ACABA EN ASESINATO (Jeffrey Archer)
Publicado en
octubre 06, 2020
Me fallaron las piernas y caí de rodillas. Debía de tener una pinta muy rara, derrumbado en el suelo, tratando de leer el primer párrafo. No podía ver bien las letras del segundo párrafo sin gafas. Subí torpemente las escaleras con los periódicos y cogí las gafas de la mesita de noche. Elizabeth seguía profundamente dormida. Aun así, me encerré en el cuarto de baño, donde podría leer la noticia despacio y sin miedo a interrupciones.
La policía investiga ya como asesinato la muerte de la bella secretaria de Pimlico, Carla Moorland, de 32 años, que fue hallada muerta en su apartamento a primera hora de ayer. El inspector Simmons, de Scotland Yard, que lleva el caso, pensaba al principio que la muerte de Carla Moorland se debía a causas naturales, pero la fractura de mandíbula revelada por las radiografías indica la posibilidad de una pelea.
La vista inicial tendrá lugar el 19 de abril.
La asistenta de la señorita Moorland, María Lucía (de 48 años), declaró en exclusiva a este periódico que la señora estaba con un amigo cuando ella se fue del apartamento a las cinco de la tarde. Otra testigo, la señora Rita Johnson, que vive en la casa de al lado, declaró haber visto salir a un hombre del piso de la señorita Moorland alrededor de las seis, entrar luego en la tienda de enfrente e irse después en un coche. La señora Johnson añadió que el coche tal vez fuera un Rover...
«¡Oh, Dios mío!», exclamé en voz tan alta que temí haber despertado a Elizabeth. Me afeité y me duché rápidamente, intentando pensar sobre la marcha. Estaba vestido y listo para salir de casa antes, incluso, de que mi esposa despertara. La besé en la mejilla, pero sólo se volvió, así que escribí una nota y la dejé en su mesita, explicándole que pasaría la mañana en el despacho porque debía acabar un informe importante.
Ensayé por el camino lo que iba a decir exactamente. Lo repetí una y otra vez. Llegué a la planta doce un poco antes de las ocho y dejé la puerta abierta de par en par para poder advertir la menor intrusión. Esperaba disponer de quince minutos, veinte incluso, antes de que llegara alguien.
Ensayé una vez más lo que tenía que decir. Busqué el número en el listín y lo anoté en la libreta, que coloqué delante de mí. Luego escribí cinco apartados con mayúsculas, como hacía siempre para las reuniones:
● PARADA AUTOBÚS
● ABRIGO
● N.°19
● BMW
● MULTA
A continuación, marqué el número.
Me quité el reloj y lo coloqué frente a mí. Había leído en algún sitio que se puede localizar una llamada telefónica en tres minutos.
—Scotland Yard —contestó una voz de mujer.
—El inspector Simmons, por favor —dije, escuetamente.
—¿Puedo decirle quién le llama?
—No, preferiría no dar mi nombre.
—Bien, de acuerdo, señor.
Sin duda la telefonista estaba acostumbrada a llamadas como aquélla. Sonó otra señal. Se me secó la garganta cuando una voz masculina dijo «Simmons», y oí hablar por primera vez al inspector. Me sorprendió que con un apellido tan inglés tuviera un acento de Glasgow tan fuerte.
—¿Puedo ayudarle en algo? — preguntó.
—No, pero creo que yo sí puedo ayudarle a usted —le dije, en un tono sosegado, bastante más bajo que el mío habitual.
—¿Cómo puede ayudarme, señor?
—¿Lleva usted el caso de Carla Nosequé?
—Así es. Pero ¿cómo puede ayudarme usted? — repitió.
La segunda manecilla indicaba que había pasado ya un minuto.
—Aquella tarde yo vi salir de su casa a un individuo.
—¿Dónde estaba usted en aquel momento?
—En la parada de autobús de la misma calle.
—¿Puede describir a ese individuo? — el tono de voz de Simmons era tan despreocupado como el mío.
—Alto. De uno ochenta a uno ochenta y tres, diría yo. Fuerte. Con uno de esos abrigos elegantes... Ya sabe, esos negros con cuello de terciopelo.
—¿Cómo está tan seguro de lo del abrigo? — inquirió el inspector.
—Hacía tanto frío en la parada del 19 que Pensé que ojalá fuese yo quien lo llevara.
—¿Recuerda usted algo en particular que ocurriera después de que saliera de aquella casa ese individuo?
—Sólo que entró en una tienda de periódicos que hay enfrente antes de subir al coche y marcharse.
—Sí, eso ya lo sabemos —dijo el inspector—. Supongo que no recuerda usted qué coche era...
Ya habían pasado dos minutos, así que me concentré en la segunda manecilla.
—Creo que era un BMW —dije.
—¿Y por casualidad recuerda de qué color?
—No. Estaba demasiado oscuro —hice una pausa—. Pero le vi quitar una multa del parabrisas, así que no creo que le resulte muy difícil localizarle.
—¿Y a qué hora ocurría todo esto?
—Hacia las seis y cuarto o las seis y media.
—¿Y puede decirme...?
Dos minutos cincuenta y ocho segundos. Colgué el teléfono. Estaba empapado en sudor.
—Es agradable verle en el despacho un sábado por la mañana —dijo el director lúgubremente al pasar por mi puerta—. Quiero hablar con usted en cuanto acabe lo que esté haciendo.
Me levanté y le seguí por el pasillo hasta su despacho. Pasó la hora siguiente revisando las cifras previstas de mi informe, pero aunque me esforzaba mucho no conseguía concentrarme. Al poco rato, dejó de disimular su impaciencia.
—Está pensando en otra cosa, ¿verdad? — me preguntó, cerrando la carpeta—. Parece usted preocupado.
—No. Es que he estado haciendo muchas horas extras últimamente.
Me levanté y me fui. De nuevo en mi despacho, quemé la hoja de papel con las cinco palabras orientadoras y regresé a casa. En la primera edición del periódico de la tarde, la historia de la «riña de amantes» había pasado a la página siete. No tenían nada nuevo que contar.
El resto del sábado me pareció interminable, pero el Sunday Express de mi esposa me proporcionó finalmente cierto alivio.
«Según la información recibida en el caso del asesinato "riña de amantes" de Carla Moorland, un individuo ayuda a la policía en sus pesquisas.» Los tópicos que había leído tantas veces adquirían de pronto sentido real.
Repasé los otros periódicos dominicales, escuché todos los boletines informativos y vi todos los noticiarios de televisión. Cuando mi esposa mostró curiosidad, le conté que se rumoreaba en la oficina que la empresa podría ser absorbida de nuevo, lo cual supondría quedarme sin trabajo.
El lunes por la mañana el Daily Express identificaba al individuo del asesinato de la «riña de amantes» como Paul Menzies (51 años), un agente de seguros de Sutton. Su esposa estaba hospitalizada y sometida a un tratamiento con sedantes, y él se hallaba detenido en la cárcel de Brixton. Me pregunté si el señor Menzies le habría contado a Carla la verdad respecto a su esposa. Me serví café solo muy cargado y me fui al despacho.
Aquella misma mañana, más tarde, Menzies comparecía ante los jueces del tribunal de Horse—ferry Road, acusado del asesinato de Carla Moorland. El Standard me confirmó que la policía había conseguido finalmente que le denegaran la libertad bajo fianza.
Descubrí que un caso de tanta gravedad tarda seis meses en llegar al tribunal de lo criminal de Londres. Paul Menzies pasó esos meses en la cárcel de Brixton, y yo los pasé asustado por cualquier llamada telefónica o a la puerta, por cualquier visita inesperada... Cada uno se crea su propia pesadilla. Los inocentes no tienen idea de cuántos casos de este tipo ocurren a diario. Hacía mi trabajo lo mejor posible, preguntándome a menudo si Menzies estaba enterado de mi relación con Carla, si conocería mi nombre o siquiera mi existencia.
Un par de meses antes de la fecha prevista para que se iniciara el juicio, mi empresa celebró su asamblea general del año. Necesité desplegar un gran ingenio contable para ordenar una serie de cantidades de forma que indicaran que no obteníamos ningún beneficio. Aquel año no pagamos dividendos a nuestros accionistas, por supuesto.
Salí de la asamblea aliviado, casi alegre. Habían transcurrido seis meses desde la muerte de Carla y durante ese tiempo no tuve indicio alguno de que se sospechara siquiera que yo la conocía y mucho menos que fuera el causante de su muerte. Me sentía aún culpable por Carla, la añoraba incluso, pero después de seis meses podía pasar ya un día entero sin verme dominado por el miedo. Curiosamente, me sentía culpable por la situación de Menzies. En realidad, se había convertido en el instrumento que me permitiría no pasarme la vida en la cárcel. Así que cuando cayó el golpe, tuvo un doble impacto.
El 26 de agosto (nunca lo olvidaré), recibí una carta que me hizo comprender que quizá tuviera que seguir el juicio palabra por palabra. Por mucho que intenté convencerme de que debía alegar alguna excusa, sabía que iba a seguirlo.
Aquella misma mañana, viernes (supongo que estas cosas siempre pasan en viernes), me llamaron para lo que yo supuse mi reunión semanal con el director, y era únicamente para decirme que la empresa ya no necesitaba mis servicios.
—Francamente, en los últimos meses su trabajo ha ido de mal en peor —me dijo.
No me sentía capaz de llevarle la contraria.
—Y no me ha dejado más alternativa que sustituirle.
Una forma cortés de decirme: «Está despedido».
—Su mesa debe estar disponible esta tarde a las cinco —prosiguió el director—. Y entonces recibirá un cheque de la sección de contabilidad por valor de 17.500 libras.
Alcé una ceja.
—Los seis meses de indemnización, según estipulaba su contrato cuando nos hicimos cargo de la empresa —me explicó.
Luego me tendió la mano, pero no para desearme suerte sino para pedirme las llaves del Rover.
Recuerdo lo primero que pensé cuando me comunicó su decisión: «Al menos podré ir todos los días al juicio sin problema».
Elizabeth se tomó mal la noticia de mi despido y se limitó a preguntarme qué planes tenía para encontrar otro trabajo. Durante todo el mes siguiente, simulé estar buscando un puesto en otra empresa, aunque sabía muy bien que mientras durara el juicio no podría concentrarme en nada.
La mañana del juicio todos los periódicos populares publicaron pintorescos artículos de fondo. El Daily Express mostraba incluso en primera plana una foto de Carla en traje de baño en la playa de Marbella; me hubiera gustado saber cuánto le habían pagado a su hermana de Fulham por aquella foto. Al lado se veía una fotografía de perfil de Paul Menzies, en la que parecía realmente un presidiario. Sin una sola palabra al pie, las fotos permitían a los lectores determinar con exactitud a quién creían culpable. Yo fui de los primeros a los que dijeron en qué sala se celebraría el caso de «la Corona contra Menzies». Un policía uniformado me lo indicó con todo detalle y entré en el juzgado número 4 con otras personas.
Procuré por todos los medios sentarme al extremo de mi fila. Miré alrededor pensando que todos me observarían, pero, para mi alivio, nadie pareció mostrar el menor interés.
Desde mi sitio podía ver muy bien al acusado, sentado en el banquillo. Menzies era un hombre frágil, que daba la impresión de haber adelgazado mucho recientemente: cincuenta y un años, decían los periódicos, pero parecía estar más cerca de los setenta. Me pregunté cuánto debía de haber envejecido yo en los últimos meses.
Menzies vestía un elegante traje azul oscuro que le iba ancho, una camisa limpia y lo que me pareció una corbata de uniforme. Llevaba el pelo, fino y canoso, peinado hacia atrás, y un bigotillo plateado le daba un aire castrense. Desde luego, no parecía un asesino ni un gran amante, pero seguro que cualquiera que me examinara a mí hubiera llegado a la misma conclusión. Busqué entre el mar de rostros a la señora Menzies, pero ninguno de los presentes en la sala encajaba con la descripción que los periódicos daban de ella.
Cuando entró en la sala el señor juez Buchanan, nos levantamos todos.
—La Corona contra Menzies —anunció el alguacil.
El juez se inclinó hacia delante para decirle a Menzies que podía sentarse, y luego se volvió lentamente hacia los miembros del jurado.
Explicó que la prensa había prestado bastante atención al caso, pero que lo único importante era la opinión de los jurados, pues sólo a ellos se les pediría que decidieran si el acusado era o no culpable de asesinato. Aconsejó también que no leyeran las reseñas de los periódicos sobre el juicio ni escucharan las opiniones ajenas sobre cuál debía ser el veredicto, en especial las de quienes no habían asistido a la vista: esas personas, dijo, eran siempre las primeras en tener una opinión implacable sobre cuál debía ser el fallo. Recordó luego a los miembros del jurado lo importante que era concentrarse en las pruebas, porque estaba en juego la vida de un hombre. Me di cuenta, de pronto, de que estaba moviendo la cabeza, asintiendo a sus palabras.
Miré en torno, con la esperanza de que nadie me reconociera. Menzies tenía los ojos clavados en el juez, que se volvió para dirigirse al fiscal.
En cuanto sir Humphrey Mountcliff se levantó de su asiento, agradecí que actuase contra Menzies y no contra mí. Era un individuo altísimo, con la frente muy ancha y cabello de un gris plateado. No sólo dominaba la sala con su imponente presencia física, sino también con la voz, cuyo tono era, como mínimo, autoritario. Se pasó el resto de la mañana exponiendo las alegaciones de la acusación. Sólo dejó de mirar a los miembros del jurado alguna que otra vez para consultar sus notas.
Reconstruyó los hechos tal como suponía que habían ocurrido aquella noche de abril.
Su exposición inicial duró dos horas y media, menos de lo que yo esperaba. Luego el juez propuso un descanso para almorzar y nos pidió a todos que estuviéramos de vuelta en nuestros puestos a las dos y diez.
Después del descanso, sir Humphrey llamó a declarar a su primer testigo, el inspector Simmons. Fui incapaz de mirarle mientras declaraba. Todas sus respuestas parecían dirigidas personalmente a mí. Me pregunté si sospecharía desde el principio la existencia de otro hombre. Simmons aportó un informe muy profesional al describir detalladamente cómo halló el cadáver y cómo llegó posteriormente hasta Menzies a través de dos testigos y de la irrefutable multa por aparcamiento indebido. Cuando sir Humphrey concluyó y se sentó, muy pocas de las personas presentes podían creer que Simmons se hubiera equivocado de hombre.
El abogado defensor de Menzies, que se levantó para interrogar al inspector, era el polo opuesto de sir Humphrey. Se llamaba Robert Scott y era bajo y rechoncho, de tupidas cejas. Hablaba despacio y sin inflexiones. Me alegré al ver que a un miembro del jurado le costaba trabajo mantenerse despierto.
Durante los veinte minutos siguientes, Scott obligó al inspector a repasar de nuevo cuidadosamente su declaración, pero no consiguió que se retractara de algo sustancial. Cuando el inspector bajó del estrado de los testigos, me sentía ya tan seguro que podía mirarle directamente a los ojos sin experimentar incomodidad.
Declaró a continuación el forense, doctor Anthony Mallins, quien, después de contestar algunas preguntas preliminares sobre su profesión, pasó a contestar una pregunta de sir Humphrey que sorprendió a todos. El médico informó al tribunal de que había pruebas evidentes de que la señorita Moorland había tenido relaciones sexuales poco antes de morir.
—¿Cómo puede estar usted tan seguro, doctor Mallins?
—Porque encontré huellas de sangre del grupo B en el muslo de la difunta, y posteriormente se determinó que el grupo sanguíneo de la señorita Moorland era el cero. Había también rastros de fluido seminal en el camisón que llevaba puesto en el momento de la muerte.
—¿Son corrientes esos grupos sanguíneos? — preguntó sir Humphrey.
—El grupo cero lo es —admitió el doctor Mallins—. El grupo B es muy poco corriente.
—¿Y cuál diría usted que fue la causa de la muerte? — preguntó sir Humphrey.
—Uno o varios golpes en la cabeza, que le produjeron fractura de mandíbula y lesiones en la base del cráneo que podrían haber sido causadas por un instrumento contundente.
Me dieron ganas de levantarme y exclamar: «¡Yo puedo decirles cuál!».
—Gracias, doctor Mallins —concluyó sir Humphrey—. No le haré más preguntas.
El señor Scott trató al médico con mucho más respeto que al inspector Simmons, a pesar de ser testigo de la acusación.
—¿Podría haberse producido la señorita Moorland el golpe en la cabeza al caerse? — preguntó.
El médico vaciló y luego admitió:
—Es posible. Pero eso no explicaría la fractura de la mandíbula.
El señor Scott ignoró el comentario y se apresuró a seguir:
—¿Qué porcentaje de la población de Gran Bretaña tiene grupo sanguíneo cero?
—El cinco o el seis por ciento, aproximadamente —contestó el médico.
—Dos millones y medio de personas —calculó el señor Scott, y esperó a que la cifra se grabara bien en la mente de los presentes; luego cambió súbitamente de táctica.
Pero por mucho que lo intentó, no logró que el médico modificara su opinión en cuanto a la hora de la muerte, ni que admitiera la posibilidad de otras relaciones sexuales salvo las mantenidas coincidiendo con las horas en que su cliente estuvo con Carla.
Cuando el señor Scott se sentó, el juez preguntó a sir Humphrey si quería volver a interrogar al testigo.
—Así es, señoría. Doctor Mallins, ha declarado usted ante este tribunal que la señorita Moorland tenía fracturada la mandíbula y presentaba lesiones en la parte posterior de la cabeza. ¿Pudo haberse causado las lesiones al caer sobre un objeto contundente cuando ya tenía la mandíbula rota?
—Protesto, señoría —interrumpió el señor Scott, levantándose con insólita rapidez—. En la pregunta se le sugiere al testigo la respuesta.
El juez Buchanan se inclinó hacia delante para mirar al médico.
—Se acepta la protesta, señor Scott, pero me gustaría saber si el doctor Mallins encontró sangre del grupo cero, el grupo sanguíneo de la señorita Moorland, en algún otro objeto de la habitación.
—Sí, señoría. En el borde de la mesa de cristal del centro de la habitación.
—Gracias, doctor Mallins —dijo sir Humphrey—. No hay más preguntas.
El siguiente testigo de sir Humphrey fue la señora Rita Johnson, la dama que aseguraba haberlo visto todo.
—Señora Johnson, la noche del 7 de abril ¿vio usted salir a un hombre del edificio de apartamentos en el que vivía la señorita Moorland? — preguntó sir Humphrey.
—Sí le vi.
—¿Qué hora era?
—Las seis y pocos minutos.
—Explique por favor al tribunal lo que ocurrió después.
—Cruzó la calle, quitó una multa del parabrisas, se subió a su coche y se fue.
—¿Puede decirnos si ese hombre está ahora en esta sala?
—Sí —dijo con firmeza, señalando a Menzies, que, ante aquella afirmación, movió enérgicamente la cabeza.
—No haré más preguntas.
El señor Scott se levantó de nuevo lentamente.
—¿Cuál dijo usted que era la marca del coche en el que monto aquel individuo?
—No estoy totalmente segura, pero creo que era un BMW.
—¿No era un Rover, como le dijo usted a la policía a la mañana siguiente?
La testigo no respondió.
—¿Y vio usted realmente al hombre en cuestión coger una multa por aparcamiento indebido del parabrisas del coche? — preguntó el señor Scott.
—Creo que sí, señor, pero ocurrió todo tan de prisa...
—De eso estoy seguro —dijo el señor Scott—. En realidad, yo diría que ocurrió tan de prisa que se equivocó usted de hombre y de coche.
—No, señor —respondió la testigo, pero no con la misma convicción con que había respondido a las preguntas anteriores.
Sir Humphrey no volvió a interrogar a la señora Johnson. Comprendí que su propósito era que el jurado olvidara su declaración lo antes posible. En realidad, cuando abandonó el estrado de los testigos dejó bastante confusos a todos los presentes.
La asistenta de Carla, María Lucía, fue mucho más convincente. Declaró sin ambigüedades que había visto a Menzies en la sala del piso aquella tarde cuando llegó, poco antes de las cinco. Admitió, sin embargo, que era la primera vez que le veía.
—Pero ¿no es cierto —preguntó sir Humphrey— que sólo trabaja usted normalmente por las mañanas?
—Sí. Pero la señorita Moorland tenía la costumbre de llevarse trabajo a casa los jueves por la tarde, y a mí me iba bien pasar a recoger mi salario.
—¿Y cómo iba vestida aquella tarde la señorita Moorland? — preguntó sir Humphrey.
—Con su bata azul.
—¿Era su atuendo normal de los jueves por la tarde?
—No, señor, pero supongo que iba a darse un baño antes de salir por la noche.
—Cuando se fue usted del piso, ¿ella seguía con el señor Menzies?
—Sí, señor.
—¿Recuerda usted alguna otra prenda que llevara puesta aquel día?
—Sí, señor. Llevaba debajo un camisón rojo.
Se aportó como prueba mi regalo y María Lucía lo identificó. En ese momento miré directamente a la testigo, que no dio ninguna muestra de reconocimiento. Agradecí a todos los dioses del Panteón no haber ido nunca a visitar a Carla por la mañana.
—No se vaya, por favor —fueron las últimas palabras de sir Humphrey a María Lucía.
El señor Scott se levantó para interrogarla.
—Señorita Lucía, ha declarado usted ante este tribunal que el propósito de su visita era recoger su salario. ¿Cuánto tiempo permaneció en esta ocasión en el piso?
—Ordené un poco la cocina y planché una blusa: quizá unos veinte minutos.
—¿Vio usted a la señorita Moorland durante ese tiempo?
—Sí, fui a la sala a preguntarle si quería más café, pero me dijo que no.
—¿Y estaba en aquel momento con ella el señor Menzies?
—Sí, estaba allí.
—¿Notó usted en algún momento que estuvieran riñendo o que levantaran la voz?
—No, señor.
—Cuando les vio usted juntos, ¿le pareció que la señorita Moorland daba muestras de angustia o de necesitar ayuda?
—No, señor.
—¿Qué ocurrió luego?
—Unos minutos después, la señorita Moorland fue a la cocina, me dio mi sueldo y yo me marché.
—Y cuando estuvo a solas en la cocina con la señorita Moorland, ¿dio ella alguna muestra de tener miedo de su invitado?
—No, señor.
—No haré más preguntas, señoría.
Sir Humphrey no volvió a interrogar a María Lucía e informó al juez de que el ministerio público había concluido su turno. El señor juez Buchanan asintió y dio por terminada la sesión, no sin antes manifestar que no creía tener elementos de juicio para declarar culpable a Menzies.
Cuando llegué a casa aquella noche, Elizabeth no me preguntó dónde había estado y yo no le di explicación alguna. Pasé el rato fingiendo estudiar ofertas de trabajo.
A la mañana siguiente, desayuné tarde y, después de leer los periódicos, volví para ocupar mi sitio al final de la fila en el juzgado número 4. Llegué unos pocos minutos antes de que hiciera su entrada en la sala el juez.
En cuanto hubo tomado asiento, el señor juez Buchanan se ajustó la peluca y pidió al señor Scott que iniciara las alegaciones de la defensa. El señor Scott volvió en esta ocasión a levantarse con mucha parsimonia (un individuo pagado por horas, pensé, sin consideración). Empezó prometiendo al tribunal que su exposición inicial sería breve, y aguantó a pie firme las dos horas y media siguientes.
Inició la defensa repasando detalladamente los aspectos importantes, según él, del pasado de Menzies. Nos aseguró a todos que los que quisieran examinarlo sólo encontrarían un historial impecable. Paul Menzies era feliz en su matrimonio, vivía en Sutton con su esposa y tres hijos (Polly, de veintiún años; Michel, de diecinueve; y Sally, de dieciséis). Dos de ellos estaban ya en la universidad y la más pequeña acababa de terminar secundaria. Los médicos habían aconsejado a la señora Menzies que no asistiera al JUICIO, tras su reciente salida del hospital. Advertí que dos de las mujeres del jurado sonreían, comprensivas.
El señor Menzies, prosiguió el señor Scott, trabajaba en una empresa de seguros de Londres desde hacía ya seis años y, aunque no había ascendido, gozaba de gran consideración dentro de la empresa. Era un pilar de su comunidad y había pertenecido a la segunda reserva y a la junta del cineclub local. Hasta se había presentado una vez como candidato a concejal por Sutton. Difícilmente podría tomarse a un individuo así como presunto asesino.
Pasó luego el señor Scott al día mismo del asesinato, y confirmó que el señor Menzies se había entrevistado con la señorita Moorland la tarde en cuestión, pero por motivos estrictamente profesionales y con el único y exclusivo propósito de asesorarla y ayudarle en su plan personal de seguro. Ninguna otra razón, además, podría existir para que visitara a la señorita Moorland en horas de oficina. No se había acostado con ella y, desde luego, no la había asesinado.
El acusado dejó a su cliente pocos minutos después de las seis. Tenía entendido que ella se proponía cambiarse para ir a cenar a Fulham con su hermana. Quedó citado con ella en su despacho el miércoles siguiente para formalizar la póliza. La defensa, prosiguió el señor Scott, se proponía presentar la anotación que figuraba en la agenda de su defendido, que confirmaba la veracidad de esta afirmación.
La acusación formulada contra su defendido, prosiguió, se basaba casi exclusivamente en pruebas circunstanciales. Confiaba en que una vez concluido el juicio, el jurado no tendría más alternativa que devolver a su cliente al seno de su querida familia.
—Tienen que poner fin a esta pesadilla —concluyó el señor Scott—. Ya ha durado demasiado para un hombre inocente.
En ese momento, el juez propuso un descanso para almorzar. Durante la comida no fui capaz de concentrarme, ni siquiera de enterarme de lo que hablaban a mi alrededor. Casi todos los que tenían una opinión formada ya parecían convencidos de que el señor Menzies era inocente.
En cuanto volvimos, a las dos y diez, el señor Scott llamó a declarar a su primer testigo: el propio acusado.
Paul Menzies dejó el banquillo y se encaminó lentamente al estrado de los testigos. Cogió un ejemplar del Antiguo Testamento con la mano derecha y leyó titubeante las palabras del juramento de una tarjeta que sostenía en la izquierda.
Todas las miradas estaban fijas en él mientras el señor Scott le guiaba cuidadosamente por el campo minado de las pruebas.
A medida que avanzaba el día, Menzies iba sintiéndose más seguro de la absolución; y cuando a las cuatro treinta el juez dijo al tribunal: «Se cierra la sesión», yo estaba convencido de que le absolverían, aunque fuera sólo por mayoría.
Tras una noche inquieta, volví a ocupar mi puesto el tercer día del juicio, temiendo ya lo peor. ¿Dejarían en libertad a Menzies y empezarían a buscarme a mí?
El señor Scott inició la sesión del tercer día tan suavemente como la del segundo, pero repitió tantas preguntas del día anterior, que se puso de manifiesto su propósito de tranquilizar a su cliente para cuando tuviera que enfrentarse al fiscal. Antes de sentarse, preguntó por tercera vez a Menzies:
—¿Tuvo usted alguna vez relaciones sexuales con la señorita Moorland?
—No, señor. Sólo la vi aquel día —contestó el testigo con firmeza.
—¿Y mató usted a la señorita Moorland?
—Por supuesto que no, señor —dijo Menzies, con voz firme y segura.
El señor Scott volvió a su sitio, con expresión satisfecha.
Para ser justos con Menzies, prácticamente nada de lo que ocurre en la vida normal podría haber preparado a alguien para un interrogatorio de sir Humphrey Mountcliff. Yo no hubiera podido tener mejor abogado si lo hubiera elegido.
—Me gustaría empezar, si se me permite, señor Menzies —empezó—, con lo que su abogado parece valorar más como prueba de su inocencia.
Menzies mantenía los labios apretados.
—Esa oportuna anotación en su agenda, según la cual usted había concertado una segunda entrevista con la señorita Moorland, la mujer asesinada —sir Humphrey repetiría estas tres últimas palabras una y otra vez durante el interrogatorio—, para el miércoles siguiente a su asesinato.
—Sí, señor.
—Esta anotación se hizo..., corrí jame si me equivoco..., después de su reunión del jueves con la señorita Moorland en el piso de ésta.
—Sí, señor —admitió Menzies, a quien sin duda habían indicado que no añadiera algo que pudiera utilizar posteriormente en su contra el fiscal.
—Dígame entonces cuándo hizo usted esa anotación.
—El viernes por la mañana.
—¿Después de que la señorita Moorland hubiera sido asesinada?
—Sí, pero yo no lo sabía.
—¿Lleva usted una agenda consigo, señor Menzies?
—Sí, pero sólo una pequeña, de bolsillo, no la grande de mesa.
—¿La lleva usted ahora?
—Sí, señor.
—¿Me permite verla?
Menzies sacó de mala gana una pequeña agenda verde del bolsillo de la chaqueta y se la entregó al alguacil, que a su vez se la dio a sir Humphrey.
—No veo ninguna anotación de su cita con la señorita Moorland la tarde en que fue asesinada —observó pasando las hojas.
—No, señor —dijo Menzies—. Sólo anoto las citas con clientes en la agenda del despacho y las personales, en la de bolsillo.
—Ya —dijo sir Humphrey, pasando unas cuantas hojas más—. ¿Quién es David Paterson? — preguntó.
Menzies puso cara de estar intentando situarle.
—Señor David Paterson; City Road, 112, 11.30, 9 de enero de este año —leyó en voz alta al tribunal sir Humphrey. Menzies parecía nervioso—. Podemos hacer comparecer al señor Paterson si no es usted capaz de recordar la entrevista —dijo amablemente sir Humphrey.
—Es un cliente de mi empresa —dijo Menzies con voz tranquila.
—Un cliente de su empresa —repitió lentamente sir Humphrey—. Me pregunto cuántos encontraría si siguiera repasando su agenda más detenidamente.
Menzies bajó la cabeza cuando sir Humphrey devolvió la agenda al alguacil, después de haber conseguido lo que se proponía.
—Me gustaría pasar ahora a cuestiones más importantes...
—Hasta después del almuerzo, no, sir Humphrey —le interrumpió el juez—. Es casi la una y creo oportuna una interrupción ahora.
—Como usted quiera, señoría —fue la cortés respuesta.
Salí del juzgado sintiéndome más optimista, aunque muy impaciente por saber qué podría ser más importante que aquella agenda. Aunque la insistencia de sir Humphrey en mentiras insignificantes no demostraba que Menzies fuera el asesino, indicaba que ocultaba algo. Me preocupaba que durante el almuerzo el señor Scott aconsejara a Menzies que admitiera su relación con Carla para que el resto de la historia resultara más creíble. Con gran alivio mío, durante la comida me enteré de que, según el derecho inglés, Menzies no podía consultar con su abogado mientras siguiera en el estrado de los testigos. Cuando volvimos a la sala, percibí que la sonrisa del señor Scott había desaparecido.
Sir Humphrey se levantó para proseguir su interrogatorio.
—Ha declarado usted bajo juramento, señor Menzies, que es feliz en su matrimonio.
—Lo soy, señor —dijo el acusado convencido.
—Y, dígame, ¿fue igualmente feliz en su primer matrimonio, señor Menzies? — preguntó sir Humphrey con naturalidad.
El acusado palideció mortalmente. Se volvió a mirar al señor Scott, que no podía disimular que aquella era una información que no se le había confiado.
—Tómese usted el tiempo que necesite para contestar.
Todas las miradas cayeron sobre el individuo que ocupaba el estrado de los testigos.
—No —reconoció Menzies; y se apresuró a añadir—: Pero yo era muy joven entonces. Eso sucedió hace muchos años y fue un gravísimo error.
—¿Un gravísimo error? — repitió sir Humphrey, mirando directamente al jurado—. ¿Y cómo terminó aquel matrimonio?
—Con el divorcio —aclaró Menzies con absoluta sencillez.
—¿Y cuáles fueron los motivos del divorcio?
—Crueldad, pero...
—Pero... ¿quiere usted que lea al jurado lo que declaró su primera esposa bajo juramento aquel día en el juzgado?
Menzies temblaba. Sabía que un no le condenaría y que un sí le hundiría.
—Bien, como parece usted incapaz de explicarlo, leeré, con el permiso de su señoría, la declaración que la primera señora Menzies hizo ante el señor juez Rodger el 9 de junio de 1961, en el juzgado del condado de Swindon.
Sir Humphrey carraspeó para aclararse la garganta, luego empezó a leer:
—«Me pegaba continuamente, y la situación se hizo tan insoportable que hube de escapar, pues tenía miedo de que cualquier día me matara.»
Sir Humphrey dio énfasis a las últimas palabras.
—¡Exageraba! — gritó Menzies desde el estrado de los testigos.
—Es una lástima que la pobre señorita Carla Moorland no pueda estar hoy aquí con nosotros para explicarnos si también es una exageración lo que usted nos cuenta de ella.
—Protesto, señoría —terció el señor Scott—. Sir Humphrey está acosando al testigo.
—Se acepta la protesta —admitió el juez—. Tenga más cuidado en adelante, sir Humphrey.
—Lo siento, señoría.
Pero el tono era muy poco exculpatorio. Cerró el expediente que había estado consultando, lo dejó en la mesa y cogió otro. Lo abrió despacio, asegurándose de que los presentes seguían cada uno de sus movimientos, y sacó una hoja de papel.
—¿Cuántas amantes ha tenido usted desde que está casado con la segunda señora Menzies?
—Protesto, señoría. ¿Qué importancia puede tener la respuesta a esta pregunta?
—Con todos los respetos, señoría, creo que la pregunta es importante. Me propongo demostrar que el señor Menzies no tenía una relación profesional con la señorita Moorland sino una relación muy personal.
—Conteste a la pregunta el acusado —ordenó el juez.
Menzies no decía nada; sir Humphrey alzó la hoja de papel y la examinó.
—Tómese todo el tiempo que sea necesario, porque quiero saber el número exacto —dijo sir Humphrey, mirando por encima de las gafas.
Pasaban los segundos y todos esperábamos.
—Mmmmm... Tres, creo —dijo al fin Menzies, en un tono de voz apenas audible.
Los caballeros de la prensa se lanzaron a escribir, frenéticos.
—Tres —repitió sir Humphrey, mirando con incredulidad la hoja de papel.
—Bueno, tal vez fueran cuatro.
—¿No sería la cuarta la señorita Carla Moorland? — preguntó sir Humphrey—. Porque aquella tarde se acostó usted con ella, ¿verdad?
—No, no es cierto —negó Menzies; pero por entonces muy pocos de los presentes podían ya creerle.
—Muy bien —prosiguió sir Humphrey, colocando la hoja de papel en el banquillo—. Pero antes de volver a su relación con la señorita Moorland, expondremos toda la verdad sobre las otras cuatro.
Examiné detenidamente la hoja de papel que había estado leyendo sir Humphrey. Desde donde yo estaba sentado podía ver que no tenía absolutamente nada escrito. Lo que tenía delante era una hoja en blanco.
Me costó bastante trabajo contener la risa. El historial adúltero de Menzies era un regalo extra para mí y para la prensa, y no pude dejar de preguntarme cómo habría reaccionado Carla de haberse enterado.
Sir Humphrey dedicó el resto del día a conseguir que Menzies explicara los detalles de sus relaciones anteriores con las cuatro amantes. El tribunal estaba intrigadísimo, y los periodistas seguían escribiendo, seguros de que iban a tener un gran día. Cuando se levantó la sesión, el señor Scott tenía los ojos cerrados.
Mientras aquella noche conducía de regreso a casa, me sentía algo más que ligeramente satisfecho de mí mismo, como el individuo que ha completado una productiva jornada de trabajo.
Al entrar en la sala del juicio al día siguiente, vi que los asistentes empezaban a reconocer a los demás habituales y a saludarse. Y me di cuenta de que yo hacía lo mismo: saludaba a la gente con gestos al dirigirme a mi sitio al extremo del banco.
Sir Humphrey pasó la mañana repasando algunas otras fechorías de Menzies. Así nos enteramos de que había estado en la segunda reserva sólo cinco meses y que le habían cesado por desavenencias con el oficial al mando, a propósito de las horas que tenían que haber dedicado a prácticas los fines de semana, y de las cantidades que reclamaba por dichas horas. Nos enteramos también de que sus tentativas de obtener una concejalía se debían más a un deseo de tomar represalias por la negativa del permiso para edificar en un terreno próximo a su casa, que a sentimientos altruistas de servir a sus semejantes. Para ser justos, sir Humphrey habría sido capaz de conseguir que el arcángel san Gabriel pareciera un hincha de fútbol de los que practican el vandalismo.
Pero aún se guardaba el triunfo definitivo en la manga.
—Señor Menzies, me gustaría volver ahora a su versión de lo que ocurrió la noche en que la señorita Moorland fue asesinada.
—Sí —asintió Menzies con un suspiro que revelaba cansancio.
—Cuando visita usted a un cliente para hablar de una póliza, ¿cuánto diría usted que suele durar una consulta normal?
—Por lo general, una media hora; una hora como mucho.
—¿Y cuánto duró la consulta de la señorita Moorland?
—Una hora larga —dijo Menzies.
—Y usted se fue de su casa, si no recuerdo mal su declaración, poco después de las seis.
—Así es.
—¿Y a qué hora estaban ustedes citados?
—A las cinco, como indica claramente la agenda de mi despacho.
—Bien, señor Menzies. Si llegó usted hacia las cinco a casa de la señorita Moorland y se fue poco después de las seis, ¿cómo es que tenía una multa de aparcamiento?
—No tenía suelto para el parquímetro —explicó Menzies tranquilamente—. Y como ya habían pasado unos minutos, me arriesgué.
—Se arriesgó —repitió lentamente sir Humphrey—. Es usted un hombre capaz de correr riesgos, señor Menzies, no cabe duda. ¿Tendría usted la amabilidad de echar un vistazo a la multa en cuestión?
El alguacil se la entregó a Menzies.
—¿Quiere usted leer en voz alta ante el tribunal la hora exacta de la infracción que el guardia urbano escribió en la casilla correspondiente?
De nuevo Menzies tardó bastante en contestar.
—Cuatro dieciséis a cuatro treinta —dijo al fin.
—No he oído —protestó el juez.
—¿Sería tan amable de repetir lo que ha dicho para que lo oiga el señor juez? — dijo el fiscal.
Menzies repitió aquellos datos irrefutables.
—Así pues, queda establecido que en realidad estuvo usted con la señorita Moorland desde antes de las cuatro dieciséis, y no, como creo que escribió usted posteriormente en su agenda, desde las cinco en punto. Lo cual es otra mentira, ¿verdad?
—No —replicó Menzies—. Seguramente llegué un poco antes de lo que creía.
—Una hora antes por lo menos, según parece. Y creo que llegó usted esa hora antes porque su interés por Carla Moorland no era exclusivamente profesional, ¿verdad?
—Eso no es cierto.
—¿Acaso no tenía usted intención de hacerla su amante?
Menzies vaciló el tiempo suficiente para que sir Humphrey contestara su propia pregunta:
—Porque la parte profesional de su entrevista terminó en la habitual media hora, ¿no es cierto, señor Menzies?
Esperó una respuesta, pero Menzies no daba ninguna.
—¿Cuál es su grupo sanguíneo, señor Menzies?
—No tengo idea.
Sir Humphrey cambió súbitamente de táctica.
—¿Sabe por casualidad lo que es el DNA?
—No —fue la desconcertada respuesta.
—El ácido desoxirribonucleico es una técnica probada que da información genética única en cada individuo. Pueden utilizarse muestras de sangre o de semen. El semen, señor Menzies, es tan personal como las huellas dactilares. Con una muestra así sabríamos de inmediato si violó usted a la señorita Moorland.
—¡No la violé! — rechazó Menzies, indignado.
—Pero se acostó con ella, ¿no es cierto? — dijo tranquilamente sir Humphrey.
Menzies guardó silencio.
—¿Quiere que vuelva a llamar al forense y le pida que haga un análisis de DNA?
Menzies persistió en su silencio.
—¿Y que determine su grupo sanguíneo? — sir Humphrey hizo una pausa—. Volveré a preguntárselo, señor Menzies. ¿Tuvieron usted y la mujer asesinada relaciones sexuales aquel jueves por la tarde?
—Sí, señor —admitió Menzies en un susurro.
—Sí, señor —repitió sir Humphrey para que todos los presentes lo oyeran bien.
—¡Pero no fue violación! — gritó Menzies.
—¿No lo fue?
—Y juro que yo no la maté.
Creo que yo debía de ser la única persona de la sala que sabía que estaba diciendo la verdad.
—No haré más preguntas, señoría —concluyó sir Humphrey.
El señor Scott intentó denodadamente restaurar la credibilidad de su representado durante el interrogatorio, pero el hecho de que se hubiera demostrado que Menzies mintió sobre su relación con Clara, volvía sospechosas todas sus declaraciones anteriores.
Si Menzies hubiera dicho al menos desde el principio la verdad, que era amante de Carla, quizá su historia hubiera resultado verosímil. Me preguntaba por qué habría mentido... ¿Por ocultar a su esposa aquella relación? Fuera cual fuese el motivo, lo único que había conseguido era parecer culpable de un crimen que no había cometido.
Aquella noche, de vuelta en casa, disfruté de la cena más abundante que había podido permitirme en muchos días.
A la mañana siguiente, el señor Scott llamó a declarar a otros dos testigos. El primero era el vicario de St. Peter, Sutton, quien comparecía como testigo respetable para demostrar que Menzies era un pilar de la comunidad. Cuando sir Humphrey terminó su interrogatorio, el vicario parecía un anciano apocado y amable cuyo conocimiento de Menzies se basaba únicamente en la esporádica asistencia del acusado a los oficios religiosos dominicales.
El segundo testigo era el jefe de Menzies en su empresa. Se trataba de un personaje mucho más impresionante, pero no pudo afirmar que la señorita Moorland hubiera sido alguna vez cliente de la empresa de seguros.
El señor Scott no llamó a más testigos e informó al señor juez Buchanan que la defensa había concluido sus interrogatorios. El juez asintió y, volviéndose a sir Humphrey, le informó de que no debería presentar su alegación hasta el día siguiente.
Ésa fue la señal de que se levantaba la sesión.
Menzies y yo tendríamos, pues, que soportar aún una larga tarde y una noche aún más larga. Como todos los demás días del juicio, a la mañana siguiente procuré estar en mi puesto antes de que el juez hiciera su entrada.
El alegato final de sir Humphrey fue una pieza magistral. Destacó y resaltó cada mentirijilla hasta que empezó a parecer imposible que hubiera una sola verdad en la declaración.
—Nunca sabremos con seguridad cuál fue el motivo del asesinato de la pobre Carla Moorland. ¿Negarse a aceptar las proposiciones de Menzies? ¿Un ataque de ira que acabó con un golpe que la hizo caer y le causó luego la muerte? Pero de algunas cosas, señores del jurado, sí podemos estar absolutamente seguros.
«Podemos estar seguros de que Menzies estaba con la mujer asesinada aquel día antes de las cuatro dieciséis, por la prueba irrefutable de la multa de aparcamiento.
«Podernos estar seguros de que se fue poco después de las seis, porque tenemos un testigo que le vio marcharse y él mismo no lo niega.
»Y podemos estar seguros de que escribió una nota falsa en su agenda para hacernos creer que tenía una cita de negocios con la mujer asesinada a las cinco, en vez de un encuentro por motivos personales mucho antes.
»Y también podemos estar seguros ahora de que mintió cuando declaró no haber mantenido relaciones sexuales con la señorita Moorland poco antes de que fuera asesinada. No nos consta, sin embargo, si el coito tuvo lugar antes o después de que le rompieran la mandíbula.
Sir Humphrey recorrió con la mirada a los miembros del jurado y continuó:
—Y, por último, podemos establecer la hora de la muerte sin la menor duda razonable, gracias al informe del forense. De este dato se desprende que Menzies fue la última persona que vio a Carla Moorland con vida.
»Así pues, ninguna otra persona pudo haber matado a Carla Moorland (no olvidemos la declaración del inspector Simmons), y si así lo admiten ustedes, deberán aceptar sin lugar a dudas que Menzies puede ser el responsable de su muerte. Y tienen ustedes que haber interpretado como un hecho concluyente que ocultara la existencia de una primera esposa que le dejó por su crueldad, y de las cuatro amantes que no sabemos cómo ni por qué le dejaron. ¡Sólo una menos que Barba Azul! — añadió sir Humphrey con vehemencia.
»Por el bien de toda joven que viva sola en nuestra ciudad, tienen ustedes que cumplir con su deber, por muy penoso que pueda resultarles, y declarar a Menzies culpable de asesinato.
Cuando sir Humphrey se sentó, me dieron ganas de aplaudirle.
El juez decidió otro descanso. A mi alrededor, todas las voces condenaban ahora a Menzies. Yo escuchaba complacido, sin dar mi opinión. Sabía que si el jurado le declaraba culpable se cerraría el caso y ya nadie miraría jamás en mi dirección. Antes de que llegara el juez, a las dos y diez, yo ya estaba sentado en mi sitio.
Llamó al señor Scott.
El defensor de Menzies hizo una fogosa defensa de su cliente, señalando que casi todas las pruebas que había alegado sir Humphrey eran circunstanciales, y que era muy posible que alguna otra persona hubiera visitado a Carla Moorland después de que se marchara su cliente. Las tupidas cejas del señor Scott casi parecían tener vida propia mientras resaltaba vigorosamente que era responsabilidad del ministerio fiscal demostrar su acusación más allá de toda duda razonable, y que, en su opinión, su docto colega sir Humphrey, no lo había hecho.
En su conclusión, Scott evitó cualquier mención a anotaciones de agendas, multas por aparcamiento indebido, amantes, coito y dudas sobre el papel de su defendido en la comunidad. La persona que sólo hubiera llegado a oír los discursos finales, estaría disculpada si creía que aquellos dos doctos caballeros aludían en sus conclusiones a casos distintos.
El señor Scott adoptó una expresión grave al volverse hacia los miembros del jurado para poner punto final a su alegato:
—Ustedes doce tienen el destino de mi cliente en sus manos. Han de estar, por tanto, absolutamente seguros, repito, seguros más allá de toda duda razonable, de que Paul Menzies cometió un delito tan deleznable como el de asesinato.
»No se juzga aquí el tipo de vida que llevaba el señor Menzies, ni su posición en la comunidad, ni siquiera sus hábitos sexuales. Si el adulterio fuera un delito, estoy seguro de que el señor Menzies no sería la única persona de esta sala que estaría hoy en el banquillo de los acusados.
Hizo una pausa, durante la cual recorrió con la mirada a los miembros del jurado.
—Por eso mismo confío en que ustedes librarán a mi cliente del tormento a que se ha visto sometido en los últimos siete meses. Creo que ha quedado demostrado sin lugar a dudas que es un hombre inocente, digno de su compasión.
El señor Scott se hundió en el banco tras dar a su cliente, me pareció, una chispa de esperanza.
El juez nos dijo que no expondría su propia conclusión hasta el lunes por la mañana.
Aquel fin de semana me pareció eterno. El lunes había conseguido convencerme de que bastantes miembros del jurado considerarían que faltaban pruebas suficientes para condenarle.
Una vez reiniciado el juicio, el juez empezó a explicar de nuevo que correspondía exclusivamente al jurado tomar la última decisión. No era labor suya hacerle saber su propia opinión, sino solamente aconsejarle sobre la ley.
Repasó todas las declaraciones, tratando de situarlas en perspectiva, pero en ningún momento dejó traslucir sus opiniones personales. Cuando a última hora de la tarde de aquel lunes terminó su exposición final, pidió a los miembros del jurado que se retiraran a deliberar.
Esperé casi con la misma angustia con que debía esperar Menzies, escuchando la opinión de los demás mientras transcurrían los minutos en aquella pequeña habitación.
Al cabo de cuatro horas, el jurado envió una nota al juez.
El juez pidió de inmediato a los miembros del jurado que volvieran a ocupar sus puestos, mientras los periodistas abarrotaban la sala como si se tratara de la Cámara de los Comunes en el debate del presupuesto. El alguacil entregó la nota al señor juez Buchanan. Él la abrió despacio y leyó lo que solamente otras doce personas de la sala podían saber.
Devolvió la nota al alguacil que la leyó en medio de un gran silencio. El señor juez Buchanan frunció el entrecejo y preguntó si había alguna posibilidad de que los miembros del jurado llegaran a un veredicto unánime si les concedía más tiempo. En cuanto supo que no era posible, otorgó de mala gana su anuencia a un veredicto por mayoría.
Los miembros del jurado volvieron a desaparecer escaleras abajo para proseguir sus deliberaciones y no volvieron a sus puestos hasta pasadas otras tres horas. Yo sentía clarísimamente la tensión de la sala mientras los que estaban a mi lado se comunicaban sus opiniones en ruidosos susurros. El alguacil pidió silencio mientras el juez esperó que se colocaran todos y ordenó al alguacil que prosiguiera.
Cuando se levantó el alguacil, pude oír respirar a la persona que estaba a mi lado.
—¿Quiere levantarse el presidente del jurado, por favor?
Me levanté.
—¿Tienen ustedes un veredicto en el que coincidan al menos diez de los miembros del jurado?
—Lo tenemos, señor.
—¿Declaran ustedes al acusado, Paul Menzies, culpable o inocente?
—Culpable —contesté.
Fin