BODA EN AUSCHWITZ (Erich Hackl)
Publicado en
octubre 07, 2020
No sé cuál es la verdad. Quizás alguno de los narradores ha mentido a sabiendas. O, al contrario, todos han dicho aquello que creían que era la verdad. O quizás han inventado detalles, aquí y allá, por un gusto innato por embellecer las historias. O, la hipótesis más probable, sobre los hechos se posa el velo de la memoria, que lentamente distorsiona, transforma, fabula, el narrar de los protagonistas no menos que las conclusiones de los historiadores.
SERGiIOATZENI, El hijo de Bakunin
1
LA TORMENTA
Esta noche soñaré con Rudi Friemel. Tendrá la cara blanca como la cera y los ojos muy abiertos, como si se hubiese dado un susto de muerte. Llevará un pantalón de presidiario, a rayas y de tela fina, tapándole los sabañones, y una camisa blanca con bordado de rosal. Un regalo, ¿de quién? Sonreirá como siempre sonreía. Veré el hoyuelo en su mentón. Dirá: Todos me han olvidado, las mujeres, los amigos, los camaradas.
Tonterías, diré yo.
Ay, Marina, mi brava cuñadita. ¿Aún te acuerdas de mí?, responderá él.
Era un buen chaval. Mecánico de coches, forofo de las motos. Un socialista convencido. Un poco loco. Un tipo de rompe y rasga, intrépido y aventurero. Dicen que en febrero del treinta y cuatro, en Viena, luchó a brazo partido. Luego huyó a Checoslovaquia, y más tarde vino a combatir con nosotros en España. Me pregunto qué hubiese sido de él.
Es extraño que sueñe precisamente con Rudi. Han pasado tantos años. Soñar con los muertos no trae mala suerte, pero ¿por qué no se me ha aparecido antes?
¿Quieres que te cuente su historia? ¿Quieres oírla? Pero te advierto: no son más que retazos de su vida y no conforman una imagen nítida en mi mente. Los años pasan volando, y cuando uno vuelve la vista atrás ya es demasiado tarde para separar imaginación y realidad. Es mejor que preguntes a otros por él. Aunque tampoco te podrán decir mucho. ¿Vivirá todavía alguno de los que lo conocieron? Murieron tantos. Y los que no murieron fallecieron en la cama, como corresponde a un ser humano. Y los que no murieron entonces ni tampoco fallecieron en la cama no recuerdan porque no quieren. Pero tampoco entre los que no quieren recordar encontrarás ya a nadie que lo haya conocido.
Friemel. Edeltrude Friemel. Trude. No tengo ningún pariente llamado Rudolf Friemel. Pero aquí, en este edificio, en el bloque siete, vive uno con ese nombre. ¿Cuántos años tendrá? Tal vez treinta y dos o treinta y tres. Más bien treinta y dos, y su padre debe de andar por los sesenta. Que yo sepa no tienen teléfono.
—En nuestra familia no hay nadie que se llame Rudolf. Y eso desde hace ciento cincuenta años. Entre los veintiocho varones Friemel no hay ni un solo Rudolf. Lo sé porque he hecho un árbol genealógico. Me interesaría saber si nació en Viena. Porque todos los Friemel que tengo registrados provienen de Silesia.
—María Friemel. Dio de baja el teléfono el 30 de junio.
—No, Therese. Therese Friemel. No me consta ningún Rudolf Friemel. ¿Ya lo ha intentado en Graz? Dicen que allí vive una familia de apellido Friemel.
—¿Friemel o Frieml? ¿O Frimmel, escrito con dos emes? ¿España, Francia, Polonia? Oiga, esto no es una agencia de viajes.
—Me acuerdo vagamente de un Friemel. No lo conocí personalmente, pero su nombre se mencionó varias veces en reuniones clandestinas con jóvenes dirigentes de los Socialistas Revolucionarios de Austria. Nos juntábamos en la calle para organizar campañas, alguna concentración ilegal con motivo del primero de mayo o un reparto de octavillas el día del aniversario del levantamiento de febrero. Entonces siempre volvía a sonar el nombre de Friemel. Se sabía que existía, que andaba por ahí, por el barrio de Favoriten. De eso hace sesenta y seis años.
—Enseguida lo tengo: Freytag, Friedmann, Friedrich, Friemel. En el archivador está todo lo que pude averiguar sobre él. En España estuvo en el' servicio de comunicaciones, instalando cables para la transmisión de mensajes. «Pioleros» les decían. Pero fue más tarde cuando lo conocí, en Francia, en el campo. No tengo mal recuerdo de él. Al contrario, me parecía un tipo simpático, y además era guapo.
—Un mujeriego, diría yo. Como quien dice: una en cada puerto. No sé qué le encontraban. Tal vez era su carácter resoluto, su valentía unida a la inocencia, su entrega a una causa que consideraba justa. O quizá veían marcada en su frente una señal que a nosotros los hombres se nos escapaba. El caso es que revoloteaban a su alrededor como las polillas en torno a un foco de luz.
—A mí que no me lo mienten. Por él pasé muchas noches en blanco. Durante horas vigilaba su piso, el de su padre y el de su hermana, casada con un tal Korvas, otro de esos extremistas. Pero en vano. Al día siguiente me enteraba de que lo habían visto en tal o tal sitio. Jugaba conmigo al gato y al ratón. Pero tarde o temprano todos caen. El brazo de la ley es largo.
—Era mi padre. Apenas si lo conocí. Los pocos recuerdos que tenía se han difuminado. Pero en algún sitio tiene que estar aquella caja de zapatos que me dejó mi abuelo. Contiene cartas y fotos. No muchas, según pude comprobar a simple vista. Había muerto la segunda mujer de mi abuelo y había que desocupar el piso, la administración de la finca metía prisa. A decir verdad, hasta hoy no he tenido el valor de abrirla.
Hoy soñaré también con mi hermana. Durante años no sueño o sólo sueño tonterías que olvido nada más despertarme. Pero lo que generalmente ocurre es que no llego a soñar, porque el hombre que tengo a mi lado ronca noche tras noche. Cuando está dormido, suelta auténticas parrafadas. Entonces le digo, Fernando, quieres dejar de roncar. Y cuando por fin se ha hecho el silencio, siento un codazo en las costillas. Marina, estás roncando, dice Fernando, y se da media vuelta, pero yo quedo despierta y no pego ojo hasta la madrugada. Y ahora quiero que durante dos noches seguidas no haya parrafadas ni codazos en las costillas, y entonces se presentará Rudi en una noche y Margarita en la otra. Creo que se me aparecerá en sueños porque está celosa. ¡Qué voy a estar celosa! La celosa eres tú, dirá. No digas estupideces, le contestaré.
Pobre Marga.
La partida de nacimiento, expedida por la parroquia de la Sagrada Familia de Neu-Ottakring. Según consta en la misma, nació el 11 de mayo de 1907, en el número 9 de la Habichergasse, y fue bautizado al día siguiente con el nombre de Rudolf Adolf. El padre: Clemens Friemel, de religión católica, pintor, nacido en Praga el 21 de diciembre de 1881. La madre: Stefanie. Apellido de soltera: Spitzer. De religión católica, chica de servicio, nacida en Viena el 20 de diciembre de 1882.
Su diploma, expedido por la Escuela de Mecánica situada en la Mollardgasse 87, en el distrito seis de Viena, al finalizar los tres años de formación profesional.
El certificado, fechado el 4 de julio de 1925, conforme al cual aprobó el examen de oficial mecánico con buena nota.
Su licencia para conducir vehículos con motor de combustión interna y motocicletas con sidecar.
Certificados laborales de las empresas Steyrermühl, Vereins-Molkerei, OEWA, Neues Wiener Tagblatt y Productiv-Gesellschaft der Wiener Fleischselcher, de los cuales se desprende que ha desempeñado satisfactoriamente todos los trabajos que se le han encomendado, pero que dada la escasez de pedidos la empresa lamenta tener que despedirlo.
Las fotos. La primera muestra a una niña en traje de verano, con un brazalete y una cinta en la frente. Es mi tía. Tiene ojos oscuros. ¿Sonríe? Más bien no. En su regazo hay unas ramitas en flor. Parecen campanitas chinas o espuelas de caballero. No las distingo bien, la foto está tomada con poca luz. En el dorso dice: «Tu hermana Steferl, 17 de noviembre de 1923. Primer premio de belleza».
Luego hay tres fotos de mi padre, tomadas en un estudio de fotografía. Creo que me le parezco, con la diferencia de que soy más alto, más corpulento y mucho mayor de lo que él era entonces; además, tengo el mentón redondo de mi madre. Pero la frente ancha, el tupido arranque del pelo y la cabellera ondulada son de él. Sólo su forma de mirar es diferente. No es que sea altiva, pero sí de alguna manera desafiante, obstinada, díscola. Un joven fornido, ataviado con traje y corbata; en una de las fotos está de pie, en la otra sentado; en una tiene barba, en la otra lleva sombrero y bastón. Esto fue en mayo de 1927, el día de su vigésimo cumpleaños. No sé qué me molesta de las fotos. ¿Es el atuendo elegante, la luz artificial o el decorado oriental del fondo? ¿O es la certeza de que nunca estaré a su altura? En la tercera foto, lleva una rebeca de punto. En ésta me gusta más, aunque pone cara seria. No resulta tan distante, parece como si pudiera aceptarme tal como soy.
Mi madre. Una instantánea. Tiene cara de cansada. En su juventud era una persona alegre. Le gustaba reír, salía mucho, incluso tocaba en una orquesta de mandolinas. Después se le acabaron las ganas de reír.
Diez o doce poemas, unos escritos a mano, otros a máquina. No sabía que escribiera poemas. No suelo leer poesías, pero éstas me gustan. Riman y son graciosas. No todas, también las hay serias. Hay una sobre el paso de las estaciones, otra sobre una pobre huérfana que acaba convirtiéndose en prostituta, otra sobre una amante lejana, dos que hablan de la añoranza que siente por mí: «Mi hijito», «Para Norbert». Éstas las debió de escribir en el exilio. Son la prueba de que sí pensaba en mí. «En la vigilia y en el sueño, veo tu claro rostro risueño.» Luego están las poesías políticas que tratan del pueblo encadenado, de la lucha por la libertad y del desplegar triunfante de la bandera púrpura.
El rojo sigue siendo mi color preferido, le diré. Porque roja nací, en la época de la Revolución soviética, y como roja bajaré al hoyo. No lo considero un mérito, simplemente ocurrió así. Yo no escogí a mis padres ni las circunstancias de mi vida.
Mi madre nació en Madrid. Su padre era José Rey, un hombre importante entre los socialistas, el segundo después de Pablo Iglesias. Murió joven, igual que mi abuela. A los cinco años mi madre quedó huérfana.
Era camisera de oficio. Había aprendido con la tía.
Mi padre se crió en Menorca. Los Ferrer tenían antepasados judíos. Por tanto, en algún momento fueron perseguidos, lo que no les impidió arrimarse a las sotanas y hacer causa común con los ricachones de la isla. Sólo mi padre les salió rana. A los diecisiete fue a estudiar a Madrid, pero antes de matricularse hizo oposiciones a aduanas. Aprobó y después se pagó los estudios porque sus padres, que se hacían de oro con su farmacia, le guardaban rencor. Nunca le dieron un duro porque, a diferencia de ellos, él era un revolucionario y no ponía un pie en una iglesia. Durante los estudios vivía en la calle Montera, donde ahora están las putas, en una pensión en la que mi madre lavaba platos. Así se conocieron. Ella tenía ocho años.
Nueve o diez años más tarde llamaba él a la puerta de un taller de la calle Encomienda, esquina Mesón dé Paredes. Otra zona mala, y no ha mejorado. Allí se reunían los anarquistas. Mi madre era amiga de la hermana de uno de ellos, y dio la casualidad de que esa noche estaba allí de visita, cuando tuvo lugar una asamblea en la que participaba mi padre. Enseguida se enamoraron. Igual que tú y Margarita, le diré a Rudi. Mi padre era nueve años mayor que mi madre. Rudi también era unos cuantos años mayor que Margarita.
¿Cómo te llamas?, le preguntó mi padre.
Rosario.
¿De veras? Yo conocí una vez a una Rosario. Era yo.
Así comenzó todo.
Todo comenzó cuando mis padres se conocieron después de la manifestación de los socialdemócratas. Fue el primero de mayo de 1930, en el Prater. Mi madre se llamaba Pauline, Pauline Fucka, pero todos le decían Paula. Simpatizaba con el partido, aunque no estaba tan comprometida como él. Mi padre conducía una Monus, era repartidor de periódicos. La Monus, una motocicleta de tres ruedas, dos delante y una detrás, tenía en la parte delantera una caja para los periódicos. Lo contrataban por días, el resto del tiempo andaba sin trabajo. Mi madre era dependienta de la panificadora Hammerbrot. En algún momento la reducción de plantilla también le afectó a ella. Me acuerdo de que una vez fuimos a recoger el subsidio de paro, doce chelines. Al volver a casa perdimos el dinero en el tranvía. Mi madre estaba desesperada. Su hermana, que era soltera, nos echó una mano. Siempre nos ayudaba, pues él nunca estaba. Pero si alguna vez aparecía por casa, yo no tenía nada que temer. Conmigo siempre fue agradable. A veces era estricto, aunque nunca me dio una bofetada. Sin embargo, no se preocupaba demasiado por mí. Toda la carga la llevaba mi madre, él nunca la ayudó económicamente. Tampoco es que ella insistiera en que lo hiciese.
La madre, hija de un dirigente socialista; el padre, anarquista, luego comunista. De raza le viene al galgo. Yo acababa de cumplir los catorce cuando fui a mi primera asamblea. Fue en el treinta y uno o treinta y dos. Más bien en el treinta y dos, en enero del treinta y dos. Los dirigentes obreros tenían entonces otra manera de explicarle a uno la lucha de clases. Una manera drástica y quizás un poco ingenua. Despotricaban contra la burguesía, a la que había que liquidar. Decían que al burgués se le reconocía por el sombrero (y yo me sobresaltaba, porque mi padre llevaba sombrero), que le le reconocía por el bastón (y volvía a sobresaltarme, porque mi padre llevaba bastón), que se le reconocía por la corbata (y ay: mi padre también llevaba corbata). Decían que el burgués le chupaba la sangre al obrero. Yo quedaba como paralizada, literalmente paralizada. No podía pronunciar palabra. No me atrevía a mirar a nadie, temblaba de miedo de que uno de ellos dijera: Mirad, ahí está sentada la hija de un chupasangre, matadla.
En la caja de zapatos de mi abuelo encontré un informe de la policía federal de Viena, en el que figura toda una relación de antecedentes penales. Juzgado de Menores de Viena, 19 de mayo de 1924: condenado a cinco días de arresto severo según el artículo 460 del código penal; Juzgado Distrital número uno, 16 de julio de 1926: condenado a cuarenta y ocho horas de arresto y libertad condicional según el artículo 431 del código penal; Audiencia Territorial número uno, 6 de abril de 1933: condenado a catorce días de arresto severo y libertad condicional con cargos hasta el 6 de abril de 1935, según los artículos 197 y 199 del código penal; Juzgado Distrital número diez, 2 de enero de 1934: condenado a una multa de dieciséis chelines en aplicación del artículo 411 del código penal, o veinticuatro horas de arresto en caso de impago. También consta que, el 21 de noviembre de 1932, mi padre es acusado de perturbar el orden público por insultar a un transeúnte que leía un cartel nacionalsocialista; lo detienen a instancias de dicha persona y, una vez presentada la denuncia, lo ponen en libertad. Friemel, dice aquí, llevaba el emblema del Partido Socialdemócrata, mientras que el denunciante no portaba ninguna insignia partidista.
Yo no sabía nada de todo eso. Sólo tenía constancia de un antecedente penal: mi padre se había comprado una moto y quería dar una vuelta para probarla. Fabricó una matrícula de cartón, un policía lo detuvo y puso una denuncia. Creo que sucedió cuando yo ya había nacido, mientras que lo del accidente ocurrió antes, en el treinta o treinta y uno. Mis padres habían ido de viaje en la moto. En Estiria, mi padre no vio una obra mal iluminada. Sufrieron una grave caída. Mi madre se fracturó la base del cráneo y perdió los incisivos. Así que ya a los veinticuatro años tuvieron que hacerle un puente. Lo llevó hasta los sesenta. Sólo entonces le pusieron una prótesis.
Al darle el alta, el médico le dijo que no volviera a montarse con nadie en una moto. A lo que ella respondió: Mire por la ventana, ahí me está esperando. Y volvió a subirse a la moto y salieron disparados rumbo a casa, hacia Favoriten.
Favoriten era un coto difícil para quienes velábamos por la ley y el orden público. La gente se emborrachaba y se liaba a puñetazos, discutía de política y pegaba tiros. El caso es que había que salir de comisaría, acudir al lugar de los hechos, levantar acta, tomar declaración a los testigos, proceder a las detenciones. Nunca faltaban las burlas y los insultos. Los testigos decían no haber visto nada y los delincuentes oponían resistencia o se daban a la fuga. Las agresiones físicas estaban a la orden del día. Eh, madero, largo de aquí o te rajo. En más de una ocasión me arrancaron la gorra, y cuando me agachaba a recogerla ponían el pie encima y se me quedaban mirando con una risa burlona. Ellos eran veinte y nosotros dos. Incluso a los niños les tenían comido el coco, a las mujeres, los viejos, los parados, los obreros de la fábrica de ladrillos de Oberlaa. Era la chusma roja, sobre la cual los gerifaltes del partido extendían su mano protectora desde el ayuntamiento. Los fines de semana hacían acto de presencia los de la Alianza Republicana, con sus desfiles y maniobras en el Laaerberg, luciendo sus uniformes y sus armas, y a nosotros no nos quedaba más remedio que dejarlos pasar. Pero en el treinta y tres cambiaron las tornas. Dollfuss liquidó el Parlamento, instauró la pena de muerte y prohibió la Alianza Republicana. Ésta es la nuestra, dijimos. Están acorralados. Hay que machacarlos. Recibimos órdenes de buscar los lugares donde tenían escondidas las armas. No paramos de remover el carbón en las sedes de sus agrupaciones. Naturalmente, no encontramos nada. Al cabo de varias horas de búsqueda infructuosa salimos negros de pies a cabeza, en medio de una lluvia de risas y burlas. ¿En qué andas, madero? ¿Ahora te dedicas a limpiar chimeneas? Luego, cuando se vieron con el agua al cuello, pasaron a la acción. Pero las fuerzas del orden no habíamos bajado la guardia. Y entonces se les acabaron las ganas de reír.
Friemel era uno de los cabecillas, uno de los más alborotadores, pero tengo que decir a su favor que luchaba a cara descubierta. Hubo otros que se las arreglaron para salir airosos. Primero muy bocazas, y después con el rabo entre las piernas. De él no se puede decir lo mismo. Sin embargo, por ley tendría que haber sido ahorcado, pues era el jefe de una unidad de alerta de la Alianza Republicana y durante las operaciones de combate del 12 de febrero de 1934 disparó contra mi compañero, el inspector Schuster. Sucedió en la Kudlichgasse, a eso de las cinco de la tarde, frente a la peluquería Sobotka. Le pegó un tiro a bocajarro, en el abdomen. Otro de los agentes, el sargento Reimer si no me equivoco, resultó herido de dos disparos en el muslo. Schuster murió al día siguiente. Eso prueba que los rojos no se andaban con contemplaciones. Friemel se fugó antes de que pudiéramos detenerlo. Atravesó la frontera con Checoslovaquia, y desde allí mantuvo una asidua correspondencia con sus compañeros. Esa correspondencia fue interceptada por nosotros o entregada por los propios destinatarios. Al parecer, su mujer hizo llegar una de sus cartas a las autoridades. La veracidad de este particular escapa a mi conocimiento. Lo único que me consta es que el matrimonio Friemel no estaba bien avenido. En el barrio había una joven de la que se decía que era la amante de Friemel. No sé si era cierto. En cualquier caso, le encontramos material subversivo.
A Friemel no lo capturamos hasta finales de agosto. Tuvo suerte. La situación política había cambiado, se había practicado el debido escarmiento y la preocupación principal no se centraba ya en los socialistas sino en los nazis, que se hacían cada vez más fuertes. Además, Friemel se defendió con gran habilidad ante el tribunal. Tenía mucha seguridad en sí mismo, hay que reconocerlo, y eso, al parecer, impresionó al juez. La querella por asesinato fue declarada nula, y por eso sólo le cayó una condena de prisión por los delitos de disturbio y violencia en la vía pública. El proceso despertó gran interés. Recuerdo que la noche anterior echamos el guante a varios comunistas que habían repartido octavillas en Favoriten: «Salvemos de la cadena perpetua a Rudolf Friemel, jefe de la Alianza Republicana», decían, o «Abajo el fascismo italiano».
Creo que tras la sentencia Friemel ingresó en el penal de Stein, y que desde allí lo trasladaron al campo de detención de Wöllersdorf. De su destino posterior no puedo dar razón. No sé si después fue partidario o enemigo de los nazis. Como no era judío... Yo, con los nazis, personalmente no tuve problemas. Es más: fui uno ellos.
Cuando mi hermana y yo éramos niñas, mi padre solía retirarse al mediodía con unos obreros a la cocina de casa. Allí alternaban la lectura de El Capital con la de la Biblia. Los días pares, interpretaban a Marx; los impares, la Biblia.
Mi padre era biólogo y médico. Había hecho ambas carreras y luego se puso a estudiar Astronomía. Como médico sólo ejerció durante la guerra, por las tardes, de dos a seis. Su verdadera vocación era la biología, se había especializado en unicelulares. Vaya usted a saber qué diablos les encontraba. Varias células juntas le aburrían, pero una célula, eso a él le volvía loco. Viajaba mucho, a Inglaterra, a Alemania, al Mar Rojo, incluso a la India. Todo por sus queridos unicelulares. También escribió muchos libros. La Facultad de Ciencias del Mar le ofreció una cátedra, por eso nos mudamos a Barcelona.
Como biólogo gozó de prestigio internacional. Años después de su muerte, Hitler pidió una foto suya, y mi abuelo la envió a Berlín. ¡El retrato de un anarquista y comunista español, encima con antepasados judíos, colgado en el Museo de Historia Natural de los nazis! Prefiero no imaginar lo que él hubiera dicho al respecto.
Mi madre nunca fue a la escuela. Era muy hacendosa, una trabajadora ejemplar, pero de pocas luces, a decir verdad. Era tonta, con todo el respeto que me merece.
Recuerdo que en una ocasión mi padre le explicaba el firmamento. Intentaba enseñarle que la luna gira alrededor de la Tierra, que está muy lejos y que es muy grande. Y ella dice, ¿cómo es de grande? ¿Como este barreño? ¡Lo decía una mujer adulta! Era muy tímida, muy asustadiza, porque de niña lo pasó bastante mal. Después mejoró su vida.
Mi hermana salió clavada a mi madre. Huraña, insegura, muy femenina. Siempre dejaba que decidiesen los demás. Pero también podía ser muy testaruda. Lo que se le metía en la cabeza, lo conseguía, aunque fuera con rodeos.
Creo que para mi padre la política estaba antes que la familia. En eso mi madre no lo siguió. Así fueron separándose. Al parecer, mi padre tenía un trato desenfadado con las mujeres, dicen que una y otra vez mantuvo relaciones extramatrimoniales, y de ahí surgió la enemistad entre mi madre y mi abuelo. Acabaron por no dirigirse la palabra. Ella le echaba la culpa de que mi padre se fuera con otras mujeres, parece que él se las conseguía. No sé hasta qué punto sería cierto.
Mi abuelo vivía en la casa de enfrente, en la ErnstLudwig-Gasse. Veíamos su piso desde el nuestro. Entonces mi padre y mi abuelo acordaron que, en caso de que se produjera un registro domiciliario o arresto, mi abuelo lo avisaría poniendo algo en la ventana. Ya no recuerdo de qué objeto se trataba. Pero sí me acuerdo que un día, mientras se ponía los pantalones, mi padre miró hacia la casa de enfrente y gritó: ¡Joder, están aquí! Cogió el cinturón y lo golpeó contra la cama. Es una imagen que se me quedó grabada.
Por lo demás, sólo recuerdo fragmentos. Cuando me levantaba, lo primero que me preguntaba era: ¿Dónde tienes el pañuelo? Estaba obligado, como quien dice, a guardar las formas. Tenía un pijama con bolsillo de pecho donde debía llevar el pañuelo. Conservo una carta suya en la que le dice a mi madre que no me cebe y que me alimente como es debido, y le da toda clase de instrucciones de cómo he de comportarme, que debo hacer deporte regularmente, saludar en voz alta y caminar derecho.
La última vez que mi padre volvió a casa se pelearon, y la discusión fue subiendo de tono hasta que él le dijo a mi madre: ¡Te pego un tiro! Y ella, burlona, le contestó: Sí, con una longaniza.
Esa vez estuvo dos días, luego se marchó para siempre. Creo que fue a comienzos del treinta y ocho, unas semanas antes de la invasión alemana.
Mi hermano Paco y yo estábamos muy politizados. Margarita no; ella se parecía más a nuestra madre, era reservada y un poco miedosa. Paco había estudiado Geología, y yo quería ser maestra. Luego empezó la guerra. Paco sufría de un asma grave. Eso no impidió que se alistase en la milicia y partiera al frente. Más tarde fue contratado por la agencia de noticias soviética. Leía todos los diarios españoles y escogía los artículos que habrían de ser reproducidos por la prensa rusa. Margarita había estudiado secretariado. Era muy buena mecanógrafa, pero sus habilidades no daban para mucho más. Las matemáticas no iban con ella. Se desesperaba, no sirvo para nada, soy tonta. Qué va, Marga, eres muy ducha para ciertas cosas, y cada cual debe hacer lo que mejor se le dé.
Yo quería trabajar para la resistencia. Por eso, cuando estalló la guerra, entré como maestra en el Rivas, en Barcelona. El Rivas, antes de la guerra, había sido un orfelinato, luego lo convirtieron en hospital adonde llevaban a los heridos en la cabeza. Yo trabajaba allí cada día, asistiendo a un cirujano, el doctor Ley. Muchos de los ingresados se habían quedado ciegos y trataban de disimularlo, pero yo sabía en qué estado se encontraban. Estaban al borde de la desesperación y aguardaban el momento propicio para poner fin a sus días. Necesitaban algo que los vinculara al mundo. Conseguí un profesor para ciegos que les enseñara el método Braille. De este modo aprendieron a valerse por sí mismos. Mientras unos practicaban cómo descifrar al tacto las letras, yo me encargaba de los que no habían perdido la vista, pero sufrían otro tipo de ceguera: había muchos, muchísimos milicianos analfabetos. Después, en la cárcel, tuve otro tipo de alumnos a quienes enseñar a leer y escribir. Mujeres, presas como yo. España, ese país dejado de la mano de Dios, estaba azotado por la lacra de la ignorancia.
Margarita trabajaba como secretaria de mi padre. Por las tardes él atendía en su consulta, pero las mañanas las dedicaba a sus investigaciones. También impartía algunas clases. Su facultad quedaba abajo en el puerto, y allí se llevaba a Margarita, su hija predilecta. Ella temblaba porque cada día bombardeaban el puerto; mi hospital, en cambio, estaba a salvo de los bombardeo, pues quedaba arriba en la montaña.
Mujeres soldados sólo las hubo en los primeros meses de la guerra. A finales del treinta y seis, cuando se implantó el Ejército Popular, eso se acabó. Dejaron de movilizarlas, de llamarlas a filas y de enviarlas al frente, incluso a las que se empeñaban en ir. Una decisión sin duda acertada, si sólo pienso en lo que pasa en las trincheras. Es terrible. Y no me refiero únicamente a los piojos. La trinchera es tu casa, y tu retrete, y tu cama, y tu lavabo. Pero no estás solo en tu intimidad. Siempre hay alguien mirando. Te pones de cuclillas, haces tus necesidades y luego coges una pala y tiras la mierda afuera. Así es la vida en las trincheras. Cuando reina la calma en el tramo que te han asignado, empiezas a sacarte los piojos. No puedes lavarte porque no hay agua, a no ser que de noche vayas a buscarla. Si estás de malas te alcanza un francotirador. Pero eso sí: la de canciones que hay sobre la hermosa vida del soldado. ¡Mentira podrida! La hermosa vida del soldado es una mierda. Heces y basura. Por la mañana te levantas al lado de tu compañero, y por la noche él ya no está. Ha muerto. Ha quedado despanzurrado. O mutilado. Pero vamos a dejarlo, no tengo por qué hablar de eso. Friemel también lo vivió.
Margarita y yo conocimos a Rudi al mismo tiempo. Había venido a España a luchar con las Brigadas Internacionales contra Franco. En la primavera del treinta y ocho su batallón estaba en el Ebro. Un día a las Mujeres Antifascistas nos dijeron que iríamos a visitar las posiciones de los internacionales cerca de Falset, en el frente oriental. Eso ocurría a menudo. Teníamos la misión de divertir a los soldados, de ahuyentar sus negros pensamientos, de hacerles olvidar, al menos por unas horas, el día a día de la guerra. A mi hermana le gustaba participar en esas excursiones. A mí no, yo las odiaba. En aquella ocasión fui por primera y última vez. Éramos unas cien chicas y mujeres jóvenes, repartidas en cuatro o cinco camiones. Tuvimos que interrumpir el viaje varias veces por alarma aérea o fuego enemigo. Cuando llegamos, los hombres habían preparado una larga mesa con una merienda que se habían quitado de la boca. Ver eso me dio mucha pena. Pues ellos luchaban por nosotros, no tenían qué comer, y nosotras llegábamos de la retaguardia tan arregladas y recompuestas para dejarnos agasajar. ¡Si al menos hubiésemos llevado fusiles! ¡Si al menos hubiésemos combatido a su lado!
Eran voluntarios venidos de todos los países del mundo. Húngaros, holandeses, alemanes, polacos, norteamericanos. No había problemas para entenderse. Aprendieron muy rápido el español. Con cuatro palabras ya se defendían. Había uno que a cada rato sacaba un pequeño diccionario del bolsillo, se llamaba Rudi y era austríaco. El más divertido de todos.
Claro que te alegras de su visita. Te alegras ya de sólo poder mirar a una mujer. Te alegras también de los regalos que traen, cigarrillos y chocolate, aunque te remuerda la conciencia, porque esos regalos son productos escasos que ellas se han quitado de la boca y que en las ciudades apenas si se encuentran, pero que tú, después de que tu unidad sea relevada y tengas un par de días de descanso, puedes comprar con la paga que has ahorrado. Te alegras y miras y escuchas, y luego termina la parte oficial de la visita, y como todavía eres un crío inexperto que no se atreve a abordar a una muchacha, ¿que quizás está esperando que lo hagas, aunque quizás no, porque está comprometida o casada?, porque tiene buena labia ¿cosa que te gusta, pero te pone nervioso?, o porque ya no eres un crío inexperto pero quieres permanecer fiel a la chica que, en Austria o en algún lugar del exilio, posiblemente esté pensando en ti, o porque tienes principios que son más importantes, como por ejemplo estar alerta y disciplinado en la lucha contra el fascismo; por eso, tras la entrega de bandera y una vez terminadas las canciones, te limitas a fumar uno de los cigarrillos que han traído, sonríes turbadamente, mueves un poco las piernas y, sin habértelo propuesto, vuelves a tu trinchera y coges los prismáticos para examinar el horizonte sobre los montes grises y ralos en busca de Junkers y Caprioni, porque hombre prevenido vale por dos. Y apenas distingues ya las voces graves y las agudas, las carcajadas y las risitas esporádicas, ni siquiera oyes el rugido de los motores que se encienden. La guerra te ha atrapado de nuevo.
Pero vamos a dejarlo. Friemel también lo vivió.
A las cuatro, de repente, recibieron la orden de entrar en combate. Había que regresar. Caballeros que eran, nos ayudaron a subir a los camiones. Rudi me dio un abrazo de despedida y me dijo que se había enamorado de mi hermana. Y como nunca me he cortado un pelo, le contesté: Vaya, Cupido ha lanzado una flecha. Se rió y hojeó su diccionario. ¡Ay tú, mucha labia, mucha labia! Eso me gustó. Enseguida me cayó simpático. Tenía sentido del humor.
Margarita también se había enamorado. Me lo confesó durante el viaje de vuelta. De manera que Cupido había lanzado dos flechas. Una para Rudi, la otra para mi hermana. Había dado en el blanco. No le encuentro otra explicación a un amor que se encendió en el lapso de cuatro horas. Aunque no era de extrañar. Eras muy galante, Rudi, muy atractivo. Tenías pinta de artista de cine. Siempre con una sonrisa en los labios, afable, bien plantado, no demasiado alto ni tampoco bajito. ¿Por qué después no te quedaste en Francia? Eras fuerte, tenías trabajo, hubierais salido adelante.
No conocí a Friemel hasta el momento en que se inició el repliegue de las Brigadas Internacionales. Fue en Bisaura de Ter. Allí, en Cataluña, me hice cuadro del Partido Comunista. Empecé a desarrollar la actividad política, topé con los socialistas y discutí con ellos, también con Rudi Friemel. Era un tipo agradable y un contacto importante. Me sorprendió ver lo bien que sobrellevaba la situación, que era realmente jodida. Éramos el peón que habían sacrificado. El gobierno de la República Española nos había retirado del frente y nos había presentado ante una comisión internacional. Quería congraciarse con los estados democráticos, como diciendo: ¡Tomad nota! En nuestro bando no hay intervención extranjera. Franco, en cambio, se apoyaba en los moros, en los soldados de Mussolini, en la Legión Cóndor de los nazis. Los cálculos fallaron. Al extranjero la lucha del pueblo español había dejado de importarle hacía tiempo, sólo le interesaba salvar el propio pellejo. Incluso cerraron las fronteras. México fue el único país dispuesto a acogernos, su gobierno incluso envió un barco a Burdeos, pero luego, por lo visto, tuvo miedo de su propio coraje. No sabíamos qué iba a ser de nosotros. Nuestro ánimo estaba por los suelos. La disciplina brillaba por su ausencia, incluso entre mis propios camaradas. Pillé a un alto cuadro jugando a las cartas en un desván día y noche. Otros dos llegaron a las manos por una tontería. Otro cuidaba de que el vaso de vino que tenía delante estuviera siempre lleno. Friemel, en cambio, no se dio por vencido. Yo al menos no noté nada que diera pie a creerlo. A menudo se ausentaba. Cuando regresaba, su cara resplandecía.
En aquella época vivíamos en la calle Vilamarí. Siempre que venía a Barcelona, Rudi llamaba y quedaba con Marga. Entonces yo tenía que bajar con ella hasta la próxima esquina, donde él ya la esperaba. Yo era la carabina, por así decirlo. Un beso, un apretón de manos y ya los dejaba solos. Hasta las nueve. Porque a las nueve en punto teníamos que estar de vuelta en casa. Mis padres no sabían nada. Pero un día llaman a la puerta, mi padre sale a abrir y se encuentra con Rudi que le pide la mano de su hija. Quería llevársela al instante.
¿Que cuándo fue eso? En otoño retiraron a los internacionales del frente. Ocurrió poco antes, en septiembre, es decir, en septiembre del treinta y ocho.
Mi padre que lo ve por primera vez. De repente tiene delante a un hombre que chapurrea el español y que pasa ya de los treinta, o sea, es más de diez años mayor que mi hermana. Sin miramientos, lo puso de patitas en la calle.
Mi hermana lloró como una magdalena porque estaba enamorada de él hasta las cejas. Pero era la niña preferida de mi padre, y un padre que está embelesado por su hija no da su brazo a torcer. Ese amor ciego le venía de cuando yo nací. Marga me lleva catorce meses. Cuando mi madre estaba embarazada de mí tuvo que dejar de amamantarla, y desde ese momento fue mi padre quien se encargó de darle el biberón, noche tras noche. Así se convirtió en la niña de sus ojos. Y no estaba dispuesto a entregarla, menos a un desconocido que se la pide a bocajarro. Y eso que mi padre era progresista. De otra generación, claro. Para poner un ejemplo: la víspera de la guerra, el 17 de julio de 1936, llegué a casa a las nueve y cinco de la noche. Mi padre me dio una torta que me mandó de esa pared a esa otra. Pero al día siguiente va y me da la llave del piso y me envía a buscar a mi hermano detrás de las barricadas.
Mi madre no tenía voz ni voto. Así eran las cosas en aquella época. Los hombres se tomaban sus libertades cuando les daba la gana. Pero las mujeres... ¡Ay las mujeres! A las nueve en casa, a las doce en cama.
Fue en Alfambra, al norte de Teruel, cerca del frente. En la plaza mayor había paseo. Chicos y chicas caminando en círculo. Los unos hacia la izquierda, los otros hacia la derecha. Cuando se cruzaban, se lanzaban alguna que otra palabra. De ahí no pasaba. Ninguna de las chicas iba con los chicos, ni viceversa. Siempre en círculo. Y tú contemplabas la escena, en la plaza mayor de Alfambra.
Fue en Castelserás, a veinte kilómetros del frente. La población recibió con vítores al cuarto batallón. Algo sensacional: ¡extranjeros, internacionales, rusos! La comida era estupenda, el pueblo, eso sí, estaba colectivizado, los anarquistas llevaban las riendas. El dinero no valía nada, pero a los internacionales nos dejaron pagar con pesetas. Cuando entramos, una mujer se acercó a ti y a otro compañero para preguntaros si buscabais alojamiento. Dijo que os podía ofrecer una bonita habitación. Os fuisteis con ella. Vivían en una casa al lado de la iglesia, la mujer, el marido y las dos hijas de unos dieciocho y veinte años, respectivamente. Arreglaron el cuarto de las chicas para vosotros, dejasteis el equipaje, y entonces la mujer dijo: Muy bien, ustedes nos van a honrar con su visita unos días, y mis hijas tratarán de hacerles la estancia lo más agradable posible. Si lo desean, también saldrán con ustedes. Pero que de ahí no pase. En caso de que ustedes tengan necesidades, aquí tienen veinte pesetas, al final de la calle hay un burdel. Así lo dijo, delante de la familia en pleno, delante de sus hijas que no se mostraron en absoluto sorprendidas, dices. Con las chicas se podía hablar sobre cualquier tema, sobre las cosas más íntimas, que harían sonrojar y protestar a cualquier mujer de por aquí. Hablar, sólo hablar. De ahí no pasaba. Así eran entonces las cosas en Castelserás.
En Sitges, a cuarenta kilómetros del frente, una noche entraste en un burdel por pura curiosidad. Pediste un café con un trozo de pastel y te pusiste a hablar con las chicas, que te acosaron a preguntas personales y que en cuestiones de política eran muy inteligentes, dices, más inteligentes que el ciudadano medio. Cuando te preguntaron, ¿qué, compañero, vamos al cuarto?, rechazaste la propuesta. No, gracias, estoy cansado. Y de ahí no pasó. Ellas no insistieron, en aquel burdel de Sitges.
Fue en el recodo del Ebro, en las inmediaciones del frente. Un soldado te palmeó el hombro diciendo: Mira, sargento, allá hay un burdel. Y señala hacia un granero de adobe encalado. Te acercas corriendo, hay una cola de soldados. Abres de un tirón la puerta o lo que cuelga de unos goznes oxidados, y ves un montón de paja esparcida por el suelo y a cuatro mujeres, una en cada rincón, y sobre cada una de ellas a un hombre con los pantalones bajados. En la puerta, dices, había dos hombres vestidos de paisano que cobraban. Diste órdenes de que se llevaran al par de rufianes y a las cuatro mujeres, y a los soldados los mandaste de vuelta a sus puestos. Durante un momento te preguntaste cómo consiguieron atravesar el Ebro sin ser detenidos. Y de ahí no pasó.
Hubo varios voluntarios que trabaron amistad con mujeres españolas. Era una situación muy peculiar. Teníamos contacto con mujeres, sobre todo con las de la organización de mujeres de Barcelona, quienes nos habían apadrinado, por así decirlo. Recuerdo que una vez, recién llegados al frente, vinieron a visitarnos. Las chicas no eran nada asequibles. Quiero decir, asequibles para las relaciones sexuales. Si acaso lo eran las mujeres más adultas. Con las chicas podías hacer de todo, menos acostarte con ellas. Era una actitud muy arraigada. Después de la guerra, en París, me sorprendió que las españolas que conocí fueran tan diferentes. Pero en aquella época sólo podías tener suerte con las chicas si les prometías casarte con ellas. De hecho, hubo varios austríacos dispuestos a contraer matrimonio. No me acuerdo de casos concretos, la cosa no era tan importante para mí. Éramos cautelosos, teníamos cuidado de no llamar la atención en cuestiones de moral, es decir, manteníamos una actitud reservada con las mujeres, siempre que no fueran ellas las que tomaran la iniciativa. Pero como ya he dicho, algunos establecieron vínculos estables. Y parece que Friemel incluso se casó. Estando aún en España.
Ya sé que te hubiese gustado casarte con Marga al instante, le diré. Porque la querías, la querías de verdad. Puedo dar testimonio de ello, aunque me siga doliendo mi cascado y necio corazón. La querías, pero tenías miedo de decirle la verdad. Porque si se la hubieses dicho, mi hermana hubiese perdido el interés por ti. Más claro el agua.
El caso es que Rudi estaba casado con una austríaca. Y la austríaca tenía un hijo suyo. Un niño. Eso también es más claro que el agua. Pero Rudi no se lo confesó hasta mucho después. En general, hablaba poco de sí mismo. Tan parlanchín como era en otros casos, así de reservado era cuando se trataba de hablar de su familia. Había una razón por la cual no soltaba prenda. Y es que su padre era un nazi que denunció a su propia mujer. De otro modo no me explico cómo ella fue a parar a un campo de concentración. Allí la asesinaron. No sé por qué. Sólo sé que en una ocasión Rudi dijo que la habían matado.
Eso es una soberana tontería. No puedo imaginarme que mi padre difundiera tales mentiras.
Sí, Rudi, sí lo dijiste. Lo escuché con mis propios oídos. ¿O acaso me lo contó mi hermana? ¿O lo soñé?
La relación entre mi padre y mi abuelo siempre fue muy buena. Hacían muchas cosas juntos, en el terreno político y probablemente también en el personal. La abuela pasaba la mayor parte del tiempo en casa. No me atrevo a decir si eran o no un matrimonio feliz. Más bien no, por lo que intuyo, pero no puedo jurarlo. Ella nunca acudía a actos políticos. Murió en 1936, mientras mi padre estaba preso en el campo de detención de Wöllersdorf. De sus cartas se desprende que sufría una enfermedad grave. Tal vez cáncer. En cualquier caso, murió de muerte natural mucho antes de la invasión alemana, y tampoco es cierto que mi abuelo la denunciara. De su hoja de vida, que encontré en la caja de zapatos, se desprende inequívocamente que nunca simpatizó ni con los austrofascistas ni con los nazis. Siempre estuvo con los de izquierdas. De no haber sido así, mi madre habría hecho algún comentario al respecto.
Y que la hermana se suicidó. La hermana de Rudi. En un campo de concentración. Eso también lo dijo.
De mi tía Steffi no me acuerdo. Sólo sé que en una ocasión intentó suicidarse. Tomó pastillas o abrió la llave del gas, y mi madre dijo que Steffi era una pérfida de mucho cuidado que sabía exactamente cómo despertar la compasión de los demás. Sin embargo, aquel intento de suicidio no fue una broma, porque en marzo del treinta y ocho se tiró por una ventana, y allí no había nadie que pudiera retenerla. Hay una carta de mí padre, también en la caja de zapatos, en la que trata de consolar a mi abuelo. Parece muy preocupado porque casi le suplica que no pierda la esperanza. Recuerda una experiencia de su niñez, un día del otoño del dieciséis en que él y Steffi cruzaban con su madre el puente de Floridsdorf y ella se quedó mirando fijamente las aguas del Danubio que pasaba por debajo. «Quería escapar de una vez por todas a nuestra horrible miseria -escribe refiriéndose a su madre-. Estuvo un buen rato debatiéndose consigo misma. Lloraba y nos miraba una y otra vez con unos ojos que jamás olvidaré. Pero luego siguió en la brecha hasta que acabó la mierda esa. Tú no puedes ser más débil de lo que fue tu mujer en aquellos tiempos, padre. ¡Tienes que aguantar y perseverar en la lucha, con la misma tenacidad que has demostrado hasta ahora! ¡Nosotros no debemos huir de la vida!»
La relación que los unía era peculiarmente estrecha. No eran como padre e hijo, sino más bien como dos hermanos o amigos íntimos que se guardan fidelidad eterna.
Lo cierto es que Rudi estaba enamorado de Marga hasta la médula, de eso no cabe duda. Estoy convencida de que le hubiese gustado casarse con ella en el acto, en Barcelona. Pero ya estaba casado. Separado, pero casado. Y su mujer, la austríaca, se negaba al divorcio.
En realidad, mi madre nunca habló mal de él. Sí habló mal de alguien fue de su suegro. A su modo de ver, él era el culpable de que mí padre anduviera con otras mujeres. Pero nunca habría pedido el divorcio por iniciativa propia. Me acuerdo de que un vecino de escalera, un tal Baburek, dijo una vez: A ver, ¿cuál es el problema? ¿Por qué no se divorcia usted? Y ella contestó: No necesito divorciarme, puesto que no tendré otro marido.
Era mala la austríaca. El mismo Rudi me dijo que llegó a denunciarlo ante la policía. La propia mujer, fíjate.
Hay una carta que mí padre le escribió desde Praga, tras su huida, en abril del treinta y cuatro. La acusa de haber entregado a la policía unas fotos que permitieron la identificación y el arresto de varios de sus camaradas. Dice también que se ha enterado de que ella les ha prohibido a sus padres la entrada al piso y el trato conmigo y que tiene la intención de hacerme bautizar. Y la amenaza abiertamente. «No deja de ser peligroso enfrentarse a mí -escribe-. Los hay que salieron mal parados. Por tanto, piensa lo que haces.» Luego le reprocha haber aceptado dinero de la obra social del cuerpo de policía. Menciona a algunos de los traidores y cómo pagaron su traición. Muerto a golpes. Muerto de un disparo. Ingresado en un hospital. Apuñalado y brutalmente apaleado. Y la llama desgraciada de mierda.
No sé qué pensar de esa carta. Preferiría no haberla leído.
Medio año más tarde, las tropas de Franco entraron en Barcelona. Bajo esa horrible bandera, con esa horrible música marcial y en medio de esos horribles alaridos. La gente parecía otra. Vitoreaban como locos. Seguramente tenían miedo, o sólo manifestaban su alegría de que por fin hubiese terminado la guerra, el hambre, la pobreza y los ataques aéreos que habían sido el pan de cada día, mañana, tarde y noche. Aplaudían hasta que acababan dolíendoles las manos. Y seguían aplaudiendo cuando los moros se abalanzaron sobre las mujeres, y también cuando otras se brindaron a cambio de una cena, un par de medias o la bendición de la Iglesia. Prostitución, violaciones, malos tratos, detenciones y ejecuciones a mansalva. Y continuaban los aplausos, los vítores de republicanos, catalanistas y socialistas convencidos que, de puro miedo o por entusiasmo, fueron corriendo a la misa castrense.
Para entonces mi padre ya había fallecido hacía un par de semanas. Murió prácticamente de un día para otro. Una noche, durante un apagón, lo atropelló un ciclista. La septicemia le produjo gangrena y murió en medio de terribles dolores. En los últimos momentos de vida me mandó llamar para que le llevara la pipa al hospital, y así lo hice, poco antes de las nueve de la noche. Se la llené, se la encendí y se la puse en la boca. Dio una calada, sonrió, tosió y luego murió. Mi padre había sido un hombre fuerte, pesaba setenta y tantos kilos. Al morir se quedó en los cincuenta.
Paco se escapó a las cuatro de la tarde, las tropas de Franco ya estaban en la ciudad. En realidad, Marga y yo también debíamos huir. Todo el mundo sabía que habíamos colaborado con el Socorro Rojo, a mí incluso me habían ascendido a teniente en el hospital de campaña. Por lo tanto, teníamos que desaparecer. Pero mi madre tenía muchas piezas de plata, joyas y cristal de Bohemia, y quería llevárselo todo.
Cómo voy a dejar esto, dijo.
Un abrigo y una manta, no necesitas más, dijimos nosotras.
Pero ella no podía separarse de nada. Y, naturalmente, al final se juntaron tantas cosas que en el camión no había espacio.
Iros vosotras, dijo, yo me quedo.
Ni hablar.
Así que nos quedamos.
Después de que los fascistas tomaron la ciudad se lamentó de no haber huido.
Soy un estorbo para vosotras, decía, os hago la vida imposible.
¡Cómo que nos haces la vida imposible! ¿Qué haríamos sin ti?
Pero ella insistía en que suponía una carga para nosotras. Además, se le metió en la cabeza que tenía que reunirse con mi padre.
En el cielo hay un reencuentro, decía. Es la voluntad de Dios.
Si de veras es ésa su voluntad, ¿por qué no os envió la muerte al mismo tiempo?, replicaba yo. A lo que ella respondía:
Porque Dios está en el otro mundo.
¿En el otro mundo? ¿En qué otro mundo, si se puede saber? ¿Dónde vive tu Dios? ¿En un palacio o en una choza?
Ay, Marina. No digas esas cosas, que son blasfemias. Yo no podía por menos que responderle de esa manera. No podía tomarla en serio. Mi madre nunca fue comunista. Era socialista, pero de pocas luces. El concepto del amor libre, por ejemplo, nunca lo entendió. Todo lo que quieran, decía, pero los hijos tienen que estar al lado de la madre. De ahí no la sacaba nadie. Y ahora estaba obsesionada con quitarse la vida. Así me voy derecho al cielo, decía, donde Francisco me está esperando. Para ella mi padre lo era todo: madre, padre, tío, hermana, abuelo, todo. Sin él, ella no era nada.
Yo no le quitaba ojo. Por las noches la ataba a la cama, después de que se había levantado en dos ocasiones para tirarse por la ventana. Además, logró trabajarse a Margarita. Y una noche oigo ruidos, salto de la cama, prendo la luz y las veo a las dos de pie en el balcón. Las agarro, las arrastro de vuelta a la habitación y las tumbo sobre la cama.
En efecto, también mi hermana quería suicidarse, porque mi madre la había convencido de que las dos se encontraban solas y desvalidas en un mundo del que ya no tenían nada que esperar. Más tarde, mi hermana intentó quitarse la vida varias veces. A pesar de su amor por Rudi no quería seguir viviendo. Yo tengo parte de culpa en ello porque, en mi desesperación, se me escaparon aquellas palabras que no quise decir. Ocurrió el 1 de mayo del treinta y nueve, y desde entonces ese día me produce un mal sabor de boca, aunque cada año, desde que mi padre me llevó de niña a la primera concentración, salga a la calle a manifestarme.
Aquel uno de mayo mi madre ya se había acostado, pero todavía estaba despierta. Cada noche me la llevaba primero a mi cama, y cuando se calmaba la acompañaba a su alcoba y la ataba al lecho. Pero aquel día ella todavía estaba tumbada en mi cama, y yo tenía que ir al lavabo. Por eso le pedí a mi hermana que estuviera atenta, vigílala, le dije, que no se mueva. Sin embargo, cuando salí de la habitación, mi madre empezó a lisonjearla: Margarita, eres más buena que el pan, no como Marina, que es mala. Anda, sé buena, mi niña bonita, dame un beso y déjame sola, quiero dormir. Y la estúpida de mi hermana va y le hace caso. Y eso que hacía apenas unas horas que mi madre había intentado tirarse por el balcón.
Margarita la tapa, sale de la habitación y enseguida mi madre echa el cerrojo a la puerta. Margarita se da cuenta, zarandea el picaporte, y entonces oigo un ruido seco, un choque contra el empedrado, salgo corriendo del baño y grito: ¡Tú tienes la culpa, Margarita!
Nunca olvidó esa frase. Y por eso, en las noches siguientes, intentó quitarse la vida varias veces. Se acercaba a hurtadillas a la ventana, yo no pegaba ojo, durante una semana entera. Luego, una prima la acogió en su casa y dormía con ella en la misma cama, Margarita en el lado de la pared.
Ya de niña era muy insegura. Mi padre, por ejemplo, nunca nos envió a clase de religión, pero una vez ella fue a una colonia de verano y allí los maestros la trastornaron con el cuento de satanás, el fuego del infierno, la condena eterna. Tardó mucho en liberarse de esa experiencia, y parece que algo se le quedó pegado.
En agosto, alguien que me conocía de antes me delató. Entonces comprendí que teníamos que desaparecer. Emprendimos viaje hacia Francia, a pie, cruzando los Pirineos. Antes de partir lo vendí todo, la vajilla de plata de mi madre y la biblioteca de mi padre, y con lo que saqué pagué un guía y soborné a un guardia. Nada más atravesar la frontera entramos en una fonda, en lugar de comprar los billetes para el autobús. No habíamos comido en tres días. No olvidaré nunca aquella cara regordeta, aquella barba de foca del dueño del establecimiento. Nos atendió con exquisita amabilidad. Cuando habíamos tragado el último bocado, se nos presentaron dos gendarmes. ¡De vuelta a España o al campo de concentración! Escogimos el campo. Primero nos llevaron al de Saint-Cyprien, luego al de Argelès. Las pasamos putas. Margarita estaba a punto de darse por vencida, se debilitaba cada vez más. Hasta que un día unas mujeres me pidieron que les enseñara a leer y escribir. Me pagaron con medio kilo de pan blanco, del que le di un trozo a un chiquillo y el resto a mi hermana. Así fuimos saliendo al otro lado. En realidad, toda la vida hice de hermana mayor, y eso que era un año menor que Marga. Pero siempre fui la más fuerte.
El nueve de febrero atravesamos la frontera, cerca de Port Bou. La Garde mobile ya nos estaba esperando. Éramos soldados de un ejército derrotado, representábamos una causa perdida. De lo primero nos dimos cuenta al deponer las armas, de lo segundo fuimos tomando conciencia paulatinamente. En Saint-Cyprien, donde la lucha por la subsistencia consumía todas nuestras fuerzas, prácticamente no teníamos tiempo para reflexionar. El campo era una franja larga y estrecha a orillas del mar, y estaba cercada con alambre de espino. Cuando llegamos no había barracones, ni retretes, ni lugar alguno donde resguardarse. Teníamos que pelear por cada trozo de pan y cada trago de agua. Los franceses se deleitaban con nuestra miseria. Pensaban que éramos presa fácil para sus oficiales, que querían engancharnos para la Legión Extranjera. Pero, salvo contadas excepciones, nos resistimos a sus intentos de captación. Hoy se dice que la dirección del partido nos prohibió aceptar la oferta porque interpretó la gran guerra que se avecinaba como una contienda entre las potencias imperialistas que no tenía nada que ver con nosotros. Puede ser que en ese momento tal postura encajara con los intereses de Stalin, pero no fue ésa la razón de nuestra negativa. Nunca habíamos luchado como mercenarios, ni en nuestros países de origen, ni en España. Y ahora tampoco queríamos servir a amos ajenos. Daba la casualidad de que teníamos algo más que la obediencia de cadáver a nuestros dirigentes, algo que a menudo escapa a los historiadores y que hoy nadie nos quiere reconocer. Para salvar ese algo queríamos mantenernos unidos. O buscar otras posibilidades de vida fuera de las alambradas, como la emigración a Inglaterra, a Escandinavia o a México. Recuerdo que Friemel se apuntó en la lista de los que pidieron asilo en Suecia. No me consta que entonces mencionara a su española. Además, yo no sabía de su relación. Pero eso no significa nada. En contra de la opinión generalizada, en tiempos de extremo acoso apenas si llegas a conocer al que tienes al lado. ¿De qué le habría servido hacerla incluir en la lista? ¿Estaría en contacto con ella? ¿Sabría que ella en ese momento intentaba huir hacia Francia? Hubo entre los republicanos españoles parejas de casados que estuvieron internados en Saint-Cyprien al mismo tiempo, separados tan sólo por una alambrada, y no lo supieron hasta años después. Éramos noventa mil presos, hacinados sobre un kilómetro cuadrado. Una ciudad de tamaño medio, pero sin calles ni casas, azotada por un viento helado que bajaba de los Pirineos ululando y arrastrando una arenilla que rechinaba entre los dientes.
En Saint-Cyprien estuvimos desde febrero hasta abril del treinta y nueve. Luego, todos los combatientes de la guerra de España fuimos trasladados a Gurs. En ambos campos Friemel fue representante de los Socialistas Revolucionarios de Austria. Era muy querido, todos lo apreciaban, se podía hablar de muchas cosas con él. Es cierto que tenía su línea propia, sus propias convicciones, era normal; pero nunca participó en la campaña contra nosotros. Pues hubo algunos, aunque muy pocos en el grupo de los austríacos, que sencillamente estaban desmoralizados e intentaban echarle la culpa de todo a los comunistas. La comandancia del campo atizaba el odio y la desconfianza. Tras el pacto de no agresión germano-soviético la situación se agravó considerablemente. Para los franceses los comunistas eran poco más o menos que asesinos, malhechores y ladrones. Por supuesto que había entre nosotros diferencias de opinión sobre si el pacto había sido necesario o no. Que si Stalin por aquí, que si traición por allá. Pero la discusión no fue demasiado intensa, cosa por otra parte comprensible, pues era la Garde mobile y no Hitler ni Stalin la que nos daba las palizas.
En Gurs creamos una universidad popular para adultos según el modelo de la Viena roja. Ofrecíamos cursos de idiomas, de literatura, de estenografía, geografía, historia, matemáticas, y al que aprobaba se le daba un diploma. No sé si Friemel participó; probablemente sí, porque casi todos participamos. No sólo se trataba de seguir instruyéndonos; mucho más importante era mantener la cohesión y la necesidad de olvidarnos un poco de los acontecimientos mundiales y de la incertidumbre con respecto al propio futuro. Austria ya no existía, y los franceses nos lo recordaban con notoria fruición. Nationalité, preguntaban los oficiales, y cuando contestábamos: autrichien, decían: ¡Ah, un autre chien! Después de fracasar en su intento de captarnos para la Legión, querían meternos en sus compañías de trabajo. Primero nos negamos, pero al final no hubo más remedio que plegarnos. Entre los austríacos prácticamente nos apuntamos uno de cada dos, curramos de sol a sol para los franceses, desde la frontera suiza hasta el Canal de la Mancha.
No sé cómo Friemel logró salir de Gurs. Quizá se alistó en una compañía de trabajo. Quizá obtuvo una autorización por haber podido acreditar que su mujer lo esperaba, casos así se dieron. Tal vez lo trasladaron a otro campo, donde eran permitidas las visitas de mujeres. O simplemente se largó, saltando la valla o atravesándola por debajo al abrigo de la noche. Lo cierto es que un día desapareció.
Entonces cerraron nuestro campo. Quien pueda trabajar, que trabaje, decían. A mí me cogieron porque era fuerte, pero a mi hermana no la querían, era demasiado frágil y enclenque.
Si no la dejan trabajar a ella, yo tampoco voy. Está bien, dijeron.
Los franceses nos metieron en vagones de ganado, no lo olvidaré jamás, en cada vagón iban cuarenta mujeres. En Saboya, cerca de la frontera suiza, nos desembarcaron. Estaba previsto que trabajáramos como criadas de granja. A mí me destinaron al servicio de una condesa que vivía en un auténtico palacio, y al lado estaban las dependencias, con el establo y el granero. Marga fue a parar a casa de una campesina de Sillingy, un pueblo situado a treinta kilómetros de donde me encontraba yo. Al menos no pasaba hambre. No sé cómo Rudi logró dar con su paradero. El caso es que un día fue a visitarla. Ya no estaba preso, podía moverse libremente. De algún modo consiguieron reunirse. Y entonces Margarita quedó embarazada.
Cuando terminó mi contrato de trabajo, fui a recogerla. Su patrona quería que me quedara. Yo siempre he sido rebelde, díscola, nunca me he dejado doblegar. Marga, en cambio, era la típica mujercita. Le gustaba vestir bien, maquillarse, pintarse los labios. Pero era melindrosa. No iba con ella eso de limpiar establos, ordeñar vacas o recolectar patatas. La campesina estaba hasta las narices de ella. Qué pena, dijo al verme. Si me hubiese tocado una como usted. La verdad es que yo arrimaba el hombro en las labores del campo. La primera vez que tuve que llevar las vacas a pastar se me escaparon todas, las catorce bajaron a galope tendido por la carretera y se metieron en la iglesia. Todo el pueblo tuvo que ayudar a sacarlas. Con esto quiero decir que la cosa para mí no fue miel sobre hojuelas.
De Annecy fuimos en tren hasta Montauban. Dos noches enteras atravesando toda Francia, ¡y sin papeles! La Gestapo ya estaba por todas partes. Los alemanes. Mi hermana temblaba de miedo. Antes de cada control la enviaba al lavabo. Echa el cerrojo, le decía, y no abras hasta que yo te diga. Luego, cuando los alemanes llegaban, yo ponía mi mejor sonrisa. Excusez-moi, monsieur.
Los papeles los lleva mi hermana. Ha tenido qué ir al servicio. Si quiere esperar a que salga... Funcionó siempre. Sólo una vez uno de esos cabezas cuadradas zarandeó la puerta del retrete. ¡Abra, control! Salí de mi compartimento y me abalancé sobre él hecha una furia: ¡Quite sus zarpas de la puerta! Mi hermana se ha mareado. Está embarazada. El alemán se quedó mirándome, pero luego se escabulló hacia el vagón siguiente. ¡Suerte que tuvo! Porque le hubiese sacado los ojos.
Llegamos a Montauban el 2 de octubre, el día que cumplí veintitrés años. Alquilamos una habitación amueblada. Marga le escribió a Rudi, que entonces ya estaba de minero, picando carbón en las minas de Carmaux. Al tercer día vino a buscarla. Después no supe nada de ellos hasta que mi hermana dio a luz, el 26 de abril del cuarenta y uno. Entonces fui a visitarla. Estreché en los brazos a mi pequeño sobrino. Al cabo de un rato llegó Rudi. Nos abrazamos. Y ya era hora de marcharme.
Margarita dio a luz en Albi, en una clínica de maternidad, igual que yo. Ninguna de las dos tuvimos suerte. A ella le pusieron el pie encima para hacer salir a la criatura, y a mí casi me tienen que abrir, me lo sacaron con fórceps. Sé que hay partos fáciles, pero nosotras estuvimos sufriendo una eternidad. A mí las contracciones me duraron tres días; a ella dos. Entonces una se dice a sí misma que si a la criatura tanto le ha costado nacer, al menos hay que darle una buena vida. Hacer todo lo posible por no perderla. Pero Rudi no lo entendió. Perdió a su hijo. Sólo estuvo con él las primeras semanas, y luego aquella única noche que pudieron pasar juntos. Después nunca lo volvió a ver.
La pregunta de la repatriación cobró actualidad a raíz del armisticio entre Francia y Alemania. Después de que la Wehrmacht hubiera pulverizado las posiciones francesas, el país quedó dividido en dos. Los campos se hallaban en el sur, en la zona libre, que tan libre no era. Un día nos hicieron formar, y entonces llegaron los oficiales alemanes para instarnos a volver a la patria. No tenéis nada que temer, dijeron, no sois otra cosa que alemanes, no habéis violado las leyes del Reich, y el Estado necesita de todos los súbditos. Os vamos a reeducar, eso sí. No nos dijeron lo que eso significaba. A ver, ¿quién se apunta? En Le Vernet, donde yo me encontraba a la sazón, sólo se apuntó uno. Todos los demás rechazaron la propuesta.
Luego, el partido dio un giro. Quizás abrigó esperanzas por el pacto germano-soviético, esperanzas de que los nazis no les tocarían el pelo a los comunistas. En cualquier caso, del exterior llegaron instrucciones para salvar a los cuadros, que en Francia se los están cargando a todos, decían, que no hay perspectivas. Tarde o temprano tenemos que considerar la opción de apuntarnos. De volver a casa. La idea no era tan descabellada. Ya había habido combatientes checos y yugoslavos que se apuntaron al servicio de trabajo en Alemania. Se habían marchado a centenares. Y en efecto, encontraron trabajo. Lo sabíamos porque nos llegaban sus cartas. Contaban que trabajaban en tal o cual fábrica, y que en Alemania los trataban mejor que en esos campos franceses de mierda.
Al cabo de quince días volví a visitarlos. Quería echarle una mano a mi hermana con el niño. Entonces Rudi me contó que pensaba volver a Austria y llevarse a Marga y al pequeño Edi. ¡Imagínate! Mi cuñado había huido de su país, les había plantado cara a los nazis, había luchado en España contra los fascistas. ¡Y ese mismo hombre quería entregarse a los alemanes! Creí que me daba algo.
¿Estás chiflado? ¿Acaso quieres acabar como un perro? Si te empeñas en volver, hazlo clandestinamente, camuflado de trabajador extranjero, con papeles falsos. ¡Pero no por la vía oficial!
Tuvimos una pelea de mil demonios.
¿Cómo se te ocurre llevarte a tu mujer, a tu hijo recién nacido? ¿Quieres que os maten a los tres?
Y él, furioso: Margarita, tú eliges. Tu hermana o yo. Bien, dije yo, me llevo a mi hermana inmediatamente. Pero ella, claro, optó por él. Estaba enamorada hasta la médula. Él era el padre de su hijo. Yo hubiese querido estrangularlo. Estrangularlo o besarlo. Quédate, por favor, le hubiese dicho.
Quedarse más tiempo no tenía sentido. Por lo tanto, nos fuimos haciendo a la idea de regresar a casa. El partido sólo dio la siguiente consigna: No irá ninguno al que se le puedan aplicar las leyes raciales de Nuremberg. Sin embargo, se apuntó uno que, por su condición de judío, o semijudío, según la pedantería nazi, estaba afectado por dichas leyes. Era un cuadro famoso, no voy a decir su nombre porque está muerto, y de los muertos no hay que hablar mal. En cualquier caso, lo expulsamos por saltarse la resolución del partido. O sea, que no iría nadie a quien pudieran aplicársele las leyes raciales de Nuremberg, ni nadie del que los nazis quisieran vengarse. Por ejemplo, había entre nosotros un combatiente de la guerra de España que se había visto involucrado en un tiroteo con ellos, en alguna comarca de la Alta Austria, con el resultado de varios muertos. Ése tampoco se apuntó. Así fue. Los demás debían decidir por su cuenta si querían permanecer en Francia o ser repatriados,, Lo que sí es cierto es que no hubo una orden inequívoca. Se dejó al libre albedrío de cada uno volver a casa o quedarse. Quiero subrayar que la mayoría decidió marcharse. No todos. Entonces escribimos a la Comisión Alemana para el Armisticio, con sede en Toulouse, y pedimos la repatriación a Alemania. Cada uno por separado. Pero repito: no todos. Algunos no escribieron.
Sigo sin entender por qué volvió a Alemania. No me cabe en la cabeza. Pero no fue el único, fueron muchos los que se apuntaron, entre ellos un tal Hans. Era un tipo muy atractivo, muy alto, de uno noventa y pico. Quería llevarme al registro civil y de allí derechito a Alemania. Le dije: Conmigo no cuentes. Ni que me ataran me iría contigo. Aunque yo también volví, a España, a la dictadura, y voluntariamente. También yo regresé con mi hijo. Si quieren fusilarme, que me fusilen, me dije. Pero a mi hijo no se lo entrego, estoy segura de que Julián saldrá adelante. A mí que me fusilen, si quieren, esos fascistas. El que no me fusilaran se debe únicamente a que no me condenaron hasta el cuarenta y cinco. Alemania ya estaba derrotada, y Franco estaba cagado de miedo ante los aliados. Así y todo, el tribunal quería condenarme a la pena máxima. Quiero decir con esto que también yo me marché por voluntad propia, pero a Alemania no me hubiesen llevado ni a rastras. Vale, si los fascistas no tienen pruebas contra uno, pues adelante. Pero en el caso de Rudi, con su pasado rojo, de perseguido, figurando en lista de busca y captura, huido de Viena... No, no y mil veces no. No sé si su hijo lo sabe, yo no le he dicho una palabra. Estaba convencida de que ese hombre se había desquiciado.
Naturalmente que el asunto fue objeto de largos debates. De hecho, no faltaban argumentos de peso en favor del no. Te vas sin ninguna garantía. No puedes confiar nunca en un nazi, promete el cielo y la tierra y luego no cumple. Te encierran en un campo de concentración o en algún otro sitio. Todos estos argumentos fueron sopesados por cada uno de nosotros: ¿Debo arriesgarme? ¿Sí o no? Pero también estaba la esperanza de conseguir trabajo, como los yugoslavos. ¿Y qué futuro nos espera en Francia? ¿Quieren acabar con nosotros, matarnos de hambre? ¿Podremos pasar a la clandestinidad? Eso tampoco era una solución, al menos no para la gran mayoría. Porque los alemanes nos hubieran buscado por todas partes hasta dar con nosotros, y si no lo hacían ellos lo harían los franceses, que colaboraban con los nazis. Al que no se apuntaba, la Gestapo se encargaba de capturarlo por otros medios.
No quiero decir que no entendiese su decisión. Al fin y al cabo fueron muchos los que volvieron, clandestinamente, a España, a Alemania o a Austria, que entonces había dejado de existir. Entendí perfectamente los motivos que tuvieron. Incluso hubiese entendido que se marchara a Alemania clandestinamente, armado, para luchar en la resistencia. En aquel entonces pensábamos de esta manera. Arriesgábamos nuestras vidas, nuestra suerte, nuestra salud. Todo por la libertad. Yo también asumí el riesgo. Y no tuve que lamentarlo. Pero yo no era tan ingenua como Rudi, que va y se apunta oficialmente a la repatriación, con mujer e hijo.
Friemel presentó la solicitud. Estoy seguro de que minimizó en lo posible el papel que desempeñó en la lucha contra el nacionalsocialismo, eso lo hicimos todos. Subrayamos, por ejemplo, nuestra oposición al régimen de Dollfuss, a quien los nazis también odiaban, y declaramos habernos marchado a España porque en Austria no encontrábamos trabajo. Friemel también debió de alegar que tardó en solicitar la repatriación porque no quería dejar sola a su mujer. Y que en Alemania esperaba encontrar trabajo en el oficio que había aprendido. Seguramente no mintió. Seguramente no se dejó arrancar una declaración de lealtad al Reich. Presentaría su solicitud el 1 de junio de 1941.
Una semana más tarde, debió de recibir una carta del encargado de repatriaciones de la Comisión Alemana para el Armisticio de Toulouse. «A la atención del señor Rudolf Friemel, Place de l'Eglise 9, Arthès (Tarn). He dado órdenes a las autoridades francesas para que procedan a su entrega a las autoridades alemanas en la línea de demarcación. Su entrega se llevará a cabo por gendarmes franceses vestidos de paisano. Con la presente recibe también un carné de repatriación, el cual le servirá para acreditar donde convenga su condición de súbdito del Reich, y en el que consta que su repatriación ha sido tramitada por el abajo firmante en su calidad de encargado de repatriaciones de la Comisión Alemana para el Armisticio. Dicho documento de identificación no le autoriza a abandonar su actual paradero, ni a atravesar libremente la línea de demarcación. Una vez realizada la entrega, deberá separar el desprendible, firmarlo indicando la fecha y enviármelo a vuelta de correo en el sobre franqueado que adjunto. Es imprescindible que cumpla con estas instrucciones. Fdo.: Lutz. Jefe de zona.»
Es de suponer que Friemel siguió las instrucciones.
Rudi defendió su decisión. Tengo que luchar, dijo.
¿Cómo quieres luchar si ya te están esperando? Vas al encuentro de tus verdugos, dije yo.
¡Y qué! Tengo que ayudar a liberar a mi país.
Entonces me puse furiosa. Si buscas la desgracia, allá tú. Haz lo que tengas que hacer. Es tu vida. Pero no te lleves al niño ni a mi hermana.
Y él: Son mi familia. Les corresponde estar conmigo. No tengo a nadie más en el mundo. Cuidaré de ellos.
¡De aquí no se mueven!
¡Se vienen conmigo!
Margarita, tienes que decidir. O tu hermana o yo.
Así fue. Me echó de su casa. Claro, yo había rebatido sus argumentos. Margarita dudó un instante. Él lo notó, y se puso furioso. Mucho más tarde, mí hermana me dijo: Marina, tenías razón. Tendría que haberte hecho caso.
Estaba obsesionado con el deseo de liberar a Austria del fascismo. Vale, lo entiendo. Pero entonces, ¿por qué no volvió solo? A probar suerte. Sí no le pasaba nada siempre estaba a tiempo de traérsela. De esta manera se hubiesen evitado muchas cosas. Fue culpa tuya, Rudi, tengo que decírtelo por mucho que signifiques para mí. Te habías vuelto loco. Cuando uno tiene un hijo, debe pensar muy bien los pasos que da. Primero está el hijo, pienso yo. Eso también se lo dije: Habéis perdido el juicio, el niño apenas tiene tres meses. No faltó nada para que le saltara al cuello, sólo por Margarita y la criatura. Y eso que yo a Rudi le tenía cariño, más que cariño. Pero sentía una rabia infinita, por el niño, sobre todo por el niño. Porque mi hermana era joven, sana y fuerte, ¿pero el pequeño Edi? El pobre renacuajito. Recién llegado al mundo.
Naturalmente que a ti también te preguntaron qué opinaba Rudi. Él tiene que saberlo. ¿Qué quiere el partido? ¿De veras han decidido que nos marchemos? Y tú expresaste tu opinión personal: Es más sensato ir a Alemania que morir como perros en Francia. Es peligroso e incierto, pero al menos salimos de esta mierda. No será tan terrible, y la patria es la patria. ¡Vámonos a casa! Así de sencillo.
En la despedida nos volvimos a reconciliar. Rudi me abrazó. Yo le di un beso al pequeño Edí, luego otro a mí hermana. Tenían un compartimento para ellos solos. Al niño lo colocaron en la malla para el equipaje. Cuando el tren se puso en marcha se asomaron por la ventanilla tan sonrientes como sí fuesen al encuentro de su felicidad.
Era una bochornosa mañana de julio de 1941. La tarde amenazaba tormenta.
2
LA PRUEBA
Todos los muertos descansan en la inquietud de una muerte tal vez inútil. Conoces la frase. A menudo me ronda por la cabeza. No me arrepiento de nada, de casi nada. Sin embargo, reconozco que fui demasiado impetuoso. No es que creyera poder escapar al tiempo. Ya entonces sabía que no tiene sentido, que el tiempo nos alcanza. Tampoco creía que el amor me salvaría de él. El amor y el tiempo están unidos en el afecto o separados por un odio feroz, pero no pueden existir el uno sin el otro. Yo creía en el tiempo, creía fervorosamente en mi condición de testigo del tiempo, con la misma fe con que creía en nuestro amor. ¿Qué razón podía tener para dudar de él? Pero el tiempo siempre es más poderoso que el amor. Ésta es otra de las frases que, en la inquietud de mi muerte tal vez inútil, me niego a aceptar. Mírame. Estoy sonriendo. Llevo un pantalón de presidiario, á rayas y de tela fina, y una camisa de boda con bordado de rosas. Tiempo y amor. No se aprecia nada más.
—¿Una boda, en Auschwitz? ¿Entre un preso y una mujer de fuera? ¿Con ramo de novia y marcha nupcial? ¿Quién te contó esa trola?
—Oí hablar de ello, años más tarde. No, no lo oí, lo leí. Pero no recuerdo dónde.
—Los nazis nunca hubieran permitido algo así. Y si lo hicieron sería para divertirse. Para burlarse de esos infelices. Igual que cuándo traían en un carro á los fugados con un letrero colgado al cuello que decía «¡Estoy de vuelta!», y la banda de presos tenía que tocar la popular canción infantil de «Viene un burrito trotando».
—¿Por qué no? En el infierno todo es posible, incluso el cielo.
—De ninguna manera. Es cierto que en el campo había un registro civil, pero se ocupaba exclusivamente de los muertos.
—Todo registro civil tenía tres funciones: tomar constancia de los nacimientos, de las bodas y de las defunciones.
—No puedo imaginarme que los nazis autorizaran una boda regular. A no ser que les sirviera como maniobra de apaciguamiento, para poder ufanarse ante el mundo: Miren qué bien tratamos a nuestros presos preventivos. Los rumores de exterminios masivos son pura propaganda difamatoria de nuestros enemigos. Pero en el cuarenta y cuatro ya nadie estaba interesado en el efecto de un suceso de estás características. Hacía tiempo que los asesinos habían aceptado su mala reputación, los cómplices su mala conciencia y los adversarios su impotencia.
—¡Un momento! El documental propagandístico sobre Theresienstadt no se rodó hasta el cuarenta y cuatro, hasta el otoño del cuarenta y cuatro. ¿Por qué entonces no pudo haber habido una boda en Auschwitz?
—En noviembre del cuarenta y tres, Höss fue relevado de su cargo de comandante del campo. Liebehenschel, su sucesor, trató de atenuar el terror. Acabó con el poder de los kapos criminales. Por primera vez designaron decano á un recluso con triángulo rojo, es decir, á un preso político. Liebehenschel declaró la amnistía para los presos del búnker. Ordenó el derribo de la pared negra y del búnker donde sólo se podía estar de pie. Abolió la pena de muerte. Prohibió las palizas en los interrogatorios. Combatió también las prácticas del Departamento Político. Probablemente, la boda fue autorizada gracias á él. ¿O no?
—Parece que el padre del novio tenía buenos contactos en Berlín y que sus relaciones llegaban hasta Himmler. ¿O no?
—La novia era española. Es posible que Franco, como aliado de Hitler, hiciera valer su influencia para que se celebrara la boda. ¿Tampoco?
—Los SS se fueron dando cuenta de que la guerra estaba perdida. Algunos de ellos se volvieron asquerosamente amables. Empezaron a hacer puntos. La boda suponía un importante punto a su favor. ¿O acaso no?
—No podemos partir del supuesto de que los nazis actuaran según las leyes de la lógica. El pensamiento lógico les era ajeno. La decisión sobre vida o muerte se tomaba con absoluta arbitrariedad. A mí, por ejemplo, me condenaron por alta traición, pero no me ejecutaron. A otros, en cambio, que habían cometido faltas absolutamente banales, los pasaron inmediatamente por la guillotina. Lo mismo ocurría en el campo. Novecientos noventa y nueve presos eran apaleados a muerte, el preso número mil se salvaba por los pelos. No busquemos razones para cada autorización, cada decreto de excepción y cada pedo de los nazis. La boda tuvo lugar. Es lo que podemos dar por hecho.
Lo único que puede darse por sentado es que los separaron nada más llegar a Vierzon, en el mismo andén de la estación. A él se lo llevó la policía militar secreta, mientras que a Marga la obligaron a continuar viaje con Edi rumbo a Alemania. Quizá los agentes les permitieron despedirse el uno del otro. No creo que fuera una despedida con muchas lágrimas. Las lágrimas necesitan tiempo, y ellos no tuvieron más que treinta segundos. Además, él confiaba en volver a verla pronto. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que la relación, apenas iniciada, pudiese tener un desenlace trágico. Tampoco es cierto que los agentes les gritaran o les pegaran. Probablemente fueron incluso corteses. Sin embargo, Marga estaba tremendamente asustada. Es posible que le dijera: ¿A dónde te llevan, Rudi? ¿Que será de nosotros? ¿Por qué nos separan? ¿Cómo vamos a arreglárnoslas sin ti? No tengas miedo, le diría él. Cuida. de Edi. Y no te olvides nunca de decir que estamos casados. Eso es importante. No estés triste, será sólo por unos días. Te quiero.
Yo también te quiero.
Lo vio por última vez cuando él atravesaba las vías flanqueado por los agentes. Se dio la vuelta y levantó el brazo. Ella le devolvió el adiós con la mano. Luego se giró de medio lado para que él todavía pudiera ver a Edi, a quien llevaba en brazos apretándolo contra su pecho.
Fue el 31 de julio de 1941. Dos semanas más tarde, Rudi ingresó en la prisión de Dijon. Así consta en su libreta de notas: Llegada a Dijon, 15 de agosto, 16.30. Pero ¿cómo lo pasó durante esos días? ¿Y qué ocurrió después?
Es muy posible que esa misma tarde o al día siguiente lo trasladaran a Bourges. Permanecería detenido allí durante quince días, en la cárcel o en un cuartel, junto con otros combatientes de la guerra de España. Pues eso también lo anotó en su libreta: Salida de Bourges, 12 de agosto, a las 12. Los jóvenes reclutas que lo custodiaban lo tratarían correctamente y le preguntarían a escondidas por sus experiencias en España. Sólo un sargento lo haría ponerse firme y lo increparía llamándole lacayo de judíos, bolchevique, rojo de mierda. Perro ladrador, nunca mordedor, pensaría él. En una ocasión intentaría saber de Marga. La Wehrmacht no está para ocuparse de asuntos familiares, le responderían. ¿Quién entonces? La Delegación del NSDAP en el Extranjero. ¿Dónde? En París. Esto también figura en su libreta: 7 de agosto de 1941, Delegación del NSDAP en el Extranjero, París, 15, rue Beaujon. Poco a poco, las celdas se irían llenando de otros solicitantes de repatriación, pero también de ladrones, estraperlistas, miembros de la Legión Extranjera, corruptores de la moral militar, desertores, objetores, todos ellos capturados a lo largo y ancho de Francia. Un buen día los llevarían a empujones a la estación para hacinarlos en un vagón de carga estacionado en una vía secundaria, a salvo de las miradas de la gente. Rudi tendría suerte porque sería uno de los primeros en montar al vagón, lo que le permitiría asegurarse un sitio cerca de un ventanuco con rejas, con vistas a un país ocupado. En un compartimento situado más adelante iría la guardia, jugando a las cartas y bebiendo vino. Avanzarían lentamente, parando cada dos por tres. En un momento determinado incluso desengancharían el vagón y esperarían un día entero en una estación de maniobras, en medio del calor y del hedor, sin permiso para vaciar el cubo en el que hacían sus necesidades. Tardarían tres días en llegar a Dijon, y desde allí lo llevarían a Viena, previo paso por varias prisiones alemanas.
O acaso no.
Pues también cabe pensar que la policía militar lo tuvo arrestado en Dijon una sola noche y que a la mañana siguiente lo trasladó a París, a la Santé. Tal vez fue a parar a la celda número 23, la misma en que yo, medio año antes, había sufrido hambre y frío. Una vez al día, el guardia le pasaba, como me pasaba a mí, una escudilla por la rendija de la puerta, con tres dedos de aguachirle en el que flotaban una zanahoria arrugada y media patata. No sé cómo sobrellevó el hambre, la soledad y la preocupación por su mujer y su hijo. Quizá sintió una bocanada de calor cuando se dio cuenta de que, con las prisas, se le había olvidado anotarle a Marga la dirección de su padre. Es posible que pegara un salto y empezara a golpear la puerta con los puños. Pero no fue así. Recobró la compostura antes de que el celador se acercara a ver lo que pasaba. Pidió que le permitieran leer un libro. Unos días después, el celador le tiró, como me tiró a mí, un ejemplar deshojado de Guillermo Tell, de Schiller. Días después, volvió a dar golpes en la puerta, quiero trabajar, quiero ser útil, y mira por dónde, apareció un hombrecillo de mono azul con un rollo de alambre en la mano y le enseñó, como me enseñó a mí, a hacer ratoneras. Él enseguida se puso manos a la obra y en tres días fabricó cuarenta trampas. Como recompensa, el hombrecillo le dio, como me dio a mí, un paquete de tabaco, papel y cerillas. Yo me fumé todo el tabaco, pero él guardó un papel de fumar para escribir en él una poesía, con letras minúsculas y en español, para su mujer española, y la tituló «Mi dulce mujer».
Estando aún escribiendo, oyó cómo fuera, en el pasillo, alguien gritaba: ¡Vingt-trois! Y un celador abrió la puerta y lo llevó a un cuarto donde esperaban dos agentes de la Gestapo. Luego trajeron a rastras a una mujer, pálida y encogida, con mirada atribulada. En el patio de la prisión los empujaron al interior de un taxi y los condujeron, por calles desiertas, al interrogatorio, a la Avenue Foch. Durante el trayecto uno de los hombres le dijo a la mujer: A ver si esta vez sueltas un poco más la lengua, y ella se estremeció al oír estas palabras. Y a él le dijo, como me dijo a mí: Qué, barbudo. Te vamos a dar una buena restregada. Se te va a caer la barba.
A pesar de la amenaza, el interrogatorio transcurrió sin sobresaltos. Primero los agentes de la Gestapo le prometieron una mejor alimentación. Uno de ellos incluso le dio un bocadillo. Así y todo, esperaba el primer golpe y contraía los músculos para que no le flaquearan las piernas. Pero los golpes no llegaban, tampoco cuando respondía con evasivas, como respondía yo. Se dio cuenta de que sabían algunas cosas sobre él, pero no sabían que en España fue delegado político, dato que se cuidó mucho de mencionar. En el fondo, sólo estaban interesados en conocer los nombres de sus antiguos compañeros de la Alianza Republicana, los nombres de aquellos que emigraron en el treinta y cuatro a la Unión Soviética y de allí fueron a combatir en la guerra civil española. Le leyeron, como me leyeron a mí, algunos apellidos: Tränkler, Tesar, Barak, Beyer, Distelberger... Pero él a cada apellido sacudía la cabeza negativamente, no lo conozco, tampoco, tampoco; o asentía, cuando se trataba de quienes ya no podía perjudicar porque habían caído en Madrid, o cerca de Teruel, o durante la ofensiva del Ebro, o porque en Saint-Cyprien se habían alistado en la Legión. No olvide, dijo, que la mayoría de los voluntarios que fueron a luchar a España se pusieron nombres falsos. Con esta información se dieron por satisfechos. O acaso no. Si no fue así, lo abofetearon, lo azotaron, lo estrellaron contra el suelo, lo levantaron agarrándolo de los pelos, le tiraron un cubo de agua fría encima. Pero él guardó silencio.
No sé si pensar en ella lo ayudaría. No sé si guardó silencio porque sabía que ella lo quería. Sólo sé que llegó a Dijon el 15 de agosto, y a Viena el 14 de octubre. ¿Lo trasladarían a Compiègne? Dijon era el lugar donde concentraban a todos los deportados de la región antes de llevarlos a Compiègne. Así lo relató más tarde el escritor Jorge Semprún. Describe como él, o el personaje de su novela, antes del traslado de Dijon a Compiègne, fue atado a un hombre mayor, un polaco que chapurreaba el francés y no paraba de susurrar esta frase: Ha llegado la hora, nos matarán a todos. Semprún, o su protagonista, un español de nombre Manuel o Gérard, intentó tranquilizar al polaco, no tengas miedo, compañero, nadie nos quiere matar. En medio de la noche, el tren paró a mitad del trayecto y el hombre dijo jadeante: ¿Los oyes? Pero él no oía nada salvo la respiración de los otros detenidos. ¿Qué?, le preguntó en voz baja. Los gritos. ¿Qué gritos? Los gritos de los que están masacrando debajo del tren. Él permaneció en silencio, pues era absurdo tratar de calmar al otro, que al cabo de unos segundos volvió a la carga: La sangre, ¿no oyes correr la sangre? Ahí, bajo el tren, ríos de sangre, oigo correr ríos de sangre. ¡Cállate, imbécil!, le gritó un soldado alemán al polaco asestándole en el pecho un culatazo tan fuerte que lo hizo irse de bruces y, entre vómitos de sangre y mucosidades, arrastrarlo a él, puesto que estaban atados con esposas el uno al otro. ¿Se encontraría Rudi en aquel tren nocturno de Dijon a Compiègne, junto con el polaco y con Manuel o Gérard, el compatriota de Marga?
Nunca lo trasladaron a Compiègne. Junto con sus compatriotas viajó a casa, pasando por Tréveris, Ratisbona, Nuremberg y Wurzburgo. O bien por Karlsruhe, Bruchsal y Linz. Quizá lo encerraron, como me encerraron a mí, en la estación de Karlsruhe en un vagón para arrestados, en una celda estrecha con una rendija que daba a la celda vecina, a través de la cual se comunicó, como me comunicaba yo, con un delincuente alemán que, como los piratas, llevaba un garfio en el lugar de la mano izquierda. El hombre le contó, como me contó a mí, que él mismo se había cortado la mano de un hachazo. Los nazis lo habían metido en una turbera, donde los presos tenían que extraer la turba y transportarla en carretillas, y al que no cumplía con el cupo de extracción diario lo apaleaban hasta dejarlo medio muerto; por eso, un día se cortó la mano con el hacha, y no fue el único. Fueron muchos los que hicieron lo mismo. Una vez cicatrizada la herida, les atornillaban un garfio en el muñón, y ellos se sentían la mar de felices, él también se había sentido feliz, pues con un garfio sólo era apto para empujar la carretilla, cosa que, comparado con la extracción, era un verdadero placer.
Friemel no se dejó impresionar por las palabras del otro. Pensó que quizás el hombre le estaba mintiendo, que tal vez había perdido el brazo en un accidente de trabajo, y además: quienes luchamos en España no somos delincuentes como este hombre del garfio. A nosotros nos tratarán mejor. Y en efecto, en Viena lo trataron mejor, en la prisión policial de la Elisabethpromenade, prisión que conocía de antes, del treinta y cuatro o treinta y cinco, cuando estuvo allí esperando ser procesado.
No sé quién era el encargado de su caso en la dirección de la Gestapo, situada en la Morzinplatz. Puede ser que por azar le tocara aquel agente de la policía judicial que ya le anduvo detrás en el treinta y cuatro, en la época del austrofascismo, y que oportunamente se cambió al bando de los nazis. El pasado común de perseguidor y perseguido pudo despertar en ese hombre un extraño sentimiento de camaradería, razón por la cual Rudi consiguió, ya al cabo de muy pocos días, el permiso de escribirle a su padre. Entre los agentes de la Gestapo y los funcionarios judiciales de la Liesl, como solíamos llamar, casi cariñosamente, a aquel centro de detención, había cierta rivalidad. Se envidiaban unos a otros los presos que tenían a su cargo. Una vez, por ejemplo, me trasladaron de la Morzinplatz a la Liesl para ser interrogado, y el agente que me acompañaba me hizo parar frente a un estanco. Me puso en la mano un vale y me dijo: Cómprate una cajetilla de Sport, y cuando salí me advirtió de que no me la dejara birlar por el käs. Käs, el término austríaco para denominar al preso qué ayudaba a los celadores. Rudi debió de sacar provecho de la desconfianza que había entre los agentes de la Gestapo y los de la policía. Además, es posible que en la Liesl se encontrara con viejos amigos, algún que otro guardia jubilado, obligado a reincorporarse en el servicio en vista de que los jóvenes habían sido reclutados por la Wehrmacht. Pues también en la Liesl le dieron trato preferente. Ya en la primera postal que envió a su padre dice que es trabajador del establecimiento penitenciario. Una posición privilegiada, puesto que como tal no tenía que permanecer en la celda durante el día, no pasaba hambre porque al repartir la comida siempre sobraba una cucharada, podía traficar con tabaco, leer el periódico y pasar notas clandestinas. No todos los trabajadores del establecimiento se comportaron correctamente. Me acuerdo de uno que, como los criminales, pedía un marco por cada cigarrillo. Un hijo de puta, a pesar de haber luchado en España.
En julio del treinta y nueve, cuando estaba todavía retenido en el campo de Gurs, le escribió la última carta a mi madre. Es una carta fría y distante, en la que le pide el divorcio de común acuerdo. Justifica su petición señalando que su unión matrimonial ya no existe sino sobre el papel, que bajo ningún concepto está dispuesto a abandonar su camino y que, dadas las circunstancias, su vuelta a casa es absolutamente impensable. Dice que naturalmente no esquivará sus obligaciones materiales y que, si ella tuviera dudas, existe la posibilidad de que lo declare responsable de la separación. El asunto apremia, escribe, pues sólo como persona no casada puede pensar en salir de allí, en marcharse a México o a Argentina y tener alguna perspectiva de encontrar trabajo. Otra justificación no le da. De alguna manera, ella luego se enteró de que estaba liado con otra. Pero nunca habló de eso. Supongo que debía de dolerle.
En su carta, mi padre también asegura que en ningún momento ha dejado de pensar en mí. Dice que me quiere más que nunca. Que le gustaría mucho tenerme a su lado para mostrarme que su vida no es tan infame como ella a lo mejor cree. Espera que haga de mí una persona de la que ni su padre ni su madre tengan que avergonzarse. «Y cuando yo ya no esté, dile que su padre siempre pensó en él, que le hubiera gustado quedarse al lado de su hijo, pero que no fue posible. Que el abuelo le cuente cómo era aquel aspecto de mi vida que tú nunca conociste ni pudiste conocer».
Accediendo a su petición, mi madre pidió el divorcio de común acuerdo. Renunció a los alimentos. Me sorprende que no rechazara esa carta. La correspondencia solía llegar a través de mi abuelo, que se la enviaba a mi madre, y ella a menudo la devolvía sin abrirla. En el legado de mi abuelo encontré una nota que decía: «La última carta a Paula ha sido devuelta».
Lo cierto es que la pareja se divorció. El decreto de divorcio fue expedido por la Audiencia Territorial de Viena el 16 de agosto de 1941. Por lo tanto, el 14 de septiembre, cuando ingresó en la prisión policial, mi padre era un hombre libre.
Cuando lo encarcelaron, yo ya había hecho el camino a Dachau. A él lo metieron en la celda número 78 a, en la cuarta planta, y a mí me habían sacado unos días antes de la 44 a, situada en la segunda. Supongo que no había gran diferencia entre su celda y la mía: ambas eran bastante grandes, casi salas, con cuatro o seis literas y una docena larga de reclusos. En un rincón, a la vista de todos, estaba el retrete. Los que no tenían cama dormían en colchones que durante el día eran apilados en un rincón. Éramos un grupo de gente de lo más variopinta, todos presos políticos a merced de la Gestapo: cinco o seis combatientes de España; un obrero de fábrica que se había roto el tobillo esquiando en Semana Santa y que a su ingreso en el hospital fue detenido bajo la acusación de haber creado una célula comunista; un estafador que se había hecho pasar por capitán de las SS sin pertenecer ni siquiera al NSDAP ni a las SS; un llamado delincuente económico, cuyo delito no recuerdo; un diplomático serbio, capturado después de que Hitler invadiera Yugoslavia; un vagabundo francés, que movido por ideas peregrinas había decidido viajar a la Alemania nazi; un coronel en retiro, a quien su asistenta denunció por escuchar emisoras enemigas, y un comunista austríaco de origen judío, entregado por la policía secreta soviética a la Gestapo. Se llamaba Franz Koritschoner, no había cumplido los cincuenta, pero ya parecía un anciano. Mientras los otros combatientes de la guerra de España lo evitaban como a un leproso, yo me las arreglaba para quedar a su lado por la noche. Así me enteré de las experiencias de Koritschoner en la Unión Soviética, donde, acusado de espía nazi o trotskista -en aquel entonces no hacíamos diferencias-, había pasado por diversos campos a orillas del Mar del Hielo. Allí había enfermado de escorbuto y se le habían caído todos los dientes. A pesar del destino que le había tocado vivir, no era un hombre amargado. Creía firmemente en que el rumbo equivocado de la Unión Soviética, como lo llamaba, sería corregido. Con respecto a su propio futuro era moderadamente optimista. Un campo de concentración alemán no podía ser peor que los de Pechora y Vorkuta. La Gestapo había comunicado a su hermana que lo trasladarían a Mauthausen. Pero, según supe después de la guerra, Koritschoner acabó en Auschwitz. Un día después de su llegada, el 8 de junio de 1941, fue registrado como fallecido. Eso quiere decir que Rudi ya no lo vio, ni en Viena ni en Auschwitz.
Me imagino que en la celda de Rudi habría gente por el estilo, compañeros de la época de España, que incluso en ese trance seguían demostrando coraje, luchadores de la resistencia que contaban con lo peor y que necesitaban de nuestro apoyo, de por sí insuficiente; malhechores que, en vista de los grandes tiempos que corrían, se vieron involucrados en pequeños delitos que luego les costarían el pellejo. Sin embargo, en la celda número 78 a seguramente no habría ninguno como Koritschoner, y no sé si su presencia hubiera tenido sobre Rudi un efecto positivo, negativo o nulo.
No puedo decir si Rudi contaba por esas fechas con la eventualidad de ser deportado a Auschwitz. Presumiblemente, tenía la esperanza de que lo trasladaran a Mauthausen. Todos deseábamos ir a Mauthausen, tontos que éramos, tan confiados en nuestro patriotismo. Ignorábamos por completo la existencia de la cantera de la muerte, de la escalera de la muerte, de las galerías de la muerte. En cualquier caso, él sabía que le esperaba un campo de concentración, pues en la postal del 24 de septiembre, dirigida a su padre, decía que probablemente no estaría en Viena más que unas cuantas semanas. Le pidió que le llevara tomates, pimientos verdes, algo de fruta, pasta de dientes, un camisón viejo y un par de plantillas. Le dio instrucciones para que un martes a las 14 horas se personara ante el encargado de su caso en la comandancia de la Gestapo, Morzinplatz 4, oficina 274. También le rogó que ese mismo martes, entre las cinco y media y las seis de la tarde, le recogiera la ropa sucia. Pero lo más urgente -y así lo revela el tono intencionadamente alegre de la postal- es la petición que le hace de dirigirse a la Delegación del NSPAD en el Extranjero, con sede en París, para averiguar la dirección de Margarita Friemel-Ferrer. «¿Te sorprende?», pregunta. «No importa. Facilita a la Delegación en el Extranjero mi dirección y pide que se la hagan llegar a Margarita. No olvides incluir franqueo para la respuesta». Supongo que su padre, versado en tales asuntos, enseguida pudo conseguir un permiso de visita. Los encuentros entre los presos de la Gestapo y sus familiares se desarrollaban en presencia de un celador y un funcionario de la misma, por lo general en la planta baja del centro de detenciones, entrando a mano izquierda, en la llamada zona vedada. Una verja con reja de tijera separaba a los presos de los visitantes. El tiempo máximo de visita era de tres minutos. En tales condiciones no cabía pensar ep una conversación abierta. Sin embargo, tratándose dd Rudi Friemel, considero posible que le permitieran excederse en el tiempo para conversar con su padre.
O pudieron intercambiar noticias gracias a un valiente funcionario de la guardia judicial que hacía de correo. La segunda postal que manda a su padre, con fecha de 10 de noviembre, permite concluir que hablaron largo rato sobre su situación. Al parecer, Clemens Friemel fue instado, desde París, a aportar más datos sobre Margarita Ferrer con el fin de facilitar su localización, pues Rudi dice que espera que su padre ya haya recibido y cursado la información requerida. «No sabes el enorme peso que me quitarías de encima si lograras dar con ella.» Además, se refiere a la «solicitud de la que hablamos», a la cual «todavía no he obtenido respuesta. Si fuese denegada, pediré que me permitan permanecer en Viena el máximo tiempo posible». Ninguno de los presos de la Gestapo presentamos solicitud alguna. Tampoco la hubieran aceptado. Supongo que Rudi defendió su intención de casarse con la española desde el primer momento y de forma tan vehemente que logró impresionar a los mismos agentes de la Gestapo. Pues la mencionada solicitud sólo podía hacer referencia a la petición de contraer matrimonio. El que no fuese atendida es harina de otro costal.
A todos nos pusieron delante ese papel. Siempre tenía el mismo membrete, la misma firma y la misma oración principal: Oficina Central de Seguridad del Reich, Berlín SO 11, Prinz-Albrechtstrasse, 8. Fdo. Heydrich. «Justificación de la orden de detención preventiva: Según investigaciones llevadas a cabo por la Policía del Estado, su comportamiento pone en peligro la existencia y seguridad del pueblo...» La pequeña diferencia radicaba en la formulación del resto de la frase, aunque el repertorio de los chupatintas de Berlín no contenía más que cuatro o cinco variantes. A él le tocó la misma que a mí: «...ya que, dada su amplia participación en actividades marxistas y su pertenencia al bando rojo en la guerra civil española, existen fundadas razones para suponer que, en cuanto obtenga la libertad y aprovechándose de la situación de guerra, volverá a actuar en detrimento del Reich».
Su orden de detención preventiva ya fue expedida el 11 de octubre de 1941. La copió el 12 de diciembre a las 15 horas, en la celda colectiva de la planta baja del centro de detenciones, adonde nos llevaron poco antes de nuestra partida. Esto significaría que su deportación se efectuó el 13, o a más tardar el 16 de diciembre. Es decir, el suyo fue un viaje largo y con muchos rodeos. La campaña de Rusia estaba en plena marcha, las vías de ferrocarril hacia el este estaban saturadas. Todas las ruedas ruedan hacia la victoria, se decía. Rudi no figuraba entre los que rodaban hacia la victoria, su tren tuvo que parar una y otra vez durante el trayecto. Está demostrado que el convoy no llegó a Auschwitz hasta el 2 de enero de 1942. Los dieciocho presos recibieron los números 25167 a 25184. A Rudolf Friemel le correspondió el 25173.
A comienzos de octubre del cuarenta y uno regresé a España. En Montauban la Gestapo me pisaba los talones. Mi hermano luchaba en la Resistencia, y yo le conseguía a su grupo dinero y octavillas. Los alemanes no tardaron en sospechar. La primera vez me interrogaron en la clínica de maternidad. Había dado a luz a las cinco de la mañana, a las ocho se plantaron ante mi cama. Cuatro semanas más tarde pusieron mi habitación patas arriba, pero sólo encontraron los comprobantes de nueve giros.
¿Y esto qué es?, preguntaron.
Ah, nada, dije, pagos de manutención.
No me diga, ¿de nueve hombres diferentes? ¡No nos va a decir que mantiene relaciones con todos! Cómo no, respondí.
Lo querían por escrito. Así que certifiqué ser la concubina de los nueve. Dos días después puse pies en polvorosa. Sabía que si esperaba me cogerían.
En realidad, hubo dos razones que me movieron a atravesar la frontera. La primera fue que también el partido español había dado la consigna de que volviese todo aquel que pudiese correr el riesgo. A mí me lo expusieron de esa forma, como si no hubiera que darle demasiadas vueltas. Y no lo hice. Si me hubiesen dicho que a las doce de la noche en punto tenía que estar en la Cibeles con unas bragas moteadas, no hubiese faltado a la cita. En aquella época era así. Además, quería que mi hijo estuviese en buenas manos. Julián acababa de cumplir un mes, y con la Gestapo pegada al zancajo no podía permitirme seguir en Francia. No había deseado tener un hijo. La culpa fue de Fernando, no tuvo cuidado.
Cuando el niño nació me alegré, por supuesto que me alegré, pero primero... Era consciente de nuestra situación. Tuve clara una cosa: desde ese instante era yo la responsable de una criatura que no tenía arte ni parte en los líos y luchas de sus padres. Es precisamente eso lo que le reprocho a Rudi: que no haya pensado en su hijo. Yo me ocupé de que mi hijo estuviese protegido, de que alguien se encargase de él en caso de que me pillaran. Y me pillaron.
El primero de octubre emprendí viaje. El dos llegué a Perpiñán, donde me esperaba Fernando para despedirse de mí y coger por fin a su hijo en brazos. El cuatro crucé la frontera por Port Bou. Acababa de pisar suela español cuando un grupo de monjas y un pelotón de guardias civiles se atravesaron en mi camino. España en esa época estaba plagada de monjas y guardias civiles, que como un ejército de langostas estaban devastando el país. Los guardias enseguida me interrogaron, pero no me sacaron nada. Les conté toda clase de mentiras. Creo que nunca he mentido con tanta habilidad como entonces. Ni una palabra de que hubiese pasado los años de la guerra en Barcelona. Les dije que había sido auxiliar de enfermería en un hospital de Madrid, donde en realidad no había vivido sino hasta los dieciséis. Lógico que no encontraran nada sobre mí en sus archivos. Y me soltaron. Me fui a Menorca, donde vivían unos tíos, hermanos de mi padre. Estaban forrados de dinero. Mejor para mi hijo, pensé. Allí pude ocuparme de él. Había leche, pan, verdura, incluso una cama caliente. Me quedé en Menorca hasta que el pequeñín cumplió los siete meses. Luego me fui con él a Madrid. Naturalmente, los padres de mi marido estaban ansiosos por ver a su nieto. Además, Fernando también había regresado entretanto a España, con un convoy de inválidos. Lo dejaron entrar a pesar de que en la frontera no se le ocurrió nada mejor que ponerse a cantar a voz en cuello la Marsellesa. Los gendarmes franceses se cuadraron, pero un falangista que aguzó el oído en el vagón de al lado quería hacerlo arrestar allí mismo, por provocador.
Rudi y Margarita no habían dado señales de vida desde que se marcharon. No fue hasta mucho más tarde que supe que mi hermana había recalado en una localidad de la Selva Negra. Allí trajinaba catorce o dieciséis horas al día, haciendo de todo en una charcutería, mientras el pequeño Edi era atendido en una guardería o casa cuna. Ella sólo tenía derecho a verlo una vez por semana. Por su pelo negro la gente la tomaba por judía y la despreciaba. La directora de la casa cuna la mandaba de un lado para otro, a la mujer del charcutero le parecía demasiado lenta, y no tenía noticias de Rudi. Estaba completamente desesperada, por lo que decidió escribir a nuestros parientes de Menorca. Esperaba seguramente que los acogieran en su casa a ella y al pequeño Edi. Pero los buenos parientes no querían saber nada de eso, probablemente pensaban que con lo que me habían dado a mí ya habían cumplido con la parte de caridad cristiana que les correspondía. Al menos se dignaron comunicarle que podía localizarme en el domicilio de mis suegros en Madrid, calle Embajadores, 16, entonces mi hermana me envió un recado con la esperanza de que la ayudara. ¡Pero cómo iba a ayudarla si yo misma estaba fatal! Me encontraba en chirona. Cuando llegó su carta ya me habían arrestado. Mi suegra me la leyó en Segovia, en la prisión de mujeres, durante una visita. Fernando también estaba tras las rejas, y era su madre la que cuidaba de nuestro hijo. Julián no había cumplido aún los dos años. Tenía un año y once meses.
Yo tenía veintiún años y diez meses cuando nuestro convoy llegó al campo. Fue el 6 de octubre de 1942, nueve meses después que Rudi Friemel, de cuya existencia no tenía noticia en aquel momento. ¿Cómo iba a conocerlo? Viena no es un pueblo, soy trece años menor que él y la política me había interesado muy poco hasta entonces. No obstante, poseía desde pequeño un marcado sentido de la justicia, lo que más de una vez hizo desesperar a mi madre. Pero nunca me afilié a ningún partido. Mi padre era judío, y como no podían celebrarse matrimonios entre miembros de distintas religiones, mi madre, nacida en el seno de una familia baptista de Dresde, se convirtió al judaísmo. Yo tenía apenas tres años cuando se separaron. Libraron una encarnizada lucha por mi tutela. Mi padrastro, por quien sentía gran afecto, era un famoso abogado defensor. Murió joven, y con su muerte se acabó nuestro bienestar. Mi madre pudo pagarme los estudios hasta cuarto de bachillerato, después tuve que abandonarlos. Al poco tiempo, mi abuela fue atropellada por un coche, y me marché a Dresde para cuidarla. A excepción de un tío político, en la familia de mi madre todos eran unos nazis empedernidos, dos de ellos desde principios de los años veinte. Eso no fue óbice para que me tuvieran cariño. También los vecinos siguieron siendo amables conmigo. Primero, porque me conocían desde que era un bebé; segundo, porque me consideraban una extranjera, para la cual no tenía ninguna importancia lo que ocurría en Alemania; y tercero, porque el barrio de mi abuela siempre había sido un bastión comunista bastante resistente a los nazis.
A mi regreso, mi madre logró colocarme como aprendiz administrativa en la fábrica de cerámicas Goldschneider. Allí aprendí cosas tan útiles como salir a buscarles el desayuno a los empleados, preparar té o café, limpiar el polvo de los muebles de la oficina y apilar viejos archivadores en el sótano. Si esto es todo lo que me van a enseñar, me dije, y dejé el trabajo sin pensarlo dos veces. Entonces mi madre intentó meterme en una escuela de comercio privada. El plan tardó un año en materializarse porque tuve que ocuparme de nuevo de la abuela de Dresde. En octubre de 1937 comencé por fin la escuela, pero el placer sólo duró seis meses.
La tarde del 11 de marzo de 1938, me había citado con un amigo en el café Börse. En alguna parte sonaba la radio, pero no hacíamos caso hasta que poco antes de las ocho fue interrumpida la programación. «Constato ante el mundo...» Era la retransmisión del último discurso del canciller Schuschnigg. Decía que había que ceder ante la violencia, evitar a toda costa que s$ derramara sangre alemana, que palabra de honor, deseo de mi corazón, Dios guarde a Austria. Salimos del café completamente anonadados. Habían cercado la Ringstrasse con rollos de alambre de espino. Esa misma noche acompañé a mi madre a la sala de baile del café Herrenhof, donde ella quería alertar a sus amigos judíos. Observamos cómo unos bomberos arrancaban las pancartas del Frente Patriótico, que llamaban al «Sí por Austria». En la esquina de la Schottengasse vimos acercarse a un hombre de pelo negro, con gafas y nariz prominente, y un nazi con brazalete se abalanzó sobre él: Cerdo judío, ahora te vas a enterar, y lo golpeó en la cara de modo que las gafas salieron volando. Entonces el del pelo negro agarró al agresor por la corbata, lo abofeteó a derecha e izquierda y le dijo sin alterarse: No soy judío, tampoco un cerdo judío, pero por la bofetada que quisiste darle a un judío aquí tienes estas dos de vuelta. Luego se agachó a recoger las gafas, se las puso y siguió su camino.
A la mañana siguiente fui a la escuela. Ante la entrada de la Rauhensteingasse, acordonada por miembros de la SA, se habían congregado algunos compañeros de clase. Decían que la escuela sería clausurada porque sus dueños, los hermanos Allina, eran judíos. Estuvimos allí una hora y media, sin saber qué hacer, luego nos marchamos cada uno a su casa. En el escaparate de la pastelería Lehmann, en el Graben, colgaba un cartel que decía: «Prohibida la entrada a judíos y perros». Un poco más adelante, vi a unos judíos arrodillados y, junto a ellos, a unos transeúntes que entre carcajadas los obligaban a quitar con cepillos de dientes la cruz pontezada, símbolo de los austrofascistas. Ese mismo día llamaron a la puerta de nuestro piso. Era de nuevo un tipo luciendo el brazalete con la esvástica, buscaba al cerdo judío Rosenfeld, es decir, a mi padrastro, a lo que mi madre respondió con una gélida sonrisa: Pues tendrá que ir al cementerio central, puerta cuatro, que es donde descansa desde el año treinta y uno.
En el piso de arriba vivía un remendón de alfombras, un tal Tesar. Hacía apenas unas semanas había proclamado en el colmado de enfrente que tenía los carnés de tres partidos -el de los socialdemócratas, el de los socialcristianos y el del entonces ilegal partido nazi-, de modo que estaba preparado para cualquier eventualidad; por lo que ahora podía dedicarse a aliviar a la familia Wassermann, vecinos del primero, de sus joyas, vajilla de plata y reloj de pared. Suerte que al cabo de cuatro días un hermano de mi madre, un soldado que había entrado con el ejército alemán, vino a alojarse en nuestra casa a los cuatro días, lo que impresionó mucho a los vecinos de la finca. El tío Alfred, como se llamaba, estaba consternado por los atropellos que, según él, (superaban en brutalidad cuanto había visto en Alemania. A ti no te pasará nada, le dijo a mi madre, pero Dagmar tiene padre judío. En el Reich, bajo la protección de la familia, estará por lo pronto más segura que aquí.
Cuando el tío Alfred abandonó Viena a bordo de su motocicleta, yo iba a su lado en el sidecar, camuflada con abrigo de militar y quepis. Durante dos años trabajé en Dresde, en una fábrica de textiles, sin que me molestaran. Después me forzaron a incorporarme a la Zeiss-Ikon, donde presté servicio en una sección integrada exclusivamente por judíos. Tenía que llevar la estrella de David y vivir en un piso compartido por judíos. Un funcionario de la Gestapo, que me iba detrás constantemente, me advirtió de que debía abstenerme de cualquier contacto con hombres, fueran judíos o arios. Hice oídos sordos_ Pero mi patrona, cuya hija era compañera mía de trabajo, me jugó una mala pasada. En un interrogatorio de la Gestapo reveló que yo había mantenido una conversación con mi madre desde una cabina telefónica, lo que por mi condición de semijudía me estaba estrictamente prohibido. En agosto de 1942 volví a comparecer ante la Gestapo. Me acompañó mi tío vestido con el uniforme de la Wehrmacht, y los funcionarios le aseguraron que sólo estaría detenida una semana. Pero la celda en las dependencias de la Gestapo se fue llenando, y ya no se habló de que fueran a ponerme en libertad. Una noche de septiembre vinieron a buscarme para que firmara mi orden de prisión preventiva. Fui a parar a la prisión de la Gestapo de Berlín-Alexanderplatz, luego a Ravensbrück. Tres días más tarde, salió de allí un gran convoy cargado de judíos.
Era un tren de pasajeros común y corriente, pero las puertas estaban selladas y en los extremos de cada vagón iban soldados de las SS. Atravesamos un paisaje plano, yermo y sombrío, y en una estación donde paramos a reponer agua se oyeron voces polacas en medio del crujir de las botas de los guardias, y, de pronto, dijeron la palabra, la palabra clave. No comprendí su significado hasta después de nuestra llegada, cuando, entre las cuatro y las cinco de la mañana, un pelotón de soldados con perros nos arreó hacia un recinto cercado con alambre de espino.
Nos hicieron formar frente a los SS, entre ellos uno que debía de medir dos metros y pico, y a sus espaldas se veían barracones, cabañas y un ir y venir de figuras espectrales con cabezas rapadas; un campo de hombres, pensé, nos han traído a un campo para hombres, y poco a poco empezaba a clarear, y poco a poco me iban abandonando las fuerzas, aguanta, dentro de nada nos harán romper filas, y entonces, en la grisalla del alba, emergía una montaña, casi tan alta como uno de esos barracones, una montaña de broza, qué raro, de dónde salía tanta rama seca, y la grisalla se iba disipando y vi entre la broza algo que se movía, sí, algo se está moviendo, digo susurrando, y a la muchacha que tengo a mi lado le tiemblan los labios, ¡calla!, y entonces veo la broza, las ramas, la montaña de cadáveres, cadáveres descarnados, nudosos, apilados, amontonados unos sobre otros, pero ahora estaban muertos, ya no se movía nada.
¡Moveros, vamos, vamos!, gritaban los SS cuando nuestro convoy entraba en la estación de la localidad, dieciséis meses después de la llegada de Rudi. Era de noche, noche cerrada, y todas las luces estaban apagadas. Nos hicieron caminar hacia el campo, y allí nos encerraron fuera del muro, en el edificio de la recepción, que aún estaba en obras. Hasta el amanecer no cruzamos el portón principal. Entrada al barracón, ducha, rapado, registro. Coger el uniforme, ponerse las chanclas de madera. La metamorfosis, dejar de ser enemigo del pueblo para convertirse en número. Pero sería falso pensar que enseguida nos dimos cuenta de la dimensión del horror. Y eso que no estábamos en la inopia. Sabíamos, por insinuaciones, lo que ocurría en los campos de concentración. Yo lo sabía desde el treinta y tres, cuando leí en la prensa austríaca que allí se hacía trabajar a las personas hasta que caían muertas, o sencillamente las mataban a palos, lo cual, en el lenguaje oficial se expresaba con el consabido «abatido en la fuga» (pero desconocía el deporte preferido de los SS, el de tirar la gorra). También sabía que los presos que trataban de escapar eran ahorcados (pero desconocía la práctica de dejarlos morir de hambre en el búnker, de pegarles un tiro en la nuca ante la pared negra o aplicarles el columpio Boger en los interrogatorios). Creo recordar, también, que durante la deportación oí hablar del exterminio de los judíos. Uno de los que venían en el convoy decía que Thomas Mann había hablado de ello en la radio norteamericana. Pero tal vez me falla la memoria, razón por la cual desconfío de ella: mezcla las experiencias propias con las ajenas, no respeta la sucesión cronológica de los hechos, no obedece a fechas sino a estaciones. En mi memoria, por ejemplo, aquel día que siempre recuerdo cuando pienso en Rudi Friemel, aparece como un típico día de Todos los Santos: frío y gris, con ramajes desnudos y esporádicos copos de nieve. Lo cierto es que el espanto inicial no fue excesivo. Tuvo que transcurrir algún tiempo para que me percatara de dónde me encontraba.
Los primeros días los pasamos en el barracón de cuarentena. Algunos presos políticos aprovechaban cualquier excusa para tomar contacto con nosotros. Fueron ellos quienes me dijeron por primera vez que había cámaras de gas. Me esperaba palizas, patadas, incluso la horca. Pero eso no. El segundo espantó lo senté cuando supe que las SS aplicaba inyecciones letales a los presos. Inyecciones de fenol. Pero Auschwitz no es sólo Auschwitz. El campo al que fui a parar, y en el que anteriormente había recalado Rudi Friemel, pertenecía al nivel I, según la denominación oficial. Quiere decir que, a diferencia de Birkenau, no era un campo de exterminio masivo. Con un poco de suerte y habilidad los llamados arios podíamos superar Auschwitz I. Además, éramos unos privilegiados porque se nos consideraba alemanes, y por tanto ocupábamos el rango más alto en el esquema de los nazis, por encima de los checos y los europeos occidentales, franceses y belgas, que a su vez tenían mayores posibilidades de supervivencia que los yugoslavos o los polacos, sin hablar de los rusos. Podíamos recibir cartas e incluso paquetes, entendíamos lo que bramaban los SS. Y nos beneficiaba el hecho de que el timbre de nuestras voces les recordara su propia infancia. Otro factor importante era la cohesión entre los presos políticos. A mi llegada, el movimiento de resistencia o grupo de combate Auschwitz, como lo llamábamos, estaba formado no sólo por polacos y austríacos sino por representantes de diferentes nacionalidades. Se reunían en el barracón cuatro, en un cuartucho situado bajo la escalera del sótano, donde se guardaban cubos, escobas y trapos. El solo hecho de que los presos políticos abordaran a alguien y le dijeran cómo tenía que comportarse podía salvar una vida humana. Cuando llegué a Auschwitz, yo era estudiante de derecho. Estando aún en el barracón de cuarentena, un diseñador gráfico me insistió en que no revelara mi condición de universitario ante la comisión encargada de asignarnos el comando o grupo de trabajo, me dijo que debía decir que era pintor. Y eso que en mi vida había tenido una brocha en la mano. Qué importa, dijo, lo aprendes enseguida, y si no, nadie se dará cuenta. De este modo me destinaron a un comando de los buenos. No tenía que trabajar al aire libre, me movía mucho y no tardé en agenciarme cuchillas de afeitar y carretes de hilo que podía canjear por calcetines o cubitos de margarina. Además, los SS me consideraban un trabajador cualificado, lo cual quería decir que mi vida valía más que la de la mayoría de los presos.
En un primer momento, Rudi Friemel no tuvo necesidad de mentir. Como mecánico de automóviles había salido bien parado. Tal vez trabajó desde un comienzo en el servicio de automoción de las SS. Su comando se encontraba fuera del campo propiamente dicho, detrás del cuarto del jefe de barracón. Era un barracón largo de madera con techo de chapa ondulada, situado en un recinto vallado, donde se realizaban las tareas de mantenimiento de camiones, turismos y motocicletas. En el otoño del cuarenta y cuatro, había allí incluso tanques ruinosos de la división «Juventudes Hitlerianas», perteneciente a las SS, que había que poner a punto para el combate. El servicio de automoción era un comando estupendo. Friemel hasta podía conducir, ponía en marcha los coches y los hacía rodar. Es muy posible que el jefe de su comando también fuera mecánico de automóviles. En tal caso habrían coincidido dos colegas, y el SS rápidamente se habría dado cuenta de que Friemel contaba con una excelente preparación. Lo habría respetado, sobre todo porque Friemel tenía personalidad, no era arrogante, pero tampoco se humillaba. Recuerdo que en una ocasión, un sargento primero de las SS, del comando de electricistas, que tenía una lancha anclada en el Sola, vino a verlo y le dijo: oye, que mi lancha no va. Échale un vistazo, que tú entiendes de motores. Y los dos bajaron al río, Rudi desmontó el motor y volvió a montarlo, y cuando lo hizo arrancar ambos soltaron un grito de júbilo que se oyó hasta muy lejos. Recuerdo también que me dio pan y ropa de mujer cuando me destinaron a Birkenau para poner números en los barracones y pintar consignas como: «Un piojo puede ser tu muerte» o «Sólo hay un camino hacia la libertad. Sus hitos son: dedicación, amor a la patria, limpieza, obediencia...». Rudi no era como otros privilegiados del campo, que almacenaban sus tesoros, ¡y ay de que les pidieras un favor! Era famoso, apreciado, toda una referencia. El Friemel es uno de los que siempre te echan una mano, decían. Una tarde de domingo, me regaló un puñado de medicamentos para un convoy de austríacos enfermos que acababan de llegar. ¡Medicamentos! Con tener una pastilla contra el dolor de cabeza ya pasabas por rico en el campo.
En la unidad de automoción la comida era mejor, seguramente podían conseguirla en la cocina de las SS. Friemel parecía bien alimentado, igual que Vesely, un chico campechano que allí se encargaba del trabajo administrativo; era una especie de adjunto de Friemel. Los dos eran considerados inseparables, y creo que Rudi se sentía de algún modo responsable del muchacho, que debía de recordarle sus años mozos. Digamos que Friemel tenía buen humor, era alegre y fuerte, además creía firmemente en la posibilidad de salir vivo de ese campo infernal. Un marxista convencido, con una firmeza moral absoluta, que no se afilió al PC por razones de conveniencia sino movido por una profunda convicción. No sé cuándo lo hizo. Probablemente en el cuarenta y uno, después de la invasión de la Unión Soviética. Es decir, no porque esperase sacar provecho. En cualquier caso, era comunista. Ernst Burger, a quien yo apreciaba mucho porque era un inteligente muchacho obrero, me habló de Friemel y de su trabajo y me dijo que desempeñaba una actividad importante y que les proporcionaba informaciones, porque podía escuchar la radio.
Más tarde, Friemel me contó cómo era el ambiente en su unidad. Tenían una relación bastante buena con los SS, que se había ido forjando con el tiempo. Decía que eran muy dados al alcohol. En una ocasión se quedaron sin nada qué beber y entonces -lo recuerdo como si me lo hubiera contado ayer- los presos ex delincuentes echaron mano del alcohol metílico que ellos mismos fabricaron a base de gasolina o petróleo. Como consecuencia, dos perdieron la vista y otros acabaron sus días de mala manera en la enfermería. Todo por la desmoralización, por la desesperación que cundió entre los alemanes tras la derrota de Stalingrado.
Cuando me trasladaron a Auschwitz, en agosto de 1942, él ya estaba allí. En Dachau, un compatriota me había dicho, escucha, en Auschwitz hay una persona que te puede orientar, se llama Ernst Burger. Me tocó de escribiente en la enfermería, donde encontré el nombre de Burger en el enorme archivo que había. Al cabo de unos días salí a buscarlo. Había enfermado de fiebre tifoidea, pero los enfermeros polacos le dieron de alta porque intuyeron que se produciría una selección, así que Burger ya se encontraba de vuelta en su barracón. Y allí fui a verlo, al barracón cuatro. Al comienzo no estaba en condiciones de hablar, pero luego dijo: Hay dos austríacos en quienes puedes confiar: Ludwig Vesely y Rudi Friemel. De vez en cuando pudimos conversar. Friemel dormía en un barracón donde había muchos franceses. Lo apreciaban. También entre los polacos era muy querido.
Friemel me infundió ánimo en un momento en que yo estaba completamente desesperado y a punto de tirarme contra la alambrada, porque no veía salida alguna. No lo hagas, dijo, aguanta. No nos dejes solos. A esa petición suya, que yo no quería rechazar, debo mi vida.
No conocí al tal Friemel, y tampoco hubiera querido conocerlo. Según todo lo que me contaron, era imperturbable, sereno, fuerte y rezumaba compañerismo por los cuatro costados. Decía que no había que desanimarse, que había que resistir, y realmente creía que eso era posible en este lugar del que yo no he salido nunca. Para que entiendas lo que quiero decir, te llevaré a la rampa. Es un privilegio, no lo olvides, un privilegio que debes a ese cariño loco que siento por ti. He hablado con el kapo, te ha puesto en la lista. A diferencia de mi, no has tenido que pagarlo caro, con favores y trueques indignos. Te voy a enseñar todo lo que tienes que saber. El calor reverberante y la sed infernal. La marcha con el cuerpo erguido por delante de los barracones, el trote por la carretera, la orden, ¡moveros!, la espera a la estrecha sombra del terraplén. El denso cordón militar, la vía férrea por encima de nosotros, los altos castaños a nuestro alrededor. Las motocicletas en las que llegan presurosos los oficiales, la cantina en la que matan el tiempo bebiendo agua mineral de la marca Apollinaris y pasándose de mano en mano las fotos de sus familias. La excitación creciente cuando divisamos el botín: los primeros vagones de carga que salen reptando de la curva, al fondo la locomotora con su silbido largo y penetrante y la espesa nube de vapor que exhala. Los rostros pálidos con ojos muy abiertos tras las ventanillas enrejadas. Los puños golpeando por dentro contra las tablas y los gritos pidiendo agua y aire. La descarga de la metralleta, breve y rasante sobre el techo de los vagones, que los silencia. El rechinar de las puertas corredizas, los empujones de los hacinados. La voz que les ordena coger su equipaje y depositarlo al pie de los vagones. Las angustiosas preguntas de los recién llegados, ahogadas entre sus resuellos, que dejamos sin respuesta o contestamos con otra pregunta: ¿De dónde venís? Las maletas, bolsas, mochilas, fardos, bultos, abrigos y chaquetas, que poco a poco van formando montañas. Los latigazos de los SS, sus maletines que engullen oro y joyas. Las pilas de pan, jamón, embutido, frascos de mermelada y verduras encurtidas que brillan al sol. El tumulto. Los débiles que trastabillan y son pisoteados. Los bolsos, billetes de banco, relojes. Los gritos de las mujeres, el llanto de los niños. El avergonzado silencio de los hombres. El coche de la Cruz Roja que pasa raudo con su carga de gas letal. Nuestro penoso trabajo de desocupar los vagones, de sacar de allí a niños, tullidos y ancianos muertos por asfixia o aplastados. La indiferencia con que cogemos a esos pequeños cadáveres por el cuello, el brazo o la pierna y los lanzamos afuera, sobre la rampa. La satisfacción de ver que nos damos buena maña. La rabia que nos asalta cuando, con el rabillo del ojo, observamos a una muchacha joven. La mujer que intuye lo que les espera a madres e hijos y corre hacia adelante con el único propósito de alejarse de los atronadores camiones, de su pequeña hija de mejillas regordetas que solloza e intenta seguirla con sus pasos menudos. Mamá, mamá. Tú o yo, que increpamos a la mujer. ¡Coge a tu hija! La mujer, que está sana y es hermosa. ¡No es mi hija! Tú o yo, que la tiramos al suelo y antes de que caiga la agarramos del pelo y la levantamos de un tirón. Mal bicho, abandonando a tu propia criatura. Tú o yo, que con insospechadas fuerzas la arrojamos sobre el camión, primero a ella, luego a la niña. Nuestro próximo acceso de rabia, provocado por una chica que salta del tercer vagón, lanza una mirada escrutadora a su alrededor y, apartándose la pesada cabellera negra de la frente, nos pregunta, a ti o a mí: ¿Oye, a dónde nos llevan? Su blusa adamascada, la falda que se alisa con la mano, el fino reloj de oro que lleva en la muñeca. Sus perspicaces ojos oscuros. Di algo. Tu silencio, o el mío, lleno de rabia. Su frase altiva: Ya lo sé. Y los pasos cimbreantes con que se dirige al camión, rechaza la mano que pretende detenerla y sube los escalones de un salto. Tú o yo, que nos quedamos mirándola. Las uñas pintadas de rojo entre su pelo alborotado por el viento en el vehículo que se aleja. Y otra vez agacharse y arrastrar cadáveres, y más cadáveres, y más piezas de equipaje. Niños que como perros extraviados corren sobre la rampa. Un hombre mayor vestido de frac y con brazalete que pide hablar con el comandante. Su cabeza que se estrella contra el suelo. Una muchacha con una sola pierna a la que traen cargada. Tú o yo, que la sostenemos por las manos y la pierna. Ay, caballeros, esto duele. Tú o yo, que la tiramos sobre los cadáveres, donde yace el hombre del frac. Otra niña, de dos o tres años, que al abrirse la puerta del séptimo vagón se asoma sacando demasiado el cuerpo, pierde el equilibrio y se va de bruces sobre la grava y, aturdida, permanece tumbada en el suelo durante unos instantes, luego se levanta y da vueltas y más vueltas a un ritmo cada vez más acelerado. Sus brazos que se agitan como alas, su boca que intenta tomar aire, sus gemidos monótonos. Un SS que le da una patada, la niña que se cae y él que le pone la bota encima para que se quede quieta en el suelo, saca su pistola y le pega dos tiros. El pataleo de las delgadas piernas que rascan la grava. El siguiente vagón, la espera, el siguiente convoy. La puesta de sol, el crepúsculo, las estrellas que rutilan, las estrellas que se apagan. La rabia que decrece, la ilusión del botín que nos corresponde. La orden de volver al campo. Nuestro kapo que embute en una tetera seda, oro y café, para los guardias del portón, para que nos dejen pasar sin registrarnos. Yo, que me he hecho unos zapatos de cuero; tú, que te has hecho con una camisa de seda. Yo, que llevo un salchichón en la manga izquierda; tú, que guardas las pastillas que cambiarás por dos limones y un cepillo de dientes usado, y que en algún momento irán a parar a manos de Friemel, que se las regalará a alguien mientras esté revisando los camiones que se necesitan para el siguiente convoy. Aquí no hay héroes, era sólo eso lo que quería enseñarte. Y entender yo mismo por qué lo odio tanto, a él, y a su mujer, y su boda aquí en Auschwitz.
Primero nos mudamos a Rotterdam, después a Amsterdam. Luego entraron los alemanes. Luego, una noche, nos marchamos, queríamos pasar clandestinamente a Inglaterra, pero el barco estaba sobrecargado y nos entró miedo. Cuando regresamos acosté al pequeño en la cama. A la mañana siguiente estaba muy contento y enseguida se puso a hablar de nuestra excursión a la costa y de la gente que quería huir y de la nave en la que al final no nos embarcamos. Entonces mi marido dijo que todo había sido un sueño, y él replicó que no, y yo también dije que había sido un sueño, y entonces se me quedó mirando y yo le sostuve la mirada, un sueño que no debes contar a nadie, y él sonrió y dijo, tienes razón, sólo ha sido un sueño. A nuestra peletería acudían muchos oficiales alemanes, y les daba igual que fuéramos judíos, lo importante para ellos era encontrar lo que buscaban: nutrias, astracanes, zorros plateados para sus mujeres y amantes, pero cuando comenzó la campaña de Rusia, mi marido tenía que suministrar al ejército alemán grandes remesas de chalecos de piel. Y fue el momento en que nos dijimos: ahora o nunca. Nuestra idea era llegar de alguna manera a España y tomar un barco hacia ultramar, porque mi cuñado había conseguido visados para Cuba. También había encontrado a un alemán que viajaba regularmente a Francia por encargo de la Wehrmacht y se había declarado dispuesto a llevarnos clandestinamente hasta París. No podíamos partir todos al mismo tiempo. Primero se fueron los hombres con mi hijo, al día siguiente nos marchamos las mujeres con los otros niños.
Mi hijo se echó a llorar cuando lo arranqué de sus sueños a las seis de la mañana. Llovía a cántaros y el tiempo apremiaba, entonces le puse en las manos nuestro enorme paraguas negro, y por fin dejó de llorar. Cruzamos la frontera belga en el maletero de un coche. En Bruselas nos subimos a un camión. El conductor nos escondió en el hueco situado detrás de la carga, donde había miles de cartones de cigarrillos. El viaje transcurrió sin incidentes. En París nos esperaba un joven. Juntos cogimos el tren hasta un pueblo a pocos kilómetros de la línea de demarcación. Nada más llegar, nuestro acompañante fue a buscar al conductor del autobús de correos que cubría el trayecto entre los dos sectores del país. Debíamos esperarlo en una fonda. Allí había una mujer que nos examinaba con la mirada y que en un momento dado se levantó y salió. Yo no intuía nada bueno, pero guardé silencio para no inquietar a los demás. Al fin y al cabo, qué podíamos hacer. Cuando al poco rato nuestro guía volvió con el conductor, nos marchamos inmediatamente, pero no llegamos muy lejos, pues en medio de la carretera topamos con un soldado alemán que nos paró y nos hizo bajar del vehículo.
Permanecimos varios días en la prisión preventiva de Angulema, mi marido y mi cuñado en el ala de los hombres, nosotras y mi hijo en una celda, junto con otras veinte mujeres que habían intentado cruzar la frontera. Nos condenaron a diez semanas de reclusión. Una vez cumplida la pena, nos condujeron a un campo. A mi hijo se lo había llevado a su casa la hermana del hombre que nos ayudó a escapar, supimos que lo dejó con un matrimonio de Marsella y que allí estaba bien cuidado, de modo que se me quitó un gran peso de encima. Después deportaron a todos los hombres aptos para el trabajo y, al poco tiempo, también a las mujeres, los ancianos y los niños. En el vagón íbamos apretujados como sardinas. Cada vez que el tren paraba suplicábamos que nos dieran agua. La noche del quinto día llegamos al lugar.
El tren se detuvo más allá de la estación. Entonces nos empujaron a palos hacia la luz cegadora. A las mujeres con niños se las llevaron en camiones. Yo me sentí enormemente afortunada de no tener a mi hijo conmigo. A los cuatro días de estar trabajando en el comando exterior deseé la muerte, pero en la noche del décimo día aún estaba con vida. Había logrado convencer a la decana del barracón y a un mayor de que se me daban bien los trabajos de oficina. Así que me enviaron a la secretaría. Más tarde fui transferida al Departamento Político, al Registro Civil número dos. El Registro Civil número uno, que tomaba constancia de los nacimientos y enlaces matrimoniales, se encontraba en la ciudad. Nuestro departamento consignaba exclusivamente las defunciones. Mi tarea consistía en copiar en un gran libro las partidas de defunción con la correspondiente y siempre ficticia causa de muerte. Hasta 1943, también los judíos fueron registrados de forma individual, todos salvo los asesinados en las cámaras de gas. Con cada convoy que llegaba de Francia se me hacía un nudo en la garganta, me atormentaba la idea de encontrar en la lista el nombre de la familia de Marsella que había acogido a mi hijo, pero un buen día recibí por fin su primera carta, mi hermano había conseguido llevárselo para Suiza. En nuestro barracón se hacían también los interrogatorios. Oía los gritos de los presos, luego los veía tirados en el suelo. El jefe del Departamento Político era por entonces el austríaco Maximilian Grabner. El Registro Civil lo dirigía Walter Quackernack, de Bielefeld, y su lugarteniente se llamaba Bernhard Kristan, natural de Kaliningrado.
Quackernack se daba aires de hombre distinguido; cuando se reunía el consejo de guerra, llevaba guantes blancos a juego con su elegante uniforme. Una vez observé desde la ventana de mi oficina cómo conducía a un grupo de niños a la cámara de gas. Cuando empujaban a las criaturas para hacerlos bajar de los camiones, se le acercó una niña rubia. Vi cómo levantaba la cara hacia él y le preguntaba algo sonriendo. Vi también cómo él le dio una contundente patada. La niña se fue al suelo y permaneció atontada durante unos instantes, luego se incorporó llorando. Yo también lloraba, hacía tiempo que no lloraba. A Kristan le encantaba matar. Siempre que regresaba de una ejecución estaba de buen humor. También le encantaban las plantas de las macetas que tenía en su oficina. Una vez lo vi hacerle mimos a un gatito, eso es todo lo bueno que puedo decir sobre él. Ambos, Quackernack y Kristan, se pusieron muy nerviosos cuando, en una ocasión, nos llegaron dos consultas sucesivas. La primera del Registro Civil de Oldenburg, que ponía en duda la veracidad de las estadísticas que se mandaban al exterior. «Parece imposible que un municipio del tamaño de Auschwitz registre una cifra tan alta de defunciones.» La segunda venía de alguna oficina estatal de Turingia, que también cuestionaba los datos. El funcionario de dicha oficina sospechaba que el Registro Civil de Auschwitz estuviera consignando de forma acumulativa los casos de defunción que habían tenido lugar desde la creación de tales registros en el año 1870. A partir de ese momento Quackernack se anticipó a cualquier reclamación dividiendo por 180 la cifra de muertos que indicaba en sus informes.
De aquel convoy de 521 niñas fui yo la última en ser tatuada, me grabaron el número 21946. Probablemente fue gracias a mi desparpajo que no salí directamente por la chimenea. Porque cuando pasaron lista a los integrantes del convoy faltaba mi nombre, y yo ni corta ni perezosa le dije al SS, si es así, mándeme de vuelta a casa. No lo hizo, claro, pero mi descaro debió de impresionarlo, porque después de permanecer un día entero en el comando exterior «Vivero» ordenó mi traslado de Birkenau a Auschwitz, al Registro Civil. Estaba ubicado en un barracón de madera, junto al crematorio, y mi tarea diaria consistía en trazar rayas con regla y tinta china en las partidas de defunción. Mi superior inmediato era el sargento primero Kristan, que parecía haber salido de una epopeya germana. Se enfurecía cuando veía judíos rubios de ojos azules, y más aún cuando se topaba con mestizos como yo, que le desmontábamos sus esquemas raciales. Kristan fue el primero que intentó golpearme. Ya tenía el brazo en alto, en ademán de descargar el archivador sobre mi cabeza, pero yo lo miré fijamente a los ojos, y él se quedó como petrificado. Nos sostuvimos mutuamente la mirada durante unos segundos, luego bajó el brazo. Más tarde, cuando trajeron a la española a la secretaría, antes de la boda, se deshizo en amabilidades.
Tuvimos que casarnos por el niño. Además, por la Iglesia, porque Franco había decretado obligatorio el matrimonio católico. Pero resulta que yo no estaba bautizada, de manera que para ahorrarme toda esa gaita dije que me habían bautizado en la Iglesia de la Virgen de la Paloma, quemada durante la guerra. ¡Bendita providencia!, exclamó el párroco de San Cayetano, al que habíamos presentado la solicitud, la iglesia ya no existe, pero gracias a la intercesión de la Santísima Virgen los anales de la parroquia han quedado intactos. Mi plan se fue al agua, y no tuve más remedio que prestarme a la farsa: bautizo, boda y de nuevo bautizo, porque Julián no podía seguir siendo un niño pagano. Al comienzo, vivíamos con mis suegros, luego heredamos y pudimos comprarnos un piso en la Colonia Moscardó, al otro lado del Manzanares. Ese mismo mes, julio del cuarenta y tres, Fernando logró colocarse como empleado de banco. Para entonces, yo ya me encargaba de los contactos entre la dirección del partido en Madrid y la ejecutiva en Francia. No porque tuviera especial interés en hacerlo. Había muchas otras personas con más caletre que yo. Pero tal como estaba la situación, no era sólo la inteligencia lo que contaba. Alguien tenía que hacerlo. Así que lo hice yo. A finales de julio, mi hermano nos mandó a ese chaval, Juan Ros, a quien yo conocía de mi época en Francia. El tres de agosto debía encontrarse con un enlace en El Retiro. Ese día yo tenía que llevarle un mensaje urgente a un compañero a la cárcel, un mensaje cifrado, claro; Fernando ya había salido para la oficina, entonces le dije a Juan, dejo al niño contigo, cuando te vayas llévaselo a la prima de Fernando. Eso quiso hacer, pero la prima no estaba en casa y él tenía que estar a las diez en punto en El Retiro, de modo que se lo llevó con él sin pensarlo dos veces. En el parque ya lo esperaba la policía. Si nuestro hijo no llega a estar a su lado, seguro que Juan hubiese disparado. Lo hubieran matado, pero antes habría hecho morder el polvo a uno que otro agente. Intentó ganar tiempo. Los envió tres veces a direcciones falsas, pero a la cuarta agarraron a Julián de una pierna e hicieron ademán de estrellarle la cabeza contra la pared. Entonces Juan les dio la información que querían. A mí me había dicho, si no estoy de vuelta a las cuatro, ya sabes lo que hay que hacer. La cuestión era que había traído una pila de octavillas. A las cuatro menos diez irrumpieron en el piso. No se tomaron la molestia de llamar al timbre. Cuando abrieron el armario, la pila entera se les vino encima.
A ver, Marina ¿qué es esto?
Ni idea. Es de nuestro huésped. Yo no meto las narices en cosas ajenas.
No lograron sacarme más. No sé nada, dije una y otra vez.
¿Realmente eres tan imbécil?
Sí, soy imbécil.
Tenía claro que, en cuanto hablara, estaba perdida. Callar y hacerme la tonta. Total, no sabían nada de mí. Estaba casada con el hombre que tengo aquí al lado, y mis suegros eran gente honrada, simples trabajadores que no tenían cuentas pendientes con la justicia. Contra Fernando tampoco pesaba nada. Y eso que tenían una foto suya tomada en la calle, en la que estaba de perfil, con bigotón, y parecía manco. Me preguntaron quién era ese tullido, no lo he visto en mi vida, respondí, quizá un amigo de mi marido. Luego tuvimos la suerte de que el guardia de los sótanos de la Dirección General de Seguridad era un comunista encubierto. Fue a la celda de Fernando y le dijo, toma, hermano, te sentará bien, y en cuanto Fernando abre el bocadillo se encuentra con un trozo de papel y un cachito de lápiz. Gracias a ese camarada pudimos acordar nuestras declaraciones. Yo le escribí a Fernando que no había confesado nada, y sabiéndolo él no cayó en las trampas de esos gilipollas que se creían muy astutos, pero se enredaron en su propia astucia. Hoy me río de todo eso. Pero en aquel momento temblaba de miedo. El que diga que no tenía miedo en los interrogatorios, miente. Incluso Fernando, que nunca confiesa nada, dice que sudó sangre, y no poca. Era absolutamente horroroso. Peor que el miedo.
Al chaval aquel, Juan Ros, lo ejecutaron. Un viernes santo, buenos católicos que eran. Tenía sólo veinte años. En el juzgado volví a verlo. Su cara estaba desfigurada por las torturas, apenas lo reconocí. Me pidió perdón. No hay nada que perdonar, hijo. No hiciste nada malo. No podías hacer desaparecer a Julián por arte de magia.
El fiscal pidió también para mí la pena máxima, la aplicación del artículo 38 ó 238, es decir, el fusilamiento. La madre de Fernando, que hasta ese momento evitaba a los curas como a la peste, corrió a la iglesia y activó la máquina de las oraciones. A Fernando y a mí nos cayeron seis años. Seis años y un día, para ser exactos. A su madre el propio Jesucristo le había asegurado que no nos ejecutarían. Una vez vino a visitarme a la cárcel y me dijo: No te preocupes, no os pasará nada, le he preguntado al Jesús de Medinaceli y ha dicho que no con la cabeza. La pobre se lo creía a pie juntillas. Un ejemplo claro de lo que puede hacer la sugestión en una persona.
Tampoco en prisión me amilané. En Ventas, en Segovia, en Soria, siempre hubo ocasión de darles guerra a las carceleras. Éramos una buena pandilla: Julia, Nieves, Lolita, la Peque, que se escapó de Segovia. La soga con que trepó la tapia se la liamos con las cuerdas que pedimos a nuestros parientes diciendo que eran para saltar la cuerda. La Peque se fugó una noche a las nueve, mientras la directora de la prisión aporreaba el piano y el personal dormitaba. Luego, en el recuento antes del descanso nocturno, ella ya estaba a mil leguas. Las carceleras se pusieron hechas unas auténticas furias. ¡Se ha escapado una roja! ¡Matadla si la encontráis! Al cabo de un tiempo la cogieron y la fusilaron. Corría el año 1945. Su nombre era Asunción Cano.
A Fernando lo pusieron en libertad en marzo del cuarenta y siete. A mí me retuvieron un año más, por mala conducta. No era para menos, pues me metieron en la celda de castigo nueve veces. Fui la primera en tirarles el plato a los pies. La bazofia que nos daban estaba llena de gusanos. Hubo una huelga de hambre, y la repetimos en protesta por los golpes que recibíamos. Al comienzo, las carceleras todavía nos obligaban a saludar con el brazo en alto. Y montaban un cirio cuando sentían el olor del anís que echábamos en los botijos, sólo unas gotas, para que el agua no supiera tanto a barro.
A la primera carta de Marga, en la que me abría su corazón, respondí con cuatro frases. Julián está sano y fuerte, no nos podemos quejar. Los padres de Fernando están bien. Cómo te va a ti, qué es de la vida de Edi. Te abraza tu hermana Marina. No podía decirle más cosas, de lo contrario las carceleras me hubiesen roto la postal en mil pedazos y prohibido las visitas; además, no quería involucrar a mis suegros en este asunto, que va tenían bastantes preocupaciones. Marga tampoco podía escribir como hubiese querido. A veces nos llegaban cartas en las que la censura había eliminado párrafos enteros. Estaban llenas de tachaduras, y uno a duras penas podía intuir el contenido. Mi hermana estaba muy infeliz. Claro, lo pasaba mal, pero ¿quién no en aquella época? A ella al menos le permitían tener a su hijo consigo. A mí no. Una madre sin su hijo es lo peor. Es un dolor que no se puede soportar. Cállate, Fernando, un hombre no entiende de estas cosas. Tuve que resignarme, qué le iba a hacer. Julián le decía a su abuela mamá, y cuando me soltaron tenía casi siete años y ya no me conocía.
En algún momento mandó la foto de la boda. Ambos salen muy bien. Una pareja más guapa que en el cine. Margarita pone cara triste, llena de pesar, pero él está sonriente. Con la foto llegó también el libro, una novela de Pereda, Peñas arriba. Fue el regalo que me hizo Rudi, y me lo dedicó: «Para mi cuñadita Marina». No tengo idea de cómo Margarita logró sacar el libro de Auschwitz. Por entonces era muy delgada, tal vez lo sacó de matute, bajo la blusa. En Segovia lo leí una docena de veces, no por la historia, en la que para mi gusto hay demasiado incienso y naturaleza, sino por él. Por ti, Rudi. Te juro que jamás estuve enamorada, pero tampoco te olvidé nunca. Fernando... no era nada del otro jueves, quiero decir en cuanto al físico. Pero cuando me di cuenta de que era más bueno que el pan, me dejó de importar su aspecto.
Tu libro. Años más tarde, un día Julián trajo casa a un amigo que lo cogió y dijo, siempre he querido leerlo, ¿me lo dejas? Y claro, nunca lo devolvió.
En Kirchheim/Teck, una pulcra ciudad de la industriosa Suabia, Margarita Ferrer dejó pocas huellas. Estuve allí, me di una vuelta por sus calles, pedí en el ayuntamiento un plano y un folleto que invitaba a un recorrido por el pasado, con veintitrés estaciones y la iglesia de San Martín como punto de partida y llegada. La residencia Wächter queda fuera de la ruta recomendada, en la Schlierbacher Strasse, que lleva a la Wangerhalde y continúa en dirección a Göppingen. El edificio, de tres plantas, utilizado desde 1894 como casa de acogida para solteras embarazadas, fue rehabilitado y ampliado en 1961. Desde principios de los años treinta la residencia también servía de estación de maternidad para mujeres procedentes de la ciudad y sus alrededores. Hoy en día la actividad principal se centra en el cuidado de ancianos y la asistencia a los jóvenes. Tengo la impresión de reconocer a Margarita en una foto del folleto «Centenario de la Fundación Wächterheim», en el capítulo dedicado a la época de 1933 a 1945. El pie de foto indica que se trata de un día de la madre. La toma muestra un corro de niños (las niñas llevan coronas de flores en el pelo), dos religiosas de la orden de las diaconisas de Schwäbisch-Hall con cofia y delantal, y seis madres o ayudantes. La que está en el medio, de pelo corto, blusa a cuadros y cara sonriente, tiene que ser ella. También el niño que lleva en brazos parece sonreír. Tiene el mentón muy marcado. Creo que es Edi.
La madre superiora, es decir, la directora de la residencia, era por entonces la hermana Berta Wurst, una mujer al parecer tenaz y voluntariosa, que libraba su pequeña lucha personal contra las autoridades nacionalsocialistas debido a la prohibición de realizar bautismos en el centro. A Margarita no le supuso ningún apoyo. En el contiguo Ziegelwasen, un barrio donde se prohíbe el estacionamiento de roulottes, se encuentra la charcutería-colmado Kübler. ¿Existiría ya en aquella época? Si así fuera, ¿sería ése el lugar donde Margarita trabajaba desde las siete de la mañana hasta las once de la noche? Supongo que el sueldo que le correspondía le sería confiscado por la residencia Wächter, en pago del alojamiento y manutención de Edi, y que ella estaría siempre en deuda.
El archivo municipal está ubicado en la llamada área de Freihof. Allí se conservan el formulario de inscripción de Margarita y su certificado de residencia. Nombre: Friemel, estado civil: casada, nacionalidad: española. Pero en la cédula de empadronamiento se hace referencia a un escrito de la oficina municipal de la beneficencia de Stuttgart, según el cual era ciudadana alemana. La misma justifica esta circunstancia señalando que el 26 de agosto de 1941 la señora Margarete Friemel recibió, de manos de la Delegación en el Extranjero, sucursal de Stuttgart, un carné de repatriación verde, documento que sólo se otorgaba a ciudadanos alemanes.
Por lo tanto, para esas fechas Margarita y Edi habían llegado a Stuttgart. Según el formulario de inscripción, estuvieron alojados en la residencia para repatriados de dicha ciudad, ubicada en el Hotel Central, Schlossgasse 16, antes de que el 6 de octubre fueran trasladados a la residencia Wächter de Kirchheim. Ese día, el periódico local Der Teckbote informaba sobre el desarrollo favorable de las operaciones de ataque, con más de 12.000 prisioneros en el sur de Ucrania, 476 aviones derribados y la pérdida de 56.000 toneladas de registro bruto para Inglaterra; sobre el enfervorizado discurso del Führer y la creación de la Cruz Alemana del Mérito de Guerra por éste; sobre el sentido histórico de los acontecimientos del momento del que hablaba el jefe del distrito, Gross; sobre un obrero de Linsenhofen que había ganado 500 marcos en la lotería Kirchner, y sobre la apretada pero merecida victoria del VFB Kirchheim obtenida en Nürtingen. Dos años después, el lunes 3 de mayo de 1943, el Teckbote tenía menos páginas y usaba un tono más discreto. Minero nombrado «pionero del trabajo», rechazo de todos los ataques bolcheviques, condecoración de un valiente sargento primero de la Wehrmacht, terremoto en el suroeste de Alemania.
El seísmo nocturno, que alcanzó en el Schwäbische Alb el grado siete en la escala de Mercalli, tuvo repercusiones en toda la región de Württemberg y Baden. Se pararon los relojes, se corrieron camas y armarios, se abrieron las puertas, los floreros se cayeron de las mesas, y en los establos el ganado no paraba de bramar. Pero incluso si el epicentro del temblor se hubiera situado bajo la misma residencia Wächter, Margarita no habría valorado el suceso sino como parte de una catástrofe mayor; su horror era de otra índole. Ese 3 de mayo de 1943 abandonó la ciudad con Edi. Según la cédula de empadronamiento, su próximo paradero fue Viena, Ernst-Ludwig-Gasse 10, distrito décimo.
Eso es todo lo que figura sobre ella en Kirchheim/Teck. La desesperación no consta en los expedientes.
Yo conocía a Rudi desde antes de haberlo visto por primera vez. Existía un grueso expediente secreto sobre él, del que se desprendía que luchó al lado de los revolucionarios en la guerra de España, y que allí había contraído matrimonio. La boda no fue reconocida por las autoridades, y él puso todo su empeño en conseguir que le permitieran casarse de nuevo con su mujer. Con este propósito se presentó reiteradas veces ante el jefe del Departamento Político, luego también ante Quackernack o Kristan. Ninguno de los dos permaneció ajeno a su carácter cautivador. Para nosotras siempre tuvo una cálida sonrisa, y cuando no había ningún SS en el despacho, preguntaba si necesitábamos algo, medias o betún o una pastilla de jabón.
Una amiga mía trabajaba en la oficina de censura, y de cuando en cuando tenía la oportunidad de leer las cartas que le escribía a su española. Podía citar de memoria párrafos enteros. Nosotras participábamos de su amor, y al poco quedamos también enamoradas. Rudi luchaba por asegurarse la confianza de su mujer, quizá era eso lo que nos conmovía en medio de tanta muerte y de las ya inabarcables listas de difuntos, convencidas como estábamos de que tampoco nosotras, las escribientes de la muerte, sobreviviríamos. Lo teníamos claro, no hacía falta que Kristan y los demás nos lo repitieran: Aquí en el mejor de los casos os moriréis de viejas. Pero si salís vivas, nadie os creerá.
Las cartas de Rudi permitían deducir que la española estaba muy desalentada y había decidido volver a su país. Él tenía miedo de perderlos para siempre, a ella y a su hijo, por eso trataba de disuadirla y le prometía «la realización de tu sueño de verano de Sillingy». Cuál sería ese sueño, nos preguntábamos, sueño de una tibia noche francesa al borde de un prado, en la explanada del campo, rumor de hojas, canto de grillos, suave aroma a heno o a carne quemada. Abajo, en el valle, titilan las luces de la población, los focos de las torres que inundan los sótanos de la Comandancia. O sueño de una noche de verano en la habitación de la plaza del mercado, con el leve barullo en la ventana de enfrente, las risas claras y esporádicas, la cortina que se abomba, el crujir de ropa en la oscuridad, y el sueño de la mano que se posa en mi garganta y del que me despierto sobresaltada y bañada en sudor, gemidos, suspiros y llantos en las literas a mi alrededor y una profunda sensación de amparo que nos hace creer que los sueños se cumplen.
No nos cansábamos. Ni de los sueños, ni de las preocupaciones, ni de las expresiones cariñosas. ¡Mi pobre y valiente mujer! ¡Mi querida española! ¡Mi querida y entrañable Marga! ¡Dulce amor mío! Qué hermosa será nuestra vida. No te desesperes, ten paciencia, estoy orgulloso de ti y de Eduardito, que se me parece, aunque tiene tus ojos y en su mirada, el reflejo de su soleado país (se refiere a una foto del niño que ella le envió y que no vimos). Sé que quieres salir de este trance, y me llena de tristeza que quieras marcharte con él, tan lejos de mí. Sólo puedo decirte: sigue firme y lucha conmigo por nuestro futuro común. Es el tramo más duro del camino, pero es el último para alcanzar la meta.
Sigue firme, repetíamos en pensamientos, no vuelvas a España, os quiero infinitamente, Marga, créele, y nuestro reencuentro será una fiesta sin igual; tienes que aguantar, por mucho que te cueste.
Tantos abrazos, tanta añoranza, tan bellos y grandes ojos negros. Miles de besos.
No me explico cómo Margarita Ferrer pudo conseguir ese carné de repatriado verde. Quizá no era tan desvalida como parecía. Quizá se debió al error de una secretaria y al descuido de su superior que firmó el documento distraídamente. Pues Margarita no poseía ningún justificante. En la petición que Friemel presentó ante la Oficina Central de Seguridad del Reich, con fecha de 29 de septiembre de 1942, afirma que se casó con ella en enero del treinta y nueve, pero que el matrimonio, como tantos otros, fue declarado nulo por el nuevo Gobierno español y que el único documento matrimonial, una certificación de la autoridad militar de la región, se extravió en el transcurso de los acontecimientos posteriores. Declara también que no quiso casarse en Francia, sino en su país, al que había regresado voluntariamente con su mujer y su hijo en cuanto se le brindó la primera oportunidad. Y alega, como motivo perentorio de su solicitud, que, si la actual situación perdura, Margarita volverá a España con su hijo común, cosa que lo privaría a él de la posibilidad de educarlo en su patria y legalizar la situación familiar. «Si en virtud del matrimonio obtuviese la nacionalidad alemana, mi mujer podría viajar a Viena, vivir en casa de mis padres y ponerse a trabajar para ganarse el sustento y mantener al niño hasta que yo me haga cargo de ellos.»
Ya con anterioridad, Clemens Friemel había tratado de conseguir un certificado de aquella boda que nunca tuvo lugar. A tal efecto se dirigió al gobernador de Viena, quien, a fin de esclarecer la cuestión de la nacionalidad de Margarita, ordenó al jefe del distrito de Nürtingen instar a la susodicha a enviar lo antes posible la partida de matrimonio. El jefe del distrito de Nürtingen transmitió la orden al alcalde de Kirchheim/Teck, quien remitió la misma a la oficina municipal de certificaciones, la cual elevó instancia a la oficina de la beneficencia de Stuttgart. Ésta consultó al Departamento para los Alemanes procedentes del Extranjero, que finalmente dio por válida la declaración de Margarita certificando que mediante su enlace matrimonial celebrado en el año 1939 la señora Friemel obtuvo la nacionalidad alemana, y que la Delegación del NSDAP en el Extranjero, sucursal de Stuttgart, le expidió el carné verde de repatriada número 14779. A continuación, el 28 de agosto de 1942, el alcalde de Kirchheim/Teck comunicó al jefe del distrito de Nürtingen que la señora Friemel no podía aportar la partida de matrimonio, dado que éste no había sido reconocido por el Gobierno español, y rogaba dar por concluido el asunto.
Y así se hizo. Pues el 16 de diciembre de 1942 Friemel presentó una segunda petición, en la que volvía a manifestar su temor de perder a mujer e hijo. Argüía que, en carta del 10 de diciembre, Margarita le había pedido su consentimiento para regresar a España, añadiendo que él no tenía el derecho ni la posibilidad de negárselo. Encontrándose en una situación tan desesperada, Friemel ruega que su petición del 29 de septiembre sea resuelta favorablemente, o que al menos se le notifique la decisión que se haya adoptado al respecto. Él, por su parte, intentará convencer a su mujer para que aplace su propósito hasta el momento en que se le comunique la resolución.
En la primavera de 1943 debió de producirse una decisión positiva o al menos alentadora, porque en la carta que envió a su padre el 3 de marzo Friemel decía que el asunto había adelantado mucho, «como puedes ver en la nota que adjunto para Marga». Tal nota no se conserva, por lo que sólo puede suponerse que la Oficina Central de Seguridad del Reich autorizó el traslado de Margarita a Viena y reclamó la presentación de varios documentos para poder tramitar la solicitud. Por otra parte, Friemel trató de anticiparse a las posibles objeciones de su padre y su madrastra (Clemens Friemel se había casado en segundas nupcias dos años antes) asegurándoles que la estancia de Marga en Viena no supondría para ellos ninguna carga económica, porque en la ciudad hacía falta mano de obra. «La principal preocupación sigue siendo el niño y la vivienda. ¿Dónde se quedaría el pequeño en caso de que Marga trabajara en la empresa? Si se quedara en un hogar, ¿podría ella verlo todos los días o incluso llevárselo a casa? En cuanto al piso, ¿qué posibilidades hay?»
Parece que su padre tenía sus reservas. En un esbozo biográfico que Margarita redactó décadas después mencionaba una carta en la que Clemens Friemel le daba a entender que no debía ir a Viena porque no había alojamiento. Ella rompió la carta, envió un telegrama en el que le comunicaba la hora de su llegada, y cogió el siguiente tren. Encontró rápidamente trabajo en la industria armamentista, pero el problema de la vivienda seguía sin resolverse hasta que la señora Vesely se compadeció de ella. En una carta del 11 de septiembre de 1943, Ludwig le pedía a su madre que acogiera a Margarita y al niño en su casa y le explicaba que él y Rudi eran buenos amigos. «Trabajamos juntos, dormimos en la misma habitación, lo compartimos todo; en una palabra, somos compañeros como sólo existen en el frente o donde se sufren penalidades.»
La cuestión se prolongó medio año más. Tanto las cartas a Marga como las que dirigió a la Oficina Central de Seguridad del Reich demuestran que Friemel refrenó sus emociones. Tengo la impresión de que sopesaba cada palabra antes de ponerla sobre el papel. No intentó congraciarse con las autoridades, ni hacer concesiones a los usos que los nazis habían establecido para la corres pondencia. Sólo ante su padre dejaba entrever en ocasiones que estaba a punto de perder los nervios. En una carta sin fecha, presumiblemente de diciembre de 1943, escribió que volvería a entrevistarse con el comandante del campo. «Si no hay resultado, para mí se habrá acabado todo. Sólo lamento que M. haya sufrido en vano.» Cinco semanas después llegó la ansiada autorización. Pero su solicitud de viajar a Viena con motivo de la boda fue denegada. El 6 de marzo de 1944, el funcionario suplente del Registro Civil Kristan escribió a Clemens Friemel: «Según notificación del campo de concentración de Auschwitz, la Oficina Central de Seguridad del Reich en Berlín ha dado autorización para que usted y su hijo Klemens asistan a la boda en calidad de testigos. A fin de que disponga del tiempo necesario para realizar los preparativos, y previo acuerdo con su hijo, he aplazado la boda para el 18 de marzo de 1944. Le ruego puntualidad. Su hijo Klemens y la señora Ferrer y Rey han sido avisados por mí y el campo de concentración de Auschwitz, respectivamente».
Mi madre no me contó nada. Pero por conversaciones que mantuvo con vecinos y amigos supe que estaba preso. En un campo cuyo nombre en casa nunca se mencionó. Tampoco era necesario; yo sabía a qué bando pertenecíamos. En las juventudes Hitlerianas, por ejemplo, nunca estuve. Mi madre no lo permitió. En una ocasión llegó una carta en la que me amenazaban con tomar represalias si no me presentaba en el plazo de una semana. Así que me presenté. Nada más llegar se abalanzaron sobre mí y me propinaron una paliza. Entonces me dije, ¡que se vayan a la porra! ¡Aquí no se me ha perdido nada!
Mi madre no simpatizaba en absoluto con los nazis, al contrario. No perdía ocasión de escuchar emisoras extranjeras y de soltar comentarios mordaces durante las arengas de los gerifaltes del partido. Mi tío Klemens era el único de la familia Friemel con quien seguía manteniendo algún contacto esporádico. Vivía con una mujer que tenía una hija de otro, la Reli. De niño iba a menudo a su casa, que quedaba en una calle transversal de la Erdberger Strasse, tenían un receptor de galena, y siempre fueron muy amables conmigo. Klemens, con sus bromas, conseguía distraer a mi madre cuando se encolerizaba contra mi abuelo. Luego enfermó gravemente. En su juventud había practicado el boxeo, y de ahí le venía una lesión en un pie que le duró muchos años. Debido a la cojera no fue enrolado en la Wehrmacht. Trabajaba en correos. En realidad, sólo conocí su lado guasón y charlatán. No recuerdo haberle oído opiniones políticas. Seguramente la casa paterna lo había marcado, es decir, era socialdemócrata, aunque no tan militante como los demás hombres de la familia. Quizá fue él quien le dijo a mi madre lo de la boda. Porque saberlo lo supo.
Rudi Friemel se casa.
Me quedé boquiabierto.
Sí, se casará con una española con la que ya tiene un hijo.
Casarse en el campo. Donde todos mueren.
Será en el barracón veinticuatro, no habrá boda a distancia. Su mujer vendrá expresamente para el matrimonio y un funcionario del registro civil oficiará la boda. Ella se quedará un día en el campo. Así, el niño tendrá también un padre.
Tener un padre legítimo era entonces algo extremadamente importante.
Y todavía oí decir: Le haremos un regalo de boda. Le bordaremos una camisa blanca.
Un día dijeron: Va a venir una española a casarse con Rudi Friemel. Y al poco tiempo la vimos llegar, acompañada por un SS. Era como uno se imagina a una auténtica española: cara delgada, ojos negros, cabello negro.
Vestía traje oscuro y blusa blanca. En la cabeza llevaba un pequeño sombrero blanco con florecitas. Alguien le ofreció una silla, pero se quedó de pie. Estaba turbada y nerviosa, y no pronunciaba palabra. Probablemente le habían insistido en que no hablara con nosotros. Supongo que la llevaron a la secretaría porque allí apenas se palpaba el día a día del campo. No así en los cuartos de los interrogatorios.
Luego llegó Friemel, venía del campo de los hombres. Iba vestido para la ocasión, traje, zapatos y corbata, todo del guardarropa de los SS. No se abrazaron. Ambos estaban azorados y no sabían muy bien dónde ponerse. Incluso Quackernack parecía cohibido; para disimular su inseguridad empezó a meter prisa. Vámonos, vámonos.
Sólo ahora me entero de que el hermano de Friemel, su padre y el niño asistieron a la boda. De todos modos, en la secretaría no los vi. Es posible que esperaran en la ciudad o fuera, frente al barracón. Por otra parte, no puedo imaginarme que hayan dejado a una familia entera esperando ahí. Tal vez esperaron ante la cerca, al lado de la villa del comandante.
Como secretario en las dependencias de las SS tenía un salvoconducto que me permitía entrar en el campo sin ser acompañado por un vigilante. Llevaba siempre un maletín lleno de papeles para impresionar a los guardias si me registraban. También lo llevaba aquel día. Hacía un espléndido tiempo primaveral, muy acorde con la ocasión. Sabía que era la fecha de la boda, pero no pensaba en ello, de modo que al franquear el portón en algún momento del día, no sé cuándo exactamente, noté que el campo estaba bastante vacío, y entonces vi a una mujer con un niño y pensé: éstos tienen que ser. No dije nada, pues la acompañaba un SS. Tal vez le susurré algo. Felicidades. Y le acaricié la cabeza al chico, de eso estoy totalmente seguro.
No fue Quackernack, quien acababa de ser trasladado, sino Kristan el que los casó. Se encargó de que Rudi pudiera llegar antes que sus familiares. Estábamos excitadísimas, como si nosotras mismas fuéramos a casarnos, y nos agolpamos en las ventanas para ver a los novios cogidos del brazo marchar hacia la salida, seguidos del padre y el hermano del novio y con el niño en el medio. Detrás iban Kristan y un SS. En el Registro Civil de la ciudad de Auschwitz volvió a celebrarse la boda de acuerdo con la ley alemana. Poco después, la comitiva regresó a nuestra sección. Mientras el padre y el hermano se despedían, Kristan mandó al jefe de la oficina a buscar al director de la banda de los presos para que tocara en honor de los recién casados. Pero como previamente no se había solicitado permiso al jefe del campo, el concierto no tuvo lugar.
Tres equivocaciones. La primera: el que se casó era un español. Había defendido Madrid, luego huyó a Francia y allí se echó una novia francesa a la que dejó preñada. Luego lo cogieron los alemanes y lo trajeron aquí. Cuando el niño fue un poco mayor y el español seguía en el campo, la mujer empezó a dar la lata exigiendo el matrimonio. Entonces se dirigió una petición al mismísimo Himmler, comandante supremo de las SS, que se escandalizó: ¡Semejante desorden en la nueva Europa! ¡Que se casen de inmediato! La segunda: a la francesa la llevaron enseguida al campo, con el niño, mientras que a él le arrancaron el uniforme de presidiario. Le enfundaron un traje planchado por el propio kapo en la lavandería, le ataron al cuello una corbata a juego con el atuendo, y ya podía comenzar la boda. La tercera: la orquesta sí tocó para los novios, después de la ceremonia, cuando los llevaron al servicio de identificación para que les tomaran las fotos, ella con un ramo de jacinto y el niño en brazos, él muy orgulloso, sacando pecho. Detrás de la pareja iba la banda tocando a todo timbal, sin dejarse intimidar por el SS que gritaba como un energúmeno desde la cocina: ¡En lugar de pelar patatas se ponen a tocar en horas de trabajo! ¿Y mi sopa, qué? ¡Me las vais a pagar! Sus compinches intentaban apaciguarlo: ¿Pero no sabes que es una orden de Berlín? No pasa nada si por una vez el caldo se sirve sin patatas. Hechas las fotos, los recién casados pudieron retirarse al burdel que había sido desalojado por una noche. Al día siguiente, a la francesa la devolvieron a Francia, y el español volvió a currar en su comando con la chaqueta raída. Y todos andaban muy ufanos, tiesos como si se hubieran tragado un bastón: Ya veis, aquí en Auschwitz uno hasta se puede casar.
El burdel estaba ubicado en el barracón veinticuatro, en la primera planta. Constaba de dieciocho celdas en las que doce alemanas y seis polacas prestaban sus servicios. La mayoría de ellas llevaban el triángulo negro, es decir, habían trabajado como prostitutas antes de ingresar en el campo. Pero también había mujeres que se ofrecieron por mera desesperación. La comida era mejor, y por la noche los hombres traían regalos. Hubo una chica de diecisiete años que suplicó al jefe del campo de mujeres de Birkenau, el capitán Hössler, que la enviara al burdel. Le dijo que nunca se había acostado con un hombre, pero que estaba firmemente decidida a hacerlo para salvar su vida. Hössler, conmovido de su propia compasión, mandó trasladarla a una unidad mejor. También se dio el caso de un polaco que, volviendo una tarde del trabajo, vio a su propia mujer en la ventana del burdel. Hasta ese momento ni siquiera sabía que ella se encontraba en el campo.
Los presos políticos tenían a deshonra ir al burdel. Hacía falta un cupón que se entregaba en la puerta. Esos cupones los kapos sólo se los concedían a quienes les conseguían algún género. En la sala de recepción había un SS del servicio de sanidad que se encargaba de aplicar una inyección a los clientes. Éstos disponían de un cuarto de hora. Yo sabía qué aspecto tenía el lugar porque mi unidad había pintado las habitaciones en el otoño del cuarenta y tres. Uno de los presos, un judío de origen holandés con grandes dotes de artista, dibujó en las paredes por orden del comandante mujeres desnudas o semidesnudas, quiero decir, lo que los nazis consideraban erótico. Supongo que los SS se divirtieron de lo lindo con la ocurrencia de alojar a los novios en el burdel. A nosotros esto no nos causó vergüenza, al contrario, la boda fue como un baño de normalidad, de una normalidad que hacía tiempo habíamos perdido. La tomamos como una victoria patriótica, un acto de autoafirmación, incluso una tardía reparación moral de nuestras derrotas. No pensamos en lo apabullante que debía de ser todo aquello para nuestros compañeros polacos.
¡A vuestra salud, Rudi!
De repente todo había cambiado. Estábamos sentados en el sótano del guardarropa, habíamos tapado la ventana y cerrado con llave la puerta del barracón. Había comida, había bebida. Hasta me fumé un cigarrillo. Le brillaban los ojos. También Ludwig tenía el gesto radiante. ¿Cómo fue, Rudi? ¡Cuenta ya, desde el principio y punto por punto!
Hasta que la muerte os separe.
Pero aquella noche la muerte estaba muy lejos. Yo nunca había contemplado la posibilidad de una fuga. Quien huye pone en peligro a los que se quedan. Sin embargo, cuando Ernst Burger y yo nos dirigíamos hacia nuestro barracón, la decisión estaba tomada. Nos fugaríamos porque ahora sabíamos que estábamos vivos. La boda era la prueba irrefutable de nuestra existencia.
3
EL SILENCIO
Piensa en ello a veces, diariamente, cada minuto, cada vez menos, aún dentro de cuarenta años. Luego vuelve a recordar cosas, aunque falta la cercanía, el deseo, el sentirse deseada. Una noche se dispone a cumplir, tiene el firme propósito de hacerlo. Contiene la respiración y escucha. Cómo agradece el silencio. Sólo se oye el suave e inocuo borboteo del agua en los tubos de la calefacción. Su marido ya se ha acostado. Resultaría incómodo que la pillara apuntando sus recuerdos. Es como si lo estuviera traicionando, como si tuviera que tener mala conciencia, por él, y más aún por el hijo, que hace tiempo que es adulto. Precisamente por eso le cuesta ver claro: porque su sombra oscurece la imagen de Rudi. Y porque los años que han pasado desde entonces han consumido la confianza, la vitalidad, la certeza de que las cosas tomarían el rumbo que ella anhelaba. Hace recuento: cuatro operaciones complicadas, presión alta, la grave enfermedad de Edi y las secuelas que dejó en ella, la muerte repentina de su hermano, el final desilusionador de la gran revuelta, la ausencia de un cambio verdadero en su país de origen. Y lo peor que le puede pasar a uno, escribe, es la pérdida de confianza en la bondad humana y la conclusión de que los ideales no son más que quimeras o peldaños para hacer carrera. Alegando esto y el hecho de que ya no tiene veinte años (tenía veintinueve al término de la guerra) excusa su pobre y confusa escritura, que sin embargo evoca el gran día, la última noche, la ausencia. En ninguna parte, escribe, he sido tan desdichada.
En ninguna parte he sido tan desdichada como en esa pequeña y ruda ciudad, en casa de esa charcutera gruñona, cuyo nombre no quiero recordar y para la que nunca fui más que una dreckige Hündin, una perra sarnosa. Todas las palabras alemanas se me han esfumado, excepto ese apelativo, y lo único que deseaba era marcharme a algún lugar donde no fuera la dreckige Hündin, pero no había manera, nadie nos quería a Edi y a mí, así que en mi desesperación y mi abandono acepté irme a Viena. El padre de Rudi se oponía, me escribió que su piso era demasiado pequeño; no obstante, me fui. En Viena no había comida, ni cosas que comprar, no había nada con qué calentar, y menos para una extranjera con un niño. Una vez me tiraron del tranvía, y suerte que tuve. Bombardearon la casa, y Edi y yo fuimos los únicos que nos quedamos a vivir entre aquellas ruinas, pero eso ocurrió más tarde, primero llegó el telegrama. Yo no tenía nada que ponerme, y la buena señora Vesely, a quien nunca olvidaré, me llevó a casa de una amiga suya costurera, que añoraba a su marido deportado. En su minúsculo cuarto vi por primera vez una cama que, con un solo movimiento, se convertía en armario, y al lado de aquella cama-armario me confeccionó el traje. También me regaló la blusa de nylon, que emitía destellos como la seda cruda, y a Edi el jersey y los pantalones con tirantes que llevaba aquel día. La víspera de la partida tuvimos que dormir en casa de mi suegro para llegar a tiempo a la estación, al amanecer o al anochecer, no recuerdo, en cualquier caso a una hora en que todo estaba entre dos luces, y como ya había sucedido una vez, tuvimos un compartimento para nosotros solos. Edi dormía en el banco a mi lado y sonreía en sueños, a mí el viaje se me hizo eterno.
Una vez allí, en el frío andén de la estación de la otra ciudad, nos esperaba un soldado que tenía la orden de llevarnos al campo. Fuimos andando, no, qué digo, nos llevaron en automóvil, al borde de la carretera había muchas mujeres vestidas con delantales de tela fina cavando zanjas con picos y palas, y me dio vergüenza ver sus caras grises y sus manos amoratadas por el frío. Nos apeamos y franqueamos el portón, y allí leí la consigna, y vi la alambrada, y detrás las torres con las bocas de los fusiles, y delante a los presos observándonos con aquellas miradas desconfiadas que me hacían daño. Cuando apenas habíamos dado cuatro pasos empezó a tocar la banda, y su música me acompañó hasta la oficina, donde había varios oficiales con botas de caña alta. Nos dijeron que tomáramos asiento en uno de esos bancos de antesala, en la primera fila, luego nos fueron llamando por nuestros nombres, avanzamos y firmamos. Inopinadamente, Rudi sacó de su bolsillo dos anillos de oro, uno que me puso a mí y otro que se puso él. Entonces me eché en sus brazos. Después de que su padre y su hermano firmaron la partida, el funcionario dio por celebrada la boda.
Al salir de la oficina, la banda volvió a tocar una marcha, y me pareció que los presos miraban con caras más amables, como si los enemigos de sus enemigos hubieran logrado una victoria. Luego nos dirigimos al comedor en el que sólo habían puesto la mesa para nosotros, y los presos que servían me decían en voz baja que estaban muy contentos de que hubiera tenido lugar esa boda tan excepcional. Después de la comida fuimos a ver las habitaciones que nos habían asignado para la noche, una para mi suegro y mi cuñado, otra para nosotros tres. Mientras subíamos la escalera Rudi dijo, no te enfades de que hayan elegido precisamente este lugar para alojarnos, es donde normalmente están las prostitutas. En la primera planta, en un largo pasillo con muchas puertas, ya nos esperaban varios presos políticos. Nos felicitaron, hicieron bromas y nos regalaron dibujos que habían hecho expresamente para la ocasión. Uno de ellos era muy alto, de uno noventa y pico. Nos abrazó y me dio un ramo de flores. Era el fotógrafo que luego hizo las fotos de la boda. Antes de despedirse me dio la dirección de sus padres erg Viena. Me pidió que fuera a visitarlos y les dijera que no se preocuparan por él, que estaba bien de salud y de ánimo. Yo así lo hice, al poco de haber regresado, y se lo conté todo. A partir de entonces, ellos nos invitaban a mí y a Edi una vez por semana, compartían con nosotros sus comidas e incluso me daban bocadillos para el camino.
Después del encuentro con sus amigos, Rudi y yo dimos un largo paseo por el campo. Mientras caminábamos me contó lo que en Viena nadie sabía, y quien lo sabía lo mantenía en secreto: que allí se mataba a los judíos, a millares y en cámaras de gas, y cuando el gas escaseaba se los tiraba al fuego. También me desveló que el grupo de resistencia clandestino planeaba una fuga. Me dijo, debes comprender que participe, aun cuando me haya casado contigo para que nuestro hijo lleve mi nombre.
Chiquita, dijo, si me llegara a pasar algo, si no nos volviéramos a ver.
Después de cenar subimos a nuestra habitación. Rudi estaba completamente embelesado con su hijo, lo que no era de extrañar, pues el pequeño Edi era un verdadero pillín, vivaracho, afectuoso y guapísimo con sus rizos. Jugaron y retozaron e hicieron toda clase de diabluras hasta que a Edi se le cerraron los ojos. Rudi y yo nos quedamos hablando horas y horas. Estaba tan cambiado. Faltaba algo.
A la mañana siguiente tuvimos que levantarnos temprano. El automóvil que había de llevarnos a la estación ya esperaba. Yo había dormido profundamente, pero Rudi dijo que había pasado la noche en vela. Le permitieron acompañarnos hasta el portón, donde abrazó primero a su padre y luego a su hermano. Después le dio un beso a Edi, y otro, y otro. Por último, me estrechó con fuerza entre sus brazos, sé valiente, mujercita, me susurró, y se separó bruscamente de mí y volvió al campo. Lo seguí largo rato con la mirada, esperaba que aún se diese la vuelta.
Aún tenía presente la imagen de los doce polacos ahorcados en junio de 1943. Su comando había realizado trabajos de medición fuera del gran cordón de guardias, oportunidad que tres de ellos aprovecharon para fugarse. A los demás los vimos una tarde colgados de un travesaño atornillado a dos gruesos pilares de madera frente al barracón de la cocina. Cuando volvimos del trabajo tuvimos que pasar por delante de ellos. Tenían las caras amarillas, los cuellos extrañamente estirados e hilos de saliva cayéndoles de la boca. Supimos entonces que no eran sólo nuestras propias vidas las que arriesgábamos. No obstante, la boda nos había dado un nuevo impulso, si las represalias nos atemorizaban jamás tomaríamos ninguna iniciativa. Y era hora de hacerlo, el frente estaba cada vez más cerca, con la próxima ofensiva el Ejército Rojo ya podría avanzar hasta nuestra zona. Entonces las SS se retirarían hacia el oeste, pero antes liquidaría a todos los presos. Eso no era una mera suposición nuestra, más tarde nos enteraríamos de que Höss, por encargo de Himmler, había consultado a la dirección del campo qué medios harían falta para arrasar Birkenau y borrar todo vestigio humano. A nuestro modo de ver, tales propósitos sólo se podrían frustrar mediante una acción conjunta con los partisanos polacos. No teníamos otra salida que sacar al exterior a la cúpula del grupo de combate.
En las primeras semanas, Rudi se sentía muy infeliz. Pero luego mi amiga Sari, que trabajaba con nosotros en la secretaría, se enamoró locamente de él. No era de extrañar, teniendo en cuenta que incluso el jefe máximo del campo había sucumbido a su carácter seductor. Creo que había otra razón para que Sari estuviera enamorada, que no tenía tanto que ver con la personalidad de Rudi ni con su fama de rompecorazones. Y es que a lo largo de todos esos años habíamos acumulado tanto amor inútil, que ahora, tras la experiencia de la boda, ese sentimiento se veía liberado y encauzado hacia la persona del novio. Al comienzo Rudi se resistía, yo notaba que la eludía, que se retiraba cuando ella se le acercaba con algún pretexto, y evitaba responder a sus miradas. Su comportamiento era incluso hosco o cortante, cosa que a mi amiga no la disuadía en absoluto, al contrario, ella sólo tenía ojos para él. Con el tiempo le fue imposible sustraerse a sus intentos de acercamiento, y al final la atracción era mutua. Rudi pronto encontró una excusa para acudir regularmente a nuestra oficina. Le explicó a Kristan que, en agradecimiento al Registro Civil, les había conseguido un cubo de aceite. Cada sábado por la tarde llegaba al barracón con una gran garrafa para impregnar las tablas de madera rústica del suelo. El momento era apropiado, pues todos los superiores, salvo uno, tenían descanso. Sin embargo, raras veces tuvieron la ocasión de hacerse caricias. Sólo de cuando en cuando Rudi podía darle un beso a mi amiga, tras una puerta o en el recoveco junto al armario. Nosotras, las chicas de la oficina, poníamos todo nuestro empeño en auspiciar su felicidad. Sari me enseñaba en secreto los poemas de amor que él le escribía, y nos transmitía todas las informaciones sobre las operaciones militares y políticas que él le proporcionaba.
Así pues, la decisión estaba tomada: Ernst Burger y yo nos fugaríamos. Nos acompañaría Zbyszek Raynoch, que trabajaba conmigo en las dependencias de las SS. Necesitábamos a alguien que hablara polaco, de lo contrario las posibilidades de supervivencia en el exterior se verían reducidas al mínimo. Unos trabajadores civiles nos facilitaron datos exactos sobre el camino a seguir en la huida, la primera escala, los víveres y el contacto con los partisanos. También averiguamos cuándo y dónde las SS y la policía dispondrían de refuerzos para buscarnos. En la enfermería nos agenciamos analgésicos y estimulantes cardiovasculares. Además, nos hicimos con cápsulas de veneno para la eventualidad de que los planes fracasaran. El problema era que no podíamos comentarlo con nadie, ni siquiera con los amigos más íntimos. A ellos nuestra fuga los cogería totalmente desprevenidos. También nuestros familiares tendrían que contar con represalias. En el mejor de los casos podríamos prepararlos discretamente en cartas clandestinas. Por otra parte, se planteaba la pregunta de quién asumiría la dirección del grupo de combate después de nuestra fuga.
Friemel, dije yo. El otro austríaco en el que pensamos no me inspiraba confianza. No porque dudara de su valentía, pues había arriesgado mucho. Pero como kapo del guardarropa vivía a cuerpo de rey. Tenía una habitación propia llena de ropa. Una vez que llamé a su puerta vi cómo cenaba con el escribiente y se hacía servir por dos jóvenes presos. La mesa casi se doblaba bajo el peso de los manjares: carne, verdura, panes, alcohol, todo cuanto anhela el paladar. Ven, me dijo, pon la gorra. Su generosidad me indignó.
No, ése no. Rudi.
De acuerdo, dijo Ernst Burger. Hablaré con él.
Dos días antes de la proyectada fuga, Rudi vino a verme.
Antes de que os fuerais quería hablar contigo, dijo, porque ya me conoces de España. Soy consciente de la responsabilidad que me espera. Para ser sincero, la cosa me da mala espina. En el pasado no siempre he actuado correctamente.
No digas tonterías. Conocemos tu trabajo aquí en el campo. Confiamos en ti. No hay nadie mejor que tú.
Estuvo un rato callado mirándose la punta de los zapatos. Luego levantó la cabeza. Me miró, pero tuve la sensación de que su mirada me traspasaba, de que se perdía en el vacío.
Me gusta que me lo digas, dijo, antes de que os marchéis.
Pero si no fue así. A él se le olvida un pequeño detalle: yo me fugué antes. Y antes que yo, Alfred Klahr, gracias a mi insistencia. Fuimos los únicos presos no polacos que logramos huir del campo principal. Dos o tres semanas después, a Klahr lo mató a tiros una patrulla alemana en Varsovia, supuestamente en el transcurso de una redada, poco antes de la sublevación. Sigo quedando yo. Pero él sencillamente lo ignora. Hace poco lo oí decir en la radio, ante un grupo de escolares, que ningún austríaco había conseguido escapar de Auschwitz. Días después me lo encuentro por la calle y le digo: ¿Por qué cuentas esas sandeces? ¿Acaso yo no me escapé? ¿Es que soy un fantasma o qué? Y él responde: Sí, pero tú eres judío. Semejante respuesta me puso a mil, y eso que el médico me ha prohibido excitarme. Hubiera querido liquidar el asunto en el acto. Dejemos que hablen los puños, querido Hermann. Pero qué espectáculo habría sido ese de dos vejestorios dándose de bofetadas en plena calle.
Volvamos a Klahr. Era el compañero que pasaba las horas acuclillado en el cuarto de las escobas del barracón cuatro redactando con una letra minúscula, casi ilegible, su tratado sobre la cuestión nacional. Luego Friemel lo envió a Viena con un SS, un tal Karl Hölblinger, que al parecer era un buen tipo. Le llevaba regularmente la correspondencia al viejo Friemel, dicen que hasta fue a verlo a la empresa Brown Boveri, donde trabajaba de portero. Pero hablábamos de Klahr. A los camaradas alemanes no había quien los sacara de su creencia de que Austria no era más que un apéndice de Alemania. Incluso en Auschwitz se produjeron enconados enfrentamientos entre los presos sobre esta cuestión. No es casual que Klahr escriba que el Partido Comunista de Alemania se ha visto arrastrado por la estela de los fascistas. En cuanto a mí, me negué a fugarme antes que Klahr. Al fin y al cabo, él era nuestro gran teórico, profesor de la escuela Lenin, hombre de probada trayectoria en la lucha ilegal, con miles de méritos. A duras penas logré imponer mi voluntad. Hoy pienso que menuda pasada le jugué, si se hubiera quedado en Auschwitz, hoy a lo mejor estaría vivo. Pero murió.
Mi caso era distinto. Yo tenía que ser liquidado a las primeras de cambio por orden de la Gestapo de Viena. Por esta razón, Ernst Burger dio prioridad a mi caso. Me escapé el 22 de julio, junto con el polaco Simón Zaydow. En la huida todo salió bien, luego nos separamos, y él se marchó a Cracovia, pero su condición de judío por poco le cuesta la vida. Fueron sus propios compatriotas los que lo dejaron en la estacada. Por su maldito antisemitismo. Después de la guerra nos vimos en dos ocasiones. La República Popular de Polonia era para mí algo especial, lo envidiaba por poder colaborar en la construcción del socialismo, pero él era escéptico; y en el último encuentro ya estaba verdaderamente desmoralizado, claro, conocía la realidad de su país, y yo, como un soberano imbécil, me porté con él como el estalinista más acérrimo. En 1956 emigró a Australia, le escribí un par de veces, y no me contestó.
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Nos quedamos en julio de 1944, en pleno verano. Yo estaba ya a leguas de distancia, mientras que la cúpula del grupo seguía en el campo.
Llevaban ya más de dos meses de amorío cuando empecé a notar un fuerte nerviosismo en mi amiga. No paraba de llorar y le temblaban las manos. La asedié a preguntas, y entonces me confesó que Rudi estaba firmemente decidido a fugarse con algunos compañeros y que quería llevársela a toda costa. Pero Sari tenía miedo, no podía decidirse, y le pidió unos días para pensarlo. Rudi no cedió: -ahora o nunca. Sabes perfectamente lo que harán con vosotras si desalojan el campo. Además, nuestra organización ha sido descubierta. Así que es cuestión de horas, de días, como mucho, hasta que nos cojan a todos. Sari vaciló. Luego fue tarde.
Es posible que la boda provocara todo tipo de reacciones, de reacciones psicológicas quiero decir. Pero sólo a finales de julio comprendimos que no había tiempo que perder. Por esas fechas, apareció ante el portón un puñado de personas desarrapadas, con pies ensangrentados, caras demacradas y aspecto moribundo, que apenas podían sostenerse sobre sus piernas. Eran todo lo que los nazis habían dejado del campo de Majdanek. Los demás presos habían sido liquidados sobre el terreno o muerto durante la marcha forzada. Así, de golpe, nos percatamos de que debíamos pasar a la acción para que en Auschwitz no se produjera un desenlace similar. Había que provocar un levantamiento desde fuera o al menos organizar la resistencia armada. O quizá debería decirlo de forma cínica: había que actuar a tiempo para poner a buen recaudo a los cuadros. Pues se les necesitaría, se necesitaría a los presos políticos cuando, después del régimen nazi, llegara la hora de luchar por el noble socialismo. Aunque a nuestro entender todavía no estaba decidido cuál sería el futuro de Europa. Recuerdo que por esos días Friemel ofreció un análisis que alguien consiguió sacar del campo. En él hacía reflexiones sobre el orden posbélico. Consideraba absolutamente posible que los aliados occidentales se aliaran con una Alemania nazi (sin Hitler, eso sí) para combatir a Stalin. Y de hecho, no estaba tan desencaminado: si en lugar de Alemania nazi hubiera dicho Alemania posnazi, su pronóstico habría resultado totalmente correcto. No era tonto el muchacho, se había hecho su composición de lugar en base a lo que escuchaba en los programas de radio, allí en su comando. Su visión de las cosas se sometió a debate. Hubo acaloradas intervenciones sobre la estrategia adecuada, la política de alianzas, el reparto de las esferas de influencia. Majaderías, sabiondeces. En medio de nosotros se exterminaba a los judíos. El genocidio perpetrado contra ellos no entraba en los cálculos políticos ni de unos ni de otros.
Dos días antes me dice pues: Me gusta que me lo digas, antes de que os marchéis. Dos días después seguimos allí. Hemos recibido la noticia de que los partisanos que nos esperaban han sido atacados. Se ha cortado la comunicación. La fuga tiene que aplazarse.
Y cuando por fin llega el momento, yo ya estoy en otro campo, a cientos de kilómetros al noroeste.
La idea inicial no dejaba de ser tentadora: vestido con un uniforme robado a las SS y provisto de un salvoconducto falso, y o tenía que conducir al exterior a los presos preventivos Burger y Raynoch. Nos esconderíamos en la caja del ascensor de un antiguo silo, situado dentro del gran cordón de guardias que se montaba durante el día. Siempre que se producía una fuga tal cordón permanecía allí durante tres noches consecutivas. En la cuarta noche intentaríamos llegar hasta el primer contacto.
El nuevo plan divergía del inicial en todos los puntos, pero eso no lo supe hasta después. En primer lugar, no había preso dispuesto o apto para la fuga que, como yo, fuera capaz de meterse en la mente de un SS. En segundo lugar, había que dar por sentado que el gran cordón de guardias se mantendría esta vez durante más de tres noches. Era imposible saber cuántas. Por tanto, había que descartar una fuga en dos etapas, es decir, la posibilidad de escondernos en las inmediaciones del campo. Ése era el quid. Y ahí es donde vuelve a ser clave la figura de Rudi Friemel.
Es que la fuga la organizó él. Convenció a un chófer de las SS para que participara. El hombre saldría del campo conduciendo un camión cargado de cajas, en las que se esconderían Ernst Burger y el polaco, y creo que había un tercero. Y el SS, que se llamaba Frank, inició en el plan a otro SS, un alemán de los Sudetes, que dijo que participaría y luego colaboró activamente en los preparativos de la fuga.
Como fecha se fija el 27 de octubre, a las diez en punto de la mañana. El lugar de encuentro es la plaza delante del barracón del guardarropa. De allí salen los camiones que transportan la ropa sucia. Antes de partir, uno de los fugitivos, el polaco Edek, tiene que llevar un mensaje a la cocina de las SS. Lo hace cada día y, por precaución, no puede dejar de cumplir con su tarea. Se dirige por tanto a la cocina y espera al SS al que debe entregar el mensaje. Son las diez menos cuarto, y el SS no aparece. Edek se pone nervioso. A las diez menos seis deja el mensaje sobre la mesa del alemán y corre al barracón del guardarropa. Cuando llega son pasadas las diez. No hay rastro de sus compañeros, no sabe si ya se han escondido en un camión. No recuerda la matrícula del vehículo y tampoco sabe cuál es el conductor. No sabe qué hacer y ve cómo los camiones van saliendo uno tras otro. Su decepción es grande. No lo han esperado, y eso que sólo se ha retrasado un par de minutos. Con los hombros caídos vuelve a su comando. En una hora o dos, como mucho, habrán descubierto la fuga, sonará la sirena, los SS registrarán el campo con perros adiestrados, y el Departamento Político ordenará encerrar en el búnker a todos los sospechosos de colaboración.
Pero nada de eso pasa, Edek. No se oye sirena alguna. Tus amigos ya estarán lejos.
De repente se abre la puerta de la secretaría. Un mensajero entra precipitadamente. Espeta los nombres de los fugados: Ernst, Zbyszek, Benek, Piotr, Czesiek, que en el último minuto tomó el lugar de Edek. El mensajero lo relata con voz entrecortada y sin aliento. La novedad. Edek escucha. No se puede decir que se sienta como si hubiera vuelto a la vida.
El SS captado por Friemel tenía que llevar un camión a Bielsko, a la lavandería. O no, no fue él, que también quería huir, sino el otro, Johann Roth, el alemán de los Sudetes, quien estaba al volante, y Frank, al igual que los presos, se hallaba escondido en una de las cajas colocadas en la superficie de carga. Roth los dejaría bajar en el camino. Ése era el plan. Pero Roth se lo sopló todo a la Gestapo. Los nombres de quienes viajaban en las cajas y el lugar dónde los esperaban los partisanos, en la fonda del pueblo de ki. El camión partió, pero fue interceptado en el puesto de control. Varios SS armados subieron al vehículo, éste dio media vuelta y paró frente al barracon once. Sacaron a los fugitivos de las cajas. Supongo que ya se habían dado cuenta de que la fuga había sido frustrada, y tomaron veneno. Los médicos enseguida les practicaron una resección estomacal, pero Zbyszek y Czesiek murieron. Mientras tanto, las SS rodearon la fonda de ki, donde se produjo un violento tiroteo, en el transcurso del cual murieron dos partisanos y tres fueron detenidos. Inmediatamente después se llevaron a Friemel, porque el traidor de Roth declaró que habían sido él y Vesely quienes planearon toda la operación y quienes consiguieron los salvoconductos falsos y establecieron el contacto con los partisanos. De modo que a Friemel y Vesely los trincaron. Hasta ahora no sabía que tuvieran la intención de fugarse, sólo me lo explico suponiendo que su fuga estuviera prevista para una fecha posterior. Así, prácticamente todos los miembros de la cúpula clandestina habrían estado fuera. Me parece muy propio de Friemel que quisiera escaparse con su amiga. Vesely también estaba enamorado hasta el tuétano, de Jolana, una judía eslovaca a la que conoció en Birkenau. Probablemente, también él quería llevársela. Dos parejas de enamorados, qué romántico. Irresponsable, si quiere saber mi opinión. Luchar o hacer manitas. Ambas cosas a la vez son incompatibles. No quiero hablar mal de Friemel, pero creo que fue una insensatez imperdonable confiar en un SS. ¿Qué motivos tenía, en realidad, para querer marcharse? En el campo podía estar casi seguro de que no le pasaría nada. De todos nosotros era él quien tenía las mejores cartas: era considerado alemán, estaba bien alimentado, fuerte, motivado, integrado en la estructura del campo, y sus buenas relaciones llegaban hasta bien arriba. ¿Lo hizo por su chica, la de la secretaría? Es verdad que ella podría haber acabado mal.
Por tanto, Rudi intuía ya un final aciago. Nos enteramos de que un SS les había fallado en el último momento y de que a Rudi lo acusaron de haber sacado víveres, ropa, postales y medicamentos del campo. Pero, desde luego, lo más grave era la fuga y el contacto con los partisanos. A Rudi lo trajeron más de una vez a nuestro departamento para interrogarlo. Lo torturaron en el despacho de al lado, lo sabíamos, pero a través de la delgada pared no oímos ni los golpes, ni los resoplidos de los verdugos, ni tampoco los gritos de dolor de Rudi. ¿O acaso me lo imagino? ¿Estoy en una película que no quiere acabar, cuya cinta sigue rodando sin sonido? Rudi, Sari, las partidas de defunción y el registro de los muertos y las cartas de Suiza, de mi hijo, a quien un día volvería a ver en el puente de Sankt Margrethen.
Por lo general, las SS se tomaban su tiempo. A menudo, lo hacían esperar seis o siete horas antes de interrogarlo. A Sari eso la afectaba enormemente. Por miedo a delatarse no se atrevía a dedicarle el menor gesto de cariño. Con cara exangüe y ojos abatidos se encogía ante su mesa de trabajo. Yo de cuando en cuando lograba alcanzarle un vaso de agua a Rudi o a alguno de sus compañeros de infortunio.
Los cinco se defendieron con gran habilidad. A pesar de los indicios agravatorios, no pudieron probarles su implicación de forma concluyente. Además, entre el jefe del Departamento Político y Baer, el comandante del campo, se desató una insospechada lucha por sus cabezas. Brose, el jefe de la Gestapo de Katowice, se dirigió a Baer para interceder por los acusados. Le pidió que tomara en consideración el hecho de que Rudi era un recluso preferente, y que su boda estaba siendo aprovechada con fines propagandísticos. Incluso Hössler, el jefe del campo, se opuso a la ejecución. Pero Baer había ascendido al SS Roth por haber denunciado el complot, y no quería perder la cara. El indulto equivalía para él a una derrota personal.
Así pues, todos estábamos a la espera de la sentencia. Una y otra vez, nuestros pensamientos se dirigían hacia el barracón once, el lugar del búnker.
Su verdadero nombre era Jakob Kozelczuk, pero todos le decían el Bunkerjakob. Era el preso que ayudaba a las SS. Tenía la misión de preparar a los reclusos para los interrogatorios y de desnudarlos antes de que los fusilaran. Corría el rumor de que había sido entrenador del campeón de boxeo Max Schmeling, cosa que éste desmentiría años más tarde. Pero habría podido serlo perfectamente. Era un gigante con unas auténticas zarpas y la fuerza de un oso, que hablaba una mezcla extraña de polaco, alemán, yidish, ruso e inglés. A pesar de la abominable función que desempeñaba era bastante apreciado entre nosotros. Después de la guerra emigró a Israel, donde se ganaba la vida haciendo unas veces de feriante, otras de forzudo. El proceso abierto contra él fue sobreseído a causa de testimonios exculpatorios. Aplicaba los castigos corporales de tal forma que infundieran miedo, pero no fueran demasiado duros para la víctima. Alguien dijo que Jakob había ayudado sobre todo a sus correligionarios, es decir, a los judíos, y que con los otros tuvo menos contemplaciones, pero eso no es cierto. A mí, por ejemplo, me salvó la vida en dos ocasiones. La primera, cuando un miembro del Departamento Político le ordenó requisarme; entonces fingió no ver el papel con los números de los presos judíos que yo llevaba en el bolsillo del pecho. Si se lo llega a enseñar al SS, la hubiéramos pagado todos. La segunda, cuando en el transcurso de una selección en el búnker me colocó en un rincón oscuro, de modo que Grabner no me viera. El mismo Jakob estuvo más de una vez en el búnker, siempre por faltas leves. Por repartir cigarrillos, medicamentos y mantas, por alertar de la presencia de espías, pasar comida a los prisioneros castigados a estar de pie en el búnker, o transmitir mensajes de cómplices. Tuvo que hacer de verdugo en repetidas ocasiones. En una de ellas se rompió la soga. Jakob creyó que las SS regalaría la vida a quien se había salvado de esa manera, como supuestamente se hacía en la edad media. Pero la víctima fue llevada de nuevo a la horca. Y aquella vez a Jakob lo tuvieron mucho tiempo en el búnker, y poco faltó para que lo colgaran también a él, pero era demasiado valioso para las SS. Como tenía acceso a los diversos almacenes, les podía proporcionar todo lo que quisieran.
Jakob. Jakob Kozelczuk. Y Rudi Friemel. Burger, Vesely, los dos polacos. Puedo imaginarme perfectamente que, desobedeciendo las órdenes, les diera la oportunidad de comunicarse unos con otros. De este modo pudieron acordar sus declaraciones. Está demostrado que, gracias a Jakob, los cinco enviaron mensajes al exterior, y no sólo a los miembros del grupo de combate. Supongo que fue de nuevo ese tal Hölblinger quien llevó su correspondencia a Viena. De Vesely llegaron al menos una carta para su madre y otra para su amiga recluida en Birkenau. En ésta última da las gracias por los calcetines gruesos y el jersey que ella le hizo llegar al búnker. Sin Jakob, esto no habría sido posible.
Nuestras miradas furtivas, hacia el búnker, hacia la plaza de formación. Allí levantan la horca, allí la desmontan y la retiran cuando, desde Berlín, llega la orden de suspender cautelarmente la sentencia y continuar las investigaciones. Allí se vuelve a montar y se desmonta de nuevo. Contundentes martillazos que, sordos, retumban en mis oídos. Esa calma a mi alrededor, ese mutismo, esa escucha y esa espera de algo que no llega, ese silencio que desgarra el silencio.
4
NOVENTA POR CIENTO
28 de octubre de 1944
Queridísima Marga: Mis temores se han hecho realidad, estoy en el búnker. No sé si estas líneas llegarán algún día a tus manos; no obstante, te escribo porque es un gran alivio para mí en estas horas. Ojalá todo salga bien. Ayer, unos compañeros intentaron huir. Los atraparon porque un soldado los delató. Inmediatamente después vinieron por Ludwig y por mí. Ya hemos pasado por un interrogatorio espantoso. Si siguen así, voy a tener que quitarme la vida. Hasta ahora son dos los muertos.
1 de noviembre
Hoy han continuado con el interrogatorio. Esta vez no ha sido tan terrible. Ludwig está fuera de peligro. No lo han golpeado más. Mi impresión es que la cosa está mejor, pero aún no es seguro que vaya a sobrevivir. Ya son tres los muertos. Esta tarde nos encerraron en una celda, seguimos siendo cinco, el resto.
5 de noviembre
Hemos sabido que las investigaciones han concluido, ahora enviarán el expediente a Berlín. Hemos hecho un buen papel durante los interrogatorios, les impresiona nuestra actitud firme. Ninguno ha dicho nada que pueda perjudicar al otro, todos nos inculpamos a nosotros mismos. Sin embargo, la situación me resulta siniestra. La conozco. Tenemos que contar con que nos caerá un castigo extremadamente drástico. Fusilamiento u horca. En cuanto haya novedades seguiré escribiendo.
12 de noviembre
Aún estamos con vida. Dicen que el asunto terminará bien. El jefe del campo va a interceder por nosotros. Un consuelo, pues nuestro destino depende ahora de Berlín. Los demás dan por hecho que nos sentenciarán a muerte. Somos dos polacos y tres vieneses. Ludwig se salvará y te enviará estas líneas. No pesan demasiados cargos contra él, pero Ernst y yo somos considerados «rojos incorregibles», y los otros son polacos.
20 de noviembre
Pobre mujercita, es hora de que hable contigo seriamente.
Hola nos han comunicado que Berlín ha devuelto el expediente. Decía escuetamente: «Tenéis que contar con lo peor». Eso significa que nos ejecutarán.
En los últimos días he reflexionado sobre mi vida. Cuando uno cuenta ya con el final, dirige la mirada a las profundidades de sus propios abismos. Sin sentimentalismos puedo reconocer mis errores y las debilidades de mi carácter. Muy pronto, ya a los dieciséis años, conocí a las mujeres. Mientras para otros apenas comenzaba el amor, yo ya sabía prácticamente todo acerca de su lado amable y de su lado sombrío. Tomé a las mujeres como llegaron y no las aprecié mucho. Nunca hubo una tragedia, pero tampoco sentí nunca lo que se dice amor verdadero. Así fue durante años. Más tarde, estando ya en prisión, decidí acabar con las relaciones fugaces y entregarme de cuerpo y alma a mi trabajo y a la lucha política. Y no me resultó difícil poner en práctica mi decisión.
Hasta que llegaste tú. En ti vi a la mujer a la que podía entregar mi corazón, y por primera vez sentí lo que es el amor, no sólo el deseo sexual. Pero nunca pudimos vivir una vida normal. A las circunstancias harto conocidas se sumaron los lados malos de mi carácter, la vida que había dejado atrás. De modo que en realidad nunca llegamos a encontrarnos. Tu gran vulnerabilidad y tu agotamiento anímico y corporal en la lucha por nuestra supervivencia hicieron aún mayor la distancia interior. Y nuestra separación forzosa amenazó con desunirnos para siempre.
Entretanto, había comprendido lo mucho que significabas para mí. Pero también encontraste el camino hacia mí. Tras tus experiencias con otros hombres, emprendiste el mismo sendero que yo, el que conduce a una vida en común. Estas experiencias me han afectado mucho, pero gracias a ellas también he ganado una familia: mi mujer y mi hijo. Aunque no poseía tu amor, era infinitamente feliz. Entonces pude hacerme una idea de la vida presente y futura de mi hijo; pude verte como mi verdadera mujer. Y tú llegaste a la misma conclusión, me lo demuestra la carta que recibí el día antes de mi detención. Con preocupación y angustia sigo las noticias sobre los ataques aéreos a Viena. Pero siempre he tenido la esperanza de volver a veras algún día, a ti y a nuestro pequeño hijo.
La vida ha continuado, también la lucha. No pude dejar de luchar, creo que lo entiendes. Y ahora mi suerte está echada, al igual que la de millones de personas antes que yo. Aquí y así termina mi vida.
No estoy triste y tú tampoco deberías estarlo, Marga. He cumplido mi misión. Muero con la cabeza en alto y por mis ideales. Sólo que es doloroso vislumbrar ya el final del calvario humano sin tener la posibilidad de ayudar, de colaborar en la construcción de un nuevo mundo, de gozar con vosotros la recompensa de tan enorme sacrificio.
Cuando termine la guerra, regresarás a España, mi segunda y más querida patria. Cuida de nuestro hijo, edúcalo para que sea un hombre que esté por los demás. Busca para ti una solución que te permita olvidar lo horrible que fue vivir conmigo. Perdóname todo lo que hice. Entonces podré marcharme tranquilo.
Hasta el último instante pensaré en ti y en Edi. Os abrazo y te beso.
Tuyo, Rudi.
1 de diciembre
Queridísima. Sigo sin saber nada de nuestro destino. Es horrible esta incertidumbre. Naturalmente que esperamos librarnos de lo peor, y quizá tengamos suerte aunque las posibilidades son mínimas. Bien mirada, la situación no está tan mal: la guerra podría acabar todavía este año. Digo «podría», pero más bien creo que durará hasta febrero o marzo.
Las fiestas se avecinan. Estarás sola con mi querido hijo. El año que viene celebrarás la navidad con tus hermanos o conmigo, en caso de que esto termine bien. No te enfades conmigo si durante estos días no te escribo. Entenderás que no tengo los nervios para hacerlo. En estos momentos quiero permanecer fuerte, y los pensamientos sentimentales debilitan. De todo corazón y con todo amor os deseo lo mejor, paz y felicidad. Sobre todo deseo que salgáis indemnes de los bombardeos, ésta es ahora mi mayor preocupación.
Es mejor que a partir de ahora sólo me escribas por la vía regular. Mañana o pasado intentaré enviarte ésta, más tarde quizá sea imposible. No me mandes paquetes, tampoco por las fiestas. Envíame más bien una carta o postal cada semana, para que- sepa cómo estáis.
Dile a mi padre que escriba al comandante del campo para preguntarle si aún estoy vivo. Hazlo tú también. ¿Me lo prometes?
3 de diciembre
Mi querida y pobre Marga. Han devuelto el expediente porque no estaba completo. Esto quiere decir que volverán a interrogarnos. No es una mala noticia, al contrario, significa que la solicitud de condena a muerte aún no ha sido aprobada. La lucha por nuestra vida continúa. Durará todavía semanas, y el tiempo es vida.
Marga, quizás estés enfadada porque te haya escrito todas estas cosas, pero existen dos motivos para ello. Primero, tienes que saber todo acerca de mi vida y sufrimiento en estos días decisivos, para que estés fuerte el día en que recibas una carta con orla negra. Segundo, porque para mí es un gran alivio poderte abrir mi corazón. (Mañana intentaré enviar esta carta, ojalá llegue.) Marga, quiero llorar en tus manos, para librarme de este enorme cansancio que siento. Tengo miedo. Tú me conoces lo suficientemente bien como para creerme. Pero todo esto dura ya tanto tiempo. Quiero tenerte por fin entre mis brazos para siempre. Si sobrevivo haré todo lo posible para volver a verte pronto. En qué estarás pensando ahora, querida mía.
7 de diciembre
Hoy nuestra situación está un poco mejor. Esperemos a ver cómo continúa. Una cosa es segura: llegaré con vida a la navidad, por eso tienes que prometerme que ese día pensarás un poco en el hombre que te atormenta. Con nostalgia infinita te abraza, tuyo, R.
Dale un beso de mi parte a mi hermoso muchachito.
14 de diciembre
Queridísima Marga, el 8 no pude enviarte la carta, pero mañana funcionará.
Hay buenas noticias. No nos ejecutarán, siempre y cuando no se presenten otras complicaciones. Hay un 90 por ciento de probabilidades de que nos salvemos. Si no nos matan, recibiremos 25 azotes en el trasero, o quizá 50, y nos sacarán del búnker. Probablemente nos trasladarán a otro campo. ¿No sería maravilloso? En dos o tres semanas sabremos más. Hasta entonces todo es incierto. Esperemos lo mejor.
Ludwig ya está completamente fuera de peligro. En breve saldrá del búnker. Tienes que decírselo a su madre, y repíteselo para que de veras se lo crea. Dale saludos de su parte. Dile que le desea unas felices fiestas. Que no se preocupe, que su nene está bien, al igual que los demás.
Ernst está en la misma situación que yo. Sería importante contarle todo esto a su hermana. Pero que ni ella ni la señora Vesely lo mencionen con una sola palabra en sus cartas.
Quizá dentro de un tiempo puedas volver a escribirme en español, pero entonces tendrás que entregar tu carta a la vez que recibas la mía.
Bien, ahora puedo soñar con nuestro reencuentro. ¡Ay niña, no sabes cuánto lo añoro! ¿Seguirás siendo mía para entonces? Piensa un poco en mí, dulce mujer, no me olvides del todo. Es horrible no tener noticias tuyas. Sigo sin recibir cartas por la vía regular. ¿Ya no me escribes?
Mi querida, querida Marga, te abrazo con pasión y te deseo todo lo mejor para las fiestas.
Por siempre tuyo.
R.
¿Qué hay de mi pequeño cabezota? Cuéntame muchas cosas de él, niña. Un beso muy fuerte para los dos.
5
LA CICATRIZ
Es muy difícil tener por padre a alguien como tú. ¿Qué puedo decir? Por supuesto que he intentado medirme contigo. Pero al fin y al cabo era poco lo que sabía de ti. Absolutamente nada, en realidad. Tampoco me he esforzado por averiguar más sobre tu vida, pues tú eras un héroe, y en esa guerra hubo muchos héroes de los que nadie ha hablado. Para mí eras uno más, uno al que casualmente me unía un parentesco, y qué hubiera podido hacer para estar a tu altura. Es mejor que no hable de mí; si no obstante lo hago, es sólo por deferencia hacia ti. He estudiado Psicología, soy profesor de Estadística en la universidad y estoy casado, mi mujer es médica, especialista en medicina deportiva, tenemos dos hijos, ya somos abuelos. Tenemos una casa cerca de París y una casa de veraneo en Menorca. Somos personas honradas y gozamos de crédito en el banco. Mi mujer se llama Françoise. Su padre fue ejecutado durante la ocupación alemana. La Gestapo descubrió la imprenta en la que producía L'Humanité y otros escritos ilegales. Eso no vale. Sólo lo he dicho para que estés satisfecho. Pero es cierto. Nuestra hija Laura tiene algo más de treinta años y es madre de dos niños, trabaja en una oficina de asesoramiento para jóvenes sin empleo; creo que es feliz en su matrimonio. Nuestro hijo sigue soltero, es técnico energético, ingeniero, está escribiendo su tesis doctoral, en su tiempo libre fabrica bicicletas que ayudan a ahorrar fuerzas, a cual más sofisticada. En lugar de hacer el servicio militar se fue al Camerún a trabajar de cooperante. Por cierto, se llama como tú: Rodolphe. Quería darle una alegría a mi madre.
—Pregúntale si se acuerda de mí. Tiene que acordarse.
—De eso hace mucho tiempo. Él era demasiado joven.
—No puede haberse olvidado de mí.
—Tenía sólo tres años.
—Entonces estuvo con nosotros. Le hacía el caballito en mis rodillas. Dos caballitos de dos en dos, alzan la pata y dicen adiós. Él lo celebraba. ¡Otra vez! Todos nos oyeron.
—Han pasado años, décadas. Mírelo, está lleno de canas.
—Mírame. No he cambiado. Todo sigue igual. Tiene que acordarse.
—El viaje en tren, dice.
—Sí, sí, el compartimento. ¿Y qué más?
—El hollín, dice. La cantidad de canciones. Aquella vez, en aquel viaje interminable.
—¡Qué siga! ¡Que se acuerde!
No sé cuándo lo supe. Un día del año cuarenta y cinco, creo. Fue mi madre la que se enteró. Por mi abuelo, supongo. Yo tenía trece años, pero he olvidado los pormenores. He encontrado una carta, también del cuarenta y cinco, en la que el abuelo escribe al comandante del campo que está preocupado por no haber tenido noticias de su hijo en mucho tiempo. Entonces ya se estaba hablando de su liberación, le habían prometido que, si los rusos seguían avanzando, no habría ejecución. Que en ese caso tenía buenas posibilidades. Parece que así se lo dijeron a mi abuelo. Después me enteré de más detalles. He pensado que, si hubiera habido más gente de su condición, nos habríamos ahorrado muchas cosas. Así lo sentía yo. De lo que no estoy tan seguro es de que yo hubiera dado la talla. Aunque me habría gustado, es decir, me gustaría comprometerme con una causa así. Pero con todo y mis antecedentes familiares no sé si habría actuado como él. Es posible que hubiera ocurrido algo similar si mi familia me hubiese secundado. Pero a lo mejor no. Por lo demás, no puedo decir que él haya cometido un error. No puedo reprocharle su carácter resoluto. Para mí, él es un ejemplo a seguir.
Del viaje en tren me acuerdo. Pero no es mi primer recuerdo. Éste va asociado a la imagen de mi abuelo en Viena: estoy sentado en una silla de la cocina y me llevo un pedazo de pan a la boca. Es duro y tengo que masticar con fuerza. De repente, el abuelo se planta delante de mí, es pequeño y flaco y tiene un pliegue de piel en el cuello, sobre la abotonadura de la camisa. Pone cara de rabia y me zarandea porque me he comido su pan.
Mi segundo recuerdo es la boca muy abierta de mi madre. Está acuclillada en el suelo e intenta enseñarme los nombres de los días de la semana en alemán. Habla con voz fuerte y clara, gesticulando exageradamente. No puedo menos que reír.
En mi tercer recuerdo voy corriendo de la guardería a casa. Quiero sorprender a mi madre. Abro la puerta, estiro el brazo y exclamo: ¡Heil Hitler! Veo la delgada figura de mi madre encorvándose como si hubiera recibido un latigazo.
Mi cuarto recuerdo es el aullido de la sirena antes de un ataque aéreo.
Mi quinto recuerdo es una sensación que borra todas las demás: el miedo.
Mi sexto recuerdo es el rugido de una escuadrilla de bombarderos, detonaciones lejanas, estrépito de cristales que se rompen.
En mi séptimo recuerdo me dirijo, una vez más, con mi pequeña maleta negra al refugio antiaéreo. Ya estoy frente a la puerta del sótano. Se produce un estallido, la escalera se derrumba y queda reducida a escombros, mi madre cae delante de mí en medio de una espesa nube de polvo.
En mi décimo o undécimo recuerdo me encuentro tumbado en una sala de enfermos. Mi vecino de cama, un chico como yo, me roba las galletas que me ha traído mi madre. Por un momento, la veo en el marco de la puerta al otro extremo de la sala, con la boina roja sobre su pelo oscuro, y la llamo y chillo y pataleo; ella también llora mientras dos enfermeras la empujan hacia la salida porque ha llegado tarde, ya no es hora de visitas.
De vez en cuando aflora un recuerdo que no sé situar: mi madre está arrodillada o de pie sobre el alféizar de la ventana, abierta de par en par, y hace ademán de lanzarse al vacío. ¿Quién o qué la detiene?
Otro recuerdo posterior: muertos en la calle.
Otro, todavía más posterior: soldados soviéticos que me regalan un trozo de chocolate.
Y el último recuerdo antes del viaje en tren corresponde al palacio de Wilhelminenberg, en las inmediaciones de los Bosques de Viena, en lo alto de la ciudad. Gruesos muros, habitaciones altas, estuco en los techos, herrajes de latón. Olor a alcanfor. Salas de enfermos. También los pasillos están llenos de camas. Hay muchos españoles que ríen y cantan. Uno de ellos me dice que levante el brazo y cierre el puño.
—¿Y después? ¿Qué paso después?
—Después vino el largo viaje en tren, dice él.
—No puede ser. Eso fue antes. Seguro que se refiere al viaje a Alemania. O al viaje a Viena. O al de Viena a Auschwitz, a nuestra boda.
—Cuando salimos de Viena.
—¿Para ir a España? Entonces tenía yo razón. Estaba convencido de que Marga regresaría a su país.
—No, a España no, a Francia. Con aquel hombre, Paco.
—¿Con su hermano Paco? ¿Fue a buscarla?
—No, no Paco Ferrer, Paco Suárez.
—...
—¿Está celoso?
—Yo soy el que hace las preguntas. Él, que haga el favor de contestarme. Quiero saber quién es ese Suárez.
Margarita y Suárez se conocieron en Viena. Al final de la guerra, mi hermana estaba escuálida y sin fuerzas. Por eso la llevaron a un sanatorio. Allí había republicanos españoles sobrevivientes de Mauthausen, entre ellos Suárez. Quién sabe si fue amor. Probablemente fue la sensación de soledad. Margarita siempre necesitó de alguien que la protegiera. No la volví a ver sino muchos años más tarde, a ella, a mi sobrino Edi y a mi hermano Paco, que después de la guerra se quedó en Francia y enseñaba español y latín en un colegio de monjas. No sabían que estuve cinco años tras las rejas. No fue hasta 1954 cuando me dieron el pasaporte. Paco y Marga me invitaron a París, me pagaron el viaje, porque yo no tenía ni un duro, de dónde iba a tenerlo. Por roja no encontraba trabajo, y menos de maestra. Daba clases particulares, cobraba una miseria. Fernando, desde luego, también había perdido su empleo en el banco. Malvivía como representante de una empresa que fabricaba corchos de botella. Un dinero duramente ganado. Más tarde logró hacerse distribuidor de mercancías que le daban mayor margen de beneficio: encajes, mantillas, ropa blanca, aparatos quirúrgicos. Eso lo obligaba a viajar por toda España. En 1953 por fin consiguió un empleo fijo como contable en una editorial especializada en música moderna. Partituras y cosas por el estilo. Y catorce años más tarde comenzó a montar la Liga de Mutilados e Inválidos de la Guerra de la República.
Como venía diciendo, en 1954 fui a París y volví a ver a mis hermanos; les conté cómo había sido mi vida en lo que había transcurrido de tiempo. Recuerdo perfectamente que el responsable político de la célula del partido a la que pertenecían los había alertado sobre mí: ¡Cuidado con ésa, que viene de la zona fascista! Puede que sea una espía. Y lo decía uno que nunca supo lo que es respirar aire de cárcel. Así era el ambiente de aquella época, un ambiente cargado de miedo y desconfianza.
Suárez despertó mis recelos desde el primer momento. Y eso que en el fondo no era mala persona. Era raro, eso sí, poco comunicativo y, francamente, medio chiflado. Era hijo ilegítimo. Su madre provenía de León, pero él nació cuando ella ya estaba en Madrid, en Carabanchel. Se crió con un tío que le pegaba a menudo. Creo que esa infancia y los años en el campo de concentración lo marcaron para siempre. Era jovencísimo cuando lo cogieron los alemanes y lo llevaron a Mauthausen. No quiero ni saber por las que debió de pasar. No habló nunca de eso, ni una palabra. Supongo que le harían un lavado de cerebro. Claro que tenía un trauma y estaba amargado, pero eso no es motivo para hacerle la vida imposible a mi hermana y al niño. No hacía otra cosa que dar órdenes todo el día. Para él, el orden era la virtud suprema. Durante años los obligó a sentarse en cajas de madera porque consideraba que las sillas eran un lujo innecesario, y el café del desayuno tenían que tomarlo en latas. Yo estuve más tiempo en la cárcel que él, pero ni en sueños se me hubiese ocurrido asimilar las patéticas vejaciones de la chirona. El día de mi liberación, lo primero que hice fue tomar café de una taza normal.
En su casa se vivía como en una cárcel. Marga lo asumió sin rechistar, y a mí ya me temblaba la mano, me hubiese gustado abofetearla porque decía sí y amén a todo. Me ponía enferma ver cómo se comportaba. Me quedé cuatro días en su casa, al fin y al cabo sentía un gran afecto por ella, pero en un momento dado supe que o le saltaba al cuello a ese Suárez o ponía pies en polvorosa. Ella a lo mejor era feliz con él, puesto que siempre tuvo ese carácter, siempre se arredraba ante cualquier decisión. Aunque era bastante testaruda, lo dejaba hacer, por comodidad o por lo que fuera. Además, estaba mi pobre sobrino. Entonces tenía trece años. Me dolía ver cómo lo machacaban a órdenes. ¡Edi, haz esto! ¡Edi, no hagas lo otro! ¡Edi, a las siete en punto en casa! Era insoportable.
Viena-París, me acuerdo. Fue un viaje largo, de dos o tres días o incluso más, el tren se paró a menudo entre estación y estación. Al comienzo fue una experiencia fenomenal, el compartimento estaba abarrotado, sólo había españoles, y todos estaban muy alegres, cantaban canciones populares, canciones revolucionarias, de la guerra civil. Poco a poco, la euforia fue dando paso al agotamiento. Creí que no llegaríamos nunca. Teníamos la cara tiznada del hollín de la locomotora.
Eso todavía fue en otoño, en otoño del cuarenta y cinco.
Las autoridades francesas nos alojaron en Montrouge, un suburbio al sur de la ciudad, en una casa vieja que se caía a trozos. Nos asignaron a los tres una pequeña habitación. Había una gran cama de matrimonio y seguramente una cama suplementaria para mí, pero sólo recuerdo la gran cama en esa pequeña habitación. También había una cocina, varias cocinas. Recuerdo que los hombres salieron en busca de trabajo. Poco a poco, todos fueron consiguiendo algo. Recuerdo que las mujeres se reunían a pelar patatas. Recuerdo a los niños, casi todos mayores que yo. Mi padrastro Paco contó que él y yo no nos entendíamos porque yo sólo hablaba alemán. Que un día yo lloré y él me preguntó de qué me reía -no conocía la palabra «llorar» en alemán-, y cuanto más insistía, más lloraba yo, de rabia. Eso no lo recuerdo. Sólo sé que en Montrouge aprendí muy rápido el español, y que empecé a mearme en la cama. Paco me castigó obligándome a permanecer horas enteras con los brazos en alto. No me atrevía a bajarlos ni siquiera cuando él salía de la habitación. Eso también lo recuerdo.
Al cabo de unas semanas nos mudamos a Cachan, no lejos de Montrouge. El propietario de un pabellón destartalado tuvo que desocupar para nosotros dos habitaciones en la planta baja. La casa estaba en un parque abandonado, con espléndidos árboles centenarios, tilos y castaños, con lilas y rosas. En Cachan vivimos hasta mediados de los años cincuenta.
Paco era obrero de la metalurgia. Su empresa se encontraba al norte de París. Tenía que atravesar la ciudad y hacer varios trasbordos para llegar al trabajo, empleaba dos horas en cada trayecto. Nunca lo veía antes de las ocho de la noche. Mi madre también trabajaba, toda su vida estuvo trabajando. Pintaba letreros fluorescentes con oro en polvo y colores que contenían sustancias tóxicas. También trabajó para un peletero y en una tintorería. En la empresa Flaminaire cargaba los mecheros de gas. Por último, hizo de mujer de la limpieza.
Por las noches salían a menudo, iban juntos a asambleas, cursillos de formación o conferencias en la sede del partido, y yo tenía que quedarme solo en casa. En Cachan había muchas ratas. Me daban miedo, y cuando el miedo no me dejaba conciliar el sueño me ponía a cantar las canciones de cuna de mi madre. Las prefería a las de la guerra civil, cuyas letras Paco había copiado con esmero en un cuaderno.
A los cinco años entré en el preescolar. Entonces tuve que aprender francés. Probablemente, al cabo de un año todavía debía de hablar con acento o emplear de vez en cuando una palabra en alemán, lo cierto es que los otros chicos me pegaron más de una vez. Boche, me decían. Sale boche.
Cachan era una zona residencial humilde. Sin embargo, cada niño de la clase tenía un par de lápices de colores y una pluma, mientras que yo debía conformarme con un lápiz. El día en que lo perdí no tuve con qué escribir porque mi madre no podía comprarme otro enseguida. De manera que me castigaron obligándome a permanecer de pie en un rincón. No obstante, apenas noté diferencias con respecto a mis compañeros.
La cosa cambió cuando entré en el Lycée Louis Le Grand, un colegio de élite en el centro de París, al que acudían los hijos de la burguesía. Allí me encontraba bastante perdido. Mis padres me habían inscrito en ese centro porque el maestro de la escuela primaria así se lo había aconsejado, arguyendo que yo era un alumno estudioso y dotado. Y aprobé el examen de admisión. Por entonces, aquel colegio tenía muy buena fama.
A los once años, pues, fui consciente de que no todos los hombres son iguales. Primero, mis compañeros iban mejor vestidos. Segundo, hablaban de cosas que yo desconocía: cruceros, playas de mar, personal de servicio. Tercero, podían permitirse libros de texto, carpetas, portaplumas, compases. Yo, por ejemplo, nunca tuve un diccionario de latín. Era demasiado caro, por eso siempre tenía que echar mano de los diccionarios de mis compañeros. En general, procuraba comprar la menor cantidad de libros posible. También ahorraba papel. Lo sigo haciendo, me cuesta utilizar hojas en blanco. Siempre cojo papel usado. Esa escasez no me hizo sufrir, al contrario, me dio fortaleza.
Lo que a los diecisiete o dieciocho años sí me resultó incómodo fue el hecho de no tener patria. Nunca me sentí español porque el ruido, el jaleo, el gregarismo me son ajenos. Soy lo contrario, muy discreto, muy reservado. Al mismo tiempo tenía bastante aversión a todo lo francés. Veía el comportamiento sórdido de la gente frente a los extranjeros. También frente a los españoles, al menos al comienzo. Son demasiado perezosos para aprender la lengua, decían. Al cabo de diez años, mi madre seguía teniendo que soportar humillaciones en la panadería de la esquina cada vez que iba a comprar una baguette. Las empleadas se hacían las tontas, fingían no entenderla. No estábamos integrados. No teníamos amigos franceses. Ni uno solo. A menudo tuve que oír que deberíamos marcharnos de una vez. Que sólo representábamos una carga para sus bolsillos. También vi cómo trataban a la gente que venía de las colonias. Por eso nunca me sentí orgulloso de ser francés. Entonces me dije, vale, no tienes patria, sólo te queda el país de tu padre, Austria. A los dieciocho fui al consulado para hacerme un pasaporte. No es posible, me dijeron. En vista de lo cual les presenté dos docenas de certificados, y entonces, a regañadientes, tuvieron que concederme la nacionalidad. A los veintiuno me hice francés. Podía demostrar que llevaba más de diez años viviendo en el país. Pero no fue para mí un motivo de alegría.
Puede que sea cierto que los españoles se relacionaban sobre todo entre sí. Vivían con un pie en el estribo. Estaban convencidos de que Franco no aguantaría mucho tiempo y que entonces les llegaría el momento de regresar. ¡El año que viene, en España!, brindaban en noche vieja: Mantuvieron la esperanza hasta mediados de los años cincuenta. En algún momento se acabó el brindis.
Sin embargo, fue bonito verla de nuevo. Nos reímos mucho, Marga y yo, mientras nos contábamos nuestras tristezas. De Rudi apenas me habló porque el otro siempre estaba presente. Paco, Paco Suárez. Pero una noche él fue a una reunión del partido, y entonces ella sacó una carpeta con fotos y cartas de Rudi, y por fin pude leerlas. Cuando salíamos a hacer la compra también me hablaba de Rudi, pero poco, muy poco, porque por lo general no estábamos solas. Nos acompañaba el chaval, o ese muermo que no abría la boca.
Tenía nueve años cuando mi madre me habló por primera vez de mi padre. Fue en nuestra casa, en presencia de mi padrastro. Recuerdo poco de lo que dijo: que Rudi había sido comisario político en las Brigadas Internacionales, que luego había sido deportado a Auschwitz, que allí 'había participado en la resistencia dentro del campo. Mi madre me lo describió como una persona con mucha personalidad, un hombre con virtudes extraordinarias. Decía que era especialmente simpático, que reía siempre y no perdía el humor ni en situaciones difíciles. Tenía muy buen carácter, decía mi madre. Aseguraba que yo me le parecía, que era clavado a él. También me enseñó el poema que había escrito para mí. En él dice que debo colmar a mi madre de atenciones, no darle disgustos, demostrar carácter, seguir el camino que él me ha señalado, luchar por el progreso. ¿Qué iba a hacer yo con esos preceptos? Nadie me había enseñado cómo se siguen las huellas de un héroe.
—¿Y qué más?
—¿No ve que lo está martirizando?
—No soy yo quien lo martiriza. Se martiriza él mismo.
—¿Qué más quiere saber de él? Si ya lo sabe casi todo.
—No sé nada. Que cuente.
—¿Para qué? Es agua pasada.
—Nada es agua pasada. Tiene que ayudarme hablando. Quiero saber si ella me olvidó.
—Usted fue su gran amor, dice él. Que precisamente por eso ella hablaba tan poco de usted. Que a él le hubiera resultado violento pedirle que le contara más. No quería hacerle daño.
—¿Por el otro? ¿Porque era infeliz con él?
—Sí, por Suárez.
Marga y Suárez no hacían buena pareja, en absoluto. Y me preguntaba por qué razón se había liado con él. Estaba convencida de que sola no podría superar la situación. Cómo voy a salir adelante con mi hijo. Pues muy sencillo, haciendo lo que siempre has hecho. Trabajando. ¿Acaso no te matas a trabajar ya ocho o nueve horas al día? Pues entonces. A currar y a estar por la criatura. Sin que nadie se meta en tu vida. Sin que nadie te dé órdenes. Eres independiente. Tú sola te las arreglas estupendamente. Pero al parecer necesitaba un hombre a su lado. En ese sentido era calcada a nuestra madre, sin un hombre en casa se le hundía el mundo. Para mí eso nunca ha sido un problema. Pero ella insistía en que el chaval necesitaba un padre. Yo intuía lo que iba a pasar.
A fin de cuentas, el que luego terminaran casándose fue culpa mía. Yo me opuse a la relación. Pero si tenía que ser, que fuera con todas las de la ley. Y como me di cuenta de que ella lo deseaba, le eché un buen sermón a ese Suárez. Te doy dos años, le dije. Si para entonces no te has casado mi hermana, me tendrás aquí de vuelta y te pondré de patitas en la calle. Y si no te vas por las buenas, vendrá mi hermano. Dos días más tarde me marché. Y él no tardó en casarse con ella. Porque mi hermana jamás se habría atrevido a pedírselo. Después Marga me envió la foto de la boda. Yo en su lugar lo hubiese mandado a freír espárragos. Pero ella estaba convencida de que en casa tenía que haber un hombre, eso a una le da autoridad, decía. Una mujer sola no se impone. ¡Tonterías! Suárez se aprovechó de Margarita. Yo sencillamente no la entendí.
Más tarde, cuando cayó enferma, él se ocupó mucho de ella. Eso hay que reconocérselo. La cuidó con abnegación. Para eso servía. Pero para nada más.
En cuanto a su carácter, mi madre era la típica española: muy exaltada, muy apasionada, muy trágica. Lloraba a menudo. Me inculcó sentimientos de culpa. A comienzos de los cincuenta tuvo todos los síntomas de un embarazo. No estaba embarazada, pero sentía náuseas, engordó y empezó a tener antojos de pepinillos en vinagre o huevos cocidos. Y eso que con Paco no podía tener hijos, mi padrastro era estéril. Siempre tenía dolor de cabeza, sufría de depresiones, quizá por su paso por Mauthausen. Sus compañeros lo apreciaban, en el trato con los demás podía ser afectuoso y asequible. Pero en casa se pasaba semanas enteras sin dirigirnos la palabra. En una ocasión me propinó tal bofetada que la mejilla no se me deshinchó en toda una semana. Cuando ya fui mayor, mi madre un día me preguntó si creía que debía divorciarse. Le aconsejé que no lo hiciera. Fue un error. Pero tuve lástima de él, que siempre tenía presente el ejemplo de su padre. El hombre había abandonado a su mujer y a sus hijos para emigrar a Francia, donde, ya anciano, malvivía en medio de la pobreza y la soledad en un sótano miserable. Paco temía correr la misma suerte. Por eso me opuse a que mi madre se separara de él. Además, su hermana, Marina, me asustó aquella vez que vino a visitarnos. Se pasaba de rosca, lo sabía todo mejor que los demás, se enfrentaba a todos los hombres. Así que Paco me pareció el mal menor.
Nunca vi que pegara al niño. En ese sentido, Suárez se portaba bien. Pero quizá para una criatura incluso es mejor que le den un azote de cuando en cuando y luego la abracen y la besen y no que la traten con tanta corrección. Con corrección pero sin amor, sin pasión. La libertad era algo que Suárez no contemplaba. En su vida cotidiana había una rutina fija que no debía alterarse bajo ningún concepto. En Cullera, por ejemplo, donde más tarde tuvieron un piso para pasar las vacaciones, había que salir a pasear a las cinco en punto, en agosto, en una costa mediterránea, en medio de aquel calor sofocante. A las siete había que estar de vuelta. A las ocho y media debía estar la comida en la mesa, y a las diez todo el mundo en la cama. O, por ejemplo, aquella vez que hicimos vacaciones juntos en el cámping de Hendaya. Un día, mi hermana y yo nos fuimos a San Sebastián y nos tomamos unas gambas en el puerto. Y eso sin su consentimiento. Se puso hecho una furia. A su manera, claro, dejando de hablarnos. Ni siquiera nos volvió a mirar. Estuvo un mes sin dirigirle la palabra a mi hermana. Tuvo suerte de no estar casado conmigo. Yo le hubiese pagado con la misma moneda. Le hubiese dicho, lo que tú haces lo sé hacer yo mil veces mejor. Y me hubiera encerrado en el silencio, igual que él. Y luego, con mis propias manos, hubiera llevado su cama al trastero y le hubiera dicho, mira qué rinconcito más acogedor para dormir.
A los catorce enfermé de tuberculosis. Los médicos ya no sabían qué hacer, no atinaban a encontrar la causa de la enfermedad. Hoy entiendo que fue un síntoma del proceso de independización, de la rebelión contra el mundo de los padres que me tenía atado. Pero nunca me opuse a ellos deliberadamente. He adoptado sus ideales políticos. Siempre he tenido claro que hay que continuar la lucha, aunque al final te quedes solo y con las manos vacías.
Quizás ya tenía algo en el pulmón desde antes, pues a los ocho años me dieron la posibilidad de pasar un verano en Noruega en el marco de un programa de ayuda para ochenta hijos de refugiados españoles. La familia que me acogió, el matrimonio Land, vivía en una granja junto a un bosque, en un lugar muy apartado. Había leche, mantequilla y carne en abundancia. Me dejaban llevar las vacas a pastar y bañarme en un lago. Muy cerca de allí había un trampolín de esquí y, en medio del bosque, una cabaña en la que la señora Land hilaba la lana. Aprendí unas cuantas frases de noruego. También aprendí a montar en bicicleta, _n uno de esos armatostes grandes y pesados. Un día se llevaron un gran susto porque a la hora de la cena yo no había vuelto, y entonces salieron a buscarme en un coche de caballos. Aquél cálido y maravilloso verano que viví en ese lugar fue como un cuento. A los Land, cuyos hijos ya eran mayores, les habría gustado adoptarme. Nos escribieron durante al menos dos años. Seguramente mis padres no les contestaron sino una sola vez, y la comunicación se cortó.
Creo que la culpa la tuvo mi padrastro. Paco era un hombre que entablaba relaciones con la misma velocidad con que las acababa. Recuerdo que nuestra vida se hacía cada vez más solitaria, porque paulatinamente fue enemistándose con todos los amigos. A mi madre esto la afectaba mucho, pues él incluso le prohibió encontrarse con los amigos de París. No devolver visitas, no contestar cartas, no dar señales de vida. Desgraciadamente, yo también me volví así.
En la caja de zapatos de mi abuelo he encontrado un fajo de cartas, con sus respectivas copias, que circularon entre Viena y París. Las primeras llevan todavía el sello de la censura de los aliados. Al parecer, mi abuelo quería asumir la tutela de mi hermanastro, pero su nuera opinaba que no era necesario. Al comienzo, ella escribe en alemán, en una especie de transcripción fonética, y Eduard añade cuatro garabatos. Después parece que la comunicación se interrumpe por varios años, pues en una ocasión mi abuelo se queja de que él les escriba cada dos meses y nunca obtenga respuesta.
Las cartas posteriores, enviadas desde París por la segunda mujer de mi padre y mi hermanastro, ya están redactadas en español. Mi abuelo tenía un amigo casado con una española, y ella le traducía las cartas. Hablaban de unas vacaciones de recreo en Zakopane, Polonia, que mi abuelo había solicitado para mi hermanastro a la asociación de ex presos de los campos de concentración. No sé si esas vacaciones tuvieron lugar. La primera vez, la solicitud no se presentó a tiempo, al año siguiente a ella no le dieron las vacaciones para las fechas previstas, y el tercer intento fracasó porque Eduard tenía que estudiar para el examen de bachillerato. Tantas cartas, tantos esfuerzos, tanto afecto desperdiciado. En una de sus cartas, la segunda mujer de mi padre se lamenta de que Edi ya no quiera hablar alemán porque los chicos allí en Francia lo insultan llamándole nazi; en otra dice, muy orgullosa, que el niño es muy aplicado; en otra, confiesa avergonzada que ha engordado mucho, y en una ocasión cuenta que está pensando en volver a contraer matrimonio. Mi abuelo no tiene nada que objetar, al contrario, la anima a dar el paso. La correspondencia es cariñosa por ambas partes. En algún momento se corta.
A los diecisiete o dieciocho pasé por Viena. Estaba recorriendo Europa y aproveché la oportunidad para visitar a mi abuelo. Había escrito que estaba enfermo, que pronto se moriría y que quería volver a verme por última vez. Viena me pareció una ciudad muy burguesa, plagada de monumentos, oculta tras fachadas seño riales. Un poco como Ginebra. Me la había imaginado más bonita, más viva. Recuerdo un parque en el que tocaba una orquesta que estuve escuchando un rato. Los restaurantes no eran caros, estaban al alcance de mi bolsillo, pero la comida era siempre la misma: escalope.
En la foto que nos envió después de la guerra, mi abuelo estaba muy gordo. Cuando lo visité en Viena, estaba otra vez tan delgado como en mi recuerdo. Se ponía los trajes que había llevado de joven. Apenas podíamos entendernos porque yo hacía tiempo que había olvidado el alemán. Creo que tenía un puesto en la administración, era concejal o algo por el estilo. Su mujer me echó las cartas. Dijo que había dos mujeres en mi vida, una rubia y una morena.
Al hermano de mi padre no lo vi. No me encontré con ningún otro miembro de la familia. Tampoco tenía mayor interés porque mi madre me había contado que había sido muy mal recibida por los familiares de Rudi. Creo que no llegué a pernoctar en casa de mi abuelo. Me quedaría como mucho un día.
Mi madre nunca conoció a la segunda mujer de mi padre. Yo sí, la vi una vez en casa de mi abuelo, muy brevemente, después de la guerra. También vi a mi hermanastro. No sé cuándo. Ni siquiera sé cuándo nació. No tengo recuerdos de él. Creo que su madre tenía muchas pecas, pero no estoy seguro.
A finales de los años cincuenta viajé por primera vez a España, junto con mi madre. Pensé que aquel era su primer viaje desde su huida. Sólo después, en su entierro, me enteré de que ya había atravesado la frontera en una ocasión, cargada de propaganda antifranquista. Eso demuestra que no era tan temerosa como parecía.
En mi recuerdo la estancia en Madrid se transforma en una fiesta interminable. Conocí a mis parientes. Todos eran muy alegres, abiertos, despreocupados, en todo el piso había gente hablando por los codos. También el barrio de Lavapiés, donde entonces vivía mi tía, palpitaba de ganas de vivir. Hasta altas horas de la noche las calles estaban llenas de gente, daban voces, cantaban, se reían, batían palmas y avanzaban a empujones. Cuando querían conversar, se paraban. Eso me llamó la atención, que los españoles tuvieran que pararse para hablar. Igual que los gallos, que cierran los ojos para cantar.
Cuando mi hijo y el de Margarita cumplieron dieciocho años, hicimos un viaje a Menorca. Un primo de Sevilla nos lanzó una advertencia: En cuanto los parientes os vean aparecer por Mahón atrancarán la puerta. En efecto, tenían mucho dinero, pero eran muy tacaños. Lo suyo era avaricia. Nuestro abuelo, el farmaceuta, ya había pasado a mejor vida. Había sido un hombre importante en la isla, galardonado a título póstumo con la orden de Alfonso X el Sabio. Es posible que la mereciese, pero desde el punto de vista humano había sido un desastre. Altivo, irascible e incontrolado. Pegaba a sus hijos con un látigo. Recuerdo que en un ataque de rabia tiró a mi primo de tres años contra un árbol. Bestia, le dije yo, que tenía catorce años. A partir de entonces no nos volvimos a dirigir la palabra. El resto del clan me traía sin cuidado. A mi vuelta a España me habían acogido con Julián en su casa, pero llevaron escrupulosa cuenta de los gastos de manutención y vestuario y los dedujeron de las treinta mil pesetas que me correspondieron en herencia. Y por supuesto, el dinero se lo enviaron a Fernando, aunque era yo la beneficiaria. Las mujeres no contaban para ellos.
Lo pasado pasado está, decía Marga, y sus hijos no tienen la culpa. Así era mi hermana. Siempre queriendo hacer las paces. Julián dice que era muy guapa y siempre sonriente. Yo también era guapa. Sólo que toda mi vida he sido una feminista, y no se me hubiese ocurrido nunca ponerme esos colgajos. A los doce años agarré toda esa chatarra de anillos, pulseras y collares, la puse sobre la mesa y le dije a mi madre que no la quería, que yo no era una vaca a la que hubiera que adornar para venderla a buen precio en la feria del ganado.
En Menorca fuimos bien recibidos. La isla me gustó enseguida. Con la herencia de mi madre nos compramos, décadas después, un terreno, y a comienzos de los ochenta nos hicimos construir una casa. Desde entonces visito a mis parientes una vez al año. Son muy discretos, muy parcos en palabras. No sé si es una característica de los menorquines, pero creo que los isleños suelen ser más bien gente de pocas palabras. Gente agradable, pero reservada. Los hijos de mis tíos abuelos no tienen la culpa de cómo se comportaron sus padres, que dejaron a mi madre en la estacada. Por eso nunca saco el tema.
Mi abuelo murió a comienzos de los sesenta. Después de la guerra fue durante unos meses jefe del distrito de Favoriten por el Partido Comunista. Luego trabajó en Feichtenbach, como administrador de una casa de recreo para niños del municipio de Viena. En 1950 fue relevado del cargo, y hasta su muerte cobró una pequeña jubilación. Algunas veces los visité a él y a su mujer. Déjate ver el pelo de vez en cuando, me decían al despedirme. Pero no iba a menudo porque notaba que a mi madre le sentaba mal. Aunque nunca me ponía trabas, al contrario, me decía: Vete a verlos, si quieres. Ella tuvo uno o dos pretendientes, pero nada serio, al menos por su parte. Tengo la impresión de que era por mí que no quería volver a casarse. De hecho, estuvo pendiente de mí en todo momento, hasta su muerte en 1968. ¿Que si mi padre fue su gran amor? Creo que sí. Pero sobre todo fue su gran decepción.
En mayo del sesenta y ocho, bajo De Gaulle, el centro de París era un hervidero. Por primera vez, la gente se paraba en la calle, discutía, defendía a voces y con vehemencia su opinión, o la modificaba en el transcurso de los debates. Hubo concentraciones masivas, los poderosos se sentían amenazados. Por otra parte, la revuelta no pasaba de ser un juego, y no tardé mucho en darme cuenta. Pues cuando el ocho o diez de mayo los manifestantes levantaron barricadas en las calles, cinco o seis barricadas de la altura de una persona en una noche, la policía no intervino. He ido en mi vida a muchos actos de protesta, como los que hubo contra la guerra de Argelia, por ejemplo, cuando en una sola manifestación mataron a trece personas. Por eso sé que si la cosa va en serio la policía es capaz de limpiar cualquier plaza o calle en un santiamén.
En aquella ocasión me preguntaba por qué las cuadrillas de policías permitían que les tiraran piedras, por qué se limitaban a utilizar bombas lacrimógenas y lanzadores de agua, por qué esperaban tanto para pasar a la acción, por qué actuaban casi con delicadeza. Y llegué a la conclusión de que los estudiantes sublevados eran hijos de la burguesía, de que los policías no querían aporrearlos y no lo hicieron. Pero fue un bonito espectáculo.
Y yo participé. Los comunistas me acusaron de separatismo y me tildaron de aventurero ultraizquierdista. Me defendí de esas acusaciones sosteniendo que un comunista tenía que estar con las masas.
Lo interesante fue el cambio cultural. El cambio en la mentalidad de la gente. En las universidades, los profesores perdieron una pizca de su poder absoluto. Antes, en la Sorbona, los estudiantes tenían que ponerse de pie cuando el profesor entraba en el aula, algunos incluso aplaudían. Uno no podía sentarse hasta que él hiciera el consabido gesto. Tampoco estaba permitido abordarlos así como así. Recuerdo que una vez, estando yo en los lavabos, entró un profesor. El hombre se puso a orinar a mi lado, y yo cometí el delito de dirigirle la palabra. Se salió de sus casillas. ¡Cómo se atreve usted! ¡Quién se cree que es! A un profesor no se le habla en los servicios.
Tras las luchas callejeras las formas se relajaron, eso supuso un progreso. También el feminismo fue positivo. Pero lo que no se vislumbraba era una revolución. Todo fue muy romántico, como el retorno de un levantamiento social del siglo xix, con adoquines y banderas rojas y las siete estrofas de la Internacional. Y también fue peligroso. Creo que si el Partido Comunista no hubiera permanecido al margen, si se hubiera unido al movimiento o incluso asumido el poder, se habría producido un baño de sangre.
Para mi madre el sesenta y ocho fue el año de la gran desilusión. Estaba convencida de que se avecinaba un cambio radical. Al igual que mi tío, que poco después murió. No entendían la actitud reservada del partido francés, no comprendían que no supiera aprovechar la ocasión. Era una opinión muy generalizada entre los españoles. Un chico, un camarada español que había huido a París, nos maldijo por no haber tenido protagonismo en la revuelta. Para mí era un trotskista.
Con los comunistas nunca tuve nada que ver. Es cierto que, al término de la guerra, milité durante un tiempo en las juventudes Libres Austríacas, pero fue sobre todo por las chicas. Influido por mi madre, mi ideología era socialdemócrata. Sigue siéndolo. A fin de cuentas, los países del Este han demostrado que el comunismo no era el camino correcto, por decirlo suavemente.
Raras veces pienso en mi padre. Ahora lo hago más que antes, son cosas de la edad. Cuando se produjeron los grandes acontecimientos políticos, como la crisis de Hungría, la Primavera de Praga o el derrumbamiento de la Unión Soviética, siempre lo tuve presente y pensé: ¿qué diría él al respecto? ¿Cómo se comportaría? ¿Estaría amargado?
Mis padres se alegraron de poder regresar a España tras la muerte de Franco. Cuando comencé la carrera universitaria, tenían la esperanza de que más tarde fuera a instalarme en el país de sus antepasados, como hicieron muchos hijos de exiliados. Pero al ver que me casaba con una francesa y me quedaba en París, abandonaron la idea de regresar definitivamente a España. Eso sí, el país se convirtió en su único destino de vacaciones, y nada más reunir un poco de dinero se compraron un piso en Cullera. Incluso participaron en las actividades del partido, iban a las reuniones de su agrupación y vendían el Mundo Obrero. Todo el esfuerzo resultó infructuoso. Fue triste ver cómo mi madre, hacia el final de su vida, perdía todas sus ilusiones, cómo tuvo que constatar que, si bien los españoles se felicitaban por la libertad recobrada, no querían saber nada de política. Y lo peor fue que con las ilusiones perdió también los recuerdos.
Contra la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob no existe todavía ningún remedio. En aquella época se decía que era de origen vírico, pero hoy se sabe que sus causantes son los priones. Las proteínas ocasionan disfunciones en el cerebro y en el sistema motor. Todo comienza con trastornos del sueño y de la memoria, y a medida que el mal se va desarrollando genera cambios en la personalidad. No se puede prever el momento en que la enfermedad se declara. Según los médicos, afecta a una de cada dos millones de personas. Mi madre fue esa una.
En agosto de 1987 su estado empeoró de tal forma que tuvieron que trasladarla en avión a Francia. Ya no contestaba cuando se le hablaba, parecía ausente, miraba al vacío. Mi padrastro estaba desesperado. Sencillamente no soportaba que ella no reaccionara a nada.
Fue aquí, en Madrid, donde noté por primera vez la enfermedad de Margarita. Me operaron de cataratas, y ella vino desde París para echarme una mano con las tareas del hogar. Desde su llegada me pareció muy extraña, pero yo sin gafas no veía bien. El primer día fue a hacer la compra con Fernando. Nada más volver tuvo que descansar. Estaba completamente agotada. Y luego tardó tres horas en preparar un pescado al horno, cosa que requiere diez minutos. Confundía los cubiertos, pretendía tomarse la sopa con el tenedor. Y siempre estaba cansada. Apenas se sentaba, se le cerraban los ojos. No nos peleamos. Pero antes de marcharse dijo: No olvidaré nunca lo que me dijiste una vez. «Tú tienes la culpa.»
Marga está enterrada en el cementerio de Créteil. En la lápida dice:
Margarita Ferrer
1916-1987
Sobre la tumba hay una placa de mármol con un libro abierto tallado en piedra. En la página de la izquierda están esculpidas una rosa y cinco letras: MARGA. En la de la derecha dice:
Jamás
Te olvidaré
Paco
Él vivió cinco años más que ella.
—¿Qué más? Quiero saberlo todo.
—Eso es todo.
—¿No habló más de mí?
—No hablaba ya de nadie.
—Entonces sí me olvidó.
—Él dice que ella toda la vida se sintió culpable. Culpable ante usted. Eso es lo que quiere oír, ¿no?
—Culpable, ¿por qué?
—Porque usted al término de la guerra vio la posibilidad de exiliarse en México. Ella se opuso porque no quería dejar a su madre. Entonces usted se quedó. Por eso, decía, pasó lo que pasó. Y hay algo más. Edi dice que Suárez se empeñaba en adoptarlo. Ella no lo permitió.
—¿Por mí?
—Sí. Deseaba que él siempre llevara su nombre.
Me casé muy joven, a los veinte años. Mi mujer ya estaba embarazada. Al niño le pusimos Rudolf, como mi padre. Es difícil explicar por qué. Fue un impulso interior. Ni él, ni mi hijastro, que mi segunda mujer trajo al matrimonio, se han interesado nunca por el mundo de su abuelo. Quizá fue mi culpa. No quería presionarlos a seguir un determinado camino. Pensaba que en algún momento descubrirían por sí mismos qué es lo que realmente importa en la vida.
Hace unos años asistí a un congreso de psicólogos. En la lista de participantes había otro Friemel, aparte de mí. Por las mismas fechas pedí los billetes para el ferry a Menorca. La agencia de viajes me los envió con el nombre equivocado, el del otro participante en aquel congreso. Creo que era un hombre de mi edad. No pedí que me lo enseñaran, no me acerqué a él, no lo abordé.
No diría que he rechazado mi historia familiar. Si no me he interesado demasiado en ella es porque siempre tuve la sensación de que a mi madre no le parecía bien, aunque nunca me lo dijera abiertamente. No me empeñé en saber. Además, con la muerte del abuelo se cortó la relación. Hoy tendría, además, el problema del idioma. No podría ni siquiera comunicarme con mi hermanastro. Así y todo, me gustaría conocerlo. Me palpitaría el corazón.
A menudo me he preguntado por qué no he querido saber nada sobre Rudi, sobre su juventud en Viena, sobre los parientes en Austria, nada sobre los españoles de Mauthausen, nada sobre los amigos de mis padres en París. No tengo trato con ninguno de ellos. Quizá sea una especie de mecanismo de defensa. Llevo una cicatriz que no debe abrirse.
6
LA CAMISA
En la madrugada del 30 de diciembre de 1944, el comandante del campo recibió el despacho de Himmler según el cual la orden de ejecución había sido aprobada. En el transcurso de la mañana se montaron por tercera vez las cinco horcas.
—A las cuatro de la tarde volvíamos al campo, luego nos mandaban formar en filas de cinco frente a los barracones para el recuento. Luego teníamos que retirarnos y recoger la escudilla. Pero aquella tarde, tras el recuento, los quince mil presos del campo principal esperamos en vano la orden de retirada.
—Como era habitual, los acusados fueron examinados por el médico para comprobar si su estado de salud les permitía soportar la excitación inminente, y éste, como de costumbre, llegó a una conclusión positiva.
—Habían acudido también los SS, que nunca se perdían ese tipo de espectáculos.
—A continuación sacaron a los cinco hombres a rastras del búnker del barracón once. Sólo llevaban una camisa y un pantalón e iban descalzos, a pesar del frío.
—Con la cabeza en alto, aunque pálidos como la cera, los infelices caminaron hacia la plaza de formación iluminada por los focos.
—Durante todo el trayecto gritaron consignas políticas. Les llovieron golpes, pero no dejaron de gritar.
Los colocaron a cada uno frente a una horca. A sus espaldas, en diagonal, estaba el árbol de navidad, un abeto gigante que sobresalía por encima de todo. Sus luces eléctricas estaban encendidas. El jefe del campo leyó la orden aprobada por Berlín, según la cual los presos preventivos Piotr Pity y Bernard Swierczyna y los alemanes Ernst Burger, Rudolf Friemel y Ludwig Vesely eran condenados a morir en la horca por intento de fuga, actividades subversivas y contactos con los partisanos. La orden debía ejecutarse sin dilación.
—Antes de que el jefe del campo pudiera dar la señal para la ejecución, Pity y Swierczyna se enderezaron y gritaron con una voz tan potente que se oyó hasta en el último rincón: ¡Niech yje Polska! ¡Niech yje wolno! ¡Viva Polonia! ¡Viva la libertad! Los esbirros nazis se les echaron encima, los arrastraron hasta la horca y no dudaron en volver a golpearlos con los puños y las culatas de sus fusiles.
—Yo debía de encontrarme a unos tres pasos de distancia. Vi cómo los SS, presos de rabia, perdían totalmente los estribos. Boger y Kaduk se ensañaron con los que ya estaban ahorcados. Los abofetearon, los patearon y tiraron de sus pies.
—Yo me encontraba más atrás. No alcancé a oír bien, pero creo haber visto cómo uno de los condenados le dio una patada en la cara al SS que tenía delante, se puso él mismo la soga y saltó al vacío.
—En ese momento Ernst Burger gritó: ¡Abajo el fascismo! ¡Viva la Austria libre e independiente! Y Rudi Friemel levantó las manos atadas sobre la cabeza y exclamó: ¡Abajo la peste parda y asesina! ¡Viva...! Sus palabras se ahogaron en un estertor de agonía, cuando un SS le echó la soga al cuello. Luego le tocó el turno al joven Vesely. Sus últimas palabras fueron: Hoy nosotros, mañana vosotros.
—Creo que fue Rudi quien gritó: ¡Hoy nosotros, mañana vosotros! Los otros cuatro lanzaron vivas a Polonia, a Austria, al Ejército Rojo. El suboficial, congestionado de la ira, descargó su látigo sobre ellos.
—Fue un sentimiento de humillación, de vergüenza y de impotencia. No puedes hacer nada. Crees que te miran muy hondo a los ojos. Tuve la impresión de que era precisamente Rudi, muy cerca de mí, quien me miraba fijamente. Luego dieron una patada a la caja.
Fin