Publicado en
diciembre 24, 2015
"Si hay mujeres que despiertan el ansia de poseerlas, hay otras que despiertan el deseo de morir lentamente bajo su mirada".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando mi tía Eulogia leyó esas frases de Baudelaire, decidió que ella debía convertirse en una de esas mujeres que despiertan lo segundo; había llegado el momento de sacudirse la rutina en que se había convertido su matrimonio con Roberto, pues la sola idea de continuar esa vida sosa y sin pasión por veinte años más le producía escalofríos. Roberto ya ni la miraba, y cuando lo hacía era para averiguar si estaba lista la cena o por dónde andaban los niños.
"Esto no puede continuar así", se dijo. Luego se miró al espejo de lado, de medio lado, de frente y por detrás, y enseguida llamó a la Domitila.
—Dime la verdad, Domi, ¿estoy demasiado gorda?
—Demasiado —respondió la Domi.
—¿Me veo demasiado vieja?
—Bastante —dijo la Domi.
—¿Tú crees que alguien se enamoraría de mí a primera vista?
—Yo no creo, señora. ¿Qué quiere que le diga?
—¿Entonces crees que estoy completamente perdida?
—¿Perdida? ¿Y por qué va a estar perdida, señora?
—Bueno, porque si nadie se enamaría de mí, si estoy demasiado gorda y demasiado vieja...
—¿Y cómo hago yo con mi Lute?
—¿Qué pasa contigo y con tu Lute? —preguntó mi tía intrigada.
Y ahí la Domitila le contó que hacía unos años, Luterio le había dicho: "Oye, Domi, estás cada día más fea. Si no te arreglas un poco, me voy con esa flaquita que trabaja en el correo".
Ella le había agradecido la franqueza, pero le había contestado de vuelta: "Mira Lute, está bien que seas honesto y me digas lo que sientes, pero yo a mi vez tengo que confesarte que hace rato que tú tampoco me gustas. ¿No te has mirado la panza? ¿No sabes que cuando comes y haces ruidos con la lengua a mí se me quita el apetito? ¿Es que no te has dado cuenta de que hace más de un año que ya no me miras a los ojos y tampoco me dices ni una sola frase bonita en la noche?"
El Lute se había quedado mirándola boquiabierto y asustado. "¿Entonces, te vas a ir de mi lado, Domi?", le había preguntado con la voz en un hilo. "Si tú te arreglas un poco y cambias, me quedo", le había dicho ella, y Luterio, ni tonto ni perezoso, y además porque la quería más que a nadie en el mundo, se puso a dieta, no hizo ruidos con la boca al comer, y en las noches le cantaba "reina mía, si te arrancan de mi lado, no quiero vivir más".
Poco a poco el matrimonio se le había ido enderezando y, como el Lute la buscaba, a ella le dieron ganas de verse más bonita y estar más alegre.
—¿Y en qué terminó todo? —quiso saber mi tía Eulogia.
—En Juanito, pues... —dijo la Domi, aludiendo al nacimiento de su último hijo, que había llegado al mundo cuando ella estaba por cumplir 45 años.
Siguiendo los consejos de la Domi, mi tía Eulogia se puso a la tarea de recuperar su matrimonio. Claro que Roberto no era como el Lute, y cuando ella le dijo que se pusiera a dieta para bajar la barriga, se molestó tanto, que no regresó a cenar esa noche, y cuando le insinuó que le cantara "reina mía, si te arrancan de mi vida, no quiero vivir más", él le sugirió que se diera una vuelta por el siquiatra. El colmo fue cuando ella lo invitó a pasar unos días solos en la playa, y Roberto le propuso que fueran con otra pareja para no aburrirse.
—¿Qué hago, Domi? —preguntó entonces mi tía, dando vueltas y vueltas por toda la pieza.
—Pues entonces abandónelo. Escríbale una carta escueta, de no más de veinte líneas, y váyase de la casa, porque si no entiende que él también tiene que cambiar, lo único que queda por hacer es irse —sentenció la Domitila, que era una mujer sabia por naturaleza.
—¿Y no la podrías escribir tú?
Se la escribo en un minuto —respondió de inmediato la Domi, que era experta en casi todo.
Al día siguiente, Roberto regresó del trabajo a la hora de siempre, subió al segundo piso y en vez de encontrarse con mi tía sentada al borde de la cama, comiéndose las uñas como de costumbre, se encontró con el cuarto en penumbras y la casa vacía, porque la Domi tampoco estaba.
"Hogar dulce hogar, qué tranquilidad. Ahora me sirvo un trago, leo el diario, escucho mi música, y cuando lleguen Eulogia y la Domi me sirven la cena, y luego me acuesto y me duermo como un rey", pensó sintiéndose reconfortado y contento de estar solo.
Pero estos sentimientos iban a durarle apenas dos minutos, porque justo antes de bajar a servirse el trago vio el sobre encima del televisor y lo abrió.
Querido don Roberto:
La señora y yo nos vamos de la casa para siempre. Estamos aburridas de verle su panza y sus malas caras, y de tener que soportar sus malos modos. La señora merece vivir una vida decente, como yo con mi Lute, así que se va. La señora ni sabe qué es lo que le estoy escribiendo, pero ella me encargó que le redactara su carta de despedida. Le dice adiós para siempre, le desea una buena vida y le pide que no la busque ni la llame por teléfono, porque ella estará ocupada con un amigo del Lute que yo misma le voy a presentar. Le dejamos cuatro estofados y veinte tamales en la nevera, más siete pescados congelados que están en la caja plástica. De ahora en adelante, y por los próximos dos mil años, hágase la cama solito, lávese las camisas y arrégleselas lo mejor que pueda.
Sin otro particular, se despiden atentamente de usted,
Domitila y señora Eulogia.
A Roberto le flaquearon las piernas y lo primero que se le ocurrió fue llamar a la policía, pero el policía que lo atendió le dijo que para dar por perdida a una persona había que esperar por lo menos tres días y que se armara de paciencia, porque lo más seguro era que su señora regresaría.
Pero mi tía, alentada por la Domi, no volvió hasta el lunes siguiente en que se apareció a las nueve de la noche, diciendo que sólo había ido para buscar el resto de sus pertenencias.
Roberto, que a esas alturas estaba pálido como una aspirina y dos kilos más flaco, le rogó que se quedara y le prometió que las cosas iban a cambiar. El quería empezar de nuevo y sólo le pedía un favor.
—¿Qué favor? —le preguntó mi tía secamente y haciendo caso, una vez más, de los sabios consejos de la Domi.
—Que vuelvas tú sola, pero sin la Domitila —susurró.
—¡Eso jamás!
—Bueno, no te enojes, Eulogia. Acepto que vuelva ella también —dijo Roberto, con los brazos caídos y dándose cuenta de que en esa casa, hacía rato que él ya había dejado de ser el rey.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JUNIO 18 DEL 1996