GUERRA SOLITARIA CONTRA LA INHUMANIDAD
Publicado en
octubre 05, 2020
Callada, compasivamente, y jugándose la carrera, Paul Grüninger ayudó a las víctinas del terror nazi. Hasta hace .poco no se le ,izo justicia.
Por Claus Gaedemann
Quiza no sea demasiado tarde para hablar al mundo del capitán de policía Paul Grüninger. Y en verdad que su historia es digna de contarse, porque este hombre fue un abnegado salvador de miles de vidas humanas.
Esa historia dio comienzo por los primeros meses de 1938, cuando centenares de judíos austriacos huían del terror del régimen nazi alemán. Los que tenían suerte lograban cruzar la frontera suiza, pero desgraciadamente esto no iba a continuar mucho tiempo.
Suiza sufría aún las consecuencias de la gran crisis económica y vivía en mortal terror del poder de Hitler cuando empezó a preocuparse por la creciente afluencia de refugiados indigentes. "Nuestra barca está llena", decían las autoridades de ese país; y el 18 de agosto de 1938 cerraron la frontera. Todos los desprovistos de pasaporte y visados válidos tendrían que regresar a Austria. Para muchos judíos, aquella decisión significaba la muerte.
Cuando Paul Grüninger, entonces comandante del puesto de policía del cantón suizo de Saint Gall y uno de los funcionarios encargados de hacer cumplir la orden del gobierno, regresó aquel día a casa a almorzar, estaba pálido y visiblemente agitado. Anunció la orden a su esposa, Alice, y ella recuerda que su marido le dijo: "¡Pero me resulta absolutamente imposible rechazarlos!" En aquel momento el capitán Grüninger tomó la decisión que había de costarle casi cuanto poseía: violaría el juramento de su cargo; ayudaría a toda costa a los infelices refugiados.
Un mes antes de cerrarse oficialmente la frontera, las autoridades suizas habían inaugurado en la aldea de Diepoldsau un campamento de refugiados en una fábrica de tejidos abandonada. Hacia fines de agosto estaban llegando al campamento hasta 30 refugiados cada día, pero, de acuerdo con la nueva ley, tenían que ser rechazados. Paul Grüninger procedió con rapidez. Envió a muchos de los internados en el campamento al Servicio de Refugiados Judíos, organismo establecido para sostener en Suiza a los perseguidos o para ayudarlos a que se establecieran en otro país amigo.
El comerciante suizo Ernst Kamm, a cargo del cual estaba entonces el campamento de Diepoldsau, se acuerda de dos esposos endebles, de cabellos blancos, que estaban ocultos en el Hostal Zur Sonne, en la misma aldea de Diepoldsau. "Acababan de vadear un pantano para cruzar la frontera", cuenta el comerciante, "y sus ropas estaban todavía mojadas. Cuando marido y mujer vieron al capitán Grüninger, rompieron a llorar: Preferimos volvernos a meter al agua antes que regresar, dijo la anciana sollozando". Grüninger los envió ásperamente a la oficina del Servicio de Refugiados.
Josef Berger,* comerciante de 40 años en un pueblecito de la región austriaca de Vorarlberg, había logrado deslizarse a través de una abertura para la ventilación cubierta con una tela metálica y saltar de un tren en marcha, camino del campo de concentración de Dachau. Sin afeitar y completamente extenuado, con la ropa destrozada, apareció ante Grüninger, sobre cuya mesa estaba ya una carta de las autoridades judiciales de Vorarlberg. Berger, decía la carta, estaba acusado de estafa y perjurio, y solicitaban de las autoridades suizas que lo localizaran y lo devolvieran a su lugar de origen.
Grüninger sabía perfectamente que los "crímenes" de que se acusaba a Berger habían sido inventados por los nazis para echarle mano al fugitivo. "Acabe de beberse su café", dijo el capitán al atemorizado Berger, "y Corra a presentarse al Servicio de Refugiados". Hecho esto contestó con toda calma la carta de Vorarlberg diciendo que el tal Josef Berger era desconocido en Saint Gall, pero que, sí lo apresaban, lo someterían a extradición inmediatamente.
Alice Grüninger, la viuda del capitán de policía, vive aún en Au, cerca del antiguo campamento, en el cantón de Saint Gall, y recuerda claramente la forma premeditada en que su esposo ejecutaba su humanitaria labor. "Lo que hago puede costarme la carrera", le confesaba, "pero no lo puedo remediar". Sin embargo, sólo el día en que lo acompañó en un viáje al campamento de Diepoldsau, empezó ella a comprender por qué su marido no podía menos de hacer lo que hacía. "Allí, en un catre", cuenta Alice, "encontré a una joven llorando desconsolada. Aquella noche, en un intento de cruzar clandestinamente la frontera, había perdido a toda su familia: su esposo y tres hijos de corta edad. Nunca supimos qué fue de ellos... En aquel momento juré que yo también haría todo lo que pudiera para ayudar a los desdichados".
Paul Grüninger había empezado su carrera como maestro de escuela, pero después de la primera guerra mundial ingresó en el servicio de policía. En 1925 fue nombrado comandante del cantón de Saint Gall. Como funcionario de gran perseverancia y dedicación, elevó la lucha contra el crimen en su jurisdicción, a la vez que el adiestramiento de los jóvenes oficiales de policía, hasta los más altos niveles internacionales.
El comandante de Saint Gall era muy estimado por sus subordinados, muchos de los cuales se mantuvieron fieles a él aun después de haber puesto en peligro su carrera por ayudar a los refugiados. Refiriéndose a esa época, Ernst Kamm recuerda el día en que Paul Grüninger lo llamó a su oficina y le dijo, para asombro del jefe del campamento: "Kamm, usted y yo vamos a ir de viaje a Alemania, a Lindau. Un refugiado que acaba de llegar me ha dicho que su hermano está esperando en una hostería de allí, temeroso de cruzar la frontera". Subieron ambos al coche oficial de Grüninger y fueron a la aldea del lago Constanza, donde recogieron al despavorido refugiado. "Créame", dice Kamm, "aquella vez yo también tuve verdadero miedo. Pero el capitán Grüninger no pestañeó un momento. Los guardias nazis de la frontera hicieron el saludo militar y ni siquiera nos detuvieron".
Aquel año el invierno llegó temprano al valle del alto Rin Un viento helado soplaba de los Alpes cercanos, coronados de nieve. Muchos de los refugiados habían venido mal preparados para aquel clima. Un día Grüninger trajo a casa a una mujer que llevaba a una niña de la mano. La chiquilla se cubría sin más que un delgado vestido y tiritaba de frío. "Me parece que podremos hacer algo por ella", dijo Grüninger a su esposa. "Tal vez le servirá ropa de una de nuestras hijas". En aquel momento Sonja, su niña de cinco años, llegaba de la escuela de párvulos luciendo con orgullo su abrigo de invierno recién estrenado. "Ven, hija, quítate el abrigo", le dijo su madre. "Esta pobrecita niña lo necesita más que tú". Sonja, después de un momento de vacilación, obedientemente dio su abrigo a la niña refugiada.
Muchas veces Grüninger echaba mano a su propio bolsillo para ayudar a los refugiados. En una ocasión le compró un par de zapatos nuevos a un chico y otra vez pagó discretamente la cuenta del dentista que curó a una chiquilla. Pero siempre le atormentaba la idea de que sus acciones llegaran a conocimiento de sus superiores. Mas no era su propia suerte ni la de su familia lo que le preocupaba, sino la de los refugiados.
Por ironía de la suerte, fue la Gestapo alemana la que primero se enteró de las actividades clandestinas de Grüninger (por el descuido de una refugiada). La mujer había dejado sus joyas en poder del propietario de un hotel de Bregenz, en Austria, y Grüninger pidió al cónsul suizo que se las enviara a él. Llena de alegría, la mujer escribió a sus parientes de Viena: "Hay aquí un excelente capitán de policía, de nombre Grüninger, que se ha encargado de que yo reciba mis joyas de nuestro amigo del hotel de Bregenz".
La Gestapo abrió la carta, el propietario del hotel fue detenido y las joyas confiscadas. Un antiguo amigo de los Grüninger, funcionario de la aduana de Bregenz, avisó al capitán: "Está usted en la lista negra de la Gestapo y ya no debe aventurarse a cruzar la frontera".
No fue sólo entre la comunidad judía donde era conocido de todos el nombre de Paul Grüninger. También las autoridades de Berna se enteraron de las actividades ilegales del capitán, y en enero de 1939 ordenaron hacer una investigación. Grüninger fue suspendido. Poco después lo citaron ante el médico oficial del cantón. Allí le dijeron:
—Tenemos órdenes de enviarle en observación a una institución del Estado para enfermos mentales. Lo hacemos sólo para proteger sus derechos a una pensión...
El capitán contestó, indignado:
—¿Es entonces obra de locos el salvar a un ser humano de una muerte segura?
En abril de 1939 fue despedido, con pérdida de su sueldo y su derecho de pensión y uso de una vivienda oficial.
Al año siguiente Grüninger fue juzgado por "faltar a su deber y por falsificación de documentos". Sus jueces reconocieron que al salvar la vida a más de 2000 judíos "no había obrado por lucro personal ni intención fraudulenta, sino por razones humanitarias". Sin embargo, lo declararon culpable y le impusieron una multa de 300 francos, más otros 1000 por costas judiciales: una fortuna para un hombre que, junto con su familia, quedaba arruinado a la edad de 49 años.
Después de esto, Grüninger desempeñó una larga serie de trabajos humildes. Siempre, al cabo de unas semanas, lo despedían diciendo: "Es usted demasiado viejo", o: "El negocio marcha mal y tenemos que reducir personal". Vendió alfombras tejidas, madera, pieles de animales; fue agente de seguros, vendedor de anuncios de periódico e instructor de conducción de automóviles; durante varios años incluso fue propietario de una pequeña tienda de impermeables.
La familia se mudaba constantemente a alguna casa cada vez más pequeña. Cuando Ruth, una de las hijas, se colocó por primera vez, después de graduarse en una escuela de comercio, 100 de los 120 francos de su sueldo se aplicaban a pagar el alquiler. Hablando de aquellos días difíciles, dice Frau Grüninger: "A menudo me pasaba la noche en vela, llorando, pero nunca oí a mi esposo pronunciar una palabra amarga. Siempre decía: No me arrepiento de nada. Volvería a hacerlo una y otra vez".
Entre tanto, en el campamento de Diepoldsau, Ernst Kamm trataba reservadamente de seguir los pasos de su antiguo jefe. Los refugiados continuaban llegando en buen número al refugio temporal, donde debían tenerlos sólo hasta ser expulsados al día siguiente. Pero Kamm encontró diversas maneras de eludir las ordenanzas para que no tuvieran que volver a Austria. Cuando por fin estalló la guerra, en el otoño de 1939, y las tropas fueron concentradas a ambos lados de la frontera, se interrumpió la corriente de refugiados. Se cerró el campamento, pero el último de aquéllos obtuvo permiso legal para permanecer en Suiza.
A todo esto, Paul Grüninger, olvidado ya, se había mudado a una casita propiedad de sus difuntos suegros, en la ciudad de Au, no lejos de donde él solo había sostenido su ingrata guerra contra la barbarie. A la edad de 60 años había vuelto a su primer amor: la enseñanza, como sustituto del titular en 12 diferentes distritos escolares. Sólo al cumplir los 71 pudo jubilarse oficialmente con una insignificante pensión del Estado.
Un día, en 1968, su hija Ruth entabló conversación con la esposa de un representante del Parlamento suizo. La plática se desvió hacia asuntos familiares.
—A veces —dijo la señora del diputado— se siente una desengañada de los parientes a quienes ha ayudado, pero la familia es así. Yo lo volvería a hacer siempre que fuera necesario.
La hija de Paul Grüninger asintió con la cabeza y comentó:
—Eso es exactamente lo que mi padre suele decir: "Volvería a hacerlo una y otra vez".
Y contó a la señora, que la oía atónita, lo ocurrido hacía 30 años. El eco de aquella conversación circunstancial no tardó en extenderse rápidamente, mientras que, en el periódico local, el representante del Parlamento publicó un artículo dando los detalles de cómo el "honorable Paul Grüninger antepuso su deber para con la humanidad a las ordenanzas burocráticas". El diputado presentó formalmente el caso al gobierno de Saint Gall, preguntando si "la injusticia, obviamente atroz, de que fue víctima este hombre" no reclamaba una rápida enmienda.
El gobierno escribió entonces a Paul Grüninger diciéndole que deseaba declarar oficialmente su agradecimiento sin límites por el trato humano que había dado a refugiados que estuvieron en peligro mortal. Muchas personas, enteradas del caso por un número creciente de comentarios periodísticos, juzgaron que aquello no era suficiente. ¿Acaso el abnegado salvador de vidas humanas no lo había sacrificado todo, incluso la tranquilidad de su vejez? Se organizaron comisiones de acción, tanto en Suiza como en la República Federal Alemana, que solicitaron donativos públicos. En pocos meses se habían recaudado fondos suficientes para permitir al matrimonio Grüninger llegar a la vejez sin miedo a la pobreza. Un diluvio de cartas de agradecimiento llegó de toda Europa, de América e Israel. Muchas de ellas eran de algunos de los que habían escapado de la persecución nazi y que hasta ese momento no supieron a quién debían la vida.
Para digno final de su odisea, el octogenario Grüninger fue honrado con la más alta condecoración israelí. En una ceremonia especial, un alto funcionario del gobierno le presentó un certificado y le prendió una medalla Yad Vashem, concedida a los "Infieles justos", honor sólo alcanzado hasta ahora por 900 personas no judías que, en alguna parte del mundo, salvaron a judíos perseguidos. El anciano contestó con voz firme: "Este es el momento de mayor honor y gozo de toda mi vida". Unos meses después Grüninger yacía en su lecho de muerte.
Millones de judíos fueron asesinados en los campos de concentración y cámaras de gas del régimen nazi. "Comparado con esto, el número de los que salvó Paul Grüninger puede antojarse pequeño", dice el Dr. Lothar Rothschild, ex rabino de Saint Gall. "Pero, como ya está escrito en nuestro Talmud: Quien salva la vida de un solo hombre, salva a la humanidad".
*Seudónimo adoptado para nuestro relato.