Publicado en
diciembre 25, 2009
©1999 POR STEVE MARTIN. CONDENSADO DEL THE NEW YORKER (19-IV-1999), DE NUEVA YORK.Los compradores de discos compactos tienen que luchar cuerpo a cuerpo con las envolturas.
Por Steve MartinLAS LLAMEANTES puertas del infierno se abrieron de par en par y el diseñador de la envoltura de los discos compactos entró en los dominios de Satanás.
—Desde hace mucho tiempo queríamos tenerlo aquí —les dijo el Maligno a sus esbirros—, pero decidimos esperar en vista del magnífico trabajo que estaba haciendo allá arriba, envolviendo los discos compactos con celofán y esa horrible tirita pegajosa. Invítenlo a cenar, y no olviden convidar también a los que redactan los manuales de las computadoras.El demonio se esfumó, así que no pudo ver las cálidas muestras de afecto que recibió el inventor.—El mismísimo Belcebú se hizo una cortadura en un dedo al tratar de abrir el disco compacto con lo mejor de Barbra Streisand —susurró un diablillo.Una enorme y gruesa serpiente se acercó amorosamente al astuto inventor y se le enroscó en una pierna.—Satanás solía adorar a los creadores del control remoto, con todos esos botoncitos minúsculos y casi encimados, y sus enigmáticas abreviaturas —dijo la serpiente—, pero ahora solamente habla de ti. Vamos a que te prepares para la cena, y después hablaremos de tu tarea.A medida que lo guiaba a los vestuarios del infierno, el rostro de la serpiente adquirió una expresión anhelante y curiosa.—Dime, ¿cómo se te ocurrió ese empaque? Todos aquí queremos saberlo,El inventor, sintiéndose muy a sus anchas con los pies en llamas y halagado por todo el reconocimiento de que estaba siendo objeto, respondió con gusto:—La caja de plástico original para discos compactos era muy fácil de abrir. Así que pensé: si hemos de evitar que el consumidor la abra, ¡con un demonio!, hagámoslo bien. Quise crear un empaque que obligara al comprador a correr a la cocina por un cuchillo, para que existiera la posibilidad de que por lo menos se rebanara la mano.—¿Entonces se te ocurrió utilizar plástico termoencogible? —preguntó la serpiente.—El plástico termoencogible funcionó por un tiempo. Me gustaba porque era imposible rasgarlo con la uña, pero había que ir más lejos. Fue entonces cuando di con el celofán. Celofán con una cinta para abrir la envoltura. Pero esa cinta en realidad no existe: es pura ilusión.Esa noche, en la cena de honor para los recién llegados, que se celebra cada 1000 millones de años, el inventor se sentó a la derecha del demonio. A su izquierda estaba el Can Cerbero, guardián del Hades y reconocido diseñador de la piña. Satanás platicó con el inventor toda la noche, y al final le pidió que descorchara otra botella de vino, con un resbaladizo sacacorchos de palanca.Después de sudar durante una hora, el inventor logró descorchar la botella.Al principio nadie notó un rumor apagado que venía de arriba y que pronto se convirtió en un clamor sostenido. Por fin todos los presentes volvieron la mirada al techo, y hasta el mismo diablo alzó la cabeza.Flotando en el éter había tres ángeles, cada uno con un objeto entre las manos. El inventor sabía bien qué objetos eran ésos: el cartón de leche, la bolsa de plástico con cierre hermético y el plátano, tres empaques con un diseño perfecto. Recordó cuánto los había admirado antes de entregarse al mal. Los ángeles se deslizaron hacia el estrado. Uno de ellos sostuvo la bolsa con cierre hermético sobre los diseñadores del frasco de aspirina y los bañó con una luz ultraterrenal. El resplandor amarillo del plátano descendió sobre el Can Cerbero, diseñador de la piña, y el cartón de leche derramó su blanco fulgor sobre el inventor de la envoltura de los discos compactos. El demonio se puso de pie abruptamente y rugió algo en latín, lanzando súcubos por la boca; luego, lleno de ira, se retiró.Arruinado el festejo, el inventor volvió a su habitación y se puso a manipular los cinco aparatos de control remoto que necesitaba para hacer funcionar su videocasetera. Frustrado, cerró los ojos y pensó en la eternidad que le esperaba en la desolación del infierno. Pero entonces recordó la agradable cena que acababa de disfrutar, y a sus nuevos amigos, y llegó a la conclusión de que la eternidad quizá no fuera tan mala después de todo. En ese momento entró la serpiente.—El Príncipe de las Tinieblas me pidió que te asignara tu tarea —le dijo—. A veces le dan unas jaquecas terribles y quiere que, cuando eso suceda, tú estés con él para abrirle el frasco de aspirinas.—Con mucho gusto —respondió el inventor.—Es mi obligación hacerte una advertencia: al demonio le gusta tomar cada vez una aspirina de un frasco nuevo. Por lo tanto, tendrás que quitar en cada ocasión el sello de garantía, la tapa a prueba de niños y el tapón de aluminio.El inventor se tranquilizó.—No es difícil.—Bien —repuso la serpiente, y se volvió para irse.Un escalofrío recorrió entonces el cuerpo del inventor.—Espera —le dijo al reptil con voz trémula—. ¿Y quién va a sacar el algodón de la botella?La serpiente se volvió lentamente. En su cara se dibujó el rostro de Belcebú. Entonces su voz se tornó grave, como si proviniera de las entrañas del infierno:—Tú vas a hacerlo. ¡Ja, ja, ja!