Publicado en
octubre 03, 2022
Drama de la vida real.
Por Jean Bell Mosley.
CORRÍA el mes de octubre; mi hermana Lou y yo volvíamos a casa de la escuela, a pie. Las hojas de otoño, en las colinas, lucían sus coloridas ropas de gitano y despedían el aroma inconfundible del veranillo de San Martín. Habíamos recorrido ya más de un kilómetro y aún nos faltaban tres para llegar a nuestro destino. "Seguiremos por el atajo", dijo Lou, "subiendo por la colina Gillman".
A los niños de la región montañosa se les enseña a cuidarse de las víboras venenosas. En octubre, sin embargo, ya no era la época en que tales reptiles se dejan ver, y nuestras miradas iban hacia lo alto; hacia las agujas carmesíes de los pinos y el dorado resplandor de los nogales.
A mitad de camino colina arriba avistamos un pavo silvestre que atravesaba la senda. Alrededor de nosotras emitían sus sonidos las ardillas, los grajos disputaban entre sí y oíamos caer las bellotas. De repente algo me alcanzó en el tobillo, al que se aferraba con un peso peculiar, tirando de mí. ¡Era una víbora mocasín! Como los colmillos se le habían quedado trabados en mi media, tuve que retorcerme y sacudir la pierna vigorosamente para conseguir que el animal soltara presa.
Lou, momentáneamente hipnotizada, pareció cobrar vida en un instante y comenzó a lanzar piedras contra la víbora. Ésta huyó, deslizándose entre la hojarasca. Mi hermana y yo nos miramos. Lou, que era mayor que yo y tenía más experiencia, estaba pálida y temblorosa. Siguió una breve calma, como la que pudiera ocurrir en medio de una tormenta. Salvo por el ruido de las bellotas al caer, el bosque había enmudecido. Al rato, poco a poco, los grajos y las ardillas reanudaron su gritería. Lou y yo seguimos de prisa rumbo a casa.
Ya cerca de casa, Lou echó a correr para adelantárseme y alertar a la familia. Mi padre, el primero en venir en busca de mí, me ató la pierna con su pañuelo, ciñéndomela abajo de la rodilla; metió una varita entre el tobillo y el pañuelo y la retorció con fuerza. Con su cortaplumas me hizo luego una incisión entre las marcas gemelas que me había dejado la víbora. Esto me causó un dolor más atroz que la mordedura del reptil, pero no me desmayé ni lancé un grito siquiera, pues en mi familia no teníamos costumbre de hacer tal cosa. En seguida me alzó en brazos, y ya habíamos hecho la mitad del camino a casa antes de que los demás acudieran a nuestro encuentro: mi madre, la abuela, el abuelo, otra hermana mía, llamada Lillian, y una vecina que estaba allí de visita. "Iré a avisar a la gente", anunció la vecina al pasar junto a nosotros.
En casa, el primer remedio de que se echaba mano era invariablemente la trementina. Aquella no era ocasión para melindres, así que vaciaron todo el contenido de la botella en una vasija y me obligaron a meter el pie en ella. La abuela, por su parte, se acordó de que una cataplasma de tabaco era excelente remedio contra la mordedura de serpiente. Se metió en la boca medio paquete de tabaco y se aplicó a mascarlo, mientras le pasaba al abuelo la otra mitad, indicándole con la mirada que era necesario darse prisa. El abuelo obedeció, pero a su vez recordó que un emplasto de arcilla roja era muy eficaz en aquellos casos. Por tanto, sin dejar de mascar el tabaco, salió en busca de la arcilla. Alguien le había dicho a mi madre que, para absorber la sangre envenenada, era muy útil aplicar a la herida una gallina recién muerta y abierta en canal. Sin pensarlo más, se dirigió apresuradamente al gallinero. Lillian empezó a pasar desesperadamente las hojas de un almanaque en busca de auxilios más modernos. Entre tanto, mi padre trataba de comunicarse con la telefonista de larga distancia, para que llamara a algún médico. Lou había corrido al desván en busca de lienzos blancos con que hacer las cataplasmas.
Se oyó entonces un gran alboroto: el cacarear de la gallina, el rasgar de lienzos, el ansioso volver de las páginas del almanaque, el mugir de las vacas que en el establo exigían la ordeña, el ladrar de los perros, alarmados con todo aquel barullo. La abuela se encerró en la despensa a orar mientras masticaba. Rezaba en un murmullo incoherente, con la boca llena de mascadura de tabaco. Reapareció el abuelo con la arcilla, y poco después se oía el inconfundible ruido que hacía al mezclarla con agua, para darle la debida consistencia.
Yo, tendida sobre un catre en la cocina, observaba en silencio todo aquel ir y venir, y me preguntaba si acaso no estaría a las puertas de la muerte. "Vimos un pavo silvestre", comenté, deseosa de que las cosas volvieran a la normalidad. Nadie me contestó. Había que proceder con celeridad y atención concentrada.
La abuela, sin dejar de musivar oraciones, salió de la despensa, se sacó el tabaco de la boca y alargó la mano para que el abuelo le entregara su parte. Como si fuera una línea de montaje, Lou presentó uno de sus lienzos, en el que la abuela envolvió cuidadosamente el tabaco, aún mojado y caliente, para hacer un emplasto del tamaño apropiado. Me sacaron el pie del baño de trementina y me cubrieron con la cataplasma las marcas que me había dejado la víbora.
"¡Hola! ¡Hola!" gritaba mi padre, colgado al teléfono, del que no recibía respuesta. Al parecer, la línea estaba interrumpida.
"Aquí dice que..." comenzaba a explicar Lillian cuando la interrumpió la entrada de mi madre, que volvía sin aliento y toda ella salpicada de sangre. Me quitaron el emplasto y me aplicaron el cadáver de la gallina, abierto en canal, cálido aún y cubierto de plumas, que me envolvió el pie por completo.
El cuerpo de la gallina apenas acababa de enfriarse cuando me lo quitaron y el abuelo procedió a aplicarme la cataplasma de húmeda arcilla roja.
"Aquí dice que..." de nuevo quiso aconsejar Lillian, pero ahogaron su voz los impotentes gritos que mi padre daba al teléfono: "¡Hola! ¡Hola!" A través de la puerta de la despensa se oían las palabras de la abuela, ya para entonces inteligibles: "Dios es... nuestro auxilio en las tribulaciones... Él aplastará a la serpiente..."
Para entonces habían llegado siete u ocho vecinos nuestros. Entraron sin hacer ruido, resueltos a intervenir. Se reñía una batalla y querían tomar parte en ella. Lonnie Britt, una mujerona que siempre había dado muestras de gran fortaleza, se acercó al catre, me levantó el pie herido y declaró impasible: "Se le está hinchando".
Todo el mundo se acercó a mí, como si urgiera estrechar el círculo a fin de impedir que lo rompiera algún enemigo innominable, pero tangible. A nadie se le ocurrió decir algo que sonara a falso sentimentalismo para asegurarnos que todo saldría bien. No era nuestra costumbre. Aunque comprendía yo la gravedad de la situación, no recuerdo haberme sentido nunca más segura, rodeada como estaba por aquel grupo de gente para mí tan estimada, tan familiar y servicial.
Bessie Stacy, que había ido a ocuparse en la cocina y allí estaba hirviendo y removiendo algo, tomó uno de los lienzos blancos en el que echó una cucharada de algún mejunje. "Son paños hervidos en leche fresca", explicó. "Los corté al venir acá". Me quitó el emplasto de arcilla y me aplicó en su lugar el de paños calientes.
La abuelita Weaver fue la última que acudió. Llegaba desde el monte Simms y había hecho el camino iluminándose con una linterna. Aunque sufría de reúma y difícilmente se sostenía sobre las piernas, había cruzado el estrecho sendero de troncos. Sin decir palabra se dirigió directamente a la despensa, cogió una sartén, tomó un puñado de sal de la caja en que la guardábamos y puso la sartén en el fuego. Una vez que la sal estuvo bien caliente, Lou le dio un lienzo a la abuelita. La sal sustituyó entonces a la cataplasma, hasta que Bessie preparó un último emplasto, de jamón salado y cebollas.
"La herida se le sigue hinchando y se le está poniendo roja", comentó alguien. Parecía ser la voz de Bessie, pero, cosa rara, imaginé que tales palabras partían de los labios de Tom Alexander. Ya pasaban otras cosas por demás extrañas. Las cabezas de los presentes comenzaban a intercambiarse. La mía parecía estar sobre los hombros de Lillian, y la de Lou ocupaba los del abuelo, ofreciendo un espectáculo de lo más cómico. La cabeza de la abuelita Weaver se hallaba donde antes estaba el reloj de la chimenea. El tío Mart McGee atravesó el umbral de la puerta con un jarro en la mano, que, en mi marasmo de dolor y fiebre, se transformó en la cabeza de "Estrella", nuestra vaca jersey. Vertió del jarro un líquido de color rojo vivo, me lo llevó a los labios y me dijo: "Bebe".
Bebí, y hubiera jurado que un leño del hogar se había roto en dos y que unas brasas ardientes me bajaban por la garganta. Me parecía que iba cruzando un puente colgante, pero que éste, en vez de balancearse hacia los lados, lo hacía de arriba abajo, acercándose peligrosamente a una impetuosa corriente que casi llegaba hasta el candente Sol. De vez en cuando, al sentirme alzada en vilo, oía voces...
A LA luz vacilante de una lámpara sucedió la luz del Sol... Luego vi nuevamente la luz de la lámpara... La impresión se repetía... Por último, a través de una extraña niebla algodonosa, hice un esfuerzo para acomodar en cierto orden las palabras confusas que percibía en torno de mí.
"¿Eres tú, mamá?" pregunté con voz débil y quejumbrosa.
Mi madre, la abuela, mi padre, Lillian, Lou y todos los vecinos que con ellos me habían velado durante dos días, se levantaron vivamente del asiento y rodearon mi catre. No decían nada, pero lo expresaban todo con los ojos: el alivio que experimentaban, su alegría. Mi padre se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños; el abuelo se sacó del bolsillo el reloj, lo puso en hora y le dio cuerda; mi madre me enjugó el sudor de la frente.
"¡Vaya!" exclamó Tom Alexander, en el tono de quien da por terminada una visita amistosa, "más vale que me ponga en marcha; tengo que ir a recoger el maíz". Otros recordaron que tenían en casa alguna labor pendiente.
El abuelo se caló el sombrero y se encaminó a la troje. Mi padre salió tras él. Mi madre se dispuso a hacer un pastel, mientras la abuela revolvía la sopa en la olla. Lou y Lillian, por su parte, se dedicaron a arreglar la cocina, sacudiendo, fregando, arrojando las cataplasmas a la basura.
La tía Grace —que vivía a buena distancia de allí y tardó en enterarse de la noticia— fue a visitarnos a la siguiente semana. Se quedó mirándome la pierna, que aún tenía yo hinchada, aunque mejoraba rápidamente, y preguntó a mi madre:
—Myrtle, ¿cómo curaron a la niña?
—¡Bah! —repuso ella— Nos arreglamos con lo que teníamos a mano. Lo dijo con toda sencillez, sin más explicaciones. No era nuestra costumbre.