Publicado en
abril 08, 2010
Planet for transients (también The itinerants) © 1953 (Fantastic Universe, Octubre-Noviembre de 1953). Traducción de ? en ?.
Partes de este relato fueron adaptadas para la novela Deus Irae
El sol de última hora de la tarde brillaba cegador y caliente, un gran orbe tembloroso en el cielo. Trent se detuvo un momento para recuperar la respiración. En el interior de su casco forrado de plomo, su rostro estaba goteando sudor, gota tras gota de pegajosa humedad que le empañaba el visor y le atragantaba.
Se cambió de hombro la bolsa de emergencia y se subió el cinto de la pistola. Sacó un par de tubos agotados de su tanque de oxígeno y los descartó tirándolos entre las hierbas. Los tubos rodaron y desaparecieron, perdidos en los interminables montones de hojas y matorrales verde rojizos.
Trent comprobó el contador, vio que la lectura era lo bastante baja, y se echó hacia atrás el casco durante un precioso momento.
El aire fresco llenó su boca y nariz. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones. El aire olía bien... denso y húmedo y repleto del aroma de las plantas. Exhaló e inspiró nuevamente.
A su derecha se alzaba una gran columna de matorrales color naranja, envolviendo un inestable pilar de cemento. Por todo el llano paisaje se veía una gran extensión de hierba y árboles. En la distancia, una masa de vegetación se alzaba como una pared, una jungla de enredaderas, insectos, flores y matorrales que tendría que atomizar mientras avanzaba lentamente.
Dos inmensas mariposas danzaron pasando junto a él. Grandes formas frágiles, multicolores, que volaron erráticamente a su alrededor, alejándose luego. Por todas partes había vida: bichos y plantas y los animalillos de la espesura, una zumbante jungla de vida por todas partes. Trent suspiró y volvió a colocarse el casco. A lo más que se atrevía era a un par de inspiraciones.
Incrementó el flujo de oxígeno de su tanque y luego alzó el transmisor a sus labios. Lo tuvo un momento en emisión:
-Trent. Probando con el monitor de la Mina. ¿Me oís?
Un momento de estática y silencio. Luego, una débil y fantasmal voz:
-Adelante, Trent. ¿Dónde infiernos estás?
-Sigo yendo hacia el norte. Tengo ruinas delante. Quizá deba dar un rodeo. Parecen muy espesas.
-¿Ruinas?
-Probablemente New York. Comprobaré con el mapa.
La voz sonaba ansiosa:
-¿Has encontrado algo?
-Nada. Al menos por el momento. Daré una vuelta e informaré dentro de una hora -Trent contempló su reloj-. Son las tres y media. Os llamaré antes del anochecer.
La voz dudó:
-Buena suerte. Espero que encuentres algo. ¿Qué tal su suministro de oxígeno?
-Bien.
-¿Alimentos?
-Tengo bastantes. Quizá encuentre algunas plantas comestibles.
-¡No corras ningún riesgo!
-No lo haré -Trent apagó el transmisor y lo volvió a colgar de su cinto-. No lo haré -repitió. Sacó su atomizadora, se volvió a colgar la bolsa de emergencia e inició de nuevo el camino, con sus pesadas botas forradas de plomo hundiéndose profundamente en el lujuriante follaje y en el humus de debajo del mismo.
Era poco después de las cuatro cuando los vio. Salieron de la jungla que los rodeaba. Eran dos, machos jóvenes: altos y delgados, y de un color azul grisáceo córneo parecido a la ceniza. Uno de ellos alzó su mano en saludo. Seis o siete dedos, con articulaciones extra.
-Tardes -trompeteó.
Trent se detuvo de inmediato. Su corazón retumbó.
-Buenas tardes.
Los dos jóvenes se le acercaron lentamente. Uno llevaba un hacha; un hacha para cortar follaje. El otro llevaba únicamente sus pantalones y los restos de una camisa de lona. Tenían casi dos metros y medio de altura, sin carne: huesos y ángulos duros y grandes ojos curiosos, con gruesos párpados. También había cambios internos, un metabolismo y una estructura celular radicalmente distintas, la habilidad para utilizar sales radiactivas, un sistema digestivo alterado. Ambos contemplaban a Trent con interés... con creciente interés.
-Oiga -dijo uno-. Usted es un ser humano.
-Así es -dijo Trent.
-Mi nombre es Jackson -el joven extendió su delgada mano azul córneo y Trent la estrechó torpemente. La mano se notaba frágil bajo su guante forrado de plomo. Su propietario añadió-: Mi amigo es Earl Potter.
Trent le estrechó la mano a Potter.
-Saludos -dijo Potter. Hizo una mueca con sus deformes labios-. ¿Podemos mirar su equipo?
-¿Mi equipo? - repitió Trent.
-Su arma y equipo. ¿Qué es lo que lleva en el cinturón? ¿Y ese tanque?
-Transmisor... oxígeno -Trent les mostró el transmisor-. A pilas. Con un radio de ciento cincuenta kilómetros.
-¿Es usted de un campo? - preguntó rápidamente Jackson.
-Sí. Allá en Pennsylvania.
-¿Cuántos?
Trent, se alzó de hombros.
-Un par de docenas.
Los gigantes de piel azulada se mostraron fascinados.
-¿Cómo han sobrevivido ustedes? A Penn le dieron duro, ¿no? Los pozos deben ser profundos por allí.
-Minas -explicó Trent-. Nuestros antepasados se metieron muy abajo en las minas de carbón cuando comenzó la Guerra. Así dicen los archivos. Estamos bastante bien instalados. Hacemos crecer nuestra propia comida en tanques. Tenemos unas pocas máquinas, bombas, compresores y generadores eléctricos. Algunos tornos manuales.
No mencionó que ahora los generadores tenían que ser puestos en marcha a mano, y que solo la mitad de los tanques seguían operando. Tras trescientos años, el metal y el plástico no servían de gran cosa; a pesar de los continuos arreglos y reparaciones. Todo se estaba desgastando, rompiendo.
-Oiga -dijo Potter-, esto deja como un tonto a Dave Hunter.
-¿Dave Hunter?
-Dave dice que ya no hay ningún verdadero humano -explicó Jackson. Palpó con curiosidad el casco de Trent-. ¿Por qué no viene de vuelta con nosotros? Tenemos una colonia cerca de aquí... solo a una hora, más o menos, en el tractor: nuestro tractor de caza. Earl y yo estábamos cazando conejos flap-flap.
-¿Conejos flap-flap?
-Conejos voladores. Buena carne, pero difíciles de cazar... pesan unos doce kilos.
-¿Con qué los cazan? No será con el hacha.
Potter y Jackson se echaron a reír.
-Mire esto -Potter se sacó un largo tubo de latón de los pantalones. Lo llevaba en el interior de la pernera, a lo largo de su delgadísima pierna.
Trent examinó el tubo. Estaba hecho a mano. Latón blando cuidadosamente trabajado y enderezado. Un extremo tenía forma de boquilla. Miró su interior. Una pequeña aguja metálica estaba alojada en una masa de material transparente.
-¿Cómo funciona? -preguntó.
-Lo lanza uno, como si se tratase de una cerbatana. Pero una vez el dardo está en el aire, sigue siempre a su objetivo. Tiene que suministrársele el impulso inicial. -Potter se echó a reír-. Yo lo suministro. Un gran soplido.
-Interesante -Trent le devolvió el tubo. Con elaborado descuido, estudiando los dos rostros azul gris, preguntó-: ¿Soy el primer humano al que han visto?
-Así es -dijo Jackson-. Al Viejo le encantará recibirles -había ansiedad en su voz-. ¿Qué me dice? Nos ocuparemos de usted. Lo alimentaremos, le traeremos plantas y animales no radiactivos. ¿Qué le parecería pasar aquí una semana?
-Lo lamento -dijo Trent-. Tengo otro trabajo que hacer. Si paso por aquí de regreso...
Los córneos rostros mostraron desencanto.
-¿Ni siquiera menos tiempo? ¿Esta noche? Le daremos mucha comida sin radiactividad. Tenemos un excelente desirradiador que el Viejo arregló.
Trent se golpeó el tanque.
-Voy corto de oxígeno. ¿No tendrán un compresor?
-No. No lo necesitamos para nada. Pero quizá el Viejo podría...
-Lo lamento -Trent se puso en marcha-. Tengo que seguir. ¿Están seguros de que no hay humanos en esta región?
-Creíamos que ya no quedaba ninguno en parte alguna. Se oyen rumores de vez en cuando. Pero usted es el primero que vemos -Potter señaló hacia el oeste-. Hay una tribu de rodadores en esa dirección -luego señaló vagamente hacia el sur-. Un par de tribus de insectos.
-Y algunos corredores.
-¿Los ha visto?
-Vengo de esa dirección.
-Y hacia el norte hay algunos de los subterráneos... esos ciegos y perforadores -Potter hizo una mueca-. No puedo soportarlos, con sus galerías y perforaciones. Pero qué infiernos -sonrió-, cada uno tiene su forma de vida.
-Y hacia el este -añadió Jackson-, donde comienza el océano, hay una gran cantidad de la especie tortuga: el tipo submarino. Nadan por allí, usan esos grandes domos con aire y tanques... A veces salen de noche... Mucha gente sale de noche. Nosotros aún seguimos viviendo de día -se acarició su córnea piel azul grisáceo-. Esto filtra muy bien la radiación.
-Lo sé -dijo Trent-. Hasta la vista.
-Buena suerte -lo contemplaron irse, con sus ojos de gruesos párpados muy abiertos aún por el asombro, mientras el ser humano se abría camino lentamente por la lujuriosa vegetación verde, con su traje de metal y plástico brillando débilmente a la menguante luz del sol.
La tierra estaba viva, repleta de movimiento. Plantas, animales e insectos en una confusión desordenada. Seres diurnos, seres nocturnos, seres terrestres y acuáticos, de formas y en número increíbles que nunca habían sido catalogados y que probablemente jamás lo serían.
Al final de la Guerra, cada centímetro cuadrado de la superficie era radiactivo. Todo ser vivo sometido a rayos beta y gamma. La mayor parte de la vida murió..., pero no toda. Las radiaciones fuertes produjeron mutaciones: a todos los niveles, insectos, plantas y animales. El proceso normal de mutación y selección fue acelerado millones de años en segundos.
Esa descendencia alterada llenaba la Tierra. Una gigantesca horda brillante de seres saturados de radiación. En este mundo, solo aquellas formas de vida que podían usar un suelo radiactivado y respirar aire cargado de partículas podían sobrevivir. Insectos, animales y hombres que podían vivir en un mundo cuya superficie brillaba de noche.
Trent consideró esto hoscamente, mientras se abría paso por la calurosa jungla, quemando con gran experiencia los matorrales y enredaderas con su atomizadora. La mayor parte de los océanos se volatilizaron. Y el agua seguía cayendo aún, empapando el suelo con torrentes de caliente humedad. Aquella jungla estaba mojada... mojada, caliente y llena de vida. A su alrededor correteaban y producían ruidos muchos seres vivos. Apretó con fuerza su atomizadora, y siguió adelante.
El sol se estaba poniendo. Estaba comenzando a ser de noche. Una hilera de recortadas colinas se alzaba frente a él, a lo lejos, a la violácea luz. La puesta de sol iba a ser muy hermosa: a causa de las partículas en suspensión, partículas que aún flotaban desde las explosiones iniciales, hacía siglos.
Se detuvo un momento para mirar. Había recorrido un largo camino. Estaba cansado... y descorazonado.
Los gigantes de piel azul córneo eran una típica tribu mutante. Sapos, se los llamaba. A causa de su piel, ya que se parecía a la de los sapos córneos del desierto. Con sus órganos internos alterados para utilizar las plantas y el aire radiactivos, vivían fácilmente en un mundo en el que él solo podía sobrevivir con su traje forrado de plomo, visor polarizado, tanque de oxígeno, y píldoras de alimentos especiales no irradiados hechos crecer bajo tierra en la Mina.
La Mina... era hora de llamar de nuevo. Alzó su transmisor.
-Trent comprobando de nuevo -murmuró. Se lamió los resecos labios. Tenía hambre y sed. Quizá pudiera encontrar un sitio relativamente «frío», libre de radiación. Quitarse el traje durante un cuarto de hora y lavarse. Librarse del sudor y la suciedad.
Llevaba dos semanas caminando, encerrado en aquel caliente y pegajoso traje forrado de plomo, parecido al de un buzo. Mientras, a su alrededor, incontables formas de vida correteaban y saltaban, sin que les molestasen los mortíferos estanques de radiación.
-Mina -respondió la débil y lejana voz.
-Ya estoy harto por hoy. Me voy a parar a comer y descansar. Basta hasta mañana.
-¿No hubo suerte? -fuerte desencanto.
-No.
Silencio. Luego:
-Bueno. Quizá mañana.
-Quizá. He encontrado una tribu de sapos. Unos machos jóvenes muy amables, de dos metros y medio de alto -la voz de Trent sonaba amarga-. Caminando por ahí sin más que camisas y pantalones. Con los pies descalzos.
El monitor de la Mina se mostraba desinteresado.
-Lo sé. Tienen suerte. Bueno, duerme algo y llámame mañana por la mañana. Ha llegado un informe de Lawrence.
-¿Dónde está?
-Hacia el oeste. Cerca de Ohio. Caminando a buen ritmo.
-¿Algún resultado?
-Tribus de rodadores, insectos y el tipo horadador que sale de noche... esas cosas blancas y ciegas.
-Gusanos.
-Sí, gusanos. Nada más. ¿Cuando volverás a informar?
-Mañana -dijo Trent. Desconectó y se colgó el transmisor del cinto.
Mañana. Contempló la distante hilera de colinas a la luz del anochecer. Cinco años. Y siempre... mañana. Era el último de una larga procesión de hombres enviados al exterior. Llevando preciosos tanques de oxígeno, píldoras alimenticias y una pistola atomizadora. Malgastando sus últimas reservas en una inútil exploración de las junglas.
¿Mañana? Algún mañana, no muy lejano, ya no quedarían más tanques de oxígeno ni píldoras alimenticias. Los compresores y las bombas habrían dejado definitivamente de funcionar. Estropeados para siempre. La Mina quedaría muerta y silenciosa. A menos que establecieran contacto muy pronto.
Se puso en cuclillas, y comenzó a pasar su contador por la superficie, buscando un lugar «frío» en el que desnudarse. Cayó dormido.
-Miradlo -dijo una lejana y débil voz. La conciencia le regresó en una oleada. Trent se despertó sobresaltado, echando mano a su atomizador. Era por la mañana. La grisácea luz solar se filtraba por entre los árboles. A su alrededor se movían unas figuras.
¡Su atomizador... había desaparecido!
Trent se sentó, completamente despierto. Las figuras eran vagamente humanas... pero no mucho. Insectos.
-¿Dónde está mi arma? -preguntó Trent.
-Tómeselo con calma -un insecto avanzó, con los otros detrás. Hacía frío. Trent se estremeció. Se puso torpemente en pie, mientras los insectos formaban un círculo a su alrededor-. Se lo devolveremos.
-Dénmelo ya -estaba envarado y frío. Se colocó bien el casco y se apretó el cinto. Sentía escalofríos y se estremecía. Las hojas y enredaderas goteaban. Notaba el suelo blando bajo sus pies.
Los insectos conferenciaron. Había diez o doce de ellos. Extraños seres, más parecidos a insectos que a hombres. Tenían caparazones de gruesa y brillante quitina, ojos multifacetados. Nerviosas y vibrátiles antenas mediante las cuales detectaban la radiación.
Su protección no era perfecta. Una dosis fuerte, y estaban acabados. Sobrevivían mediante la detección y una inmunidad parcial. Su comida era tomada indirectamente, primero digerida por pequeños animales de sangre caliente y luego tomada como materia fecal, que ya no tenía partículas radiactivas.
-Es usted un humano -dijo un insecto. Su voz era aguda y metálica. Los insectos eran asexuados, al menos aquellos. Existían otros dos tipos, zánganos machos y una Madre. Aquellos eran guerreros neutros, armados con pistolas y hachas para la vegetación.
-Así es -dijo Trent.
-¿Qué está haciendo aquí? ¿Hay más como usted?
-Unos cuantos.
Los insectos conferenciaron de nuevo, con sus antenas agitándose locamente. Trent esperó. La jungla estaba comenzando a agitarse con vida. Contempló una masa similar a la gelatina fluyendo hacia arriba por el costado de un árbol hasta llegar a las ramas, con un mamífero semidigerido visible en su interior. Algunas polillas diurnas pasaron revoloteando. Las hojas se agitaron cuando algunos animalillos subterráneos perforaron alejándose de la luz.
-Venga con nosotros -dijo un insecto. Hizo una seña a Trent para que fuera hacia adelante-. Vamos.
Trent lo siguió de mala gana. Caminaron a lo largo de un estrecho sendero, cortado recientemente por las hachas. Las primeras ramas y hojas de la jungla estaban ya creciendo de nuevo.
-¿Adónde vamos? -preguntó Trent.
-Al Montículo.
-¿Por qué?
-No le importa.
Contemplando como los insectos caminaban, Trent casi no podía creer que habían sido en algún tiempo seres humanos. O al menos sus antepasados. A pesar de su fisiología increíblemente alterada, los insectos tenían una mentalidad similar a la suya. Su estructura tribal era parecida a la de los estados orgánicos humanos: el comunismo y el fascismo.
-¿Puedo preguntarle una cosa? -dijo Trent.
-¿Qué?
-¿Soy el primer ser humano que han visto? ¿No hay otros por aquí?
-Ya no.
-¿Hay informes de colonias humanas por algún lugar?
-¿Por qué?
-Simple curiosidad -dijo ceñudo Trent.
-Es usted el único -el insecto parecía complacido-. Tendremos una bonificación por esto. Por capturarle. Hay un premio permanente. Nadie lo había ganado antes.
También allí querían un humano. Un humano llevaba consigo una valiosa gnosis, una carga de tradición que los mutantes necesitaban incorporar a sus tambaleantes estructuras sociales. Necesitaban contacto con el pasado. Un ser humano era un brujo, un sabio que podía instruir y enseñar. Enseñar a los mutantes como había sido la vida, como habían actuado y vivido, y que aspecto habían tenido sus antepasados.
Una valiosa posesión para cualquier tribu... especialmente si no existía ningún otro ser humano en la región.
Trent maldijo profusamente. ¿Ninguno? ¿Nadie más? Tenía que haber otros seres humanos... en algún lugar. Si no al norte, hacia el este. Europa, Asia, Australia. En algún lugar, en algún punto del globo. Humanos, con herramientas y máquinas y equipos. La Mina no podía ser la única colonia, el único resto del verdadero hombre. Valiosas curiosidades... condenadas cuando se quemasen sus compresores y se secasen sus tanques de alimento.
Si no tenía suerte pronto...
Los insectos se detuvieron, escuchando. Sus antenas se agitaban suspicaces.
-¿Qué pasa? -preguntó Trent.
-Nada -volvieron a ponerse en marcha-. Por un momento...
Un destello. Los insectos que abrían la marcha desaparecieron. Un apagado trueno los sacudió.
Trent cayó al suelo. Luchó, enredado en la pegajosa vegetación. A su alrededor los insectos luchaban locamente. Se peleaban con pequeños seres peludos que disparaban rápida y eficientemente sus armas, y que, a corta distancia, pateaban y rasgaban con sus inmensas patas.
Corredores.
Los insectos estaban perdiendo. Se retiraron, retrocediendo por el sendero, desperdigándose por la jungla. Los corredores saltaron tras ellos, impulsándose con sus poderosas patas traseras, como canguros. El último insecto desapareció. Se apagaron los ruidos.
-De acuerdo -dijo un corredor. Se detuvo para respirar, irguiéndose-. ¿Dónde está el humano?
Trent se puso lentamente en pie.
-Aquí.
Los corredores le ayudaron. Eran pequeños, de no más de un metro veinte. Redondos y gruesos, cubiertos por espesas pieles. Pequeños rostros bienhumorados lo contemplaban con preocupación. Ojos como cuentas, narices temblorosas y grandes patas de canguro.
-¿Está bien? -preguntó uno. Le ofreció a Trent su cantimplora de agua.
-Estoy bien -Trent apartó la cantimplora-. Se llevaron mi atomizador.
Los corredores buscaron por los alrededores. No se veía por ninguna parte el atomizador.
-Déjenlo correr -Trent agitó la cabeza, atontado, tratando de coordinar sus pensamientos-. ¿Qué pasó? ¿Esa luz?
-Una granada -los corredores se hincharon de orgullo-. Tendimos un cable a lo ancho del sendero, atado al seguro.
-Los insectos controlan la mayor parte de esta área -dijo otro-. Tenemos que abrirnos camino luchando -de su cuello colgaban unos prismáticos. Los corredores iban armados con pistolas de balas y cuchillos-. ¿Es usted realmente un ser humano? -preguntó un corredor-. ¿De la especie original?
-Así es -murmuró Trent, con voz algo temblorosa.
Los corredores estaban asombrados. Sus ojos como cuentas se hicieron más grandes. Tocaron su traje de metal, su visor. Su tanque de oxígeno y su bolsa. Uno se acurrucó y con aire experto siguió el circuito de su aparato transmisor.
-¿De dónde viene usted? -preguntó el líder con su voz parecida a un profundo ronroneo-. Es usted el primer ser humano que vemos en meses.
Trent se atragantó.
-¿En meses? Entonces...
-No hay ninguno por aquí. Venimos del Canadá. De alrededor de Montreal. Hay una colonia humana allá.
Trent tenía la respiración alterada.
-¿A una distancia que se pueda hacer caminando?
-Bueno, nosotros la hemos cubierto en un par de días. Pero vamos bastante deprisa -el corredor contempló dubitativo las piernas, recubiertas de metal, de Trent-. No sé, a usted tal vez le cueste más.
Humanos. Una colonia humana.
-¿Cuántos? ¿Una colonia grande? ¿Avanzada?
-Es difícil recordar. Vi su colonia en una ocasión. En las profundidades de la tierra... Niveles, células. Les cambiamos algunas plantas «frías» por sal. Pero eso fue hace mucho.
-¿Estaban muy desarrollados? ¿Tenían herramientas... maquinaria? ¿Compresores? ¿Tanques alimenticios que funcionasen?
El corredor se agitó inquieto.
-De hecho, quizá ya no estén allí.
Trent se quedó helado. El miedo lo atravesó como un cuchillo.
-¿Quizá ya no estén allí? ¿Qué es lo que quiere decir?
-Quizá se hayan ido.
-Ido, ¿a dónde? -la voz de Trent sonaba apagada-. ¿Qué les pasó?
-No lo sé -dijo el corredor-. No sé lo que les pasó. Nadie lo sabe.
Siguió hacia adelante, apresurándose frenéticamente en dirección norte. La jungla dio paso a un bosque terriblemente frío. Grandes árboles silenciosos por todos lados. El aire era seco y tenue.
Estaba exhausto, y solo le quedaba un tubo de oxígeno en el tanque. Después de eso tendría que sacarse el casco. ¿Cuánto tiempo duraría? La primera lluvia le llevaría partículas letales a los pulmones. O el primer viento fuerte que llegase del océano.
Se detuvo, jadeando. Había llegado a lo alto de una larga ladera. Al fondo se extendía una llanura, cubierta de árboles, una extensión de un verde obscuro casi marrón. Aquí y allá brillaba un punto blanco. Algún tipo de ruinas. Una ciudad humana había estado allí hacía tres siglos.
Nada se movía... ningún signo de vida. Ningún signo por parte alguna.
Trent bajó la ladera. A su alrededor, el bosque estaba en silencio. Una sensación opresiva lo llenaba todo. Hasta faltaba el habitual ruido de los animalillos. Animales, insectos, hombres... todo había desaparecido. La mayor parte de los corredores habían emigrado hacia el sur. Los animalillos probablemente habían muerto. ¿Y los hombres?
Llegó a las ruinas. Aquella había sido una gran ciudad en otro tiempo. Probablemente los hombres habían bajado a los refugios antiaéreos, las minas y los metros. Después habían agrandado sus cámaras subterráneas. Durante trescientos años los hombres, verdaderos hombres, habían sobrevivido, viviendo bajo la superficie, usando trajes forrados de plomo cuando salían afuera, haciendo crecer comida en tanques, filtrando su agua, comprimiendo aire libre de partículas. Protegiendo sus ojos contra la cegadora luz del brillante sol.
Y ahora... nada.
Alzó el transmisor.
-Mina -dijo secamente-. Soy Trent.
El transmisor carraspeó débilmente. Pasó largo tiempo antes de que respondiesen. La voz era débil y distante, casi perdida en la estática.
-¿Y bien? ¿Los encontraste?
-Se han ido.
-Pero...
-Nada. Nadie. Completamente abandonado -Trent se sentó en un muñón de cemento. Su cuerpo estaba muerto. Se le había escapado toda la vida-. Estuvieron aquí recientemente. Las ruinas no están cubiertas. Deben haberse ido en las últimas semanas.
-No tiene sentido. Mason y Douglas están en camino. Douglas tiene el tractor. Debería llegar ahí en un par de días. ¿Cuanto te durará el oxígeno?
-Veinticuatro horas.
-Le diremos que se apresure.
-Lamento no tener más que informar. Algo mejor -la amargura inundó su voz-. Después de todos esos años... Estuvieron aquí todo el tiempo, y ahora que finalmente llegamos hasta ellos...
-¿Alguna pista? ¿Puedes saber lo que les pasó?
-Miraré -Trent se puso pesadamente en pie-. Si encuentro algo, informaré.
-Buena suerte -la débil voz se perdió en la estática-. Estaremos a la espera.
Trent devolvió el transmisor a su cinto. Alzó la vista al cielo gris. Era tarde, casi de noche. El bosque era hosco y ominoso.
Un débil manto de nieve estaba cayendo silenciosamente sobre la vegetación color marrón, ocultándola bajo una capa blanca. Nieve mezclada con partículas. Polvo mortal... que aún caía, después de trescientos años.
Encendió la lámpara de su casco. El haz iluminó un pálido círculo frente a él, entre los árboles, entre las derruidas columnas de cemento, los montones de vigas oxidadas. Entró en las ruinas.
En su centro halló las torres e instalaciones. Grandes pilares entrelazados con andamiajes de tubo, aún brillantes. Túneles que se abrían a las profundidades y parecían pozos obscuros... túneles desiertos y silenciosos. Miró al interior de uno, iluminándolo con la luz de su casco. El túnel bajaba recto, hundiéndose en el corazón de la tierra. Pero estaba vacío.
¿Adónde habían ido? ¿Qué les había pasado? Trent caminó atontado. Allí habían vivido seres humanos, allí habían trabajado, sobrevivido. Habían subido a la superficie. Podía ver los vehículos con cabezas excavadoras aparcados entre las torres, ahora grisáceos por la nieve nocturna. Habían subido y luego... se habían ido.
¿Adónde?
Se sentó bajo la protección de una columna derruida y encendió la calefacción. Su traje se calentó, con un lento y rojizo calor que le hizo sentirse mejor. Examinó el contador: el área estaba «caliente». Si quería comer y beber, tendría que irse a otro lugar.
Estaba cansado. Demasiado cansado para caminar. Se quedó sentado, descansando, hecho un ovillo, con la luz de su casco iluminando un círculo de nieve gris frente a él. La nieve caía silenciosamente encima suyo, y al final quedó cubierto, una masa gris sentada junto al derruido cemento. Tan silencioso e inmóvil como las torres y los andamiajes que lo rodeaban.
Se adormiló. Su calefacción zumbaba suavemente. A su alrededor se alzó un vientecillo, levantando la nieve, lanzándola contra él. Se deslizó un poco hacia adelante, hasta que su casco de metal y plástico quedó apoyado contra el cemento.
Hacia medianoche se despertó. Se irguió, repentinamente alerta. Había algo... un ruido. Escuchó.
A lo lejos, un rugido apagado.
¿Douglas en el tractor? No, aún no... aún pasarían dos días. Se puso en pie, desparramando la nieve. El rugido estaba creciendo, haciéndose más fuerte. Su corazón comenzó a martillear locamente. Miró a su alrededor, con su haz de luz brillando entre la noche.
El suelo se estremeció, vibrando a su través, haciendo tabletear su tanque de oxígeno casi vacío. Alzó la vista al cielo... y se le quedó la boca abierta.
Una estela encendida rasgaba el cielo, incendiando la obscuridad de la madrugada. De un color rojo obscuro, y haciéndose más grande a cada segundo. La contempló, sin cerrar la boca.
Algo estaba bajando... aterrizando.
Un cohete.
El largo casco metálico resplandecía a la luz del sol de la mañana. Los hombres estaban trabajando atareadamente, cargando equipo y suministros. Por los túneles corrían vehículos, trayendo materiales desde los niveles subterráneos hasta la nave que esperaba. Los hombres trabajaban cuidadosa y eficientemente, cada uno enfundado en su traje de metal y plástico, en su escudo, cuidadosamente cerrado, de plomo.
-¿Cuántos hay en su Mina? -preguntó suavemente Norris.
-Unos treinta -los ojos de Trent estaban clavados en la nave-. Treinta y tres, incluyendo los que están fuera.
-¿Fuera?
-Explorando. Como yo. Un par están de camino hacia aquí. Deberían llegar pronto. A última hora de hoy, o mañana.
Norris tomó unas notas en su bloc.
-Podremos llevar unos quince con esta carga. Recogeremos al resto la próxima vez. ¿Pueden resistir una semana más?
-Sí.
Norris lo contempló con curiosidad.
-¿Cómo nos encontró? Hay mucho trecho desde Pennsylvania. Estamos haciendo nuestros últimos viajes. Si hubiera venido un par de días más tarde...
-Unos corredores me guiaron hasta aquí. Dijeron que ustedes se habían ido. Pero no sabían donde.
Norris se echó a reír.
-Nosotros tampoco sabíamos donde.
-Pero deben estar llevando todo esto a algún lugar. Esta nave... Es vieja, ¿no? ¿Reparada?
-Originalmente era algún tipo de bomba. La localizamos y la reparamos... trabajábamos en ella de tiempo en tiempo. No estábamos seguros de lo que queríamos hacer. Aún no lo estamos. Pero sabemos que tenemos que irnos.
-¿Irnos? ¿Irnos de la Tierra?
-Naturalmente -Norris le hizo una seña para que fuera hacia la nave. Subieron por la rampa hasta una de las compuertas. Norris señaló hacia abajo-. Mire ahí... esos hombres cargando.
Los hombres casi habían acabado. Los últimos vehículos estaban medio vacíos, trayendo los últimos restos de los subterráneos, libros, discos, cuadros, artefactos... los restos de una cultura. Una multitud de objetos representativos metidos en la bodega de la nave para ser llevados lejos de la Tierra.
-¿Adónde? -preguntó Trent.
-De momento a Marte. Pero no nos vamos a quedar allí. Probablemente seguiremos más lejos, hacia las lunas de Júpiter y Saturno. Quizá Ganímedes nos convenga. Y si no Ganímedes, alguna otra. En el peor de los casos nos podemos quedar en Marte. Es bastante seco y árido, pero no es radiactivo.
-¿No tenemos ninguna posibilidad aquí... no hay forma en que limpiar las áreas radiactivas? Si pudiéramos enfriar la Tierra, neutralizar las nubes «calientes» y...
-Si hiciéramos eso -dijo Norris-, todos ellos morirían.
-¿Ellos?
-Los rodadores, corredores, gusanos, sapos, insectos... todos los demás. Las innumerables variedades de la vida. Las innumerables formas adaptadas a esta Tierra... esta Tierra «caliente». Estas plantas y animales utilizan los metales radiactivos. Esencialmente, la nueva base de la vida es una asimilación de las sales metálicas «calientes», sales que son absolutamente mortíferas para nosotros.
-Pero, aún así...
-Aun así, realmente no es nuestro mundo.
-Somos los verdaderos humanos -replicó Trent.
-Ya no. La Tierra está viva, repleta de vida. Crece locamente... en todas direcciones. Somos una forma, una forma vieja. Para vivir aquí tendríamos que restaurar las viejas condiciones, los viejos factores, el equilibrio que había hace trescientos cincuenta años. Un trabajo colosal. Y, si lo lográsemos, si consiguiésemos enfriar la Tierra, no quedaría nada de todo esto.
Norris señaló al gran bosque marrón. Y, tras él, hacia el sur, al inicio de la húmeda jungla que continuaba ininterrumpidamente hasta el estrecho de Magallanes.
-En cierta manera, es lo que nos merecemos. Nosotros hicimos la guerra. Nosotros cambiamos la Tierra. No la destruimos... la cambiamos. La hicimos tan diferente que no podemos seguir viviendo en ella.
Norris señaló las hileras de hombres con casco... hombres enfundados en plomo, en gruesos trajes protectores, cubiertos por capas de metal y cables, contadores, tanques de oxígeno, escudos, píldoras alimenticias, agua filtrada. Los hombres trabajaban, sudando dentro de sus pesados trajes.
-¿Los ve? ¿Qué le parecen?
Un trabajador subió, jadeando y resoplando. Por un breve instante alzó su visor e inspiró rápidamente una bocanada de aire. Lo cerró de nuevo con un golpe y, nervioso, lo atornilló en su lugar.
-Dispuestos a irnos, señor. Todo está cargado.
-Cambio de planes -dijo Norris-. Vamos a esperar hasta que los compañeros de este hombre lleguen aquí. Su colonia se está hundiendo. Otro día de espera no nos causará problemas.
-De acuerdo, señor -el trabajador bajó, descendiendo hacia la superficie, una extraña figura en su pesado traje forrado de plomo, esférico casco e intrincado equipo.
-Somos visitantes -le dijo Norris.
Trent tuvo un violento estremecimiento.
-¿Cómo?
-Visitantes en una planeta extraño. Mírenos. Trajes acorazados y cascos, trajes espaciales... para explorar. Somos una nave que se detiene en un mundo extraño en el que no podemos sobrevivir, deteniéndose un breve período para cargar y despegar de nuevo.
-Cascos cerrados -dijo Trent con una extraña voz.
-Cascos cerrados. Escudos de plomo. Contadores y alimentos y agua especiales. Mire allí.
Un pequeño grupo de corredores estaban apretujados, mirando anonadados a la gran nave brillante. Hacia la derecha, visible entre los árboles, había un poblado de corredores. Campos sembrados en cuadrículas, corrales, y casas de madera.
-Los nativos -dijo Norris-. Los habitantes del planeta. Ellos pueden respirar el aire, beber el agua, comer las plantas. Nosotros no. Este es su planeta... no el nuestro. Ellos pueden vivir aquí, edificar una sociedad.
-Espero que podamos regresar.
-¿Regresar?
-De visita... algún día.
Norris sonrió tristemente.
-Yo también lo espero. Pero tendremos que conseguir el permiso de sus habitantes... el permiso para aterrizar -sus ojos brillaban divertidos. Y, repentinamente, con dolor. Una súbita agonía que ahogaba todo lo demás-. Tendremos que preguntarles si les parece bien. Y quizá diga no. Quizá no nos acepten...
FIN