Publicado en
diciembre 25, 2009
Todo empezó con una melodía que cantó un niño y se escuchó por casualidad en la radio de un coche. La tonada viajó por el aire, cruzó un océano y un continente, y llegó al corazón de una pareja de estadounidenses. Luego de una búsqueda internacional, encontraron al pequeño en un orfanato de las afueras de Moscú. Y allí empezó su viaje emocional.
Por Rick y Diana Stafford, con la colaboración de Pamela Patrick NovotnyMENSAJE EN UNA BOTELLA
UNA MAÑANA de fines de noviembre de 1994, Brooke Gladsfone, de la Radiodifusora Pública Nacional (RPN), de Estados Unidos, se dirigía en su auto a un orfanato de la ciudad de Vladimir, a poco más de tres horas de Moscú. Su propósito era entrevistar a las autoridades de la institución para hacer un reportaje sobre las leyes de adopción en Rusia.
Al llegar se reunió con la directora, la doctora Sonia Basloviak, quien, acompañada por las mujeres que cuidaban a los niños, le mostró el laberinto de cuartos que era aquel orfanato. Sus anfitrionas no cesaban de decir: "Tiene que conocer a Vova".Ya estaba avanzada la tarde; los niños acababan de despertar de la siesta. En un cuarto muy espacioso había una hilera de camas, todas con idénticas colchas gastadas de color rosa. En la última cama, en un rincón, se encontraba el niño del que hablaban: Vladimir. Vova, como le decían de cariño, estaba sentado, esperando a que alguien fuera por él.El pequeño se veía de la estatura aproximada de un chiquillo de cuatro años, pero la doctora Basloviak aseguró que tenía siete. De pelo rubio y alborotado, ojos castaños y labios en forma de corazón, Vladimir tenía una cara expresiva. Pero era su cuerpo lo que llamaba la atención. Los brazos se proyectaban hacia delante y las articulaciones de los codos estaban fijas. Tenía las muñecas tan dobladas que se le juntaban con los antebrazos; usaba los dedos como si fueran pinzas. Tampoco era capaz de mover las rodillas; las tenía tiesas. Los pies se le doblaban hacia atrás de manera que, cuando lo levantaban para ponerlo de pie, se apoyaba en los empeines y las plantas quedaban mirando hacia fuera.Las extremidades deformes y rígidas de Vladimir se debían a un raro mal congénito. Quienes nacen así tienen muy poco margen de acción. La doctora Basloviak le dijo a Brooke que debería haber enviado a Vladimir a una institución para niños mayores cuando cumplió cinco años, pero que no había tenido el corazón para hacerlo. Temía que no le dieran los cuidados que requería; además, ella y sus subordinadas se habían encariñado con el pequeño.Brooke Gladstone no tardó en entender por qué. Por la tarde de ese mismo día entró por casualidad en un cuarto de juegos que se encontraba en el extremo de un corredor largo. Allí vio a varios niños jugando en el suelo; entre ellos, Vladimir.Brooke se sentó con los chicos y puso su grabadora a un lado. Apenas vio el micrófono, Vladimir empezó a arrastrarse hacia ella. Se desplazaba como foca, ayudándose con las manos y echando las caderas hacia delante para impulsar piernas y pies. Y no paraba de hablar y de preguntar en ruso: "¿Cómo te llamas? ¿Cómo funciona ese aparato? ¿Me dejas decir algo en el micrófono? ¿Puedo cantar una canción?"Al rato el chiquillo estaba sentado en el regazo de la reportera, como si fueran viejos amigos.Mientras jugaban, el niño no cesaba de repetir que quería cantar una canción. La reportera le enseñó a encender el micrófono y Vladimir cantó con voz dulce una tonada que las enfermeras le habían enseñado: "Nadie entiende por qué estoy tan contento hoy".Cuando Brooke se disponía a partir, Vladimir le preguntó:—¿Cuándo vas a volver?Ella le explicó que no iba a volver.Los ojos del niño se apagaron como si se hubiera ocultado en las sombras. Sólo los labios apretados traicionaban su lucha interior por mantener la compostura.Esa noche, ya en su casa, Brooke le contó a su marido acerca del pequeño, su inteligencia y su fuerza de voluntad. Le sorprendió sentirse tan conmovida por Vladimir y no pudo dejar de pensar en que debía hacer algo por él.El reportaje radiofónico iba a ser sobre la manera en que los cambios políticos en Rusia estaban afectando el proceso de adopción por extranjeros. Pero, una vez sentada frente a su computadora, Brooke se dijo: Voy a intentarlo. E incluyó en su relato lo que no fue otra cosa más que un comercial para ofrecer a Vladimir.Decidió usar en el reportaje la voz del chiquillo cantando. La canción era sólo el fondo musical, pero la dejó sonar por espacio de unos segundos, y luego anunció que el personal del orfanato estaba buscando un hada madrina para ese niño.Se imaginaba que su reportaje era un mensaje en una botella, lanzado a un mar de radioescuchas.El 30 de diciembre de 1994, un mes después de la transmisión del reportaje, Brooke se encontraba en su oficina cuando le llegó un mensaje electrónico de uno de los editores de la RPN, de Estados Unidos. "Una persona quiere adoptar al niño de tu historia", decía el mensaje.Brooke se quedó estupefacta. Alguien había encontrado la botella.EL CANTO DE UN NIÑO
Rick Stafford: Fue el accidente de autobús lo que me hizo pensar en los niños. A cerca de una hora de Cincinnati hay un letrero junto a la carretera que dice: "Sitio del accidente de Carrollton". En 1988, 24 niños murieron allí en un accidente que sufrió el autobús escolar en el que viajaban.
No puedo pasar por allí sin decir una breve plegaria por esos niños y sus familias.Esa mañana le di un beso a mi esposa, Diana, que aún dormía, y salí de la casa como a las 7. Diana no tenía clase hasta media mañana. Estudiar una maestría había sido para ella la culminación de un sueño. Me daba gusto verla contenta y haciendo exactamente lo que quería después de los años tan difíciles que habíamos pasado.Cuando voy conduciendo, me gusta escuchar música o libros grabados. Pero esa mañana sintonicé el programa "Edición matutina", de la RPN. Estaban transmitiendo un reportaje acerca de ciertas restricciones que se proponían a la adopción de niños rusos por personas de otras nacionalidades. Confundida con la voz de la narradora oí la de un pequeñín que hablaba en ruso.No tenía ni idea de qué podía estar diciendo, pero la voz me atrajo, de manera que subí el volumen. La reportera estaba diciendo que el niño era alegre e inteligente. Pese a haber nacido con las manos y los pies deformes, bromeaba con las enfermeras de su orfanato y les levantaba el ánimo cuando estaban tristes.Recuerdo que sonreí mientras conducía, pensando en ese chiquillo locuaz que alegraba a las enfermeras. La reportera dijo que el niño era demasiado grande para estar en esa institución, pero que el personal lo mantenía oculto para que no lo enviaran a otro orfanato.Entonces empezó a cantar una tonadita rusa. La música es algo especial para mí. La voz de ese chiquillo tenía fuerza. Era aguda y clara. Me pareció que cantaba con un poco de tristeza, con cierta añoranza.¡Qué desperdicio!, pensé. Y sentí una oleada de emoción.Hacía un par de años que Diana y yo no hablábamos de adopción. Habíamos vivido un calvario tratando de tener hijos. Luego de años de intentos infructuosos por concebir, y más tarde por adoptar un niño, nos habíamos resignado a vivir sin hijos.Mis pensamientos volvieron al huerfanito ruso. Me dije que, si no nosotros, quizá alguien más podría adoptar a Vladimir con nuestra ayuda.Así que cogí mi teléfono celular para preguntar el número de la RPN, en Washington, D. C, y pedir una transcripción y una grabación del programa. ¿A quién le hago daño?, pensé.Mientras hacía la llamada tuve un pensamiento repentino: Ése es nuestro hijo. Luego, conteniendo la respiración, telefoneé a casa. En los pocos segundos que tardó en establecerse la comunicación me di cuenta de lo absurdo que iba a parecerle todo esto a mi esposa.Diana contestó al tercer o cuarto timbrazo, tiempo suficiente para que yo siguiera pensando en cómo presentarle la idea.—¿Qué sucede? —preguntó ella.—Cariño... eh... acabo de oír a nuestro hijo en la radio.Diana tardó un buen rato en reaccionar. Finalmente me preguntó de qué demonios estaba yo hablando. Traté de explicárselo de la mejor manera posible, y luego le pregunté:—¿Qué opinas de que averigüemos más acerca de este niño? Sólo eso.Debe de haberle parecido que me había vuelto loco. Pero Diana, bendita sea, no perdió la compostura:—Claro —dijo—. Podemos averiguar más.No creo que ninguno de los dos tuviera la menor idea de cuánto iba a cambiar nuestra vida con esas cuatro palabras.COMIENZA LA BUSQUEDA
CUANDO nos casamos, en 1983, Diana y yo decidimos no esperar para tener hijos. Pasaron varios meses sin que ella se embarazara, pero no nos preocupamos. Diana tenía apenas 23 años. Nos sobraba tiempo.
En 1989 nuestro sueño de formar una familia seguía sin realizarse. Nos sometimos a tratamientos de fertilidad, pero al cabo de cuatro meses decepcionantes y tensos empecé a pensar que nuestro anhelo era imposible. Me distancié de Diana. Estaba muy deprimido. Nos separamos en el otoño de ese año. Creí que nuestro matrimonio había fracasado.Al cabo de varias semanas sin vernos, empezamos a salir nuevamente y a trabajar para reconstruir nuestra relación. Cerca de la Navidad nos reunimos para intercambiar regalos y nos dimos el mejor regalo de todos: volver a vivir juntos.Por un tiempo olvidamos la idea de tener hijos. Yo volví a la universidad a hacer un posgrado en música. En el otoño de 1991 Diana y yo empezamos a pensar nuevamente en formar una familia. Nos pusimos en contacto con una agencia de adopciones que nos recomendó la iglesia a la que asistíamos.Yo estaba absolutamente seguro de que tarde o temprano adoptaríamos a un pequeño. Un día, de camino a casa, me detuve frente a un jardín donde estaban vendiendo objetos usados. Allí, en medio de tostadores viejos y vasos de plástico, estaba la cuna perfecta. Estaba hecha de una madera maciza y oscura, y no tenía ni un rasguño. La compré y la instalé en un cuarto desocupado de la casa.El Día de las Madres le compré a Diana un pastel profusamente decorado que decía "Felicidades, mamá". Se lo di con una tarjeta en la que le prometía que ése sería su último Día de las Madres sin hijos. Diana se rió y dijo que me agradecía el optimismo, pero que, como siempre, no quería construir castillos en el aire.Tenía razón. Dos mujeres que ya nos habían elegido para darnos a su bebe en adopción se arrepin-tieron más tarde. Luego de la segunda desilusión nos lamentamos amargamente y maldijimos nuestra suerte.Después decidimos sacar los muebles de la habitación que habíamos destinado al bebé.Habían transcurrido dos años cuando escuché el reportaje de la RPN sobre el niño ruso. Diana y yo platicamos durante varias semanas sobre lo que significaría adoptar a un niño minusválido. Rezamos para pedir guía. Consultamos con trabajadores sociales, con nuestros padres y amigos.Todos, sin excepción, nos dijeron lo mismo: "Esperen". Cuando mucho, añadían: "Si van a adoptar a un niño, que sea uno sano y de su misma cultura".Pero yo no lograba apartar de mi mente la voz de aquel chiquillo.El 30 de diciembre de 1994, cuando regresé del trabajo, me puse a pensar en Vladimir. Tomé el teléfono y empecé a hacer llamadas. Sólo quiero averiguar más, me dije.Un rato después localicé a Bob Duncan, editor de la oficina internacional de la RPN. Le dije que quería saber cómo encontrar a Vladimir.Duncan le envió un mensaje electrónico a Brooke, y el 31 de diciembre ella me llamó desde Moscú.Brooke se mostró tan cautelosa como mis amigos.—Está muy discapacitado —me advirtió cuando le pedí más detalles de Vladimir—. No sé si su mal sea operable.Le pregunté cómo se desempeñaba el niño intelectualmente.—Muy bien. Es rápido, inteligente y seguro de sí mismo. Todo le despierta curiosidad —dijo Brooke.No lo pensé dos veces:—Eso es todo lo que necesito saber. A mí me parece perfecto —le dije.LOS PRIMEROS PASOS
LUEGO DE CONVERSAR un rato más, le dije a Brooke: —Quisiera más información sobre el chico para que mi esposa y yo podamos tomar una decisión.
Me dio el número telefónico de Jamie Cretal, del Centro de Adopciones Cuna de Esperanza, en Washington, D. C, y me explicó que esa agencia tramitaba adopciones de orfanatos de la región donde había visto a Vladimir.Colgué sintiéndome un poco envanecido. Había oído que adoptar niños en el extranjero era muy complicado, y sin embargo, yo iba avanzando a pasos agigantados. ¿Qué tan difícil puede ser?, me pregunté.Pero cuando llamé por teléfono a Jamie Cretal me enfrenté de lleno a la realidad.—El proceso de adopción no suele ser así —me explicó al contarle yo que había oído a Vladimir en la radio—. Por lo general, primero evaluamos a la familia que desea adoptar, y luego buscamos un niño idóneo para esa familia.La señora Cretal dijo que no podía prometerme nada, pero convino en enviar a un representante de la agencia al orfanato para ver si el niño seguía allí y si las autoridades estaban dispuestas a darlo en adopción. Entre tanto, me dijo, me iba a enviar información acerca de cómo adoptar niños en el extranjero.A los pocos días recibí un abultado sobre de la agencia Cuna de Esperanza. ¿Qué tan difícil puede ser?, me había preguntado. Tras leer la información que me habían enviado, pensé: Es difícil. Y costoso.Diana y yo ya habíamos tenido que llenar extensas solicitudes de adopción, pero no eran nada comparadas con las de adopción internacional. Teníamos que presentar todo tipo de formularios del Servicio de Inmigración y Naturalización, y de ellos tenía que dar fe un notario antes de ser avalados por el secretario de Estado de Ohio.Luego había que traducir todos los documentos al ruso. Una vez hecho esto, la agencia Cuna de Esperanza revisaría todo el material y enviaría el paquete completo al director del programa en Moscú. Él, a su vez, lo haría llegar a las autoridades rusas competentes.Tras leer toda la información que nos había enviado Jamie Cretal, metí los papeles en el sobre y dejé caer el paquete en la mesa de la cocina con un profundo suspiro. Unas semanas antes, dar con Vladimir nos había parecido una tarea muy difícil, pero la adopción iba a ser labor de Hércules. No tiene sentido que me preocupe desde ahora, me dije. Esperemos a recibir la foto y el informe médico.Todo dependía de esos dos documentos claves. Yo le agradecía a Diana su apertura, pero sabía que, si al leer el informe médico decidía no hacerse cargo del pequeño, la decisión sería definitiva.Por esa época tuve que asistir a un taller de dirección de música eclesiástica en Nueva York. Cierta tarde acababa de empezar a cantar con un grupo de hombres cuando oí un débil bip, bip, bip. Era mi localizador electrónico. Le bajé el volumen.Por fin hicimos una pausa y busqué mis mensajes. En la pantallita leí estas palabras de Diana: "¡Es hermoso! ¡Adoptémoslo!"LOS MILAGROS SI OCURREN
A DIANA LE HABÍA BASTADO una cosa para convencerse: la fotografía de un niño sonriente de pelo muy corto, sentado en una silla de ruedas con un osito de felpa entre las manos.
Nos enteramos de que la enfermedad que aquejaba a Vladimir era un trastorno conocido como artrogriposis, el cual le había empezado a torcer y volver rígidas las articulaciones desde antes del nacimiento.Para entender mejor el trastorno y sus tratamientos, mostramos el expediente médico de Vladimir a un pediatra y a un cirujano amigos nuestros. Ambos dijeron que, aunque la artrogriposis era una enfermedad rara, ya existían procedimientos quirúrgicos para mejorar el estado de las articulacio-nes del chiquillo.Diana y yo decidimos iniciar los trámites. Lo único que nos hacía falta era dinero.Parece ser que muchos padres adoptivos tienen dificultades económicas, pues el paquete de información de Cuna de Esperanza incluía muestras de cartas para solicitar donativos e información acerca de métodos para reunir fondos.Al poco tiempo de haber recibido las fotos y el expediente médico de Vladimir, platiqué con un amigo mío, John Quigley, sobre el asunto de la recaudación de fondos. Me propuso ir a cierto programa radiofónico de entrevistas. En menos de lo que canta un gallo John habló con el conductor y acordó con él una fecha. Durante mi aparición hablé por espacio de dos minutos acerca de Vladimir, de su artrogriposis y de nuestro deseo de ayudarlo.Antes de dos semanas, los radioescuchas empezaron a enviar por correo tarjetas, cartas... y cheques.La ayuda de John no acabó allí. Se puso en contacto con David Wecker, columnista del Post de Cincinnati. Wecker fue a visitarnos. Diana y yo le hablamos de Vladimir, le pusimos la grabación de su voz y le mostramos las fotografías.Luego de la publicación de la columna de Wecker en el Post, el 11 de marzo de 1995, nos llegó más ayuda. Por una suma simbólica, la organización Easter Seals nos proporcionó una silla de ruedas para traer a Vladimir a casa. El presidente de Delta Airlines, a quien le había enviado yo una carta explicándole nuestra situación, nos ofreció una tarifa especial para adquirir boletos abiertos a Moscú. Diana y yo sentíamos que ocurría un milagro tras otro.Para mediados de abril estábamos casi listos para partir. Los trámites habían concluido y ya teníamos un álbum con fotos de Diana y mías, de la casa y del cuarto de Vladimir.Cuando Diana metió la última fotografía en su funda de plástico, la abracé y le dije:—Parece que ahora sí va en serio, ¿eh?—Sí —contestó—. Es un milagro.Pero se acercaba la fecha de la partida y aún nos faltaban entre 4000 y 5000 dólares para traer a Vladimir.Con estas preocupaciones económicas me fui a California a una reunión de empleados. Durante, una fiesta en la playa me puse a conversar con mi vicepresidenta regional, Trish Klosterman, y dos de sus jefes.Se hizo una pausa en la conversación. Trish miró a los otros dos, y preguntó:—¿Se lo decimos ya?Sus interlocutores asintieron con la cabeza. Sonriendo, Trish anunció:—Hablé con el señor Ryan y me dijo que te dará un cheque personal por 5000 dólares para ayudarte con la adopción.Me quedé boquiabierto. Sin decirme nada, Trish le había contado mi historia al dueño de la compañía, Patrick Ryan.Yo no conocía al señor Ryan ni le había dicho a nadie que necesitaba exactamente 5000 dólares. Sin embargo, allí estaba el dinero.Los milagros sí ocurren.CAMINO A CASA
A LOS POCOS DÍAS de llegar a Rusia, el viernes 2 de junio de 1995, Diana y yo nos encontrábamos en un coche, de camino al orfanato.
Al llegar a la calzada de acceso vimos un sobrio edificio de ladrillos. En la puerta nos esperaba una mujer de bata blanca, que nos condujo por un vestíbulo largo y soleado.Nos sentamos unos minutos en lo que parecía ser una sala. En eso entró una mujer alta y robusta, de pelo gris corto y bata. Nos sonrió cálidamente y caminó hacia nosotros. Se presentó en ruso: era la doctora Sonia Basloviak, directora del orfanato.En seguida fue por Vladimir. Para nosotros, ese intervalo fue muy emotivo. Allí estábamos, sentados en una sala, a miles de kilómetros de nuestro hogar, conscientes de que estábamos a punto de conocer a la persona que iba a ser en lo sucesivo el centro de nuestra vida.En cuestión de segundos oímos en el corredor voces de adultos mezcladas con la vocecilla aguda de un niño. De inmediato reconocí la voz de Vladimir. Nuestra intérprete empezó a traducir:—No quiere que lo vean en la silla de ruedas —dijo en voz baja—. Dice: "No; en la silla de ruedas no".Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí de nuevo vi a Sonia de pie en la puerta, sosteniendo a un chiquillo de pelo rubio alborotado. El niño miró en torno suyo, sin miedo ni incertidumbre.Entonces Sonia dijo en ruso:—Mira, ahí están tu mamá y tu papá.La cara de Vladimir se iluminó con una gran sonrisa. Extendió las manos hacia nosotros como si quisiera arrojarse en nuestros brazos.—Mamá, papá, los quiero mucho —dijo en inglés con fuerte acento ruso, al tiempo que nos abrazaba primero a mí y luego a Diana.Ambos estábamos de rodillas junto a él, a la altura de su cara, sonriéndole con los ojos arrasados.Sonia le dio un enorme ramo de peonías para que se las entregara a su madre. El niño empezó a darle las flores a Diana, pero se detuvo a medio camino.—La mitad de las flores para mi papá, ¿sí? —dijo en ruso.Todos sonreímos, conmovidos por su infantil sentido de la equidad.Durante una pausa en la conversación, Vladimir le preguntó algo a Sonia. La intérprete tradujo:—¿Cuándo nos vamos? —quería saber. Luego, dirigiéndose a nosotros—: ¿Dónde está su auto? ¿Cuántos coches tienen? ¿Podemos irnos a Estados Unidos hoy?Esta última parte era demasiado complicada para explicársela a Vladimir en ese momento. Nos faltaba, cuando menos, un día más de trámites con las autoridades rusas, además de una visita a la embajada de Estados Unidos.El martes por la tarde al fin terminamos con todo el papeleo y regresamos al orfanato, donde se iba a celebrar una fiesta de despedida. Vladimir repartió unos dulces y juguetes que le habíamos llevado, dio besos de despedida a sus amigos y abrazó a las mujeres que tan bien lo habían cuidado.Mientras posábamos para una fotografía de grupo, Sonia pronunció un breve discurso.—Rick, Diana —dijo, mirándonos—, les deseo mucha felicidad. Como han podido ver, Vladimir es muy inteligente. Lo único que hay que resolver son sus dificultades motrices. ¡Les deseamos lo mejor de lo mejor porque son unas personas maravillosas!Sonia nos estrechó en sus brazos y luego Diana y yo abrazamos a cada una de las maestras y enfermeras. Mientras subíamos a nuestro nuevo hijo al coche, el personal y los niños se reunieron en la entrada. Muchas de las enfermeras lloraban.—Vovochka —dijo Sonia, recargándose en la ventanilla del vehículo—, adiós.—¡Adiós! —gritó Vladimir, tan despreocupadamente como si fuera a volver por la noche—. Algún día regresaré.Al cerrarse las portezuelas del coche, oímos a alguien decir:—Se va. De veras se va.—Sí —contestó otra voz—. Se va a su casa.UNA FAMILIA POR FIN
Los PRIMEROS DÍAS de nuestra recién formada familia fueron, en su mayoría, días felices de descubrimiento. Me tomé una semana libre y pronto establecimos un programa diario. Por la mañana nos levantábamos y desayunábamos juntos, enseñándonos las palabras que identificaban los objetos que había en la mesa; Vladimir nos decía su nombre en ruso, Diana y yo lo traducíamos al inglés, y los tres tratábamos de pronunciar las palabras correctamente. Nos reímos mucho con ese juego.
El sentido de asombro de Vladimir nos dio ojos nuevos para apreciar nuestro mundo cotidiano. Le encantaba la piscina del conjunto de apartamentos donde vivíamos. Yo lo sujetaba en el agua mientras él pataleaba y salpicaba.Le gustaba dar y recibir besos. Le encantaba besar a las personas a las que consideraba sus amigas. Incluso nos sugirió que besáramos al camarero al salir de un restaurante. Y todas las mañanas, antes de irme a trabajar, me abrazaba y me besaba.Al poco tiempo de tenerlo con nosotros empezamos a ocuparnos de su salud. La pediatra nos dijo que Vladimir estaba bajo de estatura y de peso —1,06 metros y 19,5 kilos— para un niño de siete años. Le puso las vacunas necesarias y lo mandó al dentista.Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que nunca le habían enseñado a cepillarse los dientes. Sentí un poco de aprehensión cuando hicimos la cita. Pese a las contorsiones de Vladimir, el dentista le limpió los dientes, se los pulió y le tomó unas radiografías.El siguiente paso en nuestra lista era una visita al oftalmólogo para que le corrigiera con gafas la hipermetropía y el astigmatismo.Nos percatamos de que a Vladimir le gustaba verse bien. Escogió con mucho cuidado la montura de sus gafas; además, llevaba la ropa bien combinada y el cabello perfectamente peinado.Su pelo era un revoltijo de remolinos con patillas largas al estilo de Elvis Presley. Su primer corte de pelo no fue fácil, pero conseguimos que se estuviera quieto el tiempo suficiente para que se lo arreglaran. En recompensa lo llevé al centro comercial de al lado y le compré unas gafas para sol. Estaba encantado.En medio de la emoción y la alegría de aquellos primeros días había una nota discordante. Vladimir siempre quería estar conmigo y le daba órdenes a Diana —"Trae mi ropa" o "¿Dónde está mi desayuno?"— como si fuera una de las enfermeras del orfanato. Ésa no era la amorosa relación entre madre e hijo que mi esposa había anhelado."Vladimir" quiere decir "el que gobierna el mundo", y al principio bromeábamos diciendo que, por lo visto, se tomaba su nombre al pie de la letra. En cierto sentido, su comportamiento no era extraño viniendo de un niño criado por mujeres y acostumbrado a que lo sirvieran. Y, como huérfano, Vladimir no tenía idea de cómo comportarse con unos padres.Tuvimos que explicarle la manera en que tratan los hijos a la madre en una familia bien avenida para que entendiera lo que se esperaba de él. Con cariño y paciencia le indicamos cuándo estaba siendo irrespetuoso con Diana y cómo se sentía ella con esto.Diana, por su parte, decidió no esperar a que él iniciara el contacto físico. Lo alzaba en brazos y se lo sentaba en el regazo mientras veían un vídeo, o ella le leía un libro.Al principio el niño se resistió, pero ella perseveró amorosamente. El primer cambio se produjo una noche, cuando mi esposa estaba sentada en el sofá junto a él, pasándole los dedos por el pelo.En vez de apartarse, como solía hacer, Vladimir de pronto le dijo:—Ahora sí me gusta que hagas eso, mamá.Diana se echó a llorar y lo abrazó.EL VLADIMIR DE NUESTROS SUEÑOS
LO QUE NOS ESTABA OCURRIENDO a los tres no tenía nada que ver con lo que mi esposa y yo habíamos pensado que sería la paternidad. De la noche a la mañana, Diana y yo habíamos pasado de ser una pareja llena de actividades a ser, además, una pareja con un hijo minusválido que no hablaba inglés y no entendía nuestra cultura.
Nuestras emociones eran un continuo vaivén entre la responsabilidad abrumadora y el amor, la felicidad desbordada y el agotamiento, el temor y la alegría.Hacerse cargo de las necesidades cotidianas de Vladimir era físicamente extenuante. No podía ni con las tareas más sencillas, así que Diana y yo lo bañábamos, lo vestíamos y le llevábamos de la silla de ruedas al coche y viceversa.Una cosa que no nos sorprendió fue que Sonia tenía razón: nuestro hijo era muy inteligente. Para finales del verano había pasado de saber cinco o seis palabras en inglés a poder hablar el idioma con suficiente fluidez para participar en una clase de primer grado, aunque requería alguien que lo ayudara con sus necesidades físicas.Vladimir reconocía abiertamente sus discapacidades, pero no le parecían grandes obstáculos. Cierta mañana, al pasar yo junto a su aula en la escuela dominical, de camino a la cocina de la iglesia, me asomé al interior. Allí estaba él, en el piso, con una niña. Me oculté para que no me vieran y me dispuse a escuchar.—Muy bien, ¡fórmense todos detrás de mí!Sonreí al reconocer la voz de mi hijo. Al cabo de unos segundos vi pasar a Vladimir arrastrándose por el piso, seguido de la niña, que se arrastraba igual que él. Los otros niños iban caminando detrás de ellos. Era un espectáculo singular.Al ver salir a la maestra detrás de los niños, me acerqué a ella.—Él me dijo que quería encabezar la fila —comentó, encogiéndose de hombros, como si dijera "¿Quién soy yo para negárselo?"—Y, ¿quién es la niña? —le pregunté.—Es Princess. Son muy buenos amigos —me explicó, añadiendo que a la pequeña le gustaba ayudarle con las cosas que a él le costaban trabajo, como usar tijeras.Un domingo, Princess le había preguntado a Vladimir cómo se las arreglaba para arrastrarse tan rápido. Él le enseñó y la chiquilla se echó al suelo junto a él, con su elegante vestido color de rosa, y se puso a imitarlo. De cuando en cuando Princess se arrastraba con Vladimir en vez de caminar.Nadie como mi hijo para hacer amigos, pensé, y para tener amigos que quieren ser como él.Si bien sus discapacidades no le causaban vergüenza, lo que más deseaba nuestro hijo en el mundo era poder caminar, escribir con un lápiz sin ayuda y correr con sus amigos a la hora del recreo. En pocas palabras, quería pies y manos normales, como los de los demás niños.¿Cómo íbamos a lograrlo? Reunir el dinero necesario para adoptar a Vladimir había sido sólo el comienzo; con el niño ya en casa, nuestros gastos aumentaron considerablemente. Diana y yo estábamos pasando apuros, pero entonces ocurrió otro milagro.En agosto de 1995 David Wecker publicó otro artículo acerca de nosotros en el Post de Cincinnati. Escribió sobre todas las cosas que a Vladimir le gustaba hacer, como besar a la gente y dar gracias antes de cenar. También mencionó nuestro deseo de hacerle operar las manos y los pies.Antes de que transcurriera una semana de la publicación del artículo, recibimos una carta maravillosa de Larry Sowder, miembro de la organización altruista de los Shriners, en Cincinnati. Larry nos ofreció patrocinar a Vladimir para que pudiera recibir tratamiento en la Unidad Lexington de los Hospitales Infantiles de los Shriners, en Kentucky, que se especializa en cirugía ortopédica.Algunas de mis preocupaciones económicas se esfumaron al leer la carta: los hospitales de la organización no cobran ni un centavo.Llamé a Larry para darle las gracias, y luego telefoneé al hospital e hice una cita para principios de diciembre. Así, Vladimir tendría tiempo de aprender suficiente inglés para que pudiéramos explicarle en qué consistiría la operación.Al acercarse la fecha de la cita, Diana y yo hablamos de nuestras esperanzas para el futuro de Vladimir. Yo me lo imaginaba como un joven alto y rubio, saliendo de la casa y agitando el brazo en señal de despedida mientras subía a su auto. Diana confesó que ella también se había forjado una imagen mental del Vladimir del futuro: se lo imaginaba tocando el piano.LA SOLUCION RUSA
EN EL HOSPITAL, unos técnicos le hicieron a nuestro hijo radiografías de todo el cuerpo. Cuando más tarde nos reunimos en la sala de exploración, vimos las placas pegadas al negatoscopio de tal manera que reproducían la forma de su cuerpo
Me entristeció ver las articulaciones torcidas de mi hijo tan crudamente presentadas. Miré de soslayo a Diana y me di cuenta de que ella sentía lo mismo. Los dos nos quedamos mirando las radiografías en silencio.La doctora Janet Walker, cirujana ortopedista que iba a encargarse de los pies de Vladimir, se presentó con nosotros. Mi primera impresión fue que era una persona reservada, pero cuando sonrió se le transformó la cara. Nos presentó después a su colega, el doctor Ronald Burgess, cirujano de mano. Hombre alto de pelo entrecano, bien cortado, Burgess se mostró afable.Los dos médicos examinaron minuciosamente a Vladimir.—Éstas son las muñecas más dobladas que he visto —declaró el doctor Burgess—, pero el chico mueve los dedos bastante bien. Si logramos enderezarle las muñecas, tal vez pueda usar las manos para algunas cosas.Me dieron ganas de abrazarlo.Los especialistas nos explicaron que, para enderezarle las manos a Vladimir, iban a emplear un artefacto llamado dispositivo de Ilizarov, inventado en los años 50 por un médico ruso llamado Gavril Ilizarov para curar fracturas.El dispositivo emplea una estructura de alambres que se insertan en el hueso a uno y otro lado de la fractura. Unas varillas enhebradas conectan un haz de alambres con el otro. Las varillas tienen una tuerca a la que el médico da un cuarto o media vuelta cuatro veces al día para separar los bordes del hueso roto. El espacio intermedio se va llenando con tejido óseo nuevo.El dispositivo de Ilizarov se ha empleado con éxito para alargar extremidades acortadas por defectos congénitos o lesiones. Adaptar esta técnica al caso de Vladimir permitiría al cirujano doblarle gradualmente las manos hasta que tomaran su posición correcta.Diana y yo no podíamos evitar pensar en lo irónico que era que nuestro hijo hubiera viajado tanto para someterse a un tratamiento inventado en su país.Esa noche, cuando lo llevé a su cama, Vladimir empezó a hacerme preguntas acerca de la operación. Traté de darle respuestas tan completas como me fue posible.Finalmente, lo besé en la frente y le di las buenas noches. Yo estaba extenuado, pero Vladimir tenía una pregunta más. Estaba a punto de decirle que me la hiciera al día siguiente, pero se adelantó:—¿Por qué me hizo Dios así? ¿Hice algo malo? ¿Mi mamá hizo algo malo?Por fortuna, Diana y yo estábamos preparados para esa pregunta. Le conté a Vladimir la historia de cuando Jesús curó a un hombre que era ciego de nacimiento. Los circunstantes le preguntaron:—¿Quién pecó, este hombre o sus padres?Jesús les dijo que ni uno ni los otros. Su ceguera era una oportunidad para que se manifestara en su vida la obra de Dios.—Dios sabía que eras fuerte y quiso enseñar cosas importantes a través de ti —le dije, acariciándole la frente—, por ejemplo, el milagro de que estés aquí con nosotros. Y sé que Dios te tiene reservadas más cosas maravillosas.Vladimir estaba muy quieto, escuchando atentamente. Luego alzó los brazos rígidos hacia mí y se me acurrucó en el hombro.MOMENTO DE OSCURIDAD
LA CIRUGÍA de la mano derecha de nuestro hijo se llevó a cabo el 6 de julio, un día antes de su noveno cumpleaños. A los siete días nos lo llevamos a casa. El doctor Burgess nos había dicho que el dispositivo de Ilizarov no causaba demasiado dolor a la mayoría de los niños después de unos días. A juzgar por el comportamiento de Vladimir, el médico tenía razón. El chico se restableció rápidamente.
Seis semanas después de la operación regresamos a Lexington a que le quitaran el aparato a Vladimir y le enyesaran la mano. El doctor Burgess y nosotros habíamos pensado que la operación y el largo periodo de recuperación iban a ser traumáticos para el niño. Pero cuando íba-mos a marcharnos del hospital, el chiquillo le preguntó al doctor, anhelante:—¿Cuándo me va a operar la otra mano?En vista de la actitud positiva de nuestro hijo, el doctor Burgess decidió instalarle el dispositivo de Ilizarov en el brazo izquierdo cuando le quitara el yeso de la mano derecha, lo que ocurriría en cuatro semanas. Vladimir estaba emocionado.Pronto pasó el verano y en septiembre regresamos al hospital. Cuando le quitaron el yeso al chico, Diana y yo nos asomamos a ver. Allí estaba: una mano delgada y delicada de largos dedos. El doctor Burgess nos advirtió que no podría usarla bien hasta que se sometiera a terapia ocupacional.Unas semanas después le quitaron el yeso de la otra mano, con los mismos resultados positivos. Durante el tiempo en que Vladimir se acostumbró a sus manos nuevas, Diana y yo nos dimos cuenta con dolor de que no iba a poder tocar el piano. Usar las manos siempre le iba a resultar difícil. Pero el hecho alentador era que, día con día, las manos y dedos de nuestro hijo iban cobrando fuerza y flexibilidad.Ahora seguían los pies. Los médicos iban a emplear el mismo método de Ilizarov para enderezárselos.En la mañana del día previsto para la cirugía, la doctora Walker nos dio una noticia apabullante:—Varios colegas míos opinan que éste no es el tratamiento óptimo —nos informó.Luego nos dijo que ella y los demás médicos habían evaluado el caso de nuestro hijo y concluido que el método de Ilizarov no le corregiría ni la pequeñez de los pies ni la rigidez de los tobillos.Su recomendación era amputarle los pies a Vladimir y ponerle prótesis. De esta manera podría caminar mejor que con el tratamiento de Ilizarov.La noticia nos dejó aturdidos. Fue el momento más negro de nuestra larga jornada médica. Le contestamos que no podíamos tomar una decisión sin consultar con nuestro hijo.Durante una larga sesión, la doctora Walker y otros médicos nos enseñaron corno pensaban reestructurarle las piernas al niño y luego amputarle los pies a la altura de los tobillos. Más tarde le explicamos el procedimiento a Vladimir usando un muñeco para mostrarle lo que los médicos proponían.Cuando terminamos de explicárselo, se quedó callado unos instantes; luego se volvió a mí y, con esa mirada intensa que tiene, me dijo:—Bueno, ¡así ya no tendrán que cortarme las uñas de los pies!Siempre había detestado que le cortaran las uñas de los pies.Le agradecimos que nos hubiera hecho reír en un momento tan trágico.Un día los médicos nos invitaron a una sala de exploración para mostramos unos ejemplos vivientes de su trabajo. Se trataba de unos gemelos varones de alrededor de seis años, que habían nacido sin la mayor parte de los huesos de las piernas. Nos mostraron a Vladimir y a nosotros cómo se ponían las prótesis y se echaban a correr por el pasillo, pateando una pelota.A nuestro hijo le encantó la demostración. A partir de ese momento empezamos a hacernos a la idea de que le amputaran los pies.Durante los días que siguieron no dejamos de hablar de la operación. Diana y yo nos dábamos perfecta cuenta de la batalla que sostenía Vladimir en su interior; le tenía miedo a la operación, pero le atraía mucho la posibilidad de caminar.—Mis pies son mis amigos —me dijo en cierto momento—. No sé si quiero que me los corten.Después de un rato de analizar las cosas anunció que optaba por tener pies nuevos, siempre y cuando fuera la última operación. Los médicos nos aseguraron que así sería.El día de la cirugía llevé a Vladimir en brazos al quirófano, como acostumbrábamos antes de cada operación. Luego Diana y yo nos sentamos a esperar.La difícil operación duró cerca de 12 horas. Tratamos de distraernos caminando, conversando y rezando, pero no podíamos apartar de nuestro pensamiento a Vladimir. Finalmente, al caer la tarde, la doctora Walker salió del quirófano. La operación había sido un éxito.A eso de las 8:30 de la noche, mientras me paseaba de un lado a otro en el corredor, frente al cuarto de Vladimir, vi que lo traían en una camilla con ruedas. El cuerpo de mi hijo estaba erizado de tubos y cables. Abrió los ojos.—Hola, papá —fue todo lo que dijo, y lo único que necesitaba yo oír.Mientras les ayudaba a las enfermeras a alzar a Vladimir para acostarlo en su cama, vi a Diana fijar la vista en los yesos, que ahora terminaban abruptamente en los tobillos.Más tarde me confesó, llorando, que había pensado que estaba preparada para ese momento, pero que al verle a Vladimir las piernas se le habían doblado las rodillas. No nos quedaba más que desear que hubiéramos tomado la decisión correcta.LA CAMINATA
LA NOCHE ANTERIOR a nuestra partida del hospital abordé un tema que había estado evitando toda la semana. Le pregunté a Vladimir cómo se sentía sin pies.
—Bien —dijo, y añadió—: Creo que mis pies me esperan en el cielo.—Estoy segura de que sí —le dije con suavidad.En la siguiente revisión, la doctora Walker nos dijo que ya podían tomársele a Vladimir medidas para sus prótesis. Wayne Cottle, el especialista en ortopedia del hospital, hizo una cita con nosotros para dos semanas después, cuando estuvieran listos los miembros artificiales.Wayne repitió lo que la doctora Walker nos había dicho: que Vladimir empezara a practicar ponerse de pie y caminar por la casa. Eso podría reducir el periodo que tendría que pasar en el hospital aprendiendo a usar sus pies nuevos.Vladimir convino con entusiasmo. Pero no iba a ser tan fácil. La verdad era que estaba aterrado. En los últimos dos meses, el pobre chico había soportado más dolor que el que tiene que afrontar la mayoría de los adultos en toda una vida.Cierta mañana, antes de irme a trabajar, logré convencerlo de que diera un paseo conmigo por el pasillo. Bajó las piernas del sofá y yo lo sujeté por las axilas mientras él se apoyaba en su andadera.En cuanto estuvo en posición vertical y apoyó todo el peso de su cuerpo en los muñones, soltó un alarido. Me rogó que lo dejara sentarse. Pero yo sabía que si lo dejaba, pasarían varios días antes de que se decidiera a intentarlo otra vez.Así que hice una de las cosas más difíciles de mi vida: lo obligué a seguir adelante, y le dije:—Eres un niño valiente y estupendo, y estoy seguro de que puedes hacerlo. ¿Qué tal si damos unos cuantos pasos hacia el baño?Vladimir respiró profundamente, y dijo:—Está bien.Dejó de llorar, pero yo sentía cómo le temblaba el cuerpo.Al primer paso empezó a quejarse otra vez, y al tercero o cuarto estaba llorando a todo pulmón.—¿Por qué tenemos que hacer esto? ¿Por qué me obligas? —me preguntaba entre sollozos—. Quisiera que nunca me hubieran operado.Sentí que se me destrozaba el corazón.Llegamos casi hasta el baño, donde descansamos un momento antes de emprender el viaje al lejano sofá, que se hallaba a unos diez metros.Vladimir lloró durante todo el camino.A partir de ese día comenzamos a hacer caminatas de práctica por la mañana y por la tarde. Primero rezábamos, pidiéndole a Dios que le diera a Vladimir las fuerzas y el valor necesarios. Luego emprendíamos la marcha por el corredor.Yo me daba cuenta del esfuerzo que estaba haciendo. El corazón le latía con fuerza mientras le-vantaba una pierna rígida y después la otra. Era una tarea ardua y dolorosa.—Vladimir —le dije al término de una caminata—, el dolor se te va a ir quitando poco a poco. Cuando un atleta se entrena para practicar un deporte, al principio le duelen todos los músculos, pero cada día le duelen un poco menos, pues se le van fortaleciendo. A ti también, cada día que pase te va a doler menos.El chico me miró a los ojos.—¿Me lo prometes? —dijo.—Claro. Te lo prometo.Nuestra práctica en casa, dos veces al día, se fue haciendo menos dolorosa. No pasó mucho tiempo antes de que Vladimir pudiera ir del sofá al baño sin llorar.Con todo, cuando fuimos al hospital a que le adaptaran sus prótesis nuevas, fue como empezar otra vez desde el principio. Vladimir se puso a temblar de miedo desde el momento en que Diana y yo lo llevamos en su silla de ruedas a la sala de fisioterapia.Las prótesis que Wayne había fabricado eran unos tubos de plástico huecos que se ajustaban sobre las piernas. Los pies eran de goma y los habían calzado con un par de relucientes tenis blancos y negros.Wayne era un hombre corpulento y afable. Me maravilló la delicadeza con que movía las piernas de Vladimir con sus manos grandes y fuertes. Por lo general hacía reír al chico, pero ese día nuestro hijo no veía ninguna razón para sonreír.Cuando lo puso de pie, el niño, aterrado, se echó a llorar y gritó:—¡Me duelen las piernas!Hablando suavemente para tranquilizarlo, Wayne asintió con la cabeza y le quitó las prótesis.Al día siguiente, tras abrocharle las piernas de nuevo, Wayne le preguntó:—¿Te duele, amigo?—No —dijo Vladimir.Wayne se sentó en un banco bajo frente a la silla de ruedas de Vladimir, como un vendedor de zapatos ante un cliente indeciso.—¿Qué te parece si lloras sólo cuando te duela algo, para que yo vea qué cambios hay que hacer?—De acuerdo. Voy a intentarlo —respondió Vladimir con voz temblorosa.Pero no le fue posible contener las lágrimas.Wayne le puso las manos en los hombros y le dijo suavemente:—Ahora ponte de pie y da unos pasos.Levantó al niño.Previendo lo peor, Vladimir hundió la cara en el cuello de Wayne. Luego, de pronto, la alzó; las lágrimas le escurrían hasta la barbilla.—Mamá, papá: ¡no me duelen las piernas! ¡Ya no me duelen!Una expresión de genuino asombro le iluminó la cara. Luego sonrió.Creo que, a partir de ese momento, Vladimir empezó a darse cuenta de que en verdad podía caminar.LA BICICLETA
EN LAS DOS SEMANAS que siguieron, mi hijo dejó de ser un niño asustado y se convirtió en un chico que podía ponerse de pie con toda la seguridad del mundo. Con ayuda de una andadera, avanzaba centímetro a centímetro, primero un pie y luego el otro, como un soldadito de hojalata.
Ver a Vladimir con sus prótesis nos hizo a Diana y a mí encarar la realidad de lo que nuestro hijo iba a ser capaz de hacer. Dada la rigidez de sus articulaciones, de todas maneras tendría que pasar la mayor parte de su vida en silla de ruedas. Alguien tendría que ponerle el lápiz en la mano cuando quisiera escribir, cortarle la comida y ayudarlo a vestirse.Pero, aún teniendo en cuenta estas limitaciones, nos sentíamos más que orgullosos. En los dos años que llevaba con nosotros, el chico había hecho frente al miedo y al dolor con valentía. Vladimir se había ganado una gran recompensa: su movilidad, en toda su gloriosa imperfección. Sólo le hacía falta una cosa.Antes de la operación parecía que nuestro hijo sólo pensaba en poder correr en bicicleta. Era evidente que jamás podría doblar las piernas lo suficiente para pedalear, pero eso no lo hacía renunciar a su maravilloso sueño.Luego de una pequeña investigación, averigüé que hay bicicletas que se pueden pedalear con las manos. Como se fabrican especialmente para cada cliente, son costosas. Pero, ¿cómo podíamos negarle a nuestro hijo este último regalo de movilidad? Lo pensamos bien y decidimos endeudarnos.Cuando llegó la bicicleta, Vladimir ya tenía el casco. Tuvo que practicar un tiempo, pero finalmente dominó la técnica. Ver la sonrisa de oreja a oreja que se le dibujó en la cara cuando empezó a dar vueltas por el jardín y luego en la calle fue recompensa suficiente para nosotros. Por fin Vladimir tenía lo que siempre había querido: una mamá, un papá, la capacidad de caminar y una bicicleta.DE VEZ EN CUANDO nuestro hijo pedía un hermanito. Como respuesta a sus plegarias, un día recibimos un boletín informativo de la agencia Cuna de Esperanza. El boletín mostraba la foto de una adorable nenita de pelo oscuro, algo más joven que Vladimir. Se llamaba Natya, y la información biográfica del boletín decía que padecía deformidades congénitas de los brazos y los pies. Decidimos adoptarla, y llegó a vivir con nosotros en enero de 1997. Aunque el diagnóstico de Natya es distinto del de Vladimir, el tratamiento que han recomendado los médicos del hospital de los Shriners será casi el mismo. Ya se sometió a sus primeras operaciones y salió bien.Hoy en día, Vladimir y Natya juegan juntos todo el día. Riñen de tanto en tanto, como todos los hermanos, pero siempre se reconcilian.Una cosa que no ha cambiado es que me sigue gustando oír cantar a Vladimir. Parte de nuestro ritual de acompañar a los niños a la cama consiste en cantar con ellos.Desafortunadamente, nuestro hijo ha olvidado la letra de la canción que le cantó a Brooke Gladstone hace años, en un mundo muy lejano. Quizá algún día la recuerde, pero a Diana y a mí no nos importa. La canción de Vladimir ha cumplido su propósito con creces: ha transformado cuatro vidas para siempre.