Publicado en
agosto 10, 2015
Condensado del libro de Richard Bach.
Richard Bach es un aviador —de la estirpe de Lindbergh y Antoine de Saint-Exupéry— que ve en la aviación una fuente inagotable de misterio. Una noche, hace alrededor de diez años, paseaba él solo en California cuando oyó una voz que le decía claramente: "Juan Salvador Gaviota". Al volver a su casa empezó a escribir este relato acerca de una gaviota que no sólo habla, sino que es protagonista de insólitas aventuras. La narración se iba desarrollando sin mayor esfuerzo del autor, mas al cabo de completar unas diez páginas se le acabó la inspiración: el cuento no tenía desenlace.
Años después, Bach despertó una noche con el impulso de seguir escribiendo. Esta vez sí terminó la obra, que al publicarse en 1970 pasó casi inadvertida de los críticos. Pero, como el mismo Juan Salvador Gaviota, el libro obtuvo un resonante triunfo: hasta la fecha se han impreso unos dos millones de ejemplares. Cuando en 1972 llegó por fin a las listas de los mayores éxitos de librería en los Estados Unidos, inexplicablemente apareció catalogado entre los relatos verídicos, quizá porque en "Juan Salvador Gaviota" hay más "verdad" que en muchos relatos de la vida real.
AQUELLA mañana el dorado Sol resplandecía sobre los rizos del mar en calma. A kilómetro y medio de la costa un buque pesquero surcaba las aguas, y por todos los ámbitos se propagaba a voces la llamada para el desayuno de la bandada; un millar de gaviotas se arremolinaba en torno de la nave, disputándose los residuos de comida.
Pero a lo lejos, solo, muy retirado de la embarcación y de la playa, Juan Salvador Gaviota practicaba. A 30 metros de altura bajaba las membranosas patas, levantaba el pico y se esforzaba en mantener arqueadas las alas, pese al dolor que esto le producía. La posición encorvada lo obligaría a volar más despacio, y ya había aminorado la velocidad hasta sentir el viento apenas como un susurro. Entornó los ojos, se concentró haciendo un gran esfuerzo y contuvo el aliento... más... más..., un poco más arqueado. En eso se le encresparon las plumas, pues había perdido demasiada velocidad; no pudo gobernar el vuelo y cayó.
Las gaviotas, como es sabido, jamás pierden velocidad y nunca caen en vuelo. Esto constituiría para ellas .una ignominia y una deshonra.
Pero Juan Gaviota no se avergonzó; aunque volvía a perder el dominio y a caer, siguió tratando de arquear las alas en posición temblorosa y forzada para reducir la velocidad cada vez más. Es que él no era una gaviota común...
La mayoría de las gaviotas no se preocupan por aprender más que los rudimentos del vuelo: cómo trasladarse de la playa hasta las aguas donde está el alimento y regresar otra vez a tierra. Para casi todas estas aves no es el vuelo lo que cuenta, sino la comida. No así para Juan: volar, para él, era más importante que comer. Más que nada, a Juan Salvador Gaviota le gustaba volar.
Pronto descubrió que pensar así no era la forma de hacerse popular entre las aves. Hasta sus padres se asustaban, pues Juan se pasaba los días solo, ejecutando deslizamientos a poca altura, experimentando.
Por ejemplo, sin saber por qué, al volar sobre el agua a una distancia menor que la mitad de la envergadura de sus alas, podía sostenerse en el aire más tiempo y con menor esfuerzo. No terminaba los planeos con el acostumbrado chapoteo de las palmas que chocan con el agua, sino con una larga estela uniforme que dejaban las patas, muy bien plegadas contra el cuerpo. Cuando comenzó a deslizarse para aterrizar de patas en la playa, y luego a calcular exactamente el deslizamiento en la arena, sus padres se consternaron.
—¿Qué te propones, Juan? —le preguntó su madre— ¿Te molesta ser como el resto de la bandada? ¿Por qué no comes? Hijo, estás muy flaco; no eres más que pluma y hueso.
—No me importa ser hueso y pluma, madre; sólo me interesa ver qué puedo y qué no puedo hacer en el aire. Eso es todo.
—Oye, Juan —le reconvino cariñosamente su padre—, ya pronto vendrá el invierno; las embarcaciones escasearán y los peces de la superficie irán a aguas más profundas. Si has de estudiar algo, que sea la comida y el mejor modo de procurártela.
Juan hizo una respetuosa inclinación de cabeza. Durante los días siguientes trató de comportarse como las demás gaviotas; de veras lo intentó, graznando y riñendo con la bandada en torno a los muelles y a los barcos pesqueros, zambulléndose en busca de peces y mendrugos de pan. Pero no pudo tolerar esa situación.
"¡Todo esto es tan insensato!" pensó, dejando caer deliberadamente del pico una anchoa que le había costado mucho trabajo pescar, para que la recogiera una hambrienta gaviota vieja que lo perseguía. "Podría aprovechar todo ese tiempo aprendiendo a volar. ¡Hay tanto que aprender!"
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota se hallase solo nuevamente, mar adentro, hambriento pero feliz, aprendiendo. Su tema era la velocidad, y en las prácticas de una semana aprendió más que la gaviota más veloz.
Desde 300 metros de altura, aleteando con todas sus fuerzas, se echó en audaz picado hacia las olas y comprendió por qué las gaviotas no se lanzan en veloz descenso. A los seis minutos se estaba desplazando a 110 kilómetros por hora, y a esa velocidad las alas se vuelven inestables cada vez que se alzan para el aleteo.
Le sucedía así una y otra vez. Por más cuidado que tuviese, poniendo en ello su mayor esfuerzo, en la aceleración perdía el dominio del vuelo. Se remontaba nuevamente hasta 300 metros, se lanzaba a toda velocidad y, en cierto momento, daba media vuelta para caer aleteando en picado vertical. El ala izquierda se le trababa siempre al levantarla, lo cual le hacía girar hacia la izquierda, y, al inmovilizar el ala derecha para recobrar el equilibrio, entraba en barrena velozmente. Diez veces lo intentó, y en cada una de ellas, al pasar de los 110 k.p.h., se convertía en un remolino de plumas sin control e iba a estrellarse con fuerza en las olas.
La clave del asunto, reflexionó, debía de ser conservar las alas inmóviles al volar a grandes velocidades; esto es, aletear hasta los 80 k.p.h. y luego mantenerlas fijas.
Ensayó de nuevo tirándose en picado desde más de 600 metros de altura, y entró en barrena con el pico enfilado hacia abajo, para extender las alas inmóviles a partir de los 80 k.p.h. Le costó un esfuerzo supremo, pero logró su propósito. A los diez segundos había sobrepasado ya 140 k.p.h., con lo que estableció una nueva marca mundial para gaviotas.
Pero el triunfo fue efímero. En el instante en que intentó salir del picado, al momento de variar el ángulo de las alas, volvió a perder el control y el choque a aquella velocidad lo sacudió como el estallido de un cartucho de dinamita. Juan Gaviota saltó en el aire y fue a clavarse en un mar duro como el ladrillo.
Al volver en sí ya hacía tiempo que se había ocultado el Sol y él se hallaba flotando sobre las olas a la luz de la Luna. Sentía las alas rasgadas y pesadas como dos barras de plomo. Pero la sensación del fracaso era aun más dolorosa. Exhausto, anhelaba que ese peso fuera suficiente para arrastrarlo hacia el fondo y así acabar de una vez con su triste existencia. Mientras se iba hundiendo en el agua profunda, oyó una voz interior que le decía: "No hay remedio: soy una gaviota; estoy limitado por la naturaleza. Si el destino hubiese querido que aprendiese a volar, me habría dado cartas de vuelo, en vez de sesos. Si estuviese destinado a volar a gran velocidad, tendría alas cortas como las del halcón y me alimentaría de ratones, en vez de peces. Mi padre tiene razón: debo volar a casa, donde está mi tribu, y conformarme con lo que soy, una pobre gaviota llena de limitaciones".
Se fue desvaneciendo la voz y Juan se sometió. De noche las gaviotas deben estar en tierra. Prometió que en lo sucesivo sería un ave normal, como todas las de su especie. Así todos estarían contentos.
ATRAVESANDO LA BARRERA
JUAN SALVADOR GAVIOTA salió pesadamente del agua oscura y emprendió el vuelo hacia la playa, contento de lo que había aprendido sobre los vuelos a baja altura, que ahorran esfuerzo.
"Pero no", pensó. "Ya he dejado de ser lo que era; he renunciado a todo lo que había aprendido. Soy una gaviota como cualquiera otra, y volaré como ellas". Y remontándose dolorosamente a 30 metros de altura, empezó a aletear con más vigor para llegar a tierra.
Se sentía más aliviado con aquella resolución de ser uno de tantos entre la bandada. Había roto los vínculos con aquella fuerza que lo estuvo impulsando a aprender; no tendría más estímulo de superarse, ni sufriría más fracasos. Y era muy hermoso dejar de pensar para volar simplemente en la oscuridad hacia las luces de la lejana playa.
¡Oscuridad! Oyó una voz hueca que exclamaba alarmada. ¡Las gaviotas jamás vuelan en la oscuridad!
Distraído, Juan no puso atención a aquella voz. Es muy bonito, pensaba. La Luna y las luces que titilan sobre el agua y parecen formar pequeñas sendas luminosas... ¡todo estaba tan apacible!
¡Baja! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si estuvieras destinado a volar en las tinieblas, tendrías ojos de lechuza! ¡Tendrías cartas de navegación en vez de sesos, y alas cortas como las del halcón!
En medio de la noche, a 30 metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Se le esfumó el dolor; se desvanecieron sus nuevas resoluciones.
¡Alas cortas de halcón!
¡Ahí está la solución! ¡Qué tonto he sido! Sólo necesito un ala pequeñita. Lo que me hace falta es plegar la mayor parte de las alas y volar sólo con las puntas. ¡Alas pequeñitas!
Y remontándose a 600 metros sobre las negras aguas, sin pensar en el fracaso ni en la muerte, se apretó el antebrazo de cada ala contra el cuerpo, quedando sólo las puntas extendidas al viento, y así se dejó caer en picado.
El viento rugía como un monstruo al pasarle por la cabeza. Ciento diez kilómetros por hora, 140, 190 y más rápido todavía. La resistencia del viento, ya a los 220 k.p.h., no era tan molesta como antes, a los 110, y con un movimiento mínimo de la punta de las alas pudo salir del picado e impulsarse luego hacia arriba, como gris bala de cañón bajo la Luna.
Apretó los ojos contra el viento y se regocijó. ¡Doscientos veinte kilómetros por hora! ¡Control perfecto! Si me lanzara desde 1500 metros y no desde 600, ¿qué velocidad alcanzaría...?
Sus votos de hacía un momento se habían olvidado, barridos por aquel tremendo viento huracanado. Sin embargo, no sentía remordimientos por haber roto la promesa que él mismo se había hecho. Tales propósitos son únicamente para las gaviotas que aceptan lo común. Quien ha alcanzado la excelencia en el aprendizaje, está por encima de ellos.
Al alba, Juan Gaviota estaba ya practicando otra vez. Desde 1500 metros los barcos pesqueros parecían oscuras manchitas sobre el mar azul tranquilo, y la bandada reunida para el desayuno era apenas una nube imprecisa de polvo que revoloteaba alrededor de las embarcaciones.
Estaba vivo, temblando de gozo, orgulloso de haber dominado el miedo. Luego, sin ceremonia, plegó la parte anterior de las alas, extendió las puntas cortas en ángulo recto y se dejó caer en picado hacia el mar. Cuando descendió a menos de 1200 metros, había alcanzado la velocidad límite; el viento era una sólida barrera de sonido contra la que ya no podía avanzar más rápidamente. Iba volando derecho hacia abajo, a 344 k.p.h.; tragó saliva, pues sabía que, si se le desplegaban las alas inadvertidamente a tal velocidad, estallaría en un millón de fragmentos de gaviota. Pero volar a aquella velocidad le daba una sensación de poder, de gozo indecible, de belleza pura...
A 300 metros de altura empezó a salir del picado; las puntas de las alas se le agitaban con fuerza en aquel viento gigantesco; la lancha pesquera y la bandada de gaviotas oscilaban y se agrandaban con velocidad vertiginosa, directamente ante su vista.
No podía detenerse; aún no sabía cómo girar a esa velocidad. Y el choque le produciría la muerte instantánea. Así pues, cerró los ojos.
Y así sucedió, aquella mañana, poco después de la salida del Sol, que Juan Salvador Gaviota bajó a 341 k.p.h. en picado hacia el centro de la bandada con los ojos cerrados, en un gran estrépito de viento y alas en movimiento. Pero la Gaviota de la Suerte le sonrió en esa ocasión, y nadie murió ni sufrió daños.
Cuando enderezó el pico hacia el horizonte, aún avanzaba a 256 k.p.h. Al aminorar la velocidad a 30 k.p.h. y al extender por fin las alas, la lancha era una migaja, allá en el mar, 1200 metros más abajo.
¡Había alcanzado la velocidad límite: 344 k.p.h.! Aquello significaba haber atravesado la barrera; el momento más importante de la historia de la bandada, y empezó también una nueva era para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria zona de prácticas, plegó las alas para hacer un vuelo en picado desde 2400 metros de altura, y se aplicó a descubrir cómo virar hacia arriba.
Descubrió, en efecto, que el movimiento ligero de una pluma remera, de la punta de las alas, proporcionaba en un instante un suave viraje a tremenda velocidad. Antes, sin embargo, vio que mover más de una ,remera a aquella velocidad lo hacía girar como una bala de fusil. Juan había logrado así el primer vuelo acrobático de una gaviota sobre la Tierra.
Aquel día no perdió tiempo en charlar con otras gaviotas, sino que siguió volando hasta después de la hora del crepúsculo. Descubrió "el rizo", "el tonel" lento, la barrena invertida y otras acrobacias aéreas.
Al reunirse con la bandada en la playa, era ya de noche. Estaba atolondrado y muy fatigado. Sin embargo, ejecutó un rizo para aterrizar, y un viraje rápido de 360 grados antes de tocar tierra. Cuando se enteren de mi descubrimiento, de que he pasado la barrera, pensaba, todos estarán felices. ¡Cuánto más grata será nuestra vida de hoy en adelante! En lugar de nuestro monótono ir y venir diurno a los barcos pesqueros, tendremos ya una razón para vivir. Nos liberaremos de la ignorancia; nos consideraremos seres capaces de excelencia, mediante el intelecto y la destreza. ¡Ahora podremos ser libres! ¡Aprenderemos a volar!
Los años venideros se le presentaban gratos y llenos de halagüeñas promesas.
Cuando aterrizó, la bandada se estaba reuniendo para formar el Gran Consejo. Al parecer ya estaba reunida, y esperaba.
—Juan Salvador Gaviota, pasa al centro —ordenó ceremoniosamente la voz sonora e inconfundible del jefe de la tribu.
Pasar al centro significaba una de dos cosas: máxima vergüenza o máximo honor. Pasar al centro por honor era el modo tradicional de designar a los jefes de la Colonia. Es evidente, pensó Juan, que la bandada presenció esta mañana mi proeza a la hora del desayuno. Pero no deseo honores. No aspiro a ser dirigente. Sólo quiero compartir mi descubrimiento; señalar nuevos horizontes a todos los nuestros. Y dio un paso al frente.
—Juan Salvador Gaviota —siguió diciendo el jefe de la tribu—pasa al centro para avergonzarte ante todos tus compañeros de bandada.
Juan se sintió fulminado. Le flaquearon las patas, se le encresparon las plumas; oyó un rumor de oleaje. ¿Pasar al centro, humillado? ¡No es posible! ¡Recuerden la hazaña! ¡No entienden! ¡Están en un error!
—... por tu temeraria irresponsabilidad —imprecaba aquella voz grave—; por violar la dignidad y las tradiciones de la Familia de las Gaviotas.
Ponerlo a uno en el centro, para avergonzarlo, equivalía a ser un paria en la sociedad de las gaviotas; condenarlo a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.
—... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad no trae nada bueno. La vida es inescrutable; sólo sabemos que se nos ha puesto en este mundo para comer y preservar nuestra existencia mientras sea posible.
La gaviota común jamás osa dirigir la palabra al Alado Consejo; mas Juan sí alzó la voz:
—¿Hablan de irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! —exclamó— ¿Quién más responsable que la gaviota que señala nuevos rumbos en la vida? ¡Durante varios milenios hemos estado riñendo entre nosotros por cabezas de pescado, pero ahora tenemos ya una razón de vivir: aprender, descubrir, ser libres! Sólo una cosa pido: permítanme enseñarles lo que he descubierto.
La Colonia parecía sorda como una tapia.
"La hermandad está rota", declararon a coro las gaviotas. De común acuerdo hicieron caso omiso de sus palabras y le volvieron la espalda solemnemente.
EL PARIA
JUAN pasó el resto de sus días en soledad, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su mayor pesar no era el destierro, sino que sus hermanos se negaran a creer en las glorias que el vuelo les reservaba; rehusaban abrir los ojos para ver.
Juan aprendía más cada día. Comprobó que el picarlo aerodinámico a alta velocidad podía proporcionarle manjares nuevos de bancos de peces raros y exquisitos que vivían a tres metros bajo la superficie del mar: ya no necesitaba ni los barcos pesqueros ni el pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire, fijando su derrotero de noche, lejos de la playa, a favor de un viento que lo hacía avanzar 150 o más kilómetros entre el crepúsculo y el alba. Con aquel mismo gobierno interior volaba a través de nieblas espesas o se remontaba sobre ellas hasta el esplendoroso firmamento azul... cuando todas las demás gaviotas permanecían en tierra, cegadas por la bruma y la lluvia. Aprendió a aprovechar los vientos altos que lo impelían muy lejos, tierra adentro, donde cenaba con exquisitos insectos.
Juan había logrado para sí solamente lo que una vez había querido para toda la Colonia: había aprendido a volar, y no se arrepentía del alto precio que debió pagar. Descubrió que el hastío, el miedo y la ira explican por qué es tan breve la vida de las gaviotas y, al descartar estos sentimientos, sus días fueron largos y hermosos.
Una noche llegaron dos seres y encontraron a Juan deslizándose plácidamente por su adorado firmamento. Las dos gaviotas que aparecieron a los extremos de sus alas eran puras como la luz de dos luceros; su resplandor, suave y amistoso en el aire nocturno de las grandes alturas. Pero lo más hermoso del caso era la destreza con que volaban, agitando con precisión la punta de las alas a una distancia constante del extremo de las suyas.
Sin dirigirles la palabra, Juan las puso a prueba: un examen que ninguna gaviota antes había pasado. Enroscando las alas, aminoró la marcha hasta un kilómetro escaso por hora más del punto en que se pierde la fuerza de sustentación. Las dos aves resplandecientes hicieron otro tanto, con suavidad, manteniéndose en posición. Conocían la ciencia del vuelo lento.
Plegando las alas, Juan se desplomó en picado a 300 k.p.h. Cayeron con él sus compañeros, zumbando a gran velocidad, en perfecta formación.
Para rematar, él aprovechó el impulso y subió verticalmente, ejecutando una larga y lenta espiral. Ellos lo acompañaron en la maniobra.
Volvió al vuelo horizontal y estuvo callado largo rato antes de hablar:
—Y bien —dijo por fin—. ¿Quiénes son ustedes?
—Somos de tu Colonia, Juan; tus hermanos. Hemos venido por ti, a llevarte más alto; a conducirte al hogar.
—No tengo hogar. No pertenezco a ninguna Colonia. Soy un paria. Y en cuanto a volar alto, ahora volamos en lo más alto del Gran Viento de la Montaña. No puedo levantar más mi viejo cuerpo.
—Sí puedes, Juan, porque has aprendido. Has terminado una etapa de la enseñanza y es tiempo de que comiences otra.
Así como toda la vida le había iluminado el entendimiento, volvió a comprender Juan Gaviota que sus compañeros tenían razón. Sí podía volar más alto y sí era tiempo de volver al hogar.
Echó una larga y última mirada por el firmamento hacia la maravillosa tierra plateada donde tanto había aprendido.
—Estoy dispuesto —asintió.
Y Juan Salvador Gaviota se remontó en compañía de las dos aves resplandecientes como luceros, para desaparecer juntos en el cielo perfectamente oscuro.
LA PERFECCION
¡CONQUE esto es el cielo!, pensó Juan, y tuvo que sonreír. No era muy respetuoso ponerse a analizar el cielo en el momento en que uno vuela para entrar en él.
Llegando entonces de la Tierra, sobre las nubes y en formación cerrada con las dos gaviotas resplandecientes, vio que su cuerpo se tornaba tan brillante como el de sus compañeros. Si bien era el mismo joven Juan Salvador de los dorados ojos, su cuerpo había cambiado en lo exterior.
Lo sentía aún de forma de gaviota, pero volaba ya mucho mejor que su viejo organismo. Con la mitad del esfuerzo, pensaba, lograré doble velocidad; dos veces el rendimiento de mis mejores días en la Tierra.
Las alas se le trocaron de color blanco brillante. Las plumas se le pusieron lisas como hojas de plata bruñida. Con gran deleite se aplicó a aprender sus propiedades, a imprimir potencia a esas nuevas alas.
A 400 k.p.h. sentía que iba aproximándose a la velocidad máxima de vuelo horizontal. A los 439 le pareció que ya volaba con la mayor rapidez posible, y sintió cierto desaliento. Había un límite en las posibilidades de su nuevo cuerpo, y aunque la velocidad era mucho mayor que la de su vieja marca de vuelo horizontal, constituía un límite para sobrepasar el cual se requería un gran esfuerzo. En el cielo, pensaba Juan, no debería haber límites.
Las nubes se apartaron. Sus compañeros le desearon "Buena suerte, Juan", y se desvanecieron en la inmensidad.
Volaba sobre el mar hacia una costa abrupta. Unas gaviotas aprovechaban las corrientes ascendentes de los acantilados. Muy al norte, hacia la línea del horizonte, volaban otras cuantas.
Nuevos paisajes, nuevos pensamientos, nuevos interrogantes. ¿Por qué tan pocas gaviotas? El cielo debería estar colmado de ellas. ¿Y por qué me sentiré de pronto tan fatigado? Las gaviotas en el cielo no deben sentir fatiga ni sueño.
¿Dónde había oído aquello ? Los recuerdos de su vida en la Tierra se estaban desvaneciendo. Claro que el mundo era un lugar en donde había aprendido mucho, pero los detalles de su vida pasada ya le parecían nebulosos... recordaba vagamente algo acerca de la lucha por la comida y de haber sido un paria.
Una docena de gaviotas salieron de la orilla a recibirlo, pero ninguna de ellas pronunció una palabra. Juan notó sólo que era bienvenido y que aquel era su hogar. Viró para aterrizar en la playa; aleteó al parar a dos centímetros de altura y luego se posó suavemente en la arena. Las demás también aterrizaron, pero ninguna de ellas movió ni siquiera una pluma. Virando contra el viento, con las plateadas alas extendidas, arquearon las plumas hasta detenerse en el instante mismo en que tocaban el suelo con las patas. Hermosa precisión, pero Juan estaba ya muy cansado para ensayarla. Parado allí en la playa, sin haber dicho ni oído una palabra, se quedó dormido.
Durante los días siguientes Juan comprobó que en aquel lugar había tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado atrás. Pero existía cierta diferencia: en su nuevo hogar vivían gaviotas que pensaban como él. Para todas ellas lo más importante era perfeccionarse en la actividad que más amaban, o sea el vuelo. Eran aves admirables que pasaban las horas, día tras día, practicando el arte de volar, ensayando avanzadas técnicas de vuelo.
Con los ojos tercamente cerrados a las delicias del vuelo, Juan olvidó durante mucho tiempo el mundo de donde había venido, el lugar donde vivía la Colonia. A ratos lo recordaba, sin embargo, sólo por un momento.
Una mañana, después de salir con su instructor, evocó aquel mundo mientras descansaba en la playa tras una sesión de acrobacias aéreas.
—¿Dónde están los demás, Serafín? —preguntó en el tono quedo y casi telepático a que ya se había acostumbrado, en vez de lanzar los chillidos estridentes que emitían otras gaviotas— ¿Por qué no hay aquí más gaviotas como nosotros? En mi tierra había
—Lo sé: millares y millares de gaviotas —y Serafín meneó la cabeza—: Sólo puedo decirte, Juan, que aves como tú quizá haya una en un millón. La mayoría llegamos a donde estamos por un proceso lento. Pasamos de un mundo a otro casi igual al anterior, olvidando inmediatamente de dónde hemos salido, sin importarnos a dónde vamos, entregados al momento. ¿Te imaginas por cuántas vidas hemos tenido que pasar antes de llegar a comprender siquiera que hay otras cosas fuera de comer y reñir, o más allá del poder de la Colonia? Mil vidas, Juan; ¡diez mil! Y después transcurrieron quizá otras cien antes de que descubriéramos la perfección, y otro centenar para percatarnos de que la razón de vivir está en lograr aquella perfección y mostrar el camino a los demás. Esa misma regla se aplica a nosotros ahora: elegimos nuestro próximo mundo según lo que aprendamos en éste. Si no aprendemos nada, la próxima existencia será igual a la de ahora, con los mismos pesos de plomo y las mismas limitaciones que vencer.
Siguió entonces extendiendo las alas y dando cara al viento:
—Pero tú, Juan, aprendiste tanto de una vez que no necesitaste pasar por mil vidas para llegar a tu actual etapa de evolución.
Poco después se habían elevado de nuevo y estaban practicando. "El tonel" en formación era difícil, pues al volar invertido Juan tenía que pensar al revés, invirtiendo la curva del ala y en sincronización perfecta con su instructor.
—Ensayémoslo de nuevo —decía una y otra vez Serafín—. Ensayémoslo de nuevo —y, finalmente—: Bien.
Y luego comenzaban a practicar rizos hacia afuera.
Una noche las gaviotas que no se ocupaban en hacer vuelos nocturnos estaban juntas en la arena, pensando. Armándose de todo su valor, Juan se dirigió a Chiang, la Gaviota Mayor, de quien se decía que muy pronto traspondría el umbral para ingresar en otro mundo:
—Chiang... —le dijo nerviosamente.
—Sí, hijo mío —respondió Mayor mirándolo con benevolencia.
Lejos de menguar por la edad, Chiang se fortaleció con los años: sabía volar mejor que cualquier gaviota de la Colonia y había aprendido habilidades que los otros irían adquiriendo paulatinamente.
—¿Verdad, que este mundo no es el cielo todavía?
Mayor le sonrió a la luz de la Luna.
—Veo que sigues aprendiendo, Juan Gaviota.
—Y de ahora en adelante ¿qué sucederá? ¿A dónde iremos? ¿Es que no existe un lugar que se llama cielo?
—No, Juan: no existe. El cielo no es un lugar; ni una época; es la perfección—. Durante algunos minutos guardó silencio y luego preguntó—: Tú eres rápido en el vuelo, ¿verdad?
—A mí... me encanta la velocidad —dijo Juan, sorprendido, y a la vez orgulloso de ver que Mayor se hubiera fijado en él.
—Comenzarás a tocar el cielo en cuanto te aproximes a la velocidad perfecta. Eso no significa mil kilómetros por hora, ni un millón, ni volar a la velocidad de la luz. Porque los números señalan un límite, y la perfección no tiene límites. La velocidad perfecta, hijo mío, es estar de pronto en otro lugar.
Sin previo aviso Chiang se perdió de vista y apareció a la orilla del agua, 15 metros más abajo. Luego se esfumó otra vez y reapareció en el término de un instante encima del hombro de Juan.
—¡Es muy divertido! —comentó Mayor.
Juan estaba deslumbrado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
—¿Cómo se hace eso? ¿Qué se siente ? ¿Hasta dónde se puede ir así?
—Se puede ir a cualquier lugar y a cualquier época que uno desee —explicó Mayor—. Yo he ido a todas partes y a todos los tiempos imaginables —y miró sobre el mar—. Es extraño —agregó—: las gaviotas que por viajar desdeñan la perfección, avanzan lentamente, sin rumbo fijo. Las que descuidan los viajes por dedicarse a adquirir la perfección, van a todas partes al instante. Recuerda, Juan: el cielo no es una parte del espacio ni del tiempo, pues los tiempos y los lugares no significan nada. El cielo es...
—¿Puedes enseñarme a volar así? —preguntó Juan Gaviota, temblando ante la perspectiva de descubrir otro reino desconocido para él.
—Naturalmente, si deseas aprenderlo.
—Dime qué debo hacer —y, al decir esto, una luz extraña destelló en los ojos de Juan.
Chiang contestó pausadamente:
—Para volar tan rápido como el pensamiento, es decir, a cualquier parte, debes empezar por saber que ya has llegado...
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejara de considerarse preso en un cuerpo limitado, en que se sintiera con una envergadura de más de un metro, con alas cuyas virtudes aeronáuticas pudieran proyectarse en una carta de navegación. El secreto era estar consciente de que su verdadera naturaleza vivía en todas partes, a través del tiempo y del espacio.
EL REGRESO
JUAN siguió trabajando afanosamente día tras día, desde antes de amanecer hasta después de medianoche. Y a pesar de todos sus esfuerzos no se movía, ni tan siquiera por el espesor de una pluma, del lugar donde se hallaba.
—No cuentes mucho con la fe —le repetía Chiang—: no la necesitaste para volar; tuviste que comprender los secretos del vuelo. Con esto ocurre lo mismo. Ahora, volvamos a intentarlo.
Y un día Juan, parado en la playa, cerrando los ojos y concentrado en sí mismo, comprendió de repente lo que le había dicho Chiang. "Sí, señor: es verdad", reflexionó, "soy una gaviota que ha llegado a la perfección y no tiene límites de ninguna clase". Y sintió un gran alborozo.
—¡Muy bien! —exclamó Chiang con voz triunfante.
Juan abrió los ojos. Estaba solo con Mayor sobre una playa enteramente diferente... los árboles llegaban hasta la orilla misma del agua, y en el firmamento brillaban dos soles gemelos y amarillos.
—Por fin has llegado a comprenderlo —le dijo Chiang— aunque necesitas practicar más el control...
Juan estaba atónito.
—¿En dónde estamos?
La Gaviota Mayor, dando poca importancia al extraño ambiente. respondió impasible:
—Por lo visto nos hallamos en algún planeta de atmósfera verdosa cuyo Sol es una estrella doble.
Juan dio un grito de júbilo:
—¡Resultó!
—¡Claro que resulta, Juan! Todo es posible cuando uno sabe lo que está haciendo. Veamos ahora el control...
Cuando regresaron, ya había oscurecido. Las demás gaviotas, al mirar a Juan, reflejaban cierto respeto en los ojos dorados, pues lo habían visto desaparecer repentinamente de donde tanto tiempo vivió.
—Podemos empezar a aprender el vuelo en el tiempo, si así lo deseas —le dijo Chiang—, hasta que puedas trasladarte al pasado y al futuro. Y después ya estarás preparado para iniciarte en la parte más difícil, más poderosa, más divertida de todas. Podrás comenzar a volar más alto y a aprender el significado de la bondad y del amor.
Pasó un mes, o un transcurso de tiempo que parecía un mes. Juan iba aprendiendo a velocidad vertiginosa. Siempre había sido rápido de aprendizaje, pero bajo la tutela de la Gaviota Mayor absorbía los conocimientos como aerodinámica computadora emplumada.
Llegó por fin el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando en voz baja con todas las gaviotas, exhortándolas a no dejar nunca de aprender, ni de practicar, ni de esforzarse para comprender mejor el invisible principio de la perfección en toda existencia. Mientras hablaba, las plumas se le iban poniendo cada vez más luminosas, hasta que por último resplandecían a tal grado que ninguna gaviota podía clavar los ojos en él.
—Juan —le encargó, y fueron aquellas sus últimas palabras—, sigue ahondando en eso del amor...
Cuando las gaviotas pudieron ver nuevamente, Chiang ya había desaparecido.
A medida que pasaban los días, Juan siguió pensando una y otra vez en la Tierra que había dejado atrás. Si allá hubiese sabido una décima... no: una centésima parte de lo que sabía aquí, ¡cuánto más habría significado la vida para él! Se quedó en la playa, pensando si allá viviría otra gaviota que luchara para salir del estrecho marco de sus limitaciones, para descubrir el significado del vuelo, algo más allá de su valor utilitario para recoger un mendrugo arrojado desde una lancha. Quizá habrían declarado paria a otra gaviota por haber expresado su opinión ante la Colonia. Y cuanto más practicaba Juan sus lecciones de bondad, cuanto más trabajaba para conocer la naturaleza del verdadero amor, más deseaba volver a la Tierra, pues a pesar de su pasada vida solitaria, Juan había nacido para ser instructor. Su forma de demostrar el amor era comunicar a otra gaviota deseosa de conocer la verdad algo de la verdad que él mismo había contemplado.
Serafín, iniciado ya en los vuelos a la velocidad del pensamiento e instructor de otros en el arte, abrigaba dudas al respecto.
—Juan, tú mismo fuiste un paria. ¿Por qué crees que puede haber alguna gaviota de tu mocedad dispuesta a escucharte ahora? Sabes aquel proverbio, que es muy cierto: Ve más la gaviota que vuela más alto. Las aves de donde tú vienes están junto a la tierra, disputando entre graznidos. Quédate aquí. Ayuda a las que han subido lo suficiente para entender lo que les dices—. Guardó silencio un rato, y luego añadió—: Y si Chiang hubiese regresado a su vieja tierra, ¿qué sería de ti hoy?
Serafín tenía razón: Ve más la gaviota que vuela más alto.
Juan se quedó a adiestrar a los jóvenes recién llegados, todos muy inteligentes y ávidos de aprender. Sin embargo, no podía dejar de pensar que allá en la Tierra acaso hubiera una o dos gaviotas capaces de aprender también. ¡Cuánto más habría sabido él si Chiang hubiese llegado el mismo día en que lo declararon paria!
—Amigo Serafín —declaró luego—, tengo que regresar. Tus discípulos están aprovechando bien: ellos podrán ayudarte a preparar a los principiantes.
Serafín Gaviota no pudo contener la risa.
—¡Pájaro loco! —le dijo cariñosamente— Si alguien puede enseñar a otro a ver millares de kilómetros, serás tú, Juan Salvador Gaviota—. Apartando la mirada hacia la arena, prosiguió—: Adiós, Juan, amigo mío.
—¡Hasta pronto, Serafín!
Y Juan recordó la imagen de las grandes bandadas de gaviotas en las playas de otra época; sabía que no era sólo un ser de hueso y plumas, sino la idea hecha carne del vuelo perfecto y de la libertad.
EL PRINCIPIO
FABIO LOTARIO GAVIOTA era muy joven aún, pero ya le constaba que ningún pájaro de su especie había sido jamás tratado tan injustamente por la Colonia.
"No me importa lo que digan", pensaba muy contrariado, volando hacia los Lejanos Acantilados. "El vuelo no consiste sólo en aletear de aquí para allá: ¡eso lo hace hasta un mosquito! ¡Por hacer un rizo, nada más, alrededor de la Gran Gaviota Mayor, todo por broma, me declararon paria! ¿Están ciegos? ¿No se dan cuenta? ¿No pueden pensar en lo gloriosa que será nuestra vida cuando realmente aprendamos a volar?
"Que piensen lo que quieran. ¡Les enseñaré cómo se vuela! Seré un simple paria, si así lo quieren ellos. Ya se arrepentirán..."
En eso oyó una voz interior y, aunque muy suave, le asombró tanto que dio un aleteo en falso y se bamboleó en el aire.
—No los trates con dureza, Fabio Gaviota. Al decretar tu ostracismo, las otras gaviotas se han perjudicado ellas mismas. Algún día lo sabrán, y ese día verán lo que ves tú. Perdónalas y ayúdalas a entender.
Muy cerca de la punta de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente que hubiera visto, deslizándose fácilmente, casi sin mover ni una pluma y a una velocidad quizá máxima para Fabio.
La joven gaviota se sintió confundida un momento:
—¿Qué sucede? ¿Estaré loco? ¿De qué se trata? —se dijo.
Tranquila y queda siguió diciéndole la voz interior:
—Fabio Lotario Gaviota ¿deseas aprender a volar?
—Sí, sí lo deseo.
—¿Tanto quieres volar que perdonarás a la Colonia, estudiarás y algún día volverás a ellos, a trabajar para ayudarles a que ellos también aprendan?
No podía mentir a aquel ser magnífico, por más que Fabio Gaviota se hubiera sentido orgulloso de sí mismo. Respondió con voz suave:
—Lo prometo.
—Entonces, Fabio, hijo —ordenó aquel ser resplandeciente— vamos a comenzar por el vuelo horizontal...
EL MAESTRO
JUAN sobrevolaba en lento círculo los Lejanos Acantilados, observando. Joven y arrojado, Fabio Gaviota era el perfecto estudiante de vuelo: fuerte, veloz y ágil en el aire; y —lo que es más importante— tenía vehementes deseos de aprender.
El discípulo acababa de aparecer: se veía como un cuerpo gris, borroso, que luego pasaba zumbando estrepitosamente frente a su instructor, al salir de un picado. Se enderezó súbitamente para ensayar de nuevo un "tonel" lento de 16 puntos, y contó en voz alta:
—Ocho, nueve, diez... mira, Juan, voy perdiendo demasiada velocidad... once... desearía detenerme en seco, rápidamente, como tú... doce... No... no puedo...
Fabio se trabó en el aire, complicando la caída por su impaciencia de haber fracasado. Cayó de espaldas, dio media vuelta, giró vertiginosamente en tirabuzón invertido, pero finalmente pudo recuperarse y quedó a 30 metros debajo del nivel en que estaba su instructor.
—Pierdes el tiempo conmigo, Juan. Soy muy bruto. Por más que me esfuerzo, no aprendo.
Juan lo miró desde arriba: —Tienes razón: no aprenderás mientras te empeñes en salir del picado tan bruscamente. Así perdiste 60 kilómetros por hora. Hay que hacerlo suavemente. Con firmeza, pero al mismo tiempo con suavidad. ¡No lo olvides!
Juan se puso al nivel de su discípulo y le dijo:
—Vamos a intentarlo nuevamente: esta vez juntos, en formación. Ten mucho cuidado cuando salgas del picado.
Al cabo de tres meses Juan tenía otros seis discípulos, todos ellos parias e intrigados por la nueva idea del vuelo por el mero placer de volar.
Sin embargo, les era más fácil poner en práctica las técnicas de vuelo que comprender las causas de su funcionamiento.
—Cada uno de nosotros es en realidad una encarnación de la idea de la Gran Gaviota; de la idea de libertad sin límites —solía decirles Juan por las tardes, cuando se reunían en la playa—: los vuelos de precisión representan un paso hacia la cabal expresión de nuestra verdadera naturaleza. Debemos apartarnos de todo lo que nos limite.
Sus discípulos se habían quedado dormidos, agotados por los vuelos del día. Les agradaban los ensayos por el placer de la velocidad y la sensación de gozo que les procuraban, pero ninguno, ni siquiera Fabio Lotario Gaviota, estaba convencido de que la idea pudiese ser tan real como el viento y la pluma.
—Nuestros cuerpos enteros, del extremo de un ala a la otra —solía decirles Juan Gaviota— no son más que nuestros pensamientos mismos, en forma visible. Si rompemos las cadenas del pensamiento, nos libraremos a la par de las del cuerpo.
Pero por más que se lo repitiese, aquello les parecía apenas una ficción placentera. Tenían mucho sueño; había que dormir.
Transcurrido sólo un mes más, Juan les anunció que había llegado ya la hora de volver a la. Colonia.
—No podemos —protestó Enrique Gaviota—: ¡Somos parias! No hemos de ir donde no nos quieren. ¿Verdad?
—Estamos en libertad de ir donde nos plazca y de ser lo que somos —respondió Juan, y remontó el vuelo desde la arena, mientras giraba al oriente, hacia el territorio de la Colonia.
Poco tiempo reinó la angustia entre los discípulos, pues la Ley de la Colonia dice que el que ha sido declarado paria jamás regresa, y en 10.000 años nunca se había quebrantado tal norma. El precepto legal les ordenaba quedarse; Juan les decía: "Vayamos allá", y ya para entonces el instructor iba kilómetro y medio mar adentro. Si esperaban más tiempo, él llegaría solo a enfrentarse con la bandada hostil.
—Si no pertenecemos a la Colonia, no nos obliga su ley, ¿de acuerdo? —dijo Fabio Gaviota, poco seguro de sí— Además, si hay disturbios, seremos más útiles allá que acá.
Así, aquella mañana llegaron volando desde occidente ocho gaviotas en formación de rombo doble; casi se tocaban las puntas de las alas. Pasaron sobre la Playa del Consejo de la Colonia, a 215 k.p.h., con Juan al frente. Fabio iba muy orondo a su derecha; Enrique se esforzaba valientemente en mantenerse a su izquierda. La formación entera giró sobre su eje longitudinal hacia la derecha, como si fuesen un sólo pájaro: nivelados; luego invertidos; nivelados nuevamente... , deslizándose bajo el viento.
Los graznidos de la bandada se interrumpieron, como si aquella formación fuese un gran cuchillo que cortase el eco... y ocho mil ojos desorbitados de gaviota miraban sin pestañear. Una por una, las ocho gaviotas hicieron entonces su aterrizaje sobre la playa, ejecutando primero un pronunciado rizo hacia arriba hasta quedar casi detenidos, para posarse después suavemente. Entonces, como si aquello fuese cosa de todos los días, Juan Gaviota comenzó allí mismo el análisis crítico del vuelo:
—En primer lugar —explicó, esbozando una sonrisa forzada— llegaron un poco tarde al punto de reunión...
LA LIBERTAD
LAS MURMURACIONES cundieron como la pólvora por la Colonia: esas aves son parias y han regresado... ¡Eso... no puede suceder!... Las predicciones de Fabio de que habría disturbios se desvanecieron en medio de la confusión y desconcierto de la bandada.
—Sí; es verdad que son parias: convenido —dijeron algunas de las gaviotas más jóvenes— pero ¡caracoles! ¿dónde habrán aprendido a volar así ?
Transcurrió casi una hora antes que la orden de la Gaviota Mayor les llegara a todos: no hacerles caso. La gaviota que dirigiera la palabra a un paria, sería a su vez paria.
Desde ese momento volvieron todos las grises espaldas a Juan, pero él no se dio por enterado. Vigiló las prácticas directamente en la Playa del Consejo y, por primera vez, instó a sus discípulos a que desplegaran al máximo su habilidad.
—¡Martín Gaviota! —retumbaba su voz por el firmamento— Dices que sabes el vuelo lento... No sabrás nada hasta que lo hayas probado... ¡Vuela!
Y así Martín Guillermo Gaviota, retraído y diminuto, acosado por su maestro, se superó a sí mismo y se convirtió en el as de los vuelos a poca velocidad. Ante el más tenue viento solía arquear una de las plumas para remontarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes, para luego bajar nuevamente. También Carlos Rolando Gaviota se elevó impulsado por el Gran Viento de la Montaña hasta una altura de 7300 metros, contento y resuelto a subir más aún al día siguiente.
Fabio Gaviota, afecto más que nadie a la acrobacia aérea, perfeccionó el tonel vertical lento de 16 puntos, y al día siguiente lo remató con un triple salto mortal. Las alas blancas le resplandecían al sol ante más de una mirada furtiva desde la playa.
En todo momento estaba Juan al lado de cada uno de sus discípulos, explicando, demostrando, alentándolos y guiándolos. Volaba con ellos en la noche, en la tormenta, entre las nubes, sólo por el placer de hacerlo, mientras la Colonia se recogía, acobardada, en la arena.
Al terminar los vuelos, los estudiantes solían esparcirse por la playa y, con el tiempo, fueron escuchando a Juan con mayor atención. En torno al círculo de aprendices fue formándose paulatinamente otro corrillo mayor: una rueda de gaviotas curiosas que pasaban las horas escuchando sin ser vistas en la oscuridad y se dispersaban antes del amanecer.
Transcurrió un mes antes de que la primera ave atravesara la línea divisoria diciendo que quería aprender a volar. Terencio Lisandro Gaviota incurrió así en el ostracismo de su bandada, que lo declaró paria. Lisandro se convirtió en el octavo discípulo de Juan.
A la noche siguiente se separó de la Colonia Ceferino Malaquías Gaviota, tambaleante, arrastrando el ala izquierda por la arena, para caer desfallecido a los pies de Juan Gaviota.
—Ayúdame —rogó, ahogándose, con voz de moribundo—. Más que todo en la vida, desearía volar...
—Ven entonces conmigo —accedió Juan—. Remontémonos juntos y empecemos la lección.
—Pero es que no comprendes... Es el ala... no la puedo mover.
—¡Malaquías Gaviota! Eres libre para ser quien eres, ahora mismo, y nada puede interponerse en tu camino. Esa es la ley de la Gran Gaviota: es la Ley.
—¿Quieres decir que puedo volar?
—¡Te digo que eres libre!
Ceferino Malaquías desplegó las alas y, en un santiamén, con poco esfuerzo, se remontó en el aire nocturno. Despertó a la bandada con sus gritos de entusiasmo, a todo pulmón, desde una altura de 150 metros:
—¡Puedo volar!... ¡Óiganme; soy capaz de volar!
Hacia el amanecer había cerca de un millar de aves congregadas en torno al círculo, mirando con curiosidad a Malaquías. Poco les importaba que las viesen o no, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.
Les habló de cosas muy simples: de que es natural que las gaviotas vuelen; de la libertad como esencia de su ser, y añadió que todo lo que coartara su independencia debía ser rechazado, fuera ello ritual, superstición o limitación de cualquier índole.
—¿Rechazarlo ? —objetó una voz— ¿Aunque sea la Ley de la Bandada?
—La única Ley verdadera es la que nos hace libres —decretó Juan—: no hay ninguna otra valedera.
—¿Esperas que volemos como tú? —apuntó otra ave—: Tienes dones especialísimos, divinos, superiores a los de todas las demás gaviotas.
—¡Miren a Fabio, a Lucio, a Carlos Rolando, a Judit-Leticia! ¿Tienen ellos también dones especiales o divinos? Ni más que ustedes, ni más que yo. La única diferencia estriba en que ellos han comenzado a comprender lo que son en realidad, y lo ponen en práctica.
Todos los estudiantes, excepto Fabio, comenzaban a sentirse incómodos: no habían advertido que eso era lo que estaban haciendo.
Cada día acudían las gaviotas en mayor número. Algunas iban a hacerle preguntas; otras, a reverenciarlo y otras más a insultarlo.
LA MUERTE
AQUELLO sucedió una semana después. Fabio enseñaba los rudimentos del vuelo de gran velocidad a un grupo de nuevos estudiantes. Acababa de salir de un picado desde 2000 metros, pasando como una exhalación gris a pocos centímetros de la playa, cuando un polluelo de gaviota, que hacía su primer vuelo, se atravesó en su camino, planeando y llamando a su madre. Con menos de una décima de segundo para evitar el choque, Fabio Lotario Gaviota viró bruscamente a la izquierda, a 300 k.p.h., y se estrelló contra un farallón de granito.
Para él la roca fue como una gigantesca puerta sólida que daba a otro mundo. Un instante de terror y de sobrecogimiento al estrellarse... y después se halló flotando por un extraño firmamento... olvidando, recordando, volviendo a olvidar; sentía temor, tristeza y pesar, un gran pesar...
Oyó una voz como la del día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota:
—El secreto, Fabio, está en sobreponernos paulatinamente a nuestras limitaciones. No hay que intentar el vuelo entre rocas hasta que estemos en una etapa avanzada
—Juan! ¿Qué haces aquí? ¿Y el farallón? ¿No estoy... muerto?
—¡No digas tonterías, Fabio! Puesto que me estás hablando, no has muerto. Sí lograste, sin embargo, entrar en otro nivel de conciencia... aunque quizá algo bruscamente. Ahora te toca elegir: puedes quedarte aquí y aprender a este nivel, mucho más alto que el anterior, o regresar para seguir enseñando a la Colonia. Los Ancianos de la tribu deseaban que te ocurriera un accidente; quedaron atónitos de que los complacieras tan pronto.
—Quisiera volver a la Colonia, claro está. Apenas había comenzado a enseñar al nuevo grupo.
—Muy bien, Fabio. Recuerda lo que te he dicho: el cuerpo no es otra cosa que el pensamiento propio...
Fabio meneó la cabeza, extendió las alas y, al abrir los ojos, se halló en la base del acantilado, en medio de la Colonia entera, congregada. Hubo un gran clamor de chillidos y graznidos en la multitud cuando hizo Fabio el primer movimiento.
—¡Está vivo! ¡El que estaba muerto vive aún!
—Lo tocó con la punta del ala. Lo resucitó. ¡Es un demonio! ¡Demonio! Ha venido a desbandar a la Colonia.
Se habían congregado 4000 gaviotas aterradas por lo sucedido, y el grito de demonio cundió entre ellas como el viento en la tempestad. Los ojos vidriosos, los picos afilados se cerraron dispuestos a atacar.
—¿Te sentirías mejor si nos fuéramos de aquí? —le preguntó Juan a Fabio.
—No me opondría...
En un instante se apartaron a 700 metros de los atacantes, y los furiosos picotazos dieron en el aire.
—¿Por qué será —musitó Juan—que lo más difícil del mundo es convencer a un pájaro de que es libre, y de que puede demostrárselo a sí mismo con sólo dedicar un rato a practicar? ¿Por qué será tan difícil?
Fabio todavía pestañeaba ante el súbito cambio de escenario.
—¿Qué hiciste? ¿Por qué estamos los dos aquí?
—Dijiste que deseabas escapar de la multitud, ¿verdad?
—Sí... pero ¿cómo lo has logrado?
—Como todo lo demás Fabió: la práctica...
EL AMOR
AL DÍA siguiente la bandada ya había olvidado su locura, pero no así Fabio.
—Juan, ¿recuerdas lo que me dijiste hace mucho tiempo acerca de amar a la Colonia lo suficiente para volver a ella y enseñarle?
—Sí; lo recuerdo bien.
—No comprendo cómo se puede amar a una turba de aves que tuvo intenciones de matarlo a uno.
—¡Claro! No se puede amar el odio ni la maldad. No se trata de eso. Hay que practicar para ver a la gaviota verdadera, el bien que hay en cada una de ellas, y ayudarlas a descubrirlo en ellas mismas. Así concibo el amor. Una vez que se aprende, resulta incluso divertido.
—Recuerdo cierta gaviota muy fiera. Se llamaba Fabio Lotario. Lo acababan de declarar paria, y quería combatir con toda la Colonia allá en los Lejanos Acantilados, donde, amargado, estaba en su propio infierno. Y aquí está hoy forjando su propio cielo, al que se propone conducir a toda la Colonia.
Fabio se volvió a su instructor en un momento de incertidumbre. En sus pupilas se reflejaba el temor...
—¿Conducir yo? Pero, ¿qué dices? El maestro eres tú. No puedes dejarnos...
—¿No? ¿No crees que puede haber otras Colonias, otros Fabios que tengan más necesidad de un instructor? Voy camino de la luz eterna. Aquí ya no me necesitan. Tienes que seguir descubriéndote: ser el verdadero Fabio Gaviota sin limitaciones. Él será tu instructor. Debes entenderlo a él y practicar con él.
Al poco rato, el cuerpo de Juan se estremeció en el aire, emitió destellos y fue haciéndose transparente.
—No dejes que propaguen rumores necios acerca de mí, ni que me conviertan en un dios. ¿Convenido, Fabio? Soy una simple gaviota; me gusta volar y eso es todo...
—¡Juan!
El trémulo resplandor cesó. Juan Gaviota había desaparecido.
ALGÚN tiempo después Fabio Gaviota hacía un esfuerzo para volver al firmamento, donde lo esperaba un nuevo grupo de estudiantes ansiosos de recibir su primera lección.
—En primer lugar —anunció en tono grave— deben comprender que la gaviota es una idea ilimitada de libertad, a imagen y semejanza de la Gran Gaviota, y que todo nuestro cuerpo, de un extremo al otro de las alas, no es más que el pensamiento mismo.
Las jóvenes gaviotas lo miraban desconcertadas. ¡Vaya! —pensaban— esas no parecen las instrucciones para ejecutar un rizo en el aire.
Dando un suspiro, Fabio comenzó de nuevo:
—Pues bien... veamos... —y mirándolos críticamente prosiguió—: Comencemos hoy por el vuelo horizontal —y al decirlo comprendió que su amigo, honradamente, no había poseído más divinidad que él mismo.
¿Sin límites, eh, Juan ?, pensaba. Pues entonces no pasará mucho tiempo sin que me aparezca de improviso en tu playa para enseñarte algún nuevo truco de vuelo.
Y aunque trataba de aparentar la apropiada severidad ante sus discípulos, Fabio Gaviota los vio, en un momento fugaz, tal como eran: y lo que veía no sólo le agradaba; le encantaba. Con que sin límites, ¿eh, Juan? pensó, y sonrió. Apenas se iniciaba su anheloso, largo aprendizaje.
Condensado del libro "Jonathan Livingston Seagull", © 1970 por Richard D. Bach.