PADDY O'KELLY Y LA COMADREJA (Joseph Jacobs)
Publicado en
diciembre 30, 2015
Relato celta de duendes
En épocas muy lejanas vivió un personaje llamado Paddy O’Kelly, el cual residía en las proximidades de Tuan, que pertenecía al condado de Galway. Una mañana poco distinta a las otras dejó la cama antes de lo acostumbrado. Desconocía la hora, debido a que los campos seguían bañados por la claridad lunar. Se proponía llegar a la feria de Cauher-namart, para vender un asno que llevaba algunos años en su cuadra.
Se puso de camino. Sólo llevaría unas tres millas avanzando por la carretera, cuando se hizo una oscuridad tremenda y, al poco rato, comenzó a caer una espesa lluvia. Cuando se hallaba a punto de sentirse ahogado de lo empapado que estaba, descubrió una casa en medio de un grupo de árboles. Según sus cálculos, debía encontrarse a unas quinientas yardas en un lateral de la ruta que él había seguido. Como no tenía otra salida, echó a correr hasta aquel refugio. Confiaba en que le dejarían permanecer allí a la espera de que escampara. Al llegar, comprobó que la puerta se encontraba abierta. No dudó en entrar sin llamar. Se encontró con una enorme estancia situada a su izquierda, en la que le atrajo el gratificante fuego de una chimenea. Eligió una de las banquetas de las que se alineaban junto a una pared, y se sentó a calentarse.
Y empezaba a dar las primeras cabezadas de un grato sopor, cuando descubrió a una comadreja de excepcional tamaño avanzando hacia las llamas, que no parecían asustarla. Llevaba un objeto brillante en la boca, que descargó sobre las piedras del hogar. Y, de repente, se fue como había venido, es decir, se esfumó.
Sin embargo, al poco rato se la escuchó trajinar en la oscuridad, hasta que apareció trayendo otra cosa similar entre los dientes. En esta ocasión Paddy consiguió distinguir una guinea de oro. La bestia la dejó caer sobre las piedras, a escasas pulgadas del fuego, y volvió a salir de la zona de claridad. De esta manera realizó varios viajes.
Y cuando se detuvo, al fin, había reunido un buen montón de guineas delante de las llamas. Tardó un poco más en alejarse. Entonces el espectador decidió levantarse, se metió todo aquel dinero, que eran monedas de oro, en los bolsillos y escapó de la casa igual que lo hubiese hecho un ladrón.
Sólo había podido avanzar una o dos yardas, cuando oyó claramente que la comadreja le estaba persiguiendo. Chillaba tan fuerte como la más potente de las gaitas. Pasó delante de Paddy, se detuvo en el camino y, en una acción casi simultánea con las anteriores, se dedicó a balancearse de un lado a otro, como si intentara coger un gran impulso. Se entendía claramente que sus intenciones eran saltar a por la garganta del ratero.
Sin embargo, éste disponía de un formidable bastón de roble, y lo blandió listo para defenderse. Con esta actitud consiguió amedrentar al animal, hasta el punto de que no fue atacado. Además, llegaron al lugar dos hombres que también marchaban a la feria. Uno de ellos iba acompañado de un gran perrazo, el cual se lanzó tras la comadreja, obedeciendo a su instinto de cazador. Pero no pudo darla alcance, pues la astuta logró meterse por el agujero de una vieja pared, donde quedó a salvo.
Esto permitió que Paddy continuara su viaje hasta la feria. Pero su situación había cambiado radicalmente al contar con el buen montón de guineas de oro. Además de vender el asno, que era su primera idea, decidió comprar un caballo. Y le vio tan dócil, que lo utilizó como montura en su regreso.
A la altura del sitio donde el perro echó a correr detrás de la comadreja, ésta apareció de repente y adoptó una postura de ataque. Y tanta era su furia, que de un salto impresionante mordió al caballo en la garganta. Así provocó que se desbocara, sin que Paddy consiguiera detenerlo.
Creemos que se hubiera roto la crisma, de no saltar a una ancha zanja repleta de agua y fango negruzco. Se encontraba en una situación muy apurada, medio ahogado y sin aire en los pulmones, cuando unos campesinos que regresaban de Galway le vieron. Se encargaron de hacer huir a la comadreja y, después, le sacaron de la zanja.
Es posible que Paddy diera las gracias a sus salvadores. De lo que estamos seguros es que cogió al caballo por las riendas, lo condujo a su casa, y lo guardo en el establo, junto a las vacas, y se fue a la cama.
Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, procuró madrugar. Cogió paja y avena para el caballo; sin embargo, al encontrarse delante del establo, vio escapar de allí a la comadreja... ¡Cuyas fauces estaban manchadas de sangre!
—¡Qué las diez mil maldiciones del infierno abrasen tu asqueroso cuerpo! —chilló desesperado—. ¡Ay, que estoy temiendo que te has vengado de la peor manera!
En efecto, nada más atravesar la puerta pudo contemplar al caballo, a dos vacas lecheras y a un par de terneras tendidas en el suelo... ¡Estaban muertos! Salió corriendo de allí, buscó a su perro, que se encontraba en la parte de atrás de la casa y lo lanzó tras el rastro de la comadreja.
Pronto los dos animales se vieron, se enzarzaron en una pelea terrible y quedaron bien enganchados. Sin embargo, el perro fue el primero en ceder, aunque a su enemiga no parecían haberle quedado muchas ganas de seguir peleando, ya que prefirió escapar.
Paddy la vio meterse en una pequeña cabaña que se encontraba en la orilla norte del lago. Procuró ir tras de ella. Al llegar ante la puerta, hostigó al perro para que se animara a proseguir la cacería. El noble animal venció sus primeras muestras de recelo y entró. En seguida se le escuchó ladrar rabiosamente. Esto hizo que su amo fuese a comprobar lo que estaba sucediendo...
¡Para encontrarse delante de una bruja, que se hallaba sentada en un rincón!
Después de superar la sorpresa inicial, le preguntó por la comadreja; y obtuvo esta respuesta:
—Yo sólo he visto entrar aquí a tu perro... Oye, más vale que te marches, pues yo he sido atacada por el mal de la peste. Si continúas cerca de mí, tú la cogerás también. ¡Te lo he prevenido!
Al mismo tiempo que los dos hablaban, el perro no había dejado de moverse muy inquieto. Súbitamente, dio un salto y atrapó a la bruja por el cuello. Y ésta vociferó aterrada:
—¡Paddy O’Kelly, libérame de esta fiera y te haré un hombre muy rico!
El campesino ordenó al animal que se retirara y, al momento, preguntó:
—¿Quién eres, vieja? ¿Por qué desangraste a mi caballo, a mis vacas y a mis terneras?
—¡Con el mismo derecho que tú te llevaste el oro que yo conseguí reunir en quinientos años, después de rastrearlo por las cuevas y los escondrijos de medio mundo! —contestó la bruja.
—Pensé que se lo quitaba a una simple comadreja —se disculpó—. Te aseguro que de otra manera nunca lo hubiese tocado. Y si ya llevas quinientos años en este mundo, ¿no crees que va siendo hora de que lo abandones para concederte un descanso?
—He debido pagar un terrible crimen que cometí siendo muy joven —expuso la malvada—. La única manera de quedar libre de mi pena sería que tú entregases veinte libras a un cura para que celebrase misas en mi memoria durante más de mil años.
—Eso costaría mucho dinero. ¿Dónde lo guardas?
—Lo encontrarás debajo de un árbol que crece al borde de un pequeño pozo, en el extremo de aquel campo de ahí delante. Darás con una olla llena de monedas de oro. Coge veinte libras para las misas, y tú puedes quedarte con lo demás. Te advierto que al retirar la losa que cubre la olla, saldrá un gran perro negruzco. No te asustes, porque es mi hijo. Cuando dispongas del oro, adquiere la casa donde me viste por vez primera. Te la venderán muy barata, debido a que pesa sobre ella la mala fama de que la habita un espectro. Mi hijo se quedará a vivir en el sótano. Jamás te molestará; al contrario, puede resultarte un buen aliado cuando le necesites. Yo voy a morir dentro de un mes exacto. En el momento que suceda, echa una buena cantidad de carbón debajo de esta cabaña para incendiarla. Pero todo lo que vas a realizar, siguiendo mis indicaciones, no se lo contarás a nadie; y mucho menos la suerte que yo voy a correr.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Paddy.
—Mary Kerwan —contestó la bruja.
El campesino volvió a su casa y, nada más que la noche oscura cubrió con su manto toda la comarca, buscó un azadón y fue a donde se encontraba el árbol. En un extremo del campo empezó a cavar. A los pocos minutos, sin haber sudado demasiado, dio con la olla. Retiró la losa que la cubría y, de repente, un enorme perro negro saltó de allí. Pero escapó a la mayor velocidad, acaso porque era perseguido por el can de Paddy.
El campesino llevó el tesoro a su casa, donde lo ocultó en el establo. Pasado un mes, efectuó un nuevo viaje a la feria de Galway, para comprar un par de vacas, un caballo y una docena de ovejas. Como es normal, sus vecinos comenzaron a preguntarse dónde había encontrado tanto dinero. Los más listos imaginaron que mantenía negocios secretos con la bondadosa gente (los duendes).
A los pocos días, Paddy fue a entrevistarse con el caballero que era propietario de la casa, donde vio a la comadreja por primera vez. Le solicitó que se la vendiera, junto a los terrenos que la rodeaban.
—Por mí puedes quedártela gratis. Pero te advierto que allí hay un espectro. Es mi obligación avisarte del peligro, al menos para no sentir remordimiento. Aunque los terrenos no están malditos, lo que me obliga a pedirte unas doscientas libras por ellos.
—Es posible que consiga esa fuerte suma —dijo Paddy—. Mañana vendré a visitarle, si ya tiene los documentos preparados.
—Se hallarán a tu disposición —prometió el caballero.
El campesino volvió a su casa y contó a su mujer que era propietario de una casa, sin haber pagado ni un chelín, y de unas buenas tierras, que le costarían unas doscientas libras.
—¿Dónde has conseguido tanto dinero? —preguntó ella muy preocupada.
—¿Qué te importa a ti eso? Piensa en lo que tenemos y, sin más, procura disfrutarlo —aconsejó Paddy, tan confiado.
Al día siguiente, se encontró con el caballero, le entregó la cantidad convenida y recogió las escrituras de la casa y de los terrenos. Además, recibió el obsequio de los muebles y de todo lo demás que había dentro del edificio.
Paddy decidió quedarse aquella misma noche en su nueva propiedad. Nada más que oscureció, descendió al sótano. Y allí se encontró con un hombrecito minúsculo, que tenía las dos piernas sumergidas en el vino de una cuba.
—¡Qué Dios te proteja, amigo! —saludó el extraño.
—Lo mismo digo —replicó el campesino.
—Ya veo que no te asusto —prosiguió el hombrecillo—. Prometo ser tu mejor aliado, siempre que demuestres que eres capaz de un guardar un secreto que te voy a confiar.
—Me considero un hombre de una sola palabra. Lo mismo que guardé el secreto de tu madre, mantendré el tuyo para que sólo lo conozca quien tú me autorices.
—¿Tienes ahora mucha sed?
—Nunca consigo librarme de ella, especialmente si te refieres a lo que estoy pisando. El aroma que despide es de lo más invitador.
El pequeñajo se sacó de la pechera una copa de oro. Se la entregó a Paddy, y le ofreció:
—Puedes coger vino de esta cuba en la que me encuentro.
El campesino llenó la copa a rebosar, y se la entregó al hombrecillo.
—Será mejor que tú bebas el primero, como lo dicta la buena educación.
Paddy así lo hizo y, luego, llenó otra copa, se la dio al extraño y esperó a que se tomara su contenido.
—Llénala de nuevo y no te cortes a la hora de beber. Debemos gozar de tan excelente caldo —ofreció el hombrecillo—. Esta noche me siento dispuesto a gozar de la mayor alegría.
Los dos tomaron asiento, para compartir la copa, hasta que cogieron casi una melopea. De repente, el hombrecillo saltó al suelo, a la vez que preguntaba a Paddy:
—¿Te gusta la música?
—¡Muchísimo! —replicó el campesino, bastante achispado—. ¡Si he nacido para bailar!
—Ve a retirar la piedra que hay allí delante, en el rincón del sótano. Debajo encontrarás una gaita.
El campesino hizo todo lo que se le había aconsejado, sacó la gaita y se la entregó al hombrecillo. Al momento, éste apretó la bolsa, que sorprendentemente estaba llena de aire, y empezó a tocar una melodía muy pegadiza. Paddy no pudo resistir el impulso de sus piernas de danzar alocadamente. Ya no se detuvo hasta quedar muy agotado. Seguidamente, los dos bebieron otro trago de vino; y el diminuto gaitero le prometió:
—Sigue las peticiones de mi madre y yo te proporcionaré un tesoro. Debes hacer que tu mujer venga a vivir aquí contigo; pero jamás le cuentes que yo me encuentro en el sótano. Ella no me verá aunque baje aquí. En el momento que te falte la cerveza o el vino, ven a esta cuba y podrás coger toda la que quieras porque nunca se agotará. Ahora será mejor que nos despidamos. Vete a la cama; y procura volver a visitarme mañana a esta misma hora.
Paddy se fue a dormir; pero tardó en coger el sueño.
Al amanecer, regresó a su antigua casa, para convencer a su esposa y a sus hijos de que debían mudarse a la nueva vivienda. Esto fue lo que hicieron durante todo el día. Con un poco de limpieza, las habitaciones quedaron muy vistosas y confortables. Y al llegar la noche, Paddy descendió al sótano, donde el hombrecillo le saludó y, al instante, le preguntó si deseaba bailar.
—Antes preferiría echar un trago —pidió el campesino.
—Puedes hacerlo hasta que te hartes —bromeó el hijo de la bruja—. Ya sabes que esta cuba nunca quedará vacía mientras tú vivas: lo mismo tendrá vino que cerveza, sin que se mezclen los sabores, y estando ahí la bebida que desees.
Paddy bebió una copa a rebosar y, al momento, ofreció otra al hombrecillo. Y éste le comunicó lo siguiente:
—Dentro de un rato debo ir al fuerte de los duendes, para tocar la gaita en honor de la bondadosa gente. Si te atreves a acompañarme, podrás conocer la más espléndida diversión. Cabalgarás en un caballo excepcional, con el cual llegarás a un lugar donde se celebra un espectáculo que tú ni imaginas.
—¡Cuenta conmigo; y que feliz me haces con tu ofrecimiento! —exclamó Paddy muy alegre—. ¿Pero que puedo contarle a mi esposa para que no se asuste?
—Yo te sacaré de la casa sin que ella se entere. Lo haré en el momento que los dos estéis en la cama, y tu mujer se haya dormido. Luego te devolveré antes de que se despierte —aseguró el hijo de la bruja-comadreja.
—Seré de lo más obediente —prometió el campesino—. Bebamos otra copa antes de separarnos.
Se tomó varias, con lo que se sintió medio borracho. Esto no le impidió irse a la cama con su esposa.
Pero abrió los ojos sin que el hombrecillo hubiera tenido que despertarle... ¡Ya que se encontró montado en una escoba, con el aire de la noche dándole en la cara y teniendo debajo la región de Doon-na-shee! ¡Y el hijo de la bruja-comadreja iba a su lado encima de una montura similar!
Cuando se vieron sobre la verde colina del Doon, el pequeño gaitero profirió unas frases que el campesino no pudo comprender. Entonces pareció como si el suelo se abriera... ¡Y los dos entraron en la tierra, para llegar a una elegante estancia!
Paddy nunca se había encontrado en un sitio como aquel. Allí toda la gente era minúscula, lo mismo los hombres como las mujeres, los jóvenes o los viejos. Ninguno de ellos dejó de saludar al gaitero Donal —éste era el nombre del acompañante de Paddy— y al campesino. En seguida el Rey y la Reina de los duendes se acercaron a los recién llegados y les anunciaron:
—Ahora mismo iremos todos a Cnoc Matha, porque es la fecha de visitar a los grandes Monarcas de toda nuestra bondadosa gente.
Se pusieron de pie y abandonaron la espléndida estancia. Al momento se pudo comprobar que cada uno de ellos contaba con un fantástico caballo; sin embargo, los soberanos disponían de una carroza lujosísima. Todos montaron; y podemos aseguraros que Paddy no se quedó rezagado. Donal, el gaitero, iba delante, tocando su instrumento musical y cabalgando, porque su caballo era de los que no necesitaban ser guiado con bridas o con espuelas. A las pocas horas se encontraron en Cnoc Matha. La cima de la colina se transformó en un gran portón, y por el mismo pasó todo el grupo de duendes.
Los estaban aguardando Finvara y Nuala, los grandes Monarcas de la raza de los duendes de Connacht. También había millares de personajillos. Finvara dejó su trono y anunció solemnemente:
—Esta noche es la más indicada para jugar el famoso partido de los bastones contra la banda de los Munster. ¡Tened bien presente que si no consiguiéramos vencerlos, nuestro prestigio quedaría arruinado eternamente! La competición se celebrará en Moytura, debajo de Slieve Balgadaun.
La numerosa banda de Connacht chilló muy animosa:
—¡Nos encontramos dispuestos, y estamos convencidos de que será nuestra la victoria!
—¡Pues adelante, hijos míos! —exclamó el Rey—. ¡Los miembros de la colina de Nephin llegarán allí antes que nosotros!
En seguida partieron todos. Ante la proximidad del gran acontecimiento, Donal se vio acompañado de otros doce gaiteros. Esta orquesta de viento tocaba unas mágicas melodías. Cuando se hallaron en Moytura, pudieron comprobar que los duendecillos de la colina de Nephin ya habían llegado.
Ahora creemos imprescindible exponer que era necesario para las bandas de los hombrecillos contar con dos seres humanos como testigos, especialmente cuando iban a luchar o competir en un partido de bastones. Y aquí nos encontramos con la verdadera razón por la que Donal había llevado allí a Paddy O’Kelly. También un hombre iba con la banda de Munster, al que denominaban «el Stongirya (el músico irlandés) amarillo» y provenía de Ennis, un pueblecito del condado de Clare.
Poco tardaron las dos bandas en colocarse en el campo de juego, con los contendientes situados en los lugares convenientes. La pelota fue echada a lo alto en el centro del terreno de acción; y así dio comienzo la competición. Nadie se lo tomó a broma. Todos golpearon la pelota, lanzándola de un lado a otro, hasta que Paddy observó que la banda de Munster estaba obteniendo una gran ventaja.
Por eso decidió ayudar a la banda de Connacht. Esto provocó que el otro ser humano se lanzara sobre él, dispuesto a tumbarle de un tortazo. Pero fue suya la derrota al morder el polvo.
Dado que la pelea entre los humanos había sido tan «divertida», las dos bandas se olvidaron del juego a la pelota, para organizar una batalla campal. Podéis crearlo: ¡se sacudieron de lo lindo!
Como la situación estaba tomando un cariz muy peligroso, los miembros de la banda de Munster se transformaron en unos escarabajos voladores. En seguida huyeron de allí, sin dejar de morder todo el césped que hallaban en su recorrido. Estaban tan furiosos que asolaron la totalidad del campo hasta que llegaron a Cong.
En aquel instante, surgieron millares de palomas de un gigantesco orificio. Con tanto apetito que se engulleron a los escarabajos. Por este motivo, a ese orificio se le dio el nombre, a partir de aquel momento, de Pul-na-gullan (el orificio de las palomas).
Como la banda de los hombrecitos de Connacht había ganado el juego, volvieron a Cnoc Matha riendo de felicidad. El rey Finvara entregó a Paddy O’Kelly un saco de monedas de oro, que el diminuto gaitero cargó para llevarlo de regreso a la casa. Después, el campesino se metió en la cama, junto a su mujer dormida, y procuró coger el sueño.
Un mes más tarde de toda aquella diversión, sin que ocurriera algo digno de escribir, una noche Paddy bajó al sótano. El hombrecito le dijo nada más verle:
—Mi madre acaba de fallecer. Corre a poner carbones bajo la casa, enciéndelos y espera hasta que se queme todo.
—Recuerdo que eso fue lo que ella me pidió. Ha vivido los días que me dijo. Supongo que habrá ido a un mundo mejor.
En la mañana del día siguiente el campesino llegó a la mísera casa, donde encontró el cadáver de la bruja-comadreja. En seguida prendió fuego a todo aquello. Después regresó a su hogar, y le contó al hombrecillo lo que acababa de realizar. Esto le hizo merecedor de otra bolsa de monedas de oro y de estas palabras:
—La bolsa que acabo de entregarte jamás estará vacía mientras tú vivas. Es nuestra recompensa por haber cumplido con tu palabra. A partir de hoy no me volverás a ver. Confío en que te quede un cariñoso recuerdo de la comadreja. Gracias a ella dio comienzo tu riqueza, ¡y ya jamás te abandonará!
Al momento se marchó; y el campesino afortunado jamás le volvió a tener delante.
Paddy O’Kelly y su esposa vivieron muchos años, el triple de lo habitual en aquellos tiempos. Nunca les faltó dinero para gastar, hasta en los tiempos de sequía o de pedrisco. Pero no dejaron la casa del espectro, que, por cierto, jamás se les apareció, acaso porque estaban protegidos al haber ayudado a la bruja-comadreja.
Y cuando fallecieron, dejaron una gran herencia a sus numerosos descendientes. Hubo para todos, que sumaban más de quinientos, y ninguno dejó de considerarse rico. Sin embargo, se cuidaron de no hacer ostentación de su dinero, porque Paddy O’Kelly les había educado muy bien.
Hasta aquí llega esta historia, que os la dedico a vosotros y a vosotras. He procurado narrarla con las mismas palabras de mi amada abuela. (Bueno, me he cuidado de no intercalar sus carraspeos, ni sus pausas para beber un sorbito de té con miel, mientras sus nietos le apremiábamos con los ojos para que la interrupción fuese lo más breve posible.)
Fin
Joseph Jacobs fue un famoso folklorista, que se encargó de recopilar infinidad de relatos y cuentos celtas, siguiendo la estela de T. Crofton Croker. A éste se le considera el pionero al haber recogido treinta y ocho anécdotas de los campesinos irlandeses, todos los cuales creían en la existencia de las hacías, los duendes, los gnomos y las demás criaturas fantásticas. Su libro se tituló Fairy Legends and Traditions of the South of Ireland, y lo publicó en 1825.
El verdadero impulsor de la recopilación de los relatos y cuentos celtas fue Patrick Kennedy, un librero de Dublín, el cual en menos de cinco años (de 1866 a 1871) editó más de cien historias heroicas de hadas y duendes en sus Legendary Fictions of the Irish Celts, Fireside Stories of Ireland y Bardies Stories of Ireland.
Gracias a estos investigadores sabemos que los bardos (trovadores de origen celta) podían memorizar, con la mayor facilidad, un relato distinto cada día del año. El historiador William Temple dejó escrito que trató con un caballero del norte de Irlanda, el cual se dormía escuchando un relato de hadas y duendes nuevo todas las noches. Y el bardo que se lo contaba estuvo sirviéndole durante más de diez años, luego debió manejar millares de argumentos distintos. He aquí la clave: el boca a boca que ha mantenido la tradición, porque los abuelos de todo el mundo, también muchos adultos de menor edad, se cuidaron de contar los relatos al calor de la lumbre... ¿Podía haber una diversión mejor?