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agosto 26, 2022
La Domitila presionó a mi tía Eulogia para que invitara a Jack Griffin a cenar. Le preparó todo lo que a Roberto le gustaba... y lo recibió estirada y fría, como un mayordomo inglés.
Por Elizabeth Subercaseaux.
La relación de Eulogia con Jack Griffin nunca estuvo ausente de problemas. Para ser justos, hay que decir que los problemas comenzaron al día siguiente de conocerse, cuando Jack la invitó a almorzar a un restaurante de mariscos que había en la esquina de su oficina. Se encontraban los dos tomados de la mano, mirándose a los ojos, escudriñándose para ver si por alguna parte afloraba el alma del otro, como siempre hacen los enamorados en esas primeras citas... y de repente lo vieron. Ahí estaba. En la mesa de al lado. Con una cara de víctima tan grande, que si Eulogia no lo conociera como lo conocía, se habría puesto a llorar. Roberto. Pero ¿qué diablos hacía Roberto almorzando solo en el mismo restaurante que ellos? ¿Coincidencia? Eulogia se le acercó y lo más amablemente que pudo (no fue demasiado amable) le dijo:
—Espero que no me estés siguiendo.
Roberto alzó la vista y con toda sencillez le contestó que sí, la estaba siguiendo y tenía pleno derecho a hacerlo.
—¿Pleno derecho?—le preguntó Eulogia—. ¿Pleno derecho a seguirme como si yo estuviera casada contigo?
—Ya sé que no estamos casados, pero lo estuvimos y yo sigo enamorado de ti.
¿Qué se hace con un marido que ha pasado 20 años saliendo con la flaca de la esquina y en el momento en que la mujer se aburre y se va de la casa, y se busca otra vida, otros hombres y una posibilidad de ser feliz, la sigue a todas partes como perro faldero?
Seguramente esta pregunta tiene una respuesta diferente para cada mujer en el mundo. Para Eulogia la respuesta no era clara. No sabía en realidad qué hacer. La emocionaba la persistencia de Roberto y, al mismo tiempo, quería matarlo.
Ese día terminaron almorzando los tres juntos y, a decir verdad, Eulogia no lo pasó mal. Roberto se portó como un caballero. Cualquier mujer se habría sentido orgullosa de él. Cuando abandonó el lugar y se quedaron a solas, Jack le preguntó por qué se había separado de una persona tan agradable.
—No era tan agradable mientras estuvimos casados.
Dos semanas más tarde, presionada por la Domitila, Eulogia invitó a Jack a cenar a su casa. La Domi estuvo todo el día trabajando. Preparó un cerdo al horno con ciruelas y, para acompañarlo, hizo un strudel de repollo con crema ácida, el plato preferido de Roberto. De postre serviría peras bañadas con chocolate, otra predilección de Roberto. La invitación era a las ocho y media de la noche. A las ocho y media en punto Jack tocó el timbre y la Domi abrió la puerta.
—Pase, señor, adelante, por favor.
Muy compuesta, educada y algo tiesa, había estado ensayando toda la tarde cómo se comportaría con él y eligió el modelo del mayordomo inglés. Nada de acercamientos ni excesiva confianza, todo debía ser muy estirado, frío e impersonal. Lo menos latinoamericano posible. Mal que mal el caballero se llamaba Jack Griffin y con ese nombre, aunque fuera chileno (y lo era), debía tratársele a la europea. Sepa Dios qué animal le picó a la Domitila, pero lo cierto es que decidió comportarse como una sirvienta al estilo de Lo que queda de día, esa película en la cual Anthony Hopkins no se permite enamorarse del ama de llaves, Emma Thompson.
—¿Desea algo el señor mientras la señora termina de empolvarse y peinarse? Ella estará lista en unos minutos.
—No, gracias, Domitila, voy a esperarla aquí.
—Tome asiento, hágame el favor, ¿le sirvo una copa de champán, señor? —y sin esperar respuesta se acercó a la bandeja donde había dejado las copas y vertió el champán que había descorchado con la maestría de un camarero de restaurante.
Jack la observaba asombrado.
—Gracias —le dijo cuando la Domi le alcanzó la copa.
—Siéntese, señor —le ofreció la Domi señalando un comodísimo sillón de cuero.
—Muy amable —dijo Jack y se sentó.
La Domi se quedó de pie, como una estatua, como un búho, como un soldado, a la espera de que Jack dijera algo. La situación no podía ser más incómoda. Jack se revolvió impaciente en su silla.
—¿Por qué tarda tanto la señora? —preguntó mirando inquieto hacia la puerta.
La Domi olvidó entonces su papel de mayordomo inglés y se lanzó:
—Porque siempre ha sido atrasada para todo. Desordenada para todo. Se le olvidan los anteojos, se le pierde el llavero, se sobregira en el banco y cubre el sobregiro con un cheque de la misma cuenta; nunca apaga el fuego cuando pone la tetera a hervir, la casa se ha incendiado más de cinco veces; porque mire, don, aquí don Rober era el organizado, don Rober hacía todo, desde la compra en el supermercado hasta las camas; don Rober le pagaba a la señora desde los calzones hasta la peluquería, pasando por los abrigos de armiño y esos automóviles carísimos que había que comprarle para dejarla contenta, y los veranos en Europa, porque la señora no es de veranear en cualquier parte, ¡cómo se le ocurre! Para ella solamente Europa es válida, y en los mejores hoteles, y don Rober debía servirle el desayuno en la cama, con bandejita de plata y pañitos bordados por las monjas del Buen Pastor, porque tampoco podía ser cualquier pañito, ¿no ve que a la señora le gusta recibir un trato de princesa?
La Domi respiró un poco. Después continuó sin esperar a que Jack respondiera:
—Es muy exigente la señora, porque debe de saber usted, don, que no se contenta con nada ni con nadie. ¿Usted cree que es el primer amante? Está loco si cree eso. Ha tenido seis y los ha matado. Ella lo niega, pero yo sé muy bien que a don Eugenio le dio nueces, sabiendo que las nueces lo iban a matar y que a don Carlos le puso un plátano en la escalera y el pobre hombre fue a subirse al auto, se pegó el resbalón de la vida, mejor dicho de la muerte y ahí mismo quedó, muerto sin remedio. Y a don Federico le puso una araña en el plato para que le diera el infarto, porque les tenía terror y le dio... Claro, la señora lo tenía todo bien planeado, ¿y quiere saber cómo mató a don Eleuterio, ese mexicano que era un encanto, el que le leía poesías en voz alta? Hizo una bolita con una de las poesías y le atascó el papel en la garganta y al pobre hombre se le saltaron los ojos y ahí quedó, como los otros. Y al pobre de don Francisco Olavaría lo hizo tirar a un río; contrató al quebrantahuesos y el quebranta, que además es buen amigo mío, lo encañonó en una esquina oscura, lo echó al maletero del auto y se lo llevó al puente Bio-Bio y ahí mismo lo lanzó al agua envuelto en una lona. Así quería la señora deshacerse de él; aunque es bien refinada para sus muertes, le gusta hacer cosas que ha visto en las películas. A don José del Piano lo hizo lanzarse en un paracaídas defectuoso, ¿y quiere que le cuente algo más?
—No, no, por favor —dijo Jack levantándose de un salto, pálido como un muerto, y acercándose al perchero en donde la Domi le había colgado el abrigo.
—¿Se va, el señor? ¿No va a esperar a la señora?
—Dígale que más tarde la llamaré por teléfono —le dijo Jack, y salió de allí como si el diablo se le hubiera pegado al pantalón.
A los pocos minutos, la voz cantarina de Eulogia llenó el espacio del pasillo.
—¿Jaaaaaack?
—Se fue.
—¿Se fue? ¿Y por qué?
—No sé, cómo voy a saber. Dijo me voy y se fue.
—¿Así, no más?
—Así, no más, señora, sin explicaciones. Dicho en otras palabras: la dejó plantada con la cena. Y eso que yo pasé cocinando todo el día. ¿Qué se le va a hacer?
—Pero, ¿no te dijo nada?
—Nada de nada.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Qué le dijiste?
—Que usted solía tardar un buen rato en arreglarse.
—¿Nada más?
En eso sonó el timbre, y para sorpresa de Eulogia, apareció Roberto con un gran ramo de rosas rojas.
—Pasaba por aquí—dijo dándole las rosas a Eulogia.
—¿Pasabas por aquí, Roberto, o la Domitila te llamó para decirte que me compraras rosas y que tocaras el timbre a las nueve en punto, porque entre las ocho y media y las nueve, ella se las iba a arreglar para que Jack se fuera de la casa? —dijo la tía Eulogia.
La Domi y Roberto se miraron sin saber qué hacer. Los ojos de la tía Eulogia echaban chispas.
—¡Fue idea de don Rober! —gritó la Domitila, y mi tía Eulogia se acercó a la puerta, la abrió de par en par y les señaló la calle.
—¡Se van! ¡Los dos! ¡Ahora mismo!
La Domitila, Roberto y las rosas desaparecieron de su vista en un minuto. Cerró la puerta y llamó a Jack por teléfono.
—Ya se fueron, querido, regresa a la casa. Resultó perfecto el plan. ¿No te decía que conozco a la Domitila y a Roberto como si yo misma los hubiera inventado?
Cenaron a la luz de las velas, tranquilos, sin interrupciones.
ILUSTRACIÓN: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 28 DEL 2006