EL VALOR HUMANO DE LA CARICIA
Publicado en
agosto 25, 2022
La caricia no es sólo un medio para despertar el instinto sexual.
Es una forma vital de comunicación entre el hombre y la mujer.
Por el Dr. William Masters, en colaboración con Virginia Johnson (ambos, marido y mujer, son directores de la Fundación de Investigaciones de Biología Reproductiva, en Saint Louis (Misuri). Han escrito en colaboración dos famosos estudios: Human Sexual Response y Human Sexual Inadequacy).
DESDE mucho antes de que la atracción física se manifieste siquiera como natural curiosidad por las diferencias anatómicas entre ambos sexos, la mayoría de chicos y muchachas infiere que los misteriosos sentimientos que los impulsan hacia la aventura de la mutua exploración, son indebidos. Han asimilado del mundo de los adultos la norma o principio de que es indecente acariciar el cuerpo humano.
"¡Nada de tocarse!" es la letanía que oímos constantemente en la infancia. Muchos padres de familia ponen claros ejemplos: salvo uno que otro abrazo rutinario, es frecuente que marido y mujer apenas se tomen de la mano. Un día el padre resuelve que su hijo, o su hija, no está ya en edad de darle un beso o de sentarlo en las rodillas. La madre, por su parte, deja de bañar al hijo todavía de tierna edad.
Tales padres no permiten la espontánea expresión material de los sentimientos: esos movimientos con que se tocan, se abrazan o se protegen unos a otros casi todos los seres vivientes y con que tienden a buscar el calor y la confianza, que son virtualmente esencia de la vida misma. De este modo, los niños, aún muy pequeños para comprender por qué, aprenden a reprimir el impulso de establecer contacto físico con el sexo opuesto.
A medida que los niños van creciendo, este impulso se expresa con bromas y jugueteos, lo cual los lleva a luchar y forcejear, cosa que, aunque en apariencia los ponga en conflicto, ofrece a niños y niñas la ocasión de establecer estrecho contacto físico. Al llegar a la adolescencia, unos y otras comprenden que las restricciones paternas no son sino otros tantos frenos temporales. La mayoría de los adolescentes comienzan entonces a experimentar, participando en juegos en que se besan, de los que pasan gradualmente a apretujarse y manosearse tal vez.
Por esa época son las chicas las que dicen: "¡Nada de tocar!" haciéndose eco de la lección que se les inculcó profundamente durante la niñez: que el instinto sexual es obsceno, y que en los tocamientos habla siempre el instinto sexual; por lo que se deben evitar. Con ello, el contacto físico, limitado ya severamerite en su carácter de expresión de afecto y solidaridad, queda despojado de todo sentido, salvo el de una provocación erótica. Y de esta manera se invalida el tocamiento como una manera natural y sencilla de expresar buena voluntad o amistad.
Más tarde, llegadas a la edad de la experimentación sexual, las muchachas se muestran más anuentes a permitir que las acaricien que a acariciar ellas mismas. También esto es, en parte, resultado de un acondicionamiento cultural, en que se establece que el papel propio de la mujer es pasivo y se le inculca profundamente el sentimiento de que en ella la iniciativa erótica puede ser deshonrosa. Con el razonamiento de que el muchacho es el iniciador, el agresor, el responsable exclusivo de lo que ocurra entre ellos, la chica se esfuerza en sacudirse todo sentimiento de incomodidad o de culpa por liberarse de las apremiantes e involuntarias tensiones que su cuerpo le impone; en fin, quiere sentirse libre para poder disfrutar de sus naturales reacciones orgánicas al estímulo de la caricia.
Su propia resistencia a prodigar caricias, por su parte, puede basarse en cierta consideración de índole práctica. En sus primeros escarceos con algún muchacho le es fácil comprobar que éste se excita desmedidamente antes de tiempo, y en tal caso todo estímulo adicional le parecerá no sólo innecesario, sino inconveniente.
Los chicos consideran los tocamientos (que, en esa edad, más parecen asimientos o tanteos exploratorios que caricias) un comienzo de relación carnal. El muchacho espera que, una vez que apoya la mano en el cuerpo de la chica, el motor erótico de ésta entre automáticamente en intensa actividad. Como ella no responde con igual ardor, posiblemente él se sienta desconcertado.
Probablemente el chico tratará más vigorosamente de vencer la resistencia de la muchacha, creyendo que sólo tiene miedo de sentirse excitada por sus caricias, y que acabará cediendo si logra salvar los obstáculos que ella le opone.
Cuando tales encuentros, iniciales y torpes, sólo producen desengaño o congoja en vez de dar por resultado el deleite apetecido, la mayoría de los jóvenes pone en tela de duda, no la validez de sus esperanzas, sino su propia valía... o la del compañero. El muchacho llega a la conclusión de que ella es una engreída, puesto que no le ha permitido tocarla donde era conveniente; la chica, por su parte, lo juzga inepto porque no supo acariciarla en forma adecuada. Ambos están ciertos de que les bastará con probar una vez más (con otro compañero, desde luego) para dominar en breve plazo los misterios de la sexualidad. Y así prosiguen sus ensayos sin una firme orientación, tropezando, experimentando.
Con el tiempo, algunos chicos y chicas encuentran respuesta a sus preguntas, siquiera sea parcial. Pero aun en este caso, su buen éxito se ve frustrado a menudo por su incapacidad para comprender la verdadera función de las caricias. Muchos son los que siguen considerándolas exclusivamente como simples medios para alcanzar un fin; piensan que las caricias llevan siempre el propósito de realizar la cópula; que son una forma funcional; un medio mudo de expresar la aceptación, el deseo o una petición del trato sexual.
En cambio, para otras parejas, que también consideran las caricias solamente como un medio orientado al mismo fin, esas caricias llegan a ser un medio del que gozan casi tanto como del fin mismo. Han superado la rudimentaria idea de la caricia como incitación para llegar al concepto, más cultivado, de la caricia como técnica. En esencia, han adoptado la filosofía de los manuales que tratan el aspecto del erotismo, el cual se convierte entonces en una destreza asequible, de la que se puede hacer uso en cuanto surja el deseo. No se enseña a hombres y a mujeres cómo acariciar a otro ser humano, sino cómo manipular otro cuerpo.
Esto constituye una forma ciega de interpretar las relaciones sexuales. La preocupación por las técnicas de manipulación hace de las personas simples objetos, y convierte la caricia en ciencia de la estimulación. Así el contacto sexual, en vez de ser la forma de compartir una emoción íntima, se acerca peligrosamente a un mero intercambio de servicios impersonales.
Para el hombre y la mujer que se estimen mutuamente como individuos y que busquen las satisfacciones inherentes a unas relaciones sólidas, es importante evitar el craso error de creer que las caricias no son sino medios para realizar un fin. En realidad constituyen una forma elemental de comunicación; una voz muda que rehúye los lazos que nos tienden las palabras, al mismo tiempo que expresan los sentimientos del momento. El tacto es como un puente para salvar la separación física, de que nadie está exento, y con él se establece una conciencia de solidaridad entre dos individuos.
El tocamiento, casi siempre, lleva en sí un mensaje que puede ser asexual, dirigido a manifestar actitudes personales o emociones; a dar consuelo y seguridad, También puede ser un placer de índole sensual explorar la textura de la piel, la flexibilidad de un músculo, los contornos del cuerpo, sin más propósito que el goce de la percepción táctil. Y con todo, es tal la naturaleza del sentido del tacto, capaz de dar impresiones y recibirlas simultáneamente, que en el placer mismo de una mujer al acariciar la mejilla de su esposo, por ejemplo, con la yema de los dedos le transmite el placer de sentir el que ella deriva de acariciarlo.
En ello radica la fuente emocional de la sexualidad. Al buscar espontáneamente la comunicación por medio del tacto, marido y mujer reafirman su mutua confianza y renuevan su recíproca entrega. Ambos recurren a esta reserva emotiva siempre que uno de ellos se vuelve al otro animado de deseo físico. Como sus caricias tienen continuidad y forman parte de un diálogo íntimo que no se inicia ni acaba en el lecho, marido y mujer se sienten seguros. Cualquiera de ellos que dé el primer paso, hará que el otro lo comprenda al momento y sepa corresponder, y el cónyuge se sentirá confiado, pues sabe que su reacción será acogida favorablemente, por limitado que sea en tal momento el grado de excitación erótica.
Cuando no existe tal seguridad, podrán tocarse físicamente cuanto quieran dos individuos en el acto carnal, que no habrá entre ambos ningún contacto emocional. Cuando con prodigar caricias o someterse a ellas sólo se persigue el propósito de copular, no se puede expresar ni cordialidad ni intimidad. Esas caricias constituyen apenas una señal sin delicadeza, una petición de servicios, o un simple aceptar esa petición. Y en el curso de los años este servicio va sufriendo mella, hasta que por fin uno u otro de los individuos de la pareja no puede o no quiere ya proporcionarlo. En un eco tan triste como irónico de su infancia, hombre y mujer pasan sus últimos años en común soltería y "se abstienen de tocarse".
Las parejas jóvenes de la actualidad parecen tener mayor libertad para expresarse, tanto verbal como físicamente. Quizá logren incorporar a su vida erótica una nueva filosofía del tacto. Acaso comprendan que el tacto (como la vista, el oído, el gusto y el olfato) nutre el gozo de vivir; que el tocar a otro ser humano satisface la profunda necesidad animal de no sentirnos solos; que el vernos acariciados por otro ser humano satisface nuestra necesidad de sabernos deseados en presencia física; y que al acariciar y al ser acariciados no solamente sentimos el gozo de estar vivos, sino también la alegría de ser un ente sexual, gozo que, como expresión natural y ampliación de la vida misma, se expresa inevitablemente en el abrazo sexual.
Condensado de "Redbook" (Octubre de 1972), © 1972 por The McCall Publishing Co., 230 Park Ave., Nueva York, N.Y. 10017.