban corta—dos, y su velocidad había descendido en un tercio.
Pero aún no había llegado su fin. Los motores seguían funcionando, y sus tres cañones continuaban sembrando la muerte entre la flota unionista. Su siguiente andanada de fuego azotó el casco de madera de la Powhatan, una vieja fragata de vapor, de ruedas laterales, haciendo reventar una de sus calderas, devastando el cuarto de máquinas y causando a los unionistas las mayores bajas del día.
Tombs sufría dolorosas heridas. Tenía un fragmento de metralla en un muslo, y un rasguño de bala en el hombro izquierdo. Sin embargo, seguía acuclillado junto a la caseta del piloto, gritándole órdenes a Hunt como un poseso. El holocausto estaba llegando a su fin.
Miró al frente, hacia el New Ironsides, cruzado en el centro del canal, con su formidable artillería apuntada contra el Texas. Luego estudió los cañones de Fortress Monroe y Fort Wool, ya montados y enfilados. No sin gran dolor comprendió que jamás lograrían pasar. Si seguía siendo castigado, el Texas se convertiría en un inerme cascarón, a merced de los monitores yanquis que lo perseguían.
Pensó en su tripulación: hombres a los que ya no les importaban sus vidas, ajenos a cuanto no fuera cargar y disparar sus cañones y mantener la presión en las máquinas. Los supervivientes seguían cumpliendo con su deber, haciendo caso omiso de los muertos.
De repente cesó el cañoneo, que fue sustituido por un silencio sobrecogedor. Tombs apuntó el catalejo a la parte alta del New Ironsides y vio a su capitán, tras un blindado parapeto, observándolo a través de su propio catalejo.
Fue entonces cuando Tombs se fijó en el banco de niebla que se aproximaba por el mar, desde la boca de Chesapeake Bay, más allá de las fortificaciones. Si, por un milagro, lograban alcanzarla y desaparecer bajo su grisácea capa, quedarían a salvo de la jauría de Porten. Tombs recordó el comentario de Mallory acerca de exhibir a su pasajero. A través de la abierta escotilla, gritó:
—Mr. Craven, ¿sigue usted ahí?
Su primer oficial apareció abajo, mirándolo a través de la escotilla. Su rostro cubierto de hollín, sangre y carne quemada, era el de un espectro.
—Sigo aquí, señor, aunque vaya si me gustaría estar en otra parte.
—Recoja de mi camarote al pasajero y súbalo aquí, a la casamata. Y prepare una bandera blanca.
Craven asintió, comprendiendo.
—Como usted diga, señor.
Los dos cañones que quedaban, el de sesenta y cuatro libras de un costado y el Blakely de proa, permanecían silenciosos. Los buques unionistas habían quedado atrás y ya no ofrecían un buen blanco.
Tombs se disponía a jugárselo todo en una apuesta desesperada, que sería la última mano de la partida. Apenas podía mantenerse en pie, y el dolor de sus heridas le resultaba insoportable; pero sus oscuros ojos conservaban el brillo de siempre. Rezó por que los comandantes de los fuertes federales tuvieran sus catalejos apuntados hacia el Texas lo mismo que el capitán del New Irousides.
—Pasaremos entre la popa del New Ironsides y Fort Wool —indicó a Hunt.
—Como desee, señor ——asintió Hunt.
Tombs se volvió y vio al pasajero ascendiendo lentamente por la escalera que conducía al techo de la maltrecha casamata, seguido por Craven, que sostenía el palo de una escoba con un mantel blanco del comedor de oficiales atado a su extremo.
El hombre representaba más edad de la que tenía; pálido y demacrado, su postro mostraba la lúgubre expresión de alguien agotado por años y años de tensiones. Al mirar el ensangrentado uniforme de Tombs, sus ojos hundidos brillaron de preocupación.
—Está usted malherido, capitán. Necesita atención médica. Tombs negó con la cabeza.
—No hay tiempo para eso. Tenga la bondad de subir al techo de la caseta del piloto, de modo que puedan verlo. El prisionero asintió, comprendiendo.
—Ya veo su plan.
Tombs miró hacia el New Ironsides y los fuertes. De una de las baterías de Fortress Monroe brotó una lengua de fuego y después una columna de humo. Se escuchó el silbido de un proyectil, y un blanquiverde surtidor de agua se elevó por los aires unas docenas de metros ante el Texas.
Bruscamente, Tombs empujó a su altísimo compañero hacia la caseta del piloto.
—Dése prisa en subir: ya nos tienen a tiro.
Luego cogió la bandera blanca de manos de Craven y la agitó frenéticamente con su brazo sano.
A bordo del New Ironsides, el capitán Joshua Watkins miraba a través de su catalejo.
—Sacan bandera blanca —dijo, sorprendido.
Su primer oficial, John Crosby, que estaba junto a él, se llevó a los ojos unos binoculares de latón.
—Que me aspen si lo entiendo. ¿Cómo van a rendirse, después de la tunda que acaban de darle a la flota?
De pronto, Watkins, con expresión incrédula separó el catalejo de su ojo y miró la lente para ver si estaba manchada. No lo estaba, asi que volvió a apuntar el aparato hacia el maltrecho navío rebelde.
—Pero... ¿quién demonios...? —El capitán hizo una pausa para enfocar mejor el catalejo—. Dios bendito —murmuró, pasmado— ¿A quién ve subido en la caseta del piloto?
Para alterar la rígida compostura de Crosby hacía falta mucho, pero en esta ocasión su rostro se demudó.
—Parece... Pero es imposible.
Las baterías de Fort Wool abrieron fuego y telones de agua comenzaron a alzarse en torno al Texas, borrándolo de la visión.
Luego el barco apareció entre los surtidores, perseverando en su avance.
Watkins miraba con fascinada fijeza a la alta y enjuta figura en pie sobre la caseta del piloto. Luego la sorpresa dio paso al horror.
—¡Dios, es él! —Bajó el catalejo y se volvió hacia Crosby—. Haga señal a los fuertes de que cesen el fuego. ¡Aprisa!
Los cañones de Fortress Monroe se unieron a los de Fort Wool, lanzando sus proyectiles contra el Texas. La mayoría le pasó por encima, pero dos explotaron contra los restos de su chimenea. Los artilleros unionistas se apresuraron a recargar, deseosos todos ellos de que fuera su cañón el que asestase el golpe de gracia al navío rebelde.
El Texas se encontraba a sólo doscientos metros de distancia cuando los comandantes de los fuertes, obedeciendo la señal de Watkins, hicieron callar a sus cañones. Watkins y Crosby corrieron a la proa del New Irorisides justo a tiempo para ver con claridad a los dos hombres con ensangrentados uniformes de la marina confederada y al hombre alto y barbado, con arrugadas ropas civiles, que, tras observarlos con fijeza, les hizo un cansado y solemne saludo.
Ambos permanecieron en muda y total inmovilidad, plena y terriblemente conscientes de que la imagen que estaban viendo quedaría indeleblemente grabada en sus memorias. Y, pese a las encendidas controversias que posteriormente surgirían al respecto, tanto ellos dos como los otros cientos de hombres apostados en el barco y en las almenas de los fuertes tuvieron siempre la plena certidumbre de quién era el personaje que vieron aquella mañana en lo alto del desarbolado buque rebelde.
Casi un millar de hombres, asombrados e impotentes, vieron cómo el Texas pasaba ante ellos, con humo saliendo de sus portillas y la chamuscada y desgarrada bandera ondeando en el asta. Ni un solo sonido ni un disparo se escucharon mientras el buque entraba en el banco de niebla y se perdía de vista para siempre.
PERDIDA
10 de octubre de 1931
Sahara Sudoccidental
Kitty Mannock tenía la desagradable sensación de estar volando en línea recta hacia la nada. Se encontraba perdida, total y desesperadamente perdida. Durante dos horas, ella y su pequeño y endeble aeroplano habían sido zarandeados por una furiosa tempestad de arena que impedía toda visibilidad del desierto allá abajo. Sola en aquel vacío e invisible cielo, la joven debía combatir los extraños espejismos que parecían surgir de la parda nube en que estaba inmersa.
Kitty echó la cabeza hacia atrás y miró por el parabrisas superior. El brillo anaranjado del sol estaba completamente oscurecido. Luego, quizá por décima vez en otros tantos minutos, bajó la ventanilla lateral y miró por el costado de la carlinga. Hacia abajo tampoco se veía más que la enorme y turbulenta nube. El altímetro marcaba cuatrocientos sesenta metros, altura suficiente para salvar, excepto las más prominentes, la mayoría de las alturas del Adrardes Iforas, prolongación del macizo montañosa Ahaggar, en el desierto del Sáhara.
La joven dependía de sus instrumentos para evitar que el aparato entrase en barrena. Desde que penetró en la cegadora tempestad, en cuatro ocasiones había advertido un descenso en altitud y un creciente cambio de rumbo, señales inequívocas de que comenzaba a picar hacia tierra. Como estaba alerta ante cualquier peligro cada una de las veces pudo enderezar su curso sin problemas, logrando que la aguja de su brújula volviera a un rumbo de ciento ochenta grados sur.
Al principio Kitty había intentado seguir la carretera transahariana, pero la perdió nada más entrar en la tempestad de arena que había surgido súbitamente por el sureste. Incapaz de ver el suelo, desconocía cuál era su deriva, y le era imposible saber hasta qué punto el viento la había desviado de su camino. Giró hacia el oeste, corrigiendo su curso en un vano intento de sortear la tempestad.
No podía hacer más que seguir a través del gran y amenazador océano de arena. Aquél era el tramo que Kitty más temía. Calculaba que aún le quedaban por volar otros seiscientos cincuenta kilómetros hasta llegar a Niamey, capital de Nigeria. Allí recargarla combustible antes de continuar su vuelo, intentando batir el récord de larga distancia, hasta Ciudad del Cabo, en Africa del Sur.
El cansancio comenzaba a entumecerle brazos y piernas. El constante zumbido del motor y su vibración iban haciendo mella en la joven. Desde que despegara del aeródromo de Croydon, suburbio de Londres, llevaba veintisiete horas en el aire. Había volado desde la fría humedad inglesa hasta el seco horno del Sáhara.
Faltaban tres horas para que se hiciera de noche. El viento en contra reducía su velocidad a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora, cincuenta menos de la velocidad de crucero que solía alcanzar su viejo y fiel Fairchild FC—2W, un monoplano de ala alta y carlinga cerrada, impulsado por un motor radial Pratt & Whitney Wasp de cuatrocientos diez caballos de vapor.
El aeroplano de cuatro plazas fue tiempo atrás propiedad de la Pan American—Grace Airways, ocupándose del transporte de correo entre Lima y Santiago. Cuando fue retirado y sustituido por un nuevo modelo de seis plazas, Kitty lo compró e instaló tanques adicionales de combustible en la sección de pasajeros. Más tarde, a fines de 1930, estableció un nuevo récord de distancia, entre Río de Janiero y Madrid, convirtiéndose en la primera mujer en sobrevolar el Atlántico Sur.
Pasó otra hora, durante la cual Kitty siguió esforzándose en mantener, pese al viento, el rumbo planeado. La fina arena se colaba en la cabina e invadía las delicadas membranas de sus ojos y nariz. Se frotó los párpados, pero sólo consiguió aumentar la molestia. Pero aún, dejó de ver. Si perdía la visión y era incapaz de leer los instrumentos, todo habría acabado.
De debajo de su asiento sacó una pequeña cantimplora, destapó y se salpicó agua en el rostro, parpadeando varias veces rápidamente. La arena húmeda resbaló por sus mejillas, secándose en unos instantes por el intenso calor. Aunque recuperó la visión, notaba miles de pequeñas agujas clavadas en sus ojos.
Súbitamente, advirtió algo. Una alteración infinitesimal o el sonido del motor, o quizá, simplemente, un brevísimo y pasajero silencio del viento y el zumbido del aparato, Se inclinó hacia delante y estudió los instrumentos. Todos los relojes tenía lecturas normales. Verificó las válvulas de combustible, hallando cada una de ellas en su posición correcta. Al fin, desecho la preocupación, atribuyéndola a su ofuscación.
Instantes después volvió a producirse el infinitesimal fallo en el sonido. Kitty se puso tensa, y todos sus sentidos se concentraron en el oído. La secuencia entre lo normal y lo anormal iba haciéndose cada vez más rápida. Se le cayó el alma a los pies al advertir lo que ocurría: la bujía de uno de los cilindros estaba fallando. Luego ocurrió lo mismo con las demás. El motor comenzó a ratear broncamente, al tiempo que la aguja del tacómetro corría hacia atrás.
Momentos más tarde, el motor se paró dejando inmóvil la hélice. El brusco cese del zumbido golpeó a Kitty como un mazazo. Sólo se escuchaba el ulular del viento. La joven supo con toda precisión a qué se debía el fallo: la constante lluvia de arena había embozado el carburador.
Tras los primeros instantes de sorpresa y temor, la mujer revisó sus limitadas opciones. Si lograba aterrizar, podría esperar a que pasase la tormenta y, probablemente, reparar la avería. Así que empujó hacia delante la palanca de control a fin de iniciar el descenso y el aeroplano comenzó a estabilizarse. Este no iba a ser su primer aterrizaje forzoso, sino por lo menos el séptimo. En dos de ellos se estrelló y salió del trance sin más que unos cortes y magulladuras. Pero jamás había intentado un aterrizaje con el motor parado y a la escasa luz de una tormenta de arena. Sujetando firmemente la palanca de control con una mano, se puso las gafas de aviación, con la otra bajó la ventanilla lateral y asomó la cabeza al exterior.
La mujer descendió a ciegas, intentando desesperadamente adivinar la configuración del terreno. Aun teniendo la certeza de que casi todo el desierto era razonablemente llano, también sabía de la existencia de barrancos y dunas que podían significar el final del aeroplano, así como de quien lo pilotaba. En los momentos que precedieron a que el baldío terreno se hiciera visible a escasos diez metros del tren de aterrizaje, Kitty le pareció envejecer cinco años.
La arena tenía aspecto de ser lo bastante firme para rodar sobre ella e incluso el terreno parecía invitadoramente liso. Tras estabilizar su curso, el aparato tocó tierra. Las grandes ruedas del Fairchild rebotaron dos o tres veces y luego rodaron sin esfuerzo por la arena, perdiendo velocidad gradualmente. Kitty, que hasta el momento había contenido el aliento, estaba a punto de lanzar un grito de júbilo cuando, en el momento en que se posaba la rueda trasera, el suelo se esfumó delante del aeroplano.
El Fairchild se despeñó por el borde de una quebrada y cayó como una piedra hacia el angosto cauce seco del fondo. Las ruedas se atascaron en la arena v el tren de aterrizaje quedó totalmente destruido. La inercia empujó al aparato a estrellarse con enorme estruendo contra la otra pared del barranco, al tiempo que la hélice se quebraba y el motor se desplazaba hacia atrás, causándole a la mujer la rotura de un tobillo y dislocándole una rodilla. Kitty fue lanzada hacía delante. El cinturón de seguridad hubiera debido sujetarla, pero había olvidado abrochárselo. Golpeó el parabrisas con la cabeza, y se sumió en las sombras de la inconsciencia.
La noticia de la desaparición de Kitty Mannock dio la vuelta al mundo. Una operación de búsqueda a gran escala resultaba imposible, y lo que finalmente se hizo fue bastante exiguo. La región del desierto en que Kittv había desaparecido estaba prácticamente deshabitada y casi nadie pasaba por allí. No había un solo avión en un radio de mil quinientos kilómetros. Y sencillamente, en 1931, en el desierto no existían ni los hombres ni el equipo necesarios para una operación de tal envergadura.
A la mañana siguiente a la desaparición de Kitty, una unidad mecanizada de la Legión Extranjera francesa destacada en el oasis de Takaldebey, en lo que entonces era el Sudán francés, emprendió una misión de rescate. Suponiendo que la mujer había caído en algún punto de la carretera transahariana, los legionarios fueron hacia el norte, mientras unos cuantos hombres y un par de autos pertenecientes a una compañía comercial francesa de Tessalit, tomaron la dirección sur.
Dos días más tarde, los dos grupos de rescate se encontraron en la carretera, sin que ninguno hubiera divisado restos del avión ni fogatas. Se desplegaron en un radio de treinta kilómetros a cada lado de la carretera y volvieron a intentarlo. Al cabo de diez días sin encontrar rastro de la aviadora perdida, el jefe del destacamento de legionarios se mostraba francamente pesimista. Nadie podía aguantar diez días sin agua ni comida en el tórrido desierto pensaba. Sin lugar a dudas, Kitty había muerto en el accidente o más tarde, a causa del agotamiento.
En todas partes se celebró un homenaje a la popular pionera de la aviación. Considerada una de las más grandes pilotos femeninas, junto a Amelia Earhart y Amy Johnson, Kitty fue llorada por el mismo mundo que antes había celebrado sus hazañas.
La desaparecida, una hermosa mujer de grandes ojos azules y largo cabello hasta la cintura, era hija de una rica familia de ganaderos de Canberra, Australia. Tras concluir sus estudios en una Universidad femenina, tomó lecciones de vuelo. Sorprendentemente, sus padres la apoyaron en su afición, comprándole un biplano Avro Aviau de segunda mano, de cabina abierta y motor Cirrus de ochenta caballos.
Seis meses más tarde, y en contra de las súplicas familiares, cruzó el Pacífico hasta Hawai, saltando de isla en isla, y aterrizó para ser recibida por las aclamaciones de una multitud que aguardaba ansiosamente su llegada. Agotada, con el rostro quemado por el sol v la camisa y los shorts manchados de aceite, Kitty sonrió y saludó, asombrada por la entusiasta recepción. No tardaría en hacerse mundialmente famosa y ganarse los corazones de millones de personas con sus proezas a través de océanos y continentes.
Aquélla habría sido su última intentona de batir un récord, pues temía el propósito de contraer matrimonio con su novio de siempre, un hacendado australiano vecino de su familia. Una vez su sueño de convertirse en una heroína del aire se habría hecho realidad, el empeño, extrañamente, perdió su atractivo, y Kitty empezó a desear retirarse y formar una familia. Otro problema, común a tantos otros pioneros de la aviación, era el económico: para los pilotos había mucha gloria, pero muy poco dinero.
La joven había estado a punto de cancelar ese último vuelo; pero al fin, tercamente, optó por realizarlo. Y ahora el mundo de la aviación aguardaba la noticia de su rescate con esperanzas que iban debilitándose a medida que pasaban los días.
Kitty permaneció inconsciente hasta el amanecer del día siguiente. El sol comenzaba a calcinar el desierto cuando la joven, saliendo de negras profundidades, fijó la mirada en la rota hoja de su hélice. Se le nublaron los ojos y cuando fue a mover la cabeza para disipar la niebla, un fortísimo dolor la acuchilló. Alzó una mano y se tocó la frente. No había sangre; pero sí un enorme chichón. Siguió investigando y descubrió el tobillo fracturado e hinchado dentro de su bota de aviadora y de la rodilla dislocada.
Abrió la portezuela y se apeó trabajosamente del aeroplano. Tras avanzar cojeando unos pasos, Kitty se dejó caer en la arena para evaluar la situación.
Aunque por suerte no se había incendiado, su fiel Fairchild no volvería a volar. Tenía la hélice rota y el motor convertido en un informe amasijo. Sorprendentemente, tanto las alas como el chasis se encontraban intactos, si bien el tren de aterrizaje estaba destrozado.
Las posibilidades de reparar y proseguir el vuelo eran remotas. El segundo problema era establecer su situación. No tenía ni idea de dónde había caído. Se encontraba en lo que en Australia llaman un «billabong»: el cauce de un arroyo por el que sólo corre agua en la estación de lluvias, si bien aquella arena no había visto el agua en cien años.
La tormenta había cesado, pero las paredes de la pequeña sima en que había caído tenían seis o siete metros de altura e impedían la visión. Aún así Kitty no se perdió nada que valiera la pena, pues el panorama era desolador, inhóspito y feo hasta más allá de cualquier descripción.
De pronto sintió una sed abrasadora, así que volvió a la pata coja junto al aparato, y sacó la cantimplora, que era de dos litros y contenía poco más de uno y medio. Consciente de lo ridículamente exigua que era aquella provisión para el desierto, Kitty sólo dio un par de sorbos.
Pronto decidió que permanecer junto al aparato era un suicidio, pues sólo podrían detectar los restos del Fairchild desde un avión que sobrevolara directamente el lugar. Así que había que intentar llegar hasta la carretera o a alguna aldea. Aún temblorosa, se tendió bajo el aparato y se resignó a su destino.
La joven no tardó en descubrir el increíble contraste de temperaturas que se produce en el Sahara. Durante el día se llega a los cincuenta grados centígrados, bajando hasta los cuatro grados durante la noche. El gélido frío nocturno era tan terrible como el calor del día. Kitty escarbó un agujero en la arena, donde se tumbó hecha un ovillo y, entre temblores y escalofríos, logró dormir hasta el alba.
A primera hora del segundo día, antes de que el sol comenzara a pegar fuerte, se consideró con fuerzas suficientes para iniciar sus preparativos de viaje. Con un larguero improvisó una muleta, y se hizo una tosca sombrilla con la tela de un ala. Con la ayuda de una pequeña caja de herramientas, soltó la brújula del tablero de instrumentos, y, pese a sus lesiones, se dispuso a partir en busca de la carretera. Era su única opción.
Reconfortada por el hecho de tener un plan, Kitty cogió el cuaderno de bitácora y comenzó a escribir lo que sería la crónica de sus heroicos esfuerzos por sobrevivir en las peores condiciones imaginables. Comenzó explicando el accidente y haciendo una somera descripción de sus propósitos: seguir hacia el sur por el «billabong» hasta encontrar un modo fácil de salir del barranco. Una vez en terreno abierto, tomaría rumbo sur hasta alcanzar la carretera o toparse con una tribu de nómadas. Tras escribir este breve resumen, la joven arrancó la página y la sujetó al tablero de instrumentos, para prevenir el improbable caso de que descubrieran el avión antes que a ella.
El calor comenzaba a hacerse insoportable y el hecho de que las paredes del barranco reflejaran y magnificaran los rayos del sol, convirtiendo la garganta en un crematorio no mejoraba las cosas. A Kitty le costaba respirar y tuvo que combatir el irrefrenable impulso de beber a grandes tragos la preciosa agua de su cantimplora.
Antes de partir, aún le quedaba algo por hacer. Entre agónicos dolores, se quitó la bota que constreñía su fracturado tobillo, vendándolo con su bufanda. Luego, con la brújula y la cantimplora colgándole del cinturón, sombrilla en alto y apoyándose en la muleta, Kitty se enfrentó a la embestida del sol sahariano y comenzó su renqueante avance por el cauce seco.
La búsqueda de Kitty Mannock continuó en forma discontinua a lo largo de los años, pero nunca se halló su cuerpo ni su avión. No apareció la menor pista, ninguna caravana de camellos se tropezó en el desierto con un esqueleto que aún conservase jirones de las ropas de aviador en boga durante los años treinta, ni hubo grupo de nómadas que, en su errante vagar, descubriese el accidentado aeroplano. La total y completa desaparición de Kitty se convirtió en uno de los grandes misterios de la aviación.
Durante décadas, los bulos sobre el destino final de Kitty fueron de todo tipo. Unos dijeron que había sobrevivido pero que padecía amnesia y vivía bajo otra identidad en América del Sur. Incluso hubo muchos convencidos de que una tribu tuareg la había capturado y hecho su esclava. Sólo el vuelo a lo desconocido de Amelia Earhart suscitó mayores especulaciones.
El desierto guardó bien su secreto. La arena fue el sudario de Kitty Mannock. El enigma de su vuelo hacia la nada no sería resuelto hasta más de medio siglo después.
Primera parte
FRENESÍ
5 de mayo de 1996
Oasis Asselar, Malí, África
1
Tras viajar durante días o semanas por el desierto, sin ver animales ni toparse con ningún ser humano, la civilización, por primitiva o minúscula que sea, constituye una extraordinaria sorpresa. Para los once viajeros y los cinco conductores guía que ocupaban los cinco Land Rover, la visión de una población humana resultó un gran alivio. Sofocados y sucios, agotados tras una semana de recorrer parajes desolados, los aventureros turistas del Safari Transahariano de doce días organizado por la Backworld Explorations, estaban felicísimos ante la perspectiva de ver gente y de disponer de agua suficiente para darse un baño refrescante.
La aldea de Asselar se encontraba en medio de un desolado páramo, en la región del Sáhara Central de un país africano llamado Malí. El villorrio estaba integrado por un grupo de casas de adobe congregadas en torno a un pozo en el cauce de un antiguo río. Diseminadas por los alrededores se encontraban las ruinas de más de un centenar de edificios abandonados. Desde la distancia, el pueblo era casi imposible de distinguir, hasta tal punto se fundían los viejísimos edificios con el árido paisaje.
—Bueno, ahí lo tienen —indicó el comandante lan Fairweather, jefe del safari, al grupo de fatigados y polvorientos turistas que, tras apearse de los Land Rover, se habían congregado en torno a él—. Viéndolo ahora, nadie diría que Asselar constituyó en el pasado una importante encrucijada cultural del Africa Occidental. Durante cinco siglos fue una escala ineludible para las grandes caravanas de mercancías y esclavos procedentes del norte y el este.
—¿Por qué entró en decadencia? —quiso saber una atractiva canadiense que vestía unos minúsculos shorts y una blusa escotada.
—Por una serie de causas tales como: guerras y conquistas (por los moros y los franceses), la abolición de la esclavitud y, principalmente, porque las rutas comerciales se desplazaron hacia el sur y el este, cerca de la costa. El golpe de gracia llegó hace cuarenta años, cuando los pozos comenzaron a secarse. El único que aún abastece la población ha tenido que ser excavado a casi cincuenta metros de profundidad.
—No es exactamente un paraíso —murmuró un recio individuo con acento español.
El comandante Fairweather forzó una sonrisa. Ex oficial de la Marina Real era un hombre alto y flaco, que daba incesantes caladas a un largo cigarrillo con filtro. Por su manera de hablar, escueta y lacónica, parecía como si sus parlamentos estuvieran ensayados.
—En la actualidad, los únicos residentes de Asselar son unas cuantas familias tuareg que han abandonado la tradición nómada. Subsisten gracias a sus rebaños de cabras, a los pequeños cultivos regados a mano con agua del oasis, y a las piedras semipreciosas que encuentran en el desierto, y que, tras pulirlas, llevan en camello a la ciudad de Gao, donde las venden como souvenirs.
Un abogado londinense, impecablemente vestido con un traje de safari color caqui y cubierto por un salacot, señaló hacia la aldea con su bastón de ébano.
—Pues a mí me parece un pueblo abandonado. Creo recordar que el folleto de la agencia decía algo así como que quedaríamos «fascinados por el romántico espectáculo de la música y las danzas nativas de Asselar, a la luz de las hogueras».
—Estoy seguro de que el guía que se nos ha adelantado lo habrá arreglado todo para garantizarles las máximas comodidades y diversión —le aseguró Fairweather, en tono de suficiencia. Miró hacia el ocaso—. Pronto se hará de noche. Será mejor que continuemos hasta la aldea.
—¿Hay hotel? —preguntó la joven canadiense.
Fairweather pareció casi ofendido.
—No, Mrs Lansing: acamparemos en las ruinas próximas a la aldea.
Los turistas lanzaron una especie de gemido colectivo. Habían abrigado esperanzas de encontrar habitaciones con camas blandas y baños privados, lujos que, probablemente, Asselar jamás había conocido.
El grupo volvió a montar en los vehículos, que bajaron por un viejo sendero hasta la llanura fluvial para enfilar luego el camino principal que cruzaba la aldea. Cuanto más se acercaban, más difícil era imaginarse un pasado glorioso: las calles eran estrechos callejones de arena; parecía un pueblo muerto, vencido; ninguna luz brillaba en la oscuridad, ni un solo perro les dedicó un ladrido de bienvenida; en los edificios de adobe no se advertían señales de vida. Era como si los habitantes hubieran recogido sus pertenencias y desaparecido en el desierto.
Fairweather comenzaba a inquietarse. Evidentemente, algo iba mal. No había ni rastro de su compañero. Por un instante le pareció ver a un gran cuadrúpedo metiéndose por una puerta; pero fue algo tan fugaz que lo descartó, pensando que habría sido la sombra de una de los Land Rover en movimiento.
Pensó que su alegre grupo de turistas estaría de pésimo humor aquella noche, y maldijo a los publicitarios que exageraban los atractivos del desierto. «La oportunidad de experimentar, por una vez en la vida, el embrujo de una expedición por las nómadas arenas del Sáhara.» Meneó reprobatoriamente la cabeza. Se apostaría el sueldo de un año a que el redactor del anuncio jamás había pasado de la costa de Dover.
Se encontraban a unos ochenta kilómetros de la carretera transahariana, y a más de doscientos cuarenta de la ciudad de Gao, en el río Níger. El grupo llevaba comida, agua y combustible más que suficientes para el resto del viaje, así que Fairweather tenía abierta la opción de pasar de largo Asselar, caso de surgir algún problema imprevisto. La seguridad de los clientes de la Backworld Explorations era lo primero. En veintiocho años todavía no había perdido a ninguno, descontando al fontanero norteamericano retirado que se puso a molestar a un camello y recibió una coz en la cabeza por su estupidez.
Fairweather se preguntó por qué no se veían cabras ni camellos, y ni siquiera pisadas en la arena de las calles, sólo extrañas marcas de garras y surcos paralelos, que parecían hechos por el arrastre de troncos gemelos. Las pequeñas casas tribales, construidas de piedra y cubiertas de un barro rojizo parecían más maltrechas y destartaladas que la última vez que Fairweather pasó por allí con un safari, hacía menos de dos meses.
Decididamente, algo extraño estaba ocurriendo. Aunque, por alguna razón desconocida, los aldeanos hubieran abandonado el área, su compañero debería haber estado esperándolos. En los muchos años que llevaban juntos en el Sáhara, Ibn Hajib nunca le había fallado. Fairweather decidió que dejaría que los turistas descansaran y se refrescasen un rato en el pozo de la aldea, y luego se adentrarían en el desierto para acampar. Pensó que convenía andarse con ojo, así que de un compartimiento entre los asientos sacó su vieja ametralladora Patchett, de la Marina Real, y se la puso entre las rodillas. A continuación colocó un silenciador Invicta en el extremo del cañón.
—¿Algún problema? —preguntó Mrs. Lansing, que iba con su marido en el Land Rover de Fairweather.
—Es una simple precaución para espantar a los mendigos —mintió Fairweather,
Detuvo el todoterreno, se apeó y fue a advertir a sus chóferes que se anduvieran con ojo. Luego regresó a su vehículo y la comitiva continuó hasta el centro de la aldea a través de un laberinto de arenosas callejas. Al fin se detuvieron bajo una solitaria palmera que se alzaba en el centro de una amplia plaza y cerca del pozo de piedra, cuya boca medía unos cuatro metros de diámetro.
A la agonizante luz de la tarde, Fairweather estudió la arena en torno al pozo. Estaba surcada por las mismas extrañas marcas que había visto en las calles. Miró hacia el fondo del pozo, y apenas pudo ver el pálido reflejo del agua, cuyo alto contenido mineral le daba un sabor metálico y un tinte verdoso. Pese a ello, a lo largo de los siglos había saciado la sed de incontables hombres y animales. A Fairweather no le preocupaba si era o no asimilable por los virginales estómagos de sus clientes: pretendía que la emplearan para lavarse y refrescarse, no para beberla.
Pidió a los conductores que permanecieran alerta y luego enseñó a los turistas a sacar agua con un viejo pellejo de cerdo atado al extremo de una deshilachada soga que subía y bajaba por medio de una manivela. Las músicas y danzas tribales quedaron pronto olvidadas, y los componentes del grupo se dedicaron a reír y salpicarse, como niños en torno a una boca de riego en una calurosa tarde estival. Los hombres se desnudaron de cintura para arriba y se remojaron cara y pecho. Las mujeres optaron por lavarse la cabeza.
Los faros de los Land Rover iluminaban de un modo extraño la cómica escena, proyectando enormes sombras sobre los silentes muros de la aldea. Mientras los sonrientes chóferes se quedaban vigilando, Fairweather caminó un buen trecho por una de las calles y se metió en un edificio contiguo a una mezquita. Los muros eran viejos y mostraban la pátina del tiempo. La puerta conducía a un breve corredor que terminaba en un patio tan lleno de basura y desperdicios que al hombre le costó trabajo pasar sobre ellos.
Con una linterna, alumbró la sala principal de la estructura. Los muros eran de un blanco ceniciento y en los altos techos se veían desnudas vigas de madera similares a las de los edificios típicos de Santa Fe, en el suroeste de Norteamérica. En las paredes había multitud de hornacinas para enseres domésticos, pero todas estaban vacías, y su contenido estaba roto y tirado por el suelo, al igual que los muebles.
Como entre todo aquel desecho había cosas de valor, Fairweather atribuyó el desorden al paso de unos vándalos, quienes se habrían dedicado a destrozar la casa tras la huida de unos moradores que dejaron tras de sí todas sus pertenencias. De pronto, el hombre se fijó en un montón de huesos que había en un rincón del cuarto. Los identificó como humanos y comenzó a sentirse francamento inquieto.
A la movediza luz de la linterna, las sombras creaban extra
ñas ilusiones ópticas. Le pareció ver a un gran animal pasando
frente a una ventana que daba al patio. Quitó el seguro de la Pat
chett impulsado no tanto por el miedo como por la premoni
ción de que una terrible amenaza acechaba entre las sombras.
De pronto, se escuchó un leve ruido detrás de la puerta quedaba a una pequeña terraza. Pisando con cuidado las inmundicias del suelo, Fairweather se aproximó a ella. Si en el otro lado había alguien, ahora guardaba silencio. El hombre sostenía la linterna con una mano mientras con la otra aferraba firmemente la ametralladora. Luego dio una patada a la puerta, que saltó de sus goznes y cayó hacia dentro, levantando una nube de polvo.
Efectivamente: allí había alguien, o quizá fuese mejor decir algo. Por su aspecto maligno y su oscura tez, parecía un demonio escapado del infierno, animalescamente infrahumano. Permanecía a gatas y miraba la linterna con ojos enrojecidos en los que brillaba la locura.
Instintivamente, Fairweather dio un paso atrás. El ser se alzó sobre las rodillas, disponiéndose a abalanzarse sobre él. Sin perder la serenidad, Fairweather, apoyando la culata del arma en los tensos músculos de su estómago, apretó el gatillo de la Patchett, y una ráfaga de proyectiles de nueve milímetros escapó por el cañón produciendo un leve sonido, similar al de restallantes palomitas de maíz.
La bestia lanzó un horrendo estertor y se derrumbó, con el pecho reventado. Fairweather se inclinó sobre el ser caído alumbrándolo con su linterna. El sucísimo cuerpo estaba completamente desnudo. Sus ojos enloquecidos, en las que el rojo intenso había sustituido al blanco, miraban sin ver, desde el rostro de un muchacho no mayor de quince años.
Una oleada de pánico sacudió a Fairweather con fuerza al comprender qué era lo que había dejado las extrañas huellas en las callejas. Debía de haber una colonia completa de tales monstruos arrastrándose a gatas por toda la aldea. Giró sobre sus talones y corrió hacia la plaza. Pero ya era tarde, demasiado tarde.
Una horda de diabólicos y feroces seres surgió de las sombras de la noche y se lanzó contra los desprevenidos turistas congregados en torno al pozo. Antes de que pudieran defenderse o lanzar un grito de alarma, los chóferes fueron devorados por la turba infernal, cuyos miembros, que corrían a gatas como chacales, embistieron luego contra los indefensos turistas, lanzando feroces mordiscos a cuanta carne humana se ponía a su alcance.
A la luz de los faros de los Land Rover, la horrible pesadilla enseguida derivó en un revoltijo de cuerpos ensangrentados; los gritos de terror de los turistas se mezclaban con los feroces alaridos de sus agresores. Tras un agónico chillido, Mrs. Lansing desapareció entre la masa de atacantes. Su marido intentó subirse al techo de uno de los vehículos, pero cayó derribado sobre el polvo, y fue mutilado como un escarabajo por un ejército de hormigas.
El quisquilloso abogado londinense hizo girar la empuñadura de su hueco bastón y sacó de él un corto estoque que procedió a blandir ante sí con todas sus fuerzas, logrando por unos instantes mantener a raya a sus atacantes; pero éstos, que parecían desconocer el miedo, no tardaron en dominarlo.
Las proximidades del pozo eran un hervidero de cuerpos en lucha. El grueso español, cubierto por la sangre de los mordiscos recibidos, intentó huir arrojándose al pozo, pero cuatro de los enloquecidos asesinos se tiraron tras él.
Nada más llegar, Fairweather se acuclilló y comenzó a disparar la Patchett contra los atacantes, cuidado de no alcanzar a ninguno de los suyos. Al no oír los silenciados tiros la honda asesina, no parecía advertir el fuego: la locura o la indiferencia los llevaba a hacer caso omiso del hecho de que una veintena de los suyos habían caído bajo las balas.
Antes de que la Patchett lanzara la última bala de su cargador, Fairweather había abatido a unos treinta energúmenos. Luego tuvo que permanecer, escondido e impotente, viendo como todos sus chóferes y clientes eran salvajemente asesinados. Le parecía imposible que, en el plazo de sólo unos instantes, la plaza se hubiese convertido en semejante matadero.
Dios bendito... —murmuró ahogadamente, viendo con gélido horror a los salvajes lanzándose sobre los cadáveres, poseídos de un frenesí caníbal que los impulsaba a arrancar a bocados la carne de sus víctimas. Fairweather permaneció hipnotizado por la escena, incapaz de hacer nada que no fuese mirar con desorbitados ojos la horrenda carnicería.
Los energúmenos que no estaban descuartizando los cadáveres de los turistas se pusieron a destrozar a pedradas los Land Rover, descargando su vesánica furia contra todo aquello que les resultaba ajeno.
Oculto entre las sombras, Fairweather se sentía responsable hasta la desesperación de las muertes de sus empleados y clientes. No sólo había fracasado en su misión de protegerlos, sino que, sin darse cuenta, los había conducido a un sangriento final. Se maldijo por su impotencia para salvarlos y por su cobardía al no morir con ellos.
Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, apartó la mirada de la plaza y echó a correr por las estrechas callejuelas y las ruinas de los alrededores, hasta llegar al desierto. Tenía que salvarse para poder advertir a otros viajeros de la pesadilla que los aguardaba en Asselar. La distancia hasta el pueblo más próximo era excesiva para recorrerla sin agua, así que enfiló la carretera en dirección este, con la esperanza de tropezarse con algún vehículo civil o una patrulla del gobierno antes de morir bajo el sol achicharrante.
Orientándose por la estrella polar, echó a andar a paso rápido por el desierto, consciente de que sus posibilidades de sobrevivir eran prácticamente nulas. Ni una vez se detuvo para mirar atrás. Las terribles imágenes estaban frescas en su cerebro, y en sus oídos aún parecían resonar los gritos de agonía de los moribundos.
10 mayo, 1996
Alejandría, Egipto
2
La arena de la playa vacía ardía bajo los desnudos pies de Eva Rojas. La mujer permanecía inmóvil, contemplando el Mediterráneo. El agua tenía un tono azul cobalto que se convertía en esmeralda en las zonas menos profundas y en aguamarina allí donde las olas rompían para desplegarse luego sobre la blanca arena.
Eva había recorrido en un coche alquilado los ciento diez kilómetros que la separaban de Alejandría, deteniéndose en una zona desierta de la playa no muy lejos de la ciudad de El Alamein, donde en la Segunda Guerra Mundial, se había librado la gran batalla del desierto. Tras estacionar el coche a un lado de la carretera de la costa, cogió su bolsa de baño y se dirigió a la orilla andando entre las dunas bajas.
Llevaba un bañador de licra encarnado, ceñido con una segunda piel, y se cubría hombros y brazos con una blusa a juego. Su figura era grácil y ligera; su cuerpo firme de miembros esbeltos y bronceados. Su cabello, de un tono rojo dorado, iba recogido en una larga trenza que le llegaba casi hasta la cintura y brillaba a la luz del sol como cobre pulido. De ojos azul pálido, tez suave y prominentes pómulos, Eva tenía treinta y ocho años, pero nadie le hubiera calculado más de treinta. Aunque nunca aparecería en la portada de Vogue, era muy guapa y poseía un especial encanto que atraía a los hombres, incluso a los más jóvenes que ella.
La playa parecía desierta. Eva se detuvo unos instantes mirando a todos lados como una gacela precavida. La única señal de vida visible era un Jeep Cherokee de color turquesa con las letras NUMA (National Underwater and Marine Agency: Agencia Nacional Subacuática y Marítima.) en la portezuela, estacionado unos cien metros camino arriba. No se veía por ninguna parte al dueño del Jeep.
Eva se encaminó hacia el agua, se detuvo a unos metros de la orilla y tendió una toalla de baño. Se quitó el reloj y, antes de guardarlo en la bolsa de baño, miró la hora. Las diez y diez. Tras aplicarse un protector solar del número veinticinco, se tendió boca arriba, lanzó un suspiro y comenzó a absorber el sol africano.
La mujer aún padecía los efectos del cambio de meridianos tras el largo viaje desde San Francisco hasta El Cairo. A ese cansancio se unía el producido por cuatro días de continuadas sesiones de emergencia con médicos y colegas biólogos para estudiar los extraños brotes de desórdenes nerviosos surgidos recientemente en el Sáhara meridional. Habiéndose tomado un descanso de las agotadoras conferencias, únicamente deseaba unas horas de reposo y soledad antes de emprender un viaje de investigación por el desierto. Mientras la brisa marina acariciaba su piel, cerró los ojos y no tardó en quedarse dormida.
Al despertar, consultó su reloj una vez más. Las once y veinte. Una siesta de hora y pico. El protector solar había hecho su efecto, y su piel sólo mostraba un ligero tono sonrosado. Giró hasta quedar boca abajo y echó un vistazo a la playa. Dos hombres con camisas de manga corta y shorts color caqui avanzaban lentamente junto a la orilla, en su dirección. Al notar que ella les observaba, se detuvieron, volviéndose como para mirar un barco que pasaba. Se encontraban a más de doscientos metros de distancia, y Eva no volvió a fijarse en ellos.
De pronto, algo llamó su atención en el mar, a cierta distancia de la orilla. Del agua había surgido una cabeza con el cabello negro. Haciendo visera con una mano, Eva oteó hacia donde un hombre, con gafas de buzo, respirador y aletas, buceaba a solas en las profundas aguas de más allá de la rompiente. Estaría haciendo pesca submarina, pensó la mujer, observando como la cabeza desaparecía de nuevo bajo la superficie, donde permaneció tanto tiempo que ella comenzó a temer que se hubiese ahogado. Pero reapareció y continuó con su pesca. Tras unos minutos, nadó hasta la playa y salió del agua.
Sostenía con una mano un extraño arpón y con la otra un aro de acero inoxidable del que colgaban varios peces, ninguno de los cuales pesaría menos de un kilo.
Pese al intenso bronceado, su rostro viril no tenía rasgos árabes. Su cabello era oscuro, y gotas de agua marina brillaban en el pelo de su pecho. Era alto, recio, con amplios hombros y se movía con elegancia natural. Eva le echó unos cuarenta años.
Al pasar junto a Eva, el hombre le dirigió una mirada. Sus ojos eran de color verde opalino, y se fijaron en la mujer de modo tan directo que pareció como si escrutasen el interior de su mente, hipnotizándola. Eva deseó y temió a un tiempo que él le dijese algo; pero el desconocido se limitó a dirigirle una blanca y devastadora sonrisa y una cortés inclinación, después de lo cual pasó de largo, en dirección a la carretera.
La mujer lo observó hasta verlo desaparecer tras las dunas, en dirección al aparcado Jeep de la NUMA. «¿Qué me pasa?», se preguntó. «Al menos, debí devolverle la sonrisa.» Luego se desentendió, decidiendo que, de todos modos, cualquier aproximación habría sido imposible, pues probablemente el hombre no hablaba inglés. Sin embargo, al recordarlo, los ojos de Eva cobraron un insólito brillo. Pensó que era extraño sentirse joven y turbada por la sonrisa de un desconocido al que nunca volvería a ver.
Le apetecía darse un baño, pero los dos paseantes de la playa estaban ya entre ella y el agua, así que, prudentemente, decidió esperar a que pasaran de largo. Los hombres no tenían las finas facciones de los egipcios, sino la nariz chata, la piel casi negra y el enmarañado cabello rizado de los habitantes de las estribaciones meridionales del Sáhara.
Se detuvieron y, quizá por vigésima vez, miraron furtivamente hacia ambos extremos de la playa. Luego se lanzaron sobre Eva.
—¡Largo! —gritó ella, en una reacción instintiva. Intentó eludirlos, pero uno de ellos con movimientos frenéticos —ojos malignos, poblado bigote y cara de rata—, la agarró brutalmente por el pelo y la obligó a echarse de espaldas. Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Eva cuando el otro hombre, cuya sádica sonrisa dejaba ver unos dientes manchados de nicotina, se le sentó sobre los muslos. Cara de rata lo hizo sobre su pecho, inmovilizándole los brazos con sus rodillas. Eva quedó totalmente atrapada y a merced de sus atacantes.
Extrañamente, en ninguno de los dos había ni rastro de lujuria. Ni siquiera intentaron desgarrarle el bañador. No actuaban como violadores. Eva lanzó un nuevo grito, alto y penetrante. Pero sólo respondió el rumor de las olas. La playa estaba totalmente desierta.
Luego, cara de rata le apretó boca y nariz con sus manos y comenzó a asfixiarla con calma y premeditación. El peso de su cuerpo sobre el pecho constreñía los pulmones de Eva, aumentando el ahogo.
Bajo el hipnótico ensalmo del terror, Eva comprendió, con horrorizada incredulidad, que intentaban matarla. Intentó gritar de nuevo, pero no pudo. No sentía ningún dolor, sólo un pánico paralizante.
Hizo esfuerzos desesperados por librarse de la presión sobre su rostro; pero tenía las manos y las piernas como cogidas en un cepo. Sus pulmones reclamaban aire con avidez. La visión comenzó a nublársele. Se aferraba desesperadamente a la conciencia; pero notaba que ésta iba desvaneciéndose. Advirtió que el hombre sentado sobre sus muslos miraba por encima de los hombros de su asesino, y se dijo que aquel repugnante rostro sería lo último que vería.
Cuando Eva se asomaba ya al pozo oscuro de la inconsciencia, cerró los ojos e inmediatamente le sobrevino la idea de que aquello era una pesadilla, que desaparecería en cuanto los volviera a abrir. Con un sobrehumano esfuerzo, logró separar los párpados para echar un último vistazo a la realidad.
En efecto: era una pesadilla. De los labios del hombre de manchados dientes había desaparecido la sonrisa. Una varilla de metal le atravesaba las sienes, como una de esas flechas trucadas que se compran en las tiendas de artículos de broma y que parecen atravesar la cabeza de quien se las pone. El asaltante cayó hacia atrás, sobre los pies de la mujer, con los brazos extendidos como un crucificado.
Cara de rata estaba tan absorto en la tarea de asfixiarla que no advirtió lo que le había sucedido a su compañero. Luego, dos grandes manos se cerraron en torno a su cabeza, una agarrándole el mentón y otra la coronilla. La presión sobre la boca y la nariz de Eva desapareció, pues el asesino tuvo que emplear sus manos para librarse de las que le atenazaban la cabeza. Aquello era tan absolutamente inesperado que contribuyó a aumentar la sensación de Eva de que todo no era más que una pesadilla.
Antes de que la negrura le envolviese, escuchó un seco chasquido, como el de alguien mordiendo un cubito de hielo, y tuvo el fugaz vislumbre de los desorbitados ojos del asesino, cuya cabeza había descrito un giro completo de trescientos sesenta grados.
3
Eva despertó sintiendo el calor del sol en el rostro. Podía oír las olas rompiendo sobre la costa africana. Al abrir los ojos, le pareció que estaba ante la visión más maravillosa de su vida.
Gimió y se revolvió, mirando entre párpados entornados la deslumbrante playa y el bello, soleado y pacífico panorama. De pronto, se enderezó sobresaltada, abriendo mucho los ojos, aterrada por el recuerdo del ataque. Pero sus agresores habían desaparecido. ¿Habrían existido realmente? Comenzó a preguntarse si no habrían sido una alucinación.
—Bienvenida dijo una voz masculina. Comenzaba a temer que hubiera entrado usted en coma.
Eva se volvió y miró al sonriente buceador, que se encontraba de rodillas junto a ella.
—¿Dónde están los que intentaron matarme? preguntó, con voz asustada.
—Se fueron con la marea replicó el desconocido, con indiferencia.
—¿Con la marea?
—Me enseñaron que no se debe ensuciar la playa, así que eché sus cuerpos al agua. La última vez que los vi, iban camino de Grecia.
Eva lo miró mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo.
—¿Los mató?
—No eran buena gente.
—Los mató... repitió ella, ofuscada y muy pálida, casi a punto de devolver. Es usted un asesino tan desalmado como ellos,
El comprendió que la mujer, en cuyos ojos brillaba la repulsión, estaba bajo los efectos del shock y no razonaba con sensatez. Encogiéndose de hombros, se limitó a decir:
—¿Habría preferido que no interviniese?
El miedo y la repulsión abandonaron lentamente los ojos de Eva, para ser sustituidos por la preocupación. Le costó un minuto asimilar el hecho de que el desconocido la había salvado de una muerte terrible.
—Perdóneme, se lo ruego. Me estoy portando estúpidamente. Le debo la vida y ni siquiera conozco su nombre.
—Me llamo Dick Pitt.
—Y yo Eva Rojas. Se sintió de un modo extraño cuando él, sonriendo cálidamente le tomó una mano entre las suyas. No obstante, en los ojos de Pitt sólo había preocupación, y ello disipó sus inquietudes. —Es usted norteamericano.
—Sí: trabajo para la Agencia Nacional Subacuática y Marítima. Estamos haciendo un estudio arqueológico del río Nilo.
—¿Pero no se había marchado usted antes de que me atacasen?
—Casi, pero sus amigos despertaron mi curiosidad. Me pareció raro que dejaran su coche a un kilómetro y luego caminaran por una playa desierta directos hacia usted. Así que me quedé un rato, a ver qué tramaban.
—Menos mal que es usted receloso.
—¿Tiene idea de por qué intentaron matarla? preguntó Pitt. Serian bandidos de los que asesinan y roban a los turistas.
Pitt negó con la cabeza.
—Su motivo no era el robo. No llevaban armas. El que intentó estrangularla utilizó las manos, en vez de una cuerda o una tela. Y no trataron de violarla. Si hubiesen sido asesinos profesionales, los dos estaríamos muertos. Es muy extraño. Me apostaría el sueldo de un mes a que eran meros sicarios de alguien que desea verla muerta. La siguieron hasta un lugar apartado con la intención de asesinarla, para luego meterle agua salada por la boca y la nariz. Habrían dejado su cadáver en la rompiente, para que pareciera que se había ahogado.
—Eso explica el que intentaran asfixiarla.
Ella sacudió la cabeza, confusa.
—No entiendo nada. Es absurdo, carece totalmente de sentido. No soy más que una bioquímica especializada en los efectos de las materias tóxicas sobre los seres humanos. No tengo enemigos. ¿Por qué iba alguien a querer matarme?
—No tengo ni idea: acabo de conocerla.
Eva se frotó los labios magullados.
—Todo esto es una locura.
—¿Cuánto lleva en Egipto?
—Sólo unos días.
—Debe de haber hecho algo que ha enfurecido a alguien. A los norteafricanos, no, desde luego. Si para algo estoy aquí es para ayudarlos.
El se quedó pensativo mirando la arena.
—Así que no es una turista.
—Vine aquí por trabajo replicó Eva. A la Organización Mundial de la Salud llegaron rumores de que entre los pueblos nómadas del Sahara Meridional se estaban dando graves trastornos físicos y mentales. Formo parte de un equipo internacional de científicos de la ONU que ha venido a investigar el asunto.
—No parece motivo suficiente para asesinarla admitió Pitt.
—Es inexplicable. Mis colegas y yo estamos aquí para salvar vidas. No somos ninguna amenaza.
—¿Cree que la plaga del desierto está causada por toxinas?
—Aún no lo sabemos. No hay datos suficientes para sacar una conclusión. A primera vista, la causa parece ser algún tipo de contaminación, pero su frente es un misterio. En las zonas donde han aparecido los síntomas no se conocen industrias químicas ni vertederos de materiales tóxicos.
—¿Hasta qué punto se halla extendida la enfermedad?
—En los últimos diez días han surgido más de ocho mil casos en Malí y Níger.
Pitt enarcó las cejas.
—Una cantidad increíble para un tiempo tan breve. ¿Cómo saben que la causa no es un virus o una bacteria?
—Ya le he dicho que los motivos son un misterio.
—Es raro que la Prensa no haya dicho nada.
La Organización Mundial de la Salud ha insistido en que la cuestión se mantenga en secreto hasta que se haya determinado su causa. Supongo que para evitar sensacionalismos y que cunda el pánico. Pitt, que no había dejado de echar ocasionales vistazos a su alrededor detectó de pronto un movimiento en las dunas bajas próximas a la carretera.
—¿Qué planes tiene?
—El equipo de científicos al que pertenezco sale mañana hacia el Sahara para comenzar las investigaciones de campo.
—La supongo enterada de que Malí se encuentra al borde de lo que podría ser una sangrienta guerra civil,
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—El Gobierno ha garantizado que en todo momento estaremos estrechamente protegidos. Hizo una pausa y lo miró por un largo momento. ¿Por qué me hace tantas preguntas? Actúa usted como un agente secreto.
Pitt se echó a reír.
—Sólo soy un ingeniero naval curioso, al que no le gustan los que van por ahí intentando asesinar a mujeres bellas. Quizá me confundieran con otra persona.
La mirada de Pitt recorrió el cuerpo de Eva y se detuvo en sus ojos.
Me da la sensación de que no... Súbitamente, Pitt se puso en pie, con la mirada en las dunas. Sus músculos se tensaron. Se inclinó, tomó a Eva por la muñeca y la hizo levantarse. Hora de marcharnos dijo, al tiempo que echaba a correr con ella de la mano.
—Pero... ¿qué hace? preguntó Eva, dando traspiés tras él. Pitt no respondió. El movimiento detrás de las dunas se había convertido en un hilo de humo que iba haciéndose más grande a medida que se elevaba por encima del desierto. Inmediatamente había comprendido que otro asesino, o quizá más, había prendido fuego al coche de Eva, en un intento de retenerlos allí hasta que llegaran refuerzos.
Instantes después, el hombre podía ver las llamas. Si hubiera cogido su arpón... Pero no, no quería engañarse. Un arpón no era arma frente a una pistola. Su única esperanza era que el compañero de los asesinos tampoco estuviese armado y no hubiera visto el Jeep de Pitt.
Atinó en lo primero, pero se equivocó en lo segundo. Al coronar la última duna, Pitt vio que junto a su coche tenía un hombre de tez oscura que sujetaba con una mano un periódico enrollado y ardiendo, como una antorcha. El intruso estaba golpeando el parabrisas del Jeep, cuyo interior, indudablemente, se proponía incendiar. Llevaba una especie de intrincado turbante que le cubría todo el rostro menos los ojos. Su cuerpo estaba envuelto en una amplia túnica que le llegaba hasta los pies, calzados con sandalias. No percibió la proximidad de Pitt, que llegaba con Eva a remolque.
—Pitt se detuvo y susurró al oído de Eva:
Si me ocurre algo malo, corra hasta la carretera y detenga un coche. —Luego gritó: ¡Quieto!
El hombre, sobresaltado, se volvió hacia él, con los amenazadores ojos muy abiertos. Al tiempo que gritaba, Pitt bajó la cabeza y embistió. El hombre tiró contra él el periódico en llamas; pero la cabeza de Pitt ya había impactado contra su pecho, rompiéndole el esternón y astillándole varias costillas. En ese mismo momento, el puño derecho de Pitt salió catapultado contra la ingle del hombre.
En los ojos del instruso, la expresión de amenaza dio paso a la de dolor. Un ahogado gemido salió de entre sus labios al tiempo que todo el aire se le escapaba de los pulmones y perdía el equilibrio, cayendo sobre la arena.
Pitt se inclinó sobre él y rápidamente le registró los bolsillos. No había nada: ni armas, ni documentación, ni siquiera unas monedas o un peine.
La expresión del hombre ya no era de dolor, sino de enorme pánico.
—¿Quién te envía, amigo? preguntó Pitt, agarrándolo por el cuello y sacudiéndolo como un doberman a una rata. La reacción del hombre no fue la que Pitt había esperado. A través de su agónico dolor, el hombre dirigió a Pitt una siniestra mirada. La mirada, pensó el norteamericano, de quien ha conseguido reír el último. Luego el desconocido de tez oscura sonrió, mostrando dos blancas hileras de dentadura en las que faltaba un diente. Abrió ligeramente la boca y luego la cerró con fuerza. Demasiado tarde, Pitt comprendió que su adversario acababa de morder una cápsula de cianuro revestida de goma que había permanecido oculta en un falso diente.
De entre los labios del hombre brotó espuma. La cápsula venenosa era muy potente, y el fin no tardó en llegar. Pitt y Eva observaron impotentes cómo la vida se escapaba del cuerpo del hombre. Al fin sus ojos quedaron abiertos y con la mirada vidriosa, propia de la muerte.
—¿Está...? Eva se interrumpió y volvió a intentarlo.
—¿Está muerto?
—Creo poder decir que ha lanzado su último suspiro replicó Pitt, sin sombra de remordimiento.
Eva buscó apoyo en el brazo de Pitt. Pese al calor africano, tenía las manos frías y temblaba a causa de la tremenda impresión. Hasta ese día, jamás había visto morir a nadie. Comenzó a sentir fuertes náuseas, pero de algún modo se sobrepuso y consiguió controlarlas.
—Pero... ¿por qué se ha matado? murmuró. ¿Con qué objeto?
—Para proteger a otros relacionados con el frustrado intento de asesinarla replicó Pitt.
—¿Había preferido suicidarse antes que hablar? preguntó, incrédula.
—Supongo que era leal a su jefe hasta el fanatismo dijo Pitt, tranquilamente. Pero sospecho que, de no haberse tomado él mismo el cianuro, alguien se lo hubiese hecho tragar tarde o temprano.
Eva meneó la cabeza.
Es una locura. Está usted hablando de una... conspiración.
—Enfréntese a la realidad, querida amiga: alguien se ha tomado un montón de molestias para eliminarla. Pitt la miró fijamente. Eva parecía una pobre niña perdida en unos grandes almacenes. Tiene usted un enemigo que no la quiere en África, así que, si desea continuar viva, le aconsejo que tome el próximo avión hacia Estados Unidos.
Ella parecía ofuscada.
—No: mientras haya gente muriéndose, no lo haré.
—Es usted difícil de convencer.
—Póngase en mi lugar.
—En su lugar, o en el de sus colegas. Puede que también ellos estén en la lista de gente a la que hay que eliminar. Será mejor que volvamos a El Cairo y les pongamos sobre aviso. Si lo que ha ocurrido tiene relación con sus investigaciones, sus vidas corren peligro.
Eva miró el cadáver.
—¿Qué piensa hacer con él?
Pitt se encogió de hombros.
—Echarlo al Mediterráneo con sus amigos. —Una malévola sonrisa se extendió por su rostro—. Me gustaría ver qué cara pone el que ha organizado todo esto cuando se entere de que sus asesinos han desaparecido sin dejar rastro y que usted sigue vivita y coleando.
4
Cuando el grupo de turistas del Safari Transahariano no llegó en la fecha prevista a la legendaria ciudad de Tombuctú, los directores de la sucursal en El Cairo de la Backworld Expeditions comenzaron a temer que algo anduviese mal. Veinticuatro horas más tarde, los pilotos del avión chárter que debía devolver a los turistas a Marrakech, Marruecos, hicieron un vuelo de reconocimiento hacia el norte, pero no vieron ni rastro de los vehículos.
Pasaron tres días en los que, el comandante Fairweather siguió sin dar señales de vida y los temores aumentaron. Se dio aviso al gobierno de Malí, que prestó plena colaboración, enviando patrullas militares de tierra y aire que recorrieron el desierto por la ruta habitual del safari.
Las patrullas comunicaron que la intensa búsqueda de cuatro días, no habían dado ni con los viajeros ni con los Land Rover. Entonces comenzó a cundir el pánico. El piloto de un helicóptero militar que sobrevoló Asselar informó que allí no había más que un pueblo abandonado y muerto.
Luego, al séptimo día, un equipo francés de prospecciones petroleras que se dirigía hacia el sur por la carretera transahariana descubrió al comandante Fairweather. El cielo sobre la pedregosa llanura estaba claro y despejado. El ardiente sol calcinaba la arena, y el aire recalentado distorsionaba y hacía bailar las imágenes. Los geólogos franceses se quedaron atónitos cuando, surgiendo de un espejismo, apareció una figura que corría hacia ellos agitando los brazos y que, al llegar a corta distancia, se desplomó de bruces. El estupefacto conductor del camión «Renault» no logró frenar a tiempo, y tuvo que girar bruscamente el volante para no arrollar al caído. El vehículo se detuvo en medio de una nube de polvo.
Fairweather estaba más muerto que vivo. Sufría una grave deshidratación, el sudor, que se había secado sobre su cuerpo, formaba una fina película de blancos cristales de sal. En cuanto los franceses mojaron sus labios, Fairweather recuperó la conciencia. Cuatro horas más tarde, y después de beber casi ocho litros de agua, Fairweather se hallaba lo suficientemente restablecido para explicar, con la lengua aún estropajosa, su huida de la matanza de Asselar.
Al único francés del equipo que entendía inglés, el relato de Fairweather le pareció la historia de un borracho, pero al mismo tiempo notó que sonaba con urgente convicción. Tras una breve conversación entre ellos, los rescatadores acomodaron a Fairweather en la trasera del camión y tomaron rumbo a la ciudad de Gao, junto al rio Níger. Llegaron al anochecer y se encaminaron directamente al hospital municipal.
Tras asegurarse que dejaban a Fairweather confortablemente acostado y bajo los cuidados de un médico y una enfermera, los franceses decidieron que lo único que les quedaba por hacer era informar a las Fuerzas de Seguridad malienses. Estas les pidieron que redactaran un informe detallado de lo ocurrido, mientras el coronel al mando de la guarnición de Gao informaba a sus superiores en Bamako, la capital.
Para su sorpresa e indignación, los franceses fueron detenidos y encarcelados. A la mañana siguiente, llegó un equipo de investigación procedente de Bamako que los interrogó por separado acerca de su encuentro con Fairweather. Sus repetidas demandas de llamar al Consulado francés fueron desoídas. Cuando los geólogos se negaron a cooperar, el interrogatorio se puso muy desagradable.
Aquellos franceses no fueron las primeras personas que, tras entrar en la dirección de seguridad local, no volvieron a dar señales de vida.
Cuando los supervisores de la compañía petrolera en Marsella dejaron de recibir noticias de su equipo de exploración, empezaron a preocuparse y requirieron a las Fuerzas de Seguridad para una operación de búsqueda. Los malienses simularon rastrear de nuevo el desierto de arriba abajo y finalmente informaron que lo único que habían encontrado era un camión «Renault» de la compañía abandonado.
Los nombres de los geólogos franceses y de los desaparecidos turistas de la Backworld Expeditions pasaron a engrosar las listas de los extranjeros perdidos en el inmenso desierto, y eso fue todo.
El doctor Haroun Madani aguardaba en la escalinata del hospital de Gao, bajo el amplio pórtico de ladrillo. Dirigió una inquieta mirada a la calle polvorienta que discurría entre los dilapidados edificios coloniales y las casas de ladrillo y barro de un solo piso. La brisa del norte cubría con un fino manto de arena la ciudad, que tiempo atrás había sido capital de tres grandes imperios y que entonces no era más que una deteriorada reliquia de la época colonial francesa.
Las llamadas a la oración vespertina resonaron en toda la ciudad, procedentes de los altos minaretes que se alzaban por encima de la mezquita. El que convocaba al rezo ya no era el mismo muecín, que en el pasado ascendía por las angostas escaleras de los minaretes y voceaba desde su balcón. Ahora el santón musulmán se quedaba en el suelo, y las plegarias a Alá y al profeta Mahoma llegaban por medio de micrófonos y altavoces.
A corta distancia de la mezquita, una luna creciente se reflejaba sobre el Níger. Amplio, majestuoso, y de corriente mansa y lenta, el río no era más que una sombra de lo que fue. Antaño amplio y profundo, décadas de sequía habían reducido su cauce increíblemente. En el pasado, sus aguas lamieron la base de la mezquita. Ahora la orilla se encontraba a dos manzanas del templo.
El pueblo maliense es el resultado de la combinación de descendientes de franceses y bereberes de piel clara, árabes y moros del desierto de piel más oscuro, y africanos de raza negra. El doctor Madani era negro como el carbón; sus rasgos faciales, eran indiscutiblemente negroides, con separados ojos color ébano y ancha y chata nariz. Se trataba de un hombre corpulento, de cuarenta años largos, de generoso abdomen y rotunda cabeza de mentón cuadrado.
Sus antepasados fueron esclavos mandingo llevados al norte por los marroquíes cuando éstos invadieron el país en 1591. Cuando él era muchacho, sus padres eran agricultores en las fértiles tierras del sur del Níger. Fue criado por un comandante de la Legión Extranjera francesa, quien se ocupó de su educación, hasta que fue enviado a estudiar medicina en París. Las causas y circunstancias de aquella situación jamás se las explicaron.
El médico se puso tenso al divisar los faros amarillos de un viejo automóvil, único en su clase, que se aproximaba. El automóvil avanzaba silenciosamente por la calleja. Su elegante carrocería de color rosamagenta contrastaba extrañamente con las pequeñas y míseras estructuras de barro. Una aureola de dignidad y elegancia rodeaba al sedan Avions Voisin modelo 1936. El diseño del automóvil era el resultado de una extraña combinación de los conceptos aerodinámicos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el arte cubista y de la estética del Frank Lloyd Wright. Obra maestra de la ingeniería automovilística, cuando Malí formaba parte del Africa Occidental francesa había sido propiedad del gobernador general.
Al igual que casi todos los habitantes de Malí, Madani conocía el coche y a su propietario, que suscitaban a su paso la inquietud y el temor. El médico se fijó en que el coche era seguido por una ambulancia militar y comenzó a temerse lo peor. En cuanto el coche se detuvo se adelantó y abrió la portezuela trasera. Un militar de alta graduación, flaco y vestido con un uniforme hecho a medida, se apeó del coche. Las rayas de sus pantalones hubieran podido cortar mantequilla helada. A diferencia de otros líderes africanos, que gustaban de ir cargados de condecoraciones, el general Zateb Kazim sólo llevaba un lazo verde y dorado en el pecho de su guerrera. En la cabeza lucía una versión reducida del litham, el velo añil de los tuaregs. Tenía la tez parda y las facciones marcadas de un moro, y sus ojos eran pequeños puntos de topacio rodeados por blancos océanos. De no ser por la nariz hubiera podido resultar casi atractivo: en vez de recta y bien formada, era porruda y colgante, y caía sobre un poco tupido bigote que invadía los lados de las mejillas.
El general Zateb Kazim parecía un grotesco villano salido de una vieja película de dibujos animados de la «Warner Brothers». No había mejor forma de describirlo.
Rebosante de arrogancia, se quitó pomposamente una imaginaria mota de polvo del uniforme y dirigió una indiferente inclinación al doctor Madani.
—¿Está el hombre listo para el traslado? —preguntó, con voz mesurada.
—Mr. Fairweather está plenamente recuperado de su terrible experiencia —replicó Madani—, y se le ha dado un fuerte sedante, como usted ordenó.
—¿Ha visto o ha hablado con alguien desde que los franceses lo trajeron?
—Fairweather ha sido atendido únicamente por una enfermera de una tribu de Tukulor que sólo habla dialecto fulah y por mí. No ha tenido otros contactos. Siguiendo sus instrucciones, lo alojé en una habitación privada, lejos de los pabellones comunes. Debo añadir que toda prueba de su presencia en el hospital ha sido destruida.
Kazim pareció satisfecho.
—Gracias, doctor. Le agradezco su cooperación.
—¿Me permite preguntarle adónde se lo lleva?
Kazim mostró su sonrisa de calavera.
—A Tebezza.
—iNo es posible! —murmuró sordamente Madani—. No puede llevarlo a las minas de oro de la colonia penal de Tebezza. Sólo a los traidores políticos y a los asesinos se les condena a morir allí. Este hombre es un extranjero. ¿Qué ha hecho para merecer una muerte lenta en las minas?
—Eso bien poco importa.
—¿Qué delito ha cometido?
Kazim miró a Madani como si el doctor fuera un molesto insecto.
—No pregunte —replicó fríamente.
Por la mente de Madani cruzó una terrible sospecha.
—¿Y los franceses que encontraron a Fairweather y lo trajeron?
—Correrán igual suerte.
—En las minas, ninguno durará más de unas pocas semanas.
—Es preferible a ejecutarlos dijo Kazim, con un encogimiento de hombros—. Que inviertan el resto de sus miserables vidas en algo de provecho. Unos montoncitos de oro le vendrán bien a nuestra economía.
—Me parece muy sensato por su parte, mi general —dijo Madani, notando en la boca el sabor a hiel de sus serviles palabras. La sádica autoridad de Kazim para ser juez, jurado y verdugo era un hecho cotidiano de la vida maliense.
—Celebro que esté usted de acuerdo, doctor. —Miró fijamente a Madani, como si éste fuera un prisionero del penal—. En interés de la seguridad de su patria, le aconsejo que olvide a Mr. Fairweather y borre todo recuerdo de su visita,
Madani asintió con la cabeza.
—Como usted diga.
—«Que ningún mal aflija a tu familia ni a tus bienes».
El médico podía leer fácilmente los pensamientos de Kazim. Las palabras del saludo ritual de los nómadas consiguieron el efecto pretendido. Madani tenía una gran familia. Mientras guardase silencio, todos ellos vivirían en paz. La otra opción era algo sobre lo que no le apetecía elucubrar.
Minutos más tarde, Fairweather totalmente inconsciente fue sacado del hospital en camilla y metido en la ambulancia por dos guardias de Kazim. El general se despidió de Madani con un indiferente saludo, y montó en su Avions Voisin.
Mientras los dos vehículos se alejaban en la noche, un escalofrío recorrió las venas del doctor Madani. Por unos momentos, se preguntó de qué terrible tragedia habría sido involuntario partícipe. Luego rezó por no llegar a saberlo nunca.
5
Arrellanado en un sofá de cuero en una suite del hotel «Nilo Hilton», el doctor Frank Hopper escuchaba atentamente. Sentado en un sillón a juego, al otro lado de una mesita baja, Ismail Yerli daba pensativas caladas a su pipa, que mostraba como cazoleta, la cabeza tallada de un enturbantado sultán.
Pese al sonido cosmopolita del intenso tráfico del Cairo, que se filtraba a través de las cerradas ventanas, Eva no conseguía olvidar su escaramuza con la muerte en la playa. Pero la voz del doctor Hopper la sacó de su abstracción, devolviéndola al presente.
—¿Estás segura de que esos hombres intentaban matarte?
—Totalmente —replicó Eva.
—Los describiste como africanos negros —dijo Ismail Yerli. Eva negó con la cabeza.
—No dije que fueran negros, sólo que su piel era oscura. Los rasgos faciales eran más firmes y definidos, como de un cruce de árabes e indios orientales. El que prendió fuego a mi coche llevaba una túnica y una especie de extraño turbante. Lo único que pude verle fueron los ojos, que eran muy negros, y la nariz aquilina.
—¿Cómo era el turbante?
—De algodón y daba varias vueltas a la cabeza.
—Y la barbilla? —preguntó Yerli.
Eva asintió.
—Parecía una tela enormemente larga.
—¿De qué color?
—Azul intenso.
—¿Añil?
—Sí —replicó Eva—. Creo que era añil.
Ismail Yerli se quedó pensando unos instantes. Como coordinador y experto logístico del equipo de la Organización Mundial de la Salud, poseía una gran eficacia y una no menor astucia política. Su hogar estaba en el puerto mediterráneo de Antalya, en Turquía. De sangre kurda, había nacido y crecido en Capadocia, región central de Asia Menor. Tibio musulmán, llevaba años sin entrar en una mezquita. Era flaco y membrudo y, como muchos turcos, tenía una gran mata de pelo negro y pobladas cejas que se le unían sobre la nariz y coronaban un gran bigotazo. Parecía siempre de excelente humor, y su amplia
sempiterna sonrisa ocultaba un carácter sumamente serio.
—Tuaregs —dijo al fin.
Habló tan bajo que Hopper apenas lo oyó.
—¿Cómo? —preguntó.
Yerli miró al canadiense que dirigía el equipo médico. De carácter tranquilo, Hopper decía poco pero escuchaba mucho. Era, pensó el turco, lo contrario de él: fornido, chistoso, de rostro encendido y poblada barba. Lo único que le faltaba para tener aspecto vikingo, a lo Eric el Rojo, era un hacha de guerra y un casco con cuernos. Hombre lleno de recursos, preciso y sosegado, la comunidad científica lo consideraba uno de los dos mejores toxicólogos del mundo.
—Tuaregs —repitió Yerli.
En el pasado habían sido grandes guerreros nómadas del desierto y ganaron importantes batallas contra el ejército francés y el árabe. Se les consideraba también los bandidos románticos por antonomasia. Pero las cosas habían cambiado. En la actualidad, se dedicaban a la cría de cabras y a mendigar en las ciudades de las estribaciones del Sáhara. A diferencia de los musulmanes árabes, los hombres llevaban velo, una tela que, desenrollada, medía más de un metro de largo.
—Pero... ¿por qué iba a desear sacar a Eva de en medio una tribu de nómadas del desierto? —preguntó Hopper, sin dirigirse a nadie en particular—. No se me ocurre ningún motivo.
Yerli meneó vagamente la cabeza.
—Pues parece que, al menos uno de sus miembros no la quería aquí. Y, hemos de tener muy en cuenta esa posibilidad, pues puede que tampoco quieran al resto de los grupos sanitarios que investigan los casos de envenenamiento tóxico que se han producido en el desierto suroccidental.
—A estas alturas del proyecto —dijo Hopper—, ni siquiera sabemos si la contaminación es la culpable. La misteriosa enfermedad podría ser causada por un virus o una bacteria.
Eva asintió con la cabeza.
—Eso fue lo que sugirió Pitt.
—¿Quién? —preguntó Hopper
—Dirk Pitt, mi salvador. Dijo que alguien no me quería en Africa. Sospechaba que los demás científicos también podían estar amenazados de muerte.
Yerli alzó las manos.
—Es increíble: ese hombre cree que nos enfrentamos a la Mafia siciliana.
—Fue una gran suerte que estuviese allí —dijo Hopper. Yerli exhaló una profunda bocanada de su pipa y contempló pensativamente el humo azulado.
—Resulta muy curioso que la única persona que se encontraba en varios kilómetros a la redonda tuviera el valor de hacer frente a un trío de asesinos. Es casi un milagro, o... —hizo una larga pausa— o una presencia premeditada.
En los ojos de Eva brilló el escepticismo.
—Si piensas que fue una trampa, olvídalo, Ismail.
—Quizá todo fuera una comedia para asustarte y hacerte volver a casa.
—Le vi matar a tres hombres con mis propios ojos. Podéis creerme: no fue ninguna comedia.
—¿Has vuelto a tener noticias suyas después de que te dejo en el hotel? —inquirió Hopper.
—Me ha dejado un mensaje en recepción. Invitándome a cenar esta noche.
—Y sigues creyendo que simplemente, era un buen samaritano que pasaba por allí —insistió Yerli.
Sin hacerle caso, Eva se dirigió a Hopper:
—Pitt me dijo que se encontraba en Egipto haciendo un estudio arqueológico del Nilo para la Agencia Nacional Subacuática y Marítima, y no tengo ningún motivo para dudarlo.
Hopper se volvió hacia Yerli.
—No es difícil confirmarlo.
Yerli asintió con la cabeza.
—Tengo un amigo que trabaja para NUMA como biólogo marino. Lo llamaré.
—La pregunta sigue siendo: ¿por qué? —murmuró Hopper, en tono ausente.
Yerli se encogió de hombros.
—Si el intento de asesinato de Eva se debe a una conspiración, ésta puede tener como meta meternos miedo y obligarnos a cancelar nuestra misión.
—Sí; pero tenemos cinco equipos de investigación distintos, cada uno de ellos de seis miembros, que se dirigen al desierto meridional. Se repartirán por cinco naciones, desde Sudán a Mauritania. No somos una imposición. Los distintos gobiernos pidieron ayuda a las Naciones Unidas para encontrar una explicación a la extraña enfermedad que asola sus países. No somos ni intrusos, ni, mucho menos, enemigos indeseados.
Yerli miró a Hopper.
—Olvidas algo, Frank. Hubo un gobierno que no quiso saber nada de nosotros.
Hopper asintió torvamente.
—Cierto. Al presidente Tahir de Malí no le hizo ninguna
gracia la idea de nuestra presencia dentro de sus fronteras.
—Eso fue cosa del general Kazim —dijo Yerli—. Tahir es una marioneta. El auténtico poder del gobierno maliense esta en manos de Zateb Kazim.
—¿Y qué puede tener en contra de unos inofensivos biólogos que sólo intentan salvar vidas?
Yerli volvió las palmas de las manos hacia arriba, en ademán de ignorancia.
—Tal vez nunca lo sepamos.
—Lo que si parece una extraña coincidencia —dijo suavemente Hopper— es que durante el pasado año no han dejado de producirse desapariciones, especialmente de europeos, en las grandes extensiones desérticas del norte de Malí.
—Como ese safari de turistas que sale en todos los titulares —dijo Eva.
—Todavía se desconoce su paradero y qué ha sido de ellos —añadió Yerli.
—No creo que exista ninguna relación entre esa tragedia y el ataque contra Eva —dijo Hopper.
—Pero, si partimos de la base de que, en el asunto de Eva, el villano es el general Kazim, es lógico suponer que sus espías descubrieron que ella era miembro del equipo de estudios biológicos destinado a Malí. Ordenó que la asesinaran para advertirnos a los demás que nos mantuviéramos lejos de sus dominios.
Eva se echó a reír.
—Con esa imaginación tan fértil, Ismail, podrías ganarte la vida como guionista en Hollywood.
Yerli frunció el poblado ceño.
—Creo que deberíamos jugar sobre seguro y mantener al equipo de Malí en el Cairo hasta que este asunto sea plenamente investigado y resuelto.
—Exageras —dijo Hopper a Yerli—. ¿Cuál es tu voto, Eva? ¿Cancelamos la misión, o no?
—Yo estoy dispuesta a correr el riesgo —replicó Eva—. Pero no puedo hablar por los otros miembros del equipo. Hopper asintió, con la mirada en el suelo.
—Pues pediremos voluntarios. No pienso cancelar la misión a Malí habiendo cientos y quizá miles de seres muriéndose de algo que nadie sabe explicar. Yo mismo dirigiré el equipo.
—¡Eso, no, Frank! —exclamó Eva—. ¿Y si sucede lo peor? Eres demasiado valioso. No podemos perderte.
Nuestro deber es informar del asunto a la Policía antes de salir a la buena de Dios insistió Yerli.
—Seamos serios, Ismail dijo Hopper, impaciente. Si vamos a la Policía local, lo más probable es que nos retengan y la misión se demore, como mínimo, un mes. No pienso ponerme a merced de la burocracia local.
—Mis contactos pueden abreviar los trámites burocráticos afirmó Yerli.
No replicó obstinadamente Hopper. Quiero que todos los equipos tomen sus aviones y salgan hacia sus destinos según lo previsto.
Entonces, mañana por la mañana partimos dijo Eva. Hopper asintió con la cabeza.
—Sin líos ni demoras. Mañana por la mañana empieza el espectáculo.
—Puedes estar arriesgando vidas innecesariamente murmuró Yerli.
—No temas: tomaré precauciones.
Yerli miró a Hooper sin comprender.
—¿Precauciones?
—Sí: una conferencia de Prensa. Antes de que partamos, llamaré a todos los corresponsales extranjeros y a todas las agencias de Prensa de El Cairo. Les expondré nuestro proyecto, haciendo especial énfasis en que también visitaremos Malí. Como es natural, mencionaré los posibles riesgos. Luego, con la publicidad internacional que rodeará nuestra presencia en su país, el general Kazim se lo pensará dos veces antes de amenazar las vidas de unos científicos que, pública y notoriamente, llevan a cabo una misión humanitaria.
Yerli lanzó un profundo suspiro.
—Por vuestro bien, espero que así sea.
Eva se acercó al turco y se sentó junto a él.
—Todo irá bien afirmó, tranquilizadora. No nos sucederá nada malo,
—Supongo que nada que yo diga os hará cambiar de idea, ¿verdad?
—Hay miles de vidas en juego —dijo Hopper, con voz firme. Yerli los miró tristemente, y luego asintió con la cabeza, en silenciosa aceptación.
—Entonces... que Alá os proteja, pues, en caso contrario, no viviréis para contarlo.
6
Cuando Eva salió del ascensor, Pitt ya estaba aguardándola en el vestíbulo del hotel. Vestía traje color canela y camisa azul pálido con una ancha corbata de un azul más oscuro.
El hombre miraba distraídamente la concurrencia, entre la que destacaba una egipcia despampanante de cabello color ala de cuervo que lucía un llamativo vestido dorado, e iba del brazo de un hombre que fácilmente la triplicaría en edad,
Pitt la miraba con una curiosidad exenta de deseo cuando Eva apareció tras él y le cogió por el codo.
—¿Le gusta? preguntó sonriente.
Pitt se volvió hacia ella y la miró con los ojos más verdes que la mujer había visto en su vida. Sus labios se fruncieron en una sonrisa levemente maliciosa que a Eva le resultó devastadora.
—Es impresionante.
—¿Su tipo?
—No: prefiero las mujeres discretas e inteligentes.
La voz de Pitt sonó grave y melodiosamente en los oídos de Eva. El hombre desprendía un ligero aroma a colonia masculina clásica, distinta de las que preparan los perfumeros franceses para los modistos famosos.
—Espero que lo diga como cumplido.
—Así es.
Ella se sonrojó e, involuntariamente, bajó la mirada.
Mi vuelo sale mañana a primera hora, así que tendré que retirarme temprano.
«Dios, esto es terrible pensó. Me porto como una chiquilla en su primera cita.»
—Lástima. Iba a proponerle que pasáramos la noche recorriendo todos los centros de iniquidad y pecado de El Cairo. Lugares exóticos desconocidos por el turismo.
—¿Lo dice en serio?
Pitt se echó a reír.
—Pues no —dijo. Lo cierto es que me parece preferible que cenemos en el hotel y permanezcamos lejos de las calles. Sus... «amigos» quizá se propongan volver a intentarlo.
Ella recorrió con la mirada el atestado vestíbulo.
—El hotel está lleno. No sé si encontraremos mesa.
—Tengo una reservada —dijo Pitt, tomándola de la mano y conduciéndola al ascensor que subía hasta el lujoso restaurante situado en el ático del hotel.
Como a la mayor parte de las mujeres, a Eva le gustaban los hombres que decidían por ella. También le gustó el ligero contacto de la mano del hombre en la suya mientras subían hasta el restaurante.
El maitre los condujo a una mesa próxima a una ventana desde la que se veía un espectacular paisaje de El Cairo y el Nilo. Un universo de luces brillaba entre la neblina de la noche. Los puentes sobre el río estaban atestados de coches que hacían sonar sus bocinas, y desembocaban en las calles mezclándose con carros de reparto y carruajes para turistas.
—A no ser que prefiera usted un cóctel —dijo Pitt—, propongo que tomemos vino.
Ella asintió y le dirigió una amplia sonrisa.
—Por mí, estupendo. ¿Qué tal si elige también la comida?
—Me encantan las mujeres con espíritu aventurero —sonrió él. Tras estudiar brevemente la carta de vinos, indicó al maitre—: Una botella de Grenadis Village.
—Excelente, señor —dijo el hombre—. Es uno de nuestros mejores blancos secos.
Pitt procedió a pedir los entrantes: berenjenas en salsa aderezada con semillas de sésamo molidas, un preparado de yogur llamado leban zahatli y una bandeja de verduras en adobo acompañadas por pan de pita.
Una vez les hubieron servido el vino, Pitt alzó su copa.
—Por el éxito y la seguridad de su expedición —brindó—. Ojalá encuentre las respuestas que busca.
—Por el éxito de su estudio en el río —replicó ella, mientras sus copas entrechocaban. Luego, con un brillo de curiosidad en los ojos preguntó—: ¿Qué buscan ustedes exactamente...?
—Viejos barcos hundidos. Uno en particular, una barcaza funeraria.
—Parece fascinante. ¿De alguien que yo conozca?
—Un faraón del Imperio Antiguo llamado Menkaura, o Micerino, si prefiere el nombre griego. Reinó durante la IV Dinastía e hizo construir la menor de las tres pirámides de Gizeh.
—¿No lo enterraron en su pirámide?
—En 1830, un coronel inglés encontró un cuerpo en un sarcófago del interior de la cámara funeraria, pero el análisis de los restos demostró que procedían del período griego o romano.
Llegaron los entrantes que ambos miraron con satisfacción. Mojaron las rodajas de berenjena frita en la salsa de sésamo y comieron con fruición las verduras en adobo. Luego Pitt encargó al camarero el segundo plato.
—¿Por qué suponen que Menkaura yace en el río? —preguntó Eva.
—Hace poco, en una cantera próxima a El Cairo, se descubrió una piedra con inscripciones jeroglíficas que indican que su barca funeraria se incendió y hundió en el río entre Menfis, la vieja capital, y Gizeh. Según lo escrito en la piedra, ni el sarcófago, ni la momia, ni una enorme cantidad de oro que iba con ambos se recuperaron.
Llegó el yogur, denso y cremoso. Eva lo contempló, vacilante.
—Pruébelo —la animó Pitt—. El leban zahadi no sólo la hará olvidar el gusto del yogur americano, sino que, además le ayudara a digerir.
No muy convencida, Eva probó un poco con la punta de su cuchara. Impresionada, siguió degustándolo con buen apetito.
—¿Y qué pasa si encuentran la barca? ¿Se quedarán con el oro?
—Nada de eso. En cuanto nuestros instrumentos de detección dan con un lugar prometedor, marcamos el sitio y entregamos un informe a los arqueólogos del gobierno egipcio que, apenas obtienen los fondos necesarios, comienzan a excavar o, en este caso a dragar.
—¿No están los restos en el fondo del río?
Pitt movió negativamente la cabeza.
—Los restos estarán cubiertos por el cieno de cuarenta cinco siglos.
—¿A qué profundidad cree que se encuentran?
—No se puede saber con precisión. Los registros históricos y geológicos egipcios indican que el cauce principal de la sección del río que estamos investigando se ha desplazado unos cien metros desde el año 2400 antes de Cristo. Si está en tierra firme, cerca de la orilla, podría encontrarse sepultado entre tres y diez metros de arena y barro.
—Me alegro de haberle hecho caso: el yogur está exquisito.
Apareció el camarero con una bandeja plateada y platos ovales en los que sirvió unas brochetas de cordero y cangrejo, preparadas al carbón y acompañadas de un picadillo de carne, arroz, pasas y almendras. Tras consultar con él, no ya atento, sino incluso paternal camarero, Pitt pidió unas cuantas salsas picantes para acompañar.
—¿Y cuál es ese extraño mal que va a investigar en el desierto? preguntó Pitt, mientras les servían los humeantes manjares.
—Los informes que nos llegan de Malí y Nigeria son demasiado vagos para poder decirlo. Han corrido rumores que mencionan los síntomas clásicos del envenenamiento tóxico: defectos de nacimiento, convulsiones o espasmos, coma y muerte. Y también desórdenes sicológicos y comportamientos aberrantes. El cordero está exquisito.
—Pruebe las salsas.
—¿De qué es ésta verde?
—No lo sé muy bien. Es entre dulce y picante. Moje en ella el cangrejo.
—Deliciosa dijo Eva. Todo sabe maravillosamente. Menos esa de color verde espinaca. Tiene un gusto fortísimo.
—Se llama mnoulukevelz. Hay que acostumbrarse a ella. Pero, volviendo a las intoxicaciones... ¿a qué comportamientos aberrantes se refiere?
—Los enfermos se arrancan los cabellos, se dan de cabezazos contra las paredes, ponen las manos sobre el fuego. Corren desnudos y a gatas, como animales, y se comen a sus muertos, como si, de pronto, se hubieran vuelto caníbales. El arroz está delicioso. ¿Cómo se llama?
—Jalta.
—Me gustaría que el chef me diera la receta.
—Creo que eso se podrá arreglar. ¿La he oído bien? ¿Dice que se comen a sus muertos?
—En gran medida, las reacciones dependen de la cultura local replicó Eva, dando cuenta del falta. Por ejemplo: la gente del tercer mundo está más acostumbrada a ver animales muertos que los europeos o los norteamericanos. Nosotros, de cuando en cuando, vemos alguno atropellado en la carretera; pero ellos ven animales desollados colgando en los mercados, o presencian cómo sus padres sacrifican las cabras u ovejas de la tribu. Desde pequeños se les enseña a atrapar y matar conejos, ardillas, o pájaros, y luego a desollarlos para comérselos. Para quienes viven en la pobreza, la visión de la sangre y las vísceras es algo cotidiano. Si quieren sobrevivir, deben matar, Ocurre que si, a lo largo de un extenso período de tiempo, se ingieren pequeñas dosis de toxinas letales que van acumulándose en la sangre, el metabolismo se deteriora. No sólo el cerebro, el corazón el hígado y los intestinos sino también el código genético. Se produce la desintegración de la moral y las pautas de conducta y los individuos dejan de comportarse como seres normales. De pronto, matar a un pariente y comérselo se convierte para ellos en algo tan normal como retorcerle el cuello a una gallina y prepararla para la cena. Esta salsa picante me encanta.
—Es excelente,
—Sobre todo con el jalta. Por otro lado, nosotros, los civilizados occidentales, compramos en los supermercados carne limpiamente cortada y envuelta en plástico. No vemos cómo se sacrifica a las reses con martillos eléctricos, ni cómo degüellan a los cerdos. Nos perdemos lo más divertido. Así que nos limitamos a expresar verbalmente nuestros miedos, ansiedades y penas. No faltan quienes, en un ataque de locura, reaccionan matando a unos cuantos vecinos, pero no se les ocurre comérselos
—¿Qué clase de toxina exótica puede causar esos problemas?
Eva vació su copa y esperó a que el camarero le sirviese más vino.
—No tiene por qué ser exótica. El simple envenenamiento por plomo puede producir extrañas conductas, y también hace que los vasos capilares se rompan y tiñe de rojo el blanco de los ojos
—¿Le queda sitio para un postre? preguntó Pitt.
—Todo está tan bueno, que haré un sitio.
—¿Café o té?
—Café americano.
Pitt hizo una seña al camarero, que se acercó inmediatamente.
Un Ura Ali para la señora, un café americano y uno egipcio.
—¿Qué es un Um Alr? preguntó Eva.
—Pudín caliente de pan con leche, cubierto de piñones. Ayuda a bajar la comida.
—Suena bien.
Pitt se echó para atrás en su silla y miró a la mujer con expresión preocupada.
—Ha dicho que su vuelo sale mañana a primera hora. ¿Insiste en ir a Malí?
—¿Y usted insiste en actuar como mi protector?
—Viajar por el desierto puede resultar letal. El calor no será su único enemigo. Allí hay alguien decidido a acabar con usted y su grupo de buenos samaritanos.
—Y mi caballero de reluciente armadura no estará allí para salvarme —replicó ella, con una nota de sarcasmo—. No conseguirá asustarme. Me sé cuidar.
Pitt la miró, y Eva advirtió en sus ojos un brillo de preocupación.
—No sería usted la primera mujer que pronunció las mismas palabras y acabó en el depósito de cadáveres.
En un salón del mismo hotel, el doctor Frank Hopper estaba finalizando una rueda de Prensa bastante concurrida. Un pequeño ejército de corresponsales de periódicos de todo Oriente Medio y los enviados especiales de cuatro agencias de Prensa internacionales, lo asediaban a preguntas bajo la luz de los focos de la televisión egipcia.
—¿Hasta qué punto está extendida la contaminación, doctor Hopper? —preguntó una periodista de la agencia Reuter.
—No lo sabremos hasta que nuestro equipo se encuentre sobre el terreno y podamos estudiar el brote.
Un hombre que sostenía un magnetófono alzó la mano. —¿Cuál es la causa del fenómeno? —preguntó.
Hopper meneó la cabeza.
—Hasta ahora la ignoramos por completo.
—¿Es posible que esté causado por la planta solar de incineración de residuos tóxicos que han montado los franceses en Malí?
Hopper se acercó a un mapa del Sáhara Septentrional que colgaba de una pared y señaló una desolada zona desértica al norte de Malí con el puntero.
La planta francesa se encuentra aquí, en Fort Foureau, a más de doscientos kilómetros de la zona en que se han producido los brotes de contaminación. Demasiado lejos para que sea la causa directa.
Un periodista alemán del Der Spiegel preguntó: ¿No será que los vientos han arrastrado la contaminación? Hopper negó con la cabeza.
—Imposible.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—A lo largo de todo el desarrollo del proyecto, los ingenieros de la Massarde Enterprises de Solaire Energie, que es la propietaria de la instalación, han consultado con mis colegas de la Organización Mundial de la Salud. Puedo asegurarle que todos los residuos nocivos se destruyen mediante energía solar, convirtiéndose en un vapor inofensivo. El control del proceso es permanente. No existen emisiones tóxicas que el viento pueda llevar a cientos de kilómetros.
Un reportero de la televisión egipcia adelantó su micrófono. —¿Cuentan con la colaboración de los gobiernos de los países que van a visitar?
—Casi todos nos han llamado para decirnos que nos recibirán con los brazos abiertos.
—Antes ha comentado usted que el presidente Tahir de Malí no veía con buenos ojos la presencia en el país de su equipo de investigadores.
—Cierto; pero confío en que, una vez estemos allí y demostremos que nuestras intenciones son humanitarias, cambiará de actitud.
—O sea que no considera que está poniendo vidas en peligro al entrometerse en los asuntos del general Tahir.
En la voz de Hopper se hizo perceptible una nota de irritación.
—El auténtico peligro está en las retorcidas mentes de sus asesores. Pretenden que, si no la reconocen oficialmente, la enfermedad desaparecerá.
—¿Considera que su equipo estará seguro viajando por Malí? —preguntó la corresponsal de Reuter.
Hopper sonrió astutamente. Las preguntas tomaban el camino que él esperaba.
—En caso de ocurrir una tragedia, cuento con que ustedes, damas y caballeros de la Prensa, investiguen y hagan que la ira del mundo recaiga sobre los culpables.
Tras la cena, Pitt acompañó a Eva hasta la puerta de su habitación. La mujer tuvo dificultad para meter la llave en la cerradura. Estaba nerviosa, insegura. Se dijo que, sin duda, tenía so bradas excusas para invitarlo a pasar. Estaba en deuda con él, y además lo deseaba. Pero a Eva, que cumplía con las reglas de la vieja escuela, le resultaba difícil irse a la cama con cada hombre que manifestaba algún interés por ella, aun cuando se tratase de alguien que le había salvado la vida.
Pitt notó el ligero sonrojo de su compañera y la miró a los ojos, tan azules como el cielo de los mares del sur. Tomándola por los hombros, la atrajo hacia sí. Eva se puso algo tensa, pero no ofreció resistencia.
—Retrasa tu marcha —le pidió el hombre.
Ella apartó el rostro.
—No puedo.
—Quizá no volvamos a vernos.
—Me debo a mi trabajo.
—¿Y cuando estés libre?
—Volveré a casa, en Pacific Grove, California.
—Bonito lugar. Más de una vez he participado con un coche antiguo en el «Concours d'Elegance» de Peeble Beach.
—En verano, es un sitio encantador —dijo Eva, con voz súbitamente trémula.
El sonrió.
—Entonces, nos veremos en la Bahía de Monterrey.
Parecía como si hubiesen hecho amistad en un viaje transoceánico, un breve interludio que plantaba la semilla de su mutua atracción. El la besó suavemente, y luego se echó hacia atrás.
—Cuídate. No quiero perderte.
Luego giró sobre sus talones y fue hacia los ascensores.
7
Durante cien siglos, los pobladores y la vegetación de Egipto han luchado por mantener su precioso asentamiento entre las azules aguas del Nilo y las amarillentas arenas del Sáhara. Con un curso de 6.500 kilómetros desde su nacimiento en Africa Central hasta su desembocadura en el Mediterráneo, el Nilo es el único de los grandes ríos que fluye hacia el norte. Viejo, omnipresente y siempre vivo, el Nilo es algo tan ajeno al árido desierto norteafricano como lo sería a la atmósfera húmeda y sofocante de Venus.
La estación cálida había llegado al río, y el calor procedente del desierto flotaba sobre las aguas como una opresiva manta. El sol del amanecer asomó con ardorosa furia por el horizonte, levantando un ligero viento que parecía salido de la boca de un horno.
La serenidad propia del pasado y la tecnología del presente coincidieron en el río cuando un falucho de vela latina tripulado por cuatro muchachos se cruzó con una esbelta lancha de investigación provista con el más moderno equipo electrónico. Indiferente al calor, los jóvenes rieron y saludaron a la embarcación color turquesa que iba río abajo, en rumbo contrario.
Pitt alzó la vista de la pantalla de alta resolución del sistema de prospección del fondo y devolvió el saludo a través de una amplia portilla. El calor sofocante de fuera no lo molestaba en absoluto. El barco de investigación poseía un excelente sistema de aire acondicionado, y él estaba cómodamente sentado frente a la consola de instrumentos electrónicos, bebiendo un vaso de té helado. Miró unos momentos el falucho, casi envidiando a los jóvenes que lo tripulaban y, al volver la vista al monitor, observó que el escáner detectaba algo sumido en fangoso fondo del río. Al principio no era más que una mancha informe, pero al ser electrónicamente contrastada, la imagen se fue materializando en la silueta de un viejo barco.
—Otro avistamiento —anunció Pitt—. Márcalo con el número noventa y cuatro.
Al Giordino tecleó un código en su consola. Instantáneamente, en la unidad de representación visual apareció la configuración del río y sus orillas. Otro código, y el sistema láser de localización vía satélite marcó con toda precisión el lugar exacto en que se encontraba la imagen con respecto a los diversos puntos del paisaje.
—Número noventa y cuatro situado y anotado —dijo Giordino.
Bajo, moreno y compacto como un bloque de hormigón, Albert Giordino era un hombre de ojos castaños y poblada cabellera negra. Pitt solía pensar que a su compañero sólo le faltaban una florida barba y un saco lleno de juguetes para parecer la versión juvenil de un Papá Noel etrusco.
Era tremendamente rápido, cosa rara en un hombre tan fornido, y podía luchar como un tigre. Sin embargo, pasaba por un auténtico calvario cada vez que debía conversar con una mujer. Pitt y él habían sido compañeros de escuela secundaria, jugaron juntos al fútbol americano en la Academia de Aviación, y participaron en la fase final de la guerra de Vietnam. En determinado punto de sus carreras, a solicitud del almirante James Sandecker, director ejecutivo de la Agencia Nacional Subacuática y Marítima, fueron transferidos a NUMA. De esto hacía ya nueve años, transitoriamente.
Ninguno de los dos podía recordar cuántas veces había salvado la vida del otro, o le había evitado las nocivas consecuencias de alguna tropelía. Sus aventuras sobre y bajo el mar eran legendarias, y les habían reportado una notoriedad que a ninguno de los dos gustaba.
Pitt se echó hacia delante y enfocó una pantalla isométrica digital. El ordenador rotó la imagen tridimensional, mostrando con asombroso detalle el barco hundido. Imagen y dimensiones fueron anotadas y transmitidas a un ordenador central que las comparó con los datos conocidos de antiguos barcos del Nilo. En unos segundos, el ordenador analizó el perfil y dio su respuesta. Al pie de la pantalla aparecieron los datos de construcción del navío.
—Parece que tenemos un barco de carga de la VI Dinastía —leyó Pitt—. Construido entre el 2000 y el 2200 antes de Cristo.
—¿En qué condiciones está? —preguntó Giordino.
—Bastante buenas —replicó Pitt—. Como al resto de los que hemos encontrado, el cieno del fondo lo preserva bien. El casco y el timón están intactos, y distingo el mástil caído sobre cubierta. ¿Cuál es la profundidad?
Giordino estudió su pantalla de datos.
—A dos metros de agua y ocho de limo.
—¿Metales?
—Ninguno que el monitor detecte.
—No es de extrañar, puesto que los egipcios no conocieron el hierro hasta el siglo xii antes de Cristo. ¿Qué dice el escáner no ferroso?
—Casi nada. Algunos accesorios de bronce. Probablemente, es una simple carcasa abandonada.
Pitt estudió la silueta del barco hundido en el río hacía cuarenta siglos.
—Es fascinante: el diseño de sus barcos fue prácticamente el mismo durante tres mil años.
—Ocurre lo mismo con su arte.
Pitt lo miró.
—¿Arte?
—¿No te has fijado que su estilo artístico permaneció sin cambios desde la primera hasta la XIII Dinastía? ——pontificó Giordino—. Hasta las posiciones corporales permanecieron estáticas. Qué demonios: en todo ese tiempo ni siquiera se les ocurrió cómo pintar el ojo humano desde un costado, partiéndolo simplemente por la mitad. Los egipcios fueron los grandes maestros de la tradición.
—¿Dónde te hiciste experto en egiptología?
Giordino, muy en su papel, se encogió de hombros.
—Bueno, uno lee cosas aquí y allá.
Pitt no se dejó engañar. Giordino era un lince para los detalles. Casi nada se le escapaba, como lo demostraba su comentario sobre el arte egipcio, algo que se les pasaba por alto al noventa y nueve por ciento de los turistas y que nunca mencionaban los guías.
Giordino terminó una cerveza e hizo rodar la fría botella sobre su frente. Señaló con el dedo la pantalla del monitor, en la que la imagen del barco hundido comenzaba a desvanecerse.
—Es increíble que, en sólo tres kilómetros y pico de río, hayamos encontrado noventa y tres barcos hundidos, algunos en tres niveles de profundidad.
—No lo es tanto si consideras la cantidad de miles de años que lleva el Nilo siendo una vía de navegación —dijo Pitt, en tono doctoral—. Cualquier nave de la civilización que fuera tenía suerte si duraba veinte años antes de perderse en una tormenta, un incendio o una colisión. Y, normalmente, las que sobrevivían terminaban pudriéndose por negligencia. Entre el delta y Jartum, el Nilo tiene más buques hundidos por kilómetro cuadrado que ningún otro lugar del mundo. Afortunada—mente para los arqueólogos, fueron cubiertos por limo, y éste los preservó. Y muy bien pueden pasar otros mil años antes de que los refloten.
—No hay rastros de carga —dijo Giordino, mirando el monitor por encima del hombro de Pitt—. Como dices, lo más probable es que, una vez rebasado su período de utilidad, sus dueños dejaron que se deteriorara hasta hundirse.
El piloto de la lancha de investigación, Gary Marx, miraba con un ojo la pantalla del sonar y con el otro el río ante sí. Alto y de cristalinos ojos azules, el hombre iba vestido únicamente con shorts, sandalias, y un sombrero de paja. Volviendo a medias la cabeza, dijo:
—Aquí se termina el trayecto río abajo, Dirk.
—Bien —replicó Pitt—. Da media vuelta y sube lo más cerca que puedas de la orilla.
—Ya vamos prácticamente raspando el fondo —dijo Marx, con lógica preocupación—. Si nos arrimamos más, tendremos que sacar la lancha con un tractor.
—No exageres —dijo Pitt—. Simplemente, da la vuelta, acércate a la orilla y procura que el sensor no se enganche en el fondo.
Marx hizo que el barco describiese un giro en U, y lo llevó a no más de cinco o seis metros de la orilla. Casi inmediatamente, los sensores captaron la presencia de otro barco hundido. El ordenador lo identificó como el navío personal de un aristócrata del Imperio Medio, entre el 2040 y el 1786 antes de Cristo.
El casco era más estilizado que el de los navíos de carga, y una cabina ocupaba su puente de popa. En torno a cubierta se veían los restos de una baranda. La parte alta de los postes de apoyo parecía tener grabada la cabeza de un león. Un gran boquete en la parte de babor sugería que se habría hundido tras chocar con otra nave.
Descubrieron otros ocho viejos barcos hundidos bajo el limo antes de que los sensores hicieran el gran hallazgo.
Pitt escrutó la imagen con enorme fijeza, mucho más grande que en las anteriores ocasiones, que se iban formando en su monitor.
—¡Una barcaza real! —exclamó.
—Marcando posición —dijo Giordino—. ¿Lleva un cartel que pone faraón?
—Imagen más bella, no la veremos en nuestras vidas. Echa un vistazo.
El casco era largo, ligeramente achatado por los extremos. El remate de la popa tenía la forma de una cabeza de halcón, representando al dios egipcio Horus, pero faltaba la parte anterior de la proa. El sistema de alta resolución del ordenador reveló que en los costados del casco había más de un millar de jeroglíficos. Se veía también una cabina real ricamente tallada. Del casco aún asomaban restos de remos. El timón, sujeto a un costado de la popa, era enorme, como una monumental pala de canoa. Sin embargo, lo más notable era la gran forma rectangular que reposaba a mitad de la nave, en una plataforma de cubierta que también tenía bajorrelieves.
Ambos hombres contuvieron el aliento mientras el ordenador iba recibiendo los datos con los que luego formó en pantalla el perfil de la nave.
—¡Un sarcófago de piedra! —farfulló Giordino, insólitamente agitado—. Tenemos un sarcófago... —Fue apresuradamente a su consola y miró los indicadores—. El escáner no ferroso muestra grandes cantidades de metal en el área de la cabina y el sarcófago.
—El oro del faraón Menkaura —murmuró Pitt, con aliento entrecortado.
—¿Qué fecha tenemos?
—El 2600 antes de Cristo. La época y la configuración encajan —dijo Pitt, sonriendo ampliamente—. Y el análisis del ordenador muestra madera quemada en la parte de proa, lo cual indica que el barco se incendió.
—O sea: acabamos de descubrir la desaparecida barcaza funeraria de Menkaura.
—No seré yo quien te lo discuta —replicó Pitt, con expresión de absoluta euforia.
Marx echó el ancla directamente sobre el lugar en que reposaba el barco hundido. Luego, durante las seis horas siguientes, Pitt y Giordino sometieron la barcaza funeral a todo tipo de pruebas y sondas electrónicas, haciendo exhaustivo acopio de datos sobre su ubicación y estado para pasar luego el informe a las autoridades egipcias.
—Dios, cómo me gustaría que pudiéramos meter una cámara en la cabina del sarcófago. —Giordino destapó otra cerveza que, en su agitación, se olvidó de beber.
—Los ataúdes internos del sarcófago deben de estar intactos —dijo Pitt—; pero la humedad probablemente habrá deshecho los restos de la momia. En cuanto a los artefactos... ¿quién sabe? Posiblemente serán equiparables al tesoro de Tutankamon.
—Menkaura era un pez más gordo que Tut. Debió de llevarse al otro barrio un tesoro mucho mayor.
—Nunca llegaremos a saberlo —dijo Pitt, desperezándose—. Estaremos muertos y enterrados antes de que los egipcios encuentren fondos suficientes para sacar la barcaza del fondo del río y exhibirla en el museo de El Cairo.
—Tenemos visita —les advirtió Marx—. Se aproxima una patrullera egipcia río abajo.
—Aquí las noticias vuelan —dijo Giordino incrédulo—. ¿Quién les habrá dado el soplo?
—Será una patrulla de rutina —dijo Pitt—. Pasarán de largo.
—Vienen derechos hacia nosotros —advirtió Marx.
—Vaya con las patrullas de rutina —rezongó Giordino. Pitt se puso en pie y sacó una carpeta de un cajón.
—Sólo vienen a fisgar lo que hacemos. Los recibiré en cubierta con nuestros permisos del departamento de antigüedades.
Cruzó la puerta de la cabina y salió al achicharrante exterior. El ruido de los motores diesel gemelos del barco que se aproximaba cambió, debilitándose cuando la gris patrullera estaba a menos de un metro de distancia.
Pitt se sujetó a la barandilla, pues la estela de la patrullera había mecido levemente la lancha de investigación. Observó cómo dos hombres que vestían el uniforme de la marina egipcia se asomaban por la borda y, con unos largos garfios, detenían su embarcación junto a la de los norteamericanos. Pitt distinguió al capitán dentro de la cabina del timón, y se sintió ligeramente sorprendido, pues el hombre se limitó a alzar la mano en amistoso saludo, sin hacer ningún intento de abordarles. La sorpresa se convirtió en asombro cuando un membrudo hombrecillo saltó de una cubierta a otra y cayó ágilmente frente a él.
Pitt lo miró con incredulidad.
—¡Rudi! ¿De dónde demonios sales?
Rudi Gunn, subdirector de la NUMA, sonrió ampliamente y estrechó la mano de Pitt.
—De Washington. Aterricé en el aeropuerto de El Cairo hace menos de una hora.
—¿Que te trae al Nilo?
—El almirante Sandecker me envía a sacaros a ti y a Al de vuestro proyecto. Un avión de la NUMA nos llevará hasta Port Harcourt, donde el almirante nos espera.
—¿Dónde está Port Harcourt? —quiso saber Pitt.
—Es un puerto del río Níger, en Nigeria.
—¿Y a qué viene tanta prisa? Podriais habérnoslo comunicado vía satélite. ¿Por qué te has tomado la molestia de venir personalmente a decírnoslo?
Gunn hizo un gesto de ignorancia.
—No lo sé. El almirante no me hizo partícipe de los motivos del secreto ni de la urgencia.
Si Rudi Gunn no sabía lo que Sandecker se guardaba en la manga, nadie lo sabía. Era un hombre enjuto, de hombros y caderas estrechos, de lo más competente y un verdadero maestro en logística. Gunn se licenció en Annapolis y fue capitán de fragata en la Marina. Ingresó en la NUMA al mismo tiempo que Pitt y Giordino. Gunn miraba el mundo por los gruesos cristales de sus gafas de concha y hablaba a través de su sempiterna e irónica sonrisa. Giordino siempre pensaba en él como un inspector de Hacienda a punto de desvalijar a un contribuyente.
—Llegas justo a tiempo —dijo Pitt—. Pero protejámonos del calor. Pasa, tengo algo que enseñarte.
Giordino estaba de espaldas a la puerta cuando entraron Pitt y Gunn.
—¿Qué querían ésos? —preguntó, sin volverse.
—Que te cayeras muerto —replicó Gunn, riendo. Giordino se volvió y al reconocer al hombre se llevó una gran sorpresa.
—¡Vaya por Dios! —Se puso en pie y estrechó la mano que Gunn le tendía—. ¿Qué te trae por aquí?
—Vengo a tranferiros a otro proyecto.
—Justo a tiempo.
—Exactamente lo que yo dije —sonrió Pitt.
—¿Qué tal, Mr. Gunn? —saludó Gary Marx, entrando en el cuarto de controles—. Me alegra tenerlo a bordo.
—Hola, Gary.
—¿A mí también se me transfiere?
Gunn negó con la cabeza.
—No: usted se queda aquí. Mañana llegarán Dick White y Stan Shaw para relevar a Dirk y Al.
—Perderán el tiempo —dijo Marx—. Ya hemos terminado. Gunn miró inquisitivamente a Pitt durante un momento, y luego la comprensión asomó a sus ojos.
—¿Habéis encontrado la barcaza funeraria?
—Tuvimos un golpe de suerte —dijo Pitt—. Y sólo al segundo día de trabajo.
—¿Dónde está?
—Bajo tus pies, por así decirlo. Se encuentra nueve metros por debajo de nuestra quilla.
Pitt le mostró el modelo isométrico digital que aparecía en la pantalla del ordenador, y que mostraba en todos sus detalles la embarcación milenaria.
—Es increíble —murrnuró Gunn, pasmado.
—También hemos descubierto y marcado más de un centenar de barcos hundidos que datan de un período entre el 2800 y el 1000 antes de Cristo —anunció Giordino.
—Felicidades para los tres —dijo Gunn cordial—. Lo que habéis conseguido es fantástico. Pasará a los libros de historia. El gobierno egipcio os cubrirá de medallas.
—¿Y de qué nos cubrirá el almirante? —preguntó lacónicamente Giordino.
Gunn apartó la vista del monitor y los miró, con expresión súbitamente seria.
—Sospecho que os va a encargar un trabajito bastante nauseabundo.
—¿No dio ninguna pista? —insistió Pitt.
—Nada que tuviera sentido. —Gunn miró al techo, intentando recordar—. Cuando le pregunté el porqué de las prisas, citó un verso cuyas palabras exactas no recuerdo. Algo referente a la sombra de un barco y unas aguas encantadas que se volvían rojas.
Pitt recitó:
Pero allá donde la sombra del barco reposaba, las encantadas aguas bullían, tiñéndose de un espantoso color rojo.
—Es un fragmento de «La balada del viejo marinero», de Samuel Taylor Coleridge —explicó al terminar.
Gunn miró a Pitt con renovado respeto.
—Ignoraba que fueras un experto en poesía.
Pitt se echó a reír.
—Conozco algunos versos, eso es todo.
—Me pregunto qué planes tendrá Sandecker en su retorcidamente —dijo Giordino—. No es propio del viejo buitre andarse con secretos.
—No —dijo Pitt, con inquietud—. En absoluto.
8
Durante dos horas y media, el helicóptero de la Massarde Enterprises que había despegado de la capital de Malí, Bamako, voló en dirección norte y este sobre la vasta desolación del desierto. Al cabo de ese tiempo, el piloto distinguió en la distancia el brillo del sol sobre unos raíles ferroviarios, redujo altura y comenzó a seguir la vía que, aparentemente, no conducía a ninguna parte.
El ferrocarril, cuyo tendido se había completado hacía sólo un mes, terminaba en la inmensa planta solar de incineración de residuos tóxicos situada en el centro del desierto maliense. La instalación se llamaba Fort Foureau en memoria de un viejo fuerte abandonado de la Legión Extranjera francesa sito en la zona. Desde la planta, el ferrocarril recorría 1600 kilómetros en línea casi recta, cruzando la frontera de Mauritania hasta terminar en el puerto artificial de Cape Tafarit, en el océano Atlántico.
El general Kazim miró por la ventanilla desde el lujoso interior del helicóptero y pudo ver un tren cargado de vacíos contenedores de materias tóxicas arrastrado por dos locomotoras. El tren, tras vaciar su letal cargamento en la planta, volvía a Mauritania.
El hombre sonrió taimadamente, apartó la vista del tren e hizo una seña al auxiliar de vuelo, que volvió a llenar su copa de champán y le ofreció una bandeja de canapés.
Kazirn se dijo que los franceses parecían tener siempre a mano champagne, trufas y paté. El los consideraba una raza estrecha de miras, que había intentado con muy poca convicción levantar un imperio y mantenerlo. Menudo suspiro de alivio debieron de lanzar la mayoría de los franceses cuando se vieron obligados a abandonar sus destacamentos en Africa y Extremo Oriente. En el fondo, le enfurecía que los franceses no hubieran desaparecido de Malí por completo. Pese a que el país africano dejó de ser colonia en 1960, los franceses habían mantenido su influencia y un estrecho control sobre la minería, el transporte y el desarrollo industrial y energético de Malí. Muchos financieros franceses hicieron fuertes inversiones en proyectos malienses; pero quien más hundida tenía la pala de sacar dinero en las arenas del Sáhara era Yves Massarde.
El que tiempos atrás fuera el mago de la agencia económica ultramarina francesa, había aprovechado su puesto para hacerse una fortuna personal, utilizando sus contactos e influencias para comprar y sanear empresas deficitarias de Africa Occidental. Negociador astuto y duro, se rumoreaba que no dudaba en jugar sucio para conseguir sus fines. La fortuna de Massarde se calculaba entre dos y tres mil millones de dólares, y la planta solar de eliminación de residuos tóxicos en el Sáhara era la pieza central de su imperio.
Cuando el helicóptero llegó sobre la extensa planta, el piloto sobrevoló el perímetro para que Kazim pudiera ver bien todo el complejo, con su enorme campo de espejos parabólicos que recogían la energía solar y la enviaban a un punto de concentración en el que se producían temperaturas de hasta cinco mil grados centígrados. Esta energía fotónica era luego dirigida a reactores fotoquímicos que destruían las moléculas de los elementos químicos peligrosos.
Al general, que ya había visto aquello varias veces, le interesaban más los canapés de paté frutado. Acababa de beber su sexta copa de champán Veuve Clicquot Etiqueta Oro cuando el aparato se posó suavemente en el pequeño helipuerto frente al edificio principal de la planta.
Kazim bajó a tierra y saludó a Felix Verenne, el secretario personal de Massarde, que le aguardaba al sol. A Kazim le encantó ver al francés achicharrado.
—Ha sido usted muy amable saliendo a recibirme —dijo en francés; los dientes relucían bajo su bigote.
—¿Ha tenido buen viaje? —preguntó Verenne, atentamente.
—El paté era peor que de costumbre.
Verenne, un cuarentón enjuto y calvo, ocultó con una sonrisa el disgusto que Kazim le producía.
—Me ocuparé de que, en el vuelo de regreso, todo esté a su gusto.
—¿Cómo está Monsieur Massarde?
—Aguardándolo en la sala de juntas.
Verenne abrió el camino hacia el negro edificio solar de tres pisos. Una vez en él, cruzaron un vestíbulo de mármol totalmente desierto salvo por un guardia de seguridad, y montaron en el ascensor, que los condujo hasta un recibidor de paredes forradas de teca que comunicaba con la sala de juntas del despacho de Massarde. Verenne condujo a Kazim a un pequeño estudio lujosamente decorado y señaló un sofá Roche Bobois de cuero.
—Tome asiento, se lo ruego. Monsieur Massarde estará con usted en...
—Ya estoy aquí, Felix —dijo una voz desde una puerta del otro extremo de la sala. Massarde fue hasta Kazim y lo abrazó—. Amigo Zateb: ha sido amabilísimo viniendo.
Yves Massarde tenía ojos azules, cejas negras y cabello rojizo. Su nariz era fina y su mentón cuadrado; el cuerpo era flaco, de caderas escurridas, pero tenía un estómago protuberante. En él, nada parecía a juego. Pero no era su aspecto físico lo que permanecía grabado en la memoria de quienes lo conocían, sino la energía que, como electricidad estática, emanaba de él.
El financiero dirigió una significativa mirada a Verenne, que asintió con una leve inclinación y salió del cuarto, cerrando la puerta detrás de sí.
—Querido Zateb: mis agentes en El Cairo me informan de que su gente fracasó en el intento de asustar a los de la Organización Mundial de la Salud e impedir que vinieran a Malí.
—Un hecho muy lamentable cuyos motivos no están claros —replicó Kazim, con un indiferente encogimiento de hombros.
Massarde dirigió al general una dura mirada.
—Según mis informadores, sus asesinos desaparecieron tras un fallido intento de matar a la doctora Eva Rojas.
—Justo castigo a su impericia e ineficacia.
—¿Los ejecutó usted?
—No tolero fallos —mintió Kazim. El hecho de que sus hombres no hubieran logrado asesinar a Eva, y su extraña desaparición posterior, lo habían frustrado considerablemente. Como represalia, había ordenado la muerte del oficial que planeó el asesinato, acusándolo a él y a los otros de haber traicionado sus órdenes.
Massarde no habría llegado tan alto si no fuese un astuto juez de las personas. Por lo que conocía a Kazim, sospechaba que el hombre pretendía correr un tupido velo sobre el asunto.
—Si tenemos enemigos exteriores, sería un grave error subestimarlos.
—No es nada importante —dijo Kazim, dando el tema por zanjado—. Nuestro secreto está seguro.
—¿Y dice eso cuando un equipo de expertos en contaminación de la ONU aterriza en estos momentos en Gao? No se tome esto a la ligera, Zateb. Si rastrean hasta aquí la fuente de...
—No encontrarán más que sol y arena —lo interrumpió Kazim—. Usted sabe mejor que yo que, sea cual sea el motivo de la extraña enfermedad que asola la zona próxima al Níger, de aquí no procede. No veo la forma como esta planta puede ser responsable de una contaminación que se produce a cientos de kilómetros de aquí.
—Cierto —dijo pensativamente Massarde—. Nuestros sistemas de control demuestran que la incineración de residuos que efectuamos por cubrir las apariencias, cumple las más estrictas normas internacionales de seguridad.
—Entonces, ¿de qué preocuparnos? —Kazim se encogió de hombros.
—De nada, mientras todo se mantenga bajo control.
—Deje que yo me ocupe del equipo de la ONU.
—No haga nada contra sus miembros —se apresuró a advertir Massarde.
—El desierto sabe dar cuenta de los intrusos.
—Mátelos y tanto Malí como la Massarde Enterprises correrán el gravísimo riesgo de que todo se descubra. El jefe de la expedición, el doctor Hopper, convocó en El Cairo una rueda de Prensa en la que llamó la atención sobre la falta de espíritu colaborador que muestra su gobierno. Dejó constancia de su temor a que el equipo encontrara peligros en Malí. Como se le ocurra dispersar sus huesos por el desierto, amigo mío, pronto nos encontraremos con un enjambre de periodistas e investigadores de la ONU husmeando en el proyecto.
—No se mostró usted tan escrupuloso respecto a la eliminación de la doctora Rojas.
—Es cierto, pero iba a ocurrir en nuestro patio trasero y era imposible que se sospechara de nuestra participación en él.
—Ni tampoco se sintió molesto cuando la mitad de sus ingenieros, acompañados por sus esposas, se fueron de excursión a las dunas y se perdieron sin dejar rastro.
—Su desaparición era imprescindible para proteger la segunda fase de nuestra operación.
—Afortunadamente para usted, yo me encargué de solucionar el asunto sin provocar titulares en la Prensa parisiense ni la intervención de agentes gubernamentales franceses.
—Lo hizo usted bien —suspiró Massarde—. Yo no podría prescindir de sus valiosas habilidades. —Como todos sus compatriotas del desierto, Kazim no podía vivir sin escuchar permanentes elogios a su genialidad. Massarde detestaba al general, pero la operación clandestina no podía prescindir de él. Se trataba de un pacto maligno en el que Massarde se llevaba la parte del león. Necesitaba a aquel «excremento de camello», como llamaba a Kazim a sus espaldas. A fin de cuentas el pago de cincuenta mil dólares americanos al mes era una minucia comparado con los dos millones de dólares que Massarde ganaba diariamente con la planta de incineración de residuos tóxicos.
Kazim se acercó al bien surtido bar y se sirvió un coñac.
—Entonces, ¿qué sugiere que hagamos con el doctor Hopper y su equipo?
—El experto en tales asuntos es usted —dijo untuosamente Massarde—Lo dejo de su cuenta.
Kazim enarcó las cejas, indiferente.
—Elemental, amigo mío. Me limitaré a eliminar el problema que han venido a resolver.
Massarde pareció curioso.
—¿Cómo va a conseguirlo?
—Ya he empezado —replicó Kazim—. He enviado a mi brigada personal para que busque, elimine y entierre a todas las víctimas de la contaminación.
—¿Será capaz de matar a su propia gente? —preguntó irónicamente Massarde.
—Al acabar con una plaga que azota mi patria no hago más que cumplir con mi deber patriótico —replicó Kazim, con absoluta indiferencia.
—Utiliza usted métodos un tanto extremos. —Una expresión de preocupación apareció en el rostro del francés—. Se lo advierto, Zateb: no provoque escándalos. Si el mundo llega a descubrir lo que aquí se hace en realidad, un tribunal internacional nos ahorcará a los dos.
—No, si no existen pruebas ni testigos.
—¿Y qué hay de esos enloquecidos monstruos que asesinaron a los turistas en Asselar? ¿También los ha hecho desaparecer?
Kazim le dirigió una dura sonrisa.
—No, se mataron y se devoraron los unos a los otros. Pero hay otras aldeas en las que se da el mismo mal. En caso de que el doctor Hopper y su equipo resulten demasiado molestos, quizá sea posible arreglar que sean testigos presenciales de una matanza parecida.
Massarde no necesitaba más explicaciones. Había leído el informe secreto de Kazim sobre la matanza de Asselar. No le costaba mucho imaginar a unos enloquecidos nómadas tragándose literalmente a los investigadores de la Naciones Unidas, al igual que ha habían hecho con los turistas del safari.
—Un método muy eficaz para eliminar las amenazas —dijo a Kazim—. Además, se ahorran los gastos de entierro.
—En efecto.
—Pero ¿y si alguno sobrevive e intenta regresar a El Cairo? Kazim se encogió de hombros al tiempo que sus finos y pálidos labios se curvaban en una maligna sonrisa.
—Mueran como mueran, sus huesos jamás saldrán del desierto.
9
Diez mil años atrás, por los secos cauces de la república de Malí corrían torrentes de agua, y las áridas llanuras estaban cubiertas de bosques que albergaban cientos de especies vegetales. Las fértiles llanuras y montañas fueron asentamientos humanos mucho antes de que el hombre saliera de la edad de piedra y se convirtiese a la vida de pastoreo. Durante los siete mil años siguientes grandes tribus se dedicaron a la caza de antílopes, elefantes y búfalos al tiempo que trasladaban de una zona de pastos a otra a sus reses de gran cornamenta.
Con el tiempo, el excesivo pastoreo, unido a las menguantes lluvias, produjeron la paulatina desecación del Sáhara, convirtiéndolo en el desnudo desierto actual, que sigue extendiéndose y devorando las más fértiles zonas tropicales del continente africano. Gradualmente, las grandes tribus fueron abandonando la región, dejando atrás una zona desolada y casi totalmente desprovista de agua, en la que sólo han permanecido unas cuantas bandas nómadas.
Tras descubrir la increíble capacidad de resistencia del camello, los romanos conquistaron por primera vez los páramos desérticos, utilizando estos animales para transportar esclavos, oro, marfil, y miles de animales salvajes que terminarían en las ensangrentadas arenas de los circos romanos. Durante ocho siglos, sus caravanas cubrieron el vacío existente entre el Mediterráneo y las orillas del Níger. Y cuando la gloria de Roma se eclipsó, fue el camello el que abrió la frontera sahariana a los invasores bereberes de pálida piel, a quienes siguieron árabes y moros.
Malí constituye el final de una larga serie de poderosos imperios, ya desaparecidos, que dominaron el Africa negra. A principios de la Edad Media, el reino de Ghana extendió grandes rutas de caravanas entre el río Níger, Argelia, y Marruecos. En 1240, Ghana fue destruida por los mandingo del sur, que formaron un imperio aún mayor llamado Malinké, origen del actual nombre de la nación. De nuevo se produjo una época de gran prosperidad, y las ciudades de Gao y Tombuctú llegaron a ser enormemente respetadas como centros de la cultura islámica.
En torno a las fabulosas riquezas que llevaban las caravanas del oro, surgieron múltiples leyendas, y la fama del imperio se extendió por todo Oriente Medio. Pero doscientos años más tarde, el imperio ya había entrado en decadencia, y fue invadido por los tuareg y los fulani, provenientes del norte. Los songhai, que penetraron por el este, se hicieron gradualmente con el control que conservaron hasta que los sultanes de Marruecos enviaron sus ejércitos hasta el Níger y, en 1591, devastaron el imperio. Para cuando, a comienzos del siglo xix, los franceses emprendieron su gran marcha colonial hacia el sur, los antiguos imperios malienses estaban poco menos que olvidados.
A fines de siglo, los franceses convirtieron los territorios de Africa Occidental en lo que fue conocido como el Sudán francés. En 1960, Malí declaró su independencia, redactó una constitución y formó gobierno. El primer presidente de la nación fue derrocado por un grupo de militares conducidos por el teniente Moussa Traore. En 1992, tras varios intentos golpistas que no tuvieron éxito, el presidente (ahora general) Traore fue depuesto por el entonces comandante Zateb Kazim.
Kazim no tardó en darse cuenta de que, como dictador militar, le resultaría imposible obtener ayuda exterior, así que simuló retirarse al tiempo que instalaba al actual presidente Tahir como hombre de paja. Astuto manipulador, Kazim llenó de amigos el parlamento y mantuvo las distancias respecto a la Unión Soviética y Estados Unidos, conservando una estrecha relación con Francia.
Pronto se convirtió en el supervisor de todas las actividades comerciales, tanto nacionales como extranjeras, que tenían lugar en el país, engrosando así sus cuentas bancarias personales en todo el mundo. Emprendió el desarrollo industrial y, pese a instalar estrictos controles aduaneros, obtuvo jugosos beneficios marginales por medio del contrabando. Los sobornos que algunos industriales franceses, como Yves Massarde le pagaban por su colaboración, lo convirtieron pronto en multimillonario. A la luz de la absoluta corrupción de Kazim y de la codicia de sus subalternos, no es de extrañar que Malí llegara a ser uno de los países más pobres del mundo.
El Boeing 737 de la ONU viró tan cerca de tierra, que Eva pensó que el borde del ala rozaría los tejados de las casas de adobe y madera. Luego el piloto enderezó el aparato y se dispuso a aterrizar en el primitivo aeropuerto de la legendaria ciudad de Tombuctú, donde tomó tierra sin problemas. Mirando a través de su ventanilla, a Eva le resultaba difícil creer que la mísera ciudad hubiera sido tiempo atrás el centro de las caravanas de los imperios ghanés, malinke y songhai, llegando a tener más de cien mil habitantes. Fundada por nómadas tuareg como campamento provisional en el 1100, se convirtió en uno de los mayores centros mercantiles de Africa Occidental.
A Eva le parecía imposible percibir tan glorioso pasado.
Del antiguo esplendor sólo quedaban tres vetustas mezquitas, y la ciudad aparentaba estar muerta y abandonada. Sus angostas y sinuosas callejas parecían no conducir a sitio alguno.
Hopper no perdió el tiempo. Antes de que el zumbido de los reactores se extinguiese, él ya había saltado a tierra. Un oficial, con el breve tocado color añil de la guardia personal de Kazim, se adelantó a recibirlo, y saludó al investigador de la ONU en inglés, aunque con marcado acento francés.
—El doctor Hopper, supongo.
—Y usted debe de ser Mr. Stanley —replicó Hopper, con su cortante humor habitual.
No hubo sonrisa de respuesta. El oficial maliense dirigió a Hopper una mirada nada amistosa y llena de evidente recelo.
Soy el capitán Mohammed Batutta. Tenga la bondad de acompañarme a la terminal del aeropuerto.
Hopper miró hacia la terminal, que era poco más que una cabaña metálica con ventanas.
—Muy bien, si no hay un sitio mejor —replicó secamente, sin la menor deferencia en la voz.
Fueron directamente a la terminal y entraron en una pequeña oficina en la que hacía un calor de horno y que sólo estaba amueblada por un maltrecho escritorio y dos sillas de madera. Tras el escritorio se sentaba un oficial de mayor graduación que Batutta y que no parecía nada satisfecho. El militar estudió a Hopper por un momento con apenas disimulado desdén.
—Soy el coronel Nouhoum Mansa. ¿Me permite su pasaporte?
Hopper, que iba preparado, le tendió los seis pasaportes que había recogido de entre los miembros de su equipo. Mansa los hojeó desinteresadamente, fijándose sólo en las nacionalidades. Al fin preguntó:
—¿Cuál es el motivo de su visita a Malí?
A Hopper, que había viajado por todo el mundo, no le hacían gracia los formalismos ridículos.
—Creo que usted ya conoce el motivo de nuestra visita.
—Responda a la pregunta.
—Somos miembros de la Organización Mundial de la Salud, entidad dependiente de la ONU, y venimos con la misión de estudiar una epidemia tóxica que, según nuestros informes, se ha declarado en su país.
—En mi país no existe tal epidemia —replicó el coronel, con voz firme.
—Entonces, no creo que le importe que hagamos análisis del aire y del agua en unas cuantas poblaciones ribereñas del Níger escogidas al azar.
En nuestro país no nos gusta que vengan extranjeros buscando fallos y defectos.
Hopper no se arredraba ante estúpidos desplantes de autoridad.
—Hemos venido a salvar vidas. Creí que el general Kazim lo comprendía.
Mansa se desconcertó. El hecho de que Hopper mencionase a Kazim en vez de al presidente Tahir lo cogió desprevenido.
—¿Acaso el general Kazim ha autorizado su visita?
—¿Por qué no le telefonea y se lo pregunta?
Era un farol; pero Hopper no tenía nada que perder.
El coronel Mansa se puso en pie y fue a la puerta.
—Espere aquí —ordenó bruscamente.
Hopper pidió:
—Le ruego diga al general que sus países vecinos han invitado a los científicos de las Naciones Unidas para que los ayuden a localizar la fuente de la contaminación, y que si él se niega a permitir nuestra entrada en Malí, será blanco del desdén de las naciones civilizadas del mundo, ante las que perderá todo prestigio.
Sin responder, Mansa abandonó la sofocante oficina.
Mientras aguardaba, Hopper dirigió al capitán Batutta la más intimidatoria de sus miradas. Batutta la mantuvo durante unos momentos, pero al fin la desvió y comenzó a pasear por la estancia.
A los cinco minutos, Mansa regresó se sentó a su escritorio. Sin decir palabra, selló todos los pasaportes y luego los devolvió a Hopper.
—Tienen permiso para entrar en Malí y llevar a cabo su investigación. Pero tenga la bondad de recordar, doctor, que usted y su gente son meros huéspedes. Nada más. Si hacen comentarios hostiles, o toman parte en alguna acción que vaya en perjuicio de la seguridad nacional, serán expulsados.
—Es usted muy gentil, coronel. Transmita mi agradecimiento al general Kazim por su amable permiso.
—El capitán Batutta y diez de sus hombres los acompañarán para darles protección.
—Me honra disponer de una guardia personal.
—Deberá informarme directamente de cuanto descubra. A este respecto, espero su plena cooperación.
—¿Cómo voy a informarle cuando me encuentre en el interior del país?
—La unidad del capitán llevará el equipo de comunicaciones necesario.
—Supongo que nos llevaremos bien ——dijo altivamente Hopper a Batutta y luego se volvió de nuevo hacia Mansa—. Mi gente y yo necesitaremos un vehículo para el personal, preferiblemente con tracción en las cuatro ruedas y dos camiones para transportar nuestro equipo de laboratorio.
El rostro del coronel Mansa enrojeció.
—Haré que les faciliten vehículos militares.
Hopper se daba perfecta cuenta de que para el coronel era importante salvar la cara y decir la última palabra.
—Gracias, coronel Mansa. Es usted un hombre generoso y honorable. El general Kazim debe de sentirse muy orgulloso por tener a sus órdenes un auténtico guerrero del desierto.
Mansa se retrepó en su silla, con un brillo de triunfo y satisfacción en los ojos.
—Sí: el general ha expresado con frecuencia su gratitud por mis servicios y lealtad.
Concluida la entrevista, Hopper volvió al avión para dirigir la descarga. Mansa lo observó desde la ventana de su oficina, con una leve sonrisa en los labios.
—¿Debo restringir sus investigaciones a las áreas no clasificadas? —preguntó Batutta.
Sin volverse, Mansa negó lentamente con la cabeza. —No: que vaya adonde quieran.
—¿Y si el doctor Hopper encuentra indicios de enfermedad tóxica?
—Da lo mismo. Mientras yo controle sus comunicaciones con el exterior, sus informes serán alterados para demostrar que nuestro país está libre de enfermedades y de residuos peligrosos.
—Pero cuando regresen a la central de su organización...
—Harán públicos sus descubrimientos, desde luego —dijo Mansa. Se volvió y, con tono súbitamente amenazador, concluyó—. Pero tal cosa no ocurrirá si, durante el vuelo de regreso, su avión sufre un trágico accidente.
10
Pitt dormitó intermitentemente durante el vuelo de Egipto a Nigeria. Despertó cuando Rudi Gunn llegó por el pasillo del reactor de la NUMA sujetando firmemente con ambas manos tres tazas de café. Cogiendo una de ellas, Pitt miró a Gunn con resignación fatigada. Su entusiasmo era escaso, pues intuía que las posibilidades de pasarlo bien eran nulas.
—¿En qué lugar de Port Harcourt nos reuniremos con el almirante? —preguntó, sin que el detalle le importara realmente.
—No será exactamente en Port Harcourt —replicó Gunn.
—Pues entonces, ¿dónde?
—Nos espera a bordo de uno de nuestros barcos de investigación, a doscientos kilómetros de la costa.
Pitt miró a Gunn como un sabueso a un zorro acorralado.
—Me ocultas algo, Rudi.
—¿Y Al, no querrá café?
Pitt miró a Giordino, que roncaba pacíficamente.
—Déjalo. No lo despertarías ni con un petardo en la oreja. Gunn tomó asiento al otro lado del pasillo, frente a Pitt.
—No puedo decirte cuáles son las intenciones del almirante Sandecker, porque lo cierto es que no las conozco. Sin embargo, sospecho que tiene algo que ver con un estudio que los biólogos marinos de la NUMA están efectuando en los arrecifes de coral de todo el mundo.
—Conozco el estudio —dijo Pitt —, pero sus resultados llegaron después de que Giordino y yo saliéramos hacia Egipto.
Pitt tenía la tranquilidad de que Gunn terminaría franqueándose con él. Ambos hombres mantenían una fluida relación, pese a las evidentes diferencias en sus formas de ser. Gunn era un intelectual, doctorado en química, economía y oceanografía. Se sentiría como en casa viviendo en una biblioteca anegada de libros, recopilando informes y planificando proyectos de investigación.
Pitt, por su parte, disfrutaba trabajando con las manos especialmente en los automóviles antiguos de su colección de Washington. La aventura era su droga. Se sentía en el paraíso pilotando viejos aeroplanos o navegando en históricas naves destartaladas. Pitt tenía un master en ingeniería y le producía un enorme placer ocuparse de trabajos que a otros les resultaban imposibles. A diferencia de Gunn, era difícil encontrarlo sentado a su escritorio del edificio central de la NUMA, pues prefería las emociones de la exploración submarina en mares desconocidos.
—En resumidas cuentas: lo que ocurre es que los arrecifes se encuentran en peligro y están muriendo a un ritmo sin precedentes —explicó Gunn—. En estos momentos, es uno de los asuntos que más preocupan a los científicos marinos.
—¿En qué mares se manifiesta este fenómeno?
Gunn contempló su taza de café.
—En todos. En el Caribe, desde los cayos de Florida hasta Trinidad, en el Pacífico, desde Hawai a Indonesia; en el mar Rojo; en las costas de Africa...
—¿Y en todas partes sucede al mismo ritmo? —preguntó Pitt. Gunn negó con la cabeza.
—No: varía de lugar en lugar. Parece que donde es más grave es frente a la costa de Africa Occidental.
—Bueno, es sabido que los arrecifes de coral pasan por ciclos en los que dejan de reproducirse y mueren; pero luego vuelven a la normalidad.
—En efecto —asintió Gunn—. Cuando las condiciones vuelvan a la normalidad, los arrecifes se recuperarán. Pero nunca se ha visto un deterioro tan extendido y a un ritmo tan alarmante.
—¿Alguna idea de la causa?
—Dos factores. Uno, el culpable habitual, el calentamiento de las aguas. Las periódicas elevaciones en la temperatura del agua, generalmente producidas por cambios en las corrientes, hacen que los pequeños pólipos de coral expulsen, o vomiten, por así decirlo, las algas de las que se alimentan.
—Los pólipos son esos pequeños bichos con forma de tubo, los restos de cuyos esqueletos forman los arrecifes, ¿no?
—En efecto.
—Más o menos, eso es todo lo que sé del tema —admitió Pitt—. La lucha por la vida de los pólipos de coral no suele salir en los titulares de los periódicos.
—Lo cual es una lástima, teniendo en cuenta que los cambios en el coral son un indicador muy preciso de lo que va a ocurrir con el mar y el clima.
—Muy bien: los pólipos escupen las algas. ¿Y qué? Gunn prosiguió:
—Como las algas son el alimento que nutre a los pólipos y les da sus vivos colores, su pérdida mata al coral de hambre, dejándolo blanco y sin vida. Es un fenómeno que se llama decoloración.
—Que rara vez ocurre en aguas frías.
Gunn miró a Pitt.
—¿Para qué te digo nada, si tú ya lo sabes todo?
—Espero que llegues a la parte interesante.
—Deja que me beba el café antes de que se enfríe.
Se produjo un silencio. En realidad, a Gunn no le apetecía el café, pero le estuvo dando sorbos hasta que Pitt se impacientó.
—Muy bien —dijo Pitt—. Los arrecifes de coral están muriéndose en todo el mundo. ¿Cuál es el segundo factor que contribuye a su extinción?
Gunn removió perezosamente su café con una cucharilla de plástico.
—Una nueva amenaza, sumamente crítica, es la súbita proliferación de espesas algas verdosas que envuelven a los corales como una plaga fuera de control.
—Un momento. Dices que los corales se mueren de hambre porque escupen las algas pese a estar rodeados de ellas.
—Las aguas cálidas dan tanto como quitan. Fomentan la destrucción de los arrecifes y, al mismo tiempo, ayudan al crecimiento de algas que evitan que los alimentos y el sol lleguen al coral. Es como si lo asfixiaran.
Pitt se pasó la mano por el negro cabello.
—Es de esperar que la situación se corrija cuando las aguas se enfríen.
—No ha sucedido —dijo Gunn—. No en el Hemisferio Sur. Y en la próxima década no se espera un descenso en la temperatura del agua.
—¿Crees que se trata de un fenómeno natural o de una consecuencia del efecto invernadero?
—Esa es una posibilidad, al igual que los habituales indicios de contaminación.
—¿No tenéis pruebas concluyentes? —preguntó Pitt.
—Ni yo ni los oceanógrafos de la NUMA tenemos todas las respuestas.
—Los chicos de las probetas siempre tienen teorías —sonrió Pitt.
Gunn le devolvió la sonrisa.
—Nunca me he considerado un «chico de las probetas».
—Más o menos.
—Te gusta mucho meterte con la gente.
—Sólo con los académicos petulantes.
—Muy bien —replicó Gunn—. Aunque no soy ningún Salomón, ya que lo pides, te contaré lo que pienso. Mi teoría sobre la proliferación de algas, como cualquier niño de escuela podría decirte, es que, tras varias generaciones de arrojar a los océanos basura y desechos químicos, se ha alcanzado el punto de saturación. El delicado equilibrio químico de los mares se ha perdido de modo irrecuperable. Se están calentando, y eso vamos a pagarlo todos muy caro, particularmente nuestros nietos.
Pitt nunca había visto a Gunn tan solemne.
—¿Tan mal está la cosa?
—En mi opinión, hemos llegado a un punto sin retorno.
—¿No crees en una posible regresión del fenómeno?
—No —replicó tristemente Gunn—. Los desastrosos efectos de la contaminación marina se han pasado por alto durante demasiado tiempo.
Pitt miró a Gunn. Le producía cierta sorpresa ver al lugarteniente de la NUMA tan abatido y pesimista. El cuadro que pintaba era muy negro; pero Pitt no compartía las agoreras opiniones de su amigo. Los océanos podían encontrarse enfermos; pero distaban de estar desahuciados.
—Tranquilo, Rudi —dijo Pitt, animoso—. Cualquiera que sea la misión que el almirante se guarda en la manga, no creo que vaya a encargarnos a nosotros tres que salvemos los mares del mundo.
Gunn lo miró y le dirigió una pálida sonrisa.
—Nunca intento adivinar las intenciones del almirante.
Si alguno de ellos hubiera sabido, o siquiera supuesto, lo equivocados que estaban, hubieran amenazado al piloto con graves daños físicos si no daba media vuelta al avión y los devolvía a El Cairo de inmediato.
El reactor tomó tierra sin percances en la pista de aterrizaje de una compañía petrolera próxima a Port Harcourt. A los pocos minutos se encontraban volando en un helicóptero sobre el golfo de Guinea. Tres cuartos de hora más tarde, el aparato sobrevolaba el Sounder, un barco de investigaciones de la NUMA que Pitt y Giordino conocían bien pues desde él habían dirigido proyectos de investigación en tres ocasiones previas. Construido a un costo de ochenta millones de dólares, el barco de 120 metros estaba dotado de los más sofisticados sistemas sísmicos, de sonar y batimétricos.
El helicóptero giró en torno a la gran grúa que se alzaba en la popa del Sounder y fue a posarse en el helipuerto del barco. Pitt fue el primero en bajar a cubierta, seguido por Gunn. Giordino fue el último en aparecer, caminando como un zombi y dando un recital de bostezos. Varios miembros de la tripulación y del equipo científico del barco los saludaron mientras las hélices del aparato daban sus últimos giros.
Pitt, que conocía bien el Sounder abrió la marcha, ascendiendo por la escalera que conducía a uno de los laboratorios marinos del barco. Pasó por entre estantes en los que se almacenaban los aparatos químicos, y llegó a una sala de reuniones y conferencias. Para tratarse de un buque de investigación, la sala estaba agradablemente amueblada, con una gran mesa de caoba y cómodas butacas de cuero.
Frente a una gran pantalla de retroproyección había un hombre de raza negra, vuelto de espaldas a Pitt y absorto en el diagrama que aparecía en la pantalla. El individuo era por lo menos veinte años mayor que Pitt, y mucho más alto. Su estatura, de no menos de dos metros, le daba el aspecto de un ex jugador de baloncesto.
Pero lo que sobre todo captó la atención de Pitt y sus dos amigos no fueron ni los gráficos de la pantalla ni el altísimo desconocido, sino la otra persona presente en la sala de conferencias: un hombre bajo y menudo, pero no por ello menos imponente, que se apoyaba con una mano en el borde de la mesa mientras con la otra sostenía un enorme cigarro sin encender. El enjuto rostro, los fríos y autoritarios ojos azules, el rojizo pelo canoso y la bien perfilada barba le conferían el aspecto de un almirante retirado que, como sugería el blazer azul con una ancla dorada bordada en el bolsillo superior, es lo que el hombre era exactamente.
El almirante James Sandecker, —el auténtico impulsor de la NUMA—, se enderezó y se adelantó con la mano extendida y una amplia sonrisa en los labios.
—!Dick! Al! —El saludo sonó como si al hombre le sorprendiese la visita—. Os felicito por vuestro descubrimiento de la barca funeraria del faraón. Buen trabajo. Bien hecho. —Se fijó en Gunn, al que dirigió una mera inclinación—. Veo que lograste recogerlos sin problemas, Rudi.
—Como a corderitos camino del matadero —replicó Gunn, con torva sonrisa.
Pitt dirigió a Gunn una escrutadora mirada y luego se volvió hacia Sandecker.
—¿Por qué nos sacó del Nilo con tantísimas prisas? Sandecker se fingió dolido.
—Nada de «hola», ni de «me alegro de verlo». Ni un maldito saludo a vuestro pobre jefe, que ha tenido que cancelar una cena con una distinguida, bella y acaudalada dama de Washington, para volar seis mil kilómetros con el único propósito de felicitaras por vuestro éxito.
—¿Por qué será que esta calurosa felicitación me produce un recelo tan enorme?
Giordino se dejó caer en un sillón y dijo:
—Ya que lo hicimos tan bien, ¿qué le parece un aumento de sueldo, una bonificación, un rápido vuelo a casa y dos semanas de vacaciones pagadas?
En tono indulgente, Sandecker replicó:
—El desfile triunfal por Broadway vendrá luego. Después de que hayáis hecho un crucero de placer por el río Níger.
—¿El Níger? —murmuró Giordino, malhumorado—. No será otra búsqueda de un barco hundido.
—¿Cuándo? —preguntó Pitt.
—Zarpáis al amanecer —replicó Sandecker.
—¿Qué desea exactamente que hagamos?
Sandecker se volvió hacia el gigante, que seguía frente a la pantalla.
—Lo primero es lo primero. Os presento al doctor Darcy Chapman, jefe de toxicología oceánica del Laboratorio Científico Marino Goodwin, de Laguna Beach.
—Caballeros... —dijo Chapman, con una voz tan grave que parecía surgir del fondo de un pozo—. Es un auténtico placer conocerlos. El almirante Sandecker me ha hablado de sus proezas, y me siento sumamente impresionado.
—Usted jugaba con los «Nuggets» de Denver —murmuró Gunn, tras escrutar a Chapman.
—Hasta que las rodillas me fallaron —sonrió Chapman—. Luego me tocó volver a la Universidad para doctorarme en química medioambiental.
Pitt y Gunn cambiaron apretones de manos con Chapman.
Giordino se limitó a dirigirle un vago saludo desde su sillón. Sandecker levantó un teléfono y ordenó que subieran el desayuno.
—Es mejor que nos pongamos cómodos —dijo—. Tenemos mucho que hacer antes de que amanezca.
—O sea, que el trabajo que nos espera es endemoniado— profetizó gravemente Pitt.
—Pues claro que es un trabajo endemoniado —replicó Sandecker. Hizo seña al doctor Chapman, que oprimió un botón del mando a distancia de la pantalla, sobre la cual apareció un mapa coloreado en el que se veía el sinuoso curso de un río—. El Níger. El tercer río más largo de Africa, después del Nilo y el Congo. Extrañamente, nace en la nación de Guinea, a sólo trescientos kilómetros de mar. Pero fluye hacia el noreste y luego hacia el sur durante cuatro mil doscientos kilómetros hasta desaguar en un delta en la costa de Nigeria. Y en algún lugar de su recorrido... En algún lugar recibe una fortísima contaminación que luego arrastra al océano. Allí produce una catástrofe de tal magnitud que... podría significar el fin del mundo.
11
Pitt miró fijamente a Sandecker, inseguro de haber oído bien.
—¿El fin del mundo, almirante? ¿Habla en serio?
—Muy en serio —replicó Sandecker—. Frente a Africa Occidental, el mar se está muriendo, y la plaga, motivada por un contaminante desconocido, no deja de extenderse. La situación puede degenerar en una reacción en cadena potencialmente capaz de destruir hasta el último vestigio de vida marina.
—Lo cual podría conducir a un cambio permanente en el clima del planeta —dijo Gunn.
—Eso es lo de menos —replicó Sandecker—. El resultado final es la extinción de todas las formas de vida terrestres, incluida la nuestra.
Recelosamente, Gunn murmuró:
—¿No estará usted exagerando?
—De exagerar, nada —replicó ácidamente Sandecker—. Eso fue lo que me dijeron los cretinos del Congreso cuando di la alarma y solicité apoyo para aislar y resolver el problema. Están más interesados en conservar el poder y en prometer la luna a cambio de ser reelegidos. Estoy más que harto de sus estúpidos e interminables comités de investigación. Más que harto de su falta de entrañas para tomar medidas que puedan resultar impopulares, y de la forma en que, con sus absurdos gastos, llevan al país a la bancarrota. El sistema bipartidista se ha convertido en una ciénaga de fraudes y falsas promesas. Como ocurrió con el comunismo, el gran experimento de la democracia está carcomido por la corrupción. ¿A quién le importa que los océanos se mueran? Pues a mí, Dios bendito. Y, por salvarlos, estoy dispuesto a llegar hasta donde haga falta.
En los ojos de Sandecker brillaba la frustración, y sus labios estaban fruncidos por la vehemencia. A Pitt le asombró la intensidad de las emociones del hombre, que parecía extrañamente impropia de él.
—En casi todos los ríos del mundo se vierten residuos contaminantes —dijo sosegadamente Pitt, intentando devolver la conversación a sus cauces—. ¿Qué tiene de especial la contaminación del Níger?
—Lo que tiene de especial es que crea un fenómeno vulgarmente conocido como marea roja, que se reproduce y extiende a un ritmo terrorífico.
—Las encantadas aguas bullían, tiñéndose de un espantoso color rojo recordó Pitt.
Sandecker miró a Gunn por un momento y luego otra vez a Pitt.
—Captaste el mensaje —dijo.
—Pero no su significado —admitió Pitt.
—Todos ustedes son buceadores —dijo Chapman—, así que probablemente saben que la marea roja la causan unos seres microscópicos llamados dinoflagelados, minúsculos organismos portadores de un pigmento que, cuando proliferan y forman grandes masas, tiñe las aguas de rojo.
Chapman oprimió un botón del mando a distancia. En la pantalla apareció la imagen de unos extraños microorganismos. El hombre continuó su disertación.
—Las mareas rojas se conocen desde la antigüedad. Supuestamente, Moisés convirtió el Nilo en un río de sangre. Homero y Cicerón también mencionan enrojecimientos del mar, al igual que Darwin durante su viaje en el Beagle. En nuestros tiempos, el fenómeno se ha producido en todas partes del mundo. El más reciente tuvo lugar frente a la costa occidental de México, con el resultado de que murieron literalmente miles de millones de peces, crustáceos y tortugas. Desaparecieron hasta las lapas. Hubo que cerrar más de trescientos kilómetros de playa, y centenares de nativos y turistas murieron por comer peces contaminados por las letales toxinas de que los dinoflagelados son portadores.
—Yo he buceado en mareas rojas sin que me ocurriera nada —dijo Pitt.
—Se trataría de una de las muchas variedades inofensivas —explicó Chapman—. El problema es que nos enfrentamos a una especie mutante recién descubierta que produce las toxinas biológicas más nocivas que se conocen. Cualquier especie marina muere al más mínimo contacto con ellas. Unos cuantos gramos de esa sustancia, adecuadamente disueltos, bastarían para borrar la vida humana del planeta.
—¿Así de potente es el veneno?
Chapman asintió:
—Así de potente.
—Y por si la toxina fuera poco —añadió Sandecker—, los malditos bichos se devoran unos a otros en una orgía de canibalismo marino que hace disminuir drásticamente el nivel de oxígeno en las aguas, por lo que los peces y las algas que hayan logrado sobrevivir acaban muriendo.
—Y aún peor —siguió Chapman—. El setenta por ciento del oxígeno nuevo lo aportan las diatomeas, pequeñas formas vegetales marinas, como las algas. El resto procede de la vegetación terrestre. No creo que sea necesario entrar en un largo discurso acerca de la forma como las diatomeas marinas o los árboles terrestres fabrican oxígeno por medio de la fotosíntesis, ya que todo eso lo aprenderían ustedes en la escuela. La fulminante toxicidad de los dinoflagelados que forman la marea roja, acaba con las diatomeas. Y sin diatomeas no hay oxígeno. La tragedia radica en que damos al oxígeno por descontado, sin pararnos a pensar que un ligero desequilibrio entre la cantidad que crean las plantas y lo que nosotros quemamos en forma de dióxido de carbono, podría convertirse en nuestro certificado de defunción.
—¿Y no es posible que esos bichos se coman unos a otros y desaparezcan? —preguntó Giordino.
Chapman negó con la cabeza.
—Se reproducen a un ritmo tan rápido que por cada muerte hay diez nacimientos.
—Pero las mareas rojas suelen terminar dispersándose —dijo Gunn—. 0 bien se extinguen por completo al entrar en contacto con corrientes de agua más fría.
Sandecker asintió.
—Por desgracia, ésta no una situación normal. Los microoritanismos mutantes a que nos enfrentamos parecen inmunes a esos cambios de temperatura.
—¿Pretende decirnos que no hay ninguna esperanza de que la marea roja africana se disperse y desaparezca?
—Por su propia cuenta, no lo hará —replicó Chapman—. Los dinoflagelados se reproducen a una velocidad vertiginosa. En vez de unos cuantos miles, en cada litro de agua hay hasta doscientos cincuenta millones. Se trata de una proliferación sin precedentes. En estos momentos, no hay forma humana de detenerlos.
—¿No hay ninguna teoría sobre la procedencia de esa mutante marea roja? —preguntó Pitt.
—El agente que produce esta nueva especie de dinoglafelados superprolíficos es desconocido. Pero creemos que hay algo que se vierte en el río Níger que produce la mutación y acelera su ciclo reproductivo.
—Como un atleta que tome esteroides —dijo Giordino.
—O afrodisiacos ——sonrió Gunn.
—O drogas de la fertilidad —apuntó Pitt.
Chapman continuó:
—Si no logramos controlar la situación y esta marea roja se extiende por todos los océanos, cubriendo la superficie con una inmensa capa de dinoflagelados tóxicos, las reservas de oxigeno mundiales disminuirán hasta un nivel tan bajo que la vida desaparecerá de la superficie de la tierra.
Gunn comentó:
—Pone usted las cosas muy feas, doctor Chapman.
—Feas, no: horribles —murmuró Pitt.
—¿No hay ningún producto químico que destruya? —preguntó Giordino.
—¿Un pesticida? —preguntó Chapman—. Sólo conseguiría empeorar las cosas. Es mejor cortar de raíz, y pronto.
—¿Se ha calculado cuánto puede tardar el desastre en producirse?
—A no ser que logremos cortar el flujo de contaminación hacia el mar en el plazo de los próximos cuatro meses, será demasiado tarde. Para entonces, el área de propagación será inmensa y estará fuera de todo control. Además, la marea será autosuficiente, capaz de alimentarse de sí misma, y pasará a sus sucesores el veneno químico que absorbió del Níger. —Hizo una pausa para oprimir un botón del mando a distancia, y un policromo gráfico apareció en la pantalla—. Las proyecciones realizadas por el ordenador indican que, en el plazo de ocho meses, diez a lo sumo, habrá millones de personas muriendo lentamente de asfixia. Debido a su pequeña capacidad pulmonar, los niños serán los primeros en morir, sin siquiera disponer de aire para llorar con la piel azulada antes de caer en un coma irreversible. No será un bonito cuadro para quienes mueran los últimos.
Giordino parecía incrédulo.
—Es casi imposible pensar que a la Tierra se le termine el oxígeno.
Pitt se puso en pie, se acercó a la pantalla y estudió los números que tan fríamente indicaban el tiempo que le quedaba a la humanidad. Luego se volvió hacia Sandecker.
—O sea que usted quiere que Al, Rudi y yo subamos en un barco de investigación por el río Níger y que vayamos analizando muestras de agua hasta que localicemos la fuente de la contaminación que causa la marea roja. Y que luego encontremos una forma de cerrar el grifo.
Sandecker movió afirmativamente la cabeza.
—Mientras aquí, en la NUMA, intentaremos encontrar una sustancia que neutralice la marea roja.
Pitt se acercó a un mapa del río Níger colgado de una pared y lo estudió.
—Y si no encontramos el origen en Nigeria, ¿qué?
—Tendréis que seguir río arriba hasta dar con él.
—Es decir: atravesar Nigeria por el centro, cruzar la parte en que el río separa las naciones de Benin y Níger, para luego entrar en Malí.
—Si es necesario, sí —replicó Sandecker.
—¿Cómo se encuentran esos países, políticamente hablando?
—Debo admitir que en una situación bastante inestable.
—¿Qué entiende por «bastante inestable»?
Sandecker asumió un tono doctoral e inició su disertación:
——Nigeria, cuyos ciento veinte millones de habitantes la convierten en la nación más populosa de Africa, se encuentra en un estado de gran agitación. El nuevo gobierno democrático fue derrocado por los militares el pasado mes, el octavo golpe en veinte años, sin contar las intentonas frustradas. El interior del país se encuentra desgarrado por las habituales guerras étnicas y por el resentimiento entre musulmanes y cristianos. La oposición se dedica a asesinar a funcionarios del gobierno acusándolos de corrupción e irregularidades administrativas.
—Parece un sitio ameno —murmuró Giordino—. Ardo en deseos de oler la pólvora.
Sandecker no le hizo caso.
—La República Popular de Benin está bajo una implacable dictadura. El presidente Ahmed Tougouri ha implantado un régimen de terror, Al otro lado del río, en Níger, el jefe del estado tiene el apoyo del presidente libio, Muamar al-Gadafi, que anda detrás de las minas de uranio del país. El lugar se encuentra en crisis permanentemente. Por todas partes hay guerrillas rebeldes. Os aconsejo que, cuando paséis entre ellas, no os mováis del centro del río.
—¿Y Malí? —quiso saber Pitt.
—El presidente Tahir es un hombre decente; pero se encuentra en manos del general Zateb Kazim, que encabeza un Consejo Militar Supremo de tres miembros que está desangrando al país. Kazim es un tipo muy desagradable y fuera de lo corriente, ya que, pese a ser un dictador, actúa tras la fachada de un gobierno legítimo.
Pitt y Giordino intercambiaron irónicas sonrisas y menearon la cabeza con cansancio.
—¿Os pasa algo? —preguntó Sandecker.
—Así que «un crucero de placer por el río Níger» —dijo Pitt, repitiendo las palabras del almirante—. Sólo tenemos que navegar alegremente por mil kilómetros de río atestados de rebeldes sedientos de sangre emboscados en las orillas, eludir las patrulleras armadas, y conseguir repostar combustible sin que nos fusilen por espías. Y todo ello, al tiempo que recogemos y analizamos muestras de agua. No hay problema, almirante, ninguno en absoluto, salvo el de que la misión es un cochino suicidio.
Sandecker asintió, imperturbable.
—Puede que lo parezca, pero, con un poco de suerte, saldréis de esto sin un rasguño.
—A mí, que me vuelen la cabeza, me parece algo más que un rasguño.
—¿No se ha considerado la posibilidad de utilizar los sensores de algún satélite? —sugirió Gunn.
—No poseen la suficiente precisión —replicó Chapman.
—¿Y un reactor en vuelo rasante? —propuso Giordino.
Chapman negó con la cabeza.
—Lo mismo digo. Arrastrar sensores por el agua a velocidad supersónica no da resultado. Lo sé porque participé en un vuelo para comprobar si el método valía.
—A bordo del Sounder hay laboratorios de primera —dijo Pitt—. ¿Por qué no subir con él por el delta para, al menos, verificar el tipo, la clase y el nivel de la contaminación?
—Lo intentamos —replicó Chapman—, pero una patrullera nigeriana nos obligó a abandonar el río antes de que hubiéramos podido recorrer ni cien kilómetros desde su desembocadura. La distancia era excesiva para hacer un análisis preciso.
—El plan sólo puede llevarse a cabo por medio de una pequeña lancha bien equipada —dijo Sandecker—. Una que pueda salvar los ocasionales rápidos y navegar por aguas poco profundas. No hay otro modo.
—¿Y si nuestro Departamento de Estado se pusiera en contacto con los respectivos gobiernos a fin de conseguir permiso para que un equipo de investigación navegase por el río? Miles de millones de vidas están en juego.
—También se probó. Los nigerianos y los malienses se negaron en redondo. Científicos mar respetados vinieron a Africa Occidental para explicar la situación. Los dirigentes africanos no los creyeron, e incluso se rieron de ellos. En realidad, no puede criticárseles. Sus inteligencias no son exactamente monumentales. No logran pensar a gran escala.
¿Y no ha habido un gran número de muertes entre quienes bebieron el agua contaminada? —preguntó Gunn.
—No. —Sandecker meneó la cabeza—. En el río Níger hay muchas más cosas, además del agente contaminante. Las alcantarillas de todas las poblaciones cercanas a su curso se vacían en él, así que los nativos se abstienen de beber sus aguas. Pitt estudió la perspectiva y no le gustó en absoluto.
—O sea que, para usted, una operación secreta es el único medio posible de localizar la fuente de la contaminación, ¿no?
—En efecto —replicó obstinadamente Sandecker.
—Espero que tenga un plan que haya previsto todas las contingencias.
—Claro que tengo un plan.
—¿Y se puede saber cómo podremos encontrar la fuente de la contaminación y vivir para contarlo? —preguntó sosegadamente Gunn.
—Muy simple. Os haréis pasar por tres acaudalados industriales franceses en viaje de trabajo, que se proponen invertir en Africa Occidental.
Gunn se demudó, Giordino quedó estupefacto, y Pitt se puso furioso y preguntó.
—¿Es eso lo que usted entiende por un plan?
—Sí, señor, y es un magnífico plan —le espetó Sandecker.
—Es una locura. Yo no voy.
—Ni yo tampoco —dijo Giordino—. Parezco tan francés como Al Capone.
—Ni yo —se sumó Gunn.
—Desde luego, no iremos en una lancha lenta y desarmada —afirmó Pitt, tajante.
Sandecker hizo caso omiso del amotinamiento.
—Se me olvidaba hablaros de lo mejor. La lancha. Cuando la veáis, os garantizo que cambiaréis de idea.
12
Si Pitt había soñado con altas prestaciones, estilo, confort y suficiente capacidad de fuego como para enfrentarse a la Sexta Flota estadounidense, encontró todo ello en el barco que Sandecker les había prometido. Un vistazo a sus estilizadas y refinadas líneas, al enorme tamaño de sus motores, y al increíble armamento oculto, bastó para conquistarlo.
Obra maestra de equilibrio dinámico en fibra de vidrio y acero inoxidable, la embarcación se llamaba Calíope, como la musa de la poesía épica. Diseñado por ingenieros de la NUMA y construido bajo el mayor secreto en un astillero de Louisiana, su casco, de dieciocho metros de largo, con bajo centro de gravedad y fondo casi plano, tenía un calado de sólo metro y medio. Era ideal para las poco profundas aguas de la parte alta del Níger. Estaba impulsado por tres motores turbodiesel de doce cilindros en V con los que podía alcanzar una velocidad máxima de setenta nudos. No se regateó nada en su construcción. Era un ejemplar único, construido para una tarea específica.
Pitt se encontraba al timón, disfrutando de la extraordinaria potencia y de la suavidad de navegación del yate superdeportivo, que se deslizaba a treinta nudos por la superficie gris azulada del delta del Níger. El hombre no dejaba de escrutar las aguas ante sí, echando ocasionales vistazos al digitalizado panel de indicadores para verificar la profundidad. Se habían cruzado con una patrullera, pero los tripulantes se limitaron a saludar con inequívoca admiración al yate que planeaba sobre la superficie del río. Un helicóptero del servicio de guardacostas los sobrevoló con curiosidad, y un reactor militar, que a Pitt le pare—ció un Mirage de construcción francesa, descendió para echar un vistazo al barco y prosiguió su vuelo, aparentemente satisfecho. Hasta el momento, todo iba bien. Nadie había intentado darles el alto ni detenerlos.
Abajo, en el espacioso interior, Rudi Gunn estaba sentado en medio de un pequeño pero sofisticadísimo laboratorio, obra de un equipo científico multidisciplinario que incluía versiones miniaturizadas de instrumentos que habían sido elaborados por la NASA para la exploración espacial. El laboratorio no sólo podía analizar el agua, sino también transmitir los resultados vía satélite a un equipo científico de la NUMA que operaba con una base de datos para identificar complejos compuestos químicos.
Gunn, científico de los pies a la cabeza, permanecía ajeno a los peligros que pudieran acechar en el exterior del elegante yate. Totalmente absorto en su tarea, dejaba que Pitt y Giordino se ocupasen de evitarle distracciones o interrupciones.
Giordino estaba a cargo de los motores y el armamento. Para atenuar el rugido de los motores, llevaba unos auriculares conectados a un walkman en el que escuchaba a Harry Connick Jr., interpretando clásicos de jazz. Estaba sentado en un almohadillado banco del cuarto de máquinas, ocupado en desempaquetar varios lanzacohetes portátiles dotados de sus correspondientes proyectiles. El Rapier era una nueva arma polivalente diseñada para enfrentarse a aviones subsónicos, barcos, tanques y bunkers de hormigón. Podía dispararse apoyándolo en el hombro o sobre una monta, incorporado al sistema central de fuego. Giordino estaba disponiendo los lanzacohetes en alojamientos que permitían disparar a través de las blindadas aspilleras de la torreta, en forma de cúpula y situada sobre la sala de máquinas. Para el observador casual, ésta parecía una simple lucerna. La aparentemente inocua superestructora sobresalía un metro largo por encima de la cubierta de popa, y podía girar en un arco de doscientos veinte grados. Tras montar las unidades de lanzadores y guías, e insertar luego los proyectiles en sus tubos, Giordino se dedicó a limpiar y cargar un pequeño arsenal de fusiles automáticos y armas cortas. A continuación, abrió una caja de granadas explosivo-incendiarias y cargó cuidadosamente cuatro de ellas en el cargador de un grueso lanzagranadas automático.
Todos se ocupaban de sus respectivas tareas con la fría eficacia y la absoluta dedicación que asegurarían el éxito de su misión y la propia supervivencia. El almirante Sandecker había escogido a los mejores. Aunque hubiese recorrido todo el país, no habría logrado reunir una tripulación más idónea para conseguir lo casi imposible. Su fe en ellos rayaba en el fanatismo.
Los kilómetros fueron deslizándose bajo la quilla. Las tierras altas del Camerún, y los montes Yoruba que bordeaban la parte sur del río, se alzaban en la neblina producto de la densa humedad. En la orilla, los bosques pluviales alternaban con las arboledas de acacias y los manglares. Pueblos y aldeas iban quedando atrás, mientras la proa del Calíope cortaba el agua dibujando una gran V de espuma.
El tráfico fluvial estaba formado por naves de todo tipo, desde canoas de madera hasta viejos ferrys peligrosamente sobrecargados de pasajeros, pasando por pequeños buques de carga cubiertos de herrumbre de proa a popa, cuyas chimeneas despedían un humo que dispersaba una tenue brisa procedente del norte. Pitt tenía conciencia de que esa placidez no
podía continuar. A la vuelta de cada recodo del río podía acecharles un peligro desconocido capaz de enviarlos al infierno.
A eso del mediodía pasaron bajo el gran puente de mil cuatrocientos metros que salvaba el río y unía a la ciudad portuaria y mercantil de Onitsha con el pueblo agrícola de Asaba. Iglesias católicas se alzaban como centinelas sobre las concurridas calles de Onitsha, flanqueadas de plantas industriales. En los muelles se apiñaban barcos y botes que transportaban alimentos y mercancías río abajo y productos de importación río arriba, desde el delta del Níger.
Pitt estaba concentrado en sortear el tráfico del río, sonriendo para sí mismo ante el indignado agitar de puños y las maldiciones dirigidas al Calíope, que pasaba como una exhalación peligrosamente cerca de pequeños barcos a los que la estela del yate hacía estremecer. Pasado el puerto, se relajó, soltó las manos del timón y flexionó los dedos. Llevaba casi seis horas pilotando y apenas estaba fatigado. Su sillón de control era tan cómodo como el de cualquier alto ejecutivo, y el timón tan suave y ligero como el de más costoso automóvil de lujo.
Apareció Giordino, con una botella de cerveza «Coors» y un sandwich de atún.
—Pensé que te vendría bien un tentempié. No has comido desde que dejamos el Sounder.
—Gracias. El ruido de los motores no me dejaba oír los gruñidos de mi estómago. —Pitt cedió el timón a su amigo y señaló hacia delante—. Ojo con el remolcador que arrastra esas barcazas.
—Tranquilo —replicó Giordino.
—¿Estamos en condiciones de repeler un abordaje? —preguntó Pitt, con una sonrisa.
—Totalmente. ¿Has visto algo sospechoso?
Pitt negó con la cabeza.
—Nos han sobrevolado dos aparatos de la fuerza aérea nigeriana y nos han dirigido amistosos saludos desde un par de patrulleras. Por lo demás, esto parece una tranquila excursión dominical por el río.
—Los burócratas locales deben de haberse tragado la historia que les ha contado el Almirante.
—Esperemos que los de río arriba sean igualmente crédulos. Giordino señaló con un movimiento del pulgar la bandera francesa que ondeaba en popa.
—Me sentiría mucho más a gusto si detrás de nosotros tuviéramos las barras y estrellas, Rambo, a los Broncos de Denver, y a una compañía de marines.
—El acorazado torva tampoco nos vendría mal.
—¿Está fría la cerveza? La metí en la nevera hace sólo una hora.
—Está bien —replicó Pitt, entre dos mordiscos al sandwich—. ¿Qué hay de Rudi? ¿Ha hecho algún descubrimiento asombroso?
Giordino movió negativamente la cabeza.
—Está perdido en el país de nunca jamás de la química. Intenté charlar con él y me mandó a paseo.
—Le haré una visita.
—Giordino bostezó.
—Cuidado, no te vaya a soltar un mordisco.
Pitt se echó a reír y bajó al laboratorio de Gunn. El menudo científico de la NUMA estaba estudiando, con las gafas sobre la frente, unas hojas de papel de impresora. Giordino se había equivocado al juzgar la disposición del hombre, ya que en realidad Gunn estaba de excelente humor.
—¿Hay suerte? —preguntó Pitt.
—Este condenado río es un muestrario de todos los contaminantes conocidos por el hombre y de unos cuantos más —replicó Gunn—. Tiene mucha más polución que el Hudson, el James o el Cayuhoga en sus peores días.
Pitt paseó por la cabina, estudiando el sofisticado equipo que la llenaba de suelo a techo.
—¿Para qué sirven estos chismes tan complicados?
—¿De dónde has sacado la cerveza?
—¿Quieres una?
—Claro.
—Giordino tiene una caja en el refrigerador de la cocina. Aguarda un minuto.
Pitt salió y a los pocos momentos regresó, tendiendo a Gunn una cerveza fría,
Gunn dio un par de tragos, lanzó un suspiro y dijo:
—Muy bien: responderé a tu pregunta. Para nuestra investigación contamos con tres elementos clave. El primero es un microincubador automático. Utilizo esa unidad para poner unas gotas de agua del río en ampollas que contienen muestras de marea roja tomadas en la desembocadura del río. El microincubador registra ópticamente el crecimiento de los dinoflagelados. Al cabo de unas horas, el ordenador me indica la potencia de la mezcla y el ritmo al que proliferan los bichejos. Luego, unos cuantos malabarismos numéricos, y ya tenemos una razonable estimación de lo cerca que nos encontramos de la fuente de nuestro problema.
—Así que la marea roja no procede de Nigeria.
—Las cifras parecen indicar que la causa está más arriba.
Gunn señaló dos cajas cuadradas del tamaño de pequeños televisores con puertas en el lugar donde deberían haber estado las pantallas.
—Estos dos instrumentos sirven para identificar al glóbulo maldito, como yo lo llamo, o a la combinación de glóbulos que causan nuestro problema. El primero es un cromatógrafo—espectrómetro. Para abreviar, te diré que me limito a recoger muestras de agua del río en ampollas y ponerlas en su interior. Después, el sistema extrae automáticamente el contenido y lo analiza. Nuestros ordenadores de a bordo interpretan luego los resultados.
—¿Qué se consigue con ello?
—Identificar contaminantes sintéticos y orgánicos, incluidos disolventes, pesticias, dioxinas, y un montón de otros compuestos químicos. Espero que este chisme descifre las causas de la mutación que produce la marea roja.
—¿Y si el contaminante es un metal?
—Ahí es donde interviene el espectómetro —replicó Gunn, señalando el segundo aparato—. Su cometido es el de identificar automáticamente todos los metales y otros elementos que puedan estar presentes en el agua.
—Los dos aparatos parecen iguales —comentó Pitt.
—Tienen el mismo principio, pero distinta tecnología. También me limito a meter una ampolla con agua del río y a darle al botón de puesta en marcha, repitiendo la maniobra cada dos kilómetros.
—¿Qué has averiguado hasta ahora?
—Gunn se frotó los enrojecidos ojos.
—Que el río Níger arrastra la mitad de los metales conocidos, desde el cobre al mercurio, pasando por el oro, la plata, e incluso el uranio. Todo en concentraciones por encima de lo normal.
—Filtrar toda esa mezcla no debe de ser fácil.
—Por último —continuó Gunn—, los datos son transmitidos vía satélite a la central de NUMA, donde nuestros investigadores revisan mis resultados en sus propios laboratorios, en busca de cualquier detalle que me pueda haber pasado inadvertido.
A Pitt no le cabía en la cabeza que a Gunn pudiera escapársele algo. Su antiguo amigo era algo más que un científico y analista de gran competencia; era un hombre que pensaba fría, clara y constructivamente, un trabajador infatigable que desconocía el significado de la palabra abandonar.
—¿Alguna pista de cuál puede ser el componente tóxico causante del estropicio? —preguntó Pitt.
Gunn terminó la cerveza y la tiró en una caja de cartón que hacía de papelera.
—«Tóxico» es un término relativo. En el mundo de la química no existen componentes tóxicos, sólo niveles tóxicos.
—¿Y...?
—He identificado un montón de contaminantes distintos y de compuestos naturales, tanto metálicos como orgánicos. Detecto estremecedores niveles de contaminación por pesticidas que están prohibidos en Norteamérica, pero que siguen siendo de uso común en el Tercer Mundo. Pero no he logrado aislar los contaminantes químicos sintéticos que hacen volverse locos a los dinoflagelados. De momento, ni siquiera sé lo que busco. Me limito a seguir a los sabuesos.
—Esperaba que ya tuvieras alguna pista —dijo Pitt—. Cuanto más nos adentremos en Africa, más difícil será el regreso, sobre todo si los militares locales deciden meter las narices en el asunto.
—Ve haciéndote a la idea de que quizá no lo encontremos. Tú no sabes la cantidad de compuestos químicos manufacturados que existen. El número supera los siete millones. Sólo en los Estados Unidos, los químicos crean seis mil nuevos cada semana.
—Pero no todos son tóxicos.
—En mayor o menor grado, todos tienen alguna toxicidad. Tragado, aspirado o inyectado en dosis suficientes, todo es tóxico. Hasta el agua puede ser mortal, si bebes la suficiente.
Pitt lo miró.
—Así que no hay absolutos ni garantías.
—En efecto. Únicamente estoy seguro de que no hemos rebasado el lugar en el que muestra plaga del fin del mundo entra en el río. Desde el delta, pasando por las desembocaduras de los ríos Kaduna y Benue, las muestras de agua han producido el frenesí entre los dinoflagelados. Pero no hay un solo indicio de cuál es el villano de la función. La única buena noticia es que he desechado los microorganismos bacteriales como causa posible.
—¿Y cómo lo has hecho?
—Esterilizando las muestras de agua de río. La desaparición de las bacterias no ha reducido en absoluto la proliferación de los malditos bichos.
Pitt dio una ligera palmada en el hombro de Gunn.
—Si alguien le puede echar el lazo, ése eres tú, Rudi.
—Encontraré la causa. —Gunn se quitó las gafas y limpió los cristales— Por extraña, anómala y antinatural que sea, encontraré la causa. Lo prometo.
La siguiente tarde se les acabó la suerte, sólo una hora después de cruzar la frontera de Nigeria, en el tramo del río que separa Benin y Níger. Pitt observaba en silencio el curso fluvial, que discurría por entre la húmeda e imponente selva. Nubes grises daban al agua un color plomizo. Ante ellos el río describía una leve curva y parecía hacerles señas, como el dedo huesudo de la muerte.
Giordino, en cuyos ojos se percibían los primeros indicios de fatiga, estaba al timón. Pitt permanecía junto a él, con la atención prendida de un solitario cormorán que planeaba delicadamente sobre el agua, ante ellos. De pronto, el ave agitó las alas y se perdió entre los árboles de la orilla.
Pitt se llevó los prismáticos a los ojos y vio la proa de un barco apareciendo por un recodo del río.
—Los nativos viene de visita —anunció.
—Ya lo veo. —Giordino se, levantó del asiento y se puso una mano sobre los ojos, haciendo visera—. Corrección: lo veo. Son dos.
—Vienen derechos hacia nosotros, con las armas preparadas, y buscando gresca.
—¿Qué bandera traen?
—La de Benin —replicó Pitt—. Por su aspecto, los barcos parecen de construcción rusa. —Dejó los prismáticos y desplegó una carta de reconocimiento de las unidades fluviales y marinas de Africa Occidental—. Es una nave de ataque Riverine, armada con dos cañones gemelos de treinta milímetros y una velocidad de fuego de quinientos disparos por minuto.
—Vaya por Dios —murmuró lacónicamente Giordino. Echó un vistazo al mapa del río—. Cuarenta kilómetros más y saldremos del territorio de Benin para entrar en el de Níger. Con un poco de suerte y los motores a toda marcha, a la hora del almuerzo podemos estar en la frontera.
—Olvida la suerte. Esos tipos no vienen a desearnos buen viaje, ni tampoco parece que vayan a hacernos una inspección de rutina, porque traen sus armas enfiladas contra nosotros.
Giordino miró hacia atrás y señaló al cielo.
—Las cosas se complican. Vienen con un buitre.
Pitt se dio la vuelta y distinguió un helicóptero sobrevolando el río a no más de diez metros sobre el agua.
—Las posibilidades de un encuentro amistoso acaban de evaporarse.
—Esto apesta a encerrona —dijo Giordino sosegadamente. Pitt alertó a Gunn que, tras salir de su cabina electrónica, fue puesto al corriente de la situación.
—Era de esperar —se limitó a decir.
—Nos aguardaban, —dijo Pitt—. Esto no es un encuentro casual. Si lo único que pretenden es encerrarnos y confiscar el barco, lo más probable es que nos ejecuten como espías en cuanto averigüen que somos tan franceses como el trío vocal que acompaña a Bruce Springsteen. No podemos permitir que eso ocurra. Los datos que hemos acumulado desde que entramos en el río deben llegar a manos de Sandecker y Chapman. Esos tipos vienen buscando camorra. No podemos hacernos los inocentes y cooperar. 0 ellos o nosotros.
—Puedo cargarme al helicóptero y, con suerte, al barco más cercano —dijo Giordino—. Pero no puedo eliminar a los tres antes de que uno de ellos nos reduzca a chatarra.
—Muy bien, esto será lo que haremos...
Pitt habló sosegadamente, sin perder de vista las cañoneras que se aproximaban. Explicó su plan, que Giordino y Gunn escucharon con atención. Cuando terminó, miró a ambos.
—¿Alguna objeción? —preguntó.
—Por estos contornos hablan en francés —comentó Gunn—. ¿Qué tal es tu vocabulario?
Pitt se encogió de hombros y dijo:
—Improvisaré como sea.
—Bueno, pues adelante ——dijo Giordino, con la voz tensa por lo que se les venía encima.
Sus amigos eran gente de primera, pensó Pitt, Gunn y Giordino no eran miembros profesionalmente entrenados de un equipo de fuerzas especiales, no; pero en caso de batalla, eran hombres valerosos y competentes, y él no se hubiese sentido más seguro si se encontrase al mando de un destructor portamisiles con una dotación de doscientos hombres.
—Bien —dijo con torcida sonrisa—. Poneos los microauriculares y no dejéis de emitir. Buena suerte.
El almirante Pierre Matabu, que se encontraba sobre el puente de la cañonera, miró por unos binoculares el yate de recreo que ascendía por el río. Su actitud era la de un timador contemplando a una víctima fácil. Matabu era bajo, fornido, de treinta y tanto años, y vestía un ostentoso uniforme que él mismo había diseñado. Como jefe de la marina de Benin, cargo que le había conferido su hermano, el presidente Tougori, estaba al mando de una flota formada por cuatrocientos hombres, dos cañoneras fluviales y tres barcos navales de patrulla. Antes de convertirse en almirante había pasado tres años como marinero en un transbordador de río.
El capitán Behanzin Ketou, al mando del navío, se encontraba junto a él, un poco más atrás.
—Tuvo usted una magnífica idea al volar desde la capital para ponerse al mando de la operación, almirante.
Una resplandeciente sonrisa se formó en los labios de Matabu, que dijo:
—Sí. Mi hermano se sentirá felicísimo cuando le obsequie con ese magnífico buque de placer.
—Los franceses han llegado justo cuando usted predijo—. Ketou era alto, delgado y de orgulloso porte—. Su intuición es verdaderamente asombrosa.
—Han sido muy amables al obedecer las órdenes de mis intuiciones —dijo Matabu con gran satisfacción. No mencionó el hecho de que sus agentes le habían tenido permanentemente informado del avance del Caliope desde que el barco entró en el delta. La feliz circunstancia de que se hubiese adentrado en aguas de Benin era un deseo hecho realidad.
—Teniendo un vate tan caro, deben de ser personas muy importantes.
—Son agentes enemigos.
Ketou no pareció muy convencido.
—Para serlo, van en un barco muy llamativo, ¿no cree? Matabu bajó los prismáticos y dirigió una gélida mirada a Ketou.
—No cuestione usted mis informes, capitán. Creáme cuando le digo que esos extranjeros blancos forman parte de una conspiración para saquear las riquezas naturales de nuestro país.
—¿Serán arrestados y sometidos a juicio?
—No. Abordará usted su nave, descubrirá en ella pruebas de su culpabilidad, y procederá a ejecutarlos.
Ketou parpadeó.
—¿Cómo, señor?
—Olvidé comunicarle que tendrá usted el honor de encabezar el grupo de abordaje —anunció pomposamente Matabu.
—Pero, ejecutarlos... —protestó Ketou—. Cuando se enteren de que varios de sus ciudadanos por lo demás, gente influyente, han resultado muertos, los franceses exigirán una investigación. Puede que su hermano no considere...
—Arrojará los cuerpos al río y se abstendrá de cuestionar mis órdenes —interrumpió secamente Matabu.
Ketou cedió:
—Como desee, almirante.
Matabu miró de nuevo por los prismáticos. El yate deportivo, a doscientos metros de distancia reducía la velocidad.
—Disponga a sus hombres para el abordaje. Yo me ocuparé personalmente de dar el alto a los espías y de ordenarles que reciban a su grupo.
Ketou habló con su primer oficial, que, por medio de un megáfono, repitió las órdenes para el capitán de la segunda cañonera. Luego Ketou volvió a fijar su atención en el yate.
—Es extraño —dijo a Matabu—. Aparte del que lleva el timón, no se ve a nadie.
—Los demás cerdos europeos deben de estar abajo, borrachos perdidos. No sospechan nada.
—Es raro que no parezca preocuparlos nuestra presencia, ni el hecho de que nuestras armas los apunten.
—Dispare sólo si intentan escapar —advirtió Matabu—. Quiero capturar el barco intacto.
Ketou enfocó sus prismáticos en Pitt.
—El timonel nos saluda y sonríe.
—Pronto dejará de sonreír —dijo Matabu, mostrando sus dientes de forma amenazadora—. En unos minutos estará muerto.
—Entrad en mi casa, invitó la araña a las tres moscas —murmuró Pitt entre dientes, al tiempo que saludaba y sonreía amplia y falsamente.
—¿Has dicho algo? —preguntó Giordino por el sistema de intercomunicación, desde dentro de la torreta de misiles.
—Hablaba solo.
—Desde las portillas de proa no veo nada —Gunn se encontraba en la parte delantera—. ¿Cuál es mi línea de tiro?
—Prepárate para cargarte a los artilleros del barco que está inmediatamente a estribor cuando yo te lo diga —dijo Pitt.
—¿Y el helicóptero? —preguntó Giordino. Hasta que bajase el escudo de protección de la torreta, no podía ver nada.
Pitt miró el cielo tras el yate.
—A cien metros de nuestra popa, y a unos cincuenta de la superficie del río.
En sus preparativos no cabían las medias tintas. Ninguno de ellos consideraba siquiera la posibilidad de que las cañoneras y el helicóptero benineses los dejaran pasar sin molestarlos. Todos guardaron silencio, dispuestos y resignados a luchar por su vida. Se aproximaban al punto sin retorno a medida que los temores se desvanecían rápidamente. Estaban absoluta y tenazmente decididos a no perder. No eran de los que se sometían mansamente, presentando la otra mejilla. Eran tres máquinas armadas contra una, pero la sorpresa jugaba a su favor.
Pitt colocó el lanzagranadas en un departamento junto a su sillón. Luego puso el motor en una marcha lenta y su vista fue de una cañonera a otra. No prestó atención al helicóptero. Giordino se ocuparía de él en las etapas iniciales del choque. Ahora que ya estaban lo bastante cerca para estudiar a los oficiales benineses, no tardó en llegar a la conclusión de que quien mandaba era el grueso africano vestido con un uniforme que parecía salido de una opereta. Luego, sin pestañear, miró con hipnótica fascinación los ojos del Angel de la Muerte, que le devolvieron la mirada desde el negro extremo de los cañones, apuntados en su totalidad contra ellos.
Pitt ignoraba la identidad del jactancioso oficial que lo miraba desde el puente de la cañonera a través de unos prismáticos. Tampoco le interesaba conocerla. Pero daba gracias a su enemigo por haber cometido un error táctico al no situar a sus dos barcos atravesados en el río, bloqueando el paso del Calíope apuntándolo con todos su cañones.
Cuando el Calíope llegó a la altura de las dos cañoneras, ya detenidas, se situó entre ambas. Pítt redujo la velocidad lo justo para mantenerse un poco por delante. Los cascos de las cañoneras se alzaban como muros a ambos lados del Calíope, a menos de cinco metros de distancia. Desde la cabina, Pitt podía ver casi todos los tripulantes, en actitudes de descanso, provistos sólo de armas cortas que, de momento, permanecían en sus fundas. Los fusiles automáticos brillaban por su ausencia. Parecía como si esperasen turno en una galería de tiro. Pitt miró inocentemente hacia Matabu.
—Bonjour!
Matabu se inclinó sobre la barandilla y, en francés, gritó a Pitt que detuviera su barco y se dispusiese a recibirlos a bordo.
Pitt, que no había entendido ni una palabra, replicó a voces:
—Pouvez—vous me recommander un bon resturant?
—¿Qué ha dicho? —preguntó Giordino a Gunn, por el sistema de intercomunicación.
—Dios Bendito... —gritó Gunn—. Acaba de pedirle al mandamás que le recomiende un buen restaurante.
Las cañoneras empujadas por la corriente, iban quedándose atrás, mientras que Pitt manenía fijo el yate, contrarrestando el impulso de la corriente. Matabu de nuevo ordenó a Pitt que se detuviera y se dispusiese a ser abordado.
Pitt, tenso, intentó parecer amable e inofensivo.
—J'aimerais une bouteille de Martin Ray Chardonnay.
—¿Y ahora qué dice? —preguntó Giordino.
Gunn estaba estupefacto.
—Creo que ha pedido una botella de vino californiano.
—Lo próximo será encargar un «Big Mac» —murmuró Giordino.
—Intenta distraerlos para que la corriente los arrastre.
En la cañonera, los rostros de Matabu y Ketou reflejaban idéntica incomprensión. Pitt habló de nuevo, esta vez en su propio idioma.
—No habló swahili. ¿Pueden repetirlo en inglés?
Crecientemente furioso, Matabu golpeó la baranda. No estaba acostumbrado a la socarrona indiferencia. Respondió en un gutural inglés que Pitt apenas logró descifrar.
—Yo, almirante Pierre Matabu, jefe de Marina Nacional de Benin —anunció pomposamente—. Pare motor y prepárese a inspección. Pare, o doy orden disparar.
Pitt asintió con gran convicción, moviendo aplacadoramente ambos brazos.
—Sí, sí, no dispare. Por favor, no dispare.
Lentamente, la cabina del Calíope iba llegando a la altura de la popa de la cañonera de Matabu. Pitt mantenía entre ambos buques la distancia justa para que nadie, salvo un campeón olímpico, pudiera salvarla de un salto. Dos marineros tiraron cabos a las cubiertas de proa y popa del Calíope, pero Pitt no hizo amago de recogerlos.
—Ate la cuerdas —ordenó Ketou.
—Estamos muy separados —replicó Pitt. Alzó una mano y describió con ella un arco—. Aguarde, que ahora vuelvo.
Sin escapar respuesta, empujó hacia delante el mando y el yate inició un amplio giro de ciento ochenta grados, deteniéndose junto al costado contrario de la cañonera. Ahora ambos barcos estaban en cursos paralelos, con las proas enfiladas río abajo. Con no poca satisfacción, Pitt advirtió que los cañones de treinta milímetros no podían inclinarse lo suficiente para alcanzar la cabina del Calíope.
Matabu miró a Pitt con ojos refulgentes; una sonrisa de triunfo comenzaba a extenderse por sus gruesos labios. Ketou que no compartía la satisfecha expresión de su superior, reflejaba un perceptible recelo.
Con calma, y siempre sonriendo, Pitt esperó hasta que la torreta de Giordino se encontrase directamente en línea con la sala de máquinas del cañonero. Manteniendo una mano sobre el timón, bajó la otra con disimulo y empuñó la culata del lanzagranadas. Luego susurró al micrófono:
—El helicóptero está justo al frente. La cañonera, a estribor. Caballeros: empieza el espectáculo. ¡A por ellos!
En cuanto Pitt acabó de hablar, Giordino bajó el escudo protector de la torreta del cuarto de máquina y disparó un misil rapier que, rápido como un rayo, fue a alcanzar directamente los depósitos de combustible del helicóptero, Gunn apareció por la escotilla de proa, llevando un fusil automático modificado M—16 bajo cada brazo y escupiendo balas que abatieron a los artilleros que manejaban los cañones de treinta milímetros. Pitt apuntó al aire el lanzagranadas y disparó a ciegas la primera de sus granadas explosivo—incendiarias por encima del barco de Matabu. Su intención era alcanzar la segunda cañonera, a la que no podía ver, calculando una trayectoria parabólica que concluiría sobre el blanco elegido. La granada rebotó en un chigre y cayó en el río, explotando bajo el agua con un estampido ensordecedor. El siguiente proyectil también falló, con idéntico resultado.
Matabu no estaba en absoluto preparado para el terrorífico espectáculo que estalló a su alrededor. Le pareció como si el cielo y el aire hubieran entrado en erupción. Sin dar crédito a sus ojos, vio cómo el helicóptero se desintegraba totalmente en una enorme bola de fuego, que fue seguida por una nube de humo en forma de hongo y por una lluvia de ígneos fragmentos sobre el río.
—¡Los malditos blancos nos han engañado! —gritó Ketou, rabioso por haber mordido el anzuelo. Corrió a la batayola y agitó furiosamente el puño contra el Calíope—. ¡Bajen los cañones y disparen! —chilló a los artilleros.
—¡Demasiado tarde! —gritó Matabu, aterrorizado. El almirante, presa del pánico, se acuclilló y quedó inmóvil, contemplando cómo sus hombres se derrumbaban y morían a causa de las balas disparadas por Gunn. Con petrificada incredulidad, miró los cadáveres obscenamente retorcidos que rodeaban los silentes cañones, derrumbados en posiciones fetales, con las entrañas repartidas por cubierta. Matabu, simplemente, no lograba admitir que un barco clandestino, camuflado bajo la inocente apariencia de un yate de recreo que hacía ondear una respetable bandera, poseyera la suficiente potencia de fuego para transformar en una pesadilla su pequeño y confortable mundo. El desconocido que se encontraba a los mandos del barco mortal había convertido la sorpresa en una baza táctica definitiva. Los hombres de Matabu, petrificados por la impresión no conseguían reaccionar. Se agitaban como ganado bajo una tormenta, presa del terror, cayendo sin hacer un disparo. Entonces comprendió, con escalofriante certeza, que iba a morir; se dio cuenta de ello cuando la torreta de popa del yate giró y, a bocajarro, lanzó contra la cañonera otro misil que perforó el casco de madera y, antes de detonar, chocó contra un generador de la sala de máquinas.
Casi en el mismo instante, la tercera granada de Pitt alcanzó su blanco. Milagrosamente, el proyectil hizo impacto en una mampara y rebotó, entrando por una abierta escotilla de la segunda cañonera. En un concierto de explosiones, el barco estalló en llamas, haciendo detonar las municione almacenadas en la santabárbara. Se produjo una enorme nube de humo y una lluvia de fragmentos de madera y metal, piezas de botes salvavidas y cuerpos destrozados. La cañonera dejó de existir de forma estremecedora. La onda expansiva golpeó con un mastodóntico mazazo el barco de Matabu, empujándolo contra el yate y haciendo perder el equilibrio a Pitt.
El misil de Giordino convirtió la sala de máquinas de la cañonera en un holocausto de metales retorcidos y madera astillada. El agua entró a raudales por el inmenso agujero abierto en el fondo, y el barco comenzó a hundirse rápidamente. Todo el interior se convirtió en un ardiente infierno; las llamas salían por todas las portillas. Jirones de negro humo de aceite quemado se elevaron por el aire tropical para luego dispersarse por las orillas arboladas.
Al no ver a nadie en pie alrededor de los cañones ni sobre la cubierta, Gunn disparó contra las dos figuras del puente. Dos balazos rompieron el pecho de Matabu. El hombre se irguió, aferró unos momentos la barandilla de la batayola, mirando la sangre que empapaba su inmaculado uniforme. Luego, lentamente, se derrumbó sobre el puente como un fardo.
Por unos instantes, un desesperado silencio cayó sobre el río. No se oía más que el chasquido de la combustión del petróleo sobre las aguas. Luego, bruscamente, como un alarido procedente de los abismos del infierno, una agónica voz sonó sobre las aguas.
13
—¡Escoria occidental! —gritó Ketou—. Habéis asesinado a mis hombres. —La figura del hombre se recortaba contra el grisáceo cielo. Sangraba por una herida en el hombro, y el desastre a su alrededor le ofuscaba por completo.
Gunn lo miró por encima de los cañones de sus vacíos fusiles. Ketou le devolvió la mirada por unos instantes, y luego la fijó en Pitt, que estaba asomándose por el puente.
—¡Escoria occidental! —repitió Ketou.
Por encima del restallar de las llamas, Pitt replicó:
—¡El juego es el juego, y usted ha perdido! —Después, añadió—: Abandone su barco. Nos acercaremos a recogerlo y...
Como impulsado por un resorte, Ketou se incorporó, subió por una escala y corrió hacia popa. La cañonera estaba escorada hacia babor, y el agua cubría ya la cubierta de cañones.
—Cárgatelo, Rudi —espetó Pía por el micrófono—. Va hacia el cañón de popa.
Sin replicar, Gunn arrojó sus armas, ya inútiles, se zambulló en el compartimento de proa y cogió una escopeta automática Remington TR870. Mientras, Pitt apretó a fondo los aceleradores, girando el timón hacia babor y haciendo que el Calíope describiera un violento viraje que terminó con la proa apuntada río arriba. Las hélices mordieron las aguas, que hirvieron bajo sus aspas, y el Calíope saltó hacia delante como un caballo de carreras saliendo de la jaula de partida.
Sobre el río sólo flotaban el aceite y los restos del naufragio. La cañonera de Ketou iniciaba su último viaje hacia el fondo del río, cuyas aguas inundaban ya su interior, levantando grandes nubes de vapor. Cuando Ketou alcanzó los cañones de treinta milímetros de popa, el agua le llegaba a las rodillas. Hizo girar los cañones hacia el yate que huía y apretó el botón disparador.
—¡Al! —gritó Pitt.
Como respuesta, sonó el zumbido del misil que Giordino acababa de lanzar desde su torreta. Una llameante lengua anaranjada, acompañada de un humo blanco, cruzó el aire en dirección a la cañonera. Pero la brusca maniobra de Pitt al girar el timón y el acelerón del yate habían desviado la puntería de Giordino. El misil pasó por encima de la semihundida cañonera y estalló entre los árboles de la orilla.
Gunn apareció en la cabina, junto a Pitt, apuntó cuidadosamente y comenzó a disparar la Remington contra Ketou. El tiempo pareció ralentizarse mientras las postas impactaban contra el cañón y el capitán africano. Pitt y Gunn estaban demasiado lejos para ver el odio y la desesperación en las negras facciones del hombre. Tampoco llegaron a ver cómo moría, sobre la mira del cañón y con la mano apretando aún el disparador.
Una ráfaga de proyectiles salió zumbando contra el Calíope, al tiempo que Pitt hacía girar bruscamente el yate hacia estribor. Pero la batalla iba a tener un sarcástico final: un muerto conseguía desquitarse de la catastrófica derrota con una precisión estremecedora. Una cortina de agua cayó sobre el yate mientras los proyectiles alcanzaban la base de sustentación sobre la que se alzaban la parabólica de conexión con el satélite, la antena de comunicaciones y el transpondedor de navegación, cuyos fragmentos cayeron al río. El parabrisas de la cabina se hizo añicos. Gunn se tiró de bruces sobre el puente, pero Pitt sólo pudo echarse sobre el timón y acelerar, huyendo de la mortífera granizada. El bramido de los motores tubordiesel les impidió escuchar los impactos de los proyectiles, pero vieron cómo los fragmentos del equipo de comunicaciones saltaban por los aires en torno a ellos.
Luego Giordino corrigio su puntería y lanzó su último misil. De pronto, la popa de la cañonera desapareció entre una nube de humo y llamas. Luego, el barco desapareció bajo las aguas, dejando tras de sí un hervidero de burbujas y una creciente mancha de aceite. El comandante en jefe de la marina de Benin y su flota fluvial habían dejado de existir.
Con gran esfuerzo, Pitt apartó la vista de los restos de la batalla y la dirigió a su barco y a sus amigos. Gunn estaba poniéndose en pie; su calva cabeza sangraba por una herida. Giordino llegó desde la sala de máquinas como quien acaba de salir de una cancha de squash: sudoroso y cansado, pero dispuesto para un nuevo partido. Señalando río arriba, gritó al oído de Pitt:
—Ahora sí que estamos listos.
—Puede que no —replicó Pitt—. A esta velocidad, entraremos en Níger dentro de veinte minutos.
—Esperemos no haber dejado testigos.
—No cuentes con ello. Aunque no haya habido supervivientes, alguien puede haber visto la batalla desde tierra. Gunn tomó a Pitt por el brazo y dijo:
—En cuanto estemos en Níger, reduce velocidad de modo que podamos reanudar la inspección.
—Afirmativo —asintió Pitt. Echó un rápido vistazo al lugar donde habían estado la parabólica y la antena de comunicaciones, y sólo entonces advirtió que habían desaparecido—. Adiós a contactar con el almirante e ínfomarle.
—Y los laboratorios de la NUMA tampoco podrán recibir mis transmisiones de datos ——comentó tristemente Gunn.
—Lástima que no podamos contarles que el crucero de placer por el río se ha convertido en una sangrienta pesadilla —dijo Giordino.
—Como no encontremos otra forma de salir de aquí, estamos listos —dijo Pitt torvamente.
—Me gustaría ver la cara del almirante cuando se entere de que le hemos estropeado su barquito —contentó Giordino, sonriendo ante la idea.
—La verás —aseguró Guni, descendiendo al compartimento de electrónica—. Claro que la veras.
Qué estúpida sangría, pensó Pitt. Al cabo de sólo día y medio de emprender la misión, ya habían matado a no menos de treinta hombres, derribado un helicóptero y hundido dos cañoneras. Y todo en nombre de la salvación de la humanidad, se dijo con sarcasmo. Ya no había posibilidad de retorno. Tenían que encontrar el contaminante antes de que las fuerzas de seguridad de Níger o Malí los detuvieran para siempre. En cualquier caso, sus vidas no valían ni el papel de un dólar falso.
Miró la pequeña antena de radar junto a la cabina. Por suerte, era lo menos dañado. La antena estaba intacta y seguía girando. Sin ella, habría sido un infierno navegar de noche por el río. La pérdida de la unidad de localización vía satélite significaría que tendrían que fijar la posición de la fuente contaminante por medio de puntos de referencia en tierra. Pero estaban ilesos y el barco, aun en buenas condiciones, navegaba a casi setenta nudos. La única preocupación de Pitt en ese momento era evitar el choque con algún tronco u objeto flotante. A tal velocidad, cualquier colisión desfondaría el yate, convirtiéndolo en un amasijo.
Por suerte, el río carecía de obstáculos flotantes, y los cálculos de Pitt fueron sólo ligeramente inexactos. Tardaron únicamente dieciocho minutos en entrar en aguas de la República de Níger, sin divisar, en el cielo o en el agua, a ningún tipo de fuerzas de seguridad. Cuatro horas más tarde echaron amarras en el muelle de abastecimiento de Niamey, la capital. Tras cargar combustible y soportar el clásico asedio de las autoridades de inmigración, fueron autorizados para proseguir el viaje.
Mientras el Calíope dejaba atrás los edificios de Niamey y el puente de John F. Kennedy, Giordino comentó, en tono alegre y desenfadado:
—Vamos bien, pues las cosas ya no pueden estar peor.
—De ir bien, nada —dijo Pitt, al timón—. Y las cosas pueden ponerse muchísimo peor.
Giordino lo miró.
—¿A qué viene tanto pesimismo? La gente de por aquí no parece tener nada contra nosotros.
—Todo ha sido demasiado fácil —dijo lentamente Pitt—. En esta parte del mundo, las cosas no son así, y menos después de nuestro altercado con las cañoneras beninesas. ¿No te fijaste en que mientras mostrábamos nuestros pasaportes y los papeles del barco a los de inmigración no vimos ni a un policía ni a un centinela militar?
—Una coincidencia —dijo Giordino, con un encogimiento de hombros—. 0 simple negligencia.
Pitt negó solemnemente con la cabeza.
—Ni lo uno, ni lo otro. Tengo el presentimiento de que alguien juega con nosotros.
—¿Crees que las autoridades de Níger sabían de nuestro encontronazo con la marina de Benin?
—Por estos contornos las noticias vuelan, y estoy seguro de que nos llevan la delantera. Los militares benineses seguro que han alertado al gobierno de Níger.
Esto no convenció a Giordino.
—Entonces, ¿por qué no nos han detenido los burócratas locales?
—No tengo ni idea —replicó Pitt, pensativo.
—¿Sandecker? —sugirió Giordino—. Quizá él haya intervenido.
Pitt negó con la cabeza.
—En Washington, el almirante es un pez gordo; pero aquí ni pincha ni corta.
—Entonces, alguien desea algo que nosotros tenemos.
—Por ahí parecen ir los tiros.
—Pero, ¿qué? —preguntó Giordino, exasperado—. ¿Nuestros datos sobre la contaminación?
—Salvo nosotros tres, Sandecker y Chapman, nadie conoce nuestra misión. A no ser que haya habido un chivatazo, tiene que tratarse de otra cosa.
—¿Cómo qué?
Pitt sonrió.
—Como, por ejemplo, nuestro barco.
—¿El Calíope? —La incredulidad de Giordino era evidente—. Busca una explicación mejor.
—No —dijo tajantemente Pitt—. Piénsalo bien. Un navío altamente especializado, construido en secreto, capaz de hacer setenta nudos y de llevarse por delante a dos cañoneras y un helicóptero en tres minutos. Cualquier jefe militar de África Occidental daría un ojo de la cara por hacerse con él.
—Bien, lo acepto —dijo Giordino a regañadientes—. Pero contéstame a esto: si el Calíope es tan deseable, ¿por qué no lo requisaron los de Níger mientras repostábamos en Niamey?
—Tal vez tuvimos suerte... 0 quizá alguien haya hecho un trato.
—¿Quién?
—Lo ignoro —contestó Pitt.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea.
—Entonces... ¿cuándo cae el hacha? —preguntó Giordino.
—Si nos han dejado llegar tan lejos, será que la respuesta se encuentra en Malí.
Giordino miró a Pitt.
—Así que no volveremos por donde vinimos.
—Al hundir la flota de Benin, compramos un pasaje sin regreso.
—Bueno, siempre he creído que, más que en llegar, la diversión está en el viaje.
—Pues la diversión se terminó, si eres tan morboso como para considerarla así. —Pitt miró las orillas del río, en las que la verde vegetación había dado paso a un desnudo paisaje de arbustos, piedra, y tierra rojiza—. A juzgar por el terreno, si esperamos volver a casa alguna vez, tendremos que cambiar el yate por unos camellos.
—Vaya por Dios —gruñó Giordino—. ¿Me ves montado en uno de esos engendros de la naturaleza? Yo soy un hombre razonable, convencido de que Dios creó el caballo sólo para que hiciera bonito en las películas del Oeste.
—Sobreviviremos —dijo Pitt—. Una vez encontremos la fuente de la intoxicación, el almirante removerá cielo y tierra para recuperarnos.
Giordino se volvió y miró sombríamente Níger abajo.
—Así que éste es —dijo lentamente.
—Este es, ¿qué?
—El legendario río de irás y no volverás.
Los labios de Pitt se curvaron en una maliciosa sonrisa.
—Ya que estamos en semejante lugar arriemos la bandera francesa y hagamos ondear la nuestra.
—Tenemos orden de ocultar nuestra nacionalidad —protestó Giordino—No podemos ir haciendo salvajadas bajo las barras y estrellas.
—¿Quién ha hablado de las barras y estrellas?
Giordino comprendió que Pitt se traía algo ente manos.
—Muy bien: ¿bajo qué bandera propones que naveguemos?
—Bajo ésta. —Abrió un cajón y sacó una bandera negra que arrojó a Giordino—. La cogí en una fiesta de disfraces a la que asistí hace un par de meses.
Giordino puso cara de víctima al contemplar la calavera que le sonreía desde el centro del paño rectangular.
—¿Pretendes que icemos la bandera pirata?
—¿Por qué no? —La sorpresa de Pitt por la desazón de Giordino pareció auténtica—. Me parece propio y oportuno que, puesto que vamos a armar la gran zapatiesta, lo hagamos bajo la enseña adecuada.
14
—Bonito grupo internacional de detectores de contaminación estamos hechos —refunfuñó Hopper, mientras observaba el ocaso sobre los lagos y marismas del alto Níger—. Lo único que hemos encontrado es la típica indiferencia tercermundista hacia la higiene.
Eva estaba sentada en una banqueta plegable, frente a una pequeña estufa de petróleo para combatir el frío nocturno.
—He hecho análisis buscando casi todas las toxinas conocidas, y creo he encontrado rastro de ninguna de ellas. Nuestra enfermedad fantasma es sumamente escurridiza.
Junto a ella estaba sentado un hombre de más edad, alto, fuerte, de cabellos grises y mirada inteligente y reflexiva. Natural de Nueva Zelanda, el doctor Warren Grimes era el jefe epidemiólogo del proyecto. Contempló su vaso de soda.
—Yo tampoco he encontrado nada. Cuantos cultivos he observado en un radio de quinientos kilómetros, estaban libres de microorganismos relacionados con la enfermedad.
—¿No habremos pasado algo por alto? —preguntó Hopper, dejándose caer en un acolchado sillón plegable.
Grimes se encogió de hombros.
—Sin víctimas, no puedo hacer entrevistas ni autopsias. Sin víctimas, no puedo obtener muestras de tejidos ni analizar resultados. Necesito datos de referencia para comparar síntomas.
—Si hay alguien muriendo a causa de la contaminación tóxica —dijo Eva—, desde luego no está en las inmediaciones.
Hopper apartó la vista del cielo anaranjado del anochecer y fue a servirse una taza de la tetera que había sobre la estufa.
—Quizá las noticias fueran falsas o exageradas.
—Los informes que recibió la ONU eran muy vagos —le recordó Grimes.
—Puede que, al comenzar a trabajar sin datos fidedignos ni localizaciones exactas, nos hayamos precipitado.
—Creo que nos están ocultando lo que ocurre —dijo de pronto Eva.
Se produjo un silencio. La vista de Hopper fue de Eva a Grimes.
—Si es así, lo hacen muy bien —dijo al fin Grimes.
—Me inclino a pensar lo mismo —dijo Hopper con curiosidad—. Los equipos de Níger, Chad y el Sudán tampoco están consiguiendo resultados.
—Lo cual sugiere que la contaminación está en Malí, y no en las otras naciones —dijo.
—A las víctimas se las puede enterrar —observó Grimes—. Pero los rastros de la contaminación son inocultables. Si estuviera por aquí, la habríamos encontrado. En mi opinión, estamos persiguiendo un fantasma.
Eva lo miró fijamente: sus ojos azules se agrandaban por el reflejo de las llamas de la estufa.
—Si pueden enterrar a las víctimas, también pueden alterar los informes.
—Ajá —asintió Hopper—. En lo que dice Eva puede haber algo de verdad. No confío en Kazim ni en las víboras que lo rodean. Nunca he confiado. ¿Y si hubiesen alterado los informes para mantenernos fuera de juego? ¿Y si la contaminación no se encuentra donde nos han hecho creer que está?
—Es una posibilidad digna de consideración —admitió Grimes—. Nos hemos concentrado en las regiones más húmedas y populosas del país partiendo de la base de que en ellas se daba la mayor incidencia de enfermedad y contaminación.
—¿Adónde iremos desde aquí? —preguntó Eva.
—De regreso a Tombuctú —dijo Hopper con firmeza—. ¿Os fijasteis en la actitud de la gente que interrogamos antes de venir al sur? Todos estaban nerviosos, preocupados. Se les notaba en las caras. Es posible que les hicieran guardar silencio por medio de amenazas.
—Especialmente, los tuaregs del desierto —recordó Grimes.
—Querrás decir que especialmente sus mujeres y niños —añadió Eva—. Se negaron a dejarse examinar.
Hopper sacudió la cabeza.
—La culpa es mía. Fui yo quien tomé la decisión de darle la espalda al desierto. Fue un error. Ahora me doy cuenta.
—Eres un científico, no un adivino —lo consoló Grimes.
—Sí —estuvo de acuerdo Hopper—. Soy un científico, pero detesto que me tomen el pelo.
—Lo que más nos despistó a todos —dijo Eva—, es la obsequiosa actitud del capitán Batutta.
Grimes la miró.
—Es cierto. Has vuelto a dar en el clavo, muchacha. Ahora que lo mencionas, me doy cuenta de que la cooperación de Batutta ha rayado en el servilismo.
—Cierto ——asintió Hopper—. Nos ha permitido ir a donde nos diese la realísima gana, sabiendo que estábamos a cientos de kilómetros del verdadero rastro.
Gimes terminó su soda.
—Será interesante ver su expresión cuando le digas que volvemos al desierto, a comenzar de nuevo partiendo de cero.
—Antes de que yo termine de decirlo, él ya estará contándoselo por radio al coronel Mansa.
—También podríamos mentir —dijo Eva.
—Mentir ¿para qué? —preguntó Hopper.
—Para sacárnoslos a él y a los demás de encima.
—Te escucho —dijo Hopper a Eva.
—Dile a Batutta que damos el proyecto por concluido. Que no hemos encontrado ni rastro de contaminación y que regresamos a Tombuctú para hacer las maletas y volver a casa.
—Perdona, pero no te sigo. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Según las apariencias, el equipo renuncia, se retira —explicó Eva—. Batutta, aliviadísimo, nos dice adiós con la mano cuando despegamos. Sólo que no volamos a El Cairo, aterrizamos en el desierto y reiniciamos la operación por nuestra cuenta, sin perros guardianes.
Los dos hombres se tomaron unos segundos para asimilar la propuesta de Eva. Hopper se echó hacia delante, meditando intensamente. En cuanto a Grimes, parecía como si alguien le hubiese propuesto montar en el siguiente cohete a la luna.
—Imposible —dijo al fin Grimes, casi en tono de disculpa—. Un reactor no puede aterrizar en mitad del desierto así como así. Hace falta una pista de por lo menos un kilómetro.
—En el Sahara hay zonas en las que el terreno es totalmente liso por cientos de kilómetros —arguyó Eva.
—Excesivamente arriesgado —replicó tozudamente Grimes—. Si Kazim se enterase, lo pagaríamos caro.
Eva dirigió una fugaz mirada a Grimes y otra más detenida a Hopper, en cuyo rostro detectó el inicio de una sonrisa.
—Es posible —dijo firmemente la mujer.
—Cualquier cosa es posible aunque frecuentemente no sea práctica. —Hopper descargó el puño contra el brazo de su sillón plegable con tal fuerza que casi lo rompió—. Qué demonios: merece la pena intentarlo.
Grimes lo miró fijamente.
—No hablarás en serio.
—Claro que sí. El piloto y la tripulación tendrán la última palabra, naturalmente. Pero con el adecuado incentivo, como por ejemplo una sabrosa gratificación, creo que aceptarán correr el riesgo.
—Olvidas algo —dijo Grimes.
—¿Qué?
—¿Qué transporte utilizaremos una vez en tierra?
Eva señaló con la cabeza hacia el pequeño «Mercedes» todo terreno con plataforma de remolque adosada que les había facilitado el coronel Mansa en Tombuctú.
—El «Mercedes» cabe por el portón de carga.
—Que se encuentra a dos metros del suelo —dijo Grimes—. ¿Cómo piensas subirlo a bordo?
—Montaremos una rampa y subirá rodando —replicó jovialmente Hopper.
—Tendrás que hacerlo delante de las narices de Batutta.
—No es un problema irresoluble.
—El vehículo pertenece al ejército maliense. ¿Cómo vas a justificar su desaparición?
—Rellenando un simple formulario —se encogió de hombros Hopper—. Al coronel Mansa se le dirá que unos ladrones nómadas lo robaron.
—Es una locura —anunció Grimes.
Súbitamente, Hopper se puso en pie.
—Decidido. Empezaremos nuestra pequeña comedia mañana a primera hora. Eva: ocúpate de contarles nuestro plan a los demás científicos. Yo me arrimaré a Batutta y disiparé sus recelos lamentándome como una Magdalena por nuestro fracaso.
—Hablando de nuestro guardián... —dijo Eva, mirando en torno—. ¿Dónde se esconde?
—En ese bonito vehículo de recreo con equipo de comunicaciones —replicó Grimes—. Prácticamente, vive en él.
—Aunque a nosotros nos viene muy bien, es extraño que, cada vez que nos reunimos a hablar, él desaparezca.
—Yo diría que es sumamente cortés por su parte —Grimes se levantó y se desperezó. Dirigió una furtiva mirada al equipo de comunicaciones y, no viendo a Batutta, se sentó de nuevo—. Ni rastro de el. Probablemente estará dentro, viendo programas musicales europeos por la televisión.
—O hablando por radio, informando al coronel Mansa de los últimos chismorreos de nuestro circo científico —dijo Eva.
—No puede tener mucho de lo que informar —rió Hopper—. No se mezcla con nosotros lo suficiente para saber qué diabluras tramamos.
El capitán Batutta no estaba informado a su superior, al menos de momento. Se encontraba sentado en el interior de su camioneta, y tenía puestos unos auriculares estéreo conectados a un sistema electrónico de escucha sumamente sensible. El amplificador, montado en el techo del vehículo, estaba dirigido hacia la estufa del campamento. Se echó hacia delante y ajustó el hipersensible detector, ampliando la superficie receptora.
Cada palabra que pronunciaba Eva y sus colegas llegaba sin la más mínima distorsión a los oídos del hombre, cada murmullo y susurro. Naturalmente, todo ello quedaba grabado. Batutta escuchó la conversación hasta que terminó y el trío se separó, Eva para poner al corriente del nuevo plan al resto del equipo, y Hopper y Grimes para ir a estudiar mapas del desierto.
Batutta levantó un teléfono conectado con un satélite de co municaciones que utilizaban conjuntamente varias naciones africanas y marcó un número. Le respondió una voz a mitad de un bostezo.
—Central de Seguridad, distrito de Gao.
—Aquí el capitán Batutta. Póngame con el coronel Mansa.
—Un momento, señor —dijo apresuradamente la voz. Pasaron cinco minutos antes de que Mansa se pusiera al aparato.
—Sí, capitán.
—Los científicos de la ONU planean una estratagema.
—¿Qué clase de estratagema?
—Se proponen informarnos de que no han encontrado ni rastro de la contaminación ni de sus víctimas...
—O sea que el brillante plan del general Kazim para retener—los lejos de las zonas contaminadas ha tenido éxito —le interrumpió Mansa.
—Hasta ahora —dijo Batutta—. Pero ya se han dado cuenta de las intenciones del general. El doctor Hopper se propone anunciar la clausura del proyecto y el regreso de él y su gente a Tombuctú, desde donde saldrán para El Cairo en vuelo charter.
—El general se sentirá muy satisfecho.
—No cuando se entere de que Hopper no tiene la menor intención de salir de Malí.
—¿Cómo dice? —preguntó Mansa.
—Piensan sobornar a los pilotos para que aterricen en el desierto y luego emprenderán una nueva búsqueda de la contaminación por nuestras aldeas nómadas.
Mansa notó como si, de pronto, la boca se le hubiese llenado de arena.
—Eso puede ser desastroso. El general se enfurecerá cuando se entere.
—No es culpa nuestra —se apresuró a decir Batutta.
—Ya conoce usted su ira. Cae lo mismo sobre los inocentes que sobre los culpables.
—Hemos cumplido con nuestro deber —replicó Batutta con aplomo.
—Manténgame informado de los movimientos de Hopper —ordenó Mansa—. Comunicaré personalmente su informe al general.
—¿Se encuentra en Tombuctú?
—No: en Gao. Por suerte, está en el yate de Yves Massarde, que se halla anclado en el muelle, a las afueras. Tomaré un transporte militar y en media hora estaré allí.
—Buena suerte, coronel.
—Vigile a Hopper en todo momento e infórmeme de cualquier cambio de sus planes.
—Como usted ordene.
Mansa colgó y se quedó mirando el teléfono, evaluando las implicaciones del informe de Batutta. De no haberse descubierto su plan, Hopper podría haber encontrado a las víctimas de la contaminación allá en el Sáhara, donde a nadie se le había ocurrido buscar. Lo cual habría sido una calamidad. El capitán Batutta le había salvado de un enorme atolladero, quizá incluso de ser ejecutado bajo apañada acusaciones de traición, que era lo que Kazim solía hacer para eliminar a los oficiales que le desagradaban. Se había librado por los pelos. Si cogía a Kazim de buen humor, quizá lograse un puesto en el Alto Estado Mayor.
Mansa llamó a su ayudante, en el antedespacho, y le ordenó que le preparase su uniforme de gala y un avión. Comenzaba a sentirse inundado por la euforia. Lo que casi había sido una catástrofe se convertiría en la oportunidad de aniquilar a los intrusos extranjeros.
Una lancha rápida aguardaba en el muelle, bajo una mezquita, cuando Mansa se apeó del automóvil militar que lo había trasladado desde el aeropuerto. Un marinero de uniforme soltó las amarras de proa y popa y luego saltó a la cabina. Accionó el mando de ignición, y el gran motor marino Citroen V—8 se puso en marcha con un rugido.
El yate de Massarde se mecía en el centro del río, con el ancla de proa echada y sus luces reflejándose en la mansa corriente. En realidad, el yate era una mansión flotante de tres pisos de altura. Su fondo plano le permitía navegar fácilmente arriba y abajo del río durante las temporadas de crecida.
Mansa jamás había estado a bordo; pero había escuchado historias de la gran escalinata con lucerna de cristal que ascendía de la lujosa suite principal hasta el helipuerto; de los diez suntuosos camarotes amueblados con antigüedades francesas; del comedor de alto techo con murales de la época de Luis XIV, sacados de las paredes de un cháteau del Loira; de la sauna, los Jacuzzi, del bar montado sobre una plataforma giratoria, y del sistema electrónico de comunicaciones que conectaba a Massarde con su imperio mundial. Todo ello se unía para convertir a la mansión flotante en algo único y extraordinario.
Al pasar de la lancha a la pasarela del yate, el coronel abrigaba la esperanza de ver el interior del lujoso navío, pero sus ilusiones se esfumaron cuando Kazim salió a recibirlo a cubierta, junto a la pasarela. Sostenía una copa de champán mediada. No hizo amago de ofrecer otra a Mansa.
—Espero que si ha interrumpido mi reunión de negocios con Monsieur Massarde será por motivos tan urgentes como su mensaje daba a entender —dijo fríamente Kazim.
Mansa saludó marcialmente y comenzó a hacer un rápido pero preciso informe, embelleciendo la realidad y puliendo los detalles de lo contado por Batutta sobre el equipo de la OMS, aunque sin mencionar nunca al capitán por su nombre.
Kazim escuchaba con curioso interés. Sus negros ojos miraban sin el brillo de las luces del barco reflejadas en el agua. Una expresión preocupada cruzó por su rostro, aunque no tardó en ser sustituida por una torcida sonrisa.
Al terminar Mansa de hablar, Kazim le preguntó:
—¿Cuándo está previsto que Hopper y su caravana lleguen a Tombuctú?
—Si salen mañana por la mañana, es probable que lleguen a última hora de la tarde.
—Tiempo más que suficiente para que el buen doctor se lleve un buen chasco. —Kazim miró a Mansa gélidamente—. Confío en que se muestre adecuadamente decepcionado y solícito cuando Hopper le anuncie el fracaso de sus investigaciones.
—Actuaré con la mayor diplomacia —aseguró Mansa.
—Su avión y sus tripulantes, ¿continúan en Tombuctú? Mansa asintió.
—Los pilotos se alojan en el hotel «Azalai».
—¿Y Hopper se propone pagarles una gratificación para que aterricen en el desierto, al norte de aquí?
—Sí: eso dijo a los otros.
—Debemos hacernos con el control del aparato.
—¿Desea que soborne a los pilotos, ofreciéndoles más que Hopper?
—Eso sería tirar el dinero —replicó desdeñosamente Kazim—. Mátelos.
Mansa, que casi esperaba la orden, ni rechistó.
—Sí, señor.
—Y sustitúyalos por pilotos de los nuestros que se les asemejen en estatura y rasgos faciales.
—Un plan maestro, mi general.
—Otra cosa: informe al doctor Hopper de que insisto en que el capitán Batutta los acompañe a El Cairo, para actuar en mi nombre ante la Organización Mundial de la Salud. Él supervisará la operación.
—¿Qué órdenes debo dar a nuestra dotación de reemplazo? Con un brillo de maldad en los oscuros ojos, Kazim replicó:
—Ordéneles que aterricen con el doctor Hopper y su grupo en Asselar.
—Asselar. —Sólo pronunciar el nombre hizo que Mansa notara como si la boca se le llenara de ácido—. Hopper y su gente serán asesinados por los salvajes mutantes de Asselar, como ocurrió con los turistas del safari.
—Eso —dijo fríamente Kazim—, que Alá lo decida.
—¿Y si, por algún motivo imprevisto, sobreviven? —Mansa planteó la pregunta con la mayor de las delicadezas.
Una maligna expresión se extendió por el rostro de Kazim, produciendo escalofríos en su interlocutor. Con una astuta sonrisa y un malicioso brillo en los oscuros ojos, el general dijo:
—Para ese caso, siempre está Tebezza.
SEGUNDA PARTE
TIERRA MUERTA
15 de mayo, 1996
Nueva York
15
En el aeropuerto Floyd Bennet, en la orilla de Jamaica Bay, Nueva York, un hombre con aspecto de hippy de los años sesenta permanecía recostado contra un Jeep Wagoneer estacionado en un extremo de la pista. A través de unos viejos gemelos, miró el avión color turquesa que rodaba entre la tenue niebla matinal y se detuvo a sólo diez metros de distancia. Cuando Sandecker y Chapman se apearon del reactor de la NUMA, el hombre se adelantó para recibirlos.
El almirante se fijó en el coche e hizo un gesto de satisfacción. Detestaba las limusinas e insistía en usar vehículos con tracción a las cuatro ruedas para su transporte personal. Dirigió una breve sonrisa al hombre que, con su coleta y su cazadora Levis, dirigía el inmenso banco informático de datos de la NUMA. De todos los directivos del equipo de Sandecker, Hiram Yaeger era el único que incumplía sin problemas las normas relativas a la indumentaria.
—Gracias por acudir a recogernos, Hiram. Lamento haberte hecho venir desde Washington con tantas prisas.
Yaeger fue hacia él con la mano extendida.
—No se preocupe, almirante. Me vendrá bien estar un tiempo lejos de mis máquinas. —Se volvió hacia el doctor Chapman—. ¿Qué tal el vuelo desde Nigeria, Darcy?
—El techo de la cabina era demasiado bajo, y mi asiento excesivamente angosto —se quejó el altísimo toxicólogo—. Y, para empeorar las cosas, el almirante me ha dejado diez a cuatro jugando al gin rummy.
—Metamos el equipaje en el coche. Tenemos una entrevista en Manhattan.
—¿Concertaste cita con Hala Kamil? —preguntó Sandecker. Yaeger movió afirmativamente la cabeza.
—Telefoneé a la ONU en cuanto supe la hora de llegada del avión. La secretaria general Kamil ha alterado su agenda para recibirnos. A su ayudante le sorprendió que hiciera eso por usted.
Sandecker sonrió.
—Somos viejos amigos.
—Lo recibirá a las diez y media.
El almirante echó un vistazo a su reloj.
—Falta hora y media. Nos da tiempo a tomar un café y desayunar.
—Buena idea —dijo Chapman, entre bostezos—. Me muero de hambre.
Montaron en el Jeep, salieron del aeropuerto y se dirigieron a una cafetería de Coney Island. Una vez en ella, se acomodaron en un reservado. Los atendió una camarera que no quitaba ojo al imponente doctor Chapman.
—¿Qué va a ser, señores?
Chapman pidió una tortilla de pastrami y salami, y Yaeger un croissant. Guardaron silencio, sumidos en sus pensamientos, hasta que la camarera les llevó el café. Sandecker echó un cubito de hielo en su taza para enfriar el líquido y luego se retrepó en su asiento.
—¿Qué dicen tus chismes electrónicos acerca de la marea roja? —preguntó a Yaeger.
—Las proyecciones son bastantes desastrosas —dijo el experto en informática—. Hemos seguido su proliferación mediante fotos del satélite. Su velocidad de crecimiento es alucinante. Es como el viejo cuento en el que empiezas con un centavo, lo doblas cada día y a fin de mes eres multimillonario. La marea roja de Africa Occidental se extiende y dobla de tamaño cada cuatro días. A las cuatro de la madrugada cubría un área de doscientos cuarenta mil kilómetros cuadrados.
—Cerca de cien mil millas cuadradas —dijo Sandecker, traduciendo al viejo sistema de medidas.
—A ese ritmo, en tres o cuatro semanas cubrirá todo el Atlántico Sur —calculó Chapman.
—¿Algún indicio de la causa? —preguntó Yaeger.
—Sólo que, probablemente, se trata de un organometal que produce una mutación en los dinoflagelados que forman el alma de la marea.
—¿Organometal?
—Una combinación de un metal con una sustancia orgánica —explicó Chapman.
—¿Hay algún compuesto que destaque?
—Por ahora, no. Hemos identificado infinidad de contaminantes, pero ninguno de ellos parece ser el responsable. De momento, nuestra única hipótesis es que, no sabemos cómo, un elemento metálico se mezcló con compuestos sintéticos o residuos químicos arrojados al río Níger.
—Incluso podría tratarse de los desechos de un laboratorio biotécnico experimental —sugirió Yaeger.
—En Africa Occidental no hay laboratorios de ese tipo —afirmó categóricamente Sandecker.
—Sea cual sea ese cochino potingue, lo cierto es que actúa como excitante —continuó Chapman—, casi como una hormona, y crea una marea roja mutante con un pasmoso ritmo de crecimiento y de una increíble toxicidad.
Llegó la camarera y en la conversación se produjo una pausa, mientras la mujer les servía el desayuno y volvía a llenar sus tazas de café.
—¿Hay alguna posibilidad de que se trate de una reacción bacterial causada por un vertido de aguas negras? —preguntó Yaeger, al tiempo que miraba tristemente su croissant, que parecía haber sufrido el pisotón de una grasienta bota.
—Las aguas negras sirven de alimento a las algas, lo mismo que el estiércol nutre la vegetación terrestre —dijo Chapman—; pero éste no es el caso. Nos enfrentamos a un desastre ecológico que va mucho más allá de lo que los vertidos del alcantarillado pueden producir.
—0 sea que, mientras nosotros desayunamos —dijo Sandecker—, está formándose una marea roja a cuyo lado la marea negra iraquí de 1991 es como un charquito en las praderas de Kansas.
—Y no podemos hacer nada para detenerla —admitió Chapman—. Sin los necesarios análisis de muestras de agua, sólo puedo teorizar sobre el compuesto químico. Hasta que Rudi Gunn encuentre la aguja en el pajar y averigüe qué o quién la puso allí, tenemos las manos atadas.
—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Yaeger.
—Las últimas noticias, ¿de qué? —murmuró Sandecker, entre bocados.
—De nuestros tres amigos del Níger —replicó Yaeger, irritado por la aparente indiferencia de Sandecker—. La transmisión de sus datos telemétricos se cortó súbitamente ayer.
El almirante miró en torno para asegurarse de que nadie más le oía.
—Se vieron envueltos en un pequeño altercado con dos cañoneras y un helicóptero de la marina de Benin.
—¡Un pequeño altercado! —exclamó incrédulamente Yaeger—. ¿Cómo demonios sucedió? ¿Resultaron heridos?
—Suponemos que salieron sanos y salvos —dijo Sandecker, sin comprometerse—. Iban a ser abordados. Si deseaban mantener el proyecto en marcha, su única opción era entrar en combate. Su equipo de comunicaciones debió de resultar averiado durante la batalla.
—Eso explica el fallo en la telemetría —dijo Yaeger, calmándose.
Sandecker prosiguió:
—Fotos satélite de la Agencia Nacional de Seguridad muestran que tras destruir ambos barcos y el helicóptero, prosiguieron la travesía y cruzaron la frontera, entrando en Malí.
Yaeger se hundió en su asiento. De pronto, había perdido el apetito.
—Pues en Malí se quedarán. Se han metido en un callejón sin salida. He leído informes sobre el gobierno maliense. Su líder, un militar, es el que menos respeto siente hacia los derechos humanos en toda África Occidental. En cuanto detengan a Pitt y a los otros, los colgarán de la palmera más próxima.
—Ese es el motivo de nuestra visita a la secretaria general de las Naciones Unidas —dijo Sandecker.
—¿Y qué puede hacer ella?
—La ONU es la única esperanza de salvar a nuestro equipo y de obtener la información que haya conseguido.
—Puede que me equivoque, pero comienzo a sospechar que nuestra investigación en el río Níger no tiene la sanción oficial— comentó Yaeger.
—No logramos convencer a los políticos de que era un asunto de máxima urgencia —dijo Chapman, frustrado—. Insistían una y otra vez en formar un comité especial para estudiar el caso. ¿Se lo imaginan? El mundo al borde de su extinción y lo único que quieren nuestros ilustres gobernantes, democráticamente elegidos, es reunirse y discutir pomposamente apoltronados en sus cómodos sillones. Una pandilla de mequetrefes, eso es lo que son.
Sandecker sonrió ante las palabras de Chapman.
—Lo que Darcy quiere decir es que expusimos la urgencia de la situación al secretario de Estado y a varios líderes del Congreso. Les pedimos que exigieran a las naciones de África Occidental que nos permitiesen analizar el agua de sus ríos. Nuestros admirados políticos nos dijeron que ni hablar.
Yaeger lo miró fijamente.
—Así que, para ahorrarse trámites, envió sin permiso a Pitt, Giordino y Gunn.
—No me quedó otro remedio. El tiempo se acaba. Tuvimos que actuar a espaldas de nuestro propio gobierno. Si el asunto trasciende, acabaré con el culo metido en ácido.
—La cosa está peor de lo que pensaba.
—Por eso necesitamos a la ONU —dijo Chapman—. Sin su cooperación, lo más probable es que Pitt, Giordino y Gunn acaben sus días pudriéndose en una cárcel de Malí.
—Y la información que tan desesperadamente necesitamos desaparecerá con ellos —dijo Sandecker.
Yaeger parecía desolado.
—Los sacrificó, almirante. Premeditadamente, sacrificó usted a nuestros mejores amigos.
Sandecker dirigió a Yaeger una mirada de hielo.
—¿Crees que no me costó una agonía infernal tomar la decisión? Teniendo en cuenta los riesgos, ¿a quién hubieras encomendado el trabajo? ¿A quién habrías enviado Níger arriba?
Antes de responder, Yaeger se frotó las sienes por unos momentos. Al fin, asintió:
—Tiene usted razón, desde luego. Son los mejores. Si alguien puede lograr lo imposible, ése es Pitt.
—Me alegro de que estés de acuerdo —rezongó Sandecker y, tras mirar de nuevo su reloj, dijo—: Vámonos. Puesto que voy a arrodillarme ante ella e implorar como un alma en pena, no quiero hacer esperar a la secretaria general.
Hala Kamil, la secretaria general de las Naciones Unidas, de origen egipcio, poseía la belleza y el misterio de Nefertiti. Tenía cuarenta y siete años, ojos color ébano de insondable mirada, largo cabello negro que le llegaba un poco más abajo de los hombros, delicados rasgos faciales y tersa piel. Pese a la gran carga que suponía su prestigioso puesto, la mujer lograba mantener su belleza y aspecto juvenil. Era alta y su bien formada figura se evidenciaba pese a su clásico estilo en el vestir.
Cuando Sandecker y sus amigos entraron en su oficina del edificio de las Naciones Unidas, la mujer se levantó de detrás del escritorio y se adelantó a recibirlos.
—Almirante Sandecker... Cómo me alegro de volverlo a ver.
—El placer es mío, señora secretaria. —A Sandecker, la presencia de una mujer bella lo revitalizaba. Devolvió el firme apretón de manos de la egipcia, añadiendo una inclinación—. Gracias por recibirnos.
—Es usted asombroso, almirante. No ha cambiado nada.
—Usted sí: parece aún más joven.
Ella le dirigió una encantadora sonrisa.
—Dejémonos de cumplidos. Los dos tenemos unas cuantas arruguitas de más. Han pasado varios años.
—Casi cinco. —El hombre se volvió e hizo las presentaciones de Chapman y Yaeger.
Hala no pareció reparar en la estatura de Chapman ni en la indumentaria de Yaeger. Estaba muy acostumbrada a recibir a personas de todos los tamaños y aspectos, procedentes de un centenar de naciones. Con su mano menuda, señaló dos sofás enfrentados.
—Tomen asiento, por favor.
—Seré breve —dijo Sandecker, sin preámbulos. —Necesito su ayuda para un asunto urgente referido a un desastre ambiental que se está produciendo y que amenaza la misma existencia de la raza humana.
Los oscuros ojos de la mujer lo miraron con escepticismo.
—Ésas son palabras muy graves, almirante. Si se trata de otra agorera predicción sobre el efecto invernadero, le advierto que ya soy inmune a ellas.
—Es algo mucho peor —replicó seriamente Sandecker—. Para fin de año, la mayoría de la población mundial habrá dejado de existir.
Hala miró a los tres hombres sentados ante ella. Sus rostros expresaban una grave preocupación. Comenzó a creer en las palabras del almirante; no sabía exactamente por qué, pero conocía a Sandecker lo suficiente para saber que no era dado a los alarmismos, y no andaría anunciando apocalípticas catástrofes a no ser que tuviera pruebas científicas concluyentes.
—Siga —pidió lacónicamente.
Sandecker cedió la palabra a Chapman y Yaeger, que informaron sobre sus descubrimientos sobre la proliferante marea roja. Al cabo de veinte minutos, Hala se excusó y oprimió un botón del intercomunicador de su escritorio.
—Sarah: tenga la bondad de llamar al embajador del Perú, dígale que ha surgido un asunto de gran importancia y que si no le importa celebraremos nuestra entrevista mañana a la misma hora.
—Agradecemos mucho el tiempo y el interés que nos dedica —dijo sinceramente Sandecker.
—¿No quedan dudas acerca del peligro? —preguntó Hala a Chapman.
—Ninguna. Si la marea roja se extiende por los océanos, terminará con el oxígeno necesario para mantener la vida en el mundo.
—Y eso sin tomar en cuenta su toxicidad —añadió Yaeger—, que es seguro que terminará con toda vida marina y con cualquier persona o animal que ingiera el contaminante.
La mujer miró a Sandecker.
—¿Qué me dice de su Congreso, de sus científicos? Supongo que tanto su gobierno como la comunidad ecológica mundial estarán preocupados.
—Claro que lo están —replicó Sandecker—. Hemos presentado nuestras pruebas al presidente y a diversos miembros del Congreso, pero los mecanismos burocráticos son lentos. Varios comités estudian la cuestión. Pero no se toman decisiones. La magnitud de la tragedia se les escapa. No asimilan el hecho de que el tiempo se está acabando.
Chapman dijo:
—Naturalmente, hemos comunicado nuestros informes a los oceanógrafos y a los científicos medioambientales. Pero hasta que logremos identificar la causa exacta de esa plaga de los mares, poco puede hacerse por solucionar el problema.
Hala guardó silencio. Le resultaba difícil asimilar en unos momentos la noticia del inminente apocalipsis. En cierto modo, apenas podía hacer nada. Ser secretaria general de la ONU era como gobernar un reino imaginario. Su cometido consistía en vigilar las diversas funciones pacificadoras y los múltiples programas comerciales y humanitarios. Coordinaba; pero no mandaba. Tras mirar fijamente a Sandecker, dijo:
—Aparte de prometerle la cooperación de la Organización Medioambiental de las Naciones Unidas, no veo qué otra cosa puedo hacer.
El aplomo de Sandecker iba en aumento. Con voz baja y tensa, dijo lentamente:
—En un intento de averiguar las causas de la marea roja, envié a unos hombres para que remontaran el río Níger en un barco y fuesen analizando sus aguas.
Los ojos de Hala se hicieron fríos y penetrantes.
—¿Fue su barco el que hundió las cañoneras beninesas?
—Está usted excelentemente informada.
—Me llegan noticias de casi todo cuanto ocurre en el mundo.
—Sí: fue un barco de la NUMA —admitió Sandecker.
—Le supongo enterado de que el almirante que estaba al mando de la marina de Benin, y que era hermano del presidente de la nación, resultó muerto en la batalla.
—Eso me han dicho.
—Además, tengo entendido que su barco enarbolaba una bandera francesa. Si sus hombres llevaran a cabo un sucio trabajo clandestino bajo una bandera extranjera, eso podría costarles que los africanos los fusilasen como agentes enemigos.
—Mis hombres eran conscientes del peligro, y aun así se presentaron voluntarios. Sabían que, si pretendemos frenar la marea roja antes de que escape a las posibilidades de nuestra tecnología, cada minuto cuenta.
—¿Siguen con vida?
Sandecker movió afirmativamente la cabeza.
—Mis últimas noticias son de hace unas horas. Han seguido buscando el origen de la contaminación más allá de la frontera de Malí y se aproximan a la ciudad de Gao sin que nadie los moleste por el momento.
—¿Quién más de su gobierno está enterado de todo esto? Sandecker movió la cabeza en dirección a Chapman y Yaeger.
—Únicamente nosotros tres y los hombres del barco. Nadie ajeno a la NUMA sabe nada, excepto usted.
—El general Kazim, jefe de la Seguridad maliense, no es ningún estúpido. Estará al corriente de la batalla con las cañoneras de Benin y sus servicios de inteligencia le habrán informado de la entrada de sus hombres en el país. Los arrestará en cuanto echen amarras.
—Ese es, justamente, el motivo por el que estoy aquí, señora secretaria.
Por fin llegamos al fondo de la cuestión, pensó Hala.
—¿Qué quiere de mí, almirante?
—Su ayuda para salvar a mis hombres.
—Suponía que algo de eso iba a pedirme.
—Es vital que, en cuanto descubran el origen de la contaminación, sean rescatados.
—Necesitamos sus informes desesperadamente —dijo Chapman.
—Entonces, lo que realmente desean rescatar son los datos que obran en su poder —dijo Hala, fríamente.
—No tengo por costumbre dejar abandonados a mis hombres —replicó Sandecker, picado.
Hala movió negativamente la cabeza.
—Lo lamento, caballeros. Comprendo su grave problema; pero no puedo arriesgar el prestigio de esta institución haciendo uso indebido de mi autoridad para intervenir en una operación ilegítima, por crucial que sea el asunto.
—¿Ni siquiera tratándose de salvar a Dirk Pitt, Al Giordino y Rudi Gunn?
Hala lo miró fijamente por unos instantes, y luego pareció perderse en el recuerdo unos segundos.
—Empiezo a comprender —dijo suavemente—. Pretende usarme a mí igual que los usó a ellos.
—No pretendo organizar un torneo benéfico de tenis —dijo secamente Sandecker—. Pretendo evitar la pérdida de incontables vidas.
—Dispara usted contra el corazón, ¿no?
—Sólo cuando no me queda otro remedio.
Chapman enarcó las cejas.
—Me temo que no entiendo una palabra.
Hala habló con la mirada perdida.
—Hace cosa de cinco años, los tres hombres que enviaron ustedes al Niger me salvaron de morir a manos de unos terroristas. Y no una vez, sino dos. La primera, en una montaña de Breckenridge, Colorado; la otra, en una mina abandonada próxima a un glaciar, en el estrecho de Magallanes. El almirante Sandecker recurre a mi gratitud para que les devuelva el favor.
—Algo me parece recordar —dijo Yaeger—. Fue durante la búsqueda del tesoro de la Biblioteca de Alejandría, ¿no?
Sandecker se levantó y fue a sentarse junto a la mujer.
—¿Nos ayudará, señora secretaria?
Ella permaneció inmóvil, como una estatua que comenzara lentamente a animarse. Al fin miró fijamente a Sandecker.
—De acuerdo —dijo quedamente—. Le prometo hacer cuanto esté en mi mano por sacar a sus amigos de África Occidental. Sólo espero que no sea demasiado tarde y que continúen con vida.
Sandecker apartó la mirada, pues no deseaba que su interlocutora advirtiera el alivio en sus ojos.
—Muchas gracias, señora secretaria. Estoy en deuda con usted. Completamente en deuda.
16
—Ni rastro de vida. —Grimes contemplaba la desolada aldea de Asselar—. Ni siquiera un perro ni una cabra.
—Tiene toda la apariencia de ser un sitio muerto, desde luego —dijo Eva, protegiéndose los ojos contra el sol.
—Más muerto que un sapo aplastado en una autopista —murmuró Hopper, mirando a través de unos prismáticos.
Se encontraban en un pequeño promontorio desde el que se divisaba Asselar. El único rastro de humanos eran las huellas de neumáticos que entraban en la aldea por el noreste. Extrañamente, no había huellas de salida. Mientras contemplaba a través de las ondulaciones del calor las ruinas en torno al centro urbano, a Eva le parecía estar viendo una ciudad abandonada de la antigüedad. Reinaba un extraño silencio que la hacía sentir tensa e inquieta.
Hopper se volvió hacia Batutta.
—Ha sido usted muy amable cooperando con nosotros y permitiéndonos aterrizar aquí, capitán, pero, evidentemente, esto no es más que un pueblo fantasma.
Batutta, sentado al volante del abierto «Mercedes» todoterreno, se encogió inocentemente de hombros.
—Una caravana procedente de las salinas de Taoudenni informó de que en Asselar se daban casos de la enfermedad. ¿Qué más puedo decirles?
—No se pierde nada por echar un vistazo —dijo Grimes. Eva estuvo de acuerdo.
—Para cerciorarnos, deberíamos analizar el agua del pozo.
—Si no les importa ir andando desde aquí —dijo Batutta—, yo regresaré al avión y volveré con el resto de su gente.
—Es usted muy amable, capitán —agradeció Hopper—. Traiga también nuestros equipos, por favor.
Sin una palabra ni un gesto, Batutta partió entre una nube de polvo, y se dirigió por la pedregosa llanura hacia el aparato que había aterrizado en un largo tramo de terreno liso.
—Es curioso que ahora el tipo no pare de ayudarnos —murmuró Grimes.
Eva asintió.
—A mi juicio, se pasa.
—Sí, y la cosa no acaba de hacerme gracia —dijo Grimes, con la vista fija en la silenciosa aldea—. Si esto fuera una película del Oeste, diría que nos están tendiendo una emboscada.
—Con emboscada o sin ella —dijo Hopper, despreocupado—, averigüemos si queda alguien.
El hombre echó a andar a largas zancadas montículo abajo, sin que pareciera afectarlo el sol del mediodía ni el calor que emanaba del rocoso suelo. Tras vacilar unos instantes, Eva y Grimes lo siguieron.
Diez minutos más tarde entraban en el dédalo de callejas de Asselar. Las angostas calles podían ser cualquier cosa, menos un monumento a la limpieza. El trío tuvo que zigzaguear en torno a las pilas de basura e inmundicias humanas que parecían cubrir hasta el último metro cuadrado del lugar. De pronto, un cambio de brisa les llevó el fétido olor de la carne descompuesta. A cada paso que daban, el hedor se hacía más y más insoportable y parecía emanar del interior de las casas.
Sin entrar en ninguna de las viviendas llegaron hasta la plaza mayor. Allí se encontraron con la más horripilante de las visiones. Ninguno de ellos, ni en la más dantesca de sus pesadillas, había visto antes tal horror: por todas partes había restos de esqueletos humanos, calaveras alineadas, como expuestas para la venta y, colgando del gran árbol central de la plaza, renegridos jirones de pieles y visceras humanas en torno a los cuales zumbaban negras nubes de moscas.
Lo primero que pensó Eva fue que aquello era el panorama después de una batalla. Casi inmediatamente descartó semejante idea pues no justificaba la colocación de las calaveras ni los trozos de carne pendientes del árbol. Allí había ocurrido algo que iba mucho más allá de las atrocidades de unos soldados sedientos de sangre o de unos bandidos del desierto. Y esto se hizo aún más evidente cuando la mujer se inclinó para recoger un hueso, que reconoció como un húmero, el hueso del brazo. Al observarlo bien, un escalofrío recorrió su cuerpo: en él se veían muescas y melladuras que Eva identificó inmediata y correctamente: eran marcas de dientes humanos.
—Canibalismo —murmuró, estupefacta.
El zumbido de las moscas y el susurro de Eva parecieron aumentar la macabra quietud de la aldea.
Suavemente, Grimes le quitó el hueso de las manos y lo examinó.
—Es cierto —dijo a Hopper—. Unos malditos energúmenos se han comido a estos pobres diablos.
—A juzgar por el hedor —dijo Hopper, arrugando la nariz—, algunos aún no se han convertido en esqueletos. Aguardadme aquí. Echaré un vistazo dentro de las casas, por si doy con uno vivo.
Grimes no estaba nada tranquilo.
—No me parece que aquí reciban muy bien a los extraños —dijo—. Propongo una rápida retirada hacia el avión antes de que pasemos a formar parte del menú del día.
—Bobadas —bufó Hopper—. Nos enfrentamos a un caso extremo de comportamiento anómalo, que muy bien podría estar causado por el contaminante tóxico que buscamos. No pienso irme hasta llegar al fondo de la cuestión.
—Estoy contigo —dijo Eva, resuelta.
Grimes se encogió de hombros con resignación. Era un hombre a la antigua usanza y no iba a permitir que una mujer lo tomara por un cobarde.
—De acuerdo: iré con vosotros.
Hopper lo palmeó en la espalda.
—Bravo, Grimes. Será un honor estar contigo en el mismo plato de carne guisada.
La primera casa en la que entraron, cuyas paredes eran poco más que piedras amontonadas y sostenidas con barro seco, contenía los cuerpos de un hombre y una mujer, que llevaban muertos al menos una semana. El calor ya había secado sus tejidos y la piel aparecía tirante y apergaminada. Tras un breve examen de los cadáveres, Hopper determinó que la muerte no había sido inmediata, producto de un rápido veneno, sino lenta y precedida de terribles sufrimientos.
—Sin un examen patológico, poco se puede decir —comentó Hopper.
Con expresión calmada e imperturbable, Grimes dijo:
—Esta gente lleva muerta algún tiempo. Me sería más fácil conseguir respuestas claras si encontrásemos víctimas más recientes.
A Eva, aquellas palabras le sonaron tremendamente frías y clínicas. La mujer se estremeció, no tanto a causa de los cadáveres, como por la visión de un montón de pequeños huesos y calaveras en un rincón de la oscura casa. No pudo evitar preguntarse si la pareja no habría matado y devorado a sus propios hijos. La idea era tan aborrecible que prefirió no pensar en ella. Salió del edificio y se metió en una casa del otro lado de la calle.
Atravesó una puerta más ornamentada que las otras y que conducía a un patio en forma de L, despejado y limpio, casi insultante por comparación con los otros, llenos de inmundicias. Allí el hedor era particularmente fuerte. Humedeció un pañuelo con agua de la cantimplora colgada de su cinturón, se lo puso en la nariz y, cautelosamente, fue de una habitación a otra. Las paredes eran de un color blanco de tiza, y los techos altos, de vigas vistas. Había bastante luz, procedente de las múltiples ventanas que se abrían al patio.
Era una de las mayores casas de la aldea y, a juzgar por sus buenos muebles, que permanecían intactos y en pie, a diferencia de los destrozados y desparramados de las otras casas Eva pensó que probablemente su dueño había sido algún comerciante local. Cautelosamente, traspuso el umbral de un gran cuarto rectangular que resultó ser la cocina. La mujer se estremeció y quedó inmóvil, contemplando con enorme disgusto el macabro montón de putrefactos miembros humanos que había en el suelo.
Luchó por contener sus crecientes náuseas, sintiéndose de pronto vacía y asustada. Al huir de la espantosa visión, entró en un dormitorio, donde el impacto fue aún más fuerte. Quedó paralizada, con la vista fija en el hombre que yacía en la cama, aparentemente descansado, con los ojos muy abiertos. Su cabeza reposaba en una almohada y tenía los brazos caídos a los costados, con las palmas de las manos vueltas hacia arriba. Sus ojos diabólicos, en los que el rojo había sustituido al blanco, miraban a Eva sin verla. Por un instante terrible, la mujer pensó que el hombre estaba vivo. Pero ni su pecho se movía al ritmo de la respiración ni los ojos parpadeaban.
Eva se quedó allí plantada, con la vista fija en el cadáver, durante lo que le pareció una eternidad. Al fin, hizo acopio de valor, se acercó a la cama y, con las puntas de los dedos, tocó la arteria carótida del yacente. No había pulso. Probó a levantarle un brazo. El rigor mortis apenas había agarrotado los músculos. Eva se enderezó al escuchar pisadas tras ella. Al volverse, vio a Hopper y a Grimes.
Los dos hombres de acercaron y contemplaron el cadáver. Bruscamente, Hopper se echó a reír.
—Bueno, Grimes: si querías una víctima reciente para hacerle la autopsia, aquí la tienes.
Una vez hubo transportado a todos los científicos de la ONU y sus equipos portátiles, Batutta estacionó el «Mercedes» junto al avión. Bajo el sol implacable, el interior de la carlinga y de la cabina de pasajeros se había convertido en un horno, por lo que los tripulantes estaban resguardados bajo la sombra de un ala. Aunque en presencia de los científicos los hombres habían actuado como civiles, ahora se cuadraron ante el capitán y lo saludaron militarmente.
—¿Queda alguien en el aparato? —preguntó Batutta. El primer piloto negó con la cabeza.
—Usted se ha llevado al último. El avión está vacío. Batutta sonrió al piloto, que llevaba el uniforme de las líneas aéreas con galones en la manga.
—Buena actuación, teniente Djemaa. El doctor Hopper se tragó el anzuelo. Han logrado convencerlo de que eran ustedes la tripulación de reserva.
—Se lo agradezco, capitán. Y también, se lo agradezco a mi madre, que era surafricana y me enseñó inglés.
—Debo usar la radio para hablar con el coronel Mansa.
—Si me acompaña a la cabina, le sintonizaré la frecuencia.
Entrar en la carlinga del aparato fue como introducirse en un cubo de plomo fundido. Aunque el teniente Djemaa había dejado abiertas las ventanillas laterales para que corriese el aire, el calor cortó el aliento de Batutta, que estuvo sufriendo los ardores del infierno mientras el disfrazado piloto de las fuerzas aéreas malienses llamaba a la central del coronel Mansa. Una vez establecido el contacto, Djemaa entregó el micrófono a su superior y, con gran alivio, salió de la sofocante cabina.
—Aquí Halcón Uno. Cambio.
—Lo escucho, capitán —replicó la voz familiar de Mansa—. Prescinda de la clave. No creo que haya agentes enemigos a la escucha. ¿Cuál es la situación?
—Todos los nativos de Asselar están muertos. Los occidentales actúan libremente en el lugar. Repito: todos los nativos están muertos.
—Esos malditos caníbales se comieron unos a otros, ¿no?
—Sí, coronel, hasta la última mujer y el último niño. El doctor Hopper y su gente creen que fueron envenenados.
—¿Tienen pruebas?
—Aún no. En estos momentos están analizando el agua del pozo y haciendo autopsias a las víctimas.
—Da lo mismo. Sígales la corriente. En cuanto acaben con sus experimentos, que el avión los lleve a Tebezza. El general Kazim les ha organizado una fiesta de bienvenida.
A Batutta no le costaba imaginar lo que el general había preparado para Hopper. Detestaba al corpulento canadiense; los detestaba a todos ellos.
—Me ocuparé de que lleguen en buen estado.
—Cumpla su misión, capitán, y creo poder prometerle un ascenso.
—Gracias, coronel. Cambio y fuera.
Grimes se instaló en la casa donde Eva había descubierto el hombre muerto en el dormitorio. Era la mayor y más limpia de todas las de la aldea. Hizo la autopsia al cadáver mientras Eva efectuaba pruebas de sangre. Hopper analizó muestras de los pozos que contenían las escasas reservas de agua de la aldea. Los otros miembros del equipo se dedicaron a analizar tejidos y huesos de una selección hecha al azar de los cadáveres. En un almacén próximo al centro urbano encontraron los maltrechos Land Rover del safari cuyos miembros habían sido asesinados. Pusieron a los coches en funcionamiento para trasladar pertrechos entre la aldea y el avión, mientras el capitán Batutta iba de un lado a otro, sin hacer nada particularmente útil.
Como la fetidez procedente de los muertos era excesiva para dormir, trabajaron sin parar toda la noche y no pararon hasta el anochecer siguiente. Entonces se reunieron en torno al avión. Tras un breve sueño y una cena a base de carne enlatada, el equipo de la OMS se congregó en torno a una estufa de petróleo para protegerse de las severas temperaturas, que habían descendido treinta y cinco grados en relación con el día. Batutta hizo de anfitrión, preparándoles un fuerte té africano, y escuchando atentamente mientras todos cambiaban impresiones relajadamente.
Hopper aspiró una bocanada de su pipa e hizo señas a Warren Grimes.
—Empieza tú, Warren, y cuéntanos qué averiguaste al examinar al único cadáver decente que encontramos.
Grimes cogió la tablilla que le tendía uno de sus ayudantes, y la estudió por un momento bajo la luz de una linterna Coleman.
—En todos mis años de experiencia, jamás había visto tantas complicaciones en un humano. Coloración rojiza de los ojos, tanto del blanco como del iris. La piel presenta un encendido tinte cobrizo. Bazo hipertrofiado. Coágulos sanguíneos en las venas del corazón, el cerebro y las extremidades. Riñones dañados. Graves lesiones en el hígado y el páncreas. Hemoglobina muy alta. Degeneración de los tejidos grasos. No es de extrañar que se volvieran locos y se comieran unos a otros. Todos esos desórdenes mezclados pueden producir cualquier sicosis descontrolada.
—¿Descontrolada? —preguntó Eva.
—Al empeorar sus condiciones, sobre todo las cerebrales, las víctimas perdieron la razón y un paroxismo se apoderó de ellas, como evidencian los indicios de canibalismo. En mi humilde opinión, es un milagro que el hombre viviera tanto.
—¿Cuál es tu diagnóstico? —preguntó Hopper.
—Muerte por policitemia vera fulminante, una enfermedad de origen desconocido cuyos síntomas son el incremento de los glóbulos rojos y la hemoglobina de la circulación sanguínea. En este caso, una infusión masiva de glóbulos rojos produjo daños irreparables en la víctima. Y como el organismo no creó suficientes coagulantes para causar una trombosis, en todo el cuerpo se produjeron hemorragias, especialmente visibles en la piel y los ojos. Como si le hubieran inyectado dosis masivas de vitamina B doce que, como sabéis, es fundamental para el desarrollo de los glóbulos rojos.
Hopper se volvió hacia Eva.
—Tú hiciste las pruebas de sangre. ¿Qué hay de las células en sí mismas? ¿Mantenían su forma normal, lisa, redondeada y con el centro ligeramente achatado?
Eva movió negativamente la cabeza.
—No: eran distintas a cuantas he visto anteriormente. Casi triangulares, con proyecciones radiales. Como Grimes ha dicho, su número era increíblemente alto. Un adulto normal tiene alrededor de cinco millones doscientos mil glóbulos rojos por milímetro cúbico de sangre. Nuestra víctima tenía el triple.
Grimes dijo:
—Debo añadir que también descubrí rastros de envenenamiento por arsénico, y eso también lo hubiese matado tarde o temprano.
Eva asintió.
—Confirmo el diagnóstico de Warren. En las muestras de sangre encontré concentraciones de arsénico por encima de lo normal. Y el nivel de cobalto también era excesivo,
—¿Cobalto? —Hopper se enderezó en su sillón plegable.
—No es sorprendente —dijo Grimes—. La vitamina B doce contiene casi un cuatro y medio por ciento de cobalto.
—Vuestras averiguaciones respaldan los resultados que obtuve al analizar los pozos comunales —dijo Hopper—, Un solo vaso de agua contiene suficiente arsénico y cobalto como para matar a un camello.
Con la mirada en las llamas de la estufa, Eva dijo:
—La corriente subterránea debe de haber encontrado a su paso un depósito geológico de cobalto y arsénico.
—Si no recuerdo mal lo que aprendí en las clases de geología de la Universidad —dijo Hopper—, un arseniuro muy corriente es la niquelina, mineral frecuentemente asociado al cobalto.
—Eso no es más que la punta del iceberg —previno Grimes—. La combinación de ambos elementos no puede ser responsable de esta catástrofe. Otra sustancia o compuesto que se nos ha escapado actuó como catalizador, junto al cobalto y el arsénico, aumentando los niveles de toxicidad más allá de lo tolerable, y causó la proliferación de glóbulos rojos.
—Y a su vez mutándolas —añadió Eva.
—No deseo enmarañar aún más el misterio —dijo Hopper—; pero mis análisis descubrieron otra cosa: altísimos niveles de radiactividad.
—Interesante —dijo tibiamente Grimes—. Pero, en todo caso, la exposición a altos niveles de radiación hubiera reducido la cantidad de glóbulos rojos. En mis exámenes no vi nada que se relacionase con los efectos crónicos de la radiactividad.
—¿Y si la radiación ha penetrado recientemente en el agua del pozo? —sugirió Eva.
—Es muy posible —admitió Grimes—. Pero seguimos ante el enigma de cuál fue la sustancia asesina.
Hopper se encogió de hombros.
—Nuestros medios son limitados —dijo—. Si nos enfrentamos a una nueva cepa bacterial, a una combinación de elementos químicos exóticos, quizá aquí no nos resulte posible identificar plenamente las causas. Tendremos que llevar las muestras a nuestros laboratorios de París.
—Un subproducto sintético —murmuró pensativamente Eva. Luego, abarcando el desierto con un amplio ademán, preguntó—: ¿De dónde ha podido salir? De estos contornos no, desde luego.
—¿De la planta de eliminación de residuos tóxicos en Fort Foureau? —sugirió Grimes.
Hopper estudió la cazoleta de su pipa.
—Eso está doscientos kilómetros al noroeste. Demasiado lejos para que, a pesar de los vientos dominantes, un elemento contaminador llegue hasta aquí y se deposite en los pozos del pueblo. Y eso no explica los altos niveles de radiactividad. Las instalaciones de Fort Foureau no procesan desechos radiactivos. Además, los materiales peligrosos son incinerados, así que no es posible que penetren en una vía subterránea de agua y lleguen hasta aquí sin que el terreno absorba parte del veneno químico.
—Muy bien —dijo Eva—. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?
—Recoger y volar a El Cairo y luego a París con nuestras muestras. También nos llevaremos el cadáver. Bien envuelto y conservado en un lugar fresco, se mantendrá decentemente hasta que lleguemos a El Cairo y podamos meterlo en hielo.
Eva asintió.
—Estoy de acuerdo. Cuanto antes efectuemos nuestras investigaciones en las condiciones adecuadas, mejor.
Hopper se volvió hacia Batutta. El militar había permanecido en silencio, simulando indiferencia mientras un magnetófono escondido bajo su camisa grababa hasta la última palabra.
—Capitán Batutta...
—Doctor Hopper...
—Hemos decidido emprender vuelo hacia Egipto a primera hora de la mañana. ¿Le parece bien?
Batutta mostró una amplia sonrisa y se retorció un extremo del bigote.
—Lamentablemente, yo me tendré que quedar para informar a mis superiores de lo ocurrido en la aldea. Ustedes pueden continuar hasta El Cairo.
—No podemos dejarlo aquí.
—Los Land Rover tienen combustible más que suficiente. Usaré uno de ellos para llegar a Tombuctú.
—Es un trayecto de cuatrocientos kilómetros. ¿Conoce la ruta?
—Nací y me crié en el desierto —dijo Batutta—. Saldré al amanecer y a la caída de la noche estaré en Tombuctú.
—Quizá nuestro cambio de planes le cree dificultades con el coronel Mansa —sugirió Grimes.
—Recibí órdenes de colaborar en todo con ustedes —dijo paternalmente Batutta—. No se preocupen. Lo único que lamento es no poder acompañarlos a El Cairo.
—Entonces, cuestión resuelta —dijo Hopper, poniéndose en pie—. A primera hora, cargaremos nuestro equipo y saldremos hacia Egipto.
La reunión se disolvió y los científicos se dirigieron a sus tiendas; pero Batutta se quedó junto a la estufa. Desconectó el oculto magnetófono y luego alzó una linterna y la hizo parpadear dos veces en dirección a la carlinga del avión. Un minuto más tarde, apareció el primer piloto por la escalerilla, que se dirigió hacia Batutta.
—¿Qué desea? preguntó.
—Los cerdos extranjeros se marchan mañana replico Batutta.
—Debo radiar a Tebezza la noticia de nuestra llegada.
—No olvide decirles que preparen al doctor Hopper y a su gente la recepción que merecen.
El piloto hizo una mueca de desagrado.
—Tebezza es mal sitio. En cuanto deje a los pasajeros, no pienso pasar allí ni un minuto más del imprescindible.
—Sus órdenes son regresar al aeropuerto de Bamako dijo Batutta.
—Lo haré con gusto. Tras una breve inclinación de cabeza, el piloto se despidió: Buenas noches, capitán.
Eva, que volvía de un corto paseo para disfrutar de la frescura nocturna, y del espectáculo del cielo tachonado de estrellas, pudo ver cómo el piloto volvía al avión, dejando a Batutta junto a la estufa.
«Demasiado servicial y ansioso por complacernos se dijo la mujer. Habrá problemas.» Sacudió la cabeza, como para alejar sus pensamientos. «Ya estás otra vez con tu suspicacia femenina» ¿Qué podía hacer el capitán para detenerlos? Una vez en el aire, ya no habría posibilidad de regresar. Estarían libres del horror, camino de una sociedad más abierta y amistosa. La tranquilizaba saber que jamás regresaría. Sin embargo, algo en su interior le aconsejaba no sentirse excesivamente segura.
17
—¿Cuánto tiempo llevan pisándonos los talones? preguntó Giordino, frotándose los ojos para limpiarlos de tres horas de sueño, y fijando luego la vista en la imagen que aparecía en la pantalla de radar.
—Los divisé hace unos setenta y cinco kilómetros, en cuanto entramos en territorio de Malí replicó Pitt, que permanecía a un lado del timón, manejando distraídamente la rueda con la mano derecha.
—¿Pudiste echarle un vistazo a su armamento?
—No: el barco estaba oculto en un afluente del río, cien metros arriba. Advertí un reflejo en el radar de superficie que me pareció sospechoso. En cuanto pasamos de largo, ellos salieron al cauce principal y comenzaron a seguirnos.
—Podría ser una simple patrulla de rutina.
—Las patrullas de rutina no se esconden bajo redes de camuflaje.
Giordino estudió la escala de distancia en el radar.
—No intentan acercársenos.
—Aguardan su momento.
—Pobrecita cañonera dijo Giordino, apesadumbrado. No sabe que dentro de poco subirá a la gran planta desguazadora del cielo.
—Lamento comunicarte que hay otras complicaciones dijo lentamente Pitt. La cañonera no es el único sabueso que nos sigue.
—¿Vienen más amigos?
—Los militares malienses han tendido la alfombra de bienvenida de acero. Pitt alzó la mirada hacia el azul cielo de la tarde, en el que no se veía ni una nube. Por el este hay una escuadrilla de cazarreactores que no deja de sobrevolarnos.
Giordino los detectó inmediatamente. El ardiente sol refulgía sobre las cúpulas de sus carlingas,
—Son cazas franceses Mirage. El último modelo, perfeccionado. Hay seis... No, siete, y están a menos de seis kilómetros.
Pitt se volvió y señaló hacia el otro lado del río, en dirección oeste.
—¿Ves esa nube de polvo tras las colinas de la orilla? La produce un convoy de vehículos blindados.
—¿Cuántos? pregunté Giordino, haciendo un inventario mentalmente de los misiles que le quedaban.
—Cuando pasaron por un trecho de terreno despejado, pude contar cuatro.
—¿No son tanques?
—Vamos a treinta nudos. Los tanques no podrían seguirnos a esa velocidad.
—Esta vez no le daremos ninguna sorpresa a nadie —dijo Giordino, realista. La fama de nuestros mordiscos nos ha precedido.
—Deducción bastante obvia, a juzgar por su falta de ganas de ponérsenos a tiro.
—Lo que me pregunto es cuándo decidirá ese fulano... ¿Cómo se llama?
—¿Zateb Kazim?
—El que sea dijo Giordino, con un indiferente encogimiento de hombros. ¿Cuándo dará la orden de ataque?
—Si es más listo que el almirante de opereta beninés, y lo que quiere es confiscar el Calíope para su propio deleite, cuanto tiene que hacer es esperar. Al final se nos terminará el río.
—Y el combustible.
—En efecto.
Pitt guardó silencio y contempló el ancho y perezoso Niger que serpenteaba por la arenosa llanura. El dorado sol se encaminaba hacia el horizonte, y cigüeñas blancas y azules aleteaban por el cielo o paseaban por las charcas con sus zancas como palillos. Una bancada de percas del Nilo, sobresaltada por el paso del yate, saltó por el aire y brilló sobre las aguas como unos minúsculos fuegos artificiales. Una pequeña embarcación de remo y vela se cruzó con ellos en dirección contraria. Algunos de los tripulantes dormían a la sombra de una toldilla, sobre la carga de sacos de arroz, mientras otros empujaban la nave con sus pértigas. Todo parecía sereno y pintoresco. Resultaba difícil creer que la muerte y la destrucción acechasen río arriba.
Giordino sacó a Pitt de su ensimismamiento:
—¿No mencionaste que la mujer que conociste en Egipto pensaba venir a Malí?
Pitt asintió.
—Forma parte del equipo de la Organización Mundial de la Salud. Venían a Malí para investigar una extraña epidemia que se había desatado en los pueblos del desierto.
—Lástima que no puedas encontrarte con ella sonrió Giordino. Podrías sentarte a su lado bajo la luna del desierto, susurrarle al oído tus hazañas, y analizar arena.
—Si ésa es tu idea de una cita romántica, no me extraña que te vaya como te va con las mujeres.
—¿De qué otra forma se conquista a una geóloga?
—No es geóloga, sino bioquímica lo corrigió Pitt. —De pronto, Giordino cambió a un tono más serio.
—¿No se te ha ocurrido que ella y sus colegas científicos pueden andar buscando la misma toxina que nosotros?
—Reconozco que la idea se me ha pasado por la cabeza. En aquel momento apareció Rudi Gunn, procedente de su laboratorio, ojeroso pero con una amplia sonrisa en los labios.
—Lo conseguí anunció triunfalmente.
Giordino lo miró, sin comprender.
—Conseguiste, ¿qué?
Gunn no respondió, pero mantuvo su sonrisa.
Pitt comprendió casi inmediatamente.
—¿Lo has descubierto?
—¿El elemento que provoca las mareas rojas? murmuró Giordino.
Gunn asintió.
Pitt le estrechó calurosamente la mano.
—Felicidades, Rudi.
—Estaba a punto de tirar la toalla dijo Gunn; pero mi propio descuido me dio la clave. Había pasado cientos de muestras de agua por el cromatógrafo gaseoso, y no había revisado el interior del aparato con la frecuencia debida. Cuando al final eché un vistazo a los resultados, encontré una película de cobalto en el interior de la columna de pruebas del instrumento. Me dejó pasmado ver que un metal aparecía mezclado con contaminantes sintéticos orgánicos, y conseguía llegar hasta el cromatógrafo gaseoso. Tras muchos experimentos, modificaciones y pruebas, identifiqué un compuesto organometálico exótico en el que se combinan el cobalto y un aminoácido sintético alterado.
Giordino se encogió de hombros.
—Todo eso me suena a chino. ¿Qué es un aminoácido?
—El material de que están hechas las proteínas.
—¿Cómo llegó hasta el río? preguntó Pitt.
—Lo ignoro replicó Gunn. Mi teoría es que el aminoácido sintético procede de un laboratorio de ingeniería biotécnica cuyos desechos se arrojan en el lugar de origen junto a vertidos químicos y nucleares. Considero muy remota la posibilidad de que la mezcla que provoca las mareas rojas se produzca espontáneamente a su llegada al mar. Creo que todo se forma en el mismo sitio.
—¿Podría tratarse de un vertedero en el que también hubiera desechos nucleares?
Gunn movió afirmativamente la cabeza.
—Estoy encontrando lecturas muy altas de radiación en el agua. Se trata sólo de otra parte de la polución general, y no está relacionada con las cualidades de nuestro contaminante, pero existe una conexión definida.
En vez de contestar, Pitt echó un vistazo a la pantalla de radar, en la que, a popa, seguía viéndose la imagen de la cañonera, que parecía algo más lejos que antes. Miró hacia arriba, en busca de los cazarreactores. Seguían recorriendo perezosamente el cielo, ahorrando combustible y manteniendolo al Calíope vigilado a distancia. La parte del río en que se encontraban tenía varios kilómetros de ancho, y la nube de polvo de los vehículos blindados no era visible.
—Nuestra misión está cumplida sólo a medias dijo—. Lo siguiente es localizar el punto en que la toxina entra en el Níger. Por lo visto, los malienses no tienen prisa por hostigarnos. Así que continuaremos nuestra investigación río arriba e intentaremos resolver el misterio en su totalidad antes de que la cosa se ponga fea de veras.
—Nuestro sistema de comunicaciones está kaput —dijo Giordino—. ¿Cómo transmitiremos los resultados a Chapman y Sandecker?
—Algo se me ocurrirá.
Gunn, que confiaba ciegamente en Pitt, asintió en silencio y volvió a su laboratorio.
Pitt entregó el timón a Giordino, fue a tenderse en una estera bajo la toldilla de la cabina y se dispuso a recuperar parte del sueño perdido.
Cuando despertó, el anaranjado disco solar se encontraba a un tercio de distancia del horizonte y, sin embargo, el aire parecía mucho más caliente. Un rápido vistazo al radar le mostró que la cañonera seguía pegada a su popa, pero los cazarreactores estaban regresando a su base para repostar. Pitt pensó que sus guardianes se sentían muy confiados. Debían de creer que lo tenían en el bote. ¿Por qué si no iba a marcharse la escuadrilla sin ser relevada por otra?
Se levantó y desperezó. Giordino le tendió una taza de café. Esto te despertará. Buen café egipcio con un poso de barro.
—¿Cuánto tiempo he estado en brazos de Morfeo?
—Has estado muerto para el mundo durante un poco más de dos horas.
—¿Hemos pasado Gao?
—Dejamos atrás la ciudad hace unos cincuenta kilómetros. Te perdiste el espectáculo de una mansión flotante desde la que un montón de bellezas en bikini me saludaron y echaron besos,
—Me tomas el pelo.
Giordino alzó solemnemente una mano.
—Palabra de boy scout. En mi vida había visto una mansión flotante más suntuosa.
—¿Y Rudi? ¿Sigue encontrando altos niveles de toxinas? Giordino asintió con la cabeza.
—Dice que la concentración aumenta a cada kilómetro.
—Debemos de estar cerca.
—El cree que, prácticamente, nos encontramos sobre el lugar del vertido.
Por un brevísimo instante, una lucecita brilló en el fondo de los ojos de Pitt; algo así como el reflejo una idea creada en el interior de su cerebro. Giordino conocía la expresión y su significado: Pitt se había separado del mundo con destino desconocido. Lo que sus opalinos ojos veían en aquellos momentos nada tenía que ver con la realidad del presente,
Giordino lo miró con curiosidad,
—No me gusta esa expresión.
Piti volvió a la tierra.
—Sólo estaba pensando en la forma de mantener al Calíope fuera del alcance de un maldito déspota que lo ambiciona para sus orgías de sexo y alcohol...
—¿Y cómo piensas borrar el brillo de codicia de los ojos de Kazim?
Pitt sonrió como lo haria el villano ladrón de Oliver Twist Fagin, reencarnado.
Mediante una sucia treta que echará por tierra todas sus esperanzas.
Poco antes del ocaso, Gunn llamó desde abajo.
—Hemos llegado a aguas limpias. Mis instrumentos ya no detectan contaminación.
Inmediatamente, Pitt y Giordino se asomaron por la borda y escrutaron ambas orillas. En aquel punto, el río doblaba un ligero recodo. No se veían aldeas ni caminos. Sólo desolación lisa y desnuda, extendiéndose por los cuatro horizontes.
—Esto está tan desierto como una axila depilada —murmuró Giordino.
Apareció Gunn y echó una mirada hacia popa.
—¿Se ve algo?
—Juzga por ti mismo —dijo Giordino, abarcando el paisaje con amplio ademán—. Nada de nada. Sólo arena.
—Hacia el este hay algo —dijo Pitt, señalando un amplio barranco que dividía la orilla—. Tiempo atrás debió de llevar agua.
—Pero hace mucho —dijo Gunn—. Parece como si, en siglos más húmedos, hubiera sido un afluente del Níger.
Giordino estudió solemnemente el viejo cauce.
—Rudi debe de haberse puesto un videojuego. Por aquí no hay ningún sitio por el que pueda entrar la contaminación.
—Gira en redondo y demos otra vuelta, para verificar mis datos de nuevo —dijo Gunn.
Pitt obedeció, e hizo varios recorridos arriba y abajo, como si estuviera segando una pradera, comenzando cerca de una orilla y desplazándose en cada trayecto más cerca de la contraria, hasta que la quilla rozó con el fondo del río. A través del radar detectaron que la cañonera a sus espaldas se había detenido. Probablemente, su capitán estaría preguntándose qué se proponía la tripulación del Calíope.
Tras la última maniobra, Gunn asomo la cabeza por la portilla.
—Os juro por lo más sagrado que la más alta concentración de toxinas se encuentra en la boca de esa cañada de la orilla este.
Todos miraron sin mucha convicción hacia el seco cauce, cuyo pedregoso fondo conducía a una hilera de bajas dunas que se alzaban en el páramo. Todos guardaban silencio. Pitt puso los mandos en punto muerto y dejó que el yate se deslizase con la corriente.
—¿Dices que más allá de este lugar no hay rastros de residuos tóxicos? preguntó Pitt.
—Ninguno —fue la tajante respuesta de Gunn—. La concentración sube hasta las nubes frente al barranco y luego se esfuma.
—Quizá se trate de un subproducto natural del terreno —aventuró Giordino.
—El maldito compuesto no es un producto natural —murmuró Gunn—. Te lo garantizo.
—¿Y si se tratara del desagüe subterráneo de una planta química oculta por las dunas? —sugirió Pitt
Gunn se encogió de hombros.
—Eso no podemos saberlo sin investigar más a fondo. Hasta aquí podemos llegar. Hemos cumplido con nuestra parte del trato. Ahora, el resto del trabajo les corresponde a los especialistas en contaminación.
Pitt miró más allá de la popa del barco, donde la cañonera se había hecho visible de nuevo.
Parece que a nuestros sabuesos les pica la curiosidad. No hemos estado muy acertados al dejarles ver nuestras maniobras. Será mejor que sigamos adelante, como si estuviéramos disfrutando del paisaje.
—Menudo paisaje —rezongó Giordino—. Comparado con esto, el Valle de la Muerte es un paraíso terrenal.
Pitt empujo los aceleradores al tiempo que el Calíope alzaba la proa y reiniciaba el avance con un suave zumbido de sus motores. En menos de dos minutos, la cañonera maliense se quedó atrás, perdiéndose de vista. Ahora, pensó Pitt, empieza lo bueno de verdad.
18
Arrellanado en un sillón de cuero, el general Kazim presidía la mesa de conferencias a la que también se sentaban dos ministros del gobierno de Malí y su jefe del Alto Estado Mayor militar. Tanto las pinturas modernas que colgaban de las paredes forradas de seda como la gruesa moqueta daban a la sala de reuniones el aspecto de una lujosa oficina ubicada en un edificio moderno. Los únicos detalles que contradecían esta primera impresión eran el techo abovedado y el amortiguado zumbido de los reactores.
El impecablemente acondicionado Airbus Industrie A300 era uno de los muchos regalos que Yves Massarde había hecho a Kazim, quien, en compensación, permitía al industrial francés efectuar sus vastas operaciones en el país sin preocuparse por nimiedades como las leyes y las restricciones gubernamentales. Si Massarde pedía, Kazim otorgaba... siempre y cuando sus cuentas en el extranjero fueran engrosándose y él siguiera recibiendo regalos y caprichos.
Aparte de servir como medio de transporte privado para el general y sus amigos, el Aerobus estaba provisto de un completo equipo electrónico que oficialmente lo convertía en centro militar de mando y comunicaciones, puro formulismo para cubrir las apariencias y esquivar las críticas de corrupción que lanzaba en el parlamento la minúscula pero ruidosa oposición al gobierno del presidente Tahir.
Kazim escuchaba en silencio mientras su jefe de Estado Mayor, el coronel Sghir Cheik, hacía un detallado informe sobre la destrucción del helicóptero y las cañoneras de Benin. Luego tendió al general dos fotografías del superyate en su trayecto río arriba.
—En la primera foto —indicó Cheik—, el yate enarbola la enseña tricolor francesa. Pero desde que entró en nuestra nación, navega bajo bandera pirata.
—¿Qué tontería es ésa? —preguntó Kazim.
—No lo sabemos —confesó Cheik—. El embajador francés asegura que ni él ni su gobierno saben nada del barco, y que éste no se halla inscrito como propiedad francesa. En cuanto a la bandera pirata, es todo un enigma.
—Por lo menos se sabrá de dónde ha salido el yate.
—Nuestros servicios de inteligencia no han logrado averiguar quién lo fabricó ni cuál es su país de origen. Por su estilo y diseño no parece proceder de ninguno de los grandes astilleros de Europa ni de América.
—Quizá sea japonés o chino —sugirió Messaoud Djerma, el ministro de Asuntos Exteriores.
Cheik se acarició la afilada barba y se ajustó sus costosas gafas de cristales tintados.
—Nuestros agentes también han hecho indagaciones en los astilleros de Japón, Hong Kong y Taiwam que diseñan yates de primera, con velocidades que superan los cincuenta kilómetros por hora. En ninguno de ellos tenían noticia de un barco así.
Incrédulamente, Kazim preguntó:
—¿Es posible que no se sepa nada acerca de esta intrusión?
—Nada. —Cheik alzó las manos—. Es como si Alá hubiera soltado el barco desde el cielo.
—Un yate de inofensivo aspecto, que cambia de banderas como una mujer de vestidos, sube por el río Níger, destruye a la mitad de la marina de Benin y a su almirante, entra en nuestras aguas sin molestarse en detenerse para el control aduanero y de inmigración, y usted me dice que nuestros servicios de información no logran averiguar ni siquiera la nacionalidad del constructor ni del propietario. —Kazim sacudió reprobatoriamente la cabeza—. Increíble.
—Lo siento, mi general —dijo nerviosamente Cheik. Sus ojos miopes eludieron la gélida mirada de Kazim—. Tal vez si se me hubiese permitido enviar un agente al muelle de Niamey...
—Bastante costó sobornar a los agentes nigerienses para que hicieran la vista gorda cuando el yate amarró para repostar. Lo último que necesitábamos era que un torpe agente provocase un problema internacional.
—¿Han respondido al contacto por radio? —preguntó Djerma.
Cheik negó con la cabeza.
—Nuestras llamadas han quedado sin respuesta. Han hecho caso omiso de todas las comunicaciones.
—Pero... En el sagrado nombre de Alá, ¿qué es lo que quieren? —preguntó Seyni Gashi. El jefe del Consejo Militar de Kazim se parecía más a un tratante de camellos que a un soldado—. ¿Cuál es su misión?
—Al parecer, ése es un misterio cuya solución rebasa la capacidad intelectual de mis agentes —dijo Kazim, destemplado.
—Puesto que se encuentra en nuestro territorio —dijo Djerma, el ministro de Asuntos Exteriores—, ¿por qué no nos limitamos a abordar el yate y tomar posesión de él?
—El almirante Matabu lo intentó y ahora yace en el fondo del río.
—El barco lleva lanzamisiles —apuntó Cheik—. Sumamente eficaces, a juzgar por los resultados.
—Es indiscutible que tenemos la suficiente potencia de fuego para...
—El barco y sus tripulantes están atrapados en el Níger y no tienen escapatoria —interrumpió Kazim—. No pueden dar media vuelta y navegar mil kilómetros hasta el océano. Deben darse cuenta de que cualquier intento de fuga hará que nuestros aviones de caza y nuestra artillería de tierra los destruyan. Esperaremos a ver qué hacen. Y cuando se les acabe el combustible, su única esperanza de sobrevivir será rindiéndose. Entonces todas nuestras preguntas recibirán respuesta.
—¿Podremos persuadir a los tripulantes de que revelen su misión? —quiso saber Djerma.
—Claro que sí —replicó apresuradamente Cheik—. Su misión y mucho más.
Por la puerta de la cabina apareció el copiloto que, al tiempo que se cuadraba, anunció:
—Estamos sobrevolando el barco, señor.
—Así que al fin podremos ver el enigma con nuestros propios ojos —dijo Kazim—. Dígale al piloto que nos lo muestre lo mejor posible.
El agotamiento y la decepción por no haber localizado con exactitud la fuente de la toxina habían disminuido la capacidad de atención de Pitt, que normalmente era agudísima. El hombre hacía lo posible por no pensar en las tenazas de acero que estaban cerrándose sobre el Calíope.
Giordino fue el primero en oír el zumbido de motores y alzó la vista. Un avión volaba a menos de doscientos metros por encima del río, con sus luces de posición parpadeando en el atardecer. Al aproximarse más, el aparato resultó ser un gran reactor de pasajeros con los colores malienses pintados en el fuselaje. Si lo normal hubiera sido que llevara una escolta de dos o tres cazas, a aquel avión lo protegían más de veinte. Al principio pareció como si el piloto se propusiera lanzarse contra el río y embestir al Calíope, pero a dos kilómetros de distancia remontó el vuelo y comenzó a describir círculos, acercándose al navío en lenta espiral. Los aparatos de escolta se quedaron más arriba, sobrevolando el lugar y describiendo grandes ochos en el cielo.
Cuando el reactor —en cuyo morro Pitt ya había advertido la gran cúpula de radar que lo identificaba como un centro de mando aéreo —estuvo a menos de cien metros, las ventanillas dejaron ver los rostros de los mirones, que parecían no perder detalle del superyate.
Pitt lanzó un largo y silencioso suspiro y, tras agitar los brazos en señal de saludo, hizo una teatral inclinación. —Adelante, amigos, pasen y vean al barco pirata con su alegre banda de ratas de río. Disfruten del espectáculo, pero no toquen la mercancía, porque podrían hacerse daño.
—Y que lo digas. —Con un pie en la escalerilla que conducía a la sala de máquinas, dispuesto a abalanzarse sobre su lanzamisiles, Giordino observaba el avión con mirada belicosa—. A la mínima, lo rompo, lo destrozo, y lo hago fosfatina.
Gunn, repantigado en una silla de cubierta, se quitó la gorra y saludó con ella a los mirones del aire.
—A no ser que conozcas un método para hacernos invisibles, sugiero que no los irritemos. Una cosa es estar en inferioridad de condiciones, y otra muy distinta suicidarse.
—Llevamos las de perder, eso es indiscutible —dijo Pitt, sacudiéndose los restos de cansancio—. Hagamos lo que hagamos, da lo mismo. Tienen potencia de fuego suficiente para convertir al Calíope en astillas.
Gunn escrutó las orillas y el paisaje desnudo más allá.
—Sería inútil amarrar e intentar salir por piernas. En un terreno tan abierto, no duraríamos ni cincuenta metros.
—¿Qué hacemos pues? —preguntó Giordino.
—¿Rendirnos y confiar en nuestra suerte? —sugirió Gunn, sin mucha convicción.
—Hasta una rata acorralada puede morder y correr —dijo Pitt—. Propongo un último acto de desafío, quizá inútil, pero... qué diablos. Les haremos un feo gesto con los puños, aceleraremos a fondo, y a correr. Si se ponen desagradables, los convertiremos en carne de cementerio.
—Lo más probable es que sean ellos quienes lo hagan con nosotros —se lamentó Giordino.
—¿Hablas en serio, Pitt? —preguntó Gunn, incrédulo.
—Nunca he hablado más en serio —dijo enfáticamente Pitt—. El amigo Pitt no tiene las menores ganas de morirse. Kazim sobornó a las autoridades de Níger para que nos permitieran entrar en Malí, e hizo eso porque se muere de ganas de echarle el guante al yate. Parto de la base de que lo quiere intacto, sin un rasguño.
—Te lo vas a jugar todo a la carta perdedora —advirtió Gunn—. Derriba uno solo de sus aviones y Kazim nos sacudirá con todo lo que tiene, que no es poco.
—En eso confío.
—Hablas como si te hubieras vuelto loco —dijo Giordino, receloso.
—No olvidéis los datos sobre la contaminación —dijo pacientemente Pitt—. Ellos son el motivo de que estemos aquí, ¿no?
—No hace falta que nos lo recuerdes —dijo Gunn, comenzando a ver un destello de luz en las aparentemente irrazonables palabras de Pitt—. ¿Qué es lo que bulle en tu malvada sesera?
—Aunque no me hace ninguna gracia destrozar un bonito yate en perfecto estado, una maniobra de distracción puede ser el único medio por el que uno de nosotros logre escapar de Africa y haga llegar a Sandecker y Chapman los resultados de nuestras investigaciones.
—Parece que no ha perdido la razón del todo —admitió Giordino—. Sigue hablando.
—Muy sencillo —dijo Pitt—. Dentro de una hora se hará de noche. Daremos media vuelta y nos acercaremos a Gao cuanto podamos, antes de que Kazim se canse del juego. Rudi se tirará por la borda y nadará hasta la orilla. Luego, tú y yo comenzaremos con los fuegos artificiales y saldremos disparados río abajo como una vestal perseguida por las hordas bárbaras.
—La cañonera que nos sigue quizá tenga algo que decir al respecto, ¿no crees? —le recordó Gunn.
—Eso es una minucia. Si mis previsiones son correctas, pasaremos frente a sus narices sin darles tiempo a reaccionar. Antes de que sus tripulantes se den cuenta, nos habremos perdido de vista.
Giordino lo miró por encima de sus gafas de sol.
—Suena remotamente posible. En cuanto empiece la juerga, los malienses no advertirán que en el agua hay un nadador.
—¿Por qué yo? —preguntó Gunn—. ¿Por qué no uno de vosotros?
—Porque tú eres el más cualificado —explicó Pitt—. Eres inteligente, astuto y escurridizo. Si alguien puede colarse en el aeropuerto de Gao, subir a un avión y salir del país, ése eres tú. Además, eres el único que sabe de química. Nadie mejor para desentrañar el secreto de la sustancia tóxica y de la forma como entra en el río.
—Podríamos intentar llegar a nuestra Embajada en Bamako, la capital.
—Imposible. Bamako está a seiscientos kilómetros.
—Lo que dice Dirk es razonable —estuvo de acuerdo Giordino—. Si él y yo uniéramos nuestros conocimientos de química, no lograríamos ni la fórmula del jabón.
—No voy a permitir que sacrifiquéis vuestras vidas por mí mientras yo escapo —insistió Gunn.
—Déjate de bobadas —replicó Giordino—. Sabes perfectamente que ni Dirk ni yo planeamos cometer un suicidio ritual.
—Se volvió hacia Pitt—. ¿A que no?
—Ni por asomo —dijo Pitt, arrogante—. Una vez hayamos cubierto la huida de Rudi, dispondremos el Calíope de modo que Kazim jamás pueda disfrutar de sus lujos. Luego, nosostros también abandonaremos el barco y emprenderemos un safari por el desierto para descubrir la fuente de la toxina.
—¿Que haremos qué? —Giordino estaba estupefacto—. ¿Un safari...?
—Tienes el don de pintar las cosas facilísimas —dijo Gunn. —¿...por el desierto? —seguía Giordino.
—Un paseíto nunca ha hecho daño a nadie —dijo Pitt, jovial.
—Está claro que me equivocaba —gimió Giordino—. Quiere que nos autodestruyamos.
—En efecto —sonrió Pitt—. Autodestrucción es la palabra mágica.
19
Pitt echó un último vistazo a los aviones, que seguían sobrevolando ociosamente. No habían mostrado ninguna intención de atacar, ni era de prever que lo hiciesen ahora. En cuanto el Calíope iniciase su carrera río abajo, Pitt no podría perder tiempo observándolos. Ir a setenta nudos por un río desconocido entre las sombras de la noche requeriría de toda su concentración.
Su mirada fue de los aviones a la enorme bandera izada en el mástil que sirviera de sustentación a la destrozada antena parabólica. En un compartimiento del yate había encontrado una gran enseña con las barras y estrellas, que puso en lugar del pequeño pabellón pirata enarbolado hasta entonces. La bandera norteamericana medía casi dos metros, pero, en el seco e inmóvil aire de la noche, permanecía fláccidamente enrollada alrededor del mástil.
Miró hacia la cúpula de popa, cuyas portillas se encontraban echadas. Giordino no estaba preparándose para lanzar los seis cohetes que le quedaban sino que los estaba disponiendo en torno a los depósitos de combustible antes de conectarles un temporizadordetonador. Pitt sabía que Gunn también se encontraba abajo, metiendo en un envoltorio de plástico las cintas con los datos analíticos de las muestras de agua. Luego guardaría el envoltorio en una pequeña mochila, con las provisiones y el equipo de supervivencia.
Pitt dirigió su atención al radar, grabando en su mente la posición de la cañonera. Le resultaba sorprendentemente fácil sacudirse los tentáculos del cansancio. Ahora que la suerte estaba definitivamente echada, la adrenalina inundaba su corriente sanguínea.
Aspiró profundamente, empujó hasta el fondo el triple acelerador e hizo girar la rueda del timón hasta el tope de estribor.
Para los que observaban desde las alturas, fue como si el Calíope saltara de la superficie del río y diese media vuelta en el aire. Luego, rodeado por una cortina de agua y espuma, salió disparado río abajo. Su proa asomaba fuera del agua como la punta de un sable, y la popa, que se mantenía bien hundida, producía con sus hélices una enorme turbulencia en el río.
La velocidad del barco hizo que la bandera norteamericana se agitase al viento. Pitt sabía de sobra que hacer ondear la enseña nacional durante una misión secreta e ilegal en territorio extranjero contravenía todas las normas. El departamento de Estado pondría el grito en el cielo cuando los malienses presentaran sus indignadas protestas. Sólo Dios sabía las escandalizadas reacciones produciría en la Casa Blanca. Pero, lisa y llanamente, todo eso a Pitt le importaba un comino.
Los dados ya estaban echados. El negro sendero de agua parecía llamar a la embarcación hacía su seno. Sobre la lisa superficie sólo se veía el reflejo de las estrellas, y Pitt no confiaba en su visión nocturna para mantenerse en la parte honda del cauce. Si embarrancaba a esa velocidad, el barco se desintegraría. Los ojos del hombre iban una y otra vez de la pantalla del radar al indicador de profundidad y luego al negro río ante él.
No perdió tiempo en echar ni un vistazo al velocímetro, cuya aguja rebasaba los setenta nudos. Tampoco necesitaba mirar los tacómetros para saber que todos los indicadores estaban en la zona roja. El Caliope como un purasangre que galopa hacia la muerte, estaba rindiendo al máximo en su último viaje. Era como si el yate supiera que jamás regresaría a su puerto de origen.
La cañonera maliense se desplazó casi al centro de la pantalla de radar. Pitt escrutó las sombras y apenas pudo distinguir la achaparrada silueta del buque poniéndose de costado en un intento de bloquearle el paso. Aunque tenía las luces apagadas, Pitt no dudó ni por un instante que todos los cañones del barco apuntaban hacia ellos.
Decidió fintar a estribor y girar bruscamente a babor para desorientar a los artilleros. Luego pasaría de largo frente a la proa del buque. La ventaja estaba de parte de los malienses; pero Pitt se lo apostaba todo a que Kazim no estaba dispuesto a destruir uno de los mejores y más rápidos yates del mundo. El general no tenía prisa, pues aún disponía de un cómodo margen de varios cientos de kilómetros para detener al barco fugitivo.
Pitt plantó firmemente los pies en cubierta y se aferró a la rueda del timón, preparándose para los bruscos virajes. Por algún oscuro motivo, el rugido de los motores turbodiesel así como el ulular del viento en sus oídos le recordaban el último acto del Crepúsculo de los dioses de Wagner. Lo único que faltaba eran los truenos y relámpagos.
Y los truenos y relámpagos llegaron finalmente.
La cañonera abrió fuego, una ardiente andanada cruzó ensordecedoramente la noche y una letal lluvia de proyectiles se abatió sobre el Calíope.
A bordo del avión de mando, Kazirn contemplaba estupefacto el inesperado ataque. Luego la ira lo dominó.
—¿Quién le ha dicho al capitán de la cañonera que abra fuego? —exigió saber.
Cheik estaba anonadado.
—Habrá actuado por propia iniciativa.
—¡Ordénele que cese inmediatamente el fuego! ¡Quiero ese barco intacto!
—Sí, señor —dijo Cheik, saltando de su sillón y corriendo a la cabina de comunicaciones del aparato.
—¡Idiota! —exclamó Kazim, con el rostro congestionado por la furia—. Mis instrucciones eran claras: nada de combatir si yo no lo ordenaba. Que el capitán y sus oficiales sean ejecutados por desobedecer mis ordenes.
Messaoud Djerma, ministro de Asuntos Exteriores, miró a Kazim con desaprobación.
—Esa es una medida extremadamente dura...
Kazim lo interrumpió con una llameante mirada.
—¡No para quienes me desobedecen!
Ante la mirada asesina de su superior, Djerma se achicó. Nadie que tuviese familia se atrevía a enfrentarse con Kazim. Los que cuestionaban las decisiones del general tendían a desaparecer como si jamás hubiesen existido.
Muy lentamente, Kazim apartó la vista de Djerma y volvió a fijarla en la acción que tenía lugar en el río.
Los mortíferos proyectiles trazadores perforaron como rayos la desierta negrura de la noche y, cruzando las aguas, fueron a caer en el río, a babor del Calíope. Fue como si una docena de cañones hicieran fuego a la vez, levantando enormes surtidores de espuma. Luego los artilleros afinaron su puntería, y las balas, disparadas casi a bocajarro, comenzaron a percutir contra el ahora indefenso yate. Grandes boquetes aparecieron en la proa y la cubierta delantera. Los proyectiles hubieran atravesado fácilmente el barco, que carecía de blindaje, si unos rollos de cuerda de nylon y la cadena del ancla de proa no hubieran absorbido todos los impactos.
No hubo tiempo para esquivar la andanada inicial, ni siquiera para reaccionar. Cogido totalmente por sorpresa, Pitt se agachó instintivamente y, en el mismo movimiento, hizo girar desesperadamente el timón para eludir el fuego devastador. El Calíope obedeció y, por unos instantes, quedó a salvo, hasta que los artilleros volvieron a corregir su puntería y las anaranjadas llamaradas cruzaron el río de nuevo. Otra granizada de plomo se abatió contra el casco de acero y la superestructura de fibra de vidrio del yate.
Humo y llamas surgían de la parte de proa, donde las balas trazadoras habían incendiado el nylon. El panel de instrumentos estalló en pedazos. Milagrosamente, el proyectil no alcanzó a Pitt; pero éste notó que algo húmedo le corría por la mejilla. Maldijo su estupidez al pensar que los malienses no destruirían al Calíope Lamentada profundamente haber ordenado a Giordino que retirase los misiles de sus lanzadores y los colocara en torno a los depósitos de combustible. Un solo cohete en la sala de máquinas enemiga, y la cañonera hubiese saltado por los aires, con todos sus tripulantes convertidos en canapés para los peces.
Se encontraba tan cerca del otro barco que, de haber mirado, a la luz de los fogonazos hubiese podido ver la hora en su viejo reloj Doxa sumergible.
Giró bruscamente la rueda del timón, haciendo que el maltrecho yate se deslizase a sólo un par de metros de la proa de la cañonera. Luego pasó de largo, y su estela meció al otro barco, desviando el tiro de los cañones, cuyos proyectiles pasaron inofensivamente por encima y se perdieron en la noche.
De pronto, las andanadas de la cañonera cesaron. Pitt no se detuvo a analizar los motivos de la tregua. Mantuvo un zigzagueante curso hasta que la cañonera hubo quedado bien atrás. Sólo cuando tuvo la certeza de que estaban fuera de tiro, y tras echar un vistazo a la pantalla de radar, aún en buen funcionamiento, y ver que en ella no aparecían aviones atacantes, se relajó y lanzó un profundo suspiro de alivio.
Junto a él apareció Giordino, con rostro preocupado.
—¿Estás bien?
—Furioso conmigo mismo por haber hecho el idiota. ¿Qué tal vosotros?
—Algo magullados. Con tu salvaje forma de conducir, nos has sacudido como si estuviéramos dentro de una coctelera. En uno de los virajes, Rudi se ha dado un golpetazo tremendo en la cabeza; pero eso no le impide apagar el incendio de proa.
—Chico duro.
Giordino dirigió el haz de una linterna contra el rostro de Pitt.
—¿Sabías que tienes un pedazo de cristal en tu fea cara? Pitt levantó una mano de la rueda y se rozó la mejilla, en la que se había clavado un fragmento de vidrio.
—Tú lo ves mejor que yo. Quítamelo.
Sujetando la linterna con los dientes, e iluminando con ella el rostro de Pitt, Giordino cogió la punta del cristal entre el pulgar y el índice y tiró de ella suavemente hasta sacarla.
—Es mayor de lo que pensaba —dijo antes de tirarla al río. Luego, con ayuda de un maletín de primeros auxilios que sacó de un armario de la cabina, dio tres puntos a la herida y la vendó mientras Pitt seguía sin sacar la vista del río y los instrumentos. Concluida la cura, Giordino se echó para atrás y admiró su trabajo.
—Listo. Otra brillante operación en el heroico currículum del doctor Albert Giordino, cirujano del desierto.
Pitt advirtió entre las sombras el tenue brillo de una linterna. Giró la rueda del timón para sortear una pequeña barca de vela que navegaba en la oscuridad. Luego preguntó a Giordino:
—¿Y cuál es tu siguiente contribución a los anales de la medicina?
—Presentarte la minuta, naturalmente.
—Te mandaré un cheque por correo.
Gunn subió, apretándose un cubito de hielo contra un chichón de la coronilla.
—Al almirante se le romperá el corazón cuando sepa lo que hemos hecho con su barco.
—Yo creo que, en el fondo, nunca esperó volver a verlo —especuló Giordino.
—¿Apagaste el fuego? —preguntó Pitt a Gunn.
—Aún quedan rescoldos; pero, en cuanto me limpie los pulmones de humo, le daré otro golpe de extintor.
—¿Alguna vía de agua?
Gunn movió negativamente la cabeza.
—Todos los impactos los hemos recibido por encima de la línea de flotación. La sentina está seca.
—¿Siguen los aviones por ahí arriba? En el radar sólo veo uno.
Giordino alzó la vista al cielo.
—El más grande sigue sin quitarnos ojo —confirmó—. Está demasiado oscuro para ver los cazas, y tampoco se les oye; pero mis huesos me dicen que aún andan merodeando por los contornos.
—¿Cuánto falta para Gao? —preguntó Gunn.
—Setenta y cinco u ochenta kilómetros —calculó Pitt—. Incluso a la velocidad a la que vamos, aún tardaremos una hora o más en ver las luces de la ciudad.
—Siempre y cuando los tipos de ahí arriba nos dejen en paz —dijo Giordino, alzando la voz para que se le oyese por encima del ruido del viento y los motores.
Gunn señaló el aparato portátil de radio.
—Quizá nos convenga darles conversación.
Pitt sonrió en las sombras.
—Sí: creo que ha llegado el momento de atender llamadas.
—¿Por qué no? —estuvo de acuerdo Giordino—. Siento curiosidad por oír lo que tengan que decirnos.
—Hablando, hablando, quizá ganemos el tiempo que necesitamos para llenar a Gao —comentó Gunn—. Aún queda un buen trecho.
Pitt dejó que Giordino se hiciera cargo del timón, subió el volumen del receptor, a fin de que todos pudieran oír la conversación por encima del ruido y habló al micrófono.
—Buenas noches —saludó amablemente—. ¿En qué puedo servirlos?
Tras una breve pausa, sonó una voz en francés.
—Cómo odio esto —murmuró Giordino.
Mirando hacia el avión, Pitt replicó:
—Non parley vous francais.
Gunn frunció el entrecejo.
—¿Sabes lo que has dicho?
Pitt lo miró inocentemente.
—Que no hablo francés —replicó.
—Vous es usted —lo aleccionó Gunn—. Acabas de decirle que él no habla francés.
—Seguro que me ha entendido.
La voz sonó de nuevo por el altavoz.
—Hablo su idioma.
—Espléndido —replicó Pitt—. Cuente.
—Identifiquese.
—Usted primero.
—De acuerdo: soy el general Zateb Kazim, jefe del Consejo Supremo Militar de Malí.
Pitt se volvió y miró a Giordino y Gunn.
—El jefazo en persona.
—Siempre soñé con tener una charla con una celebridad —dijo sarcásticamente Giordino—. Pero nunca pensé que la cosa ocurriría en mitad de la nada.
—Identifiquese —repitió Kazim—. ¿Está usted al mando de un barco norteamericano?
—Soy Edward Teach, capitán del Queen Anne's Revenge. Secamente, Kazim replicó:
—Estudié en la Universidad de Princeton, estoy familiarizado con la historia del pirata Barbanegra, y conozco su verdadero nombre, y el de su buque. Tenga la bondad de dejarse de bromas y rinda su barco.
—¿Y si tengo otros planes?
—Usted y su tripulación serán destruidos por los cazabombarderos de las fuerzas aéreas malienses.
—Si tienen tan buena puntería como las cañoneras, no hay motivo para preocuparse —se burló Pitt.
—No juegue conmigo —advirtió torvamente Kazim—. ¿Quiénes son ustedes y qué hacen en mi país?
—¿Me creería si le dijese que somos un grupo de amigos en excursión de pesca?
—¡Deténganse y entreguen inmediatamente su barco! —espetó Kazim.
—No, no creo que hagamos tal cosa —replicó gentilmente Pitt.
—Entonces, usted y su tripulación morirán.
—Y usted se quedará sin un barco único en el mundo. Un fuera serie. Supongo que ya conoce alguna de sus peculiaridades.
Se produjo un largo silencio. Pitt comprendió que el tiro había dado en el blanco.
—He leído los informes sobre el pequeño altercado que tuvieron con mi difunto amigo, el almirante Matabu. Conozco a la perfección la capacidad de fuego de su barco.
—Entonces ya sabe que podríamos haber maridado la cañonera al fondo del río.
—Lamento que les dispararan. Fue contra mis ordenes.
—También podríamos borrar del cielo su bonito avión —faroleó Pitt.
Kazim, que no era ningún estúpido, ya había considerado tal posibilidad.
—Si yo muero, ustedes mueren. ¿Qué ganamos?
—Déme tiempo para meditar sobre eso... ¿Qué tal hasta llegar a Gao?
—Soy hombre generoso —dijo Kazim, haciendo gala de una insólita paciencia—. Pero una vez en Gao se detendrán y echarán amarras en el muelle del ferry. Si insisten en su estúpido intento de huir, mis aviones los mandarán al infierno de los infieles.
—Comprendido, general. Pone usted las cosas claras como el cristal. —Pitt desconectó la radio y sonrió de oreja a oreja—. Me encanta llegar a acuerdos mutuamente satisfactorios.
Cuando las luces de Gao fueron visibles entre las sombras, a menos de cinco kilómetros, Pitt sustituyó a Giordino al frente de los mandos e hizo señas a Gunn.
—Prepárate para el chapuzón, Rudi.
Gunn dirigió una mirada dubitativa al agua, que se deslizaba a casi setenta y cinco nudos.
—A esta velocidad, ni hablar.
—Tranquilo —lo calmó Pitt—. Reduciré por un momento a diez nudos. Tu te tiras por el lado contrario al del avión y, en cuanto hayas saltado, aceleraré de nuevo. —Volviéndose hacia Giordino, añadió—: Dale conversación a Kazim y manténlo entretenido.
Giordino tomó el micrófono y habló con voz turbia.
—¿Podría repetir sus condiciones, general?
—Cesen en su absurdo intento de huir, entreguen el barco en Gao, y vivirán. Esas son las condiciones.
Mientras Kazim hablaba, Pitt condujo al Calíope cerca de la orilla en la que estaba la ciudad. En la cabina, la tensión podía palparse. Pitt se dijo que Gunn debía saltar antes de que las luces de Gao revelaran la presencia de un cuerpo en el agua. El hombre estaba nervioso, y no sin motivo. Debía evitar que su maniobra suscitase el recelo de los malienses. El indicador de profundidad mostraba que el fondo estaba ya a pocos metros. Echó los aceleradores para atrás, haciendo que la quilla del Calíope se hundiese en el agua. La velocidad se redujo tan bruscamente que Pitt se vio lanzado contra el salpicadero de la cabina.
—¡Ya! —gritó a Gunn—. Al agua, y suerte.
Sin una palabra de despedida, el menudo científico de la NUMA agarró fuertemente las correas de su mochila y se dejó caer por la borda, desapareciendo en las oscuras aguas. Casi instantáneamente, Pitt volvió a presionar los aceleradores hasta el tope.
Giordino miró hacia popa, pero Gunn había desaparecido
en el negro río. Con la tranquilidad de que su amigo estaba a
salvo, nadando los cincuenta metros que lo separaban de la ori
lla, el hombre reanudó su conversación con el general Kazim.
—Si nos promete un salvoconducto para salir del país, el barco, o lo que queda de él, después de los saludos que nos envió su cañonera, es suyo.
Kazim no pareció sospechar nada del brusco descenso de la velocidad del yate.
—Acepto —dijo mansamente.
—No nos apetece nada morir bajo una andanada de fuego en un río contaminado.
—Sabia decisión —replicó Kazim. Aunque su tono era sobrio y educado, en él se percibía una nota de hostilidad y triunfo—. Lo cierto es que no tienen ustedes más alternativa.
A Pitt lo embargó la desoladora sensación de que había abusado de la suerte. Ni a él ni a Giordino podía caberles duda alguna de que la intención de Kazim era matarlos y arrojar luego sus cadáveres a los buitres. Había posibilidades de que los malienses no hubiesen reparado en la fuga de Gunn, y también posibilidades de que él y Giordino sobreviviesen; pero eran ínfimas, tan pequeñas que ningún tahúr que se respetase apostaría un solo centavo por ellas.
Su plan, si así podía llamarse, les proporcionaría unas cuantas horas más, eso era todo. Comenzó a maldecir su estupidez por haber creído que podrían salir bien parados.
Pero instantes más tarde la salvación, imprevista e inimaginable, hizo su aparición en la noche.
20
Giordino tocó a Pitt en el hombro y señaló río abajo.
—¿Ves ese resplandor ahí al fondo, a la derecha? Es la fastuosa mansión flotante de la que te hablé. La que pasamos a la ida. Es un auténtico yate de multimillonario, con helicóptero y un enjambre de simpáticas mujeres.
—¿Crees que también tendrá un sistema de comunicaciones vía satélite con el que contactar con Washington?
—No me sorprendería que tuviera hasta télex.
Pitt se volvió hacia Giordino y le sonrió.
—Ya que nuestra agenda no está muy apretada, ¿te parece que le hagamos una visita?
Giordino se echó a reir y lo palmeó en la espalda. —Montaré el detonador.
—Con treinta segundos bastará.
—Hecho.
Giordino devolvió el micrófono a Pitt y bajó a la sala de máquinas. Reapareció casi inmediatamente, mientras Pitt programaba el curso del barco en el ordenador y conectaba el piloto automático. Por suerte, se encontraban en un tramo ancho y recto del río, y el Calíope podría navegar por su cuenta un buen trecho después de que ellos lo abandonaran.
—¿Listo? —preguntó Pitt a Giordino.
Cuando tú digas.
—Hablando de decir... —Pitt se llevó el micrófono a los labios—. General Kazim...
—¿Sí?
—He cambiado de idea. No le damos el barco. Que lo pase usted bien.
Giordino sonrió.
—Me gusta tu estilo.
Pitt arrojó la radio por la borda y aguardó a que el Calíope estuviese a la altura de la casa flotante. Entonces echó para atrás los aceleradores.
En cuanto la velocidad se redujo a veinte nudos, gritó: —¡Ya!
Giordino no se lo hizo repetir. Corrió por la cubierta posterior y se echó al agua desde popa. Cayó en el centro de la estela dejada por el barco, y su chapuzón pasó inadvertido entre el torbellino de espuma. Pitt sólo se demoró lo suficiente para dejar los aceleradores en todo avante, y luego saltó por un costado, haciéndose un ovillo. El impacto le cortó la respiración. Pitt tuvo buen cuidado de no tragar ni un sorbo de la contaminadísima agua. Las cosas ya estaban bastante mal como para empeorarlas con una intoxicación.
Asomó la cabeza fuera del agua para ver cómo el Calíope se perdía a toda máquina entre las sombras, con la velocidad y el ruido de un tren expreso. Era un barco abandonado al que sólo le quedaban unos instantes de existencia. Pitt se mantuvo inmóvil, con la vista en el barco, esperando a que los misiles y los depósitos de combustible detonaran. No tuvo que aguardar mucho. Incluso a la distancia de más de un kilómetro, la explosión fue ensordecedora, y la onda de choque, transmitida a través del agua, le estremeció de arriba a abajo. Una inmensa bola anaranjada se levantó sobre el río. El fiel Calíope voló en mil pedazos. En medio minuto, la noche devoró las llamas y no quedó ni rastro del hermoso yate.
Una vez el ruido de los motores y el estruendo de la explosión, se extinguieron sobre el río se hizo un extraño silencio, sólo roto por el zumbido del avión de Kazim y las lejanas notas de un piano que sonaba en la mansión flotante.
Giordino apareció junto a él.
—¿Nadando? Yo creía que eras capaz de caminar sobre las aguas.
—Sólo lo hago en ocasiones muy señaladas.
Giordino señaló hacia el cielo.
—¿Crees que los engañamos?
—De momento, puede; pero no tardarán en olérselo todo.
—¿Nos colamos en la fiesta?
—Desde luego —replicó Pitt, comenzando a bracear.
Mientras nadaba, estudió la mansión flotante. Era ésta el barco perfecto para la navegación fluvial. Su calado no debía de ser muy superior a los dos metros, y tanto su diseño como su forma recordó a Pitt los viejos barcos de ruedas del Mississippi, como el famoso Robert E. Lee, sólo que carecía de ruedas, y la superestructura era mucho más moderna. La cabina del piloto, situada en la parte delantera de la cubierta superior, era especialmente similar. De estar construido para alta mar, con un casco adecuado para las travesías oceánicas, habría caído en la categoría de megayate. Estudió el esbelto helicóptero posado a mitad de la cubierta de popa, el acristalado atrio de tres niveles, lleno de plantas tropicales, y el bosque de antenas electrónicas que se alzaba junto a la caseta del timón. La increíble mansión flotante era una fantasía hecha realidad.
Cuando se encontraban a veinte metros del portalón del navío, apareció la cañonera maliense, navegando río abajo a toda máquina. En su cubierta, Pitt vislumbró las sombras de los oficiales. Todos miraban hacia donde se había producido la explosión del yate, y no prestaban atención al agua de su alrededor. También vio a un grupo de tripulantes en proa, y no necesitó ser adivino para saber que estaban escrutando el oscuro río en busca de supervivientes, al tiempo que empuñaban armas automáticas con los seguros quitados.
En una rápida ojeada antes de sumergirse en el río, bajo la estela de la cañonera, Pitt vio cómo los pasajeros de la mansión flotante aparecían de pronto en la cubierta de paseo. Hablaban excitadamente entre ellos, y señalaban hacia el lugar en que el Calíope había dejado de existir. Todo el barco, así como el agua que lo rodeaba, estaban fuertemente iluminados por focos montados en la cubierta superior. Pitt salió de nuevo a la superficie y se mantuvo a flote inmóvil, al borde de la zona de luz.
—Hasta aquí podemos llegar sin que nos detecten —susurró a Giordino, que flotaba tranquilamente de espaldas junto a él.
—Entonces, ¿no haremos una aparición espectacular?
—Las reglas de la discreción recomiendan que primero comuniquemos al almirante Sandecker nuestra situación y luego irrumpamos en la fiesta.
—Como siempre, tienes razón, oh maestro —asintió Giordino—. El dueño puede tomarnos por lo que somos: asaltantes nocturnos; y encadenarnos con grilletes, lo cual sin duda hará en cualquier caso.
—Calculo que son unos veinte metros. ¿Cómo andas de fuelle?
—Puedo contener la respiración tanto tiempo como tú.
Pitt hizo varias aspiraciones profundas, expulsando el aire con fuerza para purgarse los pulmones de dióxido de carbono. Luego inhaló al máximo y se sumergió en el río.
Sabiendo que Giordino lo seguía, buceó hasta tres metros de profundidad y luego comenzó a nadar contra la corriente en dirección al costado del barco. Advertía que iba aproximándose gracias a la creciente luz de la superficie. De pronto, entró en una zona de sombra y comprendió que ya estaba pegado al buque. Alzó una mano para evitar golpearse la cabeza y ascendió hasta tocar el aluminio del casco, recubierto por una tenue película de limo.
Sacó la cabeza del agua, aspiró el aire nocturno y miró hacia arriba. Salvo por unas manos apoyadas en la barandilla, sólo dos metros más arriba, no podía ver a los pasajeros, ni tampoco podían ellos verlo a él, a no ser que asomasen el cuerpo y mirasen directamente hacia abajo. Era imposible abordar el barco por el portalón sin ser vistos. Giordino apareció en la superficie e inmediatamente se hizo cargo de la situación.
Silenciosamente, Pitt señaló hacia debajo del barco. Separó las manos, indicando la profundidad del calado. Giordino asintió, comprendiendo, y ambos volvieron a llenarse los pulmones de aire, se sumergieron y bucearon bajo el casco. La manga era tan ancha que tardaron casi un minuto en salir a la superficie por el lado contrario.
Las cubiertas de babor estaban vacías y sin vida. Todos se encontraban en estribor, atraídos por la destrucción del Calíope. Del costado de la nave colgaba un paragolpes de goma que Pitt y Giordino utilizaron para subir a bordo. Pitt se detuvo unos segundos para hacerse una idea de la distribución de la mansión flotante. Estaban en la cubierta a la que daban las suites de los invitados. Así pues debían ir más arriba. Seguido por Giordino, Pitt subió por una escalera hasta la siguiente cubierta. Tras echar un rápido vistazo por una portilla que daba a un comedor del tamaño y la elegancia de un restaurante de lujo, continuaron ascendiendo hasta la cubierta que estaba inmediatamente debajo de la cabina del piloto.
Pitt entornó sigilosamente una puerta y por la rendija pudo ver un lujosísimo salón decorado en tonos amarillos y dorados. Todo era vidrio, metales primorosamente trabajados, y cuero. Una de las paredes estaba ocupada por un elegante y bien dotado bar.
No se veía al barman, que debía de estar con los demás, de mirón. Sin embargo, sentada a un pequeño piano de cola, había una mujer rubia, de largas y desnudas piernas, estrecha cintura y piel bronceada. Llevaba un mínimo vestido negro, provocativamente ceñido. Estaba tocando y cantando con voz aguardentosa una más que discutible versión de «La última vez que vi París». Sobre el piano había cuatro copas de martini vacías, que sin duda eran la causa de la pésima calidad de su recital. Al ver aparecer a Pitt y a Giordino se interrumpió para mirarlos con brumosa curiosidad.
—¿De qué cubo de basura os habéis escapado? —farfulló.
Pitt miró hacia el espejo de detrás del bar y pudo verse a él y a Giordino, dos hombres que vestían mojados shorts y camisetas, con los cabellos pegados a la cabeza, y que llevaban más de una semana sin afeitarse. Se dijo que no podía reprocharle a la mujer que los mirase como a dos ratas ahogadas. Se llevó un dedo a los labios, en petición de silencio, tomó una mano de la mujer y la besó y luego cruzó una puerta que daba a un corredor.
Giordino se detuvo junto a la rubia, a quien dirigió una lujuriosa mirada y un guiño. Luego le susurró al oído:
—Me llamo Al, te amo y volveré.
Luego, también él salió.
El corredor parecía prolongarse hasta el infinito. A ambos lados se abrían pasillos. El lugar era un auténtico laberinto que no podía por menos de intimidar a los recién llegados. Si, desde fuera, la mansión flotante parecía grande, una vez dentro resultaba monumental.
—No nos vendrían mal un par de motos y un mapa de carreteras —murmuró Giordino.
—Si este barco fuera mío —dijo Pitt—, tendría mi despacho en la parte superior delantera, para disfrutar de la vista.
—Quiero casarme con la pianista.
—Déjalo para luego —murmuró cansadamente Pitt—. Sigamos adelante y vayamos echándole un vistazo a las puertas.
Identificar los departamentos resultó fácil. Todas las puertas tenían elegantes placas que anunciaban la pieza a la que daban. Como Pitt había supuesto, en la del fondo del corredor se leía: Mr. Massarde. Despacho privado.
—Debe de ser el dueño de este palacio flotante —dijo Giordino.
Sin responder, Pitt abrió la puerta. Cualquier director ejecutivo de cualquier gran empresa occidental se hubiera puesto verde de envidia ante aquel despacho. La pieza principal del mobiliario era una gran mesa de conferencias de estilo español, una costosísima antigüedad rodeada por diez sillones primorosamente tapizados por artesanos navajos. Increíblemente, el decorado y los adornos de las paredes también procedían del suroeste de Estados Unidos. A Pitt le costó creer que se encontraba en un barco anclado en pleno continente africano. Junto al enorme escritorio de madera noble, había en un espléndido bargueño del siglo xix, que albergaba un completo equipo de comunicaciones.
La pieza estaba vacía así que Pitt no perdió un minuto. Cruzó rápidamente hasta la consola telefónica, se sentó ante ella, y estudió por unos momentos la compleja serie de botones y diales. Luego comenzó a teclear. Una vez marcados los prefijos del país y la ciudad, añadió el número directo de Sandecker y quedó a la espera. La consola emitió una serie de clics y clacs, que fueron sucedidos de diez segundos de silencio y, al fin del peculiar sonido de llamada de un teléfono norteamericano.
Tras una docena de llamadas, seguía sin haber respuesta.
—Dios bendito, ¿por qué no contesta? dijo Pitt, exasperado.
Hay una diferencia de cinco horas con Washington. Quizá el almirante esté almorzando.
Pitt negó con la cabeza.
—Sandecker, jamás. En situaciones de crisis, ni come. Giordino entreabrió la puerta y miró al exterior. Volvió a cerrarla y dijo:
—Más vale que se dé prisa en contestar. Los del barco han descubierto el reguero de agua que hemos dejado a nuestro paso y vienen hacia aquí.
—Manténlos a raya dijo Pitt.
—¿Y si traen armas?
—Preocúpate por eso cuando llegue el momento. Giordino miró las muestras de arte indio repartidas por la estancia.
—Y me dice que los mantenga a raya rezongó. Custer en Little Bighorn, ése soy yo.
Al fin, por el altavoz sonó una voz femenina.
—Despacho del almirante Sandecker.
Pitt arrancó el microteléfono de su horquilla.
—¿Julie?
A Julie Wolff, la secretaria privada de Sandecker, se le cortó el aliento.
—Pero, Mister Pitt... ¿es usted?
—El mismo.
—Gracias a Dios que siguen vivos. En la NUMA están preocupadísimos. —¿Mr. Giordino y Mr. Gunn se encuentran bien? —Perfectamente. ¿Anda por ahí el almirante?
Está reunido con un equipo táctico de la ONU, estudiando el modo de sacarlos a ustedes de Malí. Ahora mismo lo llamo.
Al cabo de menos de un minuto se oyó la voz de Sandecker, a la vez que sonaba el primer golpetazo en la puerta.
—¿Dick?
—No tengo tiempo para hacerle un extenso informe de la situación, almirante. Por favor, conecte la grabadora.
—Está conectada.
Rudi descubrió al malvado químico. Tiene todos los informes y se dirige hacia el aeropuerto de Gao, donde espera poder colarse como polizón en algún vuelo que salga del país. Hemos localizado el lugar en que el compuesto entra en el Níger. La situación exacta figura en los informes de Rudi. Lo malo es que la fuente originaria se encuentra en un lugar desconocido del desierto, hacia el norte. Al y yo nos hemos quedado para intentar localizarla. Por cierto, hemos destruido el Calíope...
Los nativos se ponen pesados gritó Giordino, desde el otro extremo del despacho. Mantenía la puerta cerrada con su considerable musculatura, pero poco a poco los que empujaban desde fuera iban ganando terreno.
—¿Dónde estáis? preguntó Sandecker.
—¿Ha oído usted hablar de un ricachón llamado Massarde?
—Sí: Yves Massarde. Es un financiero francés.
Antes de que Pitt pudiera contestar, la puerta cedió y, como si se tratara de la delantera de un equipo de rugby, seis tripulantes se abalanzaron en el interior del despacho. Giordino tumbó a los tres primeros antes de que una pila de cuerpos se amontonase sobre él.
Somos huéspedes sin invitación en la casa flotante de Massarde dijo apresuradamente Pitt. Lo siento, almirante: ahora le tengo que dejar. Parsimoniosamente, Pitt colgó el microteléfono, giró el sillón y miró al hombre que acababa de entrar y se dirigía hacia él sorteando la mélée.
Yves Massarde iba elegantemente vestido, con un smoking de blanca chaqueta en cuyo ojal lucía una rosa amarilla y una mano metida en un bolsillo. Tras rodear el montón de luchadores que intentaban inmovilizar a Giordino, fue a detenerse ante Pitt, al que miró por entre la nube de humo azul procedente del cigarrillo «Gauloise Bleu» que colgaba de la comisura de sus labios. Vio cómo un individuo, sentado a su escritorio personal con los brazos cruzados, lo miraba con irónica y desafiante sonrisa. Massarde, buen juez de las personas, inmediatamente comprendió que se encontraba frente a alguien astuto y peligroso.
—Buenas noches dijo cortésmente Pitt.
—¿Americano o inglés? preguntó Massarde.
—Americano.
—¿Qué hace en mi barco?
Los firmes labios seguían sonriendo levemente.
—Necesitaba urgentemente usar su teléfono. Espero que mi amigo y yo no lo hayamos molestado. Con mucho gusto le abonaré el importe de la llamada y los daños que haya sufrido la puerta.
Podrían haber pedido permiso, para subir a bordo y usar el teléfono, como unos caballeros habrían hecho. —El tono de su voz indicaba claramente que Massarde consideraba a los norteamericanos rústicos cowboys.
—Con nuestro aspecto, y siendo unos perfectos desconocidos que aparecen súbitamente en la noche, ¿nos habría invitado a pasar a su despacho privado?
Massarde meditó sobre ello y luego sonrió.
—No, probablemente, no. Tiene usted razón.
Pitt cogió una pluma de un antiguo tintero y escribió algo en un block, arrancó la página, se levantó del escritorio y, una vez lo hubo rodeado, le tendió la nota a Massarde.
—Puede enviar la factura a esta dirección. Ha sido un placer charlar con usted; pero ahora debemos seguir nuestro camino.
La mano de Massarde asomó por el bolsillo armada con una pequeña pistola automática cuyo cañón apuntó a la frente de Pitt.
—Debo insistir en que se queden y disfruten de mi hospitalidad hasta que los entregue a las fuerzas de seguridad malienses.
A Giordino ya lo habían inmovilizado y obligado a ponerse en pie. Un ojo se le estaba hinchando y la nariz le sangraba.
—¿Nos va a poner grilletes? —preguntó a Massarde.
El francés lo estudió como si Giordino fuera el oso de un zoo.
—Sí: creo que ésa será una medida adecuada.
Giordino miró a Pitt.
—¿Ves? —murmuró hoscamente—. Te lo dije.
21
Sandecker regresó a la sala de conferencias del edificio central de la NUMA y se sentó con una expresión optimista que no estaba en su rostro diez minutos atrás.
—Viven —anunció lacónicamente.
A la mesa, cuyo tablero estaba cubierto por un gran mapa del Sáhara Occidental y por una serie de informes sobre las fuerzas militares y policiales de Malí, se sentaban dos hombres que miraron a Sandecker y asintieron aprobadoramente.
—Entonces continuaremos con la operación de rescate según lo planeado —dijo el mayor de los dos, un individuo de repeinados cabellos grises y ojos que brillaban como topacios desde un rostro grande y redondo.
El general Hugo Bock era un hombre de amplias miras que elaboraba sus planes con coherencia. Poseedor de múltiples habilidades, era un luchador nato. Bock era comandante en jefe de una fuerza de seguridad muy poco conocida llamada UNICRATT, siglas del United Nations International Critical Response and Tactical Team. El equipo estaba compuesto por combatientes extraordinariamente capacitados y de gran experiencia, procedentes de nueve países, y que efectuaban para la ONU misiones que jamás se divulgaban. Bock había tenido una brillante carrera en el ejército alemán, prestando servicios de asesor en países del Tercer Mundo azotados por guerras revolucionarias o conflictos fronterizos.
Su lugarteniente era el coronel Marcel Levant, condecoradísimo veterano de la Legión Extranjera Francesa. Un aura anticuadamente aristocrática lo rodeaba. Graduado en Saint Cyr, la más prestigiosa academia militar de Francia, había actuado en todo el mundo, y fue un héroe de la corta guerra del desierto iraquí de 1991. Su rostro resultaba inteligente, incluso atractivo. Aunque tenía casi treinta y seis años, su delgadez, el largo cabello castaño, el enorme pero bien recortado bigote y los grandes ojos grises le daban el aspecto de un universitario recién graduado.
—¿Los tiene localizados? —preguntó Levant a Sandecker.
—En efecto —replicó Sandecker—. Uno de ellos intenta meterse en algún avión que salga del aeropuerto de Gao. Los otros dos se encuentran en una casa flotante del río Níger, propiedad de Yves Massarde.
Al oír ese hombre, Levant arqueó las cejas.
—Vaya, el Escorpión.
—¿Lo conoces? —preguntó Bock.
—Sólo de oídas. Yves Massarde es un especulador internacional cuya fortuna se calcula en unos dos mil millones de dólares norteamericanos. Lo llaman el Escorpión porque varios de sus rivales y socios desaparecieron misteriosamente dejándolo como único propietario de grandes, y muy rentables, corporaciones. Se le tiene por un hombre implacable, y es un permanente engorro para el gobierno francés. Sus amigos no podrían haber elegido una compañía peor.
—¿Se dedica a actividades delictivas? —preguntó Sandecker.
—Sin duda, pero no deja pruebas que permitan llevarlo a los tribunales. Según mis amigos de la Interpol, su expediente tiene más de un metro de grosor.
Bock murmuró:
—Con toda la gente que hay en el Sahara, ¿cómo se tropezaron sus amigos con él?
Encogiéndose cansadamente de hombros, Sandecker replicó:
—Si conociesen a Dirk Pitt y a Al Giordino, lo comprenderían.
—Continúo sin explicarme por qué la secretaria general Kamil aprobó una operación para sacar de Malí a los de la NUMA —dijo Bock—. Las misiones de nuestro equipo sólo se emprenden bajo el máximo secreto y en situaciones de crisis internacional. No entiendo por qué salvar las vidas de tres investigadores de la NUMA es tan crucial.
Sandecker miró a Bock a los ojos fijamente.
—Créame cuando le digo que nunca tendrá usted una misión más importante que ésta. Los datos científicos que esos hombres han reunido en Africa Occidental deben llegar cuanto antes a los laboratorios de Washington. Por alguna estúpida razón que sólo Dios conoce, nuestro Gobierno no quiere verse implicado. Afortunadamente, Hala Kamil comprendió la urgencia del caso y dio el visto bueno a la misión,
—¿Puede saberse de qué clase de datos se trata? —preguntó Levant a Sandecker.
El almirante negó con la cabeza.
—Imposible.
—¿Es una materia clasificada que afecta sólo a Estados Unidos?
—No: afecta hasta al último hombre, mujer y niño del planeta.
Block y Levant cambiaron miradas de desconcierto. Tras una pausa, Bock se volvió de nuevo hacia Sandecker.
—Acaba de decir que sus hombres se han separado. Ese factor compromete gravemente el éxito de la misión. Dividir nuestras fuerzas implica un grave riesgo.
¿Está diciéndome que no puede salvar a todos mis hombres? —preguntó incrédulamente Sandecker.
Levant explicó:
—Lo que el general Bock dice es que, si emprendemos simultáneamente dos misiones, los riesgos se duplican. El factor sorpresa se reduce a la mitad. Por ejemplo: tenemos muchas más posibilidades de éxito concentrando nuestro esfuerzo en sacar a los dos hombres que se encuentran en la casa flotante de Massarde, porque no es de esperar que allí haya guardias fuertemente armados. Además, podemos determinar la localización exacta. En el aeropuerto, la cosa es distinta. No tenemos idea del lugar en que su hombre...
—Rudi Gunn —aclaró Sandecker—. Se llama Rudi Gunn.
—No sabemos dónde se esconde Gunn —continuó Levant—. Nuestro equipo tendría que perder un tiempo precioso en buscarlo. Además, el aeropuerto se usa tanto para fines civiles como militares. Hay vigilancia las veinticuatro horas del día. Para huir de Malí utilizando Gao como puerta de salida hace falta una suerte inmensa. Si lo que se quiere es salir vivo y de una pieza, claro.
—¿Me piden que elija?
Levant explicó:
—En previsión de los imponderables que puedan surgir, debemos determinar qué misión es la prioritaria y cuál es la secundaria.
Bock miró a Sandecker.
—Usted decide, almirante.
Sandecker miró el mapa de Malí extendido sobre la mesa, fijándose en la roja línea sobre el río Níger que marcaba el recorrido del Calíope. En realidad, pocas eran sus dudas acerca de la decisión correcta. Los análisis químicos eran lo fundamental. No obstante, en su cabeza resonaban obsesivamente las palabras de Pitt, diciéndole que se quedarían atrás, continuando la busca de la fuente de la contaminación. Sacó de una cigarrera de piel uno de sus puros exclusivos y lo encendió lentamente. Durante un largo momento, miró la marca que señalaba la ciudad de Gao. Luego volvió a enfrentarse a Bock y Levant.
—El rescate prioritario es el de Gunn —dijo Sandecker, tajante.
Bock asintió con la cabeza.
—Muy bien.
Pero... ¿cómo podemos tener la certeza de que Gunn no ha conseguido ya introducirse en un avión y salir del país? preguntó Sandecker.
Mi equipo ya ha consultado los horarios dijo Levant. El próximo vuelo con destino al extranjero despegará de Gao dentro de cuatro días, siempre que no se cancele, lo cual no es nada infrecuente.
Cuatro días... murmuró Sandecker, desolado. Gunn no puede esconderse durante tanto tiempo. Veinticuatro horas a lo sumo... si pasa más tiempo seguro que las fuerzas de seguridad malienses lo atrapan.
A no ser que tenga aspecto de nativo y hable árabe o francés dijo Levant.
Pues no, nada de eso dijo Sandecker.
Bock tocó el mapa de Malí con el índice.
El coronel Levant y un equipo táctico de cuarenta hombres pueden estar en Gao en el plazo de doce horas.
Podemos, pero no lo haremos advirtió Levant. En doce horas estará amaneciendo en Malí.
Es cierto, no había caído en ello reconoció Bock. No puedo arriesgar a mi gente en una acción diurna.
Sandecker comentó amargamente.
Cuanto más esperemos, más probabilidades habrá de que detengan a Gunn y lo ejecuten.
Le prometo que mis hombres y yo haremos todo lo posible por rescatar a su agente dijo solemnemente Levant; pero no a costa de arriesgar vidas inútilmente.
No fracasen. Sandecker miró a Levant con fijeza. La información que posee es vital para la supervivencia de todos.
Bock sopesó con evidente escepticismo aquellas palabras. Luego su expresión se hizo dura.
Queda usted advertido, almirante: sancionada o no por la secretaria general de las Naciones Unidas, si esta misión resulta un fiasco en el que una veintena de mis hombres muere por intentar salvar a uno de los suyos, más vale que haya una buena razón que lo justifique, o le juro que alguien tendrá que vérselas conmigo personalmente.
La identidad del alguien en cuestión quedó meridianamente clara. Sandecker ni pestañeó. Un amigo que le debía favores le había pasado copia del expediente del UNICRATT de Bock. Entre las otras fuerzas especiales, formadas a su vez por agentes duros y avezados, eran conocidos como los «unilocos». No temían a la muerte, eran intrépidos en el combate y desconocedores de la clemencia, y pocos los superaban en el oficio de matar. Cada uno actuaba como agente de su propia nación y se daba por hecho que todos pasaban informes referentes a las actividades secretas de la ONU. El almirante había leído un perfil sicológico del general Block y conocía a la perfección el terreno que pisaba.
Sandecker se echó hacia delante en su asiento y dirigió a Bock una mirada granítica.
Ahora escúcheme, mequetrefe. Me importa un carajo cuántos hombres pierda sacando a Gunn de Malí. Rescátelo, y punto. Y si mete la pata, despídase de su culo.
Bock no lo golpeó. Sus ojos, bajo cejas que eran densas matas de pelo gris, parecían los de un oso dispuesto a devorar a un corderillo. Doblaba en tamaño al almirante, por lo que una pelea entre ambos hubiese durado lo que un suspiro. De pronto, el corpulento alemán, relajándose, se echó a reír.
Ahora que ya nos conocemos, ¿qué tal si vamos al grano y entre los dos trazamos un plan a toda prueba?
Sandecker sonrió y, lentamente, se retrepó en su sillón y tendió a Bock uno de sus mastodónticos cigarros.
Es un placer hacer negocios con usted, general. Esperemos que nuestra asociación resulte provechosa.
Hala Kamil acababa de salir de una recepción dada en su honor por el embajador de la India en las Naciones Unidas, y permanecía en la escalinata del «Hotel Waldorf Astoria», aguardando. Caía una ligera lluvia. Un gran «Lincoln» negro se detuvo junto al bordillo, y la mujer, bajo el paraguas del portero, caminó hasta él, recogió la falda de su vestido y, con grácil movimiento, montó en la limusina.
Ismail Yerli, que estaba sentado en el interior, tomó la mano de la mujer y la besó.
Lamento que nos tengamos que encontrar así se disculpó; pero no conviene que nos vean juntos.
Hala lo miraba con ojos radiantes.
Ha pasado mucho tiempo, Ismail. Últimamente, has hecho todo lo posible por eludirme.
Él miró hacia el compartimento del chófer, cerciorándose de que el cristal de separación estaba alzado.
—Consideré que lo mejor que podía hacer por ti era esfumarme. Has trabajado mucho y llegado demasiado lejos para perderlo todo a causa de un escándalo.
—Habríamos sido discretos —dijo Hala en voz baja. Yerli negó con la cabeza.
—Las aventuras amorosas de los hombre públicos suelen ser pasadas por alto. Pero tratándose de una mujer en tu posición... Tanto la Prensa seria como la de chismorreo harían pedacitos con tu imagen en todos los países del mundo.
—Sigo sintiendo un gran afecto por ti, Ismail.
El puso su mano sobre las de ella.
—Y yo por ti; pero... contigo, a la ONU le tocó la lotería. No quiero ser el causante de tu caída.
—Y, por consiguiente, hiciste mutis —dijo Hala, cada vez más dolida—. Muy noble por tu parte.
—En efecto —replicó él sin un titubeo—. Para evitar que los medios de comunicación pregonaran a los cuatro vientos que la secretaria general de las Naciones Unidas era amante de un agente secreto francés infiltrado en la Organización Mundial de la Salud. A mis superiores de la Segunda División del Comité Nacional de Defensa tampoco les haría la menor gracia que se me desenmascarase.
—Si hasta ahora hemos logrado mantener lo nuestro en secreto, ¿por qué no continuar?
—Si alguien busca, acaba encontrando. La primera norma de un buen agente es operar en la sombra, sin pasarse de visible ni de furtivo. Al enamorarme de ti puse en peligro mi cobertura en la ONU. Si los británicos, los norteamericanos o los chinos llegan a tener la más leve sospecha de lo que hay entre nosotros, sus equipos de investigación no pararán hasta tener gruesos expedientes llenos de sórdidos detalles. Y luego utilizarían esos expedientes para obtener de ti tratos de favor.
—Aún no lo han hecho —dijo Hala, animosa.
—Ni lo harán —afirmó Yerli, tajante—. Por eso no debemos volver a vernos, salvo en el edificio de las Naciones Unidas.
Hala volvió la cabeza y miró a través de la ventanilla salpicada por la lluvia.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Antes de responder, Yerli tomo aliento.
—Necesito un favor —dijo.
—¿Es algo referido a la ONU, o a tus patrones franceses?
—A ambos.
Hala notó que algo en su interior se revolvía.
—Sólo me quieres para utilizarme, Ismail. Utilizas mis sentimientos en beneficio de tus jueguecitos de espionaje. Eres un cerdo sin escrúpulos.
El no replicó.
Tal como esperaba, Hala terminó cediendo:
—¿Qué quieres de mí?
Yerli fue al grano:
—Hay un equipo de epidemiólogos de la OMS investigando brotes de una extraña enfermedad en el desierto de Malí. Hala asintió:
—Conozco el proyecto. Me informaron de él hace unos días. El doctor Frank Hopper dirige el equipo,
—Así es.
—El doctor Hopper es un científico muy respetado. ¿Qué tienes tu que ver con su misión?
—Coordino los viajes y me ocupo de la logística, la comida, el transporte, el equipo de laboratorio, y cosas así.
—Aún no me has dicho lo que deseas.
—Quiero que hagas volver inmediatamente al doctor Hopper y a sus investigadores.
Ella lo miró, sorprendida,
—¿Por qué me pides eso?
—Porque corren un gran peligro. Se de buena tinta que van a ser asesinados por terroristas africanos.
—No te creo.
—Es cierto —dijo él con cara seria—. Colocarán una bomba en su avión, para que estalle sobre el desierto.
—Pero... ¿para qué clase de monstruos trabajas? —preguntó Hala con voz alterada—. ¿Por que acudes a mí? ¿Por qué no has avisado directamente al doctor Hopper?
—Lo he intentado; pero Hopper no responde a las comunicaciones.
—¿No puedes convencer a las autoridades de Malí para que le transmitan la amenaza y le ofrezcan protección?
Yerli se encogió de hombros.
—El general Kazim los considera intrusos indeseables, y su seguridad le importa muy poco.
—Para creer realmente que sólo se trata de una amenaza de bomba, tendría que ser una tonta.
Él la miró fijamente.
—Confía en mi, Hala. Lo único que me preocupa es salvar al doctor Hopper y a su gente.
Hala deseaba creerle, pero en el fondo de su corazón sabía que el hombre estaba mintiendo.
—Parece como si últimamente todo el mundo anduviese buscando fuentes de contaminación en Malí. Y como si todos necesitasen salvación y evacuación inmediatas.
Yerli pareció intrigado, pero no dijo nada, esperando que ella se explicase.
—El almirante Sandecker, de la Agencia Nacional Subacuática y Marítima estadounidense vino a pedirme mi apoyo para utilizar al UNICRATT a fin de rescatar a tres de sus hombres, que corren el riesgo de caer en manos de las fuerzas de seguridad malienses.
—¿Los norteamericanos están en Malí buscando fuentes de contaminación?
—En efecto. Aparentemente, era una operación secreta, pero los militares de Malí los interceptaron.
—¿Están detenidos?
—Hace unas horas, todavía no lo estaban.
—¿En qué lugar exacto investigan?
Yerli parecía inquieto. Hala podía advertir una nota de tensión en su voz.
—En el río Níger.
Yerli la aferró por el brazo y le dirigió una intensa mirada.
—Necesito saber más.
Hala notó que un escalofrío recorría su cuerpo.
—Buscan el lugar de origen del compuesto químico responsable de la marea roja que asola las costas de Africa.
—He leído sobre el asunto en los periódicos. Sigue.
—Según me dijeron, han utilizado un barco con equipos de análisis químico para rastrear el sitio donde la contaminación entra en el río.
—¿Y lo han encontrado?
—Según el almirante Sandecker, han rastreado hasta Gao, en Malí.
Yerli no parecía convencido.
—Tiene que tratarse de una maniobra de desinformación. Todo eso debe de ser la tapadera de otra cosa.
Ella negó con la cabeza.
—Al contrario que tú, el almirante no se gana la vida mintiendo.
—¿Dices que la NUMA está detrás de esa operación? Hila asintió con la cabeza.
—¿No la CIA, ni otra agencia secreta estadounidense? La mujer sonrió irónicamente.
—¿Quieres decir que de tus astutos informantes en África Occidental no tenían ni idea de que los norteamericanos estaban operando bajo sus narices?
—No seas absurda. Malí es un país paupérrimo. ¿Qué secretos de interés para los estadounidenses puede tener?
—Algo habrá. Cuéntamelo tú.
Yerli, confuso, tardó en contestar.
—Nada... nada en absoluto. —Golpeó en el cristal de separación e hizo señas al chófer para que se detuviese junto al bordillo.
El conductor frenó frente a un gran edificio de oficinas.
—¿Es ésta una separación definitiva? —En la voz de la mujer, el desprecio era evidente.
Yerli se volvió hacia ella.
—Lo siento de veras. ¿Podrás perdonarme?
Sintiéndose inmensamente dolida, Hala negó con la cabeza.
—No, Ismail, ni te perdonaré ni volveremos a vernos. Espero encontrar tu carta de renuncia sobre mi escritorio mañana al mediodía. De lo contrario, haré que te expulsen de la ONU.
—¿No estás siendo demasiado dura?
Hala ya había decidido el camino a seguir.
—A ti, la Organización Mundial de la Salud no te importa nada. Ni siquiera eres medianamente leal a los franceses. Lo único que te preocupa son tus propios intereses financieros. —Se echó hacia delante y abrió la portezuela—. ¡Ahora, lárgate!
Sin decir más, Yerli se apeó y se quedó inmóvil en la acera. Hala, con lágrimas en los ojos, cerró la portezuela. Mientras se alejaba en el coche, no miró atrás ni una sola vez.
Yerli habría querido sentir remordimientos o tristeza, pero era excesivamente profesional. Hala tenía razón al decir que la había utilizado. Su amor siempre fue falso. Lo único que existió fue la atracción sexual. Se había tratado simplemente de una misión más. Pero como tantas otras mujeres, Hala se sentía atraída por los hombres de actitud distante que la trataban con indiferencia, y no pudo evitar enamorarse de él. Y sólo ahora se daba cuenta del alto precio que iba a pagar por ello.
Yerli entró en el bar del «Hotel Algonquin», pidió una copa y fue al teléfono público. Marcó un número y esperó.
—¿Sí?
Bajó la voz y, en tono confidencial, dijo:
—Tengo noticias vitales para Mister Massarde.
—¿Desde dónde llama?
—Desde las ruinas de Pérgamo.
—¿Eso es en Turquía?
—En efecto —Yerli desconfiaba de los teléfonos y odiaba lo que, en su opinión, eran absurdos códigos infantiles—. Estoy en el bar del «Hotel Algonquin». ¿Cuánto tardará en llegar?
—Digamos una hora.
—De acuerdo.
Yerli colgó pensativamente. Se preguntaba qué podían saber los norteamericanos sobre la operación de Massarde en el desierto de Fort Foureau. ¿Tendrían los servicios de inteligencia algún indicio de cuáles eran las auténticas actividades de la planta de eliminación de residuos tóxicos y estarían intentando averiguar la verdad? Si lo conseguían, las consecuencias serían desastrosas, y la menos grave de ellas sería la caída del actual gobierno francés.
22
A su espalda, la densa oscuridad; frente a él, las desperdigadas luces callejeras de Gao. A Gunn aún le quedaban diez metros por nadar cuando sus pies tocaron el blando fondo del río. Lentamente, apoyando las manos en el cieno, se incorporó y fue cautelosamente hasta la orilla. Una vez en ella, permaneció inmóvil y a la escucha, intentando penetrar con la mirada las sombras de la noche.
La ribera ascendía en un ángulo de diez grados, concluyendo en un pequeño muro de piedras que bordeaba un camino. Avanzó a gatas por la arena, agradeciendo el calor que despedía en sus húmedos brazos y piernas. Se detuvo y se tumbó por unos momentos, consciente de que, para cualquier observador, él no era más que una sombra informe en la noche. Tenía la pierna derecha acalambrada, y notaba los brazos cansados y pesados.
Se echó la mano a la espalda y tocó la mochila, pues temía que se hubiese desprendido tras golpear el agua como una bala de cañón; pero no: las correas seguían firmemente ceñidas a sus hombros.
Semincorporándose, corrió agachado hasta el muro, a cuyo pie se arrodilló. Cautelosamente, miró por encima y estudió el camino, que estaba vacío, aunque una calle mal empedrada que lo cruzaba en diagonal y conducía a la ciudad mostraba cierto tráfico de peatones. Por el rabillo del ojo distinguió una pequeña luz en lo alto de una casa. Miró hacia arriba: en el tejado había un hombre encendiendo un cigarrillo. Había otras difusas figuras, algunas iluminadas por linternas, charlando con los vecinos de tejados contiguos. Gunn pensó que debían de salir de sus casas como los topos, para disfrutar del fresco de la noche.
Estudió el tráfico de peatones, intentando encontrar un sentido a sus movimientos. La gente parecía flotar silenciosamente arriba y abajo de la calle, envuelta en ropas ondulantes que les daban un cierto aire espectral. Gunn se soltó la mochila, la abrió y sacó una sábana azul. Rasgó parte de ella y se fabricó una tosca chilaba, una holgada túnica de amplias mangas y capucha. Se dijo que si bien no ganaría un concurso local de elegancia, con esas ropas le ayudarían a pasar inadvertido en las calles mal iluminadas. Consideró la idea de quitarse las gafas, pero optó por no hacerlo y en vez de ello, se puso la capucha de forma que las ocultara: era miope y sin ellas no veía un autobús a veinte metros.
Bajo la chilaba ocultó la mochila, poniéndosela en la parte
delantera, como un protuberante estómago. Luego se sentó en
el muro, pasó las piernas sobre él y comenzó a andar por la calle, uniéndose a los ciudadanos de Gao en su paseo vespertino.
Tras caminar un par de cientos de metros, llegó a una calle
principal, por la que transitaban algunos viejos taxis, dilapidados autobuses, unas cuantas motos y un enjambre de bicicletas.
Pensó que sería estupendo limitarse a coger un taxi hasta el
aeropuerto; pero eso significaría llamar la atención, Antes de abandonar el barco había estudiado un mapa de la zona y sabía que el aeropuerto estaba unos kilómetros al sur de la ciudad. Consideró la idea de robar una bicicleta; pero la desechó en seguida: el robo sería denunciado y él no quería hacer nada que llamase la atención. Si la Policía y las fuerzas de seguridad no sospechaban que había un extranjero ilegal vagando entre ellos, no habría motivo para buscarlo.
Gunn caminó pausadamente por el centro de la ciudad, pasando por la plaza del mercado, por el decrépito «Hotel Atlantide» y ante los puestos de las arcadas frente al hotel, en los que los vendedores pregonaban sus mercancías. Los olores eran cualquier cosa menos agradables, y Gunn agradeció que una ligera brisa los dispersara hacia el desierto. Los rótulos callejeros brillaban por su ausencia, pero el hombre logró orientarse echando ocasionales vistazos a la estrella polar.
Los viandantes vestían en colores verdes, azules y amarillos. Los hombres llevaban chilaba o caftán, y sólo unos cuantos vestían a la moda occidental. Pocos llevaban la cabeza descubierta. La mayoría de los hombres lucía tocados de tela azul. Las mujeres se cubrían con elegantes túnicas o largos vestidos floreados, y casi ninguna iba con velo.
Todos parloteaban sin parar en tonos extrañamente bajos. Por doquier se veían niños correteando t no había dos que fueran igual vestidos. A Gunn le producía gran extrañeza tanta actividad social en medio de la miseria. Era como si nadie les hubiera notificado a los malienses que eran pobres.
Cabizbajo y cubierto con la capucha para ocultar la blancura de su piel, Gunn se mezcló entre la multitud, encaminándose a la parte más concurrida de la ciudad. Nadie lo detuvo para hacerle preguntas incómodas. Si de pronto lo detuvieran e interrogasen, diría que era un turista que viajaba a pie a lo largo del Níger; pero no dedicó mucho tiempo a considerar la idea. El peligro de que lo detuviese alguien que anduviera buscando específicamente a un norteamericano ilegal era nulo.
Pasó ante una señal con una flecha y la silueta de un avión. Su camino hacia el aeropuerto estaba siendo más fácil de lo que esperaba. La suerte aún no lo había abandonado.
Tras cruzar la zona residencial más rica, llegó a los suburbios. Desde que salió del río, lo perseguía la impresión de que al caer la noche, en las arenosas calles de Gao aparecían invisibles horrores, como si el lugar estuviese saturado por la sangre y la violencia de siglos. Caminando por las oscuras callejuelas semi-desiertas, la imaginación se le disparó. Le parecía que las gentes sentadas frente a sus cochambrosas viviendas le dirigían miradas llenas de recelo v hostilidad.
Se metió por un angosto y desierto callejón y se detuvo para sacar su revólver de la mochila, un viejo Smith & Wesson del 38, modelo Bodvguard y de corto cañón que perteneciera a su padre. El instinto le decía que aquellos no eran paraderos por los que deambular indefenso si uno deseaba ver la luz del siguiente día.
Pasó un camión arrastrando un remolque coro ladrillos. Advirtiendo que el vehículo llevaba su mismo camino, Gunn arrojó toda su cautela anterior al viento del desierto. Echó a correr y se montó en la trasera del vehículo, acomodándose boca abajo sobre los ladrillos, por encima de la cabina del camión.
El olor a diesel del tubo de escape constituyó un alivio tras el hedor de la ciudad. Desde su observatorio en lo alto del camión, Gunn distinguió un par de parpadeantes luces rojas a cosa de dos kilómetros más adelante. A medida que el vehículo iba aproximándose, el hombre pudo ver unos cuantos focos montados en el edificio de la terminal y en un par de hangares. El campo de aterrizaje se encontraba a oscuras.
Menudo aeropuerto, se dijo. Cuando las pistas no están en uso, apagan las luces.
Los faros del camión alumbraron un bache en la carretera y el conductor redujo velocidad. Gunn aprovechó para saltar al suelo. El vehículo se perdió entre las sombras sin que el chófer llegara advertir que había llevado a un pasajero. Gunn continuó derecho hasta llegar a un camino lateral asfaltado en el que un cartel de madera anunciaba en tres idiomas la proximidad del Aeropuerto Internacional de Gao.
——Internacional —leyó Gunn en voz alta—. Qué bien suena eso.
Caminó por el arcén de la carretera de acceso, dispuesto a tirarse en la cuneta si aparecía algún vehículo. No fue necesario. El terminal del aeropuerto estaba a oscuras, y el estacionamiento vacío por completo. Al ver las instalaciones de cerca, sus esperanzas se vinieron abajo. Había visto almacenes abandonados de mejor aspecto que la estructura de madera con oxidado techo metálico que hacía de terminal. Debía de hacer falta mucho coraje para subir a la cercana torre de control y trabajar en ella, pues se alzaba sobre unos soportes metálicos totalmente oxidados y corroídos. Rodeando el edificio, llegó a la pista de despegue, totalmente a oscuras y sin actividad. Al otro lado del campo, iluminados por focos, había ocho cazarreactores y un avión de transporte.
Divisó también dos guardias armados en el exterior de una garita. Uno dormitaba en una silla y el otro fumaba apoyado en la pared. Magnífico, pensó Gunn, realmente magnífico. Ahora tenía que vérselas con los militares.
Gunn miró el dial de su reloj sumergible Chronosport, que marcaba las once y veinte. De pronto, se sintió cansado. Después de todo aquel trayecto, no encontraba más que un aeropuerto abandonado, que parecía no haber visto ni el aterrizaje ni el despegue de un vuelo comercial en varias semanas. Y, por si eso fuera poco, el campo estaba vigilado por miembros de la fuerza aérea maliense. Era imposible saber cuánto aguantaría antes de que lo descubriesen o muriera de inanición.
Se resignó a una larga espera. Era inútil andar merodeando a la luz del día, así que avanzó cien metros en el desierto hasta encontrar una caseta medio derrumbada. Se metió en ella v se ocultó tapándose con varias tablas medio podridas. Tal vez el lugar estuviera lleno de hormigas o escorpiones, pero se sentía excesivamente agotado para preocuparse.
A los treinta segundos, ya se había dormido.
Pitt y Giordino estaban confinados en la sentina de la mansión flotante, por debajo de las pesadas placas metálicas sobre las que se asentaban los motores y el generador del barco. Les habían puesto en las muñecas unos grilletes cuyas cortas cadenas estaban amarradas a un conducto de vapor. Por encima de ellos paseaba un guarda armado con una metralleta. En el reducto, el calor era inmenso y la huida imposible. Su suerte estaba echada: en poco tiempo, el francés los entregaría a las fuerzas del general Kazim, y eso marcaría el fin de sus existencias.
En la sentina, la atmósfera era sofocante, casi irrespirable. Los dos amigos sudaban copiosamente a causa del calor húmedo que emanaba del conducto al que estaban esposados. A cada segundo, el tormento se hacía más insoportable. Tras dos horas en aquel infernal agujero, Giordino estaba exhausto, al borde del desmayo. La humedad era peor que la del más tórrido baño turco, y la deshidratación estaba enloqueciéndolo de sed.
Giordino miró a su intrépido compañero para ver cómo encajaba el tormento. Pitt no manifestaba ningún tipo de reacción. Tenía el rostro cubierto de sudor, pero su expresión era plácida, pensativa mientras contemplaba una serie de llaves inglesas colgadas del mamparo delantero. Le era imposible llegar a ellas, pues la cadena de sus muñecas no podía deslizarse por la tubería, una abrazadera sujeta a la pared, que hacía de tope se lo impedía. Mentalmente, midió lo que le faltaba para alcanzar las llaves. De cuando en cuando escuchaba los movimientos del guarda y luego volvía su atención a las herramientas.
—En bonito lío nos has metido, Stanley —dijo Giordino, imitando la voz de Oliver Hardy.
—Lo siento, Olí, todo ha sido en bien de la humanidad —replicó Pitt con una sonrisa.
—¿Crees que Rudi lo habrá conseguido?
—Si se ha andado con ojo y no ha perdido la calma, no tiene por qué haber terminado como nosotros.
—¿Qué puede ganar ese ricacho francés haciéndonos sudar la gota gorda? —murmuró Giordino, quitándose el sudor de la cara con el brazo.
—Ni idea —replicó Pitt—, Pero supongo que no tardaremos en enterarnos de por qué nos ha metido en este agujero en vez de entregarnos a los gendarmes.
—Debe de ser un auténtico cascarrabias, si se ha puesto así sólo porque usáramos el teléfono.
—Fue culpa mía —dijo Pitt, con los ojos burlones—. Debí llamar a cobro revertido.
—Bueno, no podías saber lo tacaño que es el tipo.
Pitt miró a Giordino con profunda admiración. Le maravillaba que, aun a punto de desmayarse, el fornido italiano no perdiese el humor.
Durante los minutos siguientes, Pitt olvidó la estrecha celda, el calor de horno y el peligro que los acechaba. Se centró en estudiar las posibilidades de fuga. Por el momento, cualquier optimismo era absurdo. Entre los dos, no reunían fuerza suficiente para romper las cadenas y ni él ni Giordino tenían con qué forzar las cerraduras de sus grilletes.
Por su cabeza desfiló una docena de planes alternativos, ninguno de los cuales era posible salvo que se dieran determinadas circunstancias. El principal inconveniente eran las cadenas. De un modo u otro, había que soltarlas de la tubería. Sin conseguir esto previamente, lo demás era inviable.
De repente, el guardián levantó una de las placas metálicas y la hizo girar sobre sus bisagras, interrumpiendo la gimnasia mental de Pitt. A continuación sacó una llave y les abrió los grilletes. En la sala de máquinas había cuatro tripulantes. Entre todos, hicieron incorporarse a Pitt y Giordino, los sacaron de la sala de máquinas y, tras hacerlos subir por unas escaleras, se encontraron en un enmoquetado corredor, frente a una puerta de madera noble. Uno de ellos llamó con los nudillos, la puerta se abrió y los dos prisioneros fueron empujados al interior.
Yves Massarde estaba sentado en un largo sofá de cuero; fumaba un fino cigarro y sostenía una copa de coñac. Un hombre de piel oscura vestido de militar ocupaba un sillón cercano, con una copa de champán en la mano. Ninguno de ellos se levantó. Pitt y Giordino se quedaron allí plantados, descalzos y en camiseta y shorts, chorreando sudor y humedad.
—¿Estas son las piltrafas que sacó usted del río? —preguntó el militar, mirándolos curiosamente con fríos y vacíos ojos negros.
—En realidad, subieron a bordo sin invitación —replicó Massarde—. Cuando los atrapé estaban usando mi teléfono.
—¿Cree que lograron enviar un mensaje?
Massarde asintió con la cabeza.
—No llegué a tiempo de impedírselo.
El militar dejó su copa en una mesita, se levantó y cruzó la estancia hasta quedar frente a Pitt. Era más alto que Giordino, pero unos quince centímetros menos que Pitt.
—¿Cuál de vosotros habló por radio conmigo en el río? —preguntó.
Pitt enarco las cejas.
—Usted debe de ser el general Kazim.
—Así es.
—Lo cual demuestra que no se puede juzgar a la gente por su voz. Lo imaginaba como Rodolfo Valentino, y resulta ser la viva imagen de Willie Comadreja...
El rostro de Kazim se contorsionó en una máscara de furioso odio, y su bota salió disparada contra la ingle de Pitt. El pésimamente intencionado golpe llevaba detrás toda la fuerza de Kazim. Pitt se hizo a un lado y, con la celeridad del rayo, atrapó la bota en el aire y la inmovilizó. La expresión del general pasó del odio al sobresalto.
Pitt no se movió ni soltó la pierna de Kazim, manteniéndolo a la pata coja por unos momentos. Luego, muy lentamente, empujó al enfurecido militar hacia atrás, hasta hacerlo caer en el sillón.
El silencio y la estupefacción reinaban en la sala. Kazim parecía demudado. Llevaba más de una década siendo un virtual dictador y estaba tan acostumbrado a que la gente se achicara y retorciese ante él que, de momento, no supo cómo reaccionar ante tan humillante agresión física. Se le aceleró la respiración, sus labios se crisparon en una fina línea blanca y su rostro se contrajo de pura ira. Sólo los ojos siguieron negros, fríos y vacíos.
Lenta y deliberadamente desenfundó su pistola. Con frío distanciamiento, Pitt advirtió que se trataba de una vieja Beretta NATO de nueve milímetros, modelo 92SB. Sin prisa, Kazim quitó el seguro del arma y apuntó el cañón hacia Pitt, mientras una sádica sonrisa se le iba formando bajo el poblado bigote.
Pitt miró de reojo a Giordino y advirtió que su amigo estaba tenso, dispuesto a saltar sobre Kazim. Luego su mirada se posó en la mano del general que sostenía el arma, esperando el menor movimiento del índice sobre el gatillo para saltar hacia la derecha. Aquélla hubiera sido una buena oportunidad para intentar la fuga, pero Pitt se daba cuenta de que, al llevar a Kazim hasta aquellos extremos, había perdido toda posibilidad. Lógicamente, el militar sabía manejar un arma, y disparando a quemarropa era imposible que fallase. Pitt se sabía capaz de moverse con bastante rapidez para esquivar el primer tiro, pero Kazim corregiría su puntería y dispararía a herir, primero contra una rodilla, luego contra la otra. Los malignos ojos del general no le presagiaban una muerte rápida.
Una fracción de segundo antes de que empezaran los tiros, Massarde alzó elegantemente una mano y habló con firmeza:
—Querido general: le ruego que no utilice mi salón como patíbulo. Sus ejecuciones, celébrelas en otra parte.
—El alto va a morir —dijo Kazim en un susurro silbante y fulminando a Pitt con sus negros ojos.
—A su tiempo, querido compañero —dijo Massarde, indiferente al tiempo que se servía otro coñac. Tenga la bondad de contenerse. No lo digo por el americano, sino por la alfombra, que es una pieza única. Sería un crimen mancharla de sangre.
—Le compraré una nueva —gruñó Kazim.
—En mi opinión, lo que nuestro amigo desea es una muerte rápida e indolora. Es evidente que su intención era enfurecerlo para morir de un tiro, y no tras una larga y agónica tortura.
La pistola bajó muy lentamente y Kazim sonrió como una hiena.
—Ha leído usted sus pensamientos. Eso es justamente lo que el caballero deseaba.
Massarde se encogió de hombros.
—Hay que ir paso a paso. Estos hombres ocultan algo, algo vital. Si pudiéramos persuadirlos de que hablaran, quizá tanto usted como yo saldríamos beneficiados.
Kazim se levantó del sillón, fue hasta Giordino y alzó de nuevo la automática, esta vez apuntando contra la oreja derecha del italiano.
—Veamos si ahora eres más parlanchín que cuando ibas en el barco.
Giordino no se alteró.
—¿Qué barco? —preguntó, con el inocente tono de un sacerdote en el confesionario.
—El que abandonasteis minutos antes de que volara por los aires.
—Ah, se refiere a ese barco.
—¿Cuál era vuestra misión? ¿Por qué subisteis por el Níger hasta Malí?
—Estamos investigando los hábitos migratorios del pez matabúfalos, y seguíamos a una bancada para ver qué hacía...
—¿Cómo explicas las armas del yate?
—¿Armas...? ¿Dice armas...? —Giordino era la estampa viva del desconcierto—. No sé de qué me habla.
—¿Has olvidado vuestro encuentro con las patrulleras de Benin?
Giordino sacudió la cabeza.
—Lo siento: nada de lo que dice me suena.
—Unas horas en las cámaras de interrogatorio de mi central en Bamako quizá te refresquen la memoria.
—No se trata de un sitio saludable para los extranjeros que no cooperan, se lo aseguro —apuntó Massarde.
—No intentes engañar al general —dijo Pitt a Giordino—. Dile la verdad.
Giordino se volvió y miró a Pitt con incredulidad.
—¿Estás loco?
—Quizá tú soportes la tortura. Yo, no. Sólo pensar en el dolor me enferma. Si tú no le cuentas al general Kazim lo que quiere saber, lo haré yo.
—Tu amigo es un hombre sensato —dijo Kazim—. Harías bien atendiendo su consejo.
Por un brevísimo instante, la incredulidad desapareció del rostro del italiano, para volver inmediatamente, esta vez acompañada por la ira.
—¡Maldito gusano...! ¡Sucio traidor...!
El chorro de insultos se cortó cuando Kazim golpeó con la pistola el rostro de Giordino, haciéndole una brecha en la barbilla. El hombre retrocedió un par de pasos, se detuvo, y luego cargó como un toro bravo. Kazim alzó la automática y la apuntó al entrecejo de Giordino.
Ya estamos, pensó fríamente Pitt, a quien el arranque de su compañero le había cogido por sorpresa. Rápidamente, se colocó entre Kazim y Giordino, agarrando a su amigo por los brazos e inmovilizándolo al tiempo que gritaba:
—¡Cálmate, por Dios!
Subrepticiamente, Massarde oprimió el botón de una pequeña consola próxima al sofá. Antes de que nadie hablase o hiciera otro movimiento, un pequeño ejército de tripulantes irrumpió en la sala y, en un abrir y cerrar de ojos, tiraron al suelo a Pitt y a Giordino. Pitt apenas alcanzó a ver el alud, se dejó caer sin ofrecer resistencia, consciente de que no valía la pena oponerse y deseando reservar fuerzas. Giordino, en cambio, se debatió como un loco, llenando la sala de maldiciones e insultos.
—Llévense de nuevo a ese hombre a la sentina —gritó Massarde, poniéndose en pie y señalando a Giordino.
Pitt notó que desaparecía la presión de su cuerpo, al tiempo que los guardas se concentraban en someter al pataleante Giordino. Uno de ellos sacó una corta cachiporra y los golpeó en la sien. Tras soltar un gruñido, a Giordino se le acabaron las ganas de pelea. Se desmoronó, los guardas lo cogieron por las axilas y lo arrastraron fuera de la sala.
Kazim enfiló la automática contra Pitt, que seguía caído en el suelo.
—Dado que prefieres la charla cordial a la tortura, ¿qué tal si empiezas por decirme tu verdadero nombre?
Pitt se incorporó y dijo:
—Pitt. Dirk Pitt.
—¿Debo creerte? —Es un nombre tan bueno como cualquier otro.
Kazim se volvió a Massarde.
—¿Los hizo registrar? El francés asintió con la cabeza.
—No llevaban credenciales ni documentos de ningún tipo.
Con una máscara de repugnancia por cara, Kazim miró a Pitt.
—Tal vez te sea posible explicarme por qué entrasteis en Malí sin pasaporte.
—Desde luego, general —se apresuró a decir Pitt—. Mi compañero y yo somos arqueólogos. Una fundación francesa nos encomendó la misión de buscar en el río Níger restos de antiguas naves hundidas. Nuestros pasaportes se perdieron cuando el barco en que íbamos fue destruido por una de sus patrulleras.
—Después de dos horas de confinamiento en una cámara de vapor, dos verdaderos arqueólogos estarían sollozando como niños. Resultáis demasiado duros, intrépidos y arrogantes para ser otra cosa que agentes enemigos...
—¿Qué fundación es ésa? —intervino Massarde.
—La Sociedad Francesa de Exploraciones Históricas —replicó Pitt.
—Jamás he oído hablar de ella.
Pitt separó las manos, en ademán de impotencia.
—¿Qué puedo decir?
—¿Desde cuándo van los arqueólogos en un superyate equipado con lanzacohetes y armas automáticas? —preguntó sarcásticamente Kazim.
—Eran una protección contra piratas o terroristas —sonrió estúpidamente Pitt.
En aquel momento alguien llamó a la puerta. Entró uno de los hombres de Massarde, que le tendió un mensaje.
—¿Hay contestación, señor? Tras echar un vistazo al papel, Massarde asintió: —Exprese al remitente mi felicitación y dígale que continúe
con sus investigaciones. Una vez el tripulante hubo salido, Kazim preguntó: —¿Buenas noticias?
—Sumamente interesantes —murmuró Massarde—. Es una comunicación de mi agente en las Naciones Unidas. Al parecer, estos hombres pertenecen a la Agencia Nacional Subacuática y Marítima de Washington. Su misión era localizar la fuente de una contaminación química que se origina en el Níger y que, al entrar en el mar, produce una rápida proliferación de las mareas rojas.
Kazim hizo un desdeñoso gesto de escepticismo.
—Eso es una simple fachada. Estaban husmeando en busca de algo más importante que la polución. Me atrevería a decir que petróleo.
—Lo mismo opina mi agente en Nueva York. Él sugirió que podía tratarse de una tapadera, pero su fuente de información no lo creía así.
Kazim miró recelosamente a Massarde.
—Espero que no se trate de un escape de las instalaciones de Fort Foureau.
—No, claro que no —replicó Massarde sin vacilar—. La planta está demasiado lejos para afectar al Níger. Sólo puede tratarse de uno de sus múltiples proyectos clandestinos, de esos que no tiene usted a bien revelarme.
La expresión de Kazim se hizo opaca y sin vida.
—Si alguien es responsable de contaminar Malí, querido amigo, ése es usted.
—Imposible replicó tajantemente Massarde. Luego se volvió hacia Pitt—. ¿Le resulta interesante esta conversación, Mr. Pitt?
—No entiendo nada de lo que dicen.
—Usted y su amigo deben de ser hombres muy valiosos.
—La verdad es que no. En estos momentos somos prisioneros corrientes y molientes.
—¿Qué entiende por valiosos? —quiso saber Kazim.
—Según mi agente, la ONU va a mandar un equipo táctico especial para rescatarlos.
Por un segundo, Kazim pareció estupefacto; pero no tardó en recuperar la compostura.
—¿Una fuerza especial va a venir hasta aquí? —preguntó. —Probablemente ya está en camino, puesto que Mr. Pitt logró comunicarse con su superior. —Massarde echó un nuevo vistazo al mensaje. Mi agente afirma que se trata del almirante James Sandecker.
Tras el sofocante calor de la sentina, el aire acondicionado de la elegante sala hacía castañear los dientes a Pitt; pero entonces el hombre sintió un escalofrío de distinta índole. Estupefacto ante el hecho de que Massarde conociese todos los detalles de la misión, trató de imaginar quién podía haberlos traicionado, pero no se le ocurrió ningún nombre. Haciendo un esfuerzo, comentó:
—Parece que no hay forma de engañarlos.
— Vaya, vaya... Ahora que hemos sido descubiertos ya no nos mostramos tan ingeniosos, ¿eh? —Kazim se sirvió otra copa del excelente champán de Massarde. Luego miró a Pitt—. ¿Dónde planeabais encontraros con la fuerza de la ONU?
Pitt intentaba dar la impresión de sufrir amnesia. Estaba en un callejón sin salida. El aeropuerto de Gao era un punto de recogida excesivamente obvio. Bajo ningún concepto quería poner en peligro a Gunn, pero decidió arriesgarse, apostando porque Kazim fuera tan torpe como parecía.
—En el aeropuerto de Gao. Aterrizarán al amanecer. Debíamos esperarlos en el extremo oeste de la pista.
Tras mirar fijamente a Pitt por unos momentos, Kazim lanzó contra su frente el cañón de la Beretta.
—!Mientes! —le espetó.
Pitt apartó la cabeza y se cubrió el rostro con los brazos.
—Es verdad. Lo juro.
—Mientes —repitió Kazim—. La pista de Gao va de norte a sur. No hay extremo oeste.
Pitt lanzó un largo suspiro y sacudió lentamente la cabeza.
—Supongo que es inútil que me resista. Tarde o temprano, me sacaría la verdad.
—Desgraciadamente para ti, tengo métodos para conseguirlo.
—Muy bien —dijo Pitt—. Lo que el almirante Sandecker nos ordenó fue que, tras destruir el barco, nos dirigiéramos a una amplia cañada situada veinte kilómetros al sur de Gao. Allí nos recogería un helicóptero procedente de Níger.
—¿Cuál es la señal para la recogida?
—No era necesaria ninguna señal. La cañada está rodeada por el desierto. Se me dijo que el helicóptero inspeccionaría la zona con sus faros de aterrizaje hasta encontrarnos.
—¿Y la hora?
—Las cuatro de la madrugada.
Kazim le dirigió una larga y pensativa mirada, tras la cual, dijo ominosamente:
—Si has vuelto a mentirme, lo lamentarás.
Kazim enfundó la Beretta y se volvió a Massarde.
—No hay tiempo que perder. Debo preparar una ceremonia de bienvenida.
—Querido Zateb: lo mejor que puede hacer es mantenerse apartado de la ONU. Estoy absolutamente en contra de atacar a su equipo táctico. Si no encuentran a Pitt y a su amigo, regresarán a Nigeria. Derribando el helicóptero y matando a sus pasajeros sólo conseguirá meterse en un avispero.
—Van a invadir mi país.
—Eso es una nadería —replicó Massarde.— El orgullo nacional no es propio de usted. Satisfacer sus ansias de sangre puede costarle la pérdida de ayudas y subvenciones para sus... digamos inicuos proyectos. Que se marchen como vinieron.
Kazim sonrió torcidamente y lanzó una seca risa desprovista de humor.
—Amigo Yves... Me quita usted todas las alegrías.
—Pero le meto millones de francos en los bolsillos.
—Sí, eso también —admitió Kazim.
Massarde señaló a Pitt con un movimiento de cabeza.
—Además, para divertirse ya tiene a éste y a su amigo. Estoy seguro de que le contarán cuanto desee saber.
—Antes del mediodía ya habrán soltado cuanto sepan.
—Estoy seguro de que así será.
—Gracias por ablandarlos, haciéndolos cocerse al vapor de la sentina.
—Ha sido un placer. —Massarde fue hasta una puerta lateral—. Ahora, si me disculpan, debo atender a mis huéspedes, a quienes ya he tenido demasiado tiempo abandonados.
—Un último favor —dijo Kazim.
—Desde luego.
—Retenga a los señores Pitt y Giordino en su baño de vapor durante un tiempo. Antes de trasladarlos a mi central de Gao, querría que sudasen un poco más, de modo que cualquier resto de hostilidad se evapore.
—Como desee —asintió Massarde— Diré a mis hombres que devuelvan a Mr. Pitt a la sentina.
—Amigo Yves: le agradezco que los capturase y me los haya entregado. Le estoy sumamente reconocido.
Massarde le dirigió una inclinación de cabeza.
—Ha sido un placer.
Antes de que la puerta se cerrara tras el francés, Kazim devolvió su atención a Pitt. Sus negros ojos relucían como pavesas. Pitt sólo recordaba otra ocasión en la que hubiera visto tanto y tan reconcentrado odio en el rostro de un ser humano.
—Disfruta de tu estancia en el horno de la sentina, amigo Pitt. Después, sufrirás, y sufrirás mucho más de lo que has soñado en tus más terribles pesadillas.
Si Kazim esperaba que Pitt temblase de miedo, no lo consiguió. Muy al contrario: Pitt parecía increíblemente calmado, y su cara mostraba la plácida expresión de quien ha conseguido el premio máximo en una tragaperras. Pitt se regocijaba interiormente porque, sin darse cuenta, el general había apartado el obstáculo que frustraba sus planes de fuga. La puerta de la jaula estaba entornada y Pitt se escurriría por la rendija.
23
Eva se sentía demasiado tensa para poder dormir, así que fue la primera del grupo en advertir que el aparato descendía. Aunque los pilotos realizaron la maniobra con gran suavidad, se dio cuenta de la reducción de potencia de los motores y, cuando notó la presión en los oídos, supo que el avión había perdido altura.
Al mirar por la ventanilla lo único que vio fue oscuridad. En el desierto no se distinguía luz alguna. Una mirada a su reloj le indicó que pasaban diez minutos de la medianoche. Hacía sólo hora y media que, tras cargar el equipo y las muestras de contaminación, el aparato había despegado de aquella tumba llamada Asselar.
Permaneció tranquilamente en su asiento, pensando que quizá los pilotos estaban cambiando el curso y por ello perdían altitud. Pero la sensación en el estómago le indicaba que el aparato seguía bajando.
Eva se levantó y fue hasta el fondo de la cabina, donde Hopper se había exiliado para poder fumar su pipa. Llegó junto a su asiento y, tocándolo en el hombro, lo despertó.
—Frank, algo anda mal.
Hopper, que tenía el sueño ligero abrió los ojos casi al momento y los fijó en ella inquisitivamente.
—¿Cómo dices?
—El avión está bajando. Creo que vamos a aterrizar.
—Bobadas —replicó él—. Faltan cinco horas para El Cairo.
—Lo sé, pero he notado que los motores reducían potencia.
—Probablemente los pilotos quieren ahorrar combustible.
—Perdemos altitud. Estoy segura.
Ante la seriedad del tono de Eva, Hopper se enderezó y aguzó el oído para escuchar los motores. Luego, apoyando el codo en el reposabrazos, miró al fondo del corredor de la cabina de pasajeros.
—Creo que tienes razón. Parece que el morro está algo inclinado.
Eva señaló hacia la carlinga.
—Durante el vuelo, la puerta de los pilotos ha estado abierta. Ahora la tienen cerrada.
—Un poco extraño sí parece; pero no creo que debamos alarmarnos. —Echó a un lado la manta que cubría su largo cuerpo, y se puso en pie con rigidez—. Sin embargo, no está de más echar un vistazo.
Eva lo siguió por el pasillo hasta la puerta de la carlinga. Hopper intentó hacer girar el tirador y la preocupación nubló su rostro.
—La maldita puerta está cerrada —dijo. Golpeó el panel, pero no hubo otra respuesta que un leve aumento en el ángulo de descenso—. Aquí está pasando algo muy raro. Será mejor que despiertes a los otros.
Eva recorrió el pasillo, y fue despertándolos a todos. Grimes fue el primero en llegar junto a Hopper.
—¿Por qué aterrizamos? —preguntó.
—No tengo ni idea, y los pilotos no están nada comunicativos.
—Quizás están intentando un aterrizaje de emergencia. —De ser así, se lo guardan para ellos.
Eva miró por una ventanilla. Escrutando las sombras, logró ver un pequeño grupo de luces amarillas varios kilómetros por delante del avión.
—Hay unas luces —anunció.
—Podríamos echar la puerta abajo —sugirió Grimes.
—¿Para qué? —replicó Hopper—. Si se proponen aterrizar, no podemos evitarlo. Ninguno de nosotros sabe pilotar un avión.
—Entonces, sólo nos queda volver a nuestros asientos y abrocharnos los cinturones —dijo Eva.
Apenas acabó de hablar, las luces de aterrizaje se encendieron, iluminando el desnudo desierto. Bajó el tren de aterrizaje y el avión viró para enfilar la pista, aún invisible. Para cuando todos los miembros del equipo estuvieron amarrados a sus asientos, los neumáticos golpearon la arena apisonada y los motores rugieron al entrar en funcionamiento los frenos de aire. La lisa superficie de la pista sin asfaltar producía suficiente roce como para que el avión se detuviera sin que los pilotos necesitasen hacer uso de los frenos. El avión rodó hasta unas luces cercanas a la pista y se detuvo.
—¿Qué será esto? —murmuró Eva.
—Pronto lo averiguaremos —dijo Hopper yendo hacia la carlinga, decidido a echar la puerta abajo. Pero antes de que llegara la puerta se abrió y apareció el piloto—.
—¿A qué viene esta escala? —preguntó el científico—. ¿Hay algún problema mecánico?
—Aquí se apean ustedes —dijo lentamente el piloto.
—¿De qué habla? Debe usted llevarnos hasta El Cairo.
—Tengo órdenes de dejarlos en Tebezza.
—Este es un avión fletado por la ONU. Se los contrató para conducirnos a cualquier destino que les indicáramos, y Tebezza, o como quiera que se llame, no es uno de ellos.
—Considérelo una escala no programada —replicó obstinadamente el piloto.
—No puede usted soltarnos en mitad del desierto así como así. ¿Cómo vamos a llegar hasta El Cairo?
—No se preocupe: está arreglado.
—¿Y qué me dice de nuestro equipo?
—Lo guardaremos cuidadosamente.
—Las muestras deben llegar cuanto antes al laboratorio de la Organización Mundial de la Salud en París.
—Eso no es de mi incumbencia. Recojan sus efectos personales y desembarquen, hagan el favor.
Dejando plantado a Hopper, el piloto siguió su camino hasta el final de la cabina, donde desbloqueó la puerta exterior y pulsó un gran interruptor. Mientras las bombas hidráulicas gemían, la parte posterior del suelo de la cabina descendió lentamente, para convertirse en una escalera hasta la pista. Luego el piloto alzó el gran revólver que había estado ocultado detrás y amenazó con él a los estupefactos científicos.
—¡Bajen del avión ahora mismo! —ordenó, destemplado.
Hopper se adelantó hasta quedar casi nariz con nariz con el piloto, haciendo caso omiso del revólver apretado contra su estómago.
—¿Quién es usted y por qué hace esto?
—Soy el teniente Abubakar Babanandi, de las Fuerzas Aéreas maliense, y actúo por orden de mis superiores.
—¿Y se puede saber quiénes son esos superiores?
—El Consejo Supremo Militar de Malí.
—Querrá decir el general Kazim. El es quien corta el bacalao por estos contornos, y...
Hopper se cortó y lanzó un gemido. El cañón del revólver acababa de golpearlo en la ingle.
—Le ruego que no cause problemas, doctor. Abandone el avión, o lo mato aquí mismo.
Eva tomó a Hopper por el brazo.
—Haz lo que dice, Frank. El orgullo puede costarte la vida.
Hopper oscilaba sobre sus pies, con las manos apretadas contra la ingle. Babanandi parecía frío y duro, pero en sus ojos Eva detectaba más miedo que hostilidad. Sin decir más, el teniente empujó a Hopper hacia la escalera.
—Le aconsejo que se dé prisa.
Veinte segundos más tarde, apoyado en Eva, Hopper descendía al suelo y miraba en torno.
Seis o siete hombres, con los rostros semiocultos por el añil velo de los tuaregs, se aproximaron y formaron un semicírculo en torno a Hopper. Todos eran altos y amenazadores, y vestían largas y holgadas túnicas negras. Llevaban sables al cinto y sostenían fusiles automáticos, que apuntaban contra el pecho de Hopper.
Un hombre y una mujer se aproximaron. El hombre era alto y flaco. Lo único de su cuerpo que se veía eran las manos, de piel blanca, y los ojos, que atisbaban a través de la abertura de su litham. Su túnica era de color púrpura encendido, pero el velo que llevaba era blanco. La coronilla de Hopper apenas llegaba al hombro del desconocido.
Lo acompañaba una mujer cuya complexión recordaba la de un camión de grava con el remolque cargado a tope. Llevaba un sucio y holgado vestido que apenas le cubría las rodillas, revelando piernas gruesas como postes telegráficos. A diferencia del resto del grupo, ella llevaba la cabeza descubierta. Aunque era de tez tan oscura como la de los africanos meridionales, y de pelo rizado, tenía pómulos prominentes, barbilla redonda, y nariz afilada. Los ojos eran pequeños, redondos y brillantes, y la boca le ocupaba casi la mitad del rostro. Su expresión, fría y sádica, era realzada por la rota nariz y las cicatrices de su frente. El suyo era un rostro que, en el pasado, había sufrido graves malos tratos. Con una mano, sostenía un látigo rematado por un pequeño nudo. Miró a Hopper como una torturadora de la Inquisición tomando medidas a su siguiente víctima antes de meterla en la virgen de hierro.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Hopper, sin más presentación.
—Tebezza —replicó el tipo alto.
—Eso ya me lo han dicho; pero, ¿qué es Tebezza? La respuesta se produjo en inglés, en el que Hopper detectó acento de Irlanda del Norte.
—Tebezza es el lugar donde el desierto termina y el infierno comienza. Aquí, los prisioneros y los esclavos trabajan en las minas de oro.
—0 sea: un sitio parecido a las salinas de Taoudenni —dijo Hopper, sin perder de vista los fusiles que lo apuntaban—. ¿Les importa apartar esas armas?
—Son necesarias, Mr. Hopper.
—No deben preocuparse. No hemos venido a robar su... —Hopper se cortó a mitad de frase. Abrió mucho los ojos y el rostro se le demudó. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un susurro lleno de asombro—: ¿Conoce mi nombre?
—En efecto. Lo estábamos esperando.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Selig O'Bannion. Soy el ingeniero jefe de estas minas. —Señaló a su gruesa compañera con un movimiento de cabeza—. Ella es mi ayudante y se llama Melika, que significa reina. Usted y su gente estarán a sus órdenes.
Se produjo un silencio de casi diez segundos turbado sólo por el suave zumbido de las turbinas del avión. Al fin Hopper farfulló:
—¿Órdenes? ¿De qué demonios habla?
—Han sido ustedes mandados aquí por cortesía del general Zateb Kazim. Es su expreso deseo que trabajen en las minas.
—¡Esto es un secuestro! —exclamó Hopper desalentado. O'Bannion meneó pacientemente la cabeza.
—De secuestro, nada doctor Hopper. Usted y su equipo científico de la ONU no están sujetos a rescate, ni serán tratados como rehenes. Se les ha condenado a trabajar en las minas de Tebezza, sacando oro para la Tesorería Nacional de Malí.
—¡Está usted más loco que una ca...! —comenzó Hopper, pero un latigazo asestado contra su rostro por Melika lo hizo callar.
—Esta es tu primera lección de esclavo, cerdo inmundo —dijo la inmensa mujer, mientras Hopper se llevaba la mano al hematoma que comenzaba a formársele en la mejilla—. A partir de ahora, sólo hablarás cuando se te ordene.
Melika alzó el látigo para golpear de nuevo a Hopper, pero O'Bannion retuvo su brazo.
—Calma, mujer. Dale tiempo para que se haga a la idea.
El irlandés miró a los otros científicos, que habían bajado por la escalera y formaban grupo en torno a Hopper. El desconcierto y el terror comenzaba a aflorar en sus ojos.
—Los quiero en perfectas condiciones para su primer día de trabajo.
De mala gana, Melika bajó el látigo.
—Estás ablandándote, Selig. No son de porcelana.
—Es usted norteamericana —dijo Eva. Melika sonrió.
—En efecto, querida. Durante diez años, fui jefa de guardas de la Penitenciaria Femenina de Corona, California. Y, te lo digo por experiencia, aquí no somos más duros que allí.
—Melika dedica especial atención a las obreras —dijo O'Bannion—. Estoy seguro de que hará que se sienta usted como un miembro más de la familia.
—¿Obligan a las mujeres a trabajar en las minas? —preguntó incrédulamente Hopper.
—Tenemos a unas cuantas, y también a sus hijos —replicó O'Bannion, sin pestañear.
—¡Eso es una flagrante violación de los derechos humanos! —exclamó furiosamente Eva.
Melika miró a O'Bannion con maligna expresión.
—¿Puedo?
Él asintió con la cabeza.
—Puedes.
La mujerona pegó con la punta del mango del látigo en el estómago de Eva, haciéndola doblarse. Luego la golpeó en la nuca. Eva se hubiese derrumbado de no haberla sostenido Hopper por la cintura.
—Pronto aprenderán que cualquier resistencia, incluso la verbal, es inútil —dijo O'Bannion—. Más vale que cooperen. Así el tiempo que les queda en este mundo les resultará más llevadero.
Hopper se quedó boquiabierto.
—Somos respetables científicos de la Organización Mundial de la Salud. No puede ejecutarnos a su capricho.
—¿Ejecutarlos, mi buen doctor? Nada de eso. Tan sólo pretendemos que mueran de agotamiento.
24
Todo se desarrolló exactamente como Pitt esperaba. Cuando el guarda lo empujó de nuevo al interior de la sofocante sentina, junto a Giordino, se mostró sumiso y cooperador, alzando las manos para que el guarda pudiera asegurar la cadena de sus grilletes en torno a la tubería de vapor. Pero esta vez Pitt puso las muñecas al otro lado del perno de amarre de la tubería. Tras asegurarse de que Pitt volvía a estar sólidamente encadenado, el guarda dejó caer ruidosamente la trampilla sobre los prisioneros, que de nuevo quedaron encerrados en el húmedo horno de la sentina.
Giordino, sentado en un charco de humedad, se frotaba la nuca. Entre la densa neblina, Pitt apenas lograba distinguirlo.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Giordino.
—Massarde y Kazim son uña y carne. Están metidos juntos en algo turbio. Massarde le paga al general ciertos favores. Eso es evidente; pero no logré enterarme de mucho más.
—Siguiente pregunta.
—Dispara.
—¿Cómo saldremos de este samovar?
Pitt alzó las manos y sonrió.
—Con un simple giro de muñeca.
Como ahora estaba sujeto al otro tramo de la tubería, Pitt deslizó su cadena por el conducto hasta alcanzar el mamparo al que estaban sujetas las llaves inglesas. Cogió una y la probó en el amarre de la tubería al mamparo. Era demasiado grande, pero la siguiente llave encajó. Aferrando el mango, empujó. La oxidada tuerca no cedió. Pitt descansó un momento y luego, apoyando los pies contra un bastidor de acero, agarró la llave con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. Tras ofrecer una tenaz resistencia, la tuerca giró un cuarto de vuelta, operación que requirió de toda la potencia muscular del hombre. Vencida la inicial resistencia, cada giro posterior resultó más fácil. Cuando al fin la tuerca estuvo casi suelta, Pitt se detuvo, vol—viéndose hacia Giordino.
—Bueno, ya está a punto de soltarse. Con un poco de suerte, lo que conduce será vapor a baja presión para la calefacción de los camarotes. Si no, sabremos lo que siente una langosta al caer en la olla. Y, en cualquier caso, el vapor que salga será suficiente para asfixiarnos como no salgamos de aquí a toda velocidad.
Giordino se acuclilló, quedando con la húmeda coronilla pegada a la placa metálica de arriba.
—Pon el guarda a mi alcance, y yo me ocupo del resto.
Pitt asintió sin decir palabra y dio los últimos giros a la tuerca, hasta dejarla libre. Luego utilizó la cadena de sus grilletes para tirar de la tubería con todas sus fuerzas. Al soltarse la tubería, salió un chorro de vapor que llenó el reducido espacio de la sentina. En unos segundos, la ardiente niebla se hizo tan espesa que Pitt y Giordino se perdieron de vista el uno al otro. Con un rápido movimiento, Pitt pasó su cadena por el extremo suelto de la tubería, sin evitar escaldarse las manos.
Al unísono, él y Giordino comenzaron a gritar y a golpear contra las placas de arriba. El súbito silbido del vapor así como su aparición por entre las junturas de las placas metálicas. Sobresaltó al guarda, que actuó según lo previsto por Pitt y levantó la trampilla. Una nube de vapor lo envolvió, al tiempo que las invisibles manos de Pitt lo agarraban y lo hacían caer al fondo de la asfixiante sentina. El guarda cayó de cabeza, se golpeó la mandíbula con el bastidor y quedó fuera de combate.
Inmediatamente, Pitt arrancó el fusil automático de las manos del inconsciente guarda, cuyos bolsillos registró rápidamente Giordino, no tardando en encontrar las llaves de sus grilletes. Mientras su compañero se liberaba las muñecas, Pitt subió ágilmente a la cubierta de la sala de máquinas, donde permaneció en cuclillas, moviendo en abanico el fusil. El lugar estaba vacío. El único tripulante de guardia había sido su vigilante.
Pitt se volvió hacia la sentina y, limpiándose el sudor de la frente, preguntó.
—¿Vienes?
Desde el interior de la blanca nube de la sentina, Giordino replicó:
—Saquemos al guarda. El pobre diablo no tiene por qué morirse aquí.
A tientas, Pitt tendió las manos y sacó al inconsciente guarda, dejándolo sobre el suelo de la sala de máquinas. Luego ayudó a salir a Giordino del infernal agujero. Una mueca crispó su rostro a causa del dolor que le producían las quemaduras de las manos. Mirándolas, Giordino comentó:
—Parecen camarones cocidos.
—Me las escaldé cuando pasé la cadena por el extremo de la
tubería.
—Deberíamos vendarlas con algo.
—No hay tiempo. —Alzó las muñecas esposadas—. ¿Me haces el honor?
Rápidamente, Giordino le abrió los grilletes y, antes de echársela al bolsillo, mostró la llave.
—La guardaré como recuerdo. No sabemos cuándo volverán a arrestarnos.
—Según están las cosas, en cualquier momento —murmuró Pitt—. Los invitados de Massarde, sobre todo las mujeres con vestidos escotados, no tardarán en quejarse por la falta de calefacción. Enviarán a alguien para arreglarla y descubrirán que nos hemos largado.
—Entonces ha llegado el momento de hacer un rápido y discreto mutis.
—Sobre todo, discreto.
Pitt fue hasta una compuerta, la abrió y asomó la cabeza a una cubierta de estribor de la mansión flotante. Acercándose a la baranda, miró hacia arriba. A través de las grandes ventanas panorámicas podía verse a los invitados, vestidos de noche, bebiendo y charlando, ajenos a la tortura que Pitt y Giordino habían padecido en la sala de máquinas, casi directamente bajo sus pies.
Hizo señas a Giordino de que lo siguiera, y ambos avanzaron sigilosamente por cubierta, agachándose al pasar frente a los ojos de buey que daban a los alojamientos de la tripulación. Al fin llegaron a una escalera, a cuyo pie se detuvieron y se quedaron mirando hacia arriba. Nítidamente visible bajo la luz de los focos que lo alumbraban, estaba el helicóptero privado de Massarde, amarrado al pequeño helipuerto encima del salón principal. El aparato, pintado de rojo y blanco, no parecía estar vigilado.
—La carroza nos aguarda —dijo Pitt.
—Siempre es mejor que nadar —estuvo de acuerdo Giordino—. Si el franchute hubiera sabido que sus huéspedes eran dos antiguos pilotos militares, no hubiera dejado desprotegido su juguete.
—Su error ha sido nuestra suerte —comentó Pitt.
Subió la escalera, examinó la cubierta y atisbó por las cercanas portillas. Nadie del interior parecía interesado en lo que ocurría fuera. Silenciosamente, cruzó la cubierta, abrió la portezuela del helicóptero y montó en el aparato. Antes de seguir a Pitt, Giordino retiró las cuñas de las ruedas y soltó los cables de amarre. Luego entró en la carlina y ocupó el asiento derecho.
—A ver qué tenemos aquí —dijo Giordino, estudiando el panel de instrumentos.
—Es un Ecureuil francés, de doble turbina —replicó Pitt—. El modelo no lo sé; así que tendremos que pilotar a ojo: despegamos, nos largamos y listo.
El motor tardó un par de preciosos minutos en calentarse, pero cuando Pitt soltó el freno y los rotores comenzaron a girar, aún no había sonado ninguna alarma. Las palas adquirieron velocidad hasta alcanzar el régimen de revoluciones necesario para el despegue. La fuerza centrífuga estremeció al aparato sobre sus ruedas. Como todos los pilotos avezados, Pitt no necesitaba traducir las indicaciones en francés de los instrumentos, válvulas e interruptores del panel. Sabía lo que indicaban. Los controles eran universales y no le crearon el menor problema.
Apareció un tripulante, que miró con curiosidad a través del amplio parabrisas. Giordino le hizo un saludo con la mano y sonrió ampliamente. El hombre se quedó parado, con la indecisión pintada en el rostro.
—El tipo no tiene ni idea de quiénes somos —dijo Giordino.
—¿Va armado?
—No; pero sus amigos que vienen cargando escaleras arriba no parecen nada cordiales.
—Hora de irse.
—Todas las luces están en verde.
Pitt no perdió más tiempo. Conteniendo la respiración, hizo elevarse el helicóptero unos metros sobre el puente antes de bajar ligeramente el morro e iniciar el vuelo horizontal. La mansión flotante quedó atrás, un ascua de luz sobre las negras aguas. Cuando estuvieron a distancia segura, Pitt estabilizó la altura a unos diez metros y tomó curso río abajo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Giordino.
—Al sitio donde Rudi detectó que la contaminación entraba en el río.
—¿No vamos un poco despistados? El sitio que dices está a más de cien kilómetros en dirección contraria.
—Es una simple finta para despistar a la jauría. En cuanto estemos a distancia segura de Gao, daré media vuelta y volaremos sobre el desierto hasta regresar al río, treinta kilómetros o así más arriba.
—¿Y por qué no vamos hasta el aeropuerto, recogemos a Rudi y salimos zumbando del país?
—Por varias razones —replicó Pitt, señalando uno de los indicadores—. En primer lugar, sólo tenemos combustible para unos doscientos kilómetros. En segundo, en cuanto Massarde y su amigo Kazim den la alarma, los cazarreactores malienses saldrán a buscarnos, nos localizarán con sus radares y, o bien nos obligarán a aterrizar, o nos harán pedazos en el aire. No creo que eso tarde más de quince minutos en ocurrir. Y, en tercer lugar, Kazim cree que sólo éramos tu y yo. Cuanta más distancia logremos poner entre nosotros y Rudi, más posibilidades tiene él de escapar con las muestras.
—¿Todas esas cosas se te ocurren así, de repente, o es que desciendes de una larga estirpe de profetas?
—Considérame un simple futurólogo aficionado.
—Deberías poner una caseta de adivino en las ferias.
—En el barco, logré sacarte del baño de vapor, ¿no? Giordino tenía sus dudas:
—Y ahora vamos a volar a través del Sahara hasta que se nos agote el combustible. Luego caminaremos por el mayor desierto del mundo buscando un no sabemos qué tóxico hasta que muramos o los malienses nos echen el guante y nos conviertan en carnaza para sus salas de tortura.
—Realmente, puesto a pintar las cosas negras, eres un as —replicó sardónicamente Pitt.
—Pues corrígeme en lo que esté equivocado.
—De acuerdo —asintió Pitt—. En cuanto lleguemos al lugar en que la contaminación entra en el río, nos desharemos del helicóptero.
Giordino lo miró.
—¿Echándolo al Níger?
—Has captado la idea.
—¿Pretendes que nos demos otro chapuzón en ese apestoso río? —El italiano meneó la cabeza y con convicción dijo—: Estás más chiflado que el Pájaro Loco.
—Cada palabra, una perla; cada movimiento, un acto sublime —dijo altivamente Pitt y, más en serio, añadió—: Todos los aparatos que los malienses logren poner en el aire estarán buscando a este pájaro. Si lo sepultamos bajo las aguas, no tendrán un sitio desde el que iniciar nuestra búsqueda. Lo último que Kazim espera de nosotros es que tomemos dirección norte, hacia la desolación del desierto, para buscar la fuente de la contaminación tóxica.
—Sibilino, ésa es la palabra que mejor te cuadra.
Pitt echó mano a un mapa colocado junto a su asiento. —Pilota tú mientras yo fijo el curso.
—Ya lo tengo —dijo Giordino, haciéndose con los controles.
—Sube hasta cien metros, mantén el curso sobre el río durante diez minutos y luego fija un rumbo de dos, seis, cero grados.
Giordino siguió las instrucciones de Pitt, y estabilizó el aparato a cien metros antes de mirar abajo. La superficie del río era apenas visible.
—Menos mal que las estrellas se reflejan en el agua, ya que en caso contrario no tendría ni idea de adónde demonios voy.
—Antes de virar, vigila que no haya sombras en el horizonte. No tendría gracia que nos hiciéramos chatarra contra un monte.
Al cabo de veinte minutos, tras rodear Gao, estaban ya cerca de su destino. El rápido helicóptero de Massarde cruzaba el cielo nocturno como un fantasma, sin luces de navegación. Giordino pilotaba diestramente mientras Pitt iba fijando el curso. Bajo ellos, la superficie del desierto era plana y anónima, con sólo las sombras de algunas rocas o pequeños promontorios. Resultó casi un alivio volver a divisar las negras aguas del río Níger.
—¿Qué son esas luces a estribor? —preguntó Giordino. Sin alzar la vista del mapa, Pitt replicó:
—Supongo que Bourem, un pueblo que pasamos en el barco poco antes de entrar en aguas no contaminadas.
—¿Dónde soltamos el pájaro?
—Un poco más arriba, donde ni el habitante de Bourem con mejor oído pueda escuchar la caída.
—¿Alguna razón en particular para escoger este sitio? —preguntó recelosamente Giordino.
—Es sábado por la noche. ¿Qué tal un paseíto por el pueblo, para ver el ambiente?
Giordino abrió la boca para replicar adecuadamente, desistió, y volvió a concentrarse en pilotar el helicóptero sin perder de vista los indicadores del panel de instrumentos. Al llegar al centro del río, redujo velocidad.
—¿Tienes tu flotador de goma? —preguntó.
—Jamas voy a ninguna parte sin él —replicó Pitt—. Baja.
A dos metros del agua, Giordino apagó los motores mientras Pitt desconectaba el sistema eléctrico y las válvulas de combustible. El bello helicóptero de Yves Massarde aleteó como una mariposa herida y luego cayó al agua con un sordo chapuzón. Se mantuvo a flote lo suficiente para que Pitt y Giordino abriesen las portezuelas y saltaran lo más lejos posible, a fin de no ser alcanzados por los rotores, que aún giraban lentamente. Cuando el agua llegó a las abiertas portezuelas y anegó el interior, el aparato se deslizó bajo la negra superficie del río con un gran suspiro, producto del aire al salir de la carlinga.
Nadie lo oyó caer, ni nadie lo vio hundirse desde la orilla. Desapareció como el Calíope, posándose en el suave cieno del fondo del río que algún día llegaría a cubrirlo por completo, convirtiéndose en su húmedo sarcófago.
25
Aunque no se trataba exactamente del bar del «Hotel Beverly Hills», para quienes se habían tenido que echar dos veces a un río, se habían cocido en un baño de vapor, y tenían los pies deshechos tras dos horas de caminar por el desierto en la oscuridad, ningún oasis hubiera resultado un refugio más acogedor. Pitt pensó que jamás un tugurio ofreció mejor aspecto.
Tuvieron la sensación de entrar en una cueva. Las toscas paredes eran de barro, y el suelo de tierra. Una larga tabla apoyada en dos pilas de ladrillos servía de barra, y estaba tan combada que daba la sensación de que cualquier vaso que se dejase en ella se deslizaría inmediatamente hasta el centro. Tras la decrépita barra, habían unos estantes con diversos artilugios para preparar café y té y, junto a ellos, cinco botellas de licor de desconocidas etiquetas y en diversos grados de consumición. Pitt supuso que debían de estar reservadas para los escasos turistas que se aventurasen hasta el lugar, pues a los musulmanes les estaba vedado el consumo de alcohol.
Contra una pared, una pequeña estufa proveía un cierto grado de calor y un aroma que, aunque de momento ni Pitt ni Giordino lograron identificarlo, era de estiércol de camello. Las sillas parecían provenir de un almacén del Ejército de Salvación: no había dos iguales. Las mesas no eran mucho mejores, oscurecidas por el humo, con innumerables quemaduras de cigarrillos e inscripciones a navaja que se remontaban a la época colonial francesa. Dos desnudas bombillas que colgaban de una viga aportaban la única iluminación del angosto antro. Brillaban difusamente, alimentadas por la electricidad del insuficiente generador diesel que abastecía a la población.
Seguido por Giordino, Pitt se sentó a una mesa vacía y desvió su atención del local a la clientela. Le alivió comprobar que ninguno de los presentes vestía uniforme. Todos los parroquianos eran gente de la localidad: barqueros y pescadores del Níger, aldeanos, y unos cuantos individuos con aspecto de agricultores. No había mujeres. Algunos bebían cerveza, pero el resto daba sorbos a pequeñas tazas de café o té. Tras una indiferente ojeada a los recién llegados, todos volvieron a sus conversaciones o a sus partidas de un juego similar al dominó.
Echándose hacia delante en su silla, Giordino murmuró:
—¿Es ésta tu idea de una noche de juerga en la ciudad?
—En una tormenta, cualquier puerto vale —replicó Pitt.
El que evidentemente era el propietario, un atezado individuo de leonina cabellera e inmenso bigote, salió de detrás la barra y se aproximó a la mesa, deteniéndose junto a ella y, sin decir palabra, esperó a que fueran los recién llegados quienes hablasen.
Alzando dos dedos, Pitt pidió:
—Cerveza.
El dueño asintió y volvió a la barra. Giordino observó cómo el hombre sacaba dos botellas de cerveza alemana de un maltrecho frigorífico metálico y luego preguntó a Pitt:
—¿Te importa explicarme cómo vamos a pagar?
Pitt sonrió e, inclinándose, se quitó su Nike izquierda y sacó algo de la suela. Luego, con fría y escrutadora mirada, sus ojos recorrieron el antro. Ninguno de los parroquianos mostraba el menor interés ni en él ni en Giordino. Cautamente, abrió las manos, de modo que sólo Giordino pudiera ver que escondía entre sus palmas un buen fajo de dinero maliense.
—Confederación de francos africanofranceses —dijo en voz baja—. Al almirante no se le escapa una.
—Es cierto que Sandecker pensó en todo —reconoció Giordino—. Pero... ¿por qué te dio el dinero a ti en vez de a mí? —Tengo los pies más grandes.
El dueño regresó y, tras dejar ante ellos las dos cervezas, gruñó:
—Dix francs.
Pitt le tendió un billete que el hombre alzó hacia una de las bombillas y estudió atentamente. Luego pasó su grasiento pulgar por el papel y, viendo que la tinta no se corría, asintió y volvió a su puesto.
Giordino comentó:
—Te ha pedido diez francos y tú le has dado veinte. Si nos toman por alegres derrochadores, lo más probable es que, al salir, nos asalte la mitad de la población.
—Ésa es la idea —dijo Pitt—. Si le damos tiempo, el timador del pueblo no tardará en olfatearnos y venir a por nosotros.
—¿Y qué falta nos hace un timador?
—Necesitamos un medio de transporte.
—Antes que eso, yo necesito una buena cena. Tengo más hambre que un oso recién salido de la hibernación.
—Si te apetece, puedes probar la comida de aquí —dijo Pitt—. Yo prefiero morir de inanición.
Cuando iban por su tercera cerveza, en el tugurio entró un joven de no más de dieciocho años. Era alto, flaco y ligeramente encorvado. Tenía el rostro ovalado y ojos grandes y tristes. Su piel era casi negra y el cabello tupido y encrespado. Llevaba camiseta amarilla y pantalones caqui bajo una especie de abierta túnica de algodón blanco. Tras un rápido vistazo a la concurrencia, el muchacho se fijó en Pitt y Giordino.
—La paciencia, virtud del mendigo, tiene siempre su recompensa —murmuró Pitt—. Aquí llega nuestra salvación.
El joven se detuvo junto a la mesa y les dirigió una inclinación.
—Bonsoir. —Buenas noches —replicó Pitt.
Los melancólicos ojos se abrieron un poco más.
—¿Son ustedes ingleses?
—Neozelandeses —mintió Pitt.
—Me llamo Mohammed Digna. Quizá pueda ayudar a los caballeros a cambiar su dinero.
—Tenemos moneda local —replicó Pitt, con un encogimiento de hombros.
—¿Necesitan un guía, a alguien que los ayude en los problemas que puedan tener con la aduana, la Policía o los funcionarios del gobierno?
—No, no creo. —Pitt señaló con la mano una silla vacía—. ¿Tomas algo con nosotros?
—Sí, muchas gracias. —Digna dijo unas palabras en francés al dueño y luego se sentó.
—Hablas muy bien el inglés —dijo Giordino.
—Fui al colegio en Gao y luego a la Universidad en Bamako, donde acabé siendo el primero de mi clase —anunció orgullosamente—. Hablo cuatro idiomas, contando mi lengua bambara nativa. Francés, inglés y alemán.
—Pues en eso me ganas —dijo Giordino—. Yo sólo hablo inglés, y no muy bien.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Pitt.
—Mi padre es el cacique de una aldea próxima. Yo administro sus propiedades y me ocupo de su negocio de exportación.
—Y, sin embargo, frecuentas los bares y ofreces tus servicios a los turistas —murmuró recelosamente Giordino.
—Me gusta tratar con extranjeros, porque así tengo oportunidad de practicar mis idiomas —replicó Digna, sin una vacilación.
Se acercó el dueño y dejó una taza de té frente a Digna.
—¿Y cómo transporta tu padre sus productos? —preguntó Pitt.
—Tiene una pequeña flota de camiones «Renault».
—¿Sería posible alquilarle uno? —quiso saber Pitt.
—¿Desea transportar mercancías?
—No. A mi amigo y a mí nos gustaría hacer una excursión por el norte, para ver el gran desierto antes de regresar a Nueva Zelanda.
Digna sacudió levemente la cabeza.
—Imposible. Esta tarde, los camiones de mi padre salieron para Mopti con telas y productos agrícolas. Además, para viajar por el desierto, los extranjeros necesitan salvoconductos especiales.
Pitt se volvió hacia Giordino con la tristeza de la decepción pintada en el rostro.
—Qué lástima. Y pensar que hemos cruzado medio mundo para ver a los nómadas del desierto a lomos de sus camellos...
—No podré volver a mirarle a la cara a mi vieja y canosa madre —gimió Giordino—. La pobre se ha pasado toda la vida ahorrando para que yo pudiera ver lo que es la vida en el Sahara.
Pitt dio una palmada sobre la mesa y se puso en pie.
—Bueno, ya es hora de regresar a nuestro hotel en Tombuctú.
—¿Los caballeros tienen un automóvil? —preguntó Digna.
—No.
—¿Cómo piensan ir desde aquí a Tombuctú?
—En autobús —replicó Giordino en tono vacilante, casi como preguntándolo.
—¿Se refiere a un camión que lleve pasajeros?
—Exacto —dijo Giordino.
—Hasta mañana al mediodía no encontrarán ningún transporte que los lleve a Tombuctú —anunció Digna.
—En Bourem tiene que haber algún vehículo que podamos alquilar —dijo Pitt, volviendo a sentarse.
—Bourem es una aldea pobre. Sus habitantes, o caminan, o van en moto. Muy pocas familias pueden permitirse tener automóviles que no estén reparándose constantemente. En estos momentos, el único vehículo del pueblo que se encuentra en perfectas condiciones es el coche privado del general Zateb Kazim.
Fue como si Digna agitase un trapo rojo ante dos toros bravos. El mismo pensamiento cruzó por las mentes de Pitt y Giordino, que se crisparon por un momento y tras cambiar significativas miradas, se relajaron.
—¿Y qué hace aquí su coche, si ayer mismo vimos al general en Gao?
—El general va a casi todas partes en helicóptero o avión militar —replicó Digna—. Pero los recorridos entre ciudades y aldeas le gusta hacerlos en su coche. Su chófer conducía por la nueva carretera de Bamako a Gao cuando, a unos kilómetros de aquí, el coche sufrió una avería. Hubo que remolcarlo hasta Bourem para que lo reparasen.
—¿Y ya está listo? —inquirió Pitt con indiferencia, tras dar un sorbo de cerveza.
—El mecánico del pueblo terminó de arreglarlo a última hora de esta tarde. Una roca había rajado el radiador.
—¿Ha regresado el chófer a Gao? —preguntó despreocupadamente Giordino.
Digna negó con la cabeza.
—La carretera de aquí a Gao todavía está en obras. Conducir por ella de noche resulta peligroso. No quiso correr el riesgo de estropear de nuevo el coche del general Kazim. Piensa marcharse a primera hora de la mañana.
Pitt lo miró con extrañeza.
—¿Cómo sabes tanto?
Digna sonrió orgullosamente.
—Mi padre es el dueño del taller de coches y yo superviso su funcionamiento. El chófer y yo hemos cenado juntos.
—¿Dónde está ahora el chófer?
—Durmiendo en casa de mi padre.
Pitt cambió el tema de la charla hacia la industria local.
—¿Hay por aquí alguna fábrica de productos químicos? —preguntó.
Digna se echó a reír.
—Bourem es demasiado pobre para fabricar cuanto no sean tejidos o productos artesanales.
—¿Tampoco hay un vertedero de desechos nocivos?
—En Fort Foureau, pero eso está cientos de kilómetros más hacia el norte.
Se produjo un breve silencio tras el cual, súbitamente, Digna preguntó:
—¿Cuánto dinero llevan?
—La verdad es que no lo he contado —replicó Pitt, sin mentir.
Pitt observó que Giordino lo miraba de un modo extraño y luego señalaba con una leve inclinación hacia cuatro hombres sentados a la mesa de un rincón. Al mirarlos, advirtió que todos desviaban la vista bruscamente. Aquello tenía que ser una trampa, decidió. Miró al propietario, que estaba acodado en la barra, leyendo un periódico, y lo descartó como uno de los potenciales asaltantes. Un vistazo al resto de la concurrencia le bastó para llegar a la conclusión de que su único interés estaba en charlar unos con otros. Eran cinco contra dos, proporción que a Pitt no le pareció poco ventajosa.
Pitt acabó su cerveza y se puso en pie.
—Hora de irse.
—Recuerdos a tu padre —dijo Giordino, estrechando la mano de Digna.
La sonrisa del joven maliense no se alteró, pero sus ojos brillaron con dureza.
—No se pueden marchar.
—No te preocupes por nosotros —sonrió Giordino—. Dormiremos en la carretera.
—Denme su dinero —pidió suavemente Digna.
—El hijo de un cacique mendigando dinero —dijo reprobatoriamente Pitt—. Tu padre debería avergonzarse de ti.
—No me ofendan —dijo fríamente Digna—. Denme todo lo que llevan, o su sangre encharcará el suelo.
Actuando como si la confrontación no fuese con él, Giordino fue hacia un rincón del bar. Los cuatro hombres se habían levantado y parecían esperar una seña de Digna, seña que nunca llegó. Los malienses parecían desconcertados por la absoluta falta de temor que manifestaban sus potenciales víctimas.
Pitt se echó hacia delante, hasta que su rostro estuvo a pocos centímetros del de Digna.
—¿Sabes lo que mi amigo y yo hacemos con la escoria como tú?
—No se puede insultar a Mohammed Digna y sobrevivir —dijo desdeñosamente el joven.
—Lo que hacemos —siguió Pitt con calma— es enterrarlos con una loncha de jamón en la boca.
Para un musulmán devoto, lo más aborrecible del mundo es el contacto con el cerdo, al que consideran la más inmunda de las criaturas. La simple idea de pasar la eternidad de la 'tumba con siquiera el más minúsculo trozo de jamón en la boca es suficiente para causarle las peores pesadillas. Pitt sabía que la amenaza era tan terrible como una estaca de madera contra el pecho de un vampiro.
Durante cinco segundos completos, Digna permaneció inmóvil, emitiendo sonidos guturales, como si estuvieran estrangulándolo. Presa de incontrolable furia, los músculos del rostro se le crisparon en una mueca que le dejó al descubierto los dientes. Luego se puso en pie de un salto y sacó un largo cuchillo de debajo de su túnica.
Pero su reacción llegó con un par de segundos de retraso.
El puño de Pitt golpeó la mandíbula de Digna como un pistón. El maliense cayó totalmente fuera de combate sobre la mesa en la que unos hombres jugaban al dominó y se derrumbó como un fardo en el suelo rodeado de tazas y fichas. Los sicarios de Digna se lanzaron al unísono contra Pitt, rodeándolo. Tres de ellos esgrimían curvos puñales de aspecto peligroso; el cuarto blandía un hacha.
Pitt cogió su silla y la descargó contra el primero de sus asaltantes, rompiéndole el brazo y el hombro derechos. Sonó un alarido de dolor y la confusión se hizo dueña del antro. Los sobresaltados clientes, presa del pánico, se lanzaron atropelladamente hacia la puerta buscando la seguridad del exterior. De los labios del asaltante que blandía el hacha salió un agónico gemido: una botella de whisky certeramente lanzada por Giordino le había alcanzado con gran fuerza en pleno rostro.
Pitt alzó la mesa sobre su cabeza sosteniéndola por dos patas. En el mismo instante se oyó un ruido de vidrios rotos y Giordino se colocó junto a él, agarrando una botella rota por el gollete.
Los atacantes se detuvieron en seco. Ahora eran dos contra dos. Desconcertados, miraron a sus dos amigos: uno de rodillas, gimiendo y sujetándose el brazo fracturado; el otro sentado en el suelo, cubriéndose con las manos el rostro ensangrentado. Tras otra mirada, ésta vez dirigida a su noqueado jefe, los dos hombres comenzaron a retroceder hacia la puerta, desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
—Como ejercicio, no ha sido gran cosa —murmuró Giordino—. En las calles de Nueva York, estos tipos no durarían ni cinco minutos.
—Vigila la puerta —dijo Pitt. Se volvió hacia el dueño, que, imperturbable, seguía abstraído en su periódico, como si aquellas reyertas formaran parte de las atracciones nocturnas de su local—. Le garage? —preguntó.
El propietario alzó la cabeza, se atusó el bigote y, sin decir palabra, señaló con el pulgar hacia la pared sur del bar. Pitt dejó unos billetes en la combada barra para pagar los desperfectos y dijo:
—Merci.
—Este es un sitio al que se le coge cariño —dijo Giordino—. Casi me da pena irme.
—Pues guarda su imagen en tu recuerdo para siempre. —Pitt miró su reloj—. Faltan cuatro horas para que amanezca. Larguémonos antes de que suene la alarma.
Salieron del tugurio y recorrieron cautelosamente las calles, escondiéndose entre las sombras y asomando la cabeza por cada esquina antes de doblarla. Pitt se daba cuenta de que tales precauciones eran en gran medida excesivas: la casi total ausencia de luces callejeras y las oscuras casas que albergaban a los habitantes dormidos los protegían de suscitar sospechas.
Llegaron a uno de los edificios de adobe más grandes de la aldea. Similar a un almacén, tenía una gran arcada metálica en la parte delantera y doble puerta en la posterior. El patio trasero, que estaba rodeado por una cerca de alambre, parecía un cementerio de automóviles. Aparcados en fila había tres decenas de viejos coches, de los que sólo quedaban las carrocerías y los chasis. En un rincón del patio, junto a varios bidones de aceite, había un montón de ruedas y motores oxidados. Apoyados contra la pared, se veían transmisores y diferenciales. El suelo estaba empapado por el aceite de motor de muchos años.
Una de las puertas del cercado sólo estaba sujeta por una cuerda. Con una piedra afilada, Giordino la cortó y entraron en el patio. A paso de lobo, avanzaron hacia las puertas, atentos a cualquier sonido que denotase la presencia de un perro guardián y escrutando las sombras en busca de indicios de un sistema de alarma, aunque, según dedujo Pitt, en aquel sitio poco había que temer de los ladrones. En el pueblo habían tan pocos coches privados que cualquiera que robase un repuesto habría sido inmediatamente detectado.
La doble puerta estaba cerrada con un viejo candado oxidado. Giordino lo atenazó con sus enormes manazas y dio un fuerte tirón. La armella quedó libre. El italiano miró a Pitt, sonriente.
—En realidad, no ha sido nada. Era un chisme viejo y oxidado.
—Si por un milagro salimos vivos de ésta, te propondré para una medalla —prometió Pitt.
Entornaron la puerta lo suficiente para entrar. Un extremo del garaje estaba ocupado por un foso de reparaciones. Había una pequeña oficina y un cuarto lleno de herramientas y aparatos. El resto del espacio disponible lo ocupaban tres coches y un par de camiones en diversos estados de desmantelamiento. Pero lo que llamó la atención de Pitt fue el coche situado en el centro del garaje. Metió la mano por la ventanilla abierta de uno de los camiones y encendió los faros. La luz iluminó un viejo automóvil anterior a la Segunda Guerra Mundial, de elegantes líneas y carrocería pintada de un vivo color rosa—magenta.
—Dios bendito —murmuró Pitt—. Un Avions Voisin.
—¿Un qué?
—Un Voisin. Fabricado entre 1919 y 1939 por Gabriel Voisin. Es un coche sumamente difícil de encontrar.
Giordino examinó el vehículo de parachoques a parachoques. Se trataba de un coche único, muy distinto a los demás. Se fijó en los extraños tiradores de las puertas, los tres limpiaparabrisas del cristal delantero, los cromados soportes que unían los guardabarros con el radiador, que estaba coronado por una gran figura alada.
—Es un chisme muy raro —opinó el italiano tras la inspección.
—No lo menosprecies, porque esta elegante reliquia es nuestro pasaje de salida de este lugar.
Pitt se puso al volante, que estaba situado a la derecha, y se retrepó en el asiento delantero, tapizado al estilo art déco. En el contacto había una sola llave. Pitt le dio la vuelta y contempló cómo la aguja de combustible se desplazaba hasta marcar completo. Luego oprimió el botón que activaba el motor eléctrico situado bajo el radiador y que servía tanto de starter como de generador. El motor se puso en marcha sin apenas emitir un sonido. Las únicas indicaciones de que se encontraba en funcionamiento fue un «pop» casi inaudible y una tenue nube de humo que salió por el tubo de escape.
Impresionado, Giordino comentó:
—Desde luego, el viejo cachivache no puede ser más silencioso.
—A diferencia de los coches modernos, que en su mayoría llevan válvulas de vástago —dijo Pitt—, este tiene un motor Knight con válvulas de camisa que, ya en su tiempo, tenía fama de silencioso.
Giordino contempló el coche antiguo con mal disimulado escepticismo.
—¿Realmente piensas recorrer el Sahara montado en esta reliquia?
—Tiene el depósito lleno, y es preferible a ir en camello. Busca recipientes limpios y llénalos de agua. De paso mira si hay algo de comer.
—Lo dudo mucho —replicó Giordino, dirigiendo una mirada de desaliento al destartalado garaje—. No creo que en este establecimiento tengan máquinas expendedoras de refrescos ni de golosinas.
—Haz lo que puedas.
Pitt abrió la puerta trasera del edificio y la verja para permitir el paso del vehículo. Luego inspeccionó el coche para cerciorarse de que los niveles de agua y aceite estaban al máximo, y comprobar que las ruedas, particularmente la de repuesto, tenían suficiente aire.
Apareció Giordino, con media caja de refrescos de fabricación local, y varios bidones de plástico llenos de agua.
—Por unos días, no pasaremos sed, pero en lo que respecta a la gastronomía, sólo he encontrado dos latas de sardinas y una sustancia gomosa que parece algún tipo de dulce.
—Déjalo todo en el portaequipajes y larguémonos de una vez.
Giordino hizo lo que su amigo le decía y montó en el asiento del pasajero al tiempo que Pitt metía la primera, oprimía el acelerador e iba soltando el embrague. El sexagenario Voisin avanzó lenta y silenciosamente.
Sorteando con cuidado los coches desguazados, Pitt salió del patio y se metió por un callejón que los condujo a un estrecho camino de tierra que iba en dirección oeste, paralelo al río Níger. Enfiló la pista y siguió las huellas de rodadas sin rebasar los veinticinco kilómetros por hora hasta que hubieron perdido de vista la población. Sólo entonces encendió las luces y aceleró.
—No nos vendría mal un mapa de carreteras —dijo Giordino.
—Uno de senderos de camello nos vendría mejor. No podemos arriesgarnos a usar la carretera principal.
—Mientras este camino siga junto al río, no vamos mal.
—En cuanto lleguemos a la cañada en la que los instrumentos de Gunn detectaron la contaminación, nos meteremos por ella y la seguiremos.
—Detestaría estar presente cuando el chófer le diga a Kazim que han robado el coche que es todo su orgullo y la alegría de su vida.
—El general y Massarde pensarán que nos dirigimos a la frontera más próxima, o sea la de Níger —dijo Pitt, confiado—. Lo último que esperan de nosotros es que nos encaminemos hacia el centro del desierto.
—Debo admitir que el viaje no acaba de seducirme —gruñó Giordino.
A Pitt tampoco. El suyo era un proyecto disparatado que muy difícilmente les permitiría llegar hasta una edad avanzada. Los faros mostraban un terreno liso, con pequeñas piedras desperdigadas, y algún que otro arbusto cuya sombra se deslizaba en la noche como la de un fantasma.
Pitt pensó que era un lugar muy solitario para morir.
26
El sol se levantó con ganas de calentar, y a las diez de la mañana la temperatura ya era de treinta y dos grados. Soplaba un ligero viento del sur que resultaba una relativa bendición para Rudi Gunn. La brisa le refrescaba la piel sudorosa, pero también le llenaba de arena la nariz y los oídos. Para defenderse de ella, se ajustó mejor la capucha de su improvisada chilaba y se caló las gafas de sol para protegerse los ojos. De la mochila sacó una botella de plástico con agua, y la medió de un sorbo. Cerca del terminal había visto un grifo goteante, así que ya no necesitaba racionarla.
El aeropuerto parecía tan muerto como la noche anterior. Había habido un cambio de guardia de los militares; pero en los hangares y en las pistas seguía sin verse la menor actividad. Observó cómo un hombre se montaba en una moto en la parte de la terminal destinada al público, iba hasta la torre de control y subía a ella. Gunn vio en aquello un buen presagio. Nadie en su sano juicio se encerraría en una cabina de cristal elevada a pleno sol, a no ser que estuviera prevista la llegada de un avión.
Sobre el nido de Gunn en la arena sobrevolaba un halcón. El hombre lo contempló durante unos momentos antes de colocar cautelosamente unos tableros por encima de su cabeza para protegerse del sol. Luego volvió a estudiar el aeropuerto. En la pista, frente a la terminal, se había detenido un camión, del cual se apearon dos hombres que comenzaron a descargar unas cuñas de madera, dejándolas sobre el asfalto para bloquear las ruedas del avión tras el aterrizaje. Mentalmente, Gunn comenzó a trazar la mejor ruta hasta el sitio en que el aparato se estacionaría. Fijó la ruta en su cerebro, escogiendo las oquedades y los matorrales que podían ofrecerle protección.
Luego se echó para atrás, dispuesto a soportar el calor cada vez mayor y escrutó el cielo. El halcón se había lanzado sobre un chorlito que revoloteaba en las cercanías del río. Unas cuantas nubes algodonosas flotaban en el inmenso cielo azul. Se preguntó cómo lograban, no ya sobrevivir, sino siquiera existir en aquella asfixiante atmósfera. Tan absorto estaba en la contemplación de las nubes que al principio no escuchó el ligero zumbido que señalaba la proximidad de un reactor. Luego, un destello captó su atención, y Gunn se incorporó. El sol se había reflejado en una pequeña mota del cielo. Permaneció vigilante, hasta que el destello volvió a producirse, esta vez más cerca del desnudo horizonte. Era un avión aproximándose para aterrizar, pero aún estaba demasiado lejos para ser identificable. Dedujo que debía de ser un vuelo comercial, pues de lo contrario no habrían preparado los calzos en la parte civil del aeropuerto.
Apartó los maderos que lo protegían del sol, se colocó la mochila y se puso en cuclillas, dispuesto a iniciar su furtiva carrera. Con el corazón latiéndole desacompasadamente por la ansiedad, escrutó el cielo cegador hasta que el aparato estuvo a un kilómetro de distancia. Tras unos segundos que se le hicieron eternos, al fin pudo distinguir de qué avión se trataba: era un aerobús civil francés, con las franjas color verde claro y oscuro distintivas de la aerolínea Air Afrique.
El piloto enderezó apenas llegó al extremo de la pista, tocó tierra y frenó. Luego el aerobús rodó hasta detenerse frente a la terminal. Las turbinas siguieron funcionando mientras dos operarios de tierra colocaban los calzos bajo las ruedas y luego empujaban una escalera móvil hasta la puerta principal del aparato.
Los dos operarios permanecieron al pie de la escalera, esperando la salida de los pasajeros; pero la puerta tardó en abrirse. Gunn inició su carrera hacia la pista. Cuando hubo cubierto los primeros cincuenta metros, se detuvo tras una pequeña acacia y estudió de nuevo la aeronave.
Cuando al fin se abrió la puerta de pasajeros apareció una azafata que, tras descender por la escalera, rebasó a los dos operarios malienses sin dirigirles ni una mirada y siguió hacia la torre de control. Los malienses apartaron la mirada del aparato y siguieron a la mujer con evidente curiosidad. Cuando llegó a la base de la torre, la azafata abrió el bolso que le colgaba del hombro, sacó unos alicates y, parsimoniosamente, procedió a cortar los cables de alimentación y comunicaciones que conectaban el equipo del controlador con la terminal. Luego hizo una señal a los del avión.
Bruscamente, de la parte posterior del fuselaje bajó una rampa, al tiempo que comenzaba a sonar el fuerte zumbido de un aparato automotriz. De pronto, procedente de la tripa del aparato, apareció lo que a Gunn le pareció un enorme «buggy» de playa que descendió por la rampa y, al llegar al suelo, hizo un cerrado viraje y se dirigió hacia la caseta de guardia situada en la parte militar del aeropuerto.
Tiempo atrás, Gunn formó parte del equipo de asistencia de Pitt y Giordino en una carrera campo a través en Arizona, pero nunca había visto un todoterreno como aquél. Carecía de chasis, y su armazón era un conglomerado de soportes tubulares en torno a un superpotente motor Rodeck V—8, de nueve mil centímetros cúbicos, de los usados en los vehículos de carreras «dragster» norteamericanos. El conductor ocupaba una pequeña cabina en la parte delantera del vehículo; inmediatamente detrás estaba el motor, situado en el centro. Por encima del chófer se encontraba un artillero con una ametralladora tipo Vulcan de seis cañones y ominoso aspecto. Sobre el eje trasero iba otro artillero, éste con una ametralladora Stoner 63 de 5,56 milímetros que cubría la parte posterior. Gunn recordó que durante la guerra del desierto, estos vehículos se habían demostrado muy eficaces para las fuerzas especiales norteamericanas que perseguían las líneas irraquíes.
Tras el peligroso «buggy», por la rampa descendió un pelotón de hombres armados hasta los dientes y vestidos con un uniforme desconocido. Rápidamente, los recién llegados dominaron a los estupefactos operarios malienses de tierra y se hicieron con el edificio de la terminal.
Los dos guardas de las fuerzas Aéreas malienses que se encontraban en la parte militar del aeropuerto observaron, atónitos, cómo el extraño vehículo avanzaba como una exhalación hacia ellos. Hasta que el «buggy» estuvo a menos de cien metros de ellos, no comprendieron la enorme amenaza que aquello suponía. Alzaron sus armas para disparar, pero fueron abatidos por una rápida ráfaga de la Vulcan delantera.
Después el conductor viró bruscamente y ambos artilleros concentraron su fuego en los ocho cazarreactores malienses estacionados sobre la pista. Los aparatos, que en caso de alerta hubieran estado dispersos, permanecían alineados en dos limpias filas, como en espera de inspección. Las poderosas armas del vehículo descargaron su fuego contra ellos, que fueron estallando en llamas uno tras otro. En breves instantes, lo que fueran esbeltos aviones se habían convertido en masas de fuego y humo.
Gunn observaba el drama, totalmente estupefacto, ocultándose tras la débil acacia como si fuese un búnker de hormigón. La operación, en total, no había durado más de seis minutos. El armado todoterreno volvió al aerobús, estacionándose frente a la entrada de la terminal. Luego, en la escalinata del avión apareció un hombre con uniforme de oficial llevando lo que a Gunn le pareció un megáfono, cosa que, en efecto, lo era. El oficial se lo llevó a los labios y su voz resonó por encima del estruendo de la destrucción que tenía lugar en el otro lado del aeropuerto.
—¡Mr. Gunn! ¡Salga de donde esté! ¡Disponemos de poco tiempo!
Gunn estaba pasmado. Vaciló, temeroso de que se tratara de alguna intrincada trampa. Rápidamente desechó la idea por estúpida. El general Kazim no destruiría su fuerza aérea sólo para capturar a un hombre. Sin embargo, seguía sin apetecerle ponerse al alcance de tan formidable potencia de fuego.
—¡Mr. Gunn! —sonó de nuevo la atronadora voz del oficial—. ¡Si me escucha, le ruego que se dé prisa, o nos veremos obligados a marcharnos sin usted!
Aquel era todo el acicate que Gunn precisaba. Saltó de detrás de la acacia y corrió por el desigual terreno hacia el avión, agitando las manos y gritando como un loco.
—¡Esperen! ¡Ya voy, va voy!
El desconocido oficial del megáfono comenzó a pasear de arriba abajo por la pista, como si fuera un pasajero impaciente exasperado por el retraso de un vuelo. Cuando Gunn llegó a la carrera y se detuvo ante él, estudió al científico de la NUMA como si éste fuese un pordiosero.
—Buenos días. ¿Es usted Rudi Gunn?
—Lo soy —replicó el jadeante Gunn—. ¿Y usted quién es? —El coronel Marcel Levant.
Gunn contempló con admiración a la fuerza de élite que con admirable rapidez se había dispuesto en torno al avión, montando guardia. Tenían todo el aspecto de ser un montón de tipos duros a quienes matar les importaba un ardite.
—¿Qué grupo es éste?
—Un equipo táctico de las Naciones Unidas —replicó Levant.
—¿Cómo sabían mi nombre y dónde encontrarme?
—El almirante James Sandecker recibió una comunicación de alguien llamado Dick Pitt, según la cual usted estaba oculto en las proximidades del aeropuerto, era muy urgente que se le evacuase.
—¿Lo envía el almirante?
—Con el visto bueno de la secretaria general —replicó Levant—. ¿Cómo puedo estar seguro de que es usted Rudi. Gunn?
Gunn abarcó con un ademán el desolado paisaje que los rodeaba.
—¿Cuántos Rudi Gunn cree usted que andan por estos contornos aguardando su llamada?
—¿No tiene documentos, algo que lo identifique?
—Probablemente, mis documentos personales se encuentran en el fondo del río Níger. Tendrá que fiarse de mi palabra. Levant entregó el megáfono a un ayudante y señaló hacia el aparato.
—Retirada y embarque —dijo secamente. Luego se volvió de nuevo hacia Gunn y lo miró con evidente falta de cordialidad—. Suba al avión, Mr. Gunn. No podemos perder tiempo charlando.
—¿Adónde me llevan?
Levant lanzó al cielo una mirada de irritación y dijo:
—A París. Desde allí volará en el Concorde hasta Washington, donde cierto número de personas importantes espera ansiosamente recibir su informe. Eso es cuanto necesita usted saber. Ahora, muévase. El tiempo apremia.
—¿A qué tantas prisas? —preguntó Gunn—. Evidentemente, ha destruido usted su fuerza aérea.
—Me terno que era sólo una escuadrilla. Existen otras tres, estacionadas en torno a Bamako, la capital. En cuanto reciban la alerta despegarán y pueden cazarnos antes de que abandonemos el espacio aéreo maliense.
El «buggy» armado había vuelto al interior del aparato, y las fuerzas de tierra lo siguieron con celeridad. La azafata, que tan valerosamente había cortado los cables de la torre de control, tomó a Gunn por un brazo y lo condujo escaleras arriba.
—No tenemos departamento de primera clase con exquisiteces culinarias y champán, Mr. Gunn —dijo animosamente la mujer—. Pero hay cerveza fría y sandwiches.
—No se hace usted idea de lo bien que suena eso —sonrió Gunn.
Aunque debería haber sentido un gran alivio, Gunn sintió un fuerte aguijonazo de angustia mientras ascendía por la escalera. Si estaba escapando sano y salvo hacia la seguridad, era gracias a Pitt y Giordino. Ellos se habían sacrificado para salvarlo. Se preguntó cómo demonios habrían podido encontrar una radio y establecer contacto con Sandecker.
Cometían una insensatez quedándose en aquella tierra calcinada, pensó el hombre. Su obstinación en encontrar la fuente del contaminante rayaba en la locura. Kazim los perseguiría con sus fuerzas de seguridad en pleno. Sí el desierto no los devoraba, lo harían los malienses.
Antes de entrar en el aparato vaciló, dio media vuelta y contempló la horrible desolación de arena y rocas. Desde lo alto de la escalera podía ver claramente el río Níger, poco más de un kilómetro hacia el oeste.
¿Dónde estarían ahora? ¿Y en qué estado?
Sacudió la cabeza y entró en la cabina. El aire acondicionado golpeó su cuerpo sudoroso como una fresca ola. Los ojos aún se le estaban adaptando a la penumbra del interior cuando el avión despegó, tras pasar ante los cazarreactores incendiados.
El coronel Levant se sentó junto a Gunn eludió la expresión lóbrega de su rostro.
—No parece usted nada feliz por salir de este atolladero. Gunn apartó la vista de la ventanilla.
—Pensaba en los hombres que dejo atrás.
—¿Pitt y Giordino eran amigos suyos?
—De muchos años.
—¿Por qué no han venido con usted?
—Tenían que terminar un trabajo.
Levant sacudió la cabeza, sin comprender.
—Pues, o son muy valerosos, o son muy estúpidos.
—Estúpidos, no. De estúpidos no tienen nada.
—Pues, indudablemente, acabarán en el infierno.
—Usted no los conoce. —Gunn consiguió forzar una sonrisa y, con renovada confianza, afirmó—: Si alguien puede entrar en el infierno y salir de él llevando en la mano un tequila con hielo, ése es Dick Pitt.
27
Cuando Massarde saltó de su lancha al muelle, seis soldados de élite de la guardia personal del general Kazim se cuadraron, y un comandante se adelantó y saludó marcialmente.
—¿Monsieur Massarde?
—¿Qué ocurre?
—El general Kazim ha solicitado que lo lleve inmediatamente a su presencia.
—¿Sabe el general que debo dirigirme a Fort Foureau y no deseo alterar mis planes de viaje?
El comandante asintió cortésmente.
—Creo que si desea entrevistarse con usted es por motivos sumamente urgentes.
Massarde se encogió resignadamente de hombros e indicó al comandante que abriese el camino.
—Después de usted —dijo.
El comandante asintió y dio una breve orden a un sargento. Luego se encaminó hacia un gran almacén junto al muelle. Massarde lo siguió, flanqueado por la guardia de seguridad.
—Por aquí, tenga la bondad —dijo el comandante, indicando un callejón que hacía esquina con el almacén.
Allí, protegido por una nutrida guardia armada, había un camión «Mercedes—Benz» con un remolque que albergaba la vivienda y el centro de mando móvil del general Kazim. Precedido por el comandante, Massarde subió unos peldaños y cruzó una puerta que se cerró tras él.
—El general Kazim se encuentra en su despacho —dijo el comandante, abriendo otra puerta y haciéndose a un lado.
Tras el calor del exterior el despacho era como un iglú. Kazim debía de tener el aire acondicionado al máximo, pensó Massarde. Las cortinas de las ventanas con cristales a prueba de balas estaban corridas, y el francés permaneció unos momentos inmóvil, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
—Pase y siéntese, Yves —dijo Kazim, sentado a su escritorio, tras colgar uno de sus cuatro teléfonos.
Massarde sonrió y continuó de pie.
—¿A qué viene tanta protección? ¿Acaso espera un atentado? Kazim devolvió la sonrisa.
—En vista de lo ocurrido durante las últimas horas, aumentar las medidas de seguridad es una medida sensata.
—¿Han encontrado mi helicóptero? —preguntó Massarde, yendo al grano.
—Aún no.
—¿Cómo puede perderse un helicóptero en el desierto? Sólo tenía combustible para media hora.
—Según parece, los dos norteamericanos que usted dejó escapar...
—Mi mansión flotante no está acondicionada para retener prisioneros —lo interrumpió Massarde—. Debió usted hacerse cargo de ellos cuando tuvo la oportunidad.
Kazim lo miró fijamente.
—Sea como sea, amigo mío, el caso es que hubo errores. Al parecer, tras robar su helicóptero, los agentes de la NUMA volaron hasta Bourem, donde tengo razones para creer que hundieron el aparato en el río, fueron caminando hasta el pueblo y allí robaron mi coche.
—¿Su viejo Voisin?
—Sí —admitió secamente Kazim—. Los gusanos yanquis se llevaron mi magnífico automóvil antiguo.
—¿Y aún no ha encontrado el coche ni ha apresado a los dos hombres?
—No.
Massarde se sentó al fin. La ira por la pérdida de su helicóptero se mezclaba ahora con la malévola satisfacción que le producía el robo del precioso automóvil de Kazim.
—¿Qué pasó con la cita que se suponía tenían esos individuos con un helicóptero al sur de Gao?
—Lamento decir que me engañaron. La fuerza que embosqué veinte kilómetros al sur esperó en vano, y mis radares no detectaron la presencia de ningún aparato. Donde sí apareció una fuerza de rescate fue en el aeropuerto de Gao, en un avión comercial.
—¿No estaban sobre alerta?
—No parecía ser una cuestión de seguridad nacional —replicó Kazim—. Una hora antes del amanecer, la gente de Air Afrique en Gao fue informada de que uno de sus aparatos iba a hacer una escala no programada para que un grupo de turistas visitara la ciudad y realizara un breve recorrido por el río.
—¿Y los de la aerolínea se lo tragaron? —preguntó incrédulamente Massarde.
—¿Por qué iban a recelar? Hicieron una llamada de verificación rutinaria a la central de la compañía en Argel, y allí se lo confirmaron.
—¿Qué ocurrió luego?
—Según el controlador y el equipo de tierra del aeropuerto, el aparato, que llevaba el distintivo de Air Afrique, se identificó adecuadamente antes de aterrizar. Pero, una vez en tierra, y tras rodar hasta la terminal, de su interior salió un destacamento armado junto con un vehículo de ataque y, sin darles oportunidad de defenderse, abatieron a los guardas de seguridad del sector militar del campo. Luego, el vehículo armado destruyó una escuadrilla completa de mis cazarreactores. Ocho aviones en total.
—Sí, las explosiones despertaron a todos los que estábamos en mi mansión flotante —dijo Massarde—. Vimos el humo sobre el aeropuerto y creímos que un avión se había estrellado.
—Pues no, no se trató de nada tan normal —gruñó Kazim.
—¿Pudieron los de tierra identificar a la fuerza de asalto?
—Los atacantes llevaban extraños uniformes, sin distintivos ni insignias.
—¿Cuántos de los suyos resultaron muertos?
—Por fortuna, sólo dos guardias de seguridad. El resto del personal de la base, el equipo de mantenimiento y los pilotos, se encontraban de permiso por una festividad religiosa.
Massarde se puso serio.
—Esto no es una simple intrusión para encontrar un contaminante, sino que parece más bien un ataque de las fuerzas rebeldes de la oposición, que son más astutas y tienen más poder del que usted les reconoce.
Kazim rechazó la idea con gesto desdeñoso.
—Sólo son unos cuantos tuaregs que luchan con espadas y a lomos de camello. No es exactamente lo que se dice una fuerza especial sumamente experta y dotada de armas modernas.
—¿Habrán contratado mercenarios?
—¿Con qué dinero? —Kazim meneó la cabeza—. No, ha sido un plan minuciosamente trazado y ejecutado por profesionales. La destrucción de los cazas fue sólo para eliminar la posibilidad de que un contra ataque frustrara su huida tras recoger a uno de los agentes de la NUMA.
Massarde dirigió una mirada de reproche a Kazim.
—Ese es un detalle que había olvidado mencionarme, ¿no?
—Los de tierra informaron que el jefe de los atacantes llamó por un megáfono a un tal Gunn, que salió de su escondite en el desierto y se reunió con ellos. Una vez el hombre estuvo a bordo, el aparato despegó y tomó rumbo noroeste, en dirección a Argelia.
—Parece el argumento de una película de serie B.
—No se haga el gracioso, Yves. —El tono de Kazim era suave, aunque contenía una nota de crispación—. Los hechos apuntan a la existencia de una trama que va mas allá de una simple prospección petrolera. Creo firmemente que tanto sus intereses como los míos están amenazados por fuerzas exteriores.
A Massarde le costaba admitir totalmente la teoría de Kazim. La mínima confianza que se otorgaban mutuamente se basaba en el respeto que cada uno sentía hacia la astucia del otro, y en un temor saludable a sus respectivos poderes. El francés sentía un gran recelo hacia los juegos que Kazim se traía entre manos, unos juegos que sólo podían terminar mal para el general. Massarde miraba a los ojos de un chacal al tiempo que Kazim miraba a los ojos de un zorro.
—¿Qué le ha hecho llegar a esa curiosa conclusión? —preguntó sarcásticamente Massarde.
—Ahora sabemos que en el barco que explotó en el río había tres hombres. Sospecho que la voladura fue sólo una maniobra para despistarnos. Dos de ellos subieron a bordo de su mansión flotante mientras el tercero, que debía de ser el tal Gunn, nadaba hasta la orilla y se encaminaba al aeropuerto.
—El ataque y la evacuación parecen magistralmente concebidos para coincidir con la recogida de ese Gunn.
—Todo se hizo con enorme rapidez porque fue planeado y ejecutado por profesionales de primera —replico lentamente Kazim—. La fuerza de asalto recibió noticia de la hora y el lugar en que se encontraría Gunn. Con toda probabilidad, quien dio el aviso fue el agente que se hacía llamar Dick Pitt.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
Kazim se encogió de hombros.
—Es una hipótesis bien meditada. —Miró fijo a Massarde—. Olvida usted que Pitt utilizó su sistema de comunicaciones vía satélite para llamar a su superior, el almirante James Sandecker. Por eso él y Giordino abordaron su barco.
—Eso no explica qué Pitt y Giordino no intentaran huir con Gunn.
—Evidentemente, usted los descubrió antes de que pudieran tirarse al río y reunirse con su compañero en el aeropuerto.
—Entonces, ¿por qué no usaron mi helicóptero para escapar? La frontera de Nigeria está sólo a ciento cincuenta kilómetros. Con el combustible que llevaba el aparato, casi habrían podido llegar a ella. Lo que es una insensatez es volar al interior del país, hundir el aparato y luego robar un viejo coche. En esa zona no hay puentes que crucen el río, así que es imposible que vayan hacia la frontera sur. ¿Adónde pueden dirigirse?
Los ojos de hurón de Kazim miraron con fijeza al francés.
—Quizá vayan donde nadie espera que lo hagan.
Massarde frunció el entrecejo.
—¿Al norte, adentrándose en el desierto?
—¿Dónde, si no?
—Es absurdo.
—Si se le ocurre una explicación mejor, démela. Massarde meneó escépticamente la cabeza.
—¿Por qué iban dos hombres a robar un coche de sesenta años y a meterse con él en el desierto más ancho del mundo? Sería un suicidio.
—Hasta ahora, todos sus actos han sido inexplicables —admitió Kazim—. Lo único cierto es que ambos se encuentran en una misión clandestina; pero no estamos seguros de lo que buscan.
—¿Algún secreto? —sugirió Massarde.
Kazim negó con la cabeza.
—Tengo la plena certeza de que la CIA está al corriente de todos mis asuntos militares clasificados. Malí carece de proyectos secretos que interesen a ninguna nación extranjera, ni siquiera a las que tienen fronteras con nosotros.
—Yo no diría tanto.
Kazim miró a Massarde con curiosidad.
—¿A qué se refiere?
—A Fort Foureau y Tebezza.
Kazim consideró si era posible que la planta de eliminación de residuos tóxicos y las minas de oro estuvieran relacionadas con los intrusos. Le dio vueltas al asunto y no encontró ninguna explicación.
—Si tales fueran sus objetivos, ¿por qué iban a andar esos hombres merodeando trescientos kilómetros más al sur?
—Lo ignoro; pero mi agente en las Naciones Unidas aseguraba que iban en busca de la fuente de una contaminación química que se origina en el Níger y que, al llegar al océano, causa la proliferación de las mareas rojas.
—Cuentos para camuflar su auténtica misión —dijo Kazim.
—Que muy bien podría ser la penetración en Fort Foureau, y la denuncia de los atentados contra los derechos humanos que se producen en Tebezza —aventuró seriamente Massarde.
Kazim, nada convencido, quedó momentáneamente en silencio.
El francés prosiguió:
—Supongamos que, cuando lo evacuaron, Gunn era portador de informes vitales. ¿Por qué si no iba a montarse una operación de rescate tan compleja mientras Pitt y Giordino tomaban dirección norte, hacia nuestros proyectos conjuntos?
—Lo sabremos cuando los capture —dijo Kazim, con voz crispada por la ira—. He hecho que todas mis unidades militares y policiales disponibles bloqueen las carreteras y caminos de camellos que salen del país. También he ordenado a la fuerza aérea que efectúe vuelos de reconocimiento sobre la parte septentrional del desierto. Me propongo no dejar ni un cabo sin atar.
—Acertada decisión.
—Sin provisiones, en el calor del desierto no durarán ni dos días.
—Confío en sus métodos, Zateb. Espero que mañana a estas horas, Pitt y Giordino se encuentren en una de sus celdas de interrogatorio.
—Espero conseguirlo incluso antes.
—Me tranquiliza usted —sonrió Massarde.
Pero, instintivamente, el francés sabía que Pitt y Giordino no eran piezas fáciles de cazar.
El capitán Batutta se cuadró y saludó al coronel Mansa, el cual se limitó a devolver el saludo con ademán indiferente.
—Los científicos de la ONU ya están prisioneros en Tebezza —informó el capitán.
Una leve sonrisa curvó los labios de Mansa.
—Supongo que O'Bannion y Melika se alegrarán de haber obtenido nuevos trabajadores para las minas.
Por el rostro de Batutta cruzó una sombra de desagrado. —La tal Melika es una bruja atroz. Compadezco al hombre que se ponga al alcance de su látigo.
—Y a la mujer —añadió Mansa—. En lo referente a castigos, Melika no hace distinciones. Antes de cuatro meses, tanto el doctor Hopper como el resto sus compañeros yacerán bajo las arenas del desierto.
—No creo que el general Kazim derrame ni una lágrima por ellos.
Se abrió la puerta y apareció el teniente Djemaa, el miembro de las Fuerzas Aéreas malienses que pilotaba el avión de la ONU. El hombre se cuadró ante Mansa y éste le dirigió una escrutadora mirada.
—¿Ha salido todo según lo previsto?
Djemaa sonrió.
—Sí, señor. Volamos de regreso a Asselar, desenterramos el número necesario de cadáveres y los cargarnos en el avión. Luego volvimos al norte, donde mi copiloto y yo saltamos en paracaídas sobre la zona designada del desierto Tanezrouft, a cien kilómetros del sendero de camellos más próximo.
—¿Se incendió el avión tras estrellarse? —preguntó Mansa.
—Sí, señor.
—¿Inspeccionó personalmente los restos?
Djemaa asintió.
—Una vez llegó el vehículo mandado por usted al desierto para recogernos, nos dirigimos al lugar en que el avión había caído. Yo había dispuesto los mandos de modo que el aparato cayera en vertical. Explotó al hacer impacto, causando un cráter de casi diez metros. Salvo por los motores, del avión no quedó ni una pieza mayor que una caja de zapatos.
Por el rostro de Mansa se extendió una sonrisa satisfecha.
—El general Kazim se sentirá feliz. Usted y su copiloto pueden esperar ascensos. —El coronel se volvió hacia Djemaa—. Y usted, teniente, estará al mando de la operación de búsqueda para localizar el avión de Hopper.
Djemaa pareció desconcertado.
—¿Para qué voy a dirigir una búsqueda, si sé perfectamente dónde está?
—¿Por que cree que llenamos de cadáveres el avión?
—El capitán Batutta no me informó de los pormenores del plan.
—Nos encargaremos de la humanitaria tarea de localizar los restos —explicó Mansa—. Luego los entregaremos a los expertos internacionales en accidentes de vuelo, que no tendrán elementos suficientes para identificar los restos ni averiguar las causas del accidente. —Dirigió una severa mirada a Djemaa—. Siempre y cuando el teniente haya hecho bien su trabajo, claro.
—Yo personalmente rescaté la caja negra —aseguró Djenraa.
—Espléndido. Ahora ya podemos comenzar a alardear ante la Prensa internacional de la preocupación de nuestro país por la desaparición de los científicos. Y luego manifestaremos nuestro profundo pesar por su muerte.
28
El calor de la tarde era sofocante, y el brillo del sol y su reflejo en la calcinada planicie de rocas y arena resultaba cegador para Pitt, que no llevaba gafas oscuras. El hombre estaba sentado en el fondo de un barranco, a la sombra del Avions Voisin. Además de las provisiones conseguidas en el garaje de Bourem, lo único que él y su compañero tenían era lo que llevaban puesto.
Giordino con ayuda de las herramientas que habían encontrado en la maleta del coche, estaba ocupado en sacar el tubo de escape y el silenciador, a fin de evitar que ambos rozaran con el suelo. Previamente habían reducido la presión de los neumáticos con objeto de obtener un mejor agarre sobre la arena. Hasta el momento, el viejo Voisin se movía por el paisaje inhóspito como lo haría una antigua reina de la belleza por el Bronx de Nueva York: con estilo, pero lamentablemente fuera de lugar.
Habían viajado durante la fresca noche, a la luz de las estrellas, avanzando casi a tientas por la desnuda inmensidad a no más de diez kilómetros por hora, deteniéndose cada sesenta minutos para levantar el capó y permitir que el motor se enfriase.
Encender los faros era impensable, ya que hubiesen sido detectados por cualquier avión, por alto que volase. Muy a menudo, el pasajero tenía que ir caminando por delante del coche, para examinar el terreno. En una ocasión habían estado a punto de despeñarse por una quebrada, y en otras dos tuvieron que cavar y empujar para sacar el vehículo de tramos de arena blanda.
Al no disponer de brújula ni mapa, debían guiarse por las estrellas en su avance por el cauce seco que, desde el Níger, subía hacia el norte, adentrándose cada vez más en el desierto. Durante el día se escondían en barrancos y cañadas, cubriendo el coche con una capa de arena y matojos, de forma que se confundiese con la superficie del desierto y, visto desde el aire, pareciera un pequeño promontorio coronado por restos de vegetación reseca.
—¿Qué prefieres: un vaso de refrescante agua mineral del Sáhara, o un trago burbujeante de cocacola en versión maliense? —preguntó sonriente Giordino, mostrando una botella del refresco local y una taza del líquido caliente y sulfuroso procedente de los bidones hallados en el garaje.
—No aguanto el sabor —dijo Pitt, cogiendo la taza y arrugando la nariz—, pero debemos beber al menos tres litros cada veinticuatro horas.
—¿No sería mejor racionar la bebida?
—Mientras tengamos suficientes reservas, no. Si nos limitamos a beber un sorbito de cuando en cuando, sólo conseguiremos acelerar la deshidratación. Es mejor que bebamos hasta saciar nuestra sed. Cuando se nos terminen las reservas, ya nos preocuparemos.
—¿Qué tal una sardina exquisita para cenar?
—Se me hace la boca agua.
—Lo único que nos falta para acompañarla es una ensalada César.
—La ensalada César lleva anchoas, no sardinas.
—Jamás he logrado distinguir unas de otras.
Tras paladear su sardina, Giordino se chupó los dedos. —Me veo como un idiota, plantado en mitad del desierto y comiendo pescado.
Pitt sonrió:
—Y que no nos falte, porque... —Se cortó y se quedó a la escucha.
—¿Oyes algo? —preguntó Giordino.
—Un avión. —Pitt se colocó las manos tras las orejas—. A juzgar por el sonido, es un reactor en vuelo bajo.
Subió a rastras por el talud del barranco, hasta alcanzar el borde superior, donde se colocó tras un arbusto de taray, de modo que la sombra de éste ocultara su cuerpo. Desde ahí, comenzó una lenta y meticulosa inspección.
El lejano zumbido de las turbinas sonaba ya con toda claridad. Pitt escrutó el deslumbrante cielo azul, sin ver nada al principio. Pero cuando bajó la vista detectó un movimiento sobre el terreno árido, a unos tres kilómetros hacia el sur. Pitt lo identificó como un viejo Phantom de fabricación norteamericana, con el distintivo de las Fuerzas Aéreas malienses, que volaba a menos de cien metros del suelo. Era una especie de enorme buitre provisto de plumas de camuflaje, que sobrevolaba el desnudo paisaje describiendo lentos círculos, como si un sexto sentido le indicase la proximidad de una presa fácil.
—¿Lo ves? —preguntó Giordino.
—Es un Phantom F—4 —replicó Pitt.
—¿En qué dirección va?
—Viene del sur y vuela en círculos.
—¿Nos habrá visto?
Pitt se volvió y miró hacia el coche, a cuyo parachoques posterior habían atado unas ramas de palmera para que borrasen las rodadas. Las huellas paralelas de los neumáticos que surcaban el centro del barranco eran prácticamente invisibles.
—Desde un helicóptero podrían ver nuestro rastro, pero desde un reactor no, porque el piloto no tiene visión inmediata por debajo de su aparato y, si quiere ver algo, necesita picar. Además, vuela demasiado de prisa y demasiado bajo para detectar un tenue rastro de rodadas.
El rugiente reactor iba en dirección al barranco, y ya estaba lo bastante cerca para que su pintura de camuflaje se distinguiera contra el impoluto azul del cielo. Giordino se deslizó bajo el coche, y Pitt escondió la cabeza y los hombros entre las ramas del arbusto, observando como el Phantom describía un amplio círculo, inspeccionando el aparentemente mundo vacío y desolado del Sáhara.
Pitt, tenso, contuvo el aliento. El avión se disponía a pasar justo sobre el barranco. Al hacerlo, formó un remolino de aire que levantó nubes de arena. Pitt notó en su cuerpo el azote doloroso del calor de las turbinas. El aparato pasó tan cerca de ellos que Pitt pensó que con un tiro de piedra podría alcanzar el fuselaje. Luego se marchó.
Mientras observaba alejarse el Phantom el hombre se imaginó lo peor; pero no: el aparato continuó su lento vuelo en círculos, como si el piloto no hubiera detectado nada de interés. Pitt lo siguió mirando hasta que se perdió de vista más allá del horizonte. Pitt continuó vigilando unos minutos más, no fuera a ser que el piloto hubiera visto algo sospechoso y estuviera dando un rodeo para sobrevolar de nuevo la zona y coger a su presa de improviso.
Pero el sonido de lag turbinas del reactor terminó perdiéndose en la lejanía. El desierto volvió a quedar muerto y silencioso.
Pitt descendió por el talud y volvió a ponerse a la sombra del Viosin, de debajo del cual salió Giordino.
—Por poco —dijo, librándose del pelotón de hormigas que había invadido su brazo.
Pitt cogió una pequeña rama y comenzó a hacer trazos en la arena con ella.
—Una de dos: o no engañamos a Kazim al tomar dirección norte, o bien el tipo no quiere correr ningún riesgo.
—Debe de estar subiéndose por las paredes al no poder encontrar un coche de colores tan detonantes en el desierto —dijo Giordino.
—No creo que esté dando saltos de alegría —asintió Pitt.
—Seguro que casi le dio un infarto cuando supo que su precioso automóvil había desaparecido —rió Giordino—. Apuesto a que sabe que nosotros somos los culpables.
Pitt alzó una mano en visera y miró hacia el oeste. El sol estaba ya muy bajo.
—Dentro de una hora será de noche y podremos seguir.
—¿Qué aspecto tiene el terreno por delante?
—Más allá de este barranco, el cauce sigue siendo llano, con piedras y algunos promontorios. Podremos rodar bien por él, siempre que andemos con ojo para evitar que el canto de alguna piedra nos raje una rueda.
—¿Cuánto crees que hemos recorrido desde que salimos de Bourem?
—Según el odómetro, ciento dieciséis kilómetros, pero a vuelo de pájaro no creo que sean más de noventa.
—Y seguimos sin encontrar rastros de instalaciones químicas ni de vertederos.
—Ni siquiera hemos visto un bidón vacío.
—La verdad es que seguir adelante me parece inútil —dijo Giordino—. Es imposible que un vertido químico viaje noventa kilómetros por un cauce seco hasta llegar al Níger.
—Es verdad que parece una causa perdida, sí —reconoció Pitt.
—Podríamos hacer el intento de llegar hasta la frontera de Argelia.
Pitt sacudió negativamente la cabeza.
—No tenemos bastante gasolina. Para llegar a la carretera transahariana, deberíamos hacer a pie los últimos doscientos kilómetros. Y luego tendría que darse la suerte de que pasara un coche y nos devolviera a la civilización. Moriríamos de agotamiento antes de cubrir la mitad de ese recorrido.
—Entonces, ¿qué opciones tenemos?
—Seguir adelante.
—¿Hasta dónde?
—Hasta encontrar lo que buscamos, aunque ello implique volver sobre nuestros pasos.
—Sea como sea, terminaremos ensuciando el paisaje con nuestros huesos.
—Al menos, conseguiremos descartar esta parte del desierto como posible origen de la contaminación. —Pitt hablaba con frialdad y mirando al suelo, como intentando conjurar una visión.
Giordino lo miró.
—Con todo lo que hemos pasado juntos a lo largo de los años, es una vergüenza que acabemos nuestros días en el sobaco del mundo.
Pitt le dirigió una sonrisa.
—La vieja de la guadaña aún no ha aparecido.
Giordino insistió en su pesimismo:
—En la Prensa, nuestro obituario va a ser de lo más ridículo.
—¿Por qué?
—Imagínate: dos científicos de la Agencia Nacional Sub-acuática y Marítima desaparecidos en el desierto y presuntamente muertos. ¿Quién, en su sano juicio, se creería una cosa tan...? ¿No has oído nada?
Pitt se levantó.
—Sí —dijo.
—Hay alguien que canta en inglés. Dios mío... Quizás ya estamos muertos.
Permanecieron el uno junto al otro, a la luz del atardecer, escuchando una voz masculina cada vez más próxima que cantaba lo que reconocieron como «Mi querida Clementina», una vieja canción de los mineros norteamericanos.
—You are lost and sone forever, dreadfl sorry Clementine
—Viene hacia el barranco —murmuró Giordino, aferrando una gran llave inglesa.
Pitt recogió varias piedras para usarlas como proyectiles. Silenciosamente, los dos hombres se apostaron en cuclillas detrás del automóvil, dispuestos a atacar, esperando que, a la vuelta de un recodo del barranco, apareciera quienquiera que fuese.
—In a cavern, in a canyon, excavating for a mine...
Un hombre llevando por la rienda a un animal apareció en el barranco, y dejó de cantar en cuanto vio algo tan inesperado como un coche semicubierto por la arena en medio del desierto. Arrastrando a la renuente bestia, se acercó al vehículo, más intrigado que sorprendido. Se detuvo junto al coche y comenzó a quitar la arena del techo.
Pitt y Giordino se levantaron lentamente y quedaron frente al desconocido, mirándolo como si fuera un ser de otro planete. Era evidente que no se trataba de un tuareg conduciendo un camello por su desolada tierra natal. Aquella aparición era por completo incongruente en el Sáhara. No sólo estaba totalmente fuera de lugar, sino también de época.
—Tal vez la dama de la guadaña haya dejado de ser una dama y de llevar guadaña —murmuró Giordino.
El hombre vestía como un viejo buscador de oro del Oeste norteamericano. Llevaba un viejo sombrero Stetson y pantalones vaqueros sotenidos por unos tirantes y con las perneras metidas en el interior de unas botas de cuero. Un gran pañuelo rojo le cubría la parte inferior del rostro, dándole aspecto de salteador de caminos.
El animal que lo seguía no era un camello, sino un burro, que llevaba a lomos una carga de provisiones casi tan voluminosa como su cuerpo; mantas, cantimploras, latas de comida, un pico, una pala y una carabina Winchester.
Pasmado, Giordino murmuró:
—Lo sabía. Hemos muerto e ido a Disneylandia.
El desconocido se bajó el pañuelo, revelando una barba y un bigote blancos. Tenía los ojos verdes, casi tanto como los de Pitt. Sus cejas hacían juego con la barba, pero el cabello que asomaba bajo el Stetson era entrecano. Era alto, aproximadamente de la estatura de Pitt y algo grueso. Sus labios se fruncieron en una cordial sonrisa.
—Sería estupendo que hablasen mi idioma, amigos —dijo cordialmente—. Un poco de charla me vendría de perlas.
29
Pitt y Giordino cambiaron una mirada de incredulidad y
luego volvieron a fijarse en el viejo minero, convencidos de que se habían vuelto completamente locos.
—¿De dónde demonios sale usted? —farfulló Giordino.
—Lo mismo podría preguntarles yo —replicó el desconocido que, tras echar un vistazo a la arena que recubría el Voisin, preguntó—: ¿Son los hombres que el avión andaba buscando?
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Pitt.
—Miren: si no les apetece hablar, mejor sigo mi camino. Como el intruso no tenía el menor aspecto de ser un nómada, y habida cuenta de que, por su modo de hablar y por su indumentaria parecía un compatriota, Pitt optó por confiar en él.
—Me llamo Dick Pitt, y mi amigo es Al Giordino. Efectivamente: los malienses nos buscan.
El viejo se encogió de hombros.
—No me sorprende. Por estos contornos, los extranjeros no son bien recibidos. —Dirigió una curiosa mirada al Voisin—.
¿Cómo han logrado llegar hasta aquí en coche? No hay ninguna carretera.
—No fue fácil, amigo...
El desconocido se acercó, tendiendo una mano callosa. —Todo el mundo me llama Chico.
Estrechando la mano, Pitt sonrió:
—¿Y como es que alguien de su edad recibe un nombre así?
—Hace muchos años, cuando regresaba de alguno de mis viajes de prospección, lo primero que hacía era visitar mi cantina favorita de Jerome, Arizona. En cuanto me veían aparecer, mis amigos me saludaban gritando: «Vaya, ya está otra vez aquí el Chico». Y con «Chico» me quedé.
Giordino contemplaba al compañero de Chico.
—No parece que éste sea el lugar del mundo más adecuado para una mula. ¿No sería más práctico un camello?
Con perceptible irritación, Chico replicó:
—En primer lugar, Mister Periwinkle no es una mula, sino un burro. Los camellos pueden ir más lejos y aguantar más tiempo sin agua, pero el burro también es un animal del desierto. Hace ocho años, encontré a Mister Periwinkle vagando por Nevada. Lo domestiqué y, cuando decidí venir al Sahara, lo traje conmigo. No tiene el carácter inmundo de los camellos, come menos, y soporta la misma carga. Además, como su lomo está cerca del suelo, resulta más fácil cargarlo.
Recogiendo velas, Giordino dijo:
—Admirable animal.
—Parecen ustedes a punto de irse, cosa que lamento, pues me agradaría que charláramos un rato tranquilamente. Llevo tres semanas sin ver a nadie. El último con quien me crucé era un árabe que llevaba dos camellos para venderlos en Tombuctú. Lo que menos podía esperar en esta parte del mundo era encontrarme con dos paisanos.
Giordino miró a Pitt.
—No estaría de más que nos quedáramos un rato. El caballero parece una buena fuente de información sobre el territorio.
Pitt asintió, abrió la portezuela trasera del Voisin y señaló el interior con un gesto de invitación.
—¿Le apetece descansar un rato?
Chico miró los asientos de cuero del coche como si estuvieran tapizados en oro.
—Ya ni recuerdo la última vez que me senté en blando. Les estoy sumamente agradecido. —Entró en el coche, se retrepó en el asiento trasero y lanzó un suspiro de satisfacción.
—Sólo tenemos una lata de sardinas; pero estaremos encantados de compartirla con usted —ofreció Giordino, haciendo gala de una generosidad amable que para Pitt resultó totalmente nueva.
—Ni hablar: la cena corre de mi cuenta. Tengo comida concentrada a espuertas, y los invitó con mucho gusto. ¿No les apetece un buen estofado de buey?
Pitt sonrió.
—No sabe cómo le agradecemos la invitación. Le verdad es que las sardinas no son exactamente nuestro bocado favorito en el desierto.
—Podemos acompañar el estofado con nuestros refrescos —sugirió Giordino.
—¿Refrescos? —preguntó Chico—. ¿Qué tal andan de agua? —Tenemos para unos días —replicó Giordino.
—Si necesitan más, a cosa de quince kilómetros hacia el norte hay un pozo. Puedo indicarles dónde.
—Le agradecemos cualquier ayuda que pueda prestarnos —dijo Pitt.
—No sabe hasta qué punto —añadió Giordino.
Pese a que el sol se había ocultado tras el horizonte la luz del crepúsculo aún iluminaba el cielo. Con la proximidad de la noche, el aire volvía a ser respirable. Chico había trabado las patas de Mister Periwinkle, y ahora el burro estaba ramoneando los matojos que crecían en lo alto de una duna. Mientras, su propietario añadió agua al estofado de buey concentrado y, para alivio de Pitt, lo calentó, junto con unos bollos, en un pequeño hornillo Coleman. Si Kazim enviaba un avión a buscarlos por la noche, una hoguera, por pequeña que fuese, habría delatado inmediatamente su posición. El viejo minero también aportó los platos y cubiertos de estaño.
Mientras rebañaba con un bollo los restos del estofado, Pitt decidió que aquél era el manjar más exquisito que había probado en su vida. Era asombroso que una simple comida pudiera restablecer hasta tal punto su optimismo. Terminada la cena, Chico sacó una botella de whisky de centeno Old Overhotl que fue pasando de mano en mano.
—¿Qué tal si ahora me cuentan qué demonios hacen ustedes en lo peor del Sahara en un coche que debe de ser tan viejo como yo?
—Buscamos la fuente de un elemento tóxico que, tras contaminar el río Níger, llega hasta el Atlántico —replicó Pitt sin irse por las ramas.
—Eso es nuevo. ¿Y cuál puede ser la procedencia del contaminante?
—Una planta química, o un vertedero tóxico.
Chico movió negativamente la cabeza.
—Por estos contornos no encontrarán nada de eso.
—¿No hay ningún gran edificio en esta parte del Sáhara? —preguntó Giordino.
—No se me ocurre ninguno, salvo en Fort Foureau, pero eso está muy hacia el noroeste.
—¿La planta solar de eliminación de residuos tóxicos? Chico movió afirmativamente la cabeza.
—Un sitio grande de verdad. Mister Periwinkle y yo pasamos por allí hace cosa de seis meses. Nos echaron. Había guardas por todas partes. Parecía como si estuvieran construyendo bombas nucleares en secreto.
Pitt dio un sorbo de whisky y notó la reconfortante quemazón desde la garganta al estómago. Luego pasó la botella a Giordino.
—Fort Foureau no puede ser: está demasiado lejos del Níger. Chico quedó en silencio por unos momentos y al fin miró a Pitt con un brillo extraño en los ojos.
—Podría ser la salina del Oued Zarit.
Echándose hacia delante, Pitt repitió:
—¿El Oued Zarit?
—Es un legendario río que fluyó por Malí hasta hace ciento treinta años, cuando comenzó a hundirse en la arena. Los nómadas locales, entre los cuales me incluyo, creen que el Oued Zarit sigue su curso bajo tierra, hasta desembocar en el Níger.
—Como un acuífero.
—¿Un qué?
—Un estrato geológico permeable que conduce el agua —replicó Pitt—. Normalmente discurre por entre capas de grava o a través de cavernas.
—Lo único que sé es que, si uno cava suficientemente hondo en el viejo cauce, acaba encontrando agua.
—Nunca había oído que un río pudiera desaparecer y continuar fluyendo bajo tierra —dijo Giordino.
—No es tan raro —explicó Chico—. Antes de desaguar en un lago, casi todo el curso del río Mojave discurre bajo el desierto del Mojave, en California. Se cuenta que un buscador encontró una sima que descendía más de cien metros, hasta el río subterráneo donde, según la historia, halló varias toneladas de oro de aluvión.
Pitt se volvió hacia Giordino y lo miró fijamente.
—¿Qué piensas?
—Parece como si nuestro único candidato posible fuese Fort Foureau —replicó sobriamente Giordino.
—Aunque suena descabellado, una corriente subterránea que fuese desde la planta solar de eliminación de residuos tóxicos hasta el Níger podría ser el vehículo que transporta la contaminación.
Chico señaló el barranco en que se encontraban.
—Supongo que saben que esta cañada desemboca en el antiguo cauce.
—Lo sabemos —dijo Pitt—. Fuimos por él durante casi toda la pasada noche. Durante el día, hemos permanecido ocultos en este barranco para evitar que las patrullas malienses dieran con nosotros.
—Parece que, hasta ahora, han logrado esquivarlas.
—¿Y cuál es su historia? —preguntó Giordino a Chico, tendiéndole el whisky—. ¿Anda buscando oro?
Antes de responder, Chico estudió por un momento la etiqueta de la botella, como sopesando si revelaba o no el motivo de su presencia. Luego, con un encogimiento de hombros, dijo:
—Supongo que no me hará ningún daño contárselo. Lo que busco no es exactamente un filón, sino un barco hundido.
Pitt lo miró con evidente recelo.
—¿Un barco hundido...? ¿Aquí, en mitad del Sáhara?
—Un barco de guerra de los Estados Confederados de América, para ser exacto.
Pitt y Giordino se lo quedaron mirando, estupefactos, y con un deseo inconfesable de que entre las herramientas del Voisin figurase una camisa de fuerza. Ambos contemplaron con fijeza a Chico. Aunque ya era casi de noche, pudieron ver que la expresión del hombre era de total seriedad.
Pitt dijo al fin con escepticismo:
—Aún a riesgo de parecer estúpido, ¿puedo preguntarle cómo llegó hasta aquí un barco de la Guerra de Secesión?
Chico dio un largo trago de la botella y se limpió la boca con la manga de su camisa. Luego desplegó una manta sobre la arena, se tumbó y se puso las manos tras la nuca.
—Ocurrió en abril de 1865, la semana antes de que Lee se rindiese ante Grant. A unos kilómetros de Richmond, Virginia, en el navío confederado Texas se cargaron los archivos del agonizante Gobierno confederado. Eso fue al menos lo que dijeron, que eran documentos y papeles; pero en realidad se trataba de oro.
—¿Está seguro de que eso no es un mito, como suele ocurrir con las historias de tesoros? —preguntó Pitt.
—Poco antes de su muerte, el propio presidente Jefferson Davis declaró que el oro de la tesorería de los Estados Confederados se cargó en plena noche a bordo del Texas. El y su gabinete pretendían sacarlo de Norteamérica burlando el bloqueo yanqui. Luego, una vez tuvieran el oro fuera, formarían un nuevo gobierno en el exilio y continuarían la guerra.
—Pero a Davis lo capturaron e hicieron prisionero —dijo Pitt.
Chico asintió con la cabeza.
—La Confederación murió, para no resucitar jamás.
—¿Y el Texas?
—Tras un infernal descenso por el río James, enfrentándose a la mitad de la flota unionista y pasando ante los fuertes de Hampton Roads, el Texas llegó a Chespeake Bay y huyó por el Atlántico. Lo último que se vio de él fue cómo se desvanecía entre un banco de niebla.
—¿Y usted cree que el Texas cruzó el océano y se metió por el Niger? —preguntó Pitt.
—En efecto —replicó Chico con firmeza—. He recogido testimonios contemporáneos de colonos franceses y de nativos que hablan de un monstruo sin velas que pasó frente a las aldeas de la orilla. La descripción del barco así como las fechas en que fue visto me hacen tener la certeza de que era el Texas.
—¿Cómo podría un barco de guerra subir por el Níger sin embarrancar? —preguntó Giordino.
—Eso fue antes de que comenzara el siglo de sequía. Por entonces, en esta parte del desierto llovía, y el Níger era mucho más profundo que ahora. Uno de sus afluentes era el Oued Zarit, que por entonces tenía un curso de mil kilómetros, desde los montes Ahaggar, al noreste de aquí, hasta el Níger. Según crónicas de exploradores y militares franceses, tenía profundidad suficiente para permitir la navegación de grandes barcos. Mi teoría es que el Texas entró en el Oued Zarit desde el Níger y luego, cuando el nivel de las aguas bajó a causa de la proximidad del verano, embarrancó y quedó varado.
—Aunque las aguas fueran profundas, parece imposible que un pesado barco de guerra llegase hasta tan lejos del mar.
—El Texas fue construido para navegar por el río James. Su fondo era plano y muy poco calado. Sortear los recodos de un río no suponía un problema para él. Lo verdaderamente milagroso fue que pudiera cruzar el océano abierto y capear sus tormentas sin hundirse, como ocurrió con el Monitor.
—En aquella época, un barco podría haber llegado a un montón de lugares despoblados de las costas de América del Norte y Centroamérica —dijo Pitt—. ¿Por qué iban a correr el riesgo de perder el oro en una travesía transoceánica y luego en otra fluvial por un país desconocido?
Del bolsillo de su camisa, Chico sacó la colilla de un cigarro que procedió a encender con una cerilla de madera.
—Tiene que admitir que a los yanquis jamás se les habría ocurrido buscar el Texas en un río de Africa, a mil quinientos kilómetros de la costa.
—Eso, desde luego; pero..., resulta bastante inverosímil, ¿no?
—Estoy contigo —dijo Giordino—. ¿A qué tanta desesperación? No podían reconstruir su gobierno en mitad de un desierto.
Pitt miró pensativamente a Chico.
—Detrás de un viaje tan peligroso debía haber algo más que el deseo de salvar el oro.
—Circularon ciertos rumores... —Aunque el tono del viejo no llegaba a ser evasivo, el cambio en su voz fue evidente—. Según esas historias, cuando el Texas salió de Richmond, Lincoln iba a bordo.
—¿Abraham Lincoln? —preguntó incrédulamente Giordino. Chico asintió en silencio y tendió la botella a Pitt, que la rechazó con un ademán, al tiempo que preguntaba: —¿A quién se le ocurrió semejante patraña?
—A su muerte en Charleston, Carolina del Sur, en 1908, cierto capitán de la caballería confederada llamado Neville Brown confió a su médico que sus tropas capturaron a Lincoln y lo condujeron a bordo del Texas.
—Chifladuras del moribundo —murmuró Giordino, cuya incredulidad era evidente—. Lincoln tuvo que tomar el Concorde para llegar a tiempo de ser asesinado por John Wilkes Booth en el teatro Ford.
—No conozco la historia completa —admitió Chico.
—Es un relato intrigante, pero descabellado —dijo Pitt—. Muy difícil de creer.
—Lo de Lincoln no puedo garantizarlo; pero me jugaría a Mister Periwinkle y todos mis ahorros a que tanto el Texas como los huesos de su tripulación y el oro se encuentran enterrados bajo la arena de estos contornos. Llevo cinco años vagando por el desierto en busca de los restos, y por Dios que los encontraré o moriré en el intento.
Pitt miró al viejo buscador con simpatía y respeto. Rara vez había visto tal firmeza y decisión en un hombre. La certeza que animaba a Chico le recordaba al viejo minero de El tesoro de Sierra Madre.
—Y, si el barco está enterrado bajo una duna, ¿cómo piensa dar con él?
—Tengo un buen detector de metales, un Fisher 1265X.
—Espero que la suerte lo conduzca hasta el Texas y que en él encuentre todo lo que espera —replicó Pitt, que no supo qué más añadir.
Chico permaneció varios segundos tumbado silenciosamente en su manta, inmerso en sus pensamientos. Al fin Giordino dijo:
—O reemprendemos la marcha, o amanecerá y no habremos recorrido ni un metro.
Veinte minutos más tarde, el motor del Voisin ya estaba en funcionamiento y Pitt y Giordino se despedían de Chico y Mr. Periwinkle. El viejo minero los persuadió de que aceptaran varios paquetes de comida concentrada. También les trazó un tosco mapa del antiguo río, marcando en él los hitos más notables y el único pozo próximo a la senda que conducía a la planta de eliminación de residuos tóxicos de Fort Foureau.
—¿A qué distancia está?
Chico se encogió de hombros.
—A unos ciento ochenta kilómetros —dijo, añadiendo luego—: Espero que den con lo que buscan, amigos.
Pitt le estrechó la mano y sonrió:
—Lo mismo digo. —Subió al coche y se puso tras el volante, sintiéndose casi triste por separarse del viejo. Giordino se retrasó unos momentos para despedirse. —Gracias por su hospitalidad.
—Me alegro de haberles sido de ayuda.
—Hace rato que quiero decírselo: me resulta usted vagamente familiar.
—Pues no lo entiendo. No creo que nos hayamos visto antes.
—¿Le molestaría decirme su verdadero nombre?
—En absoluto. No me molesto con facilidad. Es un nombre extraño, que apenas uso.
Giordino aguardó pacientemente a que el otro siguiera.
—Me llamo Clive Cussler.
Giordino sonrió.
—En efecto: es un nombre extraño.
Luego se metió en el coche y se sentó junto a Pitt. Cuando el Voisin se puso en marcha, Giordino se volvió para dirigir un último saludo a Chico, pero el viejo y su fiel burro va se habían perdido en la oscuridad de la noche.
T E R C E R A P A R T E
SECRETOS DEL DESIERTO
18 de mayo de 1996,Washington, D.C.
30
El Concorde de Air France aterrizó en el Aeropuerto Dulles y rodó hasta un anónimo hangar del gobierno estadounidense cercano a los terminales de carga. Aunque el cielo se encontraba cubierto, la pista estaba seca, sin rastros de lluvia. Aferrando aún su mochila como si formara parte de su cuerpo, Gunn salió casi inmediatamente del esbelto aparato y, tras bajar por la escalera móvil, montó en un sedan «Ford» negro conducido por un policía metropolitano uniformado que lo había estado esperando. Enseguida el coche, con la sirena y las luces en funcionamiento, salió a toda velocidad hacia la central de la NUMA en Washington.
Sentado en la parte trasera del coche policial, Gunn se sentía como un delincuente. Al cruzar el puente Rochambeau Memorial, se fijó en que el río Potomac tenía un aspecto insólitamente verdoso y plomizo. Los peatones estaban ya inmunizados a las luces giratorias y a las sirenas, y no prestaron la menor atención al raudo «Ford».
El chófer no se detuvo en la entrada principal, sino que, con las ruedas chirriando, metió el coche por un callejón contiguo al edificio de la NUMA, bajo por una rampa que conducía al garaje situado bajó el vestíbulo principal y detuvo el «Ford» ante un ascensor. Dos guardas uniformados se adelantaron, abrieron la portezuela y acompañaron a Gunn en el ascensor hasta el cuarto piso de la agencia. Tras recorrer una corta distancia por el pasillo, se detuvieron y abrieron la puerta que conducía a la gran sala de conferencias de la NUMA, dotada de los más modernos sistemas de representación visual.
Varias personas de uno y otro sexo se sentaban en torno a la gran mesa de caoba, todas pendientes del doctor Chapman, que se encontraba a mitad de una disertación, frente a una pantalla en la que aparecía la zona ecuatorial del Océano Atlántico, frente a las costas de Africa Occidental.
Al entrar Gunn, en la sala se hizo un completo silencio. El almirante Sandecker se levantó y fue presuroso a recibirlo, como si se tratara de un hermano que acabase de sobrevivir a un trasplante de higado.
—Gracias a Dios que lograste escapar —dijo, dando muestras de una emoción insólita en él—. ¿Qué tal el vuelo desde París?
—Me sentí como un deportado, yo solito en el Concorde.
—Como no había aviones militares disponibles, contratar el Concorde fue el método más expeditivo de traerte hasta aquí cuanto antes.
—Mientras los contribuyentes no se enteren, me parece muy bien.
—Si supieran que su propia superviviencia está en juego, no creo que se quejasen.
Sandecker presentó a Gunn a cuantos se encontraban en la sala de conferencias.
—Con tres excepciones, creo que los conoces a todos.
El doctor Chapman e Hiram Yaeger se adelantaron para estrechar la mano a Gunn, dando muestras de su satisfacción por verlo. El hombre fue presentado a la doctora Muriel Hoag, directora de biología marina de la NUMA, y al doctor Evan Holland, el experto medioambiental de la agencia.
Muriel Hoag era alta y parecía una modelo al borde de la inanición. Llevaba el cabello negro recogido en un moño apretado, y sus ojos pardos miraban a través de unas gafas redondas. No llevaba maquillaje, cosa que a Gunn le pareció normal. Ni el mejor salón de belleza de Beverly Hills hubiera podido hacer nada por mejorar el aspecto de la mujer.
Evan Holland era un químico medioambiental que parecía un basset hound contemplando una rana en su plato de comida. Tenía las orejas dos tallas más grandes que la cabeza, y su nariz era corta, de punta redondeada. Miraba al mundo con ojos que eran dos mares de melancolía. El aspecto de Holland era engañoso, pues se trataba de uno de los mejores expertos del mundo en el terreno de la contaminación.
Gunn ya conocía a los otros dos hombres: Chip Webster, analista de datos vía satélite de la NUMA, y Keith Hodge, el director de oceanografía de la agencia.
Gunn se dirigió a Sandecker:
—Alguien se tomó un montón de molestias para evacuarme de Malí.
—Hala Kamil en persona dio su autorización para utilizar un equipo táctico de la ONU.
—El que mandaba la operación, un tal coronel Levant, no pareció nada feliz por verme.
—Tanto a él como a su jefe, el general Bock, nos costó un poco convencerlos —admitió Sandecker—. Pero cuando comprendieron la importancia que tenían los informes de que eres portador, se decidieron a cooperar plenamente.
—Montaron una operación realmente magnífica —dijo Gunn—. Es asombroso que pudieran planearla y ejecutarla de la noche a la mañana.
Si Gunn pensaba que Sandecker iba a ponerlo al corriente de los detalles, quedó defraudado. La impaciencia se reflejaba hasta en la última arruga del rostro del almirante. Había una bandeja con café y bollos que a Gunn no le fueron ofrecidos. Tomándolo por un brazo, Sandecker lo condujo a un sillón situado en el extremo de la larga mesa de conferencias.
—Vayamos al grano —dijo bruscamente Sandecker—. Todos estamos impacientes por escuchar lo que has descubierto acerca del compuesto que provoca la explosión de mareas rojas.
Gunn tomó asiento, abrió la mochila y comenzó a vaciar su contenido. Con todo cuidado, desempaquetó los frascos que contenían las muestras de agua y los dejó sobre un paño. A continuación sacó los diskettes informáticos y los dejó a un lado. Luego alzó la vista.
—Aquí están las muestras de agua y los resultados que obtuve con los instrumentos y ordenadores de a bordo. Un golpe de suerte me permitió identificar el estimulador de mareas rojas como un compuesto organometálico sumamente insólito, formado por la combinación de un aminoácido sintético con cobalto. También encontré rastros de radiación en el agua, pero no creo que esto tenga relación directa con el impacto del contaminante sobre la marea roja.
—Teniendo en cuenta los impedimentos y obstáculos que os pusieron los africanos occidentales —dijo Chapman—, es milagroso que fueras capaz de encontrar la clave del fenómeno.
—Por suerte, los instrumentos no resultaron dañados tras el encontronazo con la marina de Benin.
Con una leve sonrisa, Sandecker comentó:
—Después de que destruyerais la mitad de la marina de Benin y un helicóptero, la CIA nos preguntó si sabíamos algo respecto a una operación pirata en Malí.
—¿Qué les dijo?
—Mentiras. Sigue, por favor.
—Lo que sí resultó dañado por los disparos de las cañoneras fue el sistema de transmisión de datos —continuó Gunn—, y eso me impidió enviar mis resultados a la red informática de Hiram Yaeger.
—Mientras Hiram verifica los datos analíticos, a mí me gustaría someter las muestras de agua a nuevos análisis —dijo Chapman.
Yaeger fue junto a Gunn y, delicadamente, cogió los diskettes.
—Como no puedo aportar nada a esta conversación, será mejor que me ponga a trabajar —dijo Yaeger.
En cuanto el mago de la informática hubo salido, Gunn miró con fijeza a Chapman.
—Yo verifiqué dos y tres veces los resultados. Espero que su laboratorio y Hiram confirmen mis conclusiones.
Chapman advirtió la tensión en el tono de Gunn.
—Créeme: ni por un instante cuestiono tus análisis ni tus conclusiones. Tú, Pitt y Giordino hicisteis un trabajo fantástico. Gracias a vuestros esfuerzos, ya sabemos a qué nos enfrentamos. Ahora el presidente puede utilizar toda su fuerza para obligar a Malí a que corte la contaminación en su origen. Eso nos dará tiempo para encontrar el modo de neutralizar sus efectos e impedir que las mareas rojas continúen extendiéndose.
—De todas maneras, no descorchemos el champán ni cortemos la tarta todavía —advirtió seriamente Gunn—. Aunque hemos localizado el lugar donde el compuesto entra en el río e identificado sus propiedades, aún desconocemos cuál es su origen exacto.
Los dedos de Sandecker tabalearon sobre la mesa. Dirigiéndose al resto de los presentes, explicó:
—Pitt me dio la mala noticia antes de que se interrumpiera su comunicación. Dispénsenme por no haberles pasado el dato, pero contaba con que una inspección vía satélite aportase la pieza que falta.
Muriel Hoag miró a Gunn directamente a los ojos.
—No me explico que lograsen rastrear el compuesto a lo largo de mil kilómetros de agua, y luego lo perdieran en tierra firme.
—No es tan raro —replicó Gunn a la defensiva—. Tras rebasar el punto de máxima concentración, las lecturas del contaminante bajaron drásticamente, y los instrumentos pasaron a detectar únicamente los residuos comúnmente conocidos. Hicimos varios recorridos arriba y abajo para confirmarlo. También efectuamos observaciones visuales en todas direcciones. Ni en la orilla ni tierra adentro había vertederos tóxicos, ni almacenes químicos, ni fábricas, ni edificios: nada. Sólo el desierto.
—Quizá por aquellos contornos había habido antes un vertedero —aventuró Holland.
—No observamos indicios de ninguna excavación —replicó Gunn.
—¿Hay alguna posibilidad de que la toxina fuese obra de la madre naturaleza? —preguntó Chip Webster.
Muriel Hoag sonrió.
—Si los análisis confirman que, como dice Mr. Gunn, se trata de un aminoácido sintético, sólo puede proceder de un laboratorio biotécnico. La madre naturaleza no tuvo nada que ver. Y, no sabemos cómo ni dónde, el aminoácido vertido se mezcló con ingredientes químicos que contenían cobalto. No sería la primera vez que una mezcla accidental produce un compuesto previamente desconocido.
—Pero... ¿cómo demonios va a surgir así, de buenas a primeras, un compuesto tan exótico en pleno Sáhara? —se preguntó Chip Webster.
—¿Y cómo va a llegar al océano, donde actúa sobre los dinoflagelados como si fuera un esteroide? —añadió Holland.
Sandecker miró a Keith Hodge.
—¿Cuáles son los últimos informes sobre la proliferación de la marea roja?
El oceanógrafo era un sesentón de ojos pardos, que parecían no pestañear nunca, rostro alargado y pómulos prominentes. Con el ropaje adecuado habría parecido recién salido de una pintura del siglo XVIII.
—En los últimos cuatro días, la marea se ha incrementado en un treinta por ciento. Me temo que tiene una velocidad de reproducción que supera las previsiones más pesimistas.
—Pero si el doctor Chapman encuentra un neutralizador de la contaminación, y si damos con el lugar de origen y cortamos el vertido, ¿podremos entonces controlar la expansión de la marea?
—Más vale que nos demos prisa —replicó Hodge—. Con su actual velocidad de proliferación, la marea no tardará más de un mes en comenzar a alimentarse de sí misma, sin necesitar estímulos procedentes del Níger.
—¡Habíamos previsto el triple de ese tiempo! —protestó Muriel Hoag.
Hodge se encogió de hombros.
—Cuando se enfrenta uno a lo desconocido, lo único seguro es la incertidumbre.
Sandecker hizo girar su sillón y miró la foto ampliada de Malí que había sido tomada desde un satélite y en ese momento se proyectaba en una de las paredes.
—¿Dónde entra el compuesto en el río? —preguntó a Gunn.
Gunn se levantó y fue hasta la imagen. Cogió un lápiz y, sobre la blanca superficie de proyección, trazó un círculo en torno a una pequeña zona del río Níger.
—Aquí, a la altura de un cauce seco que en tiempo atrás desembocaba en el Níger.
Chip Webster accionó los mandos de una pequeña consola, y amplificó la zona marcada por Gunn.
—No se advierten estructuras ni indicios de población. Y tampoco se ven excavaciones ni montículos indicadores de que, en el pasado, hubiera un vertedero tóxico en la zona.
—Es un enigma, no cabe duda —murmuró Chapman—. ¿De dónde demonios sale ese maldito veneno?
—Pitt y Giordino siguen intentando averiguarlo —les recordó Gunn.
—¿Hay noticias recientes de cómo o dónde están? —preguntó Hodge.
—Lo último fue la llamada de Pitt desde el barco de Yves Massarde —replicó Sandecker.
Hodge alzó la vista de su cuaderno de notas.
—¿Yves Massarde? No me diga que nos enfrentamos a ese indeseable.
—¿Lo conoce?
Hodge asintió.
—Nuestros caminos se cruzaron hace cuatro años, a causa de un grave vertido químico en el Mediterráneo, frente a la costa española. Uno de sus barcos, que transportaba hacia un vertedero argelino ciertos desechos químicos carcinógenos llamados PCB, se partió y hundió durante una tormenta. Personalmente, considero que tal hundimiento no fue sino un fraude a la compañía de seguros, aderezado con un vertido ilegal de residuos. Resultó que las autoridades argelinas jamás habían tenido ninguna intención de aceptar tales desechos. Massarde mintió, manipuló y utilizó todas las triquiñuelas legales posibles para eludir sus responsabilidades en la catástrofe. Es uno de esos tipos a los que, si les das la mano, más vale que al retirarla te cuentes los dedos.
Gunn se volvió hacia Webster.
—Los satélites espía pueden leer el texto de un periódico desde el espacio. ¿Por qué no hacemos que uno orbite sobre el desierto al norte de Gao en busca de Pitt y Giordino?
Webster negó con la cabeza.
—Imposible. Los contactos que tengo allí me dicen que la Agencia Nacional de Seguridad tiene a sus mejores ojos en el cielo dedicados a vigilar los nuevos lanzamientos de cohetes de los chinos, la guerra civil en Ucrania y los choques fronterizos entre Siria e Irak. No pueden cedernos el uso de sus satélites espía para encontrar a unos civiles en el desierto del Sáhara. Sólo puedo disponer del último modelo de Geo Sat, pero es dudoso que logre distinguir formas humanas contra el desigual terreno de un desierto como el Sáhara.
—¿No serían visibles si estuvieran en una duna? —preguntó Chapman.
Webster negó con la cabeza.
—Nadie en su sano juicio caminaría por las blandas dunas del desierto. Hasta lo nómadas dan un rodeo para evitarlas.
Errar por un mar de dunas significa la muerte segura. Pitt y Giordino tienen la suficiente sensatez para huir de ellas como de la peste.
—Pero sí realizará una inspección y una búsqueda —insistió Sandecker.
Webster asintió. Era bastante calvo, el cuello apenas le asomaba por la camisa y su protuberante estómago, que le desbordaba el cinturón, lo habría convertido en un buen candidato para representar el «antes» en el anuncio de un producto de adelgazamiento.
—En el Pentágono tengo a un buen amigo que es analista de alto nivel, y experto en inspecciones del desierto vía satélite. Creo que podré liarlo para que examine nuestras fotos del Geo Sat con sus ordenadores más sofisticados.
—Le agradezco su apoyo —dijo sinceramente Sandecker.
—Si están allí, y es humanamente posible encontrarlos, ellos lo harán —le prometió Webster.
—¿Ha captado su satélite algún indicio del avión que transportaba al equipo científico de investigación epidemiológica? —preguntó Muriel.
—Me temo que no. En la última pasada sobre Malí, únicamente se veía una pequeña nube de humo alzándose en un extremo del campo cubierto por nuestra cámara. Es de esperar que en la próxima órbita obtengamos una imagen más nítida. Puede tratarse simplemente de la fogata de unos nómadas.
—En esa parte del Sáhara no hay madera suficiente para encender una fogata —dijo solemnemente Sandecker. Gunn parecía desconcertado.
—¿De qué equipo de investigación hablan?
—Es un grupo de científicos perteneciente a la Organización Mundial de la Salud que se encontraba de misión en Malí —explicó Muriel—. Investigaban un brote de extrañas enfermedades que se había dado en algunas aldeas del desierto. Su avión desapareció entre Malí y El Cairo.
—¿Había una mujer en el equipo? ¿Una bioquímica?
—Una doctora llamada Eva Rojas era la bioquímica del grupo —replicó Muriel—. Trabajé con ella en Haití.
—¿La conocías? —preguntó Sandecker a Gunn.
—Yo no, pero Pitt sí. Cenó con ella en El Cairo.
—Quizá sea preferible que Dick no se entere —dijo Sandecker—. Bastante problemas debe de tener para seguir con vida. Maldita la falta que le hace recibir malas noticias.
—Aún no ha habido confirmación de que el avión se estrellase —dijo Holland, sin perder la esperanza.
En el mismo tono, Muriel comentó:
—Puede que se vieran obligados a hacer un aterrizaje forzoso en el desierto y hayan sobrevivido.
Webster meneó la cabeza.
—No debemos hacernos ilusiones. Creo que tras este asunto están las sucias manos del general Zateb Kazim.
—Poco antes de que yo me lanzase al río —recordó Gunn—Pitt y Giordino tuvieron una conversación por radio con el general. Tuve la sensación de que era un tipo de cuidado.
—Es tan implacable como el peor tirano de Oriente Medio —dijo Sandecker—. Es prácticamente imposible tratar con él. No acepta reunirse, y ni siquiera hablar con nuestros diplomáticos del Departamento de Estado, a no ser que pongan en sus manos un buen cheque de ayuda internacional.
Muriel añadió:
—Hace caso omiso de las Naciones Unidas y rechaza todo socorro humanitario para su pueblo.
Webster estuvo de acuerdo:
—Cualquier activista pro derechos humanos que cometa la insensatez de ir a Malí a protestar, simplemente desaparece.
—El y Massarde son compinches —dijo Hodge—. Entre uno y otro han expoliado al país, reduciéndolo a la más absoluta miseria.
La expresión de Sandecker se endureció.
—No es asunto nuestro. Si no detenemos la marea roja, desaparecerá Malí, Africa Occidental y el resto de los países de la tierra. En estos momentos, eso es lo único que importa.
Chapman intervino.
—Ahora que ya tenemos unos datos a los que echar el diente, lo mejor es que aunemos nuestros esfuerzos y capacidades para encontrar una solución.
—Que sea pronto —dijo Sandecker, frunciendo el entrecejo—. Si en el plazo de treinta días a partir de hoy mismo no encontramos un remedio, no tendremos una segunda oportunidad.
31
Una fresca brisa estremecía las hojas de los árboles de Palisades, sobre el río Hudson. A través de unos prismáticos, Ismail Yerli observaba un pequeño pájaro azul grisáceo posado en una rama. El turco parecía absorto en la contemplación del ave y al mismo tiempo ajeno a la presencia de un hombre a su espalda. En realidad, llevaba un par de minutos sin quitar ojo al que se aproximaba.
—Un trepatroncos de pecho blanco —dijo el desconocido, un hombre alto y atractivo que lucía una costosa chaqueta de cuero. Se sentó sobre una piedra plana próxima a Yerli. Llevaba el pelo rubio rojizo muy repeinado, con la raya a la izquierda, y sus ojos azulados miraban con indiferencia hacia el pájaro.
—Por el negro intenso de su nuca, parece una hembra —dijo Yerli, sin bajar los prismáticos.
—Probablemente, el macho anda cerca. Quizá esté cuidando del nido.
—Muy atinado, Burdeos —dijo Yerli, utilizando el nombre clave del otro—. No sabía que fueras aficionado a los pájaros.
—No lo soy. ¿Qué puedo hacer por ti, Pérgamo?
—Fuiste tú quien solicitó esta entrevista.
—Pero no pretendía que fuera en el bosque, con un frío de los demonios —dijo Burdeos.
—En mi opinión, las citas en un restaurante de lujo no son lo más adecuado para las actividades secretas.
—No me acostumbro a actuar en las sombras ni a vivir en tugurios —dijo secamente Burdeos.
—Las ostentaciones no convienen.
—Mi cometido es proteger los intereses de un hombre que, permítaseme añadirlo, me paga sumamente bien. A no ser que sospechen que soy un espía, no es de esperar que los del FBI me tengan vigilado. Y, habida cuenta que nuestro trabajo (o, al menos, el mío) no tiene nada que ver con robar secretos clasificados norteamericanos, no entiendo muy bien por qué tengo que vivir mezclado con la chusma pestilente.
El desdén que Burdeos sentía hacia el trabajo de espionaje no agradaba a Yerli. Extrañamente, aunque se conocían de antiguo y, a lo largo de los años, habían trabajado frecuentemente juntos al servicio de Yves Massarde, ninguno de los dos conocía el verdadero nombre del otro, ni jamás había hecho nada por averiguarlo. Burdeos era el director de espionaje industrial de la Massarde Enterprises en los Estados Unidos. Yerli, al que el otro sólo conocía como Pérgamo, le pasaba frecuentemente informes vitales para los proyectos internacionales de Massarde. Semejante situación era tolerada por los superiores del turco debido a las buenas relaciones que Massarde mantenía con varios ministros franceses.
—Te estás volviendo descuidado, amigo mío.
Burdeos se encogió de hombros.
—Estoy harto de tratar con zafios norteamericanos. Nueva York es una cloaca. El país, dividido por la diversidad racial y ética, está desintegrándose. Algún día se repetirá aquí lo que ya está sucediendo en Rusia y en los países de la Commonwealth. Ansío regresar a Francia, la única nación auténticamente civilizada del mundo.
—Me dicen que uno de los hombres de la NUMA logró huir de Malí —dijo Yerli, cambiando bruscamente de tema.
—El idiota de Kazim lo dejó escapar de entre sus dedos —replicó Burdeos.
—¿No pasaste mi aviso a Massarde?
—Claro que le avisé. Y él, a su vez, alertó al general Kazim. Mister Massarde detuvo a otros dos hombres en su mansión flotante; pero Kazim, con toda su excepcional brillantez, fue demasiado estúpido para localizar el tercer agente, que huyó y fue evacuado por el equipo táctico de la ONU.
—¿Qué piensa Mister Massarde de la situación? —preguntó Yerli.
—El grave riesgo de que se produzca una investigación internacional sobre su proyecto en Fort Foureau no lo tiene nada contento.
—Se trata de algo muy grave. La posible clausura de Fort Foureau pone en peligro el programa nuclear francés.
—Míster Massarde es consciente del problema —replicó amargamente Burdeos.
—¿Qué hay de los científicos de la Organización Mundial de la Salud cuyo avión ha desaparecido?
—Esa fue una de las mejores ideas de Kazim —replicó Burdeos—. Simuló que el aparato se había estrellado en mitad del desierto.
—¿Simuló? Yo previne a Hala Kamil de lo que, según entendí, era un verdadero atentado con bomba para destruir al aparato con Hopper y su equipo dentro.
—Fue un ligero cambio en tu plan para espantar a otros posibles investigadores de la OMS —dijo Burdeos—. El avión, efectivamente, se estrelló, pero los cuerpos que iban a bordo no eran los del doctor Hopper y el resto.
—¿Siguen con vida?
—Para el caso, como si estuvieran muertos. Kazim los mandó a Tebezza.
Yerli meneó la cabeza.
—Hubiera sido preferible que muriesen rápidamente, y no en las minas de Tebezza, convertidos en esclavos famélicos. —Hizo una pausa para pensar y añadió—: Creo que Kazim ha cometido un error,
—El secreto de lo que ha ocurrido en realidad está bien guardado —dijo Burdeos, indiferente—. Nadie escapa de Tebezza. Entran en las minas y allí se quedan.
Yerli sacó un kleenex del bolsillo de su abrigo y se puso a limpiar las lentes de sus prismáticos.
—¿Descubrió Hopper algo que pudiera resultar perjudicial para el proyecto de Fort Foureau?
—De haberse conocido su informe, se hubiera renovado el interés del público, lo cual habría provocado una investigación más a fondo —dijo Burdeos.
—¿Qué se sabe del agente de la NUMA que fue evacuado?
—Se llama Gunn, y es director adjunto de la Agencia Nacional Subacuática y Marítima.
—Un tipo influyente —dijo Yerli.
—En efecto.
—¿Dónde está en estos momentos? —preguntó Yerli.
—Rastreamos el avión que lo evacuó hasta París, donde Gunn abordó un Concorde que lo condujo a Washington, desde cuyo aeropuerto fue llevado directamente a la central de la NUMA. Según mis fuentes, hace cuarenta minutos continuaba dentro del edificio.
—¿Sabemos si sacó de Malí informes cruciales?
—Cualquier información que obtuviera acerca del río Níger, si es que obtuvo alguna, es un misterio para nosotros. Pero Mister Massarde confía en que no averiguó nada que pusiera en peligro a Fort Foureau.
—No creo que Kazim haya tenido problemas para hacer hablar a los otros dos norteamericanos.
—Cuando salía para venir a reunirme contigo —dijo Burdeos—, recibí la noticia de que, lamentablemente, también ellos han escapado.
Yerli miró a Burdeos con súbita irritación.
—¿Quién metió la pata?
Burdeos se encogió de hombros.
—La identidad del culpable no importa. No es asunto nuestro. Lo que importa es que continúan en el país y tienen pocas posibilidades de escapar por la frontera. En cuestión de horas, habrán caído en la operación de búsqueda montada por Kazim.
—Yo tendría que volar a Washington y hacer indagaciones en la NUMA. Actuando debidamente, quizá descubriese si en todo esto hay algo más que una simple investigación sobre contaminantes.
—Olvida eso de momento —dijo fríamente Burdeos—. Mister Massarde tiene otros planes para ti.
—¿Los ha consultado con mis superiores en el Departamento de Defensa Nacional?
—En el plazo de una hora te llegará la autorización oficial para partir fuera del país en misión especial.
Sin decir nada, Yerli continuó mirando a través de los prismáticos al pájaro, que seguía picoteando la corteza del árbol.
—¿Qué planes tiene Massarde? —preguntó al fin.
—Te quiere en Malí, haciendo de enlace con el general Kazim.
Yerli no reaccionó y cuando habló lo hizo con los prismáticos en los ojos.
—Hace años, estuve ocho meses destinado en el Sudán. Un sitio espantoso, aunque la gente era simpática.
—A las seis de esta tarde debes abordar uno de los reactores de la Massarde Enterprises que te espera en el aeropuerto La Guardia —dijo Burdeos.
—Así que debo hacer de niñera de Kazim para evitar que cometa nuevas tonterías.
Burdeos asintió con la cabeza.
—Lo que está en juego es demasiado importante para permitir que ese loco campe por sus respetos.
Yerli devolvió los prismáticos a su funda y se colgó ésta del hombro.
—Una vez soñé que moría en el desierto —murmuró—. Rezo a Alá porque sólo se tratara de eso... de un sueño.
En el interior de una oficina sin ventanas en una zona del Pentágono escasamente concurrida, el comandante de Aviación Tom Greenwald colgó el teléfono después de notificar a su esposa que llegaría tarde a cenar. Tras un breve descanso, apartó sus pensamientos del análisis de las fotos satélite tomadas a las luchas entre unidades del ejército chino y las fuerzas demócratas rebeldes, y se concentró en el trabajo que se le había encomendado.
Las fotos que Chip Webster, de la NUMA, había tomado con las cámaras del GeoSat y le había enviado por correo especial, fueron procesadas y cargadas en el sofisticado equipo militar de representación y realce visuales. Una vez estuvo todo listo, Greenwald se retrepó en un cómodo sillón en cuyo brazo había un completo panel de mandos. Abrió una lata de Pepsi Light y comenzó a accionar los mandos de la consola, con la vista fija en un monitor de televisión del tamaño de una pequeña pantalla de cine.
Las fotos del GeoSat recordaban las viejas imágenes del «espía en el cielo» de treinta años atrás. El GeoSat, destinado únicamente a la inspección geológica e hidrológica, no se acercaba ni con mucho a la detalladísima precisión visual que conseguían los nuevos satélites espía Pyramider y Houdini, puestos en órbita por los transbordadores espaciales. No obstante, constituía una inmensa mejora con relación al viejo LandSat, que estuvo más de veinte años trazando el mapa de la Tierra. Las cámaras del nuevo modelo podían penetrar la oscuridad y atravesar las nubes e incluso el humo.
Greenwald fue haciendo ajustes y correcciones a medida que las fotos, que mostraban distintas secciones del desierto septentrional de Malí, desfilaban por la pantalla y eran electrónicamente realzadas. Pronto surgieron pequeñas manchas que eran aviones en vuelo, y también apareció una caravana de camellos que recorría el desierto desde las salinas de Taoudenni hacia Tombuctú.
A medida que la zona fotografiada se iba desplazando hacia el norte del Níger, adentrándose en el Azaouad (una desértica región del Sáhara en la que sólo había desoladas dunas), Greenwald encontró cada vez menos indicios de presencia humana. Detectó huesos de animales, probablemente camellos, repartidos en torno a pozos aislados, pero una persona de píe era muy difícil de captar, incluso para aquel sofisticado equipo electrónico.
Al cabo de casi una hora, Greenwald se frotó los ojos cansados y se masajeó las sienes. No había encontrado ni rastro de los dos hombres que le habían encargado buscar, a pesar, de haber inspeccionado con todo detenimiento —y sin ningún éxito— las fotos de la zona que, según Webster, los dos fugitivos podían haber cubierto a pie.
Finalizada su contribución a la causa, Greenwald estaba a punto de dar la jornada por concluida y volver a casa con su esposa cuando decidió probar por última vez. La experiencia de años le había enseñado que lo que se busca casi nunca está donde se espera. Cargó las fotos que el satélite había tomado del interior del Azaouad, y les echó una rápida ojeada.
El desolado panorama parecía tan vacío como el mar Muerto.
Casi se le escapó, y se le hubiera escapado de no ser por la extraña sensación de que un pequeño objeto del paisaje no encajaba con el entorno. Habría podido pasar por una roca o una pequeña duna, pero la forma no tenía la irregularidad de un producto de la naturaleza. Las líneas eran rectas y bien definidas. La mano del técnico se movió sobre los mandos, agrandando y realzando el objeto.
Greenwald comprendió que había dado con algo y, dada su larga experiencia, difícilmente podía engañarse. Durante la guerra con Irak, el comandante había alcanzado una fama casi legendaria por su infalible don para detectar tanques, cañones y búnkeres camuflados por el enemigo.
—Un coche —murmuró para sí—. Un coche cubierto por arena para ocultar su presencia.
Tras un estudio más minucioso, logró distinguir dos pequeñas motas junto al coche. Greenwald habría pagado por que las imágenes frente a él procedieran de un satélite militar, en las cuales podría haber visto la hora que marcaban los relojes de pulsera de las dos motas. Pero el GeoSat no estaba diseñado para obtener tanto detalle. Afinando al máximo, lo único discernible era que se trataba de dos personas.
Greenwald se retrepó en su sillón y permaneció unos momentos saboreando su triunfo. Luego fue a un escritorio próximo y marcó un teléfono. Aguardó pacientemente, con la esperanza de no escuchar una voz grabada pidiéndole que dejare el mensaje. Tras la cuarta señal sonó la voz jadeante de un hombre.
—Dígame...
—¿Chip?
—Sí. ¿Eres Tom?
—¿Has estado corriendo?
—Mi mujer y yo estábamos en el patio, charlando con los vecinos —explicó Webster—. Cuando escuché el teléfono, vine a todo correr.
—He descubierto algo que te interesará.
—¿Has encontrado a mis dos hombres en las fotos del GeoSat?
—Se encuentran unos cien kilómetros más al norte de lo que tú calculabas —dijo Greenwald.
Se produjo una pausa.
—¿No serán un par de nómadas? —preguntó Webster—. En cuarenta y ocho horas, mis hombres no pueden haber caminado toda esa distancia por el horno del desierto.
—No caminaron: condujeron.
—¿Quires decir que tienen un coche? —preguntó Webster, sorprendido.
—Es difícil precisar los detalles. Supongo que durante el día lo camuflan cubriéndolo de arena, y conducen por la noche. Tienen que ser tus dos amigos. ¿Qué otros iban a jugar al escondite en un lugar donde la hierba no crece?
—¿Puedes distinguir si se dirigen a la frontera?
—No, a no ser que tengan un desastroso sentido de la orientación. Están en el centro justo de Malí. La frontera más próxima se encuentra a trescientos cincuenta kilómetros. Webster se tomó su tiempo antes de responder.
—Tienen que ser Pitt y Giordino; pero... ¿de dónde diablos sacarían el coche?
—Parecen hombres de recursos.
—Debieron haber abandonado hace tiempo la busca de la fuente de la contaminación. ¿Qué locura les habrá entrado? Se trataba de una pregunta a la que Greenwald no podía responder.
—Puede que te llamen desde Fort Foureau —sugirió, medio en serio, medio en broma,
—¿Se dirigen hacia la instalación solar francesa de eliminación de residuos tóxicos?
—Sólo cincuenta kilómetros los separan de ella. Y es el único sitio civilizado de los contornos.
—Gracias, Tom ——dijo sinceramente Webster—. Te debo un favor. ¿Qué tal si salimos a cenar con nuestras respectivas?
—Por mí, estupendo. Escoge el restaurante y dime fecha y hora.
Tras colgar el teléfono Greenwald devolvió su atención al difuso objeto y a las dos motas que estaban junto a él.
—Debéis de estar locos, muchachos —dijo a la sala vacía.
Luego desconectó los aparatos y emprendió el regreso a casa.
Parte 2