UN REGALO DE ALEGRÍA: FERNANDEL
Publicado en
agosto 09, 2015
Como el sol del Mediterráneo, su sonrisa gigantesca resplandecía para gozo de sus millones de admiradores... y de nosotros, sus amigos.
Por Andrex.
LA SONRISA de Fernandel irradiaba calor como una lámpara, brindaba la bienvenida del rayo de luz de un faro, comunicaba una irresistible, arrolladora joie de vivre. Sonreía con los dientes, con las encías, con los surcos de las mejillas y con las profundas arrugas de los ojos... Con todo su ser. Tal sonrisa era como un milagro, y fue lo que convirtió a Fernandel en uno de los artistas más populares y queridos de Francia durante cuatro decenios.
Además, personificaba el don mismo de la risa. Jamás he visto a nadie reír así, tan fácil y tan espontáneamente como los demás reían con él; los rostros adustos no eran de su agrado. En cierta ocasión un malhumorado pescador bretón se quejó de que el Mediterráneo no tiene mareas y nunca se mueve; Fernandel le replicó: "¿Adónde quiere usted que vaya el mar para que sea más feliz que donde está?" Y no tardó en hacer reír al pescador.
"Cuando tengo deseos de reír", solía jactarse el actor, "voy a ver una película de Fernandel". El gran actor francés Raimu se quedó asombrado por el gusto con que Fernandel asistía a la proyección de las escenas que acababan de filmar para una cinta en la que ambos trabajaban juntos. "Era el espectador perfecto, encogido de risa en su asiento", comentaba Raimu. "Y yo me decía: ¿Cómo no ha de hacer reír a los demás, si es capaz de reírse así de él mismo?"
Nadie —y él menos que nadie—hubiera dicho que era buen mozo. Al verse por primera vez en la pantalla, en 1931, según confesaría después, "poco faltó para que renunciara para siempre a la actuación". Su caballuno rostro, sin embargo, resultaba singularmente engañoso. Cuando no hacía gestos, con los carnosos labios cerrados o ligeramente entreabiertos y mostrando la irregular barrera de la dentadura inferior, aquel rostro habría podido pasar fácilmente por el de un gendarme, un labrador, un peluquero, un jefe de estación ferroviaria, un corredor de bicicletas o un palurdo (personajes típicamente franceses, todos los cuales, por cierto, interpretó en el cine); si Fernandel experimentaba una ligera alarma, su semblante alargado, enjuto, algo coriáceo, adquiría la expresión de un atareado empleado bancario o la de un vendedor de jabones, cosas ambas que él mismo había sido en la vida real. Cierto crítico francés escribió: "Cuando Fernandel está en el foro de algún filme, el aire tiene olor de ajo, brilla el Sol, y los que no hablan como provenzales adquieren en el acto el inconfundible acento de Provenza".
El gran cómico fue actor de nacimiento. En Angéle, su primera película, en la que trabajó con el famoso comediógrafo francés Marcel Pagnol, hacía el papel tragicómico del tonto del pueblo. Al filmar cierta escena, Pagnol decidió escribir de nuevo el diálogo y allí mismo redactó uno enteramente diferente. Fernandel levantó las manos al cielo y exclamó: "¡No me puedo aprender seis páginas en cinco minutos!" Astutamente, Pagnol le aconsejó que escondiera los papeles en el flexible sombrero de campesino que llevaba el actor en las manos, para que pudiera leer sus parlamentos cada vez que bajara la vista. Y así se filmó la escena... , sin previo ensayo. Cuando se exhibió la cinta, los críticos celebraron el delicado arte con que Fernandel bajaba la vista en su papel de rústico tímido.
Lo cierto es que había actuado desde niño. Su padre, Denis Contandin, era un empleado de oficina que aprovechaba los fines de semana para actuar en los sainetes que él y sus amigos montaban en los círculos de Marsella o en el Teatro Chave, donde las casi inacabables representaciones duraban a veces desde las 3 de la tarde hasta medianoche. Fernand, como se llamaba entonces, hizo su presentación en las tablas a la edad de cinco años, cantando sones militares a dúo con su hermano mayor, Marcel. Logró su primer "triunfo" a los siete años de edad, cuando su padre, para que el chico venciera el miedo escénico, lo empujó hacia el foro propinándole un puntapié en las posaderas. El niño tropezó con el diminuto sable que llevaba, cayó estrepitosamente al suelo cuan largo era y fueron tales las risas que el público aplaudió frenéticamente. Aquella fue la última vez que el actor sintió miedo de salir a escena.
Cuando conocí a Fernand, en 1914, en la escuela, él tenía 11 años de edad y yo siete. Después de la primera guerra mundial trabamos estrecha amistad y juntos actuábamos en funciones improvisadas en los clubes de Marsella: Fernand se presentaba con el uniforme rojo de soldado, y yo con una chaqueta ligera, corbata de lazo y sombrero de paja, imitando a Maurice Chevalier. Aunque a veces teníamos la buena suerte de recibir una pequeña remuneración, ninguno de los dos podía considerarse todavía un artista profesional. Para ayudar a su familia, que pasaba por difíciles circunstancias, Fernand resolvió trabajar en un banco, lo cual fue un fracaso. Lo despidieron de su primer empleo porque lo sorprendieron fumando a la puerta del despacho del director; de otra oficina lo echaron por cantar en horas de trabajo; y de una tercera por causar "innecesario desorden": las sonoras carcajadas con que sus compañeros de trabajo acogían los inagotables retruécanos, chistes e hilarantes imitaciones de Fernand.
Fue por entonces cuando comenzó a galantear a Henriette Manse, joven marsellesa de ojos negros con quien se casó a la postre. La madre de Henriette solía exclamar, apenas el galán aparecía a la puerta: "Ah, voilá le Fernand d'elle!"* La expresión se impuso entre ellos, y cuando el joven pretendiente recibió su primera invitación para cantar como profesional, en Niza, se presentó con el nombre al que más adelante daría fama mundial: Fernandel.
La vida conyugal hizo de él, momentáneamente, un hombre serio, y para poder cubrir sus gastos se consiguió el empleo de contador en una fábrica de jabones. Una mañana el director del Teatro Odeón de Marsella lo mandó llamar para que reemplazara a un cantante de París a quien el público acababa de echar del foro a silbidos. Aquella noche Fernand apareció ante los espectadores haciendo derroche de una desenvoltura fingida, acabó de cantar su primer número y acometió apresuradamente el segundo, antes de que el público tuviera tiempo de reaccionar. Se oyeron gritos en las galerías, estalló la algazara y Fernand sintió que las rodillas se le doblaban. De repente advirtió que no lo estaban abucheando, sino que lo aclamaban: "¡Eso es, Fernand!" "¡Bravo, marsellés!" "¡Eres único, Fernand!"
A la vista de un triunfo tan tumultuoso, el director general de los teatros Paramount de Francia contrató a Fernandel para una gira por todo el país. Naturalmente, la prueba decisiva sería en París. El director del Teatro Bobino le dijo bruscamente que no dispondría de más de nueve minutos en escena. Mas apenas hizo Fernandel su aparición, el increíble y caballuno rostro de sonrisa ridícula provocó una tempestad de risas. Fernand acabó de cantar sus tres números y ya estaba de vuelta en su camarín cuando el director entró, impaciente:
—¿Qué hace usted? —le gritó—¿No oye que el público está pidiendo a voces un bis?
—¡Pero usted me dijo que sólo contaba yo con nueve minutos!
A empellones lo hicieron salir de nuevo al escenario, donde cantó otras tres canciones, y al día siguiente su nombre, en grandes letras, aparecía en los carteles fijados a la entrada del teatro.
Poco después Fernandel había conquistado a París, pues a un éxito en escena seguía otro. Una noche el director de cine Marc Allégret llamó a la puerta del camarín del artista para informarle que el famoso actor y comediógrafo Sacha Guitry quería que Fernandel hiciera un papel en una película en preparación. Le Blone et le Noir ("Blanco y negro") marcó la iniciación de una carrera fílmica durante la cual Fernandel filmó 150 cintas y que, a la larga, lo convertiría en uno de los actores mejor pagados de Francia. Entre actuaciones en cabarés (incluso una temporada en el FoliesBergére, donde compartió honores con la popular Mistinguett), se le invitaba a participar en alguna película al lado de grandes figuras, tales como Raimu y Jean Gabin, que llegaron a ser sus íntimos amigos. La fama de Fernandel, cada día mayor, pronto lo llevó a conocer a Pagnol, y la asociación de aquellos dos ingeniosos marselleses, que duró 20 años, tuvo por fruto una serie de filmes hoy considerados clásicos, entre ellos Regain, Le Schpountz, La Filie du Puisatier ("La hija del pocero") y Nais. Hacia 1938 Fernandel estaba haciendo, por término medio, una película cada dos meses, lo cual era muchísimo para aquella época.
Pudo desplegar aquella febril actividad gracias a que, a pesar de su carácter alegre y calmoso, regía su existencia privada con una disciplina casi militar. Como Napoleón, era raro que durmiese más de cuatro horas al día, y podía conformarse con menos horas de reposo. Entre las 5 y las 6 de la mañana, mucho antes de que nadie se levantara, el cómico se preparaba su café, se encerraba luego en su estudio, contiguo al dormitorio, y él mismo contestaba los cientos de cartas que recibía semanalmente de sus admiradores. Fernandel cumplía fielmente este programa, ya estuviera en su lujoso apartamento de París, en su casa de Marsella o en su quinta junto al mar, en Carry-le-Rouet.
La inminencia de la segunda guerra mundial interrumpió temporalmente en 1939 su activísima carrera fílmica, pues Fernandel tuvo que engancharse en un cuerpo de suministro acantonado a retaguardia, en las afueras de Marsella. Cierto día un capitán poco avisado dispuso que el soldado Fernand Contandin montara guardia a la puerta de un parque de diversiones requisado por el ejército francés. Una hora más tarde sucedía lo inevitable: una multitud se congregó a la entrada del parque, con lo cual el tránsito quedó completamente bloqueado. "Vé, Fernandel!" gritaba la gente, feliz. La policía tuvo que intervenir, y poco después el ejército lo transfería al cuerpo de servicios auxiliares, con la misión de divertir a la tropa.
Terminada la guerra, el actor tuvo por fin la ansiada oportunidad de visitar los Estados Unidos, país que siempre le había atraído (le encantaban las novelas policiacas norteamericanas y las películas de vaqueros). Durante su visita a Norteamérica, el fotógrafo neoyorquino Philippe Halsman lo convenció de que colaborara con él en la preparación de una entrevista gráfica acerca de Francia, en la cual el cómico sólo contestaría con sus elocuentes gestos. Con las graciosas reacciones mudas a las 24 preguntas que se le hicieron y que Halsman fotografió en una hora solamente, se compuso The Frenchman, libro del que se vendieron alrededor de 100.000 ejemplares y que demostró definitivamente que Fernand era el cómico francés más accesible al gusto de los extranjeros.
Como Fernandel resultaba casi siempre el mismo, cualquiera que fuese, el papel representado por él, poco faltó para que, en 1951, rechazara el que había de ser el mejor de todos: el de Don Camilo. Cuando Julien Duvivier, el director de la película, le envió el guión, el actor se sintió preocupado por el "crucifijo parlante" con el cual el protagonista, un cura aficionado al boxeo, sostiene un constante diálogo. Fernandel pensaba que tal cosa sería imposible de filmar en forma convincente. Duvivier le explicó que enfocaría la cámara al rostro del cómico, más que al crucifijo, pues así crearía la ilusión de que la voz que respondía a las angustiadas preguntas de Don Camilo era la conciencia del personaje. Posteriormente, al preguntársele a Fernandel si había disfrutado con la interpretación del papel del cura que se enfrenta con éxito a Peppone, el alcalde comunista, respondió: "¡Ya lo creo! ¡Como que tuve de socio a Jesucristo!" Esta película fue aclamada internacionalmente y la siguieron una segunda y una tercera parte; el papa Pío XII, al saber que Fernandel estaba en Roma, lo invitó inmediatamente a visitar el Vaticano, pues deseaba ver al "cura más conocido de la Cristiandad, después del Papa".
No obstante la fama que obtuvo, Fernandel no cambió y conservó hasta el fin su proverbial sencillez. Padre de tres hijos (uno de los cuales, Franck, ya es actor y cantante), llevó una vida hogareña, sin complicaciones: Sus gustos fueron siempre modestos y típicamente marselleses: se desvivía por las ensaladas, por las pastis, por una buena bouillabaisse (sopa de pescado a la marsellesa), que él mismo sabía preparar, pues era un excelente cocinero; le fascinaba, más que nada, la pesca, la cual practicaba en Carry-le-Rouet a bordo de su lancha de siete metros de eslora, La Caméra.
Cierto día, sin embargo, mientras pescaba en su lancha, Fernandel perdió el equilibrio y se magulló el pecho gravemente. Tiempo después comenzó a tener accesos de dolor que él atribuía a su caída. Como siempre había trabajado como un burro, Fernandel se negó a disminuir sus actividades, aunque se sentía cada vez más indispuesto y fatigado. Hacia el verano de 1970, mientras filmaba Don Camilo et les Contestataires en Italia, el calor lo atormentaba terriblemente. Al fin se desmayó en el foro y fue necesario trasladarlo a Francia a toda prisa. Allí los médicos diagnosticaron una pleuresía y le recomendaron descansar lo más que le fuera posible.
Aunque se sentía muy débil, conservó su buen humor hasta su último día. "Esto sólo podía haberme pasado a mí", bromeaba. "Lo natural es que la gente pille una pleuresía cuando hace frío. ¡Yo tenía que pillarla con una temperatura de 42 grados a la sombra!"
Como su estado empeoraba, Fernandel se recluyó en el apartamento de París, donde descansaba y sólo recibía a sus más íntimos amigos. El actor falleció en febrero de 1971, y millares de parisienses acudieron a rendir póstumo homenaje al cómico francés más popular de nuestra época. Tantas eran las coronas fúnebres que cubrían el féretro, que éste presentaba la apariencia de una barquilla a flote en un mar de flores. Quienes tuvimos la fortuna de tratar íntimamente a Fernandel comprendimos que habíamos perdido a un amigo insustituible, a un amigo a quien lloraban millones de personas porque difundía afecto y alegría. Ya Sacha Guitry le había dicho años antes, en inusitado homenaje: "Moi, on m'admire; vous, on vous aime!" ("A mí me admiran; a usted lo aman".)
DESDE el modesto puesto de dependiente en la frutería y verdulería de su padre, Andrex se elevó al pináculo de la fama y llegó a ser uno de los más populares cantantes del París de la posguerra. Durante los 48 años que actuó en los escenarios, Andrex recorrió el mundo y apareció en gran número de revistas musicales, operetas y películas (en 30 de ellas, en compañía de Fernandel).
*Literalmente: "Ahí viene el Fernand de ella". En francés, "Fernand d'elle" suena al oído "Fernandel". (N. de la R.)