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julio 25, 2010
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Primera Parte: Año 1997
Tenía la intención de haberme quedado algunos días mas; pero aquella tarde, algo me hizo cambiar de opinión. Fue mi propia imagen reflejada en el espejo del cuarto de baño de mi hermano Bill. Viéndome allí desnudo, chorreando de agua y aguantándome sobre una sola pierna, ya que sólo dispongo de un miembro inferior en qué sostenerme, decidí marcharme aquella misma noche.
El tiempo se escapaba de mi vida, como el agua por el grifo de la bañera. La imagen que contemplé de mí mismo en el espejo grande y situado en la puerta del cuarto, me lo mostró con cruda realidad.
Un espejo no miente. Nos avisa fielmente que tenemos el aspecto y la edad que nos corresponde en la realidad. A mí me reveló claramente mis cincuenta y siete años. Y si existe todavía algo que hacer, algún lugar a donde ir, algo que realizar, lo mejor que puede hacerse es hacerlo o marcharse allí donde nos lleva nuestro destino. Opino que lo mejor que puede hacerse es aprovechar el tiempo que nos queda de vida y seguir el camino trazado por nuestra pasión o nuestros deseos de construir, de hacer, de ir a alguna parte. Es fácil detener la salida del agua en el grifo de una bañera; pero no así respecto a detener el tiempo que corre implacablemente de nuestras vidas. En cierto modo, es posible hacerlo de forma más lenta. Viviendo una vida tranquila y sin complicaciones. Dejándose manosear por los médicos y que ensayen sobre uno sus conocimientos inciertos sobre la geriatría; pero nada hay que detenga el desolador y fatal paso del tiempo sobre nuestro organismo. De todas formas se es ya viejo a los setenta años.
Dentro de trece años más, yo alcanzaría los setenta. Tal vez me sentiría más viejo, antes de transcurrido ese plazo y mucho más en mi caso, con una pierna de menos en mi anatomía.
Creo que es indecente y hasta inhumano colocar esos grandes espejos en las puertas de los cuartos de baño. Provocan el narcisismo de los jóvenes y la infelicidad de los viejos.
Tras haberme secado y haberme colocado mi pierna artificial, obra maestra de la prótesis, me pesé en la balanza del cuarto de baño. Ciento veintisiete libras. Pensé que no estaba mal del todo. Había recuperado siete de las catorce libras de peso perdidas. Si me cuidaba razonablemente, estaría nuevamente en mi peso en pocas semanas. Volví a mirarme en el espejo y esta vez no me pareció tan mal mi propio aspecto. Aún quedaba en él bastante fuerza muscular y suficiente vitalidad. Y entonces que ya tenía puesta mi pierna de magnelita, parecía, además, un cuerpo completo, o al menos a mí me dio esa impresión. El rostro que aparecía en aquel cuerpo reflejado en el espejo, no estaba tampoco tan mal, todavía se advertía una corriente de energía y de fuerza en él.
Me vestí y descendí la escalera; pero no dije nada a mi familia. Esperé hasta después de la cena, en que Merlene subiese al piso de arriba para acostar a Easter y al pequeño Bill. Sabía que habría una disputa y que los chicos no deberían estar mezclados en ella. Yo podía arreglármelas bien con Bill y Merlene y estar de acuerdo con ellos, cuando tuviera que decirles que me iría de nuevo a cualquier parte. Pero con los niños, al preguntármelo, me situarían en un difícil trance. Sus primeras palabras serían:
« - Tío Max, no te vayas por favor...»
Bill se sentó a presenciar un rato la televisión. Aquél era mi hermano menor, ya con sus cabellos grises, una calvicie pronunciada y ni un ápice de imaginación. Sin embargo, era un muchacho excelente. Casado y feliz, aunque lo había hecho bastante tardíamente. Tenía un trabajo seguro y unas opiniones seguras sobre sí mismo y su mundo circundante. Pero sin el menor gusto fuera de aquella rutina por todas las cosas que apasionan a los hombres que aman la aventura y tienen imaginación. Le gustaba la música de los vaqueros. En aquel momento, estaba escuchándola.
El programa provenía del espacio exterior, procedente de un satélite artificial, de una tele-estación situada a veintidós mil millas de distancia en el vacío espacial y girando alrededor de la Tierra una vez por día terrestre. Esto suponía que siempre permanecía prácticamente en Kansas. A todo color. aquel programa tridimensional transmitía en aquel instante música vaquera. Aparecía un hombre tocando una guitarra y cantando con acento tejano:
Déjame en mi solitaria pradera con un garañón libre y salvaje...
Yo le habría dado mejor un capón que un caballo padre y en cualquier caso le habría dicho que se callase.
Pero a Bill le gustaba aquello.
Aparté la vista del aparato y comencé a mirar de forma errabunda por el magnífico paisaje de la noche. Desde allí se contemplaba un bello panorama de Seattle. Desde aquella ventana de la casa de Bill se alcanzaba una distancia de treinta millas a lo lejos. Un bello panorama en una noche espléndida como aquélla, una de esas raras noches brillantes y cálidas que de vez en cuando pueden gozarse a finales de otoño.
Debajo, las luces de Seattle y por encima, las luminarias del cielo. Tras de mí, un vaquero cantando. A poco, la canción terminó y Bill operando con un mando a distancia cortó el sonido porque comenzaba la sección de anuncios comerciales. En aquel agradable silencio, dije repentinamente a mi hermano:
- Bill, me voy.
Bill hizo lo que yo esperaba que no hubiera hecho. Se dirigió hacia el aparato y lo apagó. Seguramente que pretendería discutir conmigo sobre el particular y tratar de convencerme de que continuase en su casa. Para empeorar las cosas, Merlene volvía de la habitación de los niños, quienes por rara casualidad se habían ido a la cama sin discutir. Yo había contado con haber hablado sólo con Bill sin la presencia de mi cuñada, que habría reforzado su postura hacia mí. Y ahora les tenía a ambos frente a mí. Y Merlene había oído mis palabras.
- No - dijo ella firmemente, sentándose en el sofá y mirándome.
- Sí - repuse yo con más suavidad.
- Max Andrews. has estado aquí menos de tres semanas. Te encuentras a mitad de tu convalecencia. Necesitas por lo menos otras dos semanas de reposo y tú lo sabes bien.
- Creo que no es preciso. Ya he tomado las cosas con calma durante bastante tiempo y estoy bien.
Bill se había sentado en un cómodo butacón.
- Escucha, Max... - comenzó a decir; pero se volvió hacia su mujer y yo lo hice al mismo tiempo.
- No te encuentras bien todavía y bien lo sabes - repitió mi cuñada con tono afectuoso.
- Creo que no me caeré si salgo andando, querida. Voy a hacerlo y si fracaso, te prometo que me quedaré. ¿De acuerdo?
Ella me miró intensamente preocupada. Mi hermano se aclaró la garganta y de nuevo intentó decirme como anteriormente.
- Escucha, Max... - pero volvió a quedarse silencioso.
- Esos condenados pies tuyos, Max - insistió mi cuñada.
- Bueno, es uno sólo el que me molesta - le dije a Merlene -. Y ahora, muchachos, si esta discusión va a continuar, me encantaría que os sentarais juntos para no tener que andar moviendo la cabeza de un lado para otro. Vamos, sed buenos chicos. Bill ¿quieres sentarte junto a tu mujer?
Mi hermano se levantó y se dirigió al lugar indicado. Se movía con poca gracia, ya que esta cualidad no era el punto fuerte de mi hermano. Era todo lo contrario de Merlene; ella había sido una buena bailarina antes de haberse casado con Bill y cualquier movimiento que realizaba con todo su cuerpo resultaba gracioso. En todos sus actos se adivinaba la gracia innata de la bailarina educada en buena escuela y resultaba encantador observar cualquiera de sus movimientos.
- Por favor, Max, escucha esto - me dijo ella -. Nos gusta tenerte a nuestro lado. Te queremos, bien lo sabes. No es nada de que tengas que imponerte como un compromiso entre nosotros. Además, te obstinas en pagar tus gastos y muy generosamente. ¿Qué razón hay para que quieras abandonarnos ahora?
- Bah, Merlene, exageras. Si al menos hubieras consentido en que os hubiera pagado cincuenta dólares por semana, como te había sugerido...
- Bueno, ¿te quedarías dos semanas más, si aceptásemos cobrarte ese importe?
Tuve que sonreírme por la cariñosa insistencia de mi cuñada.
- No, querida, lo lamento, no puede ser. Escuchad los dos - continué -, vosotros sois dos contra mí y eso aumenta las posibilidades de quedar derrotado. Vosotros sabéis que quiero con locura a Easter y a Billy y puede ser que aún no estén dormidos. ¿Por qué no los traéis aquí y les decís que quiero irme para que con sus lágrimas me suavicen?
Merlene me miró casi irritada y a punto de llorar.
- Tú... tú...
Le hice una señal a Bill.
- La razón de que no hable es que está pensando en hacerlo pero se resiste a hacerlo. Creo que está imaginando qué pretexto va a tener para hacerlos bajar del piso de arriba. - Miré a Merlene entonces -. Pero eso no sería jugar limpio, cariño. No es por lo que a mí respecta, sino más bien por ellos. Esto puede trastornarlos emocionalmente y creo que no tiene objeto. Porque a pesar de cualquier disgusto que pueda ocasionarse, yo me marcho esta misma noche. Tengo que hacerlo.
Bill suspiró resignado. Me miró con tristeza y sentí una inmensa ternura por aquel hermano mío menor que yo, ya con las sienes plateadas por los años.
- Supongo entonces que resultará inútil cuanto me he esforzado en darte ese empleo en la Unión de Transportes. Un buen empleo, Max.
- Querido Bill, yo soy mecánico de cohetes. La Unión de Transportes no emplea cohetes.
- Sería un empleo a administrativo, Max. Y desde ese punto de vista ¿qué mas te da que use o no cohetes en vez de aviones a chorro?
- No me gustan los aviones a chorro. En eso estriba la diferencia.
- Los cohetes están quedando de lado, Max. Y además... ¡Dios mío! No pensarás en trabajar toda tu vida de mecánico de cohetes...
- ¿Por qué no? Y además, ¡diablos! Los cohetes no pasan de moda. No, hasta que se consiga algo mejor todavía.
Bill soltó una carcajada.
- ¿Algo así como las máquinas de coser?
Le sonreí evitando el chiste, sintiéndome además divertido por el giro de la conversación. Pensé que me había costado dos semanas de tiempo y mil dólares en efectivo; pero una buena broma como aquélla valía la pena. Bill se aclaró nuevamente la garganta para decir algo. Pero Marlene me salvó esta vez.
- Oh, déjale ir, Bill. Se va de todas formas y nada hay que le detenga. ¿Para qué vamos a echar a perder esta velada?
Crucé la habitación y le di una palmadita en el hombro.
- Eres mi ángel bueno, Merlene. ¿Podemos beber algo para celebrarlo?
Por unos instantes ella pareció indecisa. Yo dije con toda la paciencia del mundo.
- Está bien, querida. No soy un alcohólico, al menos no en el sentido de que no pueda comportarme convenientemente en sociedad mientras bebo e incluso perder la cabeza mientras «me pongo a tono». Y ahora en celebración de mi inminente partida, ¿puedo preparar una ronda de martinis?
Ella se levantó en el acto.
- Lo haré yo, Max. - Y se dirigió fuera de la habitación con sus pasos graciosos de bailarina. Los ojos de Bill y los míos la siguieron.
- Buena chica - comenté.
- Max, ¿por qué no te casas y sientas la cabeza?
- ¿A mi edad? Soy demasiado joven para sentar la cabeza, como tú dices.
- Te hablo en serio, hermano.
- Y yo también.
Bill sacudió la cabeza lentamente. Me dejó como cosa perdida; pero así era la forma en que yo consideraba su vida.
Mi cuñada volvió a los pocos instantes con las bebidas y chocamos los vasos.
- Mucha suerte, Max - dijo Merlene -. ¿Has decidido a donde ir?
- A San Francisco.
- ¿Otra vez de mecánico de cohetes a la Isla del Tesoro?
- Probablemente; pero no por el momento. Creo que me tomaré antes algún descanso.
- Pero entonces, ¿por qué no te quedas aquí mientras vuelves a ese trabajo y descansas entre nosotros?
- Ha ocurrido algo por allá que quiero ver cuanto antes y tal vez pueda echar una mano en el asunto. Anoche vi ciertos detalles y escuché noticias al respecto.
- Apuesto a que sé de qué se trata - dijo mi hermano -. Esa señora loca que se presenta a senador y quiere enviar un cohete al planeta Júpiter. ¡Santo Dios, a Júpiter! ¿Qué es lo que nos ha proporcionado el ir a Venus y a Marte?
Aquél era mi pobre y querido hermano, rico de dinero; pero ciego ante el progreso y falto de imaginación.
- Escuchad, muchachos; quiero tomar el avión de las dos de la madrugada. Ahora son las ocho, así pues, tengo por delante seis horas todavía. Os hago una sugerencia. Podríais mandar venir a una asistenta para los chicos. ¿Por qué no tomamos el helicóptero y nos pasamos la noche en Seattle? Iremos a alguna sala de fiestas o algo parecido. Si estáis de vuelta para la una y media, Bill tendría tiempo de llevarme al estratopuerto con tiempo suficiente para tomar mi avión.
Merlene me miró con cierto reproche en los ojos.
- Tu última noche entre nosotros y piensas que lo pasaríamos mejor en...
- Como queráis - dije -. Yo que vosotros lo haría. Pero en fin, como os parezca mejor. Tengo bastantes cosas que planear y asuntos en qué pensar, además de hacer mi equipaje. Y continuamos hablando sobre aquel particular.
Ya tenía mi maleta junto a la puerta, dispuesta. No resultaba pesada, yo viajaba siempre con poco peso, tan ligero como era mi propia vida. Las pertenencias materiales le atan a uno y Dios sabe que mi forma de pensar no se ajustaba a otra vida diferente. Volví a subir la escalera hacia la habitación que había ocupado en la casa de mis hermanos durante las últimas tres semanas, y que por cierto era la mayor de la casa. Ahora se convertía de nuevo en la habitación para invitados, al marcharme yo. Esta vez no encendí las luces. Anduve por ella sin hacer ruido habiendo recogido mis pocas cosas, con objeto de no despertar a los niños que dormían al lado. Me dirigí hacia la ventana, que caía sobre el porche de la casa.
Era en verdad una noche hermosa. El ambiente era suave y el aire claro y puro. Frente a mí Mount Ranier aparecía como al alcance de la mano.
Sobre mi cabeza, el cielo cuajado de las luces del cielo, las estrellas. Las estrellas que nos parecen decir que jamás las alcanzaremos porque están demasiado lejos. Pero yo tengo fe en que mienten; iremos hasta ellas. Si los cohetes no lo hacen, algo lo conseguirá.
Era preciso obtener la respuesta al desafío.
Habíamos ya llegado a la Luna. Y a Marte y Venus. Gracias a Dios, yo estaba mezclado en todo aquello, allá atrás en los gloriosos años 60 cuando el hombre surgió repentinamente en el espacio, dando así el primer paso, los primeros tres pasos en su camino hacia las estrellas.
Yo estuve allí. Max Andrews, un hombre del espacio de primera categoría. ¿Y ahora? ¿Qué estábamos haciendo para llegar hasta las estrellas?
Las estrellas... Escuchad, ¿saben lo que es una estrella?
Nuestro Sol es una estrella y todas las estrellas de los cielos son otros tantos soles. Sabemos ahora que la mayor parte de ellas, tienen un sistema de planetas que giran a su alrededor, como la Tierra, Marte y Venus del sistema solar giran alrededor de nuestro Sol.
Y existen miríadas de estrellas.
Esta afirmación no es una profanación, como los antiguos pensaron y condenaron, ahora es puro conocimiento. Existen unos cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia. Cien mil millones de estrellas, la mayor parte con sus planetas. Si por término medio, cada estrella tuviese aunque sólo fuera un planeta, eso haría cien mil millones de planetas. Si uno entre mil de esos planetas corresponde a un tipo similar a la Tierra - con atmósfera respirable, de un tamaño similar o parecido y a una distancia de su sol como lo es la Tierra en que vivimos y hemos nacido -, entonces, cuando menos, tendríamos, sólo en nuestra galaxia, un millón de planetas que el hombre podría colonizar y en donde vivir una vida normal y donde podría fructificar su vida y multiplicarse.
Un millón de mundos por alcanzar y vivir en ellos. Pero eso sólo sería realmente el comienzo, el principio. Todo esto se refiere a nuestra propia galaxia, tan diminuta en relación con el Universo, como lo es nuestro sistema solar, respecto de nuestra galaxia.
Existen miríadas también de galaxias. Existen más galaxias de estrellas en el Universo, que estrellas en nuestra galaxia.
(El autor se refiere aquí a la célebre frase de Sir Arthur Eddington, famoso científico inglés, astrónomo y matemático, llamada la «tabla celestial de multiplicar»: Cien mil millones de estrellas una galaxia, cien mil millones de galaxias, el Universo. «N. del T».)
Por lo menos mil millones de veces, mil millones de soles.
Un millón de veces un millón de planetas, habitables para el hombre. ¿Puede cualquiera imaginarse lo que esto significa? Veinticinco planetas para cada miembro de la raza humana, sea hombre, mujer o niño.
Y puesto que ningún planeta puede ser poblado por una sola persona, digamos entonces, que corresponderían cincuenta planetas por cada pareja humana. Cincuenta planetas y si se sigue considerando una población de por término medio, de una densidad de tres mil millones de habitantes por planeta, multiplicada por cincuenta veces... Primero habría que ir allá, naturalmente, pero las cifras de multiplicación a realizar en un futuro inconmensurable tendrían el carácter de lo Infinito. La raza humana siempre ha estado bien en ese particular, ¿no es cierto? Es muy posible que podríamos encontrar algunos de esos mundos ya habitados por otras criaturas. Bien, eso tendría un gran interés. ¿De qué estarán poblados esos mundos, en todo caso?
San Francisco a las tres y cuarto de la mañana. Aquel condenado estatorreactor iba con retraso. Casi siempre lo hacen.
Adquirí un periódico de noticias resumidas en el estratopuerto de la Isla del Angel y tomé un helitaxi hacia la Unión Square, la única plaza de la ciudad en que permiten aterrizar a esta clase de aparatos. Para probar fuerzas, subí por Nob Hill hasta Mark, aquello me fatigó un tanto, aunque no demasiado. El Mark es un antiguo hotel en bastantes buenas condiciones y no muy caro puede obtenerse una habitación individual por quince dólares diarios. Cuando yo era un niño era famoso por sus vistas al puerto y los puentes de la ciudad, ahora existen enormes edificios a su alrededor que le privan de su viejo encanto. Pero obteniendo una habitación por encima del séptimo piso y sobre la esquina de California Mason, todavía puede observarse el nordeste de la ciudad con el barrio chino y contemplar desde allí la Isla del Tesoro, donde toman tierra los cohetes. Mirar hacia allí proporciona la visión, para mí fascinante, de ver salir o entrar alguno de los cohetes del espacio. Yo no había visto ninguno desde hacia meses y me encontraba deseoso de verlo. Me había apartado de ellos hacía demasiado tiempo. Por tanto, rogué que me diesen una habitación alta en el lado derecho del edificio.
El conserje me dijo que no la tenían en aquel lugar; pero a la vista de un billete de diez dólares, reconsideró la cuestión, murmuró una excusa y me la proporcionó. Me apresuré a tomarla.
La habitación estaba hecha un verdadero revoltijo, la persona que la había alquilado pocas horas antes y se había marchado, era en realidad una pareja y sin la menor duda habían bebido a placer, tras haber luchado amorosamente sobre la cama, amén de haber ensuciado todas las toallas. Pagaron sin duda bien, por haber permanecido sólo media noche.
Aquello no me importó lo más mínimo. Me llevé una silla hacia la ventana y me senté allí, gozando de la contemplación de las luces de la Isla del Tesoro y del cielo, mientras leía el periódico de noticias condensadas adquirido en Angel. Lo hojeé por encima, ya que no aprecié nada de especial interés en la publicación.
Lo dejé a un lado a poco y me dediqué a esperar la llegada de algún cohete, mientras pensé en muchas cosas. Pensé en mi sobrino, en Billy. A los seis años, aún estaba en el estado del Sueño, todavía quería ser un hombre del espacio. Anhelaba llegar a las estrellas. Pensé si debería ayudarle a continuar por aquel camino o dejarle que continuase su vida a la forma de su padre, terminando por abandonar tales pensamientos.
Mientras se mantuviera en el gran Sueño y si persistía en él, podría contarse como otro loco de las estrellas. Otro chiflado. Pero cada uno de nosotros contaba en el resultado final del futuro. Una vez que hubiera suficiente número como nosotros...
La niebla comenzó a levantarse y a invadir el puerto, al igual que el cielo a ponerse gris con la próxima aurora. Comprendí que ya no tendría tiempo para ver llegar a un cohete espacial y decidí dormirme. Pero dormirme allí mismo, en el sillón, ya que en cierto modo me repelía meterme en aquella cama revuelta. A pesar de todo, dormí profundamente.
La camarera me despertó llamando a la puerta. El sol ya lucía en la ventana y mi reloj de pulsera me indicó que ya eran las once de la mañana y que debí haber dormido unas siete horas. Me sentí rígido e incómodo cuando me levanté de mi asiento.
Me dirigí a la puerta de la habitación y le dije a la camarera que saldría por un rato, agradeciéndole que me arreglase el cuarto. Rígido, sucio y sin afeitar, bajé las escaleras en busca del desayuno. El lavarse y el afeitado podrían esperar hasta que el cuarto de baño estuviese limpio y dispusiera de toallas nuevas. Pensé si la camarera tuvo la idea de que yo era quien había dejado la habitación en tales condiciones; pero descarté tal idea, importándome un bledo lo que ella pudiera pensar al respecto.
Cuando volví a la habitación, la encontré limpia y todo en orden. Me tomé una buena ducha y me afeité. La rigidez del cuerpo había desaparecido y comprobé que me encontraba bastante bien.
Telefoneé a la Isla del Tesoro y pregunté por el jefe de mecánicos Rory Bursteder. Surgió su voz al otro extremo del cable y oí que me decía:
- Aquí Bursteder. Dígame.
- Rory, soy Max.
- Max ¿qué?
- Max, a secas. ¿No me conoces?
Rory soltó un rugido de león.
- ¡Max Andrews! ¡Viejo zorro, granuja! ¿Dónde has pasado este último año?
- Pues de un lado a otro. La mayor parte del tiempo en Nueva Orleans.
- ¿Desde dónde me llamas?
Se lo dije.
- ¡Por todos los diablos, ven aquí inmediatamente! Puedes comenzar a trabajar en seguida.
- No quiero comenzar el trabajo en una semana todavía, Rory. Primero quiero ver algo interesante que hay por aquí.
- Oh... ¿Las elecciones, tal vez?
- Pues sí, ayer oí algo de eso, en Seattle. ¿Qué tal va la cosa?
- Ven por aquí y te lo diré. Oh... espera un momento, ¿tienes algún plan para esta tarde?
- Ninguno.
- Entonces vendrás a casa a comer conmigo y con la vieja. Todavía seguimos en Berkeley, así que te queda a medio camino para ti. Yo salgo a las seis, ven a reunirte conmigo a la puerta y haremos juntos el resto del trayecto.
- Me parece estupendo. Pero, oye una cosa, ¿cuántas salidas y aterrizajes hay esta tarde?
- Una solamente. El cohete de París despega a las cinco cincuenta. Está bien, diré que te dejen pasar a las cinco.
Bess, la esposa de Rory, era una cocinera estupenda. No es que no me hubieran gustado las comidas de mi cuñada; pero Merlene se encuentra un tanto en la parte de la fantasía culinaria, y se preocupa demasiado acerca de qué aspecto tiene determinado plato y qué sabor tiene. La cocina de Bess Bursteder es algo a la antigua usanza alemana y se las arregla para preparar comidas magníficas y tienen un sabor tan rico que sin duda debería provenir de las jóvenes vírgenes circasianas.
Regamos la cena con cerveza negra y después nos sentamos a descansar, relajándonos. Creo que no hubiera podido ponerme en pie, aunque lo hubiese intentado.
- Y bien - le dije a Rory - cuéntame ahora qué hay sobre las elecciones.
- Bien... creo que existe una franca posibilidad.
- No me refiero a eso, aunque quisiera saberlo también. Escucha, todo lo que oí fueron algunas frases en las noticias radiadas ayer. Y lo poco que sé, es que cierta dama llamada Gallagher se presenta a Senador por California, y que si lo consigue, planea el promulgar un decreto para conseguir la necesaria provisión de fondos que permita enviar una expedición alrededor del planeta Júpiter.
- Así es.
- Pero eso es muy poco Rory. No conozco los detalles. ¿Cómo se lleva a cabo esa elección? Creo que el gobernador de un Estado, podría nombrar a alguien que supliese el plazo sin terminar de un Senador que hubiese fallecido antes de expirar la duración de su nombramiento.
- Querido amigo - dijo Rory -, estás diez años atrasado en este aspecto. Los Estatutos Revisados de 1987, determinan que si la plaza de un Senador queda vacante por fallecimiento, quedando todavía la mitad de su plazo de nombramiento por cumplir, se lleva a cabo una elección que se presenta en la nueva y próxima sesión del Congreso.
- Ah, bien, eso contesta mi pregunta. Y bien, ¿quién diablos es esa señora Gallagher?
- EIlen Gallagher, de cuarenta y cinco años, es la viuda de Ralph Gallagher, que murió siendo Alcalde de Los Angeles hace seis o siete años. Ella irrumpió en el campo de la política tras la muerte de su esposo. Ha sido un elemento activo y ya lo era antes, aunque entonces sólo lo hacía en beneficio de los intereses de su marido. Ya ha participado en dos ocasiones en la Asamblea de California y desde entonces lucha por un puesto de Senador. La próxima pregunta.
- ¿Cuál es su postura en todo esto? ¿Es también una enamorada del espacio?
- No. Pero es amiga de Bradley de Caltech. ¿Le conoces?
- He leído algo acerca de él. Algo pesado, aunque bueno.
- Es uno de los nuestros, sin limitaciones. Continúa apegado a la idea de los relativistas, manteniendo la imposibilidad de que se pueda alcanzar una velocidad superior a la de la luz. Pero de todas formas, apoya a la señora Gallagher en la carrera hacia Júpiter. Aunque creo que todo esto debería mantenerse callado hasta que ella obtuviese su puesto de Senador. California es muy conservadora y podría costarle su elección.
- Tendremos que procurar la forma de que no sea así. ¿Quién es su oponente?
- Un tipo llamado Layton. Dwight Layton, de Sacramento. Fue alcalde de la ciudad y dispone de grandes medios. Conservador, desde luego.
Yo me encogí de hombros.
- ¿Y eso es todo?
- Está adquiriendo grandes espacios en la televisión y es un buen conferenciante; habla bastante bien. Afirma que el género humano está perdiendo inútilmente sus más valiosos recursos, tales como el uranio, gastándolo en prodigiosas cantidades para mantener pequeñas colonias sin valor, en mundos tan muertos como la Luna y el planeta Marte. La Tierra se está empobreciendo en un inútil esfuerzo para hacer que se convierta en realidad un sueño largamente acariciado. Sólo Marte, ha costado ya cien mil millones de dólares. ¿Y qué resultado de valor nos ha proporcionado? Arena y líquenes, sin aire que permita la vida humana y un frío espantoso. Y a pesar de eso, se siguen gastando millones cada año para ayudar a unas docenas de personas que están lo bastante locas como para...
- ¡Cállate! Ya es suficiente, Rory.
- Vamos, calma, muchachos - intervino entonces Bess -. Voy a quitar la mesa.
Le ayudamos. Después, tomando café en el cuarto de estar, reanudamos la conversación.
- Bien, creo que me he hecho cargo de la situación - dije a Rory -. ¿Qué podría hacer para ayudar en todo esto?
Mi amigo dejó escapar un suspiro.
- Bien, para empezar, tienes que votar. Has llegado aquí con el tiempo justo para registrarte como votante; mañana es el último día. Tendrás que volver a Berkeley para hacerlo y afirmar que llevas un año de residente en el Estado, para que se te autorice a emitir el voto. Darás esta dirección; nosotros diremos que has estado viviendo en casa todo ese tiempo.
- Magnífico.
- Pero me parece una tontería que tengas que cruzar la bahía esta noche y después volver para registrarte. Quédate esta noche con nosotros y te registras por la mañana antes de volver.
- Gracias, Bess, eres un encanto.
- Tenía que haber caído en la cuenta por mi mismo - dijo Rory -. Bien, creo que tienes bastantes amigos en San Francisco para que puedan registrarse en diversos distritos. Creo que podrías conseguir varios votos para el próximo martes.
- Puedo hacerlo. Cuando menos cinco o seis.
- Y asegúrate de que tus amigos se registran convenientemente. No tenemos que preocuparnos en qué forma lo hagan, pues no serían amigos tuyos. Todos y cada uno de los votos cuentan, Max.
- Seguro que sí, cada voto ayudará a nuestra empresa. Yo creo que podré conseguir más, ya me las arreglaré. ¡Maldita sea!, ¿es que no puede hacerse otra cosa más?
- Pues no sé cómo, Max. Tú no eres un conferenciante. Si te pusieras delante de la televisión, parecerías un fanático - que es lo que realmente eres - y probablemente volverías loca a mucha gente en vez de convencerla.
Tuve que aceptar el hecho como cierto. Suspiré resignado por la observación de mi buen amigo.
- Temo que tengas razón en eso. Sin embargo, tiene que haber algo más. Podría intentar ver a la señora Gallagher... y hablar con ella de algún modo.
- No creas que está en la ciudad. Pero sí que podrías conseguir una entrevista con su apoderado, Richard Shearer. Tienen una suite en San Francisco para su campaña electoral. Ayer hablé con él por teléfono.
- ¿Y qué?
- Me dijo que iba a enviar a un elemento a la Isla del Tesoro para hablar a los muchachos durante la hora del almuerzo. Le dije que no hacía ninguna falta; toda la Isla del Tesoro cuenta con un voto unánime para ella.
- De acuerdo - le dije -. Lo primero que haré será verle el miércoles y emplearé mañana en registrarme adecuadamente, y asegurarme de que mis amigos también lo hacen para votar.
Puse mi reloj despertador para las tres y media del miércoles. No es que fuese a ver a Richard Shearer tan temprano, sino porque el cohete de Moscú llegaría a las tres cuarenta, el primer estratocohete que vería desde mi estancia con mis amigos en California. Los vuelos nocturnos de los estratocohetes son muy raros, ya que es inútil correr ningún riesgo cuando en unas pocas horas pueden recorrer la mitad de la Tierra. Pero un aterrizaje nocturno es algo bello de contemplar.
Desde la ventana, con mi habitación a oscuras, lo esperé. Todos han visto en la época que vivimos un estratocohete cuando pone en ignición sus motores y ha contemplado el fabuloso chorro de fuego de su cola. Son los más hermosos fuegos de artificio que se hayan visto jamás, los fuegos de artificio que nos han llevado a la Luna y a Marte y que nos llevarán a otros planetas más lejanos.
Bill, mi hermano, me había dicho que los cohetes estaban quedando de lado. En efecto, así estaba ocurriendo en cierta medida. Habíamos dado los primeros pasos y después se perdieron los arrestos para continuar. Temporalmente - tenía que ser sólo temporalmente - perdimos nuestro buen camino, o al menos, la mayor parte de nosotros.
No todos, gracias a Dios. Millones de nosotros, millones además de mí, deseábamos llegar a las estrellas. Pero ahora existen muchos más millones de personas que han vuelto la espalda a tal idea, o quienes apenas si dedican un vago recuerdo a esa maravillosa empresa, pensando que es imposible obtenerlo en toda la duración de nuestras vidas y que no vale la pena emplear tanto dinero en semejante empresa.
Lo peor de todo son los reaccionarios, los conservadores, los cortos de vista, miopes a todo lo que no sea vivir pensando en un inmediato beneficio para sus intereses. Los que piensan que cuanto se haga es tiempo y dinero perdido, porque no van a tener tiempo de tocar con sus manos el beneficio inmediato, financieramente hablando.
Por supuesto que no lo tendrían; pero siempre serían pasos, los primeros pasos y sabemos muy bien por nuestros astrónomos que lo conseguiríamos un día. Cuando se está subiendo una escalera - una escalera casi infinita - dirigida hacia una habitación - una habitación también infinita -, llena, repleta con todos los tesoros del Universo, ¿se debería uno detener subiendo porque no se tuviese a la mano inmediatamente un puñado de las riquezas de esos inmensos tesoros en los primeros dos o tres peldaños?
Los conservadores, millones de ellos, nos llamaban chiflados, los locos de las estrellas. Se preocupan por los impuestos, únicamente por su dinero. Se crean deudas, dicen, ¿y qué provecho va a obtenerse con esa loca aventura? Los planetas no valen la pena y las estrellas... ¡Ah! si es que se puede llegar hasta ellas, nos llevaría miles de años...
Pero yo creo, que aunque cueste miles de años conseguirlo, lo que sería imposible, si no se intenta con todo el corazón, la voluntad y con cuantas energías se tengan, es algo factible y hay que intentarlo a toda costa. Sin contar con que súbitamente podemos tener a la mano el medio que soñamos, de la forma más repentina e inesperada. Esto puede llegarnos tan inesperadamente como el haber alcanzado el planeta Marte en 1965, cuatro años antes de lo calculado para alcanzar la Luna. De repente, obtuvimos la propulsión atómica y los combustibles químicos con los que se había estado trabajando, quedaron instantáneamente convertidos en piezas de museo y hechos unas antiguallas. Estábamos en la situación de un hombre que intentaba cruzar el océano en un bote de madera, cuando sólo a pocas millas de la orilla del mar surge un avión volando a velocidades supersónicas, de repente. Tal vez hallemos la solución para ir a las estrellas, y entonces nuestra propulsión atómica quedaría tan anticuada como el bote de madera para cruzar el Atlántico.
Podemos hallar algo nuevo que coloquen a las estrellas tan relativamente próximas como los planetas para la propulsión atómica, si sólo lo intentamos, todos a una, poniendo la inteligencia y el corazón en ello. Al igual que intentamos llegar a la Luna, con cohetes de combustible químico y encontramos la propulsión atómica.
A las nueve en punto me dirigí a la suite 1315 del Hotel San Francisco. En la puerta rezaba un rótulo que decía: Cuartel General de la Campaña Gallagher para Senador. Una joven rubia, en la recepción, se entretenía esparciendo papeles alrededor de diversas mesas de trabajo. Alzó la vista cuando entré y como seguramente solía sonreír a todo el mundo, también me sonrió a mí.
Pensé que lo mejor era, según me había sugerido Rory, comprobar si la candidata estaba en la ciudad.
- Por favor, señorita, ¿está Ellen Gallagher?
- La señora Gallagher no puede encontrarse aquí porque en estos momentos está dando una serie de conferencias en la parte norte del Estado. Lo lamento.
- ¿Por qué tendría usted que lamentarlo? ¿Y el señor Richard Shearer, puede verse?
- Llegará dentro de un momento. ¿Tiene la bondad de sentarse...? Oh, aquí está. Este caballero quiere verle Mr. Shearer - dijo al interesado.
El hombre que acababa de entrar me dio la impresión de una persona con una enorme cabeza rojiza y una cara de luna llena. Me presenté a mí mismo y tras habernos estrechado las manos, me dijo:
- ¿En qué puedo servirle, Mr. Andrews? - La voz de Shearer sonaba a bajo de ópera, hablando con lentitud.
- Que me diga de qué forma puedo ayudar a Ellen Gallagher a que sea elegida.
- Venga a mi oficina - se adelantó para mostrarme el camino, me señaló un sillón junto a una mesa, un mueble de plásticos automáticos.
- ¿Es tal vez usted amigo de la señora Gallagher, Mr. Andrews?
- Desde luego - afirmé -. Nunca la he visto; pero si va a apoyar el envío de un cohete a Júpiter, soy desde luego su más incondicional amigo.
- Vamos, un loco de las estrellas. - Shearer hizo un gesto vago -. Bien, pensamos utilizar todo el apoyo de los entusiastas locos de las estrellas para nuestra campaña, y más ahora que nuestra candidata se muestra decidida en el sentido de esa exploración del planeta Júpiter.
- ¿Qué encuentra usted de reprobable en la cuestión?
- Por mi parte apruebo lo del cohete espacial. Creo que es llegada la hora de que demos otro paso hacia adelante en la conquista del espacio. Pero me temo que sus declaraciones a la Prensa respecto al asunto, precisamente antes de las elecciones, es un error político que va a costarle más votos de los que va a ganar.
- ¿Los bastantes como para perder su elección?
- Eso es algo que no puedo saber, Mr. Andrews. Pero de lo que estoy cierto es de la adhesión en bloque de todos los locos de las estrellas, como usted, ahora que estamos metidos de llenos en el asunto.
- No se preocupe por la votación de los locos de las estrellas - le dije -. Los tendrán todos, y muchas veces el mismo en ciertos casos.
Mi interlocutor sonrió levemente.
- Creo que debería preguntarle el significado de sus palabras. Bien olvídelo, o mejor dicho, es como si nada hubiese oído.
- Esta bien, no dije nada. Pero usted acaba de decir que ignora si va a lograr el triunfo en las elecciones. ¿Qué piensa, realmente?
Quedó tan silencioso durante tanto tiempo, que tuve que contestar por él.
- Entonces es que va a perder, tal como están las cosas.
- Me temo que así parece. A menos que ocurra algo inesperado...
- ¿Algo así como algún accidente repentino e inesperado a Dwight Layton?
Shearer había permanecido apoyado de codos sobre la mesa, mirándome fijamente; pero ante mis últimas palabras, adoptó una rígida postura como si le hubiesen clavado un alfiler en alguna parte.
- No irá usted a sugerir... - y se quedó mirándome fijamente -. ¡Por los clavos de Cristo, creo que usted sería capaz de hacer algo de eso y arreglarlo así!
- Considérelo como una cuestión hipotética; pero responda: ¿Podría eso arreglar las posibilidades de Mrs. Gallagher?
Se levantó y comenzó a pasear a largas zancadas por la estancia lentamente y sumido en profunda meditación. Lo hizo cinco veces hasta que finalmente, se detuvo, mirándome directamente a la cara.
- No, sería la peor cosa que pudiera ocurrirle a ella, aún en el caso de que Layton sufriese un verdadero accidente, totalmente fortuito. Porque Layton es un bribón consumado, aunque nadie sea capaz de probar nada en tal sentido. Pero existe mucha gente, incluso de su mismo partido, que lo sospecha y va a costarle muchos votos. No tantos, desgraciadamente, me temo, como a Ellen por su desafortunada declaración a los periodistas; pero eso le ayudaría. Con cualquier otro candidato en la oposición, incluso alguien que se presentase en el último momento, de quien el público no hubiera oído hablar jamás, ella tendría incluso menos oportunidades. Además, Layton, si tiene un desgraciado accidente de tal naturaleza que pudiera despertar la más ligera sospecha de que ha sido arreglado por un fanático loco de las estrellas... Dios mío, amigo, ¿es que no ve usted el daño que se haría a su propia causa por todo el país, además del que se le causaría a Ellen?
- Sí, creo que tiene usted razón - repuse -. Olvídelo, se lo ruego, ¿Y en qué aspecto ese Layton es un granuja, un bribón? ¿Qué es lo que ha hecho?
- Como alcalde de la ciudad de Sacramento, se hizo rico de la noche a la mañana. El rumor corre de que metió las manos hasta el hombro en grandes contratos de construcciones públicas. Pero está condenadamente bien protegido. Los chicos de los impuestos fiscales intervinieron a fondo en sus libros el pasado año y sólo tuvieron que limitarse al final, a extender un certificado de legalidad en sus negocios y en su fortuna.
- Es preciso que tenga un gran técnico en su Teneduría de Libros.
- El mismo Layton es un gran contable. Era una figura destacada en esta línea de trabajo, antes de irrumpir en el campo de la política. Es muy listo y no hay la menor cosa contra él, por ningún lado. Si nosotros intentásemos darlo a entender, utilizaría tal arma contra nosotros en el acto.
- ¿Y qué tal le parece la idea de que sea yo quien lo dé a entender? Yo podría alquilar un espacio en la televisión con mi propio dinero sin la menor conexión con la campaña electoral de la señora Gallagher. ¿Qué le parece si le ataco públicamente, sin importarme que pudiera denunciarme judicialmente por tal causa?
Shearer denegó firmemente con la cabeza.
- Ello haría que la reacción fuese igual contra Ellen. Usted no puede atacar a ningún candidato en una elección, sin que automáticamente se asocie a sí mismo con el oponente. No, me temo que no haya nada que pueda usted hacer en todo esto, mister Andrews; y que nos causase más daño que beneficio. Nada en gran escala. Por supuesto, agradeceríamos muchísimo su voto y cuantos pueda aportar de sus amigos.
Y me tendió la mano, mostrándome que nuestra entrevista había terminado.
Permanecí deambulando un rato y pensando en todo aquello. Deseaba pensar y pensar mucho, antes de decidirme por algo tan débil como votar varías veces por mí mismo y ver la forma de aportar otra docena de votos. Incluso un centenar no habría ayudado gran cosa, en la forma en que Shearer llevaba la campaña de Mrs. Gallagher y tal y como me lo había manifestado abiertamente.
Me hallé a mí mismo pasando la Unión Square. Allí existía una plataforma en el centro y sobre ella, un tipo hablando con su voz amplificada por un buen sistema de altavoces que hacía posible escucharlo desde cualquier lugar de la gran plaza.
«Júpiter, decía, como si esgrimiera la espada de la Justicia. ¡Esta mujer propone que gastemos nuestro dinero - que al menos supondría mil millones de dólares, para enviar un cohete a las proximidades de ese planeta! ¡Mil millones de dólares que tendríamos que pagar, dinero a sacar de nuestros bolsillos, pan de nuestras bocas. ¡Un millar de millones de dólares! ¿Y qué vamos a adquirir con eso? ¿Otro planeta sin valor alguno? Ni siquiera eso. Sólo un ligero vistazo a otro planeta sin valor alguno para la raza humana. El cohete, ni siquiera podría aterrizar. No puede hacerlo.»
Alrededor de la plataforma existía una pequeña muchedumbre, mientras a que a todo lo largo y ancho de la gran plaza, la gente pasaba escuchando, incluso yendo dedicada a sus propios negocios.
Pensé en haberme subido en aquella plataforma y haber abofeteado a aquel imbécil. Se me crisparon las manos, dispuestas a entrar en acción. Pero aquello, en fin de cuentas, no resolvería nada y me habría enviado a la cárcel, donde por lo demás, tampoco podría votar.
Y desistí de hacerlo. Por una vez me mostré sensato. El individuo continuó:
«El planeta Júpiter. A cuatrocientos millones de millas de distancia, a más de ocho veces más lejos que Marte, un planeta en donde el hombre ni siquiera puede aterrizar. Tiene una atmósfera venenosa de metano y amoníaco, tan espesa, que en el fondo se halla en estado líquido bajo una presión tan gigantesca que el más poderoso de los cohetes construidos por el hombre quedaría aplastado como un cascarón de huevo. Una atmósfera, además de miles de millas de profundidad en constante turbulencia. ¿Y bajo semejante atmósfera? Un lecho de centenares de millas de espesor, bajo presiones terroríficas. Nuestros telescopios nos dicen todo eso respecto a Júpiter, y que sin duda alguna, no está hecho de ningún modo para el hombre. Todos sabemos que este gigantesco planeta tiene una atracción gravitacional tan espantosa que ninguna espacionave puede aproximarse, sin ser aplastada o destruida. Ya sabemos con certeza, que sus lunas están desiertas, muertas y que son más frías e inhóspitas que la nuestra propia. Y con todo, la señora Gallagher desea desperdiciar mil millones de dólares de nuestro dinero en...»
Con los puños apretados dentro de los bolsillos, hice lo posible por aguantar todo aquello y seguir escuchando, sin volverme loco y romperle la crisma a aquel cretino. Había decidido que proporcionaría a Ellen Gallagher su única oportunidad de ganar la elección de Senador.
Fue hacia el mediodía cuando llegué a Sacramento. El estratopuerto estaba colmado de un enorme gentío, creo que a causa de cierta convención que iba a celebrarse, y tuve verdaderas dificultades en encontrar taxi helicóptero para llegar a la ciudad. A la una y media me encontraba frente al edificio en donde Dwight Layton tenía instalada su oficina electoral, en la calle K.
Un minuto después, me encontraba en la antesala de la oficina.
El recepcionista era un tipo duro, aunque no demasiado como para asustarme. Con rapidez le expuse que mi caso era de mucha urgencia y estrictamente personal y que concernía de forma muy importante a la campaña de Mr. Layton y a sus oportunidades de victoria y que no podía entrevistarme con ningún secretario ni ayudante, debería ser con el propio Mr. Layton
Estaba muy ocupado Tuve que esperar veintisiete minutos, pero conseguí entrar finalmente. Le di un nombre falso y comencé a hablar excitadamente; le dejé escucharme durante un minuto.
Pude haberme mantenido más tiempo en tal postura; pero un minuto fue suficiente para aprenderme de memoria las entradas y salidas de su oficina, la clase de cerraduras allí utilizadas y del tamaño de su caja de seguridad. Era grande; pero un modelo de antiguo diseño ya pasado de moda; algo que un buen mecánico podría abrir en diez minutos utilizando las herramientas adecuadas.
Compre las cosas que me hacían falta y una cartera no muy grande en qué llevarlas encerradas Maté el tiempo hasta las nueve en punto y después, me dirigí hacia la oficina de Layton.
No tropecé con alarmas especiales contra ladrones; aquélla era una posibilidad que debí tomar en consideración. No me dirigí a la caja, sino que comencé por los cajones de su despacho en primer término. Dentro de un cajón, y convenientemente encerrado, había un libro mayor, como único objeto, con las pastas en rojo. Las anotaciones de aquel libro estaban hechas por la propia mano de Layton, cosa de la que me aseguré por los demás papeles escritos de la mesa del despacho, y que comparé cuidadosamente para estar bien seguro. Nombres, fechas y cantidades, incluso anotaciones de ventas realizadas a la ciudad de Sacramento y los porcentajes que representaban suficientes pruebas para enviarle por una docena de veces a la cárcel.
La mente de un contable es extraña y sistemática. En la caja fuerte debería, sin duda existir bastante dinero; pero no quise manchar mi conciencia con haberlo tomado. Tenía lo que necesitaba que era mucho más importante que el dinero. No quería estropear mi buena suerte.
Envié por correo el libro convenientemente envuelto a Richard Shearer a San Francisco Hotel.
Y yo volví a la ciudad y me acosté tranquilamente.
Poco antes del mediodía telefoneé a Shearer
- ¿Ha recibido usted un paquete? - le pregunté.
- Sí. ¿De qué se trata? ¿Quién llama?
- El hombre que lo envió. Dejémonos de dar nombres, sobre todo por teléfono. ¿Ha hecho usted ya algo con ese paquete?
- Todavía estoy decidiendo la mejor forma de utilizarlo, Estoy sudando, ésta es la verdad, amigo.
- Deje de sudar - le dije -. Llévelo a la policía del Estado, eso es todo. Pero que enfrente del edificio de la policía, se encuentren unos cuantos chicos de la prensa y unos cuantos fotógrafos que tomen copias de las páginas más jugosas.
- Pero, ¿como puedo explicar la forma de haberlo conseguido?
- ¿De dónde lo recibió? Ha sido enviado a usted por correo envuelto desde la ciudad de Sacramento. Puede usted mostrar a la Policía la envoltura y los sellos de Correo. No tiene ninguna huella digital y la dirección está hecha con letras de block. Su gran argumento debe ser que alguien, que aborrece a Layton profundamente, dentro de su misma organización, lo ha enviado para que se aclaren muchas cosas que interesen a la opinión pública. Y eso es lo que sin duda alguna, debe creer el propio Layton. No se hallará ninguna evidencia de robo.
- Escúcheme, ¿qué es lo que quiere por este servicio? ¿Qué podemos hacer por usted?
- Usted hace dos cosas por mí. La primera, invitarme a un trago, y mientras lo tomamos, le diré la segunda. Estaré en el Bar de la Osa Mayor dentro de quince minutos. Le conoceré a usted si usted no me reconoce a mí.
- Creo que le conoceré ¿No dio usted a entender ayer en mi oficina que iba a votar varias veces?
- Calma amigo - le dije -. ¿Ignora usted que votar más de una vez es contrario a la Ley?
Yo tenía idea del Bar de la Osa Mayor por el nombre; pasé muchas veces ante él, sin haber entrado. Me resultó un lugar encantador y tranquilo. Me senté en uno de los apartados laterales y a los pocos minutos, Shearer entró.
Tenía el aspecto de un hombre excitado y preocupado a la vez.
- Imagino que su sugerencia de la policía del Estado con periodistas a la caza de noticias es lo mejor que puede hacerse - me dijo -. Lo he pensado también. Pero esto tendrá que esperar hasta mañana sábado, a última hora del día; para que las noticias exploten como una bomba el domingo por la mañana en toda la prensa y se procure la mejor cobertura posible de propaganda. Será algo fenomenal.
- ¿Cómo explicará usted el retraso? Los matasellos demuestran que lo recibió usted hoy.
- Vamos, calma, amigo. Todavía no sé si es de Mac Coy o no. ¿Cómo estar seguro de que la escritura de Layton es verdadera o si es que alguien ha tratado de gastarme una broma de tomo y lomo?
Yo fruncí el entrecejo.
- No irá usted a creer que yo intenté jugarle a usted ninguna mala pasada, ¿verdad?
- Diablo, no, de ningún modo. Pero es cosa de pensarlo bien, sin que me vea rodeado de sospechas. De todas formas, me llevará tiempo hasta mañana por la tarde para estar seguro del concurso de algunos fotógrafos que tomen parte en el proceso. Bien, y ahora, ¿cuál es la otra cosa que deseaba de mí?
- Eso puede esperar hasta que Ellen Gallagher haya sido elegida. Estará demasiado ocupada hasta entonces. Pero deseo que le diga quién ha sido realmente la persona que hizo llegar a sus manos ese libro mayor y que deje una cita para mí. ¿Cree que hablará conmigo?
- ¿Hablar con usted? Pero, hombre, lo que debería sería hacer el amor con usted. Está bien, ¿y qué otra cosa más?
- Nada que pueda usted prometerme. Tendré que pedir un favor a la Gallagher. Por eso quiero tantear el terreno.
Shearer, tomó un trago de su bebida y me miró fijamente.
- Usted no podrá pilotar ese cohete, incluso aunque Ellen le prefiriese especialmente. Sabe usted muy bien cual es la edad límite para los pilotos, y...
Yo levanté una mano para detenerle en su perorata.
- ¿Cree que estoy loco? Sé mejor que usted cuál es la edad tope para los hombres del espacio. Treinta años. Y yo tengo cincuenta y siete. No, no podré pilotarlo. Pero sí que podré ayudar mucho a su puesta a punto, y eso realmente es todo lo que deseo.
Shearer aprobó con un gesto.
- Conozco a Ellen lo bastante bien para decir que le proporcionará el mejor empleo en el proyecto, para el cual está usted altamente calificado. Eso se llevará a cabo, desde luego. Personalmente no me atrevería a apostar a una posibilidad contra diez.
- ¿Y qué posibilidades calcula usted para Ellen Gallagher de ser elegida, a partir del momento en que descubra usted el escándalo de ese libro mayor de Layton?
- Creo que todas. Pero conseguir un decreto del Congreso es algo distinto. No es posible dar la mano a torcer de todos los miembros del Congreso ni asaltar sus oficinas una por una, de cuantos vayan o piensen votar en contra...
Yo le hice un guiño. Y le dije:
- Puedo intentarlo.
La elección fue una verdadera explosión totalmente inesperada. La famosa historia del escándalo financiero de Layton se extendió como un reguero de pólvora y tanto la televisión como la prensa se encargaron de difundirlo hasta el último rincón del Estado. El partido de Layton hizo un último y desesperado esfuerzo; el propio Layton se presentó ante las cámaras de televisión afirmando su inocencia, aunque presentando su retirada de las elecciones hasta poder justificar dignamente los cargos que se hacían contra él, en favor de alguien que le reemplazaría y cuyo nombre nadie se molestó en tomar en consideración. El candidato sustituto de última hora obtuvo los votos de seis distritos de Sacramento y Ellen Gallagher todos los demás.
A las ocho en punto de aquella tarde, Bess, Rory y yo, aguardábamos en la televisión el anuncio del reconocimiento de la derrota de los oponentes de Mrs. Gallagher. Dejamos el aparato funcionar, porque todos deseábamos ver y oír la presencia de Ellen Gallagher y lo que tuviera que decir. Se había anunciado que estaba saliendo de Los Angeles y que volaba a San Francisco por estratorreactor y que sería entrevistada por los chicos de la prensa y la televisión a su llegada a la Isla del Angel a las ocho treinta.
Bess sacó una botella de champaña del refrigerador y esperamos para descorcharla el momento en que se confirmase su amplia victoria en las elecciones.
Llenamos nuestras copas y brindamos por aquella victoria.
Bebimos y charlamos animadamente. A las ocho y treinta y cinco apareció en la televisión un locutor en el aeropuerto, por lo que di volumen al aparato para oír lo que decía.
- «...una espesa niebla - estaba diciendo en aquel momento -. La visibilidad es casi cero en el aeropuerto y así esperaremos hasta que la Senador Gallagher se encuentre aquí para entrevistarla. No les será posible, señoras y señores, presenciar el aterrizaje del aparato; porque está volando mediante instrumentos. Pero ya se aproxima, puedo oírlo en este momento. Llega a la hora exacta...»
- Dios Santo, Rory - dije a mi amigo -, esos condenados reactores son una porquería volando por medio de instrumentos. Qué tal que...
Y pudimos oír la catástrofe.
Salté de mi asiento para salir corriendo de la estancia; pero Rory me detuvo.
- Calma - me dijo -. Desde aquí tendremos noticias con mucha mayor rapidez.
Y en efecto, fueron llegando, poco a poco. El avión se había estrellado; la mayor parte de los pasajeros habían resultado muertos y ninguno había escapado ileso, todos, en más o menos, de los supervivientes, se encontraba herido de cuidado. El copiloto había sobrevivido y aún se hallaba consciente cuando fue extraído de entre los restos del estatorreactor. Había manifestado que tanto el radar como la radio habían quedado fuera de control simultáneamente cuando sólo se encontraban a cuestión de yardas del terreno del aeropuerto; demasiado tarde para levantar nuevamente el avión e intentar el aterrizaje.
Poco a poco siguieron otras noticias. Richard Shearer, el director de la campaña electoral de Ellen Gallagher, había resultado muerto. El Dr. Emmett Bradly of Caltech, muerto también.
- ¡Maldito estratorreactor! - comentó sombríamente Rory.
La Gallagher se hallaba con vida. Inconsciente y gravemente herida pero viva. Se la habían llevado con urgencia al hospital de la Isla del Angel y posteriores informes demostraban que su condición era regularmente satisfactoria, dadas las graves circunstancias del trágico accidente. Se darían noticias suyas, tan pronto como fuese posible. Ahora sólo quedaba esperar.
En la niebla, el ulular de las sirenas. Maldita ciudad de San Francisco, maldita la niebla, malditos estatorreactores y maldito todo...
Nos sentamos y continuamos esperando. El champaña se puso caliente e inútil. En su lugar tomamos una cerveza fresca para calmar nuestros nervios. Yo ni siquiera toque la mía.
No fue sino hasta después de las once, que se volvió a tener noticias de la señora Gallagher. Estaba viva y se tenían esperanzas en su supervivencia; aunque estaba gravemente herida. Había sido preciso hacerle dos operaciones de urgencia. Permanecería hospitalizada por meses, seguramente. Pero la esperanza de su recuperación, aparecía casi totalmente cierta.
Se me ocurrió pensar si Richard Shearer le habría contado la realidad de cómo llegó a sus manos el famoso libro de las pastas rojas de la contabilidad privada de su enemigo político. Tendría que haberlo hecho. Ella habría tenido que preguntárselo y no existiendo razones para silenciarlo, excepto el hecho de que sólo se lo hubiera dicho cuando no estuviesen delante de otras personas, podría confiar en que así ocurrió.
Sí, aquello pudo haber ocurrido fácilmente. Pudo haber tenido una reunión con algunas otras personas, incluido Bradly. Shearer había volado junto a ella para compartir su triunfo. Tal vez no hubiese tenido ocasión de haberse encontrado a solas con Shearer.
Finalmente me bebí el vaso de cerveza que Rory se obstinó en ofrecerme. Estaba ya tan caliente como el champaña lo había estado antes.
A la mañana siguiente, comencé a trabajar en la Isla del Tesoro a las órdenes de Rory.
Segunda Parte: Año 1998
Trabajaba en los cohetes. Trabajaba en los cohetes que según había dicho mi hermano Bill estaban quedando de lado; aunque no tanto como él suponía. Sólo salían a unos cuantos cientos de millas de distancia para volver de nuevo a la Tierra. Eran los cohetes para New York, París, Moscú, Tokio, Brisbane y Johannesburg y Rio de Janeiro. Aquellos cohetes de San Francisco no iban a la Luna ni a Marte. Aquellos cohetes, los verdaderos cohetes espaciales tenían su base en Méjico y en Arizona. El Gobierno los regulaba; pero seguía manteniendo las ideas más absurdas acerca de los mecánicos y técnicos de cohetes. El Gobierno tenía la idea de que los mecánicos en cohetes no podían tener más de cincuenta años, además de sostener que deberían conservar su anatomía completa especialmente sostenerse sobre dos piernas de carne y hueso. Pero yo había trabajado en los cohetes interplanetarios a despecho de tales disposiciones, en los tiempos en que los amigos no tenían en cuenta para nada que me faltaba una pierna. Pero no era posible al sobrepasar la marca de los cincuenta años, cosa que ya hacía siete años que había pasado para mí; aquella medida fue fuertemente ratificada, según las bases actuales del Gobierno. Unas cuantas veces pasados los cincuenta, yo había trabajado en cortos períodos en los cohetes si no simplemente estando cerca de ellos, viéndolos, tocándolos ocasionalmente y contemplando sus despegues y aterrizajes. Pero nunca largos períodos porque no había futuro para ellos, no había un sendero hacia las estrellas, trabajando como un vulgar comerciante se dedica a su negocio de plumas o de cualquier otra cosa. Ahora de todas formas, es mucho mejor; trabajar con ellos, aunque solo sea en los de aplicación terrestre que salen de la Tierra para volver pronto a ella.
Y así, estaba en San Francisco, donde además, la Senador Gallagher se encontraba. Todavía en el hospital, aunque ahora recuperándose poco a poco de la catástrofe aérea sufrida. Vivía y mejoraba, aquella maravillosa mujer a quien nunca había tenido ocasión de ver y hablar en persona. Viviría y se hallaría totalmente bien en pocos meses más, sólo cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo para pensar en ir a Júpiter, el próximo paso hacia el cielo estrellado. Una cuestión de tiempo; pero el tiempo pasaba velozmente.
Yo hice algo interesante en aquel mes de enero de 1998. Concebí un diseño que ahorraba ligeramente el peso del giro-estabilizador. Conseguí por ello un premio de mil dólares, ya que suponía para los cohetes de Tierra el ahorro de muchos millares de dólares al año. Aquello no era demasiado importante; la cosa realmente importante era que la mejora podía ser utilizada y se utilizaría en los vuelos del espacio también. Una diminuta disminución de la razón de masa, era una pulgada más cerca de la conquista de las estrellas. Aquello era lo que de veras importaba. Rory, Bess y yo gastamos un centenar de aquellos mil dólares en corrernos una pequeña y decente juerga familiar.
Las buenas noticias, las grandes noticias, llegaron algunas semanas más tarde, en febrero. Por fin, una carta de la Senador Gallagher. Yo estaba buscando alojamiento y mientras tanto la correspondencia se me enviaba a la casa de los Busteders.
Bess me llamó un día para decirme que aquella carta había llegado. Por supuesto, le dije que la abriese y me la leyese por teléfono y rápidamente. Aguardé emocionado la pausa que mediaba entre la rotura del sobre y la lectura de la misiva. Bess me leyó lo siguiente:
«Querido señor Andrews: Tras mucho tiempo, por fin se me permite dictar cartas y corresponder así a tantas como he recibido, entre las cuales, la suya, merece el primer lugar.
»Sí, amigo mío, Richard Shearer me dijo que fue usted quien suministró la bomba definitiva que hizo ganar mi elección y para qué expresarle cuán profundamente agradecida me siento hacia usted. Lo que me dijo al respecto, fue prácticamente el último acto de su vida. Estábamos sentados uno junto a otro en el avión donde tantos, y entre ellos, el pobre Ricky encontró la muerte. Me lo explicó cuando estábamos a punto de aterrizar en Angel.
»Todavía no es cierto, aunque los médicos se muestran optimistas, que yo pueda tomar parte en la sesión corriente del Congreso, que puede ser diferida hasta mayo próximo, pero creo estar completamente cierta de que me encontraré totalmente recuperada para mediados del verano y más que dispuesta para la sesión 1999 que tendrá lugar en el próximo enero.
»Mientras y mucho antes de todo eso, espero verle personalmente y estar en condiciones de discutir el proyecto Júpiter con usted. Sí, conozco mucho su interés por el proyecto y no en mi mente. Yo haré cuanto esté en mis manos para dar empuje a tal proyecto y hacer todo lo posible para su éxito, dándole, por supuesto, una activa parte en el, si se aprueban los correspondientes presupuestos. Sé que es cuanto usted desea y sé también que es el camino más adecuado para mostrarle mi agradecimiento por cuanto hizo en la campaña de mi elección.
»Le prometo volver a escribirle, probablemente antes de un mes. En el ínterin, estaré en condiciones de recibir visitas y espero sea tan amable de que la suya sea una de las más gratas.»
- ¡Maravilloso!... grité a Bess por teléfono.
Sí, era maravilloso. Ya me encontraba otra vez sobre el camino de mis sueños. Richard Shearer, Ricky para sus amigos, vivió lo bastante para decir a Mrs. Gallagher lo sucedido con el libro de las pastas rojas. «Querido Ricky, conservo de ti una cariñosa impresión y un grato recuerdo.» Entonces, me sentí que amaba a todo el mundo. Sí, me sentía nacer de nuevo a la vida.
Los cohetes continuaron funcionando y yo trabajando en ellos. Continuaban surcando los espacios aunque volviesen pronto a la superficie terrestre, aunque sólo volasen unas cuantas miles de millas. Es la distancia mínima a la que puede ser enviado un cohete de tipo local. Un larguísimo viaje en cualquier tipo de avión, quedaba prácticamente reducido a despegar y aterrizar momentos después.
Incluso en pequeños viajes como de New York a Méjico, el ahorro de tiempo se contaba por horas. Era justo comprender que el ahorro no era tan apreciable en cortos trayectos como el viaje a París, por ejemplo. El viaje se llevaba dieciocho horas por estratorreactor con dos escalas para aprovisionamiento, y menos de cuatro por cohete. Catorce horas es un gran ahorro de tiempo; pero aún así, sólo los ricos se podían permitir el lujo de tal ahorro, porque las tarifas del cohete son casi diez veces superiores. Gracias a Dios que existían los ricos. Gracias a Dios, porque ellos permitían que continuasen los cohetes terrestres todavía. Y era importante que continuasen porque los interplanetarios, los únicos que realmente importaban, iban mejorándose con los pequeños pero continuados progresos técnicos que conseguíamos entre todos los enamorados de los cohetes. Se consiguieron incontables mejoras de ese tipo. No grandes en su mayor parte; pero cada uno de ellos suponía el añadir un poquito al gran sueño de los viajes interplanetarios, nuestro loco sueño. Ahorro de tiempo, cada vez mayor, mayor seguridad en los vuelos. Para no mencionar que los cohetes terrestres daban empleo a los mecánicos especializados en cohetes, quienes a causa de su edad y de la estupidez técnico burocrática no podían tener empleo en los trabajos del Gobierno al respecto. Todo lo que importaba entonces, era si uno se hallaba técnicamente calificado y físicamente capaz para hacer el trabajo.
Sí, gracias a Dios que existían los ricos.
La senadora Gallagher no llegó a escribir la segunda carta. En su lugar, me llamó por teléfono, una tarde a últimos del mes de marzo. Ella tenía aún la dirección de Rory y llamó allí; por fortuna yo me encontraba pasando la tarde con ellos, por lo que la respuesta no sufrió demora alguna.
Bess contestó al teléfono.
- Es para ti, Max - me dijo -. Me parece una extraña mujer. Tal vez sea...
Y en efecto, lo era.
- ¿Mr. Andrews? Soy Ellen Gallagher. Estoy ahora en casa y me encuentro mucho mejor. Se me permite recibir visitas con un tiempo límite de media hora. ¿No tendría inconveniente en venir pronto?
- En cualquier momento, desde luego - le repuse -. Ahora mismo; pero un momento... dice usted que se encuentra en casa. ¿Quiere decir que me llama desde Los Angeles?
- No, continúo todavía en San Francisco. Por «casa» quiero decir y referirme a un apartamento que he alquilado aquí por uno o dos meses y de esa forma estoy en contacto con el médico que está tratándome. Se encuentra en Telegraph Hill.
- Si le parece bien esta noche, puedo estar ahí dentro de media hora.
Ella rió al otro extremo del teléfono. Era una risa deliciosa, creo que me gustaría al verla. ¿Gustarme? ¡Diablos, ya la amaba!
- Tiene usted demasiada prisa, Mr. Andrews - me dijo entonces -. Habla usted y se comporta en la forma en que lo describió el pobre Ricky. Pero realmente no puedo tener compañía esta noche. ¿Está libre de compromiso mañana? ¿Qué tal le parece alrededor de las dos de la tarde?
Le dije que no tenía compromiso alguno y que la vería a la hora indicada por ella. Me las arreglé con Rory a efectos del horario con objeto de permitirme el asearme convenientemente después del almuerzo, vestirme con mi mejor traje y acudir a la cita.
Una enfermera privada me introdujo en el apartamento y me llevó hasta la habitación en que Ellen Gallagher permanecía sentada en la cama, esperándome.
Aparecía un poco pálida; pero mucho más bella que en las fotografías en que yo la había visto; tal vez porque aquellas fotografías en blanco y negro no permitían apreciar el hermoso color de sus cabellos castaños, casi rojos, resultando mucho más sorprendente y atractiva que fotografiada. Además, tampoco tenía el aspecto de sus cuarenta y cinco años, hubiera podido pasar muy bien por una mujer de poco más de treinta. Tenía unos hermosos ojos oscuros y una boca amplia de hermosos labios y magnífica y resplandeciente dentadura. Viéndola mas despacio no era en realidad bonita. Más bien resultaba atractiva y todo femineidad.
- No está mal - dije.
Ella sonrió graciosamente.
- Gracias, Mr. Andrews.
- Max para usted, Ellen.
- Está bien, Max. Siéntese y deje de dar paseos de un lado a otro. El cohete no está dispuesto todavía para despegar.
No me había dado cuenta de que estaba moviéndome de un lado a otro de la estancia. Tomé asiento.
- ¿Cuándo? - pregunté.
- Ya sabe usted el tiempo que se lleva un proyecto del Gobierno.
Sí, lo sabía, por desgracia. Sabía que se llevaría por lo menos un año, una vez tomada la resolución por el Congreso y aprobados los trámites y presupuestos del proyecto. Y tal vez más tiempo aún, a menos que alguien no lo empujase vigorosamente, y continuara presionando sin cesar. Y como un asunto del Gobierno, otros dos años, por lo menos de la mitad de tal tiempo.
- Dígame, honestamente, Ellen, ¿qué posibilidades considera usted que hay de que triunfe ese proyecto? - pregunté.
- Las mejores, Max. Puedo presentarlo de la mejor manera posible, proporcionar una excelente publicidad, conseguir declaraciones de los científicos de primera fila que demuestren el valor de un examen próximo del planeta Júpiter. Por supuesto, hay que valerse de medios políticos y de ciertas habilidades. Pondré en práctica la venta de caballos.
- ¿La venta de caballos? ¿Qué quiere decir con eso?
Ella me miró y movió la cabeza con aire comprensivo.
- ¿No sabe usted la forma que tiene el Congreso de actuar?
- Pues no, dígamelo, se lo ruego.
- Pues es poco más o menos así, Max. Cada miembro del Congreso tiene algún decreto que desea que se lleve a efecto, usualmente en beneficio de algo que beneficie a su propio Estado, para sus constituyentes, etc., de forma que a la recíproca se asegurará los votos de sus conciudadanos. El Senador Cornshusker, por ejemplo, de Iowa, desea una nueva y alta paridad en el precio de los granos. Nosotros hacemos el cambio de caballos, yo voto por él y él vota por mí.
- Buen Dios - exclamé -. ¡Hay ciento dos senadores! ¿Quiere usted decir que tendrá que hacer eso en ciento un casos?
- Max, su idea no es correcta. La mayoría es sólo de cincuenta y dos votos, yo cuento al menos con treinta y cinco seguros y habrá siempre otros que votarán igualmente. En realidad todo lo que tengo que luchar es en buscar de quince a veinte votos.
- Pero la Cámara de Representantes...
- Sí, eso será más duro. Pero la camarilla de los enamorados del espacio ayudará mucho. Ellos sabrán exactamente con cuántos votos se podrá contar y cómo embarcar los que faltan. De todas formas un voto en el Senado vale por diez de la Cámara. Además, tampoco tendré que hacer por mí misma todos esos cambalaches, esa camarilla de locos del espacio que piensan como usted, querido Max, se ganarán la voluntad de algunos de los miembros representativos y la cosa se llevará a cabo felizmente.
- De todas formas, Ellen, eso suena como si llevase tiempo por delante. ¿Existe alguna posibilidad de pasar por alto tanta dificultad y saltarse esa próxima sesión del Congreso? Quiero decir si usted pudiese presentar el proyecto con suficiente tiempo de antelación.
Ellen movió la cabeza con decisión.
- Max, aunque yo no hubiese resultado herida en el accidente de aviación, incluso si yo estuviese allí ahora, no podría en modo alguno pasar por encima de las reglas establecidas. Este es el año 1998, un año de elecciones presidenciales. El Presidente Jansen, se presentará para su reelección... y probablemente ganará. Se encuentra casi de nuestro lado, desde luego no pondrá su veto al proyecto si triunfa en su nuevo periodo presidencial. Pero antes de ella, casi seguro que lo haría.
- ¿Y que ocurrirá si no es reelegido?
- Creo que lo será; pero no importa demasiado si no ocurre así. Sea quien fuese el que lo venza, será alguien, como cosa casi cierta que, estará como fuerza mediadora entre unos y otros y aprobará un decreto prudente en un sentido expansionista, como el que deseamos, o sea algo así como tratar de colonizar algún nuevo planeta o tratar de la construcción de un navío estelar.
¿Cómo puede estar segura? Segura, quiero decir, que será un elemento que se encuentre a medio camino de las dos fuerzas políticas principales del Congreso.
- Porque ninguno de ambos partidos se atreverían a presentar una oposición decididamente conservadora. Afortunadamente la división no está en las líneas de los partidos y el voto de los enamorados de las estrellas y es suficiente fuerte como para que ninguno de los dos grandes partidos se atreva a presentar una sólida oposición. Y dése por contento de que las cosas sean así, querido Max. En caso contrario, estaríamos en franca minoría.
- Ya comprendo. Pero hay algo que no veo claro. Puesto que usted es tan lista políticamente en cuestiones de esta envergadura, ¿cómo estuvo usted para dejar de lado que la cuestión de Júpiter se convirtiese en algo que pudo haberle costado la elección, por sus declaraciones a los periodistas?
- Lo sé. Yo la habría perdido de no haber sido por lo que usted hizo. Pero no fue realmente equivocación mía. Brad - el Dr. Bradly of Caltech - lo hizo. Dejó escapar detalles de que trabajaría para el proyecto. Los periodistas vinieron en mi busca para confirmarlo.., y no pude dejar mal parado al Dr. Brad, ¿no le parece? No podía llamarle embustero públicamente.
- No, claro que no. Pero, ¿cómo pudo cometer semejante estupidez ese condenado idiota...
- ¡Max! - me recriminó Ellen Gallagher, con voz ligeramente alterada -. Brad está muerto, recuérdelo. Y de todas formas, él fue quien me llevó hacia el proyecto. Fue idea suya.
- Lamento lo que he dicho - dije sinceramente contrito.
Ella volvió a sonreír de nuevo.
- Está bien, olvidémoslo. Dígame...
En aquel instante miró hacia el umbral al oír ruido de pasos que se dirigían en tal dirección. Apareció la enfermera.
- Ha pasado la media hora, Mrs. Gallagher. Me dijo que se lo recordase.
- Gracias, Dorothy. - Y me miró a mí -. Max, lo que iba ahora a preguntarle le llevará algún tiempo para responder. Así que es mejor que acordemos la próxima vez que nos veamos.
Y acordamos volver a vernos el viernes siguiente a las siete.
Me compré un par de lentes ópticos de seis pulgadas, para pulirlas yo mismo y utilizarlas en un telescopio reflector. Deseaba tener la oportunidad de mirar a mis anchas al cielo estrellado sin tener que ir a ningún observatorio para ver al gran Júpiter y su numeroso cortejo de lunas.
(El planeta Júpiter, el gigante del sistema solar, con volumen de 1.295 mayor que la Tierra, fue descubierto por Galileo en 1610. El famoso astrónomo italiano del Renacimiento, descubrió las primeras cuatro lunas que bautizó con los nombres de Io, Europa, Ganímedes y Calixto. Posteriormente con los grandes telescopios modernos, se han descubierto hasta un número total de once. «N. del T»).
Tendría mucho tiempo que malgastar si no teníamos la posibilidad de que el proyecto comenzase al menos dentro de un año. Y comencé pacientemente a pulirlas. Es un largo y fastidioso trabajo; pero cuando menos, me ayudaría a ir pasando el tiempo.
El viernes por la tarde en mi segunda visita a Ellen Gallagher la encontré sentada en un sillón, vistiendo una elegante bata de casa. Tenía mejor aspecto, menos pálida.
- Siéntese Max - me dijo -. Bien, comenzaremos por donde terminamos la última vez. Estaba a punto de llevar la conversación respecto a usted. ¿Qué desea?
- Usted sabe condenadamente bien qué es realmente lo que quiero. Quiero conducir ese cohete. Pero por desgracia, ambos conocemos también que no puede ser, eso es todo. Antes de pensar en tal cosa, deseo ayudarle en cuanto me sea posible para su proyecto en el Congreso, ayudar a que se construya, vigilar el despegue y después vivir lo suficiente para poder volverlo a ver cómo toma tierra en nuestro mundo. Quiero estar cierto de que vamos a dar un paso más hacia donde queremos ir.
- Así lo suponía. Sí, podré arreglar lo de que usted pueda trabajar en el cohete espacial. Pero por lo que respecta a ayudarme en los asuntos del Congreso, debo decirle definitivamente: no. Eso es algo totalmente aparte de sus posibilidades. Es trabajo mío y debo hacerlo yo.
- Yo no recuerdo haberlo hecho tan mal...
- Max, aquello fue diferente. Usted no ayudó a que fuese elegida, ya lo sabe. Consiguió que mi oponente fuese derrotado. Desde luego, según se mire, el resultado parece idéntico. Pero algo así no ayudaría para nada a obtener una decisión del Congreso. ¿Qué podría hacer usted? ¿Asaltar las oficinas de los miembros del Congreso para obtener algo con que chantajearlos?
- Podría argumentar con la gente.
- Max, con eso haría en Washington más daño que beneficio. Apártese de allí. ¿Me promete que lo hará?
- Está bien. Supongo que tiene usted razón.
- Bien, así está mejor. Y ahora, respecto a la clase de empleo que podremos darle en el proyecto, una vez comenzado... bien, Ricky Shearer me dijo que usted ha sido siempre un técnico en cohetes y supuso que había sido un hombre del espacio, aunque no estaba seguro. ¿Es cierto?
Yo aprobé con un gesto de la cabeza.
- Bien, cuénteme su historia, su pasado y sus calificaciones.
- De acuerdo - repuse. Dejé escapar un suspiro por los bellos recuerdos de mis buenos tiempos de hombre del espacio -. Yo nací en 1940 en Chicago, Illinois. Era hijo de unos padres pobres; pero honrados y decentes.
- Al grano, querido Max. Vaya recto a la cuestión. Puede ser muy importante.
- Está bien, lo siento. Bien, yo tenía diez y siete años en 1957 cuando empezaron los primeros trabajos para situar una estación espacial, un proyecto que significaba el primer paso hacia la Luna y los planetas del sistema solar. Ni que decir tiene que con aquella edad, ya. estaba chiflado por las cosas del espacio, como millones de otros chicos de mi edad. Diablos, en aquellos días, existía una verdadera locura por el espacio... Por supuesto, deseaba ser un astronauta. Cada muchacho de tal edad soñaba con serlo. Pero yo fui más listo que la mayor parte de ellos, porque descubrí - o creí descubrir - la forma más recta para convertirme en un hombre del espacio, yendo adelantado a aquella loca carrera por conseguirlo. Me alisté en la fuerza aérea, para el entrenamiento de piloto, precisamente cuando aquella competencia comenzaba. Apenas un mes después, se corrió la voz de que cuando el cuerpo de las fuerzas aéreas estuviese formado, los astronautas saldrían de allí haciéndose la elección de entre lo mejor y más destacado de los mejores pilotos que fuesen escogidos. En el caso, casi un millón de muchachos de mi edad, trataron de alistarse en las fuerzas aéreas como una avalancha incontenible.
»Naturalmente, la fuerza aérea sólo podría tomar a unos cuantos de entre ellos, siendo más difícil resultar elegido... que un miembro del Congreso. En realidad, sólo existía la posibilidad de elegir a uno de entre mil de los que lo habían solicitado.
»Yo fui uno de ellos, siendo un muchacho todavía. Y obtuve mi graduación. Conseguí ser piloto de reactores y sabía que eventualmente conseguiría entrar en el cuerpo de astronautas. Pero no en la primera categoría, porque existían ya varios cientos de pilotos delante de mí, los que tenían la prioridad por haber pertenecido más tiempo a la fuerza aérea. Había trescientos en la primera clase de la Escuela del Espacio, la clase que empezó en 1958, cuando los cohetes que pilotaban se hallaban aún en sus comienzos. Aquellos enormes ingenios, grandes como edificios de diez pisos y capaces de llevar sólo unos cuantos cientos de libras de peso hasta la estación espacial que se estaba montando en órbita sobre la Tierra.
»Aquella primera clase, o la mitad de ella, más bien, se graduó en 1962, dispuestos ya a su debido tiempo para que los cohetes que estaban listos para comenzar el montaje de la estación espacial, lo hicieran allá arriba, en pleno cielo. Pero existían más hombres del espacio que cohetes y aquello parecía poco claro cuando me gradué en la segunda clase en el 63.
»Solamente una docena de los de primerísima fila habían salido fuera de la Tierra. Yo estaba casi a la cabeza de mi clase; pero aún así, existían casi un centenar por delante de mí. Y yo estaba haciéndome viejo... ¡con veintitrés años! En aquellos antiguos días de los cohetes impulsados por carburantes líquidos, la vida era tan dura que los veintisiete años constituían el tope máximo de edad para el servicio activo, y me pareció que los cuatro años que aún me quedaban por delante, se gastarían inútilmente antes de poder saltar al espacio, aunque sólo hubiese sido en un viaje de rutina a la estación espacial en órbita. Creo que iba a volverme loco de preocupación.»
- Lo comprendo muy bien Max - dijo entonces Ellen -. Pudo haberle ocurrido.
- Seguramente - continué -, pudo haberme ocurrido. Pero gracias a Dios, ocurrió algo inesperado entonces. Ocurrió en 1964 y todo cambió de la noche a la mañana, aunque sobre aquello se estaba trabajando desde hacía años. Los muchachos de Los Alamos terminaron la micropila atómica y ya disponíamos de energía atómica para los cohetes.
»Todos aquellos cohetes impulsados por carburantes líquidos, quedaron pasados de moda de un golpe, como las carretas tiradas por bueyes. Desde luego resultaban aún necesarios los tanques de carburante, para ayudar al frenaje de las velocidades conseguidas por la impulsión atómica y para conducir agua precisa en el funcionamiento de la micropila atómica. Y así pudimos ir a la Luna en un solo viaje sin escalas y a Marte y Venus con sólo un repostaje de combustible en el espacio. La estación espacial también quedó anticuada e innecesaria, antes de que se terminase la tercera en construcción pudiendo aterrizar en la Luna cinco años antes de lo calculado.
»Bueno, se acabó la estación espacial de todos modos, pero en una escala mucho menor de lo planeado, aprovechándose en su mayor parte como estación al servicio de los meteorólogos. Después pusimos otra, la de veinticuatro horas de órbita, sólo para televisión mundial. Y mientras tanto...»
- Max - me interrumpió Ellen -, he leído la historia de los cohetes. Recuerde que lo que tiene que explicarme son sus experiencias y su historial.
- Oh, claro que sí, desde luego. Bien, repentinamente me hallé cerca de mi sueño. Los cohetes atómicos se construían en cantidad. Funcionaban como una realidad magnífica. Se terminaron treinta de ellos en 1965, cuarenta más en 1966, lo que requería especialistas para su utilización y mantenimiento. Y allí estaba yo. Conseguí llegar a la Luna a últimos de 1966, como copiloto y navegante en un cohete de dos plazas con cinco toneladas de carga útil para el Observatorio que se estaba construyendo en nuestro satélite. Al año siguiente, fui a Marte también como copiloto y entonces fui reconocido como astronauta de primera clase y piloto jefe. Tenía ya veintiséis años; pero extendieron el servicio activo hasta los treinta años, como continúa siendo todavía, por lo tanto aún disponía de otros cuatro años por delante. Pero, ¡maldita sea! Tuve que ser retirado a los veintisiete, así y todo. Un estúpido accidente de rutina en una exploración de la superficie de Venus en el octavo viaje que hicimos allá.
- ¿Qué clase de accidente, Max?
- Habíamos terminado nuestra misión, estábamos comprobando los cohetes para el despegue. Yo estaba al exterior, saltando por la escalera que conduce a las pilas solares; pero el copiloto pensó que yo me encontraba ya en el interior y disparó un corto chorro de prueba de los reactores de gobierno de la nave. Yo tenía una pierna frente a uno de ellos y aquello fue el fin y la desaparición de la pierna que me falta, justo por debajo de la rodilla. Me trajeron a la Tierra vivo, y sobreviví; pero aquello fue el punto final a mi carrera de astronauta.
Ellen me miró con tristeza.
- ¡Oh, Max, cuánto lo siento!
- Yo no - repuse -. Quiero decir que no desearía que me devolviesen mi pierna a cambio de no haber hecho aquellos viajes espaciales. Muchos de los pioneros del espacio pagaron con sus vidas por un solo viaje. Yo fui, después de todo, un hombre afortunado. Seis viajes por una pierna.
- Sí. sé que es capaz de pensar en esa forma. Continúe.
- ¿Continuar, dónde? Eso es todo. Ella se sonrió suavemente.
- Tenía usted entonces veintisiete años y ahora cincuenta y siete. ¿Qué ha ocurrido en ese espacio de tiempo?
- Me hice mecánico de cohetes. Pude haber obtenido una pensión de retiro, pero la cambié en favor de que me dejasen continuar todos los cursos precisos para imponerme en las cuestiones atómicas de mi trabajo en mecánica de cohetes nucleares. Y desde entonces soy un especialista en tal clase de cohetes como mecánico. Eso es todo Ellen.
Sin embargo me quedé pensativo un momento.
- Pero no, por Dios, eso no es todo. Si tengo que proporcionar a usted una verdadera imagen de la realidad, puedo asegurarle que no apareceré muy modesto. Me hice a mí mismo un buen mecánico de cohetes nucleares, uno de los mejores de la nación. Seguí todas las mejoras que fueron introduciéndose en ellos; los conozco en su interior mejor que nadie, puedo asegurárselo, puedo arreglar cualquier avería por difícil que sea. No soy ningún físico nuclear, por lo que respecta a la teoría;. pero tengo un completo dominio de las aplicaciones de las pilas atómicas: Conozco y he trabajado en cohetes de pasajeros, de tipo comercial, en los de correo transcontinental e interplanetarios. No he trabajado en los interplanetarios desde que traspasé la edad fijada por el Gobierno como límite para los técnicos mecánicos, desde hace siete años; pero sigo estando al día de cualquier cambio o modificación de ellos, e incluso he patentado y descubierto ciertas mejoras en los dispositivos que han sido aceptadas y utilizadas.
»Esto suena a fanfarronada; pero he trabajado en cada uno de los doce aeropuertos de cohetes comerciales en este país y puedo trabajar de nuevo en ellos, en cualquier momento que lo desee, tanto si hay escasez de personal como excedente. Y aunque nunca podré volver a dirigir un cohete de nuevo estoy al corriente de cualquier nueva técnica en astronavegación, que haya sido intentada o utilizada. Soy también un gran aficionado a la Astronomía y no un contemplador de objetos celestes. Sé cómo calcular órbitas, trayectorias espaciales y eclipses.»
- ¿Tiene usted algún grado de ingeniería?
- No, sólo el grado de bachiller en Ciencias, que era preciso en la graduación de la Escuela del Espacio en aquellos días. Pero por lo que respecta al conocimiento verdadero de los ingenios espaciales puedo considerarme un verdadero ingeniero. Podría tener alguna dificultad en ciertos estudios que me faltan en la teoría; pero podría conseguirlo. Nunca me he preocupado; porque me gusta mucho más el trabajo de la mecánica de los cohetes nucleares. Me gusta trabajar en los motores, y no en los dibujos y planos trazados sobre el papel.
- Entonces, ¿nunca ha realizado ningún trabajo administrativo.
- No. No me gusta.
- Pero, ¿lo haría usted en el Proyecto Júpiter?
- Para formar parte, de él, barrería y fregaría el suelo. Pero más bien desearía ser un jefe mecánico.
- ¿Le gustaría ser un asistente de director?
Respiré hondo para responder a Ellen.
- Sí.
- Max - me dijo ella entonces - creo poder prometerle que lo conseguiré para usted; pero con dos condiciones y eso significaría que usted desempeñaría un importante papel en el Proyecto Júpiter. El director del Proyecto tendrá que ser una figura política, en eso no hay discusión posible. Pero el asistente de Director, no es preciso que lo sea, y será realmente quien lleve las cosas adelante, pero con el director como figura representativa. ¿Le gustaría eso, Max? ¿Llevar el Proyecto hacia adelante, construir y enviar el cohete?
- Ellen, no me haga preguntas locas. Y esas dos condiciones están aceptadas de antemano. ¿Cuales son?
- Creo que no van a gustarle - me dijo ella -. Y no voy a decírselo ahora, ya que ello nos conduciría a una larga discusión.
- Me parece bien. Estaré de acuerdo con todo, aunque tenga que cortarme la otra pierna. Y la cabeza incluso, si es preciso.
- No necesitaré la cabeza, desde luego. Y por lo que respecta a cortarse la otra pierna, esté tranquilo, le haría demasiado daño. Pero Max, ya hemos hablado demasiado y estoy algo fatigada. ¿Quiere volver mañana noche a esta misma hora?
Estuve de acuerdo en el acto, me despedí de ella y volví a casa. Allí comencé a seguir puliendo las lentes de mi telescopio reflector pero el pulimentado de las lentes es un trabajo pesado y doloroso y lo deje cuando noté que mis manos temblaban.
No es que pudiera reprocharme nada porque me temblasen. Ahora tenían una oportunidad, una maravillosa oportunidad, una entre mil de ir a Júpiter, pilotando un cohete a una distancia ocho veces superior a la del planeta Marte, donde jamás ningún cohete había llegado todavía.
Una oportunidad entre mil. Pero ayer era de una entre un millón. Y hace unos cuantos meses, la de una entre mil millones, o casi ninguna en absoluto.
No, no podía reprochar a mis manos que estuviesen temblorosas.
- Veamos cuáles son esas condiciones - pregunté a Ellen Gallagher.
- Primero las cosas agradables - me contestó -. ¿Puedo ofrecerle un trago, Max, para darle fuerzas?
- Las condiciones, mujer. Por favor, menos discutir.
- Bien, la primera un título de ingeniería en cohetes. Usted me dijo que lo obtendría proponiéndoselo. ¿Puede obtenerlo antes de que se hagan los nombramientos del Proyecto Júpiter? Digamos, dentro de un año.
Yo creo que me expresé un tanto huraño.
- Puedo hacerlo; pero eso me costará un duro esfuerzo de estudio. Tendré que pasar por exámenes de diez asignaturas. De seis de ellas puedo examinarme ahora mismo; pero para las otras cuatro me llevará un duro esfuerzo de estudio. Hay cosas que conozco desde el punto de vista práctico; pero me es precisa la teoría. Sí, puedo obtener ese título en un año. Tal vez en menos. ¿Y cuál es la otra condición?
- La de que empiece a trabajar ahora en cuestiones administrativas. Y entre este momento y el de que se hagan los nombramientos, debe trabajar tan duro como pueda.
Volví a comportarme como un niño mal educado, emitiendo una especie de gruñido. Ellen continuó:
- He aquí el por qué, Max. El Proyecto Júpiter se llevará a cabo de forma que el director nombre a su propio ayudante; pero tiene que estar sujeto a la aprobación del Presidente y es indispensable que tenga un adecuado aspecto para tal fin.
- Pero si es el Presidente el que nombra al director, ¿cómo se las arreglará usted para que ese director me nombre a mí como su ayudante?
Ella sonrió.
- Porque será una especie de trato de común acuerdo. Yo elegiré a la figura que haya de ser el director - alguien con un gran nombre pero que esté libre de empleo y que lo precise - y se lo ofreceré sobre la condición de que le nombre a usted como ayudante. Si desea esa dirección, tendrá que estar de acuerdo, sin duda alguna. Pero comprenderá, Max, que no voy a enviarle para tal cargo a un mecánico de cohetes con grasa en las manos de manejar herramientas. Debe comprenderlo.
Me temo que sí lo comprendo bien. ¿A qué altura debo llegar?
- Cuanto más, mejor. Pero cualquier empleo de responsabilidad administrativa en cualquier gran espaciopuerto debe serlo. Eso y su título de acreditado ingeniero en cohetes. Para no mencionar su fama de ser un ex - astronauta.
- Y si paso por todo eso, y el Presidente hace la elección de director por su propia iniciativa, ¿qué ocurrirá?
- Es un riesgo que hay que correrse. Pero estoy segura de que mi recomendación será suficiente, por el simple expediente de elegir a un hombre que sea completamente aceptable al Presidente. Hay además otro aspecto de la cuestión, un tanto complicado de explicar... pero que estoy completamente segura de obtenerlo sin más complicaciones. Si usted puede obtener tal grado de ingeniero y ostenta un empleo de importancia, es suficiente. ¿Puede hacerlo?
- Sí que puedo. ¿Hay más condiciones?
- No.
- Entonces, vamos por ese trago que me ofreció antes. Lo necesito. ¿Dónde están las bebidas?
- En aquel mueble de la esquina. Prepárese lo que quiera y deme por favor una copa de jerez.
Yo también tomé jerez. Algo me vino entonces a la cabeza. Y le dije a Ellen:
- El aeropuerto de cohetes de Los Angeles creo que sería el mejor sitio. Es el más grande en un aspecto. Por otro, el Superintedente es amigo mío, el más íntimo amigo que tengo entre la categoría de este ramo. Se ha hecho a sí mismo con su trabajo como mecánico y hablamos el mismo lenguaje. Además, ha estado poniéndome inconvenientes durante un año para que deje la grasa de las manos y ingrese en sus oficinas. Comenzará por ponerme al frente de algún importante Departamento, de existir tal oportunidad. De no haberla, me dará lo mejor que tenga a mano. Con un poco de suerte incluso podría ser su ayudante dentro de un año. De hecho...
Me quedé pensando durante unos instantes.
- De hecho - continué - si queremos proceder algo maquiavélicamente - y por qué no hacerlo - puedo contarle lo que ocurre y del por qué necesito el título. Probablemente este amigo solucionará las cosas de forma que aunque temporalmente, me sostenga hasta que se proclame el Proyecto Júpiter. ¡Diablo, sí, él lo hará por mí! Sí, creo que Klockerman lo hará por mi.
- Ayudante del Superintendente estaría muy bien. Incluso el estar al frente de cualquier Departamento sería suficiente. ¿Cuándo puede empezar?
- Dentro de un día o dos, supongo. Afortunadamente estamos ahora flojos de trabajo en la Isla del Tesoro, por lo que no será ningún compromiso para Rory, pero aunque lo fuese, él comprenderá cuando le refiera el fondo de la cuestión. Seguro, podré salir mañana de aquí. Visitaré a Klockerman esta noche, después de ir a casa y hablaré con él. Y veré a Rory esta noche también.
Ella sonrió.
- Lo que más me gusta de usted, Max, es que no hace las cosas a trozos. Devolviendo favor por favor, deseo realmente que sea usted quien gobierne el Proyecto Júpiter. Creo que hará un gran trabajo en él.
- Lo haré lo mejor que pueda - repuse -. Diablos, Senador, debería odiarla por hacer del próximo año de mi vida la miserable cosa que voy a ser; pero en su lugar la amo. ¿Cuándo estará lo suficientemente buena como para salir conmigo?
Elia volvió a reírse.
- ¿Supone que eso será también otra oportunidad para gobernar el Proyecto?
- Seguramente que sí. Pero ahora pospondremos esa discusión. Pero dejemos mis planes aparte como solucionados y de hablar de mí. Dígame ahora algo del Proyecto Júpiter, y. del cohete en sí. ¿Lo había calculado ya Bradly?
- Hasta el último decimal, Max. Un plan perfecto y detallado. Pero el programa está en mi caja fuerte de Los Angeles y podrá verlo usted cuando vuelva a casa. Podría decirle unas cuantas cosas respecto a él; pero no tengo ahora mi cabeza para detalles técnicos y podría darle algunos datos equivocados. Creo que podrá esperar hasta que lo estudie y lo lea por completo.
- Está bien - dije entonces -. ¿Cuándo se encontrará usted en Los Angeles?
- Dentro de un mes, si continúo mejorando con la rapidez que ahora voy y sin que sufra ninguna recaída. Sobre primeros de marzo, tal vez. Tan pronto como se encuentre usted acomodado allí, escríbame para que tenga su dirección y teléfono y pueda avisarle cuando vaya.
- Magnífico. Así lo haré. Pero, ¿no podría decirme alguna cosa sobre el cohete, ahora, para que yo tuviera en qué pensar respecto a él?
- Por favor, no me haga más preguntas, Max. Me estoy fatigando y usted permanece ya aquí demasiado tiempo. Si comenzamos a hablar ahora del cohete, será muy difícil detenerse. Además, todo lo relativo al cohete, lo tendrá usted en las manos, terminado por Bradly. Ha sido su creación, algo así como su propia criatura.
Era como un hijo de Bradly y ella lo llevaba en sus brazos. Traté de pensar si aquello significaba algo más que la expresión sencilla de Ellen y decidí que no era nada que me concerniese. Yo había estado bromeando sobre aquel paso. Pero Ellen resultaba una mujer terriblemente atractiva.
Me fui derecho a la casa de Rory en lugar de a mi habitación y tan pronto como conté lo que sucedía a mi amigo, telefoneé a Klockerman. Todo estaba solucionado. Me necesitaba. Lo mejor que podía hacer por el momento, era encargarme del almacén de herramientas pero tenía un par de jefes de departamento que no funcionaban satisfactoriamente y me dijo que pasados un par de meses, me cambiaría a uno de ellos. No le dije, por teléfono, mis verdaderas razones de dejar a un lado el trabajo de mecánico ni de por qué deseaba alcanzar un puesto de importancia. Tiempo tendría más tarde, mientras tomaría un trago con su grata persona.
Ofrecí a Rory las grandes lentes ópticas que estaba puliendo; se llevaría con ellas un buen telescopio reflector, ya que mis noches serían en lo sucesivo algo lleno de trabajo y preocupaciones durante mucho tiempo. Aún deseaba tener un telescopio con que mirar a Júpiter en el cielo; pero sería mejor que comprase uno en vez de construirlo. Rory estuvo encantado con mi regalo y vino a mi habitación para llevarse las lentes. Esperó a que hiciese mis maletas y después me llevó a la plaza desde donde podía tomar un helitaxi que me llevaría al estratopuerto del Angel. Llegué a Los Angeles a medianoche.
Durante febrero y marzo, trabajaba de día y estudiaba por las noches. Y hacía grandes progresos en ambos aspectos. En el campo de cohetes, estaba a cargo del departamento de conservación. Trabajo pesado; pero que me proporcionaría un título. Y yo me entregué con toda mi mejor voluntad a mi deber y creo que lo hacía bastante bien; parecía que llevaría a cabo mi misión honestamente, sin tener nada de qué avergonzarme y dentro del año propuesto. Aún no me había abierto a Klockerman, y había decidido que si aquel puesto podía llevarlo por mis propios méritos, sería mejor que pidiendo demasiados favores, que hubieran podido llevarme aún más lejos. Si tenía que desempeñar mi cargo de ayudante por mis propios méritos antes de que dijese a Klocky para lo que realmente estaba trabajando él podría proporcionarme una ayuda importante con un mes de anticipación más o menos, en el momento crucial, al dejarme ostentar el cargo de Superintendente del tercer estratopuerto para cohetes más importante del mundo.
Desde el punto de vista de mis estudios, yo me encontraba sometido a cuatro puntos importantes, los más fuertes. Sabía que existían solamente nueve asignaturas, nueve pruebas en donde tendría que sufrir los correspondientes exámenes para llegar a obtener mi grado de ingeniería y tres de ellos eran tan fáciles que ni siquiera me tomé la molestia de volver a repasarlas, bastando una simple ojeada. Lo conseguí para tres en la primera semana. Una semana de estudios más me proporcionó cuanto necesitaba para otras dos. De las otras cuatro dos eran materias que conocía; pero que no las había utilizado desde hacía mucho tiempo y me hallaba francamente en baja forma respecto a ellas. Pero podría realizar un adecuado esfuerzo y examinarme dentro del mes siguiente.
Aquello me llevó a considerar lo más difícil para mí, lo más duro de tales estudios. La metalurgia de las temperaturas extremas y la teoría del campo unificado. Nunca habla supuesto que cualquier ingeniero de cohetes tuviera necesidad de aprenderlo. Se podían tomar las características de todos los metales y aleaciones de las cartas ya calculadas, ya calculadas hasta cifras de diez decimales, ¿qué ventaja suponía el estar en condiciones de calcularlo por uno mismo? La teoría del campo unificado era mucho peor aún; nadie todavía ha calculado una teoría de campo unificado, que sólo era eso, una teoría, para cualquier aplicación práctica a los cohetes y su ingeniería aplicada. Además, aquello se encontraba dentro de la Relatividad, y la Relatividad de Einstein me ponía el cabello de punta, porque en definitiva trata de poner límites al espacio; y yo no creo en esos límites bajo ningún aspecto.
Sí, cuando tuviese que entrar de lleno en tales estudios, necesitaría de profesores; pero había muchos en Caltech, cuyas clases era cuestión de pagar transitoriamente, según lo necesitara. Con un buen sueldo y sin tiempo libre en qué gastarlo, dispondría de fondos para quemarlos.
La Senador Gallagher volvió a primeros de abril. La encontré en el aeropuerto de reactores; pero había otra mucha gente con ella y no me uní al cortejo que la acompañó hasta su casa; me las arreglé lo justo para tener una cita con ella la primera tarde que tuviese libre. Daba la impresión de estar casi completamente restablecida y me dijo que esperaba volver a Washington dentro del mes siguiente para ocupar su plaza en el Senado para el último mes de las sesiones en curso.
Mi cita quedó fijada para dos días más tarde, al anochecer y me prometió dedicarme toda la noche, de forma que tuviésemos tiempo de examinar el programa completo del Proyecto Júpiter.
- ¿Un trago, Max?
- Por favor - le dije -. Enséñeme ese programa. Llevo meses esperando verlo.
Ellen sacudió la cabeza graciosamente.
- Ni los trabajos administrativos consiguen civilizarte, Max. Eres un salvaje. Y eres de los hombres que sólo siguen un camino recto en su mente.
- Así es, con exactitud - repuse honradamente -. Y en este caso, es el programa. Veámoslo.
- No hasta que hayamos tomado un trago y un mínimo de quince minutos de conversación civilizada. Has esperado durante meses, y unos minutos no van a matarte.
Preparé unas bebidas. E hice lo posible por mostrarme cortés y educado además de paciente, incluso por más tiempo del que ella había fijado. Esperé veintidós minutos antes de volver a preguntarle por el programa.
Ellen me lo enseñó, por fin. Eché un rápido vistazo a los diseños del cohete y creo que solté una exclamación de desesperación. No en voz alta, sino para mis adentros. Consideré la recapitulación del costo y deseé haberme arrancado los cabellos de raíz. Mi rostro debió mostrar, sin duda, mis íntimos sentimientos. Ellen me preguntó, alarmada:
- ¿Qué hay de particular, Max?
- ¡Un cohete de pisos! - exclamé -. ¡Son las sombras de un cohete de 1962! Ellen, no será con uno de estos cohetes como podrá llegarse a Júpiter. No, con poder atómico. Y el costo... ¡Trescientos diez millones de dólares!.Yo puedo enviar un cohete a Júpiter de ida y vuelta por un costo de la décima parte, como mucho. Cincuenta millones como máximo. Esto es una locura...
- ¿Estás seguro de lo que dices, Max? Brad era también un ingeniero especialista en cohetes... y uno de los mejores...
- Seguro que sí... espera unos instantes que yo me acabe de dar cuenta de todo esto.
Me detuve pensando profundamente y acabé encogiéndome de hombros.
- Primero - dije -. Va a utilizarse un cohete de dos plazas. ¿Por qué? Con un hombre es suficiente. Un solo hombre puede hacer todo lo necesario registrando y observando, disponiendo de tiempo para todo, incluso teniendo que dar la vuelta completa a Júpiter.
- Brad y yo hablamos de esto, Max. Brad señaló que un año entero en el espacio es demasiado para cualquiera...
- ¡Al diablo con tales ideas! El primer viaje a Marte, incluyendo la llegada, la completa observación alrededor del planeta y el retorno, sin tomar contacto, lo hizo Ortman en 1965 y permaneció solitario en el espacio durante 422 días. El compartimiento en que tuvo que hacer su vida en aquel viaje tenía sólo tres pies de diámetro por seis y medio de largo, poco más que un ataúd cómodo, y algo espacioso. Y no quedó un solo cadete de la Escuela del Espacio que no le envidiase por cada minuto de aquel viaje que hizo. Mujer, este primer viaje a Júpiter es sólo la repetición de aquella hazaña y el primero en muchos años ya transcurridos de los que cualquier hombre del espacio haya podido imaginar. Un millar de hombres calificados para tal empresa lucharían por el privilegio de llevar a cabo tal viaje, sin importar cuáles sean las condiciones, ni lo duro que tenga que ser.
Volví a mirar nuevamente el proyecto.
- Un compartimiento para vivir de diez pies de diámetro, eso es lo que Brad ha señalado en este diseño. Esto aunque fuese para un viaje de dos hombres al efecto de dos plazas, que no lo es, me parece una tontería para el primer intento. Creo que con un solo hombre y un compartimiento de cuatro pies de diámetro es suficiente. Incluso un lujo. Y eso rebajaría el peso de esa parte del cohete en un 70 por ciento.
Ellen se encogió de hombros.
- Sé que odiaría la idea de pasar un año en un espacio de semejante tamaño.
- Es natural; pero tú no eres un hombre del espacio. Los hombres del espacio son duros como el hierro, mental y físicamente. Deben serlo para ingresar en la Escuela del Espacio, estudiar en ella y graduarse. Y uno de los primeros tets psíquicos para ellos, Ellen, es la claustrofobia. Si se sienten tocados de ella en lo más mínimo deben abandonarla basta estar completamente curados de tal sentimiento de horror a los espacios cerrados. Se les entrena para estar solos consigo mismos para largos períodos, si es necesario. Con el psicoanálisis, pueden realizar este viaje como si fuese el vuelo de una pluma.
E hice un gesto para continuar:
- Ellen, cuando entré en la Escuela del Espacio, el psicoanálisis no era entonces lo que hoy es. ¿Sabes cómo nos probaban para la claustrofobia, en la primera semana? Cada uno de nosotros era encerrado en un espacio cerrado de exactamente dos pies cuadrados donde permanecer, donde ni siquiera podía uno sentarse, y allí había que permanecer durante cuarenta y ocho horas y despierto, además. Existía un botón que se presionaba de hora en hora, pues se disponía de un reloj de pulsera fosforescente para conocer el tiempo, para probar que se estaba despierto y en forma. Si cualquiera de los alumnos así probados era atacado de pánico o sentía los menores síntomas de locura, podía dar tres señales rápidas en el botón y podía salir tanto de su encierro como de la Escuela, a la vez.. Aquel era uno de los ensayos físicos y mentales que había que soportar y evitar lo peor con tiempo, antes de un largo viaje espacial.
- Pero Max, Brad intentó diseñar un cohete para un solo hombre y dijo que tendría que ser así de todas formas, ya que el costo representaría algo mas que una nave para dos hombres, por tanto...
- Un momento - la interrumpí -. Estoy leyendo algo más de este horrible documento. Ajá, aquí está el nudo de la cuestión. Aquí se ve por qué pensó que necesitaría un cohete de este tipo incluso para ser conducido por un hombre; se figura aquí el águila para todo el viaje, ¡un viaje de ida y vuelta!.
- ¿El águila?
- Sí, en nuestra jerga del espacio llamamos así al E.G.L.
(Águila en inglés es EAGLE, que viene a resumir las iniciales de E.G.L. esto es: Exhaust Gas Liquid (Descarga de los gases líquidos). «N. Del T.»)
»Esto es, la descarga de los gases líquidos. Pero Ellen, tienes que ver que con un cohete atómico no tiene que acarrear peso alguno de combustible, a menos que se cuente con la consumición interior de la micropila, lo que es una cantidad despreciable, en el mismo sentido que un viejo tipo de cohete químico tiene que llevar combustible. Pero un cohete atómico tiene que llevar tanques de cierto líquido para el calor de la pila que se convierta en gases, los gases que se escapan de las toberas de escape y empujan al cohete.
- Creo que lo comprendo. Pero, ¿por que no tiene que llevar el cohete escape de gases líquidos para la totalidad del viaje? Es un viaje circular.
Yo paseaba la estancia de un lado a otro con los papeles en la mano.
- Seguro que sí, para Júpiter ha de ser un viaje en círculo. Pero el planeta Júpiter tiene doce lunas y cualquiera de ellas puede ser accesible para tomar tierra y despegar de nuevo a causa de su baja gravedad. Al menos siete de ellas disponen de amoníaco sólido por las bajas temperaturas. Así se tiene a la mano recursos suficiente.
- Pero, ¿serviría el amoníaco?
- Cualquier líquido razonablemente inerte, sirve. El amoníaco sirve muy bien. Se ha ensayado ya en los bancos de prueba. La única dificultad en su contra, consiste en emplearlo a temperaturas ordinarias. En tales condiciones, es un gas, a menos que se guarde en los tanques a grandes presiones. Y un tanque a presión tiene que ser un tanque mucho más pesado, le que añade al peso del cohete otro adicional, rebajando la carga útil.
- Pero en tal caso, Max...
- La diferencia en el peso del cohete, sin embargo, a utilizar tanques a presión es ligera, casi despreciable, comparado a la diferencia de peso de tener que llevar consigo gas líquido para un viaje de ida y vuelta. Eso sí que es grande para establecer la diferencia entre un cohete de una fase o una de tres. Entre cincuenta y trescientos millones de dólares.
Ellen se inclinó hacia delante.
- Max, eso supone una tremenda diferencia. Si pudiera hacerse tan económicamente como tú acabas de decir... ¿estás seguro?
- Te lo demostraré y enseguida. Volveré mañana tarde a esta misma hora.
Y me levanté para marcharme.
- No te precipites...
Pero sí me precipité. A mi casa. Eché inmediatamente mano de mi regla de cálculo y tras algunas operaciones preliminares comprobé que no disponía de todos los datos precisos para calcularlo con toda precisión. Klockerman debería saberlo bien, bien en su biblioteca o en su excelente memoria de técnico de cohetes. Además, él lo haría mejor que yo, particularmente en las cifras de los costos, en cuya materia yo estaba más débilmente preparado que él.
Le llamé y se lo expliqué, diciéndole que sería mejor que lo calculáramos en su casa, porque suponía que todos los datos los tendría a la o. Llamé a un heliltaxi.
Y trabajamos toda la noche.
Lo delineamos y calculamos, aunque no con absoluta exactitud; pero con bastante aproximación; lo suficiente para demostrar que funcionaría según mis ideas y bien, además. Según aquello, incluso yo mismo había ido alto en los costos. Klockerman llegó a la conclusión de que podría hacerse con veintiséis millones de dólares, menos de la décima parte del cohete diseñado por Bradly.
Empalmamos el café que habíamos estado tomando toda la noche con el desayuno de la mañana y benzedrina que nos permitió estar despejados y seguimos trabajando.
Aquella noche ya disponía de los resultados para mostrarlos a Ellen. Ella los estudió asombrada. Especialmente la escala de los costos y su resultado final.
- ¿Me dijiste que Klockerman trabajó contigo en esto?
- Sí, su trabajo ha sido más importante que el mío.
- Es bueno, ¿verdad?
- El mejor - repuse -. El mejor, es decir, fuera de algunos muchachos al servicio del Gobierno en Los Alamos y en White Sands. Y ni que decir tiene que comprobarán estas especificaciones más tarde, antes de que el cohete se empiece a construir. Pero puedo garantizarte, Ellen, que no encontrarán nada fundamentalmente equivocado. Ellos podrán hacer algunos ligeros cambios o alteraciones, puede que insistan en instalar algunos factores de seguridad; pero todo ello no supondrá más del diez por ciento, como mucho, y todo ello no llegará ni a los treinta millones de dólares.
Ella aprobó con un gesto lento de su cabeza.
- Entonces, será el cohete que se empleará. Ahora, Max, prepárame un trago y bebamos por el cohete.
Bebimos y brindamos por el futuro del Proyecto Júpiter. Primero tomamos un trago que sirvió de brindis y después preparé un par de combinados para irlos tomando sorbo a sorbo. Ellen se fue tomando el suyo, pensativa.
- Max, esto cambiará muchísimo las cosas. Y me da una idea. Voy a ir a Washington dentro de dos semanas. Ahora me encuentro bien; pero me tomaré dos semanas más para descansar un poco y hacer planes. ¿Y sabes qué es lo que voy a hacer cuando llegue al Senado?
- Seguro. Puesto que esto representa la décima parte de lo que habías pensado en solicitar, intentarás ponerlo sobre el tapete en la primera discusión. ¿Acertado?
- No, te has equivocado. Este año sería vetado sin tener en cuenta el importe, incluso aunque pudiera ir derechamente al asunto con tanta rapidez y no podría tener éxito. No, tengo una idea que llevara esto como un disparo en la próxima sesión, y en sus mismos principios. En cuanto llegue a Washington, voy a proponer un decreto de asignación basado en el cohete original diseñado por Bradly.
- ¡Dios mío! - grité -. ¿Por qué?
- Calma - me recomendó con un gesto -. Sí, los trescientos millones de dólares. Pero también me aseguraré de que permanezca en el Comité y que no vaya a votación. En la próxima sesión, en su primera semana, iré al Comité para ofrecer la retirada de tal decreto en favor de otra propuesta de sustitución, que será una décima parte de la anterior. Max. ¡Haré que pase por ambas Cámaras y llegue al Presidente en un mes!
Yo no tuve entonces otro remedio que decirle:
- Senador... te quiero.
Ella se puso a reír.
- Tú amas al cohete. Al cohete y al planeta Júpiter.
Repentinamente sentí que había querido expresar sencillamente lo que había dicho. La amaba, simplemente porque era una mujer exquisita y no porque estuviese ayudando a enviar un cohete al espacio.
Me incliné sobre ella y me senté a su lacto sobre el sofá, puse mi brazo alrededor de sus hombros y la besé. Volví a besarla y esta vez sus brazos me aceptaron acercándome a su cuerpo dulcemente.
- Condenado estúpido, Max... - me dijo -, ¿por qué esperaste tanto tiempo para decirme eso?
Decidí que un par de semanas dejando los libros de lado en mis estudios me harían más beneficio que daño, en aquella larga carrera que había emprendido. Me encontraba adelantado, en mi programa de estudios y me pareció bastante seguro que obtendría mi grado con tiempo suficiente y que un cierto descanso evitaría que me enranciase envejeciéndome más de lo que correspondía a mi edad.
Por tanto, empleé la mayor parte de aquellas noches con Ellen.
La mayor parte fueron los atardeceres, sólo unas cuantas noches en realidad y de forma muy discreta. Un escándalo no habría ayudado ciertamente a la carrera política de Ellen.
Un matrimonio con ella estaba definitivamente fuera de toda cuestión, si no por otras razones, porque me habría apartado del Proyecto Júpiter. El nepotismo se había convertido en una fea expresión en el Gobierno por los años 90, en los viejos tiempos los miembros del Congreso apoyaban resueltamente a sus parientes en las nóminas gubernamentales; pero ahora todo ello estaba fuera de lugar. Con Ellen patrocinando el proyecto Júpiter, le habría resultado imposible apoyar abiertamente a su esposo en un empleo de categoría en él.
Klockerman sabía lo de Ellen conmigo; pero podíamos considerarlo como un miembro de la familia a tales efectos. Tratamos con él respecto a mis reales motivos para aceptar un cargo administrativo bajo su mando y me prometió que garantizaría mi intervención como superintendente del aeropuerto cuando llegase el momento de que se hiciesen los nombramientos del proyecto, asunto que resolvería lo más pronto posible y que como mucho se llevaría unos seis meses, para dejarme en servicio activo. Asimismo, me dijo que iba a tomarse unas largas vacaciones y que recorrería diversas plazas y lugares que deseaba ver y cosas que hacer.
La vida se había vuelto para mí, repentinamente, buena de vivir siendo como era un viejo hombre del espacio. Era más feliz de lo que había sido por muchos años de cuantos podía recordar.
Ellen marchó a Washington la tercera semana de abril. Se iba cuando menos por un mes, posiblemente dos, dependiendo de cuán larga fuese la sesión del Congreso.
La eché de menos terriblemente. Me resultaba increíble de qué forma se podía uno acostumbrar a la presencia de una mujer. Hacía ya años que apenas si recordaba de ninguna y ahora, sólo a dos semanas de ausencia, parecía existir en mi vida un hueco insondable cuando ella estuvo ausente, incluso ante la idea de volver relativamente pronto.
Volví a mis estudios. Los estudios habían agudizado mi mente y me habían hecho mucho bien. Dos semanas me llevaron a través de dos aspectos importantes que refresqué yo mismo, con sendos exámenes sobre la marcha. Me encontré a mí mismo convertido en un buen estudiante de Caltech que ya conocía la metalurgia de las extremas temperaturas, a causa de un buen elemento de la Universidad que conocía muy bien la materia y que me daba clases especiales cuatro días a la semana, por la tarde. Las otras dos tardes de la semana, estudiaba solo. Usualmente, el domingo, me iba con KIackerman a jugar al ajedrez, a beberme unas cervezas con él y a charlar.
En mis noches de estudio, bien fuera solo o con la ayuda de mi profesor, continuaba leyendo y estudiando hasta que se me nublaban los ojos. Entonces, dejaba los libros y si hacía una noche clara y de buena visión del cielo, daba descanso a mis ojos mirando a lo lejos durante un buen rato, a través de mi telescopio que me había comprado y que había montado allí.
Júpiter se encontraba cerca de su oposición, aproximándose al máximum de la Tierra. Solamente a cuatrocientos millones de millas se encontraría dentro de pocas semanas, no mucho más que entonces. El gran Júpiter, el gigante del sistema solar, once veces mayor en diámetro que la Tierra y con una masa trescientas veces mayor. Más de dos veces tan grande como todos los demás planetas juntos del sistema solar.
El gran Júpiter tiene doce lunas. Cuatro de ellas son visibles con mi telescopio.
(Pueden observarse claramente con unos buenos prismáticos de campaña de 10 a 15 aumentos. «N. del T.»)
Las demás son más diminutas con un diámetro de cien millas de diámetro o incluso menos. Es preciso un gran telescopio para su observación. Pero podía ver cuatro de aquellas lunas, las cuatro que Galileo descubrió en 1610 con un pequeño y rudo instrumento salido de sus propias manos.
(Se conserva todavía en el Museo de Ciencias de Florencia. «N. del T.»)
Cuatro lunas, cuatro fijas, pero encantadoras lunas que el hombre jamás había alcanzado pero que intentaba conquistar y poner en ellas sus pies por primera vez. Pronto. Sí, muy pronto. Eran, Io, Europa, Ganímedes y Calixto.
¿En cuál aterrizaría primero? ¿O llegaría tal vez a hacerlo alguna vez? Max - me dije a mí mismo -, Max, loco soñador de las estrellas, eres un tonto, sólo tienes una posibilidad entre mil. El cohete será pronto una realidad, sí, el cohete será construido y tú supervisarás su construcción. Pero Max, eres un borrico si crees que tendrás una oportunidad para viajar en él... Será la obra de un proyecto del Gobierno, salvaguardado por una guardia especial, con cientos de personas trabajando en él. Seguro que podrás arreglar algunas cosas de las que tienes en la mente y que serán útiles, lo podrás cargar y repostar y dejarlo dispuesto para él despegue veinticuatro o cuarenta y ocho horas antes del momento de despegue, puedes disponer de alguna forma otros detalles... sí, podrás hacer todas esas pequeñas cosas; pero de ahí nunca podrás pasar...
Sí, una posibilidad entre mil. Pero una posibilidad de ir a ocho veces tan lejos como Marte, diez veces tan lejos en el espacio como un hombre haya podido ir jamás.
Un poco más cerca de las estrellas que algún día se alcanzarán, esos millones de millones de estrellas que parpadean en el Universo y que nos esperan.
Ellen volvió a mediados de julio.
Nos vimos, por supuesto, la misma noche que volvió de Washington pero entonces no durante una semana. Yo estaba tan próximo a mis exámenes en metalurgia que convinimos en no vernos hasta que yo hubiese terminado. Aquello me daba un doble incentivo y seguí ese camino. Aquella semana el cielo estaba casi siempre encapotado, por lo que apenas si subí al tejado de la casa y empleaba las pocas horas de asueto de que disponía en compañía del buen Klocky.
Y así fue como siete días Ellen, estuve en condiciones de telefonearle informándole de que había pasado mis exámenes y que sólo me quedaba uno más para obtener el grado.
- Maravilloso, querido - me respondió -. Y no creas que vas a continuar ahora la última prueba que te falta, ¿verdad? Creo que vas muy por delante del programa propuesto.
- De acuerdo, Ellen, así es. Hay además otra serie de buenas noticias. Klocky está mas que satisfecho con la forma en que estoy llevando el departamento de conservación del material. Dice que utilizará mi logro de la graduación como ocasión propicia para hacerme su ayudante supervisor. Eso me dará por lo menos varios meses de experiencia antes de que él salga de nuevo de vacaciones y me deje actuando como superintendente.
- Max, las cosas van viento en popa, cariño, de la misma forma que van en Washington. ¿Vas a venir esta noche para celebrarlo?
- ¿Es esa una nueva expresión para ello?
- Vamos, cariño, no seas vulgar. Tengo unas botellas de champaña, ¿no te tienta eso?
- Claro que sí, excepto que tengo una idea mejor. Puedo tomar una semana de permiso en el aeropuerto, y que puede comenzar en este momento. ¿Qué planes tienes?
- Pues... tengo unas cuantas citas, una aparición en la televisión, una o dos reuniones y...
- ¿Podrías cancelarlas? Podríamos ir a Méjico capital por una semana. Podríamos estar esta misma noche allí, a tiempo para cenar.
Y nos fuimos a Méjico por una semana.
Fue una maravillosa semana y también un periodo de descanso. Ambos estábamos cansados y pudimos dormir a placer, dormir hasta mediodía usualmente e incluso hasta más tarde. Por las tardes, aunque nunca a primeras horas de la noche, recorríamos los lugares más pintorescos y más atrayentes. Ellen se puso una máscara de piel - uno de los nuevos modelos de Ravigo, casi imposible de detectar ni a pleno, día -, siempre que salíamos fuera de nuestra suite. Era el precio de ser un personaje famoso. En aquella semana llegué realmente a conocer a la Senador Ellen Gallagher. Me contó cuanto de real importancia le había ocurrido en su vida.
Los principios de su vida habían sido realmente duros y difíciles. Había nacido como Ellen Grabow, sin haber conocido nunca a su padre, muerto en una de aquellas horribles operaciones militares de la guerra de Corea, precisamente unas cuantas semanas antes de haber nacido. Su madre había muerto dos años más tarde, los abuelos de la parte de su padre habían tratado de cuidarla; pero eran demasiado pobres para tener una gobernanta o una doncella y demasiado viejos y uno de ellos demasiado enfermo para cuidarla por sí mismos. Terminaron dejándola en un orfanato.
Había crecido al principio como una chiquilla fea, poco atractiva y con una afección crónica de la piel y frecuentes resfriados. Admitía también que era una rapaza ingobernable por su propia insatisfacción y sus sentimientos de inferioridad respecto a las demás chicas de su edad. Había sido adoptada tres veces, previo juicio legal entre los tres y los ocho años y había sido nuevamente devuelta al orfelinato.
En la cuarta adopción, cuando tenía diez años, se comportó de tal forma que consternó e incluso aterró a los futuros padres adoptivos, por lo que permaneció hasta los quince años, y al cumplir tal edad, fue puesta en libertad, bajo palabra, según era costumbre, para optar por buscarse un empleo, bajo condición de vivir en un club de señoritas, hasta la mayoría de edad, mientras continuaba sus estudios en una escuela nocturna hasta obtener su diploma de Enseñanza Media. Su trabajo se desenvolvía en el departamento de embalaje de unos grandes almacenes y allí permaneció dos semanas hasta que recibió su primer cheque por la paga devengada. Todo esto había sucedido en Wichita, en Kansas.
Había llegado a odiar tanto el entorno de su ambiente en Wichita que llegó a faltar a la palabra empeñada y en el primer autobús se marchó a Hollywood. Estaba enamorada de la idea de trabajar en el cine o en la televisión, que se sintió irresistiblemente atraída a la famosa ciudad que por entonces se la llamaba «La Meca del Cine». (Fue el año en que se construyó la segunda estación del espacio, la teleestación para uso exclusivo de la. televisión.)
Aún continuaba siendo una joven poco atractiva a los quince años, y ella lo sabía, sin embargo, en su íntimo ser había una gran capacidad para el teatro y la televisión y de esa forma pudo comenzar a actuar en papeles secundarios. Seguramente, según admitía Ellen, su defensa había sido su falta de atractivo durante su adolescencia. Y en lugar de admirarse narcisistamente en el espejo, solía poner en práctica el burlarse de sí misma cuando se miraba a su propia imagen.
- Un descanso - le dije.
Me levanté y preparé una bebida para cada uno volviéndome después a la cama. Ellen había mullido de nuevo las almohadas y volvimos a relajarnos sobre ellas. Nos fuimos tomando a sorbos las bebidas preparadas.
- ¿Te he estado aburriendo, Max? - me preguntó.
- Nunca lo has hecho y jamás lo harás - le repuse -. Continúa.
Ellen continuó. Y continuó relatándome su vida en California y me habló de sus esperanzas para verse un día actuando en la televisión.
Pero dos años en Hollywood trabajando como camarera y convencida de que nunca tendría una oportunidad, pues ya había tenido dos de poca importancia y había fracasado, la convencieron de que seria mejor comenzar a pensar en algo más práctico y verosímil que un nombre y una carrera frente a las cámaras de televisión.
En su vida apareció un joven un año mayor que ella, Ray Connor que le propuso matrimonio. A los dieciocho años, él era huérfano también; pero huérfano reciente a quien le habían dejado algún dinero y una pequeña renta procedente de las fincas de sus padres. Quería ser abogado y llegar a ser un hombre de Estado y comenzaba entonces a ingresar en la Facultad de Derecho. Cuando se casaron, él la sugirió que ella ingresase también en el Colegio y se horrorizó de ver que aún le faltaba un año y medio para terminar sus estudios secundarios. Ellen comenzó a darse cuenta por entonces de su escasez de conocimientos y de educación y pronto estuvo de acuerdo en seguir estudiando en casa asignaturas del Instituto, con la ayuda de su marido, hasta poder entrar en el Colegio pasados los correspondientes exámenes. Y se sorprendió de hallar, que gozaba con el estudio y que aprendía con rapidez. Entonces lo hacía por que de veras lo deseaba y no por sentirse obligada a ello. Hizo sus exámenes en sólo seis meses, más pronto de lo que lo hubiera logrado de haber permanecido en Wichita o habiendo continuado yendo a la escuela nocturna. Entró pues, en la Facultad tras de su marido y se decidió igualmente a estudiar Leyes. Se interesó enormemente en ello y comenzó ya a acariciar la idea futura de convertirse en algún personaje del Estado. Aquello sucedía allá por los años 60, cuando las mujeres comenzaron a interesarse más y más por la política.
Hizo finalmente su carrera poco después que Ray y se graduaron juntos en 1975; entonces ella tenía veintitrés años y su marido veinticuatro. Y sucedió que coincidió precisamente en la gran Depresión, cuando no existían empleos, ni asociaciones posibles para jóvenes abogados; pues incluso los más viejos y experimentados apenas si conseguían vivir, como muchas otras gentes en otras profesiones, excepto los psiquiatras. Y el dinero de Ray se había terminado. Tuvieron que enfrentarse con la única solución de trabajar en algo útil, simplemente para seguir comiendo. Ellen fue la primera que se colocó a causa de su antigua experiencia como camarera, y la comparativa facilidad que existía de tal empleo, incluso en aquellos tiempos de la Depresión. A Ray le llevó tres meses el encontrar cualquier clase de empleo. Tuvo que comenzar a trabajar en la construcción. Al tercer día cayó desde una grúa desde cuatro pisos de altura y se mató.
- ¿Le amabas, Ellen? - la pregunté.
- Sí, por entonces, mucho. Me temo que me casé con él por razones prácticas; pero en cinco años llegué a quererle profundamente.
- ¿Has amado a muchos hombres, Ellen?
- Cuatro, solamente a cuatro. Tres, además de a ti.
Ralph Gallagher fue el segundo.
Ella le encontró cuatro años más tarde cuando trabajaba en la firma de «Gallagher, Reyoll & Willcox». El era mayor que ella, aunque no demasiado, cuarenta y un años junto a los veintisiete de Ellen. Gallagher ya comenzaba a destacar como una persona prominente en política y sin duda llegaría a ser un gran hombre. Se había casado una vez; pero divorciado hacía varios años. Ellen le había admirado, tras haber comenzado a trabajar para su firma. Gallagher se fijó en ella y comenzó a galantearle lo que gustó a Ellen, que se sentía íntimamente complacida. En las pocas ocasiones en que la invitó a salir con él, Ellen pudo comprender que buscaba más bien a una esposa que a una amiga.
Acabó casándose con él. Y durante diez años que habían vivido juntos antes de la muerte de Ralph Gallagher, ella se había dedicado apasionadamente en cuidar las ambiciones de su marido, convirtiéndose así la política en su nueva carrera frente a la vida. Aprendió cómo desenvolverse en el intrincado campo de la política, hizo grandes conocimientos sociales y el uso práctico de tales conocimientos. Ella le había ayudado a que él triunfase como Alcalde de Los Angeles y a prepararle como casi seguro vencedor en la próxima elección para Gobernador del Estado de California.
Pero una trombosis coronaria dio al traste con la vida de su esposo de la noche a la mañana.
Ellen volvió a sufrir un rudo golpe en su vida afectiva. Se encontraba rota de nuevo, deshecha por completo. Tan familiares como le habían sido hasta entonces los asuntos políticos, no había prestado atención alguna a las cuestiones financieras y había cometido la estupidez de colocar todos los huevos en la misma cesta, una cesta sin fondo. Su capital, tras el pago de todas sus obligaciones, quedó reducido prácticamente a la nada.
Ellen había tenido ya una fuerte educación en Leyes; pero nunca la había practicado, resultaba ya demasiado tarde comenzar a la edad de treinta y siete años. Pero conocía la política y llevaba un nombre que era respetado en California, especialmente en Los Angeles.
Se presentó al Consejo Municipal de la ciudad y ganó fácilmente la elección, volvió a triunfar por segunda vez y se convirtió en la Presidente del Consejo Municipal. Después, dos periodos en la Asamblea del Estado. Tras aquello, se le habló por los lideres de su partido para presentarse a las elecciones que llenarían la vacante del Senado, reemplazando así el hueco dejado por un hombre que había muerto en su lugar de trabajo, laborando por su Estado.
- Y habría sido miserablemente derrotada, Max, si tú no te hubieses sacado un conejo de la chistera.
- De la propia oficina de tu oponente, amor mío. Pero has dejado de mencionar al tercer hombre amado, querida. ¿Fue Bradly?
- Sí, fue Brad. Durante un año, hace ya dos que esto ocurrió. Aquello terminó por mutuo acuerdo, una especie de mutuo consentimiento sin la menor querella, por lo que supongo que no pudo ser nada demasiado serio.
- Pero él dedicó su esfuerzo al Proyecto Júpiter. ¿O tal vez ya lo estaba con anterioridad?
- Un poco de ambas cosas. El me había hablado de aquello antes, mientras estuvimos enamorados; pero sólo en un sentido general. Cuando supo que me presentaba para el Senado, vino a mí con los planes específicos, los programas y me pidió que si podría seguir adelante con él si yo triunfaba en las elecciones. Le dije que lo haría encantada, sin soñar nunca, ni imaginarlo siquiera, que cometiese el error político de hablar de ello a los periodistas precisamente antes de las elecciones. Si yo lo hubiera previsto, nunca habría estado de acuerdo.
- Creo que lo que quieres decir es que le hubieras advertido de que se hubiese callado la boca. ¿O acaso quieres significar con eso que no estabas realmente entusiasmada acerca del proyecto en sí mismo? ¿Fue sólo tu amistad con Bradly lo que te hizo estar de acuerdo?
- Bien, en parte sí. Oh, me gustaba la idea de un cohete que fuese enviado a explorar el planeta Júpiter. Deseaba que el hombre diese otro paso hacia el espacio exterior, en mi propio tiempo. Pero no era ciertamente demasiado importante para mí, y desde luego no hubiese basado mi carrera política precisamente en el solo proyecto. ¿Quieres saber, Max, cuándo conseguí estar realmente entusiasmada acerca de ese cohete espacial? La tarde que te encontré y te conocí. La luz que había en tus ojos, la forma de hablarme, la forma tuya de pensar. Comencé entonces a sentirme un poco loca por las estrellas, aquella misma tarde. Me encontré a mí misma pensando ya en hacer el trato del caballo con ese Decreto del Congreso como si fuese la cosa mas importante de toda la legislación del mundo entero... y así fue como sucedió, repentinamente.
- ¿Y supiste también aquella tarde lo que iría a ocurrir entre nosotros?
- Desde luego que si, Max. Casi en el instante en que entraste por la puerta.
Yo sacudí la cabeza, casi asombrado.
- ¿Te gustaría tomar un trago ahora? - la pregunté.
Aceptó. De nuevo en la cama, medio recostados, con las bebidas en las manos, continuamos charlando un rato más.
- Max - me dijo Ellen -. ¿Crees realmente que conseguiremos llegar a las estrellas? Hay años luz de distancia y un sólo año luz es algo que da escalofríos de sólo pensarlo.
- Lo es, si permites el aterrarte por tal cosa.
- A qué distancia se encuentra la más cercana? Creo que lo he olvidado.
- Es la Próxima del Centauro, y se encuentra a unos cuatro años luz de distancia. Y seguimos ignorando todavía dónde está la más lejana porque las galaxias continúan extendiéndose por miles de millones de años luz, según nos muestran los grandes telescopios. Tal vez el Universo finito, pero ilimitado, de los relativistas es un error y el Universo continúe infinitamente. Sí, creo que debe existir el Infinito.
- ¿Y una Eternidad?
- Creo que nos encontramos a medio camino de tales conceptos. Esta charla sobre la edad del Universo, como cifra específica, dos mil millones de años, cuatro mil millones de años... es algo que vuelve loco a cualquiera. ¿Puedes imaginarte a algo o a cualquiera que de repente le dé cuerda a un reloj y comience a marchar y que no existiese ningún tiempo anterior a determinado momento específico? El tiempo no puede ser detenido, ni ha debido comenzar nunca. Si este Universo particular, tiene una edad definida, no es eterno y entonces se renueva a sí mismo constantemente por algún proceso que nos es totalmente desconocido, por tanto debe existir otro universo anterior a éste. En la eternidad, existiría una infinita progresión de universos, un número infinito de ellos que han pasado y extinguido y otro número infinito que aún no han aparecido.
»Tal vez, Ellen, existió un universo hace miles de millones de años en donde dos personas estuviesen sentadas, una junto a otra en una cama, como nosotros ahora, e incluso con nuestros mismos nombres, bebiendo las mismas bebidas, diciendo las mismas cosas, excepto de que quizás tales personas vistiesen distintos pijamas y de diferentes colores, porque se trataba de un universo diferente.
Ellen soltó una deliciosa carcajada.
- Pero hace media hora, pues, no vestían ningún pijama en absoluto por lo que no podrías establecer la diferencia. Pero Max, dejando al Tiempo y a la Eternidad fuera de toda cuestión, ¿crees de veras que los relativistas están equivocados respecto al universo finito en volumen en un espacio que se curva sobre sí mismo? Incluso siendo finito, permiten que sea bastante grande, ya lo sabes.
Tomé un sorbo de mi bebida.
- Espero que estén todos equivocados... porque entonces puede que haya otra estrella más lejana y no me gusta pensar que eso sea así. ¿A dónde iríamos desde allí?
- Pero si el espacio se curva en sí mismo, ¿no resultaría que la estrella más lejana resultaría a su vez la más próxima?
- Querida, esto es realmente una idea aterradora. A mí me vuelve loco de remate el pensarlo. Rehúso aceptar tal idea, incluso el examinarla. Volvamos al universo finito. Si éste es finito, podrían existir un infinito número de universos como él, o sea un infinito de finitos. Como gotas de agua. Tal vez nosotros sólo seamos unos infusorios dentro de una gota de agua, a la que ha ocurrido separarse de otra gota de agua, es decir un universo en sí mismo. ¿Supones a esos infusorios que jamás lleguen a sospechar que hay otras gotas de agua además de la suya?
- Pudiera ser tal vez que uno lo hiciera. Tú lo has hecho. ¿Qué pasaría si nuestra gota de agua se encuentra dentro del campo de visión de un microscopio o algo equivalente a un microscopio y que algo nos está mirando cuidadosamente?
- Dejémosle que mire - repuse -. Que mire todo el tiempo que quiera. Y si no lo hace, ¡qué más da!
Y otra vez de vuelta a Los Angeles, a mi trabajo, al estudio. No es que fuese al régimen tan estricto en esta ocasión, ahora cuando iba a tomar ya mi graduación. Ellen me convenció de que trabajar exclusivamente y no divertirse nada, me convertiría en un tipo adocenado y demasiado serio, y por nada del mundo querría verme así. Estudiaba cuatro noches por semana, dos solo y otras dos con profesor. Dos días en la semana las dedicaba a Ellen o a Klocky o a ambos y disponía de una noche para dormir y descansar. Usualmente mis noches con Ellen solían ser tranquilas en su apartamento; pero ocasionalmente íbamos a cualquier función o concierto. No importaba que nos viesen juntos de vez en cuando, ya que por sistema evitábamos los lugares frecuentados por los columnistas chismosos y los comentadores de la prensa. Por nada del mundo queríamos ver nuestros nombres juntos en letras de molde o en la televisión; porque incluso la más leve sugestión de un idilio entre nosotros, habría sido un mal negocio cuando llegase el momento para Ellen de utilizar su influencia para mí en el Proyecto Júpiter.
Y así transcurrió, julio, agosto y septiembre.
Yo hacía una nueva amistad, con el hombre que estaba dándome clase en las teorías del campo unificado de la Relatividad de Einstein. Su nombre resultaba un tanto extraño, Chang M’bassi; pero en sí mismo, resultaba todavía más sorprendente.
Chang M’bassi, era el último, o al menos así lo creía de las tribus Masai de África; hasta los años 60 había vivido en el continente negro. Aquellas gentes habían dejado de existir porque todos resultaron muertos, excepto M’bassi, cuando menos no existía otro auténtico ejemplar de su raza superviviente entre ella. Aquellas gentes habían sido lo más representativo y extraordinario, seguramente, de todas las tribus africanas, aparte de los más bravos y orgullosos guerreros. Eran los de más alta estatura, por término medio un Masai tenía más de seis pies de altura. Su deporte era la caza de leones con lanzas, ningún joven se convertía en miembro de la comunidad con todos sus derechos de hombre hasta haber matado a su león. No cazaban otros animales y raramente comían carne; eran pastores al propio tiempo que guerreros. Tenían grandes rebaños de ganado y su dieta reducida, casi el único alimento que tomaban era una mezcla de leche y sangre del ganado que pastoreaban. Aquella dieta demostró ser fatal en la epidemia, la gran epidemia que se desató en su país y que si no recuerdo mal, fue por el año 1969, y que mató a quince o dieciséis millones de criaturas en pocas semanas. La epidemia llegó al año siguiente del intento en gran escala de exterminar la mosca tsé-tsé, la productora de la encefalitis letárgica (la enfermedad del sueño), en el área de su hábitat tradicional. El intento no tuvo el éxito deseado, ya que un cierto número de moscas tsé-tsé se hicieron inmunes al nuevo producto «maravilloso» que tendría que haberlas exterminado de una vez y por todas. Volvieron al año siguiente grandemente disminuidas en número pero llevaban consigo un nuevo virus desconocido que infectó al ganado, sembrando la mortandad con una rapidez asombrosa por toda la región. El ganado no mostraba señales exteriores de enfermedad o infección microbiana, como tampoco los seres humanos que igualmente fueron picados por las nuevas moscas. Pero en la sangre y en la leche del ganado, el virus se convirtió en algo mutado que resultó mortal para los humanos. Comer carne, tomar la sangre o beber la leche de una vaca infectada resultaba mortal de necesidad. Los vómitos comenzaban a las pocas horas, el enfermo se encontraba perdido al día siguiente y la muerte, sin remedio, se producía a los tres o cuatro días.
Cuando estallaron las epidemias, menos de una semana tras haber aparecido las tsé-tsé, los Masai se encontraron perdidos y sin ninguna oportunidad. Todos estaban infectados de la terrible epidemia, casi simultáneamente, todos; excepto un chiquillo llamado M’bassi, murieron antes de haber podido aplicárseles un adecuado tratamiento por los epidemiólogos que se precipitaron rápidamente a encararse con aquella terrible enfermedad viriásica. Los especialistas aislaron pronto el nuevo virus y su origen y esparcieron rápidamente el aviso de la total prohibición de comer carne y tomar la leche de las vacas. A causa de tales avisos y porque trabajando frenéticamente, los epidemiólogos hallaron en pocos días un tratamiento efectivo para la enfermedad, las demás tribus no tuvieron bajas más considerables, limitándose ya a la pérdida de una mitad de sus efectivos vivientes. Además, aquellas otras tribus que habían sido primitivamente pastoras, tuvieron la suerte de que sus rebaños no fueran infectados tan completa y ampliamente como las de los Masai.
La supervivencia de M’bassi había sido algo accidental y casi de verdadera providencia, de cualquier forma que se considerase el hecho. Un médico chino misionero, llamado Chang Wo Sing, budista, había llegado entre ellos para tratar de convertirles al Sendero de las Ocho Virtudes, tuvo que haber sufrido bastante y luchado entre semejante ambiente, porque su secta particular del budismo, además de ser evangélica, predicaba un estricto régimen vegetariano y se mostraba totalmente contraria a la muerte de los animales. Para abrazar su especial filosofía de la vida, es preciso imaginarse el horror de los Masai ante el pensamiento de comer sólo vegetales y dejar que se abandonase su tradicional caza del león, deporte para ellos apasionado, viril y que constituía desde siglos, todo un código de honor para su raza. Seguramente que pudo haber tenido más éxito al no predicar con tanta violencia el estricto vegetarianismo y el haber de dejar en paz a los leones.
Pero en cierto sentido, aunque limitado - limitado a una sola persona -, Chang Wo Sing, había triunfado en conquistar a los Masai en su forma de pensar. M’bassi, el último de los Masai, era budista.
M’bassi tenía entonces once años, hijo de un jefe de un poblado de Masai sobre el cual el doctor Chang había condescendido con benevolencia. El mismo día de la llegada del buen doctor, M’bassi había resultado gravemente herido por un león, a media milla del poblado. Se lo trajeron casi inconsciente, más muerto que vivo, apenas con un resto de sangre en su organismo y en un estado de extrema gravedad por anemia aguda. Su padre, el jefe, no dudó en poner el desgarrado cuerpo de su hijo, dado ya por muerto, en manos del apacible doctor chino, para que intentase salvarle la vida.
El doctor Chang lo intentó y triunfó en el empeño. Pero M’bassi, unos días más tarde, era todavía un pobre muchacho terriblemente enfermo, aunque al fin salvó la vida. Tenía la garganta seriamente desgarrada y milagrosamente, las garras del león fallaron en seccionarle la yugular. Fue alimentado intravenosamente con una nutriente solución que era puramente vegetal en su origen.
Los demás Masai del poblado y los de los demás poblados de su raza, cayeron enfermos y comenzaron a morir. El doctor Chang imaginó, al menos en parte, la respuesta a la epidemia, antes de llegar los epidemiólogos y trató de salvarles; al menos a cuantos hubiera podido salvar; pero aquella enfermedad era algo nuevo para él y desgraciadamente no era bacteriólogo. Su advertencia de que dejasen de comer carne, había sido un excelente aviso; pero llegó demasiado tarde, aunque de todas formas la habrían ignorado de haber llegado a tiempo. La mayor parte de las víctimas habían ido demasiado lejos comiendo carne y la totalidad de la tribu, excepto aquel chico mal herido, fue prontamente infectada y condenada a morir. Los refuerzos médicos que llegaron, encontraron al doctor Chang en un poblado repleto de criaturas moribundas o ya muertas.
Pero M’bassi vivió. Tras de que el último de los Masai del poblado muriera y hubiese sido enterrado y después de que los otros médicos llegasen hacia donde esperaban todavía haber sido útiles, el médico budista misionero, continuó allí, sólo con el pequeño M’bassi todavía dos semanas más, hasta que pudo llevarlo con él. Primero a Nairobi para un mes de hospitalización y después, ya convaleciente, por ferrocarril hasta Mombassa y por barco hasta China.
De vuelta a su país de origen, el buen doctor chino había prosperado. Había criado al muchacho negro como a un hijo y estuvo en condiciones de enviarle al extranjero para que se educase. Primero a Londres, después al Tibet y finalmente a Massachussetts, al Instituto Tecnológico.
Conocí a M’bassi. Un original tipo de siete pies de altura, esbelto y arrogante, con todas las características de su raza. Sus ojos tranquilos y contemplativos en aquel fiero rostro africano, le daban un aspecto singular por las profundas cicatrices que le produjeran un día las garras del león, unas cicatrices que le alcanzaban desde el cuero cabelludo hasta la barbilla, habiendo salvado milagrosamente los dos ojos. Hablaba con una voz melodiosa y suave que hacía que cualquier idioma que hablara resultara dulce y armonioso. Budista, un gran místico y matemático; un tipo maravilloso.
Había entrado en contacto con él por Ellen. Ella le conocía porque había sido amigo de Bradly y le había sugerido unos meses antes la necesidad de un profesor que me iniciase en la alta matemática de la teoría del campo unificado. Chang M’bassi, pues, había tomado el nombre del doctor chino, como el de su padre; era profesor de altas matemáticas en la Universidad del Sur de California.
Ellen me había advertido que las lecciones que pudiese darme, las daría sólo si nos apreciábamos mutuamente por personal simpatía, ya que estaba descartada para él la cuestión monetaria y personalmente sólo deseaba disponer de tiempo para sus meditaciones filosófico - religiosas.
- En tal caso - le dije a Ellen -. ¿Por qué podría tener interés alguno en enseñarme?
- Pudiera muy bien ser que no, Max. Sólo por pura consideración monetaria, no, desde luego. Pero si trabas amistad con él y simpatizáis el uno con el otro...
Y en efecto, simpatizamos recíprocamente.
Dios sabe por qué. Excepto por una cosa - y eso era algo que no aprendí hasta que conocí a M’bassi mucho tiempo -, parecía que ambos no teníamos nada, absolutamente nada, en común. El misticismo me aburría de muerte. La ciencia, excepto en el reino puro de las altas matemáticas, tampoco tenía interés para mí.
Sin embargo, ambos llegamos a ser muy buenos amigos.
En octubre me otorgaron el grado de ingeniero de cohetes. Lo celebramos con una cena y una fiesta, toda una fiesta, en una suite de Beverly. Rory y Bess Bursteder vinieron en avión desde Berkeley para la ocasión y mi hermano Bill y mi cuñada Marlene, desde Seattle. Klockerman y su esposa. Chang M’bassi, solo, como siempre. Y Ellen, por supuesto. Nueve en total.
Bill se divirtió en grande, aunque creo que estaba algo mosqueado en la mayor parte de las conversaciones que sostuvimos. Sin embargo parecía sentirse a gusto y feliz de encontrarse allí con nosotros, especialmente en mi compañía. Estaba encantado, no tanto por el título que acababa de obtener, sino más bien porque con aquel motivo, dejaría de tener las manos llenas de suciedad y de grasa, y que por fin, podría llegar a alcanzar una posición responsable y aspirar a cualquier puesto importante en la vida. El breve discurso de Klockerman anunciando que ya se habían hecho los necesarios arreglos para convertirme en ayudante del director del aeropuerto de los cohetes, le produjo a mi hermano un gran placer. Pero me di cuenta de que Marlene me miró con curiosidad y le hice un guiño para volverla todavía más curiosa sobre el particular. Es bueno siempre ver a una mujer sentirse curiosa y sirve a su derecho a considerarse lo bastante lista para comprobar que un leopardo no cambia su sitio en la selva, sin alguna poderosa razón.
La víspera de Navidad la pasé solo con Ellen en su apartamento. La sorprendí con un regalo, un collar de perlas. Había estado durante casi un año, ganando más dinero que nunca en mi vida. Y dándose la circunstancia de que en tal época, había tenido menos tiempo que nunca para gastarlo. El amontonarse el dinero en mi cuenta del Banco había empezado a preocuparme y aquello era una maravillosa oportunidad para librarme de una buena parte de aquel dinero.
Ellen, por su parte, me regaló una preciosa pitillera, negra con unos diamantes incrustados al azar formando un extraño y caprichoso dibujo. ¿Era al azar? La miré insistentemente y comprendí a poco, que formaba un diseño que me era tan familiar. Era la Osa Mayor, apuntando hacia la Estrella Polar.
Querido - me dijo -, ésta es la única forma que tengo de que consigas tener las estrellas al alcance de tu mano.
Creo que deseé haber llorado. Tal vez debieron saltárseme las lágrimas, porque me encontré en un momento determinado, con los ojos nublados, y una visión borrosa de cuanto me rodeaba.
Tercera Parte: Año 1999
Carta de Ellen desde Washington, a últimos del mes de enero.
«Oh, querido, querido mío. Quisiera que esta noche estuvieses conmigo, aquí conmigo. O que yo pudiera pasarla en tu compañía.
»Entonces, esta fatiga y esta constante jaqueca. que sufro se desvanecería. Seria feliz y me sentiría relajada a tu lado. Pero con dolor de cabeza o sin él, tengo que contarte lo que hoy he llevado a cabo. He elegido a mi víctima y mi momento a la perfección. La víctima. La víctima: el caballero de Massachussetts, líder de los conservadores y cabeza del Comité de asignaciones, el Senador Rand. El momento: un almuerzo téte-a-téte, en un lugar que he elegido hábilmente donde nadie nos conoce a ninguno de los dos, con objeto de no sufrir interrupciones.
»Y mientras comimos, le aburrí según me temo, hablándole de las ventajas para la Ciencia y para la Humanidad, de enviar en un viaje de inmediata inspección, un cohete al gran Júpiter. Pero esto era solo la superficie del objeto principal. Bajo cuerda, yo seguí apretando más y más fuerte en el sentido de que la propuesta del Senado pasara a despecho de la oposición. Le confesé que ya contaba con suficientes votos para llevarlo a efecto - cosa que no es cierta; pero creo por ahora no lo descubrirá -, y que su oposición no haría nada bueno en su favor. Procuré observarle detenidamente, mientras le mencionaba qué pequeña suma sería la de trescientos diez millones para llevar a cabo el proyecto, un proyecto de tal categoría. Para que la retuviera bien en su mente, procuré mencionarla una docena de veces.
»Esperé hasta terminar el almuerzo y comenzamos a tomar el coñac. Rand es un hombre que no se encuentra a gusto tras ninguna comida, si no es frente a una buena copa de coñac, y así lo hice. Mientras saboreaba el licor, le mencioné que existía otra forma de conseguir un cohete para Júpiter, incomparablemente mucho más económica y que además contaba con la ventaja adicional de poder tomar contacto en cualquiera de las lunas de su sistema planetario. Tomé tu programa, el creado por ti y Klocky en conjunto, de mi bolso, y se lo mostré. No se molestó en mirar nada de los planos, excepto las cifras que en total sumaban veintiséis millones. Y entonces, se me quedó mirando fijamente: Senador Gallagher - me dijo - si esto puede hacerse tan barato, ¿por qué diablos propuso usted un decreto basado en cifras casi doce veces mayores?
»Yo esperaba semejante pregunta, por supuesto, y tenía dispuesta mi contestación, al explicarle que la técnica de hacerlo más económicamente no había sido descubierta ni calculada en el momento en que presenté la moción, ahora puesta sobre el tapete y que el cohete original propuesto inicialmente tenía la ventaja de ser un vehículo espacial para dos hombres del espacio que quisieran pilotarlo. Pero que a despecho de tales factores, me habría gustado retirar la moción original y sustituirlo por este cohete tan poco costoso; pero sólo a base de que si yo tenía la palabra suya de que los conservadores lo dejasen pasar, iría adelante sin demora y sin oposición. Le apunté que no querrían seguramente votar por él, sino que sería suficiente con que se abstuvieran o se dieran un paseo por cualquier corredor del Senado mientras la moción estuviera votándose.
»Rand farfulló algo, tratando de decirme que no podía prometerme nada excepto que él no se opondría al decreto. Yo insistí en mi parloteo, halagándole un poco y diciéndole que sabía cuánta era su influencia con los conservadores en ambas Casas y repitiéndole que se le consideraba como el verdadero líder de la oposición. Así estuvimos un buen rato. Yo le dije que si íbamos a sostener una lucha por tal cuestión llevaríamos la lucha a la base del original y más costoso proyecto y que recularíamos ante la alternativa de que el decreto fuese a denegarse. Finalmente, propuso la verdadera solución. Prometió hacer lo que estuviese en sus manos para que no hubiese una activa oposición por parte de los conservadores y yo a mi vez retiraría la propuesta original e introduciría la segunda como sustituta. Y el Senador Rand sea lo que de él pueda pensarse, es un hombre de palabra y un hombre inteligente y de honor.
»La moción y el decreto pueden ya considerarse aprobados, Max. Los conseguiremos ya votados para el próximo lunes en el Senado, tras haber pasado a través del Comité. Irá a la Cámara de Representantes dentro de un mes.
»Y desde luego no será vetado. Tenemos la seguridad dada privadamente por el Presidente Jansen acerca del particular, y ofrecida sobre la base del decreto primitivo. Firmará el proyecto sustituto sin la menor vacilación. Y estará encantado de que sea tan económico que estoy segura de que estará de acuerdo en nombrar a quienquiera que yo sugiera, siempre que esté políticamente calificado para director del Proyecto. Y antes de que sugiera un nombre para su respectivo nombramiento, querido Max, tendré que sugerir asimismo que me prometa que tú serás el ayudante del director.
»Por tanto, dentro de un mes, más o menos, digamos a primeros de marzo, sugeriré a Klocky que se vaya de vacaciones y que te deje en su puesto mientras tanto. Una ausencia de tres meses será tiempo y margen suficiente; tu nombramiento será hecho y confirmado para entonces, aunque el proyecto en sí mismo aún no haya empezado, incluso ni a ser diseñado y llevado a las mesas de trabajo hasta la caída del otoño. Los muchachos de White Sands, tendrán que supervisar los planos y eso se llevará tiempo. Tiene que haber, de lo cual me encargaré, la forma de que las cosas se pongan en marcha cuanto antes mejor.
»Pero no te anticipo la seguridad de que nos proporcionen alguna molestia. De hecho, estoy razonablemente segura de que ellos, no sólo recibirán con entusiasmo estos planes, sino, que nos prestarán su colaboración. El General Rudge, la cabeza sobresaliente de allá, estuvo en Washington la semana pasada y de una forma estrictamente confidencial, le mostré tu programa. Y me dijo, aunque de forma puramente oficiosa, que le parecía estupendo a él personalmente, aunque desde luego tendrían que comprobar las cifras repetidas veces. Tengo la sospecha de que insistirá en añadir al programa algunos pequeños factores de seguridad, cosa, por otra parte, que ya habíamos previsto.
»Y eso es todo por ahora, querido. Me gustaría que no tardase tanto tiempo en llevarse todo esto a cabo, que serán siete largas semanas. Pero para entonces, probablemente el decreto estará ya aceptado y firmado por el Presidente y con un poco de suerte, tu nombramiento extendido y confirmado. Entonces podremos celebrarlo. ¿No te parece, amor mío?
»Mientras tanto, no te olvides escribir a tu miembro del Congreso.»
Y en efecto, escribí a aquel maravilloso miembro del Congreso, a quien echaba de menos de una forma angustiosa y desesperante.
Sí, la echaba de menos angustiosamente. Al estar lejos de ella, me di cuenta de que la amaba realmente y que entre nosotros existía algo profundo e importante, no sólo un capricho pasajero, como otros que había tenido en mi vida pasada. A veces, llegué a maldecir al Proyecto Júpiter, por tenernos separados el uno del otro.
Solo, yo que jamás me había sentido solo nunca antes en mi vida, encontré que la semana tenía demasiados días. Tuvimos una estación de lluvias bastante pesada en Los Angeles; pero yo solía pasear con frecuencia durante horas, a veces casi navegando en las calles encharcadas. Leí mucho. Tantas veces como podía, procurando no molestarles, pasaba noches en casa de Klocky o con M’bassi, hablando o jugando al ajedrez. Escuché un concierto ocasional en diversas sesiones. Aún así, había demasiados días en cada semana. Siete en cada una de ellas; pero que a mí me parecían años. ¿Por qué tenía que estar enamorado de Ellen y amarla apasionadamente? Era como preguntarme por qué razón tenía cinco dedos en cada mano.
Los días fueron pasando así y todo, trabajando y soportando las largas noches de soledad.
Otra carta de Ellen, a principios de febrero:
«Por mi telegrama de ayer, sabrás que el decreto pasó ya por el Senado, querido. Con toda probabilidad, si hubieras estado viendo la televisión lo habrías sabido incluso antes de que mi telegrama llegase a tus manos.
»Seguramente lo que no has sabido es lo asustada y preocupada que estuve, por lo cercano que estuvo el peligro. Max, el decreto ha pasado por un margen de sólo tres votos. Y no ha sido porque Rand se haya mezclado en esto. De los veinticinco votos que forman el bloque conservador del Senado, unos cuantos se depositaron contra nosotros; la mayor parte o se abstuvieron o permanecieron ausentes mientras se efectuaba la votación.
»De nuestra parte teníamos en línea veinticinco votos como cosa cierta - los quince con que siempre contamos y diez más que conseguí con el «trato del caballo». Calculamos que los otros cincuenta, los pertenecientes a los grupos independientes, se dividirían equitativamente. Y si esto ocurría tendríamos casi una mayoría de dos a uno con la abstención de los conservadores.
»Pero incluso sin oposición organizada, sin discursos contra el Proyecto, esos votos de los grupos independientes, se vinieron duramente en nuestra contra. La actual votación ha sido de 36-33, lo que significa que entre los 44 votos independientes sólo conseguimos 11, uno de entre 4 a nuestro favor.
»Desde entonces, hemos descubierto por qué, por conversaciones con algunos de los independientes que usualmente votan a nuestro favor, y quiénes corrientemente desean seguirnos con un proyecto expansionista del espacio, razonablemente expuesto. Se produjo un sentimiento repentino en contra, por que la última semana se ha estrellado un cohete enviado a Marte, cohete de tres millones de dólares de cargo y con seis hombres a bordo, enviado a la colonia marciana del planeta rojo; deshecho por un meteorito y estrellado contra Deimos.
(Una de las lunas de Marte. La otra es Fobos. Deimos y Fobos (la Fuga y el Terror) son los caballos del dios Marte en la mitología griega. Al descubrirse el planeta, siguiendo la costumbre tradicional, los astrónomos bautizaron a sus dos lunas con iguales nombres mitológicos. «N del T.»).
»Lo supe a su debido tiempo, por supuesto, y aunque el hecho despertó una cierta irritación entre la gente, nunca podía suponer que se llevase ante el Senado con semejante furor político. ¡Como si fuésemos culpables del fallo del tráfico rodado por haberse descarrilado un tren de superficie, sin importar el costo ni las víctimas de la catástrofe!
»Así, pues, gracias a Dios, el decreto pasará, aunque hemos estado asustados, lo que nos ha demostrado cuánta excesiva confianza habíamos puesto en su éxito. Además, nos ha enseñado que antes de que el decreto sea informado por el Comité y votado en la Cámara de Representantes, hemos de proceder con precaución y mucho cuidado. Será preciso repetir el «cambio de caballo» a gran escala.
»Y ahora tendremos que esperar, en cualquier caso, al menos hasta después del receso y posiblemente un mes o algo más aún, hasta que esa catástrofe del cohete marciano se vaya olvidando de la mente de los Representantes y sus constituyentes. Si - que Dios no lo quiera -, se produce otra catástrofe de este tipo con otro cohete dentro del próximo par de meses venideros, no habrá otro remedio que mantener el decreto en el Comité hasta que podamos tratar de empujarlo hasta el día de la clausura de la sesión. Y será preciso realizar un verdadero juego malabar en el asunto.
»Por tanto, si Klocky no ha hecho arreglos irrevocables para comenzar su ausencia a primeros de marzo, sería mucho mejor que esperase todavía un mes y lo hiciese a principios de abril. Te ruego que se lo digas así, teniendo además una razón egoísta para desear que la cosa ocurra de esa forma. El receso de la sesión en este año, será el segundo y por dos semanas en marzo, desde el seis hasta el veintiuno. Si Klocky sale el primero de marzo, tú tendrás que hacerte cargo de su trabajo y sé que no estarías en condiciones de aguantar esas dos semanas. Pero si permanece durante todo el mes, ¿podrías posiblemente - aunque me parece aún así demasiado largo -, repetir la semana que pasamos en Méjico?
»Todavía continúo sufriendo este horrible dolor de cabeza constante, aunque no me impida escribirte, cosa que de todos modos, he de realizar con un gran esfuerzo. Ahora que ha pasado la excitación respecto al decreto, que temporalmente podemos considerar como cosa concluida, creo que iré a visitar a un buen médico; confío que se trate de un. caso de jaqueca persistente. Ahora que gracias a Dios se dispone de tantas nuevas técnicas, creo que no es cosa de preocuparse demasiado sobre el particular.
»Escríbeme pronto y cuéntame muchas cosas respecto a estas semanas transcurridas, así podremos hacer planes para cuando estés libre.»
Hablé con Klockerman y todo estuvo de acuerdo, preparó las cosas para salir de vacaciones a primeros de marzo; pero no era del todo demasiado tarde para cambiarlas. Telefoneé a Ellen aquella noche y sostuvimos una larga conversación. Elegimos ir a La Habana, en Cuba y dispusimos las cosas para reunimos allá el día seis de marzo.
El estrecho margen de votos del Senado y la necesaria demora producida antes de que el decreto llegase a la Cámara de Representantes, no me preocuparon seriamente. En cualquier caso, creí sentirme más bien optimista. Las cosas habían ido produciéndose lentamente y con suavidad, demasiado fáciles tal vez, según yo creía verlas. Ahora que me parecía verlo todo despejado en nuestro camino, creía sentirme mucho mejor en todos los aspectos.
Tomé el almuerzo un domingo con M’bassi; carne de conejo para él y de vaca para mí. Después y teniendo a la vista un cálido y agradable día de febrero, razonablemente templado en Los Angeles, nos fuimos a una playa de nudistas para bronceamos al sol los dos. Me encantaba la idea de quemarme un poco la piel a la luz del sol. M’bassi porque adoraba el Sol y su calor, ya que bien sabía Dios que su cuerpo no necesitaba ennegrecerse para nada.
Hablamos de leones. M’bassi tomó la palabra.
- Ayer por la tarde - me dijo -, hice una cosa que nunca había hecho antes. Fui a un parque zoológico. Fui con la sola idea de ver un león. No había visto uno desde hacía treinta años. Y vi uno.
- ¿Y qué tal te pareció?
- Pues a un león. Se parecía mucho realmente a un león. Pero durante un buen rato sospeché de que no lo era. Tenía un aspecto tan diferente y totalmente distinto, de los leones que yo había visto en África que me pareció irreal, sobre todo de aquel que estuvo a punto de matarme y que me dejó con vida al fallar en su zarpazo. Entonces comprobé, que la diferencia no radicaba en la bestia, sino en mi perspectiva respecto al animal. Fue una experiencia singular. Me alegro de haber ido.
- La diferencia en la perspectiva - le dije yo -, pudo haber sido debida a una de dos cosas. La diferencia entre un león libre y otro enjaulado o a la diferencia entre el punto de vista de un niño y la de un hombre. ¿Cuál era, M’bassi?
- No fue ninguna de esas dos cosas, Max. Era la diferencia, entre el punto de vista de un salvaje - ya que a los once años yo era un salvaje - y la de un hombre civilizado. Era algo más que la diferencia entre los puntos de vista de un niño a un hombre; porque de haber permanecido como un salvaje, y seguido la vida de la tribu, el punto de vista no hubiese cambiado.
- ¿Cómo definirías ese punto de vista? El del salvaje, quiero decir.
- Admiración, respeto y el deseo de matar. La necesidad de conquistar mi derecho a la hombría contra el león en un combate, para probarme a mí mismo que no tenía miedo de él.
- Pero yo creía siempre que los Masai eran tan bravos que nunca tuvieron miedo a los leones...
- Por supuesto que eran gente valiente y brava. Y desde luego, tenían miedo, ya que de no tenerlo, no hubiese existido ninguna bravura en su caza del león. Donde no existe el temor, no hay bravura.
- ¿Y tu actitud hacia el león, como hombre civilizado?
- Admiración, respeto y compasión.
- Es fácil sentir compasión por un león enjaulado. ¿Qué habría pasado si te hubiera atacado en las selvas de África?
M’bassi suspiró.
- Habría tenido que defenderme, de no haber tenido otro remedio, pero lamentándolo. La filosofía Hsin no es fanática, reconoce que aunque la vida, toda la vida, es importante, la vida de un ser humano es mucho más importante que la de cualquier animal.
- Entonces, no habría sido un pecado matar a un león atacante. Pero, ¿lo habría sido el cazarlo?
- Bajo ciertas circunstancias, también hubiera sido necesario. Si, por ejemplo, un león se ha convertido en un asesino de seres humanos, ¿qué habría de malo en cazarlo o matarlo por placer? Alegrarse con la muerte de una criatura viviente.
Criaturas vivientes, tales como las gaviotas que volaban graciosamente sobre nuestras cabezas. Criaturas vivientes, como un grupo de muchachas, correteando por la playa, saltando y riendo. Y con todo aquello, el perezoso ritmo de las olas, el calor del sol y el azul maravilloso del cielo.
Hice un gesto hacia todo aquello.
- Todo esto, M’bassi. Todo esto y también las estrellas. ¿No es suficiente sin tener que inventar una religión y un Dios?
Podría ser, Max, si pudiésemos tener todo esto y también las estrellas sin religión. Tú tienes la ciencia. Yo la religión. Tú montas sobre el caballo que te conducirá seguramente hacia las estrellas, yo montaré el mío.
No pude ni siquiera soñar, entonces, lo que quería decir con aquello.
Me creí ser rico y tomé el cohete que, partiendo de Miami me llevó hasta La Habana. El reactor de Ellen, aterrizó dos horas más tarde y ya había preparado una suite en un hotel para nosotros, en el momento adecuado.
Ellen había visitado a un especialista respecto a sus constantes y fuertes dolores de cabeza; se los curó y se hallaba entonces perfectamente. Pero daba la impresión de hallarse fatigada los primeros días.
- Mujer, has trabajado demasiado duramente. Creo que has dado más de ti de cuanto te pertenecía en este endiablado Proyecto Júpiter. Dejemos que los enamorados de las estrellas lo lleven felizmente a través de la Cámara de Representantes.
- He tenido que hacerlo, Max. Y me encontraré perfectamente, ya descansada del todo, para cuando llegue el momento de que haya de volver. Y mi fatiga no depende en todo de mis preocupaciones por empujar hacia el Proyecto Júpiter. Ese condenado decreto de Buckley... tendré que enfrentarme con él en California o no tendré ni una sombra de posibilidades para ser reelegida.
- ¿Y por qué ese deseo de ser reelegida? Ellen, fuiste tú quien me llevaste a un trabajo administrativo; pero tengo que admitir que estoy llevando ese puesto en contra de mi gusto, aunque me lo paguen bien. Lo bastante bueno como para permitirme el lujo de tener conmigo a todo un Senador de los Estados Unidos. ¿Por qué no nos casamos tan pronto como se firme mi nombramiento?
- Hablaremos de todo eso, querido.
- Lo haremos pues. Y podemos hacerlo ahora. No hay que pagar por hablar Ellen querida. Ellen, ¿estás en la política porque de veras lo deseas y porque realmente deseas tener una carrera propia? ¿O sólo para tener un medio de vida?
- Yo... Max, honradamente, no lo sé. Es probablemente que haya algo de ambas cosas; pero en este preciso momento me siento demasiado confusa para. analizar mis sentimientos, acerca de la política o de casarme. En cualquier caso, no quisiera casarme hasta que haya finalizado mi período electoral para el que fui elegida... y eso significan otros dos años. Es mucho tiempo.
- Claro que es demasiado tiempo, cariño. Y nosotros no somos ya tan jóvenes.
- No, pero no echamos de menos eso ni tú ni yo, ¿no es cierto? Estamos juntos, casi como si estuviéramos realmente casados, Max. Incluso si nos hubiéramos casado hace dos años no dimitiría de mi puesto en el Senado. Así tendré que permanecer en Washington seis o siete meses de cada año.
- Al menos no tendrías que ponerte esa máscara cuando estás en público.
- No me importa. Además, piensa qué deliciosa resulta quitársela cuando estamos en privado. ¿Quieres preparar un trago?
Se tomó el suyo a pequeños sorbos y después se dejó caer sobre las mullidas almohadas, cerrando los ojos.
- Háblame, cariño.
- ¿De qué? ¿De lo mucho que te quiero? - Y fruncí el ceño -. Maldita sea, cariño, ¿sabías que ésta es la primera vez en mis cincuenta y ocho años que pido a una mujer que se case conmigo? Y no puedo obtener una respuesta concreta a mi petición...
- Te quiero, Max. Soy tuya. ¿No es suficiente? Además sabes que formas parte de mi vida. ¿Qué significan unas palabras y un trozo de papel?
- No son las palabras ni el trozo de papel. Es... oh, ¡diablos! Supongo que es algo egoísta por mi parte, cuando haces que analice mis propios sentimientos. Probablemente se debe a que deseo mostrarte a todo el mundo como mi esposa, no tener que mantenerlo siempre en secreto.
- Secreto, excepto para las pocas personas que te importan de veras. Klocky, los Bursteder, tu hermano y tu cuñada, M’bassi y algunos otros...
- Está bien - repuse, pensando en esgrimir otra nueva razón, alguna que tuviese un más sólido fundamento.
Pero Ellen me ganó la partida, como siempre. Se sentó y alargó la mano en busca de su bebida a medio tomar.
- Max, déjame explicarte. Creo que jamás has pedido a otra mujer que se case contigo; pero no me digas que crea que jamás hayas amado a otra mujer. Tienes que haberlo hecho, más de una vez, y al menos tanto como ahora me quieres a mi. Es preciso que lo admitas.
- Pues sí, es cierto. He amado a otras mujeres. Pero nunca tanto como a ti, en eso estás equivocada. Esto es diferente.
- Querido Max, voy a decirte en qué consiste la diferencia. Tú eres un loco del espacio y lo has sido siempre, desde que fuiste lo suficiente hombre para saber lo que era el amor. Cuando llegó ese momento, las estrellas fueron lo primero para ti, las mujeres ocuparon en tu corazón y en tu mente un segundo lugar. El matrimonio te habría ligado demasiado a un hogar y te habría dificultado hacer las cosas que has deseado hacer o ir a donde quieres ir. Ahora y por primera vez, tienes ambas cosas en el mismo paquete, una mujer que te quiere y la oportunidad de ayudar a construir un cohete que llegará más lejos en el espacio cósmico de cuanto se haya conseguido antes.
Tuve que reconocer para mi interior, que aquello era una verdad impresionante.
- Si lo pones en duda - continuó Ellen - puedo demostrártelo. Supongamos que aceptas ahora mismo el matrimonio, aquí en La Habana; pero sólo con la condición de que dejases de mirar a las estrellas y dejar de soñar con ellas.
- Tú no me pedirías una cosa semejante. No lo harías. No serías tú si lo hicieras.
- Por supuesto que no. Pero comprendes mi punto de vista, así y todo. Oh, Max, dejemos de hablar de matrimonio por esta noche. No hablemos de nada respecto a cualquier determinado sujeto. Háblame de lo que quieras y déjame escucharte.
- Está bien, cariño. ¿De qué podría hablarte que te gustase?
- De la única cosa que te gusta, de las estrellas. ¿Crees realmente que llegaremos algún día a alcanzarlas?
- Me pones siempre el cebo, querida. Tú sabes perfectamente bien que creo que se llegará a las estrellas, y que lo deseamos con todo nuestro corazón. Es sólo cuestión de tiempo. No puede darse crédito al género humano simplemente porque se diga como tópico que no hay nada que pueda hacerse nunca en tal sentido. Las estrellas están en el Cosmos esperando a que el hombre vaya a su encuentro. Algún día, y tal vez más pronto de lo que podamos figurarnos, el Hombre hará una incursión en los profundos espacios de igual forma que irrumpió en el sistema solar por los años 60. Esperemos que esta vez no tenga que esperar hasta que llegue a sentir el terror de intentarlo.
- ¿Aterrarse por qué?
- Sí, como los alemanes y los japoneses nos asustaron cuando comenzaron a desarrollar las bombas atómicas. Como los comunistas nos asustaron irrumpiendo en el espacio en su carrera hacia la Luna. A veces, parece como si fuese preciso que nos saquen de quicio, antes de que deseemos intentar algo grande, en gran escala, algo que necesite muchos miles de millones de dólares para llevarlo a cabo.
»Los nazis y los japoneses allá por 1940 - antes de que tú nacieras al mundo - lo hicieron. ¿Y sabes por qué desarrollaron la bomba atómica? Para ahorrar dinero. A los nazis pudimos vencerlos sin ella, de hecho lo hicimos, porque no estaba todavía a punto. Pero por lo que respecta a los japoneses, tú sabes que se prepararon para una guerra larguísima en su propio país donde hubiera sido preciso ir a matarles uno a uno, isla por isla. Aquello hubiera costado muchos más centenares de millones de dólares que la bomba atómica, al haber tenido que derrotarles con armas de menor potencia. Y creo que incluso habiéndolo hecho con ella. Cuando comenzamos a desarrollar el ingenio nuclear, nosotros no pensábamos realmente en el ahorro del dinero, sino en la forma de poner a salvo nuestras vidas, llegamos a sentir tanto miedo que el dinero no importó.
»Y fue por los años 50 y a principios de los 60 cuando los comunistas nos proporcionaron otro estado de miedo, poco antes de la ruptura de China y Rusia en 1965 y la contra-revolución de los otros países satélites del comunismo, lo que acabó por terminar nuestras preocupaciones al respecto. Pero a últimos de los años 50 - ya soy lo suficiente viejo como para recordarlo bien -, nos hallamos de nuevo amedrentados, a despecho de los comunistas. Tenían también la bomba A, por lo que no era suficiente. Entonces fue cuando realmente se pensó en gastar dinero en controlar la energía atómica, energía que podía ser utilizada para fuerza y propulsión al igual que para cualquier eventual destrucción.
»Y antes de que nos metiéramos en el asunto de lleno, ya llegamos a la Luna, para comenzar los trabajos de la estación espacial y a poner en el cielo los primeros cohetes espaciales con carburantes líquidos de tipo químico. Ellen, fueron aquellos primitivos y terribles proyectiles de tres fases tan grandes como un edificio de diez pisos y cuya carga útil era sólo una fracción por ciento del peso de despegue. Nos llevó tres años y cuatro o cinco mil millones de dólares el conseguir el primer envío de una tonelada de carga para ponerla en órbita. Todo esto con cohetes impulsados con carburantes líquidos o sólidos antes de que los muchachos de la energía nuclear, salieran con la micropila, convirtiendo así a aquellos tremendos cohetes espaciales en algo tan anticuado como el arco y las flechas. Y así se construyó la estación espacial, para propósitos militares, antes de haber comenzado la exploración del espacio. Como comprenderás, en vez de una estación espacial allá arriba en órbita, pudimos haber enviado docenas de cohetes con cabezas de hidrógeno controlados por radio para hacer saltar en pedazos todo un continente, de haber sido necesario.
»Sólo que antes de hacerlo, no existía necesidad de ello. El comunismo siguió un derrotero aparte y dejamos de estar atemorizados.»
- Pero continuamos hacia la Luna y Marte así y todo, Max.
- Y a Venus - repuse yo -. Nuestro momento de entusiasmo nos llevó hasta allá y no más lejos.
Habíamos dejado de estar atemorizados y los grandes gastos se detuvieron en seco. Un observatorio en la Luna, una pequeña colonia experimental de Venus. Y nos detuvimos.
- Puede que fuese preciso hacerlo para recobrar el aliento, Max. Fue un avance demasiado repentino e importante.
- Cuarenta años ya, es demasiado tiempo para recobrar el aliento, querida. Dejamos de lado el empuje maravilloso de que estuvimos todos tocados. No solamente hacia Júpiter y los planetas exteriores, sino a las estrellas. Deberíamos haber intentado de todos modos, llegar hasta la estrella más cercana.
- Pero... ¿podría intentarse eso, Max? Ahora mismo, quiero decir, con lo que tenemos, con lo que conocemos...
- Podríamos, sí.. Costaría mucho, tal vez tanto como la bomba atómica y todos nuestros cohetes planetarios juntos. Tendría que ser una gran nave, ensamblada en el espacio, como lo fue la estación espacial. Tendría que ser tan grande como para alojar en su interior a una docena de familias, para ser algo práctico, puesto que para el tiempo en que la nave llegase a la Próxima Centauri a nuestras actuales velocidades espaciales, es posible que fuesen los descendientes de varias generaciones los que estuviesen en condiciones de llegar hasta allá.
- Sí, ahora recuerdo de cómo podría hacerse. Pero me temo, querido, que la gente no estuviese dispuesta a nada parecido a semejante aventura. Gastando todo ese dinero, todo ese esfuerzo y después no conocer jamás cuál hubiese sido el resultado porque habría transcurrido un siglo hasta conocerse el resultado, si es que se conociese de algún modo.
- Ya comprendo - le dije -. Podría lograrse pero sé que no puede hacerse. No por siglos, de cualquier forma, si habría de hacerse de esa manera. Yo mismo no votaría en su favor.
Ellen abrió los ojos asombrada.
- ¿Tú lo harías así?
- No, yo preferiría mejor gastar todos esos miles de millones en el desarrollo de la impulsión iónica. Si el Gobierno pone el dinero y el esfuerzo en esto, como lo hizo para desarrollar la bomba atómica, estoy seguro que se descubriría en pocos años. Y tú y yo estaríamos aún vivos cuando la primera nave estelar volviese de una estrella.
Los ojos de Ellen me miraron brillantes, contagiados de mi entusiasmo.
- Tal vez, si se produjese algo espectacular procedente del viaje a Júpiter...
- Pues yo así lo creo, Ellen. Algo espectacular, en efecto. El uranio; nuestros recursos no son demasiado elevados en tal aspecto y si encontramos grandes cantidades en alguna de las lunas de Júpiter... ahí podría estar la clave. O alguna clase de vida inteligente. Creo que tal vez fuese mejor que el uranio. Saber que existe vida inteligente que nos espera en la Galaxia... Ellen, eso podría estimular nuestra curiosidad, nuestra forma de llegar hasta allá, más de lo que cualquier otra cosa pudiese hacerlo.
- ¿Lo crees así? ¿No iría mejor la cosa desde el otro punto de vista? ¿Qué pensarías del horror de conocer que encontrásemos una vida más inteligente que la nuestra?
- No lo creo así. Los hombres pueden ser cobardes individualmente pero en colectividad, tal vez sea ése el desafío que necesitan. ¡Dios! ¡Ojalá que encontrásemos canales en Marte! Eso probaría que otra raza, aparte de nosotros, ha vivido. ¿Sólo porque ha escaseado el combustible para alimentar nuestro impulso en los pocos lugares extraterrestres a que hemos llegado, hemos de olvidar nuestro gran sueño? ¿Y olvidar a dónde debemos seguir yendo? ¿Habremos de esperar hasta que sea una cuestión de supervivencia para nosotros el tener que hacerlo? ¿Hasta que nos encontremos de nuevo atemorizados? ¿Hasta que una nave del espacio procedente de otro sistema solar venga aquí y comience a dispararnos, para que tengamos que darnos prisa a responder a sus ataques y defendernos? ¿O hasta que nuestros astrónomos nos digan que nuestro Sol se aproxima al estado de nova y explote, dándonos un tiempo límite para escapar o convertirnos en átomos? ¿O que a una docena de millones de años en el futuro, nuestro propio Sol se decida a volverse frío y que tengamos que buscar otro antes de congelarnos en la Tierra? Ellen, ¿es preciso que tengamos que esperar por cualquiera de esas causas?
Ellen no respondió y entonces la mire fijamente. Respiraba lentamente y con regularidad. Se había quedado profundamente dormida.
Apagué las luces y me quedé quieto a su lado sin despertarla de su sueño.
La segunda semana, Ellen se sintió mucho mejor, mucho menos fatigada. Salimos la mayor parte de los días, recorriendo la ciudad. A ninguno de los dos nos preocupaba el baile; pero a ambos nos encantó la música cubana moderna, con el estilo importado de Norteamérica allá por los años 70 y descartado diez años después; pero que aún perduraba en La Habana. Nos gustaba el baile cubano; creo que los dos estábamos un tanto planchados a la antigua.
Hicimos un par de viajes por mar en días soleados, alquilando un pequeño yate a motor, de esos delfines mecánicos que vuelan literalmente por la superficie del agua a tanta velocidad que es preciso ir vestido en traje de baño para no mojarse de pies a cabeza. Una vez lejos de la orilla, nos deteníamos, dejándolo balancearse en las olas y nos bañábamos en pleno mar. En Cuba no existen playas nudistas; el pueblo de origen netamente español, se muestra terriblemente lleno de prejuicios frente a la desnudez del cuerpo, al igual que los americanos suelen serlo también.
Fueron unas maravillosas vacaciones y a ambos nos sentaron magníficamente. Y como todo termina, Ellen tuvo que volver a Washington y yo al aeropuerto de cohetes de Los Angeles.
Y sobre la marcha, a enfrascarme en un trabajo enorme. La última semana antes de salir de permiso Klockerman, fue un período de tremendo trabajo para mostrarme los diversos asuntos que yo aún desconocía y de los que había de hacerme cargo en cuanto se fuera. Trabajamos hasta muy tarde cada noche, teniendo que recordarme una cosa tras otra de lo que era preciso que yo supiera.
Era una inmensa tarea, según iba comprendiendo, el gobernar el aeropuerto de Los Angeles, llena de responsabilidad y con una enorme cantidad de cosas que conocer en cada departamento de los que dependían de su jefatura. Hasta que Klocky volviera, tendría que verme obligado a trabajar como un condenado.
Klocky se marchó a África a primeros de abril. Le vi partir en una gris mañana de primavera.
- No dejes de estar en contacto conmigo, Max - me dijo al despedirse -, así estaré al tanto de cuándo se haga el nombramiento y llegue para mí la hora de volver. Pero que no sea antes de tres meses, muchacho. Quiero estar ese tiempo fuera, por lo menos. Y... buena suerte, chico.
Durante algún tiempo, y hasta que las cosas fueron marchando normalmente, estuve demasiado preocupado con mi trabajo para preocuparme también por mi suerte. Pero aquello marchaba.
A fines de mayo, recibí una carta de mi amada miembro del Congreso:
«Esto va bien, querido. La moción está pasando a la Cámara de Representantes en esta última semana, el jueves y viernes. Esto ya es cosa decidida, a menos, naturalmente, que vuelva a producirse cualquier otra catástrofe con los cohetes, locales o interplanetarios. Sería preciso entonces posponer nuestras negociaciones si esto ocurriera, no deseamos en modo alguno que tal cosa ocurriera en el Senado. Queremos estar seguros, al menos con el sesenta por ciento de la mayoría. Hemos trabajado de firme y creemos estar seguros, sin esperar más.
»Así, para que no tengas que estar pendiente de las noticias en la televisión, cuenta con una llamada telefónica mía en el mismo momento en que lo sepamos como cosa segura. Te llamaré antes de que las noticias te lleguen por la imagen televisiva, ya que a los comentadores no les llegan las noticias, sino bastante después que a nosotros, como debes suponer. Te telefonearé en el preciso instante en que tengamos el triunfo en la mano.
»El decreto no será votado antes de las diez de la mañana, ni después de las cinco de la tarde, hora de Washington, lo que corresponde a las 7 de la mañana y 2 de la tarde de Los Angeles; por lo tanto, procura estar al alcance de cualquier teléfono entre esas horas del jueves y viernes si de veras quieres recibir esas noticias con la rapidez con que yo deseo que las conozcas. Si la llamada es antes de las nueve - hora tuya - lo haré a tu apartamento primero y después al aeropuerto.
»Creo que vamos a tener buenas noticias, cariño, puedes creerme. Además tengo también otra serie de cosas buenas que decirte. Estuve ayer en la Casa Blanca con otros dos senadores hablando con el Presidente de otras cuestiones; pero me las arreglé para estar unos minutos con él, tras haber terminado la discusión general. Le recordé, respecto al Proyecto Júpiter, su promesa de que firmaría el decreto del Congreso sin pérdida de tiempo. El Presidente se mostró amable y me aseguró que lo recordaría y que no tuviera, que preocuparme. Me dijo a su vez, que había oído hablar de él cuando pasó al Senado y que le había sorprendido el hecho de que la cifra para llevarlo a cabo fuese solamente de veintiséis millones de dólares, cuando la moción, según se había discutido al principio, le pareció ser de una cifra muchísimo más elevada.
»Aquello me dio una perfecta oportunidad para hablarle de tu nombramiento. Le dije algo sobre tí y me concedió un amplio crédito al respecto y sobre ti, excepto el hecho de que yo debería tener en cuenta a Klockerman, para tomar en consideración el programa y las cifras, con objeto de que se llevase a cabo el proyecto en esa forma actual, menos costosa.
»Y mientras el ambiente estuvo propicio, yo aproveché la circunstancia para decirle que tú merecías ser el director del Proyecto Júpiter. Admití, por supuesto, que tal vez sería más aconsejable y prudente que para tal cargo se contase con un político de nombre, conocedor del papeleo y su manejo político; pero que cualquiera que fuese el que ostentase la dirección, debería hacerlo bajo el entendimiento de que tú serías el más inmediato en el mando del proyecto con el título de superintendente, dejándote la libertad de manejar y llevar adelante la construcción del cohete.
»¡Y estuvo de acuerdo conmigo, querido! Me dijo, que cualquier hombre que hubiera sido capaz de reducir la cifra de trescientos millones de dólares a una décima parte, se merecía ciertamente ese nombramiento y el de trabajar en el mismo, si deseaba hacerlo, y además, ocupando el puesto de máxima categoría inherente al mismo.
»De hecho, en nuestra rápida charla, casi tuve que hacerle desistir de que te nombrase director en vez de superintendente, ya que ello no habría ido bien y he aquí por qué: su nombramiento para la dirección tendrá que ser aprobado por el Senado y sería demasiada suerte que eso pudiera conseguirse sin echarlo todo a perder. Tú no eres una figura política conocida, lo cual induciría a cualquier senador o grupo político a borrarte de la lista, para sustituirte por alguien a quien se tuviera que complacer por compromisos políticos.
»Y el hecho, hubiera puesto sobre el tapete, además, tus calificaciones. Ya sabes a donde esto hubiera conducido. Se habría descubierto el hecho de que no posees el título de ingeniero y la carencia de estar experimentado en trabajos administrativos de cierta altura. Y esto habría tenido como consecuencia de que el Senado y después el Presidente, no concediesen crédito a un hombre que no considerasen calificado para manejar un proyecto de muchos millones de dólares en juego. De producirse así las cosas, el haberte hecho después superintendente habría costado un trabajo ímprobo, si es que se hubiese podido conseguir.
»Por tanto, dije al Presidente Jansen que no creía que tú descaras la dirección del Proyecto y que estabas mucho más interesado en el aspecto técnico y de ingeniería y en su construcción y que te gustaba mucho más el trabajo en los cohetes que el manejo de los papeles. Le dije, además, que habías sido un hombre del espacio y un gran mecánico de cohetes y que los conocías desde el último tornillo hasta su llegada al planeta Marte; por tanto una figura política sería lo mejor para el cargo de la dirección del proyecto.
»Me preguntó entonces, si yo tenía en mente a alguien para el cargo de director y le prometí que pensaría en las diversas posibilidades; pero que no ninguna sugerencia específica hasta que el decreto hubiera pasado por la Cámara de Representantes, en su momento oportuno.
»El Presidente me preguntó si el decreto había pasado ya y cuando le dije que sí, llamó a su secretario para que tomase nota en su agenda y fijar una cita para verle a las dos del miércoles de la semana próxima.
»Para ese momento, ya habré elegido a alguien que resulte conveniente como director, preparando otro de reserva para el caso de que el Presidente ponga alguna objeción al primer candidato. Hablaré con ambos, con las cartas sobre la mesa, y quedará bien claro para cada uno de ellos que si les recomiendo para tal cargo importante será a cambio de prometerme que el nombre de la persona que yo sugiera como superintendente, será intangible, pues de lo contrario, no será nombrado como director del Proyecto Júpiter.
»Ni que decir que tendré esa promesa; he trabajado en ese decreto mucho y el cargo de director estará bien pagado. Creo tenerlo todo bien dispuesto y que no surgirá ningún otro inconveniente. Las cosas van sobre ruedas, cariño y pronto veremos su resultado. Espero que te alegren estas noticias. Ya sabes lo mucho que te quiere tu Ellen.»
Y levanté el corazón al entusiasmo. La carta de Ellen me había llegado por avión cohete con entrega de urgencia y llegó a mis manos en la tarde del mismo día que la había escrito, el martes.
Así tuve dos días de esperanza y de incertidumbre a la vez, de cara al resultado final de la votación del jueves, o tres, si llegaba al viernes. Me sentía intensamente preocupado de nuevo, casi aterrado, ahora que todo estaba ya tan próximo. Porque podían ir mal muchas cosas en la política.
¿Qué pasaría de suceder otra catástrofe con un cohete? No había vuelto a producirse desde el que se estrelló en Deimos, una de las dos lunas de Marte, y que tanto problema causó en el Senado además de la conmoción de la opinión pública. Cada noche esperaba con los nervios tensos, las últimas noticias de la televisión para estar seguro. Pero, ¿qué sucedería si aquello se repitiese en aquellos últimos días antes de que el decreto fuese aprobado? Por seguro que no habría que pensar en hablar del asunto hasta la próxima sesión del Senado y difícilmente se olvidarían las consecuencias. Cuando menos, significaba la demora de otro año entero. Yo no era ya tan joven como para esperar, ya acababa de cumplir los cincuenta y nueve años. Los sesenta los tenía en perspectiva.
Durante aquellos días solía tener un aparato de televisión portátil sobre la mesa de mi despacho, pendiente de cualquier boletín de noticias. Especialmente el jueves, mientras esperaba la llamada de Ellen. Después de todo, tal vez ella pudo haber encontrado inconvenientes en conseguir una llamada de larga distancia, y mediante el aparato pudiera tener las noticias que tan apasionadamente esperaba. Apenas si me movía de mi oficina, sin asegurarme de que mi secretaria supiese de qué forma pudiera localizarme exactamente en el caso de recibirse una llamada desde Washington. Pero no llegó.
Esperé hasta hallarme de nuevo en mi apartamento para llamarla yo, serían entonces las nueve, hora local de Washington y debería hallarse en casa. Y allí estaba.
- ¿Todo va bien, cariño? - la pregunté.
- Muy bien, Max. El decreto está en la orden del día de mañana, el tercero en la agenda. Los dos primeros son asuntos de rutina; por tanto espero que llegará sobre las once de la mañana, es decir, las ocho de tu hora local en esa. ¿Estarás todavía en tu apartamento, verdad?
- Sí; pero si llamas más tarde, a lo mejor me llega mientras estoy camino de la oficina. Lo que haré será irme allí temprano, a las siete. Así, llames cuando llames, podré recibir tu llamada inmediatamente.
Su graciosa sonrisa me llegó a través del teléfono.
- Está bien, cariño, te llamaré entonces a la oficina. Pero no es preciso que vayas hasta las siete y media, estoy segura que el decreto no se presentará más temprano de esa hora. Y hay que tener en cuenta que puede producirse algún debate, que procuraremos evitar.
- De acuerdo. Estaré en la oficina desde las siete y media hasta hablar contigo. Ellen, te siento cansada. ¿Te encuentras bien?
- Sí, estoy cansada. Aparte de esto, me encuentro perfectamente.
- ¿No has sufrido más jaquecas?
- Tampoco. Ahora descanso bastante. Me iré temprano esta noche a la cama. Mañana no iré al Senado. Estaré en las galerías de la Cámara de Representantes, esperando hasta que te llame al teléfono. Y pasaré fuera el resto del día.
- ¿Descansarás?
- Te lo prometo. Bueno, puede que a la tarde tenga algún compromiso, que me serviría de relajamiento, si el decreto pasa en la sesión de la mañana. Te diré lo que voy a hacer. Iré al Zoológico y me entretendré en mirar los monos. Tras toda una mañana de observar a la gente de la Cámara de Representantes, eso creo que calmará mis nervios. Y puede que restaure mi fe en la naturaleza humana. O en la naturaleza simiesca, si es que hay diferencia. Querido, me gustaría tener tu fe en el género humano.
- La tienes en mayor medida que yo. Creo que estás excesivamente fatigada. No quiero molestarte mas. Buenas noches, amor.
Intenté irme temprano a la cama aquella noche; pero estaba demasiado preocupado para poder dormir. Tras un buen rato de fumar cigarrillos y de indecisión, me puse una bata y me subí al techo del edificio con el telescopio. Júpiter estaba ya bajo el horizonte pero Saturno aparecía bellísimo aquella noche, en su punto ideal de ángulo de inclinación para la contemplación de sus anillos. Aquel Saturno tan espectacular, mucho más alejado de Júpiter, el planeta que debería constituir nuestro próximo paso en la exploración del sistema solar, tras Júpiter. Al día siguiente, se sabría si el proyecto Júpiter sería una realidad o resultaba un fracaso...
(Saturno se encuentra de la Tierra a 1.428 millones de kilómetros. Tarda en dar una revolución alrededor del Sol 29 años y 167 días. Lo descubrió Huyghens en 1.655. Lo maravilloso de este planeta unas 800 veces mayor que la Tierra es su gran cortejo de lunas; pero en especial sus anillos que giran concéntricos al ecuador del planeta, e independientes de él. Esos anillos tienen tres divisiones: de Casini, de 3.000 km., la de Encke de 740 km. y el anillo exterior de 18.000 km. Su masa es una millonésima de la del planeta. Los anillos, según la órbita del planeta pueden verse con la inclinación parecida a la de un sombrero de ala ancha o colocarse, en determinados momentos, de canto, de tal forma que son casi invisibles. A esto se refiere el autor al expresar que podía verlos en un ángulo interesante. Aparte de los famosos anillos, que hace que se le llame por los astrónomos «la joya del cielo», las lunas se llaman Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán, Temis, Hiperión, Febe y Yapeto. «N. Del T.»)
Pero no se produjo. Ellen me llamó unos minutos antes de las nueve.
- Todo va bien, querido. El asunto está en marcha.
- ¡Maravilloso!
- Sí, con un margen desahogado de votos. La votación aún continúa, sólo han votado las tres cuartas partes de la Cámara; pero ya contamos con la mayoría, quiero decir con la mayoría de los votos emitidos. Por tanto podemos contar con el éxito de la moción. Si estás interesado en el resultado final, podré volver a telefonearte dentro de veinte minutos.
- No importa - repuse yo -. Lo que sí me preocupa, querida Ellen es que sigues pareciendo muy fatigada. Creo que lo mejor será que te vayas a casa y descanses. O hablabas en serio de ir esta tarde a ver los monos al Zoo?
- Lo decía medio en serio, medio en broma; pero creo que será mejor que me vaya a casa y trate de dormir. Tengo una cita para cenar esta noche. Ha llegado el momento de que emplee mis influencias para tu nombramiento de director.
- ¿Y con quién vas a cenar?
- Con William J. Whitlow. Es mi primer objetivo como político. ¿No te recuerda nada ese nombre?
- Pues me suena algo familiar; pero no consigo localizarlo.
- Se trata de un ex - miembro del Congreso por el Estado de Wisconsin. Pertenece al mismo partido del Presidente Jansen. Perdió la última elección, pero no fue por culpa suya, ya que contaba con más votos que el propio Presidente. Pero ya recordarás el escándalo que se produjo con los sobornos. El propio Whitlow no estuvo implicado personalmente, aunque sí muchos de los hombres de su partido, lo que hizo que al final se perdiesen muchos votos en su favor. Mientras permaneció en la Cámara, hace dos años, capitaneó el grupo político que defendió el decreto sobre Alaska y su incorporación a la Unión. Es posible que recuerdes el nombre, el Acta Burns-Whitlow. Por eso supongo que habrás oído hablar de él.
- ¿Y qué hace ahora?
- Es uno de los Subsecretarios de Estado. Fue el mejor puesto que el Presidente Jansen pudo proporcionarle, tras su elección; pero en realidad no es tan importante como la dirección del Proyecto Júpiter. Esto le proporcionará mejores ingresos y mayor publicidad. Es un hombre para llevarlo a cabo políticamente. Y el Presidente Jansen estará encantado de ofrecerle esa oportunidad, de eso estoy segura.
- ¿Y no surgirán inconvenientes contra él cuando el Senado tenga que aprobar su nombramiento?
- No lo creo, en absoluto. Es un hombre intachable. Es casi molestamente honesto en sus cosas. No encontrará dificultades en el Senado. Es natural, Max.
- Eso me parece excelente. Pero, ¿qué pasará con la oposición conservadora?
- He comprobado su votación cuidadosamente. Es un hombre prudente y si bien es cierto que no ha hecho nada especialmente en favor de cualquier proyecto expansionista, jamás ha votado contra cualquier moción en favor de la construcción de un cohete o de cualquier colonia planetaria. Esto le irá muy bien y en tal puesto, se verá políticamente más aceptable por la Cámara que si fuese personalmente un fanático expansionista.
- Magnífico, Ellen. Y personalmente, ¿qué tal es?
- Bien, tal vez un poco presuntuoso, según me temo. Pero no te preocupes, te creo capaz de manejarle y desde luego no se interferirá en tus asuntos. No tiene la menor idea de la ingeniería sobre los cohetes espaciales y mucho menos de su construcción. Estará contento con suponer que para él será la gloria de supervisar todo el papeleo del Proyecto mientras que tú harás el trabajo, en realidad. Creo que hago un buen negocio con captarlo esta misma noche a nuestra causa. Conseguiré su promesa irrevocable de que haga de la persona que le indique su ayudante, en reciprocidad por haberle recomendado para la dirección del Proyecto Júpiter.
¿Y por qué has de hacerlo así?
- Me he trazado un programa para estar doblemente segura del éxito. Realmente maquiavélico políticamente considerado. Si mantengo secreto tu nombre hasta después de que haya hablado con Jansen respecto al asunto, lo más natural es que el Presidente recuerde alguna de las cosas que yo le dije respecto a ti, y le sugiera tu nombre. Y una recomendación del Presidente significaría para Whitlow tal vez una situación embarazosa frente a mí, a causa de la promesa que me haya hecho. Y después, cuando yo le recomiende al mismo hombre que cite el Presidente, ¡figúrate la alegría que le dará y lo que habrás ganado a los ojos de Whitlow! Se considerará feliz de cumplir la palabra que me ha dado y simultáneamente de haber aceptado la sugerencia del Presidente, por lo que te dejará absolutamente libre en todo lo relativo al Proyecto. Y en el caso de que el Presidente no cite tu nombre, nada se habrá perdido.
- Buena chica - le dije entonces -. Procura que no te retenga demasiado tiempo esta noche.
- Desde luego que no lo haré. Voy a ofrecerle una especie de trato que le conviene y no a empujarle ni a obligarle a nada. No tendré ni siquiera que mostrarme encantadora con él, sino simplemente seducirle políticamente.
- Creo que es estupenda tu idea. Pero esto me recuerda... ¿no crees que todo esto se merece celebrarlo? Hoy es viernes, puedo arreglar las cosas para estar libre el domingo. Si duermes toda esta tarde y toda esta noche y además, mañana por todo el día, o al menos descansas bien, estarás en condiciones de que podamos celebrarlo nosotros solos, digamos mañana noche. ¿Qué te parece? Podría tomar un estratorreactor mañana tarde y volver domingo por la tarde.
- Eso me parece maravilloso..., pero Max, esperemos hasta que podamos celebrarlo realmente, hasta que tu nombramiento sea un hecho real y efectivo. Si yo consigo que las cosas vayan lo suficientemente bien como para que estén terminadas al final de la semana próxima, ¿no crees que vale la pena esperar hasta entonces?
Yo dejé escapar un suspiro de resignación.
- Bien, supongo que sí. Pero estoy condenadamente solo aquí, faltando además la presencia de Klocky. Veo a M’bassi de tarde en tarde y este fin de semana creo que no podré verle tampoco ni celebrarlo con nada. M’bassi apenas si bebe vino y si acaso, un vasito de compromiso.
Ellen rió al otro extremo del teléfono.
- No resulta muy divertida la perspectiva, ¿verdad, querido? ¿Por qué no te marchas mañana noche a Berkeley y vas con Bess y Rory? Son una gente maravillosa...
- Es cierto, Ellen y lo haré encantado.
- Bien, cariño. Ah, y no te pierdas los periódicos de esta noche. Tenemos una excelente publicidad de un especialista en la materia y está haciéndolo a través de la mejor prensa del país. Hemos aguantado todo, pero una vez pasado por la Cámara de Representantes, saldrá a la luz pública esta tarde.
- Los esperaré con impaciencia. De acuerdo, cariño. Bien, no quiero cansarte más. Espero verte en el próximo fin de semana y tenme al corriente de todo.
- Te lo diré en el momento en que ocurra cualquier cosa interesante. Y ahora, hasta la vista, amor mío.
Intenté telefonear a Rory aquella noche para estar seguro de que Bess estaría en casa y libre de compromisos para la noche siguiente y de que me recibirían bien. Pero Rory me ganó la partida. Antes de abandonar la oficina fue Rory quien me llamó al teléfono.
- Max, ¿puedes venir a casa mañana tarde?
Le dije que sí.
- Haremos una pequeña fiesta para celebrar el Proyecto Júpiter. Estaremos unos cincuenta más o menos, la mayor parte muchachos de la Isla del Tesoro, aunque puede que haya más. Vamos a tomar varias habitaciones en el Hotel de las Pléyades y creo que armaremos una buena juerga. Esto hay que celebrarlo como Dios manda.
Y así fue. La juerga duró hasta el amanecer. Me encontré siendo el invitado de honor, porque los periódicos habían difundido por todas partes mi nombre como verdadero promotor del Proyecto. Tuve que pronunciar un pequeño discurso. Creo que dije algunas tonterías; pero nadie pareció darse cuenta.
La publicidad no había dañado mi reputación personal en el Aeropuerto de Cohetes de Los Angeles. Lo pude comprobar en la mañana del domingo cuando volví al trabajo. Si había existido algún resentimiento, que yo tenía como cosa segura por la forma en que Klockerman me había ensalzado por encima de otros personajes, había desaparecido del ambiente. Era entonces el héroe del día y todo parecía ir como sobre ruedas. Podía apreciar la diferencia en mi entorno.
Ni la menor noticia de Ellen, ni lunes ni martes. Por supuesto que no existía tal razón para que telefonease o escribiese. Un boletín de noticias, difundió el martes por la tarde que el Presidente Jansen había firmado el decreto del Proyecto Júpiter, aunque oficialmente no se hubiese dado a conocer. Pero se había anticipado tan interesante noticia; por lo que comprendí que Ellen tampoco hubiese tenido que llamarme.
Pero el miércoles era su cita con el Presidente y sabía que debería llamarme, o al menos, enviarme un telegrama, en cuanto terminase su entrevista. Si Ellen hubiese llevado a cabo su convenio con Whitlow y éste iba a conseguir definitivamente su nombramiento, entonces ya podía considerarme dentro del Proyecto.
Su cita tuvo lugar a las dos (hora del Pacífico las 11), por tanto a partir de las once me quedé en mi oficina para, no perder la menor oportunidad de cualquier llamada. Cuando no llegó al mediodía, envíe a que me trajesen el almuerzo, que tomé junto al teléfono. Al llegar la una de la tarde, ya comencé a sentirme preocupado, seguramente su cita con el Presidente pudo haberse retrasado y como mucho, su llamada me llegaría dentro de un cuarto de hora siguiente. Pensé también que ella debió darse prisa para volver al Senado y que habría decidido llamarme más tarde.
Pero a las cinco, cuando ya tenía que abandonar mi trabajo, eran ya las ocho de la noche para ella y aún no se había recibido ninguna llamada. Me dije a mí mismo que no debería estar tan preocupado, ya que el no tener noticias, significaba buenas noticias. Todo habría ido muy bien y ella seguramente estaría aguardando a llegar a su apartamento para telefonearme, con objeto de sostener una conversación más íntima sin que tuviese que interrumpir ningún trabajo u obligación.
Comí de prisa por el camino y llegué a mi apartamento a las seis. A las siete telefoneé al apartamento de Ellen en Washington sin recibir respuesta. Lo intenté de nuevo de hora en hora, hasta que eran ya las dos para ella, las once para mí. Pensé que si no estaba a semejante hora en casa, debería haberse quedado en alguna parte a pasar la noche. Pero, ¿por qué no me habría llamado? Con seguridad que ella sabía con la impaciencia que yo estaría esperándola y la intranquilidad que estaría yo sufriendo tras semejante larga espera.
Puse el despertador a las cinco de la mañana y me fui a la cama. Fui durmiendo y despertándome constantemente, con los nervios deshechos. Finalmente me levanté a las cuatro y media de la madrugada y me hice un poco de café. De nuevo llamé a su apartamento a las cinco de la madrugada. Me supuse que aun habiendo pasado la noche fuera, debería ya encontrarse de vuelta en su apartamento a aquella hora. Pero no recibí tampoco la menor respuesta.
Me contuve y esperé todavía hora y media más para volver a telefonear. Ante el nuevo fracaso, llamé decididamente al Senado, donde deberían hallarse en plena sesión. Tuve que hacer resaltar mi categoría de jefe del Aeropuerto de Los Angeles y que era lo bastante importante para que fuese atendida inmediatamente. Dije al alto empleado que atendió mi llamada que viese urgentemente que la Senador Gallagher se pusiera al teléfono y que en caso de que estuviese muy ocupada, que la transmitiese mi mensaje en el sentido de que me llamase tan pronto como le fuese posible, permaneciendo mientras al teléfono hasta que no volviese con una respuesta definitiva a mi requerimiento. Al cabo de diez minutos, volvió para decirme que la Senador Gallagher no se encontraba en el Senado; pero que con mucho gusto estaría al cuidado para darle mi recado en cuanto llegase.
Le dí las gracias y colgué.
¿Debería llamar a la policía de Washington? De haber sufrido un accidente cualquiera, tendría que haber ocurrido en la pasada noche y con toda probabilidad, deberían saberlo para entonces. Pero si todo eran suposiciones mías y todo se hubiese limitado a una explicación por su ausencia, aquello podría ser la causa de una encuesta que tal vez podría poner a Ellen en situación embarazosa, algo que pudiera tener trascendencia en la prensa o en la televisión.
Me quedé sentado mirando fijamente al teléfono, ya desesperado. Y por fin, el teléfono sonó.
Era de Washington. Respiré aliviado, pensando que por fin Ellen habría llegado al Senado y que le habría dado el recado el sargento de guardia, por lo que ella me habría llamado inmediatamente.
Pero se trataba de una voz de hombre.
- ¿Es Mr. Andrews?
Le repuse afirmativamente.
- Aquí es el Dr. Grundleman del Hospital Keny. Le llamo de parte de la Senador Ellen Gallagher que se encuentra internada como paciente y que me ha rogado llamase a usted.
- ¿Qué ocurre, doctor? ¿Se encuentra herida por algún accidente?
- No se trata de ningún accidente, Mr. Andrews. Tiene que someterse a una operación quirúrgica, hoy mismo, a últimas horas del día. Se trata de un tumor cerebral. Me dijo que le llamase a usted y...
- Perdone, doctor, que le interrumpa. ¿Qué peligros comporta esa operación?
- Es algo serio, desde luego; pero existen buenas posibilidades. Estas habrían sido mucho mayores de haberlo hecho hace diez días antes, cuando sus condiciones, al ser diagnosticado el tumor, eran muchísimo más favorables. Sin embargo, creo que lo conseguiremos.
- ¿A qué hora van a operarla? ¿Podría llegar a tiempo para estar presente y verla antes?
- La he preparado para las dos y media; hemos de prepararla a las dos y ahora son las nueve cincuenta minutos, tiempo local nuestro, por tanto eso quiere decir que le quedan cuatro horas y diez minutos. Supongo que tomando alquilado un avión cohete llegaría usted a tiempo; pero supongo que eso sería enormemente costoso y...
- Dígale que estaré ahí a tiempo - repuse interrumpiéndole y colgando el receptor.
Volví a levantarlo y marqué el número de mi secretaria. A los pocos minutos, me respondía todavía soñolienta.
- Soy Max, Dotty - le dije -. Por favor, despiértate inmediatamente. Es un caso de grave urgencia. ¿Tienes papel y lápiz a mano?
- Sí, Mr. Andrews.
- Bien. Toma lo que voy a decirte por escrito y comienza a hacer cuanto te diga, desde el mismo instante que cuelgues el aparato. Primero: llama al aeropuerto y diles que tengan preparado un avión cohete al instante, dispuesto a salir para el momento que llegue, que será dentro de veinte minutos. Si hay dispuesto más de un piloto de guardia, prefiero a Red. Pedir permiso para Washington inmediatamente. ¿Entendido?
- Sí, Mr. Andrews.
- Segundo: cuando hayas terminado esta gestión, consigue un helicóptero para que venga a recogerme a casa, que el piloto aterrice en el tejado de la casa. Si ocurre algún incidente yo me hago responsable. Escucha, Dotty, procura que todo esto esté dispuesto mientras me visto, después telefonéame y te daré nuevas instrucciones.
Me vestí rápidamente. Dotty ya me había llamado de nuevo al acabar mi rápido aseo. El avión cohete estaba ya dispuesto y el helicóptero en camino. Le pasé instrucciones respecto a asuntos del aeropuerto dejando los mandos en orden y demás instrucciones pertinentes.
Subí volando la escalera y dos minutos más tarde, allí estaba el helitaxi que me recogió para dirigirme por aire al Aeropuerto.
Despegamos del campo de aviones - cohete a las siete y doce minutos exactamente veintidós minutos tras haber recibido la llamada de larga distancia de Washington. El viaje a la capital, con la máxima aceleración y deceleración permitida para un vuelo de un solo pasajero se llevó dos horas y cuarto. Red, el piloto, no me consideró como a tal, y le insistí que cada inmuto contaba en aquella tragedia, por lo que batimos su propia marca de velocidad.
Allí estaba un helitaxi esperándome en el momento justo de descender del cohete procedente de Los Angeles. Yo no había pensado en aquel detalle; pero la eficiente Dotty sí. En tales condiciones, llegué al hospital al mediodía, tiempo de la costa oriental, dos horas antes de que se preparase a Ellen para la operación.
En la recepción, no quisieron darme el número de la habitación de Ellen. El Dr. Grundleman había dejado órdenes de que fuese a su propia oficina a mi llegada. Y allí me dirigí en el acto.
Era un hombretón de aspecto sanguíneo, de poca estatura y enérgico, calvo como el morro de un avión cohete y con más aspecto de un camarero de bar que el de un médico. Me dio la mano por un instante y procuré ir recto al asunto. Yo no había ido a verle a él; le rogué con las mejores palabras que hallé a mano, que me llevase a presencia de Ellen.
- Ha hecho usted un viaje excepcional, Mr. Andrews. No hay que darse tanta prisa.
- Usted no la tiene, doctor; pero yo sí. ¿Dónde está?
- Por favor, siéntese unos momentos, Mr. Andrews - me repuso -. No perderá usted su tiempo con sentarse conmigo unos momentos. Faltan aún dos horas para que la preparemos para la operación, y no podré dejarle más de una hora con ella, lamentándolo mucho. Incluso ese tiempo, es apurar demasiado las cosas, dadas las circunstancias.
- Está bien, doctor. Con tal de que le haga saber que me encuentro aquí me doy por satisfecho.
- Ella ya lo sabe. Me telefonearon desde la recepción del hospital a su llegada y enseguida lo hice saber a la Senador Gallagher; ya sabe que está usted aquí y que podrá permanecer una hora de visita. Bien, y ahora ¿querrá sentarse?
Me senté.
- Lo siento, doctor. Creo que estoy fuera de mí.
- Lo que es otra buena razón, para que no vaya a verla inmediatamente. Quiero que se tranquilice usted y evitar que se excite cuando hable con ella. ¿Cree que podrá hacerlo?
- Creo que lo intentaré de la mejor forma, doctor. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cuándo y cómo ha sido traída aquí? ¿Desde cuándo se sabia esto que ahora le ocurre?
- El tumor tiene que haber estado desarrollándose desde hace por lo menos un año. El primer síntoma, las jaquecas, comenzaron a mostrarse con insistencia en enero. Al principio fueron algo intermitentes; pero nada serio. La señora Gallagher se dirigió a un médico para un tratamiento adecuado a últimos de marzo, hace ya casi dos meses.
Yo aprobé con un gesto. Aquello tuvo que haber ocurrido inmediatamente después de nuestras vacaciones en La Habana. Seguramente estaba más enferma de lo que dejaba traslucir a mis ojos. Grundleman continuó:
- El médico a quien fue a consultar, consideró el caso como una jaqueca y la trató como tal. No tuvo culpa alguna en esto, la localización del tumor es tal, que los síntomas en esa época, eran idénticos a los producidos por la migraña. Después, durante un poco tiempo pareció recuperarse. Hasta que súbitamente, hace unos diez días, sufrió un súbito retroceso, recayendo y esta vez gravemente enferma. Esto hizo ya suponer al médico de que pudiera tratarse de un tumor cerebral y prescribió un examen concienzudo de la paciente. Nosotros descubrimos y localizamos el tumor y recomendé inmediatamente una operación. Ella, no obstante, insistió en esperar dos semanas a despecho del incremento constante del peligro que la demora suponía, aduciendo especiales razones para terminar determinados negocios propios de su cargo político en el Senado, como senador y que consideraba extremadamente importantes.
Yo cerré los ojos. El Proyecto Júpiter. Ella lo había considerado tan importante, como para arriesgar su vida. ¿Habría sido su amor por mí tanto como el Proyecto en sí mismo?
- Continúe, por favor - le dije, instantes después.
El doctor se encogió de hombros.
- No había nada que yo pudiera hacer. Dispusimos la operación para éste sábado. Convinimos en que la hiciera el Dr. Weissach ¿Le conoce usted?
Negué con la cabeza.
- Es probablemente el mejor neurocirujano del mundo. Vive en Lisboa. Es muy difícil sacarle de allí; pero en un caso urgente como éste y por tratarse de la senador Gallagher, ha venido, aunque a costa de unos honorarios elevadísimos.
- ¿Hay problemas de dinero, doctor?
- Oh, no. La senador Gallagher puede hacer frente a todos esos gastos. El doctor Weissach ya está aquí. Llegó esta mañana y ya ha hecho un examen preliminar y ha dispuesto lo necesario. Ahora está descansando. ¿Hay algo más que pueda decirle?
- Sí, doctor. ¿Qué posibilidades existen de que se salve?
- Con un cirujano de cerebro como Weissach, yo diría que muy buenas.
- ¿Cuánto tiempo después de la operación podrá considerarse fuera de peligro, completamente fuera de peligro?
- Preferiría contestar a esa pregunta después de la operación.
- Está bien, doctor. Gracias. Tendré que telefonear a Los Angeles para decirles el tiempo que voy a estar ausente; pero eso puede esperar.
Me dirigí a la habitación de Ellen a la una, exactamente.
Aparecía pálida, por lo demás, muy poco distinta como yo la había visto la última vez. Me sonrió dulcemente al verme. No la besé entonces, todavía no, debería esperar, me limité a mirarla amorosamente con mi vista puesta en los ojos. Sus cabellos castaños resaltaban en la blanca almohada. Ella debió comprender mis pensamientos.
- Mira mis cabellos ahora, querido - me dijo -. Tendrán que afeitármelos ahora, ya sabes.
- Al diablo con el cabello - le dije tratando de sonreír. Tal vez no fuese una respuesta muy romántica pero ella comprendió lo que quise decir y me sonrió de nuevo.
- Ellen, ¿por qué no me dijiste lo que estaba sucediéndote? Sabes desde hace diez días que tenías que operarte.
- No quería preocuparte, Max. Oh, deseaba que estuvieras aquí y que pudiese verte al menos una vez antes de que me operasen... por lo que pueda ocurrir. Pero la operación se había dispuesto para hoy sábado e iba a telefonearte el viernes en la tarde, con objeto de que hubieses tomado el avión de la noche y haber llegado aquí por la mañana para que estuvieses de vuelta el domingo. De esta forma... lamento que haya sucedido así, querido. Pero estoy muy contenta de que hayas venido, de todas formas. ¿Es que no vas a besarme?
La besé dulcemente, procurando evitar toda pasión en la caricia.
- Max - me dijo -. Acerca esa silla. Siéntate y déjame que te diga muchas cosas, mientras dure tu visita. El Dr. Grundleman dijo que no le dejaste darte mi recado completo.
- No quería perder tiempo, eso es todo. Lo que deseaba, era llegar aquí cuanto antes mejor. ¿Qué mensaje querías enviarme?
- Que el Presidente Jansen nombrará a Whitlow y que Whitlow me ha dado su palabra de cumplir lo que hice prometerle.
- Mujer, ¿por qué no te has operado hace diez días, cuando Grundleman indicó la conveniencia de hacerlo? Ese cohete a Júpiter se llevará todavía dos años en su construcción, de todas formas. ¿Qué diferencia podían significar dos semanas más o menos?
- No podía dejar ningún cabo suelto, Max. No podía permitir que las cosas se hubiesen torcido de camino, a falta de mi presencia.
- Pero entonces, ¿por qué no...?
- ¿Es que no te das cuenta, cariño? Habría estado fuera de circulación, precisamente en el tiempo más necesario, cuando tenían que firmarse los nombramientos del Proyecto. Y quería a toda costa que tú te encargases de ese trabajo. Además, pensé también que Grundleman exageraba un poco, como suele ocurrir con todos los médicos en casos como éste, y que la operación resultaría un tanto precipitada. Pensé que dos semanas más no tendrían importancia y que no implicarían ningún riesgo adicional. Y si de todos modos, esto va a terminar con mi vida, deseaba estar segura dé que tú tendrías lo que tanto has deseado, y que después hemos deseado los dos conjuntamente.
- Vamos, Ellen, deja de hablar de que vas a... ¡Maldita sea! ¡Te pondrás bien y pronto!
- Desde luego que sí, cariño. Pero tenía que considerar la otra posibilidad contraria. Eso es lo que pasó ayer. Vi al Presidente a las dos llevando a Whitlow conmigo. Ni que decir tiene que le dejé en la antesala mientras estaba con Jansen. Fui derecha al asunto diciéndole al Presidente, quién era la persona en quien había pensado como el mejor hombre posible para el Proyecto, cosa que, como yo esperaba, le complació en extremo. Me dijo que Whitlow sería el tipo ideal para la dirección del Proyecto Júpiter y que se merecía, además, un cargo de más importancia que el que desempeñaba en el Departamento de Estado. Naturalmente, se alegró de nombrar a Whitlow como director. Llamó a un secretario, para que citase a Whitlow y verle personalmente Entonces, le dije que anticipándome a sus deseos, me había permitido llevarle conmigo y que estaba esperando. Y eso fue todo. Excepto, querido, en lo mas importante. El Presidente se acordó de ti y sugirió a Whitlow la conveniencia de nombrarte como supervisor general de todo el proyecto. Mientras lo decía así, pude ver que Whitlow sudaba, porque como sabes, me había prometido nombrar a quien yo le hubiese indicado. Entonces, en un momento me miró y yo le hice un gesto de aprobación con la mirada. ¡Tendrías que haber visto el gesto de alivio de su rostro, Max!
- Todo eso es maravilloso, Ellen - le dije entonces -. Pero, ¿por qué no me telefoneaste? Bueno, no me refiero respecto a esa visita al Presidente, sino al hecho de que tenías que operarte hoy en vez del sábado.
- No lo había decidido. Cuando abandonamos la Casa Blanca, Whitlow me ofreció llevarme a casa en el coche que había alquilado y le acompañé. Debí perder el conocimiento en el taxi, puesto que lo he recobrado aquí esta misma mañana. Whitlow se dio prisa en llevarme a una clínica de urgencia, donde le dieron una tarjeta para el Dr. Grundleman y le telefonearon pidiendo instrucciones. Se ocupó de traerme aquí y llamar a Lisboa para que viniese a operarme el Dr. Weissach tan urgentemente como le fuese posible. Cuando desperté esta mañana todo estaba ya dispuesto. Todo lo que pude hacer, fue rogar a Grundleman que te llamase a Los Angeles, y así lo ha hecho. Esperaba que pudieras llegar a tiempo; pero en el caso contrario deseaba que supieras que todo estaba dispuesto para tu puesto en el Proyecto.
- Gracias a Dios que recibí el mensaje a tiempo justo para llegar junto a ti.
- Me alegro de que haya sido así, cariño, aunque de todas formas habríamos podido hablar por teléfono. Tras saber que venías, caí en la cuenta de que pudo haber pedido una extensión del teléfono aquí mismo para haberte hablado. Si no hubieras venido, habría podido llamarte de todas formas.
- Así es mejor - le dije -. No habría podido besarte por teléfono.
- Ni apretar mi mano. Hazlo, Max, porque ahora que estás aquí, todavía hay unas cuantas cosas que quiero decirte.
Aproximé la silla aún más cerca de su cama y mantuve su mano entre las mías.
- Todo puede esperar - le dije -. Por el momento, dime tan solo que me quieres...
- Eso ya lo sabes, cariño. Nunca me sentí tan cerca de nadie como he estado y aún sigo estando de ti. Es... es como si tú y yo fuésemos una sola persona, creo que somos ambos parte el uno del otro.
- Sí, Ellen, yo también lo siento.
- Pero si no... bien, si no sobrevivo a la operación, no te desesperes, amor mío. Tienes una misión que cumplir, tanto si yo estoy junto a ti o no.
- Por favor, Ellen, no bables en ese tono...
- Max, hemos de enfrentarnos con los hechos y darnos cuenta de que no hay demasiadas probabilidades de que sobreviva. Tanto si hay una entre diez como entre mil, hay un par de cosas que deseo que sepas. Déjame decírtelas y después no volveremos a hablar más de esas probabilidades.
- De acuerdo, querida. Adelante. Te escucho - y entonces apreté aún más su mano entre las mías. Primero, respecto a mi última voluntad. Quisiera cambiar mi testamento a tu favor; pero...
- Dios mío, Ellen, no quiero oír absolutamente nada respecto a esa cuestión.
- Me dijiste que me escucharías. Por favor, déjame hablarte, cariño. Quiero que comprendas por qué no lo cambié, a despecho de que está hecho en favor de dos parientes lejanos con quienes apenas sostengo relaciones amistosas, aunque son los más próximos que tengo, y que son parientes por mi matrimonio con Ralph Gallagher. Son su hermano y su hermana. La principal razón de este hecho es que si yo te dejo mi dinero, perjudicaría tus oportunidades para el importante cargo que vas a ostentar. Si cualquier columnista se entera y hace de ello todo un motivo de propaganda...
- Es natural, ya comprendo.
- Además, no creo que me quedase mucho, tras los enormes gastos de esta operación y los gastos de funeral y...
- ¡Dios mío, Ellen!
Estamos discutiendo, querido, en que tal cosa pueda suceder. Si muero, como es posible, me harán un funeral... Y ésta es la otra de que quería hablarte. De suceder, es mi deseo de que no vayas a él.
- ¿Por qué no? Irían centenares de personas. Nadie uniría nuestros nombres, sólo porque...
- Ese no es el motivo, Max. Es sencillamente. que no quiero que asistas. Odio los funerales, creo que es una cosa pomposa, tonta y desagradable. Aborrezco incluso la idea de que yo tuviera uno, aunque no supiera, naturalmente, después de muerta que hubiese de tenerlo. Puesto que soy una figura pública supongo que lo tendría; pero deseo que la única persona a quien amo, lo comparta. Si muriera, es mi absoluta voluntad de que no me veas muerta, ni aquí ni en el funeral que tuviesen que hacerme. No quiero que recuerdes a un cuerpo muerto ni incluso fuera de un ataúd. Quiero que tu último recuerdo sea el de que me has visto ahora, aún viva. No quiero ni que envíes flores para mi entierro. ¿Quieres prometerme todo esto Max?
- Sí, con tal de que dejes de hablar de tales cosas.
Está bien, creo que estoy poniéndome un tanto macabra. De ahora en adelante, quiero aparecer alegre y agradable para ti. ¿De cuánto tiempo disponemos?
- Casi media hora todavía - dije consultando mi reloj.
- Bien, cariño. Y ahora charlemos de cualquier cosa. Cuéntame algo, lo que tú quieras.
- ¿Que te cuente algo? Soy un mal narrador de cosas.
- Dime y háblame de algún relato verdadero. Hay uno que me prometiste contar y nunca lo has hecho. ¿Lo recuerdas?
Yo sacudí la cabeza negativamente.
- El último octubre, cuando obtuviste tu diploma de Ingeniería e hicimos aquella fiesta para celebrarlo, cuando tu hermano y tu cuñada vinieron desde Seattle. ¿Lo recuerdas? Bill contó con mucha gracia respecto a las máquinas de coser, una historia que nos hizo reír a todos, especialmente a ti y a tu hermano. Cuando te pregunté respecto a aquella broma, me dijiste que era una larga y vieja historia, en relación con algo loco que hiciste una vez, y que alguna vez me lo contarías, aunque entonces no lo hiciste. No he vuelto a recordártelo después, hasta esta mañana. Ahora me gustaría que lo hicieses.
Yo sonreí para agradarla.
- En realidad no tiene mucho que contar. No iba a referírtelo en medio de una fiesta. Todo comenzó con un libro que leí cuando tenía unos trece o catorce años, cuando aparecieron las primeras novelas de ciencia ficción. He olvidado quién la escribió pero me parece recordar que se titulaba «Locura Universal» o algo parecido.
(Se refiere a su propia novela «Universo de locos», escrita en el año 1946, siete años antes. «Nota de J.M.R.G.»)
»Era de esos relatos fantásticos a través del tiempo, en que el héroe de la novela se trasladaba a otro universo distinto, aunque idéntico al nuestro. En determinado momento, surge un fallo y algo de lo que ocurre en uno de esos dos mundos, cambia en el otro y la gente marcha en diferentes direcciones.
»En el nuestro, el cambio empieza a principios del siglo XIX con el descubrimiento accidental de un método de viaje interestelar por un científico que intentaba montar un generador de bajo voltaje valiéndose de una vieja máquina de coser. Dispuso un par de ovillos de forma que el hilo de uno se enrollaba en el otro y aquello comenzó a funcionar... y la máquina desapareció. Supuso que el error estaba en el generador; pero así descubrió, al insistir en descubrir dónde estaba el error y utilizar otra máquina, que también desaparecía como disuelta en el aire.
»Y siguió experimentando y perdiendo máquinas de coser, hasta que tuvo en sus manos el secreto de la conducción instantánea por el espacio y el tiempo. ¿Nunca leíste ese libro, Ellen?
Ella denegó con un lento movimiento de su cabeza.
- Creo que te gustaría leerlo, mientras convaleces de la operación - continué yo -, intentaré encontrar algún ejemplar de esa novela, aunque supongo que será difícil encontrarla. Probablemente se imprimió hace cuarenta o cincuenta años y tampoco estoy muy seguro del título exacto. Sólo, tal vez, podría hallarla a través de algún coleccionista de novelas de ciencia - ficción. De todas formas, yo la leí como antes te referí, a los catorce o quince años y no volví a pensar más en ella hasta que estuve a punto de cumplir los cuarenta, cuando por puro azar me tropecé con otro ejemplar de la misma novela. Volví a leerla. Y entonces una cosa me pareció diferente; porque yo también era diferente y las cosas igualmente distintas. Yo ya era un hombre maduro y en cierta forma amargado de la vida, Ellen. Yo ya era un ex-astronauta con una sola pierna; jamás podría ya volver al espacio de nuevo, ni a ninguna parte; pero aún me encontraba más triste y amargado por el hecho de que ya nadie seguiría yendo al espacio exterior. Conseguimos, como ya sabes, llegar a la Luna, a Marte y a Venus, y por el hecho de no haber encontrado llanuras sembradas de oro y diamantes, aborígenes extraños a nuestro mundo u otras civilizaciones, perdimos todo interés por el espacio. Ya no iríamos más allá, al menos según me parecía a mí, en el resto de mi vida y en particular, ya no se intentaría el salto a las estrellas; abandonando todo estudio sobre un medio de propulsión a escala estelar. Los conservadores, Ellen, eran entonces peores que ahora. Ahora veo, que gradualmente, vamos a intentarlo de nuevo. Entonces, el Gobierno y los científicos parecían incluso decididos a retirarse de los puestos fronterizos conquistados al espacio. Incluso el uso de los cohetes terrestres parecía destinado a desaparecer. Un gran crucero cohete, se estrelló en una calle populosa de París, matando a un centenar de personas, además del pasaje y la tripulación. Se habló de borrar del mapa la propulsión por avión - cohete para los transportes terrestres. Aquello fue... creo en 1984.
Yo mismo fruncí el entrecejo por la forma en que estaba relatando todo aquello a Ellen.
- ¡Diablos, Ellen! - dije a renglón seguido -. Estoy intentando decirte algo divertido, algo fantástico; pero creo que lo estoy haciendo mal. Pero ya que comencé a contarte todo esto, creo que podría acabarlo. Entonces bebía mucho, con regularidad y en cantidad. Creo que estaba convirtiéndome en un dipsómano. Rory intentaba disuadirme del camino emprendido, al igual que mi hermano Bill, que entonces aún permanecía soltero y vivía en San Francisco, pero yo me hallaba decepcionado, sin moral y ninguno de los dos tuvieron mucha suerte influyendo en mis acciones.
»Y entonces, una noche, mientras me emborrachaba en solitario en mi habitación, sucedió que volví a leer aquel viejo libro de ciencia - ficción con sus famosas máquinas de coser. Y comencé a pensar..., ¿por qué no? No lo hicimos e incluso aún no lo hemos hecho, no hemos conseguido la forma básica, en cualquier aspecto de la propulsión interestelar, excepto el cohete; pero tiene que existir. Y como ignoramos cómo funcionará, nos hallamos en la situación de que pudiera hallarse puramente en forma accidental, ¿no es cierto? Sólo que podríamos acelerar el tiempo de su descubrimiento accidental, intentando mezclar las bobinas de aquella vieja máquina de coser. Yo me había bebido media botella de whisky cuando lo decidí. Tiré el resto por el vertedero de la fregadera y me acosté. A la mañana siguiente, fui al Banco y saqué hasta el último centavo que tenía en la cuenta, sobre unos mil dólares. Dejé el trabajo que tenía despidiéndome por teléfono y me cambié a otra habitación en un lugar distinto de la ciudad, para que ni Rory ni Bill pudiesen dar conmigo.
»Entonces fui y compré - Dios me ayude, Ellen, pero fue la verdad -, tres máquinas de coser usadas. Una de ellas era una portátil eléctrica y las otras dos de antiguos modelos que hallé en tiendas de viejo. Compré además una enorme cantidad de dispositivos electrónicos, cables, conexiones, bobinas, condensadores, tubos de vacío, transistores, interruptores, baterías y todo lo que se me ocurrió en mi alocada fantasía.
»Me escondí en aquella habitación y me dediqué a intentar como un loco circuitos electrónicos dispuestos al azar, y a inventar dispositivos durante quince o dieciséis horas al día. Sólo salía el tiempo justo para comer y tomaba una simple copa de vino con la comida - entonces hice una mueca sonriente a Ellen -. Tal vez aquello era lo que estaba equivocado. Seguramente que habría tenido más intuición y más fortuna de haber combinado aquella francachela de trabajo con otra de licor; pero no lo hice. Es posible que hubiera descubierto algo entre las mil cosas locas que hice y de cuanto intenté: pero no fue así. Al final de dos semanas, todo lo que obtuve fue quemarme con un soldador. Y así fue cómo me encontró mi hermano Bill. Empecé a explicarle lo que habla estado haciendo o tratando de hacer, y me puse a reír como un loco, porque de repente, vi todo aquello en su perspectiva - o tal vez desde el punto de vista en que Bill lo consideraba -, y comprobé cuán disparatado y vacío de sentido parecía todo aquello. Mi hermano acabó soltando la carcajada conmigo.
»De cualquier forma, aquello me curó de la gran depresión sufrida y en la que había estado sumido durante tanto tiempo. De alguna forma, hizo que Bill estuviese más cerca de mí de lo que había estado antes. Aquella noche, tras haber arreglado las cosas para comenzar a trabajar de nuevo y tomar prestado de mi hermano el dinero suficiente hasta que cobrase mi próxima paga, Bill se emborrachó conmigo, cosa que rara vez solía hacer. Pero fue una feliz borrachera aquélla, no muy fuerte, y de ningún modo, las que solía coger como evasión de mi profundo estado de desaliento.
Volví a hacer una mueca de simpatía a Ellen que me escuchaba como un niño a quien le refieren un viejo cuento infantil.
- Bien, cariño, ésta es la vieja historia de las maquinas de coser. Desde entonces, constituyó una broma permanente entre mi hermano y yo y rara vez pierde la ocasión de gastarme bromas sobre la cuestión. Ahora creo que tú también puedes burlarte de mi.
Ellen sonrió dulcemente.
- Me gusta esa historia, querido; pero no porque resulte divertida, aunque creo que lo es. Me gusta porque la has vivido tú y yo te quiero a ti y cuanto contigo se relaciona. Sólo estuviste equivocado en una cosa.
- ¿Qué cosa?
- Tenemos que conseguir una propulsión interestelar. Eso va dentro de ti y la gente te quiere. Incluso está también dentro de mi misma ahora que he captado ese sueño de ti. Está en Klockerman, en Rory y casi en todos los que trabajan en los cohetes. Incluso en M’bassi.
- ¿M’bassi? - Tuve que aparecer aturdido frente Ellen -. El no es un loco de las estrellas. Es un místico.
Ella volvió a sonreír.
- Tal vez nunca le hayas preguntado respecto a que él es un místico. Inténtalo la próxima vez que lo veas.
Se produjo entonces una ligera llamada en la puerta de la habitación y el doctor Grundleman entró.
- Sólo un minuto más - dijo -. Creo que ya se lo advertí lo bastante.
Y salió de la estancia cerrando la puerta.
- Max, querido, ¿quieres prometerme algo?
- Lo que me pidas.
- Si muero... sabemos que no será así; pero pongámonos en el caso de que ocurra, prométeme que no volverás a caer en la desesperación y que no volverás a beber.
- Te lo prometo.
La puerta volvió a abrirse; pero esta vez no era el médico, sino una enfermera y un asistente. Este me dijo:
- Lo lamento; pero tiene que salir, señor. Vamos a preparar a la paciente.
A prepararla, a afeitarle aquellos maravillosos cabellos castaños tan bellos sobre la blanca almohada. Me incliné, sobre ella, y le besé los cabellos y después los labios.
El doctor Grundleman se me aproximó en la sala de espera de la clínica.
- La están llevando al quirófano ahora, Mr. Andrews. El doctor Weissachs está dispuesto para intervenir. Pero la enferma puede permanecer en la mesa de operaciones por bastante tiempo y usted no estará en condiciones de esperar así veinticuatro horas después de la operación, e incluso más. Creo que estará mejor en el hotel. Yo le telefonearé tan pronto como...
- Esperaré - repuse con firmeza.
Y así lo hice.
Deseé haber sabido rezar. De todos modos creo que con mi espíritu me dirigí a Dios para decirle: Dios, no creo que existas, y creo que si así fuese, Tú eres una entidad impersonal. Si Tú sabes cuándo cae un gorrión del tejado de una casa, no haces nada para evitarlo, aunque te lo pidamos o de otra forma; y si estoy en un error, lo lamento. Pero en el caso de que esté equivocado, yo Te ruego...
Por lo que me parecieron años más tarde, volvió Grundleman. Aparecía sonriente. Gracias a Dios; sonreía.
- Ha sido una maravillosa operación - me dijo -. Weissach ha hecho uno de sus milagros de cirugía. Creo que vivirá.
Me quedé mirándole fijamente.
- ¡Cree usted que vivirá! Una maravillosa operación; pero usted sólo piensa que podrá vivir...
El médico dejó de sonreír.
- Sí, ella tiene ahora mejores posibilidades que hace unos días. Pero no estará totalmente fuera de peligro, hasta pasados tres o cuatro días.
«Jesús - pensé -, ¿cuáles habrían sido sus posibilidades antes de ser operada? ¿Cuáles habrían sido, mientras yo hablaba con ella hacía sólo dos horas y media antes? ¿Qué es lo que un médico quiere decir cuando expresa que un paciente tiene unas probabilidades excelentes de vivir? ¿Sería una entre ciento o entre un millar?»
- ¿Podré verla mañana? - pregunté ansiosamente.
- Es posible. Es demasiado pronto para que pueda prometérselo ahora mismo. Llámeme por teléfono mañana en la mañana.
- Le llamaré a usted desde cualquier parte en que me encuentre, para que sepa dónde encontrarme.
El doctor Grundleman se limitó a aprobar con un silencioso gesto de cabeza.
Cuando llegué a mi habitación del hotel, me di cuenta de lo fatigado que estaba. Apenas si había dormido la noche anterior y la angustia y la preocupación, de todos es sabido, que fatigan mucho más que el esfuerzo físico.
Antes de dormirme, llamé al aeropuerto y hablé con la persona responsable a quien dejé en servicio durante mi ausencia, para darle instrucciones, en el sentido de que posiblemente estaría fuera una semana. Igualmente tomó nota de dónde podía encontrarme en cualquier momento de ocurrir alguna emergencia o de necesitar cualquier consejo. Llamé también al hospital para dejar mis señas y después traté de dormir. Pero lo hice muy mal, el más pequeño ruido del exterior me despertaba en el acto, porque subconscientemente tenía el oído puesto en el teléfono, esperando de todas formas que nadie llamase.
Nadie llamó.
Pero aunque fue una especie de duermevela, el pequeño descanso hizo que me sintiera mejor y por la mañana me sentí más reconfortado. Y con un apetito de lobo, porque me di cuenta de que se me había olvidado comer en todo el día anterior.
Llamé al hospital y me informaron de que Ellen había pasado una noche tranquila y que estaba bien. Grundleman no había llegado todavía, por lo que no pude solicitar permiso para visitar a Ellen. Dejé el recado de que tuvieran la amabilidad de avisarme en cuanto llegase.
Llamé al servicio del hotel y ordené un desayuno triple que me fui tomando sin apartarme del teléfono. Me lo tomé todo.
Grundleman llamó a las nueve en punto. Me dijo que Ellen estaba «descansando muy bien».
- ¿Es eso algo de doble sentido o significa que las probabilidades son mayores, doctor? - le dije.
- Son mucho mejores. Lo son definitivamente, ahora.
- ¿Podré verla esta tarde?
- Posiblemente. ¿Quiere llamarme a la una? Puede usted permanecer en su habitación y en todo caso, yo le avisaría.
- Haré ambas cosas - repuse -. Estaré aquí si usted tiene la bondad de avisarme y le telefonearé a la una, si no he tenido noticias suyas con anterioridad.
Tenía el convencimiento de que no me llamaría tan pronto, por lo que pensé que tendría tiempo de localizar a Klockerman en África a quien podría poner una conferencia telefónica con tiempo suficiente. Yo sabía que Klocky desearía estar al corriente del estado de salud de Ellen, y pensé que lo mejor sería decírselo inmediatamente y decirle además cómo iban las cosas y darle cuenta de mi desplazamiento. Incluso es posible que deseara volver por cohete enseguida si consideraba que la persona a quien yo había dejado en mi puesto en Los Angeles, no supiese llevar las cosas en debida forma.
Sabía que estaba en Johannesburg y le dije a la operadora que intentase localizarle, llamando a la Embajada. Así lo hizo y veinte minutos más tarde, ya estaba telefoneando con él, contándole lo sucedido.
- Gracias a Dios - dijo Klockerman, una vez le informé del estado de Ellen -. ¿Así existen posibilidades de que se salve?
- Definitivamente. Pero, ¿qué me dices respecto al trabajo? Dejé a Gresham al frente del aeropuerto. ¿Crees que lo hará bien?
- Sí, no te preocupes por eso. No voy a volver por esa causa. Lo que te pido es que me tengas al corriente sobre Ellen. Llámame de nuevo si algo ocurre y en especial cuando realmente se encuentre fuera de peligro. ¿Cómo van las cosas respecto al Proyecto Júpiter? Sé que todo ha ido bien hasta ahora, aquí tenemos las noticias al día. Pero me refiero a tu posición en el Proyecto. ¿Va todo bien?
Le dije que sí y le expliqué de qué forma se había sacrificado Ellen al retener su operación cerebral, hasta dejar todas las cosas arregladas en mi favor.
- Es una mujer maravillosa, Max - me dijo.
Como si me dijese algo que no supiera.
Grundleman me ganó por la mano. Había estado esperando junto al teléfono, esperando la hora de llamarle; pero mi teléfono sonó tres minutos antes.
- Se encuentra bien y ahora está despierta, Mr. Andrews. Puede usted visitarla una media hora cuando venga. Pero le ruego que se detenga primero en mi despacho. Deseo hablar con usted.
- Ya lo está haciendo ahora, doctor. Dígame lo que sea y ahórreme esa angustiosa espera hasta entonces. ¿Hay algo que vaya mal?
- No exactamente. Físicamente está bien, considerando la clase de operación sufrida y que sólo han transcurrido menos de veinticuatro horas. Pero hay algo que no va bien en su moral. Por alguna razón se siente deprimida y pesimista, mucho más que antes de la operación, y bien sabe Dios que había motivo para ello. Por eso es por lo que sólo puedo permitirle media hora de visita nada más. Quiero que la anime, que la diga que yo le he dicho a usted que la operación ha sido un completo éxito y que ha pasado todo el peligro. Ya se lo he dicho a ella por mí mismo; pero creo que no me cree a mí del todo.
- Se lo diré, doctor. Pero, ¿está realmente fuera de peligro?
- Casi.
- No sé lo que significa ese casi. Por favor, dígamelo en cifras.
- Bien, creo que tiene tres posibilidades entre cuatro, por el momento.
- Está bien, gracias doctor. Ese es el lenguaje que yo comprendo mejor. Por mi parte haré lo posible por animarla. Sólo que tengo una sugerencia que quiero que usted considere.
- ¿De qué se trata?
- De que usted me permita decirle la verdad. Si yo trato de engañarla como usted hizo, ella lo conocerá con toda seguridad, mejor que si se le miente. Permítame decirle francamente que tiene tres posibilidades entre cuatro de salir de esto. Creo que es mucho mejor para ella, que cualquier piadosa mentira que pueda decírsele.
- Humm... tal vez tenga razón. Pero creo que debería decirle que tiene nueve posibilidades entre diez.
- La verdad, o nada. Ella sabrá si yo estoy exagerando las cosas.
- Está bien, dígale la verdad. Pero recuerde, procure no excitarla desde ningún punto de vista cuando esté con ella, ni usted tampoco se excite por nada. Esto es demasiado importante. Si desea besarla, hágalo con suavidad y ternura, no permitiendo que mueva la cabeza. Ella ya lo sabe.
Donde habían estado aquellos hermosos cabellos castaños, ahora habían unos espesos vendajes. Pero me sonrió dulcemente.
- Espero que no te hayas preocupado mucho, querido.
- Sí que me has preocupado mucho; pero no tienes que pensar en esto. ¿Qué tal te encuentras? ¿Sientes algún dolor?
- No siento dolores; pero sí terriblemente débil. Creo que deberías hablarme mucho.
Aproximé la silla a su cama.
- Está bien, cariño. ¿De qué te hablo?
- En primer lugar, ¿te han dicho qué posibilidades tengo ahora de sobrevivir y curarme?
- Sí. - Y le conté la conversación sostenida con Grundleman por teléfono.
Sus ojos resplandecieron un poco.
- Es estupendo, Max. Sí, tú tenías razón. Es mucho mejor conocer las posibilidades reales que existen, que andar especulando a ciegas. Tres posibilidades entre cuatro... es francamente más de lo que me había imaginado. Ahora que conozco la verdad, creo sentirme mucho mejor.
- Sabía que pensarías así, querida. Bien, ¿quieres que te hable de algo en especial?
- Acerca de ti mismo, querido. Lo que me contaste ayer sobre las máquinas de coser, me hizo comprender qué poco sabía respecto a ti, excepto que habías sido un astronauta. Cuéntame algo de ti, cuando eras un niño, antes de los diecisiete años.
- ¿Cómo transcurrió tu infancia?
- Pues nada realmente importante. Nací en Chicago, como te dije, en 1940. En un piso de cuatro habitaciones que había sobre un almacén de pinturas de State Street, diez bloques al sur del Loop, que entonces era un barrio difícil. Yo fui el segundo de tres hijos; tenía una hermana dos años mayor que yo que murió hace veinte años. Y un hermano cinco más joven, Bill. Nuestro padre era un conductor de autobuses y un bebedor empedernido.
»Crecí como un chico duro, mezclado con una pandilla que solía cometer de vez en cuando pequeños delitos y alguno que no era tan pequeño. Muchos de mis compañeros de niñez, acabaron tras los barrotes de una celda en la cárcel. Creo que fue una sola cosa la que me defendió de haber seguido el mismo camino.
»Desde el momento en que pude leer, leí todos los libros de ciencia - ficción que caían en mis manos. Eran publicaciones infantiles fantásticas, como las del Superman y otras por el estilo, ¿recuerdas? Después, revistas y novelas. Aquello me parecía maravilloso. Aventuras que se sucedían en Marte y otros planetas o a través de la Galaxia e incluso de las más lejanas Galaxias. Aquellos escritores, eran como profetas que intuían que los viajes por el espacio llegarían con el tiempo. Ellos estaban poseídos por el hechizo del Sueño y me inocularon a mí también el Sueño, el gran sueño de la fantasía. En aquellas lecturas, existía ya la locura por las estrellas y aquello se mezcló en mi propia sangre.
»Yo también intuía, sabía, que el viaje por los espacios siderales se aproximaba y tenía la certeza de que sería un hombre del espacio, un astronauta.
»Aquello fue lo que me hizo tener un fuerte ideal para vivir, alejándome de cualquier otro mal deseo. Me juré que mi nombre no se vería nunca escrito en los registros de la policía y que me mantendría fuera del reformatorio y que un día pertenecería al Cuerpo del Espacio, cuando ese momento llegase. Eso fue lo que me retuvo en la escuela y en mis estudios, mientras mis otros amigos permanecían de espaldas a ellos. Sabía que necesitaba una educación para llegar hasta donde me había propuesto ir.
»Santo Dios, las luchas que tuve que sostener con los otros chicos para poder hacerlo, soportar sus burlas, al decirme que era un marica o cuando me decían que era un cobarde porque no era capaz de emborracharme y armar algún jaleo en cualquier taberna. Aquello me endureció el carácter y me enseñó que nada es fácil en esta vida y que es preciso luchar, cuando se quiere conseguir algo. Yo amaba el espacio y luché por él.
»Así fui creciendo y viviendo bajo la aterradora sombra de la bomba atómica, bajo la amenaza de una guerra nuclear que podía estallar en cualquier instante. Creo que me alegraba de tal cosa, porque pude darme cuenta de que el miedo a las catástrofes nucleares forzaron al Gobierno a pensar en la construcción de la estación espacial, gastándose miles de millones de dólares, consiguiendo llegar a la Luna y a los planetas que se conquistaron. No me preocupaba del enorme riesgo que corríamos, ni del miedo, ni de nada, si teniendo temor conseguíamos comenzar la carrera hacia los espacios estrellados del Universo.
»Ello fue la causa de que comenzásemos la carrera hacia el espacio y que allá nos conduciría semejante esfuerzo. Era algo que deberíamos hacer, a menos que no nos resignásemos a extinguirnos, como el dinosaurio. Y no desaparecimos, porque somos más inteligentes que lo fueron los dinosaurios. Pasamos el estadio en que cambiando las condiciones de vida por nuestra inteligencia, todo puede transformarse y progresar adelante, siempre adelante, como una flecha lanzada hacia el Infinito. Podemos hacer muchas cosas de la Naturaleza a nuestro favor, de las que ella puede hacer en nuestro obsequio. Y no podemos sufrir una retrogradación, porque ya hemos conseguido el dominio de la ciencia de la genética, dándonos así siglos futuros en que pueda educarse a la gente, para que la raza no vuelva a caer en un estado de retroceso, ni física ni mentalmente. Seguiremos siendo más y más fuertes y más y más inteligentes y cultivados, hasta ser como dioses, O tan cerca como se considera la existencia de los dioses, conservando en nuestro interior algo de diablo también.
»Ellen, llegaremos a las estrellas. Si lo hacemos, será en naves que naveguen en el espacio a velocidades sublumínicas, lo que se llevará generaciones enteras de criaturas para una travesía interestelar, o enviando colonizadores a otros mundos en estado de hibernación por siglos de viaje cósmico. Pero yo soy de los que creen que esto no se hará así. La Relatividad nos dice que es imposible exceder la velocidad de la luz; pero la Relatividad, en fin de cuentas, no deja de ser una teoría. En ella pueden producirse fallos o nuevos descubrimientos. El hiperespacio, el subespacio, sea lo que sea, pueden existir y hacerse realidad. Y si existe esa probabilidad, la encontraremos. No nos rendiremos jamás, ni venderemos nuestra vida por un plato de lentejas
Ellen estaba sonriéndome mientras me escuchaba encantada.
- Tú perteneces a esa raza de hombres que no la venderían, Max. Y... es tan encantador oírte decir esas cosas. Sí, creo en ti con toda mi alma. En realidad no lo hice al principio; pero ahora sí. - Entonces se produjo como una inflexión de voz infantil en sus palabras -. En realidad, nos estamos dirigiendo hacia las estrellas.
- Por ahora no, querida. Pero es sólo cuestión de tiempo, como será el próximo salto en el sistema solar, a Júpiter. También esto ha sido una cuestión de tiempo. Muy poco tiempo, por cierto, gracias a ti.
- Gracias a los dos, cariño. Este es nuestro cohete. Sólo me gustaría una cosa: ir contigo en él.
- ¿Ir conmigo...? - Y me quedé mirándola fijamente.
Ella sonrió de nuevo.
- ¿No crees que ya te conozco, Max? ¿No crees que te conozco íntimamente y en la forma en que funciona tu mente? Sé que darías tu otra pierna y tus dos brazos, para no mencionar toda tu vida, y pilotar ese cohete hacia Júpiter por ti mismo, sabiendo que tienes suficiente confianza en ti mismo para saber hacerlo. ¿Es que no sé acaso que harás lo imposible por intentar conseguirlo?
No respondí.
- Está bien, Max. Yo quiero ir, si tú pudieses hacerlo. Incluso si tuvieras que matarte en el intento, quisiera tener la oportunidad de morir junto a ti en esa forma.
Apreté su mano. No había nada que pudiera pensar en decirle, absolutamente nada.
- Max, si yo muero...
- Por favor, mujer... no pienses en semejante tontería. Vivirás. Te suplico que no hables de eso.
- Está bien, después de esto, no te volveré a hablar más de ello. Pero hay un sobre en aquella vitrina. Guárdalo en el bolsillo.
Recogí el sobre y lo deposité en uno de mis bolsillos.
- ¿Qué es? - pregunté a Ellen.
- Es un poco de mi cabello que rogué lo conservaran al operarme. No quise explicar a nadie qué estúpidamente sentimental soy y por tanto les dije que deseaba una muestra para el caso de que mis cabellos volvieran a crecer grises y entonces poder teñírmelos del mismo color. Pero los quería para tí, Max. Quiero que los lleves contigo, cuando hagas ese viaje. Quiero que una parte de mí misma, te acompañe y que los tengas allí donde desembarques en cualquiera de las lunas de Júpiter. ¿No lo tomarás como una tontería de mi parte, verdad, Max?
Denegué con la cabeza porque en aquellos instantes no tenía confianza en mi voz, de haber hablado o dicho algo.
- Querido - continuó Ellen -, si muero, quiero que pienses en mí cuando te halles en el espacio, alrededor de Júpiter. Quiero estar siempre contigo, tan cerca como sea posible.
- Ellen, tú vivirás. Métete eso en tu cabeza. Pero si lo haces como si no, si yo consigo ir en ese cohete cósmico, tú estarás conmigo a cada instante, en cada minuto de mi existencia, despierto o en sueños. Estarás conmigo, Ellen, tú estarás siempre conmigo, amor mío.
Todavía quería permanecer a su lado; pero la visita terminó. Quise permanecer al teléfono constantemente, hasta que Ellen se hallase realmente fuera de peligro. Y así cené en mi habitación del hotel aquella noche, matando el tiempo con algunas revistas, hasta que el sueño me venció.
La noche transcurrió con una espantosa lentitud.
Me desperté constantemente y una de las veces, el teléfono llamó a las tres y cuarto de la madrugada.
Por el teléfono me llegó la espantosa noticia de que Ellen había muerto.
Estaba sentado en el bar. En mis manos había una bebida y me temblaban tan ostensiblemente que apenas podía tomármela con la ayuda de las dos. Ni siquiera la había probado. Sólo había intentado levantarla.
Me quedé fijamente mirando a través del licor del vaso.
No la probaría, me dije a mí mismo. Si, tal y como me sentía, tomaba aunque fuese un sorbo, estaba perdido. Tomaría un segundo y otro y después otra bebida y otra...
No me conduciría así esta vez. No acudiría a la transitoria muerte del olvido ahogado en el alcohol, la evasión acostumbrada de los grandes sufrimientos. Esta vez, no.
Debía demasiadas cosas.
Ellen me había dado demasiado. Su amor. Su vida. Nuestro cohete cósmico. El cohete se construiría ahora. Iría a Júpiter. Ella había deseado que se construyera y había deseado que yo lo pilotase de ser posible.
No permitiría dejarme arrastrar por la bebida, porque conociéndome sabía que nadie me sacaría de tal estado. Además, según recordé súbitamente, había hecho una promesa. Había prometido específicamente a Ellen, que si ella moría, no dejaría de hacer lo que ella deseaba que hiciese.
Volvía a poner el vaso en la barra del bar y me marché. Volví a mi hotel y a mi habitación. Era ya media mañana, las diez. Creo que anduve deambulando desde las tres y media de la madrugada, sin saber dónde había estado hasta hallarme frente a un vaso de licor en el bar.
Desde la habitación, telefoneé a Klockerman. Se lo conté todo.
- ¡Dios mío, Max! ¿Qué podría decirte, pobre amigo?
- Nada - repuse -. No intentes decir nada. Sólo quería que lo supieras.
- Tomaré el primer avión cohete para volver a Los Angeles.
- No, Klocky. Si es para asistir al funeral lo que tienes en la mente, debes saber que ella no lo deseó en absoluto, haciéndome prometer tal cosa. Y si es por el aeropuerto, no lo hagas, te lo ruego. Permíteme volver inmediatamente y dirigirlo por una temporada, por tanto tiempo como tú estés de vacaciones.
- ¿Estás seguro de que eso es lo que deseas hacer, Max?
- Es lo que tengo que hacer. Lo único que puedo hacer, Klocky. Voy a tomar el primer cohete de vuelta. Voy a volver y a trabajar como un condenado.
Nunca supe si el funeral de Ellen tuvo lugar en Washington o en Los Angeles. Me engolfé en mí trabajo como un maniático, sin leer los periódicos y tomando cada noche comprimidos ansiolíticos para poder conciliar un poco de sueño, y recomenzar mi frenético trabajo al día siguiente.
Transcurrió casi un mes antes de comenzar a darme cuenta y a pensar con claridad en las cosas, excepto en el trabajo, del que había echado mano como una evasión en vez de hacerlo con el alcohol. El dolor estaba siempre en el mismo sitio; siempre quedaría. Pero pude pensar, a pesar de su lacerante agonía. Comencé por desear volver a ver a la gente de nuevo. M’bassi, Rory y Bill me habían telefoneado; pero yo no quería saber nada de nada. Klocky telefoneaba semanalmente, para comentar conmigo qué tal iban las cosas en el espaciopuerto, en apariencia; pero en el fondo para hablar conmigo y saber cuál era mi estado de ánimo y saber cuándo volvería de nuevo. La cuarta vez que llamó a mediados de julio, le dije:
- Está bien, Klocky. No te des prisa; pero puedes volver cuando quieras.
Me contestó que le parecía muy bien y que tras otro par de semanas volvería, allá a primeros de agosto.
M’bassi estaba fuera de la ciudad cuando le llame al teléfono. La señora donde estaba hospedado me informó de que se había marchado al Tibet y que estaría de vuelta dentro de dos o tres semanas más tarde. Rory estaba en casa cuando llamé a Bekerly aquella noche y creí oírle contento cuando le dije que iría a verle a él y a Bess el próximo fin de semana.
Mientras tanto decidí estar al tanto de cuanto pudiera concernir al Proyecto Júpiter. Me detuve en el centro de la ciudad de vuelta a mi apartamento y compré varios periódicos, entre ellos The Times y The Herald, procurando unos ejemplares del mes transcurrido para irlos ojeando. Tras la cena, comencé a leerlos y repasarlos.
Hacía ya tres semanas antes que el Presidente había firmado el nombramiento de William J. Whitlow para la alta dirección del Proyecto Júpiter, y el Senado la confirmó sin la menor oposición, una semana anterior. Aquéllas eran las noticias, excepto dos suplementos semanales del domingo con relatos y comentarios relativos al proyecto, uno con diagramas y diseños del cohete que no estaban muy lejos de la realidad que yo había imaginado, y el otro con diversas Opiniones de astrónomos y astrofísicos, respecto a las condiciones que pudieran hallarse en las lunas de Júpiter y cuál sería la mejor para intentar una toma de tierra sobre una zona de amoníaco sólido. Leí también algunas fantásticas opiniones de escritores, sobre las formas de vida inteligente que pudiesen existir en las lunas del planeta del sistema solar; de existir formas de vida. Lo usual en tales casos.
Decidí telefonear a Whitlow y preguntarle cuándo darían comienzo los primeros trabajos; después reconsideré la cuestión y llegué a la conclusión de que no debería hacerlo hasta que no hubiese vuelto Klocky y yo me encontrase más aliviado de mis ocupaciones.
Klocky volvió dos días antes de lo previsto y tras haber descansado se puso al frente del espaciopuerto. Yo entonces, ya era de nuevo su ayudante y entonces telefoneé a Whitlow.
- Aquí William J.. Whitlow - respondió una voz seca y pedante.
- Le habla Max Andrews - dije -. Le llamaba sólo para tener alguna idea de cómo van las cosas respecto al Proyecto Júpiter.
Se produjo una ligera pausa, lo suficiente como para preocuparme. Después añadió:
- No hay prisa, Mr. Andrews. Los primeros pasos son puramente administrativos y ya se están tomando aquí en Washington. No se le necesita para eso, puesto que su misión será la supervisión de su montaje y construcción sobre el campo. Esto no comenzará hasta el año próximo.
- ¿Por qué no?
- ¿Qué por qué no? Mr. Andrews, usted parece no darse cuenta de las complejidades de la organización de un proyecto de tal magnitud. El solo arreglo de las finanzas... - y su voz pareció difuminarse como si hubiera decidido que su explicación resultase inútil.
- ¿A qué arreglos financieros se refiere usted? - quise saber, insistiendo -. El Congreso ha otorgado veintiséis millones de dólares. El Presidente ha firmado el decreto y le ha hecho a usted el director. ¿Acaso es el Tesoro el que va a quedarse con el dinero?
- Se está usted poniendo gracioso, Mr. Andrews. Usted sabe perfectamente que un proyecto del Gobierno se lleva su tiempo en llevarlo a efecto.
- Sí, desde luego que lo sé. Y siempre he querido saber la razón.
- Pude oír cómo dejaba escapar un suspiro a dos mil millas de distancia.
- Mi querido Mr. Andrews - dijo entonces Whitlow -, estas cosas implican procedimientos complicados, muy complicados. Hay que imprimir formularios, y...
- Y continuar con el papeleo por la eternidad, por lo que veo. Pero en serio, ¿es que no podemos comenzar su construcción antes del año que viene?
- Me temo que no. De hecho, si conseguimos su construcción inmediata una vez terminados los proyectos de ingeniería, cálculos, diseños, etcétera, y empezase a principios del año próximo, sería un éxito. No olvide que la aprobación de nuestros planes, tiene que ser obtenida en tres fases antes de que incluso se lleve a los tableros de dibujo de los técnicos.
Creo que emití un gruñido de disconformidad y mal humor.
- Está bien, qué remedio, si es a principios del próximo año, que sea así por lo menos; pero por favor, procure darle impulso. En cualquier caso, que no se demore más allá de esa fecha. El trabajo en sí mismo, se llevará más de un año.
- Mucho más tiempo aún, me temo, Mr. Andrews.
- No podría llevarse más tiempo que ese sin desbordar la asignación. La estimación del costo se hizo sobre la base de un año de duración. Escuche, Mr. Whitlow, hay muchos detalles que quisiera hablar y comentar con usted, y que resultarían excesivos para expresarlos por teléfono. ¿Qué le parece que vaya a Washington en cualquier próximo fin de semana? ¿Cuándo podría usted dedicarme una tarde de su tiempo?
- Bien... no podrá ser en éste ni en el próximo. El siguiente, ¿no le parece bien?
- Si eso es lo más pronto, de acuerdo. Bien, consideramos esa cita como definitiva. Para ahorrarle tiempo y llamadas telefónicas, ¿quiere indicarme lugar y hora?
- No suelo ir a mi oficina el sábado, pero supongo que en este caso podría.
Yo también suponía que podría hacerlo, si yo tenía que ir desde Los Angeles, muy bien podría él ir a su oficina.
- En su oficina, pues - le dije -. O... espere, si puedo tomar el estratorreactor de la mañana, llegaría ahí al mediodía. ¿Por qué no podríamos reunirnos a almorzar juntos y después ir a su oficina tras haber comido?
- Ya tengo un compromiso para almorzar ese día, Mr. Andrews. ¿Puede venir a mi oficina a las dos de la tarde?
Estuve de acuerdo con el lugar y la hora.
Bien, Ellen me había advertido de que era un tipo estirado. No es que importase un bledo su carácter y su pose, lo que me estaba preocupando seriamente era la terrible pérdida de tiempo que se intuía en la puesta en práctica del Proyecto Júpiter. Bien, discutiría tales extremos con él cuando le viese. Al menos no había mostrado signo alguno de haber olvidado su promesa de aceptarme como supervisor de la gran empresa espacial.
Y siempre aquel dolor íntimo, aún el sentimiento de vacío y soledad como si se hubiera muerto una parte de mi propio ser que se había ido para siempre. Pero ahora, con Klocky de vuelta y mi menor trabajo en el espaciopuerto de Los Angeles, comenzó para mi la búsqueda de compañía en vez de la soledad. A veces con Klocky durante las veladas, otras jugando al ajedrez, en otras ocasiones charlando. Calculamos un rudo bosquejo y unos planos preliminares, en esquema, para un cohete que fuese capaz de rendir viaje cósmico hasta Saturno, el más próximo planeta del sistema solar, después de Júpiter. Aquel misterioso planeta rodeado de anillos; apenas si conocíamos mucho sobre la naturaleza de sus maravillosos anillos girando sobre el ecuador del planeta, cosa que sólo sería posible cuando pudiésemos aproximarnos a una distancia adecuada. Pero Saturno, al igual que Júpiter, tiene lunas con amoníaco en ellas y habría de emplearse el mismo plan de viaje espacial que para Júpiter. Saturno está muchísimo más lejos que Júpiter.
(Júpiter se encuentra a 750 millones de kilómetros del Sol y Saturno a 1.432. «N. del T.»)
Nos sorprendimos al comprobar con satisfacción que un cohete a Saturno costaría sólo tres veces más que el de Júpiter lo que de todas formas suponía una bagatela comparado con los trescientos millones de dólares que había calculado Bradley en sus planes originales para el cohete de Júpiter, su famoso cohete de una fase. Pero Saturno podía esperar hasta que el cohete de Júpiter hubiera cumplido su misión y demostrado su éxito.
Al siguiente fin de semana, anterior a mi cita con Whitlow, volé hacia Seattle para pasar un día con Merlene y mi hermano Bill. Me hizo mucho bien volver a verles de nuevo. Ahora, con Ellen muerta, lo más probable es que jamás tuviese hogar propio, y el de Bill seguiría siéndolo tanto como siempre lo había sido. Si hubiera podido tener un par de hijos corno Easter y Billy... Pero ya había sido demasiado tarde cuando encontré a Ellen.
O tal vez no. Ellen a sus cuarenta y cinco años, puede que no hubiese podido tener hijos; pero si hubiera vivido y lo hubiera deseado como yo, habríamos podido adoptar uno, tal vez de la edad de mi sobrino Billy. No éramos a fin de cuentas tan viejos para eso, por lo menos Ellen, normalmente, podía haberlo visto crecer y hacerse un hombre.
Pensé en hablar a mis hermanos sobre la posibilidad de haberse ido a vivir a Los Angeles, así les habría visto con más frecuencia a ellos y a mis sobrinos; pero era preciso esperar bastantes meses hasta que el Proyecto Júpiter cobrase forma. Entonces, situado, la cosa hubiera sido más segura y estable. Tomé nota mentalmente de hablar del asunto en Washington sobre el particular.
Tras la cena, Merlene se llevó a la niña a dormir al piso de arriba y yo tomé a Billy por la mano y salí al porche de la casa. Estaba ya oscureciendo y el cielo comenzaba a sembrarse de estrellas. Nos sentamos en la escalera del porche y miramos al cielo.
- Tío, Max.
- Sí, Billy.
- ¿Has estado ya en alguna estrella?
- No, hijo. Nadie ha conseguido todavía llegar a ninguna estrella. Pero lo conseguiremos. A ti te gustaría, ¿no es verdad?
- Pues claro que sí. Como hace Rock Blake en la televisión. Ha estado en muchas, ha sostenido muchas luchas y aventuras por las estrellas del cielo. Sólo papá dice que todo eso es una tontería y que nunca sucede en realidad.
Lo que quiere decir, Billy, es que todavía no ha ocurrido.
- Además me dice que es un programa estúpido, aunque me deja que lo vea.
- No lo sé, Billy, nunca veo esos programas. Pero si es una tontería o no, si al observar esos programas, te alienta el deseo de ir a las estrellas como Rock Blake, entonces creo que es un buen programa para que lo veas.
- Si, tío Max, yo también lo creo. Y además el programa del Capitán del Espacio. Oye, esta tarde estaba luchando con unos hombres verdes con cabezas de león en un planeta de Sirio...
- ¿Sirio?
- Eso, es, Sirio. ¿Crees tú que de verdad hay gente de color verde como ésa en esos planetas?
Le hice una mueca al chiquillo.
- Voy a mostrarte el sitio a donde puedes ir a comprobarlo, Billy.
Y apunté con el dedo a Sirio, la estrella más brillante del cielo.
(La estrella Sirio, es la alta de la constelación del Can Mayor. Desde la más remota antigüedad ha sido objeto de adoración religiosa, incluso, especialmente por los egipcios. Aparecía en el horizonte este al amanecer coincidiendo con la crecida del Nilo, la vida de aquel pueblo ya legendario. Es la estrella más brillante y la más luminosa de las 22 de primera magnitud del cielo visible a simple vista. Puede contemplarse a partir del tardío otoño y todo el invierno, bajo Orión y las Pléyades. Es, ciertamente la más hermosa estrella del Universo visible. Dista de nosotros unos 8 años luz. Es del tipo AO, o sea que tiene su corona solar una temperatura que va de los 8.000 a los 12.000 grados (nuestro Sol tiene 6.000). En lugar de emitir una luz amarilla, como nuestro Sol, emite una luz blanquísima-azulada. Es inmensamente mayor que nuestro Sol y tiene otra estrella enana que gira a su alrededor, formando con ella un sistema. Por cierto que la densidad de esta compañera de Sirio es tan extraordinaria, que cada centímetro cúbico de materia pesa cientos de toneladas, por un misterioso fenómeno de superconcentración atómica. «N. del T.»)
M’bassi volvió en la tarde del miércoles siguiente. Fui al aeropuerto a esperarle. Cuando descendía de su estratorreactor, se hizo visible por la escalerilla, sobrepasando con su enorme estatura en muchos centímetros a los demás pasajeros. Al descender y ya próximo al piso, le grité agitando la mano en un saludo de bienvenida.
Sus blanquísimos dientes brillaron con un destello y me estrechó la mano cordialmente.
- Hola, Max. Me alegro muchísimo de verte.
- Casi en el acto su rostro se ensombreció -. Ya me enteré de lo sucedido a Ellen. No puedo decirte de qué forma lo lamento.
Nos tomamos un trago en el bar del aeropuerto. Un poco de vino para M’bassi; él sólo bebía vino y con moderación. Después le sugerí que viniese a mi apartamento para jugar al ajedrez y allí nos encaminamos.
Nos despojamos de nuestras chaquetas y a través de la transparente camisa de nylon de M’bassi pude comprobar que había adelgazado, podían apreciarse claramente las costillas de su caja torácica.
M’bassi trató de leer mis pensamientos y se sonrió:
- No es nada, Max. Es el resultado de diez días de ayuno; pero ya acabó. Estoy comenzando a rehacerme. Tú también has perdido peso, amigo mío.
En efecto, así era, porque apenas si comía en las primeras semanas que siguieron a la muerte de Ellen. Yo a mi vez, también comenzaba a rehacerme físicamente.
Dispuse el tablero y las piezas y le serví un poco de vino para ir tomándolo mientras jugábamos la partida.
Me hizo la apertura de P4R (peón cuatro de Rey). Yo le contesté con igual movimiento y entonces recordé algo.
- M’bassi - le dije -. Cuando hablé con Ellen en el hospital, me dijo que incluso tú tenías en la mente una forma de propulsión interestelar y que debería preguntarte por qué eras un místico. ¿Qué crees que quiso decir?
- Ella habló la verdad, Max. Nuestras metas son las mismas. Viajamos en rutas diferentes para tratar de alcanzarlas.
- ¿Quieres significar con eso que también tú eres un enamorado de las estrellas? ¿Por qué no me lo dijiste antes?
- Jamás me lo preguntaste. - Y me sonrió gentilmente -. Tú no comprenderías el camino que yo sigo, porque tú llamas misticismo a mi conducta espiritual y ese concepto forma como una cortina a través de la cual no puedes ver. Llamar al estudio del espíritu y a sus capacidades, misticismo, es decir que el cuerpo de un hombre es algo que somos capaces de entender, mientras que su mente tiene que ser un misterio para nosotros. Y eso es incierto, querido Max.
- Pero, ¿qué tiene eso que ver con ir a las estrellas?
- Tu plan para ir hacia las estrellas, es enviar tu cuerpo allá, haciendo que tu cuerpo arrastre al espíritu que en él se encierra, o la mente, ya que no es cuestión de terminología adecuada, ni materialista amigo. Mi camino, es enviar allí mi mente y con ella mi cuerpo.
Yo abrí la boca para decir algo y volví a cerrarla.
M’bassi continuó:
- La idea no debería ser nada nuevo para ti. Tú leíste hace tiempo los primeros libros de ciencia - ficción. Por supuesto, tuviste que haber leído a Edgar Rice Burroughs, que escribió los relatos de John Carter en Marte, tales como «La Princesa de Marte» que según creo fue la primera, escribiendo después una docena más sobre el mismo tema.
- Sí, las leí. Por cierto que me resultó un revoltijo endiablado.
- De ser así, ¿por qué las leíste?
- Porque lo hice antes de ser lo suficientemente hombre para darme cuenta de lo malas que eran. Sólo era un chiquillo. Querido M’bassi, no irás a decirme que consideras tales relatos como buenos ¿verdad?
- Desde luego que no. Tu estimación literaria al respecto, debo admitir que resulta correcta. Pero ¿recuerdas que hay algo que las distinguía de todas las primitivas historias de los viajes por el espacio?
- Pues no, así de primer intento. ¿Y qué era?
- El método por el cual el protagonista de Burroughs, John Carter, llegó hasta el planeta Marte.¿Lo recuerdas?
Tuve que hacer un esfuerzo mental para recordarlo. De aquello ya habían transcurrido cuarenta años, allá por el año 1950 que es cuando leí a Burroughs.
- Lo recuerdo - dije finalmente a M’bassi -. El héroe se quedaba mirando intensa y fijamente a Marte, concentrándose y deseando ir hasta allá y de repente, se encontró en el planeta. De todos los...
Comencé a reír y tuve que hacer un esfuerzo para. detenerme, por no herir los sentimientos de M’bassi.
- Ríete si quieres - dijo mi amigo -, parece una cosa divertida, si lo ves bajo ese punto de vista. Ciertamente que el método de Burroughs es una supersimplificación; pero, ¿qué pensarías si un método parecido de supersimplificación, no fuese algo que lo hiciese algún día? Permíteme traducir a un lenguaje que no ofenda tu materialismo, que eso puede llamarse teleportación, o sea la capacidad de transportar un cuerpo físico a través del espacio sin utilizar medios físicos.
- Pero no se han comprobado realmente casos de teleportación, M’bassi.
- Como tampoco se han comprobado casos de viajes valiéndose del subespacio o del espacio curvo de cualquiera de los otros métodos abreviados de los escritores de ciencia - ficción, cuando han intentado escribir cosas sobre los viajes interestelares. Pero existe una considerable evidencia en dar por cierto la telekinesis, o sea la capacidad de la mente para afectar a los cuerpos físicos, sin medios físicos; control de los dados, por ejemplo. La teleportación es meramente la extensión de la telekinesis, Max. Si una es posible, también lo es la otra.
- Quizás - asentí yo, dudoso -. Pero yo emplearé los cohetes. Sé cómo funcionan.
- Es cierto que los cohetes funcionan. Lo hacen para viajes planetarios. Pero, ¿para las estrellas, Max?
- Cuando consigamos la propulsión iónica...
- Con cualquier medio de propulsión, un cohete puede ni incluso aproximarse a la velocidad de luz. La teoría del campo unificado lo demuestra, Max, no importa qué mística tu creas que sea esa teoría del campo unificado. ¿Qué dices de las estrellas que se encuentran a miles de años luz de distancia? ¿Iremos a emplear cientos de miles de años en llegar hasta ellas?
Se tomó un sorbo de vino y volvió a dejar su vaso a un lado.
- El pensamiento es instantáneo, amigo mío - continuó -. Si pudiésemos, deberíamos aprender a viajar con el poder del pensamiento y no con la marcha de caracol de la velocidad de luz o menor. Si resolvemos el secreto de la teleportación, podríamos viajar hasta la más lejana galaxia en exactamente la misma duración de tiempo con que podemos ir a una pulgada de distancia.
La partida de ajedrez, quedó prácticamente olvidada, con un solo peón movido por el resto de la velada, mientras charlamos. M’bassi me contó después, de su viaje al Tibet. Había ido a ver a su famoso guru, dedicado al estudio de la teleportación.. Había estudiado mucho y ayunado con su guru.
- ¿Hizo alguna demostración para ti? - le pregunté.
- Yo... preferiría no responder a esa pregunta, Max. Ocurrió algo o tal vez yo imaginé que ocurrió al noveno día de nuestro ayuno conjunto. Es cierto que los ayunos prolongados suelen producir alucinaciones. La cosa que ocurrió, si es que realmente se produjo, fue algo que mi guru fue incapaz después de repetir; por tanto, no tenemos una prueba de lo sucedido, ni yo mismo me hallo realmente cierto de lo que vi, como realidad. Así que prefiero silenciarlo. ¿Me perdonas, verdad?
(Guru, es el maestro lleno de virtudes y de ciencias del espíritu, especie de teólogo de las religiones de la India, el Tibet y otros países asiáticos. «N. del T.»)
Nada tenía que perdonarle, porque resultaba inútil hablarle y cambiar sus pensamientos. Los únicos hechos que se desprendieron de su relato, eran que tras un prolongado ayuno de casi diez días, el guru se había puesto tan débil, que una mayor prolongada abstinencia hubiera resultado peligrosa para él y que el experimento se había dado por concluido.
- Es un anciano, Max - siguió M’bassi -, tiene ya ciento siete años de edad. Creo que habría resultado imposible para él haberlo intentado de nuevo en esa forma. Pero si lo intenta, tendré noticias suyas y volveré a ir inmediatamente, aunque tenga que gastar y emplear mi vida ahorrando para tener siempre a la mano los medios para reunirme con él alquilando un avión cohete, con objeto de llegar a tiempo y verle, si eso sucede.
Me quedé mirándole fijamente.
- M’bassi, condenada sea tu piel de azabache, ¿cómo has podido callar y no decirme nunca todas esas cosas? Fíjate en el tiempo que hemos pasado juntos, perdiéndolo muchas veces en jugar al ajedrez o hablando de cosas intrascendentes. ¿Por qué no me lo dijiste?
- Al principio, Max, existía una razón. Ellen lo sugirió cuando comencé a enseñarte los fundamentos de la teoría del campo unificado. Ella dijo que si yo me dejaba arrastrar en argumentos sobre el viaje interestelar y discusiones al respecto, no aprendería nada. Desde entonces... bien, hemos ido cayendo en la costumbre de discutir otras cosas y nunca se me ocurrió cambiar el curso de nuestras charlas. Además, sabía que nunca te atraería a mi forma de pensar, de igual forma que tú tampoco lo habrías conseguido en el caso contrario. No es que desapruebe tu camino. Yo puedo estar equivocado, y tu camino de ir en busca de las estrellas puede que sea el único que jamás lleguemos a saber.
Llegó el momento de mi cita con William J. Whitlow en Washington en un sábado por la tarde y en su propia oficina. Aquel individuo aparecía exactamente como su voz le había delatado por teléfono. Pequeño, apuesto, preciso y estirado. De una edad media, aunque con apariencia de ser más viejo. Creo que era uno de esos tipos que ya nacen viejos y que uno puede presentirlo al hablar con ellos.
Comencé sobre la marcha por mi primera pregunta.
- ¿Cuándo podré saber el momento de abandonar el aeropuerto?
- A primeros de año será el momento oportuno, Mr. Andrews - contestó -. Creo que podré incluirle en la nómina enseguida, posiblemente; pero hay poco que pueda usted hacer hasta que estemos dispuestos para la construcción del cohete del Proyecto. Y poniéndole en la nómina antes de tiempo, no creo que le favorezca. Creo que con el señor Klockerman gana usted por el momento más de lo que ganaría entonces, siendo ahora, como es, su ayudante.
- Eso es algo que no me preocupa. Todo lo que deseo es poner manos a la obra en el cohete del Proyecto Júpiter.
- Estamos disponiendo las cosas lo más rápidamente que sea posible, se lo aseguro. Y una vez que comience, tendrá usted trabajo de sobra que hacer. Tal vez... ah, esta idea le atraerá. Podría ponerle en la nómina, digamos a principios de noviembre, en cuya fecha podría usted dejar el empleo que ahora tiene en el aeropuerto. Pero desde esa fecha, habrá poco o casi nada que pueda hacer durante esos dos meses por lo que podría tomarse unas vacaciones pagadas, naturalmente, antes de comenzar su trabajo en el Proyecto...
- Yo no quiero descanso ni vacaciones - le interrumpí -. Tampoco tengo el menor interés de ingresar en la nómina antes de comenzar la construcción del cohete. ¿Ha elegido usted ya el sitio?
- No. Intentaba tomar consejo de usted mismo.
- ¿Tiene usted alguna recomendación. específica que hacer?
- Ninguna específicamente; pero le sugeriría o bien Nueva México o Arizona. El emplazamiento del Proyecto podría estar bien comunicado a distancia y prudente con alguna buena ciudad, Alburquerque, Phoenix, Tucson, El Paso; una gran ciudad lo bastante buena como para absorber a todos los trabajadores del proyecto y que nos provea de alojamiento para ellos, sin construcciones especiales. Si los construimos en algún lugar perdido de esos estados, o cerca de cualquier población pequeña, habrá que emplear mucho dinero en la construcción de alojamientos para cuando menos, doscientas personas, lo que supondría un buen bocado para el presupuesto.
Whitlow afirmó con un gesto de cabeza.
- Eso parece interesante. De las ciudades que ha mencionado usted, Alburquerque tiene una ventaja sobre las otras. Tiene el mayor de los estratopuertos, con varios vuelos programados diariamente para Washington recíprocamente. Yo tendré que ir y venir con frecuencia, y esto supondría una considerable ventaja.
- Me parece muy bien - asentí yo -. Entonces, consideraremos a Alburquerque en primer lugar. Además el Gobierno, tiene propiedad sobre una considerable zona de terreno en sus alrededores, que podríamos utilizar sin comprarlo, aunque no suponga mucho el adquirirlo. Existe allá también una gran extensión de terreno árido y casi desértico donde apenas crecen algunos matojos silvestres, que pueden adquirirse por casi nada. Lo importante es establecer comunicación con una carretera de primer orden, lo que nos ahorrará el gasto de construir una autopista. Si usted quiere, yo puedo ocuparme de todo eso, mañana mismo y ver de encontrar el terreno más adecuado. Si lo consigo, es un problema importante menos que resolver respecto a la preocupación por el lugar de la construcción del cohete.
- Si quisiera ocuparse de eso, Mr. Andrews, se lo agradecería. Pero me temo que por ahora no podamos reembolsarle de los gastos que haga ahora.
- No se preocupe por eso. Aquello se encuentra en mi camino de vuelta a Los Angeles y el detenerme allá no me proporcionará demasiados gastos extra para que constituya motivo de preocupación. De acuerdo, lo haré así y le comunicaré inmediatamente si encuentro algo. Y diré en el aeropuerto que lo dejaré para fin de año. ¿Hay algo más sobre lo que tengamos que hablar ahora?
No lo hubo. Toda aquella conversación pudo muy bien haberse hecho por teléfono y muchísimo más barato. Pero yo había deseado ver a Whitlow y sopesarle personalmente.
No me sentí impresionado en absoluto por su presencia; y me sentí complacido. No era el tipo de individuo que pudiera producirme problemas.
Volé hacia Alburquerque y llegué al oscurecer. Me instalé en un hotel que disponía de servicio de helitaxis y un pequeño aeropuerto en el techo y dispuse el alquiler de uno de ellos para el día siguiente.
Era casi al mediodía cuando lo hallé. A simple vista, descubrí que era perfecto. Volaba hacia el sur a lo largo de la autopista 85 a unas veinticinco millas al sur de Albuquerque, a más o menos cinco millas al norte de Belén.
Se hallaba a la izquierda de la autopista 85 y no lejos de ella. Una zona plana y desierta como un paisaje lunar, de casi un cuarto de milla cuadrada, rodeada por todas partes por unas bajas colinas que la procuraban un refugio de los vientos cargados de arena.
Un camino de segundo orden y dos senderos antiguos conducían a la zona desde la autopista, y al fin del camino en la parte más próxima de la planicie, existía un grupo de media docena de edificios de los más diversos estilos. Daban la impresión de estar deshabitados, aunque no en ruinas. Parecía demasiado bueno el lugar si se conseguía su adquisición, aunque fuesen precisas algunas reparaciones y pequeñas obras de mejora.
Volé bajo sobre la zona y di una vuelta completa al perímetro. Estaba vallado, precisamente con una valla de metal de gran altura, como si en realidad fuese una zona de aterrizaje de cohetes. Pero no había sido nunca tal cosa, ni existían pistas de aterrizaje.
Aquellos edificios, daban el aspecto de ser una especie de graneros o almacenes y uno parecía haber sido una pequeña central generadora de energía eléctrica. Aterricé cerca de aquel edificio y me dirigí hacia él. El conjunto de edificaciones no se hallaba en tan buen estado como había parecido desde el aire; pero tampoco estaban mal, sólo costaría una fracción del dinero que pudiera haberse empleado de tener que edificarlos nuevos.
¿Para qué habría servido aquel lugar?
De repente, me vino a la memoria. Lo recordé en el acto. ¡La estación G!
¿Recordáis? Si sois lo suficientemente mayores como para acordarse de los años 1970, os vendrá a la memoria los planes de la Estación G y la amplia publicidad que se le dio por entonces.
Una estación en órbita espacial de setecientas millas de recorrido, llevada a cabo por los sindicatos más potentes del juego, una fantástica sociedad para millonarios a quienes no les importaba un bledo gastarse mil dólares, sólo por los gastos de una noche de recreo.
Los jugadores habían invertido unos cuantos millones de dólares en el proyecto, adquiriendo aquel lugar y construyendo aquellos edificios para construir los cohetes enlace que pusieran a la estación espacial en órbita, pieza a pieza y que después quedaron convertidos en los eslabones que unían la Tierra con la estación G, llevando hasta las alturas a los clientes.
Apenas habían comenzado a construir el primer cohete cuando se produjo la bancarrota, al publicarse el edicto Harris-Fenlow, disolviendo los sindicatos de juego, lo que de paso arruinó a muchos de los grandes jugadores del país. El proyecto, pues, quedó reducido a cenizas antes de que el primer cohete hubiera quedado concluido.
¡Qué fantástico lugar para el Proyecto Júpiter! ¿Cómo es que no había pensado en aquello? ¿Por qué alguien no lo había recordado tampoco? Aquello representaba para nosotros un ahorro de unos dos millones de dólares, para no mencionar el ahorro de tiempo en localizar el área, la valla y los edificios construidos ya, que sólo precisaban de algunas reparaciones de no gran importancia.
También era cosa segura que el gobierno del Estado de Nuevo México ni siquiera cobrase impuestos por aquello. Había mil posibilidades contra una a que no se hubiesen percibido impuestos por la base en veinte años. Era una auténtica suerte para el Proyecto Júpiter.
Pasé un par de horas deambulando por la zona, escudriñándolo todo en todas direcciones. Los edificios estaban cerrados y las ventanas y puertas clavadas; pero me pude hacer una idea desde el exterior que cada vez me gustó más al ir pensándolo.
Volví por vía aérea a Alburquerque y aparqué mi helitaxi sobre el techo del hotel. Enseguida fui a mi habitación y llamé por teléfono. Un operador amable de larga distancia, consiguió ponerme al habla casi al momento con el gobernador Romero, en su propio hogar al norte de Santa Fé, en Tesuque. Me dijo, que en efecto, el estado era propietario de la antigua estación G., y que con gusto charlaría conmigo sobre el particular.
Le prometí visitarle inmediatamente y me informó de que existía un pequeño aeropuerto junto a su casa, donde un helicóptero podría muy bien tomar tierra, dándome además instrucciones para hallarlo Media hora más tarde me hallaba hablando con él en persona y tras otra hora y media, estaba de vuelta en el hotel y tenía a Whitlow al teléfono cambiando impresiones sobre el asunto.
- El gobernador Romero cree que es una idea maravillosa - le dije -. Haré un acta legal, que constituya una promesa definitiva, de la legislatura del Estado; pero me dice que está seguro de que podremos disponer de esos terrenos libremente, totalmente gratis, o con una renta puramente nominal, tanto tiempo como nos sean necesarios. El Proyecto Júpiter empleará sin duda varios millones en el Estado si se hace así, habiéndole hecho notar por mi parte, que de no ser así, probablemente nos iríamos a otro que estábamos considerando en Arizona, cerca de Phoenix.
- Un buen tanto a su favor, Mr. Andrews. Muy bueno, realmente. Le felicito. Puede usted recordarle, que la propiedad, cuando les sea devuelta, una, vez terminado el Proyecto, tendrá un valor considerablemente mayor que ahora, a causa de las reparaciones que se efectuarán, las renovaciones y las construcciones adicionales que en esos terrenos se hagan.
- Ya se lo dije. En realidad, la sola nueva construcción que deberemos hacer, será la plataforma de lanzamiento y tal vez una o dos grúas. Desde luego contamos con todo el espacio necesario.
- Eso suena de forma realmente atractiva, Mr. Andrews - me dijo Whitlow al teléfono -. Iré a verlo. Cualquier día del próximo mes iré en avión hasta allá y haré una inspección personal. Estando las cosas como usted dice, tendré una entrevista personal con el gobernador Romero y haré una solicitud formal de arrendamiento.
- ¿Por qué no hacerlo ahora que la cosa está en caliente? Escríbale mañana por correo aéreo y haga la petición formal, al objeto de que vaya a la legislatura del estado, ahora que se siente personalmente entusiasmado. La renta nominal sería de un dólar por año. Si dejamos el arrendamiento para cuando usted haga su inspección personal, tal vez cambiaran las cosas. Haciéndolo antes, yo mismo podría encargarme de hacer un arrendamiento provisional y pagar ese dólar simbólico. ¿Qué tendría usted que perder con eso?
- Quizás tenga razón en eso, puesto que habrá de transcurrir al menos un mes hasta que haga personalmente una inspección de los terrenos. Sin embargo, prefiero esperar a escribir al gobernador, hasta tener un informe completo y la descripción de esa propiedad que le ruego me envíe usted mismo, de su puño y letra. ¿Sería tan amable de enviarme ese informe antes de volver a Los Angeles?
Se lo prometí así; pero hice algo aún mejor.
Quedaban todavía varias horas del día. Primero, hice que el director del hotel me recomendase a un buen detective privado y que procurase tenerme al corriente de las llamadas telefónicas que se me hicieran. Le di instrucciones en el sentido de que deseaba una descripción legal de aquella propiedad, inmediatamente. Ya conocía lo bastante a Whitlow para tener la certeza de que no movería un dedo hasta no tener sobre la mesa de su despacho la descripción legal de la propiedad. Le encargué que era misión suya y no mía, advirtiéndole que lo consiguiera por los medios que fuesen. La necesitaba para el domingo en la tarde a toda costa.
Después alquilé una magnífica cámara Instaprint y volví al terreno de la futura base en helicóptero y tomé una enorme cantidad de fotografías desde todos los ángulos posibles y alturas diferentes. Fotografié los edificios, la carretera de segundo orden los otros dos accesos, la valla y los terrenos en general.
Estaba ya anocheciendo cuando estaba de vuelta en el hotel. El detective ya estaba esperándome. Había hecho algo mejor que copiar los asientos legales del Registro de la Propiedad; había tomado una colección completa de fotocopias de todos los documentos. Me trajo además un mapa plano con la propiedad perfectamente delimitada y unos terrenos extra que rodeaban la futura base del Proyecto, incluyendo casi una milla de lindero con la autopista. Y lo mejor de todo, fue el haber conseguido los planos de los edificios, con el equipo interior de cada uno. Mis fotografías no habían sido en realidad precisas, dado el excelente trabajo del investigador privado.
Un buen hombre, aquel detective. No solamente, pagué sus honorarios, sino que le invité a cenar, ya que con la excitación había olvidado el almuerzo, tomándolo con un hambre canina. Tras haber cenado, hice llamar a un taquígrafo mecanógrafo y le dicté un informe amplio y completo, incluyendo los detalles de mi conversación con el gobernador Romero, para seguir con los documentos y las fotografías. Comprobé las salidas aéreas para Washington, mientras el taquígrafo trabajaba y cuando terminó y había hecho con todo ello un impresionante paquete aéreo postal, fui al aeropuerto a tiempo para depositarlo en el correo y que saliera en el estratorreactor de las nueve cuarenta, previo su franqueo urgente y de entrega especial, dirigido al domicilio personal de Whitlow.
Me imaginé qué pensaría Whitlow de todo aquel documentado informe, cuando tuviesen que despertarle a medianoche para llevárselo en entrega especial urgente, sólo unas horas después de habérselo sugerido por teléfono y que naturalmente él pensaría que lo haría buenamente a mi gusto, tras mi retorno a Los Angeles. Bien, ahora no habría excusa para que él escribiese a Romero, como primera providencia, en la misma mañana siguiente.
Yo había perdido el último reactor para Los Angeles; pero no. importaba. El primero de la mañana siguiente me haría llegar a tiempo para incorporarme al trabajo en vez de irme a casa. Antes de volver al hotel y a la cama, me tomé un trago; creo que me lo había ganado en aquella ocasión.
El Proyecto Júpiter iba cobrando vida. A menos que Whitlow no echara a perder las cosas, y no veía razón en tal sentido, el Proyecto Júpiter ya tenía su sitio, y para mí, otro sitio en donde empezar.
M’bassi vivía en los barrios humildes de Hollywood, en uno de esos horribles edificios de doce pisos del Sunset Boulevard y en un pequeño apartamento. Oscuro, con pasillos sórdidos, a media luz y utilizando el viejo tipo de ascensor renqueante en lugar de los modernos tubos. La totalidad del tercer piso, con dieciséis habitaciones independientes ahora, había sido en tiempos una residencia fastuosa. Ahora lo tenía en alquiler una extraña mujer cuya abuela había sido una estrella de cine y que vivía inmersa en las glorias del pasado, cuando Hollywood fue un lugar de maravilla en vez de un barrio cualquiera de diversiones de una gran ciudad. Pero una vez dentro del edificio y de una de las cuatro habitaciones conectadas una con otra, al final de las cuales vivía M’bassi y que aquella mujer había alquilado, se olvidaba uno del lugar en que se hallaba.
La gran habitación era completamente oriental, bellamente ornamentada con objetos y cosas que M’bassi se había traído de sus diversos viajes por la China. Era una habitación tan exótica, como utilitario su estudio, una habitación de mediano tamaño, completa en sus cuatro paredes por libros alineados sobre estantes, desde el suelo al techo. Además, sólo contenía una silla y una mesa de estudio. Otra habitación combinaba las funciones de cocina y cuarto de baño. La última, diminuta, no tenía la menor ornamentación ni mobiliario, ni siquiera una alfombra en el suelo. Era la celda monástica donde M’bassi pensaba y hacía sus meditaciones.
Teniendo como suave música de fondo unas grabaciones de Scriabin, que M’bassi gustaba de oír mientras hablábamos, mi amigo respondía a mis preguntas o al menos lo intentaba.
- ¿Cómo puede uno teleportarse a sí mismo? Max, Max, si lo supiera, ¿crees tú que estaría aquí?
- Pero diablos, M’bassi, estás intentando aprenderlo, al menos sabrás como conseguirlo, o intentar hacerlo, al menos.
- Hay mil caminos distintos. Todo resulta difícil de explicar a cualquiera que no ha estudiado la materia. ¿Podrías tú explicar a una persona que no tuviese la menor idea de la Física, cómo funciona un cohete espacial?
- Pues yo creo que sí podría explicarlo, en un sentido general. La energía atómica convierte el líquido en un gas que bajo altas presiones, se dispara sobre la popa del cohete y empuja a éste a grandes velocidades.
- Ahora, explícame cómo funciona una propulsión en el espacio curvo del Universo.
- Ya sabes, M’bassi que no hemos conseguido aún esa propulsión para el espacio curvo de que me hablas, según la Relatividad.
- Y tú sabes, lo mismo que yo que no puedo teleportarme. Por tanto, ¿cómo puedo explicarte cómo se hace?
- ¿Qué es lo que te hace pensar que ello puede hacerse?
- Hay dos razones por las cuales lo creo así, Max. Una es la lógica extensión ya probada y aceptada de los poderes telekinéticos de la mente. La otra razón es la de que yo creo que la teleportación ya ha tenido lugar. Tres personas a quienes conozco y en las que creo y con las que he estudiado, han tenido esa experiencia en una u otra forma. Han conseguido teleportarse a sí mismas; pero solo - ¿cómo te lo diría? - sin un total conocimiento de cómo lo hicieron, sin hallarse en condiciones de repetir ese acto a voluntad, sin encontrar la clave. No importa cuán cerca estuvieron de reproducir las mismas y exactas condiciones físicas y mentales que existieron en el momento de sus teleportaciones positivas; después fueron totalmente incapaces de repetirlo.
- ¿Y están realmente ciertos de que lo consiguieron la primera vez?
- ¿Está uno nunca seguro de cualquier cosa, querido amigo? Siempre existe la posibilidad de sufrir una alucinación u otra cualquier clase de error. ¿Estás seguro de que yo estoy aquí, hablando ahora contigo?
- Pero, ¿tú crees que ellos realmente fueron teleportados?
- Lo creo, Max. Por ejemplo, el guru con quien he estudiado y he pasado mayor tiempo de experiencias de mi vida, este verano en el Tibet, me aseguró como cosa cierta que había conseguido teleportarse dos veces. Es una persona honesta a toda prueba.
- Dejemos eso por seguro M’bassi. Dime ahora por qué crees que no sufría un error.
- Porque es un sabio, lo suficientemente sabio para haber tomado toda clase de precauciones contra sus propias equivocaciones. Me habló de las precauciones que había tomado y yo las creo suficientes.
- ¿Sueles tú tomar precauciones cuando experimentas, M’bassi?
- Por supuesto. De otra forma, ¿cómo podría saber si tengo éxito? Si estoy experimentando en el cuarto que tú llamas mi celda de monje, cierro la puerta con. llave por dentro; el cerrojo sólo puede abrirse desde el exterior. Supongamos que lo consigo y me encuentro a mí mismo en cualquier otra parte. En esta habitación, por ejemplo. Puedo así volver y ver si la puerta está todavía cerrada desde el interior. De ser así, no es posible que haya sufrido ninguna equivocación, ni haber experimentado ningún fenómeno de sonambulismo, andando en tal estado hasta este cuarto y despertado aquí.
- Tendrías que haber echado la puerta abajo para volver a la celda.
- No valdría la pena, ¿verdad?
- Supongo que sí. Pero escucha, ¿qué ayuno debes hacer para que se produzca esa teleportación?
- El cuerpo, Max, afecta a la mente de varias formas. El alimento, o la carencia de él, el exceso de debilidad corporal, los estimulantes o depresivos, todas esas cosas y muchas otras, afectan nuestra capacidad de pensar y nuestra manera de hacerlo. Por siglos, hombres muy sabios - aunque también algunos estúpidos -, han sabido que el ayuno aporta la claridad al pensamiento, y a la vez, en determinados momentos una visión superior a la normal de las causas normales.
- Sí, y a veces las alucinaciones. Así lo hace el alcohol. Yo he visto..., bien, poco importa lo que yo mismo he visto una o dos veces. Pero estoy seguro de que no estaban allí realmente presentes.
- Es cierto. Con todo, Max, en un determinado estadio de intoxicación, ¿no has experimentado la sensación de que te hallabas en el umbral de la comprensión de algo de una vasta importancia de...? Tú sabes a lo que me refiero.
Maldito si sé lo que quieres decir - le dije -.
Siempre es el umbral, nunca cruzas ese borde, esa frontera hacia lo desconocido.
- ¿No sería posible, que bajo determinadas condiciones, pudiera uno conseguirlo? Aunque creo que hay mas esperanza en las drogas que en el alcohol. Voy a intentar pronto experimentar con el uso de drogas.
- ¿Has experimentado ya con el alcohol?
- Si. Y fumando opio. Creo que iré más cerca de mis propósitos con el opio.
- Esos son unos experimentos muy peligrosos. M’bassi.
- ¿Son seguros los cohetes? - y sonrió mientras yo miraba involuntariamente a mi pierna artificial. Y añadió -: Max, sé que aprovecharás cualquier posibilidad que tengas a la mano para ir a dónde quieres ir. ¿Por qué no debería hacerlo yo?
Aquella noche volví a casa con un enorme paquete de libros de la biblioteca de M’bassi, libros que según mi amigo eran elementales respecto al asunto de que habíamos tratado.
Para mí no lo fueron. Resultaron una jerga incomprensible por lo que a mí concernía. A las tres de la mañana, los dejé de lado y me puse a dormir. M’ bassi intentaría con sus medios, yo emplearía los míos Yo era ya demasiado perro viejo para intentar aprender aquellos nuevos trucos de la fantasía y el misterio.
Además, aunque yo esperaba que M’bassi tuviese algo que conseguir, y yo lo respetaba por su esfuerzo en tal sentido, no tenía suficiente fe en tales procedimientos.
El Proyecto Júpiter, el Proyecto Saturno, el Proyecto Plutón... el Proyecto Próxima Centauri... aquello era lo mío. El sendero directo de las cosas, no el de las Ocho Vías del budismo.
Al llegar octubre, el Proyecto Júpiter, estuvo de nuevo en primera fila de las noticias. Se había alquilado la antigua Estación G de construcción de cohetes espaciales y sus rampas de lanzamiento en el estado de Nuevo Méjico. En toda la prensa y demás medios informativos, apareció la vieja historia reviviendo en detalle el fracaso de la antigua Estación G, antes de haber concluido la construcción del primer cohete. Aparecieron fotografías con algunos de los relatos y reconocí dos de ellas, como las que yo mismo tomé desde el helicóptero. Bajo las fotografías aparecía una línea: Foto: Max Andrews, aunque no me mencionasen en el relato. Por otra parte, Whitlow sólo era mencionado incidentalmente como director del Proyecto Júpiter, ni siquiera me había concedido el crédito personal de ser el autor de la idea de haber localizado y utilizado los terrenos de la vieja Estación G, aunque tampoco hizo uso de su nombre al respecto. Todo era pura publicidad. La cuestión más importante, era que Whitlow no había abandonado las cosas.
El Proyecto Júpiter ya tenía su lugar preciso.
Ya no se tardaría mucho y una vez comenzase el proyecto, yo tendría que trabajar veinticuatro horas diarias, lo que yo consideraba bueno para mi estado de ánimo; si, era lo mejor para mí.
No es que las cosas fuesen mal para mí personalmente, excepto para mi impaciencia. Yo ya estaba aceptando la pérdida de Ellen, como cosa irremediable y encontrando en ella, en cierto sentido, una forma de aproximarme a su gran amor y hacerla volver a mi lado. Porque al pensar siempre en ella, ahora con menos dolor que al principio, ella parecía estar más constantemente junto a mí que antes, cuando la amargura y el dolor habían nublado mis pensamientos y retorcido mis ideas. Ahora, a veces, solía sostener conversaciones con ella, en mi interior, conversaciones imaginarias, no en voz alta. Y aquello me servía de un infinito consuelo. Me proporcionaba un alivio sin el cual la vida se me habría hecho imposible. Otras veces, me parecía pensar y creer como si estuviésemos temporalmente separados, como si ella estuviese en Washington y yo en Los Angeles; pensando de ella como si en efecto, estuviese viva y esperándome en alguna parte. Y en cierto modo, así era; ella vivía en mí mente y seguiría viviendo mientras la vida alentase en mi propio cuerpo.
Incluso su muerte, y a pesar de ella, según llegué a comprender, no pudo apartarla lejos de mí nunca más. Y con tal conocimiento, llegó la paz a mi espíritu.
Llegó noviembre y se aproximaba diciembre. Comencé a sentirme impaciente para entrar de lleno en el proyecto. Pensé, que seguramente por entonces, las cosas en Washington estaban tomando forma, discutiéndose los planes, perfilándose los últimos detalles; pero yo debía estar en todo ello. Mi entrada en la nómina no se produciría sino a principios de año; pero al diablo con la cuestión monetaria; todo lo que deseaba locamente, era comenzar el trabajo.
Pregunté a Klocky si le dejaría en un aprieto si tuviese que dejarle tan pronto como me avisaran. Klockerman se rió.
- ¿Qué diablos te hace pensar que resultas indispensable? Ya sé que tienes que irte al Proyecto Júpiter a primeros de año. Tengo dispuesto a Bannerman para que ocupe tu plaza en el momento oportuno. Diablos, Max, me estás decepcionando desde hace un mes o dos. Pensé que tendrías que haberte marchado al Proyecto Júpiter más pronto. ¿Qué es lo que ocurre?
- Maldito si lo sé - le repuse a Klocky -. A lo mejor, la idea de que llegue allá y encuentre que no tenga nada que hacer. Eso sería peor que estar aquí sentado.
- Si ves que no tienes nada que hacer, vuelve conmigo en seguida. Voy ahora mismo a darte un permiso. Veamos, hoy es miércoles, puedes marcharte hasta el fin de la semana. Vete a Washington en avión y saca a Whitlow de su refugio y ve la forma de que puedas comenzar a hacer algo, ya que ésa es toda tu ilusión. Si tienes éxito, llámame por teléfono y vete. En caso contrario, vuelve y comienza nuevamente el lunes próximo aquí, trabaja otro mes o el tiempo que sea necesario.
- Klocky, eres un tío extraordinario.
Klockerman hizo una mueca risueña y burlona
- ¿Lo has descubierto ahora? ¿Qué vas a hacer con tu apartamento, con tus libros y con todos tus chismes?
Ni siquiera había pensado en aquello. Dejé escapar un sonido inarticulado al sentirme repentinamente confuso; de repente caí en la cuenta de que había acumulado demasiadas cosas en los últimos dos años.
- Maldito si lo sé, Klocky - dije - respecto a mis cosas y a los libros. No hay problema con el apartamento; ya he avisado que lo abandono a fin de año y lo tengo pagado hasta entonces.
- Déjame una llave, Max. Me cuidaré de él. Puedo enviarte tus cosas a Washington. O a Albuquerque, si quieres esperar hasta que estés trabajando en el Proyecto Júpiter.
Yo dejé escapar un suspiro de alivio.
- Magnífico, Klocky, gracias. Escucha, no deseo tener nada en Washington. Si no voy a Albuquerque hasta después de que haya terminado la renta, podrías darle encargo a una compañía de las que se dedican a almacenar mobiliarios y objetos personales y que me lo guarden todo.
- ¿Y el telescopio? ¿Está todavía en la terraza del apartamento?
Asentí con un movimiento.
- Lo traeré esta tarde. Mejor será que deje una nota para que los empleados de la mudanza no lo estropeen. Pudieran perder alguna de sus partes, como aquellas lentes Bonestell, que tanto aprecio les tengo.
- No tienes que preocuparte, Max. Ya sé cómo manejarlo y estaré al cuidado de todo. Creo que es una buena idea bajar el telescopio. ¿Por qué no ir esta noche? Podrías tomar el último estratorreactor para Washington, así llegarías de forma que pudieras comenzar tus gestiones por la mañana temprano.
- ¿Quieres decir que no te importa si me voy ahora mismo?
- Pues claro que no - consultó su reloj -. Son las doce y veinte. Puedes salir de aquí a veinte minutos. Tienes tiempo suficiente para tomarte un café conmigo.
Bajó la palanquita del intercomunicador, que le puso en contacto con su secretaria.
- Dotty - ordenó a la joven -, no deje usted entrar a nadie aquí en veinte minutos. Vamos a hacer algo que estará estrictamente en contra del reglamento. Ni siquiera una llamada telefónica. Si alguien lo hace, dígale que he salido.
Entonces tomó una botella y un par de vasos del fondo de un cajón de su mesa. Escanció la bebida y me ofreció una.
- Por Júpiter, Max.
Bebimos. Después me miró y estuve seguro de que sus ojos aparecían velados por unas lágrimas que pugnaban por escaparse de sus ojos. Su voz, sin embargo, sonó tranquila.
- ¿Crees que lo harás, Max?
No se lo había dicho. Lo había imaginado, como Ellen lo hizo. Klockerman me conocía bien.
- Creo que hay una oportunidad, Klocky.
- Jesús, te envidio esa oportunidad, Max. No importa qué pequeña pueda ser. Habría dado cuanto tengo...
Y volvió a llenar los vasos.
Empaqueté dos maletas, con lo suficiente como para dos meses, si tenía que permanecer en Washington tanto tiempo, antes de ir al lugar del Proyecto Júpiter.
Desmonté el telescopio, lo dispuse cuidadosamente en su caja, desarmado, dejándolo dispuesto para que se lo llevasen a almacenarlo junto con mis otras pertenencias. Pensé que había hecho mal con haber reunido tantas cosas a mi alrededor. Había acumulado demasiado. Un hombre solitario como yo, no debía tener más cosas que las que pudiera llevar con sus manos. Había hecho mal; pero no tenía ya remedio.
Tomé el estratorreactor para Washington. Un helitaxi al hotel y para entonces, ya había anochecido. Consideré la idea de llamar a Whitlow a su casa; pero renuncié tras haberlo meditado unos instantes.
Al día siguiente sería mejor, en su oficina. Y me dispuse a acostarme y tratar de descansar una buena noche con largo sueño.
El jueves, a las nueve, Whitlow, William J. Whitlow, mi jefe Whitlow, tras aquella enorme mesa de caoba, mirándome fijamente. Instantes después, mientras jugueteaba silenciosamente con un bolígrafo en sus manos, me dijo:
- Lamento que haya venido, Mr. Andrews.
Vaya, el «amo» no estaba todavía dispuesto para recibirme, por lo visto.
- No me importa un bledo la paga - dije -. Tiene que haber algo que yo pueda ir haciendo.
- No es eso. Le escribí ayer una carta. Créame que lamento que haya venido, sin haberla recibido, por su propio bien.
»Bien, por mi propio interés... ¿Qué sería lo que aquel bastardo querría dar a entender? ¿Debería pegarle una paliza hasta dejarle por el suelo, o estrangularlo entre mis manos?
- Su nombramiento se hará pronto público - continuó Whitlow -. Naturalmente, Mr. Andrews, hicimos una investigación de rutina respecto a sus calificaciones. Y cuando el informe me llegó... Claro está, que en vista de la promesa hecha a la senador Gallagher y al Presidente Jansen por las recomendaciones que me hicieron de usted, le consulté y estuvo de acuerdo conmigo en que...
Me pareció que ya no me encontraba allí, que Whitlow no estaba tampoco, que no había ningún rostro a quien golpear, ningún cuello que estrangular, sólo una Voz, una voz gris y monótona que parecía llegar a mis oídos del otro mundo.
Y la Voz continuó diciendo:
- «...no sabemos si usted es un embustero psicopático o si pensó en entablar alguna reclamación fraudulenta con este asunto; pero en cualquier caso...»
Me pareció de nuevo estar ausente. Instantes después, continué oyendo la Voz que seguía hablando:
- «...cierto que se graduó en la Escuela del Espacio como había afirmado en 1963; pero el accidente que le costó una pierna se produjo en la Tierra, poco después de haberse graduado, y no en Venus. Y porque usted jamás abandonó la Tierra, ni siquiera fue a la Luna, ni aún tan poco lejos como una estación espacial. No puedo entender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, porque hizo usted tales ridículas afirmaciones frente al hecho que nos ocupa, ya que resultaban del todo innecesarias. Su título de ingeniería en cohetes, su posición responsable en el aeropuerto de Los Angeles, a despecho de lo recientes que son, le habrían calificado suficientemente. para el cargo, lo que después de todo, es sólo la construcción de un cohete y no su pilotaje. Pero el Presidente está totalmente de acuerdo conmigo... y por tanto, estoy cierto, que si la senadora Gallagher hubiese conocido los hechos ciertos tal y como son, y que ha sido todo una farsa lo de haber viajado por el espacio, hubiera considerado todo ello como una indicación de básica deshonestidad propia de sus tendencias psicopáticas, y en cualquiera de los casos...»
Había un bar, y otros muchos bares, y después me encontré en el hotel con una botella medio llena y otra ya vacía. El cuarto me parecía gris, como la oficina de Whitlow había sido gris. Ellen parecía hallarse allí conmigo aunque no podía verla a través de todo aquel ambiente grisáceo...
- Cariño - le estaba diciendo -, querida. Es verdad, yo se que es verdad, lo que la Voz dijo y está diciendo; pero quiero que comprendas que no quería decepcionarte, ni quise mentirte, no, no fue ésa mi intención. Yo sabía que estaba mintiendo y con todo parecía no saberlo, porque he estado mintiéndome a mí mismo tanto tiempo, que...
- «No tienes nada que explicarme, Max. Lo comprendo.»
- Pero, Ellen, yo no. ¿Estoy loco, o lo estuve? ¿Cómo puede un hombre llegar a creerse algo que sabe que es una mentira? Y al propio tiempo no saberlo, porque es una mentira que ha repetido a otros y a sí mismo durante mucho tiempo hasta haber olvidado desde cuándo, y que ha aceptado... Ellen, es preciso que haya estado loco, fuera de mí, tras aquel accidente que me impidió salir al espacio precisamente cuando me hallaba en el umbral. Fue sólo una hora, cariño, solamente una hora, antes de emprender mi primer viaje al espacio. Un mes después de salir de la Escuela y llegó mi primer viaje espacial y tuvo que suceder todo como te lo dije, excepto que el cohete estaba dispuesto a abandonar la Tierra en vez de hallarse en Venus de vuelta a la Tierra.
»Hacia Venus, mi vida, yo iba hacia Venus. No a la Luna como la mayor parte de los primeros viajes del espacio, sino a otro planeta, a Venus. Y entonces, aquel horrible accidente... y no fue el dolor ni el daño físico; fue el espantoso dolor moral de saber que me hallaba para siempre ligado a la Tierra, que jamás podría ya abandonarla, que nunca sería un verdadero hombre del espacio.
»Y los años, los largos años y las construcciones que la fantasía hicieron en mi mente. Mi mente, incapaz de captar el conocimiento y la realidad de que habiendo estado tan próximo a gozar de la mayor locura y la pasión de mi vida, saliendo al espacio exterior, se perdió sólo por una simple hora antes, por un sencillo accidente del que yo no tuve la culpa.
»Yo estaba loco por el espacio, querida. Significaba demasiado para mí. Todavía no sé si es que me he convertido en un psicópata o en un fraude de mí mismo. No lo sé; quizás sean ambas cosas. Pero nunca tuve la intención de mentirte. A mí mismo, a los demás, eso no importaba. Pero jamás hubiera podido engañarte a ti.
- «Lo comprendo, Max. También lo hubiera comprendido entonces.»
- Pero puesto que te mentí, mi pecado era imperdonable... gracias a Dios que nunca descubriste que estaba mintiendo. No me digas que me habrías amado de haber sabido que yo era un embustero. Gracias a Dios, no lo supiste nunca en esta vida.»
Me pareció sentir su mano en mi rostro. ¿O sería el roce de una cortina al soplo del viento?
- «Max, querido, yo te habría querido de todas formas. Habría creído en ti. No fue culpa tuya, Max, de que no pudieras abandonar la Tierra. Lo intentaste. Deberás seguir intentándolo, por toda tu vida.»
- No para siempre, querida. A veces.., siempre en estas veces en que lo he sabido, cuando lo he recordado claramente, he estado borracho, como ahora estoy emborrachándome. Por semanas amargas e interminables, por meses enteros, cuando he estado en mi juicio, cuando la maldición de esta claridad de mi mente ha caído sobre mí y he sabido bien lo que soy. Docenas de veces, cariño, como ahora me ocurre. Estaba saliendo de uno de esos estados cuando oí hablar de ti, cuando oí que ibas a enviar un cohete a los espacios lejanos y vine para ayudarte a que fuese una realidad.
- «Y lo hemos conseguido, Max. No lo olvides nunca, éste es nuestro cohete del espacio, y seguirá adelante, y hará ese viaje cósmico tanto si ayudas a construirlo como si lo tripulas. Un cohete que irá más lejos, Max, un cohete hacia el planeta Júpiter, y que no habría ido lo menos en otra década, de no ser por ti. ¿No es hermoso y suficiente para un hombre haber conseguido eso en su vida?»
- No - repuse -. El cohete irá al espacio, yo no.
- «Max, rodéame con tus brazos y consuélame, amor mío...»
La busqué entre aquel gris que me envolvía por todas partes; pero no estaba allí; ella había muerto y estaba lejos, jamás volvería a estar conmigo nunca más y yo nunca podría hallar consuelo a su lado.
«EIlen, amor de mi vida, tú estás muerta y tu voz está en mi mente... sólo en mi mente.»
Conocí y viví en otras habitaciones, y en una con unas horribles flores de color púrpura en el empapelado de las paredes. Y en ella tuve el sueño que siempre conducía a la pesadilla, el sueño y la pesadilla que no había sufrido desde hacía muchos años. La pesadilla era la misma, como siempre, el sueño que conducía a ella variaba un poco en cada ocasión.
Esta vez, por supuesto, Ellen estaba en ella. Los dos éramos jóvenes, casi de la misma edad, allá a principios de los años 60, yo me había graduado en la Escuela del Espacio y era un astronauta presto a cumplir con mi primer viaje cósmico; e íbamos a casarnos tras de mi regreso de aquel primer viaje. Estaba besando a Ellen, al despedirme de ella y de pronto, vi que no estaba allí, que había desaparecido y yo teniéndome que subir a la gran bestia - así llamábamos a los cohetes espaciales en aquella época - para despegar, me di cuenta de que debía salir al exterior, al comprobar que algo iba mal en uno de los puestos de observación. En aquellas condiciones nuestro viaje a Venus podría haber sido una catástrofe. Salí por la escalera exterior para poner a punto la avería. Y, de repente, aquel mortífero chorro de fuego y aquel dolor de agonía y sin transición alguna, la pesadilla. Me encontraba en la blanca habitación de un hospital. Un médico había levantado las ropas de la cama, a los pies, haciendo algo así como poniéndome un apósito.
Levanté la cabeza y miré.
Y caí en aquel espantoso estado de sentir la muerte invadirme el cuerpo, que duraba como una eternidad, como siempre ocurría.
Me desperté temblando, chorreando de sudor por todos los poros de mi cuerpo. Salí de aquella habitación con aquellas feas flores de color púrpura recubriendo el ornamento de las paredes empapeladas. Ya era inútil para mí el intentar el sueño por toda la noche, sabiendo que apenas si dormiría en las noches por venir. Una vez que la pesadilla comenzaba, estaría esperándome, una vez en el umbral de la inconsciencia. Aquel momento frío como la muerte que continuaba hasta el fin de mi vida, siempre esperándome. Sólo la total y completa fatiga, el embrutecimiento y el caer agotado como un guiñapo, me haría escapar de las garras de aquella monstruosa pesadilla.
Calles, más calles y encrucijadas. Gentes por todas partes. Un bar y una pianola automática que tocaba en aquel momento un ritmo cubano de un cuarteto que Ellen y yo habíamos gustado tanto cuando estuvimos en La Habana.
Y la Voz, dominando ha música, la Voz.
- «No puedo comprender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, por qué hizo usted esas ridículas afirmaciones frente a este asunto, ya que habrían resultado absolutamente innecesarias. Su grado de ingeniero en cohetes, y su posición responsable...»
Recordaba todas y cada una de aquellas palabras, palabras que me atravesaban el cerebro junto con los ritmos del cuarteto cubano del disco.
- Me temo que no pueda venderle más bebida, amigo. Podría costarme la licencia. Está usted demasiado borracho...
No estaba bastante borracho, no lo suficientemente borracho.
Y dominando el ruido de las calles, la Voz. Sobre las otras voces, sobre el propio ruido de la Tierra girando en el espacio; la Tierra que sería mi única nave espacial arrastrándome por el vacío pero sin dirigirse a ninguna parte, hasta algún día en que se convirtiese en mi ataúd giratorio para siempre.
Nieve, colores alegres y alguien que decía, «Felices Pascuas» que me invitaba a un trago y su rostro entrando poco a poco en el foco de mi visión nublada por la borrachera. Un tipo de unos cincuenta años con una nariz medio rota, de ojos claros que habían mirado las estrellas, desde el espacio cósmico, inmóviles y sin centellear. Un astronauta. Y me dijo:
- Es mejor que se refresque un poco, compañero, antes de que reviente. ¿Puedo hacer algo por usted?
- No soy su compañero. Yo no soy un astronauta.
- No me diga. Usted es Max Andrews.
- Yo soy Max No Importa. Soy un fantasma. No soy nadie.
- Compañero, le conozco. Usted es el mejor mecánico de cohetes que se conoce, y por tanto un hombre del espacio - se aproximó hacia mí y sus ojos, muy claros, se iluminaron -. Escuche, compañero, las cosas han ido mal durante un tiempo; ahora la cosa está cambiando favorablemente. Vamos a dar otro gran salto, el mayor de todos. Hacia Júpiter.
- ¡Al diablo iremos! Escuche, creo que me ha confundido con cualquier otra persona. Nunca oí hablar de Max Andrews.
- Si usted lo prefiere de esa forma...
- No hay otro camino, ni otra forma.
Desperté de la pesadilla en el instante más horrible y me senté en la cama, luchando desesperadamente por alejar de mí aquel maldito influjo de las pesadillas.
De nuevo la habitación de un hotel; pero esta vez sin flores púrpura. Una habitación más grande, con dos camas. Y mi amigo de la última noche, el astronauta cuyo nombre desconocía, durmiendo en otra cama. El fue el que me llevó allí para sacarme del estado en que me encontraba.
Pero todavía no, aún no.
La necesidad me dio la suficiente habilidad para vestirme sin hacer el menor ruido, con objeto de no despertarle. No quería discutir con él, porque tenía razón. Era un buen tipo, aquel astronauta que me conocía pero a quien yo no pude recordar. Y me llevó allí para ayudarme. Tenía razón desde sus puntos de vista sobre las cosas, y sus puntos de vista eran buenos para él, pero equivocados para mí; porque yo era un hombre equivocado. Lo estaba hasta que saliera de mí aquella maldición, si es que ocurría alguna vez.
Pero, ¿cómo podría explicárselo? ¿Cómo puede uno mostrarle sus pesadillas a los demás?
Hice un recuento del dinero que llevaba en la cartera. Tenía bastante. Seguramente habría telegrafiado para que me lo enviasen, y haberlo obtenido de alguna manera. Saqué lo suficiente para pagar la habitación y me marché de allí silenciosamente.
Tenía nuevamente la necesidad de beber, más que otra cosa en el mundo, excepto morirme de una vez y acabar con todo. Pensé que mi amigo desconocido tendría alguna botella a la mano; pero los astronautas tienen el sueño muy ligero y le habría despertado con toda seguridad. Eran las ocho en punto de la mañana. Aún así, encontré abierto un establecimiento de venta de licores.
Más botellas de licor, otras habitaciones. Día y noche, con multitudes y después la soledad. Bares, bebidas y una pelea. Me encontré con los nudillos y la cara ensangrentada. Espíritus del mal, diablos y un aire helado, fantasmas de la vida y la muerte. Discutiendo con mi padre, con Bill, defendiéndome con Ellen.
- Amor mío... ¿tú me comprendes, verdad? He tenido que hacer esto. No puedo detenerme ahora. Aunque sea el más grande, el último, tengo que continuar.
Ellen no discutió respecto a mi forma de beber; había comprendido. Algunas veces, en las ocasiones en que estaba semisobrio, traté de imaginar si ella realmente lo hubiera comprendido en realidad. Pero los muertos tienen que entenderlo todo, si es que comprenden algo.
Y una noche, la más inesperada, de nuevo los ruidos callejeros con voces alegres, y voces felices. Gente riendo, soplando en cuernos, gente que celebraba algo importante.
Repentinamente, más ruidos en crescendo.
Sirenas y silbatos, campanas al vuelo. Campanas que no cesaban en su múltiple y continuo sonar.
Alguien me gritó a mí y sus palabras me llegaron claramente al oído:
- ¡Feliz Año Nuevo!
Y siempre las sirenas, los silbatos, las campanas y ruidos de todas clases, formando una barahúnda infernal.
De repente, se me hizo claro lo que estaba ocurriendo. No era ningún otro año llegado tras las Navidades, era algo más que eso. Me llegó a través del ruido, a través de la nieve que caía suave y graciosamente sobre las calles y los árboles; era el fin de un siglo y el final de un milenio. Dios mío, aquél no era otro año cualquiera... ¡Era el año 2000!
Cuarta Parte: Año 2000
¡El año 2000! ¡Algo para celebrar, algo realmente para ser celebrado! Para poder gritar Feliz Año Nuevo, Feliz Nuevo Milenio. Un bar tan lleno de gente que la clientela se hallaba de a tres y cuatro personas en fondo para ocupar un lugar en que tomar algo. Intenté pasar; pero me resultó imposible. Las bebidas las iban pasando hacia atrás. Alguien tenía una de sobra en las manos, mirando a su alrededor en busca de otra persona con quien beberla. Se encogió de hombros, me alargó la bebida y me dijo:
- ¡Buena suerte, viejo!
Y después, otras bebidas, compradas o recibidas como obsequio, cogido en medio de una verdadera locura frenética de alegría propia de un fin de siécle, la locura maníaca de un fin de milenio. Golpes en la espalda, saludos, gritos, apretones de manos a tontas y a locas. Poco a poco, la multitud fue disolviéndose en horas más tardías y al fin quedó reinando la noche, una noche en calma, fría, clara y hermosa.
Dando traspiés y alejándome hacia cualquier parte, sin rumbo fijo, bajando y subiendo por calles desconocidas, acabé atravesando el césped suave de lo que parecía un parque.
Sobre una piscina, un puente y bajo él, la extensión oscura de agua en calma como un espejo.
Me aproximé dando traspiés siempre hacia el puente y miré hacia abajo a las negras aguas del estanque, un agua negra y en calma, en donde ver claramente las estrellas reflejadas en la pulida superficie del tranquilo estanque. Un agua en donde la vida seguía desarrollándose, bullendo, multiplicándose, el agua de donde procedía toda la vida del planeta, que había crecido y evolucionado, saliendo para volar por los aires y arrastrarse por la tierra, provista de ojos que vieron las luminarias del cielo. Entonces, invadido por la embriaguez y por algún fatal hechizo, observé más y más cerca las luces del cielo brillando sobre la superficie líquida del estanque; eran las estrellas allí reflejadas.
Y caí entonces hacia el cielo, hacia las estrellas.
De nuevo una blanca habitación; pero esta vez no era ninguna pesadilla; era solamente un sueño. ¿O lo habría sido? Alguien estaba inclinándose sobre mí, una persona de cabellos castaños. Pero mis ojos y mi mente enfocaron aquella visión. No era Ellen. Era una enfermera uniformada de blanco, con los mismos cabellos castaños de Ellen; pero sin ser ella.
Su voz tampoco era la de Ellen y no me hablaba a mí.
- Creo que ha recobrado el conocimiento, Doctor Fell.
El Doctor Fell. Aquello me recordó de pronto, ¡una antigua canción que decía así: I do not like you, Dr. Fell - the reason why, I cannot tell - But this I know, and know right well - I do not like you Dr. Fell.
(Una antigua canción americana cuya rima se produce en inglés según aparece en el original. La traducción en español es: Usted no me gusta, Dr. Fell - la razón del por qué no la diré - pero si sé una cosa y la sé bien - que usted me desagrada, Dr. Fell. «N. del T.»)
La enfermera se había apartado y pude ver al médico. Un hombretón de cabellos gris acero y unos ojos claros, una hermosa faz de hombre que a no ser por la nariz rota, se habría parecido muchísimo al hombre del espacio que me recogió y me llevó al hotel.
¿Dispuesto a hablar? - me preguntó. Tenía una voz grave y resonante, la voz del hombre en quien uno puede confiar.
Creo que me gusta usted, Dr. Fell.
Me hizo una mueca simpática.
- Todos mis pacientes piensan inevitablemente en esa condenada copla de una u otra forma. Tendría que haber cambiado de nombre - y añadió por encima del hombro -. Puede usted retirarse, Miss Dean.
Y dirigiéndose a mí, me dijo:
- ¿Qué tal se siente?
- Todavía no lo sé. ¿Me ocurre algo malo, aparte de...?
- Escándalo, desnutrición, pulmonía y delirium tremens. Creo que es bastante. ¿Recuerda lo que le ocurrió?
Recuerdo haberme caído a un estanque. Eso es todo. ¿Salí de allí por mí mismo?
Sí, consiguió usted salir arrastrándose. Sólo tenia un pie de profundidad. Pero se quedó usted casi helado, al borde de la ribera del estanque, mojado y casi congelado, por Dios sabe cuánto tiempo hasta que alguien le encontró. Pero le diré una cosa; de haber durado tal situación una hora más, jamás se hubiera visto aquí. Y otra cosa... otra sesión de borrachera como ésta, y será la última para usted, aunque no se caiga en ningún sitio. ¿Comprendido?
- Sí.
- Afortunadamente para usted, no es un alcohólico, por tanto no tengo que prohibirle contra un trago en vida social o de relaciones entre amigos... siempre, naturalmente, después de que haya salido de ésta. Pero ya lo sabe, otra borrachera continuada como ésta y...
- Comprendo Dr. Fell. ¿Cómo sabe usted que no soy un alcohólico?
- Lo sé por su hermano y un amigo suyo, Mr. Klockerman. Los dos estuvieron aquí a visitarle. Su hermano aun anda por ahí, volverá a las horas de visita de la tarde.
- ¿Quiere usted decir que los dos vinieron desde la Costa del Pacífico a verme? O... espere; ¿estoy todavía en Washington?
- No, esto es Denver. Está usted en el Hospital Carey de Denver.
- ¿Desde cuándo me encuentro aquí? ¿En qué fecha estamos?
- Lleva usted aquí once días. Fue traído a las cinco de la madrugada del día de Año Nuevo y hoy es el once de enero, un martes.
- ¿De qué año? - deseé oírselo decir al doctor. Me miró de una forma extraña y por la forma de decírmelo, debió haber captado la idea.
- El 2000. El año 2000.
El nuevo milenio, pensé, cuando volví a encontrarme sólo. El siglo XXI, al comienzo del tercer milenio.
El futuro. Yo siempre había pensado en el año 2000 como el futuro. Cuando tenía diez u once años allá por el año 1950, me parecía un distante e inimaginable futuro, una fecha tan lejana que casi nada significaba para mí entonces.
Y aquí estaba. Estaba real y presente y yo en él.
Y allí y entonces, debería por todos los medios hacer las paces conmigo mismo si es que quería continuar viviendo. Tenía que encararme con la verdad, y hacerlo sin engañarme y sin amargura. Sin demasiada amargura, de todas formas.
Tenía que darme cuenta de que me hacía viejo, demasiado viejo como para no pensar jamás en ir al espacio, ni incluso al más próximo planeta de nuestro sistema solar, de que había tenido mi oportunidad y la perdí cuando era joven; que había tenido una segunda oportunidad realmente casi milagrosa - sin importar cuán débil fuese - en mis últimos años de la cincuentena y también la había perdido irremisiblemente. Ya tenía prácticamente. sesenta años, y no podría existir ninguna nueva oportunidad. ¿Y qué? Muchísimas personas también habían sentido la pasión y la locura del espacio todas sus vidas y ni siquiera llegaron a aproximarse a la gran aventura. Y seguían viviendo...
Aceptado aquello, me dije a mí mismo, todo podría discurrir perfectamente en lo sucesivo. Nada realmente malo podría ocurrirme de nuevo, para sentir ninguna decepción. Tampoco volvería a amar a ninguna mujer como a Ellen; si nada tan maravilloso como su amor podía sucederme de nuevo, entonces tampoco podría ocurrirme nada tan espantoso como su muerte.
Debería recordar y nunca olvidarlo, que jamás podría abandonar la Tierra, y por tanto hacerme a la idea de desistir de mi eterna locura. Recordando esto, todos mis sufrimientos habrían terminado en su aspecto más doloroso.
Había esperado demasiado, de la vida. Más de lo que muchos hombres se habían atrevido a esperar. Esperaba del género humano que consiguiera en la duración de mi corta vida, más de lo que tenía derecho a imaginar. Pero los demás llegarían a las estrellas y en este mismo milenio en que me hallaba. ¿Dónde estaban los hombres de este mismo género humano a principios del milenio que acababa de terminar, en el año 1000? Combatiendo y luchando como fanáticos en guerras absurdas y cruzadas de locos, con espadas, lanzas, arcos y flechas. Y antes de ese mismo milenio, el hombre ya había abandonado la Tierra y llegado a los planetas más próximos...
¿Dónde llegaría al final de este milenio?
No, yo no lo vería. Pero formaba parte de él, era una partícula por pequeña que fuese, del género humano y podría ayudar a los demás; aportaría mi granito de arena, sería útil. Mientras viviera, podría ayudar a seguir adelante a las naves espaciales, ya que nunca podría pilotar una. Sí, yo podría ayudar: a que se construyesen los cohetes espaciales y a los hombres a que alcanzasen las estrellas.
La enfermera de cabellos castaños me trajo el almuerzo, y descubrí que me encontraba bastante débil, pero en condiciones de poder tomar algún alimento por mí mismo.
Cuando se llevó la bandeja, le pregunté por las horas de visita pensando si tal vez pudiera dormir algo, mientras llegase mi hermano Bill. Pero sólo quedaba una hora y media, y no lo hice.
Pensé en M’bassi. En Chang M’bassi.
¿Y si él tenía la verdadera idea, y no yo? Bien, todo era posible. Nada es imposible. ¿Quién es capaz de delimitar la mente humana, poniéndole fronteras a las cosas que un hombre puede hacer con aquel misterioso y sorprendente legado que en sí lleva en su mente?
¿Quién conoce la exacta relación existente entre la materia y el espíritu? Un hombre sólo es un trozo de materia, que tiene aprisionada en su interior una mente y cuando muere - según creo yo - su cuerpo, el otro componente, muere con él. Pero el cuerpo puede impulsar a la mente. ¿Quién era yo para poder decir entonces eventualmente, que el poder de la mente no pudiese arrastrar al cuerpo y con la velocidad del pensamiento? Si aquél era el camino verdadero y recto, M’bassi dispondría de más poder que cualquier otra clase de hombre y tal vez fuese el único capaz de hallar ese camino y emprender, al menos, los primeros pasos por él.
Pero aquello no era para mí. Me hubiera burlado de mí mismo, engañándome como un estúpido, si lo hubiera intentado. Los cohetes eran lo mío, mi pasión y mi solo conocimiento. Y preparado para hacer que progresaran, que mejoraran, que fueran más y más lejos por el espacio sin fronteras.
- Hola, Max - me dijo Bill -. Me alegro de que vuelvas con nosotros.
Le di un abrazo.
- Sí, vuelvo definitivamente - y mi hermano supo lo que con aquello quería significar, pudiendo dejar desde entonces de preocuparse por mí, si es que se estaba preocupando todavía.
Bill acercó una silla, y yo le pregunté:
- Dejemos terminados los detalles primero. ¿En qué situación financiera me encuentro? ¿Quién pagará esto?
- Bien, tienes razón. Klockerman consiguió todas tus cosas y además se ha preocupado de mirar en tu cuenta del Banco. Tienes suficiente dinero para pagar la factura del Hospital y volver a casa.
- ¿Comprobó mi cuenta en el Banco para ver si...?
- Desde luego que sí. Tú habías telegrafiado al Banco dos veces pidiendo fondos y te los enviaron; pero eso ya se ha tenido en cuenta. Bah, para cuando vuelvas al trabajo puedes todavía contar con un par de cientos de dólares; no tienes nada de qué preocuparte.
- Está bien - dije a mi hermano -. Otra cosa. Hablé con el médico, el Dr. Fell, pero olvidé preguntarle cuánto tiempo tendré aún que estar aquí ¿Te lo ha dicho a ti?
- Sí, acabo de hablar con él cuando venía a verte. Dice que en unos diez días más estarás en condiciones de trabajar; pero que no podrás comenzar hasta pasado un mes, por lo menos. ¿Por qué no te vienes con nosotros a Seattle? Merlene y los niños están locos porque vuelvas con nosotros, yo igual.
- Yo... ¿es cosa que deba decidirla ahora Bill?
- Claro, que no. No quiero empujarte a que lo hagas. Además, debo decirte que tanto M’bassi y Rory tienen cosas para ti. No sabes que amigos tienes en ellos, Max.
- Y buenos parientes, Bill - me volví hacia él, para mirarle fijamente -. En caso de que decida ir a Seattle hay una cosa que quisiera hablar antes contigo y mientras estemos solos.
- Bien, adelante.
- Es respecto a Billy. ¿Te importaría si...? - había comenzado a decir si intento imbuir en él el gran Sueño pero aquél no era el lenguaje de mi hermano. Y así continué -. ¿Te importaría si hablo con él de cosas del espacio, intentando que él sea también otro loco de las estrellas?
- Merlene y yo ya hemos hablado de eso - repuso con calma -. Y la respuesta es no; no nos importa. Eso es cuestión de Billy, de lo que quiera hacer y ser - e hizo una mueca rápida -. A menos que cambie cuando crezca, no necesitará ningún empujón por parte tuya. Es igual que como tú solías ser, Max.
- Bien - repuse -. En tal caso, Bill, probablemente emplearé la mayor parte de ese mes de descanso con vosotros. No las dos primeras semanas, porque estaré... bien, las últimas semanas, cuando me encuentre más fuerte es cuando será mejor para mí el estar con los chiquillos. Son bastante terribles para un viejo, ¿no crees?
- Magnífico. Le diré a Merlene que vendrás las últimas dos semanas de ese período de reposo. Respecto a las otras dos, ¿sabes ya dónde piensas ir primero? Así lo sabríamos, y te ahorraríamos el escribir.
- No, aún no lo he decidido. Pero te lo agradeceré mucho Bill. Yo os telegrafiaré o bien llamaré por teléfono a los tres. ¿De acuerdo?
- Pues claro que sí.
- Ya me dirás cuánto gastas en todo eso, así como tu viaje hasta aquí para verme, hermano.
Bill se echó a reír.
- Está bien, las llamadas telefónicas sí; pero no seas tonto respecto al viaje. Es un descanso para mi familia, aparte de que yo siempre tuve deseo de venir a Denver. Max, esto solía ser una población de vaqueros creo que una de las más importantes. Tienen museos del Antiguo Oeste, y te apuesto a que no puedes imaginar dónde estoy alojado...
- ¡Dios mío! - exclamé -. No me digas que todavía existen esos ranchos de leyenda...
Pues sí, existían y mi hermano estaba pasándolo en grande, mejor que en toda su vida. Probablemente lamentando casi que yo me hubiera repuesto, ya que ahora tendría que pensar en volver con su familia y dar por terminado su viaje.
Mi hermano menor, montando a caballo, jugando a ser vaquero, viviendo en el pasado. Mi maravilloso hermano menor...
Llegaron las cartas. Una de Merlene, diciéndome cuánto se alegraban ella y los chicos de poder verme pronto y de que Billy, especialmente, estaba ansioso esperando mi llegada.
Otra, de Bess Bursteder:
»Te escribo porque Rory está excesivamente ocupado. Está cambiando de empleo, Max. No ha sido demasiado feliz en la Isla del Tesoro desde hace algún tiempo. Ha tenido dificultades con los directores por no estar de acuerdo con ellos en muchas cosas. Por tanto, ha aceptado otro nuevo empleo y nos iremos allá para fin de esta semana. Sigue siendo un empleo como jefe mecánico; pero en un espaciopuerto de cohetes más pequeño y no ganará tanto. Esto no importa mucho, si él se encuentra más a gusto en su trabajo, y creo que lo será, ya que le dan completa autoridad sobre las cuestiones mecánicas, sin restricciones en la contratación o el despido de su gente, ni en la forma en que lleve el trabajo. Este es el aspecto más importante de la cuestión para él, parece ser que la directiva desea que se hagan economías en el aeropuerto.
Sé que te alegrará de saber dónde vamos, porque se trata de Seattle. Desde ahora, podrás matar dos pájaros de un tiro, cada vez que vengas, ya que así te tendremos con nosotros y visitarás tu propia familia. Esperamos estrechar por nuestra parte, una mayor amistad con ellos también. Me gusta tu cuñada desde que la conocí en aquella fiesta en Los Angeles, ciertamente me gustó muchísimo. ¿Lo recuerdas? Fue en la reunión que tuvimos para celebrar tu grado de ingeniero en cohetes.
No compraremos ninguna casa en Seattle hasta que lo hayamos mirado bien; pero ambos fuimos en avión la semana pasada y alquilamos un apartamento para vivir mientras tanto. En él hay un cuarto para ti, Max. Nos iremos el sábado próximo y el domingo ya estaremos colocados y dispuestos a recibirte cuando quieras venir. Tienes que venir, no discutas sobre el particular. Espera un momento: Rory que me está mirando por encima del hombro me dice que quiere añadir algo a esta carta. Le dejo a él. Tuya, amiga. Bess.»
La enérgica escritura de Rory continuaba en la carta:
«Encantado de que de nuevo estés entre nosotros, Max, supongo que volverás a tu antiguo empleo en Los Angeles; pero si no quieres hacerlo, tendrás trabajo conmigo en Seattle desde el momento que quieras. Ya habrás leído lo que te dice Bess respecto a mis facultades para emplear o despedir gente. Un abrazo y ánimo. Tu afectísimo: Rory Bursteder.»
»Sí, aquello me levantó el ánimo, era bueno recibir una carta como aquélla. Decidí ir a Seattle.
»Otra carta recibida al día siguiente, volvió a producirme indecisión. Procedía de M’bassi. Era muy breve, y estaba casi garrapateada con dificultad. Un párrafo apenas, donde me expresaba que debería ir con él por todos los medios y permanecer en su compañía mientras yo convaleciese, y después:
»Max, pienso... espero... que estoy al borde mismo del éxito. Necesito tu ayuda. Por favor, ven aquí.»
Aquello puso un aspecto diferente en las cosas.
¿Qué querría decir, al expresar que se hallaba al borde mismo del éxito...? ¿Qué podría teleportarse el mismo o que pensaba poder hacerlo pronto?
¿Y, cómo diablos podría yo ayudarle?
¡Oh!, condenada fuese su negra piel, ¿sería sólo un acicate para que fuese a verle por reavivar mi curiosidad?
Pero, Jesús, ¿y si...?
Resultaba difícil decidir, hasta dos días después, en que recibí una carta de Klockerman:
«Max - me decía en ella -, estoy terriblemente preocupado por lo que le sucede a M’bassi. Está fuera de sí con sus experimentos místicos. Ha estado ayunando y tomando drogas y esto resulta una combinación infernal. Está tan delgado, que su cuerpo apenas si tiene sombra, y se niega a oír nada que tenga sentido cuando trato de hablar con él. No podrá seguir así por mucho tiempo.
»Si te encuentras ya bien para decidirte a ir a verle - y no te reprocharé que no lo hicieras - creo que deberías tomar en cuenta su invitación, aunque solo fuese por ver si te hace caso a ti. Está como loco intentando hacer algo, sea lo que fuere. Si no se deja morir de hambre, acabará por ser un adicto a las drogas, aunque para esto supongo que tiene demasiada voluntad. Pero lo que está poniendo en practica es peligroso, así y todo.
»Dios sabe por qué, pero tú tienes mucha influencia sobre él, más que cualquier otro, excepto Buda, y creo que de veras te necesita. Si te decides a permanecer con él, dime cuándo regresas, para ir a recogerte en mi helicóptero y así poder charlar un rato antes de dejarte con M’bassi. Un abrazo.
Klocky.»
Aquello sí tuvo la virtud de hacerme tomar una decisión inmediata. También hizo que pudiera abandonar el hospital tres días antes de lo predicho por el Dr. FeIl. Es posible que yo exagerase lo bien que me encontraba ya; pero pude abandonar el hospital.
Klocky estaba igual que la última vez que le había visto. No sé por qué tendría que sorprenderme de semejante cosa, sólo después de dos meses; fue así. Tal vez porque aquellos dos meses habían significado para mí como dos veces muchos años.
Me apretó la mano hasta hacerme daño.
- Cuánto me alegro de que hayas vuelto, Max. Te he echado mucho de menos. Vayamos a la cafetería unos cuantos minutos y hablaremos algo antes de tomar mi helicóptero.
Recordé que Klocky nunca hablaba mientras pilotaba, incluso aunque condujese cualquier vehículo de superficie. Estuve de acuerdo con un gesto. Mientras tomábamos una taza de café, le pregunté por M’bassi.
- Nada nuevo sobre lo que ya conoces. No lo he visto desde hace dos días... pero escucha, antes de hablar sobre M’bassi, hablemos un momento sobre ti. ¿Vendrás a trabajar en tu antiguo empleo conmigo, ¿verdad?
- Pues yo... no lo sé, Klocky, no lo creo.
- Está dispuesto para ti. Anoté para ti una ausencia indefinida. Pero te necesito aquí, Max.
Le hice un guiño amistoso.
- Esto no es lo que dijiste el día en que me marché. Pero seriamente, necesito trabajar en la mecánica de los cohetes de nuevo. Es lo que me hace falta... al menos por una temporada, de todas formas. Grasa, aceite y mugre en las manos. Trabajo físico.
- Max, no eres ya tan joven. No puedes ser un mecánico toda tu vida.
- Creo que puedo aún durante algunos años. Después... ya veré. Pero no conserves ese trabajo dispuesto para mí, Klocky.
Klockerman se encogió de hombros.
- Eso es asunto tuyo. Lo tendré aún vacante para ti, durante algún tiempo, en caso de que cambies de opinión. Te proporcionaré otro trabajo en mecánica mientras tanto, pero... ¡maldita sea...!
Sacudí la cabeza.
- No en Los Angeles, Klocky. Sería muy embarazoso para los dos, el que tuvieras a tu antiguo ayudante trabajando con un mono grasiento. Sé donde voy a trabajar - y le conté lo del cambio de empleo de Rory y la oferta que me había hecho.
- De acuerdo, Max, si eso es lo que deseas - pude darme cuenta de que se sentía aliviado de que no volviese a trabajar en cosas mecánicas en el aeropuerto de Los Angeles.
- Klocky - le dije -, no he leído los periódicos mucho. ¿Se ha publicado ya el nombramiento?
El sabía a qué nombramiento me refería. Asintió con la cabeza.
- Sí, Kreager, Charlie Kreager.
El nombre aquel no me sonaba; pero aparentemente Klocky sabía quién era.
- ¿Es bueno? - pregunté.
- Muy bueno, Max.
Aquello era lo que deseaba saber y oír. No quise ya saber más respecto a detalles del asunto, ni lo que pudo haber ocurrido para tal estado de cosas. Dejamos de lado la cuestión; pero interiormente me preocupó el saber que un buen elemento tuviese que supervisar la construcción del cohete que iría al planeta Júpiter.
- Bien, ahora hablemos de M’bassi - le dije.
- La verdad es que no hay mucho que yo pueda decirte. Lo sabrás todo desde el momento en que le veas. Mejor será que no te diga nada más.
- Entonces, estamos perdiendo el tiempo, querido Klocky. Vamos.
Nadie respondió a nuestra llamada en la puerta. Una esquina de color rosa salía fuera de la puerta, en el suelo, de un sobre allí depositado por alguien. Lo. saqué y abrí el sobre rosado. Era el telegrama que le había enviado el día de antes diciéndole a M’bassi que iba a verle. Tuvo que haber sido entregado y dejado allí, al menos veinticuatro horas antes.
La puerta no estaba cerrada y entramos. Sabiendo, los dos, que ya sería demasiado tarde, teniendo una idea aproximada de lo que debía haber ocurrido.
En el interior, una ligera capa de polvo sobre las relucientes superficies de su apartamento. La puerta que daba a la pequeña habitación, el cuarto sin ornamento alguno, la celda, estaba cerrada por dentro. Llamé con los nudillos sólo una vez, después lo hizo Klocky y nos miramos después el uno al otro, con un mutuo asentimiento. Klockerman era cincuenta libras más pesado que yo. Reculó dos pasos y dejó ir su poderosa fuerza cargando con el hombro. El cerrojo saltó hecho pedazos.
M’bassi sonreía, yaciendo en el suelo.
Estaba yacente sobre un trozo de lona, vistiendo. solamente un sencillo pantalón corto. Su caja torácica tenía el aspecto de una jaula de pájaros. Los ojos, totalmente abiertos, miraban fijamente a través de sus pupilas a un punto lejano en las alturas.
Hicimos las comprobaciones de rutina, antes de hacer las oportunas llamadas telefónicas. Pero ya sabíamos, desde el momento en que nuestra llamada a la puerta exterior no obtuvo respuesta, que sería demasiado tarde.
M’bassi no estaba allí, Su cuerpo estaba presente, pero, ¿M’bassi? Deseé poder creer que M’bassi hubiera ido a alguna parte, y no que M’bassi había terminado.
Deseé no haber creído en la muerte, sino en la reencarnación o en la inmortalidad individual; deseé poder creer el vivir de nuevo en otro cuerpo, o Dios me ayude, incluso observar algo desde el borde de una nube en los Cielos o fuera, a través de la sucia abertura de una ventana de cualquier casa encantada, o por los ojos de un escarabajo, o en cualquier otra situación. De cualquier forma, sí, quisiera estar observando algo, quiero estar allí, quiero estar en su proximidad, cuando lleguemos a las estrellas, cuando conquistemos el Universo o los Universos, cuando nos convirtamos en el Dios en que no creo todavía, porque no creo que exista aún, ni que existirá hasta que nos hagamos como El..
Pero he estado equivocado, por tanto, puedo estarlo. Haz que esté equivocado, Tú, muéstrame que estoy en un error, muéstrame qué es lo que M’bassi tenía en su sonrisa.
Muéstrate a Ti mismo, Dios... haz que yo vea que estoy equivocado.
Quinta Parte: Año 2001
- Lo veremos mejor desde aquí, Billy - dije.
Aparqué el helicóptero tras la colina y subimos hasta la cima, en una de aquellas bajas colinas que rodeaban el lugar del Proyecto Júpiter. Eran las cinco en punto de una clara tarde de octubre, y el sol ya estaba casi en el ocaso. Tres horas antes del lanzamiento del cohete hacia Júpiter; pero ya había otras muchas más personas llegadas antes que nosotros, tratando de hallar un buen lugar de observación en las colinas de los alrededores. Para las ocho y tres minutos, momento del despegue, aquellas colinas estarían repletas de gente.
- ¿Estás seguro, tío Max, que allá abajo junto a la valla...?
- No tan cerca, puedes creerme, hijo - dije a mi sobrino -. Sé que quieres estar más cerca; pero no te preocupes, estarás más cerca de los cohetes espaciales de lo que estarías cerca de ése, aunque estuvieses ahora en el mismo borde de la plataforma de lanzamiento.
Erecto y con sus cuarenta y tres pies de altura. Bellísimo. ¡Dios, qué hermoso era! Brillante y esbelto, pulido, reluciente, ¡oh, Dios! no hay palabras para un cohete del espacio, un nuevo modelo para un sólo tripulante que iría a donde jamás aún, ningún otro cohete había llegado, dirigido hacia otro mundo, lejos, mucho más lejos.
Vi la decepción en los ojos de mi sobrino. Y le dije:
- De acuerdo, muchacho, queda mucho tiempo aún. Ve hasta la valla y míralo desde allí; pero vuelve después. El lanzamiento, se verá mejor desde aquí.
Le observé mientras corría colina abajo. Diez años tenía ya Billy. Dios, con qué rapidez habían transcurrido aquellos cuatro años, desde la primera vez que oí hablar de aquel cohete, desde que supe la primera noticia de Ellen Gallagher. Dios, qué rápidos pasan los años cuando se acerca el fin. «Pronto estaré contigo, Ellen - pensé -, tanto si es dentro de dos o de treinta años; pasarán como un relámpago». ¿La velocidad de la luz? No es nada contra la velocidad del paso del tiempo.
Extendí una manta y me senté en ella, observando el cohete y esperando a Billy. Aparecía de pie en aquel momento, como fascinado, junto a la valla de acero, aplastando su carita contra los barrotes, como si quiera estar aún más cerca.
Me vi a mí mismo a los diez años, aunque entonces no existían cohetes interplanetarios a que mirar. Allá por el año 1950. Pero lo habría mirado igual, de haber existido.
Ahora miraba a uno de ellos y deseaba llorar porque no estaría allí dentro de su cabina de pilotaje y subir, subir por los cielos, hasta llegar a Júpiter. Pero sesenta y un años, es una edad ya demasiado avanzada para llorar o gritar. «Ya eres duro, muchacho», me dije a mí mismo.
El sol continuaba descendiendo en el crepúsculo. Aquel hijo subía ya en mi busca, aunque no era mío propio; era lo más cercano a uno biológicamente mío, dando traspiés para reunirse conmigo, con los ojos brillantes y encendidos con la locura de las estrellas. Se sentó en la manta junto a mí.
En sus ojos advertía la mirada lejana, perdida en los espacios infinitos y propia de un hombre del espacio que se encuentra ligado, atado a la Tierra. La mirada enjaulada de un hombre con sed de infinito.
La oscuridad mortecina del crepúsculo avanzando y más gentes por todas partes. La mayor parte de ellas, silenciosas. Casi todos estábamos silenciosos. Silenciosos ante la maravilla que iba a producirse.
La oscuridad a poco después, y de repente, los brillantes torrentes de luz allá abajo, allí donde algo comenzaría a suceder pronto, donde un hombre con la luz en sus ojos, como la luz de los ojos de Billy, se disponía a abandonar la Tierra, a escapar de esta pobre superficie bidimensional sobre la cual se arrastran unos seres tridimensionales.
Evadirse, escapar... ¡Dios, cómo necesitamos todos escapar de este diminuto mundo en que vivimos! La necesidad de escapar ha sido motivada porque en todas las cosas, el hombre siempre sólo ha ido en una u otra dirección, a la satisfacción de sus apetitos físicos; conduciéndole después a lo largo de fantásticos y maravillosos senderos, llevándole hacia el arte, la religión, el ascetismo o la astrología, a la danza y a la bebida, a la poesía y la locura. Todas esas evasiones se han ido produciendo, porque el Hombre sabe desde sólo muy recientemente, la verdadera dirección del escape hacia fuera, hacia el infinito y la eternidad, lejos, muy lejos de esta llana superficie pequeña y miserable, donde hemos nacido y hemos de morir. En esta mota del sistema solar, este átomo de la Galaxia.
Pensé en el distante futuro y en las cosas que tendríamos después, y descarté mis fantásticas suposiciones por inadecuadas. ¿La inmortalidad? Un concepto logrado en un siglo o en un milenio y descartado otros después por innecesario. ¿Hacer retrogradar la entropía para volver a poner en marcha el Universo? Se quedaría pasado de moda por el descubrimiento del nolanismo y el concurrente cognado en el cuadrado decal. ¿Parece esto fantástico? ¿Qué le habría parecido a un hombre de Neanderthal la palabra quantum o el concepto de la transformación de materia en energía? Somos hombres de Neanderthal, para nuestros descendientes de cien mil años en el futuro. Sería inconcebible suponer qué harán y qué tendrán entonces.
¿Las estrellas? ¡Diablos, sí! Ellos conquistarán las estrellas.
Ya era de noche.
- ¿Qué hora es, tío Max?
- Faltan cuatro minutos, Billy.
Se apagaron aquellos torrentes de luz. Se produjo un sordo rumor al contener todo el mundo la respiración. Miles de personas, con el ánimo en suspenso.
«Oh, Dios, Ellen... si pudieras estar aquí conmigo, para ver cómo nuestro cohete se lanza al espacio... Nuestro cohete. Pero más tuyo que mío. Diste tu vida por él. Aquí me tienes con la respiración en suspenso en esta oscuridad, sintiéndome humilde ante todo esto y ante ti, ante el Hombre y el Futuro. Y ante Dios, si hay un Dios antes de que el género humano se convierta en Dios.»
FIN