Publicado en
abril 08, 2010
TC: ¡Coño! ¡Otra vez despiertos! ¡Pero bueno! No hemos dormido ni un minuto. ¿Cuánto tiempo nos ha durado la siesta, cariño?
TC: Ya son las dos. Tratamos de dormirnos a eso de medianoche, pero estábamos demasiado tensos. Así que dijiste que por qué no nos masturbábamos, y te contesté que sí, que eso nos relajaría, normalmente surte efecto, de manera que nos masturbamos y nos dormimos en seguida. A veces me pregunto: ¿qué haríamos sin Madre Puño y sus Cinco Hijas? En todos estos años han sido muy buenas con nosotros. Verdaderas amigas.
TC: Dos horas asquerosas. Dios sabe cuándo volveremos a pegar ojo. Y no se puede hacer nada. Un traguito de algo no da resultado. No, no. Y una pastillita para dormir, tampoco.
TC: Vamos. Acabemos con el numerito de los payasos. No me siento con ánimo esta noche.
TC: Nunca estás de humor. Ni siquiera querías masturbarte.
TC: Sé justo. ¿Alguna vez te he negado eso? Cuando quieres masturbarte, siempre me tumbo y te dejo.
TC: Porque no tienes más remedio, por eso.
TC: Prefiero, con mucho, la satisfacción solitaria a algunos palurdos que me obligas a soportar.
TC: Si de ti dependiera, nunca tendríamos actividad sexual con nadie, salvo el uno con el otro.
TC: Sí, pero piensa en todas las molestias que eso nos habría evitado.
TC: Pero entonces no nos habríamos enamorado de nadie aparte de nosotros.
TC: ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo, jo, jo! «¿Es un terremoto o sólo una sacudida? ¿Es auténtica sopa de tortuga o sólo una imitación? ¿Es el Lido lo que veo o Asbury Park?» ¿O es la misma mierda de siempre?
TC: No sabes cantar. Ni siquiera en el baño.
TC: Qué odioso estás esta noche. Quizá podamos pasar algún tiempo trabajando en tu Lista de Odiosos.
TC: Yo no la llamaría Lista de Odiosos. Se parece más a lo que tú llamarías Lista de Fuertes Aversiones.
TC: Bueno, ¿hacia quién sentimos una fuerte aversión esta noche? Que estén vivos. Si no, no resulta interesante.
TC: Billy Graham
Princesa Margarita
Princesa Ana
El reverendo Ike
Ralph Nader
Juez del Tribunal Supremo, Byron «Centrifugadora»
White
Princesa Z
Werner Erhard
La princesa Real
Billy Graham
Madame Gandhi
Masters y Johnson
Princesa Z
Billy Graham
CBSABCNBCNET
Sammy Davis, junior
Señor Jerry Brown
Billy Graham
Princesa Z
J. Edgard Hoover
Werner Erhard
TC: ¡Un momento! J. Edgard Hoover está muerto.
TC: No, no lo está. Al viejo Johnny lo han reproducido clónicamente, y está en todas partes. Lo mismo han hecho con Clyde Thompson, para que puedan seguir juntos. El cardenal Spellman, en versión clónica, se une de vez en cuando a ellos para echar una cana al aire.
TC: ¿Por qué la insistencia en Billy Graham?
TC: Billy Graham, Werner Erhard, Masters y Johnson, Princesa
Z: todos rebosan de estiércol de caballo. Pero el reverendo está más lleno que nadie.
TC: Más que ninguno.
TC: No, la Princesa Z le supera.
TC: ¿Cómo es eso?
TC: Bueno, después de todo, es un caballo. Es muy natural que un caballo contenga más estiércol de caballo que un ser humano, por grande que sea su capacidad. ¿No te acuerdas de la Princesa Z, esa potranca que corrió en la quinta de Belmont? Apostamos por ella y perdimos un montón. Y tú dijiste:«Es lo que solía decirnos tío Bud: Nunca apuestes a un caballo que se llame Princesa.»
TC: Tío Bud era inteligente. No tanto como la prima Sook, pero inteligente. De todos modos, ¿quiénes son los Más Simpáticos para nosotros? Por lo menos esta noche.
TC: Nadie. Están todos muertos. Algunos recientemente, otros hace siglos. Hay muchos en el Pére Lachaise. Rimbaud no; pero es increíble la gente que hay. Gertrude y Alice. Proust. Sarah Bernhardt. Oscar Wilde. Me pregunto dónde estará enterrada Agatha Christie...
TC: Lamento interrumpirte, pero, ciertamente, habrá alguien vivo entre los Más Simpáticos.
TC: Es muy difícil. Un problema realmente arduo. Muy bien.
La señora de Richard Nixon. La emperatriz del Irán. El señor William «Billy» Carter. Tres víctimas. Tres santos. Si Billy Graham fuera Billy Carter, entonces Billy Graham sería Billy Graham.
TC: Eso me recuerda a una mujer junto a la cual cené la otra noche. Dijo: «Los Angeles es el sitio perfecto para vivir... si uno es mexicano.»
TC: ¿Te han contado más chistes últimamente?
TC: Eso no era un chiste. Era una precisa observación social.
En Los Angeles, los mexicanos tienen su propia cultura, que además es auténtica; los demás no tienen nada. Una ciudad de Uriah Heeps tostados por el sol.
Sin embargo, me contaron uno que me hizo reír. Algo que D. D. Ryan dijo a Greta Garbo.
TC: Ah, sí. Viven en el mismo edificio.
TC: Desde hace más de veinte años. Es una lástima que no sean buenas amigas, se gustan la una a la otra. Ambas tienen carácter y sentido del humor, pero sólo han cambiado algunas frases en passant, y nada más. Hace unas semanas, D. D. tomó el ascensor y se encontró sola con Greta Garbo. D. D. iba muy elegante, como de costumbre, y Garbo, como si nunca lo hubiese notado hasta entonces, dijo: «¡Vaya, señora Ryan !Está usted preciosa.» Y D. D., divertida, pero realmente emocionada, contestó: «Mira quién fue a hablar.»
TC: ¿Eso es todo?
TC: C'est tout. '
TC: Me parece un poco absurdo. :
TC: Mira, olvídalo. No tiene importancia. Vamos a dar la luz y a sacar pluma y papel. Hay que hacer ese artículo para la revista. No tiene sentido quedarse aquí tumbado charlando con un zoquete como tú. Más nos valdría tratar de ganarnos los cuartos.
TC: ¿Te refieres a esa especie de entrevista contigo mismo, en la que tienes que hacerte preguntas y contestarlas?
TC: Aja. Pero ¿por qué no te quedas tranquilamente ahí tumbado mientras lo hago? Estoy harto de tu perversa frivolidad.
T.C: De acuerdo, escoria
TC: Pues ahí va.
P: ¿De qué tiene miedo?
R: De sapos verdaderos en jardines imaginarios.
P: No, en la vida real...
R: Hablo de la vida real.
P: Permítame formularlo de otro modo. De todas sus
experiencias, ¿cuál ha sido la más alarmante?
R: Las traiciones. Los abandonos.
¿Pero quiere algo más concreto? Bueno, el primer recuerdo de mi infancia es más bien terrorífico. Tendría tres años, probablemente, quizá menos, y estaba visitando el zoo de Saint Louis acompañado de una negra alta que mi madre había contratado para que me llevase allí. De pronto, estalló un pandemónium. Niños, mujeres y hombres gritaban y corrían en todas direcciones. ¡Dos leones se habían escapado de la jaula! Dos fieras sedientas de sangre andaban sueltas por el parque. A mi niñera le entró el pánico, se dio la vuelta y echó a correr, dejándome solo en el camino. Eso es todo lo que recuerdo de aquella ocasión.
Cuando tenía nueve años me mordió una mocasín de agua. Con otros primos míos fui a explorar un bosque perdido que estaba a diez kilómetros del pueblo de Alabama en donde vivíamos. Había un río estrecho, poco profundo y cristalino, que discurría a través del bosque. En medio, había un enorme tronco caído que iba de orilla a orilla, como un puente. Mis primos, guardando el equilibrio, cruzaron el tronco, pero yo decidí vadear el riachuelo. Justo cuando estaba a punto de alcanzar la otra orilla, vi una enorme mocasín que nadaba sinuosamente por la sombría superficie del agua. La boca se me puso tan seca como el algodón; me quedé paralizado, pasmado, como si me hubieran pinchado en todo el cuerpo con novocaína. La serpiente siguió deslizándose, avanzando hacia mí. Cuando estaba a unos centímetros de distancia, me volví bruscamente, y resbalé en unos guijarros. La serpiente me mordió en la rodilla.
Gran confusión. Mis primos se turnaron llevándome a cuestas hasta que encontramos una granja. Mientras el campesino enganchaba la muía al carro, su único vehículo, su mujer cogió unos cuantos pollos, los destripó vivos y me los aplicó a la rodilla, calientes y sangrantes. «Esto saca el veneno», explicó, y en efecto, la carne de los pollos se volvió verde. Durante el camino de vuelta, mis primos siguieron matando pollos y poniéndomelos en la herida. Una vez en casa, mi familia telefoneó al hospital de Montgomery, a ciento cincuenta kilómetros, y cinco horas después llegó un médico con el antídoto. Estuve muy enfermo, y lo único bueno de todo ello fue que falté dos meses a la escuela.
Una vez, en viaje hacia Japón, pasé una noche en Hawai con Doris Duke en el extraordinario palacio, un tanto persa, que se había construido en un acantilado de Diamond Head. Apenas había amanecido cuando me desperté y decidí salir de exploración. La habitación en que había dormido tenía balcones que se abrían a un jardín sobre el mar. Llevaba medio minuto paseando por el jardín cuando, por arte de magia, apareció una terrorífica jauría de dobermans; me rodearon, apresándome en su círculo de ladridos. Nadie me había advertido de que todas las noches, después de que la señora Duke y sus invitados se retiraban, esa jauría asesina quedaba suelta para disuadir, y posiblemente castigar, a las visitas indeseables.
Los perros no intentaron tocarme; nada más se quedaron ahí, mirándome fríamente y temblando de rabia contenida. Yo tenía miedo de respirar; notaba que si movía un milímetro el pie, aquellas bestias se lanzarían sobre mí para despedazarme. Me temblaban las manos; y también las piernas. Tenía el pelo tan empapado como si acabara de salir del mar. No hay nada tan agotador como quedarse absolutamente quieto, pero lo logré durante más de una hora. El rescate llegó en la forma de un jardinero que, al ver lo que pasaba, se limitó a silbar y dar palmadas, y todos aquellos perros diabólicos se precipitaron a saludarlo meneando amistosamente el rabo.
Esos son casos de terror específico. Sin embargo, nuestros verdaderos terrores son el eco de los pasos que resuenan en los corredores de nuestra mente, y la ansiedad, las angustiosas visiones que suscitan.
P: ¿Qué cosas sabe hacer?
R: Patinar sobre hielo. Esquiar. Leer al revés. Patinar en tabla.
Dar a una lata lanzada al aire con un revólver del 38. He conducido un Maserati (al amanecer, en una carretera recta y desierta de Tejas) a 240 kilómetros por hora. Sé hacer un soufflé Furstenberg (es toda una proeza: hay que mezclar queso y espinacas y añadir seis huevos escalfados en la pasta antes de meterla al horno; lo difícil consiste en que las yemas de los huevos queden suaves y líquidas al servir el soufflé). Sé bailar claque. Puedo mecanografiar sesenta palabras por minuto.
P: ¿Y qué cosas no sabe hacer?
R: No sé recitar el alfabeto, cuando menos no correctamente ni todo seguido (ni siquiera bajo hipnosis; una incapacidad que ha fascinado a varios psicoterapeutas). Soy un negado, para las matemáticas; sé sumar, más o menos, pero no restar, y por tres veces me suspendieron en álgebra de primer año, aun con la ayuda de un profesor particular. Leo sin gafas, pero no puedo conducir sin ellas. No sé hablar italiano, aun cuando he vivido en Italia nueve años en total. No puedo pronunciar un discurso preparado: tiene que ser espontáneo, «al vuelo».
P: ¿Tiene usted algún «lema»?
R: Algo parecido. Lo apunté en un diario de pequeño: Yo anhelo. No sé por qué escogí esa palabra en particular; es extraña, y me gusta la ambigüedad: ¿anhelo el cielo o el infierno? Sea lo que fuere, posee un innegable timbre de nobleza.
El invierno pasado estaba paseando por un cementerio de la costa cerca de Mendocino: un pueblo de Nueva Inglaterra en el extremo norte de California, un lugar perdido donde el agua está demasiado fría para bañarse y por donde las ballenas pasan emitiendo sus aflautados sonidos. Era un cementerio pequeño y encantador, y las sepulturas,
verdegrises por el mar, pertenecían en su mayor parte al siglo diecinueve; casi todas ellas tenían alguna inscripción que revelaba la filosofía de su ocupante. Una decía:
SIN COMENTARIOS.
De manera que empecé a pensar qué pondría yo en mi tumba, sólo que yo no tendré sepultura, porque dos adivinadoras de mucho talento, una de ellas haitiana y la otra una india revolucionaria que vive en Moscú, pronosticaron que desaparecería en el mar, aunque no sé si por accidente o por elección (comme ça, Hart Crane). De cualquier modo, la primera inscripción en que pensé fue: CONTRA MI VOLUNTAD. Luego se me ocurrió algo más apropiado. Una disculpa, una frase con la que justifico casi todos los compromisos: INTENTÉ LIBRARME, PERO NO PUDE.
P: Hace algún tiempo, hizo usted su debut como actor de cine (en Murder by Death). ¿Qué me dice?
R: No soy actor; no tengo deseos de serlo. Lo hice por diversión; creí que sería divertido y lo fue, más o menos, pero también se trabaja mucho: levantarse a las seis y no salir del estudio hasta las siete o las ocho. En su mayoría, los críticos me ofrendaron un ramillete de ajos. Pero me lo esperaba, como todo el mundo; fue lo que podría llamarse una reacción obligada. En realidad, estuve correcto.
P: ¿Cómo le sienta a usted el «factor popularidad»?
R: No me molesta nada, y es muy útil cuando se quiere pagar con un cheque en un sitio extraño. Además, en ocasiones puede tener consecuencias divertidas. Por ejemplo, la otra noche estaba sentado con unos amigos en un bar atestado de gente en Key West. En una mesa vecina, había una mujer medianamente bebida con su marido, completamente borracho. Al poco, se me acercó la mujer y me pidió que le firmara una servilleta de papel.
Al parecer, eso no gustó al marido; vino dando bandazos a nuestra mesa y, después de abrirse la bragueta y sacar todo el aparato, dijo: «Ya que está dando autógrafos, ¿por qué no me firma esto?» Las mesas de alrededor se quedaron en silencio, así que muchísima gente oyó mi respuesta, que fue: «No sé si cabrá mi firma, pero quizá pueda ponerle mis iniciales.»
Normalmente no me importa firmar autógrafos. Pero hay una cosa que me molesta: sin excepción, todos los hombres que me han pedido un autógrafo en un restaurante o en un avión siempre han tenido cuidado de decir que lo querían para su mujer, su hija o su novia, pero nunca, jamás, para ellos mismos.
Tengo un amigo con quien a veces doy largos paseos por las calles de la ciudad. Con frecuencia, algún otro paseante se cruza con nosotros, muestra una expresión de ¿será no será?, luego se para y me pregunta: «¿Es usted Truman Capote?» Y yo contesto: «Sí, soy Truman Capote.» Entonces, mi amigo frunce el ceño, me zarandea y grita: «¡Por amor de Dios, George! ¿Cuándo vas a dejar esto? ¡Algún día te meterás en un lío serio!»
P: ¿Considera que la conversación es un arte?
R: Sí, uno agonizante. La mayoría de los conversadores famosos -Samuel Johnson, Osear Wilde, Whistler, Jean Cocteau, lady Astor, lady Cunard, Alice Roosevelt Longworth- monologan, no conversan. La conversación es un diálogo, no un monólogo. Por eso hay tan pocas conversaciones buenas: debido a la escasez, es raro que coincidan dos conversadores inteligentes. De la lista que acabo de mencionar, los dos únicos que he conocido personalmente son Cocteau y la señora Longworth. (En cuanto a ella, lo retiro: no es una solista; deja que uno participe en la melodía.)
Entre los mejores conversadores con los que he hablado se cuentan Gore Vidal (si no se cae víctima de su chispa mundana, y a veces grosera), Cecil Beatón (quien, de manera nada sorprendente, se expresa casi siempre con imágenes visuales, algunas muy hermosas y otras sublimemente perversas). El desaparecido genio danés, la baronesa Blixen, que escribió bajo el seudónimo de Isak Dinesen, fue, a pesar de su marchito aunque distinguido aspecto, una experta seductora en el arte de la conversación. Resultaba de lo más fascinante, sentada a la chimenea de su preciosa casa, en un pueblo danés al lado del mar, fumando sin parar cigarrillos negros de filtro plateado, refrescando su lengua vivaz con tragos de champán, y atrayéndole a uno de un tema a otro: sus años de granjera en África (si aún no lo ha hecho, asegúrese de leer su autobiografía, Memorias de África, uno de los libros más espléndidos del siglo), la vida bajo los nazis en la Dinamarca ocupada («Me adoraban. Discutíamos, pero no les importaban mis opiniones; no les importaba la opinión de ninguna mujer: era una sociedad enteramente masculina. Además, no tenían idea de que yo ocultaba judíos en el sótano, junto con las manzanas y las cajas de champán»).
Ahora me vienen a la memoria otros conversadores a los que tengo gran estima: Christopher Isherwood (nadie lo supera en absoluta sinceridad y gracia de expresión) y la felina Colette. Marilyn Monroe era muy divertida cuando se sentía lo suficientemente relajada y había bebido lo bastante. Lo mismo podría decirse del añorado guionista de cine Harry Kurnitz, un caballero sumamente feo que conquistaba a hombres, mujeres y niños de todas clases con sus vuelos verbales. Diana Vreeland, la excéntrica sacerdotisa de la alta costura y durante mucho tiempo directora de Vogue, es una conversadora de lo más hechizante, una encantadora de serpientes.
Cuando tenía dieciocho años, conocí a la persona cuya conversación más me ha impresionado, quizá porque la persona en cuestión es la que más mella ha hecho en mí. Ocurrió como sigue:
En Nueva York, en la calle Setenta y nueve Este, hay un refugio muy agradable conocido como la New York Society Library, y en 1942 pasé allí muchas tardes investigando para un libro que tenía pensado pero que no llegué a escribir. De vez en cuando me encontraba con una mujer cuyo aspecto me hipnotizaba, sobre todo sus ojos: azules, como el claro y luminoso cielo de la llanura. Pero, aun sin ese rasgo singular, tenía una cara interesante, de mandíbulas firmes, hermosa, algo andrógina. Cabello entrecano peinado con raya en medio. Sesenta y cinco años, más o menos. ¿Lesbiana? Pues sí.
Una tarde de enero, al salir de la biblioteca me sorprendió una copiosa nevada. La dama de ojos azules, que llevaba un abrigo negro de buen corte con cuello de marta cibelina, estaba esperando en el bordillo de la acera. Tenía una mano enguantada en el aire, como para llamar a un taxi, pero allí no había taxis. Me miró, sonrió y dijo: «¿Crees que nos vendría bien una taza de chocolate caliente? Hay un Long-champ a la vuelta de la esquina.»
Ella pidió chocolate caliente; yo, un martini «muy» seco. Medio en serio, dijo: «¿Eres lo bastante mayor?»
—Bebo desde los catorce años. Y también fumo.
—Pues no pareces tener más de catorce.
—Cumpliré diecinueve en el próximo septiembre.
Luego le conté unas cuantas cosas: que era de Nueva Orleans, que había publicado varios relatos breves, que quería ser escritor y estaba trabajando en una novela. Me preguntó cuáles eran mis escritores norteamericanos preferidos.
«Hawthorne, Henry James, Emily Dickinson...» «No, vivos.» Ah, bueno, hum, vamos a ver. Considerando el factor de la rivalidad, para un autor contemporáneo, o para un aspirante a escritor, es difícil confesar su admiración por otro. Al fin, dije: «Hemingway no: un hombre verdaderamente deshonesto, todo de salón. Thomas Wolfe tampoco: toda esa vomitona violácea; claro que no está vivo. Faulkner, a veces: Luz de agosto. Fitzgerald, en ocasiones: The Diamond as Big as the Ritz, Suave es la noche. Me gusta mucho Willa Cather. ¿Ha leído usted My Mortal Enemy?.»
Sin ninguna expresión particular, dijo: «En realidad, la he escrito yo.»
Había visto antiguas fotografías de Willa Cather, tal vez de comienzos de los años veinte. Más blanda, más sencilla, con menos elegancia que mi acompañante. Sin embargo, al momento supe que era Willa Cather, y fue uno de los frissons de mi vida. Empecé a hablar de sus libros tartamudeando como un colegial; mis predilectos: A Lost Lady, The Professor's House, My Antonia. No es que tuviese algo en común con ella como escritor. Yo nunca hubiera elegido su clase de temas, ni hubiese imitado su estilo. Era, sencillamente, que la consideraba una gran artista. Tan buena como Flaubert.
Nos hicimos amigos; ella leía mi trabajo y siempre formulaba juicios imparciales y valiosos. Estaba llena de sorpresas. En primer lugar, ella y su amiga de toda la vida, la señora Lewis, vivían en un espacioso piso de Park Avenue, amueblado con encanto; en cierto modo, la idea de que la señora Cather viviese en un piso de Park Avenue parecía incongruente con su educación de Nebraska, con el tono sencillo y casi elegiaco de sus novelas. En segundo lugar, su interés principal no era la literatura, sino la música. Iba constantemente a conciertos, y casi todas sus amistades íntimas eran personalidades musicales, en especial Yehudi Menuhin y su hermana Hepzibah.
Como todos los conversadores auténticos, era una oyente extraordinaria, y cuando le tocaba hablar, no se andaba con rodeos, iba derecho al fondo de la cuestión. Una vez me dijo que yo no era demasiado sensible a la crítica. Lo cierto era que ella acusaba más receptividad que yo ante las críticas superficiales; toda alusión desfavorable a su obra la dejaba abatida. Al hacérselo notar, respondió: «Si, ¿pero acaso no buscamos en los demás nuestros propios defectos para luego reprochárselos? Estoy viva. Tengo pies de barro. Sin duda alguna.»
P: ¿Cuál es su espectáculo preferido?
R: Fuegos artificiales de dibujos evanescentes que centellean con mil colores en el cielo de la noche. En Japón he visto los mejores; los maestros japoneses crean criaturas de fuego en el aire: dragones que se enroscan, gatos crepitantes astros de dioses paganos. Los italianos, sobre todo los venecianos, hacen estallar obras maestras por encima del Gran Canal.
P: ¿Tiene muchas fantasías sexuales?
R: Cuando tengo una fantasía sexual, normalmente trato de convertirla en realidad; y a veces lo consigo. Sin embargo, suelo abandonarme a ensoñaciones eróticas que se quedan simplemente en eso: sueños.
Recuerdo que una vez mantuve una conversación sobre este tema con el difunto E. M. Forster, el mejor novelista inglés de este siglo. Me dijo que, cuando era colegial, estaba obsesionado por los pensamientos sexuales. Me dijo: «Creía que al hacerme mayor disminuiría esa fiebre, que incluso desaparecería. Pero no fue así; creció entre los veinte y los treinta, y pensé: Bueno, seguramente a los cuarenta encontraré algún alivio de este tormento, de esta constante búsqueda del objeto amoroso ideal. Pero no hubo nada que hacer; después de los cuarenta, el deseo siguió acechando en mi cabeza. Cumplí los cincuenta y luego los sesenta, y nada cambió: las imágenes sexuales continuaron girando en mi cerebro como las figuras de un carrusel. Y a los setenta, aquí me tienes, todavía prisionero de la imaginación sexual. No puedo librarme ni siquiera a una edad en que ya nada puedo hacer al respecto.»
P: ¿Ha pensado alguna vez en el suicidio?
R: Desde luego. Como todo el mundo, menos el tonto del pueblo, posiblemente. Poco después del suicidio del estimado escritor japonés Yukio Mishima, a quien conocía bien, se publicó una biografía de él y, para mi desmayo, el autor citaba esta declaración suya: «Ah, sí. Pienso mucho en el suicidio. Y conozco a muchas personas que seguramente se suicidarán. Truman Capote, por ejemplo.» No puedo figurarme lo que le habría llevado a esa conclusión. Mis visitas a Mishima siempre fueron alegres, muy cordiales. Aunque Mishima era un hombre sensible, extraordinariamente intuitivo, y no alguien para ser tomado a la ligera. Pero en este aspecto creo que le falló la intuición; yo jamás tendría el valor de hacer lo que él hizo (que un amigo suyo lo decapitara con una espada). De todos modos, como ya he dicho en alguna parte, la mayoría de las personas que se suicidan lo que en realidad quieren es matar a otro —un marido mujeriego, un amante infiel, un amigo desleal-; pero como no tienen agallas para hacerlo, se quitan la vida. Yo no lo haría; cualquiera que me indujese a ese estado de ánimo, se encontraría ante el cañón de una escopeta.
P: ¿Cree en Dios o, al menos, en algún poder superior?
R: Creo en una vida futura. Mejor dicho, siento simpatía hacia la idea de reencarnación.
P: En su vida futura, ¿en qué le gustaría reencarnarse?
R: En un pájaro; preferiblemente, en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto o capacidad para gustar y seducir; no tiene que darse aires. De todos modos, no va a gustar a nadie; es feo, indeseable, mal acogido en todas partes. Eso deja una libertad considerable. Por otra parte, no me disgustaría ser una tortuga de mar. Pueden pasearse por la tierra y conocen los secretos de las profundidades. Además, sus ojos encapuchados encierran mucha sabiduría.
P: Si le concedieran uno de sus deseos, ¿cuál elegiría?
R: Despertarme una mañana y sentir que al fin soy una persona madura, vacía de resentimientos, ideas vengativas y otras emociones infantiles e inútiles. En otras palabras, descubrirme a mí mismo como adulto.
TC: ¿Todavía estás despierto?
TC: Algo aburrido, pero aún despierto. ¿Cómo puedo dormirme si tú no estás dormido?
TC: ¿Y qué te parece lo que he escrito ahí? ¿Más o menos?
TC: Bueeeno..., ya que lo preguntas, diría que Billy Grahamcrackers no es el único a quien le resulta familiar el estiércol de caballo.
TC: No paras de gruñir. Lamentarte y putear: eso es lo único que haces. Jamás dices una palabra amable.
TC: Bueno, no me refería a nada grave. Sólo a pequeñas cosas, cosas aquí y allá. Minucias. En fin, que a lo mejor no eres tan honrado como pretendes.
TC: No pretendo ser honrado. Lo soy.
TC: Disculpa. No quería fastidiarte. No era una crítica; se me ha escapado.
TC: Ha sido una táctica de distracción. Me llamas deshonesto, me comparas con Billy Graham, y ahora tratas de salir con subterfugios. ¡Por amor de Dios! Dime. ¿Qué he escrito aquí que sea deshonesto?
TC: Nada. Minucias. Como ese asunto de la película. Te lo tomaste como un juego, ¿eh? Lo hiciste por la pasta; y para satisfacer esa vertiente tuya, tan exasperante, de payaso. Líbrate de ese tipo. Es un latoso.
TC: Bueno, no sé. Es caprichoso, pero le tengo cariño. Es parte de mí; igual que tú. ¿Y cuáles son las demás minucias?
TC: Lo siguiente..., bueno, no es ninguna pequeñez. Es tu respuesta a la pregunta de: ¿cree en Dios? Ahí te pasaste. Dijiste algo de otra vida, de reencarnación, de volver en forma de buitre. Tengo noticias para ti, compañero, no tienes que esperar a la reencarnación para que te traten como a un buitre; ya lo hace mucha gente. Multitudes. Pero eso no es lo más falso de tu respuesta. Es el hecho de que no declararas rotundamente que sí crees en Dios. Te he oído confesar, tan fresco como una lechuga, cosas que harían ruborizarse de azul a un babuino y, sin embargo, no has admitido que crees en Dios. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te consideren un Cristiano Renacido, un Jesús Freak?
TC: No es tan sencillo. Creía en Dios. Pero dejé de creer. ¿Recuerdas cuando éramos pequeños y solíamos ir al bosque con nuestra perra Queenie y la querida prima Sook? Cogíamos flores silvestres, espárragos. Atrapábamos mariposas y las dejábamos marchar. Pescábamos percas y volvíamos a tirarlas al riachuelo. A veces encontrábamos enormes setas venenosas, y Sook nos decía que ahí era donde vivían los elfos, debajo de las preciosas setas venenosas. Nos decía que el Señor había dispuesto que vivieran allí, igual que había ordenado todo lo que veíamos. Lo bueno y lo malo. Las hormigas, los mosquitos y las serpientes de cascabel, cada hoja de los árboles, el sol en el cielo, la luna llena y la luna nueva, los días de lluvia. Y nosotros la creíamos.
Pero después ocurrieron cosas que destruyeron esa fe. Primero fue la iglesia y el sentir comezón en todo el cuerpo al oír a algún predicador ignorante, un palurdo del Sur, que hablaba demasiado; luego, los internados y el acudir a la capilla todas las mañanas. Y la propia Biblia: nadie que tenga el mínimo sentido común podría aceptar lo que le piden que crea. ¿Dónde estaban las setas? ¿Dónde estaban las lunas? Y por fin, la vida; la vida de todos los días borró los restos de la poca fe que aún quedaba. No soy la peor persona que se ha cruzado en mi camino, ni mucho menos, pero he cometido algunos pecados graves, varios de ellos con deliberada crueldad; y no me han molestado ni un ápice, nunca he pensado en ellos. Hasta que no tuve otro remedio. Cuando la lluvia empezó a caer, fuerte y tenebrosa, ya no cesó.
Así que empecé a pensar en Dios otra vez.
Pensé en San Julián. En el relato de Flaubert ST. ]ulien L’Hospitalier. Hace mucho tiempo que leí ese cuento, y donde yo me encontraba, en un sanatorio, muy lejos de las bibliotecas, no pude conseguir un ejemplar. Pero recuerdo (al menos, así creo que iba más o menos) que de niño adoraba Julián vagar por los bosques y amaba a todos los animales y seres vivos. Vivía en una gran propiedad, y sus padres lo reverenciaban; querían que tuviese todo lo que podía desear. Su padre le compró los caballos más finos, arcos y flechas, y le enseñó a cazar. A matar a los animales que él había amado tanto. Y aquello fue desastroso, porque Julián descubrió que le gustaba matar. Sólo era feliz después de una jornada de la más sangrienta carnicería. La matanza de animales y pájaros se convirtió en una manía, y, tras admirar primero su destreza, los vecinos lo odiaron y temieron por sus ansias sanguinarias.
Ahora viene una parte de la historia que ha quedado bastante vaga en mi memoria. El caso es que Julián mató a su padre y a su madre. ¿Un accidente de caza? Algo parecido, algo terrible. Se convirtió en un paria, en un penitente. Vagó por el mundo descalzo y harapiento, buscando perdón. Envejeció y enfermó. Una noche fría estaba junto a un río esperando a que un barquero le cruzara en su barca de remos. ¿Sería quizás el Estigia? Porque Julián estaba agonizando. Mientras esperaba, apareció un viejo repugnante. Era un leproso, y tenía llagas en los ojos, la boca podrida y fétida. Julián no lo sabía, pero aquel viejo repulsivo de pernicioso aspecto era Dios. Y Dios lo probó para ver si todos los sufrimientos habían cambiado verdaderamente su despiadado corazón. Le dijo a Julián que tenía frío, le pidió compartir su manta y Julián accedió; luego quiso el leproso que Julián lo abrazase y Julián accedió; después, hizo una última petición: rogó a Julián que le besara en los labios podridos y enfermos. Julián lo besó. Entonces, Julián y el viejo leproso, que se había súbitamente transformado en una radiante y luminosa visión, ascendieron juntos al cielo. Y así fue como Julián se convirtió en San Julián.
Así que ahí estaba yo, bajo la lluvia, y cuanto más fuerte caía, más pensaba en San Julián. Rogué que tuviera la suerte de abrazar a un leproso. Y entonces fue cuando empecé a creer en Dios otra vez y comprendí que Sook tenía razón, que todo emanaba de El: la luna llena y la luna nueva, la torrencial lluvia, y que sólo con pedirle que me ayudara, El lo haría.
TC:¿Y lo hizo?
TC: Sí. Cada vez más. Pero aún no soy un santo. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría ser todas esas cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no, señor.
TC: Bueno, Roma no se construyó en un día. Vamos a dejarlo ya y a tratar de pegar un poco el ojo.
TC: Pero antes recemos una oración. Nuestra vieja oración. La que solíamos rezar cuando éramos muy pequeños y dormíamos en la misma cama con Sook y con Queenie, con las mantas apiladas encima de nosotros porque la casa era grande y muy fría.
TC: ¿Nuestra vieja oración? Muy bien.
TC y TC: Ahora me tumbo a dormir. Ruego al Señor mi alma guardar. Y si antes del despertar debiera morir, ruego al Señor mi alma llevar. Amén.
TC: Buenas noches.
TC: Buenas noches.
TC: Te quiero.
TC: Yo también te quiero.
TC: Más te vale. Porque si nos ponemos a profundizar, sólo nos tenemos el uno al otro. A nadie más. Hasta la tumba. Y ésa es la tragedia, ¿no?
TC: Te olvidas. También tenemos a Dios.
TC: Sí, tenemos a Dios.
TC: Zzzzzzz.
TC: Zzzzzzz.
TC y TC: Zzzzzzz.
FIN