Se volvió hacia él y dijo con rabia, quizá solo por eso, porque no lo vio suplicante como los demás.
—Tú no eres nadie, Pedro. Cuando me decida a perder mi libertad, será con un hombre que no tiemble tímidamente ante mi figura.
CINCO AÑOS ANTES
Berta lo contempló dolorida. No era aquella la primera vez que lo veía así. Sin embargo, aquella noche sentía cómo su corazón se desgarraba, porque jamás había imaginado que el alma de Pedro se hallara toda, íntegra, puesta en aquel amor. ¡Lo había visto tantas veces llegar despacio, con la mirada ausente y en la boca aquel rictus de amargura! Aquella noche era diferente. Él, tan callado, tan sufrido, tan enemigo de hacer a nadie partícipe de su dolor, llegaba con una luz de desesperación en los ojos y en la frente una arruga pronunciada, denunciando a las claras que la lucha había terminado con una rotunda derrota.
—Pedro, yo daría algo por...
No terminó la frase. La figura de su hermano quedó rígida, de pie ante ella, con las manos crispadas y en las pupilas una luz extraña.
Era alto, fuerte. Elegante en extremo. Poseía los ojos más claros que ella había visto jamás. Eran grises, de expresión profunda y enigmática. En el fondo de las pupilas existía algo, algo que era dulzura y tal vez timidez. Los cabellos negros y brillantes coronaban la faz enérgica, donde las facciones acusadas hacían más viril todo su aspecto. Tenía una frente despejada, unas entradas pronunciadas que denotaban lo mucho que aquel hombre había hurgado en los libros, sacando de ellos una decepción infinita porque su sabiduría le había servido de bien poco para conseguir la felicidad al lado de la ingrata. «Tienes que desengañarte, Pedro, no eres nadie. Has estudiado demasiado. ¿Y para qué? ¿Has olvidado tu condición de hombre para consagrarte a la ciencia? Eso no conquista a las mujeres como yo».
Al recordar estas palabras, los puños de Pedro se crisparon de tal modo que Berta sintió cómo algo se rompía dentro de su corazón. Era tan bueno... Era tan leal y tan excesivamente cariñoso, que nunca había concebido que alguien pudiera hacerle daño. Y, sin embargo...
—No des nada, Berta —dijo al fin con una risita falsa—. Todo se ha perdido. ¡Soy tan poca cosa!
Lo dijo con los dientes apretados. En las pupilas grises había un mundo de rabia mal contenida.
—¿Tú poca cosa, Pedro? ¿Tú, un hombre que se ha pasado la vida, lo mejor de su vida diré mejor, entre los libros, sin más afán que saber, solo con objeto de hacer bien a la Humanidad?
Pedro sacudió la cabeza y rio tan fuerte que aquella risa le hizo mucho daño a Berta.
—El amor no es un niño inteligente, querida Berta. Cuando más ignorante, más éxito tiene. Al menos, Yousi lo entiende así.
—Yousi es una ingrata.
—Yousi es una mujer bonita —dijo muy bajo, con tanta intensidad en la inflexión que Berta se estremeció a su pesar—. Es una mujer bonita. En este momento la odio por quererla más que nunca —sonrió entre dientes. Toda la desesperación iba poco a poco desapareciendo, pero Berta prefería verlo desesperado que con aquella serenidad apasionada que le infundía terror—. Algún día, Yousi recordará esta noche, y el recuerdo será terrible para ella.
Sacudió la ceniza del cigarro y avanzó hacia su hermana. Cogió entre sus finos dedos la cara triste de Berta y la alzó hasta sus ojos.
—No te inquietes, querida mía. Después de todo, es la primera vez que decido enamorarme. Aunque ya ves para qué me ha servido. Me convertiré en un solterón taciturno y seré un tío maravilloso para tus hijitos.
—Eso no. Tú eres joven. Vendrán otras mujeres. Te enamorarás de nuevo y pensarás en Yousi como en una ilusión pasajera.
—¿Estás segura, Berta? Vamos, querida, sé sincera. ¿Crees a tu hermano capaz de volver a pensar en otra mujer?
Berta bajó los ojos y sin responder dio la vuelta. No, no lo creía. Lo conocía bien. Sabía lo que había dentro del corazón de Pedro. No ignoraba cómo pensaba y cómo sentía, y por eso albergaba en su corazón un miedo espantoso. Las reacciones de Pedro eran tardías, muy retardadas, pero terribles. Tembló por Yousi y tembló por él, pues jamás volvería a ser un hombre normal.
—Gracias por tu silencio, Berta —murmuró serenamente, yendo a su lado y quedando de pie tras ella—. Sabes que no olvidaré jamás, y eso es suficiente. Yousi Sardá recordará mi existencia, Berta. Tiene que recordarla, aunque para ello me sea preciso dejar que transcurran decenas de años.
—¡Oh, Pedro! ¡Si pudieras olvidar!
—¿Olvidar? ¡Jamás! Yo no sé olvidar, querida mía —continuó serenamente—. Sé querer y odiar con la misma intensidad. Es curioso —sonrió a medias—. Estoy seguro que Yousi algún día se verá en las mismas circunstancias que yo me veo ahora. —Hizo una rápida transición y añadió seguidamente—: Voy a realizar un largo viaje, Berta. Tal vez me decida a ejercer en el extranjero mi profesión de doctor. Sí, ejerceré la ciencia en cualquier capital del extranjero.
Berta giró en redondo y se le quedó mirando suplicante.
Era una dama de unos treinta años. Rubia. Se parecía un poco a Pedro, aunque no era igual ni muchísimo menos. Mientras Pedro poseía unos ojos grises y de expresión un tanto enigmática, los de ella eran azules, grandes, dulcísimos, de expresión diáfana y pura. Bajita y delicada, exquisita y muy femenina.
Extendió las manos y cogió con febril ansiedad el brazo recio de su hermano.
—¿Has dicho marchar, Pedro? ¿Marchar ahora, cuando tu nombre está sonando con campanitas de gloria en el mundo de la ciencia? Dios mío, Pedro, te has vuelto loco. Tú no sabes lo que vas a hacer. Estropearás tu carrera, destruirás tu corazón y tu cuerpo, Pedro, tu cuerpo...
Pedro soltó una carcajada demasiado fuerte para ser sincera.
—No te aflijas, Berta. Mi carrera ya no tiene objeto. Mi corazón... ¿Qué diablos tiene mi corazón? Ya no siente, Berta. Está quietecito, muy quietecito. En cuanto a mi cuerpo... ¡Bah! Me merece muy poco aprecio. Además, volveré algún día.
—¿Algún día? ¿Cuándo?
—¿Cuándo? —se encogió de hombros—. Tal vez cuando deje de ser un hombre tímido.
Berta quedó con la boca abierta. ¿Había dicho tímido? ¿Luego, entonces, era aquello lo que le reprochaba la loca y consentida niña moderna de los Sardá? Sí, reconocía que Pedro siempre había sido un poco tímido con las mujeres. No es que lo presenciara ella, pero lo adivinaba, dado el carácter de su hermano. Sin embargo, Pedro fue un muchacho de mundo. Lo había visto alternar, vivir y disfrutar al lado de mujeres bellísimas. Claro que siempre dentro de la más rígida seriedad. Sí, Pedro era un hombre serio, pero no enteramente tímido.
—Tú no eres tímido, Pedro —dijo fuerte—. Eres un hombre serio, pero eso, en vez de ser un defecto, es una cualidad. Y Yousi debería comprenderlo así. —Sacudió la cabeza y añadió, con despecho—: Yousi está loca, Pedro. Es una muchacha demasiado joven. Ha sido presentada en sociedad hace apenas dos meses. Demasiado rica, su familia pertenece a la más rancia aristocracia. Se halla rodeada de admiradores y es natural que se crea única en el mundo. Tiene muchos pájaros en la cabeza, pero eso se le pasará. A los dieciocho años todas tenemos pájaros en la cabeza.
Pedro la contempló con cariño. Le dio unos golpecitos en la mejilla pálida y dijo, dulcemente:
—Tú nunca los has tenido, mi querida Berta. Has sido siempre una muchacha sensata. Y no se puede decir que tuvieras menos virtudes que Yousi Sardá, puesto que poseías belleza, encanto, abolengo, tal vez más que ella, y una fortuna considerable, mucho mayor que la que pueda poseer Yousi. Y, sin embargo, el gusano de la vanidad no te infectó. Cuando conociste a Rafael te casaste con él ciegamente enamorada. Era un amor natural y muy propio de tu alma blanca. Yousi no sabe querer, porque no tiene corazón. Un día cualquiera se unirá a un hombre acaudalado, aunque tenga panza y conserve por corazón un trocito de esponja. Ella será feliz pudiendo disfrutar de la vida, gozar en los grandes salones y vivir tranquilamente dentro de un mundo falso e hipócrita. Sí, Yousi Sardá es de esas mujeres que anteponen su propia satisfacción a todo.
—Tú eres un chico joven, rico, posees una carrera brillante que te llevará muy lejos en el mundo de la ciencia. ¿Qué más desea Yousi?
Pedro sonrió con desprecio.
—Querida mía, eres tan noble que no puedes concebir ciertos aspectos de Yousi Sardá. He sido tan incauto que he dejado que jugara conmigo una temporadita, mientras le pareció que merecía la pena pasar el tiempo conmigo. Después que sus amigas estuvieron bien enteradas de la corte que yo le dispensaba, y cuando comprendió que el asunto perdía actualidad, me dijo sencillamente que yo no era nadie. Que no sabía llegar al corazón de las mujeres. Me dejó en ridículo, ¿verdad? Naturalmente que me dejó. La quise tanto... —confesó lealmente y dejando por un momento su dolor al descubierto— que me consideré el hombre más feliz del mundo con tal de poseerla. Ella me hizo creer que en realidad me estimaba lo suficiente, hasta que se cansó. Para ella fue un juego estúpido. Para mí...
—Para ti fue una nueva experiencia.
La faz de Pedro se atirantó. Dio unos pasos por la estancia y se detuvo en la puerta.
—No fue solo una experiencia más a añadir a las ya adquiridas con anterioridad, querida Berta —dijo fuerte—. Fue una destrucción total de mis esperanzas. Y eso lo vengaré en Yousi Sardá algún día. ¿Cuándo? ¡Bah! Poco importa que sea hoy o dentro de diez años. El caso es que jamás olvidaré el ridículo corrido esta noche. Ahora voy a marchar, Berta. Solo he venido a despedirme de ti y tus hijos. Tengo a Damián preparando el equipaje. Mañana al amanecer salgo en avión hacia un mundo mejor.
Berta corrió hacia él.
—Si yo te pidiera que te quedaras, Pedro... Si yo te rogara que meditaras dos días... Vas a destrozar tu porvenir y tus ilusiones. Vas a...
—No sigas, Berta. Mi porvenir solo Dios sabe dónde está. En cuanto a mis ilusiones... ¡Bah! Se han desvanecido todas esta noche.
Berta lo cogió por el brazo y le hizo mirarla.
—Pedro —murmuró en un sollozo—. Yo te conozco bien. Sé bien cómo eres. Es inútil que trates de disimular a mi lado. Sé que estás sufriendo mucho y sé que jamás podrás olvidar la existencia de Yousi Sardá y el amor que sientes por ella.
La sonrisa de Pedro fue más bien una mueca.
—Querida mía, no he tratado de negar que quiero a esa muchacha. Pero si es cierto que me conoces como aseguras, recordarás que la voluntad me ha tenido millones de veces con la cabeza frente al libro, cuando mi corazón y mis ansias de muchacho me exigían ir a disfrutar como los demás chicos de mi edad. Si he podido dominar mis impulsos cuando en realidad no iba en ellos mi corazón, dime, ¿qué podré hacer ahora con ella, si es el corazón quien desafía a la voluntad? Puedes imaginártelo, ¿verdad? —sonrió de una forma extraña y apretó sus manos—. Adiós, querida mía. Sigue amando a tu marido y cuida mucho de tus hijitos. Tú sí eres una mujer buena. ¡Dios te bendiga!
—¡Pedro!
—Adiós, Berta. Algún día volveré. Y entonces...
Aquella frase quedó en el aire. Berta se encogió sobre sí misma y, hundida en un sillón, rompió en fuertes sollozos. El cúmulo de odio que Pedro llevaba en el corazón le daba miedo, un miedo espantoso que le destruía las esperanzas de verlo algún día feliz.
Unas horas después, llegó Rafael. Berta estaba en el mismo lugar donde la dejó Pedro. Al ver a su marido, corrió hacia él y se apretó en sus brazos.
—¡Oh, Rafa! —dijo sollozante—. Estoy medio enloquecida. Pedro se marcha.
Rafael la besó en la frente y dijo, sentencioso:
—Bueno, ¿y qué? Yo en su lugar hubiera obrado del mismo modo.
—¿Es que sabes...?
—Todo. Me lo contó Carlos Miranda. Él estaba en la fiesta cuando Yousi lo despreció delante de sus amigas. Fue algo terrible. Le dijo que no servía para nada. Y Pedro, en vez de responder, se inclinó hacia ella, y antes de dar la vuelta, dijo, entre dientes tan solo y muy bajo: «No soy nadie». Luego, se alejó de su lado, pero continuó en la fiesta, tan contento y formal como si no hubiera sucedido nada. Pero nosotros que lo conocemos...
—Tengo miedo, Rafa.
—Aún es pronto para tenerlo. Después será peor. Pedro no olvidará jamás. Y lo malo de todo es que ha de demostrarnos todo lo contrario de lo que pueda sentir. Esperemos, Berta. Yousi es una mujer sin alma. No se casará nunca, porque todos la conocen.
—Sin embargo, Pedro marcha derrotado, y eso para su orgullo es terrible.
Rafael Salavarría soltó una discreta carcajada y abrazó más fuerte a su esposa.
—¡Oh, Berta! Sigues siendo tan ingenua como siempre. Pedro no puede marchar derrotado. Nadie lo hubiera visto así. Marcha, pero algún día volverá. Y entonces es cuando comprobaremos quién ha sido el derrotado. Pedro Olaizola es un caballero demasiado famoso, Berta. Demasiado hombre para considerarse vencido de antemano.
* * *
No muy alta, pero gentil, esbelta, hermosa y desafiante, Yousi Sardá, de pie en la terraza del Náutico, rodeada de admiradores, reía a carcajadas recordando el incidente de la noche anterior.
Poseía una boca jugosa, de trazo provocativo. Unos dientes blanquísimos, sanos e iguales, y unos ojos brujos de un color indefinido, cambiante. Cuando su alma se hallaba gozando en su propia satisfacción, los ojos adquirían un tono verde suave, transparente. En cambio, cuando algo la contrariaba tomábanse oscuros, fríos. Aquellos ojos tenían la virtud de expresar lo que sentía el alma, y Yousi libraba una gran batalla con sus pupilas porque odiaba en ellas tanta sinceridad.
Tenía un cuerpo de diosa pagana y una arrogancia desafiante. Una cabellera negra y ondulada y una expresión fascinante. Era fría en el fondo, pero terriblemente apasionada en apariencia. Poseía personalidad tan acusada, que sus amigas a su lado se veían desgraciadamente anuladas. Ella era una reina, y, a la vez, una tirana.
Aquella mañana, enfundada en la batita de playa de vichy rojo, sin manga alguna y con el escote muy pronunciado, parecía uno de los figurines de un magazine moderno.
—Estoy completamente convencida de que Pedro se halla a estas horas llorando como un chiquillo en su cuarto de soltero, y tal vez consolado por su inseparable Damián —dijo entre risas—. Jamás he visto una cara tan inexpresiva como la suya, cuando anoche le hice saber al fin que no me interesaba en absoluto.
Carlos Miranda se hallaba sentado sobre la balaustrada de la terraza dispuesto a tirarse al mar. Cuando oyó las palabras burlonas de Yousi, volvió su rostro simpático y enarcando una ceja, sentenció irónico:
—Señorita Sardá, no escupas al cielo, que es muy fácil que luego te caiga en la cara.
—¿Lo dices por lo de Pedro?
—Estoy dando respuesta a tus palabras.
—No me dirigía a ti —dijo, mordaz.
—¡Oh, bella sirena! Eso lo sabía de antemano. A un hombre sensato como yo no se dirige una loca como tú. Ayer noche cometiste una atrocidad, Yousi, y te lo hago saber porque aunque tú no lo creas, te compadezco con toda mi alma. Me das mucha pena. Hoy eres ya una víctima, y suponte lo que serás cuando vuelva Pedro Olaizola.
Yousi no tomó cuenta del insulto. Estaba acostumbrada a las rudas expresiones de Miranda y las secundaba siempre que podía. Aquella, mañana solo pensó en que Carlos había dicho: «Cuando vuelva Pedro Olaizola». ¿Es que se había ido? No tuvo necesidad de preguntar, porque el grupo entero se abalanzó sobre el bañista con objeto de inquirir noticias.
—¿Se ha ido Olaizola?
—¿Estás seguro, Miranda?
—¿Cuándo ha marchado?
—No es posible que se sintiera tan cobarde.
Yousi permanecía silenciosa. Recostada sobre la balaustrada indolentemente, permaneció en espera de que Carlos diera una explicación.
Miranda miró el agua y sonrió. Luego volvió la cabeza, y en vez de clavar sus ojos azules en los rostros ansiosos de aquellos imbéciles satélites de la bella sirena, los guio hacia la faz tranquila de la protagonista de la estúpida fechoría y dijo guasón:
—Pedro Olaizola se ha marchado al extranjero esta mañana al amanecer. Va solo con objeto de asistir a una reunión científica.
—Eso será el pretexto —dijo una pelirroja amiga de Yousi.
—El pretexto, querida cabellos de espiga, te lo demostrará Olaizola algún día.
Y se lanzó al agua.
Volvieron a rodear a Yousi, que, como una soberana, los oía un poco despreciativamente. Porque Yousi era una muchacha muy compleja. Ni ella misma sabía cómo sentía. En su corazón había una amalgama de desconcertantes sensaciones. A veces, y sin motivo alguno, despreciaba a sus amigos, alejándose de ellos durante una larga temporada. Otras no se separaba de su lado y formaba parte de la pandilla díscola, siendo la protagonista. En aquel momento, los oyó hacer comentarios como si se hallara muy alejada. Después, y sin excusarse, dio media vuelta y dijo que se marchaba a su casa. No demostró recordar para nada el incidente de la víspera. Aquello era una cosa que pasaba a la historia, no tenía actualidad. Y Yousi consideró que no merecía la pena pensar más en ello.
Sin embargo, y cuando se hallaba ante el volante de su lindo cochecito rojo, camino de su palacio, torció la dirección y adentróse en una carretera solitaria. Dejó que el auto corriera despacio y pensó en la noche anterior.
Había despreciado a muchos de sus amigos delante de todos, en una fiesta, en el baile del casino, e incluso en la playa. Y, sin embargo, los despreciados continuaban siendo sus amigos, esperando tal vez que ella se hallara predispuesta a concederles algún día su amor. ¡Bah! Todos eran muñecos de salón, sin más utilidad que gastar el dinero que les entregaban los elegantes papás y presumir ante las muchachas.
Pensó en Pedro Olaizola, y a pesar suyo, sintió que un frío glacial le traspasaba las venas. Desde que la habían presentado en sociedad, Pedro era su ferviente admirador. No la dejaba jamás. Ella le hizo concebir ilusiones, y después de haberse paseado con él ante toda la selecta sociedad a la que pertenecía, esperó aquella fiesta para desdeñarlo.
«—Yousi, yo te quiero y me gustaría saber si me correspondes, porque mi deseo es casarme contigo y hacerte muy feliz».
Aquello lo había dicho Pedro muy bajo, cuando en la fiesta pudo apartarla un poco de los demás.
Ella había soltado la carcajada. Una carcajada cristalina y burlona, llena de felicidad. ¿Casarse con Pedro? Era la cosa más absurda que nunca oyera. Pensó que aquella noche su timidez natural se había acuciado tal vez con el licor ingerido. Y con objeto de averiguarlo, lo miró sonriente, un tanto irónica. No, los ojos grises de Pedro se hallaban mirándola apasionadamente, pero en ellos no vio nada turbio que denunciara el alcohol. ¿Luego, entonces, es que el amor ahuyentaba la timidez?
Rio feliz. Le hacía muchísima gracia que Pedro se atreviera al fin a declarársele. No pensó que tuviese valor para hacerlo algún día. Sin embargo, lo tenía allí, rendido como los demás. Otro paladín, pensó sin escrúpulo alguno.
Pero se equivocaba. Pedro no era como los demás.
Se aproximó a sus amigas, y con crueldad malsana dijo, dirigiéndose a todas y teniendo muy cerca a Pedro Olaizola:
«—Chicas, ¿qué os parece? Este famoso doctor me pide que sea su esposa. ¿No es para morirse de risa?».
Vio cómo Pedro palidecía. Los otros muchachos, al declararse, no palidecían. Tan solo reflejaban sus rostros una expresión de súplica, que invitaba a la risa. Pedro había sido diferente a todos. Y ella tuvo rabia, una rabia sorda, que no sabía a ciencia cierta a qué atribuir.
Se volvió hacia él y dijo con rabia, quizá solo por eso, porque no lo vio suplicante como los demás.
«—Tú no eres nadie, Pedro. Cuando me decida a perder mi libertad, será con un hombre que no tiemble tímidamente ante mi figura».
¡Qué imbécil fue! ¡Qué poco supo comprenderlo! Ella era incapaz de amar, y por eso, no sabría jamás aquilatar el cariño que existía dentro del corazón noble del joven doctor. Un cariño infinito y sublime, verdadero. Yousi no sabía querer. Era coqueta y casquivana. Gustaba de experimentar emociones fuertes, y tal vez por eso se dejaba acompañar por todos los muchachos de la ciudad. Además, Pedro era un hombre tan excesivamente tímido que le daba lástima. Sus galanes tenían audacia y hasta le pedían apasionadamente un beso. Que ella lo concediera o no, era cosa suya, Pero Pedro ni a eso se atrevió. Le apretaba la mano y la miraba dulcemente a los ojos. No, no, en forma alguna podría resistirlo. Ella necesitaba más para encadenarse a un hombre. Su temperamento frío precisaba algo que le hiciera vibrar, y Pedro nunca sabría llegarle al corazón.
Yousi ignoraba que de aquel músculo carecía absolutamente. Lo tenía dentro del pecho y, sabía que estaba allí porque lo sentía palpitar y daba vida a su cuerpo hermoso. Por lo demás, ignoraba si existía o no.
«No soy nadie». Aquellas palabras repercutían, aún a su pesar, en el interior del cerebro de Yousi. ¿Por qué Pedro Olaizola había dicho aquello? ¿Qué quería significar? Recordó que durante el resto de la noche no había vuelto a mirarla, dedicado a obsequiar a todas las muchachas elegantes reunidas en la fiesta. ¿Es que acaso deseaba darle celos? Rio sola. Y poniendo el auto en dirección a la ciudad, continuó diciéndose que aún no había nacido el hombre que consiguiera encelarla.
Lo único que sentía era que Pedro no hubiérase rendido ante sus encantos. Esto la despechaba, porque todos hasta la fecha, después de saberse desdeñados, continuaron afanosos haciéndole la corte, pero Pedro no había reaccionado como los demás.
Encogióse de hombros y pensó que no merecía la pena preocuparse por tan poca cosa. Después de todo, aquello había sido un pequeño incidente sin importancia. Ella necesitaba disfrutar de la vida, gozar y vivir intensamente sin preocuparse de Pedros ni de Juanes.
Cuando llegó a su casa, dejó el auto en el amplio jardín y en dos saltos traspasó la distancia que la separaba de la terraza, donde sus padres se hallaban tomando el vermut.
—Hola —saludó alegremente, ya completamente ajena a sus pensamientos anteriores—. Buenos días. ¿No habéis salido?
El caballero, un señor alto y elegante, de apostura marcial, con su cabeza coronada por los cabellos ya grises, miró a su hija y sonrió orgulloso de saberse padre de aquella criatura bellísima.
—No, no hemos salido. ¿De dónde vienes tan temprano?
—De la playa.
Inclinóse hacia ellos y los besó cariñosa. Eran lo único que merecía la pena querer, y los quería con toda su alma, con aquella alma que llevaba oculta en lo más abstruso de su ser y que aún no había salido al descubierto. Casi puede decirse que Yousi ignoraba la existencia de su alma. No sabía cómo sentía ni lo que deseaba. Nunca habíase ocupado en analizarse a sí misma, porque no merecía la pena preocuparse por lo que consideraba carente de interés. Quizá algún día se viese precisada a hacerlo, pero por ahora...
La dama la contempló un poco seria. Era una mujer bella, de facciones correctas y muy dulces. Se parecía a su hija, pero sin aquella arrogancia de Yousi ni la mirada provocativa en los ojos de tonos cambiantes.
—No te he visto desde ayer, Yousi —dijo muy lentamente—. Esta mañana, cuando fui a tu alcoba, me encontré con que ya habías marchado a la playa.
—Es saludable madrugar, mamá.
—En efecto, pero no sé por qué durante el invierno no lo haces. Pienso, Yousi, que te expresas así solo cuando te conviene. A ti te importa muy poco que sea saludable o no. El caso es dar gusto a tus deseos.
—¡Oh, mamá! ¡Qué tontina te has levantado hoy! ¿Es que no te divertiste anoche en la fiesta?
La faz de la dama se atirantó casi imperceptiblemente. Absorbió el contenido de la copa, y por encima del cristal contempló el rostro esplendoroso de su hija.
—Yousi, creo que tengo que preguntarte algo muy importante.
—¿De veras, mamá?
—Tú lo sabes muy bien.
—¿Te fijas, papá? —rio la muchacha, un poco nerviosa, mirando a su padre, que permanecía impasible, al margen de la charla de ambas mujeres—. Nuestra querida señora Sardá se ha levantado hoy muy enigmática. Yo no la comprendo, la verdad.
—Yousi, ayer solo bailaste una vez con Pedro Olaizola. ¿Por qué motivo ese muchacho se pasó toda la noche en compañía de otras muchachas?
—Supongo que porque se encontraría mejor que a mi lado.
—¿Estás segura?
Yousi parpadeó nerviosa. Por nada del mundo deseaba que sus padres se enteraran de lo sucedido la víspera.
Hizo un esfuerzo y soltó una carcajada cristalina.
El caballero la miró inquisidor.
—Yousi —dijo sentencioso—. No sé lo que pudo suceder entre tú y Olaizola. No voy a preocuparme demasiado para que me lo digas. Pero tal como tu madre insinúa, ayer noche hiciste una de tus tonterías. Y como no voy a permanecer toda la vida aconsejándote, esta mañana será la última vez que lo haga. Nunca encontrarás un hombre como Olaizola. Puedes casarte y ser feliz, pero dudo que jamás consigas tanta dicha como uniendo tu vida a ese muchacho, que hoy aún no es nadie, pero muy pronto será una de nuestras primeras figuras científicas. Además, hija mía, tu madre y yo pensamos que ya es hora de que formalices. Cuando tu madre tenía la edad que tú tienes ahora, se hallaba casada. Cierto que yo le llevaba muchos años, pero eso no fue obstáculo para que se considerara muy feliz. Olaizola te lleva diez años, es la diferencia de edad más apropiada para formar un hogar. ¿Por qué no te casas con él?
—No le quiero lo suficiente para entregarle mi vida —dijo humilde, humildad que no engañaba a sus padres—. Además, aun cuando pensara en ello, no podría ser porque Olaizola ha marchado esta mañana.
—¿Qué se ha marchado? ¿Estás segura, Yousi?
—Sí, mamá. Carlos Miranda lo ha dicho en la playa. Va a asistir a una reunión científica.
—Es una pena, hija mía, porque has dejado pasar la felicidad. Te casarás, pero nunca serás feliz como hubieras sido con él. Algo le has hecho, Yousi, y no sabes bien cómo ha de pesarte.
El caballero decía aquello sin imaginar que estaba lanzando una sentencia. Yousi encogióse de hombros y cambió de conversación. Pero algún día, cuando transcurriera mucho tiempo, recordaría aquellas palabras, aunque entonces ya no tendría remedio.
* * *
Yousi olvidó por completo la existencia de Pedro Olaizola. Era una cosa que estaba muerta y el temperamento de Yousi no admitía nada resucitado.
Continuaba gozándose en la derrota de sus pretendientes. A medida que los años transcurrían, crecía su hermosura, hasta el punto que tanto su belleza como sus muchas genialidades la hicieron famosa en la gran ciudad. Yousi Sardá era la mujer más bella, admirada y pretendida. Sin embargo, y mientras sus amigas formaban unos hogares deliciosos, ella, fría y desdeñosa, continuaba despreciando a la Humanidad.
Pronto el nombre de Pedro Olaizola apareció en los más famosos periódicos. Se hablaba de él con entusiasmo, admirábase su inteligencia, y sus inventos científicos iban de hospital en hospital salvando millones de vidas humanas. Su figura arrogante aparecía en todas las publicaciones, mientras en grandes caracteres se anunciaba su pronto retorno a la patria. Era un hombre famoso. Un ser que admiraba el mundo entero. Además, sus libros científicos producían honda impresión en los centros sanitarios y sus conferencias eran escuchadas con gran interés.
Cinco años que transcurrieron como un soplo para Yousi, iban, uno tras otro, marcando fechas memorables para el joven doctor.
Y una mañana, la hija de los Sardá leyó aquella revista donde en primera plana se veía la figura arrogante de Pedro Olaizola.
Hallábase dispuesta para salir. Su amiga Paulina Montoya sé miraba al espejo cuando Yousi vino a su lado y le tocó en el hombro.
—Mira, Pauli —dijo burlona, mostrando la revista—. Este muchacho ha sido uno de mis pretendientes.
La otra, una joven morena y vivaracha, dio la vuelta y fijó la vista en el papel, sin demasiado entusiasmo. ¡Yousi había tenido tantos pretendientes!
Pero al clavar los ojos en la figura del doctor, lanzó una exclamación ahogada.
—¡Si es Pedro Olaizola!
—Claro que lo es.
—¿Y dices que ese hombre que admira el mundo entero lo has desdeñado tú? Vamos, querida, sé menos vanidosa.
Yousi sintió una rabia infinita. Estrujó el papel y dijo, con despecho:
—¿Es que me crees tan poca cosa, Pauli? Ese doctor que ahora admira el mundo entero, como tú dices, lo he desdeñado yo. ¿Vamos, querida? Nos esperan en el club.
Paulina Montoya era mucho más joven que Yousi. Cuando Pedro se hallaba en la ciudad, tal vez ella estaba aún con los libros ante sus ojos y en un lejano colegio. Por esto no creía a Yousi. ¡Era tan presuntuosa! Resultaba encantadora, pero la vanidad era uno de sus mayores defectos.
Y como observara que Yousi le daba menguada importancia a la cosa, no dijo más sobre el particular, pero en un descuido de Yousi arrancó la hoja de la revista y la ocultó en el bolsillo de su faldita blanca.
Ya ambas en el interior del auto rojo de Yousi, dijo Pauli, inocentemente:
—Yousi, si me permites decirte una cosa y me juras no reírte de mí, te hago una confesión.
La Sardá volvió la cabeza de rizos negros y sus ojos brujos lanzaron una mirada un poco irónica.
—Te permito que hables, y no me burlaré. ¿Qué es ello?
Paulina extrajo la hoja de papel y lo miró ansiosa.
—Me has robado la figura de Olaizola, querida. ¿Por qué lo has hecho?
—Yousi, esta es mi terrible confesión. Estoy locamente enamorada del doctor.
Los ojos maravillosos de Yousi se abrieron desmesuradamente. Primero, quedó suspensa. Después, soltó una estrepitosa carcajada.
—¿Qué dices, muchacha?
—Pues eso. Estoy enamorada de Olaizola.
—¿Desde cuándo? ¿Pero tú le conoces? ¿Dónde le has visto? Porque no irás a decirme que te has enamorado de su figura. Vamos, es el colmo. ¿Un amor platónico, Pauli?
Y reía tanto y tan escandalosamente, que la pobre chiquilla, con sus dieciocho años inocentes, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—No hablé nunca con él. Ya sabes que me eduqué en París. Una vez, hace de ello dos años, una muchacha española se puso muy enferma. La visitaron muchos médicos y especialistas. Nadie sabía qué podía tener. Vinieron los padres de la enferma, y entonces fueron a buscar a Olaizola. Él nunca salía de su laboratorio, pero como se trataba de una española, vino a verla. Y a la semana siguiente, Marisa Jordán estaba en franca convalecencia.
—Vamos —se burló cruelmente Yousi—. El dios médico la curó, ¿verdad?
—Es pecado burlarse de esas cosas, Yousi. Sí, él la curó. Venía todas las tardes a verla, y nosotras, todas las colegialas, nos apostábamos en los ventanales solo para verlo. Tiene una expresión dulcísima. Y la sonrisa de sus labios parece la de un ángel. Además, ¡es tan guapo, tan elegante y tan estupendo! Parece un actor de cine.
—Total, que todas os habéis enamorado de él.
—No ironices, Yousi. Todas nos hemos enamorado de él, pero yo más que ninguna.
—Pues no te aflijas, querida. Para el mes próximo lo tienes aquí. ¿No has visto el hospital que edifican en las afueras de la ciudad? Pues es de él. Se instalará ahí y pondrá un sanatorio como no existe otro en España. Lo dice esa revista. Pero no te hagas muchas ilusiones. Es un hombre tan estúpidamente tímido que da pena. No sirve para nada, excepto para estudiar y realizar inventos.
—¡Oh, Yousi, qué injusta eres! Olaizola no me pareció un hombre tímido ni muchísimo menos.
—Pues lo es. Y, por favor —añadió sin piedad alguna—, no hables más de ese hombre. Estoy harta de oírlo nombrar.
Y pisando el acelerador con rabia, el auto saltó furioso emprendiendo veloz carrera.
Paulina la miró asustada, pero no pudo hacer objeción alguna porque le dio un poco de miedo la expresión fría y retadora de aquel rostro que cuanto más se enfurecía más inquietante estaba.
Después, cuando llegaron al club, la vio reír y charlar con la pandilla de amigos. Coquetear descaradamente con Carlos Miranda, y sin recordar para nada la existencia de Pedro Olaizola.
Paulina se preguntó qué había dentro del corazón de aquella muchacha, pero no supo qué responderse. ¡Era tan especial! Algún tiempo después, los periódicos anunciaron la llegada del famoso doctor.
Se inauguró el sanatorio. Las principales autoridades acudieron con el obispo para bendecir el inmenso edificio, y los periódicos reprodujeron la figura arrogante de su dueño, rodeado de enfermos.
De aquella noche a este día habían transcurrido cinco años...
CAPÍTULO I
Era el mismo y, sin embargo, parecía diferente. Los ojos grises miraban de otra manera. Antes lo hacían de frente y un poco inexpresivos. Ahora, aunque no se esquivaban, había algo en las pupilas que intimidaba. Era una mirada quieta, profunda y escrutadora. La frente parecía más despejada, y en los aladares veíanse algunas hebras de plata, que contribuían a hacer más interesante la figura arrogantísima de aquel hombre a quien todos miraban con respeto.
Berta no se cansaba de contemplarlo. Le apretaba las manos, se aproximaba a él, volvió a acercarse y reía como una chiquilla nerviosa.
—¡Oh, Pedro, al fin estás de nuevo a nuestro lado! ¡Si supieras lo que he sufrido por ti! Yo sabía que llegarías a esto, Pedro, pero cuántos esfuerzos no te habrá costado alcanzar la fama, y cuántos desprendimientos espirituales.
—¿Desprendimientos espirituales, has dicho, querida? No, tal vez alguno material, pero espiritual ninguno.
Rafael le dio unos golpecitos en la espalda.
—Te felicito, Pedro. Esto ha sido algo tan grande que no solo me impresiona a mí, sino que impresiona y desconcierta a la humanidad entera.
—Eres un exagerado, querido cuñado. ¿Me acompañas a dar un paseo hasta el club? Tengo deseos de ver todo lo mío. —Volvióse a Berta y dijo, sonriente—: En eso sí has tenido razón, hermana. El estar alejado de la querida patria cinco años, no ha sido una satisfacción ni mucho menos. Por lo demás, nada.
Hacía mucho rato que se hallaba con ellos en el saloncito del piso de sus hermanos. Después de dos semanas de su llegada a la ciudad, era aquel el primer día que salía del sanatorio. Había mucho que dirigir allí y todas las horas eran pocas. Ahora ya todo iba tomando su cauce normal y podría disponer de más tiempo.
Rafael dijo que le era imposible salir porque estaba esperando a un cliente. Besó a Berta y dirigióse a la puerta.
Su hermana lo cogió por el brazo y le hizo dar la vuelta.
—¿Qué deseas, querida?
—¿Estás curado, Pedro?
—¿Curado? No te entiendo, hermana.
—Yousi no se ha casado.
La risa de Pedro sonó tan fuerte y tan bronca, que Berta nunca, desde aquella noche, se había sentido tan tranquila.
—Querida mía —manifestó sonriente, con aquella voz bronca y personal que era su mayor encanto de hombre—. Yousi Sardá nunca encontrará un hombre que quiera cargar con sus muchos defectos. Puede casarse, pero nunca con un hombre de verdad. Existen miles de muñecos de salón que están rabiando por añadir un bello juguete más a su colección. No te preocupes por mí, Berta. —Se inclinó hacia ella y dijo muy bajo, mientras enarcaba la ceja con aquel ademán tan suyo—. Mi corazón es invulnerable.
Y se despidió de ella, sabiendo que la dejaba tranquila. Pisó con fuerza la acera y se introdujo en su elegante automóvil. Empuñó el volante y los dedos se crisparon nerviosos sobre el oscuro aro. Los ojos parecieron despedir llamaradas y la boca se apretó tan fuerte que dio la sensación de una sola raya. Luego, el auto se perdió raudo.
* * *
La vio por primera vez recostada en la barra de un bar.
Ante ella tenía una copa de cóctel y en la boca desdeñosa un aromático cigarrillo.
Quedóse de pie en el umbral del lujoso salón y hundió las manos en las profundidades de los bolsillos de su chaqueta de pana. Su cuerpo ancho y fuerte, su arrogancia y su rostro viril y enérgico, atrajo las miradas de muchas mujeres. Él, indiferente, con aquel aire de rey, avanzó muy despacio hasta ella y se detuvo a su lado.
—Un poco más bella que antes, pero la misma.
Aquella voz de inflexiones broncas y personales, tuvo la virtud de estremecer todo el cuerpo de la bella sirena. Dio la vuelta en el taburete y sus ojos verdes parecieron oscurecer al clavarlos en aquellas pupilas que parecían desnudar su alma y su cuerpo.
Sintió rabia y despecho porque lo encontró más interesante que nunca. Después reaccionó y soltó una risita sardónica.
—El famoso doctor Olaizola también es el mismo de siempre.
—Con la diferencia que hoy puedo saber que soy algo y antes no era nada.
—Para los efectos eres el mismo.
—Tal vez. ¿Me invitas?
—No acostumbro a hacerlo con los hombres.
—Una chica tan moderna como Yousi Sardá no mira esas cosas. —Se sentó en el taburete paralelo al de ella, y como hubiera llegado el barman, dijo indiferente—: La señorita me invita a un cóctel. Puedes traerlo, muchacho.
Yousi sintió que la sangre se agolpaba en su garganta. Palideció, y haciendo un extraordinario esfuerzo consiguió aplacar la ira.
—¿Estás sola, querida? ¿Cómo es eso? ¿Dónde diablos has dejado a tus paladines?
—Ya marcho —dijo por toda respuesta, saltando del taburete.
Olaizola la cogió por el brazo y se lo apretó de una forma turbadora.
—Eres una orgullosa, querida Yousi —dijo después, intensamente—. No te he olvidado. No pude olvidarte.
—Eres un comediante. No me interesa que no me hayas olvidado. Es lo mismo.
—Para mí, no.
Se soltó de su mano y pisó fuerte. Tomó la dirección de la puerta. Pedro pagó y salió tras ella.
—Te llevo en mi auto, Yousi.
—Gracias. Pero no me interesa. He dejado el mío en casa porque prefería ir a pie.
—¿Tienes alguna cita con tu último pretendiente?
Se revolvió como una fiera.
—¿Qué te has propuesto?
—Enamorarte.
Lo dijo tan sereno y tan firme que Yousi sintió un escalofrío. Luego alzó los ojos y se encontró de nuevo con aquellas pupilas penetrantes.
Sin dejar de mirarla, Pedro se aproximó a ella.
—Anda, ven conmigo en el auto. Voy al sanatorio y te dejaré en tu casa.
Casi sin saber por qué, Yousi se sentó a su lado en el interior del automóvil.
—No me pareces el mismo, Pedro —dijo, dándose cuenta de que por primera vez en su vida hablaba con franqueza—. Has cambiado mucho.
—Los años no transcurren en balde. Además, aprendí mucho por el mundo.
—¿Mucho? ¿De qué?
—De todo.
—¿Amor?
—¿Quieres decir si me he enamorado por esos mundos?
—Sí.
La risa de Pedro se oyó estridente. Detuvo el auto y la miró al fondo de los ojos, con una expresión tan intensa que Yousi, a su pesar, se sintió empequeñecida a su lado, porque la fuerza pasional de aquellas pupilas anulaba la suya.
—Ya marché enamorado, Yousi.
—Sin embargo...
—No hubo en mi vida más que recuerdos. Ese llenó mis horas y me ayudó a sobreponerme. Me guio en el camino recorrido y me trajo de nuevo a mi querida ciudad, donde una ingrata se mofaba del amor de los hombres.
Hablaba de tal forma, que en vez de causar risa en Yousi, como en otras ocasiones la había causado, impresionábala hasta el punto de permanecer inmóvil, muy quieta y sin apartar sus ojos de aquellos otros, que parecían tener imán.
Pedro inclinó hacia ella su cabeza morena y hurgó con más fuerza en los ojos verdes, ahora con una expresión diáfana y transparente.
—No tienes corazón, ¿verdad, Yousi? —interrogó muy quedo, apretando apasionadamente sus manos—. Lo fuiste dejando todo en tus juegos de niña. Hoy está seco, Yousi. No sabes amar y no sabes, ingrata, lo que te pierdes.
—¿Que no sé amar? —preguntó como inconsciente—. Dios mío, nunca creí saber, pero...
—¿Te enseño?
—¿Sabrás?
—Te volveré loca.
Y Yousi no supo adivinar que en aquellas palabras iba clavado un juramento que iba a matarla.
—Déjame, déjame —pidió fuerte, aspirando hondo, como si la proximidad turbadora de él fuera a quemarla—. Déjame ahora. Estamos ante mi casa.
—¿Vuelvo?
—¿Volver?
—Sí, sí. Volver a tu lado para enloquecerte.
Y aquellas palabras ya eran pronunciadas un poco guasonamente.
Yousi se desprendió de sus manos y saltó a la acera.
—Vuelve —dijo, mirándolo con una expresión que hubiera derretido a otro que no fuera Pedro—. Veremos si consigues enloquecerme.
—Tú sabes que sí.
—¿Que sí? ¡Oh, Pedro, qué juguetón has vuelto!
Y riendo suavemente se apartó de su lado y ascendió por las escalinatas de mármol hasta el vestíbulo. Allí se volvió y le dijo adiós con la mano.
Pedro puso el auto en marcha y alejóse raudo. La expresión de su rostro había variado notoriamente. Ahora la mirada de sus ojos era dura, dura y terrible.
II
Volvió. Claro que volvió. Se había jurado a sí mismo conseguir su propósito e iba camino de ello. Estaba llegando. ¡Faltaba tan poco para dar el paso final!
La segunda entrevista fue en el salón del Náutico. Allí estaban reunidas todas las parejas que presenciaron su derrota cinco años antes. En el fondo del alma varonil había tanto odio como pasión en los ojos grises, claros y profundos, de expresión intensa y enigmática.
Llegó muy tarde. Era de noche. Había tenido mucho trabajo en el sanatorio. Los ayudantes aún no se hallaban ambientados y costaba esfuerzo adquirir soltura.
La vio sola, recostada en la balaustrada de la terraza, con los ojos brujos clavados en la noche silenciosa. Se aproximó por la espalda e inclinóse hacia ella, tanto que sus labios ardientes rozaron el cuello femenino.
—¿Sabes pensar?
Se volvió rápidamente. A través de la oscuridad sintió la mirada verde clavada en la suya.
—Tus ojos queman —dijo, bajito—. Me gusta ese fuego.
—¿No temes arder?
—Tú me ayudarás a apagar la llama. ¿Bailamos?
—¿Aquí?
—¿Por qué no? Mira, allí hay dos parejas.
Lo dudó un momento. Después, dejóse enlazar.
No podía remediarlo. Estaba temblando. Le temblaba el corazón y le temblaba el cuerpo, que los brazos viriles aprisionaban de una forma turbadora, casi como si no quisieran y, sin embargo, estuvieran enloqueciéndola. Nunca, nunca había sentido aquella sensación de vértigo, jamás experimentó aquella inefable laxitud que ahora la embargaba, ni aquella luz de los ojos viriles que la estaban quemando muy sutilmente, anegando su corazón en una amalgama de locas sensaciones.
«Estoy claudicando —se dijo interiormente, con un desaliento tal que arrancó de su pecho un hondo suspiro—. Estoy claudicando, y es absurdo que suceda de esta manera y por un hombre a quien desdeñé hace cinco años». ¿Qué tenía Pedro en sus ojos que la llamaban silenciosamente? ¿Qué tenía su corazón que al palpitar muy próximo al suyo la inquietaba hasta el punto de dejarla inerte, prendida en el cerco mágico de sus brazos? ¿Por qué era diferente si en realidad era el mismo? Ahora no había timidez en los ojos grises. Ahora no había torpeza en la palabra. Ahora, aquellos ojos miraban con audacia, como si se clavaran en su ser y hurgaran juguetones dentro de su propia alma. La palabra era fácil, el acento subyugaba y la boca se movía de una forma inquietante.
Suspiró con fuerza y apretó los labios. Los brazos de Pedro se ajustaron más sobre la cintura fina y la boca se pegó en el oído chiquito.
—¿Qué tienes? ¿Por qué suspiras? ¿En qué piensas?
—No lo sé.
—¿De verdad?
Revolvióse inquieta. ¿Por qué le hablaba de aquella manera? ¿Por qué la rozaba con sus labios, que parecían quemar?
—¿No me respondes?
—Sí. ¿Por qué no? Dime, Pedro. ¿A cuántas mujeres has tratado por esos mundos? ¿Cuántas veces has creído estar enamorado?
Una risita irónica salió de los labios de Pedro. Se inclinó mucho hacia ella y clavó sus ojos en las pupilas que, vencidas, quedaban a merced de las suyas.
—Un hombre como yo, Yousi, puede tratar a miles de mujeres sin amar a ninguna. Ya te he dicho que mi corazón quedó aquí, prendido en el tuyo. Caminé por la vida pendiente de mis satisfacciones espirituales, y esas satisfacciones eran un solo recuerdo.
—¿Y ahora? —preguntó, ansiosa a su pesar, por saber la respuesta.
—¿Ahora qué?
—¿Continúas pensando en ese amor?
—Toda la vida pensaré en él.
—¿Hasta que lo consigas?
La apretó tan fuerte, aproximó tanto su rostro al de ella, que Yousi se vio muy pequeñita retratada en aquellas pupilas hondas y apasionadas.
—Ya lo tengo conseguido. Ese amor ya es mío. Tiene que serlo, porque fui constante y fiel. Lo gané, Yousi. Mejor aún, lo estoy ganando.
Todo estaba oscuro. Dos faroles daban escasa luz a la terraza. El susurro del mar parecía embrujar aún más el ambiente. Del salón de baile se filtraba una música dulzona que iba muriendo poco a poco. Ellos solos, muy juntos, bailando en una esquina de la terraza silenciosa. Más allá, alguna pareja bailaba, ajena a cuanto rodeábales, compenetrados unos en otros. Recostado sobre la balaustrada se hallaba Carlos Miranda, con los ojos fijos en la pareja amiga. Una sonrisa sardónica florecía en sus labios, mientras fumaba un aromático cigarrillo. En una de sus vueltas, los ojos grises de Pedro se encontraron con la mirada de Carlos y sonrió de una forma enigmática, tan enigmática que ni Carlos pudo comprenderla. Sin embargo, conocía a Olaizola y sabía cómo sentía y lo que existía dentro de su corazón. No porque él se lo hubiera participado, sino porque juzgaba por sí mismo y sabía hasta dónde podía llegar cuando una mujer se atreviera a desdeñarlo públicamente.
Alejóse de allí y se sentó ante la barra del bar.
—Carlos, ¿has visto a Yousi?
Carlos sonrió y le hizo sitio a su lado.
—Te invito, Cora. Yousi baila en la terraza con el doctor Olaizola.
Los ojos de Cora se abrieron desmesuradamente. Era amiga de Yousi y la conocía bien. Sabía lo sucedido cinco años antes y presentía que Pedro no había olvidado...
—¿Has dicho con Olaizola? No es posible. Yousi está loca. Pedro..., Pedro no puede haber olvidado el ridículo de aquella noche.
—Amiga Cora, tal vez los hombres somos unos tontos, como vosotras aseguráis. Olaizola siempre ha estado enamorado de Yousi.
—Sin embargo, tú sabes tan bien como yo que Pedro no es un hombre superficial. Es un caballero digno y...
—¡Bah! Cuando el amor llama a las puertas de nuestro corazón...
—No hables de eso, porque tú eres incapaz de amar.
—¿De veras? Pues vas a saber, hijita, que estoy enamorado de ti. Y si no fuera que andas hecha una loca, ya te lo hubiera dicho.
—¿Yo hecha una loca?
—Naturalmente. Yousi lo es y tú vas con ella. Y quien va...
—Eres un majadero.
Y dando media vuelta lo dejó solo. Carlos encendió un pitillo y se dispuso a contemplar distraídamente las caprichosas espirales. Cora era una chica rubia y bonita. Tenía unos ojos de cielo y una sonrisa inefable, pero estaba tan trastornada como el resto de las amigas de Yousi. No, no se casaría con ninguna de ellas. Tenía bastante dinero y quería formar un hogar, pero jamás con una mujer que solo pensara en componerse para coquetear con los demás. No estaba dispuesto a secundar las modas actuales.
Se incorporó un tanto. Olaizola y Yousi aparecían en el bar. Yousi, al verlos, hizo un movimiento como si quisiera volver sobre sus pasos, pero la mano de Pedro la detuvo. Y Carlos se dijo, divertido, que Yousi, por primera vez en su vida, estaba sometiéndose a la voluntad de un hombre. Rio burlón y enfrentóse con ellos.
—Amigo Olaizola, hace más de tres horas que ando intentando localizarte. Me gustaría trabajar contigo en el sanatorio. Sabes que tengo el título, pero nunca se me ocurrió utilizarlo hasta ahora. ¿Crees que podrás admitirme?
—¿Te dispones a matar a la humanidad, Carlitos?
—No estoy hablando contigo, querida Yousi. Me dirijo a tu novio...
Yousi se revolvió inquieta y sus ojos grandes y soberbios se clavaron en la faz seria de Pedro, esperando tal vez que él lo desmintiera, pero no fue así. Pedro quedó serio, mientras su mano apretaba el brazo femenino, de una forma como si quisiese dar a entender que Carlos no se equivocaba. Se preguntó con qué objeto lo hacía y, rabiosa, tuvo que confesarse que jamás lo sabría mientras Pedro no quisiera participárselo, y dudaba de que lo hiciera algún día. Pensó en desmentirlo con su propia voz, pero tuvo miedo, un miedo extraño que la aterró de verdad.
—Me parece muy bien, Carlos —dijo Olaizola, con su inflexión normal—. Mañana puedes pasar por las oficinas del sanatorio y hablaremos tranquilamente.
—Pero ¿vas a admitirlo, Pedro?
—¿Por qué no, Yousi? Es maravilloso que un hombre quiera trabajar en una obra humanitaria como la nuestra. Te espero mañana, Miranda. Y ahora, buenas noches. —Se volvió hacia Yousi y añadió, interrogante—: ¿Vamos, querida?
* * *
—No me explico cómo has admitido a ese fanfarrón.
El auto corría lentamente. Pedro, ante el volante, muy cerca de ella. Yousi, recostada sobre el asiento, con los ojos clavados en la noche.
Al oírla, Pedro dio la vuelta y la miró muy de cerca. Estaba bellísima. Los cabellos negros, brillantes y sedosos, tapaban un poco de la mejilla bronceada, y los ojos claros, intensamente claros, parecían luceros en medio de aquella cara de rasgos exóticos. Sin embargo, y pese a que reconocía su belleza, justamente y en todo su valor, no se estremeció ni deseó besarla. Algo había dentro de su corazón que lo endurecía hasta el punto de sentir cómo ya nada que viniera de ella podía entusiasmarle.
—¿Por qué aseguras que es un fanfarrón? Miranda siempre ha sido un buen amigo mío, uno de mis mejores amigos.
—Sin embargo... —argumentó nerviosa, porque aquella mirada fija en ella le daba un poco de miedo, un miedo que no sabría comprender jamás.
Él le atajó:
—Sin embargo, has coqueteado con él tantas y tantas veces que terminaste por odiarlo. Es natural, casi siempre odiamos a todos aquellos que conocen nuestros defectos.
—¡Pedro!
—Perdona, querida. En realidad no traté de ofenderte.
Yousi se incorporó y lo miró de frente.
—¿Por qué vienes conmigo? ¿Qué te has propuesto? ¿Por qué no lo has desmentido cuando dijo que éramos novios?
—¿Es que no lo somos?
—Eres tan fanfarrón como él. No, no lo somos.
Lo dijo con fuerza, con tanta fuerza que Pedro soltó una discreta carcajada. Le hizo gracia su ímpetu.
Detuvo el auto, y sus brazos se alargaron apasionadamente y prendió la cintura femenina. La apretó contra él. Fueron inútiles todos los esfuerzos de Yousi para desasirse. Por fin quedó inerte dentro de aquel círculo turbador y se abandonó un poco desafiante.
—Tú estás deseando que lo seamos, Yousi —dijo quedito, muy cerca su cara de la de ella—. Lo estás deseando, porque ningún hombre te hizo sentir lo que sientes a mi lado. Eres fría, Yousi, fría, y desafías al mundo entero con tus ojos verdes. Pero yo no entro en ese mundo. Yo soy un punto y aparte, y tú lo sabes. Ahora mismo voy a besarte. Lo necesito. Esta noche quiero dormir con un sabor dulce en los labios, y tú me lo darás. ¿Verdad que me lo darás, Yousi? Lo estás deseando, porque dentro de tu pecho hay algo más que frialdad. Existe un fuego que nadie supo encender y por eso estoy ahora a tu lado, para alimentarlo.
—Eres..., eres...
—Soy yo, y eso lo dice todo y tú lo sabes.
Yousi quedó allí, medio inconsciente. Deseaba despreciarlo, escupirle su desdén, decirle que no lo quería y que dentro de su alma no ardía nada más que odio y despecho; pero no pudo, porque la fuerza de aquellos ojos grises le restaban ánimos para moverse. De buen grado se hubiera desprendido de sus brazos y salir airosa de aquel círculo embriagador que la cercaba aún a su pesar, pero no pudo. No, no podía porque estaba subyugada, y los ojos varoniles le hacían daño, penetraban en lo más hondo de su ser.
Vio cómo Pedro inclinaba hacia ella su rostro enérgico. Vio sus facciones intensamente viriles muy próximas a su cara, vio que aquellos ojos despedían llamaradas, que no supo definir, y que no podría desprenderse de aquel embrujo que la estaba dominando.
—Eres divina —dijo Pedro, con una intensidad que en vez de emocionarla le dio frío, aun sin saber por qué—. Eres divina, y yo..., yo...
No terminó la frase. Su boca se posó ávidamente sobre la de ella y besó, con un poco de salvajismo porque sintió rabia, rabia de sí mismo y rabia de Yousi. Rabia de él, porque dentro de su corazón aún quedaba algo bueno para aquel amor; y rabia por ella, porque la sentía suya... Y no quería sentirla.
¿Fueron siglos, minutos o tan solo segundos? A Yousi le parecieron una eternidad y experimentó el deseo impetuoso de quedar para siempre de aquella manera, muy cerca de él, con los labios viriles adheridos a su boca...
Nunca nadie la había besado de aquella manera. Nunca nadie había tenido el poder suficiente para estremecerla, y jamás había notado aquel escalofrío subirle del corazón a la boca, sentido aquella ansia, ansia infinita que quedaba toda convertida en una caricia inefable. Cuando Pedro la supo vencida entre sus brazos, la soltó con fuerza e incorporóse. No dijo nada. Solo miró fijamente la carretera, con los ojos entornados. La boca se crispaba en una terrible mueca y las manos apretáronse fuertemente sobre el volante. El auto emprendió una carrera desenfrenada.
Yousi suspiró con fuerza. En su vida había sentido tamaña humillación. Creyó tal vez que Pedro iba a decirle algo. Disculparse o expresarle simplemente su cariño. Pero no sucedió nada de eso. Él, firme y rígido, permanecía atento al volante, fumando con avidez un cigarrillo. ¿Por qué? ¿Por qué reaccionaba de aquella manera? ¿Por qué no se disculpaba? ¿O por qué no le expresaba su amor?
En cambio, continuaron en silencio hasta que el auto se detuvo en la explanada frente al palacio de los Sardá.
Yousi lo miró de frente. Esperaba que al fin dijera algo que recordara lo sucedido momentos antes entre los dos, pero nuevamente se equivocó. La boca de trazo firme distendióse en una sonrisa y dijo con voz extrañamente normal:
—Mañana nos veremos en el Náutico, querida.
Yousi apretó los labios y nada repuso. Saltó a la acera y, sin volver la cabeza, ascendió por las blancas escalinatas hasta la terraza iluminada. Penetró en el hall y desapareció.
El auto de Pedro alejóse como una flecha. En su interior, un rostro enérgico reía, reía...
* * *
Echada sobre el lecho, parecía un ovillo. Nunca podría olvidar la humillación sufrida aquella noche. Apretaba los puños y juraba vengarse de aquel hombre cínico. Pero de pronto se puso en pie y se dijo que no podría vengarse, porque por primera vez en su vida se había enamorado.
Sí, enamorada como una colegiala, enamorada precisamente de un hombre a quien en público había desdeñado.
Paseó la estancia una y otra vez. Jamás habíase sentido tan agitada y tan poca cosa. Porque Yousi ahora ya no creía ser la misma. Le parecía que toda su personalidad se la había llevado él, todo su poder y toda su fortaleza espiritual y material. ¡¡Se había enamorado!! Y lo peor de todo era que no tenía fuerzas para arrancar de su corazón aquel amor. Nunca hubiérase atrevido a imaginar que pudiera sentir tan intensamente y, sin embargo, estaba sintiendo. Sabía que no podría arrancarlo y tendría siempre presente en la suya el ardor de la boca de él. Iba a enloquecer de desesperación, porque no quería amar. No, no quería, y sin embargo...
Tiróse sobre el lecho y mordió con saña sus propias manos. Le parecía que así hubiera mordido el corazón de Pedro Olaizola, de tenerlo en su poder. Además, había sido una incauta. Creyendo tal vez que sobre su corazón llevaba una coraza, habíase dejado acompañar, segura de que nadie podría ablandarla, y ya estaba ablandada; y no solo eso, sino que se hallaba queriendo con toda su alma, pero no con el alma fría que mostraba a los curiosos, sino con aquella otra que llevaba oculta y que ni ella misma supo que existía, hasta ahora que él la había dejado al descubierto.
Sintió los pasos de su padre e incorporóse rápidamente. Fue hacia el tocador y se sentó ante él.
Su padre penetró en la estancia.
—¿No te has acostado, querida?
—Aún no, papá. ¿Vais a salir?
—Sí, vamos a la ópera. ¿Por qué te has empeñado en quedarte en casa? Es esta la primera vez.
—Algún día tenía que empezar.
—¿De veras no vienes?
—No. Quizá mañana.
El caballero se aproximó por la espalda y la miró inquisidor a través del espejo.
—¿Quién te ha traído esta noche? ¿De quién era el auto con el que viniste?
—De Olaizola.
—¿Otra vez? Supongo que ahora no cometerás ninguna tontería.
—Quizá sea él quien la cometa, papá.
—Olaizola es un caballero.
—Sí, tal vez.
El caballero no tomó cuenta de la ironía oculta en aquellas palabras, y después de besar a su hija salió.
Yousi, enfundada en las ropas de dormir, bella y seductora como nunca, se tiró sobre el lecho y, con las manos tras la nuca, quedóse muy quieta.
Y por primera vez en su vida soñó con el amor. Soñó que los brazos de Olaizola la apretaban contra su pecho, y estuvo segura de que ella era feliz dentro de aquel cerco mágico.
Sin embargo, se hizo el firme propósito de no salir jamás con él. Estaba dispuesta a coquetear con todos y dispensarle a Olaizola un desdén que estaba muy lejos de sentir.
Pero no pudo realizar sus propósitos porque se había enamorado de verdad y por primera vez en su vida la voluntad la abandonaba.
Un día y otro se les vio juntos en todas partes. Bailes, reuniones, paseos y fiestas nocturnas. Yousi cada día se sentía más suya y más enamorada.
III
Hacía muchos días que no había ido a casa de Berta. Aquella tarde, antes de reunirse con Yousi en la terraza del club, deseó ir a casa de su hermana. Y poniendo el auto en marcha se dispuso a satisfacer su deseo.
Berta se hallaba en el saloncito con sus dos hijos. Ella estaba sentada en el diván, haciendo punto y los nenes jugaban con sus caballos de plomo, arrastrándose por la alfombra. Rafael leía unos documentos, hundido en una acolchada butaca.
Al ver a Pedro en el umbral, ambos esposos se pusieron en pie y los pequeñuelos saltaron sobre las rodillas del tío, después que este dio las buenas tardes y dejóse caer en una butaca.
—Hace un frío endemoniado —dijo—. Creía que se me congelaban los dedos. ¿No has salido, Rafa?
—Estoy estudiando estos documentos. A la noche iremos los dos a la ópera.
Berta llamó a la niñera y los nenes salieron del saloncito. Después se sentó de nuevo y miró fijamente a su hermano. Este soltó una sonora carcajada y dijo:
—Ya sé en qué piensa mi moralista hermana.
—Si lo sabes, Pedro, espero que en adelante seas más comedido.
—¿Comedido?
—Sí. Estoy muy enojada contigo. Sabes muy bien que estás obrando mal. Sabes que no se compromete de ese modo a una muchacha honrada y de familia honorable, para dejarla luego sin miramiento alguno.
Pedro abrió unos ojos inmensos. Todo su humorismo había desaparecido. Una seriedad terrible reflejóse en aquellas viriles facciones.
—Ignoro a lo que te refieres, Berta. La verdad es que supuse que hablabas de Yousi. Pero veo que no es así; y si he de ser franco, jamás pensé en otra mujer.
—No te has equivocado, Pedro. Al hablar pensaba en Yousi Sardá, y a ella me refiero.
El doctor enarcó las cejas.
—¿Por qué hablas así? Yousi me gusta y voy a casarme con ella.
Ambos esposos se pusieron en pie. Berta quedó sin aliento. Rafael encendió nervioso un cigarrillo.
—¿Dices que te vas a casar con ella, Pedro? —preguntó Berta, sorprendida—. ¿Estás seguro?
—Naturalmente. Es una chiquilla deliciosa.
—Pero..., pero aquello...
—¿Te refieres al desdén que me dispensó hace cinco años? —Sonrió de una forma enigmática que inquietó a Berta, y añadió con voz normal—: Aquello pertenece a un pasado muy lejano. Nadie vive del pasado, queridos míos. Ahora estamos viviendo un presente, y solo ese es el que importa.
Berta de nuevo se dejó caer sobre el diván. Rafael paseó la estancia rápidamente, muy nervioso, porque creía conocer a Pedro y sabía que en el corazón de su cuñado aún se hallaba clavada la daga que cinco años antes le había lastimado.
—La verdad es, Pedro —dijo atropelladamente—, que Yousi no me gusta para ti. Es una muchacha demasiado loca, está muy consentida y temo que no podáis ser felices porque tú eres de una madera más reposada...
—El amor hace milagros, querido. Yousi se convertirá en una esposa modelo, en una gran señora que hará lucir mi nombre.
—Yo pensé, Pedro..., yo... pensé que tú...
—Vaya, querida mía, parece que la sorpresa te dejó casi sin habla. De momento solo puedo deciros que vayáis preparándoos para presentaros en fecha breve en el palacio de los Sardá, donde solicitaréis la mano de su bella hija para vuestro hermano. Y ahora he de marchar. Tengo que reunirme en el club con Yousi.
Y sin esperar a que ellos reaccionaran, besó a Berta, dio unos golpecitos en el hombro de su cuñado y salió del saloncito.
Los esposos se contemplaron.
—¿Qué piensas de todo esto, Rafa?
—Nada tranquilizador, querida.
—Estoy asustada, Rafa. Conozco a Pedro. Sé que es capaz de querer hasta el arrebato a quien lo merezca, pero no ignoro que odia con la misma intensidad que quiere, y sé también que es un ser rencoroso. Recuerdo que mi padre una vez le prohibió ir de caza con unos amigos. Es su deporte favorito, y esperaba ansiosamente las vacaciones para dedicarse a él. Aquel año había suspendido dos asignaturas y tenía que hacerlas para setiembre. Sin embargo, cuando llegó a la finca preocupóse muy poco de los libros y dedicó todo su tiempo a cazar. Entonces, papá, que era un hombre enérgico y serio, muy parecido a Pedro, se lo prohibió. Habían venido a buscarle sus amigos y todo sucedió en presencia de ellos. Pedro disponíase a salir y mi padre lo detuvo. Le dijo que tenía que estudiar y que mientras él no supiera que se hallaba bien preparado para salir airoso en los exámenes de setiembre no volvería a los bosques. Pedro se mordió los labios, dio la vuelta y se cerró en su habitación. Desde aquel día jamás volvió a ir de caza. Fíjate que transcurrió aquel año, y otro y otro, y mi padre le pidió distintas veces que le acompañara al bosque. Pedro discretamente negóse a ello; y aunque el alma entera se le iba tras de sus amigos, quedaba allí domeñando su deseo, y jamás, ni aun ahora, coge en sus manos una escopeta. Sí, Pedro es un hombre muy rencoroso. Tiene una voluntad férrea y sabe dominarse como nadie. Por eso tengo miedo. Sé que odia a Yousi y, sin embargo, va a casarse con ella. ¿Qué vida crees será la de esa muchacha?
—No es posible que Pedro la haga feliz.
—¡Oh, Rafa, tú no conoces a Pedro! No sabes de lo que es capaz.
—Entonces, Berta, opino que haríamos bien en hablar con los señores Sardá.
Berta se puso de un salto en pie.
—Te has vuelto loco, Rafa —dijo sofocada—. Pedro no nos lo perdonaría nunca. Además... ¡Dios mío!, quién sabe. Puedo estar equivocada.
—Tranquilízate, querida. Puede que en realidad lo estés.
Pero no, Berta no estaba equivocada. Pedro, ya hombre, continuaba siendo tan duro como cuando niño. Pero eso nadie podría saberlo con exactitud. Él sí lo sabía, y muchas veces hubiera dado parte de su vida por poder cambiar de carácter.
* * *
El salón de fiestas del club se hallaba muy animado. En la brillante pista las parejas bailaban al son de una inteligente orquesta, mientras en torno a las próximas mesas se sentaban los menos aficionados al arte de Terspsícore. Yousi se hallaba allí rodeada de amigas. Todas charlaban por los codos, mientras nuestra protagonista permanecía callada, con los ojos clavados en la puerta de cristales, por donde había de aparecer la figura arrogante de él...
Parecía muda y absorta. Nunca había sentido aquella sensación de vacío, que nacía en el alma. Ahora nunca reía, jamás gastaba una broma ni coqueteaba con los amigos. Era como si en ella toda la gracia hubiera muerto, como si viviera pendiente de un constante peligro; y lo peor de todo es que ignoraba la clase de peligro que la inquietaba.
Vivía febril, inquieta y nerviosa constantemente, ella, tan alegre y dicharachera antes. ¿Quién tenía la culpa? ¿Acaso Pedro? Pero ¿por qué?
Suspiró con fuerza. Muchos ojos la miraron. Trató de sonreír. Estaba preciosa. Los ojos verdes reflejaban una melancolía tan patente que destruía toda la altanería que en tiempos no lejanos la hizo desafiante y algo antipática. Llevaba los cabellos peinados un poco al descuido, y la tez mate, suave y tersa, hacía más aniñado su rostro seductor. Vestía con elegancia y sencillez un modelo gris, de tarde, de lana muy suave, y calzaba altos zapatos de ante negros. Siempre fue exquisita, pero ahora lo parecía más que nunca porque sus modales habían dejado de ser provocativos. Aquel cambio operado en ella lo observaban todos sus amigos, y creían con razón que Pedro Olaizola había sido el genial artista realizador de tan maravillosa obra.
—¡Qué suerte tienes, Yousi! —dijo Paulina Montoya, aproximándose a ella—. Te envidio.
Yousi alzó la cabeza y la miró de frente, a los ojos.
—¿Por qué me envidias?
—¡Por el novio tan espléndido que tienes!
Yousi movió la boca y lanzó una risita sardónica. ¡El novio tan espléndido que tenía! Todo aquello causaba risa y era al mismo tiempo absurdo. Absurdo porque nunca había imaginado que ella, ella, la muchacha mimada por la fortuna y el halago, se viera en semejante situación.
Todos hablaban de Pedro como si fuera su prometido. Nadie lo dudaba y, sin embargo, ella, por vergüenza o lo que fuese, había de sonreír asintiendo, cuando en realidad aún ignoraba el propósito por el cual Pedro Olaizola paseábase con ella, la acompañaba a casa, e incluso la besaba cuando se le antojaba. ¿Y no era todo aquello una vergüenza?
Ella, que siempre había sido la más orgullosa de las criaturas, que jamás se sintió humillada ante nadie, ahora, y sin saberse el motivo, hallábase sometida a la voluntad de un hombre que no comprendía...
Mordióse los labios con fuerza y desvió la mirada hacia otro lado. Paulina unióse de nuevo a la conversación de sus compañeros. Algunos se fueron a bailar. Yousi se quedó sola al lado de Cora.
Esta la contempló largamente y movió la cabeza repetidas veces.
—Has claudicado al fin, Yousi —dijo pesarosa, no como interrogando, sino, más bien, como si hiciera una afirmación a sí misma—. Es una pena. Creía que ambas seríamos siempre invulnerables, y ambas, por desgracia, hemos perdido al fin la cabeza.
—No irás a decirme que estás enamorada.
—Pues lo estoy. Me enamoré de Carlos Miranda.
Yousi volvió la cabeza rápidamente y contempló a su íntima amiga. Había olvidado sus propios problemas para pensar tan solo en lo que acababa de decir Cora.
—¿Estás hablando en serio?
—Tan en serio como que estoy a tu lado.
—Entonces, querida, nos encontramos en igualdad de condiciones, porque ambas sacaremos el mismo resultado. Yo estoy enamorada de Olaizola, y ya ves para qué me sirve.
—Pero tú te vas a casar pronto, Yousi.
—Sí, ¿eh? Querida, me hace mucha gracia que sepas más que yo, porque la verdad es que ignoro semejante cosa.
—Pero si lo he oído decir millones de veces.
—Suponte entonces la humillación que siento dentro de mí.
—¿De verdad ignoras...? ¿No te ha dicho nada?
—No me ha dicho nada —recalcó con los dientes apretados—. Incluso ignoro por qué sale conmigo. Muchas veces, Cora, siento deseos de plantarlo de nuevo en seco y marchar lejos; pero no puedo —añadió intensamente—. No puedo, porque cuando lo hice la primera vez no sentía hacia él ni siquiera simpatía, y ahora...
—¿Ahora?
Los ojos verdes se volvieron. La mirada brilló con rabia infinita.
—Ahora estoy enamorada —dijo con fuerza—. Estoy enamorada y he perdido toda la fuerza moral. No tengo en qué sostenerme, porque mi voluntad se fue con ese amor. Tú no puedes imaginar de la forma que lo quiero —añadió, mirando ante sí con fijeza y amargura—. Tú no puedes saber lo que siento ni cómo siento, yo misma estoy asustada. Nunca pensé que pudiera claudicar de este modo. Siempre estuve convencida que sería yo quien dominara a los hombres, y ahora resulta que es él quien me domina a mí.
—Eso es maravilloso, Yousi, si ambos os quisierais.
—Naturalmente que lo hubiera sido, pero solo sé de mi cariño. Él no tiene corazón.
Cora se aproximó más a ella y la miró de cerca.
—¡Mucho le quieres! —exclamó admirada—. Tienes razón, Yousi; jamás me atreví a imaginar que llegaras a entregar de esa forma el corazón. ¿Por qué no haces un esfuerzo y tratas de alejarlo de tu lado?
—No puedo —casi gritó—. Me hago el firme propósito de no volver a verlo jamás, y cuando lo tengo ante mí todo se va: mis deseos, mis ansias de libertad, mis, propósitos. ¡Todo! Él es maravilloso, Cora —añadió en un susurro—. Tú no puedes imaginar cómo es. Me vuelve loca, y parece que no se lo propone. Me besa, y lo hace de forma como si yo se lo pidiera. Y lo peor de todo es que no puedo, ¡no puedo!...
—¡Oh, Yousi! —exclamó Cora, desalentada—. Me temo que Olaizola esté vengando el daño que le hiciste aquella noche.
—Si es así, puede estar orgulloso de su éxito —dijo con amargura.
Era inaudito que la orgullosa Yousi cambiara de aquella manera. Nadie lo hubiera creído. Nadie, y menos que nadie Cora, que la conocía bien y sabía hasta dónde podía llegar el corazón endurecido de Yousi... Aquello era inconcebible. Y Cora la miró asustada, porque imaginó que su amiga nunca sería feliz con un hombre tan enigmático como Pedro Olaizola.
Se lo dijo así, porque quería a Yousi y tenía miedo. Yousi la contempló con ojos vagos y distendió la boca en, una sonrisa extraña.
—Puede que tengas razón, Cora. Pero la verdad es que si no me caso con Olaizola no seré feliz con ningún otro. Le he dado todo mi ser, casi sin darme cuenta, y ahora para recuperarlo... ¡Será tan difícil como imposible!
De pronto miró hacia la puerta y dijo con los dientes apretados:
—Acaba de llegar, Cora. Viene hacia aquí.
—Hola, damitas... —saludó Olaizola, sentándose al lado de Yousi—. Pareces violenta —dijo, inclinándose hacia ella. Después apretó la mano femenina y miró a Cora—. ¿Qué le has hecho, Cora? —Y sin aguardar respuesta añadió—: Hoy no esperes a Miranda, se halla de servicio en el sanatorio.
Cora se revolvió molesta.
—¿Y por qué crees que le espero a él? No me interesa nada.
—Tal vez si lo hubieras dicho con menos ímpetu lo hubiese creído.
—No me explico, Yousi, cómo puedes aguantar a un hombre tan antipático.
—Yousi me admite con antipatías y todo. Le diré a Miranda que estás aquí. No le gustará nada.
Cora se puso en pie y, sin responder, dio la vuelta y unióse a la pandilla de amigos.
Quedaron solos.
—Tardé mucho, ¿verdad?
—Un poco. ¿Dónde has estado?
—En casa de mi hermana. Mañana te llevo conmigo. No conoces a Berta, ¿verdad?
—Claro que la conozco. Y a su marido Rafael también.
—¿Y ellos a ti?
—Todo el mundo en la ciudad me conoce.
—Voy a tener celos, Yousi.
—¿Celos tú? Hace falta que primero sepas querer.
Los ojos de Pedro la contemplaron con fijeza. Sonreían casi imperceptiblemente, con una fina ironía que de nuevo la desconcertó.
—No me gusta que me mires así.
—Hoy estás muy bonita. —Hizo una rápida transición, e inclinándose mucho hacia ella dijo, mirándola al fondo de los ojos con una expresión honda, un poco enigmática—: Tú no sabes de lo que soy capaz por un cariño. ¿Marchamos?
—Pero si acabas de llegar... —murmuró nerviosa.
La proximidad de él siempre la ponía de aquella manera. Era algo más fuerte que su voluntad. Le parecía que aquellas pupilas negras hurgaban en el fondo de su ser, y que ni un pensamiento ni una sacudida podía pasar inadvertida a aquellos ojos grises, profundos, de mirada inquisidora, y a veces un poco cruel porque se gozaban en el martirio de ella.
—Es lo mismo —dijo sin dejar de mirarla—. No puedo tolerar que te miren, no puedo resistir que una sonrisa que no sea la mía se cruce con la tuya. ¡Soy tan exclusivista!
—¿De mi cariño? —preguntó con ansia mal disimulada.
—De todo lo tuyo. Anda, vayamos a dar un paseo. Quiero saber que te tengo a mi lado y que solo mis ojos pueden mirarte.
Automáticamente se puso en pie. Siempre terminaba haciendo lo que él quería. Antes no era así; antes, cuando aún su corazón estaba libre, eran todos ellos los que seguían sus deseos. Ahora..., ahora todo era diferente; y se sintió vencida, con una claudicación tan espontánea y tan natural, que ella misma se asombraba de que siempre no hubiera sido así...
La cogió del brazo y cruzaron el salón. Formaban una gran pareja. Ambos altos y esbeltos. Él, con su arrogancia y su distinción inigualable, enfundado en el traje gris de irreprochable corte. La cabeza altiva coronada por los cabellos negros y brillantes, salpicados con algunas hebras de plata que hacían más interesante su figura terriblemente viril. Ella, fina, frágil, con aquel tipo esbelto y cimbreante, con sus cabellos negros y sedosos, su cara de rasgos exóticos y los ojos verdes que parecían luceros en aquel rostro de muñeca...
Muchos ojos los siguieron. Todos habían olvidado el incidente de cinco años antes. ¡Estaba tan lejana, aquella fecha! ¡Había transcurrido desde entonces tanto tiempo y tuvieron lugar tantas cosas...!
Solo Cora, sentada ante una mesa distante, contemplaba la copa de licor y le parecía ver retratado en ella, en su fino y transparente cristal, el rostro pálido y demudado de Pedro Olaizola aquella noche. Le parecía observar que sus labios decían muy quedo, con una intensidad terrible: «No soy nadie».
* * *
La luna lucía como nunca sus destellos azulados. Los dejaba caer sobre la carretera y bañaba juguetona todo el contorno.
Yousi, recostada sobre la verja de hierro, parecía inconsciente. Ante ella, la figura de Olaizola se inclinaba un poco hacia adelante, como si quisiera penetrar en el corazón de aquella chiquilla a la que ahora iluminaba la luna.
Habían estado paseando toda la tarde. A pie llegaron luego hasta el palacio de los Sardá.
Y allí estaban uno muy cerca del otro, silenciosos y quietos.
De pronto Yousi alzó la cabeza y sus ojos se hincaron ansiosos en las pupilas inescrutables de él.
—¿Por qué me miras así? —preguntó la voz del hombre—. ¿Qué ves en mis ojos?
—No lo sé, y eso es lo que me tortura.
—¿Por qué te tortura?
—Porque tengo miedo.
—¿Miedo a mi lado? Vamos, Yousi, no seas chiquilla.
Ella se revolvió inquieta. Aspiró fuerte, y después, con un ímpetu que hasta entonces había domeñado, se aproximó más a él y cogió con sus manos temblorosas el rostro varonil. Lo apretó desesperadamente y dijo con intensidad:
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué vienes a mi lado? ¿Por qué me has enloquecido de esta forma? Yo estaba tranquila. Me había jurado a mí misma no amar jamás, y ahora..., ahora...
La voz se estranguló en la garganta. Las manos se crisparon aún más sobre el rostro de Olaizola y, cosa extraña, el famoso doctor no sintió ni entusiasmo ni estremecimiento alguno ante aquella mujer hermosa y febril que le estaba jurando un cariño infinito. No pareció observar los ojos verdes donde brillaba una luz de apasionamiento incontenible, ni la boca jugosa que temblaba casi imperceptiblemente, ni aquellas manos que apretaban su rostro y le transmitían su calor.
—Y ahora estás amando —dijo tan solo.
Yousi aspiró con fuerza. Parecía que las fuerzas la abandonaban. La impasibilidad de aquel hombre, sus ojos grises clavados con insistencia en sus pupilas y la boca crispada en las comisuras, le hacían un daño jamás experimentado.
—Déjame —pidió con voz opaca—. Déjame y no recuerdes nunca que yo he existido. Quiero vivir tranquila y sé que a tu lado siempre viviré sobresaltada. Nunca sabré lo que piensas ni lo que quieres. Nunca podré compenetrarme contigo, porque no me ayudarás... Vete, vete —casi gritó fuera de sí. Pedro pensó que jamás la había visto tan bella como en aquella noche, bañada por la luna y excitada por el amor—. Aunque me pidas que me case contigo no lo haré, porque..., porque...
Pedro sonrió de una forma extraña y la cogió por la cintura. La apretó contra su pecho, y fue entonces cuando los ojos de Yousi se alzaron hacia él llenos de lágrimas. Olaizola sintió una sensación desagradable. No, no; verla llorar, jamás. Quería tenerla a un lado desafiante y soberbia, pero en forma alguna humilde. Sin embargo, los ojos de Yousi continuaban clavados en su rostro y lloraban silenciosamente.
Pedro la apretó anhelante, casi hasta hacerle daño. Después la apartó brusco y dijo con fuerza, casi con rabia:
—Vete a casa y descansa. Estás muy nerviosa.
Luego, sin volver la cabeza, se internó en la noche y desapareció en la oscuridad.
Yousi llevóse las manos a la boca y acalló el grito de impotencia que del alma le subía a los labios.
Quiso echar a correr tras él. Necesitaba que le dijera por qué hacía aquello. Necesitaba saber lo que pensaba, de la forma que la quería y lo que sentía su corazón. Pero los pies se negaron a correr y quedó quieta, rígida, tras la verja, con las manos agarrotadas en sus hierros fríos.
* * *
Se hallaba en el saloncito hundida en una butaca, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y en los ojos una expresión desesperada.
Sus padres, ante ella, la contemplaban suspensos, sin saber qué decir ni qué pensar.
Fue la dama quien cogió la mano de su hija y la apretó cariñosa.
—Estás fría, hijita. Lo mejor es que vayas a la cama.
—¿Qué ha sucedido, Yousi? —preguntó el caballero, inquieto y desasosegado—. ¿Reñiste con Olaizola? Esta tarde me felicitaron en el Ateneo por tu próximo matrimonio...
Yousi alzó la cabeza y soltó una histérica carcajada.
—Pues no sé por qué la has admitido, papá —dijo con amarga burla—. Ignoro que vaya a casarme.
—¿Que lo ignoras tú? Hija mía, lo dice toda nuestra sociedad. Supongo que...
—Pues supones mal. Pedro jamás me ha dicho una palabra a ese respecto. Y siento infinitamente que sufráis por mí. Yo no tengo nada. Tan solo me duele un poquito la cabeza.
Se puso en pie. Le temblaban las piernas. Hizo un esfuerzo. No quería que sus padres sufrieran. Bastante dolor tenía ella sola para hacer a nadie partícipe del mismo.
—Pero...
—No habléis más. Después de todo, puedo casarme un día cualquiera.
—Pero si él no te ha dicho nada...
—Hoy no se estila eso, mamá —sonrió con ironía—. Tal vez Pedro quiera hacer una boda de sorpresa.
—Escucha, hijita...
—Por favor, papá —suplicó rápidamente—. Ahora no me digas nada. Quiero ir a la cama y descansar. Pedro ha dicho que estaba muy nerviosa —añadió con amarga burla—. Dile a mi doncella que me suba un vaso de leche. No tengo apetito y solo deseo reposo.
Y se fue.
La dama miró a su esposo y movió la cabeza repetidas veces.
—No entiendo nada de esto, querido.
—Ni yo. Sin embargo, Yousi no es la misma de antes.
—Es que se ha enamorado de verdad.
—¿Lo crees así?
—Por Dios, querido, no hace falta más que mirarla para comprobarlo.
—Entonces dejémosla. Me satisface que Yousi se haya enamorado; y si lo está de Olaizola, podemos considerarnos satisfechos.
—Ya lo veremos.
Y la dama sentíase molesta y nerviosa, aun sin saber definir los motivos. ¡Su hija había sido tan loca! Tal vez Olaizola... Bueno, había que dejar las cosas en manos de Dios y esperar pacientemente los acontecimientos.
Pero aquellos acontecimientos aún tardaron bastante en llegar...
IV
Tres días estuvo Yousi sin salir de casa. De pie tras los cristales de su ventanal permanecía horas y horas. Después se tiraba sobre el lecho, y con las manos tras la nuca, quedaba quieta, con el pensamiento puesto en él y el corazón sangrando constantemente.
De continuar así terminaría enloqueciendo. Ella, que siempre se creyó invulnerable, ella que habíase mofado de la felicidad hogareña de sus compañeras y que, irónica, se burló de Pauli cuando le dijo que estaba enamorada platónicamente del famoso doctor... Y ahora que era ella la enamorada, comprendía lo que sentían sus amigas al casarse y también lo que experimentaba Cora por Carlos Miranda.
Y no quería sentirlo. ¡No quería! ¿Para qué? ¿Qué beneficio le reportaba? Sufrir, desesperarse sin ningún resultado satisfactorio...
Aquella mañana permaneció en cama. Dijo que estaba enferma, que le dolía horrores la cabeza, y estuvo todo el día en el interior de sus habitaciones. Esperaba una llamada telefónica, una carta, algo que le demostrara que Olaizola hallábase inquieto por ella. Pero no recibió nada.
Y, no obstante, en vez de aborrecerlo continuaba queriéndolo, y no solo eso sino que ahora ya no era cariño, era adoración que le nacía en el alma.
Los periódicos locales dijeron en notas de sociedad que la bella señorita Sardá se hallaba indispuesta y en cama.
Yousi, con el periódico en la mano, esperaba ansiosamente que él la llamara por teléfono, pero de nuevo se equivocó. Todas sus amigas desfilaron por su casa. Recibió ramos de flores de sus admiradores, tarjetas de sus amigos, pero de él nada. Y cuanto más callado permanecía, más ansias tenía de él.
Varias de sus amigas se hallaban aquella tarde en su alcoba. Un ramo de frescas flores lucía en el interior de un búcaro. Las había enviado uno de sus amigos con una cariñosa tarjeta.
Paulina se detuvo ante las flores y aproximó sus naricitas a ellas. Después miró a Yousi y preguntó dulcemente:
—¿Te las envió tu novio, Yousi?
La enferma sintió un malestar terrible. Odiaba a Pauli porque un día le había confesado que amaba al doctor. Sin embargo, domeñaba aquel odio y trataba por todos los medios de mostrarse amable.
—Sí —mintió con aplomo. Era una vergüenza que Pedro la hubiera olvidado de aquella manera, sin tener en cuenta que se encontraba enferma—. Son bonitas, ¿verdad?
—Dignas de ti y de él.
Yousi la hubiera matado por inconsciente. Aun sin querer le estaba demostrando que continuaba prendada de la figura de Pedro y, además, lo hacía con naturalidad, sin disimular su entusiasmo.
Cuando marchó Pauli y quedó solo Cora con ella, dijo Yousi con rabia:
—Esa muchacha es odiosa.
—Se le nota que está enamorada de Olaizola.
—¿También tú lo has observado?
—Mujer, es una ingenua y lo nota cualquiera. Pero aunque se le presentara la oportunidad de jugarte una mala partida, su conciencia no se lo permitiría.
—Sí, ya lo sé. Es inconsciente, pero muy buena.
—No te las envió él, ¿verdad?
—¿Te refieres a las flores?
—Claro.
Yousi suspiró con fuerza, muy angustiada.
—No —dijo con voz opaca—. No ha recordado para nada mi existencia. ¿Crees que leería el periódico?
—Naturalmente. El periódico local lo lee todo el mundo.
Siguió un silencio. Yousi mordióse los labios y cerró los ojos.
—No sé en qué terminará esto, Cora —dijo desalentada.
—En boda, ya lo verás.
—No, Cora. Pienso que nunca me casaré con él. ¡Es tan incomprensible! Si tú supieras lo que sufro... No le entiendo, te lo aseguro. Ignoro aún si me quiere o me aborrece. Muchas veces pienso que me adora, otras, como la última vez que nos hemos visto, me hace creer que me odia con toda su alma.
—Eso son tonterías. Cuando un hombre aborrece a una mujer no anda con ella a todas horas. Puede ser que Olaizola sea un hombre un poco enigmático, y yo entiendo que así son los hombres que verdaderamente llegamos a amar apasionadamente. Tú nunca podrías enamorarte de un hombre sencillo que lo deja todo al descubierto en la primera charla... Necesitas un temperamento más complejo, y ya lo has conseguido.
—Sin embargo...
—No pienses cosas raras, y procura salir mañana, porque de otra forma pudiera ser que Pedro no se ocupara de saber si habías muerto o aún estabas viva.
—¿Lo ves? —exclamó apasionadamente—. Si él me quisiera obraría de otra forma. Tú misma reconoces que...
—Yo no reconozco nada —atajó con fuerza—. Además, en el sanatorio tienen mucho trabajo. Pudiera ser que no hubiese salido...
—¡Bah! Para llamarme por teléfono siempre sobran minutos.
—Ahora no pienses en nada y descansa un poquito. Mañana nos veremos en el club.
Y se puso en pie para marchar.
Quedó sola. ¡No pensar en nada! ¡Bah! ¡Como si eso fuera posible! Pensaba constantemente y terminaría volviéndose loca de continuar en aquella incertidumbre.
¿Y si ella lo llamara por teléfono? ¿Por qué no? ¿Tenía algo de particular? ¡Deseaba tan ardientemente oír su voz aunque fuera para escuchar un insulto! ¿Y era aquella toda su dignidad de mujer? ¿En qué habíase convertido su orgullo?
Automáticamente alargó la mano y posó los dedos en el teléfono. ¡Si tuviera valor para marcar el número y..., y...!
No, no podía tenerlo. Encogió de nuevo la mano y apretó los puños.
Esperaría al día siguiente. Lo vería en el club y él había de preguntarle cómo estaba; y si no había leído las notas de sociedad, querría saber el porqué no la vio durante aquellos tres días, y entonces ella le reprocharía... Sí, eso era lo mejor.
Tiró la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Quería soñar con él. ¡Era tan maravilloso pensar en aquel hombre...!
* * *
—Aún no nos has dicho cómo sigue Yousi de su enfermedad.
Pedro, que se hallaba recostado negligentemente sobre el respaldo de la cómoda butaca que ocupaba, enarcó una ceja y sonrió.
Berta lo miró fijamente.
—¿Es que no sabías que estaba enferma, Pedro?
—Qué cosas tienes, hermana. Claro que lo sabía. Tengo el periódico en el bolsillo. Además, lo supe el mismo día que se abstuvo de salir de casa.
—¡Ah! Supongo que irías a verla.
Pedro encendió un cigarrillo y fumó con bríos. Hacía un largo rato que se hallaban en el saloncito de su hermana y ya iba a marchar creyendo que no saldría a relucir el nombre de Yousi, pero se equivocó. Berta teníalo todo muy presente.
—No me pareció prudente —dijo sin demasiado entusiasmo—. Si ya hubiéramos pedido su mano, tal vez.
—¿Cuándo piensas hacerlo, Pedro?
—Muy pronto.
Berta se revolvió inquieta en el diván. Era nerviosa por naturaleza, pero la impasibilidad de su hermano terminaba por descomponerla hasta él punto de ponerle los nervios a flor de piel.
—Vuestras relaciones están levantando polvorilla, Pedro.
El doctor se puso en pie.
—Querida mía, el mundo es muy curioso y muy amigo de alarmarse. ¡Estas cosas son tan íntimas...!
—¿Estás seguro de que lo son, hermano?
—Pues claro. Ahora he de marchar, Berta. Otro día vendré con más calma y hablaremos todo cuanto tú quieras.
—Vete, Pedro, vete; pero has de saber que estoy muy descontenta de ti.
Pedro de buen grado hubiera contestado que él también estaba descontento de sí mismo, pero no dijo nada. Le dio unos golpecitos en la mejilla y salió.
Berta sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Pedro era tan especial, tan enigmático... ¡Nunca se sabía lo que pensaba ni lo que iba a decir! Dos días después, Yousi salía de casa. Introdújose en el auto rojo y pisó con fuerza el acelerador.
V
El pequeño vehículo saltó brusco perdiéndose en la blanca carretera.
Era una mañana húmeda. Una niebla sutil iba poco a poco cubriéndolo todo. No hacía frío. Yousi, enfundada en un jersey negro, subido hasta el cuello, y una falda de cuadros escoceses aprisionando la cintura breve y esbelta, el cabello recogido en una gorrita oscura, permanecía quieta ante el volante, con los ojos intensamente verdes clavados en la blanca carretera que se extendía a lo lejos. De pronto miró la gabardina beige que descansaba sobre el asiento y pensó que tendría que utilizarla para salir del auto cuando hubiera llegado al sanatorio.
Porque Yousi estaba firmemente decidida a visitar a Pedro en su «guarida». Necesitaba verlo. Era algo más fuerte que su voluntad... Se había tirado del lecho convencida de que aquella mañana lo vería, y si no era yendo ella al sanatorio, dudaba de poder realizar sus deseos.
Sin embargo, cuando el auto se detuvo ante la gran mole blanca, de muros gruesos y desafiantes, sintió que un escalofrío de angustia recorría todo su cuerpo y comprendió por primera vez en su vida que no tenía ni un átomo de valor.
Mordióse los labios. Sin moverse guio los ojos en torno y le pareció que todo el dolor de su alma se traspasaba a su boca, donde se convertía en un ahogado sollozo. Aquel edificio imponente, de muros blancos y fuertes, con grandes terrazas y rodeado de luminosos jardines, le recordó a Pedro. Creyó ver en ellos la figura arrogante y altiva del famoso doctor. «Es como él —se dijo—, y como él desafía».
Comprendió que su voluntad se hallaba dominada por la de Pedro, porque, a pesar de sentir el deseo de penetrar en el blanco edificio, una voz interior le suplicaba que retrocediera. «Vas a encontrar sus ojos fríos y quietos. No sonreirá su rostro impenetrable y no verás en su boca un gesto de aprobación. Da la vuelta, Yousi. Vuelve a casa y vete al club, donde están tus amigos. Pedro Olaizola se halla ahí dentro, en su ambiente, que no es el tuyo. Aléjate ahora mismo, antes de que la tentación sea demasiado fuerte. Domeña ese cariño. Aún estás a tiempo. Después será demasiado tarde».
—¡Oh, Dios mío! —sollozó hundiendo la cara entre las manos—. Soy una imbécil y él no merece mi cariño. ¡No, no lo merece!
Pero aun así, aunque comprendiera que no lo merecía, sabía que no podría negárselo porque lo había entregado todo inconscientemente, y ahora que se hallaba consciente de lo que hacía, le era de todo punto imposible ahuyentar de su corazón aquellas ansias de él.
No obstante, irguió la cabeza, y pisando el acelerador, el vehículo dio la vuelta y alejóse raudo en dirección a la ciudad.
Alejarse de él, alejarse aun contra su voluntad. Pero alejarse todo lo posible y tratar de coquetear con cualquiera, con tal que desapareciera de su corazón aquel anhelo loco que la estaba consumiendo.
Sin embargo, cuando llegó al club y se vio rodeada de amigos y admiradores, sintió hacia todos una repugnancia indescriptible. Nadie, nadie era como él. Ninguno tenía sus ojos claros, ni su mirada inescrutable y poderosa que sabía llegar hasta los rincones más inverosímiles de su corazón, ni su boca, ni su cuerpo arrogante, ni su poder de hombre. Todos, comparados con Olaizola, le parecían muñecos. Él era único. Y Yousi sintió una rabia infinita al comprobarlo.
Era un castigo del cielo. Se había burlado de todos los hombres, incluyendo a Pedro, y ahora..., ahora estaba medio enloquecida.
Se hizo el firme propósito de coquetear con sus amigos, pero no pudo. Se vio empequeñecida, sin valor. Ya no era la Yousi de antes, la que con una sonrisa volvía locos a los hombres. Ahora aquella sonrisa era una mueca uniforme y los ojos no sabían mirar con audacia. Le parecía que el mundo iba a finalizar allí mismo, con su dolor, y le dio rabia por sentirse tan débil.
Comprendió que vivía pendiente de él y le pareció que Olaizola no la quería...
Tres días uno tras otro continuó yendo al club, con la esperanza de verlo llegar. No fue así, sin embargo. A Olaizola parecía habérselo tragado la tierra. No se atrevía a preguntar, no podía hacerlo porque aún le quedaba orgullo en el corazón. Era un orgullo muy menguado comparado con aquel de antes, pero todavía le daba la fuerza suficiente para mantenerse firme.
Sus padres la contemplaban suspensos. Sabían que Yousi al fin se había enamorado y temían que Olaizola estuviera vengando en ella un daño recibido... Sin embargo, jamás abrían la boca para interrogarla. Ella salía y entraba a su antojo, y su humor iba poco a poco desapareciendo.
Yousi creyó que nunca más volvería a verle, pero una tarde...
* * *
Se hallaba sola sentada en un taburete en el bar del club. Este estaba solitario. Tan solo ella, con la mirada clavada en el cristal transparente de la copa, crispados los labios, permanecía quieta y silenciosa.
En el cercano salón de baile, las amigas disfrutaban de la vida. Yousi pensaba que se burlaban de ella, porque el abandono en que Pedro Olaizola la había dejado era suficiente para causar ironía en todos aquellos que conocían sus relaciones.
La música que oía dañábale. ¡Hacía tantos días que no bailaba! Además...
—Estás muy sola, Yousi. ¿Y ese milagro?
Aquella voz bronca y bien timbrada le produjo un frío glacial. Volvió el maravilloso rostro y encontró los ojos burlones de él.
—Hace tiempo que me estorba toda compañía.
Pedro iba enfundado en un traje azul de irreprochable corte. Con su cuerpo alto y esbelto, exento de esa flexibilidad afeminada de muchos chicos modernos, parecía más gallardo que nunca, porque aquel traje oscuro le proporcionaba mayor altivez. Al menos Yousi pensó que nunca lo había visto tan viril y tan altanero. Sintió rabia; hubiese deseado verlo empequeñecido ante sus amigos y era todo lo contrario.
Sonriendo burlón, fue a sentarse en una banqueta, a su lado. Inclinóse hacia ella y Yousi creyó que iba a preguntarle por su salud o bien el motivo por el cual había estado tantos días sin verla, pero de nuevo se llevó una gran decepción.
—Estás muy bonita, Yousi. Tus ojos brillan más que nunca. —Hizo una rápida transición y añadió incorporándose un tanto—: Aunque te estorbe toda compañía, yo no te estorbo.
—Eres muy vanidoso —dijo despechada, disimulando a duras penas su dolor.
—¿Vanidoso yo? Vamos, querida, sabes que no es cierto. Jamás lo he sido.
—Puede que eso lo pienses tú, mas la realidad es otra.
Por toda respuesta, Pedro soltó una risita sardónica. Ella se sintió desesperada y creyó que no podría contenerse. Estaba como enloquecida, al verlo tan alejado de su lado cuando ella estaba locamente enamorada de él.
Ni una pregunta, ni siquiera un reproche... Nada Hablaba con naturalidad, como si ella no hubiese estado cinco días sin salir de casa, como si en vez de transcurrir una semana sin verse se hubieran despedido normalmente el día anterior...
—¿Bailamos, querida?
—No. No bailaré más en mi vida.
—¿De veras?
—De veras. —Y se puso en pie.
Pedro la imitó.
Yousi salió a la calle. A su lado Pedro sonreía suavemente, sin alterarse.
Yousi se detuvo y lo miró fijamente a los ojos.
—Eres un cínico, Pedro. Y te ruego que nunca más vuelvas a importunarme.
—¿A importunarte? Querida, yo creí que estabas deseando tenerme a tu lado.
—Pues te equivocas. No quiero saber nada de ti.
Olaizola encogióse de hombros y dio la vuelta.
—Hasta otro día, Yousi —saludó tranquilamente, perdiéndose de nuevo en dirección al club.
Yousi quedó sola y desesperada. Nunca había experimentado tal humillación, aunque todas las humillaciones que había recibido procedían de él.
Metióse en su auto y arrancó veloz. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y su boca hacía inauditos esfuerzos para contener el sollozo.
No fue a su casa. Durante horas y horas vagó por las solitarias carreteras.
Nunca hubiese imaginado que en tan corto espacio de tiempo sucediera aquello...
VI
Dejó el auto en la explanada que se extendía ante su palacio, y se apeó de un salto.
Primeramente le llamó la atención la silueta de un elegante automóvil detenido no muy lejos del de ella. ¿De quién podía ser? ¿Qué visita tendrían sus padres? No deseaba ver a nadie, y con ese objeto corrió por el parque para meterse luego en el palacio por la puerta de servicio.
Una doncella le salió al paso.
—Los señores esperan a la señorita en el salón.
Era una contrariedad. No le satisfacía nada aquella orden de sus padres. ¿A quién iban a presentarle?
¡Bah! Sería alguna solterona charlatana que seguramente iba a preguntarle cuándo pensaba casarse. No, no iría. No tenía por qué aguantar las charlas de aquellas tortugas amigas de su madre.
—Diles que no estoy, Rosa —pidió suplicante.
—Los señores la han visto llegar.
Apretó la boca con aquel gesto voluntarioso y se encogió de hombros.
—Bien; iré. Pero te ruego que vengas a salvarme pronto. Puedes decir que me llaman al teléfono.
—Así lo haré, señorita.
Ya más tranquila, tomó la dirección del salón. La visita debía ser importante, porque la habían recibido solemnemente.
Sonrió con ironía. ¡Bah! Todos aquellos cumplidos la hastiaban hasta el punto de jurarse a sí misma no recibir a nadie si algún día se casaba. Antes, todo esto satisfacía su vanidad; ahora la cansaba.
Cruzó el hall. Se miró a un espejo. Estaba bonita, pero discreta. No asustaría a las amigas de su madre.
Penetró en el salón y quedó firme y rígida, en el dintel de la gran puerta de caoba.
¿Veía bien? ¿Estaba soñando? ¿Sería todo fruto de su imaginación exaltada?
Cerró los ojos con fuerza; los abrió de nuevo. Sí, veía lo mismo. Eran seres tangibles, no figuras imaginadas. Aspiró el aire, que parecía faltarle, y avanzó lentamente.
Allí estaba Pedro Olaizola, su hermana Berta y su cuñado Rafael... ¿A qué venían? ¿Por qué su padre la contemplaba radiante de felicidad? ¿Y por qué su madre miraba a Pedro con ternura, como si fuera su propio hijo? No entendía nada, y de seguir así terminaría estallando en un grito de angustia.
De pie al lado de su madre, quedó quieta. Ni siquiera pudo dar las buenas noches. ¡Era todo tan extraño! ¿Estaría soñando?
No, no soñaba. El padre aproximóse a ella y la cogió por los hombros.
—Querida Yousi, los señores Salavarría acaban de solicitar tu mano para su hermano Pedro Olaizola. Estamos muy satisfechos, hijita, y te auguramos mucha felicidad.
¿Había oído bien? ¿Cuándo despertaría? No supo decir una palabra. Sintió que todos la besaban: Berta Olaizola, su marido Rafael, su madre, su padre; y después...
Vio cerca de su rostro unos ojos grises, acerados, de expresión indefinible. Como siempre, no supo leer en aquella mirada. Era fría y estaba tan quieta e inescrutable como siempre, como jamás había dejado de estarlo.
Sonrió automáticamente y con vaguedad pensó en vengar su orgullo humillado.
«Si yo pudiera decirle que no le quiero... Si tuviese valor para despreciarlo en presencia de sus hermanos y mi padre... ¡Si yo tuviera valor...!».
Pero no lo tenía. Toda su fuerza moral se la había llevado la gran pasión que experimentaba hacia él.
Después sintió los labios ardientes rozar los suyos y miró en derredor.
—Te advertí que vendría, querida —dijo él, cínico.
Al menos ella creyó que lo era, y lo peor de todo es que no tuvo valor para desmentirlo.
—Sí, claro —se encontró diciendo, casi sin darse cuenta. Estaba como inconsciente. ¡Nadie, nadie hubiera reconocido en ella a la antigua Yousi Sardá!
No supo jamás comprender lo que había sucedido. Solo recordaba que comieron todos en su palacio, que charló poco y casi sin sentido, que Olaizola, su futuro esposo, ¡qué ironía, Señor!, describió su hogar. Dijo que iban a vivir en su piso de soltero y que lo arreglaría de forma que Yousi no tuviera nada que echar en falta. Después sus padres y Berta hablaron del viaje de novios. Darían la vuelta alrededor del mundo e invertirían en ello los doce meses del año. «¡Oh, sería maravilloso!», expresaba Berta entusiasmada. Yousi recordaba que guio los ojos hacia el rostro de Pedro y que nunca hasta entonces había recibido semejante sacudida de angustia. Le vio sonreír tan burlonamente que sintió que la sangre se le helaba en las venas.
¿Por qué se casaba con él si no tenía seguridad ninguna de alcanzar la felicidad a su lado? «Es un castigo del cielo», se dijo angustiada. Pero ¿por qué? ¡Hacía tanto tiempo que sufría! Acaso él trataba de...
Todo fue como un sueño. Cuando se quiso dar cuenta se hallaba en la terraza con Pedro al lado.
—¿Por qué lo has hecho? —interrogó dolorida—. Tú no me quieres, Pedro. Nunca me has querido.
—¿Nunca?
Yousi volvió hacia él sus ojos y lo contempló largamente.
—Voy a casarme contigo, Pedro —dijo con pesar—. Y, sin embargo, no sé cómo piensas ni lo que sientes.
—¡Bah! ¿Y para qué quieres saberlo? He de asegurarte que muchas veces ni yo mismo lo sé.
—Sin embargo, vas a casarte conmigo.
—Porque te quiero.
Lo dijo brusco, sin admitir lugar a una réplica. Mas Yousi se aproximó a él y sus finas manos de nacaradas uñas se posaron en los hombros varoniles.
—Mírame a los ojos, Pedro —rogó intensamente—. Tú sabes que voy al matrimonio locamente enamorada de ti. Es una humillación para mí expresarme tan claramente, pero quiero que lo sepas, porque estoy dispuesta a exigir de ti otro tanto. Si no me juras que me quieres de la forma que yo te quiero a ti, renuncio al matrimonio. Toda mi vida me la pasé...
La voz de él cortó brusca:
—Coqueteando.
—¡Pedro!
—Perdona, querida. Puede ser que esta noche esté algo nervioso. Yo no juro jamás —añadió sin transición—. Me caso contigo porque me gustas, porque serás una gran señora Olaizola y porque llenas todo mi ser. Si a eso quieres llamarlo amor, no le des otro nombre.
—Eres muy frío, ¿verdad? Hablas del amor como si trataras de un negocio, de una cosa que te conviene por todos conceptos, pero nunca como si lo comprendieras en todo su valor. El amor para mí, Pedro, es algo más grande. Nunca lo creí así, pero ahora es diferente.
—Porque me quieres, ¿verdad? Eso es una gran satisfacción para mí.
Yousi dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y suspiró con fuerza.
—Eres un hombre incomprensible, Pedro.
—Y, pese a ello, vas a casarte conmigo.
—¿Por qué?, ¿por qué? —gritó ya sin poder contenerse—. ¿Por qué vas a unir tu vida a la mía? Tú no me quieres. Creo que eres incapaz de querer a nadie. Eres..., eres...
Pedro, sin alterarse, se inclinó y entre sus manos largas y finas cogió el rostro femenino. Hundió su mirada en la de ella y dijo intensamente, con un acento extraño en la inflexión:
—Soy tu futuro esposo, querida mía, y eso es para mí la mayor ventura.
Yousi no supo leer en el acento de aquellas palabras porque estaba demasiado excitada y solo deseaba oír el significado. Lo quería con toda su alma y lo demás en aquel momento no tenía importancia para ella.
Se apretó contra él y alzó los brazos bellos. Sus rostros quedaron muy juntos. Los ojos verdes parecían luceros. Pedro pensó que iba a quemarlo aquella luz, pero no fue así porque sobre el corazón tenía una terrible coraza...
—Al verme por primera vez después de tu ausencia —dijo en un susurro—, me dijiste que no me habías olvidado.
—Y es cierto, Yousi. A una mujer como tú no puede olvidarla jamás un hombre como yo.
Por encima de la cabeza de ella los ojos acerados brillaron intensamente, de una forma extraña; de haberlos visto, Yousi hubiera temblado.
—Tienes que quererme mucho, Pedro. ¡Tanto, tanto...!
Olaizola inclinó la cabeza y la besó ardorosamente en los labios. Yousi, inerte, devolvió el beso con todas las potencias de su ser. Después quedó sola, embriagada y dolorida. Aquella amalgama de locas sensaciones le producían vértigo. Le parecía que estaba cayendo, y que no podría levantarse jamás.
Cuando ya en su alcoba, y tendida sobre la cama, pensaba en él, le pareció que el corazón iba a estallarle. ¡Dolía tanto...! ¿Por qué experimentaba aquella sensación de ahogo si iba a casarse dentro de tres semanas con el hombre que amaba?
No quiso pensar más y se durmió, nerviosa y desasosegada.
Después, en días sucesivos, entre modistas, joyeros y elegantes vestidos, pasó el tiempo. No tenía tiempo para detenerse a meditar. Pedro venía por la noche y aquellas horas pasaban volando. Nunca tuvo tiempo de preguntarse por qué cada vez la mirada de su novio se hacía más enigmática. ¡Era tan extraño, pero ella le quería tanto y tan intensamente!
La boda estaba fijada para el día siguiente, a las seis de la tarde. El banquete se celebraría en el palacio de los Sardá, donde también tendría lugar la ceremonia.
VII
Lo más selecto de la ciudad había acudido aquella tarde a celebrar el enlace de la bellísima señorita Sardá y el famoso doctor. Nadie había imaginado que todo terminara en boda, mas ahora que el momento había llegado, en todas las bocas se oía el mismo comentario: «Era de esperar, ambos son guapos y elegantes y forman una pareja maravillosa».
Los magníficos automóviles de los numerosos invitados se alineaban en la gran avenida del inmenso palacio, mientras sus dueños, algunos ya en el interior de la luminosa capilla, esperaban el comienzo de la ceremonia. Otros hallábanse en el parque, y algunos, los más íntimos, en las terrazas.
Desde el palacio a la capilla, se había cubierto de flores; y en el interior del templo hasta el jardín, una gruesa alfombra indicaba el camino que habían de seguir los novios.
El que más y el que menos estaba emocionado. Se veían pocas bodas como aquella. Además, los futuros cónyuges eran dignos uno del otro, por su gallardía y por su hermosura.
Había llegado el momento de comenzar la ceremonia. Y la figura de Pedro Olaizola —enfundado en el traje de rigurosa etiqueta, que hacía más varonil y arrogante su cuerpo ancho y fuerte— penetró en el templo del brazo de su hermana y madrina.
Después entre una nube de tules blancos, sostenida la larga cola por dos lindos muchachos, la figura de Yousi, bella, divina, deslumbrante como jamás habían imaginado ojos humanos, avanzaba por el camino cubierto de flores del brazo de su padre.
Un murmullo de admiración se extendió casi imperceptible en todo el contorno. Los ojos de Olaizola, más impenetrables que nunca, se clavaron en la faz lívida de su futura esposa y la boca hizo un gesto extraño que estremeció a Yousi, cuyas pupilas se hincaban con ansia en aquel rostro rígido que ni siquiera en el día de su boda sabía expresarle algo.
Con el corazón temblando, en la boca un anhelo loco y en las manos un nerviosismo inverosímil, Yousi se arrodilló ante el altar. La marcha nupcial había terminado en un gemido y el sacerdote comenzaba sus funciones.
Todo pasó como un soplo. Yousi, con las manos unidas, rezaba, puesta el alma en su plegaria. Le parecía que en vez de casarse con el hombre que quería, estaba pisando las gradas de un infierno de martirio y desesperación. No sabía por qué pensaba aquello. Era una impresión que jamás, hasta entonces, se había adueñado de ella. Era terrible, espantoso. ¿Por qué, si pensaba así, no lo dejaba todo? Aún estaba a tiempo. ¡A tiempo! ¡Qué ilusa! En aquel momento el sacerdote le preguntaba si quería a Pedro Olaizola por esposo, y sus labios pronunciaron un «sí» tembloroso.
Luego apenas si se dio cuenta de nada. La ceremonia había terminado y ella era ya la esposa de Pedro Olaizola... Sintió que la marcha nupcial volvía a lastimar su corazón. Más tarde se vio en el jardín. Los ojos acerados estaban muy cerca de ella. La contemplaban de una forma rara que le hacía daño. Inclinóse hacia ella y la besó suavemente en los labios. Yousi se estremeció. Le parecía que aquel beso era hielo y que congelaba la sangre en sus venas. Qué impresiones más absurdas, ¿verdad? Al menos ella creía que eran totalmente absurdas e inconcebibles. Porque deseaba ser feliz y ahuyentar de su mente aquellas sensaciones angustiosas.
La besaron todas sus amigas, estrechó manos de fieles camaradas, besó a Berta y a Rafael y luego abrazó a sus padres con un ansia incontenible, porque le parecía que a su lado había sido feliz y que al alejarse de ellos iba a perderlo todo.
Luego todo sucedió como si fuera un sueño para ella. Se cambió de traje. Bailó con todos los amigos, rio incluso, un poco nerviosa, cuando Carlos Miranda le dijo que tuviera cuidado, pues Olaizola era un in comprensible ogro.
A Pedro siempre lo vio hablando animadamente con un viejo doctor y dos señores más. No se había aproximado a ella. Le sonreía desde lejos y volvía a enfrascarse en la charla profesional, sin tener en cuenta que ella, nerviosa y excitada, esperaba que él viniera a su lado.
El banquete tuvo lugar en los jardines. El baile celebrábase ahora en los regios salones del palacio.
«Oh, Yousi, envidio tu viaje alrededor del mundo». «Creo que salís hoy mismo, ¿eh, Yousi? ¡Es maravilloso!». «Ya me traerás un recuerdo de tu incursión por esos atractivos mundos, ¿eh, Yousi?».
Así una y otra de sus amigas. Incluso una vieja y charlatana amiga de su madre le dijo que no dejara de visitar Florencia porque era el lugar más animado del mundo. Otra le sugirió que en Berlín se vivía maravillosamente y que ahora estaba de moda la luminosa capital alemana.
Ella limitábase a sonreír. Todos hablaban de su viaje de novios y en cambio ella ignoraba todo lo relacionado con él, porque Pedro jamás le dijo nada a ese respecto. Y cuando Berta o su madre comentaban acerca de los lugares que podían visitar, de los días a permanecer en cada ciudad, veía cómo la faz de Pedro no se alteraba, no decía ni sí ni no. Limitábase a sonreír de una forma muy rara, y cuando más tarde, solos, ella insinuaba algo sobre aquel viaje, Pedro soltaba una risita sardónica y cambiaba de conversación, de una forma tan sutil que ella se veía impotente para rebelarse.
De ahí que los comentarios de sus amigas la pusieran más inquieta si cabe. Era terrible que ella, la muchacha orgullosa y altanera que tanto y tanto se había reído de los hombres, pasara por aquel trance humillante que la ponía en ridículo ante todos sus conocidos.
A las nueve de la noche los invitados comenzaron a desfilar.
Yousi respiró con amplitud. Pedro vino a su lado y, cogiéndola del brazo, dijo amablemente:
—Querida, nosotros marcharemos ahora mismo.
El corazón de Yousi dio un vuelco loco. Pensó en todo, íntegro, venía a iluminar sus pupilas maravillosas.
—¿De viaje? —preguntó esperanzada—. ¡Oh, Pedro, tengo tantos deseos de alejarme de todo esto!
—En seguida lo haremos. Despídete de tu familia.
El palacio había quedado ya solitario. Tan solo los señores Sardá, Berta y su marido permanecían en el vestíbulo charlando amigablemente.
—Ya marchamos —dijo Yousi apareciendo ante ellos.
Los dos matrimonios se pusieron en pie.
Berta miró a su hermano y sonrió feliz. Nunca habíase atrevido a pensar que al fin el juego de Pedro terminara en boda. ¡Era tan incomprensible! Sin embargo, ahora le parecía un hombre como los demás. Hasta llegó a olvidar el incidente de aquella mañana, hacía muchísimos años, cuando Pedro se negó rotundamente a volver de caza... Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Tal vez su carácter hubiese cambiado. No imaginaba que la verdadera venganza de Pedro comenzaba precisamente aquella noche. ¡Qué iba a imaginar! Al fin y al cabo, eran hermanos, y le parecía natural que Pedro se semejara a ella, que era incapaz de guardar rencor a nadie. Sin embargo, Pedro no tenía ni un punto de afinidad con su hermana. Tan solo físicamente parecíanse un poco. Mas el temperamento, e incluso el carácter, variaba notoriamente uno de otro.
—¿Saldréis hoy, Pedro? —preguntó aproximándose a él, mientras la señora Sardá iba con su hija a recoger el equipaje.
—¿Para dónde, Berta? —preguntó sin inmutarse.
—De viaje.
—¡Hum! Temo que no pueda salir hoy, ni mañana, ni dentro de tres semanas. Tengo mucho trabajo, querida mía.
Berta apretó la boca y miró en derredor. Nadie podía oírlos. El señor Sardá y Rafael contemplaban los cristales del ventanal. El primero le explicaba su estructura e indicábale el valor aproximado. Rafael oía silenciosamente y con atención, porque deseaba adquirir uno para su casa.
Berta se volvió, nerviosa, hacia su hermano y lo miró fijamente al fondo de los ojos.
—¿Quieres decir que no emprenderéis viaje de novios?
—Por ahora así es, querida.
—Pedro —dijo con ímpetu—. Si haces eso, eres un canalla. Toda la ciudad sabe que Yousi realizará un viaje de maravilla, y la dejarás en ridículo si lo suspendes.
Pedro hundió las manos en las profundidades de los bolsillos de su pantalón gris y balanceóse tranquilamente sobre sus largas piernas.
—Querida Berta, yo jamás he dicho que ese viaje se llevara a efecto. Si vosotros habéis conducido el carro antes que los bueyes, lo siento.
—Pedro, estoy avergonzada de ti.
—¡Oh, Berta, no hagas melodramas! Ya sabes que me repugnan. Mira, ahí tenemos a la hermosa Yousi.
En efecto, Yousi, bella y exquisita, descendía por la blanca escalinata con su doncella, la cual cargaba con dos pequeñas maletas.
Venía radiante. Brillábanle los ojos y la boca le temblaba a causa de la emoción. Berta aspiró con fuerza, e inclinándose casi imperceptiblemente hacia su hermano, dijo con intensidad:
—Si la haces desgraciada, Dios te castigará. Y yo no te lo perdonaré nunca.
Pedro nada replicó. Miraba a Yousi. Luego, fijos sus ojos en ella, dijo, casi sin mover los labios:
—Es una pena, querida mía, que no tengas un hijo de mi edad. El quizá la hubiera hecho feliz. Sobre todo de haberse parecido a ti.
—Eres un malvado, Pedro.
Este ni siquiera la miró. Avanzó hacia Yousi. Y después de despedirse de todos, la cogió por el brazo y salieron hacia el jardín.
Berta los siguió con la mirada.
VIII
Pedro se colocó ante el volante. Yousi a su lado. El auto emprendió una carrera moderada.
—¿Tienes los pasajes, Pedro? ¿Cuándo embarcamos y hacia dónde?
—No necesitamos pasajes, querida. No iremos de viaje.
Yousi se incorporó brusca.
—¿Hablas en serio, Pedro?
—Sí. Nunca estuve tan serio, porque tampoco nunca me casé hasta hoy.
—Luego, entonces...
—No hay viaje.
Yousi dejóse caer hacia atrás y tapó el rostro con las manos. Pedro la contempló con ironía.
—¿Tanto te contraría, Yousi?
La muchacha alzó la cabeza y lo miró francamente con sus ojos grandes y expresivos.
—No me contraría absolutamente nada. Pedro. Estando a tu lado no me importa un lugar u otro. Lo siento por nuestras amigas. Saben que vamos a emprender un largo viaje y... Puedes suponerte los comentarios que tendrán lugar mañana cuando sepan que nos hallamos en la ciudad.
El auto se detuvo. Saltó Pedro a la acera. La ayudó a bajar a ella. El mismo Pedro cogió las maletas y juntos ascendieron por la escalinata blanca.
—Nunca me habrás oído decir nada respecto al viaje —dijo, ya en el interior del ascensor.
—En efecto, pero callabas, y dice el refrán que el que calla otorga.
—Soy de pocas palabras, querida. Y ya sabes que no me gusta hacer a nadie partícipe de mis planes íntimos. Aunque quisiera —añadió arqueando una ceja con aquel gesto suyo tan altanero—, no podría salir de viaje esta noche, ni mañana, ni dentro de seis meses. Mis asuntos me retienen aquí. Casi todo mi capital se halla puesto en el Sanatorio, y es preciso mucha cautela para que no decaiga.
Yousi recostóse contra las maderas. Cerró los ojos para no ver la faz impenetrable de aquel hombre que ya era su marido y, sin embargo..., sintió frío. Frío en el corazón y en el alma. Nunca había imaginado que llegara a casarse de aquella manera. Ella, que tanto había soñado en sus noches locas, pensando en el día venturoso en que pudiera entregar a un hombre todo su corazón y cuerpo, encontrábase ahora conque ya había unido su vida a uno de aquellos seres y en vez de sentirse ligada a él, este sutilmente la alejaba de su lado con una conversación trivial que no decía nada de lo que sentía y deseaba su corazón.
El ascensor se detuvo. Ambos salieron. Pedro extrajo el llavín del bolsillo y penetraron en el piso. Yousi ya sabía cómo era. Había acudido allí con Berta cuando lo estaban decorando. Pero nunca como aquella noche le pareció su propia cárcel. La cárcel de sus ilusiones domeñadas.
—Esta es tu casa, querida mía. Bienvenida a ella —dijo sin inflexión en la voz—. Espero que seas todo lo feliz que yo deseo.
Yousi pensó que podría serlo si él dejase al descubierto una parte mínima de su alma, pero no era así.
—Solo tenemos dos criados —añadió penetrando en el saloncito contiguo a la habitación de su esposa—. Esta no es como tu casa, pero espero que no te disguste. Después de todo creo que son suficientes. El piso no es grande.
—Eso no tiene importancia —repuso con voz opaca.
—¿Quieres tomar algo? Le diré a Damián que te prepare un refresco.
—No, gracias. No deseo nada.
—¿Quieres que llame a Catalina para que te ayude?
—No es necesario.
Y después de dichas aquellas palabras, que sonaron a sollozo, penetró en su regia alcoba.
Lo miró todo como ausente. Tenía el corazón oprimido. Nadie hubiera imaginado que Yousi se hallaba sufriendo en aquel momento mucho más de lo que pudo haber sufrido en toda su vida. Aún se preguntaba por qué se había casado con aquel hombre frío, que inmóvil, de pie en mitad de la estancia, la contemplaba como si en vez de ser una mujer bella, atractiva y apasionada, y además su propia mujer, la mujer elegida, fuese una cualquiera. Una que se nos cruza en la calle y ni siquiera llama la atención de la mirada viril.
De nuevo le pareció que en sus venas penetraba un frío glacial. ¿Por qué la contemplaba con aquella mirada exenta de expresión? ¿Por qué no la cogía en sus brazos y la besaba fuertemente, aunque ella muriera en aquel beso? Porque Yousi hubiera querido morir antes de verse humillada de aquella manera. Su orgullo, su dignidad de mujer siempre respetada y admirada no podía admitir aquella indiferencia fría, espantosa...
Con qué ansia hubiera corrido hacia él. Con qué anhelo hubiérase apretado en sus brazos, pidiéndole mimosa que la quisiera intensamente, hasta embriagarla... no sucedía nada de eso porque los ojos acerados clavados en ella con aquella mirada inexpresiva, le restaban valor y la dejaban inerte, desfallecida y decepcionada.
La mirada verde vagó por la estancia. Esta era bonita y luminosa. Tenía dos grandes ventanales a la calle y muchas flores en la próxima galería que venía a abrirse en su propia alcoba. Después miró la puerta abierta que comunicaba con el departamento de él y sonrió con despecho. Ella nunca hubiera deseado aquello. Sus amigas, las más íntimas, que se habían casado tiempo antes, habíanle explicado muchas cosas, y entre ellas, el dormitorio común. En cambio allí no había nada de eso. Él, una alcoba; ella, otra. Igual que todos los matrimonios modernos que se casan por conveniencia, nunca como aquellos a los que les une un cariño fuerte y vigoroso como el que ella sentía por Pedro y deseaba que él sintiese también.
De estos pensamientos la distrajo la voz bronca y fuerte diciendo:
—Le diré a Catalina que venga a ayudarte a sacar la ropa de la maleta. Tú no puedes hacerlo.
Yousi se volvió violentamente. Estaba tan nerviosa y excitada que necesitaba muy poco para estallar.
—No quiero a nadie —gritó ahogadamente—. A nadie, y tú márchate también porque estás descomponiéndome. ¿Qué haces ahí plantado como si fueras un poste? ¿Por qué no me ayudas tú mismo? Me pregunto, Pedro, cómo en vez de quererte hasta el arrebato no te desprecio con toda mi alma.
Calló nerviosa. Una angustia terrible se reflejaba en sus ojos. Pasó la mano por la frente y sacudió con fuerza la cabeza.
Nunca había estado tan bella como en aquel momento. Pedro crispó las manos en el interior de los bolsillos del pantalón y apretó la boca hasta hacerse sangre. Estaba dominándose. Aquella voluntad indomable que conocía Berta domeñaba los deseos naturales del hombre. Era ella la que perdía terreno, porque Pedro, impasible y quieto, no denunciaba las mil luchas que sostenía contra estos deseos.
—¿Has dicho alma, Yousi? —preguntó sonriente—. No la has tenido nunca, querida mía.
Yousi dio un salto y se plantó muy cerca de él. El rostro rabiosamente bello casi se pegó al de su marido. Los ojos verdes brillaron de una forma inaudita. Las manos se alzaron y crispáronse con fuerza sobre el rostro viril.
—No me digas jamás querida mía —dijo con los dientes apretados—. No me quieres y esa frase en tu boca me parece falta de sentido. Además... ¿Por qué te has casado conmigo? ¿Por qué?
—Porque eres bonita.
—Bonita, pero me odias.
—Te odio y te amo, Yousi —dijo en un susurro—. Es algo complejo, ¿verdad? Yo también soy un ser complejo.
Apretó los labios. Un sudor frío le subía del corazón a la piel. Allí la tenía: hermosa, desafiante, provocativa como una reina. Era suya, la había conquistado sin proponérselo. Era bella como ninguna y la deseaba con todas las potencias de su ser. Miró con avaricia los ojos verdes resplandecientes como luceros. La boca que sabía a rosa y lo embriagaba, el cuerpo espléndido, la piel suave, el cabello negro, brillante...
Yousi retrocedió asustada. Los ojos acerados le decían algo terrible que en otra ocasión hubiera representado la felicidad, pero en aquel momento...
—No, no —gritó desfallecida—. Así no, jamás.
Pedro pareció reaccionar. Sacudió la cabeza, y nadie puede imaginar el esfuerzo de voluntad que hubo de realizar para contenerse.
Dio la vuelta. Un seco «buenas noches». Un portazo y después, nada.
Yousi llevóse las manos al pecho. Lo apretó con ansia. El corazón parecía salirse de allí. Le dañaba con sus fuertes palpitaciones.
Retrocedió. Tiróse en el lecho y ocultó el rostro entre las manos. Nunca habíase sentido tan derrotada, tan escarnecida y humillada.
Mordióse los puños porque no quería llorar. Hizo esfuerzos inauditos y se sacudió sobre el lecho, como si los nervios no le permitieran permanecer quieta. «Te odio y te amo». «¡Te odio y te amo!». ¿Por qué la odiaba y la amaba al mismo tiempo?
Pensó entonces, cuando ella despreciaba a todos los hombres, y recordó con ardor aquella noche en que puso a Pedro en ridículo ante todos los amigos... ¿Era, pues, una venganza? Sí, era una vil venganza, impropia de un hombre honrado y caballeroso.
Incorporóse en el lecho y miró la puerta cerrada. Sonrió irónica y dijo entre dientes, con tanta amargura que hubiese conmovido el corazón de cualquiera que no fuera Pedro Olaizola:
—Una feliz noche de bodas. Cuánto se reirían mis desdeñados amigos si pudieran contemplarme.
Sintió odio. Un odio infinito. Pero no hacia él. En el interior de su corazón había muchos sentimientos complejos. Sí, también ella era compleja. Cuanto más Pedro la despreciara, más lo querría. Era su castigo y su premio. Dos cosas contradictorias, pero no exentas de lógica. Su castigo, porque si había hecho algún daño caro lo estaba pagando, y su premio, porque en el yugo del dolor estaba encontrándose a sí misma.
Tiróse de nuevo hacia atrás. Quedó inmóvil y rígida. Nunca había experimentado aquel dolor torturante que, de continuar, terminaría volviéndola loca.
Sintió que los párpados se abatían y quedóse dormida. ¿Horas, minutos o tan solo segundos? Nunca lo supo. Incorporóse con los ojos muy abiertos, y como un autómata se puso en pie. Estaba vestida. Necesitaba salir de aquella alcoba y distraerse en algo. Abrió la puerta y salió al pasillo.
Eran las dos de la madrugada...
* * *
Se paseaba agitado de un lado a otro. Tenía la frente plegada en una profunda arruga y los labios tan apretados que parecían dos rayas rectas. Un cúmulo de locas sensaciones batallaban dentro de su ser.
Fumaba cigarrillo tras cigarrillo, mientras iba constantemente de un lado a otro. Nunca había perdido la serenidad como en aquel momento. Habíase tendido en la cama, convencido de que podría dormir, pero le fue de todo punto imposible.
Después salió hacia el saloncito, y allí estaba, hundido ahora en una butaca, con el pensamiento puesto en ella y los ojos clavados en el suelo. El reloj dio dos campanadas. Aún el eco resonaba en toda la casa cuando a sus oídos llegó el ruido característico de unos pasos de mujer. ¿Acaso Catalina? No, esta dormía profundamente. Tenía el sueño pesado y además era demasiado cómoda para levantarse a aquellas horas de la noche.
Se puso en pie con rabia. ¿Quién venía a importunarlo? Antes de que pudiera darse una respuesta se abrió la puerta y la figura exquisita de Yousi apareció en el umbral.
Quedó quieto. Nada dijo, pero en sus ojos apareció una expresión admirativa, aunque quiso hacer todo lo posible por ocultar el efecto que le producía la aparición de ella en el saloncito.
Venía envuelta en las mismas ropas conque había salido de su casa. Pero la luz de sus ojos le daba un aspecto etéreo, como si fuera una sombra intangible. Los cabellos un poco desordenados y en la boca una mueca de angustia.
Le parecía que todas sus ilusiones juveniles habían sido asesinadas aquella noche, y tuvo la vaga impresión de que el alma se alejaba de su cuerpo.
Al ver a Pedro sonrió sutilmente y dijo queriendo ser irónica, pero sin lograrlo:
—Es consolador saber que tú tampoco duermes.
Pedro enderezó el cuerpo y balanceóse tranquilamente sobre las largas piernas. Toda la serenidad que había creído perder al verla entrar, volvió de nuevo a él, proporcionándole otra vez aquel aplomo que hacía daño y hería profundamente la sensibilidad finísima de la muchacha.
—Duermo diariamente cuatro horas, Yousi. No necesito más para sentirme optimista.
—¿Es que acaso pretendes ser un ser optimista?
—Siempre lo he sido.
—Pues yo no lo creo así. Eres un amargado y pretendes amargar a los demás.
Pedro rio suavemente, con aquella risita sardónica que exasperaba. Yousi pensó que iba a abofetearlo, porque nunca, ¡nunca!, se sintió tan desgraciada y empequeñecida como aquella noche, que él la estaba humillando con su indiferencia.
—Querida mía...
Yousi se abalanzó hacia él, y sin tocarlo quedó erguida, con los puños apretados y los ojos relucientes.
—No me digas jamás querida mía —gritó fuera de sí—. Te lo dije hace unas horas y ahora vuelvo a repetirlo. Yo no soy querida tuya. Tú no quieres a nadie más que a ti mismo. Eres un egoísta y un malvado. Eres un canalla y yo..., yo te odio con toda mi alma. ¿Por qué te has casado conmigo? ¿Por qué te gozas humillando mi orgullo de mujer? ¿Por qué no me has dejado vivir mi vida? Quizá fuera una muchacha loca y consentida. No tenía experiencia ni en qué pensar. Jugué a ser una linda vampiresa. Pero eso no es obstáculo para que en mi corazón anidara un ansia loca de ser feliz con un hombre que supiera comprenderme. Nunca pensé en un ser apolíneo. Mi corazón, aunque tú no lo creas, es sencillo y anhela la felicidad, sin importarle que el ser que pueda proporcionármela sea hermoso o simplemente vulgar. Tú te has mofado de mí, y ahora..., ahora...
No pudo terminar la frase. Un destello de crueldad brilló en los ojos metálicos. Avanzó lentamente y la cogió por los hombros. Sacudióla con rudeza, sin miramiento alguno.
—Me he mofado de ti —repitió con brusquedad—. ¡Me he mofado de ti!, ¿verdad, Yousi? Es consolador saber semejante cosa. Yo lo ignoraba. Recuerdo tan solo que una vez puse todo mi corazón en el de una muchacha que creí única en el mundo, dulce, buena, confiada y sincera. Un hombre como yo, Yousi —añadió fríamente, sin soltarla ni dejar de mirar los ojos asustados— no puede olvidar jamás la burla de una chiquilla. Fui a ti con el alma en la mano. Te dije que te quería con toda mi alma, que deseaba hacerte feliz. ¿Tú respuesta? Aún puedes recordarla. Al menos yo la llevo bien clavada en el corazón. Dijiste sencillamente que no era nadie. ¡Tú no eres nadie! —rio bronco y la soltó. Volvióle la espalda. Yousi comprendió en aquel momento muchas cosas, y pasó la mano por la frente para ahuyentar aquellos desesperados recuerdos—. Era el mismo que soy ahora. No, no era el mismo —rectificó con rabia—. Antes era un hombre sencillo. Mi corazón estaba limpio de venenosas ponzoñas. Sabía sentir y lo expresaba sencillamente, sin rodeos. Ahora no, no soy igual, porque mi alma se marchó de mi cuerpo aquella noche. Juré vengarme, Yousi —dijo con los dientes apretados, dando la vuelta y mirándola cruelmente a los ojos—. Juré ser para ti un gran amor, y lo he conseguido. Hoy eres mía, puedo hacer de ti lo que quiera. Estás en mi poder y estás vencida. Pensé que serías diferente a las demás mujeres, pero estoy convencido de que eres igual. No te diferencias en nada... Traté a miles de mujeres. Me burlé de todas. Algunas me dijeron que eran sinceras y que todo su corazón era mío. Yo no lo he creído. No pude creerlo —gritó exasperándose por momentos—. No pude creerlo, porque tú me habías engañado y llevaba en mi corazón el recuerdo de tus ojos, que me parecieron francos y no lo fueron.
Calló. Yousi apretó las manos sobre la boca. Las retorció consumida por la impotencia.
—A pesar de todo lo que me has dicho, aún ignoro el propósito que te guio a unir tu vida a la mía. Cuando yo te desprecié aquella noche, no tenía experiencia. Ignoraba lo que eran los hombres, no podía diferenciar a unos de otros porque me faltaba lo que luego había de sobrarme. Ya te he dicho que jugué a ser vampiresa y me he quemado mis propias alas. Quise volar, y cuando remonté el vuelo apareciste tú y me llamaste. Caí de nuevo y ya nunca he podido levantarme.
—No conocías a los hombres —rio burlón—. Te mofaste de ellos. Has coqueteado con todos. Has besado a todo aquel que te apeteció, y eso...
—¡Calla! —gritó exaltada, yendo hacia él y quedando muy quieta ante su figura erguida y desafiante—. Calla. Sabes que jamás sentí el amor hasta que te conocí. Sabes que mis labios solo fueron mancillados por ti. Porque ha sido una humillación el que tú me hayas tocado. Ahora, después de saber que tu corazón está lleno de rencor, domeñaré el cariño que siento por ti y trataré de odiarte toda mi vida. Si tú tienes voluntad no olvides nunca que yo te supero. ¡Te odiaré! ¡Te despreciaré con toda mi alma! Continuaré haciendo mi vida de siempre. Bailaré con los amigos. Iré a fiestas y reuniones, y tú continuarás siendo un amargado porque tienes la vida destrozada. Y si pensaste que ibas a destrozar la mía, te has equivocado. Después de todo, no me costará ningún esfuerzo dejarte en ridículo, pero no como te dejé aquella noche, en la cual, al fin y al cabo, tú eras libre y yo también. Te dejaré humillado ante todos mis amigos y...
No pudo terminar la frase. Unos brazos de hierro la cogieron en volandas. La apretó con fuerza salvaje sobre su cuerpo, y acercando a su rostro el suyo, enérgico y transfigurado en aquel momento, dijo intensamente, con una voz tenue, casi susurrante, pero tan bronca y amenazadora que Yousi quedó inerte en el cerco breve de sus brazos, desfallecida y temblorosa:
—No ha nacido la mujer que me deje en ridículo. Tu vida, Yousi, será mi vida. No lo olvides jamás. Un día contuve mi ímpetu porque, como tú bien dices, no nos ligaba ningún lazo sagrado. Hoy es diferente. Eres mía, me perteneces. Darás tantos pasos como yo dé ¡y ay de ti el día que llegue al hogar y no te encuentre! ¿Yo en ridículo? ¿Yo humillado? Aún no ha nacido la mujer que pueda humillarme, Yousi, es mejor que lo sepas ahora, para que no te hagas ilusiones después.
Oprimió el busto hermoso, tanto, tanto, que Yousi lanzó un grito de dolor. Pedro soltó una cruel carcajada. Se burlaba de ella. No conforme con las palabras, trataba de escarnecerla con los hechos. Y aquellos...
—Déjame —gritó, exaltada—. Déjame. Eres un canalla y te odio con toda mi alma.
Pedro hundió la mirada de sus ojos en aquellos otros y le pareció que allí estaba el fuego del infierno y que se iba a quemar. Sentirla así, tan cerca, palpitante y hermosa, vencida al fin, le producía un placer jamás experimentado. En aquel momento se sentía el hombre más cruel del mundo. Y le hubiese gustado verla llorar y se hubiera gozado en sus lágrimas con placer morboso. Y reír, reír hasta verla muerta de humillación. Había sentido por ella una pasión infinita y vigorosa. Nunca pensó que pudiera quererla de aquella manera como ahora que la tenía en sus brazos. Y, sin embargo, la odiaba con toda su alma. Era amor y era odio. Era una amalgama de pasiones aún indefinidas. La quería para atormentarla como un día había estado atormentado él.
Yousi se retorció en sus brazos. Hizo inauditos esfuerzos para desasirse, pero no pudo. Aquellas cadenas eran de hierro y lastimaban tanto, tanto... Lastimaban su corazón, hacían daño en el alma y destrozaban su cuerpo.
—No te quiero, Yousi —dijo con los dientes apretados, casi sin abrir los labios—. No te quiero. Tu proximidad, sin embargo, es mi condenación. Porque eres bonita, porque eres hermosa y tu cuerpo de sirena me enajena y me vuelve loco. Pero no te quiero con el alma. El alma aquí está muerta, no sabe sentir, ni quiere sentir. Son los sentidos los que están despiertos, y esos te ven deslumbrante y maravillosa, pero aun así, no quiero condenarme. No quiero nada contigo. No quiero que seas mi mujer. ¡Te odio tanto!
Las últimas palabras fueron más bien un susurro. Después se inclinó más hacia ella y Yousi hizo un movimiento para esquivar su boca. No pudo. La fuerza poderosa de él la dejaba indefensa. Sintió sus labios contra los suyos, y después le pareció que el mundo entero terminaba para ella. Aquel hombre estaba enloqueciéndola, demostrándole que era él más fuerte y que ella haría y diría lo que él quisiera que dijese.
* * *
Retorcida, permanecía acurrucada en una butaca. Parecíale que habían transcurrido siglos desde su boda, y, sin embargo, solo habían sido horas...
Alzó los ojos y miró en torno. Estaba dolorida y atormentada. Los ojos tenían celajes negros que ocultaban el brillo rutilante de su mirada. De aquella mirada que antes era diáfana y pura, pero que ahora estaba emponzoñada. Él la había emponzoñado.
Miró el reloj. Eran las cinco de la madrugada. Aún tenía tiempo. Iba a marchar. Sí, iría a casa de sus padres y les diría que Pedro Olaizola, el hombre que ellos creían el mejor del mundo, iba a matarla porque la odiaba.
Se puso en pie. Tambaleóse y un temblor de angustia estremeció su cuerpo.
Como un autómata salió al pasillo, y pasando una mano por la frente intentó despejarla y aclarar las ideas. No pudo. Todo estaba oscurecido en su mente. Casi ni noción tenía de lo que había sucedido entre los dos. Le dolía el alma, y un peso inmenso le oprimía el corazón.
Cruzó el pasillo como una sombra. Llegó a la puerta y puso la mano en el pomo.
Después...
—¿Lo que vas a hacer, crees que sería lo más conveniente?
Quedó rígida, fría. Le pareció que el mundo caía sobre sus espaldas y la aplastaba inexorablemente.
No se volvió. La voz bronca de Pedro continuó diciendo, con fina ironía:
—Es absurdo que cometas semejante disparate. Tus padres no te creerán, y si piensas que yo voy a ir a buscarte a casa de los autores de tus días, estás en un lamentable error. Entonces sí que quedarás humillada, Yousi, porque una mujer que se ha casado hoy y se separa de su marido en la misma noche de sus bodas, es el hazmerreír de la gente.
Se volvió. Él la contemplaba desde su altura. Hallábase de pie en el umbral de la puerta, enfundado en el batín oscuro. Se encontraron sus ojos y Yousi pudo ver que los de él sonreían cínicamente. Nunca le pareció tan canalla como en aquel momento. Veía su dolor, su amargura, su tremenda desesperación y no parecía conmoverse. Era de hierro. Estaba endurecido y no sabía sentir.
Apretó los labios y dio la vuelta. No lo hizo porque los ojos de él se lo exigieran. Lo hacía porque comprendía que tenía razón. Si a la mañana siguiente aparecía en el palacio de sus padres, cuando todas sus amigas la creían realizando un viaje de ensueño, convertiríase en la mofa de todos los que deseaban verla humillada. Y exceptuando a Cora, los demás no experimentaban hacia ella ninguna simpatía.
—Algún día pagarás todo el daño que me estás haciendo —dijo, pasando ante él sin mirarlo.
Pedro nada repuso. La vio alejarse y después se introdujo de nuevo en su alcoba.
Yousi penetró en la suya y se tiró de bruces sobre el lecho. Apretó las sienes y pidió a Dios que la llevara a su lado antes de que sus ojos pudieran contemplar la luz del día y el rostro, por tanto, de aquel malvado que la hacía la más infeliz de las criaturas.
IX
Pero Dios, que sabe más de lo que nosotros podemos decir, se halla dentro de nosotros mismos. No quiso oír el ruego de Yousi. Aquella muchacha había tenido una cabecita loca, pero ahora iba aprendiendo. Cada día recibiría una experiencia, y cada día sería un poquito más justa y noble. Sabía lo que existía dentro del corazón de Yousi. No ignoraba cómo pensaba y cómo sentía. «Aprende en el yugo del dolor». Es el mejor maestro. El dolor de Yousi era infinito, tenía madera para ir adquiriendo poco a poco más experiencia y conocimientos. Primero lo conocería a él. Después se estudiaría a sí misma y terminaría siendo una mujer completa.
A la mañana siguiente, despertó a las once. Había dormido en un total sobresalto y ahora los ojos se hallaban doloridos.
Se encontró vestida sobre el lecho. Al verse así, pensó en lo sucedido la noche anterior y estremecióse. Sintió rabia, despecho. No era la primera humillación que recibía de él. Aquella era la cuarta y tal vez no fuera la última.
Se tiró del lecho y fue hasta el cuarto de baño. Quedóse quieta debajo de la ducha. Era consolador sentir sobre su cuerpo ardoroso aquel hielo que aquietaba sus nervios.
Nunca pensó que pudiera tener un corazón tan recio y una voluntad tan vigorosa, porque cuando ya ataviada exquisitamente salió de su alcoba y penetró en el comedor, su sonrisa, aunque en el fondo un poco melancólica, era la más diáfana y pura que concebirse pueda.
Pedro, enfundado en el traje gris de irreprochable corte, se hallaba de pie ante el ventanal. Damián iba de un lado a otro disponiendo el desayuno. Catalina, con todo descaro, asomó la cabeza por la puerta justamente cuando Yousi aparecía en el umbral.
—Buenos días —saludó serenamente.
Pedro volvió el rostro impenetrable y lanzó sobre ella una mirada que a Yousi le pareció más inexpresiva que nunca.
—Hola —repuso casi sin abrir los labios. Llamó a sus criados, y añadió—: Aquí os presento a mi esposa.
Ambos viejos la contemplaron dulcemente. Catalina se aproximó a ella y dijo, campechana:
—Gracias a Dios, señora. Creí que este demonio de ogro no se casaba nunca. Hacía mucha falta una mujer en esta casa. Dios la bendiga.
Damián miró a su mujer. Era tan charlatana aquella cuatro lenguas... Siempre tenía que hablar demasiado. Tal vez la señora era una de esas niñas remilgadas cargadas de estúpidos prejuicios y que desdeña rotundamente a los criados. Pero, no. Yousi sonreía dulcemente y apretaba la mano de su mujer. Damián respiró tranquilo y dispuso el desayuno una vez su mujer hubo hecho mutis.
Se sentaron a la mesa. Encima de esta, estaba el periódico. Pedro ni lo miró. Tenía los ojos clavados en el plato mientras comía silenciosamente.
Parecía más alejado de ella que nunca. Yousi volvió a experimentar aquel frío extraño que congelaba la sangre en sus venas. ¿Es que iba a verse precisada a continuar así toda la vida? ¿Es que Pedro le estaría haciendo purgar el resto de su existencia el daño que le había hecho antes? Eso era propio de seres sin entrañas. Bueno, Pedro no las tenía. Ni corazón, ni alma, ni nada que pudiera conmoverlo.
En silencio absorbió el café. No tomó nada más. No tenía apetito. Después, cogió la Prensa y leyó algunos anuncios. Nada de aquello le interesaba. Guio los ojos hacia las notas de sociedad.
En letras grandes estaba anunciado su viaje de novios alrededor del mundo. ¡Qué ironía! Su viaje de novios, y ellos estaban allí. ¡Cómo se reirían sus amigas! Era bochornoso, y, sin embargo, no podía hacer nada por evitarlo.
Crispó la mano sobre el papel y se puso en pie Dejólo solo. No podría resistir por más tiempo la indiferencia de aquel rostro impasible.
Cuando ella hubo desaparecido por la puerta del comedor, la cabeza de Pedro se alzó rápidamente. Cogió el periódico que ella había dejado y lo hojeó rápidamente.
Allí estaba el motivo de la rabia de Yousi. Sonrió, pero de una forma muy vaga. Nadie hubiera podido penetrar en sus pensamientos. La mirada era enigmática y el rictus de su boca extraño.
Se puso también en pie y dirigióse al saloncito. Ella estaba allí, hundida en una butaca, con la cabeza entre las manos. Al sentir sus pasos se alzó rápida y lo miró.
—Estarás contento, ¿no? Has conseguido lo que querías. Tal vez tú mismo enviaste la nota a la redacción.
—Quizá.
No, no había sido él, pero puesto que ella lo pensaba así, ¿por qué desmentirla? ¡Bah! Aquello era lo que menos importancia tenía. ¡Si no hubiera otras cosas de mayor trascendencia!
—Me avergüenzo de ser tu mujer.
—No lo creas. Estarás orgullosa de haberlo conseguido. Después de todo, es agradable vivir peleándose.
—Para ti, que eres un pendenciero, tal vez.
Se encogió de hombros. Inclinóse hacia ella y le cogió la mano.
—¡Déjame! —gritó excitada—. Me das asco.
—Voy al sanatorio, Yousi. Espero que a mi vuelta te encuentre en casa.
—Naturalmente. ¿Crees que soy tan imbécil como para dejarme ver después de lo sucedido? Sería absurdo.
Pedro no dijo nada. Se inclinó más hacia ella y trató de besarla.
—No te acerques. Un hombre que no quiere a su mujer no le interesan sus besos.
—Eres muy inteligente. No te quiero, pero me gustas.
—De lo cual debieras avergonzarte.
—Vamos, Yousi. Sé un poco cariñosa. Después de todo, deseo que lo seas. Tal vez aprenda con tu cariño.
Yousi se sacudió furiosa. Era incomprensible. Ella al menos, no lo comprendía. Ahora mismo estaba contemplándola con una expresión dulcísima que jamás había visto en sus pupilas. ¿Qué pretendía?
—Nunca me tendrás cariñosa, Pedro. Nunca. Y eso es bastante doloroso para un hombre que ha de ignorar incluso cómo es su propia mujer. Porque tú nunca, ¡jamás!, verás mi alma al descubierto.
—La he visto ayer noche, querida. Eres deliciosa.
—¡Basta! ¿Qué te has propuesto? ¿Crees que voy a estar toda la vida pendiente de tus reacciones? Pues te equivocas. También a mí me interesa muy poco que me quieras o no.
Pedro, haciendo caso omiso de sus palabras, se aproximó a ella. Por primera vez, los ojos pardos brillaron dulcemente. Yousi experimentó una sacudida de rabia. Pedro le dispensaba una conmiseración que no podía admitir su orgullo en forma alguna.
—Eres deliciosa, Yousi —murmuró el hombre lentamente—. He llegado a un extremo en que no sé si te quiero o en realidad te odio. No obstante, es maravilloso saber que tengo una exquisita compañera. Muchas veces, Yousi, llego del trabajo rendido y agotado, pero ahora, sabiendo que te tengo en casa, es probable que no me sienta tan desdichado.
—Tú no eres de los hombres que se sienten desdichados. Vives para ti, no tienes en cuenta a los que te rodean. Ahora es así, más, luego, cuando te hagas viejo y en verdad precises la mano amiga que te consuele en esos momentos de agotamiento, clamarás por ella y recogerás solo lo que ahora estás sembrando. Te he querido con toda mi alma, es cierto, no obstante, dejaré fácilmente de quererte.
—Tú no puedes dejar de quererme nunca. Yousi, y lo sabes.
La muchacha soltó una histérica carcajada. ¡Tenía tantos deseos de llorar!
Pedro se aproximó más a ella y la sujetó por los hombros.
—Me hace daño tu risa —añadió, brusco—. No rías, Yousi. Después vas a llorar.
Inclinóse hacia ella y la besó en los labios. Yousi no se movió. Estaba dispuesta a soportarlo todo: sus burlas, sus expresiones cariñosas e incluso la brusquedad que con frecuencia asomaba en sus pupilas y sonaba en las palabras.
—He de ir al sanatorio. No volveré hasta la noche. Siento mucho tener que dejarte, pero no puedo eludirme.
¡Lo sentía mucho! ¡Qué ironía! Al día siguiente de su boda la dejaba sola porque no podía eludirse. Era como para echarse a reír o romper en fuertes y convulsivos sollozos. Optó por lo primero y le dejó marchar.
X
—¿Eres feliz, Yousi?
—Claro, Berta. Lo soy mucho.
—Cuánto me alegro, querida. Tenía un poco de miedo, ¿sabes?
—¿Miedo? ¿Por qué?
—¡Pedro es tan especial!
Yousi emitió una risita irónica. Hacía varios minutos que se hallaba en casa de Berta. Le encantaba charlar con aquella mujer buena. La comprendía con exactitud y jamás enjuiciaba sus reacciones.
Un mes había transcurrido desde su boda y todo continuaba igual. Los comentarios ya habían cesado, pero sus amarguras iban cada vez en aumento. ¡Y tenía que demostrar lo contrario! Y poner cara dichosa ante sus padres. Y reír alegremente ante sus amigos, ocultando así el desastre de su vida.
Él se iba muy de mañana al sanatorio y no regresaba hasta el anochecer. Era una humillación que cualquiera podría observar, si se lo propusiera, y tal vez, incluso, sin habérselo propuesto.
No podía soportar la quietud que reinaba en la casa. Le parecía que sus gruesos muros se le venían encima. Y cuando él marchaba, ella corría a casa de sus padres o bien al hogar maravilloso de Berta.
Aquella tarde estaba allí y la hermana de su marido la contemplaba con fijeza, como si quisiera leer en sus ojos el motivo por el cual enturbiábase la mirada verde, que cada vez se hacía más melancólica.
Eran las siete de una tarde clara y luminosa. La ventana se hallaba abierta, penetrando por ella un rayo de sol amarillento. Yousi con Bertita en sus brazos ocultaba en su pelo la mirada, mientras su cuñada hacía punto sentada frente a ellas.
De pronto, dijo Berta, dulcemente:
—Te hace falta una nena así, Yousi.—A Pedro le gustan mucho los niños.
—¡Bah! Nos hemos casado ayer, como quien dice.
—Al año justo de estar nosotros casados, Bertita ya contaba dos meses. ¡Es tan delicioso ver niños en el hogar propio!
Yousi ocultó la mirada. No deseaba que Berta pudiera leer en ella. ¡Era tan maravilloso aquel secreto!
—Quién sabe. Tal vez Dios nos favorecerá pronto con uno.
Quedó silenciosa. Unos pasos se aproximaban a la estancia. Eran los de él. Los hubiera conocido entre mil. Supo que estaba allí y venía quizá a buscarla. ¿Por qué había regresado tan temprano?
En efecto, la figura de Pedro apareció en el umbral. Miró primero a Berta, después el cuadro que formaba su esposa con Bertita en los brazos, muy apretada contra su corazón.
—Si tienes un hijo, Yousi —observó inexpresivo—, harás una madre de película. —Luego, tras rápida transición—: Tengo que marchar ahora mismo. Lo siento mucho, pero es un viaje ineludible.
Yousi se puso en pie.
—Pero...
—Serán tres meses, Yousi. El Gobierno me ha señalado para una misión especial. Voy a Roma.
—¿Tan lejos? —intervino Berta—. Podéis ir los dos.
—Imposible, Berta. No sabes lo que dices. Esto no es cosa de mujeres. —Se volvió a su esposa, que, muda y absorta lo escuchaba, y prosiguió un poco menos alterado—: Vengo a buscarte, Yousi. Dentro de dos horas tengo que hallarme en el Ministerio y ya no podré volver a casa.
Yousi púsose en pie automáticamente. Nunca había sentido en su corazón aquel vacío que ahora le roía. Lanzó una última mirada sobre la pequeña y se inclinó para besarla.
—¿Volverás, tiíta You? —preguntó la pequeña—. ¿Y me «taerás calamelos» y me «contalás» cuentos?
—Sí, mi vida. Vendré todos los días.
Unióse a su marido. Este besó a Berta, pidióle que se despidiera de Rafael en su nombre y cogió a Yousi por el brazo.
* * *
El auto se deslizó raudo.
Yousi, recostada sobre el asiento, muy próxima a su marido, iba silenciosa, pero no demostraba la angustia que oprimía su corazón.
—Siento mucho esta contrariedad, Yousi.
—Lo supongo.
—¿No lo crees?
—¿Por qué no voy a creerlo? Tú lo dices y es suficiente.
—Yousi, antes de marchar quiero decirte algo, algo que tal vez no creas, porque después de haber vivido unidos un mes en el mismo hogar y conociéndonos uno al otro, quizá no concibas que yo pueda sentir de esa manera.
—Tratándose de ti lo concibo todo.
—Un pobre concepto, ¿verdad?
—¿De ti? ¡Bah! Tratándose de Pedro Olaizola no puedo juzgar con precisión, porque te has mostrado ante mí de todas las maneras: cruel, perverso, cariñoso, confiado y... vengativo. ¿Qué puedo pensar, pobre de mí, de todo eso? Debes suponer que nada halagador para el doctor Olaizola.
Pedro mordióse los labios.
—Ahora no tenemos tiempo de ironizar, Yousi. Puedes pensar lo que te plazca, y para que lo hagas con propiedad, voy a decirte, aunque no lo creas, que te quiero.
Yousi sonrió sarcástica.
—Es consolador saberlo, querido.
—Te quiero —gritó excitado por primera vez en su vida—. Cierto que hubiese dado la mitad de mi vida y mi fortuna por aborrecerte. Me has hecho mucho daño, tú nunca podrás comprender cuánto. Y, sin embargo, pese a todo, mi corazón es tuyo, y mis pensamientos y todo mi ser. He jugado a aborrecerte y no lo he conseguido.
—Pero has llegado tarde, porque yo te he dejado de querer. Si tú no puedes aborrecerme como hubiera sido tu deseo, yo tampoco puedo amarte.
—¡Estás mintiendo!
No, Yousi, no mentía. Ahora solo tenía un anhelo, anhelo que lo representaba todo: su felicidad, su amor y también su amargura, porque a costa de ellos había dejado de quererlo.
El rostro de Pedro estaba muy cerca de ella. Sintió la mano aprisionada febrilmente por la de él y no se estremeció como otras veces. Tal vez su amor estaba muy hondo, en el fondo del corazón, pero él lo había tapado con su odio y ahora precisaba de muchos días y muchas noches para que volviera a salir al exterior.
—Mírame a los ojos, Yousi —pidió suplicante—. Así, sin apartar tus pupilas de las mías. Eres muy bonita, Yousi, pero yo no me enamoré de tu belleza, como te hice creer la noche de nuestra boda. Aquello lo dije porque quería aborrecerte. Tenía un deseo loco de saber que sufrías por mi desamor. Ignoro si has sufrido o no, porque nada me demostraste. Entonces aún no me había encontrado a mí mismo. Ahora, sí. Ahora ya sé lo que quiero y lo que deseo. Voy a alejarme de ti, tal vez transcurran cuatro meses sin verte.
El auto se detuvo y Yousi sintióse satisfecha de que hubieran llegado tan pronto. No podía creerle. Había sido tan cruel... Además, no podía ser sincero, no lo era, aunque él creyera lo contrario. Ni él mismo se comprendía. ¡Era tan complejo!
El chófer abrió la portezuela y ambos descendieron. Yousi no lo miró. Caminó en dirección a casa, silenciosa y absorta. Pedro la siguió, callado también. La mirada inexpresiva de ella habíalo enmudecido.
* * *
El equipaje estaba dispuesto. Catalina y Damián se movían nerviosos de un lado a otro siguiendo las instrucciones del doctor.
Yousi, hundida en una butaca, parecía ausente de cuanto la rodeaba.
Pedro fumaba un cigarro precipitadamente. Se le notaba nervioso y desasosegado. Miraba a Yousi, apartaba de ella los ojos y de nuevo volvía a mirarla.
—Todo se halla dispuesto, señor —indicó la voz temblorosa de Damián.
Pedro pareció sacudirse, como si una descarga eléctrica impulsara su cuerpo.
Fue hacia Yousi. Esta ni siquiera se levantó. Hallábase tan dolorida y atormentada, que no podía adquirir fuerzas suficientes para afrontar valientemente la situación.
—Hasta la vuelta, Yousi.
—Adiós, Pedro. Espero que tengas un feliz viaje.
El doctor dio una brusca vuelta y desapareció precipitadamente. Cuando llegó a la acera y se disponía a introducirse en el auto que lo esperaba, alzó el rostro, tal vez con objeto de verla por última vez, pero Yousi no se hallaba tras el cristal de la ventana.
Transcurrieron muchas horas.
Yousi permanecía tendida en el lecho, con los ojos muy abiertos hundidos en la oscuridad que la rodeaba.
Eran las doce de la noche y todo estaba en silencio. De pronto, se abrió la puerta y la figura de Pedro recostóse en el umbral. Avanzó despacio.
—Hemos demorado el viaje hasta el amanecer —dijo, muy bajo.
Yousi quedó quieta y callada. Él, inclinándose hacia ella, susurró muy bajo:
—Yousi, quiero que me ames, aunque solo sea un minuto.
Yousi suspiró con fuerza. En aquel momento pensó que estaba siendo víctima de una terrible pesadilla, pero después comprendió que se hallaba viviendo una realidad.
El orgullo del enigmático Pedro habíase ahuyentado por completo. Su voluntad y su poder se habían ido tras el amor.
Creyó tal vez que podría superarlo, pero se equivocó. ¡Yousi comprendió tantas cosas aquella noche!
A las seis de la madrugada, Pedro pisaba de nuevo la acera. Ahora también alzó el rostro. Tras el cristal había un rostro de mujer que sonreía dulcemente.
XI
Dos meses iban transcurridos desde aquella noche.
Con frecuencia recibía postales en las cuales la mano de Pedro Olaizola había trazado unas cortas líneas.
Yousi sonreía muy tenuemente y la ocultaba en un cajón de su secreter. Después limitábase a vivir su vida. Una vida tranquila y sosegada, alejada totalmente de sus antiguas costumbres. Continuaba viviendo en el piso de su marido. Había rehusado la invitación de sus padres. Allí, en el hogar de Pedro Olaizola se hallaba su lugar, aunque más de una vez sentía cómo el piso se le caía encima. Sin embargo, permanecía en él, sabedora de que, aun contra su dolor de mujer enamorada, aquel era su deber de esposa. Porque Yousi amaba a Pedro con toda su alma. Nunca había dejado de quererlo, aunque en cierto modo estuviera tratando de convencerse de lo contrario. Además, aún tenía clavado en su corazón el recuerdo de la última noche que permanecieron juntos. ¡Él había sido maravilloso! Nada de su antigua impenetrabilidad había quedado al descubierto. Mostróse ante ella franco, leal y exquisitamente cariñoso. Era un recuerdo grato que Yousi conservaba continuamente en su corazón. Vivía de él y gozaba rememorando.
Aquella tarde, Damián apareció en el saloncito llevando en la mano una bandeja con el correo. Yousi se hallaba hundida en un diván, con los ojos clavados en un punto inexistente, y la cabeza recostada sobre el mullido respaldo. Al sentir a Damián, alzó la cabeza y sus ojos brillaron.
Una carta parecía sonreírle desde la bandeja. Era de él. Le pareció que el corazón le salía del pecho y con sus latidos pronunciaba el nombre querido: «¡Pedro, Pedro!».
—El correo, señora —indicó el criado, respetuosamente, pero con cariño.
La querían mucho porque era fina, dulce, cariñosa y se hallaba muy enamorada del señor doctor.
Yousi cogió la carta, nerviosa. Temblaba como una chiquilla. No podía remediarlo. Era la primera que recibía. ¡Las postales decían tan poco!
Cuando se vio sola, apretó el sobre encima de su corazón y por espacio de minutos permaneció como abstraída.
Después, sus ojos verdes, ahora brillantes por la felicidad que sentía, se clavaron en el largo pliego, lleno de una letra menuda y apretada.
«Mi queridísima chiquilla:
»Si he de decir verdad, aún ignoro por qué me decidí a poner todo mi corazón en este papel. Tal vez me guio el amor, o pudo ser, también que la ausencia me ayudó a encontrarme a mí mismo, aconsejándome que me dirigiera a ti con la mayor sinceridad.
»Yousi, estoy en Roma, contemplando estos templos magníficos llenos de gratos recuerdos, las plazas inmensas, los elegantes bulevares. Y, sin embargo, aunque mi cuerpo está aquí, tengo el pensamiento a tu lado. Tal vez a causa de este alejamiento involuntario, he podido encontrarme a mí mismo.
»Acude a mi mente el recuerdo de mis veinticinco años, cuando caminaba ausente de cuanto me rodeaba, porque mi pensamiento hallábase al lado de una ingrata muchacha. Era tímido, tú lo sabes. No sabía conquistar a una mujer. Y, no obstante, pretendía hacer mía a la más elegante, hermosa y altiva de las muchachas. Nunca podrás imaginar la dulzura que llevaba mi corazón en aquel amor. Íntimamente, te lo había dado todo: mi carrera, que se iniciaba brillante, mi corazón, que se hallaba sano y limpio, exento de bajas pasiones, mis recuerdos y todas mis ansias. Era orgulloso y tenía una voluntad poderosa. Muchas veces la había dejado al descubierto, y estaba convencido de que ella me guiaría por un camino lleno de rosas. Sin embargo, no fueron rosas lo que encontré, sino espinas, que ulceraron mi corazón. Tú fuiste cruel. Pisoteaste mi franqueza y mi dignidad. Me fui al extranjero convencido de que algún día volvería para vengar la afrenta. ¿Lo que hice por esos mundos? ¡Bah! Eso poco importa. Estudié con ahínco y... ¿para qué negarlo? Traté a muchas mujeres. Entonces me di cuenta de que toda mi timidez había desaparecido. Era un hombre como los demás, con la palabra fácil, la reacción pronta y con un poco de cinismo incrustado en el corazón. Y un día volví. Te vi deslumbrante. Y si antes eras bonita, ahora eras hermosa, una auténtica belleza. Venía con el propósito de enamorarte para hacerte sufrir. No había podido olvidarte. Ibas dentro de mi corazón como si fueras algo mío, como si toda la vida me pertenecieras. Entonces creí que la voluntad sería mi mejor aliada. Pero me equivoqué. Esperaba que ella me ayudara a soportar tu presencia a mi lado sin que mi corazón se conmoviera. Sin embargo, tú eras demasiado hermosa y mi corazón muy sensible. Puede que no lo creas, Yousi, pero lo cierto es que jamás me sentí tan empequeñecido como cuando te tenía a mi lado, confiada y exquisita. Me casé contigo convencido de que la voluntad me permitiría llevar a cabo la más horrible de las venganzas, aunque mi corazón sangrara... Y no pude. Cuando estuviste en cama tres días, enferma aún no sé de qué, creí que el mundo se venía sobre mis hombros y me aplastaba como si yo fuera un pobre gusano y tu enfermedad una mole inmensa. Y, sin embargo, permanecía mudo, como si no me interesaras. Fueron noches en claro, días de fatiga y cansancio, horas que parecían siglos, minutos que en cada palpitación de reloj me producían un nuevo sufrimiento. Así un día y otro, mientras trataba ardorosamente de domeñar mis anhelos de correr a tu lado y apretarte en mis brazos, para hacerte partícipe de todos los dolores que me lastimaban el corazón. Entonces la voluntad no me abandonó. Era mía, yo tenía un poder absoluto sobre ella y me convencí de que podría terminar la venganza.
Yousi lanzó un suspiro y alzó los ojos. Los clavó en la ventana. A través de ella penetraba un sol mortecino que iba poco a, poco desapareciendo.
—¡Oh, Pedro! —dijo muy bajo, como si en realidad lo tuviera ante ella—. No necesitas darme una explicación. Lo adiviné todo la última noche que estuviste a mi lado.
Después continuó leyendo, con el alma puesta en los ojos bonitos que, según avanzaban en la lectura iban humedeciéndose.
«Pero no pude, Yousi. Nunca creí que el amor llenara de tal forma todas las fibras sensibles de nuestro ser. Sabía que tú me querías. Lo leía en tus ojos y en tus palabras veladas y..., ¿por qué no decirlo?, en los reproches que más de una vez me has lanzado al rostro, reaccionando por mi parte con mi brusco retroceso. No quería claudicar y me parecía más conveniente hacer un mutis a tiempo.
»Y a pesar de todo esto, me casé contigo. Entonces sí que comenzaría la venganza. Sería terrible, Yousi. Nunca pensé que mi pobre imaginación realizara tantos proyectos que jamás fueron realizados. No pude, Yousi. Allí, en la soledad de nuestro hogar, te vi tan dulce, tan mía, tan exquisita... Te has creído humillada, amada mía. No, nunca lo has sido. De poder realizar mi venganza, hubiera sido otra tan diferente... Aquella fue la primera claudicación de tu marido, que a tu lado y contemplando tu hermosura serena y sencilla, se convirtió en un pobre hombre enamorado. Al día siguiente, traté de mofarme de mí mismo y no pude conseguirlo. ¿Después? ¡Bah! Ya sabes lo que he hecho. Por primera vez en mi vida, la voluntad me abandonaba, dejándome a merced dél amor.
»Y hoy soy feliz, Yousi. Sé que te quiero intensamente y que tengo una mujercita dulce y buena que aprendió a ser una mujer, una gran mujer y una esposa modelo. Ya lo sabes todo, Yousi. Continúo tan derrotado como el día en que me dejaste en ridículo ante tus amigos, con la diferencia de que esta derrota es admirable y aquella fue tan dolorosa, tanto, tanto...».
Así terminaba aquella carta. Yousi, casi inconscientemente, la apretó contra sus labios, y después la leyó de nuevo. Anhelaba saciarse de ella. Le parecía que era la voz bronca y personal de Pedro quien hablaba muy cerca de su oído.
* * *
Se lo dijo a Berta aquella misma noche, cuando ambas estuvieron en su casa.
—Voy a tener un hijo, Berta.
—¿Estás segura, Yousi?
—Tan segura que esta tarde fui al médico.
—¡Oh, Yousi! ¿Se lo has dicho a Pedro?
—No, espero que venga. Se lo diré cara a cara.
—¡Qué felicidad, Yousi! ¡Qué dichoso se sentirá Pedro cuando lo sepa!
Y la menuda Berta hacía unos ridículos pucheros, mientras Yousi la contemplaba emocionada.
Después, quedó sola de nuevo. En su casa ya había estado. Se lo dijo a su madre y esta casi saltó de gozo.
Yousi permanecía quieta y muda. Le gustaba estar así horas y horas pensando en el hijo de los dos y en él, en la figura de aquel hombre que amaba por encima de todo.
Pero parecía que los días eran siglos porque él no acababa de llegar. ¡Lo deseaba tanto a su lado! Anhelaba, además, mirarse en aquellos ojos pardos y verse muy pequeñita retratada en las pupilas maravillosas que sabían acariciar.
Aquella noche se durmió con la carta apretada sobre el corazón. Se hallaba convencida de que, teniéndola así, él estaba muy cerca.
* * *
Cora vino a verla tres días después. Le dijo que se había comprometido con Carlos Miranda y que Pauli Montoya se casaba muy pronto con un muchacho francés, al que había conocido en casa de una amiga.
—Me alegro que se case —observó dulcemente.
—¿Le tenías miedo?
—¿Miedo? —Y rio de buena gana—. Algún tiempo atrás, tal vez. Hoy, no, querida. Poseo todo el amor de mi marido y estoy loca por él.
—Lo sabía, Yousi. Oye, ¿cuándo viene?
—¿Pedro?
—Pues claro.
—No lo sé. Aunque espero que llegue de un momento a otro. ¡Lo deseo tanto!
Cora se puso en pie para marchar. Hacía mucho rato que estaba allí y tal vez su novio la esperaba en el club.
—Tengo muchos deseos de verte casada, querida. La vida matrimonial es deliciosa.
—Cuando dos se quieren. Pero no me hables de matrimonios desavenidos.
—Eso es tan viejo como la vida.
Ambas rieron y se separaron.
Yousi volvió a coger un libro. Se sentía muy aburrida. Siempre le parecía que las horas se eternizaban. De buen grado hubiera empujado los días con ímpetu arrollador para que llegara pronto el día señalado. No sabía cuál había de ser este, pero estaba convencida de que llegaría, y entonces...
No podía imaginar que lo tenía tan cerca. No concebía que estuviera tan próxima su llegada, porque eran tantas las ansias que tenía de él que le parecía imposible colmarlas todas con su presencia.
Cenó sola y entristecida. Su belleza había alcanzado mayor relieve porque su futura maternidad proporcionaba a su faz una dulzura nunca hasta entonces expresada.
A las once de la noche se retiró al saloncito y conectó la radio. Después enfrascóse en sus propios pensamientos y hasta creyó sentirse muy alejada de todo cuanto la rodeaba. Y fue entonces cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral la alta figura de Pedro Olaizola.
Yousi no notó su presencia. Pedro avanzó lentamente y se inclinó hacia ella.
—¿Qué lugar ocupo en tu pensamiento? —preguntó en un susurro.
Yousi alzóse rápidamente y lanzó un grito ahogado:
—¡Pedro!
El aludido la cogió por la cintura y la apretó entre sus brazos.
—Sí, Yousi, soy yo que vengo a tu lado para no separarme jamás. Creí que este momento no llegaría nunca, y es que mi ansiedad era tan grande que jamás pensé alcanzar tu cariño como ahora sé que lo tengo alcanzado.
—Pensaba en ti. Todos los momentos del día te los he dedicado. ¡Nunca creí que pudiera querer de este modo!
El hombre se inclinó hacia ella y la besó ardorosamente, con dulzura y apasionamiento.
Después cogió su rostro entre las manos nerviosas y acarició dulcemente las facciones lindas de aquella carita que confiada se alzaba hacia él.
—Nunca pensé que la ausencia engendrara tantos anhelos —musitó con ternura—. Pero ahora ya te tengo a mi lado, mi querida Yousi.
Los ojos pardos ya no eran enigmáticos. Sonreía con una dulzura nunca sospechada. Se abrían ante Yousi y no mostraban celajes negros ni sentimientos mal expresados. Eran serenos y francos. Lo decían todo. Y Yousi pensó que iba a matarla la felicidad que leía en ellos.
—¡Querida mía! —susurró apretándola más fuerte contra su corazón—. ¡Querida mía! —Después se inclinó más hacia ella y mirándola al fondo de los ojos preguntó, muy quedo—: ¿Te importa que te llame así? Antes no me lo permitías.
Ella, impulsiva, alzó los brazos, y sin rubores, cruzó con aquellas morenas cadenas el cuello querido. Unió su boca a la de él, y fue mucho más que una respuesta.
Pedro, embriagado, la apretó más fuerte, y estuvieron así mucho rato.
—Hoy te dejo que me llames como quieras —musitó Yousi con un susurro.
* * *
Una luna grande y redonda lucía deslumbrante en mitad de la bóveda celeste. Muchos puntos brillantes la rodeaban. El mar susurrante y ondulado parecía mecer dulcemente la gran mole que representaba el trasatlántico.
Yousi apoyada en la borda, clavaba allí sus ojos y sonreía con éxtasis. A su lado, Pedro Olaizola, rendido y enamorado, la contemplaba con adoración.
Habían emprendido el viaje de novios aquella misma mañana. Lo habían acordado, y rápidamente lo llevaron a la práctica sin ni siquiera advertir a sus padres. Una simple nota en manos de Damián fue suficiente para que tanto los señores Sardá como Berta y su marido quedaran enterados de sus propósitos.
El buque llevaba algunas horas de navegación. Los pasajeros iban retirándose poco a poco. Y ellos solos, allí, contemplando la quietud de la noche, en silencio y muy cerca el uno del otro, permanecían absortos.
De pronto dijo Yousi, con suavidad, muy tenuemente:
—Tengo que decirte algo, Pedro. Me contuve hasta este momento porque sabía que no desoirías mi ruego cuando te pedí que realizáramos este viaje.
—¿Qué es ello, querida mía? —Y antes de que ella pudiera responder, añadió—: Este viaje, Yousi, se prolongará un año entero.
—¿Un año? —rio feliz—. No, querido mío. Supongo que no querrás que nuestro hijo venga al mundo en un país extraño.
La vuelta de Pedro fue casi violenta. La cogió por los hombros y lanzó una brusca exclamación:
—¿Un hijo, Yousi? ¿Has dicho un hijo? ¿Un hijo de los dos? Dime la verdad, Yousi, querida. Me estás engañando, ¿verdad?
Yousi sintió que una lágrima velaba sus ojos. A través de la oscuridad, Pedro vio aquellas pupilas y comprendió que Yousi no mentía.
Y sin pensarlo un minuto más, la cogió en sus fuertes brazos y se dirigió rápidamente al camarote.
—Allí me lo dirás, Yousi. Allí, solos los dos y frente a frente. Quiero ver tus ojos, Yousi. Quiero saber si la felicidad que adivino brilla en tus ojos. ¡¡Quiero!! ¡Yousi, Yousi! Creo que voy a volverme loco. ¿De verdad vamos a tener un nene, Yousi?
La muchacha se apretó contra él, y en el momento de penetrar en el camarote susurró en el mismo oído varonil:
—Es una verdad maravillosa, Pedro. ¡Es una verdad de los dos!
Después la puerta se cerró tras ellos y en su blanco esmalte observamos cómo se dibujaba una sola palabra.
F I N
Título original: ¡Tú no eres nadie!
Corín Tellado, 1952