LA NOCHE EN QUE MURIÓ MANAGUA
Publicado en
agosto 29, 2022
Cómo en unos cuantos terribles segundos uno de los más desastrosos terremotos de nuestro tiempo transformó a la capital de Nicaragua en la ciudad de los muertos y los desposeídos.
Por David Reed.
AL OSCURECER, una enorme Luna en cuarto creciente brillaba sobre el cielo de Managua el viernes 22 de diciembre de 1972; el ambiente festivo que reinaba en la capital de Nicaragua estaba mezclado con una intranquilidad que por momentos se intensificaba. Los niños esperaban impacientes la mañana de Navidad, en que despertarían para ver alborozados los regalos que les habría llevado el Niño Jesús. Pero muchas personas decían, también, que hacía un "tiempo de terremoto".
Durante los meses anteriores Nicaragua había sido víctima de la peor sequía en el transcurso de un siglo. El viento estaba en calma y el calor era agobiante. Los científicos nunca han establecido una relación de causa a efecto entre tal estado de la atmósfera y las perturbaciones sísmicas; sin embargo, los ancianos, en especial, sentían mucha inquietud. Recordaban el terremoto de 1931 —otro año de fuerte sequía— que había arrasado a Managua y había matado a 2000 personas. Por tanto, aquel viernes algunos managüenses pusieron sus camas cerca de la puerta, que dejaron abierta, y se acostaron vestidos, pues sabían por experiencia que las puertas se traban a menudo en las casas que se derrumban, atrapando a sus moradores. Sin embargo, no había pánico. "Estamos acostumbrados a los temblores", dijo un managüense; "los hemos padecido toda la vida".
Sudario de polvo. El primer sacudimiento espantoso empezó a las 12:28 de la noche, en dos traqueteos que duraron apenas segundos. "Fue como un estallido sordo", dice John Barton, funcionario del Servicio de Información de los Estados Unidos. "Dolían los oídos, los dientes y los huesos". El hombre de negocios nicaragüense Jürgen Sengelmann vio que su casa se sacudía tan violentamente que, al principio, no pudo levantarse de la cama. Con muchos esfuerzos logró llegar hasta un balcón. "Vi que se levantaba polvo como una sábana por toda la ciudad", dice Sengelmann. "El polvo se elevó a una altura de 300 metros, hasta que no pude ver sino polvo y fuego".
Santos Jiménez, médico y jefe voluntario de bomberos de Managua, corrió a la calle en compañía de su familia, y luego se dio cuenta de que un hijo suyo, de 14 años de edad, se había quedado en casa. Fue corriendo a lo que quedaba de ella, desenterró al muchacho de los escombros y logró sacarlo en el preciso momento en que el edificio se desplomaba por completo. El muchacho ya no respiraba, pero Jiménez pudo revivirlo aplicándole la respiración artificial. Luego Jiménez pensó en sus otras obligaciones y salió apresuradamente para el cuartel general de bomberos.
Se quedó atónito con lo que vio: Managua era pasto del fuego, y la mayor parte de su equipo de incendios yacía aplastado debajo de cientos de toneladas de escombros. Pensó que aquello no empeoraba las cosas, pues al fin y al cabo la mayoría de las calles estaban bloqueadas por los derrumbes y no había agua en las tomas. Jiménez y sus hombres, desalentados e incapacitados momentáneamente para actuar, se sentaron en el borde de la acera.
Unas 200 personas habían asistido aquella misma noche a fiestas de Navidad de las oficinas en el cabaré "La Plaza", situado en la plaza de armas de la ciudad. La orquesta tocaba un bolero cuando, de repente, el techo se vino abajo sobre la pista de baile y mató a muchas parejas. Los que sobrevivieron, poseídos del pánico, saltaron a través de los cristales de las ventanas. Un hombre fue atrapado por una viga que le cayó en el tobillo. Los equipos de salvamento trabajaron en rescatarlo toda la noche, sin éxito. Por fin, tuvieron que aplicarle un torniquete en la pierna y cortarle el pie con un machete.
El día siguiente, sábado, sería día de pago en Managua, y además se distribuirían los aguinaldos de Navidad. Cientos de vendedores ambulantes, en espera de realizar las mejores ventas del año, habían ido a dormir en compañía de sus mujeres e hijos alrededor del cuadrado edificio del Mercado Central, para instalar sus puestos temprano, a la mañana siguiente. Sin embargo, con la primera sacudida la estructura de mampostería se había derrumbado. Los cables de la corriente hicieron corto circuito y produjeron un tremendo incendio. A la fecha se ignora el número de personas que perecieron allí.
Cincuenta hombres y mujeres estaban encerrados en las celdas de una antigua cárcel del centro de la ciudad apodada "El Hormiguero". Los hombres que sobrevivieron aprovecharon la oportunidad para escapar por los boquetes de las paredes. Las mujeres, encerradas en otra parte del penal, no pudieron salir y pedían socorro a gritos. Un celador que salía huyendo regresó al edificio en ruinas y, abriendo las cerraduras, liberó a las presas.
El Dr. Agustín Cedeño, jefe de la sala de urgencias del Hospital General de Managua —que tenía 800 camas y era el más grande de la ciudad— había pasado una noche tranquila, sin un solo caso grave. Pero al producirse el terremoto el edificio se abrió en dos, matando a unos 75 pacientes, entre ellos a 17 recién nacidos que estaban en la sala de cunas. A pesar del peligro, las enfermeras corrían en el hospital, entraban y salían una y otra vez sacando a los encamados. Una enfermera logró sacar a ocho nenes prematuros, los colocó en una caja de cartón y se los llevó en auto a fa ciudad de León, a 80 kilómetros de 1a capital. En el camino, cada vez que uno de los niños se ponía azul le aplicaba un respirador portátil. Los ocho sobrevivieron.
A la hora de empezar el terremoto había 500 nuevos internados en el Hospital General. Los heridos llegaban en autos particulares; el Dr. Cedeño pidió a los conductores que mantuvieran las luces frontales encendidas, para que los médicos y las enfermeras pudieran ver. Sacaron precipitadamente de unas cajas botellas de suero intravenoso y, arrodillados en el polvo, detenían hemorragias y arreglaban fracturas. Cedeño practicó aquella noche tres amputaciones de urgencia a la luz de linternas de mano. En total hubo 5000 personas atendidas en el suelo, frente al hospital.
Centro de mando. El general Anastasio Somoza, jefe de la Guardia Nacional y primera figura de Nicaragua, de 47 años de edad, estaba en su rancho "El Retiro", en las afueras de la capital, cuando empezó el terremoto. La casa, aunque agrietada, se mantuvo firme. Una vez que se cercioró de que su esposa y sus cinco hijos estaban sanos y salvos, Somoza corrió a prestar auxilio. Su primer impulso fue dirigirse al cercano cuartel general de la Guardia Nacional, situado en la cima de una colina, pero sus edecanes acudieron a avisarle que aquellas instalaciones habían quedado destruidas. Somoza decidió entonces convertir "El Retiro" en un centro de mando, y encabezar personalmente las operaciones de salvamento.
Somoza se enfrentaba a la peor crisis de su vida. La capital estaba en ruinas, el ejército de 7000 hombres disperso.
Tabla rasa. Al llegar el alba se presentó un camión de bomberos procedente de Costa Rica, y conducido por voluntarios de aquel país, que habían viajado a velocidad vertiginosa durante seis horas. Los bomberos costarriqueños contemplaron el desastre que había por todas partes y se dieron por vencidos. En efecto, había incendios en toda la ciudad. Sobre todo en el centro, que parecía el terreno de Hiroshima después de estallar la bomba atómica: había hecho tabla rasa. Cerca de 50 hectáreas de construcciones estaban completamente destruidas. Se calculaba que en las demás partes de la ciudad un 90 por ciento de los edificios se había derrumbado o había sufrido daños de consideración. Aproximadamente 300.000 personas —el 75 por ciento de la población de Managua, de 400.000 almas— se quedaron en un instante sin hogar. Miles de cadáveres yacían bajo los escombros; los familiares de las víctimas escarbaban entre las ruinas, buscando a sus deudos.
No sólo se había abatido la catástrofe más terrible sobre la ciudad, sino que los medios para combatirla estaban inutilizados. El gobierno había desaparecido, los funcionarios civiles y los soldados perecieron o escaparon, y casi todas las oficinas públicas estaban reducidas a ruinas. El agua, la electricidad y las comunicaciones ya no existían, y se habían dislocado los conductos normales de abastecimiento de alimentos.
Como impulsadas por un instinto, decenas de miles de personas recogieron cuantas pertenencias podían salvar y empezaron a salir de Managua. Uno de los refugiados era un pálido hombre que gastaba perilla y que había vivido desde el mes de agosto anterior en el Hotel Intercontinental; expuesto a la curiosidad pública por primera vez en varios años, el retraído multimillonario Howard Hughes transmitió un S.O.S. particular y poco después de amanecer un avión especial llevaba a Hughes y a sus secretarios —a nadie más— hacia lugar seguro.
En poco tiempo todos los caminos que conducen a Managua estaban atestados. Seguía temblando levemente, como si la tierra quisiera restablecer el equilibrio, y los managüenses trataban desesperadamente de salir de la ciudad antes de que sobreviniera otro sacudimiento fuerte. Unas turbas empezaron a saquear, primero las tiendas, luego las residencias particulares, y dejaron la urbe virtualmente vacía.
Si Managua quedaba abandonada a sus propios recursos, no tardarían en rematar aquella desolación las enfermedades, la sed y el hambre.
Llegan auxilios. Tres horas después de la catástrofe vibraba un mensaje en un túnel profundo, bajo Ancon Hill, en la Zona del Canal de Panamá, en el Centro de Operaciones conjuntas del Mando Sur de los Estados Unidos. El mensaje procedía del Pentágono, y ordenaba al general brigadier John Desmond —un alto, fornido jefe oriundo de Center Harbor (New Hampshire), de inseparable puro en la boca— que permaneciera alerta, pues había ocurrido un fuerte terremoto en Managua. Desmond preparó a su equipo de socorro para que entrara en acción inmediatamente.
Levantado apresuradamente de la cama, el teniente coronel Frank Simons, de Indianápolis, comandante del cuerpo de vigilancia de desastres y auxilio a damnificados, puso en estado de alerta a 40 oficiales y soldados, entre ellos a varios integrantes del personal de sanidad y especialistas en ingeniería, en abastecimiento de agua, suministros y comunicaciones. A las 7 de la mañana Washington dio la señal de ponerse en movimiento. Actuando con celeridad, los hombres de esa unidad cargaron tres aviones C-130 de transporte con equipo de toda clase, que despegaron a las 11 de la mañana. Así empezó una de las más importantes operaciones humanitarias de los últimos tiempos.
Minutos después de aterrizar los C-130 en las afueras de Managua, que seguía ardiendo, el destacamento de Simons y Desmond se desplegaba por la ciudad para obtener información. Simons y Desmond fueron en auto a "El Retiro", a conferenciar con Somoza. Hacia las 6 de la tarde ya habían bosquejado un plan de lo que era necesario hacer.
Anastasio Somoza era, al decir de un testigo, "la persona más serena de Managua". Daba órdenes tajantes a diestra y siniestra, asignaba tareas determinadas a los oficiales de la Guardia Nacional y a los funcionarios civiles que había logrado reunir. Para coordinar las actividades, el personal militar norteamericano alzó tiendas de campaña en el prado frontal de la residencia de Somoza, convirtiéndolo en un polvoriento centro de operaciones. Los equipos de radio del Ejército de los Estados Unidos instalaron una red de radiocomunicaciones que abarcaba toda la ciudad. La torre de control del aeropuerto de Managua sólo funcionaba parcialmente, así que el destacamento de control de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos instaló un jeep de radio al lado del camino de entrada, desde donde se dirigió todo el tráfico aéreo. (Aquel domingo llegaría a Managua una flota de 199 aviones de socorro.)
Ayuda entre el caos. Los buitres sobrevolaban Managua, atraídos por la carroña. Habían muerto tantas personas que hubo necesidad de apilar los cadáveres, en varias capas, en hondos fosos que luego se rellenaron con tierra utilizando motoniveladoras. Sin embargo, Aún quedaban muchos cadáveres entre los escombros, y pronto el olor de la muerte impregnaba el aire de las ruinas, sobre todo en los alrededores del Mercado Central, donde habían dormido las familias de los comerciantes. No se sabrá nunca a ciencia cierta cuántas personas perecieron en el terremoto. Somoza calculaba el número de muertos entre 11.000 y 12.000.
La tarea más urgente de los equipos de salvamento consistió en proporcionar asistencia médica a los sobrevivientes. A 3000 kilómetros de Managua, en Fort Hood (Tejas), un hospital completo de 125 camas se envió en aviones reactores al lugar del desastre. En ese hospital móvil iban ocho ambulancias, incubadoras, un equipo de rayos X, una cocina de campo, 18 camiones para transportar víveres y medicamentos, y 45 médicos y enfermeras. Aterrizaron en Managua el domingo por la tarde; los norteamericanos instalaron el improvisado hospital en un prado, cerca del Hospital General en ruinas. (Después se llamaría Campo Cristina, en honor de la primera niña que nació allí, el día de Navidad.) Francia y otros muchos países también enviaron equipos médicos. México envió generosa ayuda técnica y sanitaria, estableciendo un verdadero "puente aéreo". Incluso Fidel Castro, uno de los más encarnizados enemigos de Somoza, envió un hospital de urgencia, con 59 médicos y ayudantes. Los médicos nicaragüenses y de otras nacionalidades asistieron a unos 20.000 heridos.
La siguiente tarea más urgente era el suministro de agua. Los hombres a las órdenes del coronel Simons inspeccionaron la cendal de abastecimiento de agua de la ciudad y descubrieron que un tubo que conducía el cloro desde un gran depósito cilíndrico se había roto con el terremoto. Tardaron doce horas en repararlo. El Mando del Sur envió 5000 latas de cinco galones (18,92 litros) llenas de agua potable, para que no sólo tuvieran así una ración inicial de agua, sino que los recipientes sirvieran después para transportar más líquido. También se enviaron por avión purificadores de agua y docenas de camiones cisternas y remolques. Los hombres de Simons encontraron siete pozos aprovechables y pusieron a funcionar bombas para sacar agua de esos pozos. El domingo por la tarde se hicieron las primeras entregas de agua en los puntos clave de la ciudad y en sus alrededores. En los días siguientes los ingenieros nicaragüenses repararon cada vez mayor número de depósitos de agua.
Los gobiernos y las organizaciones de voluntarios de todo el mundo enviaron grandes cantidades de alimentos. Al principio el suministro fue caótico, pero en pocos días se organizó un sistema bastante eficaz de aprovisionamiento, con 36 centros de distribución. En total se repartirían raciones diarias de comida a medio millón de personas —la cuarta parte de la población total de Nicaragua—, socorro del cual se beneficiaron también los campesinos víctimas de la sequía en las aldeas cercanas a la capital.
Los fuertes vientos seguían ex,tendiendo el fuego incontenible entre las ruinas. Los operarios de motoniveladoras del equipo norteamericano abrieron una barrera cortafuego de 30 metros de anchura en una zona de diez manzanas, para que el fuego no siguiera cundiendo. Los camiones de bomberos de Costa Rica y Honduras, con gente transportada por aire desde Guatemala, se concentraron en vigilar las instalaciones de comunicaciones y otros puntos importantes. Pero hubo que dejar a la mayoría de los incendios extinguirse por sí mismos, lo cual sucedió dos semanas después.
Por órdenes de Somoza se construyó una alta valla de alambre de púas alrededor de la zona de cinco kilómetros cuadrados que resultó más devastada, considerada demasiado peligrosa para que entraran las personas. Somoza calculó que se necesitarían dos años de trabajos sólo para recoger los escombros de allí, y muchos años más para reconstruirla.
De las cenizas. Managua volvió lentamente a la vida. Hubo gozosos encuentros al descubrir la gente que parientes y amigos dados por muertos aún vivían. Cada día era mayor el número de instalaciones eléctricas, de aprovisionamiento de agua y de teléfonos que se reparaban. Comenzó la rápida construcción de viviendas temporales. Pero Nicaragua necesitará importar grandes cantidades de víveres sólo para subsistir hasta septiembre, tiempo normal de la próxima cosecha, y eso si termina la sequía. Los Estado Unidos han prometido enviar más ayuda, en cantidad suficiente para hacer que el país vuelva a la situación que prevalecía la noche del 22 de diciembre.
Al principio se habló de cambiar la capital, pero Somoza decidió que tal cosa sería prohibitivamente cara. En vez de ello, se crearán zonas verdes y parques arbolados a lo largo de los sectores dañados, con sólo unos cuantos edificios sólidos. Las residencias, las oficinas del gobierno y las empresas comerciales se dispersarán. Un norteamericano comentó: "Nicaragua tiene la oportunidad de construir una ciudad modelo. ¡Pero qué precio tan alto tuvieron que pagar los nicaragüenses por ello!"
El resto del mundo olvidará con el tiempo la noche en que murió Managua. Pero el recuerdo de aquellos terribles segundos poco antes de la Navidad quedará impreso para siempre en el alma de toda una generación de nicaragüenses.