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febrero 28, 2010
"La cara ajos". 1895. Oleo/papel. 21 x31 cms.Por Hernán Rodríguez CasteloVi la Canasta de guabas en un domicilio particular más bien sencillo. Adosado a una columna, porque no es cuadro grande. Y me fueron reveladas tres cosas que seguramente ya las sabía pero nunca las había sentido así, tan luminosamente. La primera, que Pinto era sin duda nuestro mayor pintor del siglo XIX; la segunda, que en el siglo XIX se había consumado la desacralización de nuestra pintura colonial con el descenso al motivo no religioso; pero, tercera, que ese arte desacralizado, en sus momentos de plenitud, resacralizó las cosas, no mediante los códigos establecidos para la iconografía sacra, sino haciendo sagrado, por los poderes del arte y en el arte, lo ordinario.
¡Qué maravilla esa canasta de guabas del maestro quiteño! ¡Qué perfección en la resolución del detalle, sin dar en lo fotográfico! Todo como pintura grande. Como la mayor pintura realista que yo hubiera visto en cualquier museo. El motivo tan nuestro recreado en su mismo ser -el de ese verdor casi sensual de las guabas gordas de dulzura, con su imperceptible pelusilla- y en su ser de cosa bella, perfectamente bella.Personaje que tal bodegón había pintado debió ser un contemplativo. La contemplación de la esencial belleza de las cosas debió iluminar las largas horas de su vida de anacoreta en su casa de la parte alta del barrio de San Roque, en las alturas de Argumasín desde donde sorprendió con la frescura de su acuarela algún espléndido atardecer de la recoleta ciudad, así como la noche en que se iluminó por primera vez con luz eléctrica. De allí salía para el largo y meditabundo recorrido hasta la Escuela de Bellas Artes de la Alameda, a la que le había llamado el Ministro de Educación y también gran pintor Luis Alfredo Martínez. Hacia allá se iba, grave y pausado en su andar, siempre de negro, con el chaleco de larga abotonadura, la levita y el paraguas de ancha falda, que le servía de bastón y le prevenía de cualquier traicionero golpe de aguas.ENTRE LO RELIGIOSO Y LO ECLESIASTICO
La canasta de guabas nos presenta a un Pinto de honda religiosidad. En muchas de sus obras de asunto religioso -hechas casi siempre por encargo eclesiástico- se siente también el fervor de un espíritu religioso. Y ese espíritu parece humedecerse de ternura cuando, al pintar a los padres de la Virgen María, se autorretrata como San Joaquín. Pero este artista profundamente religioso pintó alguna vez un cuadro sombrío de lo eclesiástico. Un auto de fe de la Inquisición. Mientras dos condenados atados a sus cruces comienzan a arder en segundo plano, en impresionante claroscuro en que el fuego se adivina más como luz que se ve como llama, una mujer, al centro del primer plano, es desnudada por el verdugo -tiene ya los senos al aire-, en espera de un fallo, que puede presentirse condenatorio. Han acusado, se ve, representantes de órdenes religiosas y curiales y más gente, tan provecta como adusta. Un dominico y un canónigo de bonete miran con mezcla de hipócrita compunción y curiosidad mórbida a la víctima, aguardando la palabra de Jesús, que mira a la mujer con compasivo asombro. Al lado derecho del verdugo, un personaje ensotanado, de luenga barba partida, se ofrece compungido, abrumado, mientras otro, de largo sayal, fijos los ojos en los que arden, lo sostiene.
Cuadro tan dramático tiene algo que lo hace especialmente impresionante: la mujer es Eufemia Berrío, la hermosa alumna con la que se casó Pinto; el personaje de actitud abatida es el propio Pinto, y el eclesiástico de bonete, el acusador más solapado, es el canónigo Manuel Andrade Coronel. Y completan el grupo que condena, gentes prominentes del mundo eclesiástico y social quiteño.El cuadro ha de leerse como un "Yo acuso", con doloroso drama detrás. Ciertos documentos procesales nos han abierto resquicios hacia ese drama. En medio de las pesquisas que siguieron al envenenamiento del arzobispo Checa -el Viernes Santo 30 de marzo de 1877-, el canónigo Andrade, al que la desenfadada Marietta de Veintimilla evocó en sus "Páginas del Ecuador" como el loco que perseguía cuchillo en mano a un rival, fue acusado de haber maquinado el envenenamiento de Joaquín Pinto. Había propuesto -se declaró- a un italiano de apellido Casaretto que invitase al pintor a su tienda y le diese a beber vino con unos polvos que, si no lo matasen, le privasen de razón para el resto de sus días. Un dato adicional ayuda a entender esta trama escabrosa: cuando Pinto se casó con Eufemia Berrío, ella tenía un hijo de Andrade. (Ese es el entenado Andrade que aparece en varios pasajes de la vida del artista y cuando su muerte).Entre el matrimonio Pinto-Berrío, celebrado en 1876, y el cuadro de la Inquisición, cuya primera versión se expuso en el Salón de Bellas Artes de Quito en 1892, corre una década larga sobre cuyos penosos detalles el tiempo ha corrido piadoso velo pero cuya lacerante angustia testimonia la desasosegante pintura. Ese alto espíritu religioso vivió al borde de lo que pintó como ensañado y sombrío auto de fe inquisitorial. "El juicio final". XIX. Oleo/cobre. 39 x 46 cms.LA VIDA DEL PINTOR
(hay 3 párrafos que faltan, la hoja ha sido recortada)La muerte del padre obligó al pequeño aprendiz de artista a trabajar. Pero no abandonó su formación: aprendió con Tomás Camacho, Santos Cevallos y Nicolás Cabrera. Y el trabajo mismo tuvo que ver con el arte: dio clases a jóvenes de la sociedad quiteña. Y entretanto leía vorazmente y aprendía cuanto podía. Aprendió a leer en latín, francés, inglés y alemán. Pinto sería el tipo de pintor ilustrado, abierto a amplios horizontes de cultura. Honorato Vásquez diría que entre los artistas quiteños era "el más ilustrado en literatura pictórica".
En 1862, a sus veinte años, cumple Pinto el sueño de los artistas: abre taller. Allí comenzó a ser el maestro para tantos aprendices como buscaban ir a practicar bajo la vigilancia de los grandes -la traditio quiteña, nunca interrumpida-.Era la hora en que algunos artistas iban a Europa. Luis Cadena había viajado a Italia en 1857; allí había trabajado bajo la dirección de Marini, una de las celebridades de Roma. Volvió con buena cosecha de estudios académicos y con copias de cuadros famosos -en especial de Rubens-. Pinto frecuentó el taller de Cadena -aunque algo mayor el viajero, pertenecían a la misma generación: la generación romántica-, y se aprovechó de lo mejor de esos modelos. Cuando Manosalvas retornó de Europa -había ido becado por García Moreno- el joven Joaquín captó ávidamente la técnica de la acuarela. Más tarde afinaría esa técnica -pintando sobre una base de agua gomosa- y le daría personal empaque. Superaría al acuarelista formado en Europa.A partir de estos años las fechas pierden interés en la peripecia de Pinto: su única y gran peripecia es pintar. En el 70 cumple un encargo especial: dibuja piezas arqueológicas para los primeros trabajos de González Suárez, su coetáneo y amigo. Esta colaboración se extendería hasta 1878, cuando trabajó las láminas del Estudio Histórico sobre los Cañaris, y 1892, cuando hizo las del Atks arqueológico.En 1876 Pinto se casó con una bella alumna, Eufemia Berrío, y comenzó el período aquél dramático de su vida. Se alejó del pequeño bullicio de la urbe provinciana a los altos de San Roque, y allí vivió en fecundo aislamiento, solo roto por alumnos y colegas.Una estrecha amistad con Honorato Vásquez consiguió sacarlo de ese retiro y llevarlo a Cuenca, donde la Escuela de Pintura que se había fundado en 1893 necesitaba imperiosamente un gran maestro de pintura. Pinto inició su curso en 1903, y lo cerró con una gran exposición de sus discípulos. Sin más regresó a Quito.En 1904, Luis A. Martínez, ministro de Educación, reorganizó la Escuela de Bellas Artes. La levantó sobre tres sólidos pilares: Rafael Salas, Juan Manosalvas y Joaquín Pinto. Cosas de la vida -o de la muerte-, en 1906 murieron los tres grandes maestros, cerrándose con ello un nuevo capítulo, ilustre, de la pintura quiteña.EL PINTOR DE LA LUZ
Pinto trabajó su pintura religiosa, histórica y mitológica -la que el tiempo consideraba importante- con grandes obras de la pintura europea a la vista. Su originalidad -como la de Miguel de Santiago cuando convirtió una colección de grabados europeos en estupenda serie de obras maestras del barroco quiteño: la de San Agustín- estaba en el modo personal de acercarse a esos maestros: no a copiarlos; a dialogar visualmente con ellos. Su “La transfiguración” fue una suerte de "agón" con el cuadro de igual motivo de Rafael, que se halla en el Museo Vaticano. En la reproducción que manejó, el quiteño escribió: "Con esta obra colosal se despidió Rafael de la Bellas Artes. ¿Quién será capaz de producir esta maravilla, no diremos superior a ésta, sino que se ponga a su lado?" El trató de hacerlo. Dos lienzos pintó con el pensamiento puesto en la obra maestra. No copió: buscó acercarse por sus propios caminos hacia esa que veía como cumbre absoluta. Difuminó los fondos para destacar la figura del Señor; perdió a Moisés y Elias entre nubes, y dio expresividad con escorzos al grupito de apóstoles. Ese difuminado como medio de dar unidad al cuadro fue técnica de Pinto. Así la Apoteosis de la Virgen Inmaculada o Dies Irae. La clave de Dies Irae fue el mayor de los secretos estilísticos del artista quiteño: la luz.
Porque a Pinto, gran estudioso de la pintura barroca, le preocupó siempre, y llegó a fascinarle, el problema de la luz. En un papel suyo manuscrito, de título “¿Qué es una buena pintura?” (dado a luz por el P. Vargas), leemos: "Debe haber una luz principal a la cual estén subordinadas las partes, lo mismo que las sombras y reposos, haciendo del todo un completo y armonioso conjunto".Conquistó la luz: la luz de un centro iluminado que contrasta con lo no iluminado, en claroscuro {Soliloquio de María: La Virgen descubre el velo para contemplar el rostro del Señor difunto); la luz con algo de maravilloso (en Ultima veladura en el misterio de la redención, el Niño Jesús ilumina a los ángeles que lo sostienen); las luces penumbrosas {La muerte de los patriotas chi* leños Carrera: una prisión a media luz); la luz que traspasa la atmósfera, sin foco alguno localizable (como la que transfiguraba aquella bellísima canasta de guabas, por la que comenzamos).En el artista la luz fue espacio -en su Ecce homo la escena se mira desde el interior del palacio de Pilatos; hacia el balcón y al fondo, el ancho y hostil espacio se da como una luz cegadora-; fueron vertiginosos movimientos -en luz se proyecta a lo alto la figura de la Virgen de Apoteosis de la Inmaculada, y grupos le siguen en el movimiento hacia la luz, mientras otros se sumen en lo oscuro.Lo mismo en sus escenas religiosas que en las históricas, mitológicas y literarias -literaria, por ejemplo, Otelo ante el Dux de Venecia', la expresión de nuestro artista se acomodó al asunto y dio carácter a los personajes. Y fue robusta. Esos eran principios fundamentales de su poética. En aquel manuscrito lo dijo: "La expresión debe ser propia del asunto y del carácter de los personajes; debe ser robusta".EL PINTOR NACIONAL
Con su pintura religiosa y literaria tradicional, Pinto anunció el fin de una manera de hacer arte que venía del período colonial. Después de él no se haría nada mejor. Luis Mideros, que sería el último pintor religioso quiteño de importancia, se desviaría hacia territorios de símbolo y alegoría.
Pero Pinto, al tiempo que clausuraba esa manera, contribuía a sentar las bases de una expresión nueva, cercana a la tierra, a los hombres de la tierra y las cosas del entorno -esa empresa no fue personal: fue generacional-. Importante su aporte al paisaje: de luz y personalidad cromática. Pero mayor aún su contribución al costumbrismo -que fue rasgo generacional distintivo, lo mismo en arte visual que en literatura-.Fue inmensa la variedad de tipos captados con dibujo nervioso y certero y con acuarela de pincelada tan exacta como fluida. Entre 1900 y 1901 pintó toda una colección de cien de estas pequeñas acuarelas -para Francisco Cousin-. Y sin repetirse: apenas hubo aspecto de la vida de los indios -oficios, costumbres, fiestas- que no captase de modo penetrante y vivo.Pinto fue, sin duda, el mayor cronista visual de la vida popular quiteña del tiempo. Sin mayores pretensiones; por su amor a dibujar y pintar y por una entrañable atención a lo suyo. En casos -los que se adelantan al tiempo- con especial ironía o con subterránea pasión. Entonces prefería el óleo. Así el vigoroso “Cara-ajos” o el famosísimo “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”, en que el Quijote criollo, de lanza y adarga, es García Moreno, que cabalga a Rocinante llevando a la grupa a un dominico que aún duerme su borrachera, terciada la guitarra.Y no solo el paisaje y los tipos humanos: Pinto dedicó su dibujo y pintura, con la enorme seriedad con que siempre los ejercitó, a las cosas; hasta las más sencillas. Seriedad en el trabajo no obstó muchas veces a un amable humor. Como cuando a quien le había obsequiado unos duraznos escuálidos retribuyó con una pequeña acuarela que pintaba los mismos duraznos y rezaba en el anverso: "Devuelvo su obsequio del mismo porte"... Pero al pintar otras cosas desplegó toda la grandeza de su arte para desvelar en ellas su esencial grandeza. Y con ello estamos otra vez ante la canasta de guabas que nos introdujo en tan fascinante recorrido.