JOLIE MADAME (José Donoso)
Publicado en
octubre 19, 2018

Los crepúsculos veraniegos en la playa de Cachagua, sobre todo en días de semana, suelen ser encantadores. No sólo por las coloraciones espectaculares del mar y del cielo, sino por el ambiente de quietud del balneario, deliciosamente seguro, aburrido y familiar: es un lugar donde todos se conocen o pueden llegar a conocerse sin necesidad de saltar barreras demasiado altas durante los veraneos que para algunas matronas duran dos meses, y para los maridos todos los fines de semana de enero y febrero. Los niños más chicos y los que ya no son tan chicos forman simpáticos grupos que se reúnen en casas conocidas, o juegan a la paleta o al volley—ball en la playa, o en la tarde se van a Zapallar a un partido de baby—football, en el auto prestado por la mamá pese a que el niño no tiene edad para manejar, o se instalan en las terrazas de troncos a escuchar la estridente música de la adolescencia. Bajo los eucaliptus y pinos de la puntilla las casas con sus techos de coirones se protegen del tierral callejero tras cercos de pitosporus, lo cual confiere al caserío un aire poco ostentoso de polvoriento poblacho de fundo. Todo esto le da independencia a quien la busque, sin que nadie considere que esta aspiración sea una forma de hostilidad. Y para no parecer hostil basta con saludar con la mano y desde lejos a los conocidos, y no instalarse excesivamente aparte de las señoras que, sentadas en sus toallas de Hermés o de Pierre Cardin, comentan los sucesos domésticos más corrientes, o juegan con uno de esos juegos modernos de plástico y acero que un marido trajo de regalo la semana pasada al regresar de su viaje de negocios a Miami.
El lujo de Cachagua es la gran creciente de su playa larga y despoblada, una franja de arena delimitada por dunas a la salida del pueblo, y por abruptos cerros pelados que caen hasta la playa misma, más allá. Para mantener la línea —y con la cuarentena a la vista se presentan los antipáticos problemas de la guerra contra la celulitis y contra los kilos de más que el veraneo propicia con tres whiskies en lugar de uno a la hora de los tragos en las terrazas familiares—, Adriana, Luz y Sofía, confiando la vigilancia de sus hijos más chicos a amigas poco emprendedoras, casi todas las tardes se empeñaban en caminatas de tres kilómetros de ida y tres kilómetros de vuelta hasta el extremo opuesto de la playa, en dirección a Maitencillo. El mar era liso y el regreso generalmente dorado a esa hora benigna, como todo en el balneario era benigno. Bordeando el fantástico espejo negro que la ola al retirarse dejaba fugazmente sobre la arena para duplicar el cielo, marchaban las tres mujeres. La arena, firme como esperaban que se conservaran sus carnes todavía durante unos años, era hollada vigorosamente y a conciencia por sus plantas: Luz había leído, no recordaba si en una Elle o en una Cosas, la recomendación de caminar por la playa con los pies desnudos para que los tendones hicieran trabajar a todos los músculos del cuerpo y redujeran las redundancias que amargaban sobre todo a la pobre Luz: no era para tanto, le repetían Adriana y Sofía, sólo que parecía más porque su estatura era menor que la de ellas. En todo caso, Luz, Adriana y Sofía eran tres animales magníficos, maduros, graciosos, que hablaban y reían sin cesar durante estas caminatas pese a lo rápido de sus trancos. El tostado veraniego hacía resaltar el brillo risueño y malicioso de los ojos azules de Luz, estriando su melena rubia: belleza fácil y acogedora, una monada, decían todos.
—Mijita rica —le gritaban los trabajadores desde los andamios en Santiago al verla pasar con su vestido demasiado ceñido con la errónea esperanza de verse más delgada, o porque era del año pasado, cuando pesaba un kilo menos.
—¿Qué le voy a hacer si soy gusto de roto? — comentaba después, muerta de la risa, con sus amigas.
Sofía, en cambio, airosa y desenvuelta, era de piernas y brazos largos como una amazona, y en verano concertaba un pacto con el sol para que tiñera de castaño el pelo, y castaña la piel donde lucían sus ojos también castaños, realzados por bikinis color cascara o shorts y camisas beige o café, toda entera de un tono. Y Adriana, que era la más clásicamente bella de las tres mujeres, con su pelo negro y sus ojos de carbón, y sus muslos y sus brazos suaves y maduros y llenos, permitía, controlando el sol con sombreros y cremas precisas, que durante el verano su piel tomara el rico color del coñac más claro, de modo que sus pestañas proyectaran sombras de seda sobre sus mejillas apenas doradas.
—Usted tiene ojos de araña peluda, mamá —solía decirle su hija Adrianita, su regalona, el "concho", porque no pensaba tener más hijos.
Fue durante una de estas caminatas que Adriana les dijo a sus amigas que Mario, su marido, avisó que no vendría a pasar este fin de semana con ella: le convenía acompañar a un gringo que se interesaba por comprar grandes extensiones de terreno en un lago del sur, cerca de Pucón, para el Club Méditerranée, y construir un balneario al estilo europeo, muchísimo más lujoso que Pucón. Le prometió que con Patricio, el marido de Sofía, le iba a mandar un regalito para que no se olvidara de él. Sólo le sería posible regresar a Cachagua el fin de semana subsiguiente, porque acompañaría al gringo durante toda esa semana de modo que nadie se lo levantara mientras permaneciera en Chile; ya que no estaban las cosas como para arriesgarse a dejarlo en las mandíbulas de tantos tiburones: todo el mundo andaba loco en busca de hacer negocios con capital extranjero porque capital chileno ya no había.
—Qué lata, ¿no? — comentó Adriana.
—Harto carajo, Mario —dijo Luz, lanzando un guijarro plano para hacerlo rebotar en la superficie blanca del agua, sin detener su marcha—. Te tiene encerrada aquí todo el verano con los chiquillos, y ahora se va a pasarlo regio en Pucón sin siquiera convidarte.
—Pero dice que si sale el negocio del Club Méditerranée nos convidarían a los dos a hacer una gira por los mejores lugares: Ibiza, Cerdeña, Marrakesh..., imagínense...
—Sí, mientras tanto te deja aquí frita en tu propia calentura —rió Sofía—. Dos semanas al palo, mijita, sobre todo con las ganas de por lo menos cacha por noche que una acumula en el verano..., no sé si yo podría aguantar. Si Patricio me hiciera eso a mí después de dos meses de responsabilidad latera con los chiquillos y las empleadas, me iría a Santiago sin avisarle y me lo culearía bien culeado antes de dejarlo irse a Pucón con los gringos...
—¡Ay, Sofía, por Dios, qué manera de hablar! — rió Adriana.
—...a ver si le quedarían ganas de jugármela con esas rotas que contratan para atender a los extranjeros...
Adriana parecía ser la menos indignada con su propia suerte. Podía esperar a Mario. Le gustaba, incluso, esperarlo, romper la monotonía de los fines de semana veraniegos acumulando amor, para gozar a su regreso con la sorpresa de lo que una situación nueva podía producir entre ellos. Igual que Sofía —Luz no; escrupulosa, confesaba tener miedo y demasiados niños—, si se presentaba la ocasión, Adriana no se negaba a un breve pololeo con algún vistoso pájaro de paso que podía caer a la hora de los tragos y de la chimenea encendida en la casa de los amigos. Pero Adriana era de las que sabían exactamente hasta dónde le interesaba dejarse arrastrar en lo que para ella nunca era más que un juego.
Al regresar del paseo, al otro extremo de la playa, vieron cómo Cachagua oscurecía bajo los eucaliptus enredados en la neblina de la tarde. Se había levantado un poco de aire, y Adriana recibió el halago de ese vientecito filudo tallando la estructura de su cara un poco huesuda, permitiendo que penetrara en la gran intimidad oscura de su pelo suelto, y que su tacto le agasajara las piernas descubiertas por los shorts.
—Y cuando aparezca Mario —comentó Sofía—, mejor que te traiga un buen regalo.
—Nunca se olvida.
—¿Qué te trajo el viernes pasado?
—Un Jolie Madame, de Balmain...
—Harto penca. Lo debe haber comprado de pasada, a última hora, en la botica de la esquina de su oficina antes de venirse para acá, para cumplir.
—No venden Jolie Madame en las boticas porque es un perfume raro, un poco pasado de moda, que cuesta encontrar. Pero a mí es el que más me gusta.
Sofía y Luz se adelantaron un poco, con su cháchara alrededor de temas tributarios, al de la ausencia de Mario el próximo week—end. Atrás, un poco más lenta porque lo quiso así y pretextó observar al pescador solitario que saliendo del agua regresaba a su carpa improvisada contra los cerros, Adriana se dijo que si bien echaría de menos a Mario, su espera sería un poco distinta a la espera de sus amigas. No desconocía el hecho de que para ella las parejas exitosas que formaban consistían casi exclusivamente en cama y crónica familiar. Les faltaba, iba pensando Adriana, otra dimensión —guardada como un secreto peligroso, para que no la fueran a encontrar "rara", que era lo imperdonable—, dimensión de su fantasía que ella cuidaba como un fueguito muy privado en sus relaciones con Mario: ella amaba a Mario. Se lo planteaba con exactamente esa terrible palabra, siútica y prohibida, distinta a "querer", e incluso a "estar enamorada", o a "estar caliente con alguien", palabras que no estaban prohibidas, quizá por señalar sólo capas parciales. La palabra amar, en cambio, rechazaba con su dureza, y sintetizaba, todos los intentos de análisis. Al comentar con Luz y Sofía sus relaciones con Mario, las reducía, amoldándolas para no chocar con sus amigas, sobre todo porque coincidía con ellas en absolutamente todo lo demás. Ellas morirían antes de confesar "yo amo a Patricio", "yo amo a Claudio", porque después de veinte años de matrimonio ése era un sentimiento ridículo, y de esas cosas no se habla. Sin embargo, las tres acordaban reconocer, incluso exagerar, la fuerza del nexo sexual, tanto monogámico como monoándrico, y estaban atentas a la crónica familiar, que incluía gustos, procedencia y fortunas parecidas.
Sofía era la única que tenía "un pasado". De todas las matronas que formaban su mundillo, tejiendo sobre sus chales en la arena o tomando tragos en la tarde en sus terrazas de madera, sólo Luz y Adriana sabían que Sofía, una vez, le fue infiel a su marido con un businessman brasilero de paso por Santiago: parecía un mono, pero era cómico, brillante, inescrupuloso, riquísimo, de cuerpo seco y elástico, muy distinto al cuerpo de Patricio, que pese al golf iba acumulando adiposidad, y a su mente, que tenía poca visión más allá de Lo Curro y de la mesa de bridge. Les contaba a sus amigas —que jamás se saciaban de oírla repetir los pormenores de su romance, igual a una película, ni de verla equilibrar su matrimonio sobre el abismo de una mentira sostenida quién sabe hasta cuándo— que esta experiencia de hacía ya algunos años la había hecho descubrir una cosa acerca de sí misma: que podría acostarse y gozar con cualquier hombre que supiera cortejarla. Su vida, tal como era, era pura voluntad, puro control. Lo que, por otra parte, estaba muy contenta de ejercer, porque nadie podía negar que sus cuatro hijos hombres, de los que cogió el contagio de su vocabulario procaz, eran un encanto, y que Patricio se portaba un amor con ella, tan generoso que compensaba.
Luz la oía embobada, envidiosa de la soltura de cuerpo de Sofía, ella incapaz siquiera de infidelidad mental por mucho que le encantaría eso que los hijos de Sofía llamaban "un poco de hueveo". A veces, en los brazos de Claudio, intentaba sustituir en su imaginación ese cuerpo archiconocido por los cuerpos de otros hombres vistos en la playa, y por favor, chiquillas, que no le fueran a decir que era de puta confesar que la atraían otros hombres, pese a sus misas y sus caridades. Lo cierto es que en el momento de la verdad una fuerza avasalladora borraba rápidamente cualquier figura intrusa de la que así no alcanzaba a disfrutar, dejándola en los brazos blancos, cuando mucho colorados, de Claudio, que no lograba broncearse absolutamente nada con el sol, sólo ponerse colorado como un camarón y después pelarse.
Adriana, en cambio, regresando por la playa un poco detrás de Luz y Sofía, iba meditando en que ella tenía suerte comparada con sus amigas, pese a que superficialmente su matrimonio con Mario era idéntico al de Luz con Claudio y al de Sofía con Patricio. ¿Pero esa suerte era sólo de circunstancia, o por estar construidos, ella y su pareja, como estaban construidos? Entre ellos jamás flaqueaba el diálogo de la intimidad, en la casa, en la calle, visitando a amigos de toda la vida o nuevos, o en la ternura de sus cuerpos en la cama, donde cada vez —o casi cada vez— volvían a encontrarse en alguna parte del registro que los llevaba desde las lágrimas hasta la carcajada. No lograba explicarse esta diferencia suya con Luz y Sofía, tan imperceptible como honda. Si bien era cierto que no se sentía "realizada" con su "felicidad completa" que duraba ya muchos años —¿qué era esto de "felicidad completa"?, ¿existe?, ¿o es sólo un espejismo inventado por las películas que todas habían visto con la lágrima en el ojo durante la adolescencia?, ¿o una confección de las madres que desde chicas les habían asegurado que el matrimonio feliz es lo único normal, y que estos difíciles ajustes de que se quejaban sus hijas eran cosas modernas de mujeres tontas?—, era, su relación con Mario, algo que la enorgullecía cuidar. Sus amigas la acusaban de ser cartuchona por jamás contarles intimidades matrimoniales. Entonces, Adriana, para no ser distinta, inventaba historias como aquella del tipo estupendo que la siguió por las calles del centro: la penetración de su mirada le habría producido un orgasmo sin que ella cambiara el ritmo altivo de su paso, ni volviera la cabeza, ni contestara a los ruegos que le dirigía este desconocido que se parecía a Robert Redford.
—Pero me carga Robert Redford —comentó Adriana a propósito de la última película de éste, declarando cuatro corazones.
Adentro, junto a la chimenea —ellas jugaban bridge en la terraza sobre la playa de Las Cujas, en la nueva casa de Olivia que era la envidia de las tres amigas—, el grupo de mujeres, esperando a sus maridos ese viernes por la tarde, escuchaba a Julio Iglesias. Cuando terminó la partida, las cuatro jugadoras entraron para arrebozarse en chales porque con el crepúsculo subía la humedad. En cuanto vieron sola a Adriana, Luz y Sofía se despidieron, y tomándola del brazo la arrastraron hasta su Mercedes.
—No me dejaron ni despedirme.
—Vamos.
—Yo quería —dijo Adriana, al hacer partir su auto— hablar con la Olivia, que viene llegando de Santiago, por si vio a Mario.
—Claro que lo vio.
—¿Cómo sabes?
—Porque lo vio con Claudio y con Patricio.
—Para —mandó Sofía.
Adriana detuvo el Mercedes en cualquier parte de la oscuridad bajo los gigantescos eucaliptus, el mar brillando más allá de los jardines, abajo, entre las rocas. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Y sabes con quién vieron a esos rotos de mierda?
—¿Con quién?
—Con la Chita Davidson.
—No sé en qué restorán caro, de ésos donde nunca nos llevan a nosotras.
Las tres encendieron sus cigarrillos con el mismo fósforo.
—¡Pero si la Chita se fue a Europa, cuando lo de la UP! Hace años que tiene una casa fantástica en Marbella, y dicen que sale con príncipes árabes y banqueros judíos y toreros y qué sé yo qué...
—Sí. Pero ahora está aquí. Claudio, Mario y Patricio, todos pololearon con ella en Zapallar cuando eran chicos. Dicen que está regia, flaca, tostada, con el pelo rubio hasta los hombros...
—Está vieja para eso, oye.
—Sí. Pero se veía estupenda, dijo la Olivia. Con un camisero beige la muerte, de seda natural, y aquí lleno de cadenas de oro...
—Bah, igual que una...
—Yo le dije lo mismo a la Olivia, pero la Olivia me dijo que nada que ver: me explicó las mangas..., un corte distinto, parece...
—¿Y por qué están tan alborotadas si los cuatro son amigos desde chicos?
—Mira, Adriana... —comenzó a decir Luz, pero Sofía le quitó la palabra.
—Eres una idiota, mi linda.
—¿Porque no me pongo furia?
—No sé, oye, pero a mí me carga que estos maricones se queden pasándolo brutal en Santiago y saliendo a comer a restoranes caros con gallas como la Chita Davidson, que te apuesto que va a llegar aquí encontrándonos a todas unas provincianas cartuchonas, y nosotras, claro, fondeadas aquí, peleando con los chiquillos y con las empleadas —casi gritó de rabia Sofía, encendiendo otro cigarrillo.
Después de este reventón de Sofía hubo un momento de silencio mientras las demás también prendían cigarrillos. Afuera la oscuridad era total ahora, poblada por las formas desharrapadas de los eucaliptus y por la oscuridad más densa y brillante de otro auto estacionado más allá en esa calle solitaria. Dentro del Mercedes brillaban las tres puntas de fuego, las chispas de sus reflejos en el hilo de oro de una muñeca, en unos aros bajo una melena en medio del humo que se iba espesando.
—¿Querís saber en qué anda la Chita? — le preguntó Sofía a Adriana, mirándola fijo.
—No tengo idea.
—Está transformada en una mujer de negocios fantástica. Qué envidia más negra, ¿no? Viene a Chile a comprar todo un lado de no sé qué lago para el Club Méditerranée...
—¿Y qué?
—Se va mañana a Pucón: ella es el "gringo", pues, huevona.
—¡Mentira!
—¿No encuentras que no hay derecho?
—No hay derecho.
Se quedaron comentando el triángulo Adriana—Mario—Chita encerradas en el Mercedes oscuro bajo los eucaliptus, fumando cantidades de cigarrillos. No había derecho. La Chita Davidson era una puta. ¿Pero qué sacaban con repetirlo, ya que se hizo evidente para las tres que le envidiaban ser lo que era, fuera lo que fuera? Proyectaron irse inmediatamente a Santiago y sorprender a los tres maridos. Pero ya era tarde. Seguro que llegarían haciéndose los inocentes —menos Mario: él no llegaría— dentro de una o dos horas, así es que nada sacaban con ir. Pensaron partir a Zapallar en busca de ambiente de fiesta, sin decir nada en sus casas para que cuando los huevones llegaran por lo menos pasaran susto..., pero qué lata Zapallar, sería lo de siempre, la gente de siempre, hablando las cosas de siempre. Daban ganas de ir a esconderse en alguna parte hasta que se aclarara esto de la Chita, que a Adriana, para qué negárselo a sus amigas, la hería en una parte más vulnerable que el simple amor propio. Dijo con el vocabulario de los hijos de Sofía:
—Me dan ganas de capar al huevón.
—¡Adriana!
—¡Uy, mijita! — dijo Sofía—. Yo he estado con el cuchillo en la mano para hacerle lo mismo al mío tantas veces...
Con el humo que se iba poniendo denso dentro del auto, se iban espesando también, como las volutas de un gas venenoso, las historias de los rencores de las tres mujeres: dependencia, prisioneras de códigos que no sabían cómo romper porque no sabían qué eran, trabajo no reconocido ni remunerado, el terror a cualquier forma de marginalidad, la pereza que era la prisión impuesta por un viejo y delicioso hábito de holgura, las infidelidades que quedaron sin hablar y sin vengar para que no naufragara la familia, la impunidad sí, la terrible impunidad de los hombres porque eran otras cosas además de maridos..., mientras que ellas no eran más que esposas.
—¿Por qué vamos a tener que esperarlos aburriéndonos aquí? — preguntó Luz.
—Tenemos que hacer algo —la apoyó Sofía.
—Ah —dijo Luz—. Yo no me atrevo a hacer nada... pero me encantaría que me pasara algo...
—¿En Cachagua en día de semana? Estás loca. ¿Qué te va a pasar?
—¡Qué envidia Marbella!
Hacía rato que Adriana no hablaba. Pero cuando las otras dos, dando vueltas y vueltas a las posibilidades, tocaron otra vez la idea de partir a Santiago a sorprenderlos, ella dijo lenta y pensativa:
—No. Eso es demasiado convencional. No me interesa que Mario se arrepienta. Lo que quiero es vengarme, porque estoy furia.
—Entonces ándate a tu casa a apalear locos, que es lo mejor para quitar la rabia, mi linda —discurrió Luz.
Las tres casi se hicieron pipí de la risa. Después encendiendo los últimos cigarrillos que les iban quedando, escucharon a Adriana que, conmovida, exclamó:
—Vamonos de aquí.
—Adónde..., estás loca...
—¿Y los niños?
—Ya están grandes.
—¿Y la Adrianita?
—Pobre, hoy no sé —dijo Adriana—. Vamonos al tiro donde las cosas sean distintas, donde siquiera nos pueda pasar algo.
—Mírenla cómo sacó garras, ésta —exclamó Sofía—. Sí, vamonos, y que se queden esperándonos estos huevones de mierda.
—¿Adónde vamos a ir?
—No se me ocurre nada.
—Pero vamos.
—No hay dónde ir.
Quien vio entrar en el Casino de Viña del Mar a las tres amigas que llegaron de Cachagua a las once de la noche, quien las vio avanzar retadoras, airosas, caminando a tranco largo y seguro, las suntuosas cabelleras vivas y sueltas, los zapatos de tacos altísimos sujetos a los finos pies desnudos con perversas tiritas de cuero, quien las vio desplazarse por el pasillo lleno de gente, desenvueltas como animales estupendos abriéndose paso sin otra fuerza que la provocación de su belleza fina y sexuada, no podía dudar de que estas tres mujeres venían en son de guerra.
En la gran sala, al detenerse a comprar fichas y dirigirse a las mesas de donde se alzaba el rumor del juego, Luz, Adriana y Sofía no hablaban. Tampoco miraban a nadie, abstraídas para no tener que saludar a nadie que las conociera, cosa muy probable porque al fin y al cabo eran las mujeres de tres conocidísimos hombres de negocios de Santiago y parientes de medio mundo. Ahora ninguna de esas consideraciones contaba. Pensaron brevemente ir al baccarat, pero decidieron quedarse en las mesas de ruleta, que era más fácil sin compromiso sobre todo, sin decisiones terribles que tomar —¿pedir otra carta, o no?—, la suerte en manos de ese monstruo impersonal formado por la bolita y la rueda numerada que gira, mientras alrededor circulaba la gente y el juego se extendía —al contrario de la concentración silenciosa del baccarat— más allá del juego mismo, hasta las miradas fáciles o no de evitar, hasta las palabras dichas de paso que podían conducir a cualquier cosa, hasta las sonrisas y el halago, juego desprovisto de las tensiones y las responsabilidades del baccarat. A los veinte minutos, Luz, cuyos principios religiosos le habían impedido jugar jamás a la ruleta, ganaba en forma tan escandalosa que iba acumulando no sólo cerros de fichas, sino además la atención de todos.
—¡Qué yegua con más suerte! — rió Sofía.
—Pero, mi linda, nada que ver con lo que me interesaba que me pasara —decía Luz, aterrada—. Plata tengo de más. ¿Qué voy a hacer si sigo ganando?
—Puedes donar una cama en un hospital, por ejemplo, para no sentirte culpable —dijo Adriana—. Claro que con ese montón tendrías como para donar una sala entera.
—Cuéntenme la plata, chiquillas —dijo Luz incontenible, acertando pleno tras pleno—. No les creo, es una brutalidad de plata. Llegando me confieso..., medio pleno más..., qué salvaje, oigan, ¿no dicen que cuando a una le está yendo tan bien se tiene que retirar? ¿A ustedes cómo les va, chiquillas?
—Hace rato que dejamos de jugar para gozar con el espectáculo de una distinguida dama, de firmes convicciones políticas y religiosas de avanzada, ganando plata a manos llenas y gozando como una rota de pata rajada.
Luz, que parecía haberse apoderado de esa mesa, seguía el juego pese a que sus amigas le decían que tal vez fuera sensato retirarse: sería pecado perder esa montaña de dinero con la que podría dispensar tanta felicidad. Claro que si ese dinero les perteneciera a ellas, declararon Adriana y Sofía, se lo echarían todo encima, capaz que hasta para un abrigo de visón Emba Mutation les alcanzara, o para comprarse un auto italiano único, perfecto, inútil. Luz se iba a arrepentir si seguía jugando...
—Bueno, si son tan pesadas, vamonos entonces. Las convido al cabaret, por lo menos. Pedimos champán francés, del más caro, y caviar ruso y langosta como piden las putas en París. Creo que voy a cambiar la mitad de las fichas, no más, no, tres cuartas partes, mejor. Y me voy a dejar un poco para jugar un ratito antes de irnos, después del show de la Lola Flores. Entonces, aunque pierda no me voy a sentir culpable. ¿Vamos?
—Regia idea.
Desde la otra mesa, un hombre maduro y delgado, tan bien vestido que no parecía chileno —"¿pero no te da la sensación de demasiado oro, Luz?; no queremos desilusionarte de tu pinche, pero colleras, reloj, anillo y hasta oro en la tapadura de una muela que le vimos brillar cuando se rió con tu morisqueta..."—, de finas muñecas velludas bajo el Rolex definitivo, las cejas retintas sobre sus ojos claros, estaba respondiendo al brindis de la copa de champán de Luz, y chocando su copa simbólicamente en el aire con la de ella. El maitre había instalado a las tres amigas en una mesa junto a la pista de baile sin que ellas lo solicitaran, porque se dio cuenta de que prestigiaban el ambiente, luciéndose, tan bellas, lujosas y deseables.
—Cuidado, bruta —le dijo Adriana—. No tienes idea de quién es ese gallo. Estás demasiado lanzada.
—¿No vinimos a pasarlo bien? Me encanta ese tipo. Tiene algo como de maleante romano. Pero, por favor, no me vayan a dejar hacer una huevada demasiado grande. Ojalá me sacara a bailar. Me da terror que me haya visto ganar tanta plata en la sala de juego. ¿Me habrá seguido hasta aquí para seducirme y robarme y cortarme el cogote, y que mañana mi cuerpo amanezca flotando en el mar igual que en las películas...?
—Tu sentimiento de culpa —observó Sofía— se está arrancando contigo...
—Pero si yo encuentro que tiene algo monono, como tímido —dijo Luz.
—Claro, muy tímido —asintió Adriana—. Y la Lola Flores no es una china sino una señora muy distinguida...
—Ahora, mijita, ya no hay nadie que te salve de tu maleante romano, tan tímido que se está parando de su mesa y viene para acá.
—Ay, vamonos..., qué fresco...
—Fresca tú.
—¿No nos íbamos a vengar de los rotos de los maridos? — les recordó Sofía—. Yo lo encuentro regio. Si no lo quieres, pásamelo a mí que tengo más experiencia.
—No, a mí. Yo soy la que tengo más razón para vengarme, es Mario el que se fue con la Chita a Pucón —alegó Adriana.
—La Luz es la que pinchó con él.
—Ahí viene. ¿No lo encuentran la muerte? Pero levántenmelo, por favor, que me muero de miedo...
Fue a Luz a quien invitó a bailar el "romano", y ella, perdida, con la voluntad como deshuesada, salió. Indescifrables entre las parejas que bailaban en la penumbra de la pista, manteniéndose alejados de la mesa de las amigas, el "romano" y Luz se deslizaban al son de la música como dentro de una cápsula de intimidad, mientras Adriana y Sofía, las más tolerantes chaperonas que es posible imaginar, despachaban otra botella de champán, encantadas de ser testigos de este desliz de la pobre Luz que, la verdad sea dicha, a veces era demasiado demócrata—cristiana. Más tarde, en medio de un lento, entre luces crepusculares, la vieron separarse bruscamente de su pareja, que la siguió sonriente. Sofía y Adriana lo invitaron a sentarse mientras Luz cuchicheaba al oído que por favor la acompañaran al toilette.
Rompió en sollozos en cuanto se cerró detrás de ellas la puerta del toilette. ¡Estaba loca por ese tipo! Era un rajado, es cierto, pero no un cafiche peligroso, como creyeron. Había llegado esa tarde misma desde Los Ángeles piloteando su avión particular.
—¿Han visto nada más calentador? — preguntó Luz.
—¿Y qué hacía en Los Ángeles?
—Es dueño de una lechería enorme que produce leche para toda la zona de Concepción.
—¡Bah...! — exclamaron las dos amigas, creyendo que se trataba de Los Ángeles de California—. Harto desilusionante.
A ella no le importaba nada, seguía sollozando Luz, que fuera un lechero alemán de Concepción. Jamás le había pasado nada como esto. ¡Qué vergüenza tan atroz! Pura calentura. Creía haber tenido cuatro orgasmos durante el baile.
—¿Cuatro en veinte minutos? — exclamó Adriana—. Imposible. Quiere decir que no sabes lo que es un orgasmo.
—No, tonta, claro que es posible —intervino Sofía, expertísima—. Reacción en cadena se llama eso.
...Un rajado, regio, aunque fuera alemán, no más, a ella qué le importaba. La convidó a jugar en la sala donde juegan los turcos con fichas mínimas de cinco mil pesos, un loco, ese brazo tan fuerte apretándole tan suavemente el talle... y cómo baila, y usa una loción fresca que apenas se siente, algo con olor a canela..., que no la dejaran volver donde él, por favor, sollozaba Luz, se quería ir al tiro, tenía que pensar en el pobre Claudio que era un amor, y en sus hijos..., que se la llevaran, que otra se hiciera cargo de él porque ella se sentía sólo capaz de arrancar a perderse...
—¿A ti te gusta, Adriana?
—No sé...
—Fíjate que tiene su avión aquí en Viña y podrían irse los dos mañana a Pucón y pillar infraganti a Mario y a la Chita... —suplicó Luz.
—Ya te dije que no me interesa pillar a nadie. Si compruebo que es verdad lo de la Chita, y si ha llegado muy hondo..., para que mi venganza sea de veras tengo que sentir más, o algo mejor y distinto a lo que he sentido con Mario, y así cortar lo que me amarra a él. Esta aventura no contaría.
—¿Y tú, Sofía, que eres menos sofisticada?
—A mí me gusta, algo que tiene en la nuca, creo..., pero no sé...
—¡Qué rotas! Mis mejores amigas no me quieren ayudar.
—¿Por qué no nos arrancamos las tres de toda esta porquería? — propuso Adriana, desesperándose; y clarividente agregó—: ¿Adónde? ¿A hacer qué?
—Después pensamos eso —dijo Luz volviendo a peinarse y maquillarse después de sus lágrimas—. No podemos dejarlo con el consumo gigantesco de la mesa..., sería el colmo después de lo amor que estuvo conmigo..., y quiero que alguien vaya a decirle que... que... que me perdone que le haya tenido miedo, que no me busque porque lo..., yo lo...
—¿Lo amas? — le preguntó Adriana.
—¡Se conoce que ésta se casó a los diecisiete años! — dijo Sofía.
—Ay, no digas eso, Adriana, no seas bruta, que yo no quiero más que a mi pobre Claudio —exclamó Luz a punto de llorar otra vez...
Pero no lloró porque sus amigas le advirtieron que si lloraba se le iba a correr de nuevo el maquillaje.
—Alguien tiene que ir a decirle al pobre, por favor... ¿Cuál? Tírenselo al cara o sello...
Con una moneda que le pidieron a la encargada del toilette, se rifaron al lechero alemán. Sofía tuvo que ir. Adriana y Luz la esperarían abajo, en la sala de juego.
—¿Y qué quieres que le diga?
—Ay, no sé, pues, linda. Tú tienes más experiencia que yo. Inventa algo que sea más o menos simpático...
Luz y Adriana bajaron, quejándose de que todo en este país era igual, cuando una creía estar en brazos de un peligroso cafiche italiano invariablemente resultaba encontrarse en los de un honrado lechero alemán. En la mesa donde Luz había ganado su pequeña fortuna, los croupiers les sonrieron, y ellas a ellos, mientras los jugadores que recordaban la hazaña de hacía algunas horas de la bonita señora rubia comentaron lo encantadora que parecía.
La buena suerte le duró a Luz cinco minutos. Jugaba torpemente, sin dejar que su intuición la guiara con acierto —estaba ocupada en otras cosas— y como un huracán que no perdona nada, la "mala" arrasó con todas las ganancias de Luz en menos de media hora hasta dejarla a punto de llorar. Adriana le imploraba que no jugara más. Luz la mandó a buscar a Sofía para poder irse.
Aprovechando que su amiga desapareció, Luz se acercó a la ventanilla y cambió un cheque por el equivalente de cinco mil dólares, la plata que su marido le había dejado para que se sintiera económicamente libre durante el mes. Cuando Adriana volvió diciendo que no encontraba a Sofía ni al alemán por ninguna parte, Luz alegó que no podían irse. Tenían que esperarla por si pasara algo.
—Pero en serio, Luz, mejor que no juegues más. ¿De dónde sacaste todas esas fichas?
—Acerté cuatro plenos seguidos.
—¡Qué regio! Pero vamonos.
No había fuerza que la arrancara de la mesa. Como si su timidez ante el lechero alemán se hubiera trocado en arrojo frente a la ruleta, esparcía fichas por toda la mesa, y perdía y perdía y volvía a perder. Adriana comenzó a preocuparse: Luz había acudido dos veces más a cambiar cheques que los números indomables se fueron tragando hasta que, rabiosa, despachó a Adriana de mal modo:
—No me friegues. Ándate si quieres. ¿Qué son doce mil dólares, que es lo que he cambiado y perdido, para Claudio y para mí? Nada..., una porquería. Cargante perderlos, pero no es nada y voy a cambiar cinco mil más: la mitad de uno de esos Datsun que Claudio importa.
Pero después de perder en diez minutos también esos cinco mil dólares, abriendo de nuevo su cartera se dirigió a la ventanilla para cambiar más sin mirar a Adriana sentada en un sillón. Sacó su talonario. Sumó y restó. Su cuenta quedaba al rojo por miles de pesos, miles de dólares.
—¡Adriana!
—¿Qué te pasa?
—No me queda.
—¿Te sorprende?
—¿Qué voy a hacer, por Dios? Claudio me va a matar a patadas. ¿Y qué le voy a decir a mi confesor? Dios mío, perdóname, qué espanto. ¡Por qué no me iría con el alemán, no más! Parecía caballero y buena persona. Capaz que Claudio me hubiera perdonado eso, ¡pero que haya perdido doce mil dólares no me lo va a perdonar jamás! Vamos.
—¿A dónde?
—No sé. Salgamos de aquí.
Afuera, en la noche fresca, sentada junto a Adriana en un banco en medio de la exageración floral y luminaria que rodea el Casino Municipal de Viña del Mar como una torta art—déco amarillenta de puro añeja, Luz sollozó abrazada a su amiga que le acariciaba el pelo para consolarla, asegurándole que las cosas no eran para tanto. Ella, juró Luz, no olvidaría a Carl mientras viviera. ¿Cómo iba a contárselo a su confesor, si éste capaz que le fuera a exigir que le contara todo a Claudio y Claudio la iba a matar? ¡Qué espanto, el pobre Claudio trabajando como una bestia toda la semana en el calor sofocante del smog santiaguino mientras a ellas se les había ocurrido salir a huevear... y así les había ido! Ella, desde luego, se sentía herida de muerte por esta experiencia, su vida tan mansa estropeada por un momento estúpido, por un anhelo frívolo al que no tenía acceso porque su "juego" estaba hecho desde hacía mucho tiempo, y ya no era razonable la aspiración de cambiarlo..., qué dirían Claudio, su mamá, los niños que ya estaban grandes, si supieran. No podía respirar de sollozos y mocos. Pero, por otro lado, ¿para qué servía la vida a estas alturas, cuando todo iba a comenzar a ir cuesta abajo, sin Carl? Lo mejor sería confesárselo a Claudio, que era harto hombre. Sí. Volver a Cachagua ahora mismo: debía andar hecho un loco buscándola por todas partes, porque la empleada le dijo que la señora se arregló y salió, pero no dijo para dónde iba..., pobre. ¡Un taxi! Sí, un taxi para confesarle todo lo más pronto posible, para que el pobre, que estaría sufriendo con la incertidumbre y quizás hubiera alertado a todo Cachagua y a medio Zapallar, se tranquilizara..., perdón, perdón por haber perdido doce mil dólares —sin contar los veinticinco que gané, pensó borrando inmediatamente el pensamiento vertiginoso de esa suma—, era pecado, y confesar absolutamente todo iba a ser la única manera de deshacerse de su tremenda culpa. Que Adriana esperara a Sofía en el Mercedes: a Sofía, le pasara lo que le pasara, se le iba a ocurrir primero que nada acudir al Mercedes a buscarla. Ella no aguantaba ni un minuto más en Viña, que desde chica, cuando la obligaban a pasar quince días todos los veranos en la casa de sus primas Price que eran una lata, siempre le había cargado. Tomaría uno de estos taxis de la puerta del Casino, que son conocidos, pero, por si acaso, que Adriana anotara el nombre y el carnet del chofer y la patente del auto.
—Adiós, amor... —le dijo Luz a Adriana—. La vida no sería vida sin ustedes.
—Adiós y acuérdate de que no tienes para qué confesarle todo a Claudio. Ni a nadie, si no quieres: todo el mundo tiene derecho a su rinconcito para el misterio.
—No se puede decir que yo sea del tipo "misteriosa".
—Claro que no. ¡Qué siutiquería! En todo caso, cuéntale algunas cosas a tu confesor si eso te consuela. El no te va a sacar la cresta. Quizá te va a hacer morir de lata rezando docenas de rosarios, y eso lo aguanta cualquiera.
—La pura verdad.
—Mañana al alba te paso a dejar la receta del pollo al curry, para que me cuentes todo.
—Ya. ¿Como a las doce?
—A la una, mejor. ¿Qué sé yo a qué hora me voy a acostar, esperando a la Sofía?
—Adiós, Adriana.
—Adiós.
¿Cómo sería, iba pensando Adriana al subir las gradas del Casino de Viña, compartir la intimidad con otro hombre que no fuera Mario, alguien con olores y hábitos eróticos y fisiológicos distintos a los acostumbrados, los conocidos, los queridos, y si no queridos, sabiamente evitados? ¿Por qué era que a los hombres les costaba tan poco compartir estas cosas con otra mujer, sin escrúpulos, sin compromiso, como el caso de Mario según lo que parecía, mientras que a ellas les costaba tanto? ¿Cómo sería ver de cerca, en la penumbra, en el calor del abrazo y en los cuerpos pegajosos, la geografía imperfecta de la piel de un hombro masculino distinto al de siempre, y adaptarse a otro ritmo, a otras texturas y temperaturas y pudores, descubrir y revelar en qué parte de las topografías florecía el placer de cada cual deslindándolo con el amor, y con qué palabras y movimientos era necesario manejarlo para que no muriera? Adriana se dijo —paseando sola entre las mesas de juego, observando, sin acercarse a nadie y sin permitir que nadie hiciera amago de acercarse a ella— que esa idea no le apetecía: la intimidad era una aventura difícil, la gente de la sala de juego pasaba a su lado, entraba en el ambiente del Jolie Madame que exhalaba su pelo negro, su ropa, su piel, y salía sin rozarla. Fijó sus lindos ojos en la mirada de un muchacho rubio que jugaba al baccarat, tostado, fuerte, sus labios partidos y ásperos de sal y sol. ¿Cómo sería el roce de esos labios contra sus pezones inquietos bajo la seda encendida de su vestido? Ese otro hombre, en cambio, de manos tan finas, más maduro, parecía acariciar las fichas al retirarlas: le gustó su gesto aunque quizá no él, y se guardó el gesto de esas manos viriles y sensibles. Se sentó un rato para fumar un cigarrillo y pensar en esas manos acariciando su vértice oculto por la seda, en medio del gentío que ignoraba los pensamientos de esta bella señora que fumaba. ¿Dónde diablos se podía haber metido Sofía? ¿No le habría pasado algo? ¿Era capaz la Chita Davidson de algo más que unas cuantas noches de revolcón junto a un lago —cosa que, al contrario de Luz y de Sofía, si bien no le gustaba, no le costaría mucho perdonarles ni a Mario ni a la Chita—, o sabría llegar más hondo que la piel de los hombres para instalarse en la historia del corazón, cosa que, al contrario, ella no sería capaz de tolerar? Compró unas cuantas fichas para jugar y no obsesionarse con estos pensamientos mientras esperaba a Sofía. El croupier de la mesa en que se instaló tenía dientes mojados y blancos de animal de presa, parecidos a los de Mario, que con seguridad en este momento los estaría hundiendo en el cuello de la Chita: mirando los dientes del croupier, los sustituyó por los de su marido y sintió un pequeño espasmo, doloroso, gozoso. El croupier se dio cuenta de la intención respecto a él de la señora de los largos brazos desnudos que con tanta desenvoltura esparcía fichas sobre la mesa, descubriendo, al hacerlo, bajo ese brazo elegante, la intimidad de una axila acogedora y tal vez intrépida. Pero el croupier ya no la miraba. Se había olvidado de ella, demasiado concentrado en su exigente oficio. Adriana se cambió a otra mesa pero no tardó en perderlo todo, lo que no importaba, y pensó que esto era una lata, nada que ver con su estilo, toda su vida y sus planteamientos eran distintos: decidió partir. Sofía ya no podía tardar porque pronto iban a cerrar el Casino. La esperaría dentro del Mercedes, donde, bajo un farol y encerrada con llave, podría dormir un poco.
No sabía cuánto rato después de arroparse en un chal y dormirse en el auto con la cara pegada al vidrio oyó un golpecito que la hizo despertar: en vez del rostro de Sofía vio una cara barbuda, inubicable por el momento, pero no extraña, que le hacía morisquetas, llamándola desde afuera:
—Tía..., tía Adriana...
Adriana bajó el vidrio.
—¿Anda de farra que está durmiendo aquí a esta hora? — preguntó el vikingo de barba encendida, divertido y cómplice y, sin embargo, acusador, pero no tanto, porque vestía una polera desteñida que no avalaba esta actitud.
—¿Qué hora es?
—Las tres.
—¿Cerraron el Casino?
—Hace rato.
—¿Y la Sofía, dónde...?
—¿Quién?
—No importa.
El malestar de todo el asunto rompió sobre Adriana como una ola de aburrimiento. ¿Qué, en realidad, estaba haciendo ella dormida en su auto bajo un farol frente al Casino desierto a las tres de la madrugada? Era el único auto que quedaba estacionado.
El rugido del mar cercano señoreaba en la noche. ¿Qué se había hecho Sofía? Quizá fuera cuestión de pedir ayuda policial..., pero mejor no. No sabía. Un cúmulo de urgencias se aglomeró en primer plano para que las explicara y las solucionara, usurpando el lugar de eminencia que ocupaba en su corazón su dolor por Mario, su rabia contra Mario. Que el hijo del hermano mayor de Mario, el hombre más pesado y dogmático del mundo —¿cómo se llamaba este chiquillo que ya no era tan chiquillo?; sólo recordaba que recién regresaba de París después de pasarse años tonteando allá; un bala perdida, lo que le proporcionaba una buena dosis de maligno placer porque contradecía todas las convicciones de su cuñado—, la encontrara a esta hora y en este estado era sólo un problema de menor cuantía que se agregaba al cúmulo de los demás. En cambio, lo que necesitaba era deshacerse de sus preocupaciones para enfrentarse tan difícilmente con la posibilidad de que su dolor fuera justificado.
—Me muero de frío con el vidrio abierto, entra... —le dijo al sobrino de Mario, abriéndole la puerta del coche porque de repente le dio miedo la soledad, y este chiquillo larguirucho por lo menos era de la familia.
Entrando, él mismo la cerró. ¿Cómo se llamaba este chiquillo tan alto, con su mochila y su barba colorada, que, según entendía, pintaba o algo así, pero que ahora se dedicaba a tocar un instrumento extraño... o eso era también historia antigua en la breve historia de este vagabundo? ¿Cómo no se iba a acordar? Pensó que se estaba poniendo vieja..., arterioesclerosis; no hablaban de otra cosa que de la arterioesclerosis después de la última Revista del Domingo de El Mercurio, publicación tiránica que les daba forma a las conversaciones de Cachagua. Abrió su carterita buscando cigarrillos: el paquete estaba vacío. Rabiosa hizo con él una pelota.
—¿Quiere de los míos? — le preguntó Sebastián; claro, al oírle la voz recordó que se llamaba Sebastián, como tantos chiquillos de esa generación.
Iba a aceptarlo, ese flaco cigarrillo, evidentemente maldito, no porque jamás los hubiera visto sino porque se los habían descrito otras madres, enloquecidas sin saber cómo enfrentarse con este problema de sus hijos adolescentes. Fulminada, Adriana retiró su mano.
—No.
Sebastián iba a encender su pito, cuando Adriana le dijo:
—No tengas el cinismo de fumar marihuana aquí dentro de mi auto y delante de mí.
—¿Por qué? — preguntó Sebastián con el pito en la boca y el fósforo quemándole los dedos al consumirse.
—Y no me ensucies el auto tirando fósforos al suelo. Recógelo. Ahí está el cenicero.
—¿Por qué está tan rabiosa, usted que siempre ha sido la única persona simpática de la familia?
¿Cómo no iba a estar rabiosa? Primero Luz, que se fue llorosa de arrepentimiento, arruinada, humillada, medio muerta de sentimiento de culpa. Y después, como a la una, la bruta de la Sofía había desaparecido a despachar al alemán que parecía cafiche del Trastévere.
Y ya eran las tres, y no aparecía por ninguna parte, y ella esperándola como una idiota, y ya era demasiado tarde para seguir esperando, pero no se le ocurría qué hacer fuera de esperar. Derramó toda la información de su furia impotente sobre Sebastián, que sonreía beatífico con su pito encendido.
—Apaga esa cochinada inmediatamente, Sebastián, o te acuso a tu papá mañana mismo en la playa de Zapallar.
—¿A quién?
—A tu papá.
—Pero, tía, si ya voy a cumplir los treinta. No tengo papá. Voy a su casa sólo a condición de que me deje fumar pitos en su living si quiero, y mi mamá llora a gritos si no voy por lo menos una vez al mes a su casa para comprobar si me han matado o no, según dice, cree que soy comunista porque no soy exactamente igual a ellos, y que me va a pescar la CNI, y los pintores somos todos degenerados..., sí, fíjese, tía, me doy el lujo de fumar pitos en el living de Zapallar, en el de Espoz, cuando tengo ganas de ir a darle un beso a la vieja..., tan tonta la pobre.
—La Mary es un amor. No te lo puedo creer. ¿Fumas pitos en el living de Espoz?
—Le juro, tía.
—¿Y tus hermanos menores qué dicen?
—Todos fuman, pero escondidos todavía. Mis hermanas también. Como yo soy el mayor les doy el ejemplo fumando delante de mi papá. Usted sabe lo pesado que es.
—Lo más pesado que hay, el pobre.
—Dice que usted es medio rara.
—¿Yo? ¿Rara? ¿Por qué?
—Bueno, dice que cada vez que tiene la desgracia de ir a su casa a comer, le da unos platos que usted dice que son hindúes, o chinos, o carne con cosas dulces, una cochinada, dice, porque usted es una loca.
Adriana se puso furiosa de veras: su cocina era su orgullo. Había tomado un curso de cocina oriental, shishkebab marroquí, pollo al limón, gallina a la circasiana, tondoori, humus, couscous, sopa de limón griega, en fin, las cosas más refinadas que todo el mundo le celebraba y que le costaban horas de trabajo preparar y la gente se peleaba por ir a comer en su casa y a Mario le encantaban esas cosas... y el huevón de Carlos Enrique, el padre de este vikingo risueño, de este larguirucho loco que se dedicaba a pintar mujeres piluchas paseando por la calle Ahumada del brazo de señores que llevaban portadocumentos negros, sin que ellos las miraran pese a que cada pelo del pubis estaba amorosamente detallado, sí, al huaso bruto de Carlos Enrique, que no entendía más que de porotos granados y de pastel de choclos, le cargaba su cocina y se reía de ella. ¡Había que ver, desgraciado de mierda! Y el hipócrita, al despedirse le decía: "Todo rico, Adrianita...". Sí, por eso, porque era un huaso bruto de tierra adentro la despachaba como "rara", que era la única defensa de la gente como él, y de ser acusada de "rara" a ser "comunista" hay sólo un paso. ¡Que se fuera a la mierda! Y tomando el pito de entre las manos de Sebastián aspiró una larga chupada.
—¡No lo suelte, tía! ¡Manténgalo adentro un rato, todo lo que pueda!
Al expulsar el humo, Adriana se atoró, lloriqueando:
—¡Qué asco! — dijo—. Además, no me has ayudado a solucionar nada.
—¿A solucionar qué?
—Lo de la Sofía.
—Tenga paciencia, pues, tía.
—Hace dos horas que estoy teniendo paciencia.
—Otra chupadita.
—¿No dicen que la gente se vuelve loca con estas cosas?
—También dicen que hace menos mal que el trago y el cigarrillo. ¿A quién va a creerle uno, ya? Pero uno vuela... vuela y nada importa..., yo hace como dos horas que estoy volando y no me importa ni un carajo que no se haya vendido ni uno solo de mis cuadros en mi última exposición...
—¿Nada importa nada? — preguntó Adriana después de exhalar el humo de otra profunda chupada.
—¿Siente algo?
—...como si fuera caminando por una playa...
—¿Ve?
—No. Nada de caminar por playas desiertas, son cosas de películas, me dan ganas de reírme de ti, me creíste lo de la playa...
—Ríase de mí, entonces...
Y Adriana lanzó una carcajada que la hizo doblarse hacia adelante, quedando con los brazos desnudos cruzados sobre el manubrio y la cabeza caída sobre ellos, riéndose a gritos.
—Cuatro —decía Adriana con las palabras entrecortadas por la risa—. Un, dos, tres, cuatro...
—¿Cuatro qué, tía?
—Dice que acabó cuatro veces, y debe ser cierto porque con la cara que llegó al toilette, mijito, unas ojeras...
—¿Quién acabó cuatro veces?
—No soy ninguna rota para decirte nombres, oye.
—Dígame, tía... —rogó Sebastián, acariciando la melena sedosa de Adriana, desparramada sobre el manubrio. Se dejó hacer un ratito y después pidió otra chupada del pito.
—Y vieras qué tipo. Lleno de oro. Por todas partes. Colleras de oro, reloj de oro, dientes de oro...
—¿Todos?
—Claro. Todos, y anillos de oro, las uñas de oro, el avión de oro, y hasta el pico creo que lo tenía de oro porque hizo acabar cuatro veces seguidas a la Luz, así es que de oro tenía que ser, y debe estar haciendo acabar cuatro veces a la Sofía..., y una la tonta, como dicen las empleadas. Pero a mí no me gustaba nada.
Con la cabeza apoyada en el manubrio sobre sus brazos cruzados, Adriana pasó fácilmente de la risa al llanto mientras, trataba de consolarla el vikingo volado —polera pegada a su cuerpo, no comprendía cómo no se resfriaba pero para algo era vikingo—, y después le fue hablando de Mario, y de la Chita Davidson, que tenía un abrigo de visón Emba Mutation y era amiga de todos los sheiks árabes, pero decían que no le gustaba tirar porque eso envejecía, así es que el pobre Mario se iba a llevar un chasco..., pero a ella no le importaba nada, no podía importarle nada ese amorío si no seguía más allá de unos cuantos revolcones. No es que no sufriera. Ahora mismo estaba completamente destrozada, le explicó al vikingo mientras él encendía otro pito. Sufría más que nada porque temía que se terminara su amor, el suyo, porque el amor necesita dos partes, sí, dos partes que amen, porque cuando deja de amar una de esas partes, seguía explicándole al vikingo que le acariciaba el cuello, el amor se termina porque no puede quedar sola la otra parte amando el aire...
—Amor... —susurró el vikingo, acariciándole, ahora, con su palma fuerte, la garganta caliente que latía.
Adriana levantó un poco la cabeza, mirándolo. Esos ojos azules de gato siamés de Sebastián fosforecían en la oscuridad del Mercedes, a muy pocos centímetros de los suyos. Ambos rostros se encendieron en la intimidad de otra chupada: la última, dijo él, porque era preferible controlarse.
—¿Controlarse para qué? — preguntó.
—Para el amor.
—¿Y para el placer?
El vikingo rió:
—Sí, amor. También para el placer.
Sebastián apoyó su barba colorada en el brazo desnudo de Adriana sobre el volante. Apagó lo que quedaba del pito en el cenicero del auto mientras ella lo besaba en la boca, suavemente, partiéndole la boca con la suya. Él le acariciaba el cuello y la nuca bajo el pelo, y sus yemas calientes y musculosas iban reconociendo y contando una por una sus vértebras bajo la seda. La boca del muchacho —conquistando la suya— respondía a ese beso, a ese cuerpo unido al suyo por el calor compartido al explorarse mutuamente. Desde la calle transversal en que se hallaba estacionado el Mercedes se descubría el Casino cerrado, vacío, silencioso, pero quién sabe por qué brutalmente iluminado, como también el reloj de flores frente al cual se hacían retratar los turistas durante el día. Podía pasar un carabinero.
¡Qué se le iba a hacer! Atrajo a Adriana sobre sí. Ella se quitó los calzones al sentirlo y sentirse lista. El le abrió las piernas, extrayéndole todo pensamiento con la voracidad de su beso mientras la penetraba, dulcemente consentidora, allí mismo, Adriana gimiendo ahogada con el placer de la barba colorada del vikingo, dura como virutilla, hiriendo sus pezones, y la eréctil pelambre colorada del pecho de Sebastián, hiriendo sus pechos.
Después Adriana se durmió profundamente.
Sebastián, que tenía mucho trote en estas cosas y un pito más o un pito menos no lo alteraba, condujo el coche por la carretera de la costa hasta Cachagua, hasta la casa de su tío Mario, que fue una maravilla cuando la construyeron quince años atrás, pero que ahora era sólo una de las casas más antiguas y conocidas del balneario. Abrió la puerta con una llave encontrada en la cartera de Adriana. Luego, acarreándola exámine y sin conocimiento en sus brazos, entró en el living oscurecido por las cortinas de los ventanales abiertos sobre el mar. Una puerta iluminada se abrió apenas. En ella apareció una niñita de cinco años ataviada con una larga camisa de dormir.
—¿Es mi mamá? — preguntó en susurros.
—Sí. ¿Cómo te llamas?
—Adriana.
—Eres tan linda como tu mamá. Cuando yo sea grande, me voy a casar contigo.
—No: cuando yo sea grande, yo me voy a casar contigo.
—Listo.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Sebastián. Soy tu primo. Hijo de tu tío Carlos Enrique.
—El tío Carlos tiene un olor raro.
—Se cree brutal porque fuma pipa.
—¿Está borracha la mamá?
—No. ¿La traen borracha a veces?
—Nunca.
—¿Dónde la dejamos? — preguntó Sebastián que se estaba cansando con el peso de Adriana en sus brazos.
—En su pieza. Mi papá avisó que no iba a venir esta semana. Pero calladito, para que los demás no se despierten y yo pueda contarles mañana que un señor muy alto y de barba colorada trajo a la mamá dormida.
Entre los dos acostaron a Adriana. Y al despedirse con cuchicheos en la puerta, la pequeña Adriana le preguntó a su primo:
—¿Y tú, dónde vas a dormir?
—En la playa.
—Como esos hombres de que una vez me habló mi mamá.
—¿Qué hombres?
—Unos hombres pobres. ¿Tú eres pobre?
—No particularmente.
—¡Qué pena!
—¿Por qué?
—Porque me gustaría conocer a una persona pobre.
—Duermo en la playa porque me gusta.
—A mí también me gustaría dormir en la playa, pero no me dejan.
—Cuando nos casemos vamos a dormir en la playa.
—¿Palabra?
—Palabra. Adiós, linda.
—¿No me das un beso? Nunca he besado a un hombre con barba colorada que duerma en la playa.
—Toma. Y otro.
—Adiós, Sebastián.
—Adiós.
A la mañana siguiente, Luz y Sofía se extrañaron de que Adriana no bajara a la playa a la hora acostumbrada. Luz, por fin, no había ido a buscar la receta de pollo al curry para el almuerzo, porque Claudio apareció no con el norteamericano representante de la Datsun que hubiera sido necesario agasajar, sino con unos primos muy lata, hermano y hermana solterones riquísimos que parecían cura y monja, y no merecían más que el salpicón y unas empanadas compradas.
En todo caso, Sofía había pasado a buscar a Luz para contarle todo: el alemán resultó brutal, le confió emprendiendo solas la caminata del sábado en la mañana por la playa, en vista de la tardanza de Adriana, porque los sábados en la tarde, generalmente, había programa de por lo menos tragos aquí o en Zapallar, y por lo tanto eran tan poco propicios para las confidencias como para el ejercicio. Por la arena se alejaron de la concentración de gente conocida de los sábados por la mañana en la playa, llena de maridos y de hijos recién llegados, para poder hablar tranquilas, caminando mientras Sofía iba tejiendo una mañanita para su mamá que cumplía setenta años la semana próxima: no iba a tener paciencia para convidarla a pasar unos días en Cachagua, como ella le había insinuado que esperaba.
Dejaron atrás las dunas y los últimos pescadores y la carpa de un hombre que todo ese verano había dormido en la playa, carpa de sacos y trozos de plástico azul. ¡Brutal! ¡Y cómo bailaba! No en forma vistosa —como esos rotos a los que les hacen rueda y bailan pésimo, pero se creen porque se mueven mucho y hacen pasos raros—, sino tranquilo, seguro, como en las nubes, todo su cuerpo pegado al de una, dominándolo con el mismo ritmo adherido a todas las modulaciones de la música. Y después la llevó a la sala donde se juega fuerte pasándole fichas de cinco y diez mil pesos como si le estuviera pasando maní. Ella debe haber ganado, calculó, sin exponer ni un solo centavo suyo, unos cuatro mil dólares, que se embucharía para darse un gusto secreto —no sabía qué todavía pero, en todo caso, algo que Patricio no notara para no tener que darle explicaciones—. Tal vez poner una boutique en la calle Suecia, por ejemplo, juntando esas ganancias con unos ahorritos que tenía guardados.
—¡Yo me asocio contigo! ¡Qué entretenido tener una boutique, las tres!
—¿Las tres?
—Claro, con la Adriana.
—Claro. ¿Y de qué?
—¿De qué, qué?
—La boutique.
—No sé..., ropa, supongo, ya veremos...
—Regio... ¿y tú le contaste a Claudio?
—No. Tengo que hablar con mi confesor primero. No me atrevo, así en pelo, y con estos parientes espantosos a almorzar. Hoy va a ser imposible.
Acordaron, alejándose de la puntilla de Cachagua, que casi no había explicaciones que dar, porque no hicieron nada malo y la plata que perdió Luz podía sacarla de platas suyas, unas rentas que le dejó su papá en las que Claudio nunca se metía. Por suerte —pero no estaban seguras qué tan por suerte— no pasó nada. Un larguirucho de barba colorada, sin camisa y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón enrollado encima de las rodillas para que el mar no se lo mojara, sonriente las miró pasar, pero ellas no levantaron la vista. Sofía le iba contando a Luz que ella y Carl estuvieron bastante rato en la sala de juego fuerte tomando mucho trago, y después se fueron a bailar al cabaret otra vez, y allí comenzó el tira y afloja, él convidándola a "tomarnos un trago en mi suite del Hotel Miramar, que da sobre las olas que rompen en las rocas".
—Típico de esta gente nueva tener no una pieza, ni un departamento, sino una suite sobre las olas en el Hotel Miramar, mientras que una, la huasa, no conoce ni lo que es una suite. Fue un tira y afloja de lo más calentador, porque hay que reconocer que Carl sabe hacer las cosas y me encontró parecida a la Paloma Picasso.
Habían salido Sofía y Carl con todo el mundo a la hora del desbande que produce el cierre del Casino, la hora de los suicidios, había dicho él, hora trágica y pálida, cuando se puede comprar una pulsera de brillantes por casi nada y a una mujer hermosa por menos que nada, la hora de la desesperación y las desapariciones, de las decisiones tomadas, de los divorcios, del terror y la sordidez de las cuentas sacadas y la ruina: en esa multitud no encontraron a Adriana. En vista de lo cual le había rogado a Carl que la acompañara al Mercedes, donde seguro que Adriana la esperaba con Luz. Pero vio sólo a Adriana, durmiendo con la cara apoyada dulcemente en el cristal.
—¿Y no preguntó por qué yo no estaba?
—Creo que no, fíjate.
—Harto roto.
"¿La despertamos?", había preguntado, malicioso, el alemán.
—¿Y tú qué dijiste?
—Te tengo que confesar que al principio titubeé.
—¡Qué bruta!
—Pero después le dije que no, la pobre parecía estar descansando tan bien...
—Tú y la Virgen María, claro.
—Yo y la Virgen María; pero es alemán y me creyó.
—¿Y qué pasó entonces?
—"¿Vamos?", me dijo, como si fuera la única alternativa.
—Va a ser hora de almorzar. ¿Volvámonos a Cachagua? — propuso Luz, cansada con la caminata.
—Ya. Yo le pregunté adonde.
"Al Miramar."
—¿Y tú qué le dijiste?
"Bueno, pero nos tomamos un trago en el bar de abajo, no más." "Como quieras", respondió Carl.
Besándose en el taxi, Sofía se dio cuenta de que por muy lechero y muy alemán que fuera, y por mucho que la Adriana la estuviera esperando en el auto, el trago no iba a ser en el bar de abajo, sino en la suite.
—Me moría de ganas de ver cómo son las suites, para después deslumbrarlas a ti y a la Adriana contándoles cómo las amobló Luis Fernando Moro, que tiene tan regio gusto.
Mientras él iba a la recepción a buscar su llave y su correspondencia, y a pedir que le mandaran una botella de champán helado y canapés de salmón ahumado escocés a su suite, Sofía, muerta de miedo de que el concierge la viera, se dirigió al bar para esperarlo.
"¡Sofía!"
"¡Margarita! ¿Qué hacen tú y Andrés aquí a esta hora?".
"¿Y tú, linda? ¡Estás regia!"
—¿La Margarita Silva y Andrés Aguirre?
—Sí.
—¡Qué espanto! ¿Y qué les dijiste?
"Estuvimos en el Casino con la Luz y la Adriana, jugando."
"¿Y ganaron?"
Carl, sonriente como si estuviera totalmente por encima de todos los inconvenientes que se presentaran en la forma de personas conocidas que estropearan los impulsos de su vida privada, se acercó a ellos, saludó encantador, diciéndole a la Margarita Silva que admiraba mucho sus actuaciones como presentadora de televisión, y pidió otra vuelta de tragos. Sofía se puso de pie declarando que mejor no, gracias, era tan terriblemente tarde, al fin y al cabo sólo había venido al Hotel Miramar porque se perdió de Adriana y de Luz y quería que Carl hiciera llamar un taxi de toda confianza del hotel para que la llevara de vuelta a Cachagua.
"No seas pesada, pues, Sofía", le había dicho Andrés.
Y Margarita agregó:
"Tomémonos otro trago y después nos vamos a Cachagua los tres. Nosotros te llevamos. Ya nos íbamos."
—¿Y no cacharon nada los huevones de Andrés y la Margarita?
"Regio", aceptó Sofía.
—¿Tú, qué sentiste? — le preguntó Luz.
La verdad, le comentó Sofía a la Luz regresando por la playa de Cachagua mientras tejía la mañanita para su mamá —no pensaba convidarla a pasar una semana en su casa porque le iba a arruinar el veraneo—, es que Carl se había portado fantástico.
Los invitó a subir a su suite, que en realidad era una maravilla, y recorriendo su terraza estupenda, oyendo música, yendo de un salón a otro, Carl, mientras Andrés y Margarita curioseaban en la terraza, por ejemplo, y ellos dos quedándose adentro para servir, él la agarraba detrás de una puerta, la besaba, la acariciaba rogándole que se quedara.
—¿Y cómo te zafaste?
—Cuando Carl comprendió que no había nada que hacer porque la Margarita es prima mía, y tienen casa al lado de la mía en Cachagua, se las arregló muy discretamente para apurar la despedida sin que la Margarita ni Andrés se dieran cuenta.
—¿Y cómo se despidió de ti?
—Nada. Abajo, en la puerta del auto, delante de la Margarita...
—¿Ni un apretoncito de manos?
—Nada.
—¿No te mueres de pena?
—De rabia. Pero qué le vamos a hacer.
—¿No quedaron de verse ni nada?
—Nada.
El barbudo sonriente las vio pasar. Ellas no se fijaron en él esta vez porque la Sofía le iba contando a la Luz la última parte tan deslucida de su propia telenovela: cómo Margarita se durmió en el asiento de adelante junto a Andrés, que puso un cassette tan atronador que no sólo toda conversación quedaba fuera de las posibilidades, sino que cubría con sus decibeles insoportables el amago de sollozo de Sofía en el asiento de atrás.
Como no encontraron a la Adriana esperándolas en el sitio donde siempre se sentaban en la playa, decidieron, ya que eran las dos y media, y hora de más para almorzar, pasar a verla en su casa. Las empleadas les dijeron que dormía. Volvieron a las cuatro y seguía durmiendo, y a las seis: era demasiado; decidieron, en vez de salir a hacer su caminata esa tarde, quedarse tejiendo en el living por si Adriana las necesitaba, conjeturando sobre qué le podía haber pasado en Viña, muertas de curiosidad mientras escuchaban las canciones del Festival, sin apartarse de ella para escuchar su confesión en cuanto despertara. Tarde, fueron llegando los niños, la menor con su nana, los otros por su cuenta.
—¿Qué le pasa a tu mamá? — le preguntaron a la mayor de las niñas.
Desde la remota altura de su adolescencia se alzó de hombros, encaminándose a encerrarse en su pieza seguida por Luz.
—Pero, Carmen, ¿cómo no te va a interesar lo que le pasa a tu mamá, que puede estar enferma?
—Estará curada.
—Eso no se dice de tu madre. Te voy a acusar a tu papá.
—¡Ay, qué lata, tía!
Y se encerró en su pieza mientras los otros niños se sacaban la arena de los zapatos. Fueron a remecer otra vez a Adriana, que apenas reaccionaba.
—Algo raro le pasó a ésta anoche —dijo Sofía, un poquito envidiosa de lo que no le alcanzó a pasar a ella.
—¿No le sientes un olor como raro?
—Debe ser el Jolie Madame. Yo siempre lo he encontrado podrido.
—Yo también.
—Mejor dejémosla dormir y mañana la pasamos a ver para que nos largue la pepa, pues oye, no hay derecho. Adiós, mi linda, qué amor está esta chiquilla, va a ser la mejor de las de Adriana —dijo la Luz, acariciándole la barbilla a Adrianita, que las acompañó hasta la puerta—. Y cuida a tu mamá, que parece que no se siente bien.
—Sí, se siente muy bien.
—¿Cómo sabes?
—Porque anoche, muy tarde en la noche, la trajo en brazos, dormida, un hombre muy largo y muy flaco con la barba colorada y con pelos colorados en el pecho.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Y cómo sabes que tenía pelos colorados en el pecho?
—Porque andaba sin camisa. Yo me voy a casar con él cuando sea grande y nos vamos a ir a vivir en la playa de Cachagua.
—¿Y qué más te dijo?
—Que iba a dormir en la playa esta noche.
—¿Te acuerdas de que lo vimos esta mañana, Luz?
—Creo que sí.
—No haber sabido...
—Ya es muy tarde para ir...
—¿Ir a qué?
—No sé..., a decirle...
—Pero no podemos porque está oscuro.
—¿Y qué más te dijo ese hombre?
—Nada más.
—¿Estás segura?
—Sí. Segura.
—Buenas noches, linda.
—Buenas noches, tía.
—Buenas noches, Adrianita.
—Buenas noches, tía Luz.
El domingo por la mañana es día de turistas en Cachagua. El tono del balneario cambia, repleto de autos, ruido y gente fea de La Ligua y Quintero que come en la playa y la ensucia, un ambiente tan antipático que no vale la pena bajar. Pero al atardecer, en cuanto los excursionistas se van, la playa retoma su holgado ritmo normal, devuelta ahora a los discretos cachagüinos. Ese domingo, Luz y Sofía fueron a la casa de Adriana cerca de las doce. Los niños les dijeron que todavía dormían —¿dormían ?— y que iban a ir a Zapallar a un almuerzo y no regresarían —¿iban?, ¿regresarían?, ¿quiénes?— hasta la tarde. Luz y Sofía, intentando que Adrianita no captara el nuevo enfoque de su interrogatorio, estrujaron a la niña para que les diera más información, ahora no tanto sobre el enigmático hombre de la barba colorada como sobre la llegada, de anoche, más enigmática aun, de Mario, porque de Mario, les aseguró la niña, se trataba. ¡Y el recado que les dio la Adrianita, que su mamá se juntaría en la tarde con ellas en la playa a las seis, las dejaba todo el día con la bala pasada!
—¿Dónde fueron a almorzar?
—Donde el tío Carlos Enrique.
—¿Fueron solos?
—No, con la tía Chita. Ella también alojó aquí anoche.
—¡No te lo puedo creer!
—...y con Sebastián, que durmió en la playa...
—¿Quién es Sebastián?
—El hombre de la barba colorada.
—¿Estás inventando?
—¿Quién es?
—Mi primo, hijo de mi tío Carlos Enrique.
—Mentira.
—La pura verdad.
El hombre de la barba colorada ya no estaría en la playa esperándolas. Se había esfumado este mendrugo de poesía ante la aclaración de tan prosaico parentesco. Al oír mencionar al hombre de la barba colorada ambas habían concebido instantáneamente la idea de que era necesario ir a buscarlo a la playa para rogarle que no destruyera la vida de Adriana, y así participar siquiera un poquito en el misterio: ya no era misterio, nada en Cachagua era misterioso, ni entretenido, todo tan familiar..., todo tan predecible. Tuvieron, entonces, que bajar a la playa con esta interrogante, si bien no resuelta en forma completa, despojada de prestigio por la identificación de Sebastián como perteneciente al círculo familiar, lo que impedía que se estableciera entre él y Adriana ninguna relación de interés. Así, el foco de sus conjeturas cambió a algo más indescifrable: ¿por qué no se fueron juntos al sur, Mario y la Chita Davidson, cumpliendo el proyecto de sus fantasías enconadas por el veraneo? ¿Y cómo era posible que Mario y la Adriana llevaran a almorzar a la Chita, que era una fresca, a la casa de Carlos Enrique y la Mary, conservadores ultramontanos, tanto que consideraban que la Luz, democratacristiana, resultaba difícil de recibir por comunista?
—La plata —declaró Luz—. Dicen que la Chita está millonaria. No hay momio de mierda que no se haga el leso ante el poderoso caballero don Dinero.
—Bueno, pues, Luz, no me vengas a latear con sermones políticos cuando vamos a tener que pasar el día entero esperando que la huevona de la Adriana baje a la playa en la tarde. Te apuesto que lo hizo de adrede para fregarnos.
—Ay, no digas eso de la Adriana que es un amor.
—Un amor, te lo reconozco, pero jodida. Igual que nosotras. Te apuesto que tú y yo hubiéramos hecho lo mismo, de pasarnos lo que le pasó a ella...
—¿Qué le pasó?
—No sé..., esto de la Chita y de Mario. ¿No lo encuentras raro?
—Hay muchas cosas de la Adriana que encuentro raras.
Esperaron a Adriana —y a la Chita, y a Mario, naturalmente— a la hora convenida, cuando la arena casi despoblada antes de la primera penumbra parece más limpia, y el mar se torna de un color distinto, más discreto que el que ofrece a los estridentes excursionistas dominicales. Escudriñaban cada coche que bajaba por la polvareda para estacionarse junto a la playa. Tejer era casi imposible con lo nerviosa que se iba poniendo Sofía a medida que el sol bajaba y Adriana no llegaba, y Luz a cada rato le corregía los puntos.
Estos pequeños rencores la distrajeron del momento en que el BMW de Mario se estacionó abajo, escondido por el kiosko de las bebidas: el caso es que de repente los vieron a los tres, a Mario, a la Adriana y a la Chita Davidson. Fueron las dos mujeres, no el hombre, las que acapararon la atención de las que esperaban: la morena con el pelo recogido en una cola de caballo vivaracha en el viento del atardecer, estilizada por la línea fina de sus pantalones verde oscuro y su blusa verde cata que realzaba la negrura de sus ojos y su pelo; y la Chita... ¡qué salvaje la Chita Davidson, oye...!, rubia casi platinada o gris platino opaco a esta hora y con esta luz —la mejor para las mujeres no tan jóvenes—, la melena larga y un poco desordenada, como ninguna mujer de la edad de ellas y de su mundo jamás se atrevería a lucir, descaradamente artificial, maravillosamente refinada. ¿De dónde sacaba esas tinturas? En Chile no existían: mentiras de los ejecutivos que en Chile ahora había de todo..., sí, la Chita Davidson legendaria, con unos shorts blancos muy sencillos —¡pero qué shorts!—, y una camisa blanca de hombre —¡pero qué camisa!—, y sus piernas bronceadas de muchacha pese a que estaba dos clases más arriba que Luz y Sofía en La Maisonette: dos garzas estupendas y narcisistas, todo en ellas dosificado, nada natural, puro artificio para despertar la admiración y el deseo que ambas, era claro, necesitaban para vivir. Al verlas, Luz y Sofía se arreglaron rápidamente porque se sintieron unos adefesios —cómo una baja así a la playa en Cachagua, donde la única gracia es que la vida es tan sencilla—, humilladas por estas dos garzas espléndidas, una verde, una blanca, que se iban acercando con sus enigmas. Cuando estuvieron a unos metros, Luz y Sofía —se calaron anteojos negros porque no tenían maquillados los ojos y con seguridad lo primero que les iba a notar la Chita, que quién sabe cuántas veces se había estirado, y así hasta quién, eran las primeras arrugas— se pusieron de pie y corrieron hacia Chita exclamando:
—¡Chita!
—Sofía... Luz...
—¡Estás regia!
—Y tú, Luz, ese color de pelo... ¿Qué régimen haces para estar así, Sofía? Pareces una chiquilla.
—¡Qué entretenido que hayas venido, Chita! La Olivia nos dijo que te habían visto en Santiago pero no le creímos.
—¿Cuánto hace que no venías a Chile?
—Cuatro años, cuando se iba a casar mi hija. Yo la convencí de que no se casara y me la llevé a Europa.
—¿Y cómo está la Francisca?
—Regio. Se quedó a cargo de todas mis cosas allá. Tiene una niñita que es de comérsela...
—¿Y tu yerno?
—No tengo la menor idea.
—Ah...
—Eres abuela.
—¿Ustedes no? Sí, soy la abuela más chocha del mundo.
—Siéntate. Cuenta. Dicen que te está yendo brutal allá.
—¡Qué perfume más maravilloso, Chita! ¿Qué es?
—Jolie Madame. Hace años que uso el mismo. Un poco pasado de moda pero, en fin, eso es lo chic que tiene.
La Chita Davidson no se sentó con Luz y Sofía:
—Esperen un ratito, chiquillas, me muero de ganas de mojarme las patas en este océano tan distinto a ese Mediterráneo manso como sopa añeja. ¿Vamos, Adriana?
Con gestos angulosos, apoyándose una en la otra, las dos garzas se descalzaron, caminando graciosas en su última plenitud —o así temían; después se fabricarían otras plenitudes— de mujeres que conocen el placer, hacia el mar, donde el crepúsculo, en el horizonte mismo, había dejado un resplandor liso, dorado y verdoso. Cada una apretaba contra su cuerpo su lacia cartera—sobre bajo el ángulo del codo: se detuvieron junto al espejo que la ola vino a ofrecer a sus pies desnudos para que se admiraran antes de que la arena absorbiera el agua y quedara opaca y gris otra vez: sólo entonces, para no quebrar sus imágenes en el agua, las dos garzas avanzaron hacia el mar, esperando que muriera a sus pies la próxima ola.
—Te vas a resfriar —le gritó Mario a Adriana desde lejos.
Ella, sonriendo pero sin volverse porque reconoció su barítono, le hizo un cariñoso gesto con la mano para que no fregara.
Buscó un pañuelo dentro de su cartera y vio el frasquito de Jolie Madame que —curiosamente, porque Mario cuidaba estos detalles, y a ella le gustaba que los cuidara— le había traído también de regalo este fin de semana, repitiendo el regalo de la semana pasada. Lo encontró abierto al destapar la caja: el frasquito estaba menos que medio.
—Bah, mira qué cosa tan rara. Mario me trajo un Jolie Madame usado. Además es lo mismo que me trajo de regalo la semana pasada.
Manteniendo los pies desnudos en las olas agónicas que venían a lamérselos, con gestos breves y expertos y manteniendo sus carteras apretadas con la punta del codo, sacudieron sus cabelleras y combaron sus gargantas para perfumarse detrás de las orejas y quebraron sus muñecas para ungirse el revés: el artificio de almizcle, opopánax, mirra, alhucema, ambarina, ylang—ylang, venció al aroma salino y natural del océano, encerrando fugazmente a las dos amigas en el ensalmo de la ficción. El frasquito de cristal quedó vacío. Chita lo lanzó lejos, al agua, donde se hundió.
—Mario se debe haber equivocado —le dijo a Adriana—. Debe haber tomado mi frasco a medio usar en vez del paquetito con el tuyo nuevo de mi tocador, al venirnos.
—Da lo mismo. ¿Cuántos días se van a quedar en Pucón?
—Cuatro. ¿Por qué no te animas y vienes con nosotros?
—No. Ahora prefiero que te lleves a Mario.
El agua les llegaba apenas hasta la bóveda del empeine. La sentían retirarse de abajo, acariciando sus tobillos, escurriéndose entre los intersticios de las frágiles estructuras de los dedos de sus pies, que al avanzar un poco más, cuando el agua se retiró, hollaron la arena reblandecida.
—¿Sebastián?
—¿Cómo adivinaste?
—Soy una bruja. Además, no te trató como a una tía. Pero es discreto y educado..., una monada de chiquillo.
—¿Se dio cuenta Mario?
—Por Dios, espero que no. Te adora y se moriría. Nadie en esa casa se dio cuenta. Todos estaban demasiado nerviosos con otras cosas de Sebastián, con lo andrajoso de sus jeans que podían impresionarme negativamente a mí que soy lo que ellos llamarían "muy europea" y "refinada", como si las dos cosas necesariamente fueran juntas..., cómico. En todo caso, en Pucón voy a borrarle cualquier sospecha.
—No comprendo por qué a Mario se le ocurrió venir a Cachagua.
—Fui yo la que quiso, mi linda. Le dije que era una rotería que no viniera a despedirse de ti. Pero sobre todo porque yo me moría de ganas de verte, porque había oído decir que estabas tan regia. Siempre me has encantado. Se me ocurrió que comprenderías.
—Hace dos días no te hubiera comprendido: te hubiera matado.
—¿Y si dura más de...?
—Diez..., quince días...
—¿Entonces tampoco?
—Tampoco.
—Vuelvo a España dentro de dieciocho días.
—Dieciocho, entonces: estoy muy enamorada de Mario.
—Regio. ¡Pásalo bien con tu colorín! Pero cuidado: él no se va.
—¡Qué helada está el agua! ¿Volvamos?
—Me encantaría conocer más a tu Sebastián.
—¿Por qué no te vienes a pasar unos días conmigo, aquí, a tu vuelta de Pucón, en la semana, cuando no están ellos?
—Regia idea. Vamos a tener mucho de que hablar.
—¿A qué hora se van hoy, tú y Mario?
—Al tiro. Trajimos las maletas.
La despedida de Mario y Adriana fue muy cariñosa junto al auto. Luz y Sofía charlaban con la Chita Davidson, que era, sin duda, un figurín... y claro, la Olivia tenía razón: este año era todo cuestión de cómo estaban montadas las mangas. Después de que el auto partió sus amigas llamaron a Adriana para que se fuera a sentar con ellas en la playa. Adriana acudió, pero llevando de la mano a la Adrianita. Se sentó abrazada a la niña, para que la defendiera.
—¿Por qué no te vas a jugar a la orilla del agua, mi linda? — le dijo Sofía.
—Me quiero quedar con mi mamá.
—Ay, linda —dijo Sofía—. Vayase a jugar. ¿Para qué quiere quedarse aquí?
—Tiene rico olor mi mamá —respondió Adrianita, que abrazada de su madre le hundió la nariz en el cuello, detrás de la oreja, bajo el pelo que ella desató para entregárselo al viento.
—Esta niña es un amor, Adriana. Pero la tienes demasiado fundida.
—Puede ser. Pero a las dos nos gusta así. ¿No es cierto, Adrianita? Además, yo educo a mis hijos como se me antoja.
—Así te va, también. Mira a la Carmen: hasta tú misma reconoces que es un plomo.
—¿Y qué más plomo que tu Pato, que te hizo añicos el auto la semana pasada?
—Ya chiquillas, no peleen por leseras —trató de conciliar Luz— en vez de oír lo que la Adriana tiene que contarnos.
—¿Qué tengo que contarles?
—Lo de esa noche.
—Y la llegada de Mario con la Chita..., como de película de Hitchcock, oye...
—Ah, nada de misterio. Me encontré con el mayor de los chiquillos de Carlos Enrique en el Casino y le rogué que me trajera en el auto porque estaba demasiado cansada y con demasiado sueño para manejar hasta acá. Y la Chita tenía ganas de ver cómo había cambiado Zapallar en todos estos años, antes de ir a Pucón, y comparar.
—No mientas, Adriana.
—¿Por qué se te ocurre que estoy mintiendo?
—¿Vamos, mamá?
—Espera un poco.
—Vamos, pues...
—Es muy tarde para pasear por la playa, Adrianita. Con este viento la niña se te va a resfriar y en media hora más ya no va a quedar nada de luz.
—Vamos, mamá, vamos.
Adriana se puso de pie con su hija de la mano.
—Ah... quería decirles una cosa.
—¿Qué?
—Que la Carmen no es un plomo.
—¿Qué es entonces?
—Son... son cosas de la edad.
Sofía levantó la mirada desde su tejido para sostener la mirada de Adriana, tironeada por Adrianita:
—¿Como tú? — le preguntó.
—¿Yo qué?
—¿Que... son cosas de la edad?
Adriana, alejándose, les dijo:
—Acuérdense de que las tres tenemos la misma, y estábamos en la misma clase en La Maisonette.
—La otra noche tuve un sueño.
—¿Antes de que llegaran el papá y la tía Chita?
—La noche antes, creo... o antes... no me acuerdo.
—¿La noche que la trajo el hombre de la barba colorada?
—No... porque él no aparece en mi sueño, y si hubiera sido entonces, hubiera aparecido.
—Cuéntemelo.
—Pero es de miedo y no vas a hacer tuto esta noche, mi linda.
—Me gusta tener miedo.
—Bueno, pero si te tomas toda tu sopa a la hora de comida.
—¿Es Maggi?
—No sé. Supongo.
—No me gusta la señora que le da sopa Maggi en la tele a su hijita. Es antipática.
—Te la doy yo, como si fueras una guagüita. ¿Quieres?
—Bueno, pero cuénteme su sueño que da miedo.
—Casi no me acuerdo...
—No importa.
—Esta misma playa...
—Antes de la puesta del sol...
—A esta misma hora, entonces.
—Claro..., falta un buen rato para que se ponga el sol..., poca gente en la playa..., un pescador de vez en cuando..., sin pescar nada..., la lienza tirante en el mar blanco..., áspero..., bajo..., mucha espuma...
—Ahí está el pescador, mírelo.
—Yo iba caminando. Miraba las gaviotas y los cormoranes parados en los espejos movedizos de arena mojada que deja la ola al retirarse, y después la arena se seca y las olas vuelven a dejar espejos distintos al retirarse otra vez..., reflejan el cielo... y los pájaros... y las nubes...
—Si hay..., ahora no hay...
—No, no hay..., y una misma, caminando sobre esos espejos.
—¿Qué son cormoranes?
—Esos pájaros, ves, ésos un poco más grandes que las gaviotas, que andan con ellas.
—¿Cuáles? ¿Los flaquitos de pico largo?
—No..., ésos no sé cómo se llaman. Ésos otros, ves, los de pico más corto con la punta torcida para abajo.
—Se parecen al papá.
—¡Qué cómica eres! Sí, como el papá. Pero el papá es muy buenmozo y los cormoranes no.
—Usted no me está contando su sueño como una mamá normal.
—¿Te importa?
—No. Me gusta.
—Tal vez no sea una mamá normal..., tal vez sea "rara"... como dice la Mary..., y estoy hablándote con el idioma de los sueños... que es un idioma "raro"..., déjame seguir..., iba caminando a esta misma hora por esta misma playa, igualmente desierta que ahora..., miré hacia atrás y hasta el último pescador había desaparecido en esa bruma que hay, mira, pura espuma pulverizada en el aire porque el mar está furioso...
—¡Qué ruido hace, mamá! ¡Tengo miedo! No hay nadie en toda la playa...
—¿No dijiste que querías tener miedo? Pero en mi sueño el sol no se estaba hundiendo en el mar ni disminuyendo la luz, sino levantándose, y había cada vez más y más luz blanca, blanca como la espuma, y más neblina blanca... y la puntilla de Cachagua con sus casas horrorosamente lejos a punto de desvanecerse, como la punta de Maitencillo al otro lado..., me dio terror... ¿No te da terror, todo blanco, brumoso, borrado todo por la bruma blanca...?
—Ya no veo Cachagua.
—No mires para atrás: es lo que da más miedo.
—Ni Maitencillo.
—¿Quieres seguir o volver?
—Seguir. Pero apriéteme la mano.
—Está subiendo la marea. La playa se está angostando. El sol está alto y todo está blanco de luz.
—¡Ahí está, mamá! ¡Mire!
—¿Quién?
—La carpa. El hombre de la barba colorada.
—¿Esa carpa? ¿Esa carpa improvisada con sacos y pedazos de plástico azul? No, la del hombre de la barba colorada era verde, importada, como su mochila.
—¿Y esta carpa, entonces?
—Ha estado ahí todo el verano. Siempre la vemos cuando salimos a andar con la Sofía y la Luz. Nunca hay nadie..., pero mira..., ahora hay dos hombres..., dos hombres pobres dándole la espalda al mar... como si ni el mar ni nosotros les importáramos...
—Es que están comiendo, pues, mamá..., mire el fueguito..., es un fueguito de gente pobre.
—Es verdad..., me da miedo que le den la espalda al mar y que no nos miren, como si estuvieran ocultando la cara para que...
—¿Porque van a hacer algo malo?
—Justo. Apúrate. Pasémoslos. Dejémoslos atrás que me dan terror. ¿No estás cansada?
—Sí. Pero no importa, mamá, sigamos.
—Sí..., pero déjame seguir contándote...
—¿Su sueño?
—Mi sueño. Tú quisiste.
—¿Éste es un sueño?
—¡Tengo que contar mi sueño, ¿entiendes?, tengo que contarlo, tengo que contarlo, tengo que contarlo!
—No llore, mamá linda..., me da pena...
—A mí también me da pena y tengo que contar este sueño en que estamos las dos metidas..., hace horas que vamos caminando por la playa y si miráramos para atrás..., no mires..., no veríamos Cachagua..., creo que ya no veríamos ni la carpa con los dos hombres que escondieron su cara... y no vemos, adelante, la punta de Maitencillo..., no mires para atrás...
—¿Por qué?
—Vienen los dos hombres de la carpa caminando justo detrás de nosotros...
—¡Corramos para que no nos alcancen!
—Están demasiado cerca. ¿Hacia dónde vamos a arrancar?
—Dejémoslos pasar.
—¿Ves cómo pasan? Muy ligero..., míralos, van conversando pero no los oímos porque éste es un sueño sin sonidos... y mira, justo al pasar frente a nosotras, entre nosotras y el agua, uno le está señalando al otro algo lejos en el mar y otra vez no les podemos ver las caras. Las están ocultando... o como si estuvieran negando que tú y yo existimos..., mira qué rápido adelantan..., cómo se pierden en la colcha de bruma blanca que cubre el mar estruendoso..., pura espuma...
—¿No dijo que éste era un sueño sin ruido?
—Sí, pero cuando el ruido del mar es continuo es como si no fuera ruido... ¿Oyes?... y cuando hay bruma desaparecen todos los puntos de referencia y parece que una no caminara..., mira, hasta las gaviotas reflejadas en el mercurio de la arena mojada desaparecen, cambian de lugar espantadas cuando nos acercamos, y entonces avanzar ya no tiene el mismo significado...
—¡Pero mire..., mire, mamá!
—...sí, el mar plano y bravo y hundido en la bruma blanca caída sobre el mar, la silueta de otro hombre..., ahora sí que sabemos que vamos avanzando porque nos vamos acercando a él..., no debemos tenerles miedo a esos hombres que pasaron, ni a éste...
—¿Porque éste sí que es el hombre de la barba colorada?
—...te digo que este sueño es de antes..., no, no debemos tenerle miedo a la gente de por aquí porque es buena..., pero apúrate, acerquémonos a este hombre que es el único punto de referencia y tenemos que llegar hasta él para sobrevivir..., avancemos hacia esa silueta vertical, espantando las gaviotas que al volar en bandadas, el sol, mira, les blanquea el pecho... y los pollitos de mar como trinos inscritos en la pauta de las olas sucesivas que vienen a romper donde están aprendiendo a volar y corriendo por la arena bruñida..., todo ha desaparecido, menos el hombre que me espera..., está metido en el mar con el agua debajo de la rodilla, los pantalones enrolladosjusto encima, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, mirando el mar...
—No quiere que le veamos la cara, por eso mira el mar.
—...avanza y retrocede para evitar que el oleaje le moje los pantalones...
—¡Llamémoslo!
—¿Cómo?
—No sé.
—¿Y para qué?
—Para verle la cara.
—No quiero verle la cara..., vamos..., sigue, apúrate..., fue tuya la idea de venir, así es que no vengas a quejarte de que estás cansada ahora, yo también estoy cansada de no ver ninguna cara, cansada de que todos los puntos de referencia sean falsos y cambiantes..., las gaviotas y los cormoranes cambiando de lugar en los espejos variables cuando nuestra presencia los espanta, y aterrizan en otra parte y una ya no sabe dónde está, ni siquiera si avanza..., sigamos aunque la marea suba..., dejemos que ese hombre que no nos mostró su cara siga para toda su vida entera dándonos la espalda hundido en la bruma. ¡No tiene cara, por eso es que ni él ni los otros la muestran y miran siempre para otro lado! ¡Sí, que viva su vida entera con el mar a media pierna, las manos en los bolsillos, mirando el mar, sin cara! Porque es él el que no tiene cara, mientras que yo veo la tuya y tú ves la mía y no tenemos miedo... y sabemos que hemos dejado atrás a ese hombre metido en la bruma arrastrada sobre el mar...
—Pero no para siempre...
—¿Por qué no?
—¿No oye?
—¿No te dije que este sueño no tiene ruidos?
—Sí, pero oiga..., oiga, mamá, éste no es sueño, usted y yo estamos hablando y nos oímos..., oiga, viene corriendo justo detrás de nosotros. ¿No lo oye acezando, al hombre que se iba a quedar ahí para siempre mirando el horizonte?
—Sí..., ahora nos va pasando...
—Y mira el mar, porque no quiere que le veamos la cara.
—Porque no tiene cara.
—Y corre por el agua y salpica.
—Va a juntarse con los otros hombres sin cara que nos pasaron hace rato..., volvamos...
—¿Por qué? No quiero volver.
—¿Por qué?
—Porque quiero verles las caras.
—Mira...
—¿Qué?
—Ahí, junto a los cerros..., vienen...
—Quiero verlos...
—Volvamos...
—No..., ya se acercan..., vamos a verlos, mamá...
—No, Adrianita, no seas porfiada, es tarde, la marea está subiendo mucho y se va a juntar con los cerros..., no llores, no te sueltes de mi mano..., corre..., corre..., no mires para atrás..., no hay que mirar para atrás..., nos vienen persiguiendo..., nos van a hacer daño..., corre, corre..., la marea está subiendo..., va a llegar a los cerros y no vamos a poder pasar y vamos a quedar encerradas..., están cerca..., siento sus alientos, cómo nos llaman, cómo nos insultan..., no mires para atrás..., ahora la marea ha subido demasiado, llegó a los cerros. Estamos encerradas. ¡Suéltame el brazo, bruto, no quiero verte! No los mires, Adrianita. Sigúeme. La única manera de salvarnos es que nos lancemos al agua para cruzar al otro lado... porque desde el otro lado veremos las luces de las casas de toda la vida y de todos los amigos de Cachagua y todo será color bronce, el agua plácida muriendo entre las patas de las gaviotas quietas..., gris y sepia, igual a lo de siempre en este resto de crepúsculo como una fotografía antigua, ven..., no los mires, que no sacas nada y te pueden hacer daño, ven al agua conmigo, mi linda, que es la única manera de salvarnos...
No se podía esperar que Adriana quedara como antes después de todo lo que sucedió. Después de un tiempo, de regreso de Santiago, donde naturalmente fue necesario llevarla a consultar a un médico especialista en nervios para que la ayudara a sobreponerse, resultaba un poco difícil, o incómodo, estar con ella. Mario tomó sus vacaciones para acompañarla: que se fueran a hacer un crucero por el Caribe para olvidar, le rogaba, o a Buenos Aires, a ver teatro y a visitar amigos divertidos, pero resultaba imposible arrancar a Adriana de la playa donde acampaba Sebastián y todo sucedió. Luz y Sofía se portaban encantadoras con su amiga, pero sentían en ella un rechazo implícito, aunque afectuoso, que hacía imposible retomar el punto donde había quedado su vida de antes, de paseos por la blanca playa ahora tenebrosa, a donde durante un tiempo los cachagüinos dejaron de ir, casi por solidaridad con Mario y Adriana, casi por respeto. El alcalde hizo averiguaciones acerca de los hombres que vivían en carpas en la playa..., pobres pescadores, los dos o tres habitantes de esa amplia creciente de arena, gente emparentada con los trabajadores del pueblo, y de toda confianza, y Sebastián, que era persona conocida.
—La pobre Adriana ha quedado tan rara después de lo de la Adrianita.
—No es para menos.
—No, no es para menos. Cuatro tréboles.
—Pero de estar rara, está, y dicen que en otoño, a la vuelta a Santiago, va a entrar en psicoanálisis.
—¿En psicoanálisis? ¿No está completamente pasado de moda el psicoanálisis?
—Dicen que sí. Pero ya ves tú..., dos piques.
—Hay gente para todo.
Lo más difícil de comprender en la Adriana, lo que la hacía más rara e inaccesible para Luz y Sofía, que sufrieron mucho y la acompañaron y se portaron como ángeles al principio, fue darse cuenta de que Adriana les agradecía, pero las rechazaba desde alguna región interior a la que ni con toda su intimidad podían llegar. ¿Qué le pasaba a la Adriana? La muerte de una hija marca toda la vida, y así tiene que ser. ¿Pero por qué transformarse en una mujer rara?
Claro que era difícil especificar en qué sentido Adriana se había transformado en una persona distinta, ajena a la antigua amistad que las unía, a ella, a Sofía y a Luz: pero las dos tenían conciencia de una región desconocida —unas horas, no más, en la vida de Adriana, que Adriana les ocultaba— y claro, dadas las circunstancias, era harto difícil hacer preguntas que se podrían interpretar como simple afición al chisme: esto, naturalmente, separa.
—Seis piques...
—¡Hay que ver que estás brava!
—Vieras la mano que tengo.
—Me imagino.
La tarde estaba tibia y dorada en la terraza de Olivia, en este dulce final de verano que agonizaba en la playa más íntima, menos peligrosa de Las Cujas, a donde ahora todas iban.
—Siete corazones.
—¡No te lo puedo creer!
—Pero no me vengas a decir que lo más raro de todo el asunto no es que la Chita Davidson se haya quedado en Chile para acompañar a la Adriana.
—No entiendo de dónde salieron tan amigas.
—Estaban juntas en La Maisonette.
—La Chita no es de La Maisonette, es de unas monjas, creo.
—Estaba tres cursos más arriba que yo en La Maisonette, con la Margarita Silva; pregúntale.
—En todo caso se ha transformado en un cancerbero: la cuida, y no se dignan bajar a Las Cujas, ella, la Adriana, Mario y ese chiquillo Sebastián, que no sé qué hace metido con ellos, pero se lo llevan juntos todo el tiempo.
—¿Uno colorín?
—Ése. Es pariente de Mario.
—Dicen que ya no hace comidas orientales, la Adriana.
—Menos mal.
—¿Te acuerdas qué asco eran?
—¿Arrastraste todo el trébol? Bah...
—Un espanto. Se me ocurre que el cambio culinario es influencia de la Chita, que tiene un gusto más bien refinado y francés.
Al final de las vacaciones, fue Sebastián el que primero regresó a Europa: el apagón cultural era, en realidad, sofocante, y no había qué hacer en este país que las autoridades habían transformado en un país tan insoportablemente cartuchón, siendo que antes, una de las pocas gracias que tenía era que había sido tan libre. Sebastián no sabía qué iba a hacer ni ser.
—Tienes treinta años. Eres un adolescente un poco retrasado —le reprochaba Chita—. Pero no te preocupes. Pásalo bien, que es lo único que importa, y haz lo que realmente quieras. Y no hagas nada si no quieres, hasta que no estés seguro de qué quieres.
—Pienso, tal vez, que sea mejor ir a Nueva York, no a Europa...
Y por fin, fue a un avión con destino a Nueva York donde lo fueron a despedir la Chita, Adriana y Mario, que nunca abandonaba a su mujer. Y después de la partida de Sebastián se quedaban ellos dos con la Chita, conversando hasta muy tarde junto a las primeras chimeneas encendidas del otoño, en la casa de Mario y Adriana. Hablaba mucho, Adriana, de "realizarse". Chita le dijo que ése es uno de los primeros espectros que el psicoanálisis echa abajo. El propósito de la vida era más modesto, simplemente subsistir, no lo iba a saber ella, que no sólo había subsistido, sino, materialmente, sobrevivido a tantas cosas.
—¿A los sheiks?—preguntó Mario.
—Una puede ser frivola, y amiga de sheiks y toreros, como dice la pobre Olivia, frivola como yo lo soy, pero también ser sensible y valiente... y otras cosas...
—¿Qué cosas?
—Psicoanalizada, por ejemplo.
—¿Tú? Tienes más hechura de psicoanalista.
—Quizá sea lo mismo.
Adriana lo pensó:
—No sé. Recién comienzo. Todavía estoy en ruinas.
—Prepárate, en todo caso, para que en Santiago todo el mundo te pele por tu psicoanálisis: no es de persona bien tener una fisura que no sea inmediatamente restaurable con unas cuantas pildoras.
—Supongo.
A Luz y a Sofía dejó de verlas completamente ese otoño. Después de la partida de la Chita Davidson a París, y de Sebastián, que escribía cartas exultantes desde Nueva York, una intimidad casi exclusiva, rechazadora de todo lo que no fueran ellos, encerró a Adriana con su pareja.
—Por el momento: eso me dice mi analista que, a Dios gracias, no es freudiano ni kleiniano.
—Creí que los analistas no hablan nada.
—El mío habla como un loro: dice que después... cambiaremos... y podremos darles intimidad a otros que no sean la Chita y Sebastián, que lo presenciaron, por así decirlo, todo...
—Sí, eso será después. Y... Adriana... ¡no es todo!
—Sí: por ahora este hueco chiquitito de dolor en que no cabemos más que tú y yo.
Lo que más rabia les daba a Luz y a Sofía era que Adriana parecía creer que sus relaciones con Mario eran tan distintas, tan especiales..., probablemente superiores, con este esnobismo del psicoanálisis que quién sabe quién, probablemente la Chita, le había metido en la cabeza..., sí, distintas y superiores a las de ellas con sus maridos. ¿Por qué la complejidad iba a ser superior a la sencillez de gente común y corriente como ellas?
¿Y cómo sabía la Adriana, si en el fondo apenas las conocía, que ellas no eran complejas? Todo comenzó con el asunto de las comidas orientales... y de ahí a la falta de sencillez y al psicoanálisis no había más que un paso. Sí, la Adriana siempre había sido un poco rara.
Un día supieron que Adriana había puesto una boutique con ropa que la Chita Davidson elegía en Europa y le mandaba, porque eran socias: sobre todo ropa italiana, de las mejores casas, increíblemente cara, y demasiado audaz.
—Supongo que ahora va a decir que se está realizando —comentó Luz—. ¡Con una boutique! ¡Pobre!
—Dicen que lo hace para pagar su propio análisis, porque pagarlo es parte de la cura. ¡Qué cosa más sofisticada! Yo no entiendo nada.
—Ropa para mujer de piraña, o de general... —decía Luz con desdén, porque ella y toda su familia eran disidentes, y, había que reconocerlo, un poquito insoportables en ese sentido.
La boutique, claro, se llamaba "Jolie Madame". Ni Luz ni Sofía jamás compraban nada ahí, aunque no se privaban de ir a curiosear. Comentaban que pagar los precios que la Adriana y la Chita pedían era un escándalo, porque esos vestidos, al fin y al cabo, no eran más que unos trapitos..., bueno, ellas no estaban dispuestas, con la actual situación del país, a dejarse estafar..., francamente, era cosa de rotos botar la plata así..., de gente nueva... o de qué sabía una qué..., en fin, para decirlo de frentón, gastar plata así en vestirse era cosa de putas de lujo, y ellas, desde luego, preferían morirse antes que las confundieran con gallas como ésas.
Fin
Santiago — Cachagua,
octubre 1981 — marzo 1982