Publicado en
octubre 12, 2020
Per Biba e La Bianca
La nobilità ha dipinta negli occhi l'onestà
La nobleza lleva la honradez pintada en los ojos.
Mozart, Don Giovanni
1
No había mucho que ver en aquel campo: un cuadrado de cien metros de lado cubierto de hierba seca, situado bajo un pueblecito de las estribaciones de los Dolomitas. La ladera que descendía hasta el campo estaba cubierta de árboles de madera noble que podían dar buena leña, lo cual fue uno de los argumentos que sirvieron para aumentar el precio de la finca cuando se vendieron el terreno y la casa construida en él doscientos años antes. Al Norte, al pie de la escarpada pared de una montaña, se encontraba la pequeña ciudad de Ponte nelle Alpi; a cien kilómetros al Sur, estaba Venecia, muy lejos para influir en la política o las costumbres de la zona. Los vecinos de estos pueblos eran un poco reacios a hablar italiano y se sentían más cómodos con el dialecto bellunés.
Casi medio siglo hacía que no se cultivaba este campo y que estaba vacía la casa. Las grandes placas de pizarra del tejado se habían movido con el paso del tiempo, los bruscos cambios de temperatura y también, quizá, a causa de algún que otro terremoto que había sacudido la zona durante los siglos en que habían protegido la casa de la lluvia y la nieve, y muchas de ellas se habían caído dejando las habitaciones del piso superior a merced de los elementos. Como la finca formaba parte de una herencia en litigio, ninguno de los ocho posibles herederos se había preocupado de hacer reparar las goteras, temiendo no recuperar los pocos cientos de miles de liras que costarían las obras, y la lluvia y la nieve habían ido penetrando, primero, gota a gota y después a chorro, comiéndose el yeso de las paredes y las maderas del suelo, mientras el tejado se inclinaba cada año un poco más.
Por las mismas razones había estado abandonado el campo. Ninguno de los herederos quería invertir tiempo ni dinero en trabajar aquella tierra, ni debilitar su posición ante la ley por hacer uso indebido de la propiedad. La maleza proliferaba con una exuberancia extraordinaria, ya que los últimos cultivadores de aquel campo lo habían abonado durante décadas con el estiércol de los conejos que criaban.
El olor a dinero extranjero tuvo la virtud de resolver el pleito: dos días después de que un médico alemán retirado hiciera una oferta por la finca, los ocho herederos se reunieron en casa del mayor. Al término de la reunión, habían decidido por unanimidad, primero, vender la propiedad y, segundo, no venderla hasta que el extranjero hubiera doblado la oferta, lo que elevaría el precio a cuatro veces lo que cualquier vecino del pueblo querría -o podría- pagar.
Tres semanas después de realizada la transacción, se montaba el andamiaje y se levantaban las seculares placas de pizarra cortadas a mano, que eran arrojadas al corral, donde se hacían pedazos. El arte de colocar placas de pizarra había muerto con los artesanos que sabían cortarlas, por lo que éstas fueron sustituidas por piezas de cemento moldeadas que tenían un ligero parecido con las tejas de cerámica. Como el médico había contratado al mayor de los herederos para que hiciera las veces de encargado de la obra, los trabajos avanzaban a buen ritmo y, como ésta era la provincia de Belluno, se hacían bien y con honradez. A mediados de la primavera, la restauración de la casa estaba casi terminada y, con la llegada del tiempo cálido, el nuevo dueño, que había pasado su vida profesional encerrado en quirófanos brillantemente iluminados y dirigía los trabajos de restauración por teléfono y fax desde Munich, pudo empezar a pensar en plantar el jardín con el que soñaba desde hacía años.
La memoria es larga en el campo, y en el pueblo se recordaba que el antiguo jardín se extendía junto a la hilera de nogales que había detrás de la casa, por lo que allí fue donde Egidio Buschetti, el encargado, decidió cavar. Aquella tierra había estado sin cultivar durante casi tantos años como tenía él, y Buschetti se dijo que tendría que hacer dos pasadas con el tractor, la primera, para arrancar la maleza de casi un metro de alto y la segunda, para remover la fértil tierra que había debajo.
Al principio, Buschetti pensó que era un caballo -recordaba que los antiguos dueños tenían dos-, por lo que siguió adelante con el tractor hasta el límite que se había marcado. Haciendo girar el ancho volante, dio media vuelta y volvió atrás, contemplando con orgullo la impecable alineación de los surcos, contento de estar otra vez en el campo, al sol, envuelto en los sonidos y las sensaciones del trabajo de la tierra, seguro ya de que la primavera había llegado. Entonces vio el hueso que asomaba en diagonal del surco que acababa de abrir. Se destacaba, largo y blanco, en la tierra casi negra. No; no era tan largo como para ser de caballo, pero no recordaba que aquí se hubieran criado corderos. La curiosidad le hizo aminorar la marcha. Tampoco quería aplastar el hueso.
Puso punto muerto y se detuvo. Tiró del freno de mano, saltó de su alto asiento metálico y se acercó al hueso que había quedado al descubierto, apuntando al cielo. Se inclinó y extendió la mano para apartarlo del camino del tractor, pero un escrúpulo repentino le hizo enderezar el cuerpo y empujarlo con la punta de su gruesa bota, para tratar de moverlo. El hueso no cedía, y Buschetti se volvió hacia el tractor, en busca de la pala que llevaba sujeta a la parte trasera del asiento. Al dar media vuelta, su mirada tropezó con un reluciente óvalo blanco que había quedado al descubierto en el fondo del surco, un poco más allá. Ningún caballo ni cordero tenía un cráneo tan redondo, ni te miraba con esa espeluznante sonrisa sardónica y esos afilados incisivos, tan semejantes a los tuyos.
2
En los pueblos, no hay noticia que se propague más pronto que la relacionada con la muerte o con una desgracia. Por eso, aquel día, en el pueblo de Col di Cugnan, antes de la cena todo el mundo sabía ya que en la vieja casa Orsez habían aparecido restos humanos. Hacía siete años, desde la muerte del hijo del alcalde en aquel accidente de automóvil ocurrido junto a la fábrica de cemento, que no corría tanto una noticia, ya que ni el asunto de Graziella Rovere con el electricista fue de dominio público antes de dos días. Pero aquella noche, durante la cena, los setenta y cuatro vecinos del pueblo apagaron el televisor o levantaron el tono de la voz para acallarlo, mientras hacían cábalas sobre el qué y el cómo y, lo más importante, el quién.
La presentadora del informativo de RAI 3, con su suéter de visón, que cada noche cambiaba de gafas, no recibía ni la menor atención mientras hablaba de los últimos horrores de la ex Yugoslavia, como nadie se interesaba tampoco por el arresto del anterior ministro del Interior, acusado de corrupción. Tanto lo uno como lo otro estaba ahora dentro de lo normal, mientras que un esqueleto enterrado detrás de la casa del extranjero era noticia. A la hora de acostarse, había ya quien aseguraba que el cráneo había sido partido de un hachazo, o que tenía un orificio de bala, o señales de que habían intentado disolverlo con ácido. La policía había determinado -se aseguraba- que se trataba de los restos de una embarazada, de un varón joven o del marido de Luigina Menegaz, que se había marchado a Roma hacía doce años y no se había vuelto a saber de él. Aquella noche, los vecinos de Col di Cugnan cerraron las puertas con llave, y los que la habían perdido hacía años y no se habían preocupado de buscarla, pasaron peor noche que los otros.
A las ocho de la mañana siguiente, llegaron a casa del doctor Litfin dos vehículos todoterreno conducidos por carabinieri que, cruzando el césped recién plantado, se detuvieron uno a cada lado de los dos largos surcos que habían sido abiertos la víspera. No fue sino una hora después cuando llegó un coche procedente de la capital de la provincia de Belluno en el que venía el medico legale de la ciudad. Ajeno a los rumores sobre la identidad y la causa de la muerte de la persona cuyos huesos estaban en el campo, inició el procedimiento habitual y puso a sus dos asistentes a cribar tierra, para reunir todos los restos.
Mientras se llevaba a cabo este lento proceso, uno u otro vehículo de los carabinieri iba o venía del pueblo, machacando el césped, y los agentes tomaban café en el pequeño bar y empezaban a preguntar a los vecinos si faltaba alguien. La circunstancia de que, según todos los indicios, los huesos llevaran años enterrados, no alteró su decisión de indagar en hechos recientes, por lo que sus pesquisas resultaron infructuosas.
En el campo situado debajo del pueblo, los dos ayudantes del doctor Bortot habían dispuesto, en ángulo agudo, un tamiz de malla fina. Lentamente, iban echando cubos de tierra y, de vez en cuando, se agachaban a recoger un huesecito o lo que parecía un huesecito y lo enseñaban a su superior, que estaba al borde del surco, con las manos en la espalda. A sus pies, tenía extendido un plástico negro y, cada vez que sus ayudantes le enseñaban un hueso, él les indicaba dónde colocarlo. Poco a poco, entre los tres, iban montando su macabro puzzle.
De vez en cuando, el médico pedía a uno de los hombres que le entregara un hueso y lo examinaba un momento antes de agacharse a ponerlo sobre el plástico. En dos ocasiones rectificó, la primera, para pasar un hueso del lado derecho al izquierdo y, la segunda, con una ligera exclamación entre dientes, para mover otro hueso de debajo del metatarso al extremo de lo que había sido una muñeca.
A las diez, llegó de Munich, después de conducir toda la noche, el doctor Litfin, al que la tarde antes se había informado del hallazgo hecho en su jardín. El doctor paró el coche delante de su casa y se apeó moviendo con rigidez sus anquilosadas extremidades. Al otro lado de la casa, vio las numerosas y profundas huellas de neumáticos marcadas en el césped que con tanta ilusión había plantado él tres semanas antes, y vio también a los tres hombres, que estaban al fondo, cerca del arriate de los frambuesos que había traído de Alemania y plantado al mismo tiempo que el césped. Nada más empezar a cruzar la triturada pradera, el recién llegado se paró en seco al oír una orden que le gritaba alguien que estaba a su derecha. El doctor Litfin se volvió, pero no vio nada más que los tres venerables manzanos que rodeaban el pozo en ruinas. Al no ver a nadie, siguió andando hacia los tres hombres, pero no había dado más que unos pasos cuando dos hombres vestidos con los siniestros uniformes negros de los carabinieri salieron de debajo del manzano más cercano, apuntándole con sus metralletas.
El doctor Litfin había sobrevivido a la ocupación rusa de Berlín y, aunque aquello había ocurrido cincuenta años antes, su cuerpo no había perdido los reflejos ante los uniformes y las armas. Al momento levantó las manos y se quedó quieto como una roca.
Entonces ellos acabaron de salir de las sombras y, durante un momento, ante el contraste entre los tétricos uniformes negros y las inocentes flores rosa de los manzanos, el médico tuvo la sensación de estar sufriendo una alucinación. Se acercaban a él pisando con sus botas relucientes una alfombra de pétalos recién caídos.
—¿Qué busca aquí? — inquirió el primero.
—¿Quién es usted? — preguntó su compañero no menos ásperamente.
En un italiano que el miedo hacía torpe, él empezó:
—Soy el doctor Litfin. Soy... -buscó la palabra-. Soy il padrone de esto.
Se había dicho a los carabinieri que el nuevo propietario era alemán, y el acento parecía auténtico, por lo que bajaron las armas, aunque conservando el dedo cerca del gatillo. Litfin lo tomó como el permiso para bajar las manos, pero lo hizo muy despacio. Por ser alemán, sabía que las armas siempre son superiores a cualquier pretensión a derechos legales, y por eso esperó a que ellos se acercaran, lo que no le impidió desviar la mirada momentáneamente hacia los tres hombres que estaban en la tierra recién arada, ahora tan inmóviles como él, con su atención fija en su persona y en los carabinieri que se acercaban.
Los dos oficiales, al encontrarse frente a la persona que podía permitirse las restauraciones evidentes en la casa y los terrenos, fueron perdiendo aplomo y, a medida que se acercaban la balanza empezó a caer del otro lado. El doctor Litfin, que lo notó, aprovechó la ocasión.
—¿Qué es todo esto? — preguntó, señalando el campo y dejando que los policías adivinaran si se refería al césped aplastado o a los tres hombres que estaban al otro lado.
—En su terreno se ha encontrado un cadáver -respondió el primer oficial.
—Eso ya lo sé, pero ¿por qué toda esta... -buscaba una palabra gráfica, pero sólo se le ocurrió-:... distruzione?
Las marcas de los neumáticos parecían hacerse más profundas mientras los tres hombres las contemplaban, hasta que al fin uno de los policías dijo:
—Hemos tenido que entrar con los coches.
Litfin prefirió no hacer comentarios a esta mentira palmaria. Dio la espalda a los dos oficiales y se dirigió hacia los otros tres hombres, tan decidido que ninguno de los carabinieri trató de detenerlo. Al llegar al extremo del primer surco, gritó al que, al parecer, representaba a la autoridad:
—¿Qué es?
—¿Es usted el doctor Litfin? — preguntó el otro doctor, que ya había sido informado acerca del alemán, de lo que había pagado por la propiedad y cuánto llevaba gastado en la restauración.
Litfin asintió y, como el otro tardara en responder, insistió:
—¿Qué es?
—Un hombre de veintitantos años, diría yo -respondió el doctor Bortot, que entonces indicó con una seña a sus ayudantes que continuaran el trabajo.
Litfin tardó un momento en reaccionar a la brusquedad de la respuesta, pero luego cruzó el terreno arado y se acercó al otro médico. Los dos estuvieron un rato sin decir nada, mirando cómo los ayudantes cribaban la tierra.
Al cabo de varios minutos, uno de los hombres dio otro hueso al doctor Bortot que, tras una rápida mirada, se agachó y lo puso al extremo de la otra muñeca. Salieron a continuación dos huesos más, que también fueron puestos en su sitio con rapidez.
—Ahí, a su izquierda, Pizzetti -dijo Bortot, señalando un punto blanco que había aparecido al extremo del surco. El hombre miró el lugar que se le indicaba, se agachó, recogió el fragmento y lo entregó al doctor. Bortot lo examinó un momento, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar y luego miró al alemán-. ¿Cuneiforme lateral? — preguntó.
Litfin frunció los labios mirando el hueso. Antes de que el alemán pudiera decir algo, Bortot se lo dio. Litfin lo hizo girar en la palma de la mano y luego miró los huesos extendidos a sus pies, encima del plástico.
—O, si no, el intermedio -respondió el alemán, más cómodo con el latín que con el italiano.
—Sí, sí, también podría ser -convino Bortot. Agitó las manos hacia el plástico y Litfin se agachó y lo puso en el extremo inferior de la tibia. Se levantó y los dos hombres lo contemplaron.
—Ja, ja -murmuró Litfin. Bortot asintió.
Durante la hora que siguió, los dos médicos permanecieron junto al surco abierto por el tractor, tomando los huesos que les entregaban los hombres que iban cribando la tierra. A veces, deliberaban acerca de un fragmento o una astilla, pero en general estaban de acuerdo al identificar lo que los ayudantes les entregaban.
Lucía un sol de primavera; un cuclillo empezó a cantar a lo lejos, repitiendo su llamada a la pareja con tanta insistencia que al fin los cuatro hombres dejaron de oírlo. El sol calentaba y ellos se quitaron, primero, el abrigo y, después, la chaqueta, que colgaron de las ramas bajas de los árboles del linde de la finca.
Para matar el tiempo, Bortot hacía preguntas sobre la casa, y Litfin le explicó que la restauración exterior ya estaba terminada; quedaba el interior que, calculaba, le llevaría buena parte del verano. Cuando Bortot preguntó al otro médico cómo hablaba tan bien el italiano, Litfin explicó que hacía veinte años que venía a Italia de vacaciones y que, durante el último año, se había preparado para el traslado tomando lecciones tres días por semana. Encima de ellos, el reloj del pueblo dio doce campanadas.
—Me parece que no hay más, dottore -dijo uno de los hombres que estaban en la zanja, hincando la pala en la tierra y apoyando el codo en la empuñadura, para dar más énfasis a sus palabras. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. El otro hombre, que también había dejado de trabajar, se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo.
Bortot miró la tierra removida, que abarcaba unos tres metros cuadrados, y los huesos y los trozos de tejido extendidos sobre el plástico.
—¿Por qué cree que era un hombre joven? — preguntó Litfin de pronto.
Antes de contestar, Bortot se agachó y tomó el cráneo.
—Por los dientes -dijo, dándolo al otro hombre.
Pero, antes de examinar los dientes, que estaban en buen estado y no tenían señales de desgaste por la edad, Litfin, con un pequeño gruñido de sorpresa, dio la vuelta al cráneo. En el centro del occipital, encima del hueco donde encajaría la primera vértebra, que no se había encontrado, había un pequeño orificio circular. Pero el doctor Litfin, que había visto muchos cráneos y muchas víctimas de muerte violenta, no se inmutó.
—A pesar de todo, ¿por qué supone que era un hombre? — preguntó, devolviendo el cráneo a Bortot.
Antes de contestar, Bortot se arrodilló y puso el cráneo en su sitio, encima de los otros huesos.
—Esto estaba cerca -dijo, sacando algo del bolsillo mientras se levantaba y dándolo a Litfin-. No creo que lo llevara una mujer.
El anillo que Bortot entregó a Litfin era un grueso sello de oro. Litfin se lo puso en la palma de la mano izquierda y le dio la vuelta con el índice de la derecha. El cincelado estaba tan gastado que, en un principio, no distinguió nada, pero, poco a poco, fue apareciendo la figura grabada en bajorrelieve: un águila rampante que sostenía una bandera con la garra izquierda y una espada con la derecha.
—He olvidado cómo se dice en italiano -dijo Litfin mirando el anillo-. ¿Un escudo familiar?
—Stemma -dijo Bortot.
—Eso, stemma -repitió Litfin y entonces preguntó-. ¿Usted lo conoce?
Bortot asintió.
—¿Qué es?
—Es el escudo de la familia Lorenzoni.
Litfin movió la cabeza negativamente. Nunca había oído hablar de ellos.
—¿Son de por aquí?
Esta vez fue Bortot quien denegó con la cabeza.
Al devolverle el anillo, Litfin preguntó:
—¿De dónde son?
—De Venecia.
3
El doctor Bortot no era el único; en la región del Véneto casi todo el mundo conocía el apellido Lorenzoni. Los estudiantes de Historia recordarían al conde Lorenzoni que acompañó al dux ciego Dándolo en el saqueo de Constantinopla en 1204. Cuenta la leyenda que fue el conde quien entregó su espada al anciano cuando escalaban la muralla de la ciudad. Los aficionados a la música sabrían que el principal mecenas de la construcción del primer teatro de la ópera de Venecia se apellidaba Lorenzoni. Los bibliófilos reconocerían en el nombre al del hombre que en 1495 prestó a Aldo Manuzio el dinero para fundar su primera imprenta en la ciudad. Pero éstos son recuerdos de historiadores y especialistas, gentes interesadas en las glorias de la ciudad y de la familia. Los venecianos corrientes recuerdan que éste era el nombre del individuo que, en 1944, facilitó a las SS los medios para averiguar los nombres y direcciones de los judíos de la ciudad.
De los 256 judíos que vivían en Venecia, sobrevivieron a la guerra ocho. Pero esto es sólo una forma de plantear el hecho y la aritmética. La cruda realidad es que 248 personas, ciudadanos de Italia y residentes en la que había sido Serenísima República de Venecia, fueron sacadas de sus casas por la fuerza y asesinadas.
Los italianos, empero, son eminentemente pragmáticos, por lo que muchos pensaron que, de no haber sido Pietro Lorenzoni, padre del conde actual, hubiera sido otro el que revelara a las SS el escondite del jefe de la comunidad judía. Otros aducían que debieron de amenazarlo: al fin y al cabo, desde que terminó la guerra, los miembros de las distintas ramas de la familia se habían dedicado a trabajar por el bien de la ciudad, no sólo con sus múltiples obras de caridad en favor de instituciones públicas y privadas, sino desde diversos cargos -incluido el de alcalde, aunque fue sólo durante seis meses- y con el desempeño de funciones públicas al servicio de la comunidad, como suele decirse. Un Lorenzoni fue rector de la Universidad, otro organizó la Bienal durante los años sesenta, y otro, a su muerte, legó su colección de miniaturas islámicas al Museo Correr.
Aunque buena parte de la población de la ciudad no recordara ninguna de estas circunstancias, todo el mundo sabía que éste era el apellido del joven que había sido secuestrado hacía dos años por dos encapuchados que, en presencia de su novia, lo sacaron de su coche, aparcado delante de la verja de la villa que la familia poseía en las afueras de Treviso. La muchacha había llamado a la policía, no a la familia, por lo que las cuentas bancarias de los Lorenzoni habían sido bloqueadas inmediatamente, antes de que la familia se enterase del secuestro. La primera petición de rescate exigía siete mil millones de liras, y en aquel entonces se especuló sobre si los Lorenzoni podían disponer de tanto dinero. La segunda nota, recibida tres días después, rebajaba la cantidad a cinco mil millones.
Para entonces las fuerzas del orden, aunque no habían realizado progresos evidentes encaminados a la detención de los culpables, habían seguido el método habitual en los casos de secuestro, abortando todos los intentos de la familia por conseguir préstamos o traer fondos del extranjero, por lo que tampoco la segunda petición pudo ser atendida. El conde Ludovico, padre del secuestrado, salió por la televisión nacional para suplicar a los responsables que liberaran a su hijo. Dijo que estaba dispuesto a entregarse él en su lugar, aunque, angustiado como estaba, no acertó a explicar cómo podría hacerse el canje.
No hubo respuesta a su súplica, ni hubo tercera petición de rescate.
Esto había sucedido hacía dos años, y desde entonces nada se había sabido de Roberto, el muchacho, ni se había adelantado en la solución del caso, por lo menos, que se supiera. Aunque las cuentas de la familia fueron desbloqueadas al cabo de seis meses, permanecieron bajo el control de un administrador del gobierno durante otro año, el cual debía autorizar la retirada o adeudo de cualquier cantidad que excediera de cien millones de liras. Muchos fueron los pagos superiores a esta cuantía que hizo el negocio familiar durante aquel período, pero todos eran legítimos, y fueron autorizados. Cuando cesaron los poderes del administrador, el gobierno mantuvo cierta discreta vigilancia sobre el negocio y los gastos de los Lorenzoni, pero no se apreciaron desembolsos extraordinarios.
Aunque tenían que transcurrir otros tres años para que pudiera certificarse la defunción del joven, la familia lo había dado por muerto. Sus padres sobrellevaron la pena cada uno a su manera: el conde Ludovico, volcándose en sus empresas y la condesa, entregándose a sus devociones y a sus obras de caridad. Roberto era hijo único, por lo que el heredero pasó a ser un sobrino, hijo del hermano menor de Ludovico, al que se introdujo en la empresa y se preparó para que pudiera hacerse cargo de la gestión de los negocios, que comprendían vastos y diversos intereses en Italia y el extranjero.
La noticia de que se había encontrado el cuerpo de un hombre joven que llevaba un sello con las armas de la familia Lorenzoni fue comunicada a la policía de Venecia desde el teléfono de uno de los vehículos de los carabinieri y recibida por el sargento Lorenzo Vianello, que tomó nota del lugar y de los nombres del dueño de la finca y del hombre que había hallado los restos.
Después de colgar, Vianello subió la escalera y llamó a la puerta del despacho de su superior inmediato, el comisario Guido Brunetti. Al oír gritar «Avanti», Vianello empujó la puerta y entró.
—Buon dì, commissario -dijo y, como no tenía que esperar a que le invitasen a sentarse, ocupó su sitio habitual en la silla situada frente a Brunetti, que estaba detrás de su escritorio, con una gruesa carpeta abierta ante sí. Vianello observó que su superior llevaba gafas, y él no recordaba habérselas visto antes.
—¿Desde cuándo usa gafas, comisario? — preguntó.
Brunetti levantó la cabeza y le miró con los ojos agrandados por los cristales.
—Sólo para leer -dijo quitándoselas y dejándolas caer sobre los papeles que tenía delante-. En realidad, no las necesito. Pero van bien para leer la letra pequeña de los papeles que envían de Bruselas. — Se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, como para borrar la señal de las gafas y, al mismo tiempo, la impresión de lo que había estado leyendo. Miró al sargento-. ¿Qué sucede?
—Se ha recibido una llamada de los carabinieri de un sitio que se llama... -empezó y entonces miró el papel que tenía en la mano-... Col di Cugnan. — Hizo una pausa y, en vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Está en la provincia de Belluno. — Como si la exacta ubicación pudiera servir de ayuda a Brunetti. El comisario siguió sin responder, por lo que Vianello prosiguió-: Un campesino ha encontrado un cadáver en un campo. Parece ser que se trata de un hombre de unos veinte años.
—¿Eso en opinión de quién? — interrumpió Brunetti.
—Me parece que del medico legale, comisario.
—¿Cuándo ha sido?
—Ayer.
—¿Por qué nos llaman a nosotros?
—Con el cuerpo se ha encontrado un anillo con el escudo de los Lorenzoni.
Brunetti volvió a frotarse el puente de la nariz y cerró los ojos.
—Ah, pobre muchacho -suspiró. Retiró la mano y miró a Vianello-. ¿Están seguros?
—No lo sé, comisario -dijo Vianello, en respuesta a la duda implícita en la pregunta de Brunetti-. El que ha llamado ha dicho sólo que habían identificado el anillo.
—Eso no significa necesariamente que fuera suyo, ni siquiera que perteneciera a... -Brunetti se interrumpió, tratando de recordar el nombre del muchacho-. Roberto.
—¿Llevaría un anillo como ése alguien que no fuera de la familia?
—No lo sé, Vianello. Pero si quienquiera que dejara allí el cuerpo no quería que fuera identificado, le habría quitado el anillo. Lo tenía en el dedo, ¿no?
—Eso no lo sé, comisario. Sólo ha dicho que se había encontrado el anillo con el cuerpo.
—¿Quién se encarga allí del caso?
—El que ha hablado conmigo había recibido instrucciones del medico legale. Tengo anotado el nombre. — Consultó su papel-. Bortot. Es todo, sólo me ha dado el apellido.
Brunetti meneó la cabeza.
—¿Cómo ha dicho que se llama el pueblo?
—Col di Cugnan. — Al ver la expresión interrogativa de Brunetti, Vianello se encogió de hombros, para dar a entender que tampoco él lo había oído en su vida-. Está cerca de Belluno. Ya sabe lo raros que son los nombres por allá arriba: Roncan, Navegal, Polpet...
—Y muchos apellidos, también, si mal no recuerdo.
Vianello agitó el papel.
—Como el del medico legale.
—¿Ha dicho algo más el carabiniere? -preguntó Brunetti.
—No, señor. Pero he pensado que debía informarle.
—Sí, está bien -dijo Brunetti, un poco distraído-. ¿Ya han llamado a la familia?
—No lo sé, comisario. El hombre no me ha dicho nada de eso.
Brunetti alargó la mano hacia el teléfono. Cuando contestó la telefonista, pidió que le pusiera con el cuartel de carabinieri de Belluno. Al recibir la respuesta, se identificó y dijo que deseaba hablar con la persona encargada de la investigación de los restos hallados la víspera. A los pocos momentos, hablaba con el maresciallo Bernardi, que dijo llevar la investigación. No; no sabía si el anillo estaba o no en la mano del cadáver. Si el comisario hubiera estado en el lugar, comprendería lo difícil que era determinar tal extremo. Quizá el medico legale pudiera aclarárselo. En realidad, el maresciallo no pudo dar mucha más información de la que ya figuraba en el papel que Vianello tenía en la mano. Los restos habían sido llevados al hospital civil de Belluno, donde quedarían depositados hasta que pudiera efectuarse la autopsia. Sí, tenía el número del doctor Bortot y lo dio a Brunetti, que no tenía más preguntas.
El comisario soltó el pulsador del receptor y marcó inmediatamente el número que le había dado el carabiniere.
—Bortot -respondió el médico.
—Buenos días, doctor, soy el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia. — Aquí hizo una pausa, ya que estaba acostumbrado a que, al llegar a este punto, la gente le interrumpiera para preguntarle por el motivo de la llamada. Bartot no dijo nada y Brunetti prosiguió-: Es acerca de los restos del joven que se encontraron ayer y del anillo que apareció con ellos.
—¿Sí, comisario?
—Me gustaría saber dónde estaba el anillo.
—No estaba en los huesos de la mano, si se refiere a eso. Pero, en primer lugar, no estoy seguro de que eso quiera decir que no estaba en la mano.
—¿Podría ser más explícito, doctor?
—Es difícil decir lo que ha pasado aquí, comisario. Hay indicios de que el cuerpo ha sido removido. Por animales. Es lo normal, cuando un cadáver permanece un tiempo a flor de tierra. Faltan huesos y órganos, y da la impresión de que los restantes estaban revueltos. Por eso es difícil decir dónde podía estar el anillo cuando pusieron ahí el cuerpo.
—¿Pusieron? — preguntó Brunetti.
—Hay indicios de que le dispararon.
—¿Qué indicios?
—Un orificio de unos dos centímetros de diámetro en la base del cráneo.
—¿Sólo uno?
—Sí.
—¿Y la bala?
—Para buscar los huesos, mis hombres utilizaban un tamiz de luz de malla normal, por lo que no habría retenido algo tan pequeño como los fragmentos de una bala.
—¿Siguen buscando los carabinieri?
—Eso lo ignoro, comisario.
—¿Hará usted la autopsia?
—Sí. Esta tarde.
—¿Y los resultados?
—No sé qué resultados pueden interesarle, comisario.
—Edad, sexo, causa de la muerte.
—La edad ya puedo dársela: poco más de veinte años; no creo que la autopsia nos revele algo que contradiga esta estimación o que pueda darnos una idea más exacta. Sexo, casi seguro que es un varón, a juzgar por la longitud de los huesos de las extremidades. Y supongo que la causa de la muerte fue la bala.
—¿Podrá confirmarlo?
—Depende de lo que encuentre.
—¿En qué estado se hallaba el cuerpo?
—¿Se refiere a cuánto queda de él?
—Sí.
—Lo suficiente como para obtener muestras de tejido y de sangre. Gran parte de los tejidos habían desaparecido: los animales, como le decía, pero algunos ligamentos y músculos largos, especialmente del muslo y de la pantorrilla, están en bastante buenas condiciones.
—¿Cuándo tendrá los resultados, dottore?
—¿Hay alguna prisa, comisario? Al fin y al cabo, llevaba allí más de un año.
—Estaba pensando en la familia, dottore, no en los trámites policiales.
—¿Lo dice por el anillo?
—Sí; si se trata del chico Lorenzoni desaparecido, creo que deberíamos comunicarlo a los padres lo antes posible.
—Comisario, no dispongo de datos suficientes para poder ponerle nombre y apellido. Sólo sé lo que ya le he dicho. Mientras no obren en mi poder los informes médicos y dentales del chico Lorenzoni, no puedo estar seguro de nada que no sea edad y sexo y, quizá, causa de la muerte. Y de cuánto tiempo hace que ocurrió.
—¿Tiene alguna idea?
—¿Cuánto tiempo hace que desapareció el chico?
—Unos dos años.
Se hizo un silencio.
—En tal caso, es posible. Por lo que pude ver. De todos modos, para la identificación oficial, necesito esos datos.
—Hablaré con la familia y se los pediré. En cuanto los tenga, se los pasaré por fax.
—Gracias, comisario. Por las dos cosas. No me gusta tener que hablar con las familias.
Brunetti no imaginaba que pudiera haber alguien a quien le gustara eso, pero sólo, dijo al doctor que volvería a llamarle a última hora de-la tarde, para saber si la autopsia confirmaba sus primeras impresiones.
Después de colgar el teléfono, Brunetti se volvió hacia Vianello.
—¿Ha oído?
—Lo suficiente. Si usted llama a la familia, yo llamaré a Belluno, para preguntar si los carabinieri han encontrado la bala. Si no, les diré que vuelvan al sitio y no paren de buscar hasta que la encuentren.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de afirmación y de agradecimiento a la vez. Cuando Vianello salió, Brunetti abrió el cajón de abajo del escritorio y sacó la guía telefónica, que abrió por la «L». Encontró tres entradas con el apellido de Lorenzoni, las tres, con la misma dirección de San Marco: «Ludovico, avvocato», «Maurizio, ingeniere», y «Cornelia», sin indicación de profesión.
Volvió a alargar la mano hacia el teléfono, pero, en lugar de levantarlo, se puso en pie y bajó a hablar con la signorina Elettra.
Cuando Brunetti entró en el pequeño antedespacho de su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, la secretaria estaba hablando por teléfono. Al ver al comisario, sonrió y levantó un dedo con uña color magenta. Él se acercó al escritorio y escuchó el final de la conversación, al tiempo que miraba los titulares de la prensa del día leyéndolos del revés, habilidad que más de una vez le había resultado muy útil. L'Esule di Hammamet, proclamaba el titular, y Brunetti se preguntó por qué los políticos que huían del país para evitar el arresto eran siempre «exiliados» y no «fugitivos».
—Entonces hasta las ocho -dijo la signorina Elettra y agregó-: Ciao, caro -antes de colgar.
¿Qué galán había suscitado aquella provocativa risa final, y quién se sentaría esta noche frente aquellos ojos negros?
—¿Un nuevo enamorado? — preguntó Brunetti, sin pararse a considerar la audacia de la pregunta.
Pero a la signorina Elettra no pareció incomodarle el atrevimiento.
—Magari -dijo con fatiga y resignación-. Ojalá. No; es mi agente de seguros. Nos reunimos una vez al año: él me invita a una copa y yo le proporciono el sueldo de un mes.
Brunetti, no por habituado a las exageraciones de la joven, dejó de encontrar sorprendente la frase.
—¿Un mes?
—O casi -concedió ella.
—¿Y qué es lo que le asegura, si me permite la pregunta?
—No la vida, desde luego -rió ella, y Brunetti, al darse cuenta de que éste era realmente su sentir, se guardó la galantería de que para una pérdida semejante no podía haber compensación-. El apartamento y lo que contiene, el coche y, desde hace tres años, un seguro médico privado.
—¿Lo sabe su hermana? — preguntó él, curioso por saber lo que una médica de la sanidad nacional pensaría de una hermana que pagaba para no tener que utilizar el sistema.
—¿Quién cree usted que me aconsejó que lo contratara? — preguntó Elettra.
—¿Por qué?
—Seguramente, porque ella pasa tanto tiempo en los hospitales y sabe lo que pasa. — Se quedó un momento pensativa y agregó-: Mejor dicho, por lo que ella me ha contado, habría que decir, para ser más exactos, lo que no pasa. La semana pasada, una de sus pacientes estaba en una habitación del Civile con otras seis mujeres. Durante dos días nadie se preocupó de darles de comer, y aún esperan que alguien les explique por qué.
—¿Qué pasó?
—Menos mal que cuatro de ellas tenían familiares que iban a visitarlas, y repartían la comida con las demás. De lo contrario, no hubieran comido.
La voz de Elettra había subido de tono mientras hablaba. Y siguió subiendo al decir:
—Si quieres que te cambien las sábanas, tienes que pagarles. O que te traigan un orinal. Barbara ya se ha dado por vencida, y me ha dicho que, si un día tienen que ingresarme, que vaya a una clínica privada.
—Tampoco sabía que tuviera coche -dijo Brunetti, a quien siempre sorprendía que alguien que viviera y trabajara en la ciudad tuviera coche. Él nunca lo había tenido, y tampoco su mujer, aunque los dos sabían conducir... mal, desde luego.
—Lo tengo en Mestre, en casa de mi primo. Él lo usa los días laborables y yo, los fines de semana, si quiero ir a algún sitio.
—¿Y el apartamento? — preguntó Brunetti, que nunca se había preocupado de asegurar el suyo.
—Yo iba a la escuela con una chica que tenía un apartamento en Campo della Guerra. ¿Recuerda el incendio que hubo? Su apartamento fue uno de los que se quemaron.
—Creí que el comune había pagado la restauración -dijo Brunetti.
—Pagaron sólo el continente -puntualizó ella-, lo que no incluía minucias tales como ropa, muebles y otros enseres.
—¿Y respondería mejor una aseguradora? — preguntó Brunetti, que había oído innumerables historias de horror acerca de las dificultades de conseguir dinero de una compañía de seguros, por legítima que fuera la reclamación.
—Prefiero probar con una empresa privada que con la ciudad.
—¿Y quién no? — suspiró Brunetti con cansancio y resignación a su vez.
—Diga, comisario, ¿qué se le ofrece? — preguntó ella, haciendo a un lado la conversación y, al mismo tiempo, la idea de cualquier siniestro.
—Le agradecería que bajara al archivo a ver si encuentra el expediente del secuestro Lorenzoni -dijo Brunetti, poniendo sobre la mesa otro siniestro.
—¿Roberto?
—¿Lo conocía?
—No, pero mi novio de entonces tenía un hermano pequeño que iba al colegio con él. Vivaldi se llama. Pero de eso hace un siglo.
—¿Le había hablado de él?
—No lo recuerdo con exactitud, pero tengo la impresión de que no le caía muy bien.
—¿Sabe por qué?
Elettra levantó el mentón ladeando la cabeza y comprimiendo los labios en una mueca que hubiera desfigurado la belleza de cualquier otra. En su caso, lo único que hacía era realzar la delicada línea del mentón y acentuar el rojo de sus labios fruncidos.
—No -dijo finalmente-. Si algo supe, lo he olvidado.
Brunetti no sabía cómo formular la pregunta siguiente.
—Ha dicho su novio de entonces. ¿Todavía, hum, todavía está en contacto con él?
Ella sonrió ampliamente, tanto por la pregunta como por la curiosa manera de formularla.
—Soy la madrina de su primer hijo -dijo-. Nada más fácil para mí que llamarle para pedir que pregunte a su hermano si recuerda algo. Esta misma noche le llamaré. — Echó la silla hacia atrás-. Ahora bajaré a buscar esa carpeta. ¿Quiere que se la suba al despacho?
Él agradeció que no le preguntara por qué quería verla. Por una especie de superstición, Brunetti confiaba en que, no hablando de ello, podría impedir que el muerto resultara ser Roberto.
—Si es tan amable -dijo, y subió a esperar.
4
Porque también tenía hijos, Brunetti prefirió no llamar a los Lorenzoni hasta que se hubiera hecho la autopsia. Por lo que le había dicho el doctor Bortot y por el hallazgo del anillo, parecía improbable que se descubriera algo que permitiera descartar la posibilidad de que el muerto fuera Roberto Lorenzoni, pero mientras existiera tal posibilidad, Brunetti deseaba evitar a la familia lo que tal vez fuera un sufrimiento innecesario.
Mientras esperaba el expediente del crimen, trató de recordar lo que sabía de él. Puesto que el secuestro se había producido en la provincia de Treviso, se había encargado de la investigación la policía de aquella ciudad, a pesar de que la víctima era un veneciano. En aquel entonces, Brunetti llevaba otro caso, pero recordaba la difusa sensación de frustración que invadió la questura cuando la investigación se extendió a Venecia y la policía trató de encontrar a los hombres que habían secuestrado al muchacho.
A Brunetti el secuestro siempre le había parecido el más aborrecible de los crímenes, no sólo porque él era padre de dos hijos, sino también porque el secuestro denigraba al ser humano, al poner a una vida un precio totalmente arbitrario y destruir aquella vida si no se pagaba el precio. O, lo que era peor, como en tantos casos, llevarse a la persona, cobrar el rescate y luego no liberarla. Él estaba presente cuando se recuperó el cadáver de una mujer de veintisiete años, que había sido secuestrada y encerrada en un zulo un metro bajo tierra, en el que había muerto asfixiada. Todavía recordaba sus manos agarrotadas y tan negras como la tierra que la cubría, que asían la cara con desesperación.
No podía decir que él conociera a alguien de la familia Lorenzoni, aunque una vez había asistido con Paola a una cena de gala en la que también estaba presente el conde Ludovico. Como suele ocurrir en Venecia, él había visto varias veces en la calle a aquel hombre, que era mayor que él, pero nunca habían hablado. El comisario que se había encargado de la investigación en Venecia había sido trasladado a Milán hacía un año, por lo que Brunetti no podía preguntarle personalmente cómo se habían llevado las cosas ni cuál había sido su impresión de los hechos. Esos cambios de impresiones, hechos de viva voz, sin dejar constancia por escrito, solían ser útiles, especialmente cuando había que volver sobre un antiguo caso. Ahora bien, puesto que los restos que se habían hallado en el campo podían no ser los del joven Lorenzoni, Brunetti admitía la posibilidad de que no tuviera que volver a abrirse el expediente y que la investigación correspondiera a la policía de Belluno. Pero, ¿cómo se explicaba la presencia del anillo?
Antes de que Brunetti pudiera responder a su propia pregunta, ya estaba en la puerta la signorina Elettra.
—Pase, por favor -gritó-. Lo ha encontrado muy pronto. — No siempre ocurría así en los archivos de la questura, por lo menos hasta el bendito día en que llegó esta mujer-. ¿Cuánto hace que está con nosotros, signorina? -preguntó.
—Hará tres años este verano, comisario. ¿Por qué lo pregunta?
Él iba a decir: «Para poder contar mis alegrías», pero hubiera sonado como uno de los arrebatos retóricos a los que era tan dada la joven, por lo que respondió:
—Para celebrar el día encargando flores.
Ella se rió y los dos recordaron el asombro del comisario cuando se enteró de que, al ocupar la signorina Elettra el puesto de secretaria del vicequestore Patta, uno de sus primeros actos fue el de encargar a una floristería la entrega de dos ramos de flores a la semana, muchas de ellas espectaculares, y nunca en cantidad inferior a la docena. Patta, a quien sólo preocupaba que la asignación que le concedía la ciudad para gastos cubriera sus frecuentes almuerzos -la mayoría, tan espectaculares como las flores-, no chistó por el dispendio, por lo que su antedespacho se convirtió en fuente de satisfacción para toda la questura. Imposible determinar si la complacencia del personal se debía al modelazo que la signorina Elettra luciera aquel día, a la vista de las flores en el despachito o a la idea de que fuera el gobierno el que las pagaba. Brunetti, que disfrutaba por igual de las tres cosas, recordó entonces unos versos del Petrarca con los que el poeta bendecía el mes, el día y la hora en que vio por primera vez a su Laura. Sin referirse para nada a estas cosas, el comisario tomó la carpeta y la puso encima de la mesa ante sí.
Cuando ella se fue, Brunetti abrió la carpeta y empezó a leer. Sólo recordaba que el secuestro había ocurrido en otoño; 28 de septiembre, poco antes de las doce de la noche de un martes. La novia de Roberto había parado el coche (seguía la marca, modelo, año y número de matrícula) delante de la verja de la villa Lorenzoni, bajado el cristal y tecleado en la cerradura digital la clave numérica que la abría. Como la verja siguiera cerrada, Roberto se apeó del coche y fue a averiguar la causa. Una gran piedra bloqueaba la puerta por la parte interior.
Roberto, según la declaración de la muchacha, se había agachado para tratar de quitar la piedra y, en aquel momento, dos hombres salieron de entre los arbustos que había a su lado. Uno le acercó a la cabeza el cañón de una pistola y el otro se situó al lado del coche, junto a su ventanilla, apuntándola a ella con otra pistola. Los dos llevaban pasamontañas.
Había dicho la muchacha que, al principio, pensó que era un robo, y puso las manos en el regazo tratando de quitarse el anillo de esmeralda y dejarlo caer al suelo del coche, donde no pudieran verlo los ladrones. Estaba puesta la radio, por lo que la muchacha no pudo oír lo que decían los hombres, pero manifestó a la policía que se dio cuenta de que aquello no era un robo cuando vio a Roberto dar media vuelta y meterse entre los arbustos, caminando delante del primer hombre.
El segundo hombre se quedó unos momentos más junto a la ventanilla, apuntándola con la pistola, pero sin tratar de decirle nada, y luego, andando para atrás, fue hacia los arbustos y desapareció.
Lo primero que ella hizo fue poner el seguro de las puertas. Sacó el telefonino de entre los asientos, pero estaba sin batería. Esperó por si volvía Roberto. En vista de que no era así -no sabía cuánto rato había esperado-, hizo marcha atrás, dio media vuelta y fue hacia Treviso hasta encontrar una cabina telefónica en la autopista. Marcó el 113 y denunció lo ocurrido. Dijo que ni aun entonces se le ocurrió que pudiera tratarse de un secuestro. Incluso pensó que podía ser una especie de broma.
Brunetti leyó el resto del informe, para ver si el policía que le tomó declaración había preguntado por qué había pensado que aquello podía ser una broma, pero no aparecía la pregunta. Brunetti abrió un cajón, en busca de una hoja de papel y, al no encontrarla, se agachó y sacó un sobre de la papelera, le dio la vuelta e hizo una anotación al dorso. Luego, volvió al informe.
La policía se puso en contacto con la familia, sabiendo únicamente que se habían llevado al muchacho a punta de pistola. El conde Ludovico llegó a la casa a las cuatro de la madrugada, en un automóvil conducido por su sobrino Maurizio. Para entonces la policía trataba el caso como un posible secuestro, por lo que se había activado el dispositivo para bloquear los fondos de la familia. Ello afectaba sólo las cuentas que tenían en el país; de los fondos que poseían en bancos del extranjero aún podían disponer, por lo que el comisario de la policía de Treviso encargado de la investigación trató de hacer comprender al conde Ludovico la inutilidad de acceder a la petición de rescate. La única manera de evitar futuros crímenes era impedir que se cediera a las exigencias de los secuestradores. El policía dijo al conde que la mayoría de las veces la víctima no era liberada y muchas de ellas ni siquiera encontrada.
El conde Ludovico insistía en que no había motivos para pensar que esto fuera un secuestro. Podía ser un robo, una broma, y hasta una confusión. Brunetti conocía bien esta resistencia a admitir el horror y había tratado con muchas personas a las que no había manera de convencer de que un familiar estaba en peligro o muerto. Así, la insistencia del conde en que aquello no era, no podía ser, un secuestro, era perfectamente comprensible. Pero a Brunetti le chocó, otra vez, la sugerencia de que pudiera tratarse de una broma. ¿Qué clase de persona debía de ser Roberto, para que quienes mejor lo conocían pudieran pensar tal cosa?
Que no era una broma se demostró dos días después, cuando llegó la primera carta. Enviada por correo urgente desde la oficina central de Correos de Venecia, probablemente, echada a uno de los buzones del exterior del edificio. En ella se exigían siete mil millones de liras, aunque no se especificaba cómo debía hacerse el pago.
Para entonces, el caso había saltado a las primeras planas de los diarios nacionales, por lo que a los secuestradores no podía caberles ni la menor duda de que la policía estaba al corriente. La segunda carta, enviada al día siguiente desde Mestre, rebajaba el rescate a cinco mil millones y decía que las instrucciones acerca de cómo y dónde pagarlos se darían por teléfono a un amigo de la familia, aunque no se daba ningún nombre. Fue al recibir esta segunda carta cuando el conde Ludovico hizo su llamamiento por televisión a los secuestradores para que liberasen a su hijo. El texto del mensaje estaba adjunto al informe. Explicaba el conde que no podía reunir el dinero, puesto que todos sus bienes habían sido bloqueados. Decía que, si los secuestradores se ponían en contacto con la persona a la que habían pensado llamar y le decían lo que tenía que hacer, él estaba dispuesto a entregarse para ocupar el lugar de su hijo, que él haría lo que dijeran. Brunetti hizo otra anotación en el sobre, para tratar de conseguir la cinta de la aparición televisada del conde.
Se acompañaba una lista con nombres y direcciones de todas las personas interrogadas en relación con el caso, la razón por la que la policía los había interrogado y su relación con los Lorenzoni. En hojas aparte se transcribían las conversaciones, literalmente o en extracto.
Brunetti repasó la lista. Vio los nombres de por lo menos media docena de delincuentes conocidos, pero no pudo descubrir un eslabón que los relacionara entre sí. Uno era ladrón de pisos, otro ladrón de coches y un tercero -a Brunetti le constaba porque lo había arrestado él- estaba en la cárcel por atraco a un banco. Quizá eran éstos algunos de los informadores que utilizaba la policía de Treviso. Los interrogatorios no habían dado resultado.
Otros nombres los reconoció no por su relación con la delincuencia, sino por su relevancia social. Eran éstos los del párroco de la familia Lorenzoni, el director del banco en el que estaba depositada la mayor parte de sus fondos, el abogado y el notario de la familia.
Brunetti leyó atentamente hasta la última palabra del expediente, examinó las notas de los secuestradores, impresas en mayúsculas y plastificadas, y los informes del laboratorio que las acompañaban, según los cuales no se habían encontrado huellas dactilares y el papel utilizado era muy corriente como para que pudiera dar pistas. Miró las fotos de la verja de la casa, abierta, tomadas a distancia y de cerca. En esta última se veía la piedra que había bloqueado la verja. Brunetti observó que era tan grande que no podía haber pasado por entre los barrotes, lo que indicaba que quienquiera que la hubiera puesto allí tenía que estar dentro del jardín. Brunetti tomó otra nota.
Los últimos papeles de la carpeta se referían a las finanzas de los Lorenzoni y comprendían la lista de sus valores en Italia y de los que se sabía que poseían en el extranjero. Las empresas italianas le eran más o menos familiares, como podían serlo para cualquier italiano. Decir «acero» o «algodón» era tanto como pronunciar el apellido de la familia. Los intereses en el extranjero estaban más diversificados: los Lorenzoni poseían una empresa de transportes en Turquía, plantas procesadoras de remolacha en Polonia, una cadena de hoteles de lujo en Crimea y una fábrica de cemento en Ucrania. Al igual que tantas industrias de la Europa Occidental, los intereses de la familia Lorenzoni se habían expandido más allá de los confines del continente, siguiendo la ruta del Este emprendida por el capitalismo triunfante.
Brunetti tardó más de una hora en leer toda la carpeta y, cuando hubo terminado, la bajó al despacho de la signorina Elettra.
—¿Puede hacerme copia de todo lo que hay aquí? — preguntó poniendo la carpeta en la mesa.
—¿De las fotos también?
—Sí, si puede ser.
—¿Ya han encontrado al chico Lorenzoni?
—Han encontrado a alguien -respondió Brunetti y, consciente de la evasiva, agregó-: Seguramente, es él.
Ella comprimió los labios y levantó las cejas, luego meneó la cabeza y dijo:
—Pobre muchacho. Pobres padres. — Durante unos momentos, ninguno de los dos habló, y luego ella preguntó-: ¿Vio al conde en televisión?
—No lo vi. — Sabía que no lo había visto, pero no recordaba por qué.
—Lo habían maquillado a fondo, como si fuera un presentador. Yo me fijo en estas cosas. Recuerdo que entonces me chocó que tuvieran que hacerle eso a un hombre en sus circunstancias.
—¿Cómo lo vio? — preguntó Brunetti.
Ella reflexionó un momento antes de responder.
—Fatalista, seguro de que, por más que rogara y suplicara, no iban a concederle lo que pedía.
—¿Desesperado? — preguntó Brunetti.
—Es lo que uno imaginaría, ¿no? — Ella desvió la mirada e hizo otra pausa. Finalmente, contestó-: No; desesperado, no. Con una especie de fatiga y resignación, como si supiera lo que iba a ocurrir y que él nada podía hacer por evitarlo. — Miró de nuevo a Brunetti, mientras se encogía de hombros con una sonrisa-. Lo siento, no sé explicarlo mejor. Quizá si usted mismo lo viera, comprendería lo que quiero decir.
—¿Cómo podría conseguir una copia de la cinta? — preguntó él.
—Imagino que la RAI la tendrá en el archivo. Llamaré a un conocido mío en Roma, a ver si puedo conseguir una copia.
—¿Un conocido? — A veces, Brunetti se preguntaba si había en Italia un solo hombre entre veintiuno y cincuenta años al que la signorina Elettra no conociera.
—Bueno, en realidad se trata de alguien a quien conoce Barbara, un antiguo amigo. Trabaja en el departamento de informativos de la RAI. Estudiaban juntos.
—¿Entonces es médico?
—Es licenciado en Medicina, pero no creo que haya ejercido. Su padre trabaja en la RAI y le ofrecieron empleo nada más salir de la facultad. Como pueden decir que es médico, lo ponen a contestar preguntas de medicina... ya sabe, cuando hablan de dietas o de cómo hay que tomar el sol y quieren estar seguros de lo que dicen, hacen que Cesare se documente. A veces, hasta lo entrevistan, y el dottor Cesare Bellini explica a los telespectadores los últimos conceptos de la ciencia médica.
—¿Cuántos años estuvo en la facultad?
—Siete, supongo, los mismos que Barbara.
—¿Para explicar cómo hay que tomar el sol?
Otra vez apareció la sonrisa, que rápidamente se borró al encoger ella los hombros.
—Ya hay demasiados médicos; tuvo suerte de conseguir el empleo. Además, le gusta vivir en Roma.
—Bien, pues llámelo, si es tan amable.
—Desde luego, dottore, y en cuanto tenga las copias del informe se las subiré.
Él vio que aún había algo que ella deseaba decir.
—¿Sí?
—Si van a volver a abrir la investigación, ¿quiere que haga otra copia para el vicequestore?
—Aún es pronto para decir si volveremos a abrir la investigación. Por el momento, bastará una sola copia -dijo Brunetti con su voz más neutra.
—Sí, dottore -fue la neutra respuesta de la signorina Elettra-. Luego devolveré los originales al archivo.
—Bien. Muchas gracias.
—Y llamaré a Cesare.
—Gracias, signorina -dijo Brunetti y subió a su despacho cavilando sobre un país que tenía demasiados doctores y en el que cada día era más difícil encontrar un carpintero o un zapatero.
5
Aunque Brunetti no conocía al hombre de Treviso que había llevado el secuestro Lorenzoni, se acordaba bien de Gianpiero Lama, que se había encargado de la parte de la investigación realizada por la policía de Venecia. Lama, un romano que había llegado a Venecia con la fama de haber conseguido el arresto y condena de un asesino de la Mafia, sólo había trabajado en la ciudad dos años, antes de ser ascendido al cargo de vicequestore y trasladado a Milán, donde, que Brunetti supiera, aún debía de seguir.
Lama y Brunetti habían trabajado juntos, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho de la experiencia. Para Lama, su colega mostraba demasiados escrúpulos en la persecución del crimen y los criminales y era reacio a correr los riesgos que Lama consideraba necesarios. Como Lama también consideraba que, en determinadas circunstancias, para conseguir un arresto, se podía cerrar los ojos a la ley y hasta quebrantarla, a menudo sus detenidos eran puestos en libertad por algún defecto técnico descubierto por la magistratura. Pero, como esto sucedía algún tiempo después de la intervención de Lama, raras veces se veía en su forma de proceder la causa de la posterior desestimación de los cargos o la anulación de una sentencia. La evidente audacia de la conducta de Lama había propulsado su carrera. Cada ascenso preparaba el camino para el siguiente, y el hombre subía y subía como un cohete.
Brunetti recordaba que fue Lama quien interrogó a la novia del chico Lorenzoni y quien hizo caso omiso de la sugerencia, apuntada por ella y por el padre, de que el secuestro podía ser una broma. O, si lo preguntó, no lo hizo constar en el informe.
Brunetti se acercó el sobre y empezó otra lista, ésta, de las personas que podían ayudarle a saber más cosas no ya del secuestro en sí, sino de la familia Lorenzoni. Automáticamente, en cabeza de la lista, puso el nombre del conde Orazio Falier, su suegro. Si había en la ciudad alguien que conociera la fina telaraña en la que se entretejían los hilos de la aristocracia, la gran industria y las finanzas, ése era el conde Orazio.
La entrada de la signorina Elettra lo distrajo momentáneamente de la lista.
—He hablado con Cesare -dijo mientras ponía una carpeta en el escritorio-. En su ordenador ha encontrado la fecha, por lo que dice que no tendrá dificultad en hacer una copia de la cinta. Esta misma tarde me la mandará por mensajero. — Adelantándose a su pregunta de cómo lo había conseguido, la signorina Elettra explicó-: No tiene nada que ver conmigo, dottore. Dice que piensa venir a Venecia dentro de un mes, y yo sospecho que pretende usar el haber hablado conmigo como excusa para volver a acercarse a Barbara.
—¿Y el mensajero? — preguntó Brunetti.
—Ha dicho que lo cargará al informe que está haciendo la RAI sobre la carretera del aeropuerto -dijo ella, recordando a Brunetti uno de los últimos escándalos. Se habían pagado miles de millones a amigos de funcionarios del gobierno que habían promovido el proyecto y la construcción de la inútil autostrada al minúsculo aeropuerto de Venecia. Posteriormente, algunos de ellos habían sido condenados por prevaricación, pero el caso se encontraba atascado en el interminable proceso de apelación, mientras el ex ministro que había hecho una fortuna planeando la operación, no sólo seguía cobrando su pensión del Estado, cifrada en más de diez millones de liras al mes, sino que en la actualidad se le suponía en Hong Kong, amasando otra fortuna.
Brunetti, saliendo de sus divagaciones, miró a la signorina Elettra y dijo:
—Haga el favor de darle las gracias en mi nombre.
—Oh, nada de eso, dottore. Creo que deberíamos hacerle creer que somos nosotros los que le hacemos un favor al darle una excusa para ponerse en contacto con Barbara. Hasta le he dado a entender que hablaría con ella, para prepararle el terreno por si deseaba llamarla.
—¿Y eso por qué?
Ella parecía sorprendida de que Brunetti no lo hubiera comprendido.
—Por si volvemos a necesitarlo. Nunca se sabe cuándo a uno puede hacerle falta utilizar una cadena de televisión. — Recordando las demenciales elecciones últimas, en las que el dueño de tres de las mayores cadenas de televisión las había utilizado descaradamente para hacer campaña, él aguardaba su comentario final-: Creo que ya va siendo hora de que sea la policía quien las utilice, antes que otros.
Brunetti, siempre remiso a las discusiones políticas, optó por no hacer comentarios, se acercó la copia del expediente y le dio las gracias mientras ella se iba.
Antes de que Brunetti pudiera empezar a pensar en las llamadas que tenía que hacer, sonó el teléfono. Al contestar, oyó la voz de su hermano.
—Ciao, Guido, come stai?
—Bene -contestó Brunetti, mientras se preguntaba por qué Sergio lo llamaría a la questura. Al pensamiento y, enseguida, al sentimiento, le vino la madre-. ¿Ha ocurrido algo, Sergio?
—Nada, nada en absoluto. No te llamo por la mamma. -La voz de Sergio, como había ocurrido desde que eran niños, tuvo la virtud de calmarlo y de darle la seguridad de que todo iba bien o que todo se arreglaría-. Bueno, no directamente.
Brunetti esperaba.
—Guido, ya sé que has ido a ver a la mamma los dos fines de semana últimos. No, no digas nada. Este domingo iré yo. Pero he de pedirte que los otros dos siguientes vayas tú.
—No hay inconveniente.
Sergio siguió hablando como si no le hubiera oído.
—Se trata de algo importante, Guido. Si no lo fuera, no te lo pediría.
—Eso ya lo sé, Sergio. Iré. — Dicho esto, a Brunetti le violentaba preguntar la razón.
Sergio prosiguió:
—Hoy he recibido una carta. Tres semanas ha tardado en llegar de Roma aquí. Puttana Eva, yo haría el camino a pie en menos tiempo. Tenían el número de fax del laboratorio, pero, ¿se les ocurrió mandar un fax? Quiá, los muy idiotas lo enviaron por correo.
Merced a una larga experiencia, Brunetti sabía que, cuando Sergio se ponía a despotricar sobre la incompetencia de uno cualquiera de los servicios estatales, había que cortar.
—¿Qué dice la carta, Sergio?
—Es la invitación, claro.
—¿A la conferencia sobre Chernobil?
—Sí, nos piden que leamos el trabajo. Bueno, lo leerá Battestini, ya que está a su nombre, pero me ha pedido que explique mi participación en la investigación y que después ayude a responder preguntas. Hasta que ha llegado la invitación, no sabía que fuéramos a ir. Por eso no te he llamado hasta ahora, Guido.
Sergio, que trabajaba en un laboratorio de radiología médica, había estado hablando de esta conferencia desde hacía años o, por lo menos, eso le parecía a Brunetti, aunque en realidad no hacía sino unos meses. El daño causado por la incompetencia de otro sistema estatalista no podía permanecer oculto por más tiempo, lo que había dado lugar a infinidad de conferencias sobre los efectos de la explosión y subsiguiente contaminación, y la próxima debía celebrarse en Roma dentro de una semana. Brunetti, en sus momentos de cinismo, pensaba que nadie se atrevía a sugerir que dejaran de construirse centrales nucleares -aquí maldecía en silencio a los franceses-, pero todo el mundo se apresuraba a acudir a aquellas conferencias a retorcerse las manos de angustia e intercambiar información horripilante.
—Me alegro de que tengas ocasión de asistir, Sergio. ¿Irá contigo Maria Grazia?
—Aún no lo sé. Ya ha terminado con lo de la Giudecca, pero ahora le han pedido proyecto y presupuesto para la completa restauración de un palazzo de cuatro pisos en el Ghetto, y si no lo ha terminado para entonces, no creo que pueda venir.
—¿Te dejaría ir a Roma solo? — preguntó Brunetti, advirtiendo ya antes de terminar lo tonta que era la pregunta. I fratelli Brunetti, parecidos en muchas cosas, se distinguían por estar locamente enamorados de sus respectivas mujeres, lo que con frecuencia era causa de comentarios humorísticos de las amistades.
—Si consigue ese contrato, podría irme a la Luna y ni se enteraría.
—¿De qué va el trabajo? — preguntó Brunetti, a sabiendas de que difícilmente entendería la respuesta.
—Pues cosas técnicas, acerca de fluctuaciones en los hematíes y los leucocitos durante las primeras semanas que siguen a la exposición a la contaminación o a la radiación intensa. En Auckland hay personas con las que hemos estado en contacto que trabajan en lo mismo, y parece ser que los resultados que han obtenido son idénticos a los nuestros. Es una de las razones por las que yo quería asistir a la conferencia. Battestini hubiera ido de todos modos, pero ahora alguien nos paga el viaje y nosotros podremos hablar con ellos y comparar resultados.
—Bueno, me alegro por ti. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—La conferencia dura seis días, de domingo a viernes, pero yo podría quedarme dos días más y no regresar hasta el lunes. Un momento, ahora te doy las fechas. — Brunetti oyó ruido de papeles y otra vez la voz de Sergio-: Del ocho al dieciséis. Tendría que estar de vuelta el dieciséis por la mañana. Oye, Guido, los dos domingos siguientes iré yo.
—No seas tonto, Sergio. Son gajes del oficio. Mientras estés fuera, iré yo, luego tú vas el domingo siguiente y al otro voy yo. Otras veces lo has hecho tú por mí.
—No vayas a creer que no quiero ir a verla, Guido.
—No hablemos de eso, ¿de acuerdo, Sergio? — dijo Brunetti, sorprendido de lo doloroso que todavía le resultaba pensar en su madre. Durante todo un año, había procurado, en vano, convencerse a sí mismo de que su madre, aquella mujer alegre y vivaz que los había educado y amado con fervor, se hallaba en algún lugar, aún con la mente entera y la sonrisa pronta, aguardando la llegada de su cuerpo, aquella envoltura vacía, para, juntas, ir en busca del descanso definitivo.
—No me gusta tener que pedirte esto, Guido -insistió su hermano, con lo que recordó a Brunetti lo escrupuloso que siempre había sido Sergio en no aprovecharse de su condición de hermano mayor ni de la autoridad que ésta le infundía.
Brunetti desvió la conversación.
—¿Cómo están los chicos, Sergio?
Sergio se echó a reír por la manera en que habían vuelto a seguir el patrón habitual: por un lado, su necesidad de justificarse y, por el otro, la resistencia de su hermano menor a admitir tal necesidad.
—Marco está a punto de terminar el servicio militar, vendrá a fin de mes con cuatro días de permiso. Y Maria Luisa se pasa todo el día hablando inglés, por lo que este otoño estará preparada para ir a la Courtauld. ¿No parece un disparate que tenga que ir a Inglaterra para estudiar restauración?
Paola, la esposa de Brunetti, enseñaba Literatura Inglesa en la Universidad de Ca Foscari, por lo que muy poco podía descubrirle su hermano sobre el aberrante sistema universitario italiano.
—¿Crees que su nivel de inglés será suficiente? — preguntó.
—Eso espero. Si no, la enviaremos a pasar el verano en vuestra casa.
—¿Y qué quieres que hagamos nosotros? ¿Hablar inglés a todas horas?
—Por ejemplo.
—Lo siento, Sergio, nosotros sólo hablamos inglés cuando no queremos que los chicos sepan qué decimos. Pero ahora, con lo que han aprendido en el colegio, ya ni eso.
—Probad con el latín -rió Sergio-. Siempre fuiste muy bueno en latín.
—De eso hace mucho tiempo -dijo Brunetti tristemente.
Sergio, siempre perceptivo para cosas a las que no podía dar nombre, captó el ánimo de su hermano.
—Te llamaré antes de irme, Guido.
—De acuerdo, stammi bene -dijo Brunetti.
—Ciao -respondió Sergio, y colgó.
Cada vez que oía decir a alguien: «De no haber sido por él...», Brunetti no podía menos que pensar en Sergio. Cuando Brunetti, que siempre había sido el intelectual de la familia, cumplió dieciocho años, se concluyó que no había dinero para enviarlo a la universidad y demorar el momento en que pudiera empezar a contribuir a los ingresos de la familia. Él deseaba estudiar con el mismo afán con que algunos amigos suyos deseaban a las mujeres, pero acató la decisión de la familia y se puso a buscar trabajo. Fue Sergio, recién comprometido para casarse y recién contratado por un laboratorio en calidad de técnico, quien se ofreció a aumentar su aportación a la familia, para que su hermano pudiera estudiar. Ya entonces, Brunetti sabía que lo que él deseaba estudiar era Derecho, no tanto su aplicación como su historia y las razones que habían determinado su desarrollo. Como no había facultad de Derecho en Ca Foscari, Brunetti tendría que estudiar en Padua, y los gastos de desplazamiento gravaban más aún la responsabilidad que Sergio estaba dispuesto a asumir. La boda de Sergio se retrasó tres años, durante los cuales Brunetti se situó en cabeza de su clase y empezó a ganar dinero con la tutoría de estudiantes más jóvenes.
De no haber ido a la universidad, Brunetti no hubiera conocido a Paola en la biblioteca, ni se habría hecho policía. A veces, se preguntaba si hubiera sido el mismo hombre, si las cosas que había en su interior y que él consideraba vitales hubieran evolucionado del mismo modo si se hubiera hecho, por ejemplo, agente de seguros o funcionario municipal. Pero, al llegar a este punto, Brunetti, que era perfectamente capaz de detectar las especulaciones gratuitas, alargó el brazo para atraer hacia sí el teléfono.
6
A Brunetti siempre le había parecido una indiscreción preguntar a Paola cuántas habitaciones tenía el palazzo de su familia, por lo que ignoraba el número. Por un escrúpulo análogo tampoco sabía el número exacto de líneas telefónicas del palazzo Falier. Él conocía tres de los números: el más o menos público que se daba a todos los amigos y relaciones profesionales, el que se daba a la familia y el número privado del conde, que él nunca había creído necesario utilizar.
Marcó el primero, ya que no se trataba de una emergencia ni de un asunto confidencial.
—Palazzo Falier -contestó a la tercera señal una voz masculina que Brunetti no había oído nunca.
—Buenos días. Soy Guido Brunetti. ¿Podría hablar con...? — aquí titubeó un momento, indeciso entre referirse al conde por el título o por el parentesco.
—Está hablando por la otra línea, dottor Brunetti. ¿Quiere que le llame dentro de...? — Ahora se interrumpió el otro-. Acaba de colgar. Le paso.
Siguió un leve chasquido y Brunetti oyó la grave voz de barítono de su suegro.
—Falier -no dijo más.
—Buenos días. Soy Guido.
La voz, como sucedía últimamente, se suavizó.
—Ah, Guido, ¿cómo estás? ¿Y los niños?
—Todos bien. ¿Y vosotros dos? — No podía llamarla «Donatella» y no quería llamarla «condesa».
—Los dos bien, gracias. ¿Qué deseas de mí? — El conde sabía que no podía haber otra razón para la llamada de Brunetti.
—Me gustaría saber todo lo que puedas decirme sobre la familia Lorenzoni.
Durante el silencio que siguió, a Brunetti casi le parecía oír al conde repasar décadas de la información, los escándalos y los rumores que guardaba en la memoria acerca de la mayoría de los notables de la ciudad.
—¿Por qué te interesan, Guido? — preguntó el conde, y agregó-: Si no es indiscreción.
—Se ha encontrado cerca de Belluno el cadáver de un hombre joven. En el hoyo había un anillo con el escudo de los Lorenzoni.
—Podría ser la persona que se lo hubiera robado -sugirió el conde.
—Podría ser cualquiera -convino Brunetti-. De todos modos, he estado leyendo los informes de la investigación del secuestro, y me gustaría ver si puedo aclarar un par de cosas.
—¿Por ejemplo? — preguntó el conde.
En las más de dos décadas que hacía que Brunetti conocía al conde, nunca había observado en él ni la menor indiscreción. Por otra parte, nada de lo que Brunetti pudiera decir tenía por qué ocultarse a quienquiera que mostrara interés en la investigación.
—Dos personas dijeron que pensaban que había sido una broma. Y la piedra que bloqueaba la verja tuvieron que ponerla desde dentro.
—No lo recuerdo con mucha claridad, Guido. Creo que cuándo aquello ocurrió, nosotros estábamos de viaje. ¿Fue en su casa, verdad?
—Sí -respondió Brunetti, y algo que había notado en la voz del conde le hizo preguntar-: ¿Tú has estado allí?
—Una o dos veces. — El tono del conde era totalmente neutro.
—Entonces habrás visto la verja -dijo Brunetti, sin atreverse a preguntar directamente la índole de la relación que existía entre el conde y los Lorenzoni. Por lo menos, de momento.
—Sí -respondió el conde-. Se abre hacia adentro. Hay un interfono en la pared, y el visitante no tiene más que oprimir un pulsador y anunciarse. La verja se abre desde la casa.
—O desde fuera, si conoces la clave -agregó Brunetti-. Es lo que hizo la chica, pero la verja no se abrió.
—Era la chica Valloni, ¿verdad? — preguntó el conde.
El apellido le sonaba, por haberlo leído en el informe.
—Sí, Francesca.
—Una chica muy bonita. Fuimos a la boda.
—¿La boda? — preguntó Brunetti-. ¿Cuándo fue?
—Hará poco más de un año. Se casó con el chico Salviati, Enrico, el hijo de Fulvio. El aficionado a las lanchas motoras.
Brunetti gruñó al recordar vagamente al chico.
—¿Tú conocías a Roberto?
—Lo vi varias veces. La verdad es que no tenía muy buena opinión de él.
Brunetti se preguntó si era la posición social del conde lo que le permitía hablar mal de los difuntos, o era la circunstancia de que el chico hubiera muerto hacía dos años.
—¿Por qué no?
—Porque tenía todo el orgullo de su padre pero nada de su talento.
—¿Qué clase de talento tiene el conde Ludovico?
Oyó un ruido al otro extremo de la línea, como de una puerta al cerrarse, y el conde dijo entonces:
—Perdona, Guido. Aguarda un momento, por favor. — Transcurridos unos segundos, volvió a oírse la voz del conde-. Lo siento, Guido, pero me ha llegado un fax, y tengo que hacer varias llamadas mientras mi agente en Ciudad de México está en la oficina.
Aunque muy seguro no estaba, Brunetti tenía la idea de que Ciudad de México tenía medio día de retraso respecto a ellos.
—¿No es de noche allí ahora?
—Sí, y aunque él hace horas extra, quiero pillarlo antes de que se marche.
—Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Cuándo puedo llamarte?
La respuesta del conde no tardó en llegar.
—¿Podríamos almorzar juntos, Guido? Hay varias cosas de las que hace tiempo que quiero hablarte. Quizá podamos hacer las dos cosas.
—Encantado. ¿Cuándo?
—Hoy mismo. ¿O es muy precipitado?
—En absoluto. Avisaré a Paola. ¿Quieres que venga ella también?
—No -dijo el conde casi ásperamente, y agregó-: Algunas de esas cosas la conciernen, y prefiero que no esté presente.
Desconcertado, Brunetti sólo dijo:
—Está bien. ¿Dónde nos encontramos? — Esperaba que el conde mencionara un restaurante famoso de la ciudad.
—Hay un sitio cerca de Campo del Ghetto. Lo llevan la hija de un amigo mío y su marido, y la cocina es muy buena. Si no es muy lejos para ti, podríamos encontrarnos allí.
—Está bien. ¿Cómo se llama?
—La Bussola. Está casi esquina a San Leonardo, en dirección a Campo del Ghetto Nuovo. ¿A la una?
—De acuerdo. Allí estaré. A la una. — Brunetti colgó, atrajo la guía telefónica hacia sí y buscó la «S». Había varios Salviati pero sólo un Enrico, con la indicación de consulente, término que a Brunetti siempre le había divertido e intrigado al mismo tiempo.
El teléfono sonó seis veces antes de que una voz de mujer, molesta ya con el que llamaba, contestara:
—Pronto.
—¿Signora Salviati? — preguntó Brunetti.
La mujer jadeaba, como si hubiera corrido para contestar al teléfono.
—Sí, ¿quién es?
—Signora Salviati, aquí el comisario Guido Brunetti. Deseo hacerle unas preguntas acerca del secuestro Lorenzoni. — Al otro extremo de la línea, Brunetti oyó un estridente llanto infantil, ese berrido genéticamente impostado al que no hay oído humano que pueda permanecer insensible.
El teléfono golpeó una superficie dura, a él le pareció oír que ella le decía que esperase un momento, y luego todos los sonidos quedaron ahogados por el llanto que culminó en un súbito alarido y a continuación, con la misma brusquedad con que había empezado, cesó.
La mujer volvió al teléfono.
—Ya se lo conté todo hace años. Ya ni me acuerdo de aquello. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas.
—Comprendo, signora, pero para nosotros sería una gran ayuda si pudiera concederme unos minutos. Le prometo que no llevará mucho tiempo.
—Entonces, ¿por qué no podemos hablarlo por teléfono?
—Preferiría hacerlo personalmente, signora. Lo siento, pero no soy partidario del teléfono.
—¿Cuándo? — preguntó ella, con súbita condescendencia.
—Veo que su dirección está en Santa Croce. Tengo que ir ahí esta mañana. — No era verdad, pero quedaba cerca del traghetto de San Marcuola, por lo que desde allí podría trasladarse rápidamente a San Leonardo para almorzar con el conde-. Podría pasar por su casa. Si no tiene inconveniente, desde luego.
—Déjeme ver la agenda -dijo ella, volviendo a dejar el teléfono.
La muchacha tenía diecisiete años en la época del secuestro, por lo que aún no habría cumplido los veinte, ¿y con un niño de meses, agenda?
—Si viene a las doce menos cuarto, podremos hablar. Pero tengo compromiso para almorzar.
—Perfecto, signora. Hasta luego -dijo él y colgó antes de que ella pudiera cambiar de opinión o volver a mirar la agenda.
Llamó a Paola y le dijo que no iría a casa a almorzar. Ella, como de costumbre, lo tomó con tanta ecuanimidad que Brunetti no pudo menos que preguntarse si su mujer no habría hecho ya otros planes.
—¿Qué harás tú? — preguntó.
—¿Humm? — hizo ella-. Oh, leer.
—¿Y los niños? ¿Qué harás con los niños?
—No te preocupes, Guido, les daré de comer. Pero ya sabes cómo devoran cuando no estamos los dos para ejercer una cierta influencia civilizadora. De modo que me quedará mucho tiempo para mí.
—¿Comerás también tú?
—Guido, tú tienes obsesión por la comida. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?
—Es sólo por las muchas veces que tú me la recuerdas, tesoro -rió él. Iba a decirle que ella tenía obsesión por la lectura, pero Paola lo hubiera tomado como un cumplido, por lo que sólo dijo que cenaría en casa y colgó.
Salió de la questura sin preocuparse de decir a nadie adonde iba, y bajó por la escalera de atrás, para rehuir un posible encuentro con el vicequestore Patta que, como eran más de las once, seguro que estaría ya en su despacho.
En la calle, Brunetti, que llevaba traje de lana y un abrigo ligero para protegerse del frío de primera hora de la mañana, se sorprendió al notar cómo había subido la temperatura. Echó a andar por el muelle y cuando iba a torcer a la izquierda por la sucesión de calles que lo llevarían hasta Campo Santa Maria Formosa y Rialto, se paró bruscamente, se quitó el abrigo y volvió a la questura. Cuando llegó al edificio, los guardias de la puerta lo reconocieron y oprimieron el pulsador que abría las grandes puertas de cristal. Brunetti entró en el pequeño despacho de la derecha y vio a Pucetti sentado detrás del escritorio, hablando por teléfono. Al ver a su superior, Pucetti dijo rápidamente unas palabras, colgó y se puso en pie.
—Pucetti -dijo Brunetti, agitando una mano para indicar al joven que se sentara-, le dejaré esto aquí un par de horas. Cuando vuelva lo recogeré.
Pucetti, en lugar de sentarse, se adelantó y tomó el abrigo.
—Si me permite, dottore, lo subiré a su despacho.
—No se moleste. Déjelo aquí.
—Preferiría no tenerlo aquí. Durante las últimas semanas, han desaparecido varias cosas.
—¿Qué? — preguntó Brunetti, sorprendido-. ¿Del cuarto de guardia de la questura?
—Son ellos, comisario -dijo Pucetti señalando con un movimiento de la cabeza la interminable cola que partía del Ufficio Stranieri, en la que cientos de personas esperaban para rellenar los formularios que legalizarían su residencia en la ciudad-. Tenemos a muchos albaneses y eslavos, y ya sabe lo ladrones que son.
Si Pucetti hubiera dicho semejante cosa a Paola, ella le hubiera echado un buen rapapolvo, tachándolo de extremista y racista y señalando que todos los albaneses y todos los eslavos no eran ni esto ni aquello. Pero, como Paola no estaba y Brunetti, en general, más bien compartía los sentimientos de Pucetti, se limitó a dar las gracias al joven, y salió del edificio.
7
Cuando dejaba atrás Campo Santa Maria Formosa, Brunetti recordó de pronto algo que el otoño último había visto en Campo Santa Marina, por lo que cortó hacia allí torciendo hacia la derecha nada más entrar en el campo, algo más pequeño que el anterior. Las jaulas metálicas ya estaban colgadas en la parte exterior de los escaparates de la tienda de animales. Brunetti se acercó, para ver si el merlo indiano seguía allí. Desde luego, allí estaba, en la jaula de arriba con sus plumas negras y lustrosas, y un ojo azabache vuelto hacia él.
Brunetti se acercó a la jaula, se inclinó y dijo:
—Ciao.
Nada. Sin desanimarse, repitió:
—Ciao -alargando las dos sílabas de la palabra. El pájaro saltó nerviosamente de una barra paralela a la otra, se volvió y miró a Brunetti con su otro ojo. Brunetti miró en derredor y observó que una mujer de pelo blanco se había parado delante de la edicola del centro del campo y lo miraba con extrañeza. Él, sin inmutarse, concentró la atención en el pájaro-. Ciao -repitió.
De pronto, se le ocurrió que aquél podía ser otro pájaro; al fin y al cabo, un mirlo de la India de tamaño mediano en poco debía de distinguirse de sus congéneres. Probó otra vez.
—Ciao.
Silencio. Decepcionado, dio media vuelta y sonrió ligeramente a la desconocida, que se había quedado mirándolo desde el otro lado del campo.
Brunetti había dado sólo dos pasos cuando, a su espalda, oyó su propia voz que gritaba:
—Ciao -arrastrando la última letra, a la manera de los pájaros.
Giró sobre sus talones y volvió a ponerse delante de la jaula.
—Come ti stai? -preguntó esta vez, esperó un momento y repitió la pregunta. Sintió, más que vio, una presencia a su lado, volvió la cara y descubrió a la mujer del pelo blanco. Él sonrió y ella sonrió a su vez-. Come ti stai? -volvió a preguntar al pájaro y, con fidelidad tónica absoluta, el pájaro le preguntó:
—Come ti stai? -en una voz idéntica a la suya.
—¿Qué otras cosas dice? — preguntó la mujer.
—No lo sé, signora. Esto es lo único que yo le he oído.
—Es fantástico, ¿verdad? — comentó ella, y cuando él vio su sonrisa de puro deleite, le pareció que le habían quitado años.
—Sí, fantástico -dijo, y la dejó delante de la tienda diciendo al pájaro:
—Ciao, ciao, ciao.
Brunetti cortó hacia Santi Apostoli y subió por Strada Nuova hasta San Marcuola, donde tomó el traghetto para cruzar el Gran Canal. Era tan brillante el reverbero del sol en el agua que Brunetti echó de menos las gafas ahumadas, pero ¿quién iba a pensar, una húmeda mañana de principios de primavera, con aquella niebla, que se le reservaba a la ciudad este esplendor?
Una vez en el otro lado, torció a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, siguiendo maquinalmente las instrucciones programadas en su cerebro durante décadas de caminar por las calles de la ciudad, para visitar a los amigos, acompañar a casa a las chicas, ir a tomar un café y los miles de cosas que hace un muchacho sin pensar en el punto de destino ni en el itinerario. No tardó en salir a Campo San Zan Degolá. Brunetti no sabía si lo que se veneraba en la iglesia era el cuerpo decapitado de san Juan o era la cabeza. Le parecía que lo mismo daba.
El Salviati con el que se había casado la muchacha era hijo de Fulvio, el notario, por lo que Brunetti sabía que la casa tenía que estar en la segunda calle de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. Y así era: el número era el que indicaba la guía telefónica, aunque allí vivían tres Salviati distintos. El timbre de más abajo tenía la inicial E, y fue el que Brunetti pulsó, mientras pensaba si la familia iba mudándose a los pisos altos a medida que los viejos se morían y los dejaban libres.
La puerta se abrió con un chasquido y él entró. Delante suyo se extendía un sendero que cruzaba un patio interior hasta una escalera. Alegres tulipanes lo bordeaban y un atrevido magnolio había empezado a florecer en el centro del césped situado a la izquierda del sendero.
Brunetti subió la escalera y, al llegar a la puerta que había en lo alto, oyó abrirse la cerradura. Al otro lado, más escaleras conducían a un descansillo en el que había dos puertas.
La puerta de la izquierda se abrió y una muchacha salió al descansillo.
—¿Es el policía? He olvidado el nombre.
—Brunetti -dijo él, acabando de subir la escalera. Ella estaba delante de la puerta, sin expresión alguna en una cara que, de otro modo, hubiera podido ser muy bonita. Si el niño era suyo, y si era tan pequeño como indicaba su llanto, ella se había dado buena prisa en devolver la esbeltez a su cuerpo joven, vestido con ajustada falda roja y jersey negro más ajustado todavía. Su cara insulsa estaba rodeada de una nube de pelo negro y rizado que le caía hasta los hombros. La muchacha lo miraba con una falta de interés sorprendente.
Al llegar arriba, él dijo:
—Gracias por acceder a recibirme, signora.
Ella no abrió la boca ni se dignó darse por enterada de sus palabras, y dio media vuelta para conducirlo por el apartamento, haciendo caso omiso de su «Permesso».
—Podemos hablar aquí -dijo por encima del hombro yendo hacia una gran sala de estar que se abría a su izquierda. En las paredes, Brunetti vio unos grabados que representaban escenas tan violentas que a la fuerza tenían que ser de Goya. Tres ventanas daban a un espacio interior que supuso sería el patio de la entrada. El muro que lo rodeaba quedaba excesivamente cerca. Ella se sentó en el centro de un sofá bajo, exhibiendo más muslo del que Brunetti estaba habituado a ver en una madre joven. Señalando el sillón que tenía delante, la muchacha preguntó:
—¿Qué es lo que desea saber?
Brunetti trataba de descubrir la emoción que dimanaba de ella, consciente de que su instinto buscaba nerviosismo. Pero no encontraba nada más que irritación.
—Deseo que me diga cuánto tiempo hacía que conocía a Roberto Lorenzoni.
Ella se apartó un mechón de pelo con el dorso de la mano, probablemente, sin darse cuenta de la impaciencia que denotaba el movimiento.
—Todo eso ya se lo dije al otro policía.
—Ya lo sé, signora. He leído el informe, pero deseo oírlo con sus propias palabras.
—Espero que lo que está en el informe sean mis propias palabras -dijo ella secamente.
—Seguro que lo son. Pero prefiero oír por mí mismo lo que tenga usted que decir de él. Eso podría darme una imagen más clara de la clase de hombre que era.
—¿Han encontrado a los que se lo llevaron? — preguntó ella, con la primera señal de curiosidad que había mostrado desde su llegada.
—No.
Pareció defraudada al oírlo, pero no hizo ningún comentario.
—¿Podría decirme cuánto tiempo hacía que se conocían?
—Había salido con él cosa de un año. Es decir, hasta que ocurrió eso.
—¿Qué clase de persona era él?
—¿Qué quiere decir, qué clase de persona? Era una persona con la que había ido al colegio. Nos gustaban las mismas cosas. Me hacía reír.
—¿Por eso pensó que el secuestro podía ser una broma?
—¿Que pensé qué? — preguntó ella con verdadera extrañeza.
—Dice el informe que en un principio usted pensó que podía tratarse de una broma -explicó Brunetti-. En el momento de ocurrir los hechos.
Ella desvió la mirada, como si escuchara una música que estuviera tocándose en otra habitación tan suavemente que sólo ella pudiera oírla.
—¿Eso dije?
Brunetti asintió.
Después de una pausa larga, ella dijo:
—Es posible. Roberto tenía amigos muy raros.
—¿Qué clase de amigos?
—Pues... ya sabe, estudiantes de la universidad.
—No comprendo por qué tendrían que ser raros -dijo Brunetti.
—Bien, ninguno trabajaba pero todos tenían mucho dinero. — Como si se diera cuenta de lo vaga que era la explicación, agregó-: No; no es eso. Decían cosas extrañas, como que podían hacer lo que quisieran en la vida, o con su vida. Cosas así. Las cosas que dicen los estudiantes. — Al observar el gesto de cortés expectación de la cara de Brunetti, prosiguió-: Y les interesaba mucho el miedo.
—¿El miedo?
—Sí; leían novelas de horror y siempre iban a ver películas de violencia.
Brunetti asintió e hizo con la garganta un sonido ambiguo.
—En realidad, ésta era una de las razones por las que estaba casi decidida a romper con Roberto. Pero entonces ocurrió aquello, y ya no tuve que decírselo. — ¿Era alivio lo que notaba él en su voz?
Se abrió la puerta y entró una mujer de mediana edad con un niño en brazos que tenía la boca abierta para empezar a berrear. La mujer se detuvo cuando vio a Brunetti, y el niño, al notar la parada, cerró la boca y se volvió buscando la causa de la sorpresa de la mujer.
Brunetti se levantó.
—Es el policía, mamma -dijo la joven sin mirar siquiera al niño, y luego preguntó-: ¿Querías algo?
—No, Francesca, nada. Pero es su hora de comer.
—Pues tendrá que esperar, ¿no? — dijo la muchacha, como si la idea le causara satisfacción. Miró a Brunetti y a la mujer a la que había llamado mamma-. A no ser que quieras que le dé de mamar delante del policía.
La mujer hizo un sonido inarticulado y abrazó al niño con más fuerza. La criatura -Brunetti nunca distinguía si un bebé era niño o niña- siguió mirándolo, luego se volvió hacia su abuela y soltó una risita clara.
—Imagino que podemos esperar diez minutos -dijo la mujer y, dando media vuelta, salió de la habitación, dejando tras de sí la estela de la risa del niño.
—¿Su madre? — preguntó Brunetti, aunque lo dudaba.
—La de mi marido-respondió ella secamente-. ¿Qué más quiere saber de Roberto?
—En aquel momento, ¿pensó que esto podían haberlo montado amigos de él?
Antes de contestar, ella volvió a apartarse el pelo de un manotazo.
—¿Me dirá por qué quiere saberlo? — preguntó, suavizando el tono, y Brunetti recordó que aquella muchacha no podía haber cumplido los veinte años.
—¿Eso la ayudaría a responder?
—No lo sé. Pero sé muchas cosas de esa gente y no quiero decir algo que pudiera... -Dejó la frase sin terminar, y Brunetti se preguntó cuál podría ser la respuesta.
—Hemos encontrado el que podría ser su cadáver -dijo sin dar más explicaciones.
—Entonces no fue una broma -dijo ella rápidamente.
Brunetti sonrió y asintió mostrándose de acuerdo y omitiendo decirle cuántas veces había visto las trágicas consecuencias de algo que había empezado siendo una broma.
Ella se miró la cutícula del índice derecho y empezó a frotarla con los dedos de la mano izquierda.
—Roberto decía que su padre quería más a su primo Maurizio que a él. Por eso hacía cosas que obligaran a su padre a prestarle atención.
—¿Por ejemplo?
—Meterse en líos en el colegio, ser grosero con los profesores, cosas pequeñas. Pero una vez hizo que sus amigos le robaran el coche haciéndole un puente, mientras lo tenía aparcado delante de una de las empresas de su padre en Mestre y él estaba dentro, hablando con el conde. Así el padre no podría pensar que se había dejado las llaves puestas o que lo había prestado a alguien.
—¿Qué pasó?
—Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un parking y volvieron en tren. Se tardó varios meses en encontrarlo, y entonces hubo que devolver el dinero a la compañía de seguros y pagar el aparcamiento.
—¿Cómo sabe usted esto, signora?
Ella abrió la boca para contestar, se contuvo un momento y luego dijo:
—Roberto me lo contó.
Brunetti dominó el impulso de preguntar cuándo se lo había contado. La pregunta siguiente era más importante.
—¿Eran los amigos que podían haber gastado una broma como ésta?
—¿Como cuál?
—Un falso secuestro.
Ella volvió a mirarse el dedo.
—Yo no he dicho eso. Y, si han encontrado el cadáver, es señal de que no pudo ser. Quiero decir, una broma, ¿no?
Brunetti no se pronunció, y preguntó:
—¿Puede darme los nombres?
—¿Por qué?
—Me gustaría hablar con ellos.
Durante un momento, él creyó que se negaría, pero entonces ella cedió y dijo:
—Carlo Pianon y Marco Salvo.
Brunetti recordaba haber leído los nombres en el informe. Como eran los mejores amigos de Roberto, la policía pensó que podían ser las personas con las que los secuestradores habían dicho que se pondrían en contacto para utilizarlas de intermediarios. Pero los dos estaban siguiendo un curso de inglés en Inglaterra cuando Roberto fue secuestrado.
Él le dio las gracias por los nombres y agregó:
—Ha dicho que ésa era una de las razones por las que había decidido no seguir saliendo con él. ¿Había otras?
—Oh, un montón -respondió ella vagamente.
Brunetti no hizo comentario alguno, dejando flotar en el aire el eco de su respuesta. Al fin ella agregó:
—La verdad es que ya no era tan divertido. Por lo menos, la última semana. Estaba siempre cansado y decía que no se encontraba bien. Al final, no hablaba más que de lo cansado y lo débil que estaba. No me gustaba tener que estar oyendo siempre sus quejas. Ni que se quedara dormido en el coche y cosas así.
—¿Fue al médico?
—Sí. Fue poco después de que empezara a decir que no podía oler nada. Siempre protestaba si alguien fumaba, en eso era peor que un americano, pero entonces decía que no podía oler ni el humo. — Frunció la nariz, para subrayar este absurdo-. Así que decidió ir a un especialista.
—¿Qué dijo el médico?
—Que no tenía nada. — Hizo una pausa y agregó-: Salvo la diarrea, pero el médico le recetó algo para eso.
—¿Y qué pasó?
—Supongo que se le arreglaría -dijo ella con indiferencia.
—Pero, ¿seguía quejándose de cansancio?
—Sí. Decía que no se encontraba bien y los médicos decían que no tenía nada.
—¿Médicos? ¿Consultó a más de uno?
—Creo que sí. Habló de un especialista de Padua. Fue el que finalmente le dijo que estaba anémico y le dio unas píldoras. Pero poco después pasó aquello, y desapareció.
—¿Cree usted que estaba enfermo? — preguntó Brunetti.
—Oh, no sé -respondió ella. Puso una pierna encima de la otra, enseñando más muslo todavía-. Le gustaba llamar la atención.
Brunetti procuró formular la pregunta con delicadeza:
—¿Le dio motivos para creer que estaba realmente enfermo o anémico?
—¿Qué quiere decir, motivos para creer?
—¿Tenía menos... hum... menos energía que de costumbre?
Ella lo miraba como si Brunetti acabara de entrar en la habitación procedente de otro siglo.
—Ah, ¿se refiere al sexo?
Él asintió.
—Pues sí. Había dejado de interesarle. Era otra de las razones por las que yo quería terminar.
—¿Sabía él que usted quería terminar sus relaciones?
—No tuve ocasión de decírselo.
Brunetti sopesó la respuesta y luego preguntó:
—¿Por qué iba usted a la casa aquella noche?
—Habíamos estado en una fiesta en Treviso, y Roberto no quería tener que conducir hasta Venecia. Íbamos a pasar la noche en la villa y regresar por la mañana.
—Comprendo -dijo Brunetti, y a continuación preguntó-: Aparte del cansancio, durante las semanas anteriores a los hechos, ¿su conducta había variado en algo?
—¿A qué se refiere?
—¿Parecía nervioso?
—Pues creo que no. Estaba irritable conmigo, pero lo estaba con todo el mundo. Tuvo una disputa con su padre. Y otra con Maurizio.
—¿Por qué?
—No lo sé. Él no me contaba esas cosas. Tampoco me interesaban.
—¿Por qué le interesaba él, signora? — preguntó Brunetti y, al captar su mirada, agregó-: Si me permite la pregunta.
—Era divertido. Por lo menos, al principio. Y siempre tenía mucho dinero. — Brunetti pensó que, por lo que a ella se refería, el orden de importancia de estas razones debía de ser el inverso, pero se reservó la opinión.
—Comprendo. ¿Conoce a su primo?
—¿A Maurizio? — preguntó ella, innecesariamente, según le pareció a Brunetti.
—Sí.
—Lo he visto un par de veces. En casa de Roberto. Y en una fiesta.
—¿Le resultó simpático?
Ella miró fijamente uno de los grabados y, como si su violencia la inspirara, respondió:
—No.
—¿Por qué?
La muchacha se encogió de hombros desechando tan lejano recuerdo.
—No sé. Me pareció arrogante. — Al oírse, agregó-: No es que Roberto no lo fuera también, a veces, pero Maurizio era tan... en fin, siempre está diciendo a la gente lo que tiene que hacer. O eso me pareció.
—¿Lo ha visto desde la desaparición de Roberto?
—Naturalmente -respondió ella, sorprendida por la pregunta-. Después de que ocurriera aquello, él estaba con los padres de Roberto, todos los días, mientras llegaban las notas. A la fuerza tuve que verlo.
—Me refería a cuando las notas dejaron de llegar.
—Prácticamente, nada. A veces lo veo en la calle, pero no tenemos nada que decirnos.
—¿Y a los padres de Roberto?
—No; a ellos, tampoco.
Brunetti no esperaba que los padres del secuestrado mantuvieran contacto con la antigua novia y, mucho menos, después de su boda con otro.
Brunetti no tenía nada más que preguntar, pero quería dejar abierta la posibilidad de volver a hablar con ella, si surgían nuevas preguntas.
—No la entretengo más, signora, ya que tiene que atender a su hijo -dijo mirando el reloj.
—Oh, no importa -contestó ella, y Brunetti se sorprendió al darse cuenta de que era sincera y que a él el hecho de que lo fuera le parecía detestable. Se levantó rápidamente.
—Muchas gracias, signora. Creo que eso es todo por el momento.
—¿Por el momento?
—Si realmente resulta ser el cadáver de Roberto, habrá que volver a abrir la investigación, y supongo que todas las personas que tuvieron conocimiento del secuestro volverán a ser interrogadas.
Ella frunció los labios en una mueca de irritación, por la forma en que este asunto le robaba el tiempo.
Brunetti fue hacia la puerta, para no darle ocasión de lamentarse.
—Otra vez, muchas gracias, signora.
Ella se levantó del sofá y se acercó a él. Su cara había vuelto a asumir aquella inmovilidad que él había observado al principio, y perdido la belleza que la animación le había dado.
Lo acompañó a la puerta. Cuando la abrió, el niño volvió a llorar en el interior de la casa. Sin darse por enterada, ella dijo:
—Si realmente es Roberto, ¿me lo dirá?
—Por supuesto, signora -respondió Brunetti.
El comisario empezó a bajar la escalera. El llanto del niño quedó cortado al cerrarse la puerta.
8
Al salir de casa Salviati, Brunetti miró el reloj. La una menos veinte. Volvió a tomar el traghetto y, en San Leonardo, cruzó el campo y torció por la primera calle de la izquierda. Había varias mesas vacías bajo el toldo del restaurante.
A la izquierda de la entrada estaba el mostrador y, detrás de éste, en un estante, varias damajuanas de cuyos golletes salían largos tubos de caucho. A la derecha, dos arcos daban acceso a otra sala, y allí, en una mesa situada junto la pared, vio a su suegro, el conde Orazio Falier. El conde, con una copa de lo que parecía prosecco delante, leía Il Gazzettino, el diario local. Brunetti se llevó una sorpresa al verlo con esta publicación, lo que era indicio de que o bien había sobreestimado al conde o infravalorado al periódico.
—Buon di -dijo Brunetti acercándose a la mesa.
El conde miró por encima del diario y, dejándolo abierto en la mesa, se levantó.
—Ciao, Guido -dijo tendiendo la mano y estrechando la de Brunetti-. Me alegro de que hayas podido venir.
—Recuerda que era yo el que quería hablar contigo.
El conde dijo entonces:
—Ah, sí, los Lorenzoni, ¿verdad?
Brunetti apartó la silla situada frente al conde y se sentó. Miró el diario, preguntándose si, a pesar de que el cuerpo aún no había sido identificado, ya habría llegado a la prensa la noticia del hallazgo.
El conde, interpretando la mirada de su yerno, dijo:
—Todavía no dicen nada. — Sin apresurarse, dobló el periódico meticulosamente por la mitad una vez y luego otra.
—Qué horror, ¿verdad? — dijo levantando el diario entre los dos.
—No si te gusta el canibalismo, el incesto y el infanticidio -respondió Brunetti.
—¿Has leído el de hoy? — Brunetti movió la cabeza negativamente y el conde explicó-: Viene la noticia de una mujer de Teherán que mató al marido, picó el corazón y se lo comió en un guiso que se llama ab goosht. -Antes de que Brunetti pudiera manifestar sorpresa u horror, el conde prosiguió-: Y, además, te dan la receta del ab goosht tomate, cebolla y carne picada. — Meneó la cabeza-. ¿Para quién escriben? ¿Quién quiere saber estas cosas?
Hacía tiempo que Brunetti había perdido toda la confianza que pudieran haberle merecido los gustos del gran público, por lo que contestó:
—Yo diría que los lectores de Il Gazzettino.
El conde lo miró y asintió.
—Tienes razón, seguramente. — Lanzó el diario a la mesa vecina-. ¿Qué quieres saber de los Lorenzoni?
—Esta mañana has dicho que el chico no tenía el talento del padre. Me gustaría saber talento para qué.
—Ciappar schei -respondió el conde en dialecto.
Brunetti, sintiéndose ya más cómodo al oír veneciano, preguntó:
—Hacer dinero, ¿de qué manera?
—De todas las maneras posibles: acero, cemento, barcos. Si quieres transportar algo, los Lorenzoni te lo llevan. Si quieres construir o fabricar, los Lorenzoni te venden los materiales. — El conde pensó en lo que acababa de decir y agregó-: Sería un buen eslogan, ¿no crees? — Cuando Brunetti asintió, el conde agregó-: Y no es que los Lorenzoni tengan necesidad de hacer publicidad. Por lo menos, en el Véneto.
—¿Tienes tratos con ellos? Quiero decir de negocios.
—Antes utilizaba sus camiones para llevar tejidos a Polonia y traer... No estoy seguro, porque de eso hace cuatro años por lo menos, pero me parece que era vodka. Ahora, desde que se han relajado los controles de fronteras y las disposiciones aduaneras, me resulta más económico utilizar el tren, por lo que ya no trato con ellos.
—¿Y socialmente, los tratas?
—No más que a unos cientos de personas de la ciudad -dijo el conde y levantó la mirada al acercarse la dueña.
Era una mujer joven que llevaba una camisa masculina embutida en un pantalón vaquero recién planchado y el pelo tan corto como un hombre. Aunque no iba maquillada, su aspecto no tenía nada de andrógino, por la forma en que el vaquero se arqueaba sobre sus caderas, y la camisa, con los tres últimos botones desabrochados, revelaba que, aunque no llevaba sostén, tampoco estaría de más.
—Conde Orazio -dijo la mujer con una voz de contralto profunda, cálida y prometedora-, celebro volver a verlo. — Miró a Brunetti haciéndole extensiva la hospitalaria sonrisa.
Brunetti recordó que el conde le había dicho que regentaba el local la hija de un amigo, por lo que quizá era en su calidad de viejo amigo de la familia que el conde preguntó:
—Come stai, Valeria? -Aunque el tuteo nada tenía de paternal, y Brunetti espió la reacción de la mujer.
—Molto bene, signor conte. E lei? -respondió ella, en un tono que no armonizaba con la formalidad de la frase.
—Bien, muchas gracias. — El conde indicó a Brunetti con un ademán-. Mi yerno.
—Piacere -dijo él, y la mujer correspondió con la misma palabra, acompañada de una sonrisa.
—¿Qué nos recomiendas hoy, Valeria? — preguntó el conde.
—Para empezar, tenemos sarde in saor o latte di seppie. Las sarde las preparamos anoche, y las sepias han llegado de Rialto esta mañana.
Pues serían congeladas, pensó Brunetti. Aún era pronto para lechas de sepia frescas. Pero las sardinas estarían bien. Paola nunca tenía tiempo para limpiar sardinas y hacerlas marinar con cebolla y pasas, por lo que poder tomarlas ahora sería un regalo.
—¿Qué dices tú, Guido?
—Sarde -respondió él sin vacilar.
—Sí. Para mí también.
—Spaghetti alle vongole -dijo la mujer, menos como una recomendación que como una orden.
Los dos hombres asintieron.
—Y después, tenemos rombo o, quizá, coda di rospo. Los dos son muy frescos.
—¿Cómo están hechos? — preguntó el conde.
—El rombo, a la parrilla y el coda, al vino blanco, con zucchini y romero.
—¿Es bueno el coda?
Por toda respuesta, la mujer hundió el nudillo del índice de la mano derecha en la mejilla y lo hizo girar relamiéndose.
—Entonces decidido -sonrió el conde-. ¿Y tú, Guido?
—Para mí, rombo -dijo Brunetti, a quien el otro plato le había parecido muy sofisticado, una de esas cosas servidas con un trozo de zanahoria recortada en forma de rosa o decorada con una ramita de menta.
—¿Vino? — preguntó la mujer.
—¿Tenéis del Chardonnay que hace tu padre?
—Es el que bebemos nosotros, señor conde, pero no solemos servirlo. — Al ver su gesto de decepción, agregó-: Pero puedo traerles una jarra.
—Gracias, Valeria. Lo he bebido en casa de tu padre y es excelente.
Ella movió la cabeza de arriba abajo, en reconocimiento de esta verdad y bromeó:
—Pero que no le oigan los de Hacienda.
Antes de que el conde pudiera hacer un comentario, sonó una voz en la otra sala, y la mujer dio media vuelta y se alejó.
—No es de extrañar que la economía de este país vaya de capa caída -dijo el conde con un furor repentino-. El mejor vino que se produce en esta tierra, y no pueden servirlo, probablemente, por alguna pamplina legal sobre el contenido en alcohol, o porque en Bruselas algún cretino ha decidido que se parece demasiado a otro vino que se produce en Portugal. Los que mandan son una colección de tarados.
Brunetti pensó que éste era un comentario curioso en boca de un hombre que, a sus ojos, siempre había estado entre los que mandaban. Pero, antes de que pudiera responder, Valeria estaba de vuelta con una jarra de litro de un pálido vino blanco y una botella de agua mineral, que nadie le había pedido, por cierto.
El conde sirvió dos copas de vino y acercó una a Brunetti.
—Ya me dirás qué te parece.
Brunetti tomó un sorbo. Siempre le habían irritado los ditirambos sobre el vino y su sabor, que si «nobleza de solera», que si «aromas afrutados»... por lo que se limitó a decir:
—Muy bueno -y dejó la copa en la mesa-. Háblame del chico. Dijiste que no te merecía una gran opinión.
El conde había tenido veinte años para acostumbrarse a su yerno y sus modales, por lo que tomó un trago de vino y contestó:
—No; era corto y presuntuoso, lo que es una combinación muy cargante.
—¿Qué clase de trabajo hacía dentro del grupo?
—Creo que lo llamaban consulente, aunque no sé qué podían consultarle. Cuando había que llevar a cenar a algún cliente, Roberto se encargaba. Imagino que Ludovico tendría la esperanza de que, a fuerza de tratar con clientes y oír hablar de negocios, el chico sentara la cabeza o, por lo menos, se tomara más en serio el trabajo.
Brunetti, que había trabajado todos los veranos de sus años de universidad, preguntó:
—Pero supongo que él no llamaría trabajo a salir a cenar de vez en cuando, ¿verdad?
—A veces, si había que entregar o recoger algo importante, enviaban a Roberto, por ejemplo, llevar unos contratos a París o hacer llegar urgentemente un nuevo muestrario a las fábricas textiles. Roberto hacía la entrega, y luego pasaba un fin de semana en París, en Praga o donde fuera.
—Bonito trabajo -dijo Brunetti-. ¿Y la universidad?
—Era muy vago. O muy tonto -fue la concluyente explicación del conde.
Brunetti iba a comentar que, a juzgar por lo que Paola solía decir de sus universitarios, ni una cosa ni la otra debía de ser un grave impedimento, pero se contuvo al ver acercarse a la mesa a Valeria con dos platos llenos de sardinas relucientes de aceite y vinagre.
—Buon appetito -les deseó la mujer, y se alejó hacia una mesa en la que un cliente le había hecho una seña.
Ninguno de los dos hombres se entretuvo en quitar espinas, y empezaron a saborear enteros aquellos pescaditos bien aderezados con cebolla y pasas, que rezumaban aceite.
—Bon -dijo el conde. Brunetti asintió, pero no dijo nada, limitándose a deleitarse con el sabor de la sardina, realzado por la acidez del vinagre. Había oído decir que, siglos atrás, los pescadores de Venecia tenían que poner el pescado en vinagre, para que se conservara, como también le habían dicho que se echaba vinagre al pescado para prevenir el escorbuto. Él no sabía si eran ciertas estas razones, pero, por si acaso, daba gracias a los pescadores.
Cuando las sardinas hubieron desaparecido, Brunetti rebañó el plato con un trozo de pan.
—¿Hacía algo más Roberto?
—¿Quieres decir en el despacho?
—Sí.
El conde sirvió otras dos medias copas de vino.
—No; creo que eso es todo lo que era capaz de hacer, o todo lo que le interesaba hacer. — Bebió otro trago-. No era mal chico, sólo un poco tarambana. La última vez que lo vi hasta me dio pena.
—¿Cuándo fue eso? ¿Y por qué, pena?
—Fue unos días antes del secuestro. Sus padres daban una fiesta para celebrar el treinta aniversario de su boda, y nos invitaron a Donatella y a mí. En la fiesta estaba Roberto. — El conde agregó al cabo de un momento-: Pero era casi como si no estuviera.
—No comprendo -dijo Brunetti.
—Parecía invisible. No; no es ésa la palabra. Más bien ausente. Estaba más delgado y hasta empezaba a clarearle el pelo. Era verano, pero te daba la impresión de que no había salido de casa desde el invierno. Él, que siempre estaba en la playa o jugando al tenis. — El conde desvió la mirada, recordando la cena-. No hablé con él, y no quise decir nada a sus padres. Pero estaba raro.
—¿Enfermo?
—No exactamente. Pero sí muy pálido y muy delgado, como si hubiera estado demasiado tiempo a dieta.
En aquel momento, como respondiendo a un conjuro para poner fin a toda charla sobre dietas, llegó Valeria con dos grandes platos de espagueti, salpicados de varias docenas de chirlas. La precedía un aroma a ajo y aceite.
Brunetti hundió el tenedor en la pasta enrollando en él los gruesos hilos entrelazados. Cuando hubo acumulado lo que le pareció un bocado suficiente, se llevó el tenedor a la boca aspirando con fruición el perfume cálido y penetrante del ajo. Con la boca llena, hizo una señal de asentimiento al conde, que movió la cabeza de arriba abajo y empezó a comer a su vez.
Cuando ya casi había terminado la pasta y empezaba a comer las chirlas, Brunetti preguntó al conde:
—¿Y el sobrino?
—Dicen que tiene talento natural para los negocios. Posee don de gentes para tratar a los clientes, vista para calcular presupuestos e intuición para contratar a gente capaz.
—¿Cuántos años tiene? — preguntó Brunetti.
—Dos más que Roberto, unos veinticinco.
—¿Sabes algo más de él?
—¿Qué clase de cosas?
—Lo que sea.
—Eso abarca mucho. — Antes que Brunetti pudiera puntualizar, el conde preguntó-: ¿Te refieres a si él pudo hacer esto? Suponiendo que esto lo haya hecho alguien.
Brunetti asintió y siguió con las chirlas.
—Su padre, el hermano menor de Ludovico, murió cuando el chico tenía ocho años. Ya se había divorciado de la madre, que parece ser que no quería saber nada del niño, y a la primera ocasión lo cedió a Ludovico y Cornelia, que lo criaron como si fuera hermano de Roberto.
Pensando en Caín y Abel, Brunetti preguntó:
—¿Esto te consta o te lo han contado?
—Las dos cosas -fue la escueta respuesta del conde-. Yo no creo que Maurizio estuviera implicado en eso.
Brunetti se encogió de hombros y dejó caer la última chirla vacía en el montón que se había acumulado en su plato.
—Ni siquiera sé todavía si los restos son del chico Lorenzoni.
—Entonces, ¿por qué tantas preguntas?
—Ya te lo dije: porque dos personas pensaron que era una broma. Y porque la piedra que impedía abrir la verja había sido puesta desde dentro.
—También pudieron saltar la tapia -apuntó el conde.
—Quizá -asintió Brunetti-. Pero hay en todo ello algo que no me gusta.
El conde lo miró con extrañeza, como si el combinado que formaban la intuición y Brunetti le pareciera insólito.
—Aparte de lo que acabas de decirme, ¿qué otra cosa no te gusta?
—Que nadie prestara atención al comentario de que les parecía una broma. Que en el expediente no haya constancia de una conversación con el primo. Y que no se hicieran preguntas acerca de la piedra.
El conde puso el tenedor atravesado encima de los espaguetis que quedaban en el fondo del plato, y al momento apareció Valeria, a retirar el servicio.
—¿No le han gustado los espaguetis, señor conde?
—Estaban exquisitos, Valeria, pero quiero dejar un poco de sitio para el coda.
La mujer asintió, tomó su plato y luego el de Brunetti. El conde escanciaba más vino cuando ella volvió. Brunetti se alegró al comprobar que estaba en lo cierto respecto al coda. El plato estaba adornado con ramitas de romero y un rábano.
—¿Por qué le hacen eso a la comida? — preguntó, señalando el plato del conde con el mentón.
—¿Es una pregunta o una crítica del servicio? — preguntó el conde.
—Una simple pregunta.
El conde partió el pescado con la pala y el tenedor, para ver si estaba hecho por dentro. Al comprobar que así era, dijo:
—Recuerdo la época en que, por unos miles de liras, tenías una buena comida en cualquier trattoria u osteria de la ciudad. Risotto, pescado, ensalada y un buen vino. Nada sofisticado, sólo los buenos platos que el dueño comía en su propia mesa. Pero eso era cuando Venecia era una ciudad que estaba viva, que tenía su industria y sus artesanos. Ahora lo único que tenemos son turistas, y los ricos están acostumbrados a platos delicados como éste. Así, para satisfacer sus gustos, tenemos platos bonitos. — Probó el pescado-. Por lo menos, éste además de bonito es bueno. ¿Y el tuyo?
—Excelente -respondió Brunetti. Puso una espina en la orilla del plato y dijo-: ¿Querías hablarme de algo?
Con la cabeza inclinada sobre el plato, el conde dijo:
—Es sobre Paola.
—¿Paola?
—Paola, sí. Mi hija. Tu mujer.
Brunetti se sintió invadido por un repentino furor ante aquel tono displicente, pero se contuvo, y repuso con una voz distante que tenía un frío reflejo del sarcasmo del conde.
—Y la madre de mis hijos. Tus nietos. No lo olvides.
El conde dejó los cubiertos sobre el plato y apartó éste a un lado.
—Guido, no he querido ofenderte...
Brunetti atajó:
—Entonces ahórrate el paternalismo.
El conde tomó la jarra de vino, echó la mitad del resto en la copa de Brunetti y acabó de vaciarla en la suya.
—Paola no es feliz. — Miró a Brunetti, para ver qué efecto le hacían sus palabras y, en vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Es mi única hija, y no es feliz.
—¿Por qué?
El conde levantó la mano con el anillo del escudo Falier. Al verlo, Brunetti pensó en el cadáver que había aparecido en el campo y se preguntó si sería el del chico Lorenzoni. Si lo era, ¿con quién debía hablar ahora, con el padre, con el sobrino, quizá con la madre? ¿Cómo importunarlos, en medio de un dolor recrudecido por el hallazgo del cadáver?
—¿Me escuchas?
—Naturalmente -respondió Brunetti, que no escuchaba-. Me has dicho que Paola no es feliz y yo te he preguntado por qué.
—Y yo te lo he explicado, Guido, pero tú estabas lejos, con la familia Lorenzoni y con ese cadáver que han encontrado, pensando en cómo conseguir que se haga justicia. — Hizo una pausa, esperando que Brunetti dijera algo-. Una de las causas de su infelicidad que he tratado de hacerte comprender es ésa, la de que la búsqueda de lo que tú consideras la justicia te absorbe... -Se interrumpió, y movió la copa vacía sobre la mesa sosteniéndola entre los nudillos del índice y el mayor. Levantó la mirada y sonrió, pero fue una sonrisa que entristeció a Brunetti-. Te absorbe excesivamente, Guido, y creo que eso hace sufrir a Paola.
—¿Quieres decir que le dedico mucho tiempo?
—No, Guido. Quiero decir lo que he dicho. Que te vuelcas en esos casos y que te implicas con la gente, tanto con los criminales como con las víctimas, y te olvidas de Paola y los niños.
—Eso no es cierto. Muy pocas veces he dejado de estar a su lado cuando me han necesitado. Hacemos muchas cosas juntos.
—Por favor, Guido -dijo el conde suavizando el tono-. Tú eres muy inteligente para creer, o para esperar que yo crea, que estar en un sitio o estar al lado de una persona significa que estás allí y que estás con ella realmente. Recuerda que yo te he visto trabajar, y sé lo que te ocurre. Tu espíritu desaparece. Hablas y escuchas y vas con los niños a los sitios, pero no estás presente. — El conde se sirvió agua mineral y bebió-. En cierto modo, estás como estaba el chico Lorenzoni la última vez que lo vi: distraído, distante, ausente.
—¿Te lo ha dicho Paola?
El conde pareció casi sorprendido.
—Guido, no tengo razones para esperar que me creas, pero Paola nunca diría ni una palabra contra ti, ni a mí ni a nadie.
—Entonces, ¿cómo puedes estar tan seguro de que no es feliz? — Brunetti trataba de borrar la cólera de su voz al decir esto.
Distraídamente, el conde alargó la mano hacia un pequeño trozo de pan que había quedado a la izquierda del plato y empezó a desmenuzarlo.
—Cuando nació Paola, Donatella estuvo mucho tiempo enferma después del parto, así que tuve que encargarme de buena parte de los cuidados de la niña. — Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti se echó a reír-. Ya sé, ya sé, debe de ser difícil imaginarme dando biberones y cambiando pañales, pero eso hice durante unos cuantos meses, y cuando Donatella volvió a casa... en fin, aquello se había convertido en costumbre, y seguí haciéndolo. Cuando le has cambiado el pañal a una criatura durante un año, y dado de comer, y hecho dormir, sabes cuándo está contenta y cuándo está triste. — Antes de que Brunetti pudiera disentir, el conde prosiguió-: Y no importa si tiene cuatro meses o cuarenta años ni si la causa es un cólico o problemas matrimoniales. Lo sabes. Por eso sé que no es feliz.
Aquí se estrellaron las protestas de inocencia o de ignorancia de Brunetti. También él había cambiado pañales y acunado por la noche a niños que lloraban, y leído cuentos hasta que se dormían, y siempre había pensado que eran esas noches las que le habían dado una especie de radar que detectaba el estado de -aquí tenía que usar la palabra del conde- su espíritu.
—No sabría hacer lo que hago de ninguna otra manera -dijo al fin, en un tono limpio ya de enojo.
—Siempre he querido preguntarte por qué es tan importante para ti -dijo el conde.
—¿Por qué es importante para mí el qué? ¿Arrestar al que ha cometido un crimen?
El conde agitó una mano con displicencia.
—No creo que sea eso lo más importante para ti. ¿Por qué tienes que encargarte de que se haga justicia?
Valeria eligió este momento para presentarse en la mesa, pero ninguno de los dos hombres quería postre. El conde pidió dos grappas y se volvió hacia Brunetti.
—Tú has leído a los griegos, ¿verdad? — preguntó al fin Brunetti.
—A algunos, sí.
—¿A Critias?
—Hace tanto tiempo que no tengo más que una vaga idea de lo que escribió. ¿Por qué?
Valeria vino, les dejó los vasitos y se fue en silencio.
Brunetti tomó un pequeño sorbo del licor.
—Probablemente, no esté citándolo bien, pero en algún sitio dice que las leyes del Estado castigan los crímenes públicos, y que por eso necesitamos la religión, para que podamos creer que la justicia divina castiga los crímenes privados. — Se detuvo y tomó otro sorbo-. Pero nosotros ya no tenemos religión, ¿verdad? — El conde movió la cabeza negativamente-. Así que quizá sea eso lo que yo persigo, aunque no es que haya hablado de ello, ni haya pensado mucho en ello. Si la justicia divina no castiga el crimen privado, alguien tiene que castigarlo.
—¿Qué entiendes tú por crimen privado? Quiero decir, en qué lo distingues del público.
—Dar a una persona un mal consejo para después aprovecharte de su error. Mentir. Traicionar la confianza.
—Ninguna de esas cosas es necesariamente ilegal -dijo el conde.
Brunetti movió la cabeza negativamente.
—Ésa no es la cuestión. Por eso me han venido a la mente. — Hizo una pausa y prosiguió-: Quizá los políticos puedan proporcionar ejemplos mejores: dar contratos a los amigos, fundar las decisiones de gobierno en los deseos personales, dar cargos a los parientes.
—¿Es decir, el pan nuestro de cada día de la política italiana? — atajó el conde.
Brunetti asintió con gesto de cansancio.
—Pero tú no puedes decidir de la noche a la mañana que esas cosas son ilegales y empezar a castigar a la gente -dijo el conde.
—No. Quizá lo que quiero decir es que me importa mucho tratar de descubrir a los que hacen el mal, no sólo a los que hacen cosas ilegales, o que cuando me pongo a cavilar sobre la diferencia saco la conclusión de que tan malo es lo uno como lo otro.
—Y tus cavilaciones hacen sufrir a tu mujer. Lo que nos lleva otra vez al punto de partida. — El conde alargó la mano y oprimió el antebrazo de Brunetti-. Sé que esto debe de resultarte ofensivo. Pero ella es mi niña y siempre lo será, y por eso he querido decírtelo. Antes de que te lo diga ella.
—No creo que pueda darte las gracias por esto -confesó Brunetti.
—Eso no importa. Lo único que me interesa es la felicidad de Paola. — El conde meditó lo que iba a decir a continuación-. Y, aunque te cueste trabajo creerlo, también me interesa la tuya, Guido.
Brunetti asintió. De pronto, se sentía tan conmovido que era incapaz de hablar. Al observarlo, el conde hizo una seña a Valeria, como si escribiera en el aire. Cuando se volvió otra vez hacia Brunetti, dijo con voz completamente normal:
—Bien, ¿qué te ha parecido la comida?
En el mismo tono, Brunetti contestó:
—Excelente. Tu amigo puede estar orgulloso de su hija. Y tú puedes estarlo de la tuya.
—Lo estoy -dijo el conde con sencillez. Miró a Brunetti y agregó-: Y, aunque te cueste creerlo, también lo estoy de ti.
—Gracias. No tenía ni idea. — Antes de hablar, Brunetti había pensado que sería difícil decirlo, pero las palabras le salieron casi sin sentir.
—No; ya me lo imaginaba.
9
Brunetti no volvió a la questura hasta después de las tres. Cuando entraba, Pucetti salió del despacho contiguo a la puerta, pero no venía a dar a Brunetti el abrigo, que no estaba a la vista.
—¿Lo han robado? — preguntó Brunetti con una sonrisa, señalando con un movimiento de la cabeza hacia la puerta del Ufficio Stranieri frente a la que ya no había cola, pues cerraba a las doce y media.
—No, señor. Lo que ocurre es que ha llamado el vicequestore para pedir que, cuando volviera usted del almuerzo, le dijéramos que deseaba verlo. — Ni un intermediario tan bien dispuesto hacia Brunetti como el agente Pucetti podía disimular el enojo que exudaba el mensaje de Patta.
—¿Ha vuelto él de almorzar?
—Sí, señor. Hace unos diez minutos. Ha preguntado dónde estaba usted. — No había que ser un as de la criptografía para descifrar el código que se utilizaba en la questura: La pregunta de Patta dejaba traslucir algo más fuerte que su habitual irritación con Brunetti.
—Ahora mismo voy -dijo Brunetti, encaminándose hacia la escalera principal.
—Su abrigo está en el armario de su despacho, comisario -gritó Pucetti a su espalda, y Brunetti levantó una mano dándose por enterado.
La signorina Elettra estaba en su escritorio del antedespacho del vicequestore Patta. Cuando entró Brunetti, ella levantó la mirada del periódico que tenía abierto en la mesa y dijo:
—Le he dejado el informe de la autopsia en su mesa. — Aunque sentía curiosidad, Brunetti se abstuvo de preguntar qué decía, seguro como estaba de que ella lo habría leído. Si ignoraba el resultado, no tenía por qué hablar de la autopsia a Patta.
Brunetti reconoció las páginas salmón de Il Sole Ventiquattro Ore, el diario financiero.
—¿Controlando su cartera? — preguntó.
—En cierto modo.
—¿Y eso?
—Una empresa en la que había invertido ha decidido abrir un laboratorio farmacéutico en Tadzikistán. Hay un artículo que trata de la apertura de mercados en la antigua Unión Soviética, y quería informarme, porque no sé si seguir con ellos o sacar mi dinero.
—¿Y qué opina?
—Que todo apesta, eso es lo que opino -respondió ella doblando el periódico con energía.
—¿Por qué?
—Porque parece que esa gente ha pasado directamente de la Edad Media al capitalismo más avanzado. Hace cinco años, intercambiaban martillos por patatas y ahora todos son grandes empresarios con telefonino y BMW. Por lo que he leído, tienen instintos de víbora, y me parece que no voy a tener tratos con ellos.
—¿Demasiado riesgo?
—No; todo lo contrario -dijo Elettra con calma-. Creo que sería una inversión de lo más rentable, pero no quiero que mi dinero sea utilizado por gente que no tendría escrúpulos en traficar en cualquier cosa, comprar y vender cualquier cosa y hacer cualquier cosa con tal de conseguir beneficios.
—¿Lo mismo que el banco? — preguntó Brunetti. Hacía varios años, cuando entró a trabajar en la questura, ella había dejado su puesto de secretaria del presidente de la Banca d'Italia por negarse a tomar al dictado una carta dirigida a un banco de Johannesburgo. Aunque era evidente que ni la misma ONU creía en sus propias sanciones, la signorina Elettra consideró necesario respetarlas, aun a costa de perder su empleo.
Ella levantó la mirada con ojos brillantes, como el caballo del ejército que acaba de oír la trompeta que ordena la carga.
—Exactamente. — Pero, si él esperaba que se explayara en el tema o hiciera comparaciones entre uno y otro caso, ella lo defraudó.
Lanzando una mirada elocuente a la puerta de Patta, dijo:
—Le está esperando.
—¿Alguna idea?
—Ninguna.
Se representó de pronto a Brunetti un grabado de su libro de Historia de quinto curso, en el que un gladiador romano saluda al emperador antes de iniciar una batalla con un adversario que no sólo tiene una espada más larga sino que, además, le lleva por lo menos diez kilos de ventaja.
—Ave atque vale -dijo sonriendo.
—Morituri te salutant -respondió ella con la misma entonación con que leería un horario de trenes.
Dentro del despacho, persistía la evocación de la antigua Roma, ya que Patta estaba de perfil, mostrando su nariz auténticamente imperial. Ahora bien, cuando se volvió de cara a Brunetti, el gesto augusto se evaporó, dejando paso a un aire ligeramente porcino, debido a la tendencia de sus ojos pardos a hundirse más y más en la carne de su cara, bronceada a perpetuidad.
—¿Deseaba usted verme, vicequestore? -preguntó Brunetti con voz neutra.
—¿Ha perdido el juicio, comisario? — preguntó Patta a bocajarro.
«Seguro que lo hubiera perdido si, al enterarme de que algo inquieta a mi mujer, no tratara de remediarlo», dijo Brunetti, pero sólo para sí. A Patta le respondió simplemente:
—¿A qué se refiere, señor?
—A sus propuestas para ascensos y menciones -dijo Patta descargando una palmada en la carpeta cerrada que tenía delante-. En mi vida había visto una prueba más palmaria de favoritismo y prejuicios.
Siendo como era Patta siciliano, Brunetti pensó que su superior tenía que estar muy familiarizado con lo uno y lo otro, pero sólo dijo:
—No comprendo.
—Claro que comprende. Sólo recomienda a venecianos: Vianello, Pucetti y, ¿cómo se llama el otro? — dijo bajando la cabeza y abriendo la carpeta de un manotazo. Recorrió con la mirada la primera hoja, la pasó y empezó a leer la siguiente. De pronto, golpeó el papel con un grueso índice-: Aquí está. Bonsuan. ¿Cómo vamos a ascender a un piloto de lancha, por Dios?
—Como ascenderíamos a cualquier otro agente, dándole el grado superior y el salario correspondiente.
—¿Por qué razón? — preguntó Patta de forma retórica mirando otra vez la página-: «Por el extraordinario valor mostrado en la persecución de un criminal» -leyó recalcando las sílabas con ironía-. ¿Quiere usted ascenderlo porque persiguió a alguien con la lancha? — Patta esperó y, como Brunetti no respondiera, agregó aún con mayor sarcasmo-: Y ni siquiera pillaron a los que perseguían, ¿verdad?
Brunetti esperó unos segundos y, cuando contestó, su tono era tan sereno como alterado el de su jefe.
—No, señor. No es porque Bonsuan persiguiera a alguien con la lancha, sino porque, estando bajo el fuego de los hombres de la otra embarcación, paró la lancha y se lanzó al agua para sacar a otro agente que había sido herido.
—No era una herida grave.
—No creo que el agente Bonsuan se parara a pensar en eso cuando vio a su compañero en el agua.
—En fin, es imposible. No podemos ascender a un simple piloto.
Brunetti no dijo nada.
—Por lo que respecta a Vianello, pase -concedió Patta con evidente falta de entusiasmo. Vianello estaba en Standa a primera hora de la tarde de un sábado cuando entró en los almacenes un hombre armado con una navaja, que hizo apartarse a la cajera y empezó a sacar dinero de la caja más próxima a la puerta. El sargento, que había entrado a comprar unas gafas de sol, se agachó detrás del mostrador y, cuando el hombre iba hacia la puerta, le cerró el paso, lo desarmó y lo arrestó.
—Y de Pucetti, ni me hable -dijo Patta airadamente. Hacía seis semanas, Pucetti, gran aficionado a la bicicleta, rodaba por los montes del norte de Vicenza cuando casi lo hizo salirse de la carretera un automóvil conducido por un hombre que luego resultó estar borracho. Minutos después, Pucetti se encontró con aquel mismo coche incrustado en un árbol y empezando a arder. Pucetti consiguió sacar al conductor del asiento, no sin producirse graves quemaduras en las manos-. Aquello sucedió fuera de nuestra jurisdicción, por lo que no caben menciones -agregó, a modo de explicación, el vicequestore.
Patta apartó la carpeta y miró a Brunetti.
—Pero no le he llamado para hablar de esto -dijo.
Si Patta había leído sus otras recomendaciones, el comisario ya sabía lo que venía ahora.
—No es sólo que no recomiende para un ascenso al teniente Scarpa, sino que, además, sugiere que sea trasladado -dijo Patta, sin poder contener la indignación. Él había traído consigo a Scarpa cuando fue trasladado a Venecia hacía varios años y, desde entonces, el teniente había actuado de asistente y espía del vicequestore.
—Muy cierto.
—Eso no puedo consentirlo.
—¿Qué es lo que no puede consentir, vicequestore, que se traslade al teniente o que yo lo sugiera?
—Ni lo uno ni lo otro.
Brunetti callaba, esperando a ver hasta dónde llegaría Patta para defender a su criatura.
—¿Sabe usted que tengo autoridad para no dar curso a sus recomendaciones? — preguntó Patta-. A ninguna de ellas.
—Sí, señor, lo sé.
—Entonces, antes de que yo haga mis propias recomendaciones al questore, le sugiero que retire las observaciones que hace respecto al teniente. — Como Brunetti no decía nada, Patta preguntó-: ¿Me ha oído, comisario?
—Sí.
—¿Y bien?
—Muy pocas cosas podrían hacerme cambiar mi opinión del teniente y ninguna, mis recomendaciones.
—¿No sabe que sus recomendaciones no irán a ninguna parte? — preguntó Patta apartando hacia un lado la carpeta, para librarse del peligro de contaminación.
—Pero figurarán en su expediente -dijo Brunetti, aun sabiendo que de los expedientes desaparecían las cosas con suma facilidad.
—No sé qué objeto pueda tener eso.
—Me gusta la historia. Me gusta que quede constancia de las cosas.
—Por lo que al teniente Scarpa se refiere, lo único que hay que hacer constar es que se trata de un policía excelente y de un hombre de toda mi confianza.
—En tal caso, puede usted consignarlo así, y yo expondré mi propia opinión. Y después, como sucede siempre con la historia, los futuros lectores juzgarán quién de los dos tenía razón.
—No sé de qué habla, Brunetti, ni qué futuros lectores, ni qué historia hay que consignar. Lo que nosotros necesitamos es apoyo y confianza mutuos.
Brunetti no dijo nada a esto, ya que no quería invitar a Patta a extenderse en sus habituales tópicos sobre la defensa de la justicia y la aplicación de la ley, conceptos que Patta consideraba idénticos. Pero el vicequestore no necesitaba invitación, y dedicó varios minutos al tema, mientras Brunetti trataba de determinar qué preguntas hacer a Maurizio Lorenzoni. Fuera cual fuera el resultado de la autopsia, deseaba repasar atentamente las circunstancias del secuestro. Porque parecía lo más conveniente empezar por el sobrino, la perla de la familia.
La voz de Patta, que había subido de tono, interrumpió sus reflexiones.
—Si le aburro, dottor Brunetti, no tiene más que decírmelo, y puede marcharse.
Brunetti se puso en pie rápidamente y, con una sonrisa pero sin una sola palabra, salió del despacho de Patta.
10
Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho fue abrir la ventana y mirar un momento el lugar en el que Bonsuan solía amarrar la lancha. Luego, fue a la mesa y abrió el informe de la autopsia. Con los años, se había acostumbrado a las peculiaridades de estos informes. La terminología era médica -nombres de huesos, órganos y tejidos- y el modo de los verbos, casi exclusivamente subjuntivo y condicional: «Si se tratara del cuerpo de una persona sana...» «Si no se hubiera trasladado el cuerpo...» «Si se me solicitara un cálculo...»
Varón, joven, probablemente, poco más de veinte años, señales de ortodoncia. Estatura aproximada: 180 centímetros; peso: no más de sesenta kilos. Probable causa de la muerte: una bala en el cerebro. Se acompañaba foto del orificio del cráneo, cuyo pequeño tamaño no desmentía el carácter letal que denotaba su perfecta redondez. La muesca que se observaba en la cara interna de la órbita ocular izquierda podía deberse a la salida del proyectil.
Brunetti interrumpió un momento la lectura para reflexionar sobre la proverbial precaución de los forenses. Aunque a una persona se la encontrara con puñal clavado en el corazón, el informe diría: «La causa de la muerte fue, al parecer...» Lamentó que la autopsia no la hubiera hecho Ettore Rizzardi, el medico legale de Venecia: al cabo de tantos años de trabajar junto a Brunetti podía conseguir que Rizzardi se comprometiera más allá del lenguaje vago y ambiguo de los informes y, en una o dos ocasiones, hasta había logrado que el médico especulara con la posibilidad de que la causa la muerte pudiera ser distinta de la que sugería la autopsia.
Como el tractor había removido varios huesos y roto otros, no había posibilidad de determinar si el difunto llevaba puesto el anillo que había aparecido con los restos. Los funcionarios que lo habían encontrado no habían marcado su posición exacta antes de darlo al medico legale, por lo que era imposible decir dónde se hallaba en relación con el cuerpo, el cual también había sido removido por los funcionarios.
Cuando fue enterrado, el hombre, aparte los zapatos negros del número 42 y calcetines de algodón oscuros, sólo llevaba un pantalón de lana azul y camisa de algodón blanco. Brunetti recordó que en el informe de la policía se decía que, en el momento de su desaparición, Lorenzoni llevaba un traje azul. Como durante ello y el invierno anteriores había llovido mucho en la provincia de Belluno y, además, el campo se encontraba al pie de dos montes, el agua acumulada en él había acelerado la descomposición tanto de la tela como del cadáver.
Se estaban practicando análisis toxicológicos de los órganos, cuyos resultados se conocerían dentro de una semana, lo mismo que los de unas pruebas que se realizarían en los huesos. Aunque los fragmentos de tejido pulmonar estaban muy deteriorados como para que las conclusiones fueran fiables, había pruebas de que aquel hombre había sido un gran fumador. Brunetti, recordando lo que había dicho la novia de Roberto, desesperaba de la utilidad de las autopsias. En una carpeta de plástico transparente había un juego completo de radiografías dentales.
—Veamos qué dice el dentista -dijo Brunetti en voz alta, y alargó la mano hacia el teléfono. Mientras esperaba línea con el exterior, abrió su ejemplar del expediente Lorenzoni y buscó el número del conde Ludovico.
—Pronto -contestó una voz masculina a la tercera llamada.
—¿El conde Lorenzoni?
—Signor Lorenzoni -rectificó la voz, sin dar una indicación de si era el sobrino o era el propio conde que hacía una declaración de principios republicanos.
—¿Signor Maurizio Lorenzoni? — preguntó Brunetti entonces.
—Sí. — Nada más.
—Aquí el comisario Guido Brunetti. Desearía hablar con usted o con su tío, a ser posible, esta misma tarde.
—¿En relación con qué asunto, comisario?
—En relación con Roberto, su primo Roberto.
Después de una pausa larga, el otro preguntó:
—¿Lo han encontrado?
—Se ha hallado un cuerpo en la provincia de Belluno.
—¿Belluno?
—Sí.
—¿Es Roberto?
—No lo sé, signor Lorenzoni. Podría ser. Se trata de un joven de unos veinte años, un metro ochenta de estatura...
—Esa descripción podría corresponder a la mitad de los jóvenes de Italia -dijo Lorenzoni.
—Con el cadáver había un anillo con el escudo Lorenzoni -dijo Brunetti.
—¿Qué?
—Un anillo de sello, con el escudo de la familia.
—¿Quién lo identificó?
—El medico legale.
—¿Está seguro?
—Sí. A no ser que hayan cambiado el escudo últimamente -agregó Brunetti con voz átona.
La siguiente pregunta de Lorenzoni llegó después de una larga pausa.
—¿Dónde lo han encontrado?
—En un lugar llamado Col di Cugnan, no muy lejos de Belluno.
La pausa siguiente fue aún más larga. Entonces Lorenzoni preguntó, con voz mucho más suave:
—¿Podemos verlo?
Si la voz no se hubiera suavizado, Brunetti hubiera contestado que no había mucho que ver; pero ahora dijo:
—Me temo que la identificación tendrá que hacerse por otros medios.
—¿Qué quiere decir?
—El cuerpo que se ha encontrado ha estado enterrado mucho tiempo, y ha habido mucha descomposición.
—¿Descomposición?
—Nos ayudaría mucho poder hablar con su dentista. Hay señales de ortodoncia.
—Oh Dio -jadeó el joven, y luego dijo-: Roberto llevó correctores durante años.
—¿Puede darme el nombre del dentista?
—Francesco Urbani. Su consulta está en Campo San Stefano. Es el dentista de toda la familia.
Brunetti anotó el nombre y la dirección.
—Gracias, signor Lorenzoni.
—¿Cuándo sabrán algo? ¿Se lo digo a mi tío? — Y, tras una pausa, agregó, pero no en tono de interrogación-: Y a mi tía.
Brunetti sacó de la carpeta las placas bordeadas de blanco de las radiografías dentales. Podía enviarlas al doctor Urbani con Vianello aquella misma tarde.
—Creo que hoy mismo podré decirles algo. Deseo hablar con su tío, y con su tía, si es posible. ¿Puedo ir a última hora de la tarde?
—Sí, sí -respondió el hombre, con vehemencia-. Comisario, ¿hay alguna posibilidad de que no sea Roberto?
Tal posibilidad, si en algún momento existió, parecía más remota con cada dato que surgía.
—No parece probable, pero quizá prefiera usted esperar a que yo hable con el dentista antes de decir algo a su tío.
—No sé cómo voy a decírselo a mi tío -dijo Lorenzoni-. Y a mi tía, mi tía...
Lo que dijera el dentista sólo confirmaría lo que Brunetti intuía. Decidió hablar con los Lorenzoni, con todos ellos, y hablar pronto.
—Si quiere, ya hablaré yo con ellos.
—Sí, creo que será preferible. Pero, ¿y si el dentista dice que no es Roberto?
—En tal caso, yo le llamaría. ¿A ese número?
—No; le daré el del móvil.
—Estaré ahí a las siete -dijo Brunetti, después de anotar el número, omitiendo deliberadamente toda alusión a lo que haría si los datos dentales no coincidían.
—De acuerdo, a las siete -dijo Lorenzoni, y colgó sin preocuparse de dar la dirección ni instrucciones de cómo llegar al palazzo. Porque, sin duda, en Venecia, con semejante apellido no hacían falta más explicaciones.
Brunetti llamó inmediatamente a Vianello y le pidió que subiera a recoger las radiografías. Cuando el sargento entró en su despacho, Brunetti le dijo dónde estaba la consulta del doctor Urbani y le pidió que, cuando tuviera los datos, se los comunicara por teléfono desde allí.
¿Qué sientes cuando te secuestran a un hijo? ¿Y si la víctima hubiera sido Raffi, su chico? Sólo de pensarlo, a Brunetti se le revolvía el estómago, de angustia y de pavor. Recordó la serie de secuestros que se habían producido en el Véneto durante la década de 1980 y el negocio que habían generado para las empresas de seguridad privada. La banda había sido desarticulada hacía varios años y los jefes, sentenciados a cadena perpetua. Con una punzada de remordimiento, Brunetti se sorprendió a sí mismo pensando que éste no era castigo suficiente por lo que habían hecho, aunque el tema de la pena capital era tan explosivo dentro de su propia familia que no se atrevió a sacar la conclusión lógica de tal pensamiento.
Necesitaba ver la tapia, ver lo fácil que podía ser trepar por ella, o de qué otra manera habían podido poner la piedra detrás de la verja. Tendría que hablar con la policía de Belluno para informarse sobre secuestros en la región. Siempre le había parecido aquélla la zona con menos delincuencia del país, pero tal vez fuera ésta la Italia del recuerdo. Ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que los Lorenzoni, si habían conseguido reunir dinero suficiente para pagar el rescate, pudieran estar dispuestos a reconocerlo. Y, en tal caso, ¿cómo lo habían pagado y cuándo?
Años de experiencia le advertían que estaba dando por descontada la muerte del muchacho antes de tener una prueba concluyente; pero la misma experiencia le decía también que, en este caso, la prueba concluyente no era necesaria. Bastaba la intuición.
Su pensamiento derivó hacia su conversación con el conde Orazio y su propia resistencia a aceptar la intuición de su suegro. Alguna que otra vez, Paola había dicho que se sentía vieja y que ya había dejado atrás lo mejor de su vida, pero Brunetti siempre había conseguido quitarle estas ideas de la cabeza. Él nada sabía de la menopausia, la sola palabra lo violentaba; pero, ¿podía aquello ser el anuncio de su llegada? ¿No tenía sofocos? ¿Antojos de platos raros?
Descubrió entonces que deseaba que fuera algo así, algo físico y, por consiguiente, ajeno a él, que él nada pudiera hacer por remediarlo. Cuando era niño, el sacerdote que daba clase de religión le había dicho que, antes de la confesión, había que hacer examen de conciencia. Que había pecados de obra y pecados de omisión, pero ya entonces a Brunetti le era difícil distinguir unos de otros. Ahora que era hombre, la distinción le parecía aún más complicada.
Casi sin darse cuenta, se puso a pensar en regalarle flores, llevarla a cenar, preguntarle por su trabajo. Pero ya mientras lo pensaba advertía que semejantes gestos no podían menos que resultar forzados, incluso para él. Si supiera la causa de su infelicidad, quizá tuviera una idea de lo que podía hacer.
La causa no estaba en casa, donde Paola mostraba el genio vivo y volátil de siempre. ¿En el trabajo entonces? Por lo que Paola decía desde hacía años, él no imaginaba que pudiera existir una persona inteligente a la que la bizantina política de la universidad no llevara a la desesperación. De todos modos, generalmente, eran situaciones que la sacaban de sus casillas, pero nadie aceptaba una batalla con más arrojo y alegría que Paola. Y el conde decía que no era feliz.
Pensando en la felicidad de Paola, Brunetti se puso a pensar en la suya propia, y descubrió con sorpresa que hasta entonces nunca se le había ocurrido plantearse si era feliz o no. Enamorado de su mujer, orgulloso de sus hijos, competente en el trabajo, ¿por qué preocuparse por la felicidad? ¿Y en qué, si no, en esta ausencia de preocupación podía consistir la felicidad? Brunetti se encontraba a diario con personas que pensaban que no eran felices y que creían que cometer un delito -robo, asesinato, estafa, chantaje, incluso secuestro- era la fórmula mágica para transformar su supuesto infortunio en el más apetecible de los estados: la felicidad. Con frecuencia, Brunetti se había visto obligado a contemplar las consecuencias de tales crímenes, y lo que veía era la destrucción de toda posible felicidad.
Paola se lamentaba a menudo de que en la universidad nadie la escuchaba, más aún, de que casi nadie se molestaba en escuchar lo que decían los demás, pero Brunetti nunca se había incluido a sí mismo en la denuncia. Ahora bien, ¿la escuchaba él? Cuando ella despotricaba sobre el deterioro de la calidad de sus estudiantes y la conducta interesada de sus colegas, ¿le prestaba él atención suficiente? No bien se lo hubo preguntado, se coló en su mente este pensamiento: ¿lo escuchaba ella cuando él se quejaba de Patta o de las diversas formas de incompetencia con las que tenía que bregar en su vida diaria? Y sin duda las consecuencias de lo que exponía él eran mucho más graves que las derivadas del hecho de que un estudiante no recordara quién había escrito Los novios o ignorara quién era Aristóteles.
Bruscamente irritado por la futilidad de estas cavilaciones, se levantó y se acercó a la ventana. La lancha de Bonsuan estaba otra vez en su amarre, pero no se veía al piloto. Brunetti sabía que su negativa de recomendar al teniente Scarpa para un ascenso la pagaría Bonsuan con el suyo, pero la casi certeza de que el teniente había traicionado a una testigo provocando con ello su muerte, hacía que a Brunetti le resultara difícil estar con él en una misma habitación, e imposible hacer constar por escrito que aprobaba su conducta. Lamentaba que su desprecio por Scarpa tuviera que costar a Bonsuan su ascenso, pero Brunetti no veía la manera de evitarlo.
Volvió a su mente el pensamiento sobre Paola, pero lo ahuyentó y se volvió de espaldas a la ventana. Bajó al despacho de la signorina Elettra.
—Signorina -dijo al entrar-, creo que ha llegado el momento de echar otra mirada al caso Lorenzoni.
—¿Entonces era el chico? — preguntó ella levantando la mirada del teclado.
—Creo que sí, pero estoy esperando que Vianello me lo confirme por teléfono. Ha ido a cotejar las radiografías dentales.
—Pobre madre -dijo Elettra, y agregó-: Me pregunto si será religiosa.
—¿Por qué?
—Eso ayuda a las personas cuando les pasa algo terrible, cuando alguien se les muere.
—¿Lo es usted?
—Per carita -dijo ella rechazando la idea con las dos manos-. La última vez que estuve en la iglesia fue el día de mi confirmación. Mis padres se hubieran llevado un disgusto si me hubiera negado, y lo mismo les ocurría a las otras chicas, pero, desde entonces, ni acercarme.
—¿Por qué ha dicho entonces que ayuda a la gente?
—Porque es la verdad -dijo ella llanamente-. El que yo no crea no significa que la fe no pueda ayudar a otras personas. Sería una estúpida si lo negara.
Y la signorina Elettra no era una estúpida, a Brunetti le constaba.
—¿Qué hay de los Lorenzoni? — preguntó Brunetti y, adelantándose a su respuesta, puntualizó-: No me refiero a sus ideas religiosas. Me interesa saber de ellos todo lo que pueda: su vida familiar, sus empresas, sus residencias, quiénes son sus amigos, el nombre de su abogado...
—Yo diría que muchas de esas cosas estarán en Il Gazzettino -dijo ella-. Veré qué encuentro en el archivo.
—¿Puede averiguarlo, digamos, sin dejar huella? — preguntó él, aunque no hubiera podido decir por qué deseaba que no trascendiera su interés por la familia.
—Menos de la que dejarían los bigotes de un gato -dijo la joven con lo que parecía auténtico placer, u orgullo profesional. Señaló con el mentón el teclado del ordenador.
—¿Con eso? — preguntó Brunetti.
—De aquí salen muchas cosas -sonrió la signorina Elettra.
—¿Por ejemplo?
—Si alguno de ellos ha tenido alguna vez problemas con nosotros -respondió ella, y a Brunetti le hubiera gustado saber si se había dado cuenta de la espontaneidad con que había pronunciado el pronombre.
—Claro -convino Brunetti-. No se me había ocurrido.
—¿Porque tiene título nobiliario? — preguntó ella enarcando una ceja y torciendo la sonrisa hacia el otro lado.
Brunetti, reconociendo lo válido de la pregunta, meneó la cabeza en muda negación.
—No recuerdo haber oído relacionar su nombre con ningún incidente. Es decir, aparte el secuestro. ¿Sabe usted algo de ellos?
—Sé que Maurizio tiene un genio que ha sido problemático para más de uno.
—¿Qué quiere decir?
—Que cuando se le contraría puede ser muy desagradable.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé del mismo modo en que sé muchas cosas acerca de la constitución física de ciertas personas de la ciudad.
—¿Barbara?
—Sí. Aunque no porque ella lo haya tratado profesionalmente; de ser así, no me hubiera dicho nada. Estábamos cenando con otro médico, el que la sustituye durante las vacaciones, cuando él dijo que a una paciente suya Maurizio Lorenzoni le había fracturado una mano.
—¿Que le rompió una mano? ¿Cómo?
—Con la puerta del coche.
Brunetti alzó las cejas.
—Ahora veo lo que ha querido decir con «desagradable».
Ella movió la cabeza negativamente.
—No; no fue tan brutal como parece. Hasta la misma chica dijo que no lo había hecho adrede. Habían discutido. Al parecer, habían ido a cenar a tierra firme y él la invitó a ir a la villa, la misma en la que secuestraron al otro chico. Ella se negó y le pidió que la acompañara a Venecia. Él se enfadó, pero al fin la trajo. Cuando llegaron al aparcamiento de Piazzale Roma, él encontró su sitio ocupado por otro coche y tuvo que aparcar al lado de la pared, por lo que ella tenía que apearse por el lado del conductor. Y él, sin darse cuenta, cerró de golpe la puerta en el momento en que ella se agarraba al marco para ayudarse a salir del coche.
—¿Estaba segura de que él no la había visto?
—Sí. Cuando él la oyó gritar y vio lo que había hecho, se quedó aterrado, casi lloraba de la impresión. Por lo menos, eso dijo ella al amigo de Barbara. Él la bajó, llamó una lancha taxi y la llevó al pronto soccorso del hospital civil. Al día siguiente, la acompañó a un especialista de Udine que le redujo la fractura.
—¿Por qué fue al otro médico?
—Por una infección de la piel que tenía debajo de la escayola. Él, naturalmente, le preguntó cómo se había roto la mano.
—¿Y ella le contó eso?
—Es lo que dijo él. Al parecer, la creyó.
—¿Demandó ella a Maurizio por daños y perjuicios?
—Que yo sepa, no.
—¿Sabe cómo se llama esa chica?
—No; pero puedo preguntárselo al amigo de Barbara.
—Se lo agradeceré -dijo Brunetti-. Y vea qué más puede averiguar de cada uno de ellos.
—¿Sólo asuntos criminales, comisario?
El primer impulso de Brunetti fue el de asentir, pero, al pensar en la aparente ambigüedad de Maurizio, que se enfurecía cuando una mujer rehusaba su invitación y luego casi se echaba a llorar al verle la mano rota, sintió curiosidad por descubrir qué otras contradicciones podían anidar en la familia Lorenzoni.
—No; todo lo que podamos descubrir. En cualquier aspecto.
—Está bien, dottore -dijo ella, haciendo girar la silla para situar las manos encima del teclado-. Empezaré por la Interpol y luego veré qué hay en Il Gazzettino.
Brunetti movió la cabeza hacia el ordenador.
—¿De verdad puede encontrarlo ahí antes que por teléfono?
Ella lo miró con paciencia infinita, como lo miraba la maestra del instituto después de cada experimento de química fallido.
—Hoy en día, los únicos que me llaman por teléfono son los que dicen guarradas.
—¿Y todos los demás usan eso? — dijo Brunetti, señalando la cajita que ella tenía encima de la mesa.
—Se llama módem, comisario.
—Ah, sí, ya recuerdo. Bien, vea qué puede decirle acerca de los Lorenzoni.
Antes de que la signorina Elettra, otra vez estupefacta por su ignorancia, pudiera empezar a explicarle qué era exactamente un módem y cómo funcionaba, Brunetti dio media vuelta y salió del despacho. Ninguno de los dos consideró su precipitada marcha como una oportunidad perdida para el avance de la informática.
11
Estaba sonando el teléfono cuando Brunetti entró en su despacho, y lo cruzó corriendo para contestar. Antes de que pudiera dar su nombre, Vianello dijo:
—Es Lorenzoni.
—¿Las radiografías coinciden?
—Perfectamente.
A pesar de que Brunetti ya lo esperaba, insensiblemente, tuvo que hacer cierto reajuste mental para asumir la certeza. Una cosa era decir a una persona que probablemente se había encontrado el cadáver de su primo, y otra muy distinta comunicar a unos padres que su único hijo había muerto.
—Gesù, pietá -murmuró y, en voz alta, preguntó a Vianello-: ¿El dentista ha dicho algo sobre el muchacho?
—Nada de particular; pero me ha parecido que sentía que hubiera muerto. Yo diría que lo apreciaba.
—¿Qué le hace suponerlo?
—La forma en que ha hablado de él. Al fin y al cabo, había sido paciente suyo durante años, desde los catorce. En cierta manera, lo ha visto crecer. — Como Brunetti no decía nada, Vianello preguntó-: Aún estoy en su despacho. ¿Quiere que le pregunte algo más?
—No; no hace falta, Vianello. Vale más que venga. Quiero que mañana por la mañana vaya a Belluno y, antes, me gustaría que leyera todo el expediente.
—Sí, señor -dijo Vianello y, sin más preguntas, colgó.
Veintiún años, y muerto de un balazo en la cabeza. A los veintiún años, no se ha vivido la vida, en realidad, ni siquiera se ha empezado a vivirla; la persona que saldrá del capullo de la juventud todavía está casi en embrión. Brunetti pensó en la enorme fortuna de su suegro y, una vez más, se le ocurrió que también hubiera podido ser Raffi, su único nieto varón, el que hubiera sido secuestrado y asesinado. O su nieta. Esta posibilidad hizo salir a Brunetti de su despacho y de la questura y dirigirse a su casa, movido por una ansiedad irracional por la seguridad de su familia: al igual que santo Tomás, tenía que palpar con las manos para creer.
Aunque no le pareció que subía la escalera más aprisa que de costumbre, al llegar al pie del último tramo estaba sin aliento y tuvo que quedarse un minuto apoyado en la pared para recuperarlo. Subió los últimos peldaños agarrándose al pasamano, mientras sacaba las llaves del bolsillo.
Abrió la puerta y se paró en el recibidor, tendiendo el oído para tratar de localizar a los tres y convencerse de que estaban seguros entre las paredes que él les había procurado. Sonó en la cocina el golpe de algo metálico contra el suelo y la voz de Paola que decía:
—No importa, Chiara, aclárala y vuelve a ponerla en la sartén.
Dirigió la atención a la parte de atrás del apartamento, donde estaba la habitación de Raffi, y percibió el sordo retumbar de eso que los jóvenes llaman música. Y que nunca tiene melodía. Pero, aunque tampoco en este sonido podía apreciarla, el efecto era más suave de lo habitual.
Brunetti colgó el abrigo en el armario del recibidor y avanzó por el largo pasillo hacia la cocina. Chiara se volvió a mirarlo cuando entraba.
—Ciao, papá. Mamá me está enseñando a hacer raviolis. Los tenemos de cena. — Manteniendo a la espalda las manos blancas de harina, dio unos pasos hacia su padre, que se inclinó para recibir un beso en cada mejilla. Él le limpió la harina que tenía en la mejilla izquierda-. Rellenos de funghi, ¿verdad, mamá? — preguntó la niña mirando a Paola, que estaba delante del fogón removiendo las setas en una gran sartén. Ella asintió y siguió removiendo.
Encima de la mesa había montoncitos de unos rectángulos irregulares y blancuzcos.
—¿Son los raviolis? — preguntó él, recordando la perfecta simetría de la pasta que recortaba y rellenaba su madre.
—Lo serán cuando estén rellenos, papá. — Chiara miró a Paola, en demanda de confirmación-. ¿Verdad, mamá?
Paola asintió y, sin dejar de remover, se volvió hacia Brunetti y aceptó sus besos en silencio.
—¿Verdad, mamá? — repitió Chiara, en tono más alto.
—Sí. Hay que dejarlos unos minutos y podremos empezar a rellenar.
—Has dicho que podría hacerlo yo, mamá -insistió Chiara.
Antes de que su hija pudiera poner a Brunetti por testigo de la injusticia, Paola transigió.
—Sí, si tu padre me pone una copa de vino mientras acaban de hacerse las setas, ¿de acuerdo?
—¿Queréis que os ayude a rellenar? — preguntó Brunetti medio en broma.
—¡Papá! Sabes perfectamente que harías un desastre.
—No hables a tu padre de esa manera -dijo Paola.
—¿De qué manera?
—De esa manera.
—No te entiendo.
—Sí que me entiendes.
—¿Blanco o tinto, Paola? — cortó Brunetti. Pasó por el lado de Chiara y, viendo que Paola estaba de cara al fogón, miró a Chiara entornando los ojos y meneó la cabeza ligeramente señalando a la madre con la barbilla.
Chiara frunció los labios y se encogió de hombros, pero luego asintió:
—Está bien, papá, puedes ayudar. — Y, después de una pausa, a regañadientes-: Y mamá también, si quiere.
—Tinto -dijo Paola pasando la cuchara alrededor de la sartén.
Brunetti pasó por detrás de su mujer y se agachó para abrir el armario de debajo del fregadero.
—¿Cabernet? — preguntó.
—Ajá -accedió Paola.
Él abrió la botella y sirvió dos copas. Cuando Paola alargaba la mano, él se la tomó y le dio un beso en la palma. Ella lo miró con sorpresa.
—¿Y eso por qué? — preguntó.
—Porque te quiero con locura.
—¡Papá! — gimió Chiara-. Esas cosas sólo se dicen en las películas.
—Tú sabes que tu padre no va al cine -dijo Paola.
—Pues lo habrá leído en una novela -respondió Chiara, perdiendo el poco interés que pudiera tener en lo que las personas mayores tuvieran que decirse-. ¿Todavía no están las setas?
Agradeciendo la distracción que proporcionaba la impaciencia de su hija, Paola dijo:
—Un minuto y ya estarán. Pero tendrás que esperar a que se enfríen.
—¿Cuánto tardarán?
—Diez minutos o un cuarto de hora.
Brunetti, de espaldas a ellas, miraba por la ventana las montañas que se perfilaban al norte de Venecia.
—¿Puedo volver luego para rellenarlos?
—Claro que sí.
Brunetti oyó a Chiara salir de la cocina y alejarse por el pasillo hacia su cuarto.
—¿Por qué has dicho eso? — preguntó Paola cuando la niña se fue.
—Porque es la verdad -dijo Brunetti, sin dejar de mirar por la ventana.
—Pero, ¿por qué ahora?
—Porque no lo digo nunca. — Tomó un sorbo de vino. Fue a preguntarle si no le creía o si no le gustaba oírlo, pero no lo preguntó, y bebió otro sorbo de vino.
Antes de oírla moverse, la sintió a su lado. Ella le rodeó la cintura con el brazo izquierdo apretándose contra él y se quedó mirando por la ventana sin decir nada.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que estuvo tan claro el aire. ¿Dirías que ése es el Navegal? — preguntó señalando la montaña más cercana con la mano derecha.
—Está cerca de Belluno, ¿verdad?
—Me parece que sí. ¿Por qué?
—Quizá mañana tenga que ir.
—¿Por qué?
—Han encontrado el cuerpo del chico Lorenzoni. Cerca de Belluno.
Ella tardó en decir algo.
—Oh, pobre chico. Y pobres padres. Es terrible. — Otra larga pausa-. ¿Lo saben?
—No; tengo que decírselo ahora. Antes de cenar.
—Oh, Guido, ¿por qué siempre te toca hacer esas cosas horribles?
—Si otros no hicieran cosas horribles, yo no tendría que hacerlas, Paola.
Él temió que su respuesta la molestara, pero ella hizo como si no la hubiera oído y se apretó aún más contra él.
—A pesar de que no los conozco, me dan mucha pena. Qué espanto. — Y él la sintió ponerse tensa al pensar que hubiera podido haber sido su propio hijo-. Qué horror. ¿Cómo se puede hacer algo así?
Él no tenía respuesta para esto, como no la tenía para ninguna de las grandes preguntas de por qué la gente cometía crímenes o se atacaban unos a otros salvajemente. Él sólo tenía respuestas para las preguntas pequeñas.
—Lo hacen por dinero.
—Pues peor todavía -fue su inmediata respuesta-. Ojalá los atrapen -y enseguida rectificó-: Ojalá los atrapéis.
Lo mismo pensaba él, y lo sorprendía la fuerza con que deseaba encontrar a los que habían hecho aquello. Pero no quería hablar de eso, ahora no. Él quería contestar la pregunta de por qué había dicho que la quería. No era hombre acostumbrado a hablar de sus emociones, pero quería decírselo, atarla a él de nuevo con la fuerza de sus palabras y de su amor.
—Paola -empezó, pero antes de que pudiera decir más, ella se apartó cortándolo bruscamente.
—Las setas -dijo retirando la sartén del fuego con una mano y abriendo la ventana con la otra. Y las palabras de amor se fueron volando por el aire con el humo de las setas.
12
Cuando hubo terminado el vino, Brunetti fue pasillo adelante y llamó con los nudillos a la puerta de Raffi. Al no oír en el interior nada aparte del persistente bum, bum, bum de la música, empujó la puerta. Raffi estaba echado en la cama, con un libro abierto sobre el pecho, profundamente dormido. Pensando en Paola, Chiara, los vecinos y la tranquilidad del mundo en general, Brunetti se acercó al pequeño aparato estéreo de la estantería y bajó el volumen. Miró a Raffi, que no se había movido, y lo bajó más aún. Acercándose a la cama, leyó el título del libro. Cálculo. No era de extrañar que se hubiera dormido.
Chiara estaba en la cocina, musitando torvas amenazas a los raviolis, que se resistían a conservar la forma que ella les daba. Su padre le lanzó un saludo y fue al estudio de Paola. Asomó la cabeza y dijo:
—Siempre podemos traer una pizza de Gianni's.
Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante.
—Haga lo que haga con esos pobres raviolis, nos comeremos todos los que nos ponga en el plato, y tú repetirás. — Sin darle tiempo a protestar, le atajó apuntándole con el lápiz-: Es la primera vez que nos hace la cena, y será deliciosa. — Vio que él abría la boca y cortó su protesta-: Setas quemadas, una pasta como engrudo y un pollo que nos ha marinado en salsa de soja y que, por consiguiente, estará tan salado como el mar Muerto.
—Oyéndote ya se me hace la boca agua. — «Por lo menos, no puede hacerle nada al vino», pensó-. ¿Y Raffi? ¿Cómo vas a conseguir que se lo coma?
—¿Es que crees que no quiere a su hermana? — preguntó Paola con la falsa indignación que él conocía bien.
Brunetti no hizo ningún comentario.
—Está bien -admitió Paola-. Le he prometido diez mil liras si se lo come todo.
—¿Y a mí también? — preguntó Brunetti, y se fue.
Mientras bajaba por Rughetta hacia Rialto, Brunetti descubrió que se sentía mejor de lo que se había sentido en toda la tarde, desde el almuerzo con su suegro. Aún no tenía ni idea de lo que podía preocupar a Paola, pero el tono de su último diálogo le había convencido de que, fuera lo que fuere, no afectaría a la base de su matrimonio. Brunetti subía y bajaba, subía y bajaba puente tras puente, al igual que su humor había subido y bajado durante todo el día, primero, con la excitación de un nuevo caso, después, con la inquietante confidencia del conde y, por último, con el alivio que le había deparado la confesión de Paola de haber sobornado a su hijo.
Para resistir la entrevista con los Lorenzoni no tenía más que la perspectiva de la cena que le esperaba. Pero de buena gana hubiera aceptado un mes de las cenas de Chiara, con tal de evitar ser una vez más portador de dolor y aflicción.
El palazzo estaba cerca de Municipio, pero, para llegar a él, tuvo que cortar por delante del Cinema Rossini y retroceder hacia el Gran Canal. En el Ponte del Teatro, se detuvo un momento a contemplar los fundamentos reconstruidos de los edificios de uno y otro lado del canal. Cuando era niño, los canales eran sometidos a un proceso de limpieza constante, y el agua estaba tan clara que la gente podía nadar en ella. Ahora la limpieza de un canal era un gran acontecimiento, tan insólito que se saludaba con titulares en los diarios y loas a la política municipal. Y el contacto con el agua era una experiencia a la que muchas personas optarían por no sobrevivir.
Cuando encontró el palazzo, un imponente edificio de cuatro pisos, con ventanas al Gran Canal, tocó el timbre, esperó un minuto y volvió a tocar. Por el intercomunicador le llegó una voz de hombre.
—¿El comisario Brunetti?
—Sí.
—Pase, por favor -dijo la voz, y la puerta se abrió con un chasquido. Brunetti, al entrar, se vio en un jardín mucho más grande de lo que esperaba encontrar en esta parte de la ciudad. Sólo los muy ricos podían permitirse construir su palazzo en medio de tanto espacio, y no menos ricos tenían que ser sus descendientes para mantenerlo.
—Suba por aquí -gritó una voz desde una puerta situada en lo alto de un tramo de escaleras que tenía a su izquierda. Arriba le esperaba un joven con traje azul cruzado. Tenía el cabello castaño oscuro con un pronunciado pico de viuda, que trataba de disimular peinándose de lado con el pelo sobre la frente. Cuando Brunetti se acercó, el joven le tendió la mano diciendo:
—Buenas tardes, comisario, soy Maurizio Lorenzoni. Mis tíos le esperan. — Tenía una de esas manos blandas y flácidas cuyo contacto daba ganas a Brunetti de enjugarse la palma en el pantalón, pero el efecto quedó compensado por su mirada,— que era franca y serena-. ¿Ha hablado ya con el dottore Urbani? — Brunetti no podía imaginar una forma de preguntar más delicada.
—En efecto, y lamento tener que decirle que la identificación ha sido confirmada. Es su primo Roberto.
—¿Sin ninguna duda? — preguntó el joven, con una voz que ya conocía la respuesta.
—Ninguna.
El joven hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta echándola hacia adelante.
—Esto será su muerte. No sé qué hará mi tía.
—Lo lamento -dijo Brunetti sinceramente-. ¿No sería preferible que se lo dijera usted?
—Me parece que no podría -dijo Maurizio mirando al suelo.
En todos los años que hacía que Brunetti llevaba esta noticia a la familia de una víctima, nunca había encontrado a una persona que se prestara a darla por él.
—¿Saben ya que he venido y quién soy?
El joven asintió y levantó la mirada.
—He tenido que decírselo. Así que ya se imaginan lo que es de temer. De todos modos...
Brunetti terminó la frase por él:
—Una cosa es temer y otra recibir la confirmación. Si tiene la bondad de acompañarme.
El joven dio media vuelta y precedió a Brunetti hacía el interior del edificio, dejando a su espalda la puerta abierta. Brunetti dio un paso atrás y la cerró, pero el joven ni se enteró. Llevó a Brunetti por un corredor con suelo de mármol hasta unas enormes puertas de nogal. Sin llamar, las empujó y dio un paso atrás, para que Brunetti entrara el primero en la habitación.
Brunetti reconoció al conde por las fotos: el pelo plateado, el porte erguido y la mandíbula cuadrada que ya debía de estar harto de oír comparar con la de Mussolini. Aunque Brunetti sabía que aquel hombre frisaba los sesenta, la energía que emanaba de él le daba el aire de un hombre casi una década más joven. El conde estaba delante de una gran chimenea, contemplando fijamente el centro de flores secas que la llenaba, pero al entrar Brunetti se volvió hacia él.
Empequeñecida por el sillón en el que estaba acurrucada, una mujer con aspecto de gorrión miraba a Brunetti como si fuera el diablo en persona que venía a llevarse su alma. Y así era, pensó Brunetti, embargado por una súbita compasión al ver las delgadas manos nerviosamente enlazadas en el regazo. Aunque la condesa era más joven que su marido, la angustia de los dos últimos años había minado toda juventud y toda esperanza, dejándola convertida en una anciana que más parecía la madre que la esposa del conde. Brunetti sabía que había sido una de las mujeres más bellas de la ciudad. Desde luego, la estructura ósea de su cara seguía siendo perfecta. Pero poco más que hueso había ya en aquella cara.
Adelantándose a su marido, ella preguntó, con una voz tan suave que se hubiera perdido en la sala, de no ser el único sonido:
—¿Es usted el policía?
—Sí, señora condesa.
El conde se adelantó con la mano extendida. Con un apretón tan firme como desmayado era el de su sobrino, comprimió los dedos de Brunetti.
—Buenas tardes, comisario. Perdone si no le ofrezco algo de beber. Espero que lo comprenda. — Su voz era grave pero sorprendentemente suave, casi tanto como la de su esposa.
—Le traigo la peor de las noticias, signor conte -dijo Brunetti.
—¿Roberto?
—Sí. Ha muerto. Han encontrado su cadáver cerca de Belluno.
Desde el otro extremo de la habitación, la madre del muchacho preguntó:
—¿Están seguros?
Brunetti se volvió hacia ella y lo asombró ver que la mujer parecía haber disminuido de tamaño en aquellos pocos momentos, y que estaba más encogida que nunca entre las dos grandes orejas del sillón.
—Sí, señora. Hemos llevado radiografías dentales a su dentista, que nos ha confirmado que corresponden a Roberto.
—¿Radiografías? — preguntó ella-. ¿Y el cuerpo? ¿Es que nadie lo ha identificado?
—Cornelia -dijo su marido con suavidad-, deja terminar al comisario. Después le preguntaremos.
—Yo quiero saber qué ha sido de su cuerpo, Ludovico. Qué ha sido de mi niño.
Brunetti miró al conde, en busca de una seña que le dijera si debía continuar y cómo. El conde asintió, y Brunetti dijo:
—Fue enterrado en un campo. Al parecer, hace tiempo, más de un año. — Se detuvo, esperando que ellos comprendieran cómo está un cuerpo que lleva más de un año bajo tierra, para no tener que explicárselo.
—Pero, ¿por qué las radiografías? — inquirió la contessa. Al igual que tantas personas a las que había encontrado en circunstancias similares, había cosas que ella no quería comprender.
Antes de que Brunetti pudiera mencionar el anillo, el conde dijo, mirando a su esposa:
—Eso significa que el cuerpo está descompuesto, Cornelia, y que tienen que identificarlo de este modo.
Brunetti, que observaba a la condesa mientras su marido le hablaba, vio el instante en el que su explicación traspasaba las pocas defensas que ella conservaba. Quizá fue la palabra «descompuesto» la que causó el efecto; fuera lo que fuere, en el momento en que comprendió, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Sus labios se movieron, Brunetti no sabía si para rezar o para protestar. La policía de Belluno ya les daría el anillo, y optó por ahorrarse la triste misión de hablarles de él.
El conde se volvió de espaldas a Brunetti y fijó de nuevo la atención en las flores de la chimenea. Durante mucho rato, nadie dijo nada, hasta que al fin el conde preguntó, sin mirar a Brunetti:
—¿Cuándo podremos traerlo?
—Tendrán que hablar con las autoridades de Belluno, pero estoy seguro de que harán lo que ustedes dispongan.
—¿Con quién tengo que hablar?
—Puede llamar a la questura de Belluno -empezó Brunetti, pero entonces se ofreció-: También podría hacerlo yo. Quizá sería más fácil.
Maurizio, que había guardado silencio, intervino ahora para decir al conde:
—Yo llamaré, zio. -Miró a Brunetti y señaló la puerta con un movimiento de la cabeza, pero Brunetti no se dio por enterado.
—Signor conte, debo hablar con usted lo antes posible acerca del secuestro.
—Ahora no -dijo el conde, sin mirarlo.
—Comprendo lo terrible que es esto, pero es preciso que hable con usted -dijo Brunetti.
—Usted hablará conmigo cuando yo disponga, comisario, y no antes -dijo el conde, sin molestarse en desviar la mirada de las flores.
En el silencio creado por estas palabras, Maurizio se apartó de la puerta para acercarse al sillón de su tía. Inclinándose, le oprimió brevemente un hombro, luego se irguió y dijo:
—Le acompaño, comisario.
Brunetti salió de la habitación tras él. En el vestíbulo, le explicó con quién tenía que hablar en Belluno para disponer el traslado a Venecia del cadáver de Roberto. Brunetti no le preguntó cuándo podría volver a hablar con el conde Ludovico.
13
La cena, finalmente, cumplió todas las expectativas, hecho que Brunetti sobrellevó con un estoicismo digno de sus clásicos favoritos. Se sirvió más raviolis, que nadaban en algo que parecía haber sido mantequilla, mezclada con hojas de salvia trituradas y carbonizadas. El pollo estaba tan sazonado como era de temer, y antes de acabar la cena, Brunetti ya había destapado la tercera botella de agua mineral. Por una vez, Paola no dijo nada cuando él abrió la segunda botella de vino, sino que contribuyó en buena medida a vaciarla.
—¿Qué hay de postre? — preguntó él, lo que le valió la mirada más tierna que había visto en ojos de Paola desde hacía semanas.
—No he tenido tiempo de preparar postre -dijo Chiara, ajena a las miradas que intercambiaban los otros tres comensales. Así debieron de mirarse los integrantes del equipo Donner al oír las primeras voces de los hombres que acudían a rescatarlos.
—Me parece que aún queda gelato -propuso Raffi, cumpliendo escrupulosamente su parte del trato hecho con su madre.
—No; me lo he comido esta tarde -confesó Chiara.
—¿Y si fuerais los dos a Campo Santa Margarita a comprar más? — propuso Paola.
—Pero, ¿y los platos, mamma? -dijo Chiara-. Si yo hacía la cena, Raffi tenía que fregar.
Adelantándose a la protesta de Raffi, Paola dijo:
—Si vosotros traéis el helado, yo friego.
En medio de una clamorosa aprobación, Brunetti sacó la billetera y dio a Raffi veinte mil liras. Los chicos se fueron, deliberando ya sobre sabores.
Paola se levantó y empezó a llevarse los platos.
—¿Crees que lo resistirás? — preguntó.
—Si puedo beber otro litro de agua antes de acostarme y tener una botella al lado de la cama, quizá.
—Ha sido terrible, ¿verdad? — reconoció Paola.
—Pero ella estaba contenta -contemporizó Brunetti, aunque agregó-: De todos modos, es otra buena razón para propugnar la liberación de la mujer.
Paola se echó a reír mientras amontonaba los platos en el fregadero. Y entonces, ya con más ecuanimidad, pasaron a comentar los detalles de la cena, complaciéndose ambos en la evidente satisfacción de Chiara, prueba del éxito de la confabulación de la familia. Y también, pensó Brunetti, del amor de la familia.
Cuando los platos estuvieron limpios y escurriéndose, él dijo:
—Me parece que mañana iré a Belluno con Vianello.
—¿El chico Lorenzoni?
—Sí.
—¿Cómo estaban los padres?
—Mal, sobre todo, ella.
Brunetti notó que el dolor de una madre por la pérdida de su único hijo no era algo que Paola deseara contemplar en este momento. Como de costumbre, se escudaba en los detalles.
—¿Dónde lo encontraron?
—En un campo.
—¿Un campo? ¿De dónde?
—De uno de esos pueblos de Belluno que tienen nombres tan raros... Col di Cugnan, me parece que se llama.
—Pero, ¿cómo lo encontraron?
—Un hombre que estaba arando un campo con un tractor removió los huesos.
—Qué horror -dijo ella, e inmediatamente-: Y tú has tenido que decir eso a los padres y, al llegar a casa, te has encontrado con esta cena.
Él no pudo menos que echarse a reír.
—¿De qué te ríes?
—De que enseguida sales con la comida.
—Eso lo aprendí de ti, cariño -dijo ella con cortés superioridad-. Antes de casarme contigo, la comida me importaba muy poco.
—¿Cómo aprendiste entonces a guisar tan bien?
Paola hizo ademán de rechazar la pregunta, pero él detectó en su mujer cierta turbación y, al mismo tiempo, el deseo de dejarse sonsacar, e insistió:
—Vamos, dime por qué aprendiste a guisar. Creí que la cocina había sido siempre tu gran afición.
Hablando con rapidez, ella dijo:
—Me compré un libro.
—¿Un libro de cocina? ¿Tú? ¿Por qué?
—Cuando me di cuenta de lo mucho que me gustabas y de la importancia que le dabas a la gastronomía, decidí que más me valdría aprender a guisar. — Lo miró, esperando que él dijera algo y, como no era así, prosiguió-: Empecé en casa, y créeme, algunos de aquellos platos eran aún peores que lo que hemos comido esta noche.
—Cuesta trabajo creerlo -dijo Brunetti-. Continúa.
—En fin, yo estaba segura de que me gustabas y comprendí que querría estar siempre a tu lado. De manera que insistí y con el tiempo... -Se interrumpió, haciendo un ademán que abarcaba toda la cocina-. Imagino que he aprendido.
—¿Con un libro?
—Y un poco de ayuda.
—¿De quién?
—De Damiano. Es buen cocinero. También de mi madre. Y, después, cuando ya éramos novios, de la tuya.
—¿Mi madre? ¿Ella te enseñó a guisar? — Paola asintió y Brunetti dijo-: Qué callado lo tenía.
—Le hice prometer que no te lo diría.
—¿Por qué?
—No lo sé, Guido -respondió ella, aunque era evidente que mentía. Él no dijo nada, sabiendo por experiencia que ella se explicaría-: Será porque quería que pensaras que yo era capaz de todo, hasta de guisar.
Él, sin levantarse, se inclinó hacia adelante abrazándola por la cintura. Ella trataba de desasirse sin convicción.
—Me siento ridícula confesándolo al cabo de tanto tiempo -dijo, apoyándose contra él e inclinándose para darle un beso en el pelo. De repente, como una inspiración, le vino la idea-: Mi madre la conoce.
—¿A quién?
—A la condesa Lorenzoni. Creo que las dos están en la junta de alguna obra benéfica o algún... No recuerdo, pero seguro que la conoce.
—¿Te ha hablado de ella?
—No; nada que recuerde. Excepto eso de su hijo. La destrozó, decía mamá. Antes colaboraba en muchas cosas: los Amigos de Venecia, el teatro, la recaudación de fondos para la reconstrucción de La Fenice. Pero cuando ocurrió aquello lo dejó todo. Mi madre dice que no sale de casa ni acepta llamadas. Nadie la ha visto desde hace tiempo. Me parece que mamá dijo que lo que la había afectado tanto era no saber lo que había sido de él, que quizá a la idea de su muerte hubiera podido resignarse, pero esto, no saber si está vivo o muerto... No se me ocurre nada más horrible. Es preferible tener la certeza de que está muerto.
Brunetti, siempre dispuesto a votar en favor de la vida, normalmente, hubiera cuestionado esta afirmación, pero esta noche, no. Se había pasado el día pensando en la desaparición y muerte de un hijo, y no quería seguir con lo mismo, por lo que cambió de tema bruscamente.
—¿Cómo están las cosas en la fábrica de ideas? — preguntó.
Ella se apartó, tomó un paño y se puso a secar los cubiertos que estaban al lado del fregadero.
—Poco más o menos, como la cena de esta noche -respondió al fin, mientras iba dejando caer cuchillos y tenedores en un cajón-. El jefe de mi departamento se ha empeñado en que hay que dedicar más atención a la literatura colonial.
—¿Y qué es eso?
—Buena pregunta -respondió ella, secando la cuchara de servir-. La producida por autores que se han criado en países en los que el inglés no es la lengua vernácula, pero escriben en inglés.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Nos ha pedido a varios profesores que el curso que viene los estudiemos.
—¿A ti también?
—Sí -respondió ella, dejando caer la última cuchara y cerrando el cajón con un golpe seco.
—¿Qué tema, concretamente?
—«La voz de la mujer caribeña».
—¿Porque eres mujer?
—No; porque soy caribeña.
—¿Y?
—Le he dicho que no.
—¿Por qué?
—Porque no me interesa. Porque lo haría de mala gana. — Él percibió en esto un pretexto y esperó la confesión-. Y porque no estoy dispuesta a que él me diga qué tengo que enseñar.
—¿Es esto lo que te tiene preocupada? — preguntó él con naturalidad.
Aunque la mirada que ella le lanzó era viva, el tono de la respuesta fue tan indiferente como el de la pregunta.
—No sabía que algo me tuviera preocupada. — Fue a añadir algo, pero en aquel momento se abrió la puerta bruscamente para dar paso a los chicos que volvían con el helado, y la pregunta quedó sin contestar.
Efectivamente, aquella noche Brunetti se despertó dos veces, y en cada una de ellas se bebió dos vasos de agua mineral. La segunda vez ya empezaba a clarear y, cuando se dio la vuelta, después de dejar el vaso en el suelo al lado de la cama, se quedó incorporado, con el codo apoyado en la almohada, contemplando la cara de Paola. Tenía un mechón de pelo enredado en la garganta y unos cabellos se agitaban suavemente con la respiración. Con los ojos cerrados, en reposo, la estructura de su cara sólo revelaba carácter. Estaba a su lado, pero separada y hermética, y él buscaba en vano en su cara una señal que le ayudara a conocerla mejor. Con un fervor repentino, deseó que el conde Orazio estuviera equivocado y que ella fuera feliz, y que lo fuera también su vida en común, feliz y tranquila.
Como haciendo burla de su deseo, el reloj de San Polo dio seis campanadas, y los gorriones que habían decidido hacer el nido entre unos ladrillos sueltos de la chimenea, se pusieron a gritar que ya era de día y hora de ir a trabajar. Brunetti, sin hacerles caso, dejó caer la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, seguro de que no volvería a dormir, pero pronto comprobó lo fácil que era hacer oídos sordos a la llamada al trabajo.
14
Aquella mañana, Brunetti estimó conveniente comunicar a Patta la poca información que tenía sobre el asesinato -este nombre podía darse ya al caso- de Lorenzoni, y así lo hizo tan pronto como el vicequestore llegó a la questura. El comisario temía que su actitud de la víspera hacia su superior tuviera consecuencias, pero no las hubo; por lo menos, a primera vista. Patta había leído la información que publicaban los periódicos y expresó su pesar con las fórmulas de rigor, aunque lo que más parecía dolerle era que la víctima perteneciera a la nobleza.
Brunetti explicó que, como casualmente había recibido la llamada que confirmaba la identificación, se había permitido informar a los padres. Su larga experiencia le aconsejaba no exteriorizar interés alguno por el caso. Preguntó con indiferencia a quién deseaba asignarlo el vicequestore y hasta llegó a proponer a uno de sus colegas.
—¿En qué trabaja usted ahora, Brunetti?
—En los vertidos de Marghera -respondió el comisario, con una prontitud que daba a entender que la contaminación era más importante que el asesinato.
—Ah, sí -hizo Patta: había oído hablar de Marghera-. Eso puede llevarlo la sección de uniforme.
—Por otra parte, aún tenemos que interrogar al capitán del puerto -objetó Brunetti-. Y alguien ha de revisar los registros del petrolero de Panamá.
—Que lo haga Pucetti -dispuso Patta.
Brunetti recordaba un juego al que solía jugar con sus hijos años atrás. Dejaban caer un puñado de palillos de madera del tamaño de un espagueti y el que podía sacar más, uno a uno, sin que se moviera el resto, ganaba. El secreto consistía en moverse con extrema cautela; un movimiento en falso, y todo podía desmoronarse.
—¿No le parece que podría encargarse Mariani? — sugirió Brunetti, mencionando a uno de los otros dos comisarios-. Acaba de volver de vacaciones.
—No; creo que este caso debe llevarlo usted. Al fin y al cabo, su esposa conoce a esa clase de gente, ¿verdad?
«Esa clase de gente» era una frase que desde hacía años Brunetti había oído utilizar en sentido peyorativo y con connotaciones racistas. No obstante, ahora había brotado de labios del vicequestore en persona, como el mayor de los elogios. Brunetti asintió vagamente, sin saber con exactitud la clase de gente que su esposa conocía ni lo que podía conocer acerca de ella.
—Bien, entonces su relación familiar puede servirle de ayuda -dijo Patta, dando a entender que ni el poder del Estado ni la autoridad de la policía contaban para algo frente a «esa clase de gente». Y tal vez estuviera en lo cierto, se dijo Brunetti.
—Lo que usted disponga -concedió, eliminando cuidadosamente de su voz toda muestra de entusiasmo-. Hablaré con Pucetti sobre el asunto de Marghera.
—Manténganos informados, a mí o al teniente Scarpa, de todo lo que haga, Brunetti -agregó Patta, casi distraídamente.
—Sí, señor, por supuesto -convino el comisario, con la más vacua de las promesas que había hecho en mucho tiempo. Al ver que Patta no tenía nada más que decirle, Brunetti se levantó y salió del despacho.
Cuando cerraba la puerta, la signorina Elettra preguntó:
—¿Ha podido convencerlo de que le encargue del caso?
—¿Convencerlo? — repitió Brunetti, sorprendido de que, después del tiempo que llevaba trabajando para Patta, esta muchacha aún pensara que su jefe era sensible a la razón o a la persuasión.
—Diciéndole lo muy ocupado que estaba en otras cosas, por supuesto -dijo ella, pulsando una tecla del ordenador que tuvo el efecto de poner en movimiento a la impresora.
Brunetti no pudo menos que sonreírle.
—He llegado a pensar que tendría que recurrir a la violencia en mi negativa a aceptar el caso.
—Debe de estar muy interesado en él, comisario.
—Lo estoy.
—Entonces esto le interesará -dijo ella, inclinándose para recoger varias hojas de la bandeja de la impresora y acercándoselas al comisario.
—¿Qué es esto?
—La lista de todas las ocasiones en las que algún Lorenzoni ha sido objeto de nuestra atención.
—¿Nuestra?
—De las fuerzas del orden.
—¿Y eso comprende?
—A nosotros, los carabinieri, la policía de Aduanas y la de delitos económicos.
Brunetti la miró con fingido asombro.
—¿Tenemos acceso al Servicio Secreto, signorina?
Ella, imperturbable, respondió:
—No, señor, a menos que sea indispensable. Se trata de un contacto del que no quiero abusar.
Brunetti observaba sus ojos, buscando la señal de que bromeaba. No sabía qué sería más inquietante, si averiguar que le decía la verdad o el hecho de que él no pudiera descubrir la diferencia.
Frente a tan persistente ecuanimidad, optó por no insistir y miró los papeles. La primera anotación databa de tres años antes: Roberto había sido arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol. El caso se había saldado con una pequeña multa.
Antes de que pudiera seguir leyendo, ella aclaró:
—No he incluido nada relacionado con el secuestro. Con eso estoy haciendo una nota aparte, para mayor claridad.
Brunetti movió la cabeza afirmativamente y se fue. Leía por la escalera, camino de su despacho. En la Navidad del mismo año -precisamente el día de Navidad-, un camión propiedad de la empresa de transportes Lorenzoni había sido robado en la Autopista 8, cerca de Salerno. La carga consistía en material de laboratorio de fabricación alemana valorado en doscientos cincuenta millones de liras. El camión fue recuperado, pero la carga no.
Cuatro meses después, una inspección de aduanas aleatoria practicada en un camión Lorenzoni reveló que en el manifiesto de carga se declaraba sólo la mitad del número de prismáticos húngaros que transportaba el camión. Se impuso una multa que fue pagada rápidamente. Durante el período de un año, los Lorenzoni no habían sido objeto de la atención de la policía. Luego, Roberto estuvo implicado en una riña de discoteca. No se presentaron cargos criminales, pero sí una demanda civil que los Lorenzoni resolvieron con el pago de doce millones de liras a un muchacho que durante la pelea había sufrido fractura de la nariz.
Y eso era todo, no había más. Durante los ocho meses transcurridos entre la pelea en la discoteca y el secuestro, ni Roberto ni su familia ni ninguna de sus muchas empresas habían existido para ninguna de las múltiples fuerzas policiales que vigilaban el país y a sus habitantes. Y entonces, como un rayo en un cielo sereno, el secuestro. Dos notas, un llamamiento televisado a los secuestradores y luego silencio. Hasta que en un campo próximo a Belluno había aparecido el cadáver del muchacho.
Ya mientras lo pensaba, Brunetti se preguntó por qué siempre, desde el principio, mentalmente, llamaba a Roberto «muchacho». Al fin y al cabo, en el momento del secuestro y, presumiblemente, de su muerte que, al parecer, había ocurrido poco después, ya había cumplido veintiún años. Brunetti trató de recordar cómo se referían a él las distintas personas con las que había hablado: la novia había mencionado sus bromas y su egoísmo; el conde Orazio se había mostrado casi condescendiente; y la madre lloraba a su niño.
Interrumpió sus pensamientos la entrada de Vianello.
—He decidido ir a Belluno con usted, Vianello. ¿Cree que podrá conseguirnos un coche?
—Algo mejor que eso, comisario -respondió el sargento con una amplia sonrisa-. Precisamente de ello venía a hablarle.
Brunetti, consciente de lo que se esperaba de él, dijo:
—Le escucho.
—Bonsuan -fue la enigmática respuesta del sargento.
—¿Bonsuan?
—Sí, señor. Él puede encargarse del transporte.
—No sabía yo que hubieran construido un canal.
—Su hija, comisario.
Brunetti sabía que el mayor orgullo de Bonsuan era haber mandado a la universidad a sus tres hijas, que ahora eran, respectivamente, médica, arquitecta y abogada.
—¿Cuál de ellas?
—Analisa, la arquitecta -respondió Vianello y, sin esperar la pregunta de Brunetti, aclaró-: También es piloto. Un amigo suyo tiene una Cesna en el Lido. Esta tarde tiene que ir a Udine y puede dejarnos en Belluno, si usted quiere.
—Pues vamos -dijo Brunetti, contagiándose del entusiasmo de Vianello ante la idea de la excursión aérea.
Analisa resultó tan buen piloto en el aire como lo era su padre en el agua. Brunetti y Vianello, entusiasmados por la novedad, tuvieron la nariz pegada al cristal de la ventanilla de la avioneta durante la mayor parte de los veinticinco minutos que duró el vuelo. En el curso de aquel viaje, Brunetti hizo dos descubrimientos: el primero, que Alitalia se había negado a contratar a Analisa por ser licenciada en arquitectura, ya que su nivel de estudios hubiera «violentado a los otros pilotos», y el segundo, que amplias zonas de tierra situadas en torno a Vittorio Véneto estaban consideradas por los militares «Pío XII», lo que en su jerga significaba proibito, por lo que no podían sobrevolarse. La avioneta siguió, pues, la costa adriática y sobre Pordenone viró bruscamente hacia el noroeste en dirección a Belluno. A sus pies, el color de la tierra pasaba del ocre al marrón y al verde, y luego al siena de los campos aún en barbecho y de las anchas franjas recién plantadas; aquí y allá, brotaba la floración pastel de los frutales, y ráfagas de viento lanzaban nubes de pétalos a la avioneta.
Ivo Barzan, el comisario que se había encargado del traslado del cadáver de Roberto Lorenzoni del campo al hospital y había llamado a la policía de Venecia, los esperaba en el campo de aviación.
Él los llevó, primero, a casa del doctor Litfin y fue con ellos hasta el oscuro rectángulo, situado cerca del grupo de árboles. Una solitaria gallina castaña picoteaba afanosamente la tierra removida de la somera fosa, indiferente a las cintas rojas y blancas que la circundaban, sacudidas por el viento. No se había encontrado ninguna bala, les dijo Barzan, a pesar de que los carabinieri habían explorado dos veces el lugar con detectores de metales.
Mientras miraba la fosa y oía cómo la gallina arañaba y picoteaba la tierra, Brunetti se preguntó qué aspecto habría tenido este lugar cuando había muerto el muchacho, si realmente había muerto aquí. En invierno, estaría triste y apagado; en otoño, por lo menos, habría algo de vida. Pero, apenas hubo formulado la idea, le pareció una estupidez. Si al extremo del campo te espera la muerte, poco importa que el suelo que pisas esté cubierto de barro o de flores. Hundió las manos en los bolsillos y se volvió de espaldas a la fosa.
Barzan les dijo que ninguno de los vecinos había podido decir algo útil a la policía. Una anciana insistía en que el muerto era su marido, al que había envenenado el alcalde, que era comunista. Nadie recordaba haber visto algo fuera de lo corriente, aunque Barzan tuvo el detalle de añadir que le parecía poco probable que alguien pudiera ser de gran ayuda, cuando la policía no podía hacer preguntas más específicas que la de si alguien había visto algo extraño dos años atrás.
Brunetti habló con los que vivían al otro lado de la carretera, un matrimonio de más de ochenta años, que quiso compensar su falta de memoria con el ofrecimiento de café, que los tres policías aceptaron, bien aderezado de azúcar y grappa.
El doctor Bortot, que los esperaba en su despacho del hospital, dijo que poco podía agregar al informe que había enviado a Venecia. Todo estaba allí: el agujero de la base del cráneo, la ausencia de un orificio de salida bien definido, el considerable deterioro de los órganos internos.
—¿Deterioro? — preguntó Brunetti.
—Los pulmones, por lo que pude apreciar. Ese chico debía de fumar como una chimenea y desde hacía bastantes años -dijo Bortot, interrumpiéndose para encender un cigarrillo-. Y también el bazo -empezó, y se detuvo-. El daño puede ser el natural, debido a la exposición que, por otra parte, no explica por qué es tan pequeño. Pero es difícil determinar estas cosas, cuando el cuerpo ha estado en tierra tanto tiempo.
—¿Más de un año? — preguntó Brunetti.
—Es lo que yo calculo. ¿Se trata del chico Lorenzoni?
—Sí.
—Bien, en tal caso, el tiempo coincide. Si lo mataron no mucho después de llevárselo, haría poco menos de dos años, y eso es lo que yo calculo. — Aplastó el cigarrillo-. ¿Tienen ustedes hijos?
Los tres policías asintieron.
—Pues entonces... -dijo Bortot dejando la frase sin terminar. Luego les pidió que lo disculparan, aduciendo que aquella tarde tenía que hacer otras tres autopsias.
Barzan, con estimable generosidad, les ofreció los servicios de su chófer para el regreso a Venecia, y Brunetti, cansado de aquel escenario de muerte, aceptó su ofrecimiento. Ni él ni Vianello tuvieron mucho que decirse mientras viajaban hacia el Sur, por más que Brunetti hubiera podido comentar cómo le chocaba el que, visto desde la ventanilla de un coche, el paisaje perdiera tanto interés. Y tampoco desde tierra se advertía qué lugares eran «Zona Proibita».
15
Tal como Brunetti esperaba, los diarios de la mañana se cebaban en el caso Lorenzoni con una voracidad de lobos. Dando por descontado que sus lectores eran incapaces de recordar incluso los detalles más importantes de un suceso ocurrido hacía año y medio -suposición que Brunetti consideraba acertada-, cada crónica empezaba por el relato del secuestro. Según las versiones, Roberto era «el primogénito», «el sobrino» o el «único hijo» de la familia Lorenzoni, y el secuestro había tenido lugar en Mestre, en Belluno o en Vittorio Véneto. Por lo visto, no eran los lectores los únicos que habían olvidado los detalles.
Seguramente por no haber podido conseguir copia del informe de la autopsia, los redactores no adornaban la exposición de los hechos con los macabros detalles que solían prodigar en los casos de exhumación y se contentaban con meros «restos humanos» y «avanzado estado de descomposición». Durante la lectura, Brunetti advirtió con alarma su propia decepción por tan sobrio lenguaje, temiendo que su paladar se hubiera habituado ya a condimentos más fuertes.
Cuando llegó a su despacho encontró encima de la mesa un sobre acolchado color marrón, a su nombre, que contenía una videocasete. Llamó por teléfono a la signorina Elettra.
—¿Es la cinta de la RAI? — preguntó.
—Sí, dottore. La enviaron ayer tarde.
Miró el sobre, que no parecía haber sido abierto.
—¿La ha visto? — preguntó.
—No, señor. No tengo aparato de vídeo.
—¿De tenerlo, la hubiera puesto?
—Naturalmente.
—¿Quiere que bajemos a verla al laboratorio?
—Encantada -dijo ella, y colgó.
La encontró esperándolo en la puerta del laboratorio de la planta baja. Hoy llevaba un pantalón vaquero tan gastado como bien planchado y, acentuando el aire de informalidad, unas botas de vaquero de tacón inclinado y amenazadora punta. Una blusa de crespón de seda natural infundía feminidad en el conjunto y el sobrio moño que recogía su cabellera ponía la nota profesional.
—¿Bocchese está dentro?
—No, señor. Hoy presta declaración.
—¿Qué caso?
—El robo Brandolini.
Ninguno de los dos se molestó en menear la cabeza siquiera por la circunstancia de que este robo, cometido hacía cuatro años, cuyo autor había sido arrestado dos días después, no fuera juzgado hasta ahora.
—Ayer le pregunté si podríamos usar el laboratorio para ver la cinta y dijo que no había inconveniente -explicó ella.
Brunetti abrió y sostuvo la puerta. La signorina Elettra se acercó al aparato de vídeo y lo conectó como si estuviera en su casa. Él introdujo la casete. Al cabo de unos instantes, la pantalla se iluminó, apareció el logo de la RAI con la carta de ajuste seguidos de la fecha y unas líneas de lo que Brunetti supuso sería información técnica.
—¿Tenemos que devolverla? — preguntó, apartándose de la pantalla y sentándose en una de las sillas plegables situadas frente a ella.
La signorina Elettra se sentó a su lado.
—No; me ha dicho Cesare que es una copia. Pero preferiría que nadie se enterara de que me la ha enviado él.
La respuesta de Brunetti quedó interrumpida por la voz del presentador, que daba la entonces reciente noticia del secuestro y decía a los espectadores que la RAI iba a emitir en exclusiva un mensaje del conde Ludovico Lorenzoni, padre de la víctima. Mientras la pantalla mostraba las consabidas vistas turísticas de Venecia, el presentador explicaba que el mensaje del conde había sido grabado aquella tarde y que la RAI lo emitía en exclusiva, con la esperanza de que los secuestradores atendieran el llamamiento de un padre afligido. Entonces, con la imagen de la fachada de San Marcos enfocada desde abajo, el presentador pasó la conexión al equipo de la RAI en Venecia.
Un hombre con traje oscuro y expresión grave estaba en el amplio vestíbulo del palacio Lorenzoni que Brunetti ya conocía. Detrás de él se veían las puertas del estudio en el que el comisario había hablado con la familia. El hombre hizo un resumen de lo que había dicho su compañero, dio media vuelta e hizo girar el picaporte. La puerta se abrió, permitiendo a la cámara, primero, enfocar y, después, acercarse al conde Ludovico, que estaba sentado detrás de un escritorio que Brunetti no recordaba haber visto en la habitación.
Al principio, el conde se miraba las manos, pero, mientras la cámara se acercaba, levantó la cara y miró directamente al objetivo. Transcurrieron unos segundos, la cámara, al llegar a la distancia justa, se detuvo, y el conde empezó a hablar.
—Dirijo mis palabras a las personas responsables de la desaparición de mi hijo Roberto, y les pido que me escuchen con atención y caridad. Estoy dispuesto a pagar cualquier cantidad por el regreso de mi hijo, pero las agencias del Estado me lo impiden. No tengo acceso a mis bienes ni posibilidad de reunir la suma exigida, ni en Italia ni en el extranjero. Si pudiera, juro por mi honor que lo haría, y juro también que daría con gusto esta cantidad, cualquier cantidad, por el regreso de mi hijo.
Aquí el conde hizo una pausa y se miró las manos. Al cabo de un momento, sus ojos volvieron a la cámara.
—Pido a esas personas que tengan compasión de mí y de mi esposa, que se une a mí en mis súplicas. Apelando a sus sentimientos de humanidad, les ruego que liberen a mi hijo. Si lo desean, con gusto ocuparé yo su lugar, Bastará con que me comuniquen qué quieren que haga, y lo haré. Dicen que se pondrán en contacto conmigo a través de un amigo mío cuyo nombre no han dado. Lo único que tienen que hacer es dar instrucciones a esta persona. Haré con gusto lo que quieran que haga, si ello me asegura el regreso de mi querido hijo.
Al llegar a este punto, el conde se detuvo, pero sólo un momento.
—Apelo a su compasión y les ruego que se apiaden de mí esposa y de mí. — El conde calló, pero la cámara siguió enfocándole la cara, hasta que él lanzó una rápida mirada hacia la izquierda y luego volvió a mirar al objetivo.
La pantalla se oscureció gradualmente y, al cabo de un momento, reapareció el presentador del estudio. Recordó a los espectadores que ésta era una exclusiva de la RAI y agregó que si alguien tenía información sobre Roberto Lorenzoni podía llamar al número que se indicaba al pie de la pantalla. Seguramente, por tratarse de una copia de archivo y no de la cinta que se pasó en los estudios de la RAI, no apareció número alguno.
La pantalla se oscureció.
Brunetti se levantó y bajó el volumen, dejando encendido el televisor. Pulsó la tecla «rewind» y esperó hasta que la cinta dejó de zumbar. Cuando oyó el chasquido de paro, miró a la signorina Elettra.
—¿Qué le parece?
—Que yo tenía razón en lo del maquillaje.
—Sí -convino Brunetti-. ¿Algo más?
—¿El lenguaje? — apuntó ella.
Brunetti asintió.
—¿Quiere decir que no les habla directamente, que no dice «vosotros» sino «ellos»?
—Sí. Parece extraño. Pero quizá se deba a que le resultaba difícil hablarles, después de lo que habían hecho a su hijo.
—Es posible -admitió Brunetti, tratando de imaginar cómo reaccionaría un padre a lo que era para él sin duda alguna el mayor de los horrores.
El comisario alargó la mano y pulsó de nuevo la tecla «play». La cinta volvió a empezar, ahora sin sonido.
Miró a la signorina Elettra, que enarcó las cejas.
—En los aviones, nunca me pongo los auriculares -explicó-. En las películas puedes descubrir muchas cosas cuando no te distrae el sonido.
Ella asintió y juntos vieron otra vez la cinta. Ahora observaron cómo los ojos del presentador se movían al leer el texto que debía de tener a la izquierda de la cámara. El que estaba en la puerta del estudio del conde, parecía haberse aprendido de memoria el texto, pero la seriedad de su cara era forzada, impuesta.
Si Brunetti esperaba que, sin la voz, se apreciara más claramente nerviosismo o cólera en el conde, tuvo que desengañarse. Visto en silencio, parecía vacío de toda emoción. Cuando se miró las manos, el observador hubiera dudado de que pudiera tener ánimo para volver a levantar la cara, y cuando sus ojos se desviaron aquel fugaz instante hacia un lado de la cámara, el gesto no denotaba la menor curiosidad ni impaciencia.
Cuando la pantalla volvió a oscurecerse, la signorina Elettra dijo:
—Pobre hombre, y encima haber tenido que aguantar que lo maquillaran. — Meneó la cabeza con los ojos cerrados, como si, al entrar en una habitación, hubiera presenciado un acto indecente.
Brunetti volvió a oprimir la tecla «rewind» y la cinta se rebobinó hasta el principio. Pulsó luego «reject» y el aparato escupió la casete, que el comisario introdujo en su estuche y se guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Esa gente se merece un buen escarmiento -dijo ella con repentina ferocidad.
—¿Pena de muerte? — preguntó Brunetti agachándose para desconectar el televisor y el vídeo.
Ella movió la cabeza negativamente.
—Eso no. Por cruel que sea el criminal, por horribles que sean sus atrocidades, no podemos dar ese poder a los gobiernos.
—¿Porque no son de fiar? — preguntó Brunetti.
—¿Se fía usted del nuestro?
Brunetti denegó con un gesto.
—¿Puede darme el nombre de un gobierno que le inspire confianza?
—¿Para decidir si un ciudadano debe morir? — Él volvió a mover la cabeza, y preguntó-: Pero, ¿cómo castigar a la gente que hace cosas así?
—No lo sé. Quiero que desaparezcan, quiero que mueran; sería hipócrita si lo negara. Pero es una potestad muy peligrosa para dársela a... a cualquiera.
Brunetti se acordó de algo que había dicho Paola, ya no recordaba en relación con qué. Siempre que una persona se propone argumentar deslealmente, dijo, ponen un ejemplo concreto tan abrumador que hace imposible toda discrepancia. Pero por apabullantes que fueran los casos específicos, dijo ella, la ley se fundaba y configuraba en principios y términos universales. Los casos individuales sólo se representaban a sí mismos, nada más. Brunetti, que tantas veces había visto el horror del delito concreto e individual, comprendía el impulso de exigir leyes nuevas y más severas. Porque era policía, sabía que el rigor de la ley solía recaer en los débiles y los pobres, y sabía también que la severidad de la ley no era salvaguardia contra el crimen. Él sabía estas cosas en su calidad de policía, pero en la de hombre y de padre, seguía deseando que la gente que había acabado con la vida de este muchacho fuera juzgada y pagara lo que había hecho.
Brunetti y la signorina Elettra cruzaron el laboratorio, él abrió la puerta y ambos volvieron a sus puestos de trabajo y al mundo en el que el crimen era algo que había que combatir, y no un tema de especulación filosófica.
16
El sentido común le decía a Brunetti que sería un despropósito esperar que la familia Lorenzoni hablara con él antes de que el muchacho hubiera sido enterrado, pero fue la conmiseración lo que le hizo abstenerse de solicitar la entrevista. Decían los diarios que el funeral se celebraría el lunes, en la iglesia de San Salvador. Brunetti esperaba haber obtenido para entonces bastante información acerca de Roberto.
Cuando llegó a su despacho, llamó a la consulta del doctor Urbani y preguntó a la secretaria si tenía en el archivo el nombre del médico personal de Roberto. La mujer tardó varios minutos en averiguarlo, pero el dato figuraba en la ficha que se había abierto a Roberto en su primera visita a la consulta del doctor Urbani hacía diez años.
Era el doctor Luciano De Cal, un apellido vagamente familiar para Brunetti, que había ido al colegio con un De Cal, pero aquél se llamaba Franco y ahora era joyero. El médico, cuando Brunetti le expuso el motivo de su llamada, dijo que, en efecto, Roberto había sido paciente suyo durante casi toda su vida, desde que el anterior médico de la familia Lorenzoni se había retirado.
Cuando Brunetti empezó a preguntar por el estado de salud de Roberto durante los meses que precedieron a su desaparición, el doctor De Cal le pidió que le excusara un momento y fue en busca de la ficha del joven. Había venido unas dos semanas antes de su desaparición, dijo el doctor De Cal, quejándose de somnolencia y persistentes dolores abdominales. En un principio, el médico creyó que podía ser un cólico, afección a la que Roberto era propenso, especialmente durante las primeras semanas de frío. Pero no había respondido al tratamiento, y el doctor De Cal le sugirió que consultara a un internista.
—¿Y lo hizo?
—No lo sé.
—¿Cómo es eso?
—Poco después de enviarlo al doctor Montini, me fui de vacaciones a Tailandia y cuando regresé ya había sido secuestrado.
—¿Tuvo ocasión de hablar de él con ese doctor Montini?
—¿De Roberto?
—Sí.
—No; nunca. No es una persona a la que trate socialmente, es sólo un colega.
—Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Puede darme su número?
De Cal dejó el teléfono y volvió con el número.
—Es de Padua -explicó antes de darlo a Brunetti.
El comisario le dio las gracias y preguntó:
—¿Pensó que podía ser cólico, dottore?
Brunetti oyó un roce de papel.
—Sí, podía ser. — Nuevamente, recorrió la línea un susurro de hojas de papel-. Aquí tengo anotado que vino a verme tres veces en un período de dos semanas. Fue el diez, el diecinueve y el veintitrés de septiembre.
Por lo tanto, la última visita debió de ser cinco días antes del secuestro.
—¿Cómo estaba?
—Aquí anoté que parecía irritado y nervioso, pero en realidad no tengo un recuerdo claro.
—¿Qué clase de chico le parecía, doctor? — preguntó Brunetti bruscamente.
De Cal respondió al cabo de un momento.
—Imagino que bastante típico.
—¿De qué?
—De esa clase de familia, de esa esfera social.
Entonces Brunetti recordó que Franco, su compañero de clase, era un comunista acérrimo. A menudo, estas ideas afectan a toda la familia, por lo que preguntó al médico:
—¿Se refiere a los ricos y ociosos?
De Cal tuvo a bien reírse por el tono de Brunetti.
—Supongo que sí. Pobre chico. No había maldad en él. Yo lo visitaba desde que él tenía diez años, por lo que poco era lo que no supiera de Roberto.
—¿Por ejemplo?
—Pues que muy brillante no era. Creo que para su padre fue una decepción.
A Brunetti le pareció que la frase había quedado sin terminar, y aventuró:
—¿Que no fuera como su primo?
—¿Maurizio?
—Sí.
—¿Lo conoce? — preguntó De Cal.
—Lo vi una vez.
—¿Y qué le pareció.
—Que de él no puede decirse que no sea brillante.
De Cal se echó a reír y Brunetti se sonrió de esta reacción.
—¿También es paciente suyo, doctor?
—No; sólo Roberto. En realidad, yo soy pediatra, pero Roberto siguió consultándome de mayor, y yo no tuve valor para indicarle que cambiara de médico.
—Hasta que le recomendó al doctor Montini -le recordó Brunetti.
—Sí. Porque lo que tenía no era cólico, desde luego. Pensé que podía tratarse de la enfermedad de Crohn... Hasta lo anoté en la ficha. Por eso lo envié a Montini. Es uno de los mejores de por aquí para el Crohn.
Brunetti había oído hablar de la enfermedad, pero no recordaba cómo se manifestaba.
—¿Cuáles son los síntomas? — preguntó.
—Para empezar, dolor abdominal. Luego diarrea y deposiciones sanguinolentas. Es muy dolorosa. Y grave. Él tenía todos los síntomas.
—¿Y se confirmó su diagnóstico?
—Ya se lo he dicho, comisario. Lo envié a Montini y cuando regresé de vacaciones ya lo habían secuestrado, por lo que no seguí el caso. Podría preguntárselo a Montini.
—Así lo haré, dottore -dijo Brunetti, y se despidió cortésmente del médico.
Brunetti marcó inmediatamente el número de Padua. El doctor Montini estaba pasando visita en el hospital y no volvería a su despacho hasta las nueve de la mañana siguiente. Brunetti dejó su nombre y los números de la questura y de su casa, con el ruego de que el doctor le llamara lo antes posible. En realidad, no había prisa alguna, pero Brunetti sentía una sorda impaciencia, provocada por no saber lo que estaba buscando ni lo que era importante, y le parecía que la urgencia, por lo menos, enmascararía la ignorancia.
Nada más dejar el teléfono, éste empezó a sonar. Era la signorina Elettra, para decirle que había preparado un dossier sobre las empresas Lorenzoni, tanto de Italia como del extranjero, por si le interesaba. Brunetti bajó a buscarlo.
La carpeta era tan gruesa como un paquete de cigarrillos.
—Signorina -empezó el comisario-, ¿cómo ha podido reunir todo eso en tan poco tiempo?
—Hablé con varios amigos que aún trabajan en el banco y les dije que preguntaran por ahí.
—¿Y tanta información ha recibido desde que yo le pedí que indagara?
—Es fácil, comisario. Todo me llega por ahí. — Con un ademán que casi se había convertido en ritual, agitó la mano en dirección al ordenador, cuya pantalla parpadeaba a su espalda.
—¿Cuánto tardaría una persona en aprender a usar uno de ésos, signorina?
—¿Usted, comisario?
—Sí.
—Depende de dos cosas, mejor dicho, de tres.
—¿Que son?
—Lo inteligente que sea uno. Lo mucho que desee aprender. Y quién le enseñe.
La modestia impidió a Brunetti pedir su opinión sobre la primera condición y la duda no le permitió valorar la segunda.
—¿Usted podría enseñarme?
—Sí.
—¿Querría?
—Desde luego. ¿Cuándo desea empezar?
—¿Mañana?
Ella asintió y luego sonrió.
—¿Cuánto tiempo me llevará?
—Eso también depende.
—¿De qué?
¿Se había ensanchado más aún su sonrisa?
—De las tres mismas cosas.
Brunetti empezó a leer mientras subía la escalera y, cuando llegó a su mesa, ya había sumado paquetes de acciones por valor de miles de millones de liras, y comprendía por qué los secuestradores habían elegido a los Lorenzoni. La información que contenía la abultada carpeta no estaba metódicamente ordenada, y Brunetti trató de clasificarla separando los papeles por empresas y colocándolos sobre la mesa según la situación geográfica de cada una en el mapa de Europa.
Transportes, acero y fábricas de plásticos en Crimea. Brunetti iba siguiendo un sendero en constante expansión hacia nuevos mercados situados al este: los intereses Lorenzoni avanzaban rápidamente por los territorios que habían estado detrás del Telón de Acero. En el mes de marzo se habían cerrado dos fábricas textiles en Vercelli y dos meses después se habían abierto otras dos en Kiev. Al cabo de media hora, Brunetti dejó la última hoja en la mesa y vio que la mayoría habían quedado a su derecha, a pesar de que no tenía una idea exacta de la situación de muchas de las poblaciones hacia las que se orientaban los intereses de los Lorenzoni.
Brunetti recordaba las noticias que últimamente llenaban los diarios sobre la llamada mafia rusa, las bandas de chechenos que, si había que creer aquellos relatos, se habían adueñado de la mayoría de negocios de Rusia, tanto legales como clandestinos. De aquí a plantearse la posibilidad de que estos hombres pudieran ser los responsables del secuestro, no había más que un paso. Al fin y al cabo, los que se llevaron a Roberto no habían pronunciado ni una palabra, sólo lo apuntaron con las pistolas y se lo llevaron.
Pero, en tal caso, ¿cómo podían haber ido a parar a aquel campo situado al pie de Col di Cugnan, un pueblo tan pequeño que la mayoría de venecianos jamás había oído mencionar en su vida? Sacó la carpeta del secuestro y la hojeó hasta encontrar las peticiones de rescate plastificadas. Las mayúsculas podían haber sido trazadas por cualquiera, pero no había faltas de ortografía, aunque Brunetti tuvo que reconocer que esto no demostraba nada.
Él no sabía cómo actuaba la delincuencia rusa, pero el instinto le decía que en esto no había intervenido. El que había secuestrado a Roberto tenía que conocer la villa y saber dónde podía esconderse para esperar sin ser visto hasta que el chico apareciera. En realidad, ésta era otra pregunta que no se había hecho en la primera investigación. ¿Quién estaba al corriente de los planes de Roberto para aquella noche y de su intención de ir a la villa?
Como solía ocurrirle cuando leía informes redactados por otras personas, en este caso, personas que ya no estaban relacionadas con la investigación, Brunetti se sentía intranquilo.
No sin aprensión por la facilidad con que sucumbía a sus intuiciones, tomó el teléfono y marcó el número interior de Vianello. Cuando el sargento contestó, Brunetti dijo:
—Vamos a echar un vistazo a la verja.
17
Aunque Brunetti era hombre de ciudad, ya que no había vivido más que en Venecia, apreciaba los encantos de la Naturaleza como un hombre del campo. Siempre, desde niño, le había gustado la primavera, por la alegría que traían los primeros días cálidos tras los fríos interminables del invierno. Y también por el placer del retorno de los colores: el amarillo audaz de la forsitia, el púrpura del azafrán silvestre y el verde alegre de las hojas tiernas. Ahora mismo, por la ventanilla trasera del coche que avanzaba rápidamente por la autostrada en dirección al Norte, Brunetti disfrutaba contemplando estos colores. Vianello, que viajaba en el asiento del copiloto, hablaba con Pucetti del invierno insólitamente benigno que habían tenido, durante el que no se habían helado, ni destruido, las algas de la laguna, lo que significaba que éstas infestarían las playas en el verano.
Salieron de la autopista en Treviso y retrocedieron por la estatal en dirección a Roncade. Al cabo de varios kilómetros, encontraron a la derecha un indicador que apuntaba hacia la iglesia de Sant Ubaldo.
—Es por aquí, ¿verdad? — preguntó Pucetti, que había consultado el plano antes de salir de Piazzale Roma.
—Sí -contestó Vianello-, creo que está a la izquierda, a unos tres kilómetros.
—Nunca había venido por aquí -dijo Pucetti-. Es bonito esto.
Vianello asintió, pero no dijo: nada.
Al cabo de varios minutos, al volver un recodo de la estrecha carretera, avistaron a la izquierda una robusta torre de piedra. Una tapia bastante alta partía en ángulo recto de dos lados de la torre y se perdía entre los árboles de uno y otro lado que ya reverdecían.
A un golpecito de Brunetti en el hombro, Pucetti aminoró la marcha y el coche avanzó en paralelo a la tapia durante unos centenares de metros. Cuando Brunetti vio la verja, con otro golpecito, indicó a Pucetti que parase. El coche viró por el desvío de gravilla que conducía a la verja y se detuvo en perpendicular a ésta. Los tres hombres se apearon.
En el expediente del secuestro se decía que la piedra que bloqueaba la verja por el interior medía veinte centímetros de ancho en su parte más estrecha, mientras que la distancia entre barrotes, según comprobó Brunetti, era apenas mayor que la palma de la mano, no más de diez centímetros. El comisario fue hacia la izquierda siguiendo la tapia, que tenía una vez y media su altura.
—Tendrían una escalera de mano, supongo -gritó Vianello, que se había quedado delante de la verja, con los brazos en jarras, mirando hacia lo alto. Cuando Brunetti iba a contestar, oyó un coche que se acercaba por la izquierda. Era un Fiat blanco, pequeño, con dos hombres en los asientos delanteros. Al ver a Brunetti y los agentes, el conductor aminoró la marcha y ni él ni su acompañante disimularon la curiosidad ante la presencia de los hombres uniformados y el coche azul y blanco. El Fiat se alejó lentamente, mientras en sentido contrario venía otro automóvil. También éste frenó, y sus ocupantes contemplaron atentamente a los policías que estaban delante de la villa Lorenzoni.
Una escalera de mano -pensaba Brunetti- requería una furgoneta. Roberto había sido secuestrado el veintiocho de septiembre, cuando los arbustos que bordeaban la carretera todavía conservaban sus hojas otoñales y ofrecían un buen escondite para cualquier vehículo.
Brunetti volvió a la verja y se paró delante del panel de control del sistema de alarma montado en la columna de la izquierda. Sacó un papel del bolsillo, lo miró y pulsó un código de cinco cifras en la botonera del cajetín. En la parte inferior del panel se apagó la luz roja y se encendió la verde. Detrás de la columna sonó un zumbido mecánico y la verja empezó a abrirse.
—¿Cómo lo ha averiguado? — preguntó Vianello.
—Estaba en el informe del secuestro -respondió Brunetti, no sin cierta autocomplacencia por haber tenido la idea de anotar la clave. El zumbido cesó, la verja estaba abierta de par en par.
—Es propiedad privada, ¿no, comisario? — dijo Vianello, dejando que Brunetti diera el primer paso y, con él, la orden.
—Lo es -contestó Brunetti, que cruzó la verja y empezó a subir por la avenida de grava.
Vianello indicó a Pucetti con una seña que se quedara fuera y siguió a Brunetti por la avenida. Había setos de boj a cada lado, muy tupidos, paredes verdes tras las que debían de extenderse los jardines. Al cabo de unos cincuenta metros, a uno y otro lado, se alzaban arcos de piedra, y Brunetti cruzó bajo el de la derecha. Vianello, que lo seguía a cierta distancia, lo encontró parado con las manos en los bolsillos del pantalón y los faldones del abrigo recogidos a la espalda. Estaba contemplando el terreno que tenían delante, una serie de arriates elevados, en medio de pulcros senderos de grava.
Sin decir nada, el comisario dio media vuelta, cruzó la avenida y pasó bajo el otro arco, donde volvió a pararse para mirar en derredor. Aquí se repetía meticulosamente el esquema de senderos y arriates, exacto reflejo del jardín del otro lado. Jacintos, muguete y azafrán silvestre se esponjaban al sol, dando la impresión de que también a ellos les gustaría meterse las manos en los bolsillos y echar un vistazo alrededor.
Vianello se paró al lado de Brunetti.
—¿Sí, señor? — preguntó, sin comprender por qué Brunetti no hacía nada más que mirar las flores.
—Aquí no hay piedras, ¿eh, Vianello?
Vianello, que no había prestado mucha atención al panorama, contestó:
—No, señor. Ni una. ¿Por qué?
—Si no se ha cambiado el estilo del jardín, tuvieron que traerla los secuestradores, ¿no le parece?
—¿Y pasarla por encima de la tapia?
Brunetti asintió.
—La policía local inspeccionó por lo menos la parte interior de la tapia. En toda su extensión. Y no encontró anomalías, ninguna señal en el suelo. — Miró a Vianello-. ¿Cuánto cree que pesaría la piedra?
—¿Quince kilos? — estimó Vianello-. ¿Diez?
Brunetti asintió. Ninguno de los dos consideró necesario comentar las dificultades de hacer pasar algo tan pesado por encima de la tapia.
—¿Vamos a ver la casa? — preguntó Brunetti, aunque ni él ni Vianello entendieron sus palabras como una pregunta.
Brunetti volvió a cruzar bajo el arco y Vianello lo siguió. Empezaron a subir, uno al lado del otro, por la avenida que describía una curva hacia la derecha. Delante de ellos sonaban trinos alegres de un pájaro y el aire era cálido y olía a tierra ácida.
Vianello, que andaba mirándose los pies, en el primer momento sólo advirtió las piedrecitas que le saltaban a los tobillos y el polvo que le caía en los zapatos. Fue después cuando oyó el disparo, seguido rápidamente de otro. El pequeño surtidor de piedras que saltó un metro detrás del sitio en el que había estado Vianello indicaba que, de no haberse movido el sargento, el segundo proyectil hubiera hecho blanco en él. Pero aún volaban las piedras cuando Vianello ya estaba tendido a la derecha del sendero, donde lo había derribado Brunetti, que, con el impulso que llevaba, aún recorrió unos metros más allá del caído.
Maquinalmente, Vianello se puso en cuclillas y, agachado, corrió hacia el seto. La tupida pared de ramas no procuraba un escondite, sólo un fondo oscuro sobre el que su uniforme azul se destacaba menos que sobre la grava blanca.
Sonó otro disparo, y otro.
—Aquí detrás, Vianello -gritó Brunetti y, sin detenerse a mirar dónde podía estar su jefe, Vianello corrió hacia la voz, doblando el cuerpo, con la vista nublada por el miedo. De pronto, una mano le dio un fuerte tirón del brazo izquierdo. El sargento vio un hueco en el seto y se precipitó por él como una foca que sale del agua, sin poder hacer nada más que arrastrarse, en aquel momento de pánico.
Su frenético avance quedó frenado por algo duro: las rodillas de Brunetti. El sargento se apartó rodando, se puso de pie torpemente y sacó el revólver. Le temblaba la mano.
Brunetti estaba frente a él, con el revólver en la mano, junto a un pequeño hueco que había dejado en el seto la eliminación de uno de los arbustos. Se apartó del hueco.
—¿Está bien, Vianello? — preguntó.
—Sí -fue todo lo que pudo decir el sargento. Y luego-: Gracias, comisario.
Brunetti asintió, se agachó y asomó un instante la cabeza fuera de la pantalla protectora de las ramas de los árboles.
—¿Puede ver algo? — preguntó Vianello.
Brunetti lanzó un doble gruñido negativo. A su espalda, desde la verja, vibró en el aire el agudo balido en dos tonos de la sirena de la policía. Los dos hombres volvieron la cabeza tendiendo el oído para descubrir si se acercaba, pero el sonido parecía permanecer estático. Brunetti se irguió.
—¿Pucetti? — preguntó Vianello, considerando poco probable que la policía local pudiera haber llegado tan pronto.
Durante un momento, Brunetti pensó en dirigirse hacia la casa, en busca del que había disparado contra ellos, pero el sonido de la sirena le hizo recobrar el sentido de la prudencia.
—Regresemos -dijo volviéndose hacia la entrada y retrocediendo por el sendero que discurría entre los arriates elevados-. Seguramente, Pucetti habrá pedido refuerzos.
Se mantenían pegados al seto, del que no se apartaron ni cuando éste, en un brusco viraje hacia la izquierda, dejaba de estar en la línea de fuego. Ninguno de los dos se atrevía a pisar el sendero de grava. Sólo cuando estuvieron a la vista de la tapia, Brunetti se sintió lo bastante seguro como para abrirse paso, no sin dificultades, por entre las tupidas ramas y salir al sendero.
La verja estaba cerrada, pero ahora el coche de la policía estaba atravesado ante ella, bloqueándola.
Cuando estuvieron a varios metros de la verja, Brunetti gritó, dominando con la voz el persistente aullido de la sirena:
—¿Pucetti?
Detrás del coche sonó una voz en respuesta a su llamada, pero no se veía al joven policía.
—¿Pucetti? — volvió a gritar Brunetti.
—Muéstreme el arma, comisario -dijo Pucetti desde detrás del coche.
Brunetti comprendió, e inmediatamente levantó la mano, para demostrar que aún empuñaba el revólver.
Pucetti, al comprobarlo, salió de detrás del coche, con su propia arma en la mano, pero apuntando al suelo. Metió la mano por la ventanilla del coche y la sirena enmudeció. En el repentino silencio, el agente dijo:
—Quería asegurarme, comisario.
—Bien hecho -respondió Brunetti, preguntándose si a él se le hubiera ocurrido prevenir la eventualidad de una toma de rehenes-. ¿Ha llamado a la policía local?
—Sí, señor. Hay un puesto de carabinieri a la entrada de Treviso. No tardarán. ¿Qué ha pasado?
—Han empezado a dispararnos cuando íbamos por la avenida.
—¿Han visto quiénes eran? — preguntó Pucetti.
Brunetti movió negativamente la cabeza y Vianello dijo:
—No.
La siguiente pregunta del joven oficial quedó cortada por el sonido de otra sirena, ésta procedente de Treviso.
Brunetti, alzando la voz, cantó los números de la clave de la verja a Pucetti, que fue pulsándolos. La verja empezó a abrirse y, antes de que Brunetti pudiera sugerirlo, Pucetti subió al coche, hizo marcha atrás y lo situó de través en medio de las puertas, rozando una de ellas con el parachoques delantero y dejando al otro lado espacio suficiente para que se pudiera pasar.
En el jeep que paró detrás del coche venían dos carabinieri. El conductor bajó el cristal de su ventanilla.
—¿Qué ocurre? — inquirió, dirigiendo la pregunta a los tres hombres. Era un individuo de cara angulosa y cetrina que hablaba en un tono de voz tranquilo, como si fuera perfectamente normal recibir el aviso de que alguien disparaba contra la policía.
—Alguien ha empezado a disparar desde ahí arriba -explicó Brunetti.
—¿Saben quiénes son ustedes? — preguntó el carabiniere. Ahora se percibía más claramente el acento. Sardo. Quizá estaba acostumbrado a recibir esta clase de llamadas. No hizo ademán de bajar del coche.
—No -contestó Vianello-. ¿Es que eso cambia las cosas?
—Han tenido tres robos. Y luego el secuestro. Por eso, al ver a alguien subir por la avenida, es lógico que dispararan. Es lo que haría yo.
—¿Contra esto? — dijo Vianello dándose una palmada en el uniforme con un ademán un tanto melodramático.
—Contra eso -replicó el carabiniere señalando el revólver que Brunetti aún tenía en la mano.
Ahora intervino el comisario.
—Lo cierto es que nos han disparado, agente. — Tuvo que morderse la lengua para no decir más.
Por toda respuesta, el carabiniere retiró la cabeza de la ventanilla, subió el cristal y sacó un teléfono móvil. Brunetti le vio marcar un número mientras, a su espalda, Pucetti suspiraba:
—Gesù bambino.
Después de una breve conversación, el carabiniere tecleó otro número. Esperó un momento, estuvo hablando un rato, luego escuchó, asintió dos veces, pulsó otro botón y se inclinó hacia adelante para dejar el teléfono en el salpicadero. Después bajó el cristal.
—Ya pueden entrar -dijo señalando la verja con la barbilla.
—¿Qué? — hizo Vianello.
—Ya pueden entrar. Les he llamado, he dicho quiénes eran y me han dicho que pueden entrar.
—¿Con quién ha hablado? — preguntó Brunetti.
—Con el sobrino, ¿cómo se llama?
—Maurizio -dijo Brunetti.
—Sí. Está dentro y me ha dicho que ahora que sabe quiénes son no les disparará. — Como ninguno de ellos se movía, el carabiniere instó-: Adelante, no hay peligro. No volverán a disparar.
Brunetti y Vianello se miraron, y el comisario indicó a Pucetti con una seña que se quedara junto al coche. Sin decir nada al carabiniere, los dos hombres volvieron a cruzar la verja y a subir por la avenida de grava. Esta vez, mientras caminaban, Vianello iba mirando hacia uno y otro lado.
Los dos hombres se alejaron por la avenida en silencio.
Por el recodo que tenían delante apareció un hombre, en el que Brunetti reconoció a Maurizio, el sobrino. No llevaba ninguna arma.
La distancia entre los tres hombres fue reduciéndose.
—¿Por qué no han avisado? — gritó Maurizio cuando estaban todavía a unos diez metros-. Nunca había visto cosa tan estúpida. Fuerzan la verja y se meten por la avenida. Tienen suerte de que ninguno esté herido.
Brunetti tenía un oído infalible para detectar las bravatas.
—¿De ese modo recibe a todas sus visitas, signor Lorenzoni?
—A las que revientan la verja, sí.
—No se ha reventado nada -dijo Brunetti.
—La clave, sí -replicó Maurizio-. Sólo la sabe la familia. Y los que se colaron en la casa.
—Además de los que se llevaron a Roberto -agregó Brunetti en tono coloquial.
Maurizio no tuvo tiempo de disimular su asombro.
—¿Qué? — inquirió.
—Creo que ya me ha oído, signore. Los hombres que secuestraron a Roberto.
—No sé qué quiere decir -dijo Lorenzoni.
—La piedra -explicó Brunetti.
—No sé de qué habla.
—La piedra que bloqueaba la verja. Pesaba más de diez kilos.
—Sigo sin entenderle.
En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó con naturalidad:
—¿Tiene permiso para portar revólver, signor Lorenzoni?
—Claro que no -dijo el joven sin tratar de disimular su creciente indignación-. Pero tengo licencia de caza.
Brunetti comprendió que eso explicaba la rociada de piedras que había saltado a los pies de Vianello.
—¿Así que utilizó una escopeta de caza? Para disparar a personas.
—Han sido disparos de advertencia -puntualizó Maurizio-. Nadie está herido. Además, todo el mundo tiene derecho a defender su propiedad.
—¿Es propiedad suya la villa? — preguntó Brunetti con átona cortesía.
Observó cómo Lorenzoni se tragaba una respuesta áspera. Cuando al fin habló fue sólo para decir:
—Es propiedad de mi tío. Usted lo sabe.
A su espalda, en la verja, se oyó el ronquido de un motor al arrancar y el sonido de un vehículo que se alejaba: el carabiniere, cansado de esperar, dejaba gustoso el asunto en manos de la policía de Venecia.
La pausa dio tiempo a Lorenzoni para recuperar el aplomo.
—¿Cómo han entrado? — preguntó a Brunetti.
—Con la clave. Estaba en el informe del secuestro de su primo.
—No tienen derecho a entrar aquí sin una orden judicial.
—Ese trámite suele aplicarse únicamente cuando la policía persigue a un sospechoso con métodos ilegales, signor Lorenzoni. Aquí no veo a ningún sospechoso. ¿Usted sí? — La sonrisa de Brunetti era perfectamente natural-. Supongo que su escopeta estará inscrita en el registro de la policía local y que su licencia de caza estará al día.
—No creo que eso sea asunto suyo -replicó Lorenzoni.
—No me gusta que me disparen, signor Lorenzoni.
—Yo no le he disparado, ya le he dicho que eran disparos de advertencia.
Durante la conversación, Brunetti había estado pensando cuál sería la inevitable reacción de Patta si se enteraba de que su comisario había sido sorprendido entrando ilegalmente en la propiedad de un empresario rico e influyente.
—Quizá la razón no esté de parte de ninguno de los dos, signor Lorenzoni -dijo finalmente.
Era evidente que Lorenzoni no sabía si tomar estas palabras como una disculpa. Brunetti miró a Vianello.
—¿Qué dice usted, sargento? ¿Se le ha pasado el susto?
Pero entonces, adelantándose a la respuesta del sargento, Lorenzoni dio un paso adelante y puso la mano en el antebrazo de Brunetti. Su sonrisa le hacía parecer mucho más joven.
—Lo siento, comisario. Estaba solo en la casa y cuando se ha abierto la verja me he asustado.
—¿No ha pensado que podía ser alguien de la familia?
—Mi tío, no, porque me había llamado desde Venecia hacía veinte minutos. Y es el único que conoce la clave. — Dejó caer la mano, retrocedió un paso y dijo-: Y tenía muy presente lo que le ocurrió a Roberto. Pensé que habían vuelto y que esta vez venían a por mí.
El miedo tiene su lógica, esto lo sabía Brunetti, por lo que era posible que el joven dijera la verdad.
—Sentimos haberle asustado, signor Lorenzoni -dijo-. Hemos venido a echar un vistazo al lugar en el que ocurrió el secuestro. — Vianello, interpretando la actitud de Brunetti, rubricó sus palabras moviendo la cabeza de arriba abajo con vehemencia.
—¿Por qué? — preguntó Lorenzoni.
—Para ver si algo se les había pasado por alto.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el hecho de que ha habido tres robos en la casa. — Como Lorenzoni no hacía ningún comentario, Brunetti preguntó-: ¿Cuándo ocurrieron, antes o después del secuestro?
—Uno fue antes. Los otros dos, después. Del último hace sólo dos meses.
—¿Qué robaron?
—La primera vez, sólo cubiertos de plata del comedor. Uno de los jardineros vio una luz y entró a ver qué pasaba. Saltaron la tapia.
—¿Y las otras dos veces? — preguntó Brunetti.
—La segunda fue durante el secuestro. Es decir, después de que desapareciera Roberto, pero antes de que dejaran de llegar las peticiones de rescate. Nosotros estábamos todos en Venecia. Los ladrones debieron de entrar saltando la tapia y esta vez se llevaron varios cuadros. Hay una caja fuerte en el suelo de uno de los dormitorios, pero no la encontraron. Por eso dudo de que fueran profesionales. Probablemente, drogadictos.
—¿Y la tercera vez?
—Ocurrió hace dos meses. Estábamos aquí todos, mis tíos y yo. Me desperté en plena noche, no sé por qué, quizá había oído algo. Salí a la escalera y oí moverse a alguien en la planta baja. Bajé al estudio de mi tío y saqué la escopeta.
—¿La misma que ha usado hoy? — preguntó Brunetti.
—Sí. No estaba cargada, pero entonces yo no lo sabía. — Lorenzoni sonrió un poco cohibido al confesarlo y prosiguió-: Fui a lo alto de la escalera, encendí las luces de la planta baja y les grité. Luego bajé la escalera apuntando con la escopeta.
—Fue usted muy valiente -dijo Brunetti con sinceridad.
—Creí que la escopeta estaba cargada.
—¿Qué pasó?
—Nada. Cuando llegué a la mitad de la escalera, oí un portazo y luego ruidos en el jardín.
—¿Qué clase de ruidos?
Lorenzoni fue a contestar, se contuvo un momento y dijo:
—No sé. Estaba tan asustado que no tenía ni idea de lo que oí. — Como ni Brunetti ni Vianello denotaran sorpresa, agregó-: Tuve que sentarme en la escalera, de lo asustado que estaba.
La sonrisa de Brunetti era comprensiva.
—Menos mal que no sabía que la escopeta no estaba cargada.
Lorenzoni parecía no saber cómo interpretar estas palabras hasta que Brunetti le puso una mano en el hombro y dijo:
—No son muchos los que hubieran tenido el valor de bajar por esa escalera, puede creerme.
—Mis tíos han sido muy buenos conmigo -dijo Lorenzoni a modo de explicación.
—¿Llegó a saberse quién había sido? — preguntó Brunetti.
Lorenzoni movió la cabeza negativamente.
—No. Vinieron los carabinieri e inspeccionaron el terreno, hasta sacaron moldes de escayola de unas huellas de pisadas que encontraron al pie de la tapia. Pero ya saben lo que ocurre en estos casos -suspiró-. No hay nada que hacer. — Como si de repente hubiera recordado con quién estaba hablando, agregó-: No quería decir eso.
Brunetti, que pensaba que sí lo había querido decir, desestimó la observación con un ademán y preguntó:
—¿Qué le ha hecho pensar que nosotros podíamos ser los secuestradores que volvían?
Mientras hablaban, Lorenzoni los llevaba lentamente hacia la casa. Cuando doblaron el último recodo de la avenida, apareció de pronto el edificio, una estructura central de tres plantas con dos alas más bajas que se extendían a cada lado. Los bloques de piedra utilizados en su construcción tenían un suave resplandor rosado a los débiles rayos del sol. La luz de la tarde se reflejaba en las ventanas altas.
Recordando de pronto su condición de anfitrión, Lorenzoni preguntó:
—¿Desean tomar algo?
Por el rabillo del ojo, Brunetti observó el mal disimulado asombro de Vianello. Primero trata de matarnos y ahora nos ofrece una copa.
—Es muy amable, pero no. Lo que me gustaría es que me dijera todo lo que pueda de su primo.
—¿De Roberto?
—Sí.
—¿Qué quiere que le diga?
—Qué clase de persona era. Qué clase de bromas le gustaban. Qué clase de trabajo hacía para la empresa. Esas cosas.
Aunque la serie de preguntas parecía un tanto heterogénea, incluso para el mismo Brunetti, Lorenzoni no pareció sorprendido.
—Era... -empezó-. No sé cómo decirlo para que suene bien. No era ni mucho menos una persona complicada.
Se interrumpió. Brunetti esperaba, curioso por descubrir qué otros eufemismos utilizaría el joven.
—Era útil a la empresa porque presentaba siempre una bella figura, por lo que mi tío podía enviarlo para que representara a la empresa en cualquier parte.
—¿En negociaciones? — preguntó Brunetti.
—Oh, no -respondió Lorenzoni rápidamente-. Lo suyo eran los actos de sociedad, como llevar a los clientes a cenar o enseñarles la ciudad.
—¿Qué otras cosas hacía?
Lorenzoni reflexionó unos instantes.
—Mi tío lo enviaba a entregar documentos importantes. Por ejemplo, cuando quería asegurarse de que un contrato llegaba a su destino rápidamente, lo llevaba Roberto.
—¿Y luego pasaba varios días allí donde fuera?
—Sí, a veces -respondió Lorenzoni.
—¿Iba a la universidad?
—Se matriculó en la facoltà de Economía Commerciale.
—¿Dónde?
—Aquí, en Cà Foscari.
—¿Cuánto tiempo llevaba matriculado?
—Tres años.
—¿Cuántas asignaturas había aprobado?
La verdad, si Lorenzoni la sabía, no salió de sus labios.
—No lo sé. — Con esta última pregunta, Brunetti había roto cualquier sintonía que pudiera haber establecido su reacción a las palabras con que el joven había confesado su miedo-. ¿Por qué quiere saber todo esto? — preguntó.
—Deseo hacerme una idea de la clase de persona que era Roberto -respondió Brunetti con absoluta sinceridad.
—¿Y eso qué puede importar? Después de tanto tiempo.
Brunetti se encogió de hombros.
—No sé si puede importar o no. Pero, si tengo que pasar meses de mi vida investigando el caso, es natural que quiera saber algo de él.
—¿Meses?
—Sí.
—¿Es que volverá a abrirse la investigación del secuestro?
—Ya no es sólo secuestro. Es asesinato.
El joven hizo una mueca al oír la palabra, pero no dijo nada.
—¿Se le ocurre algo más que pueda ser importante?
Lorenzoni movió la cabeza negativamente y se volvió hacia la escalinata que subía a la puerta de la casa.
—¿Algo sobre la forma en que se comportaba poco antes de ser secuestrado?
De nuevo Lorenzoni meneó la cabeza, pero luego se paró y volvió hacia Brunetti.
—Me parece que estaba enfermo.
—¿Por qué lo dice?
—Siempre se quejaba de cansancio y de que no se encontraba bien. Creo que tenía algo de vientre, diarrea. Y había adelgazado.
—¿No decía nada más sobre su salud?
—No, nada. Pero es que en los últimos años Roberto y yo no estábamos muy unidos.
—¿Desde que empezó usted a trabajar en la empresa?
La mirada de Lorenzoni estaba tan desprovista de cordialidad como de sorpresa.
—¿Qué quiere decir?
—A mí me parecería perfectamente natural que la presencia de usted en la empresa lo molestara, sobre todo si su tío valoraba su trabajo o mostraba confianza en su criterio.
Brunetti esperaba que Lorenzoni hiciera algún comentario, pero el joven lo sorprendió dando media vuelta y empezando a subir en silencio los tres anchos escalones que conducían a la casa. Brunetti le gritó mientras se alejaba:
—¿Existe alguna otra persona que pueda hablarme de él?
En lo alto de los escalones, Lorenzoni se volvió hacia los dos hombres.
—No. Nadie lo conocía. Nadie puede ayudarle. — Se volvió de nuevo hacia la casa, entró y cerró la puerta.
18
Como el día siguiente era domingo, Brunetti se desentendió de los Lorenzoni y no volvió a dedicar atención a la familia hasta la mañana siguiente, en que asistió al funeral de Roberto, rito tan solemne como triste. La misa se celebró en San Salvador, iglesia situada a un extremo de Campo San Bartolomeo que, por su proximidad a Rialto, recibía un flujo constante de turistas durante todo el día y, por consiguiente, también durante la misa. Brunetti, sentado en uno de los últimos bancos, era consciente de su invasión, oía el murmullo de sus cuchicheos mientras deliberaban sobre cómo retratar la Anunciación del Tiziano y la tumba de Caterina Cornaro. Pero, ¿durante un funeral? Podían hacerlo en silencio y, desde luego, sin flash.
El cura, haciendo caso omiso del coro de murmullos, proseguía el milenario ritual hablando de lo efímero que es nuestro tiempo en este mundo y de la tristeza que debía de embargar a los padres y familiares de este hijo de Dios, cuya vida terrena había sido segada tan prematuramente. Pero a continuación exhortó a su auditorio a pensar en la bienaventuranza que aguarda a los fieles y los justos que son llamados a habitar en la morada del Padre Celestial, fuente de todo amor. Sólo una vez se distrajo el oficiante de sus funciones: cuando en la parte de atrás de la iglesia sonó un golpe estrepitoso, producido por una silla al ser derribada, seguido de una interjección musitada en una lengua que no era la italiana.
La liturgia prosiguió a despecho del incidente, el sacerdote y sus acólitos dieron lentamente la vuelta al féretro con cánticos y aspersiones de agua bendita. Brunetti se preguntó si sería él el único que se sentía inclinado a meditar sobre lo que se hallaba debajo de la tapa de caoba artísticamente labrada. Ninguno de los presentes lo había visto: la identidad de Roberto había tenido que determinarse sólo por unas radiografías dentales y un anillo de oro que, según le había dicho el comisario Barzan, había hecho que el conde prorrumpiera en sollozos al reconocerlo. Ni el mismo Brunetti, a pesar de haber leído el informe de la autopsia, sabía qué cantidad de sustancia física de lo que fuera Roberto Lorenzoni estaba ahora al pie del altar. Haber vivido veintiún años y haber dejado tras de sí tan poca cosa, aparte de unos padres destrozados por la pena, una novia que ya había tenido un hijo con otro y un primo que rápidamente se había instalado en el puesto de heredero. De Roberto, hijo de padre terrenal y de padre celestial, quedaba muy poco. Había sido un tipo corriente, hijo único y mimado de padres ricos, un chico del que se exigía poco y del que se esperaba aún menos. Y ahora no era más que unos huesos mondos y unas piltrafas, en una caja dentro de una iglesia, y ni el policía encargado de encontrar a su asesino podía sentir verdadera pena por su prematura muerte.
El fin de la ceremonia ahorró a Brunetti mayores cavilaciones. Cuatro hombres de mediana edad portaron el féretro desde el altar hasta la puerta de la iglesia. Detrás salieron el conde Ludovico y Maurizio, que daban el brazo a la condesa. Francesca Salviati no había asistido. Brunetti vio con tristeza que el cortejo fúnebre estaba compuesto por gente mayor, al parecer, amistades de los padres. Era como si a Roberto le hubieran robado no sólo el futuro, sino también el pasado, porque no había dejado amigos que pudieran venir a despedirlo y rezar una oración por su alma, ausente desde hacía tanto tiempo. Qué pena, haber significado tan poco, que sólo acompañaran tu partida las lágrimas de tu madre. Entonces Brunetti reparó en que a su propia muerte no tendría ni eso, porque su madre, encerrada en su demencia, hacía tiempo que no distinguía entre padre e hijo ni entre vida y muerte. ¿Y qué sentiría él si aquella caja encerrara todo lo que quedara de su propio hijo?
Bruscamente, Brunetti salió al pasillo y se unió a la fila de gente que iba hacia la puerta de la iglesia. En la escalinata, se sorprendió al ver el sol que bañaba el campo y a la gente que transitaba camino de Campo San Luca o de Rialto, ajena a Roberto Lorenzoni y a su muerte.
Brunetti decidió no seguir el féretro hasta el borde del agua para verlo subir a bordo de la embarcación que lo llevaría al cementerio, y regresó a la questura por San Lio, parándose por el camino a tomar un café y un brioche. Se terminó el café, pero del brioche sólo pudo comer un bocado. Dejó el resto en el mostrador, pagó y se fue.
Subió a su despacho. En la mesa encontró una postal de su hermano. En el anverso estaba la Fontana de Trevi y, en el reverso, en la letra cuadrada y pulcra de Sergio, el mensaje: «El trabajo, un éxito, nosotros dos, unos héroes», seguido del garabato de la firma y de la posdata: «Roma, horrenda, sórdida.»
Brunetti trató de ver si el matasellos llevaba fecha. Si la llevaba, estaba borrosa e ilegible. Se admiró de que la postal hubiera podido llegar de Roma en menos de una semana; él había recibido cartas de Turín que habían tardado tres. Pero quizá Correos daba prioridad a las postales, o quizá las preferían porque eran más pequeñas y más ligeras. Leyó el resto del correo, en el que había cosas importantes, pero ninguna interesante.
La signorina Elettra estaba junto a la mesa de la ventana, poniendo unos lirios en un jarrón alto que recibía un haz de luz que bañaba la mesa y el suelo. Llevaba un jersey casi del mismo color que los lirios y su figura era casi tan esbelta como ellos.
—Son muy bonitos -dijo él al entrar.
—¿Verdad que sí? Pero me gustaría saber por qué los de invernadero no tienen aroma.
—¿No?
—Muy poco. Huela. — Se hizo a un lado.
Brunetti se inclinó. No tenían aroma, sólo un ligero olor genérico a vegetal.
Pero, antes de que pudiera hacer un comentario, oyó una voz a su espalda que decía:
—¿Se trata de una nueva técnica de investigación, comisario?
La voz del teniente Scarpa tenía una cantinela de curiosidad. Cuando Brunetti se irguió y se volvió a mirarlo, la cara de Scarpa era una máscara de respetuosa atención.
—Sí, teniente -respondió-. La signorina Elettra me decía que, como los lirios son tan bellos, resulta difícil saber cuándo están corrompidos. Hay que olerlos para saberlo.
—¿Y están corrompidos? — preguntó el teniente Scarpa con aparente interés.
—Todavía no -se adelantó a contestar la signorina Elettra yendo hacia su mesa. Al pasar por delante de Scarpa, se paró y mirándole el uniforme de arriba abajo dijo-: Con las flores es más difícil notarlo. — Y siguió andando. Cuando estuvo en su mesa, con una sonrisa tan falsa como la de él, preguntó-: ¿Deseaba algo, teniente?
—El vicequestore me ha pedido que subiera -respondió él con voz ronca.
—Pues adelante -dijo ella, agitando la mano en dirección a la puerta del despacho de Patta. Sin decir nada, Scarpa pasó junto a Brunetti, dio un golpe en la puerta y entró sin aguardar respuesta.
Brunetti esperó a que se cerrara la puerta para decir:
—Debería tener cuidado con él.
—¿Con él? — hizo ella sin disimular el desdén.
—Con él, sí -repitió Brunetti-. Tiene el favor del vicequestore.
Ella se inclinó hacia adelante y levantó un cuadernito de piel marrón.
—Y yo tengo su agenda. Eso equilibra las cosas.
—Yo no estaría tan seguro -insistió Brunetti-. Puede ser peligroso.
—Si le quitas el arma, no es más que otro terron maleducato.
Brunetti no estaba seguro de si podía tolerar, por un lado, una falta de respeto hacia un funcionario que tenía el grado de teniente y, por otro, una alusión despectiva a su lugar de origen. Luego recordó que estaban hablando de Scarpa y lo dejó pasar.
—¿Ha hablado ya con el hermano de su amigo acerca de Roberto Lorenzoni, signorina?
—Sí, dottore. Olvidé decírselo. Perdone.
Brunetti observó con interés que ella parecía más afectada por este olvido que por el incidente con el teniente Scarpa.
—¿Qué dijo?
—No mucho. Quizá por eso lo olvidé. Sólo que Roberto era vago, que estaba muy mimado y que siempre copiaba.
—¿Nada más?
—También me dijo Edoardo que Roberto siempre estaba buscándose líos por meter la nariz en los asuntos de los demás, que cuando iba a casa de otros chicos abría cajones y curioseaba en sus cosas. Me dio la impresión de que casi lo admiraba por eso. Dijo que un día Roberto se escondió después de clase para quedarse encerrado en la escuela, y registró las mesas de todos los maestros.
—¿Por qué lo hizo? ¿Para robarles?
—Oh, no. Sólo quería ver qué tenían.
—¿Seguían en contacto cuando secuestraron a Roberto?
—En realidad, no. Edoardo estaba haciendo el servicio militar en Modena. Dijo que, cuando ocurrió el secuestro, hacía más de un año que no se veían. Pero que lo apreciaba.
Brunetti no sabía qué pensar de la información. De todos modos, dio las gracias a la signorina Elettra, se abstuvo de volver a ponerla en guardia contra el teniente Scarpa y regresó a su despacho.
Miró las cartas y los informes que tenía encima de la mesa y los apartó a un lado. Se sentó, abrió el cajón de abajo con la punta del zapato derecho y apoyó los dos pies en la madera. Cruzó los brazos y se quedó con la mirada fija en el espacio situado encima del armario. Trataba de evocar alguna emoción por Roberto, y fue la imagen del chico encerrado en la escuela curioseando en las mesas de sus maestros lo que hizo que Brunetti empezara por fin a hacerse una idea de su manera de ser. No hizo falta más que la percepción de su humanidad inexplicable para que Brunetti, finalmente, se llenara de esa terrible compasión por los muertos que tantas veces había sentido en su vida. Pensó en todo lo que hubiera podido ser la vida de Roberto. Hubiera podido encontrar un trabajo que le gustara, una mujer a la que amar, hubiera podido tener un hijo.
Con él moría la familia; por lo menos, la descendencia directa del conde Ludovico.
Brunetti sabía que el linaje de los Lorenzoni se remontaba a los lejanos siglos en los que la historia y la leyenda se confunden, y se preguntaba qué debía de sentir el conde al verlo acabar. Recordaba que Antígona decía que lo más terrible de la muerte de sus hermanos era que, al no poder sus padres tener más hijos, con aquellos cuerpos que se pudrían al pie de la muralla de Tebas, moría la familia.
Pensó en Maurizio, ahora presunto heredero del imperio Lorenzoni. Aunque los dos muchachos se habían criado juntos, no daba la impresión de que entre ellos hubiera mucho afecto o cariño. Al parecer, toda la devoción de Maurizio era para sus tíos. Por lo tanto, no iba a ser él quien les causara tan tremendo dolor robándoles a su único hijo. Pero Brunetti había visto más de una vez que el poder de auto justificación del criminal no tiene límite y sabía que Maurizio podía muy bien convencerse a sí mismo de que sería una obra de caridad darles un heredero competente, abnegado y trabajador, alguien que cumpliera plenamente sus expectativas de lo que debía ser un hijo, por lo que pronto superarían la pérdida de Roberto. Peores casos había visto Brunetti.
Llamó a la signorina Elettra y le preguntó si había averiguado el nombre de la muchacha a la que Maurizio había roto la mano. Ella le dijo que estaba anotado en hoja aparte al final de la relación de los valores que poseían los Lorenzoni. Brunetti buscó las últimas hojas. Maria Teresa Bonamini, y una dirección de Castello.
Marcó el número y preguntó por la signorina Bonamini. La mujer que contestó dijo que estaba trabajando. Cuando preguntó dónde, la mujer, sin tratar de averiguar quién deseaba saberlo, le dijo que trabajaba de dependienta en Coin, sección de moda para señora.
Brunetti pensó que sería preferible hablar con ella personalmente y, sin decir adonde iba, salió de la questura y se encaminó hacia los grandes almacenes.
Desde el incendio, ocurrido hacía casi diez años, le resultaba difícil entrar en el edificio. La hija de un amigo suyo fue una de las víctimas. Un empleado imprudente prendió fuego a unas láminas de plástico y, a los pocos minutos, todo el edificio era un infierno lleno de humo. En aquel momento, el que la muchacha hubiera muerto asfixiada y no quemada parecía un consuelo. Al cabo de los años, sólo quedaba la realidad de su muerte.
Subió por la escalera mecánica al primer piso y se encontró en un mundo marrón, el color elegido por Coin para aquel verano: blusas, faldas, vestidos, sombreros se confundían en un torbellino de tonos terrosos. Lamentablemente, las dependientas habían decidido -o se les había ordenado- vestir del mismo color, y era casi imposible distinguirlas en este mar de mostazas, chocolates, caobas y castaños. Menos mal que en aquel momento una fue hacia él, destacándose del perchero de vestidos ante el que había estado.
—¿Dónde puedo encontrar a Teresa Bonamini, por favor? — preguntó Brunetti.
La muchacha se volvió y señaló hacia el fondo de la tienda.
—En peletería -dijo, y siguió andando hacia una mujer con chaqueta de ante que la llamaba levantando la mano.
Brunetti siguió la dirección indicada y se encontró entre hileras de abrigos y chaquetas de piel, una hecatombe de fauna, cuyas ventas no parecían afectadas por el fin de la temporada de invierno. Había zorro de pelo largo, lustroso visón y una piel muy tupida que él no pudo identificar. Años atrás, una ola de conciencia social recorrió la industria de la moda italiana, y durante una temporada se recomendó a las mujeres comprar la pelliccia ecologica, pieles con llamativos dibujos y colores que no disimulaban su condición de sintéticas. Pero por original que fuera el diseño y alto su precio, no podían costar tanto como las pieles auténticas, por lo que no satisfacían la vanidad. Eran símbolo más de principios que de posición social y pronto pasaron de moda y fueron regaladas a las señoras de la limpieza o enviadas a las refugiadas de Bosnia. Y, lo que era peor, se convirtieron en una pesadilla ecológica: montañas de material plástico no biodegradable. Y a las tiendas había vuelto la piel auténtica.
—Sì, signore? -preguntó la vendedora acercándose a Brunetti y sacándolo de sus reflexiones sobre la vanidad de los humanos deseos. Era rubia, con ojos azules y casi tan alta como él.
—¿Signorina Bonamini?
—Sí -respondió ella, dedicando a Brunetti una atenta mirada en lugar de una sonrisa.
—Deseo hablar con usted sobre Maurizio Lorenzoni, signorina.
Ella mudó de expresión instantáneamente. La curiosidad pasiva se trocó en irritación e incluso en alarma.
—Eso ya está arreglado. Pregunte a mi abogado.
Brunetti dio un paso atrás y sonrió con cortesía.
—Perdón, signorina. Debí presentarme. — Sacó la cartera del bolsillo y la levantó de modo que ella pudiera ver su foto-. Soy el comisario Guido Brunetti y deseo hablarle de Maurizio Lorenzoni. No hacen falta abogados. Sólo me gustaría hacerle unas preguntas sobre él.
—¿Qué clase de preguntas? — dijo la muchacha aún recelosa.
—Qué clase de persona es, cuál es su carácter.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Como probablemente ya sabrá, ha sido hallado el cadáver de su primo y ha vuelto a abrirse la investigación de su secuestro. Así pues, hemos de empezar de nuevo a recoger información sobre la familia.
—¿No es sobre lo de la mano?
—No, signorina. Estoy enterado del incidente, pero no he venido para hablarle de él.
—Yo no presenté denuncia. Fue un accidente.
—Pero tenía una mano rota, ¿no? — preguntó Brunetti, dominando el impulso de mirarle las manos, que ella tenía a los lados del cuerpo.
En respuesta a su pregunta, ella levantó la mano izquierda y la agitó delante de Brunetti, moviendo los dedos.
—Está perfectamente, ¿ve? — dijo.
—Sí, ya veo, y lo celebro -dijo Brunetti volviendo a sonreír-. Pero, ¿por qué ha hablado usted de un abogado?
—Cuando ocurrió aquello, firmé una declaración comprometiéndome a no presentar demanda contra él. Realmente, fue un accidente -agregó con vehemencia-. Yo iba a bajar del coche por su lado y él cerró la puerta sin saber que yo estaba allí.
—Si fue un accidente, ¿por qué tuvo que firmar la declaración?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Su abogado se lo aconsejó.
—¿Se hizo algún pago? — preguntó Brunetti.
Al oír esto, ella perdió su ecuanimidad.
—No fue nada ilegal -dijo con la autoridad del que lo sabe por boca de más de un abogado.
—Ya lo sé, signorina, era simple curiosidad. No tiene absolutamente nada que ver con lo que me gustaría saber acerca de Maurizio.
Detrás de él sonó una voz que se dirigía a la Bonamini:
—¿Tiene el zorro en talla cuarenta?
En la cara de la muchacha brotó una sonrisa.
—No, señora. Los hemos vendido todos. Pero lo tenemos en la cuarenta y cuatro.
—No, no -dijo la mujer vagamente y se alejó hacia las faldas y blusas.
—¿Conocía a su primo? — preguntó Brunetti cuando recuperó la atención de la signorina Bonamini.
—¿Roberto?
—Sí.
—No llegué a conocerlo, pero Maurizio me hablaba de él a veces.
—¿Qué decía? ¿Lo recuerda?
Ella reflexionó.
—No; nada en particular.
—¿Podría decirme, por lo menos, si por la forma en que Maurizio hablaba de él parecían tener una buena relación?
—Eran primos -dijo ella como si esto fuera suficiente explicación.
—Eso ya lo sé, signorina, pero me gustaría saber si, por algo que dijera Maurizio o por la impresión que pudiera darle, no importa cómo, tenía usted una idea de lo que Maurizio pensaba de su primo. — Aquí Brunetti introdujo otra sonrisa.
Distraídamente, la muchacha alargó la mano y enderezó una chaqueta de visón.
—Pues... -empezó, hizo una pausa y prosiguió-: Yo diría que Maurizio estaba irritado con él.
Brunetti se abstuvo de interrumpir con apremios ni preguntas.
—Una vez lo enviaron... me refiero a Roberto, a París, me parece. En cualquier caso, a una ciudad importante, donde los Lorenzoni tenían una gran operación en marcha. No llegué a saber exactamente qué había pasado, pero me parece que Roberto abrió un paquete o algo por el estilo, o leyó un contrato y luego lo comentó con alguien que no debía enterarse. Lo cierto es que la operación se anuló.
La joven miró a Brunetti y vio su gesto de decepción.
—Ya sé, ya sé que no es mucho, pero Maurizio estaba furioso. — Después de reflexionar, optó por hacer el comentario-: Y Maurizio tiene muy mal genio.
—¿Lo dice por lo de la mano? — preguntó Brunetti.
—Nada de eso -respondió ella rápidamente-. Esto fue un accidente. Él no quería hacerlo, créame; si lo hubiera hecho a propósito, yo hubiera ido al puesto de carabinieri a la mañana siguiente, nada más salir del hospital. — Utilizó la mano en cuestión para arreglar otra prenda de piel en la percha-. Es sólo que a veces pierde los estribos y grita. Que yo sepa, nunca ha hecho nada. Pero cuando se pone así, no se puede hablar con él; parece otra persona.
—Y ¿cómo es cuando parece él?
—Muy serio. Por eso dejé de salir con él. Siempre estaba llamando para decir que tenía que quedarse a trabajar o que teníamos que llevar a cenar a alguien del negocio. Entonces ocurrió esto -dijo agitando otra vez la mano-, y le dije que habíamos terminado.
—¿Él cómo lo tomó?
—Creo que con alivio, sobre todo cuando le dije que así y todo firmaría el papel para los abogados.
—¿Ha sabido de Maurizio desde entonces?
—No. A veces lo veo por la calle, y nos saludamos. Pero sin hablar apenas, sólo ¿cómo estás? y cosas así.
Brunetti volvió a sacar la cartera y extrajo de ella una tarjeta.
—Si recuerda algo más, ¿me llamará a la questura?
Ella tomó la tarjeta y la guardó en el bolsillo de su jersey marrón.
—Desde luego -dijo sin entonación, y él dudó de que la tarjeta llegara a la noche.
Brunetti le tendió la mano, estrechó la de ella y se alejó hacia la escalera por entre los percheros de pieles. Mientras bajaba hacia la puerta principal, se preguntaba cuántos millones en negro habría recibido ella a cambio de su firma en un papel. Pero, como se había recordado a sí mismo en tantas ocasiones, la evasión de impuestos no era asunto suyo.
19
Cuando Brunetti volvió al despacho después del almuerzo, el guardia de la puerta le dijo que el vicequestore Patta deseaba verlo. Temiendo que este deseo fuera fruto de la actitud de la signorina Elettra para con el teniente Scarpa, subió inmediatamente.
Pero, si alguna queja había formulado el teniente Scarpa, no se evidenciaba, ya que la disposición de Patta parecía insólitamente afable. Al momento, Brunetti se puso en guardia.
—¿Algún progreso en el caso Lorenzoni, Brunetti? — preguntó Patta cuando el comisario hubo tomado asiento frente a la mesa del vicequestore.
—Todavía no, señor; pero tengo varias pistas interesantes. — Con esta bien dosificada mentira, Brunetti pretendía dar a entender que la investigación avanzaba lo suficiente como para que se le mantuviera en el caso, pero no tanto como para que Patta pidiera detalles.
—Bien, bien -musitó el vicequestore, de lo que Brunetti dedujo que aquella mañana su superior no sentía interés alguno por los Lorenzoni, y se quedó callado, sin hacer preguntas. La experiencia le había enseñado que Patta no era partidario de brindar información espontáneamente, sino que prefería que su interlocutor se esforzara en extraérsela, y Brunetti no iba a darle ese gusto.
—Se trata del programa ese, Brunetti -dijo Patta al fin.
—¿Sí, señor? — inquirió cortésmente su subordinado.
—El que hace la RAI sobre la policía.
Brunetti recordó entonces vagamente el proyecto de un programa dedicado a la policía que debía realizarse en unos estudios cinematográficos de Padua. Hacía varias semanas que había recibido una carta en la que se le preguntaba si estaría dispuesto a colaborar en calidad de asesor, ¿o en la de comentarista? Echó la carta a la papelera y se olvidó de ella.
—¿Sí, señor? — repitió, sosteniendo el tono de cortesía.
—Le quieren a usted.
—¿Cómo?
—A usted. Quieren que sea el asesor y hacerle una entrevista acerca del funcionamiento del sistema policial.
Brunetti pensó en todo el trabajo que le aguardaba, y en la investigación Lorenzoni.
—Eso es ridículo.
—Estoy completamente de acuerdo con usted -convino Patta-. Les he dicho que necesitan a alguien que tenga más experiencia, alguien con una visión más amplia del trabajo policial, que pueda verlo como un todo, no como una serie de casos y delitos aislados.
Una de las cosas de Patta que más irritaban a Brunetti era que el melodrama barato de su vida tuviera unos diálogos tan ramplones.
—¿Y qué han contestado ellos a esa sugerencia?
—Que tenían que hablar con Roma. De allí partió la idea. Han quedado en volver a llamarme mañana por la mañana. — Patta dio a la frase una inflexión que la convertía en pregunta.
—No sé quién puede haberme propuesto para este proyecto. No me gustan estas cosas, ni deseo intervenir.
—Eso mismo les he dicho yo -asintió Patta y, al observar el gesto de sorpresa de Brunetti, agregó-: Me ha parecido que no querría que algo lo distrajera del caso Lorenzoni, ahora que hemos vuelto a abrirlo.
—¿Y entonces?
—Pues entonces les he sugerido que elijan a otro.
—¿Otro con más experiencia?
—Sí.
—¿A quién? — preguntó Brunetti bruscamente.
—A mí, naturalmente -dijo Patta con voz llana y en tono discursivo, como el que enuncia el punto de ebullición del agua.
Aunque era cierto que Brunetti no deseaba intervenir en un programa de televisión, le irritaba que Patta se creyera con derecho a arrogarse la intervención.
—¿Lo hace TelePadova? — preguntó Brunetti.
—Sí. ¿Eso qué tiene que ver? — preguntó Patta. Para el vicequestore la televisión era la televisión, y punto.
Brunetti, dejándose llevar de la pura perversidad, contestó:
—En tal caso, quizá el programa esté dirigido a una audiencia local y deseen a alguien que hable el dialecto o que, por lo menos, tenga el acento del Véneto.
De la voz y el semblante de Patta desapareció hasta el último vestigio de cordialidad.
—No veo qué importancia pueda tener eso. El crimen es un problema nacional y hay que tratarlo a escala nacional, no fragmentado por provincias, como parece creer usted. — Entornó los ojos al preguntar-: ¿O acaso es miembro de esa Lega Nord?
Brunetti no era miembro de la Lega Nord, pero no reconocía a Patta el derecho a hacer la pregunta ni a recibir la respuesta.
—No creo que me haya llamado para hablar de política.
Patta, con el apetecible premio de una aparición en televisión danzando ante los ojos, dominó la cólera con evidente esfuerzo.
—No; si lo menciono es para señalar los peligros que entrañan esos planteamientos. — Alineó una carpeta con el borde de la mesa y preguntó en tono sereno, como si acabara de abordarse el tema-: En fin, ¿qué le parece que hagamos con la cosa esa de la televisión?
Brunetti, siempre sensible a la seducción del lenguaje, quedó encantado con el empleo por Patta del plural y también con su degradación del proyecto a «la cosa esa de la televisión». Debía de desearlo desesperadamente.
—Cuando llamen, dígales, sencillamente, que no estoy interesado.
—¿Y entonces qué? — preguntó Patta, ansioso por descubrir qué iba a pedirle Brunetti a cambio.
—Puede sugerirles lo que crea conveniente.
La expresión de Patta indicaba que no daba crédito a las palabras de Brunetti. No era ésta la primera prueba de la inestabilidad mental de su subordinado: una vez le había dicho que su esposa tenía un Canaletto colgado en la cocina; había rechazado un ascenso que comportaba trabajar directamente para el ministro del Interior en Roma, y ahora esto, la confirmación definitiva de su desequilibrio: la negativa a salir por televisión.
—Está bien, si eso es lo que desea, Brunetti, así se lo diré a esa gente. — Como era habitual en él, Patta empezó a trasladar papeles de un lado al otro del escritorio, para demostrar cómo lo agobiaba el trabajo-. Y ¿qué hay de los Lorenzoni?
—Hablé con el sobrino y con varias personas que lo conocen.
—¿Por qué? — preguntó Patta con auténtica sorpresa.
—Porque ha pasado a ser el heredero. — Brunetti no estaba seguro de que esto fuera cierto, pero, a falta de otro Lorenzoni varón, parecía lo más probable.
—¿Insinúa usted que es el responsable del asesinato de su propio primo?
—No, señor; sólo digo que es la persona a la que más beneficia la muerte de su primo y, por consiguiente, merece la pena investigarlo.
Patta no dijo nada a esto, y Brunetti se preguntó si estaría estudiando la original e inaudita teoría de que el beneficio personal puede ser móvil de un asesinato, con vistas a utilizarla en la investigación criminal.
—¿Qué más?
—Poca cosa -respondió Brunetti-. Me gustaría hablar con varias personas más y luego otra vez con los padres.
—¿Los padres de Roberto? — preguntó Patta.
Brunetti resistió la tentación de contestar que difícilmente podría interrogar a los de Maurizio, estando el padre muerto y la madre ausente.
—Sí, señor.
—Usted tiene presente quién es él, ¿verdad? — preguntó Patta.
—¿Lorenzoni?
—El conde Lorenzoni -rectificó Patta automáticamente. Aunque el gobierno italiano había suprimido los títulos nobiliarios hacía décadas, Patta era de los que no podían dejar de sentir debilidad por la aristocracia.
Brunetti hizo caso omiso de la rectificación.
—Me gustaría volver a hablar con él. Y con su esposa.
Patta abrió la boca para protestar, pero recordando quizá a TelePadova se limitó a hacer una recomendación:
—Trátelos bien.
—Sí, señor -dijo Brunetti. Durante un momento pensó en volver a sacar el tema del ascenso de Bonsuan, pero desistió y se levantó. Patta, atento a los papeles que tenía encima de la mesa, no se dio por enterado de la marcha del comisario.
La signorina Elettra aún no estaba en su despacho, y Brunetti bajó a la oficina de los policías de uniforme, en busca de Vianello. Encontró al sargento en su mesa y le dijo:
—Me parece que ya es hora de que hablemos con los chicos que robaron el coche de Roberto.
Vianello sonrió señalando con la barbilla unos papeles que tenía en la mesa. Al ver la nítida tipografía de la impresora láser, Brunetti preguntó:
—¿Elettra?
—No, señor. Llamé a la muchacha que salía con él. Ella se me quejó de acoso policial y dijo que ya le había dado las direcciones a usted, pero insistí, conseguí los nombres y encontré las direcciones.
Brunetti señaló con gesto interrogativo la hoja de papel, que en nada se parecía a los informes que solía garabatear Vianello.
—La signorina está enseñándome a usar el ordenador -explicó el sargento sin disimular el orgullo.
Brunetti tomó el papel y lo sostuvo alargando el brazo, para leer la pequeña letra.
—Vianello, aquí hay dos nombres y direcciones. ¿Para eso necesita ordenador?
—Si se fija en las direcciones, comisario, verá que uno de ellos está en Génova, haciendo el servicio militar. Y eso ha salido del ordenador.
—Oh -dijo Brunetti acercándose el papel-. ¿Y el otro?
—El otro está aquí, en Venecia, y ya he hablado con él -afirmó Vianello, molesto.
—Buen trabajo -dijo Brunetti, la única fórmula que se le ocurrió para desagraviar a Vianello-. ¿Qué le ha dicho del coche? ¿Y de Roberto?
Vianello miró a Brunetti, aplacado.
—Lo mismo que han dicho todos. Que es un figlio di papà con mucho dinero y poco trabajo. Cuando le pregunté por el robo del coche, al principio lo negaba. Entonces le dije que no habría consecuencias, que sólo queríamos detalles. Y me explicó que Roberto les pidió que se lo llevaran, para llamar la atención de su padre. Bueno, eso no lo dijo Roberto; me lo ha dicho él. En realidad, parecía que el chico sentía pena por él, por Roberto.
Cuando vio que Brunetti iba a decir algo, aclaró:
—No por el hecho de que hubiera muerto, o no sólo por eso. Me ha dado la impresión de que sentía que Roberto tuviera que recurrir a estos medios para llamar la atención de su padre, que estuviera tan solo, tan perdido.
Brunetti dio un gruñido afirmativo, y Vianello prosiguió:
—Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un aparcamiento y volvieron en tren. Roberto lo pagó todo y los invitó a cenar.
—Aún eran amigos cuando él desapareció, ¿verdad?
—Parece que sí, pero éste... Niccolò Pertusi se llama, conozco a su tío, y dice que es buen chico... Bien, pues Niccolò me ha dicho que durante las últimas semanas antes de que ocurriera aquello, Roberto parecía otro. Siempre estaba cansado, se habían acabado las bromas, sólo hablaba de lo mal que se encontraba y de los médicos que lo visitaban.
—Y no tenía más que veintiún años -dijo Brunetti.
—Lo sé. Extraño, ¿verdad? Me gustaría saber si realmente estaba enfermo. — Vianello se echó a reír-. Mi tía Lucia diría que era un aviso. Sólo que ella diría -y aquí Vianello ahuecó la voz tétricamente-: «Un Aviso.»
—No -respondió Brunetti-. A mí me parece que estaba realmente enfermo.
Ninguno de los dos tuvo que decir explícitamente lo que procedía hacer ahora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se fue a su despacho, a hacer la llamada.
Como de costumbre, perdió diez minutos explicando a varias secretarias y enfermeras quién era y qué deseaba, más otros cinco que invirtió en convencer al especialista de Padua, el doctor Giovanni Montini, de que la información que solicitaba sobre Roberto Lorenzoni era necesaria. Y el tiempo que tuvo que esperar mientras el médico enviaba a una enfermera a buscar la ficha de Roberto.
Cuando el doctor Montini tuvo por fin la ficha en sus manos, dijo a Brunetti unas palabras que el comisario había oído tantas veces que ya empezaba a sentir los síntomas que describían: cansancio, dolor abdominal y malestar general.
—¿Y llegó a descubrir la causa, doctor? — preguntó Brunetti-. Al fin y al cabo, no debe de ser frecuente que una persona tan joven presente ese cuadro.
—Podía tratarse de depresión -apuntó el médico.
—Por lo que he podido averiguar, Roberto Lorenzoni no parecía un tipo depresivo -dijo Brunetti.
—Quizá no -convino el médico. Brunetti oyó ruido de papeles-. No; no tengo ni idea de lo que podía ocurrirle a ese chico -concluyó el médico-. Los análisis hubieran podido sacarnos de dudas.
—¿Análisis?
—Sí. Era un paciente particular y podía pagarlos de su bolsillo. Pedí una serie de pruebas completa.
Brunetti hubiera podido preguntar si un paciente que tuviera los mismos síntomas, pero fuera atendido por la sanidad estatal, hubiera sido analizado. Pero lo que preguntó fue:
—¿«Hubieran podido», doctor?
—Sí; no los tengo en el expediente.
—¿Por qué no?
—Como él no volvió a llamar para pedir hora, seguramente nosotros no reclamamos los resultados al laboratorio.
—¿Podrían reclamarlos ahora, doctor?
La resistencia del médico era audible.
—Eso es muy irregular.
—Pero, ¿cree que podríamos tener esos resultados, doctor?
—No veo de qué podría servir.
—Doctor, en este momento, cualquier información que podamos conseguir acerca del muchacho puede ayudarnos a descubrir a las personas que lo asesinaron. — Brunetti había podido comprobar muchas veces que, por habituadas que estuvieran las personas a la palabra «muerte», todas respondían igual a la palabra «asesinato».
Tras una larga pausa, el médico preguntó:
—¿No existe una vía oficial por la que pueda usted reclamarlos?
—La hay, pero comporta un proceso largo y complicado. Doctor, si los pidiera usted, nos ahorraría tiempo y papeleo.
—Bien, supongo que tiene razón -dijo el doctor Montini, y nuevamente era audible su resistencia.
—Muchas gracias, doctor -dijo Brunetti, y le dio el número de fax de la questura.
El médico, al verse tan arteramente inducido a enviar el fax, se vengó con la única arma que tenía a su alcance:
—De acuerdo, pero a finales de semana -y colgó sin esperar la respuesta de Brunetti.
20
Recordando la exhortación de su superior de tratar bien a los Lorenzoni -ya sabría Patta qué habría querido decir con eso-, Brunetti marcó el número del móvil de Maurizio y le preguntó si podría hablar con la familia a última hora de la tarde.
—No sé si mi tía está en condiciones de ver a alguien -dijo Maurizio, con un ruido de fondo que podía ser de tráfico callejero.
—Entonces tendré que hablar con usted y con su tío -dijo Brunetti.
—Ya hemos hablado, hace dos años que hablamos con toda clase de policías, ¿y adonde nos ha llevado? — preguntó el joven. Brunetti advirtió que, si bien las palabras podían ser sarcásticas, el tono era apenado.
—Comprendo sus sentimientos -dijo Brunetti, consciente de que era mentira-, pero necesito de ustedes más información.
—¿Qué información?
—Sobre los amigos de Roberto. Sobre distintas cosas. Las empresas Lorenzoni, por ejemplo.
—¿Las empresas? — preguntó Maurizio, y esta vez tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido de fondo. Lo que dijo a continuación lo ahogó una voz de hombre que sonaba por un sistema de megafonía.
—¿Dónde está ahora? — preguntó Brunetti.
—En el ochenta y dos, entrando en Rialto -contestó Maurizio, y repitió la pregunta-: ¿De las empresas?
—El secuestro pudo estar relacionado con ellas.
—Eso es absurdo -dijo Maurizio con vehemencia, y el anuncio que se repetía por el altavoz, de que Rialto era la próxima parada, volvió a tapar sus palabras.
—¿A qué hora puedo ir? — preguntó Brunetti, como si Lorenzoni no hubiera puesto inconvenientes.
Una pausa. Los dos escuchaban el altavoz, que ahora daba el anuncio en inglés. Luego, Maurizio dijo:
—A las siete -y cortó.
La idea de que los negocios Lorenzoni pudieran haber tenido algo que ver con el secuestro no tenía nada de absurda. Por el contrario, las empresas eran la fuente de la riqueza que había hecho del muchacho un objetivo. Por lo que había oído acerca de Roberto, a Brunetti le parecía poco probable que alguien quisiera secuestrarlo para gozar del placer de su compañía o del encanto de su conversación. Esta idea acudió a su mente de forma espontánea, y Brunetti se avergonzó de haberla contemplado un solo instante. Ay, Dios, si sólo tenía veintiún años, y lo habían matado de un balazo en la cabeza...
Por una curiosa asociación de ideas, Brunetti recordó entonces algo que había dicho Paola hacía años, cuando él le explicaba que Alvise, el policía más corto del cuerpo, de la noche a la mañana, había sido transformado por la fuerza del amor y no perdía ocasión de cantar las excelencias de su novia o su esposa, Brunetti ya no lo recordaba con exactitud. Él se había reído del enamoramiento de Alvise, pero Paola dijo con una voz helada: «El que unos seamos más listos que otros no significa que nuestros sentimientos tengan que ser forzosamente más nobles, Guido.»
Él, violento, trató de argumentar, pero Paola, como siempre que de una cuestión de principios se trataba, fue rigurosa e implacable. «A nosotros nos resulta más cómodo pensar que la ruindad, el odio y la cólera son más propios de categorías inferiores, como si los poseyeran por naturaleza. Y que, por consiguiente, nosotros podemos atribuirnos el amor, el gozo y todas las emociones excelsas.» Él fue a protestar, pero ella lo atajó con un ademán: «Ellos, los simples, los zafios, los primitivos, aman tanto como pueda amar cualquiera, sólo que no saben envolver sus sentimientos en bellas frases como nosotros.»
En el fondo, él comprendía que su mujer tenía razón, pero tardó varios días en reconocerlo. Ahora, al recordar aquella conversación, se decía que, por soberbio que fuera el conde y remilgada la condesa, eran unos padres a los que habían asesinado al único hijo. Ni la nobleza de la sangre ni la altivez del carácter mitigan el sufrimiento.
Brunetti llegó al palazzo Lorenzoni a las siete, y esta vez le abrió la puerta una criada que lo condujo a la misma sala de su primera visita, donde se encontró en compañía de las mismas personas. Sólo que ya no eran las mismas. El conde tenía la cara más enjuta, la nariz más afilada y aguileña. Maurizio había perdido todo aire de salud o, por lo menos, de juventud -si alguno tenía la última vez que lo había visto- y el traje le estaba grande.
Pero la peor era la condesa. Estaba en el mismo sillón, que parecía haber empezado a devorarla, por lo poco que abultaba su cuerpo entre las envolventes orejas. Brunetti quedó impresionado por su cara demacrada y sus manos esqueléticas que pasaban las cuentas de un rosario.
Ninguno de los tres se dio por enterado de su presencia, a pesar de que la criada lo anunció al entrar. Brunetti, súbitamente indeciso, habló dirigiéndose a un punto situado vagamente entre el conde y su sobrino:
—Me hago cargo de que esto tiene que ser muy penoso para ustedes, para todos ustedes, pero necesito saber algo más acerca de las razones por las que alguien quisiera secuestrar a Roberto y de quién pudiera ser ese alguien.
La condesa dijo algo, pero en una voz tan baja que Brunetti no la entendió. La miró, pero los ojos de ella seguían fijos en sus manos y en las cuentas que se deslizaban entre sus dedos.
—No creo que sea necesario -dijo el conde, sin esforzarse en disimular su irritación.
—Ahora que ya sabemos lo ocurrido, continuaremos con la investigación.
—¿Con qué objeto? — inquirió el conde.
—Con el de encontrar a los responsables.
—¿Y para qué servirá?
—Quizá para impedir que vuelva a suceder.
—No pueden volver a secuestrar a mi hijo. No pueden volver a asesinarlo.
Brunetti miró a la condesa, para ver si se enteraba de lo que decían, pero ella no daba señales de oírlo.
—Podríamos impedir que lo hicieran con otro, con el hijo de otro.
—Eso poco nos importa a nosotros -dijo el conde, y Brunetti lo creyó.
—¿Y que sean castigados? — sugirió Brunetti. La venganza solía ser grata a las víctimas del crimen.
El conde se encogió de hombros con displicencia y se volvió hacia su sobrino. Desde donde estaba, Brunetti no veía la cara del joven, por lo que no pudo observar lo que pasaba entre ellos, pero entonces el conde dio media vuelta y preguntó:
—¿Qué quiere saber?
—Si han tenido alguna vez tratos comerciales con... -Brunetti se interrumpió, sin saber qué eufemismo usar-. ¿Han tenido tratos con empresas o personas que luego hayan resultado estar asociadas con el crimen?
—¿Se refiere a la Mafia? — preguntó el conde.
—Sí.
—Pues ¿por qué no lo dice claramente?
Al oír el exabrupto de su tío, Maurizio dio un paso hacia él, con una mano levantada a la altura de la cintura, pero a una mirada del conde, se detuvo, bajó la mano y retrocedió.
—Bien, la Mafia -dijo Brunetti-. ¿Han tenido tratos?
—No que yo sepa -respondió el conde.
—¿Alguna de las empresas con las que ha tratado ha estado involucrada en actividades ilegales?
—¿Dónde vive usted, en la luna? — preguntó el conde con brusquedad, rojo de indignación-. Naturalmente que trato con empresas involucradas en actividades ilegales. Estamos en Italia. No hay otra forma de hacer negocios.
—¿Podría ser más explícito? — preguntó Brunetti.
El conde levantó las manos en un ademán de repulsión ante la ignorancia de Brunetti.
—Compro materias primas a una empresa que ha sido multada por verter mercurio al Volga. El presidente de uno de mis proveedores está en una cárcel de Singapur por emplear a niños de diez años y hacerles trabajar jornadas de catorce horas. El vicepresidente de una refinería polaca ha sido arrestado por tráfico de drogas. — Mientras hablaba, el conde se paseaba por delante de la chimenea apagada. Encarándose con Brunetti, preguntó-: ¿Quiere saber más?
—Todos parecen estar muy lejos -dijo Brunetti suavemente.
—¿Lejos?
—Lejos de aquí. Yo me refería a algo que estuviera más cerca, quizá en Italia.
El conde parecía no saber cómo responder a esto, si con cólera o con información. Maurizio eligió este momento para intervenir:
—Hará unos tres años tuvimos problemas con un proveedor de Nápoles. — Brunetti lo miró interrogativamente, y el joven prosiguió-: Nos suministraba piezas para los motores de los camiones, hasta que nos enteramos de que eran robadas, procedentes de embarques que se hacían a través del puerto de Nápoles.
—¿Y qué pasó?
—Que cambiamos de proveedor -explicó Maurizio.
—¿Era un contrato importante?
—Bastante -dijo el conde.
—¿Cuánto?
—Unos cincuenta millones de liras al mes.
—¿Hubo problemas? ¿Amenazas? — preguntó Brunetti.
El conde se encogió de hombros.
—Palabras fuertes, pero no amenazas.
—¿Por qué?
El conde tardaba tanto en contestar, que Brunetti tuvo que repetir la pregunta:
—¿Por qué?
—Lo recomendé a otra empresa de transportes.
—¿Un competidor? — preguntó Brunetti.
—Todo el mundo es un competidor -dijo el conde.
—¿Algún otro problema? ¿Con algún empleado quizá? ¿Alguno que tuviera relaciones con la Mafia?
—No -contestó Maurizio adelantándose a la respuesta de su tío.
Brunetti miraba atentamente al conde al hacer la pregunta, y observó su sorpresa ante la respuesta del joven.
Brunetti repitió lentamente la pregunta, dirigiéndose al conde:
—¿Sabía si alguno de sus empleados tenía relaciones con el crimen organizado?
—No, no. — El conde denegó con la cabeza.
Antes de que Brunetti pudiera seguir preguntando, habló la condesa.
—Era mi niño. Y cómo lo quería. — Cuando Brunetti la miró, ella ya había dejado de hablar y volvía a pasar las cuentas del rosario.
El conde se inclinó y le acarició la mejilla, pero ella no acusó ni el contacto ni su presencia.
—Me parece que ya es suficiente -dijo el conde irguiéndose.
Brunetti aún deseaba algo más.
—¿Tienen su pasaporte?
Como el conde no respondía, Maurizio preguntó:
—¿El de Roberto? — Y, a la señal afirmativa de Brunetti, dijo-: Naturalmente.
—¿Lo tienen aquí?
—Sí; está en su cuarto. Lo vi cuando estábamos... cuando lo limpiamos.
—¿Podría traérmelo?
Maurizio miró interrogativamente al conde, que permaneció impasible.
El joven se excusó y, durante tres largos minutos, los dos hombres estuvieron escuchando las avemarías que susurraba la condesa, acompañadas del tintineo del rosario.
Entró Maurizio, que entregó el pasaporte a Brunetti.
—¿Quieren que firme un recibo?
El conde desestimó la sugerencia con un ademán, y Brunetti guardó el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta sin mirarlo.
De pronto, el susurro de la condesa subió de volumen.
—Se lo dábamos todo. Él lo era todo para mí -dijo, pero enseguida volvió a enlazar avemarías.
—Me parece que esto ya es más que suficiente para mi esposa -dijo el conde, mirándola con ojos de pena, la primera emoción que Brunetti le había visto manifestar.
—Sí -convino Brunetti, dando media vuelta para marcharse.
—Lo acompaño -se ofreció el conde. Por el rabillo del ojo, Brunetti vio que Maurizio lanzaba a su tío una viva mirada, pero el conde pareció no advertirlo y se dirigió a la puerta, que sostuvo para que saliera Brunetti.
—Gracias -dijo Brunetti a los tres miembros de la familia, a pesar de que dudaba de que uno de ellos se hubiera enterado siquiera de su visita.
El conde lo precedió por el corredor y abrió la puerta de la escalera.
—¿Se le ocurre algo más, signor conte? ¿Algo que pudiera sernos de ayuda? — preguntó Brunetti.
—No; ya nada puede sernos de ayuda -respondió el hombre, casi como si hablara consigo mismo.
—Si se le ocurre algo o recuerda algo, le agradeceré que me llame.
—No hay nada que recordar -respondió el conde, cerrando la puerta antes de que Brunetti pudiera decir más.
Brunetti esperó hasta después de la cena para examinar el pasaporte de Roberto. Lo primero que le llamó la atención fue su espesor, acentuado por el desplegadle pegado a la última hoja. Brunetti lo extendió abriendo los brazos y contempló los múltiples visados, estampados en diferentes lenguas. Dio la vuelta a la hoja y en el reverso vio más sellos. Luego la plegó y abrió el pasaporte por la primera página.
Había sido expedido seis años atrás y renovado cada año, hasta la desaparición de Roberto. Indicaba fecha de nacimiento, estatura, peso y domicilio habitual. Brunetti fue pasando páginas. Evidentemente, no había sellos de los países de la Comunidad Europea, pero sí los había de Estados Unidos, México, Colombia y Argentina. Seguían, por orden cronológico, los de Polonia, Bulgaria y Rumania. A partir de ahí, la cronología se alteraba, como si los policías de aduana, sencillamente, lo hubieran sellado en el primer hueco que encontraban.
Brunetti fue a la cocina en busca de papel y bolígrafo e hizo la lista de los viajes de Roberto por riguroso orden cronológico. Al cabo de quince minutos, había llenado dos hojas de fechas y nombres de países, dispuestos en columnas un tanto embarulladas con las inserciones que había ido haciendo a medida que encontraba sellos estampados al azar.
Cuando hubo anotado todas las fechas y lugares, los copió de nuevo ordenadamente, llenando esta vez tres hojas. El último país que había, visitado Roberto, diez días antes del secuestro, era Polonia, adonde había llegado por el aeropuerto de Varsovia. El visado de salida indicaba que había estado en el país un día tan sólo. Con anterioridad, tres semanas antes del secuestro, había viajado a países cuyos nombres estaban impresos en caracteres cirílicos, y supuso que serían Bielorrusia y Tadzikistán.
Brunetti fue al estudio de Paola, que estaba al fondo del pasillo. Ella lo miró por encima de las gafas.
—¿Sí?
—¿Qué tal tu ruso?
—¿Te refieres al amigo o a la lengua? — preguntó ella dejando el bolígrafo y quitándose las gafas.
—Tu amigo es asunto tuyo -dijo él con una sonrisa-. Me refiero a la lengua.
—Yo diría que a mitad de camino entre Pushkin y las señales de carretera.
—¿Nombres de ciudades? — preguntó él.
Ella alargó la mano hacia el pasaporte que su marido sostenía ante sí. Él se acercó a la mesa, le dio el pasaporte y se situó detrás de ella, quitándole un hilo del jersey con gesto maquinal.
Ella tomó el pasaporte y preguntó:
—¿Dónde están?
—Detrás, en la hoja extra.
Paola abrió el pasaporte y desplegó el papel.
—Brest.
—¿Dónde está?
—En Bielorrusia.
—¿Tenemos un atlas?
—En el cuarto de Chiara, me parece.
Cuando él volvió, Paola había copiado en un papel los nombres de las ciudades y países.
—Antes de molestarnos en buscar -dijo Paola cuando su marido le puso el libro delante-, veamos de qué año es la edición.
—¿Por qué?
—Han cambiado muchos nombres, no sólo de países sino también de ciudades.
Paola abrió el libro por la página de créditos.
—Quizá nos sirva -dijo-. Es la edición del año pasado. — Fue al índice, buscó Bielorrusia y miró el mapa.
Durante un momento, contemplaron el mapa del pequeño país situado entre Polonia y Rusia.
—Es una de las llamadas repúblicas separadas.
—Lástima que sean los rusos los únicos que pueden separarse -dijo Brunetti, imaginando la dicha que sería para Italia del Norte poder librarse de Roma.
Paola, que estaba acostumbrada a estos comentarios, no contestó. Calándose las gafas, se inclinó sobre el mapa. Puso un dedo encima de un nombre.
—Aquí está la primera. En la frontera con Polonia. — Sin levantar el dedo, siguió mirando el mapa. A los pocos momentos, con la otra mano señaló otro lugar-. Y aquí tenemos la segunda. Parece que está sólo a unos cien kilómetros de la otra.
Brunetti puso la hoja del pasaporte al lado del atlas y volvió a mirar los visados, concretamente, las fechas.
—El mismo día -dijo.
—¿Y significa...?
—Que de Polonia a Bielorrusia fue por tierra y se quedó un solo día, quizá menos.
—¿Y eso es extraño? Dijiste que era una especie de mensajero de la empresa. Quizá tenía que entregar un contrato o recoger algo.
—Hummm -asintió Brunetti. Tomó el atlas y se puso a hojearlo.
—¿Qué buscas?
—Me gustaría saber qué ruta eligió para regresar a Italia -contestó, mirando el mapa del este de Europa y recorriendo con el índice el camino más probable-. Si iba en su propio coche, pasaría por Polonia y Rumania.
—No me parece que Roberto fuera de los que van en autocar -comentó Paola.
Brunetti gruñó, con el dedo en el mapa.
—Y luego Austria y hacia abajo por Tarvisio y Udine.
—¿Crees que eso importa?
Brunetti se encogió de hombros.
Paola, desinteresándose del tema, dobló la larga hoja y le devolvió el pasaporte.
—Si importa, lo siento por ti, porque nunca lo sabrás. Él no va a decírtelo -dijo volviendo al libro que tenía delante.
—«Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que pueda soñar tu filosofía» -le soltó él, frase que ella le había citado más de una vez en sus discusiones.
—¿Y eso qué quiere decir? — sonrió Paola, contenta de que le hubiera ganado un asalto.
—Quiere decir que estamos en la era del plástico.
—¿El plástico? — repitió ella, desconcertada.
—Y los ordenadores.
Como Paola siguiera sin comprender, él sonrió y dijo imitando a la perfección el tono de los anuncios de televisión:
—No salga de casa sin su tarjeta de American Express. — Y al ver que ella empezaba a captar la onda, agregó-: Porque de ese modo podré seguir sus movimientos con... -y Paola, comprendiendo al fin, terminó la frase a coro con él-:... el ordenador de la signorina Elettra.
21
—Pues claro que a las prostitutas se les puede pagar con tarjeta -insistió la signorina Elettra, mirando muy seria al asombrado Brunetti. Dos días después de su visita al palazzo Lorenzoni, él estaba junto a la mesa de la joven, sosteniendo en la mano las cuatro hojas de la relación de los pagos hechos por Roberto Lorenzoni con cargo a sus tres tarjetas de crédito durante los dos meses anteriores a su secuestro.
Eran unos gastos desmesurados, por un importe que excedía de cincuenta millones de liras, más de lo que la mayoría de la gente gana en un año. Los cargos habían sido convertidos en liras y correspondían a gastos hechos en monedas diversas, familiares unas y más exóticas otras: libras, dólares, marcos, lev, zloty, rublos.
Brunetti iba por la tercera hoja, las cuentas de un hotel de San Petersburgo. En un período de dos días, Roberto había gastado más de cuatro millones de liras en servicio de habitaciones. Cualquiera hubiera podido sacar la impresión de que el chico no había salido de su habitación, que se había hecho servir allí todas las comidas y que no había bebido más que champaña, de no ser porque en la lista aparecían también cuantiosos cargos de restaurantes y de lo que, a juzgar por el nombre, debían de ser discotecas o clubes nocturnos: Pink Flamingo, Can Can y Elvis.
—No puede ser otra cosa -aseguró la signorina Elettra.
—¿Con la Visa? — preguntó Brunetti, sin poder creer lo que, al parecer, saltaba a la vista.
—Los del banco siempre lo hacían -dijo ella-. Eso es muy corriente en casi todos los países del Este. Te lo cargan como servicio de habitaciones, lavandería o bar, según el hotel. De este modo, el hotel se queda con una parte y, de paso, controla quién entra y quién sale. — Al ver que Brunetti la escuchaba con atención, prosiguió-: Los salones de los hoteles están llenos de estas mujeres. Son como nosotras, quiero decir que visten a la occidental: Armani, Gucci, Gap, y muy bonitas. Uno de los vicepresidentes me dijo que una lo había abordado en inglés. Hará unos cuatro años. Un inglés perfecto, como de una profesora de Oxford. Y lo era, profesora quiero decir. Ganaba unas cincuenta mil liras al mes enseñando poesía inglesa. Y decidió buscar ingresos complementarios.
—¿Y perfeccionar el inglés?
—En este caso, el italiano, según creo, comisario.
Brunetti volvió a repasar los papeles. Con la imaginación, superpuso a la información que contenían el mapa del este de Europa que él y Paola habían consultado dos noches antes. Siguió el camino de Roberto hacia el Este: había repostado en la misma frontera de Checoslovaquia, comprado un neumático, escandalosamente caro, en Polonia, vuelto a llenar el depósito en la misma ciudad en la que había conseguido el visado de entrada en Bielorrusia, había dormido una noche en un hotel de Minsk, mucho más caro que cualquiera de Roma o de Milán, y cenado en la misma Minsk por un precio astronómico. En la cuenta figuraban tres botellas de Borgoña -la única palabra que Brunetti pudo entender-, por lo que no debió de cenar solo; probablemente, era una de aquellas cenas con las que tenía que obsequiar a los clientes en representación de la empresa, actividad por la que era espléndidamente remunerado. Pero, ¿en Minsk?
Como la lista estaba hecha por orden cronológico, Brunetti pudo seguir los movimientos de Roberto a su regreso, que había recorrido casi el mismo itinerario que él había imaginado: Polonia, Checoslovaquia, Austria y, girando al sur, Italia. En Tarvisio había puesto cincuenta mil liras de gasolina. Los cargos cesaban unos tres días antes del secuestro, no sin que se hubieran pagado trescientas mil liras a una farmacia próxima a su casa.
—¿Qué le parece?
—Me parece que a mí no me hubiera caído muy bien Roberto -dijo la signorina Elettra con frialdad.
—¿Por qué no?
—En general, no me gusta la gente que no paga sus propios gastos.
—¿Y él no los pagaba?
Ella volvió a la primera hoja del informe y señaló la tercera línea, en la que se indicaba el nombre de la persona a la que debía enviarse la liquidación.
—Industrias Lorenzoni.
—Así que es la tarjeta de la empresa.
—¿Para gastos de representación? — preguntó ella.
—Eso parece -asintió Brunetti.
—Entonces, ¿qué es esto? — preguntó ella, señalando un cargo de dos millones setecientas mil liras de un sastre de Milán-. ¿Y esto? — Setecientas mil liras a Bottega Veneta por un bolso.
—Es la empresa de su padre -adujo Brunetti.
Ella se encogió de hombros.
Brunetti se preguntaba por qué la signorina Elettra, una mujer de la que nunca hubiera esperado una moral convencional, encontraba la conducta de Roberto tan reprobable.
—¿No le gustan los ricos? — preguntó al fin-. ¿Es eso?
Ella movió negativamente la cabeza.
—No es eso, en absoluto. Quizá sea que no me gustan los niños mimados que gastan en putas el dinero de papá. — Empujó los papeles hacia él y volvió al ordenador.
—¿Ni aunque estén muertos?
—Eso no cambia las cosas, dottore.
Brunetti no hizo nada por disimular la sorpresa e, incluso, quizá, la decepción. Recogió los papeles y se fue.
Por la farmacia se enteró de que las recetas habían sido extendidas por el médico de la familia, sin duda, para tratar los síntomas de malestar general y agotamiento. En la farmacia nadie recordaba a Roberto, ni tampoco haber servido los medicamentos.
Brunetti, sintiéndose en un callejón sin salida y con la impresión de que tanto en el secuestro como en la familia Lorenzoni había algo que no encajaba, decidió recurrir a su familia política y marcó el número del conde. Esta vez contestó su propio suegro.
—Soy yo -dijo Brunetti.
—¿Sí?
—Me gustaría saber si has podido enterarte de algo más acerca de los Lorenzoni.
—He hablado con varias personas -respondió el conde-. Dicen que la madre está muy mal. — Estas palabras, en boca de otra persona, hubieran podido ser una invitación al chismorreo, no un simple comentario.
—Sí; la he visto.
—Lo siento -dijo el conde-. Era una mujer deliciosa. La conocí hace años, antes de que se casara. Era alegre, divertida y muy bonita.
Sorprendido de sí mismo por no haber indagado en la historia de la familia y haberse dado por satisfecho sólo con la vaga idea de que eran muy ricos, Brunetti preguntó:
—¿Lo conocías también a él?
—No hasta mucho después, cuando ya estaban casados.
—Creí que los Lorenzoni eran muy conocidos.
El conde suspiró.
—¿Qué ocurre? — preguntó Brunetti.
—El padre de Ludovico entregó los judíos a los alemanes.
—Sí, lo sé.
—Todo el mundo lo sabía, pero, como no había pruebas, después de la guerra no pudieron hacerle nada. De todos modos, ninguno de nosotros lo trataba. Ni sus propios hermanos querían saber de él.
—¿Y Ludovico? — preguntó Brunetti.
—Pasó toda la guerra en Suiza, con unos parientes. Era muy pequeño.
—¿Y después de la guerra?
—El padre no vivió mucho. Ludovico no volvió a verlo. Ya había muerto cuando él regresó a Venecia. No había mucho que heredar: el título y el palazzo, y nada más. Cuando volvió, hizo las paces con sus tíos. Ya en aquel entonces, parecía que no pensaba más que en hacer su apellido tan famoso por sus propias actividades que todos se olvidaran de su padre.
—Y, por lo que se ve, lo consiguió -comentó Brunetti.
—Sí, lo ha conseguido.
Brunetti sabía acerca de los negocios de su suegro lo suficiente como para deducir que se movía en los mismos círculos e, incluso, en competencia directa con la familia Lorenzoni, por lo que aceptaba sin reservas sus opiniones.
—¿Y ahora? — preguntó Brunetti.
—¿Ahora? Pues ahora lo único que tiene es un sobrino.
Brunetti sintió que estaban pisando terreno poco firme. El propio conde Orazio no tenía un hijo varón que heredara el apellido, ni siquiera un sobrino que continuara los negocios familiares. Tenía tan sólo una hija, casada no con un hombre de una posición social tan preeminente como la suya, sino con un policía que parecía destinado a no pasar de la categoría de comisario. La misma guerra que llevó al padre de Ludovico a cometer crímenes contra la humanidad hizo del padre de Brunetti un capitán de un regimiento de infantería que había marchado a Rusia con botas de suelas de cartón a combatir contra los enemigos de Italia. Pero aquellos hombres no habían luchado contra más enemigo que el invierno ruso, y sucumbido. Los pocos que sobrevivieron, entre ellos, el padre de Brunetti, desaparecieron durante años en los gulags de Stalin. El hombre de pelo gris que regresó a Venecia en 1949 seguía siendo capitán y tuvo que pasar los años que le quedaban de vida con una pensión de capitán. Pero se habían cometido crímenes contra su espíritu, y Brunetti, de niño, raramente vio en su padre algún vestigio del hombre vital y alegre con el que su madre se había casado.
Zafándose de los recuerdos y de su quehacer profesional en el caso Lorenzoni, Brunetti dijo:
—Traté de hablar con Paola.
—¿Cómo que trataste?
—No es fácil.
—¿No es fácil decir a una persona que la quieres?
Brunetti, asombrado al oír de labios del conde una frase tan sentimental, no dijo nada.
—¿Guido?
—¿Sí? — Brunetti se preparó para un largo reproche, pero sólo escuchó un silencio tan largo como el suyo propio.
—Te comprendo, no quería ser tan brusco. — El conde no dijo más, y Brunetti optó por tomar sus palabras como una disculpa. Desde hacía veinte años, él y el conde habían tratado de cerrar los ojos al hecho de que el matrimonio los había emparentado, pero no los había hecho amigos, y ahora el conde parecía estar ofreciéndole precisamente su amistad.
Se hizo otro silencio, al que puso fin el conde.
—Ten cuidado con esa gente, Guido.
—¿Los Lorenzoni?
—No; con los que secuestraran a ese chico. Era inofensivo. Y Lorenzoni podía haber pagado el rescate. También me han dicho eso.
—¿Qué?
—Un amigo me dijo que había oído el rumor de que alguien se había ofrecido para prestar el dinero al conde.
—¿Todo el dinero?
—Todo el que necesitara. Con un buen interés, desde luego. Pero la oferta se hizo.
—¿Quién la hizo?
—Eso no importa.
—¿Tú lo crees?
—Sí; es verdad. Pero aun así lo mataron. Lorenzoni hubiera podido hacerles llegar el dinero de algún modo, no me cabe duda. Pero lo mataron antes de que pudiera intentarlo siquiera.
—¿Cómo iba a pagar? La policía vigilaba. — En el informe del secuestro se describía el rigor con el que se había controlado a los Lorenzoni y su patrimonio.
—Continuamente se está secuestrando a gente, Guido, y se paga el rescate sin que la policía se entere. No es difícil arreglarlo.
Brunetti sabía que era verdad.
—¿Sabes si él o el que se ofreció a prestarle el dinero tuvo más noticias de los secuestradores?
—No. Después de la segunda carta, no hubo nada más, por lo que no llegó a hacerse el préstamo.
Brunetti había deducido del informe que la policía estaba desconcertada por el crimen. Ni pistas, ni rumores entre los informadores: el chico se había esfumado sin dejar huella, hasta que sus restos aparecieron en una zanja.
—Por eso te pido que tengas cuidado, Guido. Si lo mataron aun sabiendo que podían conseguir el dinero, es que son peligrosos.
—Tendré cuidado -dijo Brunetti, pensando en las veces que había dicho estas mismas palabras a la hija de este hombre-. Y gracias.
—De nada. Si sé algo más te llamaré. — Con estas palabras, el conde colgó. ¿Por qué secuestrar a una persona y no cobrar el rescate?, se preguntaba Brunetti. Las referencias acerca del estado de salud de Roberto en las semanas anteriores al secuestro, no indicaban que pudiera ofrecer resistencia o tratar de escapar de sus secuestradores. Por lo tanto, tenía que ser fácil mantenerlo prisionero. Y aun así lo habían matado.
Y el dinero. A pesar de los esfuerzos de la policía, el conde hubiera podido disponer de él y, siendo un hombre tan inteligente y bien relacionado, no habían de faltarle los medios para hacerlo llegar a los secuestradores.
A pesar de todo, no hubo tercera carta. Brunetti revolvió en el montón de papeles que tenía encima de la mesa hasta que encontró el informe de la policía de Belluno. Releyó los primeros párrafos. Decía que, en parte, el cuerpo estaba cubierto sólo por unos centímetros de tierra, una de las razones por las que había sufrido tantos «daños por animales». Volvió al final de la carpeta y abrió el sobre que contenía las numerosas fotos tomadas del cuerpo. Extrajo las vistas generales y la esparció sobre la mesa.
Sí, los huesos estaban muy cerca de la superficie. En algunas fotos se veía lo que parecían fragmentos que asomaban entre la hierba junto al surco, en la zona que no había sido arada. Se había enterrado a Roberto con precipitación, sin precauciones, como si a los asesinos no les importara que fuera descubierto.
Y el anillo. El anillo. Quizá, lo mismo que su novia, Roberto trató de esconderlo al principio, cuando aún pensaba que se trataba de un robo, y lo metió en el bolsillo y se olvidó de él. Como en tantas otras cosas relacionadas con la desaparición y la muerte de Roberto, no había manera de saber lo sucedido.
Las reflexiones de Brunetti fueron interrumpidas por la entrada de Vianello, que irrumpió en el despacho resoplando por haber subido corriendo la escalera.
—¿Qué pasa?
—Lorenzoni -jadeó el sargento.
—¿Qué?
—Ha matado a su sobrino.
22
Vianello estaba muy afectado. No pudo seguir hablando y se quedó unos momentos con un brazo apoyado en el marco de la puerta y la cabeza inclinada, aspirando con fuerza. Finalmente, cuando controló la respiración, prosiguió:
—Acabamos de recibir la llamada.
—¿Quién ha llamado?
—Ha sido él. Lorenzoni.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Ha hablado con Orsini, le ha dicho que el chico lo había atacado y que habían luchado.
—¿Algo más? — preguntó Brunetti al pasar por el lado del sargento hacia el pasillo. Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal y las lanchas de la policía. Brunetti levantó un brazo para llamar la atención del guardia-. ¿Dónde está Bonsuan? — Su tono perentorio hizo volver la cabeza a los presentes.
—Fuera, comisario.
—Le he llamado yo -dijo Vianello al llegar junto a Brunetti.
—¿Qué más se sabe, sargento? — preguntó el comisario empujando la pesada puerta vidriera.
Saludando a Bonsuan con un movimiento de la cabeza, Brunetti saltó a la lancha y se volvió para tirar de Vianello hacia la embarcación que ya arrancaba.
—¿Qué más sabemos? — insistió Brunetti.
—Nada más. Eso es todo lo que ha dicho.
—¿Cómo lo atacó? ¿Con qué? — Brunetti levantó la voz para hacerse oír sobre el rugido del motor en aceleración.
—No lo sé, comisario.
—¿Orsini no ha preguntado? — inquirió Brunetti, dirigiendo su impaciencia a Vianello.
—Dice que ha colgado. Que ha dicho eso y ha colgado.
Brunetti descargó una palmada en la borda de la lancha que, como azuzada por el golpe, salió lanzada hacia las aguas abiertas del Bacino, cortando la estela de un barco taxi que la hizo saltar con un fuerte chapoteo. Bonsuan conectó la sirena, cuyo grito en dos tonos los precedió por el Gran Canal hasta el embarcadero privado del palazzo Lorenzoni.
La puerta que daba al canal estaba abierta, pero no había nadie esperando. Vianello fue el primero en saltar de la lancha, pero su pie no llegó a la segunda grada sino que pisó la primera y se hundió en el agua hasta el tobillo. Casi automáticamente, el sargento se volvió para dar la mano a Brunetti y ayudarle a subir al escalón superior. Juntos corrieron por un oscuro pasillo hasta una puerta situada a mano derecha, que daba acceso a una escalera iluminada. En lo alto estaba la criada que abrió a Brunetti en su última visita. La mujer tenía la cara blanca y cruzaba los brazos como si hubiera recibido un fuerte golpe en el estómago.
—¿Dónde está? — preguntó Brunetti.
Ella extendió un brazo señalando a otra escalera que arrancaba del extremo del vestíbulo. Agitó la mano una vez y luego otra.
Los dos hombres fueron hacia la escalera y subieron rápidamente. En el primer rellano, se pararon a escuchar y, al no oír nada, siguieron subiendo. En el piso superior, empezaron a oír un sonido débil, el de una voz masculina. Salía de una puerta abierta a su izquierda.
Brunetti entró directamente en la habitación. El conde Lorenzoni estaba sentado al lado de su esposa, sosteniéndole una mano y hablándole suavemente. Un observador casual hubiera visto en la escena tan sólo una plácida intimidad doméstica: un caballero de mediana edad que habla a su esposa y le oprime la mano cariñosamente. Hasta que, al bajar la mirada, el observador hubiera advertido la sangre que había empapado el bajo del pantalón y los zapatos y salpicado las manos y los puños de la camisa del caballero.
—Gesù bambino -murmuró Vianello.
El conde levantó la mirada hacia ellos y se volvió otra vez hacia su esposa.
—No te inquietes, cariño, todo se arreglará. Estoy bien. No ha pasado nada.
Brunetti vio al conde soltar a su esposa y oyó un ligero chasquido cuando sus manos manchadas de sangre se separaron de las de ella. El conde se puso en pie y se apartó de la mujer, y a Brunetti le pareció que ella ni se enteraba de si su marido le hablaba o no.
—Por aquí -dijo el conde, saliendo de la habitación y llevándolos por la escalera al piso de abajo. Cruzaron el corredor hasta el salón en el que Brunetti había estado ya dos veces. El conde empujó la puerta, pero no hizo ademán de entrar y, cuando Brunetti le señaló con un gesto el interior de la habitación, no dijo nada pero movió la cabeza negativamente.
Brunetti entró, seguido de Vianello. Lo que vio le hizo comprender la negativa del conde. Lo peor era la parte alta de las cortinas de la ventana más alejada, que habían absorbido el impacto de la fuerza residual de los proyectiles. Habían absorbido también la mayor parte de la masa encefálica y de la sangre que habían salido despedidas al estallar la cabeza de Maurizio. El cuerpo del joven estaba al pie de las cortinas en posición fetal. El disparo no le había afectado la cara, pero la parte posterior de la cabeza había desaparecido. El cañón del arma debía de rozarle la barbilla cuando se hizo el disparo. Todo esto vio Brunetti antes de volver atrás.
Salió al pasillo, pensando en lo que debía hacer, preguntándose si, al verlo salir tan aprisa de la questura, alguien habría pensado en avisar a los del laboratorio.
El conde no estaba a la vista. Detrás del comisario salió Vianello. Respiraba ahora con tanta fatiga como cuando había entrado en el despacho de Brunetti.
—¿Hará el favor de llamar para preguntar si han enviado al equipo? — dijo Brunetti.
Vianello abrió la boca para decir algo, pero desistió y movió la cabeza afirmativamente.
—Tiene que haber otro teléfono -dijo Brunetti-. Pruebe en algún dormitorio.
Vianello asintió.
—¿Dónde estará usted, comisario?
Brunetti señaló la escalera con la barbilla.
—Iré a hablar con ellos.
—¿Ellos?
—Bueno, con él.
Vianello movió la cabeza de arriba abajo para indicar que ya volvía a ser dueño de sí. Dio media vuelta y se alejó por el corredor, sin mirar al interior de la habitación en la que estaba el cadáver de Maurizio.
Brunetti, haciendo un esfuerzo, volvió a la puerta de la habitación y miró al interior. La escopeta estaba a la derecha del cuerpo, con la reluciente culata a un centímetro del charco de sangre que avanzaba hacia ella. Dos alfombrillas arrugadas daban mudo testimonio de la pelea que había tenido lugar encima de ellas. En el suelo, al lado de la puerta, había una americana hecha un ovillo. Brunetti vio que el delantero estaba cubierto de sangre.
Dio media vuelta, cerró la puerta y fue hacia la escalera. Encontró al conde y a la condesa en la misma actitud de antes, pero ahora ya no había sangre en las manos del conde. Cuando entró Brunetti, el conde lo miró.
—¿Puedo hablar con usted? — preguntó el comisario. El otro asintió y, nuevamente, soltó la mano de su esposa.
En el vestíbulo, Brunetti dijo:
—¿Dónde podemos hablar?
—Este sitio es tan bueno como cualquier otro -respondió el conde-. No quiero alejarme mucho de ella.
—¿Sabe ella lo ocurrido?
—Ha oído el disparo -dijo el conde.
—¿Desde aquí arriba?
—Sí. Y entonces ha bajado.
—¿A esa habitación? — preguntó Brunetti, incapaz de disimular el horror.
El conde asintió.
—¿Y lo ha visto?
Ahora el conde se encogió de hombros.
—Cuando la he oído llegar, cuando he oído sus zapatillas en el vestíbulo, he ido a la puerta, para tapar la escena con mi cuerpo, para que no lo viera a él.
Brunetti, recordando la chaqueta que había al lado de la puerta, se preguntó qué diferencia podía suponer eso.
Bruscamente, el conde dio media vuelta.
—Quizá sea preferible entrar ahí -dijo llevando a Brunetti a la habitación contigua. Había un escritorio y una estantería llena de carpetas.
El conde se sentó al lado de la puerta, en un sillón. Apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos un momento y luego miró a Brunetti. Pero no dijo nada.
—¿Puede decirme qué ocurrió?
—Anteayer por la noche, después de que mi esposa se acostara, dije a Maurizio que teníamos que hablar. Él estaba nervioso. Yo también lo estaba. Le dije que había empezado a replantearme todo lo relacionado con el secuestro, cómo ocurrió y que las personas que lo cometieron tenían que saber muchas cosas de la familia y de los movimientos de Roberto. Para esperarlo en la villa, tenían que saber que pensaba ir allí aquella noche.
El conde se mordió el labio, desviando la mirada hacia la izquierda.
—Le dije... dije a Maurizio que ya no podía creer que hubiera sido un secuestro, que alguien quisiera pedir dinero por Roberto.
Aquí calló hasta que Brunetti le instó a continuar:
—¿Qué dijo él?
—Fingió que no me entendía, dijo que habían llegado notas exigiendo rescate, que tenía que ser un secuestro. — El conde apartó la cabeza del respaldo y se irguió en el sillón-. Ha vivido conmigo desde que era niño. Él y Roberto se criaron juntos. Era mi heredero.
Al pronunciar estas palabras, los ojos del conde se llenaron de lágrimas.
—Ése es el porqué -dijo en una voz de repente tan baja que Brunetti tuvo que aguzar el oído. Y calló.
—¿Qué más ocurrió esa noche? — preguntó Brunetti.
—Le pedí que me dijera qué hacía él cuando Roberto desapareció.
—Dice el informe que estaba aquí con ustedes.
—Estaba, sí. Pero recuerdo que había anulado una cita, una cena de negocios. Era como si tuviera el propósito de estar aquí con nosotros precisamente aquella noche.
—Entonces no pudo hacerlo él -dijo Brunetti.
—Pero pudo contratar a alguien para que lo hiciera -dijo el conde, y Brunetti no dudó de que así lo creía realmente.
—¿Le dijo usted eso?
El conde asintió.
—Le dije que iba a darle tiempo para que pensara en esto, en mis sospechas. Que podía entregarse a la policía. — El conde irguió el tronco-. O hacer lo más honorable.
—¿Honorable?
—Honorable -repitió el conde, pero no se molestó en dar explicaciones.
—¿Y luego?
—Ayer estuvo fuera todo el día. No fue al despacho, lo sé porque llamé para preguntar. Y hoy... Mi esposa se había ido a descansar... Él ha entrado en la sala con la escopeta... seguramente, fue a buscarla a la villa... y me ha dicho... me ha dicho que yo estaba en lo cierto. Ha dicho cosas terribles sobre Roberto, cosas que no son verdad. — Aquí el conde no pudo seguir conteniendo la emoción y empezaron a resbalarle por la cara unas lágrimas que no hacía nada por enjugar-. Ha dicho que Roberto era un inútil, un playboy mimado, y que él, Maurizio, era el único que entendía el negocio y el que merecía heredarlo. — El conde miró a Brunetti, para ver si era capaz de comprender el horror que sentía por haber criado a semejante monstruo-. Entonces se me ha acercado con la escopeta. Al principio, no podía creerle, no creía lo que estaba oyendo. Pero cuando ha dicho que tendría que parecer que me había disparado yo mismo, porque no podía soportar el dolor por la pérdida de Roberto, he comprendido que hablaba en serio.
Brunetti esperaba. El conde tragó saliva y se enjugó la cara con el puño de la camisa dejándose en la mejilla unas rayas de la sangre de Maurizio.
—Se ha puesto delante de mí, con la escopeta en la mano, apoyándome el cañón en el pecho. Luego me lo ha puesto debajo de la barbilla, diciendo que lo había pensado bien y que había que hacerlo así. — El conde se interrumpió, recordando el horror de la escena-. Al oír esto, creo que me he vuelto loco. No porque fuera a matarme, sino por la sangre fría con que lo había planeado. Y por lo que había hecho a Roberto.
El conde calló, sumido en el recuerdo. Brunetti aventuró una pregunta.
—¿Cómo ha ocurrido?
El conde movió la cabeza negativamente.
—No lo sé. Creo que le he dado un puntapié o un empujón, lo único que recuerdo es haber dado un golpe a la escopeta apartándola con el hombro. Quería derribarlo. Pero entonces la escopeta se ha disparado y yo he sentido en todo el cuerpo su sangre. Y otras cosas.
—Se frotó el pecho al recordar la violenta erupción. Se miró las manos, ahora limpias-. Y luego he oído a mi esposa venir hacia la sala llamándome. Recuerdo haberla visto en la puerta, y haber ido hacia ella. Pero nada más, por lo menos, claramente.
—¿Recuerda habernos llamado?
El conde asintió.
—Sí; es decir, creo que sí. En realidad sólo sé que, de repente, los he visto aquí.
—¿Cómo volvieron arriba usted y su esposa?
El conde movió la cabeza negativamente.
—No lo sé. No recuerdo mucho desde que la vi a ella en la puerta hasta que han llegado ustedes.
Brunetti miraba al hombre y, por primera vez, lo veía despojado de todos los atributos de la riqueza y la posición, y lo que veía era un anciano alto y enjuto, con lágrimas y mocos en la cara y sangre en la camisa.
—Si quiere lavarse... -sugirió Brunetti; fue lo único que se le ocurrió. Ya mientras lo decía comprendió que era una idea muy poco profesional y que el conde debía conservar puesta aquella ropa hasta que lo hubieran fotografiado los del laboratorio. Pero a Brunetti le repugnaba la idea, y volvió a decir-: Seguramente, deseará cambiarse.
Al principio, el conde pareció desconcertado por aquella sugerencia, luego se miró y Brunetti le vio torcer la boca con repugnancia ante lo que veía.
—Ay, Dios mío -murmuró, y se levantó apoyándose en los brazos del sillón. Se quedó de pie, indeciso, con los brazos separados del cuerpo, como si temiera que sus manos pudieran entrar en contacto con sus ropas ensangrentadas.
Notó que el comisario lo miraba, dio media vuelta y salió de la habitación. Brunetti, que lo seguía, vio que se paraba y se inclinaba hacia la pared, pero, antes de que pudiera llegar a su lado, el conde extendió el brazo y encontró apoyo. Luego se separó de la pared, siguió andando hasta el extremo del pasillo y entró en una habitación a la derecha, sin pararse a cerrar la puerta. Allí se detuvo Brunetti quien, al oír el murmullo de un potente chorro de agua, se asomó y vio en el suelo las ropas que el conde había dejado caer al cruzar la habitación en dirección a lo que debía de ser un baño de invitados.
Brunetti esperó durante cinco minutos por lo menos, pero el único sonido que se oía seguía siendo el del agua. Cuando ya se preguntaba si no debería entrar para ver si el conde estaba bien, cesó el ruido. Entonces, en el silencio que lo envolvió de repente, empezó a percibir otros sonidos que llegaban del piso de abajo, golpes y ruidos metálicos familiares que le advertían de la llegada del equipo del laboratorio. Abandonando su papel de protector del conde, Brunetti bajó la escalera para volver al salón en el que el segundo heredero de los Lorenzoni había encontrado su trágico destino.
23
Brunetti vivió las horas que siguieron en estado de trauma, como el superviviente de un accidente percibe la llegada de la ambulancia, la entrada en la sala de operaciones, quizá incluso la visión de la mascarilla que ha de procurarle la bendita anestesia, como hechos ajenos a su persona. Estaba en la habitación en la que había muerto Maurizio, decía a la gente lo que tenía que hacer, contestaba y hacía preguntas, pero tenía la extraña sensación de no estar del todo presente.
Recordaba a los fotógrafos, hasta recordaba la palabrota que soltó uno de ellos cuando se le volcó el trípode y cayó al suelo la cámara. Y recordaba haber pensado, ya entonces, lo ridículo que era encontrar ofensivo el lenguaje, en aquel sitio y frente a lo que se estaba fotografiando. Recordaba la llegada del abogado de los Lorenzoni y de una enfermera, para atender a la condesa. Habló con el abogado, al que conocía desde hacía años, y le dijo que el cadáver de Maurizio no podría ser entregado a la familia hasta dentro de unos días, cuando se hubiera hecho la autopsia.
Y, mientras hablaba, pensaba lo absurda que era esta explicación. La prueba de lo ocurrido estaba allí, esparcida por la habitación, en las cortinas, en las alfombras, incrustada entre las finas ranuras del parquet, como lo estaba en las ropas ensangrentadas que el conde había dejado caer cuando iba camino de la ducha. Brunetti había llevado a los hombres del laboratorio hasta donde estaban las ropas, les había dicho que las recogieran y etiquetaran, y también que hicieran las pruebas correspondientes en las manos del conde en busca de vestigios de grafito. Y en las de Maurizio.
Había hablado a la condesa, o tratado de hablarle, pero ella había respondido a sus preguntas con los misterios del rosario. Cuando, al preguntarle si había oído algo, ella contestó: «Cristo carga con la cruz» y, a si había hablado con Maurizio: «Jesús es sepultado», Brunetti abandonó el intento y la dejó con su enfermera y su dios.
Alguien había tenido la idea de traer una grabadora, que él utilizó mientras interrogaba pacientemente al conde sobre los hechos de la víspera y de aquella tarde. El conde sólo había eliminado las huellas físicas de lo sucedido. Sus ojos aún reflejaban el horror de lo que había hecho él y de lo que Maurizio había intentado hacer. Relató lo sucedido una sola vez, entrecortadamente, con largas pausas, durante las que parecía perder el hilo de lo que decía. Cada vez, Brunetti le recordaba suavemente dónde estaban y preguntaba qué había ocurrido después.
A las nueve, habían terminado, y no había motivo para permanecer más tiempo en el palazzo. Brunetti envió a los hombres del laboratorio y a los fotógrafos a la questura y se despidió. El conde le dijo adiós, pero parecía incapaz de recordar que las personas se dan la mano al despedirse.
Vianello andaba un poco a la zaga de Brunetti y, juntos, entraron en el primer bar que encontraron. Pidieron cada uno un vaso grande de agua mineral y después otro. A ninguno le apetecía el alcohol, y los dos apartaron la mirada de los fatigados bocadillos de la vitrina que estaba a un lado del mostrador.
—Váyase a casa, Lorenzo -dijo Brunetti-. Nada más podemos hacer. Por lo menos, esta noche.
—Pobre hombre -dijo Vianello, sacando del bolsillo unos billetes de mil liras que dejó en el mostrador-. Y pobre mujer. ¿Cuántos años tendrá? No muchos más de cincuenta. Y parece de setenta. O más. Esto la matará.
Brunetti asintió tristemente.
—Quizá él pueda hacer algo.
—¿Quién? ¿Lorenzoni?
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, pero no dijo nada.
Salieron del bar sin responder al saludo del camarero. En Rialto, Vianello se despidió para ir a tomar el barco que lo llevaría a su casa, en Castello. El traghetto había dejado de funcionar a las siete, por lo que Brunetti tuvo que cruzar el puente y retroceder hacia su casa por el otro lado del Gran Canal.
La visión del cuerpo de Maurizio y de las huellas terribles de la tragedia que habían quedado esparcidas en la pared, perseguía a Brunetti mientras andaba por la calle y subía la escalera de su casa. Nada más cerrar la puerta, oyó la televisión: la familia estaba viendo una serie policíaca que seguían todas las semanas, generalmente, con él que, sentado en su butaca, les señalaba los despropósitos e inexactitudes.
—Ciao, papà -sonó en dos tiempos el saludo, que él se esforzó en contestar con optimismo.
Chiara asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—¿Has cenado, papá?
—Sí, tesoro -mintió él, colgando la chaqueta y procurando mantenerse de espaldas a la niña.
Chiara se quedó quieta un instante y volvió a la habitación. Al cabo de un momento, en la puerta apareció Paola, con una mano extendida hacia él.
—¿Qué ha pasado, Guido? — preguntó con aprensión en la voz.
Él seguía junto a la chaqueta palpando los bolsillos, como si buscara algo. Ella le rodeó la cintura con el brazo.
—¿Qué ha dicho Chiara? — consiguió articular él.
—Que algo terrible te había pasado. — Paola le sacó las manos de la inútil exploración de los bolsillos de la chaqueta-. ¿Qué es? — preguntó, llevándose a los labios una de sus manos y dándole un beso.
—Ahora no puedo hablar.
Ella asintió y, sin soltarle las manos, lo empujó hacia su dormitorio, al extremo del pasillo.
—Acuéstate, Guido. Te traeré una tisana.
—No puedo hablar, Paola -repitió.
Ella lo miraba muy seria.
—Ni yo quiero que hables, Guido. Lo único que te pido es que te metas en la cama, tomes algo caliente y duermas.
—Sí -dijo él, y volvió a experimentar aquella sensación de irrealidad. Más tarde, ya en la cama, se tomó la tisana -tila con miel- y sostuvo la mano de Paola, o ella la de él, hasta que se durmió.
Pasó una noche tranquila, sólo abrió los ojos dos veces y se encontró con la cabeza apoyada en el hombro de Paola, que lo abrazaba. Ninguna de las dos veces llegó a despertarse del todo y volvió a dormirse, reconfortado al sentir sus besos en la frente y el calor de su presencia.
Por la mañana, cuando los niños se fueron a la escuela, le contó parte de lo ocurrido. Ella escuchaba su versión un tanto suavizada de los hechos, sin hacer preguntas, observando su cara, mientras tomaba el café. Cuando él terminó, preguntó:
—Entonces, ¿ya se ha acabado?
—No lo sé. — Brunetti meneó la cabeza-. Aún quedan los secuestradores.
—Pero, si los envió el sobrino, en realidad, el responsable era él.
—Eso es lo malo -dijo Brunetti.
—¿El qué? — preguntó Paola, desconcertada.
—Si él los envió.
Paola conocía muy bien a su marido como para perder el tiempo preguntando lo que quería decir.
—Ajá -dijo moviendo la cabeza de arriba abajo, tomó otro sorbo de café y esperó a que él se explicara.
—Hay algo que no encaja -dijo Brunetti al fin-. El sobrino no parecía capaz de eso.
—«Un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un malvado» -dijo Paola con la voz que usaba para las citas, pero Brunetti estaba muy abstraído para preguntar de quién era.
—Parecía querer realmente a Roberto, casi daba la impresión de haber deseado protegerlo. — Brunetti movió la cabeza-. No estoy convencido.
—¿Quién, entonces? — preguntó Paola-. La gente no mata a sus hijos; los hombres no matan a su único hijo.
—Ya lo sé, ya lo sé -dijo Brunetti descartando lo impensable.
—Entonces, ¿quién?
—Eso es lo malo. Que no existe otra posibilidad.
—¿No es posible que te equivoques con el sobrino? — preguntó ella.
—Claro que sí -admitió Brunetti-. Puedo equivocarme con todo. No tengo ni idea de lo que pasó. Ni por qué.
—Por dinero. ¿No es el motivo de la mayoría de secuestros? — preguntó ella.
—No sé si fue un secuestro, ya no estoy seguro.
—Pues ahora mismo hablabas de los secuestradores.
—Oh, sí, se lo llevaron. Y alguien mandó las cartas pidiendo rescate. Pero no creo que existiera la intención de conseguir dinero. — Le habló del ofrecimiento de dinero hecho al conde Lorenzoni.
—¿Cómo lo has sabido?
—Me lo dijo tu padre.
Ella sonrió por primera vez.
—Así me gusta, que lo mantengas todo en familia. ¿Cuándo has hablado con él?
—Hace una semana. Y ayer.
—¿Del caso?
—Sí, y de otras cosas.
—¿Qué otras cosas? — preguntó ella con suspicacia.
—Me dijo que no eras feliz.
Brunetti esperó a ver cómo reaccionaba Paola. Ésta le parecía la forma más franca de plantear la cuestión para inducirla a hablar de lo que la inquietara.
Paola no dijo nada durante mucho rato. Se levantó, echó más café en las tazas, luego leche caliente y azúcar, y volvió a sentarse frente a él.
—En la jerga del psicoanálisis se llama a esa figura proyección.
Brunetti probó el café, echó más azúcar y miró a su mujer.
—Tú ya sabes que la gente siempre ve en los demás sus propios problemas -prosiguió ella.
—¿Y cuál es el problema de tu padre?
—¿Cuál te dijo que era el mío?
—Nuestro matrimonio.
—Pues ahí lo tienes -dijo ella llanamente.
—¿Tu madre te ha dicho algo?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No pareces sorprendida.
—Se hace viejo, Guido, y empieza a notarlo. De modo que ahora se da cuenta de lo que para él es realmente importante y lo que no lo es.
—¿Y su matrimonio no lo es?
—Todo lo contrario. Yo diría que se ha dado cuenta de lo importante que es y de cómo lo ha descuidado durante años. Décadas.
Nunca habían hablado del matrimonio de los padres de Paola, a pesar de que desde hacía años Brunetti había oído rumores acerca de la debilidad del conde por las mujeres guapas. Aunque para él hubiera sido fácil descubrir lo que había de verdad en tales rumores, nunca había indagado.
Como buen italiano, Brunetti estaba convencido de que un hombre podía sentir una apasionada devoción por su esposa y, al mismo tiempo, engañarla con otras mujeres. Él no dudaba de que el conde estuviera enamorado de la condesa y, saltando de título en título, se dijo que otro tanto era evidente en el conde Lorenzoni, en quien lo único que parecía totalmente humano era su amor por la condesa.
—No sé -dijo, aplicando a ambos condes esta expresión de ignorancia.
Ella se inclinó por encima de la mesa y le dio un beso en cada mejilla.
—Estando a tu lado, nunca podría sentirme desgraciada.
Brunetti bajó la cabeza y se puso colorado.
24
Brunetti hubiera podido redactar por adelantado el guión del comunicado de Patta de aquella mañana: sus lúgubres comentarios sobre la doble tragedia que afligía a tan noble familia, la profanación de los más sagrados principios de humanidad, la degradación del tejido de la sociedad cristiana, etcétera, sin omitir reflexiones sobre los cambios que convulsionan hogares y familias. Todo ello, con la flatulenta grandilocuencia del vicequestore y la estudiada naturalidad de cada gesto. Incluso hubiera podido señalar entre paréntesis dónde marcaría pausas y se cubriría los ojos con la mano, al referirse a este crimen sin nombre.
También sabía de antemano cuáles serían los titulares que se colgarían de los quioscos de la ciudad: Delitto in famiglia, Caino e Abèle, Figlio addotivo assassino. Para ahorrarse unos y otros excesos, Brunetti llamó a la questura para avisar de que no iría hasta después del almuerzo y no miró los diarios que Paola había subido mientras él aún dormía. Intuyendo que su marido no querría seguir hablando de los Lorenzoni, ella se abstuvo de referirse al tema y se fue a Rialto a comprar pescado. Brunetti, al verse solo y sin nada que hacer por primera vez en lo que parecían varias semanas, decidió imponer en sus libros el orden que, evidentemente, era incapaz de imponer en los acontecimientos, se fue a la sala y se quedó mirando la estantería que llegaba hasta el techo. Años atrás, se había hecho una clasificación por lenguas y, cuando ésta se rompió, Brunetti trató de introducir el orden cronológico. Pero la curiosidad de los niños no tardó en desbaratarlo, y ahora Petronio estaba al lado de san Juan Crisóstomo y Abelardo compartía anaquel con Emily Dickinson. Después de contemplar las hileras de lomos, sacó primero un libro, luego dos más, y otros dos. Pero, de repente, perdió todo interés por la tarea y dejó los cinco libros juntos en un hueco del estante inferior.
Sacó entonces De la vida recta de Cicerón y buscó el pasaje de los deberes, donde Cicerón habla de las distintas categorías de rectitud moral. La primera es la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso y comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias. La segunda es la fortaleza para dominar las pasiones. Y la tercera, la capacidad para obrar con consideración y comprensión en nuestras relaciones con los demás.
Cerró el libro y volvió a ponerlo en el lugar que le había caído en suerte por el capricho de la familia Brunetti: John Donne a la derecha y Karl Marx a la izquierda.
—Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias -recitó, sobresaltándose con el sonido de su propia voz. Entró en la cocina, escribió una nota para Paola y salió del apartamento en dirección a la questura.
Cuando llegó, mucho después de las once, la prensa ya había estado allí y se había marchado, lo que, por lo menos, le libró de tener que escuchar las declaraciones de Patta. Subió a su despacho por la escalera posterior, cerró la puerta y se sentó a su mesa. Abrió el expediente Lorenzoni y lo leyó página a página. Empezando por el secuestro, ocurrido dos años antes, hizo una lista completa de todas las cosas que sabía, ordenadas cronológicamente, que llenaron cuatro hojas y terminaban con la muerte de Maurizio.
Extendió los papeles ante sí, cartas del tarot con el signo de la muerte. «Distinguir lo verdadero de lo falso. Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias.» Si Maurizio había sido el cerebro del secuestro, todos los fenómenos quedaban explicados, las relaciones y consecuencias, claras. El afán de dinero y de poder, quizá, incluso, los celos, podían haberle impulsado a tramar el secuestro. Ello habría acarreado la intentona contra su tío. Y, finalmente, habría provocado su propia muerte violenta, la sangre en la chaqueta y la masa encefálica en las cortinas de Fortuny.
Pero, si Maurizio no era el culpable, no había relación entre los fenómenos. Un tío podía matar a su sobrino, pero un padre no mataría a su hijo, no a sangre fría.
Brunetti levantó la cabeza y miró fijamente por la ventana de su despacho. En un platillo de la balanza estaba su vaga impresión de que Maurizio era incapaz de matar o hacer matar. En el otro platillo, la hipótesis de que el conde Ludovico hubiera matado a su sobrino deliberadamente, que, si era cierta, implicaba que el conde era también el asesino de su propio hijo.
Brunetti se había equivocado más de una vez al juzgar a las personas y sus motivos. ¿No acababa de engañarse con su propio suegro? Había aceptado sin reservas la idea de que su mujer era infeliz, de que su matrimonio peligraba, cuando tenía la verdad al alcance de la mano. Había bastado una simple pregunta y la franca expresión de amor de Paola.
Por vueltas que diera a los hechos y posibilidades, pasándolos de uno a otro platillo de la terrible balanza, el peso de la lógica siempre caía del lado de la culpabilidad de Maurizio. Y, no obstante, Brunetti dudaba.
Recordó cómo Paola se reía de su resistencia a desprenderse de ciertas prendas de vestir -una chaqueta, un jersey, incluso unos calcetines- que él encontraba especialmente cómodas. Era una actitud que nada tenía que ver con el afán de ahorrar ni con la aversión a sustituir la prenda vieja sino a su convicción de que la nueva no podría ser tan cómoda ni tan agradable como la vieja. Así también, su inquietud de ahora, bien lo sabía, se debía a la misma resistencia a desechar lo más cómodo en favor de lo nuevo.
Recogió sus papeles y bajó al despacho de Patta, para hacer una última tentativa, que resultó tan vana como era de esperar: Patta rechazó de plano «la insinuación delirante y ofensiva» de que el conde pudiera estar implicado en los hechos. Y faltó muy poco para que exigiera a su subordinado que pidiera perdón al conde; ya que Brunetti, al fin y al cabo, sólo estaba especulando, pero hasta la especulación era un ultraje para el profundo atavismo que dominaba a Patta, que a duras penas consiguió reprimir la indignación, aunque no reprimió el impulso de pedir a Brunetti que se fuera.
De nuevo en su despacho, Brunetti metió las cuatro hojas en una carpeta que guardó en el cajón en el que solía apoyar los pies. Después de cerrar el cajón de un puntapié, abrió una carpeta que le habían dejado en la mesa mientras estaba con Patta: los motores de cuatro embarcaciones habían sido robados mientras sus dueños cenaban en la trattoria de la isleta de Vignole.
El teléfono le ahorró tener que contemplar la trivialidad del informe.
—Ciao, Guido -lo saludó la voz de su hermano-. Acabamos de regresar.
—Pero, ¿no ibais a quedaros más días?
Sergio se rió.
—Sí, pero como los de Nueva Zelanda se marcharon nada más leer su trabajo, yo decidí hacer otro tanto.
—¿Cómo te ha ido?
—Si me prometes no reírte de mí, te diré que ha sido un gran éxito.
Realmente, el momento lo es todo. Si esta llamada hubiera llegado cualquier otra tarde, o incluso si le hubiera despertado a las tres de la madrugada, Brunetti hubiera estado encantado de escuchar el relato de las jornadas de su hermano en Roma y muy interesado en sus explicaciones sobre su trabajo y la acogida que había tenido. Pero ahora, mientras Sergio hablaba de roentgens y de residuos de esto y lo otro, Brunetti leía los números de serie de cuatro motores fuera bordo. Sergio hablaba de daños en el hígado y Brunetti observaba una gama de potencias de cinco a quince caballos. Sergio repetía la pregunta que alguien había hecho sobre el bazo, y Brunetti se enteraba de que sólo uno de los motores estaba asegurado contra robo y únicamente por la mitad de su valor.
—Guido, ¿me escuchas? — preguntó Sergio.
—Sí, sí, desde luego -aseguró Brunetti con un énfasis innecesario-. Me parece muy interesante.
Sergio se rió, pero resistió el impulso de pedir a su hermano que repitiera las dos últimas frases que había oído. Lo que hizo fue preguntar:
—¿Cómo están Paola y los niños?
—Todos bien.
—¿Raffi todavía sale con esa chica?
—Sí; a todos nos gusta mucho.
—Pronto le tocará el turno a Chiara.
—¿Para qué? — preguntó Brunetti, sin comprender.
—Tener novio.
Sí, claro. Brunetti no sabía qué decir. El silencio se prolongaba.
—¿Por qué no venís todos a cenar a casa el viernes?
Brunetti se dispuso a aceptar, pero rectificó:
—Se lo preguntaré a Paola y veremos si los chicos han hecho algún plan.
Con una repentina seriedad en la voz, Sergio dijo:
—Quién había de imaginar que veríamos este día, ¿eh, Guido?
—¿Ver qué día?
—El día en que para todo hay que consultar con la mujer y preguntar a los hijos si tienen otros planes. Nos hacemos viejos, Guido.
—Sí, seguramente. — Aparte de Paola, Sergio era la única persona a quien podía hacer esta pregunta-: ¿Eso te molesta?
—No sé si importa mucho que me moleste o no. Es algo que no podemos parar. Pero, ¿por qué tienes hoy ese tono tan serio?
A modo de explicación, Brunetti preguntó:
—¿Has leído los periódicos?
—Sí; en el tren de regreso. ¿Eso de los Lorenzoni?
—Sí.
—¿Lo llevas tú?
—Sí -respondió Brunetti sin dar detalles.
—Terrible. Pobre gente. Primero, el hijo y, ahora, el sobrino. No sé qué es peor. — Pero era evidente que Sergio, recién llegado de Roma y aún eufórico por su éxito profesional, no quería hablar de estas cosas, por lo que Brunetti cortó.
—Hablaré con Paola. Ella llamará a Maria Grazia.
25
Podría decirse que la ambigüedad es la característica que define a la justicia italiana o, más concretamente -puesto que este concepto es un tanto abstracto-, el sistema judicial que ha creado el Estado italiano para la protección de sus ciudadanos. A muchos les parece que, cuando la policía no está trabajando para llevar a los delincuentes ante los jueces, está investigando y arrestando a esos mismos jueces. Las sentencias son difíciles de conseguir y, muchas de ellas, revocadas en la apelación; los homicidas hacen pactos y salen en libertad; los parricidas reciben correo de admiradores en la cárcel; las autoridades y la Mafia marchan de la mano hacia la ruina del Estado o, peor aún, hacia la ruina del concepto mismo de Estado. El doctor Bartolo de Rossini podía estar pensando en los tribunales de apelación italianos cuando cantaba: «Qualche garbuglio si troverà.»
Durante los tres días siguientes, Brunetti, desmoralizado por una sensación de la futilidad de sus esfuerzos, reflexionaba sobre la naturaleza de la justicia y, con Cicerón como una voz que se resistía a callar, sobre la rectitud moral. Todo ello, al parecer, sin objeto.
Al igual que el duende de un cuento infantil que Brunetti había leído hacía décadas, que acechaba debajo de un puente, así acechaba también, en el cajón de su escritorio, la lista que había hecho, callada, pero no olvidada.
Brunetti asistió al funeral de Maurizio más asqueado por la presencia de las hordas, de vampiros con cámara que por el recuerdo de lo que contenía la pesada caja con bordes sellados con plomo contra la humedad del panteón familiar de los Lorenzoni. La condesa no estaba, pero el conde, con los ojos enrojecidos y apoyándose en el brazo de un hombre más joven, salió de la iglesia detrás del féretro de su sobrino, al que había matado. Su presencia en el acto y la nobleza de su porte sumieron a toda Italia en un transporte de sentimental admiración como no se había visto en el país desde que los padres de un niño norteamericano donaron sus órganos para salvar la vida de pequeños italianos, compatriotas de su asesino. Brunetti dejó de leer los periódicos, pero no antes de enterarse de que el magistrado encargado de la instrucción del caso había decidido considerar la muerte de Maurizio consecuencia de un acto de legítima defensa.
Brunetti, con el espíritu de mortificación propio del que, teniendo dolor en una muela, no para de hurgársela con la lengua, se dedicó al caso del robo de los motores. En un mundo desquiciado, los motores eran tan vitales como la vida misma. Así pues, ¿por qué no buscarlos? Pero, ¡ay!, el caso resultó excesivamente fácil: pronto encontraron los motores en casa de un pescador de Burano, cuyos vecinos, al verle descargarlos de su barco uno tras otro, sospecharon y lo denunciaron a la policía.
El mismo día en que Brunetti había conseguido este éxito fulminante, apareció en la puerta de su despacho la signorina Elettra.
—Buon giorno, dottore -dijo al entrar, con la cara oculta y la voz ahogada por el enorme ramo de gladiolos que llevaba en brazos.
—Pero, ¿qué es esto, signorina? -preguntó él, y levantándose la guió tomándola del brazo, para que no tropezara con la silla que tenía delante de la mesa.
—Flores extra -contestó ella-. ¿Tiene florero? — Puso las flores encima de la mesa y, al lado, un fajo de papeles un tanto deteriorados por la presión de sus manos y la humedad de los gladiolos.
—Quizá haya uno en el armario -respondió él, desconcertado, incapaz de adivinar la causa de aquel derroche floral. ¿Y extra? A ella le llevaban las flores los lunes y los jueves, y hoy era miércoles.
Ella abrió el armario, revolvió entre los objetos del suelo y se levantó con las manos vacías. Agitando una mano en dirección al comisario, fue hacia la puerta sin decir nada.
Brunetti miró las flores y luego los papeles que estaban al lado: un fax del doctor Montini de Padua. Los análisis de Roberto. Los dejó caer en la mesa. Las flores hablaban de vida, de ilusión y de alegría, y ahora él no quería recordar al muchacho muerto ni remover los oscuros sentimientos que le inspiraban él y su familia.
La signorina Elettra no tardó en volver, con un jarrón Barouvier que Brunetti había admirado más de una vez en la mesa de la joven.
—Me parece que aquí quedarán perfectamente -dijo ella, poniendo el jarrón al lado de las flores, y empezando a introducir éstas en el agua, una a una.
—¿A qué se deben estas flores extra, signorina? -preguntó Brunetti, y entonces sonrió, la única reacción posible a la combinación de signorina Elettra y flores frescas.
—Hoy he revisado los gastos mensuales del vicequestore, y he visto que quedaba un remanente de quinientas mil liras.
—¿De qué?
—De la cantidad que está autorizado a gastar mensualmente en material de oficina -respondió ella poniendo una flor roja entre dos blancas-. Así que, como aún falta un día para terminar el mes, he pensado pedir flores.
—¿Para mí?
—Sí, señor. Y para el sargento Vianello, y para Pucetti, y unas rosas para la sala de guardia.
—¿Y para las chicas del Ufficio Stranieri? -preguntó él, curioso por saber si la signorina Elettra era de las que sólo regalan flores a los hombres.
—No -respondió ella-. Hace dos meses que las reciben con el pedido normal, dos veces por semana. — Terminó con las flores y lo miró.
—¿Dónde las quiere? — preguntó dejando el ramo en un ángulo de la mesa-. ¿Aquí?
—No; quizá en el alféizar.
Obediente, ella las puso delante de la ventana central.
—¿Aquí? — preguntó volviéndose para ver la expresión de Brunetti.
—Sí -dijo él relajando la cara en una sonrisa-. Perfecto. Gracias, signorina.
—Me alegro de que le gusten, dottore -dijo ella sonriendo a su vez.
Brunetti volvió a su mesa, pensó en poner los papeles en la carpeta sin leerlos, pero luego los alisó con el canto de la mano y empezó a leer. Hubiera podido ahorrarse la molestia, porque allí no había más que una lista de nombres y números. Los nombres no le decían nada, aunque debían de referirse a las distintas pruebas que el médico había solicitado para el joven que se quejaba de fatiga. Los números tanto podían corresponder a un marcador de cricket como a cotizaciones de la Bolsa de Tokio: para él eran un misterio. Este galimatías le produjo una brusca irritación que se disipó tan pronto como había brotado. Durante un momento, pensó en olvidarse de aquellos papeles, pero entonces acercó el teléfono hacia sí y marcó el número de casa de Sergio.
Después de decir a su cuñada las frases de rigor y prometerle que irían a cenar el viernes, preguntó por su hermano, que ya había vuelto del laboratorio. Cansado de amables preámbulos, Brunetti fue directamente al asunto:
—Sergio, ¿tú podrías explicarme lo que significan los valores de unos análisis clínicos?
Su hermano, captando el tono perentorio de su voz, no hizo preguntas.
—Creo que sí, por lo menos, de la mayoría.
—Glucosa, setenta y cinco.
—Eso se refiere a la diabetes. Es normal.
—Triglicéridos. Dos cincuenta, me parece.
—Colesterol. Un poco alto, pero no preocupante.
—Glóbulos blancos, mil.
—¿Qué?
Brunetti repitió el valor.
—¿Estás seguro?
Brunetti acercó los ojos a las cifras mecanografiadas.
—Sí, mil.
—Hum. Cuesta creerlo. ¿Tú te encuentras bien? ¿Tienes mareos? — Se notaba inquietud, y algo más, en la voz de Sergio.
—¿Qué?
—¿Cuándo te han hecho esos análisis? — preguntó Sergio.
—No, no. No son míos. Son de otra persona.
—Ah. Bien. — Sergio reflexionó y preguntó-: ¿Qué más?
—¿Qué significa esa cifra? — preguntó Brunetti, intrigado por las preguntas de Sergio.
—No estaré seguro hasta que sepa el resto.
Brunetti leyó los restantes análisis y las cifras correspondientes.
—Eso es todo -terminó.
—¿No hay nada más?
—Una nota al pie dice que el funcionamiento del bazo parece deficiente. Y algo de... -Brunetti escudriñó la enrevesada letra del médico-. Algo que parece «hyame» y no sé qué más. «Membranas», parece.
Después de una larga pausa, Sergio preguntó:
—¿Cuántos años tenía esa persona?
—Veintiuno -y, al reparar en el tiempo del verbo, agregó-: ¿Por qué dices «tenía»?
—Porque, con esos niveles, nadie se salva.
—¿Niveles de qué? — preguntó Brunetti.
En lugar de responder, Sergio preguntó:
—¿Fumaba?
Brunetti recordó entonces que Francesca Salviati había dicho que, por su forma de quejarse de los fumadores, Roberto parecía americano.
—No.
—¿Bebía?
—Todo el mundo bebe, Sergio.
En la voz de Sergio vibró entonces una nota de impaciencia.
—No seas burro, Guido. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Bebía mucho?
—Probablemente, más de lo normal.
—¿Enfermedades?
—Que yo sepa, ninguna. Tenía una salud excelente, en fin, buena.
—¿De qué murió?
—De un disparo.
—¿Vivía cuando le dispararon?
—Naturalm... -Brunetti se interrumpió. No lo sabía-. Suponemos que sí.
—Yo lo comprobaría -dijo Sergio.
—No sé si se podrá.
—¿Por qué? ¿No tenéis el cadáver?
—No quedaba mucho de él.
—¿El chico Lorenzoni?
—Sí -dijo Brunetti y, tras un silencio-: ¿Qué significan todos esos valores?
—Bien, yo no soy médico... -empezó Sergio, pero Brunetti cortó:
—Sergio, esto no es un juicio. Sólo quiero que me digas, para mi conocimiento, qué indican estos análisis.
—Yo diría que contaminación por radiactividad -dijo Sergio y, como Brunetti no respondiera, explicó-: El bazo. No podía estar tan dañado si no había dolencia orgánica. Y el número de glóbulos blancos es bajísimo. Luego, la capacidad pulmonar. ¿Quedaba mucho pulmón?
Brunetti recordó que el médico había dicho que aquéllos parecían los pulmones de un gran fumador, de alguien mucho mayor que Roberto, alguien que hubiera fumado durante décadas. En aquel momento, Brunetti no había cuestionado esta información ni indagado en la contradicción que introducía con el hecho de que Roberto no fumaba. Se lo explicó a Sergio, y preguntó:
—¿En resumen?
—Todo apunta en el mismo sentido: el bazo, la sangre, los pulmones.
—¿Estás seguro, Sergio? — preguntó Brunetti, olvidando que estaba hablando con su hermano mayor, que acababa de conseguir un gran éxito en un congreso internacional sobre contaminación por radiactividad en Chernobil.
—Sí.
El pensamiento de Brunetti estaba ahora lejos de Venecia, siguiendo el rastro de las tarjetas de crédito de Roberto por la faz de Europa. La Europa del Este. Por las repúblicas secesionistas de la antigua Unión Soviética, ricas en recursos naturales ocultos bajo tierra y no menos ricas en el armamento que los rusos habían dejado atrás en su precipitada marcha ante el inminente hundimiento de su imperio.
—Madre di Dio -suspiró, asustado ante lo que acababa de comprender.
—¿Qué hay, Guido? — preguntó su hermano.
—¿Cómo transportas esas cosas?
—¿Qué cosas?
—Cosas radiactivas. Bueno, material, como se llame.
—Depende.
—¿De qué?
—De la cantidad y de la sustancia.
—Dame un ejemplo -exigió Brunetti y, suavizando el tono imperioso de su voz, agregó-: Es importante.
—Si es la clase de material que nosotros usamos en radioterapia, se transporta en envases individuales.
—¿De qué tamaño?
—Del tamaño de una maleta. Quizá no tanto, si es para una máquina o una dosificación menor.
—¿Sabes algo de la otra clase?
—Hay muchas otras clases, Guido.
—Para bombas. Este chico había estado en Bielorrusia.
No llegaba sonido alguno por el teléfono, sólo el silencio técnicamente perfecto que deparaba la nueva red láser de Telecom, pero a Brunetti le parecía oír moverse los engranajes del cerebro de Sergio.
—Ah -suspiró su hermano al fin. Y luego-: Si el recipiente está bien forrado de plomo, puede ser muy pequeño. Una cartera de mano o una maleta. Sería pesado, pero pequeño.
Esta vez el suspiro escapó de los labios de Brunetti.
—¿Eso bastaría?
—No sé a qué te refieres, Guido, pero si quieres decir si bastaría para una bomba, sí. Sería más que suficiente.
Poco podía añadir a esto ninguno de los dos. Finalmente, Sergio sugirió:
—Yo comprobaría con un contador Geiger el lugar donde lo encontraron. Y también el cuerpo.
—¿Será posible? — preguntó Brunetti, y no tuvo necesidad de aclarar a qué se refería.
—Yo diría que sí. — En la voz de Sergio se mezclaban la seguridad del científico y la tristeza del hombre-. Los rusos no les dejaron otra cosa que vender.
—Pues que Dios nos asista a todos -dijo Brunetti.
26
Su trabajo había acostumbrado a Brunetti al horror y a las múltiples atrocidades que los humanos se infligen unos a otros y a su entorno, pero aún no se había tropezado con algo como esto. La magnitud de los hechos que su conversación con Sergio le había revelado era inconcebible. Una cosa era el tráfico de armas, incluso en gran escala -Brunetti comprendía que hubiera quienes vendían armas aun a sabiendas de que los compradores eran asesinos-; pero esto, si lo que él sospechaba -o temía- era cierto, excedía con mucho de cualquier crimen imaginable.
Brunetti no dudó ni un momento de que los Lorenzoni estuvieran involucrados en el transporte ilegal de material nuclear, ni que el material fuera a utilizarse en la construcción de armamento. Para fabricar aparatos de rayos X no sería, desde luego. Por otra parte, no podía creer que esto lo hubiera organizado el propio Roberto. Todo lo que había podido averiguar sobre el muchacho indicaba falta de discernimiento y de iniciativa: el cerebro de una red de tráfico de material nuclear no podía ser él.
¿Quién más idóneo para esta función que Maurizio, el sobrino brillante, el que hubiera podido ser el heredero ideal? Era un joven ambicioso, consciente de las posibilidades comerciales del nuevo milenio, de los vastos mercados y de las fuentes de aprovisionamiento del Este. El único obstáculo que le impedía llevar las empresas Lorenzoni a nuevas conquistas era el zángano de Roberto, al que, por otra parte, se podía hacer ir y venir como un perro bien amaestrado.
La única duda que tenía Brunetti era la medida en que el conde estaba involucrado en la operación. Brunetti dudaba de que semejante actividad, que podía hacer peligrar todo el imperio Lorenzoni, se hubiera realizado sin su conocimiento y aprobación. ¿Había decidido enviar a Bielorrusia a su hijo para que trajera la mortífera sustancia? ¿Quién mejor y menos sospechoso que un playboy amigo de putas que cobraban con tarjeta de crédito? Con lo que gastaba en champaña, ¿a alguien se le ocurriría ver qué llevaba en la maleta? ¿Quién registra el equipaje de un idiota?
Brunetti estaba casi seguro de que Roberto ignoraba lo que llevaba. Así se lo daba a entender la imagen que se había hecho del muchacho. Pero, ¿cómo se había producido la exposición a la mortífera emanación del material?
Brunetti trató de imaginarse a aquel muchacho al que nunca había visto, lo situó en un hotel de superlujo, después de que las putas se fueran a su casa, solo en la habitación, con la maleta que tenía que llevar a Italia. Si había fugas, no se habría enterado, no notaría más que aquellos síntomas extraños que lo habían llevado de médico en médico.
Seguramente, el chico habría hablado de ello no con su padre sino con su primo, el compañero de su infancia y adolescencia. Y Maurizio inmediatamente habría deducido lo ocurrido y reconocido en los síntomas lo que eran: la sentencia de muerte de Roberto.
Brunetti se quedó mucho rato sentado ante su escritorio, con la mirada fija en la puerta del despacho, pensando en la rectitud moral y empezando a comprender las relaciones entre la verdad y la falsedad y las consecuencias de una y otra. Lo que no comprendía aún era cómo el conde se había enterado de la operación.
Cicerón exhortaba a dominar las pasiones. Brunetti sabía que, si alguien asesinara a sangre fría a Raffi, su hijo, él no podría dominar las pasiones y sería feroz, implacable, despiadado, que el policía quedaría anulado por el padre, que perseguiría a los asesinos hasta destruirlos. Él buscaría la venganza a toda costa. Cicerón no hacía excepciones a sus reglas sobre la rectitud moral, pero sin duda un crimen semejante tenía que liberar a un padre del precepto de ser considerado y comprensivo otorgándole el humano derecho a vengar la muerte de su hijo.
Así meditaba Brunetti mientras el sol se ponía, llevándose consigo la poca luz que se filtraba en su despacho. La habitación estaba ya casi completamente a oscuras cuando encendió la luz. Volvió a la mesa, sacó la carpeta del cajón de abajo y volvió a leer todo el expediente, muy despacio. No tomaba notas, sólo levantaba la cabeza de vez en cuando para mirar las oscuras ventanas, como si en ellas pudiera ver reflejados los nuevos esquemas que iban trazándose durante la lectura. Tardó media hora en leerlo todo y, cuando hubo terminado, volvió a guardar la carpeta en el cajón y lo cerró suavemente, con la mano, no con el pie. Luego salió de la questura en dirección a Rialto y el palazzo Lorenzoni.
La criada que abrió la puerta dijo que el conde no recibía visitas. Brunetti le pidió que lo anunciara. Cuando la mujer volvió, con gesto de irritación por esta intrusión en el luto de la familia, dijo que el conde había repetido las instrucciones: no recibía visitas.
Brunetti primero pidió y después ordenó a la criada que llevara el mensaje de que había descubierto información importante sobre el asesinato de Roberto y deseaba hablar con el conde antes de reabrir la investigación oficial de su muerte, proceso que, si el conde insistía en su negativa a hablar con él, se iniciaría a la mañana siguiente.
Tal como esperaba, esta vez, al volver, la criada le dijo que la siguiera y, cual Ariadna sin hilo, lo condujo por escaleras y corredores hasta una parte nueva del palazzo, que Brunetti no conocía.
El conde estaba solo en un despacho, quizá el de Maurizio, porque había varios terminales de ordenador, una fotocopiadora y cuatro teléfonos. Las mesas de plástico claro en las que estaban los aparatos desentonaban de las cortinas de terciopelo, de las ventanas ojivales y del panorama de tejados que se extendía al otro lado.
El conde estaba detrás de una de las mesas, con un terminal de ordenador a su izquierda. Al entrar Brunetti, alzó la mirada y, sin molestarse en levantarse ni en ofrecerle asiento, preguntó:
—¿Qué ocurre?
—He venido para hablar con usted de una nueva información -respondió Brunetti.
El conde estaba muy erguido, con las manos sobre la mesa.
—No puede haber nueva información. Mi hijo ha muerto. Mi sobrino lo mató. Ahora también está muerto. Después de eso, no hay más. No quiero saber más.
Brunetti lo miró largamente, sin ocultar el escepticismo ante lo que acababa de oír.
—La información que ahora tengo puede aclarar las causas de todo lo ocurrido.
—No me importan las causas -replicó el conde-. Para mí y para mi esposa, lo que importa es que ha ocurrido. No quiero tener nada más que ver con ello.
—Me temo que eso ya no sea posible -dijo Brunetti.
—¿Cómo que no será posible?
—Hay pruebas de que estaba en marcha algo mucho más complicado que un secuestro.
El conde, recordando de pronto sus deberes de anfitrión, indicó a Brunetti que tomara asiento y apagó el ordenador, extinguiendo su suave zumbido. Luego preguntó:
—¿Qué información?
—Su empresa, o empresas, tienen relaciones con países de Europa del Este.
—¿Es pregunta o afirmación? — inquirió el conde.
—Creo que es una cosa y la otra. Sé que tienen ustedes relaciones, pero ignoro el alcance. — Brunetti esperó un momento, justo hasta que el conde fue a hablar y agregó-: Y la clase de relaciones que puedan ser.
—Signor... disculpe, he olvidado su nombre -empezó el conde.
—Brunetti.
—Signor Brunetti, la policía ha investigado a mi familia durante casi dos años. Sin duda, tiempo suficiente para que incluso la policía averiguara el alcance y la naturaleza de mis actividades en Europa del Este. — En vista de que Brunetti no respondía a su provocación, el conde preguntó-: Bien, ¿no es cierto?
—Hemos averiguado muchas cosas sobre sus actividades allí, sí, pero yo he descubierto algo más, algo que no figuraba en la información que usted y su sobrino nos facilitaron.
—¿Y de qué se trata? — preguntó el conde, desmintiendo con la indiferencia del tono cualquier interés que denotara la pregunta por lo que pudiera tener que decir este policía.
—Se trata de tráfico de armamento nuclear -dijo Brunetti pausadamente, y no fue sino al oír sus propias palabras cuando se dio cuenta de lo frágiles que eran sus pruebas y lo impulsivo que había sido al cruzar media ciudad para venir a encararse con este hombre. Sergio no era médico, Brunetti no se había preocupado de hacer buscar señales de radiactividad en los restos de Roberto ni en el lugar en el que habían sido hallados, ni había tratado de informarse sobre las transacciones de los Lorenzoni en el Este. No; él había venido corriendo a darse aires de policía sagaz delante de este hombre, con el ímpetu irreflexivo con que sale corriendo un niño al oír la campanilla del carro de los helados.
El conde levantó el mentón, apretó los labios y se dispuso a hablar, pero entonces desvió la mirada, de la cara de Brunetti a la izquierda, hacia la puerta de la habitación en la que, repentina y calladamente, había aparecido su esposa. Se levantó y fue hacia ella. También Brunetti se puso en pie respetuosamente, pero, al mirar más detenidamente a la mujer que estaba en la puerta, empezó a dudar de que fuera realmente la condesa aquella anciana encorvada y frágil que asía el bastón con una mano que parecía una garra. Brunetti observó que tenía los ojos empañados, como si el dolor se los hubiera velado con una nube de humo.
—¿Ludovico? — dijo ella con voz trémula.
—¿Sí, cariño? — Su marido la tomó del brazo haciéndole dar unos pasos hacia el interior de la habitación.
—¿Ludovico? — repitió la mujer.
—¿Qué quieres, cariño? — preguntó él, inclinándose más de lo habitual ahora que ella parecía haberse encogido tanto.
La condesa se paró, puso las dos manos en el puño del bastón y miró a su marido, desvió la mirada y volvió a mirarlo.
—Se me ha olvidado -dijo, y empezó a sonreír, pero también esto se le olvidó. De pronto, cambió de expresión y miró a su marido como si fuera una presencia extraña y siniestra. Extendió el brazo con la palma de la mano hacia él, como para protegerse de un golpe. Pero entonces pareció olvidarlo también, dio media vuelta y, tanteando el suelo con el bastón, salió de la habitación. Los dos hombres oyeron repicar el bastón pasillo adelante y cerrarse una puerta, y entonces se supieron otra vez a solas.
El conde volvió a su sillón detrás del escritorio, pero, cuando se sentó y miró a Brunetti, parecía que la condesa, de algún modo, había conseguido contagiarle su decrepitud. Ahora tenía los ojos más apagados y la boca menos firme que antes de que ella entrara.
—Ella lo sabe todo -dijo con voz ronca de desesperación-. Pero usted, ¿cómo lo ha descubierto? — Su tono era tan fatigado como el de su esposa.
Brunetti volvió a sentarse y rechazó la pregunta con un ademán.
—No importa.
—Eso mismo le he dicho yo. — Al ver la expresión interrogativa de Brunetti, el conde explicó-: Ya nada importa.
—Por qué murió Roberto importa -dijo el comisario. La única respuesta que el conde dio fue la de encoger un hombro, pero Brunetti insistió-: Importa encontrar a quien lo hizo.
—Usted ya sabe quién lo hizo -dijo el conde.
—Sí; sé quién los envió. Lo sabemos los dos. Pero quiero encerrarlos -dijo Brunetti levantándose a medias y sorprendiéndose a sí mismo por aquella vehemencia que no había podido reprimir-. Quiero sus nombres. — Otra vez el tono agresivo. Se dejó caer en el asiento y bajó la cabeza, violento por su furor.
—Paolo Frasetti y Elvio Mascarini -dijo el conde sencillamente.
En el primer momento, Brunetti no sabía qué era lo que estaba oyendo y, cuando lo entendió, no podía creerlo; y, cuando lo creyó, todo el esquema de los asesinatos Lorenzoni que había empezado a dibujarse con el descubrimiento de aquellos maltratados huesos en una zanja, volvió a modificarse tomando una forma nueva, mucho más horrenda que los descompuestos restos de su hijo. Brunetti reaccionó instantáneamente y, en lugar de mirar al conde con asombro, sacó el bloc del bolsillo interior de la chaqueta y anotó los nombres.
—¿Dónde podemos encontrarlos? — Se esforzó para que su voz fuera serena, perfectamente natural, mientras pensaba rápidamente en todas las preguntas que tenía que hacer antes de que el conde se diera cuenta de lo fatal que había sido para él aquella mala interpretación.
—Frasetti vive cerca de Santa Marta. El otro, no sé.
Brunetti, con las emociones y la expresión facial ya bajo control, miró al conde.
—¿Cómo los encontró?
—Me hicieron un trabajo hace cuatro años, y volví a llamarlos.
No era el momento de preguntar por el otro trabajo; sólo interesaba el secuestro, Roberto.
—¿Cuándo se enteró usted de que estaba contaminado? — No podía haber otra razón.
—Poco después de que regresara de Bielorrusia.
—¿Cómo ocurrió?
El conde enlazó los dedos ante sí y los miró.
—En un hotel. Llovía y Roberto no quería salir. No entendía la televisión, todos los programas eran en ruso o en alemán. Y aquel hotel no podía, o no quería, encontrarle a una mujer. Entonces, sin nada que hacer, se puso a pensar en el motivo del viaje. — Miró a Brunetti-. ¿Es necesario que le cuente todo esto?
—Creo que debo saberlo.
El conde asintió, pero no para aceptar lo que decía Brunetti. Carraspeó y prosiguió:
—Dijo, esto se lo contó después a Maurizio, dijo que había sentido curiosidad de por qué le habíamos hecho cruzar media Europa para traer una maleta, y decidió ver qué contenía. Pensaba que podía ser oro o piedras preciosas. Por cómo pesaba. — Hizo una pausa-. Estaba forrada de plomo. — Volvió a callar y Brunetti se preguntó cómo hacerle continuar.
—¿Pensaba robarlas? — preguntó.
El conde levantó la mirada.
—Oh, no; Roberto nunca hubiera robado, y mucho menos a mí.
—¿Por qué entonces?
—Curiosidad. Y celos, supongo, porque pensaría que yo me fiaba de Maurizio más que de él, y la prueba era que Maurizio conocía el contenido de la maleta y él, no.
—¿Y abrió la maleta?
El conde asintió.
—Dijo que utilizó un abrelatas del hotel, que era del tipo anticuado, con la punta triangular, como los que usábamos antes para abrir las latas de cerveza.
Brunetti asintió.
—Si no lo hubiera tenido en la habitación, no hubiera podido abrir la maleta, y no hubiera pasado nada. Pero aquello era Bielorrusia, y los abrelatas que tienen allí son de éstos. Así que forzó la cerradura y abrió la maleta.
—¿Y dentro qué había?
El conde lo miró sorprendido.
—Usted acaba de decírmelo.
—Eso ya lo sé, pero quiero que me diga cómo lo enviaban. Qué forma le habían dado.
—Perlas azules. Una especie de cagaditas de conejo pero más pequeñas. — El conde levantó la mano derecha separando ligeramente el índice y el pulgar para indicar el tamaño y repitió-. Cagaditas de conejo.
Brunetti no dijo nada; la experiencia le había enseñado que hay un momento en el que no se debe apremiar a la gente, hay que dejar que vayan a su ritmo, porque, si no, sencillamente, se paran.
Finalmente, el conde siguió hablando:
—Después cerró la maleta, pero la había tenido abierta el tiempo suficiente. — No era necesario que el conde especificara suficiente para qué. Brunetti había leído los efectos que había tenido aquella exposición.
—¿Cuándo se enteraron de que había abierto la maleta?
—Cuando nuestro comprador recibió el material. Me llamó para decirme que la cerradura había sido forzada. Pero eso no fue hasta casi dos semanas después. El envío se hizo por barco.
Brunetti dejó pasar esto por el momento.
—¿Y cuándo empezaron los problemas?
—¿Problemas?
—Los síntomas.
El conde asintió.
—Ah. — Hizo una pausa-. Al cabo de una semana. Al principio, creí que era una gripe o algo por el estilo. Todavía no habíamos hablado con el comprador. Pero luego empeoró. Y entonces me enteré de que la maleta había sido abierta. Sólo había una explicación.
—¿Usted se lo preguntó?
—No, no. No era necesario.
—¿Él lo dijo a alguien?
—Sí; lo dijo a Maurizio, pero cuando ya estaba muy mal.
—¿Y entonces?
El conde se miró las manos, midió una pequeña distancia entre el índice y el pulgar de la derecha, como para indicar otra vez el tamaño de las bolitas que habían matado a su hijo, o que habían sido la causa de que mataran a su hijo. Levantó la mirada.
—Entonces decidí lo que había que hacer, y llamé a esos hombres, Frasetti y Mascarini.
—¿De quién fue la idea de cómo hacerlo?
El conde desechó la pregunta por intrascendente.
—Yo les dije lo que tenían que hacer. Pero lo importante era que mi esposa no sufriera. Si ella se hubiera enterado de lo que hacía Roberto, de lo que había provocado su muerte... no sé lo que hubiera sido de ella. — Miró a Brunetti y luego se miró las manos-. Pero ahora ya lo sabe.
—¿Cómo se ha enterado?
—Me vio con Maurizio.
Brunetti pensó en la encorvada mujer-gorrión, en sus manos pequeñas aferradas al puño del bastón. El conde quería ahorrarle sufrimientos, ahorrarle la vergüenza. Ah, sí.
—¿Y el secuestro? ¿Por qué no enviaron más cartas?
—Él murió -dijo el conde con voz opaca.
—¿Roberto? ¿Murió?
—Eso me dijeron.
Brunetti asintió, como si lo comprendiera, como si siguiera sin dificultad la tortuosa senda por la que lo llevaba el conde.
—¿Y entonces?
—Entonces les dije que tenían que dispararle, para que pareciera que había muerto de un disparo. — Mientras el conde iba explicando estas cosas, Brunetti empezaba a comprender que aquel hombre estaba convencido de que todo lo que se había hecho era lo más lógico y correcto. No había duda en su voz, ni incertidumbre.
—¿Por qué lo enterraron allí, cerca de Belluno?
—Uno de esos hombres tiene una cabaña en los bosques, para la temporada de caza. Llevaron allí a Roberto y, cuando murió, les dije que lo enterraran allí mismo. — La expresión del conde se suavizó momentáneamente-. Pero les dije que lo enterraran a flor de tierra, con el anillo. — Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: Para que se encontrara su cuerpo. Por su madre. Ella tenía que saberlo. Yo no podía dejarla en la incertidumbre de si su hijo vivía o no. Eso la hubiera matado.
—Comprendo -susurró Brunetti-. ¿Y Maurizio?
El conde ladeó la cabeza, recordando quizá al otro muchacho, también muerto.
—Él no sabía nada. Pero, cuando todo volvió a empezar, y llegó usted haciendo preguntas... pues también él se puso a hacer preguntas sobre Roberto y el secuestro. Quería ir a contarlo a la policía. — El conde meneó la cabeza al pensar en la debilidad y el atolondramiento del muchacho-. Pero entonces mi esposa se hubiera enterado. Si él iba a la policía, ella se enteraría de lo sucedido.
—¿Y eso usted no podía permitirlo? — preguntó Brunetti con voz átona.
—Naturalmente que no. Hubiera sido demasiado para ella.
—Comprendo.
El conde alargó una mano hacia Brunetti, la misma que había indicado el tamaño de las bolitas de radio, de plutonio, o de uranio.
Si entonces el conde hubiera girado un mando y ajustado el contraste de una pantalla de televisión, o eliminado de pronto los parásitos de una recepción radiofónica, no hubiera podido ser más perceptible el cambio, porque fue en este momento cuando empezó a mentir. No varió su voz al pasar de describir su ansiedad por el sufrimiento de su esposa a lo que explicó a continuación, pero la alteración fue tan audible y evidente para Brunetti como si de pronto el conde se hubiera subido a la mesa y empezado a arrancarse la ropa.
—Aquella noche, Maurizio vino a verme y me dijo que sabía lo que yo había hecho. Me amenazó. Con la escopeta. — El conde no pudo evitar mirar a Brunetti para ver cómo lo tomaba, pero el comisario no dejó traslucir que se había dado cuenta de que mentía.
—Entró con la escopeta en la mano -prosiguió el conde-. Y me apuntó. Me dijo que pensaba ir a la policía. Yo traté de razonar con él, pero se me acercó y me puso el cañón en la cara. Y entonces debí de perder la noción de las cosas, porque no recuerdo qué pasó. Sólo que la escopeta se disparó.
Brunetti asintió, pero su señal de asentimiento se refería a su convicción de que todo lo que el conde dijera a partir de ahora sería mentira.
—¿Y su cliente? — preguntó-. La persona que compró el material.
La vacilación del conde fue infinitesimal.
—Maurizio era el único que sabía quién era. Él se encargaba de todo.
Brunetti se puso en pie.
—Creo que es suficiente, signore. Puede llamar a su abogado, si lo desea, porque tiene usted que venir conmigo a la questura.
La sorpresa del conde fue evidente.
—¿Por qué a la questura?
—Porque yo lo arresto, Ludovico Lorenzoni, por el asesinato de su hijo y el asesinato de su sobrino.
La confusión que se reflejó en la cara del conde no podía ser más auténtica.
—Roberto murió de causas naturales, ya se lo he dicho. Y Maurizio trataba de asesinarme. — Se levantó, pero permaneció detrás de la mesa. Bajó una mano, pasó un papel de un lado al otro, y empujó el teclado del ordenador un poco hacia la izquierda. Pero no encontró nada más que decir.
—Puede llamar a su abogado si quiere, pero después tendrá que acompañarme.
Brunetti vio que el conde se rendía: el cambio fue tan evidente como el que había marcado el principio de las mentiras, mentiras que Brunetti sabía que a partir de este momento ya no cesarían.
—¿Puedo despedirme de mi esposa? — preguntó.
—Sí, por supuesto.
Sin una palabra más, el conde dio la vuelta a la mesa, pasó junto a Brunetti y salió de la habitación.
Brunetti se acercó a la ventana que estaba detrás de la mesa y contempló los tejados. Esperaba que el conde hiciera lo más honorable. Le había dejado marchar, sin saber qué otras armas podía haber en la casa. El conde se había traicionado con su propia confesión, su esposa sabía que era un asesino, su reputación y la de su familia pronto estaría destruida, y en la casa bien podía haber alguna arma. Si el conde era un hombre honorable, ahora haría lo más honorable.
A pesar de todo, Brunetti sabía que no lo haría.
27
—Pero, ¿qué puede importar que reciba su castigo o no? — preguntó Paola tres noches después, cuando la frenética voracidad de la prensa que siguió al arresto del conde empezaba a remitir-. Su hijo ha muerto. Su sobrino ha muerto. Su mujer sabe que los mató él. Su reputación está destrozada. Es viejo y morirá en la cárcel. — Estaba sentada al borde de la cama, con un albornoz viejo de Brunetti y, encima, una gruesa chaqueta de punto-. ¿Qué más quieres que le pase?
Brunetti leía en la cama, con las mantas subidas hasta el pecho, cuando ella le entró un tazón de té con mucha miel. Al dárselo movió la cabeza de arriba abajo, dándole a entender que no había olvidado echarle zumo de limón y un chorro de coñac, y se sentó a su lado.
Mientras él tomaba el primer sorbo de la infusión, Paola apartó los periódicos que estaban en el suelo, al lado de la cama. El conde la miraba desde la página cuatro, adonde había sido postergada por un asesinato de la Mafia ocurrido en Palermo, el primero en varias semanas. Desde el arresto del conde, Brunetti no había hablado de él, y Paola había respetado su silencio. Pero ahora consideraba que había llegado el momento de hacerle hablar, no porque a ella le gustara el tema de un padre que hace matar a su hijo, sino porque en otras ocasiones había podido comprobar que hablar del caso ayudaba a Brunetti a superar la frustración que le producía su desenlace.
Le preguntó qué creía que le ocurriría al conde y, mientras él le explicaba las maniobras de los abogados -que ya eran tres- y lo que creía que ocurriría a continuación, ella, de vez en cuando, le quitaba la taza de la mano y tomaba un sorbo de té. Brunetti no podía ocultar -y menos a Paola- su disgusto por la casi total certeza de que los dos asesinatos quedarían impunes y Lorenzoni sería acusado únicamente de transporte de sustancias prohibidas, porque ahora el conde afirmaba que era Maurizio quien había planeado el secuestro.
Ya se habían movilizado las fuerzas de la prensa pagada, y todas las primeras planas del país, para no hablar de lo que en Italia pasa por comentarios editoriales, peroraban sobre el triste destino de este noble, de este hombre noble, tan cruelmente engañado por una persona de su propia sangre, pues qué mayor desgracia puede afligir a una persona que la de haber alimentado en el seno de la familia durante más de una década a una víbora semejante que, revolviéndose, le había saltado al corazón. Y, poco a poco, la opinión popular fue doblegándose ante el vendaval de palabras y la noción de tráfico en armamento nuclear fue diluyéndose en el caudal de eufemismos que lo transmutaban en «tráfico en sustancias ilegales», como si las letales bolitas, que eran lo bastante potentes como para borrar del mapa toda una ciudad, pudieran equipararse al caviar iraní o a las figuritas de marfil. Un equipo provisto de contadores Geiger exploró la tumba provisional de Roberto, pero no se encontraron vestigios de contaminación.
Los libros y archivos de las empresas Lorenzoni fueron embargados y un equipo de contables e informáticos de la policía los examinaron durante varios días, a fin de localizar la expedición que había llevado el contenido de la maleta hasta el cliente que el conde aún decía no poder identificar. La única consignación sospechosa era la de diez mil jeringuillas de plástico que habían sido enviadas por barco de Venecia a Estambul dos semanas antes de la desaparición de Roberto. La policía turca informó de que en los archivos de la empresa destinataria de Estambul constaba que las jeringuillas habían sido expedidas por carretera a Teherán, donde se perdía la pista.
—Lo hizo él -insistió Brunetti con la misma vehemencia en la voz y el sentimiento que tenía días atrás, cuando llevó al conde a la questura. Ya entonces, desde el primer momento, había estado en desventaja, porque el conde solicitó que la policía enviara una lancha: los Lorenzoni no van andando a ningún sitio, ni siquiera a la cárcel. Cuando Brunetti se negó, el conde optó por llamar a un barco taxi, y él y el policía que lo había arrestado llegaron a la questura media hora después. Allí encontraron ya a la prensa aguardándolos. Nadie consiguió descubrir quién había dado el aviso.
Desde el principio, el caso había sido presentado apelando a la compasión, trufado de aquella sensiblería que tanto detestaba Brunetti en sus compatriotas. Al mágico conjuro de la emoción barata, aparecieron fotos: Roberto en la fiesta de sus dieciocho años, sentado al lado de su padre, rodeándole los hombros con el brazo; una foto de la condesa tomada hacía décadas, bailando con su marido, los dos muy guapos, con el esplendor de la juventud y la riqueza; hasta el pobre Maurizio salía en el periódico, andando por la Riva degli Schiavoni tres elocuentes pasos detrás de su primo Roberto.
Frasetti y Mascarini se presentaron en la questura dos días después del arresto de Lorenzoni, acompañados por dos de los abogados del conde. Sí, fue Maurizio quien los contrató; fue Maurizio quien planeó el secuestro y les dio las instrucciones. Insistieron en que Roberto había muerto de causas naturales; fue Maurizio quien les ordenó que dispararan contra su primo muerto, para falsear la causa de la muerte. Y los dos exigieron que se les hiciera un reconocimiento médico completo, para determinar si se habían contaminado durante el tiempo pasado con su víctima. Los resultados fueron negativos.
—Lo hizo él -repitió Brunetti recuperando el tazón y apurando el té. Se volvió para dejarlo en la mesita de noche, pero Paola se lo quitó y lo sostuvo entre las manos para aprovechar su calor.
—Pues lo meterán en la cárcel -dijo Paola.
—Eso es lo que menos me importa.
—¿Qué es lo que te importa entonces?
Brunetti se hundió un poco en la cama y se subió la ropa hacia la barbilla.
—¿Te reirás si te digo que lo que me importa es la verdad? — preguntó.
Ella movió la cabeza negativamente.
—Claro que no me río. Pero, ¿servirá de algo?
Él le quitó la taza, la dejó en la mesita de noche y le tomó las manos.
—A mí, sí, creo.
—¿Por qué? — preguntó ella, aunque probablemente ya lo sabía.
—Porque detesto ver a esa clase de gente, a la gente como él, que pasan por la vida sin tener que pagar por lo que hacen.
—¿No te parece que la muerte de su hijo y de su sobrino es ya un precio lo bastante alto?
—Paola, él envió a esos hombres a matar al muchacho, a secuestrarlo y luego matarlo. Y mató a su sobrino a sangre fría.
—Eso no lo sabes.
—No puedo probarlo, ni podré. — Movió la cabeza tristemente-. Pero me consta como si hubiera estado allí. — Paola no dijo nada y la conversación cesó durante un minuto. Finalmente, Brunetti dijo-: El muchacho se iba a morir de todos modos, sí. Pero piensa por lo que tuvo que pasar al final, el miedo, el no saber qué iba a ser de él. Esto no podré perdonárselo.
—No eres tú quien debe perdonar, ¿verdad, Guido? — preguntó ella, pero su voz era suave.
Él sonrió y denegó con la cabeza.
—No; no soy yo. Pero ya sabes lo que quiero decir. — Como Paola no respondiera, preguntó-: ¿O no lo sabes?
Ella asintió y le oprimió la mano.
—Sí -dijo, y otra vez-: Sí.
—¿Qué harías tú? — preguntó él de pronto.
Paola le soltó la mano y retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos.
—¿Quieres decir si yo fuera el juez? ¿O la madre de Roberto? ¿O si fuera tú?
Él volvió a sonreír:
—Me parece que con eso me has dicho que no le dé más vueltas, ¿verdad?
Paola se puso en pie y se agachó a recoger los periódicos, que fue doblando y amontonando. Luego se volvió hacia la cama:
—Últimamente, he pensado mucho en la Biblia -dijo, con lo que sorprendió a Brunetti, que sabía que su mujer no tenía nada de religiosa-. Eso de ojo por ojo. — Él asintió y Paola prosiguió-: Antes me parecía una de las peores cosas que había dicho aquel dios adusto, vengativo y sanguinario. — Se abrazó a los periódicos y desvió la mirada, buscando la manera de continuar. Luego volvió a mirar a su marido-: Pero ahora se me ocurre que quizá nos exhorte a todo lo contrario, que esté diciéndonos que hay un límite; que si perdemos un ojo no pidamos más que un ojo, y que si un diente, un diente, no una mano ni -aquí hizo una pausa- un corazón. — Volvió a sonreír, se agachó y le dio un beso en la mejilla haciendo crujir los diarios.
Al enderezarse dijo:
—Voy a atarlos. ¿El cordel está en la cocina?
—Sí.
Ella asintió y salió de la habitación.
Brunetti se puso las gafas y siguió leyendo a Cicerón. Más de una hora después, sonó el teléfono, pero alguien contestó antes de que pudiera hacerlo él.
Esperó un minuto, pero Paola no lo llamó. Volvió a la lectura; no tenía ganas de hablar por teléfono con nadie.
A los pocos minutos entró Paola en el dormitorio.
—Guido, era Vianello -dijo.
Brunetti dejó el libro abierto cara abajo en la cama y miró a su mujer por encima de las gafas.
—¿Qué hay?
—La condesa Lorenzoni -empezó Paola, que calló y cerró los ojos.
—¿Qué?
—Se ha ahorcado.
Sin pensar en lo que decía, Brunetti suspiró:
—Ay, ese pobre hombre.
Fin
Nobleza obliga -Brunetti 07
Novela Negra Actual
Director Editorial: Virgilio Ortega
Edita y realiza: Centro Editor PDA, S. L.
Edición: Isabel Jiménez
Diseño cubierta: Esteoeste
Título original: A Noble Radiance
Traducción del inglés: Ana Mª de la Fuente
Fotografía de la cubierta © R.F. /Corbis
© Donna Leon and Diogenes Verlag AG Zürich, 1998
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© Editorial Seix Barral, S. A., 2002, 2005
© traducción: Ana Mª de la Fuente, 2002
© de la presente edición
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Edición digital: Adrastea, Junio 2007